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Mariana

ENRÍ-
QUEZ
Antología de cuentos
y textos sobre la autora
del 2022 fue galardonada con el Gran Prix de L´ imaginaire 2022 por Notre part
Mariana Enríquez de nuit, edición en fránces de la novela Nuestra parte de noche. Nominada para
¿Quién es? el 2021 Ladies of Horror Fiction Award Nominees for Best Collection por The
Dangers of Smoking in Bed: Stories (Trad. Megan McDowell).
Mariana Enríquez (1973) es periodista, escritora y docente argentina, y
forma parte del grupo de escritores conocidos como “Nueva narrativa argen- Algunas de sus obras ordenadas por género son:
tina”. En sus años residiendo en La Plata, se interesó en el periodismo y en el Novela
punk. Cuenta con una licenciatura en Periodismo y Comunicación Social en la
o Bajar es lo peor (Editorial Espasa-Calpe, 1995) (Anagrama 2022)
Universidad Nacional de La Plata. Sus comienzos en la escritura fueron influen-
o Cómo desaparecer completamente (Emecé Editores, 2004)
ciados por escritores como Stephen King y H. P. Lovecraft. Su primera no-
o Este es el mar (Literatura Random House, 2017)
vela Bajar es lo peor fue publicada por Juan Forn cuando ella tenía 19 años, y
o Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019)(Vintage, 2019).
ha sido recientemente reeditada por Anagrama y de donde salió la película del
mismo título dirigida por Leyla Grunberg. Trabajó como periodista freelance, y Cuento
después se unió al diario argentino Página12, donde gracias a su gran labor se o Los peligros de fumar en la cama (Anagrama, 2017).
convertiría en subeditora del suplemento cultural "Radar". También ha colabo- o Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016).
rado en las revistas TXT, La Mano, La Mujer de mi Vida y El Guardián. Así como o Ese verano a oscuras (Páginas de espuma, 2019).
en el programa de radio Gente de a pie, de Radio Nacional. Desde 2020 es di-
rectora de Letras del Fondo Nacional de las Artes. Su obra ha sido traducida a Crónica y ensayo
varios idiomas y es considerada como la escritora argentina de terror más rele- o Mitología celta (Gradifco, 2007).
vante en la actualidad, galardonada con premios como: Premio Ciutat de Bar- o Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (Editorial, Laguna
celona (2017) en la categoría «Literatura castellana» por Las cosas que perdi- Libros, 2013).
mos en el fuego. Primera escritora argentina en ganar el Premio Herralde de o La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (Anagrama, 2014).
Novela (2019) por Nuestra parte de la noche; Premio Kelvin 505 (2019) a la o El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones (Ediciones Universidad
«Mejor novela original en castellano»; Premio Celsius (2019) a la mejor novela Diego Portales, 2020). (Periodismo)
de ciencia ficción, terror o fantasía escrita en español por Nuestra parte de no-
Crónica gráfica
che. Premio de la Crítica en Narrativa de España (2019) por Nuestra parte de
o El año de la rata (ilustraciones de Dr. Alderete) (Los libros del Zorro Rojo,
noche; Nominada al Premio Kirkus (2021) y Booker Prize Interantional (2021)
2021).
su obra The Dangers of Smoking in Bed; nominada en la primera lista del Gran
Prix de L’Imaginaire (GPI) (2022); finalista para Los Ángeles Times Book Prizes Novela gráfica
“Ray Bradbury Prize for Science Fiction, Fantasy & Speculative Fiction” (2022) o Chicos que vuelven (Eduvim, 2010).
por The Dangers of Smoking in Bed, traducción de Megan McDowell. En mayo

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Las cosas que La chica del subte, además, se vestía con jeans ajustados, blu-
sas transparentes, incluso sandalias con tacos cuando hacía calor.
Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo
perdimos en el fuego fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo.
En Las cosas que perdimos en el fuego (2016). Cuando pedía dinero lo dejaba muy en claro: no estaba jun-
tando para cirugías plásticas, no tenían sentido, nunca volvería a su
La primera fue la chica del subte. Había quien lo discutía o, al cara normal, lo sabía. Pedía para sus gastos, para el alquiler, la co-
menos, discutía su alcance, su poder, su capacidad para desatar las mida ‒nadie le daba trabajo con la cara así, ni siquiera en puestos
hogueras por sí solas. Eso era cierto: la chica del subte sólo predi- donde no hiciera falta verla‒. Y siempre, cuando terminaba de con-
caba en las seis líneas de tren subterráneo de la ciudad y nadie la tar sus días de hospital, nombraba al hombre que la había quemado:
acompañaba. Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No
completamente desfigurados por una quemadura extensa, completa tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por
y profunda; ella explicaba cuánto tiempo le había costado recupe- abandonarlo. Para evitar eso, él la arruinó, que no fuera de nadie
rarse, los meses de infecciones, hospital y dolor, con su boca sin la- más, entonces. Mientras dormía, le echó alcohol en la cara y le
bios y una nariz pésimamente reconstruida; le quedaba un solo ojo, acercó el encendedor. Cuando ella no podía hablar, cuando estaba
el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una en el hospital y todos esperaban que muriera, Pozzi dijo que se había
máscara marrón recorrida por las telarañas. En la nuca conservaba quemado sola, se había derramado el alcohol en medio de una pelea
un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara: era y había querido fumar un cigarrillo todavía mojada.
la única parte de la cabeza que el fuego no había alcanzado. Tam- ‒Y le creyeron ‒sonreía la chica del subte con su boca sin la-
poco había alcanzado las manos, que eran morenas y siempre esta- bios, su boca de reptil‒. Hasta mi papá le creyó.
ban un poco sucias de manipular el dinero que mendigaba. Ni bien pudo hablar, en el hospital, contó la verdad. Ahora él
Su método era audaz: subía al vagón y saludaba a los pasajeros estaba preso.
con un beso si no eran muchos, si la mayoría viajaba sentada. Algu- Cuando se iba del vagón, la gente no hablaba de la chica que-
nos apartaban la cara con disgusto, hasta con un grito ahogado; al- mada, pero el silencio en que quedaba el tren, roto por las sacudidas
gunos aceptaban el beso sintiéndose bien consigo mismos; algunos sobre los rieles, decía “qué asco, qué miedo, no voy a olvidarme más
apenas dejaban que el asco les erizara la piel de los brazos, y si ella de ella, cómo se puede vivir así”.
lo notaba, en verano, cuando podía verles la piel al aire, acariciaba A lo mejor no había sido la chica del subte la desencadenante
con los dedos mugrientos los pelitos asustados y sonreía con su boca de todo, pero ella había introducido la idea en su familia, creía Sil-
que era un tajo. Incluso había quienes se bajaban del vagón cuando vina. Fue una tarde de domingo, volvían con su madre del cine ‒una
la veían subir: los que ya conocían el método y no querían el beso de excursión rara, casi nunca salían juntas‒. La chica del subte dio sus
esa cara horrible. besos y contó su historia en el vagón; cuando terminó, agradeció y
se bajó en la estación siguiente. No le siguió a su partida el habitual

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silencio incómodo y avergonzado. Un chico, no podía tener más de competencia de los campeonatos europeos, era mejor para Mario
veinte años, empezó a decir “qué manipuladora, qué asquerosa, qué convertirse en una leyenda local que en un fracaso transatlántico‒.
necesidad”; también hacía chistes. Silvina recordaba que su madre, Lucila parecía enamorada y, aunque la pareja tenía mucha cober-
alta y con el pelo corto y gris, todo su aspecto de autoridad y poten- tura en los medios, no se le prestaba demasiada atención; era per-
cia, había cruzado el pasillo del vagón hasta donde estaba el chico, fecta y feliz, y sencillamente faltaba drama. Ella consiguió mejores
casi sin tambalearse ‒aunque el vagón se sacudía como siempre‒, y contratos para publicidades y cerraba todos los desfiles; él se com-
le había dado un puñetazo en la nariz, un golpe decidido y profesio- pró un auto carísimo.
nal, que lo hizo sangrar y gritar y vieja hija de puta qué te pasa, pero El drama llegó una madrugada cuando sacaron a Lucila en ca-
su madre no respondió, ni al chico que lloraba de dolor ni a los pa- milla del departamento que compartía con Mario Ponte: tenía el
sajeros que dudaban entre insultarla o ayudar. Silvina recordaba la 70% del cuerpo quemado y dijeron que no iba a sobrevivir. Sobrevi-
mirada rápida, la orden silenciosa de sus ojos y cómo las dos habían vió una semana.
salido corriendo no bien las puertas se abrieron y habían seguido Silvina recordaba apenas los informes en los noticieros, las
corriendo por las escaleras a pesar de que Silvina estaba poco entre- charlas en la oficina; él la había quemado durante una pelea. Igual
nada y se cansaba enseguida ‒correr le daba tos‒, y su madre ya te- que a la chica del subte, la había vaciado una botella de alcohol sobre
nía más de sesenta años. Nadie las había seguido, pero eso no lo su- el cuerpo ‒ella estaba en la cama‒ y, después, había echado un fós-
pieron hasta estar en la calle, en la esquina transitadísima de Co- foro encendido sobre el cuerpo desnudo. La dejó arder unos minu-
rrientes y Pueyrredón; se metieron entre la gente para evitar y des- tos y la cubrió con la colcha. Después llamó a la ambulancia. Dijo,
pistar a algún guarda, o incluso a la policía. Después de doscientos como el marido de la chica del subte, que había sido ella.
metros se dieron cuenta de que estaban a salvo. Silvina no podía ol- Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse,
vidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no nadie les creyó, pensaba Silvina mientras esperaba el colectivo ‒no
la veía tan feliz. usaba su propio auto cuando visitaba a su madre: la podían seguir‒
Hicieron falta Lucila y la epidemia que desató, sin embargo, . Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les te-
para que llegaran las hogueras. Lucila era una modelo y era muy nían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad;
hermosa, pero, sobre todo, era encantadora. En las entrevistas de la costó mucho concebir las hogueras.
televisión parecía distraída e ingenua, pero tenía respuestas inteli- Ahora que había una hoguera por semana, todavía nadie sabía
gentes y audaces y por eso también se hizo famosa. Medio famosa. ni qué decir ni cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles,
Famosa del todo se hizo cuando anunció su noviazgo con Mario policía, vigilancia. Eso no servía. Una vez le había dicho una amiga
Ponte, el 7 de Unidos de Córdoba, un club de segunda división que anoréxica a Silvina: no pueden obligarte a comer. Sí pueden, le ha-
había llegado heroicamente a primera y se había mantenido entre bía contestado Silvina, te pueden poner suero, una sonda. Sí, pero
los mejores durante dos torneos gracias a un gran equipo, pero, so- no pueden controlarte todo el tiempo. Cortás la sonda. Cortás el
bre todo, gracias a Mario, que era un jugador extraordinario que ha- suero. Nadie puede vigilarte veinticuatro horas al día, la gente
bía rechazado ofertas de clubes europeos de puro leal ‒aunque algu- duerme. Era cierto. Esa compañera de colegio se había muerto,
nos especialistas decían que, a los treinta y dos y con el nivel de
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finalmente. Silvina se sentó con la mochila sobre las piernas. Se ale- pasar la noche en la calle, acampar en la vereda y pintar sus carteles
gró de no tener que viajar parada. Siempre temía que alguien que pedían BASTA BASTA DE QUEMARNOS. Ella también se
abriera la mochila y se diera cuenta de lo que cargaba. quedó y, por la mañana, fue a la oficina sin dormir. Sus compañeros
ni estaban enterados de la quema de la madre y la niña. Se están
Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empeza- acostumbrando, pensó Silvina. Lo de la niñita les da un poco más de
ran las hogueras. Es contagio, explicaban los expertos en violencia impresión, pero sólo eso, un poco. Estuvo toda la tarde mandándole
de género en diarios y revistas y radios y televisión y donde pudieran mensajes a su madre, que no le contestó ninguno. Era bastante mala
hablar; era tan complejo informar, decían, porque por un lado había para los mensajes de texto, así que Silvina no se alarmó. Por la no-
que alertar sobre los feminicidios y por otro se provocaban esos che, la llamó a la casa y tampoco la encontró. ¿Seguiría en la puerta
efectos, parecidos a lo que ocurre con los suicidios entre adolescen- del hospital? Fue a buscarla, pero las mujeres habían abandonado
tes. Hombres quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el el campamento. Quedaban apenas unos fibrones tirados y paquetes
país. Con alcohol la mayoría de las veces, como Ponte (por lo demás vacíos de galletitas, que el viento arremolinaba. Venía una tormenta
el héroe de muchos), pero también con ácido, y en un caso particu- y Silvina volvió lo más rápido que pudo hasta su casa porque había
larmente horrible la mujer había sido arrojada sobre neumáticos dejado las ventanas abiertas.
que ardían en medio de una ruta por alguna protesta de trabajado- La niña y su madre habían muerto durante la noche.
res. Pero Silvina y su madre e movilizaron ‒sin consultarlo entre Silvina participó de su primera hoguera en un campo sobre la
ellas‒ cuando pasó lo de Lorena Pérez y su hija, las últimas asesina- ruta 3. Las medidas de seguridad todavía eran muy elementales; las
das antes de la primera hoguera. El padre, antes de suicidarse, les de las autoridades y las de las Mujeres Ardientes. Todavía la incre-
había pegado fuego a madre e hija con el ya clásico método de la dulidad era alta; sí, lo de aquella mujer que se había incendiado den-
botella de alcohol. No las conocían, pero Silvina y su madre fueron tro de su propio auto, en el desierto patagónico, había sido bien ex-
al hospital para tratar de visitarlas o, por lo menos, protestar en la traño: las primeras investigaciones indicaron que había rociado con
puerta; ahí se encontraron. Y ahí estaba también la chica del subte. nafta el vehículo, se había sentado dentro, frente al volante, y que
Pero ya no estaba sola. La acompañaba un grupo de mujeres ella misma había dado el chasquido al encendedor. Nadie más: no
de distintas edades, ninguna de ellas quemada. Cuando llegaron las había rastros de otro auto ‒eso era imposible de ocultar en el de-
cámaras, la chica del subte y sus compañeras se acercaron a la luz. sierto‒, y nadie hubiera podido irse a pie. Un suicidio, decían, un
Ella contó su historia, las otras asentían y aplaudían. La chica del suicidio muy extraño, la pobre mujer estaba sugestionada por todas
subte dijo algo impresionante, brutal: esas quemas de mujeres, no entendemos por qué ocurren en Argen-
‒Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La tina, estas cosas son de países árabes, de la India.
mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría ‒Serán hijos de puta; Silvinita, sentate ‒le dijo María Helena,
bueno, ¿no? Una belleza nueva. la amiga de su madre, que dirigía el hospital clandestino de quema-
La mamá de Silvina se acercó a la chica del subte y a sus com- das ahí, lejos de la ciudad, en el casco de la vieja estancia de su fa-
pañeras cuando se retiraron las cámaras. Había varias mujeres de milia, rodeada de vacas y soja‒. Yo no sé por qué esta muchacha, en
más de sesenta años; a Silvina la sorprendió verlas dispuestas a
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vez de contactar con nosotras, hizo lo que hizo, pero bueno: a lo me- En su madre, jefa de otro hospital clandestino, ubicado en una casa
jor se quería morir. Era su derecho. Pero que estos hijos de puta di- enorme del sur de la ciudad de Buenos Aires; su madre, siempre
gan que las quemas son de los árabes, de los indios… arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en
María Helena se secó las manos ‒estaba pelando duraznos la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres. En su padre,
para una torta‒ y miró a Silvina a los ojos. muerto cuando ella era chica, un hombre bueno y algo torpe («Ni se
‒Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos te ocurra pensar que hago esto por culpa de tu padre», le había dicho
quemaron. Ahora nos quemamos nosotras. Pero no nos vamos a su madre una vez, en el patio de la casa-hospital, durante un des-
morir: vamos a mostrar nuestras cicatrices. canso, mientras inspeccionaba los antibióticos que Silvina le había
La torta era para festejar a una de las Mujeres Ardientes, que traído, «tu padre era un hombre delicioso, jamás me hizo sufrir»).
había sobrevivido a su primer año de quemada. Algunas de las que En su exnovio, a quien había abandonado al mismo tiempo que supo
iban a la hoguera preferían recuperarse en hospitales, pero muchas definitiva la radicalización de su madre, porque él las pondría en
elegían centros clandestinos como el de María Helena. Había otros, peligro, lo sabía, era inevitable. En si debía traicionarlas ella misma,
Silvina no estaba segura de cuántos. desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho
‒El problema es que no nos creen. Les decimos que nos que- quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?
mamos porque queremos y no nos creen. Por supuesto, no podemos La ceremonia fue al atardecer. Silvina usó la función video de
hacer que hablen las chicas que están internadas acá, podríamos ir una cámara de fotos: los teléfonos estaban prohibidos y ella no tenía
presas. una cámara mejor, y tampoco quería comprar una por si la rastrea-
‒Podemos filmar una ceremonia ‒dijo Silvina. ban. Filmó todo: las mujeres preparando la pira, con enormes ramas
‒Ya lo pensamos, pero sería invadir la privacidad de las chicas. secas de los árboles de campo, el fuego alimentado con diarios y
‒De acuerdo, ¿pero si alguien quiere que la vean? Y podemos nafta hasta que alcanzó más de un metro de altura. Estaban campo
pedirle que vaya hacia la hoguera con, no sé, una máscara, un anti- adentro ‒una arboleda y la casa ocultaban la ceremonia de la ruta‒.
faz, si quiere taparse la cara. El otro camino, a la derecha, quedaba demasiado lejos. No había ve-
‒¿Y si distinguen dónde queda el lugar? cinos ni peones. Ya no, a esa hora. Cuando cayó el sol, la mujer ele-
‒Ay, María, la pampa es toda igual. Si la ceremonia se hace en gida caminó hacia el fuego. Lentamente. Silvina pensó que la chica
el campo, ¿cómo van a saber dónde queda? iba a arrepentirse, porque lloraba. Había elegido una canción para
Así, casi sin pensarlo, Silvina decidió hacerse cargo de la fil- su ceremonia, que las demás ‒unas diez, pocas‒ cantaban: «Ahí va
mación cuando alguna chica quisiera que su Quema fuera difun- tu cuerpo al fuego, ahí va. / Lo consume pronto, lo acaba sin to-
dida. María Helena contactó con ella menos de un mes después del carlo.» Pero no se arrepintió. La mujer entró en el fuego como en
ofrecimiento. Sería la única autorizada, en la ceremonia, a estar con una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no ha-
un equipo electrónico. Silvina llegó en auto: entonces todavía era bía duda de que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad su-
bastante seguro usarlo. La ruta 3 estaba casi vacía, apenas la cruza- persticiosa o incitada, pero propia. Ardió apenas veinte segundos.
ban algunos camiones; podía escuchar música y tratar de no pensar. Cumplido ese plazo, dos mujeres protegidas por amianto la sacaron

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de entre las llamas y la llevaron corriendo al hospital clandestino. pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable? Eso era todo
Silvina detuvo la filmación antes de que pudiera verse el edificio. lo necesario, porque las ramas para las hogueras estaban ahí, en
Esa noche subió el video a internet. Al día siguiente, millones cada lugar. Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo.
de personas lo habían visto. No se va a detener, había dicho la chica del subte en un pro-
grama de entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se
Silvina tomó el colectivo. Su madre ya no era la jefa del hospi- reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres,
tal clandestino del sur; había tenido que mudarse cuando los padres porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a
enfurecidos de una mujer ‒que gritaban «¡tiene hijos, tiene hijos!»‒ estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego ‒y capaz
descubrieron qué se escondía detrás de esa casa de piedra, centena- que le pegan fuego al cliente también.
ria, que alguna vez había sido una residencia para ancianos. Su ma- Una noche, mientras esperaba el llamado de su madre, que le
dre había logrado escapar del allanamiento ‒la vecina de la casa era había encargado antibióticos ‒Silvina los conseguía haciendo ronda
una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al mismo por los hospitales de la ciudad donde trabajaban colaboradoras de
tiempo, distante, como Silvina‒ y la habían reubicado como enfer- las Mujeres Ardientes‒, tuvo ganas de hablar con su exnovio. Tenía
mera en un hospital clandestino de Belgrano: después de un año en- la boca llena de whisky y la nariz de humo de cigarrillo y del olor a
tero de allanamientos, creían que la ciudad era más segura que los la gasa furacinada, la que se usa para las quemaduras, que no se iba
parajes alejados. También había caído el hospital de María Helena, nunca, como no se iba el de la carne humana quemada, muy difícil
aunque nunca descubrieron que la estancia había sido escenario de de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque
hogueras, porque, en el campo, no hay nada más común que quemar detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido. Pero Sil-
pastizales y hojas, siempre iban a encontrar pasto y suelo quemado. vina se contuvo. Lo había visto en la calle, con otra chica. Eso, ahora,
Los jueves expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, no significaba nada. Muchas mujeres trataban de no estar solas en
y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencilla- público para no ser molestadas por la policía. Todo era distinto
mente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les desde las hogueras. Hacía apenas semanas, las primeras mujeres so-
hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo brevivientes habían empezado a mostrarse. A tomar colectivos. A
deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar. El acoso había comprar en el supermercado. A tomar taxis y subterráneos, a abrir
sido peor: de una hoguera cada cinco meses ‒registrada: con muje- cuentas de banco y disfrutar de un café en las veredas de los bares,
res que acudían a los hospitales normales‒ se pasó al estado actual, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los de-
de una por semana. dos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza. ¿Les darían
Y, tal como esa compañera de colegio le había dicho a Silvina, trabajo? ¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?
las mujeres se las arreglaban para escapar de la vigilancia más que Silvina visitó a María Helena en la cárcel. Al principio, ella y
bien. Los campos seguían siendo enormes y no se podían revisar con su madre habían temido que las otras reclusas la atacaran, pero no,
satélite constantemente; además todo el mundo tiene un precio; si la trataban inusitadamente bien. «Es que yo hablo con las chicas.
podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar Les cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que
nos quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían
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nada de los juicios a las brujas, ¿se da cuenta? La educación en este
país se fue a la mierda. Pero tienen interés, pobrecitas, quieren sa-
ber.»
‒¿Qué quieren saber? ‒preguntó Silvina.
‒Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras.
‒¿Y cuándo van a parar?
‒Ay qué sé yo, hija, ¡por mí que no paren nunc!
La sala de visitas de la cárcel era un galpón con varias mesas y
tres sillas alrededor de cada una: una para la presa, dos para las vi-
sitas. María Helena hablaba en voz baja: no confiaba en las guardias.
‒Algunas chicas dicen que van a para cuando lleguen al nú-
mero de la caza d brujas de la Inquisición.
‒Eso es mucho ‒dijo Silvina.
‒Depende ‒intervino su madre‒. Hay historiadores que ha-
blan de cientos de miles, otros de cuarenta mil.
‒Cuarenta mil es un montón ‒murmuró Silvina.
‒En cuatro siglos no es tanto ‒siguió su madre.
‒Había poca gente en Europa hace seis siglos, mamá.
Silvina sentía que la furia le llenaba los ojos de lágrimas. María
Helena abrió la boca y dijo algo más, pero Silvina solamente escuchó
que ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una
quema, la infección se las llevaba en un segundo, pero Silvinita, ah,
cuando se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una ver-
dadera flor de fuego.

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Frente a todos nuestros
En Las cosas que perdimos en el fuego aparece además otra marca re-
gistrada de Silvina Ocampo, la exageración. Mariana Enríquez sostiene esa
mueca como un gesto heredado y sus cuentos se preguntan qué sucede más
miedos: la única mujer allá del límite en cualquier situación. Si las adolescentes angustiadas se tajean
las muñecas, aquí se arrancan uñas, cabello y pestañas. Si la contaminación
rebelde es la que arde ambiental genera cáncer, aquí provocará una comunidad mutante del mejor cine
Reseña de Las cosas que perdimos en el fuego (2016) escrita por María Celeste Z. Las historias juegan con la tensión entre la normalidad y sus extremos en una
Cabral para la revista El toldo de Astier. literatura exagerada e irónica que provoca gracia y terror.
El libro actualiza ese toque magistral pero por supuesto, la gracia está en
Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), aclamada como “la escritora más que no se queda ahí. Su lenguaje exagerado se expande hacia nuevos territorios
joven del país”, lanzó su primera novela hace más de dos décadas (Bajar es lo y otras cronologías, dando forma a una versión caótica o bizarra de la historia
peor, 1995). A siete años de su primer libro de cuentos (Los peligros de fumar en argentina. El espectro del petiso orejudo, “el lado oscuro de la orgullosa Argen-
la cama, 2009) llega el segundo, Las cosas que perdimos en el fuego, editado en tina del Centenario” (2016: 87), asedia a un guía turístico que quiere ascender de
febrero de 2016. clase social. Los fantasmas de la dictadura asolan una hostería de provincia
Su obra es celebrada por considerarse una renovación del género del te- construida sobre un cuartel de policía, que por las noches se llena de camiones
rror en la literatura argentina. Pero antes de adjudicarle semejante título —tan militares asustando adolescentes. Como un telón de fondo aparecen los años
merecido como peligroso—, vale la pregunta: ¿Qué es lo que viene a renovar En- de la hiperinflación y los 90 del “uno a uno”, mientras tres amigas se evaden con
ríquez? ¿Existe en la literatura argentina una tradición del género del terror? antidepresivos, cocaína, y LSD más todo el alcohol que quede a su alcance, por-
¿Hubo en algún momento un cultivo de ese género de manera específica? Po- que los adultos las aburren. Cuando llega el turno de la violencia urbana actual,
demos hacer rápidamente el ejercicio y pensar en algunas zonas sombrías al el realismo crudo se combina con lo sobrenatural: detrás de los andenes de
margen del canon. Frente a la hegemonía del fantástico con sede en el grupo Constitución, narcos y brujos hacen sacrificios humanos en altares a San La
Sur, la literatura de Mariana Enríquez aparece como una de sus derivas posibles, Muerte y el Gauchito Gil. Un cura villero y una fiscal judicial quedan atrapados
como continuadora de algunas de esas líneas. Seguramente su admiración por en un ritual pagano de los mutantes del riachuelo. El fantasma de un nene de la
esas formas de lo oscuro habrá motivado la publicación de una biografía de Sil- calle que se prostituía en el tren trastorna a la asistente social que lo descuidó.
vina Ocampo, pero es no es todo. El lector comienza a preguntarse: ¿Qué da miedo en los cuentos de Ma-
Las versiones siniestras de la niñez de la literatura de Ocampo reapare- riana Enríquez? Y es que, por un lado, el conflicto social se expresa en escenas
cen en estos cuentos con personajes como Adela, una amputadita manipula- brutalmente realistas: aparecen las voces de las travestis que se prostituyen en
dora que obliga a sus vecinos a meterse en una casa abandonada. Colegialas el barrio, o “el aliento a hambre, dulce y podrido como una fruta al sol" de los
conspiradoras y cínicas conviven con otras opciones más propias del hampa: drogadictos (2016: 31). Sin embargo en cada historia el verosímil estalla y el
niñas de la calle abandonadas en refugios de menores, villeritos deformes e idio- efecto de terror se hace carne en esa mezcla indiferenciada, la unión de lo que
tas, o el “chico sucio” mendigo del subte que vive con su madre adicta al paco debe permanecer separado: lo real y lo sobrenatural; la clase media y sus otros.
en un colchón en la vereda.
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Mariana Enríquez explora nuestros miedos en todas sus dimensiones, el terror corrientes, fundan las “Mujeres ardientes”, una organización secreta que se pro-
metafísico pero también aquel otro, el que el manual del buen progre impide pone combatir los cánones de belleza con la exageración literal heredada de la
confesar. Porque si hay algo que aprendimos en las ficciones fundacionales de otra Silvina, la escritora Ocampo. Clandestinamente inician un movimiento de
América Latina es a negar el racismo, el eurocentrismo, y –ya que estamos– el mujeres que se incinera voluntariamente en ceremonias de hogueras. Como esa
machismo de nuestros pueblos. consigna feminista que dice “somos las hijas de las brujas que no pudiste que-
Una última cuestión resulta llamativa, y es la cantidad de mujeres que mar”, las mujeres no quieren morir, sino mostrar sus cicatrices y convencer a
aparecen en el universo de Mariana Enríquez. Hay mujeres misteriosas, como la muchas más hasta alcanzar el “mundo ideal de hombres y monstruas” (2016:
mujer salvaje de una reserva natural que adolescentes; como las morochas de 196). Silvina circula por Buenos Aires traficando antibióticos como las abortistas
pueblo que conectan con espíritus y tiran las cartas. Aparecen también las de que difunden el Misoprostol, mientras se pregunta si ella sería capaz de incine-
tipo realista: villeras embarazadas consumidas por la droga; madres primerizas rarse.
de clase media que pierden la cabeza por el miedo a la muerte; amigas que juran Como en los cuentos anteriores, las Mujeres ardientes de Mariana Enrí-
pactos de sangre contra los hombres; adolescentes que deben ocultar su les- quez son la puesta en abismo de todos nuestros miedos. ¿Cómo se inoculó en
bianismo; colegialas que experimentan la autoflagelación; mujeres violadas por nosotras el vértigo a quemar todo mandato? ¿Somos capaces de desnudarnos,
los militares de Stroessner; ancianas que desaparecen en situaciones de trata. de mostrar las cicatrices? ¿Qué hay detrás de la hoguera? ¿Cómo es el salto al
El libro está poblado de víctimas de todo tipo, pero nos muestra también formas abismo? ¿Cómo es vivir sin ocultar nuestra temida monstruosidad?
de la resistencia. Una joven clase media vive en el corazón de Constitución para
desafiar a su familia; una abogada persigue policías corruptos; Paula planea
abandonar a su pareja y Natalia tiene varios novios y amantes, aunque la acusen
de puta. Incluso aparece un hotel perdido en Formosa, atendido únicamente por
mujeres que vengan misteriosamente a los maridos infames
“Las cosas que perdimos en el fuego”, el cuento que da título al libro, apa-
rece como la síntesis de esta lectura posible. Luego de una epidemia de femici-
dios por incineración con alcohol, un grupo de autoconvocadas comienza a con-
centrarse en juzgados y hospitales. Una sobreviviente con la cara desfigurada
por las cicatrices lanza ante las cámaras de TV un interrogante, que se trans-
forma en desafío: “Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar.
La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno,
¿no? Una belleza nueva” (2016: 190). A partir de entonces las consignas victimi-
zantes que ruegan “basta de quemarnos” quedan en el olvido y del #NiUnaMe-
nos las mujeres pasan a la acción. Pero no salen a cortar pijas, porque no bus- Extraído de http://www.eltoldodeastier.fahce.unlp.edu.ar/numeros/numero-
can venganza ni son violentas. Silvina y su madre, mujeres maduras comunes y 13/pdf/ALCabral.pdf

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