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Constituye un lugar común la caracterización del sistema educativo –en su conjunto– en términos

de crisis. De hecho, a la crítica tradicional sobre los niveles educativos básicos y medios se ha
venido a sumar en los últimos tiempos la referida al ámbito universitario. Esta lectura, de trazos
gruesos y sin matices, aunque no resulta novedosa, está tomando en los últimos tiempos nuevos
impulsos y recorridos a la luz, entre otras cuestiones, con la publicación sistemática de informes y
rankings internacionales. Con cada vez mayor presencia y atención pública, la educación se ha
situado en la actualidad en un lugar preferencial del debate social y de la agenda política tanto de
gobiernos nacionales como de organismos internacionales. En fin, se ha constituido en un campo
abonado para el análisis y la discusión en el que confluyen muchas voces y perspectivas, no
siempre vinculadas por lo demás –al menos de manera exclusiva– con el propio ámbito educativo.
En efecto, no debe obviarse que la preocupación por la educación hace tiempo salió del campo
exclusivo de sus agentes y profesionales, de tal manera que son muchos los sectores de la
sociedad que han puesto la atención sobre ella y, entre otras cuestiones, vienen reclamando la
puesta en marcha de cambios sustanciales, ya sea en relación a la organización del sistema
educativo en su conjunto o ya sea respecto al trabajo específico desarrollado en el aula. La prensa
generalista ha venido dando buena cuenta de este fenómeno desde hace algunos años. Valga
como ejemplo el artículo firmado 7 por el escritor y periodista español Vicente Verdú en el
periódico El País en marzo de 2011, cuando al plantear “el significado del insignificante (o nefasto)
papel que la Universidad desempeña en la formación del alumnado”, cargaba las culpas tanto en
los docentes como en los discentes, añadiendo que eran “culpables y víctimas, todos a la vez y
tanto en la Universidad como en la enseñanza media o en la primaria”; esto es, “culpables y
víctimas de un sistema de educación, unos programas y unos modos de formación caducos”,
calificados por el autor además con los términos “desastrosos” y “grotesco” (Verdú, 2011). No
resultaría especialmente complicado encontrar publicaciones más recientes –y también referidas,
claro, a otros marcos nacionales– que siguiesen este mismo esquema de análisis e interpretación.
En definitiva, la educación, descrita en clave de crisis, requiere a ojos de buena parte de esas
contribuciones no sólo la atención preferente desde los poderes públicos sino también la puesta
en marcha de acciones concretas por parte de los diferentes agentes implicados en el proceso de
enseñanza y aprendizaje. En todo caso, la identificación de los rasgos que definen esa crisis y las
recetas para su superación no quedan fuera del debate y la discusión. De hecho, los intereses,
inquietudes o focos de atención resultan muy dispares, como dispares son por lo demás las
valoraciones y las propuestas específicas para su resolución. De todas formas, si hay un campo que
ha terminado concitando algunos consensos y generando expectativas de cambio y mejora ese no
es otro que el que hace referencia a conceptos como innovación y calidad educativa. De uso
común y cotidiano, ambos términos se complementan y generan a su vez iniciativas y prácticas
concretas en el campo, entre otros, de las metodologías de enseñanza o de las nuevas tecnologías.
Así, por ejemplo, como ha señalado Manuel Fernández Navas, en los últimos tiempos la docencia
se ha dotado de multitud de nociones y herramientas en pro de la innovación educativa, “como si
de la panacea se tratara, para una escuela que siempre está, ha estado y estará en crisis” (2016:
27). Ahora bien, ello no quiere decir que nos encontremos ante un camino bien trazado,
delimitado y de una sola dirección. Hace ya casi tres décadas Miguel A. Santos Guerra advertía de
que “la calidad de la enseñanza es un tópico que se maneja con pretendida univocidad”, de tal
manera que si bien es cierto se trata de un concepto utilizado ampliamente entre la comunidad
educativa a modo de guía y propósito, no lo es menos que el problema surge “en el momento de
precisar en qué consiste la calidad” (1990: 27). Lo mismo puede decirse hoy día respecto a la
innovación, cuya continua presencia y referencialidad a la hora de marcar el discurrir futuro de la
educación no permite ocultar sin embargo la marcada distancia que todavía existe entre el campo
discursivo y declarativo y la realidad del aula. Como sostiene Miguel 8 Sola Fernández, la
innovación “está muy presente en los discursos, en las declaraciones, en las disquisiciones
teóricas, pero muy poco en las prácticas de enseñanza-aprendizaje” (2016: 41). En la misma línea,
Manuel Fernández Navas ha puesto de relevancia cómo la innovación ha traído consigo la
incorporación de nuevos términos y herramientas de trabajo, pero no ha supuesto sin embargo un
cambio profundo en la manera de entender la docencia, las ideologías o las prácticas concretas,
“que siguen siendo, si no iguales, sí muy parecidas a como lo eran antes” (2016: 27). Queda aún
mucho terreno, por tanto, por recorrer y explorar en relación al concepto de innovación aplicado
al campo de la educación. Sus continuas presencia y centralidad –especialmente evidenciables en
los últimos tiempos–, que han conducido a su naturalización como parte consustancial de los
nuevos modelos de enseñanza y aprendizaje, no implican en ningún caso su recepción acrítica ni
su caracterización en términos de univocidad. Precisamente, el nuevo acercamiento que
representa este libro respecto a la innovación educativa parte de ciertas certezas y consensos,
pero también de algunas preguntas y disensos derivados, por ejemplo, de la pluralidad de
significados que encierra el concepto y de la diversidad de escenarios que se abren de su
aplicación y concreción en diferentes niveles y contextos educativos. Pero vayamos por parte. En
el caso de las certezas y consensos, lo primero que debemos considerar es que la innovación no es
una actividad puntual ni algo que emerge como un descubrimiento espontáneo y
descontextualizado, sino que es –o debe ser– fruto de un proceso consciente y consecuente de
acuerdo al querer y al poder. Los contextos educativos enfrentan a diario diversos y complejos
desafíos, en los que sus actores por lo general pueden tomar algunas decisiones al respecto, las
cuales pueden transitar por el mantener, adecuar o transformar. Es precisamente en estas últimas
dos acciones donde pueden emerger proyectos y trayectos de innovación. Otra cuestión a
considerar está vinculada con el propósito de la innovación. En líneas generales, su finalidad está
conectada con el cambio y la mejora de ciertos elementos de la realidad educativa: entre otras
cuestiones, para modificar concepciones y actitudes de sus actores, alterar metodologías o
intervenir en el statu quo de la institución, según las necesidades y prioridades de cada caso. No
está de más recordar que la demarcación de sus metas y objetivos no resulta independiente de la
definición del mismo concepto de innovación, de tal manera que las dificultades de afrontar esto
último termina afectando a la propia identificación de sus motivaciones y finalidades.
Precisamente, Fernández Navas ha puesto el punto de atención sobre los significados precisos que
tienen los términos de cambio y mejora 9 desde la perspectiva de la innovación en el ámbito
educativo, en cuyo escenario ambos conceptos quedan integrados en la siguiente definición: “[…]
entendemos que la innovación educativa es un conjunto de cambios introducidos de forma
sistemática en una práctica educativa y coherentes con los conocimientos de las diferentes áreas
del saber en el campo educativo, así como con las finalidades que se expresan y se comparten por
los integrantes de la comunidad como concepto de mejora” (2016: 31). En definitiva, un conjunto
de cambios que, entre otras posibles direcciones, puede encaminarse hacia los procesos de
enseñanza y aprendizaje, de gestión y administración de programas, o de cambio y alteración de
rutinas e inercias. Desde esta perspectiva cabe considerar que cada innovación educativa debe ser
valorada no sólo por su resultado, sino también a raíz de las diversas fases por las que transita el
proceso de cambio y mejora. Es necesario conocer las dificultades e inconvenientes de ese
discurrir para conformar una visión amplia y en perspectiva de cada experiencia educativa. Por
otro lado, la innovación, según cabe subrayar, posee componentes tanto explícitos como
implícitos u ocultos. En este sentido, como la mayoría de las acciones que se implementan en los
centros educativos, éstas no permanecen neutras y pueden alterar la práctica cotidiana de los
actores educativos, generando a su vez focos de resistencia y nuevos conflictos a nivel
institucional. No en vano, según sostiene Monereo, “el profesor, lejos de ser un actor aislado e
independiente, se halla inmerso en un contexto que recíprocamente influye sobre él, pero sobre el
que puede también ejercer influencia” (2010: 586).

Objetivo: Recordar y
aprender las
características de la
mitología moderna.
Actividad
1) Escribe de que trató la
lectura.
2) Escribe cada una de las
palabras del vocabulario con
su significado.

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