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3
Traducción y corrección
Caro

Diseño
Bruja_Luna_

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IMPORTANTE ___________________________ 3 16______________________________________ 152
Créditos __________________________________ 4 17______________________________________ 160
Sinopsis __________________________________ 6 18______________________________________ 169
1 __________________________________________ 7 19______________________________________ 177
2 ________________________________________ 18 20______________________________________ 184
3 ________________________________________ 27 21______________________________________ 190
4 ________________________________________ 39 22______________________________________ 194
5 ________________________________________ 50 23______________________________________ 199
6 ________________________________________ 59 24______________________________________ 208
7 ________________________________________ 69 25______________________________________ 219
8 ________________________________________ 77 26______________________________________ 223
9 ________________________________________ 86 27______________________________________ 233
10 ______________________________________ 97 28______________________________________ 236
11 _____________________________________ 105 29______________________________________ 242
12 _____________________________________ 115 Epílogo ________________________________ 251
13 _____________________________________ 125 Epílogo extra _________________________ 258
14 _____________________________________ 135 Acerca de la autora __________________ 262
15 _____________________________________ 145

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Lyla Eden ha pasado los últimos años viendo cómo sus hermanos
se enamoraban. Mientras tanto, ella está casada con su trabajo. En su enésimo
día de trabajo consecutivo, su hermana organiza una intervención y echa a Lyla
de su propia cafetería. Sin nada más que hacer, Lyla sale a su ruta de senderismo
favorita.

Allí ve a un hombre que se está limpiando la sangre de las


manos en un arroyo. En un momento ella se queda mirando la cicatriz irregular
de su rostro. Al instante siguiente, el hombre le rodea el cuello con la mano. Pero,
por algún milagro, la suelta.
Conmocionada, Lyla denuncia el incidente a la policía local. Dos días

después, Vance Sutter llega a la ciudad, armado con un sinfín de


preguntas y una placa deslustrada.
Puede que Vance sea robusto y apuesto, pero es tan misterioso como el
hombre al que persigue. Y desaparecerá de Quincy en un abrir y cerrar de ojos.
Sin embargo, el flechazo de Lyla es imposible de detener.
Por mucho que Vance intente ignorarlo, es innegable la química que hay
entre ellos. Y evitar a Lyla no es una opción. Después de años de perseguir
callejones sin salida, ella es su única pista para cerrar el caso que atormenta su
carrera. Así que juntos, volverán sobre sus pasos.

Para encontrar al hombre con cicatrices que


conoció junto a un río carmesí.

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Lyla
—Estoy organizando una intervención.
No era exactamente el saludo que esperaba de mi hermana cuando ella y
su marido habían entrado en Eden Coffee hacía un minuto.
—¿Eh?
—Te estoy echando.
Parpadeé.
—De aquí. —Eloise señaló con un dedo el mostrador que nos separaba—.
Ahora mismo. Tienes que irte.
¿Irme? Estaba trabajando. No me echarían. La última vez que lo comprobé,
ésta era mi cafetería. Me quedé mirándola un largo rato y luego miré a Jasper,
que estaba a su lado.
—¿Está borracha?
—Me quedo fuera de esto. Buena suerte, Lyla. —Besó la cabeza de Eloise,
luego se dirigió a una mesa contra la pared y se sentó.
—Has trabajado cien días seguidos —dijo Eloise.
¿Cien? Imposible. No puede ser. Abrí la boca para discutir, pero ella me
detuvo.
—Sí, lo he contado. No te has tomado un día libre desde aquel domingo de
abril que fuiste a Missoula a cortarte el pelo.
Bufé.
—Me he tomado otros días libres desde entonces.
—¿Ah, sí? —Eloise arqueó una ceja—. ¿Cuándo?
Eh... Bueno, era septiembre. Y la última vez que había ido a Missoula había 7
sido en abril; mi pelo estaba en una situación desesperada y necesitaba otro viaje
a la peluquería. Pero me había tomado tiempo libre este verano, ¿no? Quizá no
todo el día, pero había días en los que me escapaba temprano. Eso era
prácticamente lo mismo que unas vacaciones, ¿no?
Bueno, técnicamente había venido a la cafetería los últimos cien días. ¿A
quién le importaba si trabajaba mucho?
Resoplé.
—¿Qué eres, la policía del trabajo? ¿Quién eres tú para hablar? Siempre
estás en el hotel. —Si no estaba en casa con Jasper, entonces estaba dirigiendo
The Eloise Inn al otro lado de la calle Main—. Vete. Estoy ocupada.
—No. —Puso las manos en las caderas y, si hubiera sido capaz de clavar los
talones, me habría hecho dos abolladuras en el suelo de madera. La hermosa
barbilla de Eloise tenía una expresión obstinada que significaba que no iba a
dejarlo pasar.
Mi hermana era increíble y exasperante al mismo tiempo.
—Una tarde —dijo—. Eso es todo lo que pido. Te vas de aquí una tarde y
haces algo no relacionado con el trabajo.
—¿Por qué? —¿No podían dejarme trabajar en paz?
La sonrisa triste que me dedicó me hizo sentir a la vez querida y patética.
—Porque estoy preocupada por ti. No quiero que te agobies.
Suspiré.
—No lo haré.
—Pero podrías. —Juntó las manos—. ¿Por favor? Tómate el resto del día
libre para que pueda dejar de preocuparme.
—No puedo irme, Eloise. —Este negocio era mi todo. Mi única cosa.
—¿Por qué no? —Saludó a Crystal, mi camarera, que salía de la cocina con
una bandeja de bollos recién hechos—. Crystal está aquí. Jasper y yo pasaremos
el rato y ayudaremos a cerrar.
Jasper podría manejarlo, pero ¿Eloise? Jamás. Era una completa inútil
cuando se trataba de cocinar, y no confiaría en ella para hervir leche ni aunque
mi vida dependiera de ello.
Pero una vez más, en cuanto abrí la boca para objetar, ella habló por encima
de mí.
—Vete a casa. Relájate.
—No puedo irme a casa —dije—. Si lo hago, pensaré en todo lo que hay que
hacer y volveré enseguida.
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Si alguien podía sentirse identificada, esa era Eloise. Sabía exactamente la
dedicación que requería llevar un negocio en el centro de Quincy, Montana.
Antes de casarse con Jasper, probablemente había trabajado cien días seguidos
en el hotel.
Pero ahora que Eloise había encontrado el amor, sus prioridades habían
cambiado y me imponía este estilo de vida equilibrado.
Podría decirse que era peor que mi hermana gemela, Talia, que era doctora
en el hospital y no paraba de intentar proponerme una cita a ciegas con un
técnico de rayos X. O que mi cuñada, Memphis, que pensaba que el conductor
de UPS local era guapo, incluso con el uniforme marrón, y me insinuaba no tan
sutilmente que le pidiera salir la próxima vez que trajera un pedido a la tienda.
No es que no quisiera tener citas. Había tenido citas. Durante años, había
tenido citas a ciegas. Había dejado que me emparejaran con otros amigos
solteros. Incluso había probado una aplicación de citas: dos encuentros y dos
primeras citas horribles, y nunca más me había aventurado por ese camino.
Ya lo había superado. Completamente, enfáticamente por encima de ella.
¿Tan mala era mi devoción por Eden Coffee? ¿No podía todo el mundo
dejarme en paz a mí y a mi vida de soltera adicta al trabajo?
Mi único aliado era Mateo. Justo ayer, mi hermano menor había llegado
quejándose. Al parecer, yo no era la única Eden siendo constantemente
presionada para tener citas.
—Podrías ir al cine —sugirió Eloise.
Nah. ¿Me importaba ir sola al cine? No. Prefería quedarme en el trabajo.
—No tengo ganas de palomitas. La última vez que fui comí demasiado y me
dio dolor de estómago.
—Entonces no compres palomitas.
—Entonces, ¿qué gracia tiene ir al cine?
—Eres agotadora. —Puso los ojos en blanco—. Ve de excursión. Te encanta
el senderismo, y sé que apenas has ido este verano. Hace un día precioso. Toma
un poco de aire fresco. Desconéctate. Haz cualquier cosa. Deja este edificio hasta
mañana por la mañana.
—¿Por qué? —me quejé—. Me gusta estar aquí. Deja que me quede. Te
prepararé algo rico. ¿Croissants de chocolate?
—Tentador. Pero no. —Sacudió la cabeza—. Este trabajo se está
convirtiendo en tu personalidad. 9
¿Cómo? No, no lo era. Arrugué la nariz.
—Difícilmente.
—Viniste al hotel el lunes y preguntaste si podías conseguirme algo más.
En mi edificio.
¿Acaso asegurarse de que mi hermana bebiera café o comiera una galleta
mientras trabajaba era un maldito delito?
—Sirves y atiendes a la gente todos los días —dijo—. Solo… por una tarde,
haz algo por ti.
Este trabajo era para mí. Me gustaba ver a la gente entrar en mi cafetería y
relajarse. Me gustaba crear un ambiente en el que los amigos pudieran reunirse
para charlar. Donde la gente podía darse un capricho con un pastel, un postre o
un café con leche.
Pero no se podía discutir con Eloise. Hoy no. Ella tenía esa mirada decidida
en su cara, una que había heredado de papá.
Gemí.
—No vas a dejarme en paz hasta que acepte, ¿verdad?
—No.
—Bien. Iré de excursión o lo que sea.
—Sí. Gracias. —No pudo ocultar una sonrisa victoriosa—. Tal vez conozcas
al chico de tus sueños mientras vas de excursión.
Ajá, claro. Porque los senderos de Montana estaban llenos de hombres
guapos que adorarían el suelo que yo pisaba.
Me desaté el delantal.
—Empiezo a pensar que el chico de mis sueños no existe. —Y tal vez eso
estaba bien. Tal vez esta cafetería, mi familia, era todo lo que necesitaba—. Me
llamarás si algo sale mal.
—Sí —prometió.
Clavé mis ojos azules en los suyos.
—Hay mucha comida en la cocina, pero si por alguna razón es necesario
cocinar...
Levantó una mano.
—Prometo no acercarme a un horno. Por eso traje a Jasper. O le preguntaré
a Crystal.
Maldita sea, esto era estúpido. No quería ir de excursión. Quería quedarme 10
en mi cafetería, rodeada de aromas de vainilla, granos de café y canela. Y las
paredes con sus molduras desgastadas. Y el suelo que habría que fregar esta
noche. Y las mesas pegajosas que habría que limpiar.
Así que tal vez estaba un poquito harta de este lugar.
Además, esto parecía ser algo que Eloise necesitaba. Y después del tiroteo
en el hotel este verano, bueno... si esto le quitaba una preocupación del corazón,
entonces podría darle una tarde.
—De acuerdo —dije—. Tú ganas. Me voy. ¿Feliz ahora?
—Sí. —Su sonrisa de suficiencia se amplió.
Mientras se regodeaba con Crystal, me dirigí a la cocina a recoger mis
cosas.
Con el abrigo colgado de un brazo y el bolso al hombro, me dirigí a la salida
trasera, ignorando a Eloise que prácticamente me empujaba fuera. En cuanto me
quedé sola en el callejón, le saqué la lengua a la puerta de acero y a Eloise, que
probablemente estaba mirando por la mirilla.
—Una intervención —murmuré mientras subía al auto. ¿No se suponía que
las intervenciones debían incluir a más de una persona? Jasper no contaba,
teniendo en cuenta que había huido a los cinco segundos.
—¿Y ahora qué? —Mi dedo vaciló sobre el botón de encendido. Me quedé
mirando la parte trasera del Eden Coffee. ¿No podía volver a entrar donde me
era familiar? No. Suspiré y arranqué mi Honda azul marino. De todos modos,
volvería mañana a las cuatro de la mañana.
Salí marcha atrás de mi espacio y me dirigí hacia el callejón, tomando mi
ruta habitual hacia mi casa en las afueras de Quincy.
La casa estaba tranquila. Siempre estaba tranquila. El sofá y la televisión
eran tentadores, pero lo que le había dicho a Eloise era cierto. Si me quedaba en
casa, pensaría en el trabajo y volvería. Así que cambié las zapatillas que me
había puesto esta mañana por mis botas de montaña. Luego, con un abrigo más
cálido y un gorro para cubrir mi pelo oscuro, volví a mi auto y apunté los
neumáticos hacia las montañas.
Montana era magnífica en esta época del año. Los árboles que rodeaban mi
pequeña ciudad natal eran un derroche de color. Los atrevidos bosques de hoja
perenne estaban impregnados de limas, amarillos, anaranjados y rojos. Una capa
de bruma y niebla se aferraba a las cimas de las montañas.
Mientras avanzaba por la sinuosa carretera que conducía a mi zona de
senderismo favorita, abrí la ventanilla un centímetro y respiré el aire fresco.
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Mis hombros se relajaron más en el asiento. Mi pulso se calmó. Quizá
después de esta excursión me sintiera más yo misma.
Desde que cumplí treinta años esta primavera, había luchado por
sentirme... normal. Algo me ocurría, pero no podía precisarlo. ¿Era depresión?
¿Ansiedad? ¿Inquietud?
Quincy era mi casa. Siempre lo había sido. La idea de mudarme a otra
ciudad me revolvía el estómago, pero últimamente me preguntaba…
¿Y ahora qué?
Había pasado la mayor parte de una década estableciendo mi negocio.
Desde el día en que terminé la universidad y me mudé a casa, lo había volcado
todo en Eden Coffee. Me había demostrado a mí misma que podía ser una
empresaria exitosa. No solo era la mejor pastelera en un radio de cien
kilómetros, sino que también tenía la inteligencia y los conocimientos necesarios
para gestionar un negocio rentable. Había utilizado mi herencia sabiamente y no
había malgastado el regalo de mis padres.
Vivía sin deudas. Tanto el edificio del centro como mi casa eran míos y solo
míos. El año pasado había ganado lo suficiente con la tienda para comprarme el
auto nuevo al contado. Además de esa estabilidad financiera, estaba rodeada de
familia y amigos. Si quería una vida social ajetreada, que no era el caso, podía
tenerla.
Y los hombres, bueno... Podría tener citas si quisiera. Pero no quería.
Desde fuera, mi vida era sólida como una roca. Entonces, ¿por qué no podía
deshacerme de este malestar? La sensación de que me faltaba algo. Esta
sensación de que, de alguna manera, había fracasado. Que marchaba en la
dirección equivocada.
Estaba desorientada y no sabía cómo encontrar la estabilidad.
Era más fácil ignorar esos sentimientos en el trabajo. La tienda me tenía
ocupada y evitaba que mi cabeza divagara. ¿Era ése mi problema? ¿Me había
ignorado durante demasiado tiempo?
¿Era Eden Coffee mi personalidad? ¿Me parecía bien?
No tenía respuesta. Así que me concentré en la carretera, conduciendo
hasta un pequeño desvío de la autopista que me resultaba familiar.
No había ningún sendero establecido en este tramo concreto del río. Era
una zona aislada frecuentada sobre todo por excursionistas locales
experimentados.
Los turistas que acudían en masa a Quincy cada verano solían dirigirse a
Glacier para hacer senderismo. Los que se quedaban cerca utilizaban los
senderos más anchos y bien mantenidos.
12
En realidad, este lugar no era más que un punto de acceso al río Clark Fork.
El bosque era denso y, a menos que supieras lo que te esperaba, no gritaba
precisamente: ¡Ven aquí a descubrir Montana!
En primavera, prefería los senderos que conducían a praderas abiertas
donde podía recoger flores silvestres. Pero en otoño, cuando el río estaba bajo
y las orillas rocosas secas, podía caminar junto al agua mientras contemplaba el
paisaje.
Fueron mis padres quienes me enseñaron a amar la naturaleza. Mi padre
siempre había dicho que respirar el aire fresco de Montana durante una hora era
una forma segura de curar cualquier dolencia. Su forma preferida de explorar
era a caballo. También lo era la de Talia y Griffin. Y aunque me encantaba montar
a caballo, Mercury, había algo de paz en pasear por la naturaleza con mis propios
pies.
Mi mochila de senderismo llevaba demasiado tiempo guardada en el fondo
del armario. Metí las llaves en el bolsillo delantero y palpé la bolsa lateral que
contenía mi spray para osos. Después de guardar la botella de agua vacía, me
puse el abrigo y el sombrero y me adentré en el bosque, respirando el aroma de
la tierra y los pinos.
Cuando llegué al río, me había quitado un peso de encima.
Ni siquiera me había dado cuenta de cuánto había necesitado alejarme.
Ignorar el estrés del trabajo y simplemente... respirar.
Bien, quizás Eloise tenía razón. Mañana tendría que darle las gracias. Ella
nunca me dejaría vivir así.
Saqué el teléfono del bolsillo para ver la hora y asegurarme de que no había
perdido ninguna llamada. La pantalla estaba en blanco.
Hace unos años, un viernes por la tarde me habría inundado de mensajes.
Mis hermanas queriendo salir a cenar. Mis hermanos queriendo quedar en
Willie's para tomar algo. Mamá y papá invitándonos a todos a alguna actividad
en la ciudad.
Pero últimamente, parecía que cada uno tenía su propia vida.
¿Era eso lo que me molestaba? ¿Que me sentía abandonada?
A excepción de Mateo, mis hermanos estaban casados. Todos estaban
teniendo hijos, formando sus propias familias. Mamá y papá disfrutaban de su
retiro y de sus nietos.
Me negaba a sentir celos de su felicidad.
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Era más difícil rechazar la soledad.
Suspirando, guardé mi teléfono y llené mis pulmones con el aire fresco de
la montaña, conteniéndolo hasta que me quemó. Luego me desvié de mi camino,
siguiendo el río mientras me adentraba en el bosque.
Otra razón por la que me gustaba esta zona era porque conservaba el
servicio de telefonía móvil. Tenía mi spray de pimienta por si me encontraba con
un animal, pero si alguna vez me perdía, tenía mi teléfono y mi GPS para
encontrar el camino de vuelta a casa. Así que caminé sin prisa, sin destino en
mente, respirando cada vez mejor a medida que mis músculos se calentaban y
aflojaban.
El sonido de un halcón atravesó el cielo. El ave sobrevoló el valle y
desapareció entre las copas de los árboles.
Al cabo de una hora, las sienes me sudaban y tenía la garganta seca. Me
desabroché la mochila, saqué mi cantimplora vacía y recorrí las rocas redondas
y lisas que bordeaban el río. Lo mejor de este lugar era el agua limpia y fría.
Giré la tapa de la botella y me agaché para llenarla, pero me quedé helada
cuando un hilo de rojo pasó junto a mis pies como una nube carmesí flotando en
un arroyo.
Sangre.
Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y el corazón se me subió a la
garganta. Mierda.
Lentamente, estiré un brazo hacia atrás para sacar el spray de pimienta del
bolsillo. Aquella sangre tenía que proceder de una presa reciente.
Probablemente un ciervo había venido al río a beber, como yo, y había sido
emboscado por un depredador.
¿Preferiría encontrarme con un puma o con un oso pardo? Un puma.
Probablemente. Maldita sea.
Por favor, no seas un oso pardo o un puma.
Me puse de pie, casi sin respirar, mientras avanzaba centímetro a
centímetro. Quizá si lograba escabullirme, el depredador que estuviera
merendando río arriba ni siquiera se percataría de mi presencia. Con un paso
silencioso, me di la vuelta, braceando mientras escudriñaba las orillas del río.
Ni un oso pardo ni un puma.
Un cazador.
El aire salió de mis pulmones. Oh, gracias a Dios.
Volví a guardar el spray en el bolsillo y cerré la tapa de la botella de agua. 14
El cazador estaba de espaldas a mí. Estaba arrodillado mientras se lavaba
las manos ensangrentadas en el río.
Más cerca de los árboles, vi su presa. No era un ciervo, sino un alce. Su piel
de color canela estaba doblada en un cuadrado. Debía de haber descuartizado
ya al animal, porque llevaba trozos de carne en bolsas blancas atadas a la
mochila. Un arco y un carcaj de flechas estaban apoyados contra un tronco
cercano. Y a unos seis metros de su mochila estaba la pila de tripas, rojas y gris
verdosas, aún humeantes.
El cazador se levantó y sacudió las manos mojadas.
Abrí la boca, a punto de emitir un sonido para que supiera que no estaba
solo, cuando se volvió y me vio.
Hizo una doble toma.
Saludé con la mano.
—Hola. Perdón por acercarme...
Emprendió largas zancadas, avanzando hacia mí con tal intensidad que miré
por encima del hombro para asegurarme de que en realidad no había un oso
pardo detrás de mí.
Cuando volví a mirar hacia delante, seguía avanzando hacia mí tan rápido
que di un paso atrás y tropecé con una roca. Me enderecé y levanté ambas
manos, dejando caer mi botella de agua.
—Lo siento. No quería asustarte. Me marcho.
Siguió acercándose, como una bala intentando alcanzar su objetivo. Se
movía demasiado rápido para que yo pudiera escapar. Demasiado rápido para
que le encontrara sentido.
Corre, Lyla.
Me alcanzó antes de que pudiera correr. Y antes de que pudiera gritar o
hacer ruido, me rodeó el cuello con sus manos grandes y húmedas.
El dolor estalló en mi garganta. Intenté respirar, pero su agarre era
imposible. Me ardían los ojos y las lágrimas corrían por mis mejillas.
—Para. —Mi voz era apenas un gorjeo. Mis manos llegaron a sus muñecas,
tirando y tirando. Golpeando y abofeteando.
Apretó más fuerte.
No. No, esto no estaba pasando. Era solo una pesadilla. Había tropezado
con un palo en el bosque y me había golpeado la cabeza. Era mi imaginación
jugándome una mala pasada. Realmente estaba en casa, dormida en el sofá y
teniendo una pesadilla. ¿Por qué querría matarme este hombre? 15
No, esto no era real.
Jadeé, desesperada por llenar mis pulmones. Cerré los puños y los golpeé
contra sus antebrazos, pero era demasiado fuerte. Demasiado alto. Demasiado
grande.
Le pateé las espinillas, pero los bordes de mi visión se estaban volviendo
borrosos. La falta de oxígeno ya estaba acercando la oscuridad.
Este hombre iba a matarme. Aquí es donde moriría. Junto al río, en medio
del desierto de Montana, estrangulada por un extraño.
Papá estaba en el equipo ampliado de búsqueda y rescate del condado.
También Griffin, Knox y Mateo.
Por favor, no dejes que uno de ellos encuentre mi cuerpo.
A través de las lágrimas, observé el rostro de mi asesino. Tenía el pelo
anaranjado, pelirrojo. La barba incipiente de su cara de granito era del mismo
color. Sus ojos eran de un marrón intenso, como los brownies que había hecho
esta mañana en la cafetería. Tenía una cicatriz irregular en la cara, rosada y de
unos quince centímetros de largo. Iba desde el rabillo del ojo hasta la barbilla.
¿Cómo se hizo esa cicatriz? Supongo que nunca lo sabré.
La oscuridad se acercaba, más rápido.
¿Por qué?, pronuncié la palabra, incapaz de hablar.
Me pesaban mucho los brazos y las piernas. Volví a golpearle las muñecas
con todas mis fuerzas hasta que las manos se me cayeron a los costados y las
rodillas se me doblaron. Mis párpados podrían haber sido de plomo. Se cerraron
y mi cabeza empezó a flotar.
El spray. Llevé la mano al bolsillo, con movimientos lentos, pero conseguí
deslizar el dedo índice por el círculo del gatillo. Pero antes de que pudiera
siquiera pensar en levantar la lata, su agarre en mi garganta se aflojó. El bote se
me escapó de las manos y cayó al suelo a mis pies.
Entonces yo también caí.
Mis rodillas crujieron contra las rocas y el dolor me desgarró las piernas.
Me desplomé sobre un hombro y me llevé las manos a la garganta. Ardía como
si le hubiera prendido fuego, pero sus manos ya no estaban.
Me dejaría ir.
Tosí y tuve arcadas, aspirando aire por la nariz, cualquier cosa con tal de
llenar los pulmones. Me agarré el estómago, me acurruqué en el suelo y respiré
con dificultad. Me dolía cada inhalación. Las lágrimas seguían brotando, las
entrañas se me revolvían mientras la cabeza me daba vueltas. 16
Me dejaría ir.
¿Por qué? Me obligué a abrir los ojos y eché un vistazo a lo lejos. La mochila,
el arco y el hombre habían desaparecido.
Se había ido.
Me di tres segundos. Luego me puse de pie.
Corre, Lyla.
Esta vez, corrí.

17
Vance
¿Dónde demonios estaba mi cartera? Me palpé el bolsillo del vaquero por
décima vez y volví a registrar el dormitorio. No estaba en la mesita. La había ahí.
A la maldita cosa no le podían haber salido patas y haberse marchado.
—Por el amor de Dios. —No tenía tiempo de buscar mi cartera cuando
necesitaba ponerme en marcha, pero antes, necesitaba mi puta cartera.
—Tiff —grité, pellizcándome el puente de la nariz.
Salió del pasillo y se paró en la puerta, con los ojos color avellana aún
encendidos por nuestra discusión.
—¿Qué?
—Mi cartera. ¿La has visto?
Frunció los labios.
—Tiff —dije. ¿De verdad creía que si me tenía aquí el tiempo suficiente
cambiaría de opinión?
Resopló y sacó mi cartera del bolsillo trasero. Con un movimiento de
muñeca, la arrojó sobre la cama y aterrizó junto a mi mochila y mi maleta.
Apreté los dientes, conteniendo un comentario sarcástico.
—Gracias.
—Te vas de verdad. —Cruzó los brazos sobre el pecho, molesta.
—Tengo que irme. —Recogí mi cartera, la guardé en mi bolsillo, y luego
me colgué la mochila de un hombro. Las costuras de la cremallera estaban
estiradas al máximo. Lo mismo ocurría con la maleta. Como no tenía ni idea de
cuánto tiempo iba a estar en Montana, había optado por llevar demasiado en
lugar de poco.
—Lo digo en serio, Vance. No estaré aquí cuando vuelvas.
Lo mismo me había dicho antes, cuando le dije que me iba a Montana. No 18
me había sorprendido, probablemente porque me lo esperaba desde hacía
mucho tiempo.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó.
No. No tenía. Y mi silencio solo aumentó su frustración.
Lanzó una mano al aire.
—¿Cuándo vas a dejar esto?
—Nunca —susurré.
Hasta el día de mi muerte, nunca abandonaría esta búsqueda. Todos los
demás habían dejado de buscar a Cormac. Todos los demás habían abandonado
a Norah y a las chicas. Merecían justicia. Merecían venganza.
No había que rendirse.
—No lo encontrarás —dijo.
—Puede que sí.
—Se. Ha. Ido. —Acentuó cada palabra, como si el volumen por sí solo me
hiciera creerlas.
No se había ido. Ese hijo de puta no se había ido.
Quizá esta pista se convirtiera en nada, como todas las demás que había
seguido en los últimos cuatro años. Pero si había la más mínima posibilidad de
seguir el rastro de Cormac, la aprovecharía.
Levanté la maleta del colchón y me dirigí hacia la puerta, pero Tiff se movió
y me bloqueó el paso.
—No puedo seguir haciendo esto. —Su barbilla empezó a temblar—. No
puedo quedarme aquí y esperar mientras persigues a tus demonios.
—Entonces no lo hagas.
Cuando nos conocimos, Tiff me había animado a ir. Pero en algún momento
de los últimos tres años, se había vuelto como todos los demás. Quería que lo
dejara y siguiera adelante con mi vida.
No podía seguir adelante. No lo haría. Y si ella no lo entendía, bueno...
—Deja las llaves en el mostrador. —Habíamos terminado. Era hora de dejar
de fingir que teníamos un futuro juntos.
—¿Eso es todo? —Sus ojos se inundaron—. ¿Te digo que me mudo y me
pides que deje las llaves en el mostrador?
Sí.
—Tengo que irme —dije, haciendo un gesto con la barbilla para que se
apartara. 19
Se movió lo suficiente para que yo pudiera pasar y me siguió por el pasillo.
—Nunca habrías hecho esto antes del tiroteo.
Mi mandíbula se apretó.
—Esto no tiene nada que ver con el tiroteo.
—Vance.
Suspiré, volviéndome hacia ella.
—¿Qué?
—Por favor, no te vayas. —Las lágrimas brillaron en sus ojos—. Quédate.
Quédate conmigo.
Por eso habíamos terminado.
Si me amara de verdad, nunca me pediría que me quedara.
Dejé la maleta y la mochila en el suelo y le puse las manos en los hombros.
—Lo siento.
Lamentaba no ser el hombre que ella necesitaba. Lamentaba no poder ser
el hombre que ella esperaba. Lamentaba no haberla amado también.
—Te amo. —Una lágrima cayó por su mejilla.
—Adiós, Tiff. —Me aparté mientras un sollozo escapaba de su boca. Luego
recogí mis maletas y, sin mirar atrás, me dirigí al garaje. Mi pistola ya estaba
cargada en la guantera de mi camioneta, así que con mis cosas en el asiento
trasero, me subí al volante y arranqué.
Tal vez debería haberme dolido, sabiendo que Tiff se habría ido cuando yo
llegara a casa. En lugar de eso, me sentía... aliviado.
Tiff era una buena mujer que me había ayudado en un período difícil de mi
vida. Había llenado un vacío, durante un tiempo. Me había hecho reír cuando yo
lo creía imposible. Pero se merecía un hombre que la amara por completo.
Ese hombre no era yo.
Quizá tenía razón. Tal vez esta interminable búsqueda de Cormac estaba
arruinando mi vida. Seguro como el infierno había tomado un peaje en mi
trabajo. Pero no iba a parar. Así que dejé Coeur d'Alene en el retrovisor y corrí
por la interestatal hacia Montana.
Quincy estaba a tres horas de viaje, lo que significaba que, si me daba prisa,
llegaría antes del anochecer y tendría tiempo de recorrer la ciudad y orientarme.
Ya había reservado una habitación de hotel para una semana. Con un poco de
suerte, encontraría el rastro de Cormac para entonces. 20
Esta pista era lo más cerca que había estado de encontrar a ese escurridizo
bastardo. Habían pasado dos días desde que se emitió la orden de búsqueda y
captura, y aunque dos días eran suficientes para que desapareciera, quizá se
había vuelto complaciente. Tal vez no sintiera la necesidad de apresurarse. O tal
vez no había dejado Montana en absoluto.
Había pasado cuatro años persiguiendo a Cormac Gallagher. De
Washington a Utah, de Oregón a Colorado, el hombre había resultado imposible
de encontrar. Me había derrotado en todo momento. Pero esta vez, algo parecía
diferente.
¿Cuánto tiempo llevaba en Montana? ¿Por qué se había acercado tanto a
Idaho? ¿Se había estado escondiendo delante de mis narices durante meses?
¿Años?
¿O resultaría ser otro callejón sin salida?
Tres años atrás, había seguido una pista hasta Colorado. La policía había
informado de un hombre que coincidía con la descripción de Cormac. Pelo rojo.
Ojos marrones. Misma complexión y altura. Pero ese hombre no había tenido una
mejilla llena de cicatrices, y cuando lo había encontrado escondido en una casa
destartalada en las montañas de las afueras de Fort Collins, lo había entregado a
las autoridades, y luego había vuelto a casa y me había ahogado en una botella
de whisky barato.
Seis meses después, había seguido una pista hasta Utah. Otro fracaso.
Cuatro meses después, había estado en Washington. Tres meses después,
Oregón. Pasé cuatro años recorriendo el noroeste del Pacífico, siguiendo
cualquier pista.
Lo más probable era que mi viaje a Montana fuera otro viaje en vano.
Excepto que el boletín de todos los puntos de Quincy había descrito claramente
a un hombre con una cicatriz. Ninguno de los otros había dado tanto detalle.
Esta vez, sería diferente. Tenía que ser diferente.
Saqué el teléfono para llamar a papá. En cuanto empezó a sonar por los
altavoces de la camioneta, apreté con fuerza el volante. Salta el buzón de voz.
—Hola —respondió.
Suspiré.
—Hola, papá.
—Espera un segundo. —Se oyó un ruido de fondo. Luego llegó el sonido de
una puerta abriéndose y cerrándose—. ¿Qué está pasando?
Había un eco, como si se hubiera encerrado en el garaje.
Así sonaba normalmente cuando hablábamos. O desaparecía en el garaje o 21
salía fuera para hablar conmigo sin que mamá le oyera.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo me había convertido en el villano?
—Voy a Montana. Puede que esté allí una o dos semanas —le dije, sabiendo
que no me preguntaría por qué ni cuánto tiempo estaría fuera.
Hacer demasiadas preguntas podría cruzar esa línea invisible trazada entre
mi familia y yo. Además, papá sabía por qué me fui de la ciudad. Y al igual que
Tiff, pensaba que debería haber seguido adelante hace años.
—De acuerdo —murmuró.
—Me fui con prisa. ¿Te importaría sacar la basura el miércoles?
—¿Qué pasa con Tiff?
—Se está mudando.
—Oh. —Hizo una pausa—. De acuerdo.
—¿Y te importaría buscar mi correo cada pocos días? Para que no se
acumule.
—Claro.
—Gracias, papá.
—Sí. —Terminó la llamada.
Estas conversaciones entrecortadas y abruptas se habían convertido en
algo normal. Y de alguna manera, era culpa mía.
La próxima vez que saliera, llamaría a un amigo para que revisara la casa.
Dejé el teléfono a un lado y me centré en la carretera, observando el paisaje
a lo largo del camino. Muchas montañas. Densos bosques de hoja perenne. Esta
parte de Montana no era tan diferente de Idaho. Quizá por eso había vuelto
Cormac. Quería sentir el sabor de su hogar.
Lo único que merecía saborear eran tres cuadraditos al día de la cafetería
de una prisión.
Joder, pero esperaba que esta pista fuera algo real. La esperanza era un
juego peligroso para un hombre como yo, especialmente cuando se trataba de
Cormac. Pero con cada kilómetro que pasaba, se agitaba, crecía y se hinchaba
en mis huesos.
Cuando llegué a Quincy, mis músculos estaban nerviosos. Mis dedos
tamborileaban sobre el volante mientras la autopista reducía la velocidad y
giraba hacia Main. A medida que avanzaba por la carretera, me empapaba de la
pequeña ciudad como una esponja.
Eloise Inn, el hotel donde había reservado una habitación, era el edificio
más alto a la vista, interrumpiendo el escarpado horizonte montañoso en la 22
distancia. Comercios, restaurantes y un par de bares llenaban el centro de la
ciudad.
Las farolas que iluminaban las aceras estaban envueltas en luces
centelleantes. Los escaparates de las tiendas estaban engalanados con
decoración otoñal, calabazas y crisantemos en macetas y hojas vibrantes.
Cuando pasé por delante de una ferretería, recordé que tenía que comprar
un mapa de la zona. Los mapas digitales y el GPS sirven para algunos, pero yo
siempre prefería el papel.
Mi mentor me había enseñado.
También me había enseñado que el tiempo era fundamental. Si un
sospechoso llevaba demasiada ventaja, era imposible alcanzarlo. La orden de
búsqueda se había enviado el viernes por la tarde. Por desgracia, era domingo.
Pero dos días era más rápido que cualquiera de las otras pistas que había
encontrado.
Tal vez Cormac pensó que después de cuatro años, el mundo se había
olvidado de sus crímenes. Quizá se había acomodado dondequiera que se
escondiera. Tal vez si hubiera construido un refugio, asentado en la zona, no sería
tan rápido para salir.
Una serie de quizás. Eso era todo lo que tenía.
Tendría que ser suficiente.
Estacioné en Main, saqué las maletas de la parte trasera de mi Dodge
plateado y las metí en The Eloise Inn. El recepcionista me registró con eficiencia
y me envió a mi habitación de la cuarta planta con dos llaves y recomendaciones
de restaurantes para cenar.
Estaba demasiado ansioso para comer, así que en lugar de pasar por
Knuckles, el restaurante del hotel, dejé las maletas en mi habitación y salí.
—Hola. —Un hombre asintió cuando me crucé con él en la acera del hotel.
—Buenas noches. —Bajé la barbilla, ya me gustaba el ambiente amistoso
de Quincy y el hecho de que aquí, yo era un extraño sin nombre y sin rostro.
Apenas había salido de casa en las últimas dos semanas debido a la reciente
atención mediática. La única vez que fui al mercado, me miraron de reojo. La
cajera me había preguntado si yo era ese policía.
Hasta que esa tormenta de mierda se calmó, estaba más que feliz de pasar
mis días en Montana.
Irónico, había empezado mi carrera para destacar. Para ser uno de los
héroes. Para llevar mi brillante insignia con orgullo. Estos días, lo último que
quería era llamar la atención. Y mi placa tenía una mancha que ningún pulido 23
parecía borrar.
Exactamente por eso lo había dejado atrás.
Crucé Main en dirección a la cafetería. El pequeño edificio verde tenía un
cartel que anunciaba las ofertas del día. Moca con leche. Panini de jamón,
manzana y queso suizo. Galletas con pepitas de chocolate. Las palabras estaban
escritas en gruesas letras de imprenta, cada una adornada con flores
arremolinadas.
Los grandes ventanales negros de la tienda ocupaban la mayor parte de la
pared que daba a la calle, ofreciendo a los clientes una vista despejada de la
acera y la calle. A la luz del atardecer, actuaban como un espejo en el que se
reflejaban los autos que pasaban y la gente que caminaba, yo incluido.
Maldita sea, tenía un aspecto horrible. Me pasé una mano por el pelo,
intentando domar los mechones oscuros. Necesitaba un corte y hacía días que no
me afeitaba. La barba incipiente de la mandíbula era espesa. Quizá debería
dejarme barba.
Tiff odiaba las barbas.
Eso ya no importaba. Y una barba podría distraerme de las ojeras. Había
dormido poco desde... bueno... No recordaba la última vez que había dormido
más de cuatro o cinco horas seguidas.
Me peiné con los dedos una vez más, pero el esfuerzo fue inútil, así que me
alisé el cuello de la chaqueta de cuadros antes de llegar a la puerta de la
cafetería.
Eden Coffee estaba escrito en la puerta con letras doradas. La abrí de un
tirón y respiré el aroma a café y comida. Buena comida. Me rugió el estómago.
Supongo que tenía hambre.
Estaba comiendo con mi portátil cuando me topé con la orden de búsqueda
del Departamento de Policía de Quincy. Aquella comida había sido abandonada
en la basura, y no había vuelto a parar una vez que me había puesto en marcha.
Las paredes de la tienda eran del mismo verde intenso que el exterior, lo
que le daba un aire cálido y acogedor. Mesas y sillas de madera llenaban el
espacio a ambos lados del pasillo que conducía a un mostrador al fondo de la
cafetería.
La vitrina de cristal rebosaba de pasteles y postres. El siseo de la máquina
de espresso amortiguaba la conversación de las mesas ocupadas. Mis botas
repiquetean en el suelo de madera mientras me dirigía al mostrador.
La camarera llevaba un delantal verde pino. Llevaba el pelo negro
azabache recogido en una coleta en la nuca. Tenía los ojos delineados y los labios
teñidos de morado. No de color ciruela o vino, sino morados, como un caramelo 24
de uva.
Levantó un dedo mientras terminaba de vaporizar su jarra de leche.
—Dame un minuto.
—Claro. —Asentí con la cabeza, leyendo el gran menú de la pizarra
montada en la pared detrás del mostrador.
Una mesa en el rincón más alejado, junto a las ventanas de cristal, me daría
una vista abierta de Main y también un espacio de trabajo decente. Mejor que el
estrecho escritorio de mi habitación de hotel.
—¿Qué te sirvo? —preguntó la camarera.
—Panini de jamón y queso suizo, por favor. Y un… —Me asomé a la vitrina—
. ¿Qué es lo que más te gusta de ahí?
—Está todo bueno, pero creo que Lyla está terminando una tanda de sus
galletas vaqueras. Muy recomendables. —Juntó sus dedos juntos e hizo un beso
de chef.
—Comprado. —Saqué la cartera y entregué un billete de veinte justo
cuando una mujer salía del pasillo que conducía al interior del edificio.
Llevaba una bandeja de galletas y las manos cubiertas con guantes de
cocina color mandarina. Su delantal era del mismo tono verde pino que la de la
camarero. Una pizca de harina le cubría el corazón y tenía una mancha de dos
centímetros en la frente, por encima de la delicada ceja derecha.
Sus mejillas estaban sonrojadas con el mismo tono de rosa que sus suaves
labios. Un mechón de pelo oscuro se había escapado del nudo desordenado de
la parte superior de la cabeza y se le había pasado por la sien.
Mi mano se levantó, actuando por sí sola, ya fuera para acomodar aquel
mechón detrás de una oreja o para limpiar la harina.
Sus ojos azul zafiro me miraron mientras dejaba la bandeja sobre la
encimera y se quitaba los guantes de cocina.
Incluso con los dos ojos morados que se había esforzado por tapar con
maquillaje, estaba impresionante.
Me dedicó una pequeña sonrisa antes de hundir la barbilla en el grueso
pañuelo que llevaba al cuello mientras empezaba a añadir galletas a la vitrina.
La bufanda era gruesa, pero los moratones de su garganta parecían decididos a
hacer acto de presencia. Se asomaban bajo su delicada mandíbula.
Ojos morados. Garganta magullada. Señales claras de que alguien le había
rodeado el cuello con las manos.
La alerta de las autoridades locales había descrito perfectamente a Cormac.
Mejor que cualquier informe anterior. El boletín decía que era sospechoso de 25
intento de asesinato, pero no indicaba los medios.
¿Estrangulación, tal vez? Eso encajaba. Y de acuerdo con la alerta, este
crimen había ocurrido fuera de Quincy, en el desierto. El patio de juegos de
Cormac.
Existía la posibilidad de que esta mujer no tuviera nada que ver con él. Que
simplemente estuviera desesperada. Pero había escuchado a mi instinto durante
mucho, mucho tiempo. Y estaba gritando que ella era la que se había cruzado en
el camino de Cormac.
—Aquí tienes. —La camarera puso un plato sobre el mostrador con mi
bocadillo, unas patatas fritas, un pepinillo y una de esas galletas frescas—. ¿Algo
de beber?
—Agua. Por favor.
—Entendido. —Ella asintió, luego puso su mano en el hombro de la otra
mujer—. Puedo terminar con las galletas, Lyla.
Asintió con la cabeza mientras la camarera se dirigía al fregadero del fondo
para llenarme un vaso de agua. Pero no abandonó las galletas. Siguió
poniéndolas en la vitrina.
Lyla. Hermoso nombre. Hermosa mujer. Demasiado hermosa para estar
cubierta de moratones.
Era solo otro pecado por el que Cormac sufriría. Haría que ese bastardo
pagara por lo que le había hecho a las chicas. A Norah. Y a Lyla.
Se dio cuenta de que la miraba y sus mejillas se ruborizaron.
—¿Puedo ayudarte?
Su voz era áspera. Apenas un susurro.
—Sí. —Asentí—. Creo que puedes.

26
Lyla
Había algo en la forma en que este hombre hablaba, en la forma en que
miraba fijamente, que me hizo ponerme un poco más erguida. Que hizo que
dejara de intentar ocultar mi rostro. Era como si... él lo supiera.
Imposible.
Era sin duda el hombre más atractivo que había visto en mi vida. No era una
cara que olvidaría, lo que significaba que probablemente estaba de visita en
Quincy. Los únicos que sabían lo que había ocurrido en el río el viernes eran los
habitantes de la zona, ya que los rumores corrían por la ciudad como una
estampida de sementales salvajes.
Se rumoreaba que mi incidente cercano a la muerte aparecería en la
portada del Quincy Gazette en la edición semanal del miércoles.
No leería el periódico esta semana.
Probablemente me estaba mirando por el intento de mierda que había
hecho de disimular mis ojos morados. La mayor parte del maquillaje que me
había puesto a las tres de la mañana se había desvanecido después de un largo
día. O me miraba por esta maldita bufanda. Era gruesa y pesada y, a pesar de
mis esfuerzos, el grueso material no me apretaba lo suficiente bajo la barbilla
para ocultar los moratones.
—¿Podemos hablar un momento? —Levantó la barbilla hacia las mesas.
¿Hablar de qué? ¿De cómo me veía como el saco de boxeo personal de
alguien? Divertido.
—Por favor —suplicó.
Ahí estaba de nuevo. La sensación de que lo conocía. ¿Quién era? Solo había
una forma de averiguarlo. Señalé su bocadillo.
—Te dejaré comer, luego me reuniré contigo en un momento.
—Está bien. —Recogió su plato, esperando hasta que Crystal puso un vaso 27
de agua helada en la encimera, y luego se lo llevó también—. Seré rápido.
—No hay prisa.
Su mirada se desvió hacia mi garganta, luego se dio la vuelta y cruzó la sala.
Tenía un paso seguro. Piernas largas cubiertas de vaquero desteñido. Botas
desgastadas. Mandíbula fuerte. Hombros anchos y pelo revuelto. Alto. Muy alto.
Gran culo.
Exactamente mi tipo.
Por supuesto que el universo me entregaría un hombre sexy y hermoso
cuando lo último que quería era que me tocaran. Cuando ni siquiera podía
coquetear debido a mi maldita voz.
Sonaba como si hubiera fumado toda la vida, y me dolía cada sílaba ronca
y entrecortada.
El dolor había empeorado continuamente durante el fin de semana.
Probablemente porque no paraba de hablar. Talia me había dicho que la forma
más rápida de recuperarme era descansar, pero me negué a quedarme en casa
y esconderme. No me acobardaría ni le daría a ese hijo de puta que había
intentado matarme la satisfacción de mi derrota.
Así que aquí estaba yo, trabajando. Ayer por la mañana, cuando mi madre
y Crystal se presentaron a las cinco para abrir Eden Coffee, yo ya llevaba aquí
una hora. Todos sus intentos de echarme habían sido frustrados con un no
rotundo.
Papá y Griffin habían venido esta mañana para intentar convencerme de
que pasara una semana en el rancho recuperándome. Pero yo había levantado la
barbilla y marchado a la cocina a preparar bollos de arándanos y naranja.
Si me hubiera quedado en el trabajo el viernes, nada de esto habría
ocurrido. No es que culpara a Eloise, aunque estaba decidida a cargar con la
culpa a pesar de todo. Esta mañana, cuando Jasper y ella vinieron a ver cómo
estaba, estaba tan enfadada que prácticamente tuve que zarandearla para que
me escuchara mientras le explicaba que no era culpa suya.
Había una y solo una persona a la que culpar. Ese maldito cazador.
Aun así, que me jodan si alguien volvía a echarme de mi propio edificio.
Aquí era donde quería estar, así que me quedaba.
—Crystal. —Bajé la voz. No dolía tanto cuando susurraba.
—¿Sí? —Apareció a mi lado en un santiamén, abandonando el café que
había estado preparando. Había sido una soldado, rondando cerca, dispuesta a
hacer lo que le pidiera. Crystal era la única persona que no había intentado que
me fuera. La quería por eso.
28
—¿Sabes quién es? —Señalé con la cabeza al hombre. Se había sentado en
la mesa más alejada, junto a las ventanas, y comía su bocadillo.
—No. Nunca lo había visto.
Asentí y le toqué el antebrazo antes de agarrar una taza de café de la pila y
llenarla de agua caliente. Quisiera lo que quisiera aquel hombre, necesitaría
algo de beber si íbamos a hablar, así que me preparé un té y lo dejé reposar
mientras él devoraba su comida.
La ajetreada temporada turística de verano había terminado. Era
demasiado pronto para los visitantes de vacaciones. En esta época del año,
Quincy era testigo de la afluencia de cazadores, y aunque la rudeza y el ambiente
al aire libre de este tipo encajaban con esa imagen, mi intuición me decía que no
había venido a la ciudad por eso.
¿Por qué? Ni idea. Algo en él se sentía... diferente.
Tal vez mi experiencia cercana a la muerte me había dado un sexto sentido,
o delirios. Por lo que yo sabía, iba a esa mesa y él soltaba alguna frase cursi para
ligar. Aunque con una cara como la suya, probablemente solo torcía un dedo y
las mujeres saltaban a su cama.
Tomé un sorbo de mi té, dejando que el calor me aliviara la garganta. Luego
lo llevé al otro lado de la tienda.
Al verme llegar, el hombre se limpió los labios con una servilleta, la hizo un
ovillo y la puso en su plato, ahora vacío, mientras yo ocupaba la silla frente a la
suya.
—Vance Sutter. —Extendió una mano sobre la mesa.
Mi mano se empequeñeció ante la suya cuando le devolví el apretón. Su
apretón era áspero pero cálido.
—Lyla Eden.
—Eden. —Sus ojos azul grisáceo se desviaron hacia la puerta a mi espalda.
—Esta es mi cafetería.
Asintió con la cabeza, estudiando mi rostro. Una vez más, su mirada se
desvió hacia mi bufanda.
—Iré al grano. Busco a un hombre.
Me senté más alto, con el corazón empezando a acelerarse. Dios mío, lo
sabía. Lo sabía. Lo sabía. ¿Cómo?
—¿Quién? —grazné.
—Supongo que el hombre que te hizo eso. —Me señaló la garganta y abrió
un lado de su chaqueta para sacar un trozo de papel doblado en cuatro. Lo abrió 29
y lo aplastó sobre la mesa—. Encontré esta orden de búsqueda de la comisaría
local.
Nunca había leído ni visto una orden de búsqueda. Cuando lo giró en la
página decía: armado y peligroso. Había una descripción del hombre del río, e
incluso leer las palabras me hizo estremecer. Pelo rojo. Ojos marrones. Una
cicatriz de quince centímetros que le cruzaba la mejilla, del ojo a la barbilla.
Me rodeé la cintura con los brazos mientras se me hacía un nudo en el
estómago.
Si cerraba los ojos, veía su cara. Por la noche, cuando intentaba dormir,
sentía sus manos en mi garganta. Las sentía apretar. Las sentía soltarse.
El viernes, después de que aquel hombre me soltara, me levanté de la orilla
del río y regresé a mi auto. El camino fue angustioso. Tropecé, luchando por
respirar.
El pánico alimentaba cada uno de mis pasos. Estaba segura de que aquel
hombre me seguía. Que tal vez era un juego enfermizo y retorcido para dejarme
ir, solo para capturarme una vez más y terminar el trabajo la segunda vez.
Afortunadamente, solo eran paranoia y miedo. Llegué a mi auto, y en el
momento en que me deslicé en el asiento del conductor y cerré las puertas, mi
cuerpo se desplomó contra el volante.
Llorar nunca me había dolido tanto en mi vida. Los sollozos eran tan
dolorosos que me obligué a parar. Y cuando me recompuse lo suficiente para
calmar los temblores, llamé a papá.
Cuando la vida se ponía difícil, papá era siempre mi primera llamada.
Ayuda. Eso fue todo lo que dije. Todo lo que pude decir.
Una fracción de segundo después, su sillón reclinable se cerró con un
chasquido audible. Luego se oyó una puerta que se abría y cerraba junto con el
tintineo de las llaves.
Me preguntó si estaba herida. Sí.
Me preguntó si podía conducir. Sí.
Ve al hospital, Lyla. Había estado atrapada antes de eso, encerrada en mi
silencioso auto. Esa orden de mi padre me puso en acción.
Mientras conducía hacia la ciudad, también lo hizo papá. Se quedó en la
línea conmigo hasta que llegué a Quincy. Luego colgó para llamar a mi hermana.
Talia estaba esperando en el estacionamiento cuando entré en Quincy
Memorial. Papá llegó treinta segundos más tarde, después de haber roto todos
los límites de velocidad desde el rancho a la ciudad.
Me echaron un solo vistazo a la cara y al cuello y me llevaron corriendo a
30
urgencias. Mientras Talia me examinaba, papá me tomó de la mano.
Me prometió que la tráquea no sufriría daños permanentes. La hinchazón y
los hematomas empeorarían antes de mejorar. Mis ojos inyectados en sangre
volverían a la normalidad. Los ojos morados desaparecerían. Me dio un
analgésico para pasar lo peor.
No fue hasta que terminó el examen que papá se quebró. Los dos nos
quebramos.
Su hombro siempre había sido mi preferido para llorar, así que en el
momento en que me estrechó entre sus brazos, me derrumbé. Totalmente. El
llanto destrozó mi ya destrozada garganta.
Papá llamó a Winn. Winn llamó a mamá. Mamá llamó a Griffin. Una hora más
tarde, toda mi familia se agolpaba alrededor de mi cama del hospital para
escuchar mientras yo relataba toda la odisea a Winn, mi cuñada, jefa de policía
de Quincy.
Me había llevado más tiempo explicar cómo había estado a punto de morir
estrangulada que el propio estrangulamiento. Aquel cazador me había
estrangulado durante menos de veinte segundos, pero cada vez que lo repetía
en mi mente, me parecía que me había tenido agarrada por la garganta durante
una eternidad antes de soltarme.
¿Por qué me había dejado ir?
Vance se aclaró la garganta.
Sacudí la cabeza. No era la primera vez que me perdía en mis propios
pensamientos hoy.
—Lo siento.
—No te preocupes. —Sacó la cartera del bolsillo del vaquero y rebuscó en
el billetero de cuero. Luego sacó una vieja fotografía y se la entregó—. ¿Es éste?
Tragué saliva. El corazón se me subió a la garganta mientras acercaba la
foto. Me temblaban las manos mientras miraba al hombre que casi me había
asesinado.
Pelo rojo. Ojos marrones. Cara con cicatrices.
En la foto sonreía. Su felicidad era chocante, como si hubiera sido tomada a
otro hombre en otra vida. Pero no había error. Era el hijo de puta.
—Sí.
Vance se relajó por completo, como si hubiera esperado que esa fuera mi
respuesta, pero se hubiera preparado para la decepción.
Los bordes de la foto estaban hechos jirones. Sus colores se habían
31
desteñido. ¿Cuántas veces había pasado Vance esta foto a alguien? ¿O habían
sido sus propios dedos los que habían trazado las esquinas hasta redondearlas y
suavizarlas?
—¿Ha hecho daño a la gente antes? —le pregunté.
Vance asintió.
Dejé caer la foto como si estuviera en llamas.
—Estás aquí para encontrarlo.
—Sí. —Su voz profunda y grave rebosaba confianza. Aquella seguridad
contrastaba con la desesperanza que había sentido todo el día tras la
actualización de Winn de la noche anterior.
Después de tomarme declaración en el hospital, se puso manos a la obra.
En menos de una hora había emitido una orden de búsqueda y captura con la
descripción que yo le había dado. Se había puesto en contacto con el
departamento del sheriff del condado, que había activado el equipo de
búsqueda para rastrear las montañas.
Mi padre y mis hermanos habían participado. Más de veinte personas y tres
perros habían peinado la zona donde me habían atacado.
Se habían quedado hasta tarde el viernes, hasta bien entrada la noche, y
finalmente habían regresado a la ciudad con las manos vacías. Ayer, más de lo
mismo. Si había un rastro que encontrar, se había perdido.
Ese imbécil se había escapado.
Winn probablemente estaría aquí pronto con otra actualización. No
esperaba un resultado diferente.
—Las autoridades locales no lo han encontrado —le dije a Vance—. ¿Qué te
hace pensar que tú puedes? —Quizá fuera mi voz desgarrada, pero no estaba
segura de haber sonado nunca más cínica. Tal vez todo lo que se necesitaba era
una experiencia horrible para aplastar el espíritu positivo de una persona.
—He estado buscando a Cormac durante años.
Me estremecí.
—¿Así se llama?
—Cormac Gallagher. —Vance asintió, agarrando la foto de la mesa y
devolviéndola a su cartera.
—¿Quién eres? —Fijé mi mirada en la suya.
No era el tipo de persona que detectaba las mentiras. Confiar en la gente
me parecía... normal. Excepto que inmediatamente le había dado mi confianza a 32
ese hombre, Cormac, en el río. Asumí que era bueno.
Así que tal vez era hora de que aprendiera a detectar las falsedades. A
desconfiar de los que entraban en esta tienda, incluido Vance Sutter.
—Soy un policía de Coeur d'Alene. Cormac es el principal sospechoso en
una investigación de asesinato.
—Oh.
Policía. Cormac. Asesinato. La cabeza me daba vueltas.
—¿A quién mató? —¿Fue otra mujer inocente de excursión? ¿A cuántas
personas había matado? ¿Habían sido estranguladas?
La mirada de Vance se desvió hacia la mesa. Se quedó callado.
Sabía que sin preguntar no contestaría. ¿Era mejor o peor que mentirme a
la cara?
Mejor.
Excepto que Vance aún no había respondido a mi pregunta anterior. ¿Por
qué creía que tendría distinta suerte que Winn, el sheriff y un equipo de personas
entrenadas para buscar en esta zona a excursionistas o cazadores
desaparecidos? ¿Gente como mi padre y mis hermanos, que habían vivido aquí
toda su vida?
—¿Qué te hace estar tan seguro de que puedes encontrarlo?
—No estoy seguro. —La honestidad cubría esa voz de barítono—. He
pasado cuatro años siguiendo pistas sin salida. Esta podría ser otra. Lo más
probable es que se haya ido hace tiempo. Pero ¿y si no? Ese “y si” vale la pena
para que yo esté aquí. Eres la primera persona en años que puede confirmar el
paradero de Cormac.
—Qué suerte la mía —murmuré.
Vance ofreció una sonrisa amable.
—Lo siento. Por lo que hizo, lo lamento.
Todo el mundo lo sentía. Yo no necesitaba lástima. Lo que necesitaba era a
ese hijo de puta pudriéndose en una celda.
—De todas las personas a las que he enseñado esa foto, nadie ha podido
decirme definitivamente sí o no. Unas cuantas veces fui tras un sospechoso con
una descripción similar, pero resultó ser otra persona. Estoy aquí porque
conozco a Cormac mejor que nadie vivo. Y me gustaría que fuera castigado por
lo que ha hecho.
Era como si Vance pudiera leer mis pensamientos. La ira que ardía en mi 33
pecho dio a su voz un filo de navaja.
—Yo también.
—Mira. —Apoyó los antebrazos en la mesa, aquellos iris azul grisáceo
brillando con intensidad. Eran tan claros que casi parecían transparentes.
Hipnotizantes—. Entiendo si prefieres no volver a pasar por lo mismo. Ya has
pasado por bastante. Pero me gustaría que me contaras lo que pasó. Haz algunas
preguntas si estás dispuesta.
¿Estaba preparada? Tomé un sorbo de té y el líquido caliente me alivió un
poco las molestias de la garganta.
Antes incluso de tomar la decisión consciente de confiar en Vance, abrí la
boca y la historia salió a borbotones. Desde que Eloise me animó a ir de
excursión hasta que, presa del pánico, conduje hasta el hospital, le di a Vance
tantos detalles como le había dado a Winn.
Mi voz era firme. Fría. Era como si estuviera leyendo un informe, no
contando un suceso de mi vida. Al parecer, dos días fue todo lo que necesité para
olvidar el trauma. ¿Eso era bueno o malo?
Cuando terminé, se hizo el silencio en la mesa. Vance arrugó las cejas,
como si estuviera asimilando mi historia y juntándola con la historia que tenía con
el tal Cormac.
—¿Por qué me dejó ir? —susurré.
La mirada de Vance se clavó en la mía. Parecía tan inseguro como yo.
—No lo sé.
Si realmente huía de la policía, si realmente pretendía escapar, dejarme con
vida no tenía sentido. Ahora yo era testigo.
—No tengo derecho a preguntar esto, pero voy a preguntar de todos modos
—dijo—. ¿Quieres venir conmigo? ¿Mostrarme dónde ocurrió?
Mi corazón se paralizó.
—¿Por qué?
—Cormac no va a ser fácil de rastrear. Es por eso que nos ha evadido
durante tanto tiempo. Cuanta más ayuda puedas darme, más posibilidades
tendré de encontrar un rastro.
Debería haber sido un no fácil. Vance podría sincronizarse con Winn. Podía
trabajar con el equipo local de búsqueda y rescate para explorar la zona. No me
necesitaba como su guía.
Y te aseguro que no necesitaba volver allí para revivirlo en persona. El
recuerdo ya era suficientemente duro.
—Encantada de conocerte, señor Sutter. —Me aparté de la mesa, y con mi
34
té en la mano, caminé hacia el mostrador, pasando a Crystal mientras me dirigía
directamente a la cocina. Mi santuario.
En cuanto me perdí de vista, solté el aliento que había estado conteniendo.
Se me aceleró el corazón y apoyé las manos en la mesa de preparación, cerrando
los ojos mientras una oleada de nervios me revolvía el estómago. Ya fuera por
contarle mi historia a Vance o simplemente por la idea de volver a aquel lugar.
¿Podría volver? ¿Debería?
—¿Lyla?
Abrí los ojos al oír la voz de mi hermana gemela y me giré hacia la puerta
cuando Talia entró corriendo. Llevaba una bata azul. Su barriguita empezaba a
estirarle la parte de arriba. No mucho, pero lo suficiente como para que se notara
que estaba embarazada de mi futura sobrina o sobrino, a quien pensaba mimar
muchísimo.
—¿Estás bien? —Tiró de mi pañuelo, bajándolo para inspeccionar mi cuello.
—Bien. —Le hice un gesto con la mano para que se fuera, quitándome la
maldita cosa por completo. Hacía demasiado calor en la cocina para llevar
bufanda. Mañana sufriría con un jersey de cuello alto.
—Hoy te has pasado. —Las cejas de Talia se juntaron. Llevaba la misma
preocupación que tenía desde el viernes. La misma expresión que vi en todas las
caras de mi familia.
Sacudí la cabeza, sin ganas de hablar. Hablar con Vance me había dejado
sin energía y tenía la garganta irritada.
—Por favor, Lyla. Vete a casa. Necesitas descansar.
Volví a negar con la cabeza, dedicándole una sonrisa triste.
Los hombros de Talia se hundieron. Las comisuras de sus labios se doblaron
hacia abajo. Sus ojos se volvieron vidriosos, pero no dejó caer ni una lágrima.
Mi hermana no lloraba delante de los demás. Al menos, no a menudo. Tenía
ese acero, esa fuerza increíble. Cualquier tragedia que atravesaba las puertas
de urgencias del hospital, ella la tomaba con calma.
¿Yo? Yo era un desastre llorón. Si me ponían un vídeo ñoño en las redes
sociales o me contaban una historia triste, me echaba a llorar junto a la máquina
de café con una multitud de clientes alrededor.
Sin embargo, aquí estaba yo, la hermana de ojos secos de la habitación.
Mientras tanto, Talia parecía a punto de estallar.
—¿Quieres hablar de ello? ¿O escribirlo? —preguntó—. Para cuidar tu voz.
—No. —Sacudí la cabeza. 35
—¿Segura? Podría ayudar.
Volví a negar con la cabeza.
Normalmente, insistía en que Talia se abriera y confesara sus sentimientos.
La animaba a hablar y a airear sus luchas, pero rara vez lo hacía. Era extraño
cómo habíamos intercambiado los papeles.
Todo parecía diferente. Ese bastardo había puesto nuestros mundos patas
arriba y yo solo... No quería llorar. No quería que me abrazaran o me mimaran.
No quería hablar.
Quería justicia. Tenía tantas ganas de venganza que apenas podía ver bien.
Y como Winn aún no había capturado a Cormac Gallagher, lo único que tenía
para mantener mi cordura intacta era el trabajo.
Así que forcé una sonrisa y tomé la mano de Talia y la apreté con fuerza
cuando su palma tocó la mía. Luego la solté, me dirigí a la nevera y saqué los
ingredientes para los rollos de canela.
Talia se quedó una hora mirándome trabajar en silencio. La envié a casa con
un recipiente de sopa para llevar para que ella y Foster no tuvieran que preparar
la cena. Luego pasé el resto de la tarde alternando el trabajo con la respuesta a
los mensajes de texto de mis otros hermanos y padres.
Winn entró en la tienda diez minutos antes de que cerráramos a las siete.
Por la expresión de su cara, supe inmediatamente que no había venido a darme
buenas noticias.
—Hola. —Me dio un fuerte abrazo—. ¿Estás bien?
—Claro —mentí—. ¿Encontraste algo?
Su coleta oscura se agitó mientras sacudía la cabeza.
—Lo siento. Búsqueda y rescate hizo otro barrido de la zona con los perros.
Hoy han vuelto a ponerlos sobre el alce para que lo rastreen. Pero a un kilómetro
y medio del río, perdieron el rastro.
—Mierda. —Cerré los ojos, la decepción se asentó como mil kilos sobre mis
hombros.
—No me voy a rendir. —Winn me tomó la mano—. Te lo prometo.
—Sé que no lo harás —susurré.
Winn haría todo lo que estuviera en su mano por nuestra familia. Pero no
podían faltar las ojeras que tenía desde hacía semanas. Desde el tiroteo en el
hotel.
Se suponía que Quincy era una ciudad segura. Se suponía que los tiroteos y
estrangulamientos no ocurrirían aquí. Todo se estaba desmoronando.
Y Winn asumió mucho de eso. Demasiado.
36
Quería, más que nada, que apresaran a Cormac. Pero si Winn no podía
traerlo, ¿cuánto pesaría eso en su ya agobiado corazón?
Mi mirada se desvió hacia la mesa vacía donde Vance se había sentado
antes. ¿Y si él era la respuesta?
—¿Quieres cenar? —le pregunté a Winn.
—No, está bien. Griff llamó de camino aquí y dijo que estaba haciendo
hamburguesas.
Al oír el nombre de mi hermano, se le quitó parte de la tensión de la cara.
No me cabía duda de que volvería al rancho, a sus brazos y a sus dos hijos, y de
que su mirada azul volvería a brillar.
—¿Quieres venir? —preguntó—. Podrías pasar la noche.
Sacudí la cabeza.
—Voy a limpiar aquí y luego me iré a casa. —Una ducha caliente me
aliviaría un poco el dolor. Tal vez esta noche podría dormir un poco.
—¿Segura?
Asentí, enlazando mi brazo con el suyo y acompañándola hasta la puerta.
—Todos estamos preocupados por ti.
Suspiré.
—Estaré bien.
—Lo sabemos. Pero aun así vamos a preocuparnos. —Winn me abrazó y
luego salió, levantando una mano mientras subía a su vehículo.
Esperé a que sus luces traseras estuvieran a dos manzanas de Main y cerré
la puerta. Luego apagué la mitad de las luces, dejando las demás encendidas
para iluminar el espacio mientras barría, fregaba el suelo y apilaba sillas.
Crystal se había ofrecido a quedarse y cerrar esta noche, pero yo la había
enviado a casa. Los domingos por la noche no había mucho trabajo y, después
de que ella se fuera, no había entrado ni un solo cliente, lo que me permitió
limpiar la cocina.
Tardé menos de treinta minutos en terminar de cerrar. La tienda olía a
azúcar y vainilla y al abrillantador de cítricos que usaba en las maderas nobles.
Estaba a punto de apagar el resto de las luces cuando miré por las ventanas
delanteras.
Una figura alta caminaba por la acera del lado opuesto de la calle, en
dirección al hotel. 37
Vance.
Caminaba con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Las farolas
iluminaban su ancha figura. No parecía tener prisa, su mirada recorría todas las
direcciones como si intentara memorizar a Quincy. O tal vez esperaba que, si se
fijaba lo suficiente, encontraría una pista que lo llevaría hasta Cormac.
¿Era yo esa pista?
Eché el cerrojo de la puerta principal y me llevé los dedos a los labios,
silbando como papá me había enseñado de niña.
El ruido hendió el aire nocturno.
Vance se detuvo. Giró.
Asentí con la cabeza.
Cuando estuviera lista, lo estuviera yo o no, lo llevaría al río.

38
Vance
El timbre de la puerta de la cafetería me saludó al entrar. El tintineo era
ligero. Alegre. La campanilla no hizo nada para detener el tornado de
anticipación y temor que se había estado retorciendo en mis entrañas desde que
me había levantado de la cama a las tres de la mañana.
Las cinco tazas de café que me había tomado no habían ayudado a calmar
mis nervios. Me sentía como un animal atrapado en una jaula en la habitación del
hotel, así que mucho antes del amanecer salí a explorar Quincy, como había
hecho la noche anterior.
El aire era frío y mi respiración se agitaba al caminar. Mis botas dejaban
huellas en la escarcha que cubría las aceras. El sol empezaba a acercarse a las
cimas de las montañas, dorando sus puntas, pero el cielo seguía oscuro. La única
luz de la ciudad procedía de las farolas y las luces de los porches. Casi todos los
edificios de Main estaban a oscuras, excepto la posada Eloise.
Y la cafetería.
La cafetería estaba vacía. Las mesas a cada lado del pasillo estaban
alineadas en hileras ordenadas. Las sillas estaban empujadas, listas para ser
desplazadas y ocupadas.
La camarera de ayer salió del pasillo trasero, con una toalla en las manos.
—Buenos días.
—Buenos días —dije.
—¿Qué le sirvo?
Antes de que pudiera responder, Lyla salió del mismo pasillo. Sus pasos
vacilaron, solo ligeramente, cuando me vio.
Aún podía oír su silbido de la noche anterior. Resonaba en mi mente, al
igual que su imagen en la puerta de la cafetería parecía grabada en mi cerebro.
Hermosa y valiente, Lyla. 39
—Hola. —Su voz era tan ronca como lo había sido ayer—. Yo me ocuparé
de él, Crystal.
—De acuerdo. —Crystal asintió, luego se apresuró a alejarse.
—Hola. —Me detuve en el mostrador, observando el rostro de Lyla,
buscando cualquier signo de duda. Un indicio de que había cambiado de
opinión. Pero si había alguna incertidumbre corriendo por esa bonita cabeza,
ella no dejó que se mostrara.
No habíamos hablado anoche. No habíamos intercambiado detalles o
números de teléfono. Solo había sido ese silbido.
Luego se retiró a la cafetería y yo me quedé fuera, mirando cómo se
apagaban las luces.
—¿Quieres algo antes de irnos? —preguntó.
—Café. Solo. —Busqué mi cartera, pero ella la apartó.
Con gran eficacia, llenó un vaso de papel para llevar y le colocó un collarín
y una tapa.
Hoy no lleva bufanda. Lyla llevaba un jersey negro de cuello alto para
cubrirse la garganta. Se ajustaba a su figura, moldeándose alrededor de sus
delgados hombros y la curva de sus pechos. El propio cuello le subía por la
mandíbula, ocultando casi todos los moratones salvo los que tenía justo debajo
de las orejas. Pero hoy se había dejado el pelo largo y oscuro suelto, con los
sedosos mechones color chocolate cayéndole casi hasta la cintura. Las ondas
sueltas ocultaban casi todo lo que el jersey no disimulaba.
—¿Cinco minutos? —Puso mi café en la encimera.
—Tómate tu tiempo. —Tomé mi café y me acerqué a la ventana, sorbiendo
el líquido hirviente mientras miraba la calle adormecida. Una sola camioneta
había pasado en el tiempo que Lyla tardó en recoger su abrigo y ponerse un
gorro de punto.
Se metió el teléfono en el bolsillo del abrigo. Si tuviera que adivinar, habría
activado sus servicios de localización. O quizá le había dicho a Crystal o a un
amigo adónde nos dirigíamos por miedo a que yo fuera un asesino en serie.
—¿Te gustaría conducir? —preguntó, tirando de un par de guantes.
—Claro. —Le abrí la puerta, ganándome más de ese alegre tintineo, y me
dirigí a mi camioneta, estacionada fuera del hotel.
Lyla me dio las gracias con la cabeza cuando le abrí la puerta y subió
mientras yo me dirigía al lado del conductor.
—¿Cómo te sientes hoy? —Puse la camioneta en reversa pero mantuve el
pie en el freno—, ¿Estás segura de esto? 40
—Sí. —Sin dudarlo. El cambio en su voz no tenía nada que ver con un
cambio de corazón, solo los efectos persistentes de sus heridas—. Ve hacia el
norte.
—De acuerdo. —Solté el freno y seguí sus instrucciones.
Cuando llegamos a las afueras de la ciudad y aceleramos por la autopista,
se me aceleró el pulso. No estaba seguro de si era su ansiedad o la mía, pero la
tensión en la camioneta se hizo tan densa, tan pesada, que apenas podía respirar.
Esto era romper todas las reglas. Iba en contra de todos los protocolos y
normas de cortesía que me habían inculcado desde la academia. Por derecho,
debería haberme puesto en contacto con las autoridades locales ayer.
Siempre había respetado las normas. Siempre había sido considerado con
los demás departamentos. ¿Adónde me había llevado eso?
Cormac seguía prófugo y yo había pasado cuatro años esquivando la
burocracia.
Por arriesgado que fuera, esta vez estaba forjando mi propio camino. Haría
mis propias reglas. Y si realmente encontraba a Cormac, bueno... Rezaría para
que al FBI no le importara cómo lo encontraran, solo estaría agradecido de que
fuera una persona menos en sus listas de los más buscados.
Lyla se movió en su asiento, sus rodillas rebotando mientras señalaba el
camino.
—Gira a la izquierda aquí.
—De acuerdo. —Solté el acelerador. Una parte de mí quería preguntarle de
nuevo si estaba bien. Darle otra oportunidad para darle la vuelta a la camioneta.
Pero estaba demasiado desesperado. Demasiado asustado de que aceptara si se
lo ofrecía. Así que tomé la izquierda y entablé una conversación.
—¿Cuánto hace que vives en Quincy?
—Aparte de la escuela, toda mi vida. Mi familia fundó Quincy.
—No me digas.
—Te alojas en The Eloise, ¿verdad?
—Sí. —Era el único hotel de los alrededores.
—Mi tatarabuela era Eloise. Ahora mi hermana pequeña, su tocaya, es la
dueña. Hay un chiste por la ciudad que dice que no puedes tirar una piedra por
Main sin darle a una Eloise.
—Ah. ¿Conocí a algún otro pariente? 41
—Mi hermano Knox es el dueño de Knuckles y es el jefe de cocina.
—Estaba planeando cenar allí esta noche. ¿Alguien más?
—Probablemente no. —Se aclaró la garganta y esperé que dejara de
hablar, pero continuó, como si se detuviera, sus miedos la vencerían—. Mi
hermana gemela, Talia, es doctora en el hospital. Mis padres viven en el rancho
de mi familia. Mis otros hermanos también. Ambos están en el equipo de
búsqueda y rescate junto con mi padre. Mi cuñada es Winslow Eden. Es la jefa
de policía.
Por el amor de Dios.
Demasiado para mantenerse alejado de las autoridades locales. Maldita
sea. ¿Qué posibilidades había?
Me pasé una mano por la cara, sintiendo el roce de mis bigotes contra la
palma.
Lyla era mi única conexión con Cormac, y dada mi típica suerte de mierda,
también estaba emparentada con la jefa de policía. Hola, burocracia.
Mi capitán en Idaho sin duda recibiría una llamada telefónica. Y eso daría
lugar a preguntas. Montones y montones de preguntas.
Joder. No necesitaba que el lío en casa infectara lo que intentaba hacer aquí
en Quincy.
—Escucha, Lyla. —Le eché un vistazo, su llamativa mirada azul esperando—
. No he hablado con nadie en Quincy sobre esto. Si estuviera siguiendo el
protocolo, ya debería haber hablado con tu cuñada.
—¿Por qué no lo has hecho?
—Podría decirse que tengo problemas de confianza con otros policías. —
Un eufemismo. En más sentidos de los que ella nunca entendería—. Como te dije
ayer, he estado buscando a Cormac durante cuatro años. Nunca ha habido mucho
para seguir. Desapareció y ha estado escurridizo.
Otro eufemismo.
La atención de Lyla permaneció fija en mi perfil mientras yo hablaba. Tenía
las manos entrelazadas sobre el regazo. Por su bien, le ahorraría los detalles de
los crímenes de Cormac. Pero por mi propio bien, necesitaba que se quedara
conmigo. Para ver a través de esto, solo por hoy.
—Al principio, cuando los medios de comunicación repetían la noticia, las
pistas y los avistamientos llegaban como un torrente primaveral. La mayoría eran
falsos. Decían que lo habían visto, pero no podían dar detalles. Aun así, seguimos
casi todas las pistas. Entonces intervino el FBI. El agente a cargo nos quitó de en 42
medio a los policías locales. No quería ninguna aportación. —Especialmente de
mí.
Estaba demasiado cerca de los asesinatos. Como si estar involucrado,
dedicado, fuera algo malo.
—Pasé un año viendo cómo se perseguían la cola hasta que pasaron a otros
casos y éste se quedó en el camino.
Ese primer año no había sido fácil obtener información del equipo federal,
pero yo había estado atento y había hecho todo lo posible por mantenerme
informado.
—¿Vendrá el FBI? —preguntó Lyla.
—Tal vez. —Cabía la posibilidad de que el agente asignado al caso abierto
de Cormac diera con la orden de búsqueda. Que ellos también encajaran las
piezas. Pero contaba con que los lentos procesos federales retrasarían su
implicación. Tal vez se pasaría por alto por completo.
La triste realidad era que, sin la atención de los medios de comunicación o
la presión de los familiares, los casos solían caer en el olvido, especialmente los
que llevaban abiertos mucho tiempo. Y cuando se trataba de Cormac, la única
persona que parecía preocuparse de verdad porque se hiciera justicia con las
chicas era yo.
—Después de que el FBI básicamente se dio por vencido, empecé mi propia
investigación. —No era exactamente legal, teniendo en cuenta que había estado
utilizando bases de datos policiales para obtener información, pero no me habían
descubierto. Todavía—. Buscaba crímenes que coincidieran con la descripción
de Cormac —le dije a Lyla—. La mayoría de las veces, me llevaba a una
búsqueda inútil. Hace un par de años, un hombre que coincidía con su
descripción atracó una gasolinera en Oregón. Hace dieciocho meses, hubo un
tipo que había robado una camioneta en Wyoming, pelirrojo y de complexión
similar. Fui a Oregón. Fui a Wyoming. Hablé con las autoridades locales. El
hombre de Wyoming era otra persona. Pero estoy bastante seguro de que
Cormac estaba en Oregón. En ambos casos, para cuando convencí a los policías
locales de que me dejaran entrar en el circuito, cualquier posibilidad de
encontrar a Cormac había desaparecido.
—Así que esta vez, viniste directamente a la fuente.
Asentí con la cabeza.
—Sí.
—¿Cómo sabías que era yo?
—No sabía —le dije—. Fue una suposición.
—Buena suposición.
43
Seguí conduciendo, esperando a que me ordenara volver a Quincy.
Esperando a que llamara a su cuñada y echara por tierra mi plan.
—¿Ves ese desvío ahí delante?
—Si. —Ahí era donde me decía que le diera la vuelta a la camioneta.
—Ahí es donde estacioné. Caminaremos desde allí.
Gracias a Dios. Reduje la velocidad, entrando en el desvío. Cuando nos
detuvimos, miré a Lyla, a punto de darle una última oportunidad de cancelar esto.
Pero ella ya había abierto la puerta para salir.
Debajo de mi abrigo, mi Glock estaba en su funda de hombro. Agarré la
mochila del asiento trasero, guardé las llaves y salí con Lyla.
Estaba de pie junto a la camioneta, con los ojos fijos en el bosque.
—Mi familia es protectora.
—No saben que hoy estás aquí conmigo.
—No. —Sacudió la cabeza.
—¿Por qué has venido? —Cuando ayer se levantó de la mesa en la cafetería,
esperaba que fuera lo último que supiera de ella. Pero aquí estaba, con los
hombros inmovilizados, las manos apretadas.
Esa valentía que había visto en ella la noche anterior brillaba tanto como el
amanecer.
—Winn es una buena policía. —Levantó la vista hacia mí, esperando hasta
que nuestras miradas se cruzaron—. No estoy aquí porque no tenga fe en ella.
Pero ya tiene bastante de qué preocuparse.
—Te protegen. Y tú eres protectora con ellos.
Me hizo un gesto con la cabeza.
—Quiero que se pudra en prisión por el resto de su vida.
—¿Esperas que discuta?
—Espero que hagas lo que viniste a hacer. Encuéntralo.
La ferocidad de su voz, la firmeza. No había aspereza. Ninguna duda.
—Entonces vamos.
Suspiró y se adentró en los árboles por un sendero poco transitado. Este
sendero probablemente solo lo usaban los lugareños. Pescadores. Cazadores.
Caminamos en silencio, el único sonido provenía del propio bosque. El piar 44
de los pájaros. Las hojas y las ramas crujían con la brisa. Una ramita se quebró
bajo la bota de Lyla mientras caminaba. Las mías resonaban en la tierra fría y
húmeda.
A lo lejos, el sonido ondulante del río se hacía más fuerte. El rumor del agua
sobre las rocas pronto se impuso a los demás ruidos.
Lyla cambió de rumbo y se apartó del sendero para pasar entre los árboles.
Cuando salimos del bosque y llegamos a la orilla del río, se detuvo.
Se llevó la mano a la garganta mientras tragaba.
—¿Estás bien?
La cara de Lyla se giró hacia la mía. Parpadeó, como si hubiera olvidado
que yo estaba a su lado.
Maldita sea, pero tenía unos ojos preciosos. Azules. Rotos.
Esta caminata no era solo para salvar a su cuñada de algún dolor, ¿verdad?
Se trataba de Lyla frente a este lugar en sus propios términos.
—Puedes hacerlo.
—Puedo hacerlo —susurró, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el
miedo había desaparecido. En su lugar había hierro.
Se adelantó, siguiendo el camino del río.
Me mantuve cerca. Alerta.
El olor a podredumbre flotaba en el viento. El graznido de un cuervo rasgó
el aire.
Lyla dejó de caminar y levantó una mano, señalando el lugar donde el gran
pájaro negro saltó de una roca y levantó el vuelo.
—Ahí estaba el montón de tripas. Del alce que mató.
Los carroñeros habían dejado la zona casi limpia. Animales más grandes,
como coyotes y osos, debieron de arrastrar el resto del cadáver a otro lugar para
darse un festín. Lo único que quedaba eran algunos trozos de vísceras secas y un
círculo de sangre seca de color negro rojizo.
—Después de dejarte ir, ¿alguna idea de hacia dónde corrió?
—No. —Lyla negó con la cabeza—. Yo estaba fuera.
—¿Recuerdas haber oído salpicar agua?
—No lo creo.
Había una posibilidad de que Cormac hubiera cruzado el río. O tal vez había
ido río arriba y cruzado fuera de la vista. 45
—Llevan días buscando aquí arriba —dijo Lyla—. Winn vino a la cafetería
anoche. Me dijo que los perros perdieron su rastro. ¿Crees que es porque fue a
través del agua?
—Los perros pueden olfatear a través del agua. Pero Cormac es muy bueno
cubriendo sus huellas. —Sabía cómo se entrenaban los perros de búsqueda y
rescate. Y sabía cómo evitar ser detectado.
Caminé hacia los restos del animal que Cormac había cazado. Tenía que ser
para comer. Lo que significaba que había una posibilidad de que se hubiera
construido un refugio por aquí. Posiblemente un lugar donde pensaba quedarse
durante el invierno.
—¿Dijo Winn algo sobre búsqueda y rescate encontrando los restos del alce
que mató? Dijiste que lo había descuartizado, ¿verdad? —le pregunté a Lyla.
—Eso es lo que parecía. Creo que me encontré con él cuando estaba a punto
de terminar. Había bolsas de caza atadas a su mochila. Y su arco.
Un alce era un animal grande. Si se hubiera quedado con la mayor parte de
la carne, tendría que secarla. Conservarla. De lo contrario, habría ido tras la caza
menor. Conejos o pescado eran para una sola comida. ¿Pero un alce? Eso era
sustento a largo plazo.
—¿Conoces bien esta zona? —Me puse de pie, volviendo a Lyla—. ¿Hay
cuevas en alguna parte?
—No lo sé. Mis hermanos podrían saberlo.
—Dudo que estén tan dispuestos a hablar conmigo sin la policía en la sala.
Soltó una carcajada seca, haciendo una mueca de dolor.
—Probablemente no.
—Está bien. —Giré en círculo, memorizando mentalmente algunos puntos
de referencia para cuando el cadáver del alce desapareciera—. Esto me da un
lugar para empezar. Volvamos.
Antes de que las autoridades locales salieran hoy a explorar por su cuenta.
Lyla se volvió, a punto de guiarla de vuelta al bosque, pero se detuvo. Hizo
girar su propio círculo, despacio. Deliberadamente.
—Este solía ser mi sendero favorito.
Solía serlo. Cormac se lo había robado.
—Lo siento.
—¿Por qué me dejó ir? 46
Era la segunda vez que me lo preguntaba. La segunda vez que no podía
darle una respuesta.
En un momento estaba mirando al frente y al siguiente giró tan rápido que
su bota se enganchó en una roca.
Mis brazos salieron disparados, atrapándola por la cintura antes de que
pudiera caer.
Sus manos se aferraron a mis bíceps mientras enderezaba los pies. Pero no
se apartó cuando recuperó el equilibrio.
Y no la dejé ir.
Nuestros ojos chocaron y, por un momento, me dejé ahogar en aquellos iris
de zafiro. El círculo interior era azul, brillante y estriado de blanco. El anillo
exterior era oscuro, casi azul marino, como el cielo antes de una tormenta.
Dios mío, tenía unos ojos impresionantes. Me acerqué más, atraído por ese
azul. Luego mi mirada se desvió hacia esa boca rosada.
Lyla parpadeó y se separó. Su respiración se entrecortó y agachó la
barbilla, pasando junto a mí hacia los árboles.
Joder. ¿Qué demonios estaba haciendo? Me pasé una mano por la cara,
despejando la niebla, y me aparté del río.
Lyla me guió hasta el Dodge sin mirar atrás. Se metió dentro en cuanto toqué
los cerrojos.
Rodeé el capó y guardé la mochila en el asiento trasero. Respiré hondo,
dispuesto a disculparme en cuanto me pusiera al volante. Pero justo cuando me
metí dentro, un resoplido llenó la cabina.
Una lágrima cayó por la mejilla de Lyla. Sin pensarlo, alargué la mano y la
atrapé.
Sus ojos azules se clavaron en los míos.
En lugar de apartar la mano, en lugar de obedecer ese límite invisible a
través de la consola que separaba su mitad de la camioneta de la mía, rocé su
suave mejilla. Las yemas de mis dedos forjaron el rastro que habría dejado
aquella lágrima. Todo mientras me dejaba absorber por aquellos charcos de
cobalto una vez más.
¿Qué tenía esta mujer? ¿Qué había en esos ojos que me resultaban tan
tentadores?
Mi corazón latía con fuerza, saltando cada dos por tres. No podía apartar la
mano de su cara. Dios mío, era preciosa.
47
Su piel era increíblemente suave. Tenía una nariz perfecta, recta y bonita.
Su barbilla llegaba a una suave punta. Olía increíble, a azúcar, vainilla y canela.
Su boca se abrió. Y esta vez fue su mirada la que se desvió primero hacia
mi boca.
Me incliné más cerca, atraído por el imán que era Lyla Eden, y un borde
duro se clavó en mi costilla.
La Glock.
Llevaba mi pistola. Porque había traído a Lyla aquí para rastrear a un
asesino. Y por el amor de Dios, estaba actuando como si fuera a besarla. Otra
vez.
Dejé caer la mano y desplacé ambas palmas hacia el volante.
—Yo… —Puse el contacto—. Te llevaré a casa.
—A la cafetería. Por favor.
—Claro.
El silencio en el camino a la ciudad fue miserable. Ninguno de los dos
hablaba, ni de Cormac ni del río ni de lo que demonios hubiera pasado entre
nosotros.
Algo. ¿Química tal vez? Nunca había sentido algo así en mi vida. Fuera lo
que fuese, una cosa era cierta: no me atrevía a mirarla fijamente a los ojos azules.
Así que mantuve la mirada fija en la carretera y Lyla estudió lo que pasara por la
ventanilla del copiloto.
Cuando estacioné delante de la cafetería, esperaba que saliera volando por
la puerta.
En lugar de eso, se giró para mirarme.
—No le diré a Winn lo que estás haciendo. Ni a nadie.
—No te pido que guardes un secreto a tu familia. —No podía pedir eso.
—Todos tenemos secretos.
Nunca se habían dicho palabras más ciertas.
—Gracias.
—¿Qué vas a hacer?
—Pasar algún tiempo explorando la zona. Empezar con mapas. Hacer una
cuadrícula. Marcar las casillas, una por una.
—¿Qué te hace pensar que sigue por aquí? 48
—Puede que no lo esté —le dije, queriendo crearle expectativas de fracaso
y no de éxito.
—¿Pero mirarás de todas formas?
Asentí con la cabeza.
—Miraré de todos modos.
Me dedicó una sonrisa triste.
—¿Quieres desayunar?
Desayunar. Me invitaba a desayunar, incluso después de haberme
comportado como un imbécil. La tensión se deslizó desde mis hombros. Mi
columna se relajó.
—Sí. Me gustaría desayunar.
—Entra.
Con la mochila al hombro, la seguí hasta la cafetería. Ya no era la cafetería
tranquila y silenciosa de antes. Más de la mitad de las mesas estaban ocupadas
por clientes. En el mostrador se había formado una fila de tres personas.
Lyla se dirigió en esa dirección para ayudar mientras yo agarraba una silla
en la misma mesa en la que había comido ayer, la más cercana a la ventana, para
poder mirar hacia Main. Luego rebusqué en mi bolso y saqué los mapas de la
zona que había comprado ayer en la ferretería.
Veinte minutos después, apareció un plato delante de mí. En él había lo que
parecía un pastel de cerezas. Al lado, un sándwich de desayuno. Lyla me tendió
una taza humeante de café negro recién hecho.
No hablamos. Para el resto de los presentes, yo era un cliente más.
Pero esos ojos azules encontraron los míos a lo largo de la mañana.
Y en ellos, un destello de esperanza.
Esperanza en mí.
Hacía mucho tiempo que alguien no me inspiraba fe ciega.
Mi determinación de encontrar a Cormac se convirtió en acero. Pagaría por
hacerle daño.
Mañana comenzaría mi búsqueda.
Por Norah. Por las chicas.
Por Lyla.
49
Lyla
Cada vez que sonaba el timbre del Eden Coffee, sonreía. Después de tantos
años, era automático.
Había entrenado mis oídos para escuchar ese tintineo. Incluso desde la
cocina podía oír cuando alguien entraba en la tienda. Pero la forma en que había
escuchado ese timbre en los últimos tres días era poco menos que obsesiva.
Cada vez que sonaba, mi atención se desviaba hacia la puerta. Contenía la
respiración, esperando que fuera Vance. Cada vez que no lo era, ocultaba mi
decepción en esa sonrisa automática. Y esperaba, saludando a un cliente tras
otro, preguntándome cuándo pasaría por fin.
Hasta que, como ahora, esa campana sonó para Vance. Y la sonrisa que le
dediqué estaba llena de alivio.
La espiral de expectación que se había ido enrollando más y más a medida
que avanzaba la tarde se soltó. La rigidez de mi espalda se desvaneció cuando
entró en el café, quitándose un par de guantes de cuero.
Las largas piernas de Vance ocupaban poco espacio. La media sonrisa que
se dibujó en la comisura de sus labios me hizo dar un vuelco al corazón. Se detuvo
en su lado del mostrador, trayendo consigo el olor a jabón limpio y tierra y
viento.
—Hola.
—Hola. —Incluso con la aspereza de mi voz, salió entrecortada. Este
hombre me ponía nerviosa, en el buen sentido—. Estuviste en las montañas.
Asintió con la cabeza.
—Así es.
—¿Algo?
—Todavía no.
Llevaba tres días dándome la misma respuesta. Pero me gustó que dijera
50
todavía no en lugar de no. La sutil diferencia significaba que aún tenía esperanza.
Así que yo también me guardaría un poco.
—¿Café? —Agarré una taza, esperando que asintiera y asintió—. ¿Tienes
hambre?
—Sí. —Buscó su cartera, pero yo negué con la cabeza. Vance sacó un billete
de veinte y lo dejó sobre el mostrador. No importaba cuántas veces me ofreciera
a darle de comer, él insistía en pagar—. Sorpréndeme.
—Está bien. —Sonreí y le llené la taza. Cuando la dejé sobre la encimera,
la alcanzó y se retiró a la mesa junto a la ventana. La misma mesa en la que se
sentaba cada día, en la misma silla.
La silla de Vance.
Mis familiares no tenían una mesa fija, ni una zona en el café que considerara
suya. Pero de alguna manera, en menos de una semana, Vance había reclamado
ese lugar como suyo. Cada vez que otro cliente se sentaba allí, me molestaba.
Por suerte, todas las tardes que había venido a la tienda, esa silla y esa mesa
habían estado vacías.
Vance se estaba acomodando a una rutina. Almorzaba tarde. Se tomaba
unas cuantas tazas de café. Y se sentaba durante una hora, a veces dos, a revisar
mapas y notas.
No habíamos hablado mucho desde aquel día que habíamos caminado junto
al río. En parte porque yo no estaba muy habladora en ese momento y en parte
porque no sabía qué decir.
Algo había pasado entre nosotros. Primero, a lo largo del río. Luego, en su
camioneta.
Cuando nos miramos, fue como si el mundo a nuestro alrededor
desapareciera. Como si hubiera una cuerda que nos uniera.
El dolor en mi garganta había desaparecido. El miedo que Cormac había
sembrado en mi mente, borrado. La agitación en mi corazón, historia antigua.
Solo quedaban sus ojos del color de una tormenta de invierno.
¿Me habría besado? ¿Lo habría dejado?
Con todo lo que estaba pasando en mi vida, lo último que necesitaba era
una relación romántica con un desconocido. Sin embargo, no pude evitar que se
me acelerara el pulso cuando él entraba en la sala. No podía luchar contra el
rubor de mis mejillas cuando me dedicaba aquella sonrisa torcida.
Y no importaba cuántas veces me dijera que dejara en paz a aquel hombre,
mi atención se desviaba hacia su silla tan automáticamente como el tintineo y la
51
sonrisa.
Vance era zurdo. Algo que había descubierto en los últimos tres días.
Siempre tomaba el café solo. Parecía gustarle mi comida; aún no había recogido
un plato en el que quedara más que una miga.
Su pelo oscuro era rebelde y llevaba un mes sin cortárselo. Pero como hoy,
lo cubría con un gorro. Cuando entraba en calor, normalmente después del
primer café, se quitaba el abrigo, pero no se quitaba el gorro. La barba se le
estaba poblando, el vello se le hacía más espeso cada día. Más sexy.
Y cada vez que me encontraba con su mirada, el mundo se inclinaba bajo
mis pies, como si mi estómago estuviera lleno de mariposas que intentaban por
todos los medios llevarme lejos.
Tal vez me estaba imaginando una chispa entre nosotros. Quizá me aferraba
a cualquier cosa que pareciera normal, y enamorarme de un hombre
increíblemente guapo me parecía normal. Tal vez me sentía atraída por él porque
me hacía sentir segura.
Cualquiera que fuera la razón, Vance estaba constantemente en mi mente.
¿Sentía él también esa atadura? La mayoría de las veces, cuando me
acercaba a su silla, me esperaba su mirada tormentosa.
Le preparé a Vance un sándwich de pollo a la plancha con aguacate, y se lo
llevé a la mesa con un pastelito de la vitrina. Mientras otras mesas se vaciaban,
llevé los platos a la cocina, trabajando en silencio. Con eficiencia. Sintiendo la
mirada de Vance cada vez que salía de la habitación y volvía.
El timbre volvió a tintinear. Mi sonrisa apareció. Mi atención no se desvió
tan rápido hacia la puerta, sabiendo que no era Vance.
Era Winn.
Su expresión era de granito, sus hombros rígidos. Se me revolvió el
estómago. No era mi cuñada la que venía a ver cómo estaba. Era la jefa de policía
que venía a poner al día a la víctima.
Joder, odiaba esa palabra.
Winn ni siquiera miró en dirección a Vance. Pero, por encima de su hombro,
seguía cada uno de sus pasos. La placa que llevaba en el cinturón, junto a la
pistola, era imposible de pasar por alto hoy que no llevaba abrigo.
—Hola —dije con recelo.
—Hola. —Su cara se suavizó—. ¿Tienes un minuto?
—No me va a gustar lo que tienes que decirme, ¿verdad?
Me dedicó una sonrisa triste.
52
—Probablemente no.
Suspiré.
—Podemos hablar en la cocina.
Crystal tenía el día libre. Ahora que mis ojos morados se habían
desvanecido lo suficiente como para que mi corrector pudiera cubrirlos
decentemente, le había dado el día libre. Ella había sido increíble, saltando a
ayudar con más horas de lo normal.
Seguía luciendo jerséis de cuello alto y bufandas para ocultar la garganta,
pero día a día me iba curando. Las pruebas del ataque iban desapareciendo.
Winn me siguió hasta la cocina, de pie junto a la mesa de preparación con
los brazos cruzados.
—El sheriff Zalinski acaba de pasar por comisaría.
—¿Y?
—Están cancelando la búsqueda.
—Ni siquiera ha pasado una semana.
—Lo sé —dijo ella suavemente.
—Seis días y ya se da por vencido.
—Lo siento. —Winn se acercó y puso su mano en mi hombro—. Intenté
convencerlo para que se quedara unos días más, pero se negó.
Mis muelas rechinaron mientras la ira surgía.
—Esto es una mierda.
—Sí. —Frunció la nariz—. Llamé al alcalde pero no estaba, así que le dejé
un mensaje. Quizá tenga más suerte haciendo cambiar de opinión a Zalinski.
—Crucemos los dedos —dije.
El sheriff Zalinski era un imbécil vago. Nunca debí haber votado por él.
La búsqueda y el rescate dependían del sheriff. El equipo contaba con
algunos empleados dedicados que prestaban servicio en toda la zona del
condado, pero la mayoría de los miembros de búsqueda y rescate eran
voluntarios locales. Personas, como mi padre y mis hermanos, que tenían sus
propias vidas.
Apuesto a que Zalinski estaba recibiendo presiones de algunos de los
voluntarios para que renunciara, y el bastardo sin carácter estaba cediendo.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Tenemos la alerta publicada. Todos en la comisaría saben que deben 53
estar atentos por si aparece un hombre pelirrojo de su altura y complexión con
una cicatriz. Lo mismo vale para los ayudantes del sheriff.
Cormac Gallagher.
Winn no tenía un nombre que poner con esa descripción porque no había
conocido a Vance. Porque no había seguido el protocolo.
Quizá era una tontería, pero mantuve la boca cerrada.
Zalinski se había rendido. Winn no tenía control sobre la búsqueda y
rescate.
La única persona que buscaba activamente a Cormac era Vance.
No frustraría sus posibilidades compartiendo un secreto. Si tenía alguna
esperanza de encontrar a Cormac, no pondría un obstáculo, mi cuñada, en su
camino.
—Gracias por decírmelo.
—Si la búsqueda y rescate estuviera bajo mi control...
—Lo sé. —Le dediqué una sonrisa triste. Winn no se habría detenido. De
eso, no tenía ninguna duda.
—Griff me llamó mientras conducía hacia aquí. Estaba en el equipo de la
tarde para salir hoy. Él recibió el aviso de que se canceló. Decir que está enojado
es un eufemismo. También lo están tu padre, Knox y Mateo. Aparentemente,
Knox sugirió que mandaran a la mierda a Zalinski y buscaran por su cuenta,
pero...
Pero solo causaría problemas a Winn. Tan pronto como alguien del
departamento del sheriff se enterara, tendría un lío que limpiar.
Ya había tenido bastantes líos en los últimos dos meses.
—No. Deberían dejarlo estar.
Mi padre y mis hermanos me querían, de eso no tenía ninguna duda. Si les
pidiera que se pasaran todos los días recorriendo aquellas montañas,
sacrificarían su tiempo y harían precisamente eso.
Pero tampoco habían encontrado a Cormac. No eran profesionales.
¿Vance? Tal vez tenía una oportunidad.
—Lo siento —volvió a decir Winn.
—No es culpa tuya.
—Siento que te he fallado. —Su voz se quebró. Estaba tan decidida a hacer
lo correcto, a ser la heroína de nuestra familia, cuando ya lo era.
La abracé. 54
—No me fallaste.
Sus manos podrían estar atadas, pero las mías no.
Me devolvió el abrazo, apretándome fuerte, hasta que un tintineo de fondo
nos separó.
—Será mejor que te deje volver al trabajo.
El dueño de la joyería estaba esperando en el mostrador cuando salimos de
la cocina. Mientras yo me dedicaba a preparar un café con leche de soja y canela,
Winn se escabulló de la tienda.
Después de enviar un mensaje rápido a mi padre y a mis hermanos
diciéndoles que estaba al corriente de la decisión de Zalinski y que no le causara
problemas a Winn, me dirigí a la mesa de Vance.
—Cancelaron la búsqueda —dije.
Sus ojos se encontraron con los míos mientras se reclinaba en la silla. La
forma en que me miraba era estremecedora. Inquietante. Luché contra el
impulso de apartar la mirada.
Me miraba como si pudiera leerme el pensamiento. Nadie me había mirado
así antes. Probablemente sería un gran policía. De repente me entraron ganas
de contárselo todo.
Cómo estaba tan cansada y solo quería dormir sin pesadillas. Cómo
oscilaba entre la rabia y la tristeza cada vez que me miraba al espejo. Cómo se
me aceleraba el pulso cada vez que él estaba cerca.
¿Habría repetido ese momento en la camioneta? ¿Me habría besado? Mi
mirada se posó en su boca y en sus suaves labios. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué no
podía dejar de pensar en un beso? ¿Me quitaría el dolor?
La lengua de Vance salió disparada, solo un rápido y pequeño lametón en
su labio inferior, y el deseo se enroscó en mi vientre.
Aparté los ojos y los dejé caer sobre su plato vacío. Se había devorado el
sándwich y el cruasán de chocolate que le había traído para comer. Su taza de
café estaba vacía y necesitaba que se la rellenara.
—Te traeré más café.
—Lyla. —Me detuvo y señaló con la cabeza el asiento frente al suyo—.
Siéntate.
Me hundí en la silla.
—¿Estás bien?
—No lo sé —confesé—. Estoy enfadada. 55
A todos los demás en mi vida, les mentía entre dientes, prometiendo que
estaba bien. Fingiendo ser yo misma. Era fácil decirle la verdad a Vance.
—Una parte de mí desearía que no se hubieran rendido tan pronto. La otra
parte espera que esto signifique que están fuera de tu camino.
Su expresión cambió. Parecía casi... ¿perplejo?
—¿Qué?
—Nada. —Hizo un gesto con la mano y luego dejó caer la mirada hacia la
mesa.
Debajo de su plato había un mapa desfigurado con líneas y círculos rojos.
—¿Qué es esto?
Dejó el plato en la mesa junto al nuestro y apartó también su taza. Luego
giró el mapa en mi dirección, señalando una X roja junto a una línea azul curva.
El río.
El punto de ataque.
A partir de esa X, había dibujado lo que parecía una rueda de bicicleta,
cada radio convergiendo en el punto central. Dos de los segmentos los había
sombreado con más rojo.
—He descartado estas zonas. Ésta con la autopista. —Señaló una sección
sombreada—. Y ésta que rodea Quincy. Cormac no se aventuraría tan cerca de
zonas muy pobladas a menos que estuviera desesperado.
—¿Qué te hace pensar que no está desesperado?
—Tiene comida. Agua. Todo lo que necesita para sobrevivir. La única razón
por la que lo esperaría cerca de un pueblo o gente sería por suministros médicos.
No lo notaste herido, ¿verdad?
—No. No que pudiera decir.
—Mi plan es empezar por aquí. —Volvió a señalar el mapa, esta vez a la
zona que llevaba directamente al norte desde aquella X roja—. Es el terreno más
abrupto. Si está ocultando su olor, sería más fácil aquí, donde las montañas son
densas y escarpadas.
—Así que sección por sección, lo buscarás.
Vance asintió.
—Exactamente.
—¿De verdad crees que está ahí fuera?
—No lo sé. Pero si hay una posibilidad de que lo esté, no dejaré de buscar.
No solo por mi bien. Sino por el suyo. 56
—¿Quién es? ¿Qué ha hecho?
Vance volvió la cara hacia la ventana, mirando a través del cristal. Por un
momento, creí que no me contestaría.
—Asesinó a su esposa. Y a sus hijas.
Jadeé tan fuerte que la pareja que tomaba café tres mesas más allá miró en
nuestra dirección.
—Dios mío. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo Vance, bajando la voz—. Nadie lo sabe.
¿Era por eso que Vance estaba aquí? ¿Era una búsqueda para obtener
respuestas?
Se puso rígido y sus anchos hombros se curvaron hacia dentro mientras
apoyaba los codos en la mesa. Mantenía la mirada fija en el mapa, como si
intentara conjurar a Cormac a partir del papel.
—Desde fuera, eran la familia perfecta y cariñosa. Él era un marido y un
padre modelo. Salía con su mujer todos los miércoles. Entrenaba al equipo de
softball de su hija mayor. Cuando ocurrió por primera vez, había mucha gente
que se negaba a creer que él era el asesino.
—Supongo que nunca se sabe lo que pasa a puerta cerrada.
—No. Supongo que no —murmuró.
—¿Cómo... cómo las mató? —¿Realmente quería saberlo?
Su nuez de Adán se balanceó mientras tragaba saliva.
—Vivía en el lago. Tenía un muelle. Barco. Llevó a sus tres hijas al centro
del lago durante una tormenta y las tiró al agua. Se ahogaron.
Esta vez me tapé la boca con una mano. ¿Qué clase de padre haría eso?
Pobres niñas.
—¿Y su esposa?
Vance dejó caer su mirada hacia mi cuello.
Estrangulada.
Había estrangulado a su mujer.
Llevé la mano de la boca a la tela que me cubría la garganta. Me ardía, no
por lo que había hecho Cormac, sino por la amenaza de las lágrimas.
—¿Por qué me dejó ir? —Me había hecho esa pregunta tantas veces que
empezaba a escurrirse bajo mi piel—. No tiene sentido.
—Estoy de acuerdo —murmuró Vance, frotándose la mandíbula, como si su 57
barba fuera nueva y aún estuviera probando su tacto bajo la palma de la mano.
—Todo está borroso —dije—. He pensado en aquel día tantas veces que
siento que no puedo decir qué fue real y qué me he inventado en mi cabeza a
estas alturas. Pero creo que hubo un momento en el que parecía... ¿asustado?
¿Triste?
La mirada de Vance se desvió de nuevo hacia la ventana, dejando que lo
asimilara.
—Lo siento, Lyla.
Había tanto detrás de esa disculpa.
—No es culpa tuya.
—¿No es cierto?
El dolor en su voz, la culpa, me hundieron más en mi asiento. Realmente se
sentía responsable, ¿verdad? Que como Cormac había escapado hacía años, era
culpa suya que me hubieran atacado.
—¿Cómo se escapó? —le pregunté.
Vance levantó un hombro.
Esperé, con la esperanza de que me lo explicara, pero ese encogimiento
de hombros fue toda la respuesta que me dio. Así que me levanté y recogí sus
platos. Pero antes de abandonar su mesa, me detuve y observé su perfil.
Tenía la mandíbula de granito apretada. Parecía sumido en una ira que
llevaba cuatro años gestándose mientras miraba a través del cristal.
—¿Qué harás cuando lo encuentres?
—Lo que tenga que hacer. —La amenaza, el odio, en su voz era inquietante.
Un escalofrío recorrió mis venas mientras llevaba sus platos a la cocina.
Cuando volví al mostrador, la silla de Vance estaba vacía.

58
Vance
Pisé un charco al salir de mi camioneta. El agua salpicó el dobladillo ya
empapado de mi vaquero. El abrigo, igual de empapado, me caía sobre los
hombros. Tuve que escurrir el gorro en el lavabo del hotel y colgarlo para que
se secara.
Aunque mañana volvería a estar húmedo. Pero no era la primera vez que
pasaba el día empapado mientras atravesaba montañas. Dado que se esperaban
lluvias para mañana, no sería la última.
Agarré la mochila del asiento trasero, cerré la puerta de golpe y metí las
llaves en el bolsillo mientras caminaba hacia el hotel.
Me rugió el estómago. La cafetería de Lyla era como un faro dorado que
brillaba en un día gris y sombrío. Prácticamente podía oler su dulce y rico aroma.
Un sándwich, una taza de café caliente y algunos de sus pasteles mejorarían
mucho mi estado de ánimo.
Pero seguí avanzando, alejándome, mientras me dirigía al hotel.
Habían pasado dos días desde que le había contado a Lyla los asesinatos de
Cormac. Lo que le había contado era solo la punta del iceberg, pero incluso
compartir parte de la historia había sido difícil. Cada vez que hablaba de
Cormac, de lo que había hecho, me sacudía. Rompía.
Habían pasado cuatro años y aún no podía hacerme a la idea. ¿Qué había
pasado aquella noche? ¿Qué había hecho que Cormac estallara? ¿Había algo que
yo pudiera haber hecho para detenerlo?
Si Lyla supiera toda la historia, haría las mismas preguntas.
Así que la había evitado por completo a ella y a esa encantadora cafetería.
Tenía miedo de que me descubriera. Temía que me pidiera los detalles que
había omitido y no estaba seguro de tener la fuerza para decirle que no.
Excepto que si ella supiera la verdad, destrozaría su ilusión. Esa fe ciega
que tenía en mí se desvanecería.
59
Su confianza en mí era asombrosa. Adictiva.
Nadie creía en mí, no así. Ni mi capitán. Ni los otros ayudantes del
departamento. Ni mi familia. Ni Tiff.
Estos días, la gente parecía esperar mi fracaso. O quizá estaba
acostumbrada a decepcionarlos.
Pero Lyla…
Me miraba como si yo fuera su salvación.
La realidad era que probablemente también la decepcionaría. Y eso se
asentó como una roca en mi vientre vacío.
Había pasado dos días recorriendo las montañas en busca de cualquier
señal de Cormac. Cada día que conducía de vuelta a Quincy, era con las manos
vacías.
Aun así, no iba a rendirme. Día tras día, iba eliminando posibles lugares
donde podría haber construido un refugio. Otro día, tal vez dos, tendría una
sección de mi mapa para tachar.
Mi proceso no era infalible, pero era como me habían enseñado a buscar
fugitivos. Y el hombre que me había enseñado era el mejor.
Su educación podría besarme el culo, o tal vez, por una vez en mi maldita
vida, tendría suerte. Aunque la lluvia no estaba ayudando. Con cada gota, el
rastro de Cormac se borraba.
Una llovizna constante me había recibido esta mañana cuando me dirigía a
las montañas. Por fin había dejado de llover hacía una hora, justo cuando la luz
del sol empezaba a desvanecerse, señal de que mi jornada de senderismo había
llegado a su fin.
Ahora tocaba secarse y prepararse para mañana.
Mis botas chirriaron en el suelo cuando entré en el hotel. Había una pareja
en el mostrador, registrándose. Las maletas estaban a sus pies mientras hablaban
con una sonriente Eloise Vale. Sentado estoicamente a su lado estaba su marido,
Jasper.
No me habían presentado a Eloise ni a Jasper. Cuando llegué, me había
registrado otra persona. Y anoche, cuando fui a prolongar mi reserva dos
semanas más, había otra persona en la recepción.
Pero conocía a Jasper y Eloise del periódico local de Quincy. Del artículo
sobre el tiroteo de este verano.
¿Era por eso que Eloise y Jasper estaban siempre juntos? Las veces que los
había visto, nunca estaban muy separados. Yo creía que Jasper estaba al lado de 60
su mujer, que había recibido una bala por ella.
Yo respetaba esa devoción. En otra vida, me habría esforzado por
presentarme. Darle la mano.
En lugar de eso, caminé con la cabeza gacha, sin querer llamar la atención
mientras me dirigía a la escalera y subía al cuarto piso. Incluso después de un
día de excursión, forzando mi cuerpo, aún no estaba preparado para dejarlo. La
descarga física era mi único desahogo. Tal vez si me agotaba, conseguiría dormir
un poco.
Dormir nunca fue fácil, ni siquiera en casa, en mi propia cama. Seis horas
por noche era mucho. Desde que llegué a Quincy, había sido aún más
esporádico. Tres o cuatro horas era todo lo que conseguía. Simplemente no
podía apagar mi cerebro.
Sin nada más que hacer que pensar en mis errores, en el desastre que era
mi vida, me levantaba de la cama y me pasaba horas trazando mis rutas.
Estudiaba minuciosamente los mapas de mi mochila, memorizando cada
centímetro. Y cuando terminaba, pasaba horas leyendo noticias sobre Quincy.
Para ser una ciudad pequeña, esta comunidad había sufrido más que su
parte justa de problemas.
Hacía unos tres años, había habido un asesinato, una joven en las montañas.
Indigo Ridge estaba a más de treinta kilómetros de donde yo buscaba a Cormac
en ese momento. Pero si las hemerotecas no hubieran detallado el crimen y cómo
Winslow Eden había detenido al responsable, me habría preguntado si había
sido él.
Después de ese asesinato, hubo un incidente en una guardería local y una
alerta AMBER. Posiblemente un intento de secuestro. Como se trataba de un
menor, los detalles no se habían dado a conocer a la prensa. Sin embargo, había
encontrado algunos mensajes en las redes sociales que especulaban que el niño
involucrado no era otro que el hijo de Knox Eden.
Las penurias para la familia de Lyla no se habían detenido ahí.
Las noticias más recientes giraban en torno a Eloise y el tiroteo. La hermana
de Lyla había estado trabajando en el vestíbulo cuando un chico, antiguo
empleado del hotel, había entrado armado con una pistola. Hizo unos cuantos
disparos, uno de los cuales Jasper tomó por Eloise. Entonces Winslow, que había
estado en el edificio, abatió al chico.
Por todo lo que había leído, Winn era una muy buena policía. Tal vez fue
estúpido por mi parte no confiar en ella. Pero ya había tomado la decisión de
volar bajo el radar. Eso significaba evitar a cualquiera con el apellido Eden.
61
Excepto Lyla.
Pero supongo... que también la estaba evitando.
Porque temía que preguntara por Cormac. Y, si era sincero conmigo mismo,
por cómo esa mujer me revolvía la sangre.
No solo me despertaba inquieto por la noche. Me despertaba duro y
dolorido por la liberación, los ojos llamativos de Lyla persiguiendo mis sueños.
Solo de pensar en su hermoso rostro, la sangre se me subía a la polla.
De todas las mujeres, ¿por qué tenía que ser Lyla la que captara mi interés?
La mierda ya era bastante complicada sin añadir esta atracción a la mezcla.
Subí trotando el último tramo de escaleras hasta el cuarto piso, de dos en
dos, necesitando el ardor en los muslos para apartar de mi mente la imagen de
su bonita boca alrededor de mi polla. Cuando llegué a mi habitación, dejé la
mochila sobre la mesa y aspiré el aroma a ropa limpia y cítricos.
Era el hotel más bonito en el que me había alojado. Era aireado y espacioso,
pero tenía un ambiente cómodo y hogareño. La cama de matrimonio era cómoda
y su edredón blanco, de felpa. El servicio de limpieza había forrado las
almohadas contra el cabecero. Las pesadas cortinas que había dejado corridas
esta mañana estaban ahora apartadas de la ventana. Tenía una vista perfecta y
despejada de la niebla y la bruma que cubrían Quincy.
Crucé la habitación y cerré las cortinas. Una larga ducha caliente me estaba
llamando, así que me desnudé y dejé que mi ropa mojada cayera al suelo. Mi
vaquero olía a lluvia y barro. Mañana por la noche tendría que encontrar un lugar
donde lavar la ropa. Mi maleta, en un rincón, estaba repleta de ropa sucia.
Me quedaba un par de vaqueros limpios y secos en el cajón de la cómoda.
En bóxer negro, rodeé la cama en busca de la mesita de noche y agarré los
dos caramelos de menta que la asistenta me dejaba cada día. Me los comí sin
vacilar. Quizá me sirvieran hasta la cena.
Quizá volvería a pedir servicio de habitaciones a Knuckles después de
ducharme. Las hamburguesas estaban buenísimas. Aunque lo que realmente
quería era uno de los croissants de chocolate de Lyla. Todo lo que hacía esa
mujer era de primera.
Mi estómago gruñó, las punzadas se convirtieron en cuchillas de afeitar.
Pero antes de que pudiera desaparecer en el baño y empezar a ducharme, sonó
mi teléfono. Me acerqué a la mochila y lo saqué del bolsillo delantero.
Alec.
Él y yo no éramos exactamente amigos. Éramos compañeros de trabajo en
el mismo departamento. Amigos, pero no amigos. Últimamente no tenía muchos
amigos en el departamento; había aprendido que era mejor trazar esa línea.
62
—Mierda. —Si estaba llamando, no era para charlar. Tal vez había oído algo
sobre el tiroteo. Tal vez el capitán había dicho algo en su reunión semanal.
Cualquiera que fuera el punto, me preparé mientras aceptaba la llamada—. Hola.
—Hola, Vance. ¿Cómo te va?
—No mal, Alec. ¿Y tú?
—No me puedo quejar.
Esperé, apretando los dientes.
—Me encontré con Tiff en la tienda hoy temprano.
Tiff y Alec se habían conocido en algunas de las reuniones obligatorias del
departamento a lo largo de los años. Las barbacoas de verano. Las fiestas de
vacaciones. Se habían unido por su amor mutuo por el karaoke.
Apuesto a que le había dicho dónde estaba y qué estaba haciendo. Mierda.
—Bien —dije.
—Ella dijo que ustedes dos rompieron.
—Lo hicimos.
Alec tarareó, con un tono de desaprobación tan denso como el manto de
nubes del exterior.
No necesitaba esta mierda.
—Escucha, estoy a punto de ir a cenar y...
—¿Qué estás haciendo, Sutter? ¿Estás intentando que te despidan?
Suspiré, sentándome en el borde de la cama.
—Estoy de vacaciones.
—Cierto —Alec se burló—. Tiff me dijo lo que estás haciendo. Vas tras
Gallagher. ¿Otra vez?
—No es que esté repleto de trabajo.
Si había un momento en los últimos cuatro años para buscar a Cormac, era
ahora, cuando el capitán me había dicho que me tomara un descanso. Hasta que
la atención de los medios se calmara. Hasta que la investigación terminara.
Técnicamente no estaba de baja administrativa. Todavía.
—El capitán se va a molestar cuando se entere de esto.
—El capitán quiere que me vaya. Ya me está empujando hacia la puerta.
—¿Y qué? ¿Lo dejas? 63
—No. —Mi capitán era un imbécil furioso. Me negaba a darle la satisfacción
de mi renuncia. Si me quería fuera de la fuerza, tendría que despedirme—. Pero
me pareció un buen momento para alejarme de Coeur d'Alene.
—No has hecho nada malo. No deberías tener que dejar la ciudad.
—De acuerdo —murmuré.
Pero todo el mundo estaba señalando con el dedo en ese momento. Todos
buscaban un culpable. Si el capitán necesitaba un chivo expiatorio, ese sería yo.
—Mira, yo… —Alec suspiró—, no sé qué decir.
—No hay nada que decir.
—Lamento lo de Tiff.
Quizá yo también debería haberlo lamentado, pero era lo mejor para ella.
Para los dos.
—Ya era hora.
—Eso es exactamente lo que dijo.
Bien. Quería que siguiera adelante. Que se olvidara de mí y encontrara a
alguien que le acelerara el pulso.
—¿Has encontrado algo sobre Gallagher? —Alec preguntó.
—Todavía no. —En la última semana, Cormac podría haber hecho su
camino a Canadá por lo que yo sabía. O podría haber ido al sur para el invierno
como los pájaros.
—¿Crees que lo encontrarás?
Si alguna vez había una oportunidad, era aquí en Quincy. Pero no iba a
expresar esas esperanzas. No a Alec. Eso las haría demasiado reales.
—¿Qué pasa allí?
—Estamos ocupados. —Alec me conocía lo suficiente como para aceptar el
cambio de tema—. Tenemos un hombre menos.
Yo. Yo era ese hombre.
Alec y yo trabajábamos para la misma unidad en Idaho. No lo consideraba
mi compañero. Yo no tenía un socio en estos días. Pero éramos compañeros de
trabajo.
El nuestro era un equipo pequeño, con un sargento y dos ayudantes.
Respondíamos a las llamadas y patrullábamos las zonas rurales de cientos de
miles de hectáreas de los bosques nacionales que rodean Coeur d'Alene. 64
Pasábamos mucho tiempo en zonas remotas y boscosas a las que solo se podía
acceder en todoterrenos o a pie.
Dada la naturaleza de nuestro trabajo, los diversos terrenos y paisajes,
también pasamos tiempo trabajando con equipos voluntarios de búsqueda y
rescate. Lo mismo ocurría con la patrulla marítima y el rescate en inmersión.
Era un policía que se pasaba el día fuera, no atrapado en un coche patrulla
ni asignado a un escritorio.
Era el trabajo de mis sueños.
Tal vez otro hombre con mis habilidades habría aspirado a unirse a los U.S.
Marshals. Liderar persecuciones federales o resolver casos de alto perfil. Pero
yo siempre me había conformado con ser ayudante del sheriff. No necesitaba
casos llamativos ni brillantes galardones.
Cuando volviera a casa, ¿habría un trabajo esperándome? Quizá si hubiera
jugado, si hubiera pasado más tiempo en la comisaría haciendo amigos y
practicando la política, tendría más confianza en mi futuro. Tendría una mejor
relación con el capitán.
—No trabajes demasiado —le dije a Alec.
—Ten cuidado. —Alec sabía lo suficiente sobre Cormac para saber a qué
me enfrentaba.
—Adiós. —Terminé la llamada y tiré el teléfono a un lado.
Le agradecí a Alec que me llamara. Mi familia ciertamente no lo había
hecho.
Pero Alec no diría nada, ¿verdad?
No. Lo mantendría en secreto. Pero ¿qué hay de Tiff? Esperemos que no se
encontrara con nadie más mientras yo estaba fuera y empezara a cotorrear.
Esperaba que no decidiera castigarme haciendo una llamada rápida al capitán.
Lo último que necesitaba era que se enterara de por qué estaba en Montana.
Ese imbécil llamaría a Winslow Eden más rápido de lo que yo podía pestañear,
solo por la satisfacción de joderme los planes. Luego hablaría con el FBI.
No habían relacionado la orden de búsqueda de Quincy con Cormac…
todavía.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que mis secretos me atraparan? ¿Cuánto
tiempo pasaría hasta que la verdad que intentaba mantener alejada de Quincy
hiciera su aparición?
Bastaría una rápida búsqueda en Google para que todo el mundo conociera
mi historia. Lyla había estado más dispuesta de lo que yo esperaba a no revelar
mi identidad. ¿Cuánto tiempo hasta que su curiosidad sacara lo mejor de ella? 65
¿Cuánto tiempo hasta que mis vagas respuestas a sus preguntas concretas
empezaran a molestarla?
Era solo cuestión de tiempo que todo se derrumbara.
—Joder. —Me pasé una mano por el pelo.
¿Qué estaba haciendo? Debería estar en casa. Debería estar haciendo todo
lo posible para limpiar mi nombre. Demostrarle al mundo que era un buen
policía. Tiff me había dicho una vez que esta obsesión con Cormac arruinaría mi
vida.
Quizá tenía razón.
Pero la idea de irme, de alejarme cuando nunca había estado tan cerca, era
impensable.
Solo tenía que seguir adelante. Seguir hasta que alguien me hiciera parar.
Cormac tenía que pagar por lo que había hecho.
La rabia hirviendo a fuego lento, tan familiar como mi propia piel, recorrió
mis venas, ahuyentando cualquier duda. Entré en el baño y abrí la ducha,
permanecí bajo el agua caliente hasta que estuve limpio. Luego me sequé con la
toalla, y me peiné con las manos.
Salí del baño con una toalla alrededor de la cintura, a punto de llamar al
servicio de habitaciones. Pero antes de que pudiera descolgar el teléfono,
llamaron a la puerta.
Me quedé helado.
No había razón para que nadie en esta ciudad visitara mi habitación.
Probablemente era el servicio de limpieza. Tal vez otro huésped se equivocó de
habitación. O tal vez era Winslow Eden, y yo estaba jodido.
El corazón se me subió a la garganta mientras cruzaba la habitación y
comprobaba la mirilla.
El aliento que había estado conteniendo se me escapó de los pulmones.
Dios mío. Mi paranoia se estaba apoderando de mí. Giré el pomo y abrí la puerta.
—Lyla.
—H-hola. —Esos ojos azules se abrieron de par en par cuando bajaron de
mi cara a mi pecho desnudo. Poco a poco, fueron bajando y sus mejillas se
sonrojaron. Cuando su mirada alcanzó el dobladillo de mi toalla, cayó como una
roca hasta mis pies descalzos—. Lo siento. Yo... lo siento. Debería haber llamado
antes.
Miré más allá de ella, comprobando el pasillo, pero estaba sola.
—¿Todo está bien?
—No has ido a la cafetería.
66
No. La había estado evitando espectacularmente.
¿Por qué?
Maldita sea, era preciosa. Mantuve los brazos pegados a los costados para
no alcanzarla. El corazón me latía con fuerza contra el esternón, como un martillo
golpeando un clavo.
Llevaba un abrigo color oliva que le llegaba a medio muslo sobre un
vaquero negro roto. Su bufanda era del mismo tono que la chaqueta. Lyla llevaba
el pelo recogido, con los mechones oscuros amontonados sobre la cabeza en un
nudo desordenado. Algunos estaban húmedos por la lluvia y se le enroscaban
en las sienes. Debía de haber venido caminando desde la cafetería.
Espera. ¿Cómo sabía que esta era mi habitación? ¿Le había preguntado a
Eloise o Jasper?
Como si pudiera leerme la mente, Lyla echó un vistazo al pasillo y se acercó.
—Nadie sabe que estoy aquí arriba.
—¿Cómo sabías que esta era mi habitación?
—Yo... Esperé hasta que Eloise y Jasper se fueron, luego le pregunté al
empleado nocturno. Le dije que te habías olvidado la cartera en la cafetería y
que yo te la llevaría.
—Ah. —El empleado del hotel debería haber llamado primero, pero el
apellido de Lyla probablemente la hizo pasar. Eso, y que ella era digna de
confianza. Dudaba que alguien que mirara su cara bonita esperara una mentira
descarada.
Un poco de rebelión. Dios, era sexy.
Toda mi vida había hecho lo correcto. ¿Dónde me había llevado eso? Solo,
en Montana, con mi carrera en ruinas.
Incluso una vez concluida la investigación, no me hacía ilusiones de
conservar mi puesto. El capitán encontraría la manera de quitarme la placa, ya
fuera despidiéndome o sentándome en una mesa, sabiendo que acabaría
cansándome y renunciando.
Todo porque había hecho lo correcto.
¿Me arrepentí de apretar el gatillo? Cada maldito día. Pero ¿era culpable?
No.
Lo único que iba a mi favor era esta oportunidad de encontrar a Cormac.
Así que a la mierda las reglas. En este punto, estaba pidiendo perdón, no
permiso.
—¿Todo está bien? —le pregunté a Lyla.
67
—Sí, yo solo… Lo siento. Estoy interrumpiendo tu noche. Me iré. —Se
retorció, a punto de dar un paso, pero se detuvo y se volvió—. Solo quería saber
si habías encontrado algo.
—Todavía no, —¿Fue una tontería darle esperanzas? ¿Fue una tontería
guardarme algo para mí?
—De acuerdo. —Me dedicó una pequeña sonrisa antes de que su mirada
recorriera de nuevo mi pecho, deteniéndose en mis abdominales. Sacó la lengua
para lamerse el labio inferior y, joder, se me movió la polla.
Hundí más los talones en el suelo, bloqueando todos los músculos del
cuerpo para no arrastrarla hasta el umbral.
—Casi me besas. En la camioneta. El día que fuimos al río. —Su voz era
suave, apenas un susurro. Esos ojos azules se alzaron hacia los míos, y el agarre
de mi control empezó a flaquear—. Casi me besas, ¿verdad?
Sí. ¿Por qué preguntaba si ambos sabíamos la respuesta?
—Deberías haberme besado.
Joder.
—Lyla —advertí, obligándome a dar un paso atrás—. Deberías irte. —Antes
de enterrar mi cara en ese pelo largo y sedoso y respirar su dulce aroma a
vainilla. Antes de que cediera y ella hiciera algo de lo que se arrepentiría por la
mañana.
—Veo su cara. Por la noche. —Me detuvo antes de que pudiera cerrar la
puerta—. Justo antes de dormirme, veo sus ojos. Esa cicatriz. Siento sus manos
en mi garganta.
Levantó los dedos y se tocó el pañuelo que llevaba al cuello.
—Una vez que lo veo, no puedo apagarlo. Todo el mundo me dice lo que
necesito. Mis padres. Mis hermanas. Mis hermanos. Necesito descansar.
Necesito quedarme en casa. Necesito dejar de trabajar tanto. Necesito curarme.
Estoy tan cansada de que todos me digan lo que necesito. Todo lo que quiero es
olvidar. Solo por una noche, necesito olvidar.
¿Cómo sería olvidar? Sonaba como el paraíso.
Lyla no era la única persona con pesadillas.
Debería haber cerrado la puerta. Debería haberla mandado a pasear.
En lugar de eso, di un paso adelante.
Y presioné mi boca sobre la suya. 68
Lyla
Dios mío, este hombre podía besar.
Todo mi cuerpo ardió en llamas cuando la lengua de Vance se deslizó contra
la mía. Me saltaron chispas y el fuego me lamió las venas.
Todo lo que había fuera de esta habitación se desvaneció. Los pensamientos
que no había podido apagar, las preocupaciones, los miedos, se fueron. Puf.
Desaparecieron. Todo lo que existía era Vance y este beso.
Este beso erótico, que me consumía.
A los quince años, había besado a Jason Palmer. Había sido el primero.
Había sido incómodo y excitante. Rápido. Pero cuando había compartido los
detalles con Talia, le había dicho que cuando Jason me besó, era como estar
envuelto en un arco iris. A los quince años, me había encantado el arco iris.
En todos los años transcurridos desde entonces, encontrar a un hombre que
me regalara esos arco iris había sido imposible, por mucho que me gustara un
chico.
Pero a pesar de todo, había seguido persiguiendo el arco iris.
Fueron años completamente desperdiciados. Esto era lo que debería haber
estado persiguiendo. Chispas. Calor. Pecado y sexo. Era mil veces mejor que
cualquier arco iris.
Vance me rodeó con los brazos y me arrastró hasta su habitación, donde la
puerta se cerró con un chasquido. Su lengua se enredó con la mía y su boca se
inclinó para saborearla más a fondo.
Me derretí contra él y mis manos se deslizaron por aquel pecho fuerte. El
vello que cubría su corazón era áspero contra mis palmas. Era tan sólido. Duro.
Masculino. Y maldita sea, me encantaba que fuera tan alto.
Ni siquiera de puntillas era lo bastante alta para llegar a su boca. Lo
obligaba a inclinarse, aquel imponente armazón plegándose sobre mí y a mi 69
alrededor.
La barba de Vance rozaba la suave piel alrededor de mi boca. El olor de su
piel, especiada y limpia por el jabón, me llenó la nariz. Era un hombre robusto y
musculoso de los pies a la cabeza. Los brazos que me rodeaban la espalda eran
como cadenas que me inmovilizaban.
Un gemido salió de mi garganta mientras Vance me devoraba entera,
explorando cada rincón de mi boca. Un gemido grave retumbó en lo más
profundo de su pecho, el sonido de la satisfacción absoluta. De insaciable
necesidad.
Entre nosotros, su excitación presionaba mi cadera, dura y larga.
El deseo se agolpó en mi centro, mi núcleo se apretó.
Apartó la boca, arrastrando sus labios húmedos por la línea de mi
mandíbula hasta mi oreja.
—Joder, Lyla.
—Sí —susurré—. Por favor.
Mis manos se hundieron en su pelo, agarrando las hebras húmedas. Eran
tan gruesos y suaves como había imaginado. Su longitud me permitía abrazarlo,
estrecharlo contra mí mientras me mordisqueaba el lóbulo de la oreja.
Giré las caderas, meciéndome contra su erección.
Vance siseó y me soltó, dejando caer los brazos a los lados. Tragó saliva y
se alejó un paso. Luego otro. Tenía las manos entrelazadas, como si se estuviera
conteniendo.
El espacio entre nosotros era como una ventana abierta. Entró aire frío,
llevándose consigo las chispas. Y como un torrente, todas las preocupaciones,
todos los miedos, volvieron a surgir.
Estaba tan cansada de mis malditos pensamientos. Quería que volvieran las
chispas. Quería simplemente sentir.
Por primera vez desde Cormac, ansiaba el toque de otra persona. El toque
de Vance. Parecía un milagro. Así que agarré el pañuelo que llevaba al cuello y
tiré de él, dejándolo caer al suelo.
Los ojos de Vance permanecieron fijos en los míos. El tormento, la
contención, ardían en aquellos iris claros.
Maldita moderación.
Me arranqué la chaqueta, el movimiento fue violento, y la tiré al suelo.
Luego alcancé el dobladillo de la camiseta y me lo pasé por la cabeza. Me quité
el sujetador de encaje marfil. Se unió a las otras prendas en el suelo.
70
Vance me deseaba. El bulto que cubría su toalla era prueba suficiente. Pero
se quedó inmóvil, negándose a cruzar la línea invisible que nos separaba.
Nunca en mi vida había sido tan descarada o atrevida. La duda se abrió paso
bajo mi piel, mi confianza se marchitaba a cada segundo que él seguía sin
moverse. ¿Acaso respiraba?
Mi corazón latía con fuerza mientras nos mirábamos fijamente. Le temblaba
la nuez de Adán, pero por lo demás parecía una estatua de granito.
Todo mientras yo estaba medio desnuda, expuesta, magullada y
desesperada.
¿Qué demonios me pasaba?
Estaba a punto de recoger mi ropa del suelo y salir corriendo de la
habitación cuando Vance se movió.
Con un movimiento de muñeca, se quitó la toalla y la dejó a sus pies
desnudos. Su polla, dura y gruesa, se liberó y sobresalió entre nosotros.
Tragué saliva. Dios mío. Cada parte de este hombre era enorme.
Con un solo paso, cruzó el espacio que nos separaba y su boca reclamó la
mía una vez más.
Si el primer beso había sido chispas y fuego, este era un infierno de llamas
azules. El pulso me retumbaba en los oídos mientras su lengua se retorcía con la
mía. Este beso no tenía nada de suave. Nada lento. Era un beso que resonaba con
una sola palabra.
Follar.
Íbamos a follar.
Igual que antes, me limpió la mente.
Vance metió la mano entre los dos, abrió el botón de mi vaquero y bajó la
cremallera. Me los quitó de las caderas tan rápido que me tambaleé. Pero antes
de que pudiera caerme, me agarró por las costillas y me elevó en el aire. Luego
me lanzó.
Grité al aterrizar en el colchón con un rebote.
Ningún hombre me había deseado tan desesperadamente.
Mi risa fue salvaje, el sonido tan histérico como mis movimientos mientras
tiraba los zapatos al suelo.
Vance se movió con igual frenesí, arrancándome el vaquero. Luego, con un
puño, agarró mi braga de encaje y me las arrancó del cuerpo. La tela desgarrada 71
salió volando por encima de su hombro mientras él se hundía en el hueco de mis
caderas.
Su boca se estrelló contra la mía. Su lengua saqueó y acarició mientras se
alineaba en mi entrada. No perdimos el tiempo con los preliminares. Ninguno de
los dos lo necesitaba. Estaba empapada solo por el beso.
De un solo empujón, la metió hasta la empuñadura.
Jadeé en su garganta, con los ojos entrecerrados mientras me adaptaba a
su tamaño. Al delicioso estiramiento de mi cuerpo alrededor del suyo.
Vance se detuvo y apartó la boca.
—Tan jodidamente apretada —gimió.
Respiraba entrecortadamente.
—Muévete.
Empujó hacia delante, haciendo que mi espalda se arqueara sobre el
colchón.
—Vance —grité. Ningún hombre había llegado tan profundo.
—Tómalo, Lyla. Tómalo todo.
Gemí ante su boca sucia. Sí. Mis dedos se clavaron en su piel, aferrándose
a sus hombros mientras se soltaba.
Volvió a entrar de golpe, con fuerza suficiente para sacudir la cama y
provocar otro grito.
—Te sientes...
—Tan bueno —jadeé.
Mientras él se mecía dentro de mí, yo rodeaba sus voluminosos muslos con
las piernas, siguiendo su ritmo. Luego levanté la cabeza de la almohada y
acerqué mi boca a su oreja.
—Fóllame, Vance.
Gimió y se retiró para volver a penetrarme. Marcó un ritmo rápido y fuerte
mientras nuestros cuerpos se golpeaban.
No era elegante. No fue dulce ni gentil. Pero Dios, era bueno. Tan, tan
bueno.
El vello de su pecho rozaba mis pezones, que se convertían en piedra. Su
toque era inigualable, y mis entrañas se volvieron líquidas mientras me aferraba
a él.
Vance mojó sus labios, recorriendo mi garganta. Besó cada marca, cada
magulladura, mientras sus caderas golpeaban y su polla se hundía en mi cuerpo. 72
Me mantuvo clavada en la cama, empequeñecida por su enorme cuerpo.
Nunca en mi vida me había sentido tan anhelada. Adorada. Protegida.
Mi orgasmo creció con una fuerza feroz, mis paredes internas se agitaron.
Vance me llevó al límite, golpe tras golpe, hasta que las piernas empezaron
a temblarme. Hasta que se me curvaron los dedos de los pies y me fue imposible
llenar los pulmones. El calor me recorría la piel y la respiración se me
entrecortaba en la garganta.
—Córrete —ordenó—. Córrete para mí.
Me hice añicos. Cada músculo de mi cuerpo palpitó mientras me corría a
gritos. Mis miembros temblaron. Mi vista se llenó de estrellas y mi mente se
quedó en blanco.
Vance no se detuvo. Me folló, más fuerte. Más rápido. Persiguiendo su
propia liberación.
—Joder. —Dejó escapar un rugido antes de correrse dentro de mí.
Me aferré a él con fuerza hasta que las réplicas empezaron a desaparecer y
volví flotando a la realidad. Nuestros cuerpos estaban resbaladizos por el sudor
y tenía el pelo revuelto por todas partes. Mi corazón se aceleró como si acabara
de correr quince kilómetros.
Vance se desplomó sobre mí, su peso me aplastó durante una fracción de
segundo mientras me envolvía con fuerza. Luego se apartó, con el pecho agitado
como el mío mientras se esforzaba por recuperar el aliento.
—Joder.
Tarareé.
—Sí, lo hicimos.
La comisura de sus labios se torció.
Se me escapó una risita y luché contra el impulso de pellizcarme. Había ido
a su habitación en busca de respuestas, no de sexo. Dos días sin una palabra de
Vance y mis temores habían sacado lo mejor de mí. De alguna manera, en solo
unos días, tenerlo en mi cafetería se había convertido en un ancla. Mi esperanza
estaba ligada directamente a su presencia.
Luego había desaparecido.
En el camino hacia el hotel, me convencí de que se había ido. Que ya se
había marchado y que no habría ninguna posibilidad de encontrar a Cormac
Gallagher. Pero tenía que saberlo.
Así que le había mentido al recepcionista sobre Vance dejando su billetera
en la tienda. 73
No era una buena mentirosa. Pero al parecer eso había cambiado en la
última semana porque ni siquiera había pestañeado dos veces antes de buscar
el número de su habitación.
Mi capacidad para mentir no era el único cambio. Hace dos años, me había
prohibido las aventuras de una noche. El catalizador había sido un mal polvo
borracho con un desconocido que había conocido en un bar. Los ligues siempre
me dejaban una sensación de tacañería y vacío.
Sin embargo, aquí estaba yo, desnuda en la cama de Vance sin hacerme
ilusiones de que aquello fuera algo más que una noche.
Dios mío, habíamos tenido sexo. Sexo loco y temerario. La evidencia
goteaba por mi raja.
—No usamos condón —susurré, más para mí que para Vance—. Tomo
anticonceptivos.
Levantó una mano y la arrastró sobre su barba.
—Lo siento.
—Yo también. —Suspiré—. Hace tiempo que no estoy con nadie.
—Acabo de salir de una relación. Fuimos exclusivos durante tres años.
Entonces fue por despecho.
Hace un año, un mes o una semana, eso me habría hecho caer en picado.
Yo era una mujer que amaba las relaciones y el compromiso. Después de ver a
mis padres vivir sus vidas locamente enamorados, se habían convertido en el
patrón oro.
Quizá, para mí, ese listón estaba demasiado alto.
Por el momento, me sentía demasiado frágil para imponer mis propias
reglas. Para insistir en que cualquier hombre que me lleve a la cama tenga
madera de marido.
Así que lo dejé ir. Todo.
Vance era un visitante en Quincy y como la mayoría de los huéspedes de
este hotel, se iría más pronto que tarde. Si todo lo que tenía que darme era un
orgasmo, entonces yo sería el rebote.
Sería el rollo fácil de una noche.
Me incorporé y pasé las piernas por el borde de la cama, a punto de
levantarme y vestirme. Pero antes de que mis pies tocaran el suelo, la mano de
Vance me rodeó el codo. 74
—Espera. —Me soltó, se levantó de la cama, caminó hacia mi montón de
ropa y se agachó para agarrar mi braga rotas.
Su cuerpo era realmente una obra de arte. Músculos perfectos y esculpidos.
Potencia y virilidad masculinas. Su culo era apetitoso, redondo y duro. Si fuera
más de una noche, me pasaría horas lamiendo su estrecha cintura y recorriendo
los hoyuelos de la base de su columna.
Los hombros de Vance estaban cubiertos de pequeñas lunas crecientes: mis
uñas. ¿Había marcado a un hombre antes? No. Pero me gustaba. Una sonrisa se
dibujó en la comisura de mi boca.
Definitivamente no era yo últimamente.
Recogió mi ropa y me la acercó. Pero cuando la agarré, me la retiró,
recorriendo con la mirada mi cuerpo desnudo. Se tensó la mandíbula. La misma
expresión de conflicto que había tenido antes marcó su atractivo rostro.
Extendí una mano para agarrar mi sujetador.
Vance negó con la cabeza. Entonces mi bola de ropa salió volando por la
habitación, estrellándose contra la cómoda que había debajo del televisor.
—¿Qué...?
Se inclinó y apretó su boca contra la mía, acallando cualquier protesta. Sus
manos bajaron por mis costillas, recorriendo mis caderas. Me levantó
rápidamente, me puso de pie y me alzó antes de llevarme a la ducha.
Entonces Vance me mostró lo buena que podía ser una noche.

Mi aliento se convirtió en una nube blanca mientras corría por la acera hacia
la cafetería.
Anoche, mientras dormía en la cama de Vance, una niebla se había
asentado sobre Quincy. Las farolas proyectaban halos en la espesa niebla.
Miré por encima del hombro hacia el hotel.
El mismo empleado de la noche anterior seguía en la recepción. Esta
mañana me había escabullido por la puerta trasera del callejón, queriendo evitar
que me vieran. Era de madrugada, mucho antes de que Eloise y Jasper llegaran
a trabajar, pero no quería arriesgarme a que me hicieran preguntas.
Por encima del vestíbulo y del primer piso, la única luz visible era la de la
esquina superior de la cuarta planta. Vance estaba de pie en la ventana de su
habitación, con las manos apoyadas en su alféizar, mientras me veía pasar junto 75
a la cafetería, en dirección al callejón donde mi auto llevaba estacionado desde
ayer.
El parabrisas estaba cubierto de escarcha, así que abrí las puertas, me
acomodé en el asiento frío y arranqué el motor, dejando que se desempañara
mientras repasaba lo de anoche.
Me dolía el cuerpo. Hacía años que no me dolían tanto los músculos. Tenía
los pezones sensibles contra el sujetador y la carne entre las piernas estaba
sensible. Bajé la visera y me miré los labios hinchados en el espejo.
Vance y yo lo habíamos hecho duro anoche. Cada vez que pensaba que
estaba agotado, me buscaba. Alternamos sexo y sueño. Debería haber estado
agotada, pero ahora tenía más energía que en días.
Maldita sea, qué noche.
Hace un año, un mes, una semana, me habría molestado saber que sólo era
una aventura. Una cita. Una distracción.
Vance tenía secretos. Había esquivado demasiadas de mis preguntas
durante nuestras conversaciones en la cafetería.
Tal vez confiaría en mí, me contaría toda la historia. Tal vez no.
A estas alturas, me daba igual. Anoche fue la primera vez desde el río que
había sido capaz de apagar mi mente. Había podido dormir sin que la cara de
Cormac invadiera mis sueños.
Hace un año, un mes, una semana, habría querido más de Vance. Hubiera
querido una relación. Un novio.
Y probablemente se habría convertido en mi próximo ex novio. El siguiente
hombre en romperme el corazón.
Ahora... él era un medio para un fin. Era mi oportunidad de hacer justicia. Y
él se iría.
Vance no estaría aquí el tiempo suficiente para hacerme daño.
Así que puse marcha atrás y me alejé de la cafetería.
Y cuando pasé por delante del hotel de camino a casa, no me permití mirar
hacia la ventana del cuarto piso para ver si Vance seguía allí vigilando.

76
Vance
Al abrir la puerta de la cafetería, me invadió una oleada de nervios.
Joder, esperaba que lo de anoche con Lyla no hubiera sido un error.
El timbre de la puerta tintineó. El calor de la habitación se filtró a través de
mi abrigo húmedo. Los olores dulces y reconfortantes me llenaron la nariz y me
hicieron rugir el estómago. La barrita de cereales que me había comido en el
camino no había sido suficiente para saciar mi hambre.
Detrás del mostrador, la mirada de Lyla se desvió en mi dirección. Tenía
una sonrisa. No se le borró al verme. Tampoco se ensanchó. Era solo... su bonita
sonrisa. Una sonrisa amable para un cliente o un amigo. Era la misma sonrisa que
me había dado antes de anoche.
El sexo siempre fue más complicado que casual, al menos en mi
experiencia. No importaba cuántas veces una mujer dijera que no necesitaba un
compromiso. Demonios, incluso si yo me comprometía, normalmente acababa
herido.
Por su bien, esperaba que Lyla resultara ser la excepción. El sexo lo había
sido. Sin lugar a dudas, anoche había sido el mejor momento que había pasado
con una mujer. Quizá pudiéramos seguir pasándolo bien mientras yo estuviera
aquí. Su sonrisa me dio esperanzas.
El aliento alojado en mi garganta se aflojó, liberándose mientras cruzaba la
sala.
Agarró una taza de cerámica blanca y la llenó de café solo.
—Parece que te vendría bien esto.
—Sí. —Asentí, agarré la taza cuando me la dio y dejé que mis manos se
empaparan de su calor.
Había pasado otro largo día en la montaña bajo la lluvia. El frío que se había
instalado en lo más profundo de mis huesos solo desaparecería tras una ducha 77
caliente. Aunque el café humeante ayudaría. Tomé un sorbo, dejando que me
calentara las entrañas.
—Gracias, Blue.
Lyla ladeó la cabeza.
—¿Blue?
Le guiñé un ojo.
—Oh. —Sus mejillas se sonrojaron. Y esos llamativos ojos azules dignos de
un apodo brillaron—. ¿Tienes hambre?
—Estoy muerto de hambre.
—¿Qué te gustaría?
Tomé otro sorbo de café.
—Sorpréndeme.
—De acuerdo. —Sonrió, más ampliamente esta vez.
Luché contra el impulso de alcanzarla, de besarla como había hecho antes
de que se escabullera de mi habitación de hotel esta mañana.
Me había costado un gran esfuerzo concentrarme mientras salía de
excursión hoy. Con demasiada frecuencia me había imaginado su cara, esos ojos
oscureciéndose mientras me movía dentro de ella. En un momento dado, tropecé
con un tronco porque estaba demasiado ocupado imaginándomela empapada en
mi ducha.
Esta mujer era encantadora, la química entre nosotros palpable. Nunca en
mi vida el cuerpo de una mujer había cobrado vida bajo mis caricias como el de
Lyla. Había palpitado y apretado mi polla como un puto tornillo de banco, y yo
prácticamente me había desmayado de placer.
Mi pulso se aceleró, mi polla se agitó detrás de mi cremallera.
Lyla mordió su labio inferior, con la mirada perdida, como si también
hubiera estado pensando en lo de anoche. Tras un rápido y sexy carraspeo, se
puso a trabajar, girando sobre sí misma para agarrar un plato y abrir la vitrina.
Me retiré a mi mesa habitual junto a la ventana, contento de verla vacía, y
dejé la mochila en el suelo. Con el abrigo colgado en el respaldo de una silla
libre, me senté y sorbí mi café hasta que Lyla apareció con un plato en una mano
y una cafetera en la otra.
Hoy me había traído un sándwich de pollo a la plancha con una especie de
pesto. Al lado había un brownie con glaseado de dulce de leche.
Se me hizo la boca agua. Por la comida. Por la mujer.
Me llenó la taza.
78
—¿Algo más?
—No, esto es genial. Gracias.
—De nada. —Miró por encima del hombro, asegurándose de que nadie nos
prestaba atención—. Estuviste fuera hoy.
—Lo estaba.
—¿Algo?
Negué con la cabeza, odiando el destello de decepción en su mirada. Algún
día quería darle un informe diferente. Pero mi búsqueda en las montañas había
sido infructuosa.
El hijo de puta de Cormac no iba a hacer esto fácil.
—Llámame si quieres otro recambio —dijo Lyla, y luego volvió al
mostrador.
Una extraña sensación me atenazó cuando se marchó. No me gustaba que
pareciera tan... normal.
Lo último que necesitaba era una mujer pegajosa. Aparte de orgasmos,
tenía muy poco que ofrecerle a Lyla. Parecía perfectamente feliz de tener sexo
casual y no hablar de ello al día siguiente.
Esto era exactamente lo que yo quería. Entonces, ¿por qué me molestó tanto
verla alejarse?
Lo estás perdiendo, Sutter.
Me sacudí la sensación y me zambullí en la comida. Estaba bebiendo las
últimas gotas de mi café cuando se abrió la puerta de la tienda y Winslow Eden
entró llevando en brazos a una preciosa niña. ¿Su hija?
La niña tenía el pelo oscuro, como el de su madre, rizado junto a las orejas.
Era hermosa y no tendría mucho más de un año. Cuando Winslow la puso en el
suelo, la niña tardó un momento en recuperar el equilibrio.
—¡Emma! —Lyla corrió alrededor del mostrador.
La niña le sonrió a Lyla y echó a correr. Tropezó, cayendo hacia delante,
pero se agarró y volvió a levantarse justo antes de que Lyla la abrazara.
—¿Cómo está mi niña? —Lyla besó su mejilla.
—Inquieta —respondió Winn—. Le está saliendo un diente nuevo. Griff se
llevó a Hudson a hacer unas cosas en el rancho después de comer, así que
decidimos venir al pueblo a darnos un capricho.
—¿Qué tal un brownie? —Lyla le hizo cosquillas en el costado a Emma—. ¿Y
un café con leche triple para tu madre? 79
—Sí, por favor. —Winn bostezó, siguiendo a Lyla hasta el mostrador.
Emma correteaba de un lado a otro, dejando huellas en la vitrina, mientras
Winn y Lyla hablaban. Yo estaba demasiado lejos para distinguir su
conversación, pero Lyla estaba a punto de preparar el café con leche cuando su
expresión se endureció.
Winn debe haberle dado una actualización del caso. Probablemente,
ninguna actualización.
Lyla asintió, forzando una sonrisa que no le llegaba a los ojos. Luego terminó
con el café y puso medio brownie en un plato.
Las tres se sentaron juntas a la mesa, y las mujeres observaron cómo Emma
se hacía un lío con su golosina. Después de limpiar la cara achocolatada de su
hija, Winn se despidió de Lyla con un abrazo y se dirigió a la puerta.
Fingí estar intrigado por la pantalla en blanco de mi teléfono hasta que ella
salió por la puerta.
Cuando busqué a Lyla, ya caminaba en mi dirección.
—¿Estás bien? —pregunté.
Levantó un hombro y acercó la silla a la mía, dejándose caer en el asiento.
—Le pregunté si había oído algo y me dijo que no. Es lo que esperaba.
Era lo que esperaba, pero aun así era decepcionante. ¿Cuánto tiempo me
quedaba hasta que ella también se sintiera decepcionada por mis visitas?
—Winn dijo que solo vigilan el pueblo —murmuró Lyla—. Y tú dijiste que
no había razón para que viniera al pueblo.
—No es probable.
Desvió la mirada hacia el cristal, dándome un momento para estudiar aquel
hermoso perfil. Yo había hecho lo mismo anoche, a la luz mortecina de la
medianoche. Me había tumbado a su lado y había trazado la línea de su rostro,
desde la frente lisa, bajando por el puente recto de la nariz, pasando por aquellos
labios suaves hasta su elegante barbilla, y luego bajando su esbelto cuello.
El pañuelo que llevaba hoy era verde oscuro. Quedaría genial en el suelo
de mi habitación de hotel. Igual que su camiseta negra de Eden Coffee y ese
vaquero ajustado. El calor me recorrió las venas.
—¿Cómo se hizo la cicatriz? —Su pregunta bien podría haber sido un cubo
de agua helada arrojado sobre mi cabeza.
Cuanto más quería saber sobre Cormac, más me abría a preguntas que no
podía y no quería responder. 80
—¿Fue su esposa? La noche que él… ¿Se defendió?
Ojalá pudiera decirle que sí. Pero la verdad era que, dado que no había
pruebas de lucha, se suponía que Cormac había tomado a Norah desprevenida.
Que ella había estado tan sorprendida por sus acciones como todos los demás.
Quizá intentó defenderse, pero él era demasiado grande y fuerte. El
informe de tóxicos en sangre indicaba que había bebido, probablemente unas
copas de vino con la cena. Probablemente estaba demasiado conmocionada y
confusa para responder, y él solo habría tardado unos segundos en estrangularla
hasta matarla.
—La cicatriz se la hizo en un accidente de tráfico. —De las preguntas de
Lyla, ésta parecía la más fácil de responder—. Tenía unos veinte años, creo. Un
día salió a correr por un barrio. Había un niño jugando al baloncesto en su
entrada. El balón se le escapó y rodó hasta la calle. El niño lo persiguió, sin ver
que se acercaba un auto. Cormac estaba cerca. Vio lo que estaba a punto de
ocurrir. Corrió hacia la calle y consiguió apartar al niño de su camino. Se ganó
esa cicatriz cuando el parachoques del auto lo golpeó.
—Oh. —Lyla enarcó las cejas y la confusión se dibujó en su rostro—. Eso no
es en absoluto lo que esperaba que dijeras.
—Sí.
Probablemente pensó que le contaría una historia sobre un criminal
empedernido en una pelea de cuchillos.
Era difícil conciliar a un héroe y a un villano que compartían el mismo rostro
lleno de cicatrices.
Lyla se sacudió la confusión y centró su atención en mi plato vacío. Se
levantó rápidamente y lo recogió junto con mi servilleta.
—¿Te traigo más café?
—No, gracias. Probablemente me vaya.
—De acuerdo. —Me hizo un gesto con la cabeza y se dirigió al extremo
opuesto de la cafetería.
Una vez más, alejándose como si fuera cualquier otro patrón, no el hombre
que se la había follado cuatro veces anoche.
Otro día, me sentaría aquí y estudiaría mis mapas. Marcaría el lugar que
había atravesado hoy y trazaría el plan de mañana.
Pero por el momento, su normalidad se me clavaba en la piel. Así que
recogí mis cosas y me escabullí por la puerta de la cafetería, dirigiéndome a
donde había estacionado mi camioneta fuera del hotel. 81
En lugar de entrar y darme una ducha caliente, me puse al volante y conduje
por Main, siguiendo la carretera hasta que se convirtió en la autopista que salía
de la ciudad.
Le había dicho a Lyla que Cormac no vendría a Quincy. Seguía dudando de
que se dejara ver por ningún pueblo, aunque especialmente por el más cercano
al lugar donde había ocurrido su encuentro con ella. Pero quería hacerme una
mejor idea de la zona, así que conduje hasta el pueblo vecino, a ochenta
kilómetros de distancia.
No era más que una cuadra con unos pocos negocios, entre ellos una
gasolinera, un bar y un pequeño hotel. Era el tipo de lugar donde Cormac y esa
cicatriz destacarían como un letrero de neón. No era un lugar al que iría a menos
que fuera una emergencia.
La ciudad más grande de la zona era Missoula, pero estaba a horas en auto.
Días a pie. Tal vez había caminado por el campo para llegar a esa ciudad más
grande. Tal vez no.
¿Dónde estaba? ¿Adónde iría?
No tenía ni idea de por qué, pero mi instinto me decía que siguiera por
Quincy. Así que me di la vuelta y regresé, pasando por alto el hotel una vez más
para parar en la tienda de comestibles.
Mis provisiones de desayuno y tentempiés para el camino se estaban
agotando. Así que atravesé las puertas dobles de la tienda, agarré una cesta de
la pila y deambulé por los pasillos. Estaba estudiando mis opciones de barritas
de proteínas cuando una mujer pasó al final del pasillo.
Desapareció con un destello de pelo rojo.
Mis latidos se aceleraron. Mis músculos se tensaron. La respuesta fue
involuntaria.
El pelo rojo me recordaba a Cormac. Las chicas. En mi mente, sabía que era
imposible que estuviera en esta tienda. Que una de las chicas estuviera
comprando helado o Lucky Charms.
Aun así, una parte de mí quería seguir a esa mujer. Ver su cara. Descartarla.
No sería la primera vez que seguía a una desconocida pelirroja.
Pero solo era pelirroja.
Me pasé una mano por la cara. ¿Cuántos años tendrían que pasar antes de
que pudiera ver a una pelirroja y no hacer una doble toma?
Si no encontraba a Cormac, tal vez para siempre. 82
Era el fantasma que rondaba mi vida cotidiana. Era el pasado que no podía
dejar ir. Hasta que no lo encontrara, no habría paz.
Así que agarré cinco cajas de barritas de cereales, suficientes para que me
duraran esta semana, y volví al hotel.
Mi ducha fue larga y caliente. Dejé que el vapor eliminara la tensión de mis
hombros y muslos. Hoy había recorrido un terreno abrupto que en un buen día
habría sido escarpado, pero con la lluvia estaba resbaladizo, lo que aumentaba
el desafío.
Mi energía decaía, pero si Lyla venía, encontraría un segundo aire.
Cuando por fin cerré el grifo, tenía la piel en carne viva y enrojecida. Me
quedé de pie junto al lavabo, con los oídos atentos a la puerta, esperando que se
repitiera lo de anoche. El suave golpe de Lyla. Pero no se oía nada más allá de la
habitación, así que me sequé el pelo con la toalla y me puse una sudadera.
Sin nada más que hacer, agarré el mando de la tele, a punto de poner un
partido o algo así.
Y ahí estaba.
El golpe.
Mi polla se hinchó mientras cruzaba la habitación, sin molestarme en mirar
por la mirilla al abrir la puerta de golpe.
Lyla estaba en el pasillo, sin aliento. Tenía las mejillas sonrojadas como si
acabara de subir corriendo las escaleras. Era domingo. Eloise y Jasper no habían
venido hoy, pero Lyla probablemente había intentado pasar desapercibida para
el recepcionista.
—La cafetería está cerrada —dijo—. No quiero volver a casa.
—Entonces no lo hagas. —Abrí más la puerta y entró.
—Yo…
Sellé mis labios sobre los suyos, deteniendo lo que fuera que iba a decir.
Mi lengua acarició el borde de sus labios, saboreando su dulce gusto.
Se abrió para mí y la introduje dentro, devorando cada centímetro de su
boca. Luego hice exactamente lo que había planeado antes. Le quité el pañuelo
y lo dejé caer al suelo.
Sus manos subieron por mi pecho y sus uñas se clavaron en mi carne. A esta
mujer le gustaba dejar su marca, y a mí me encantaba. Si me atacaba con las uñas
como lo había hecho anoche, mis hombros estarían destrozados por la mañana
pero no me importaba.
La desnudé mientras ella me quitaba el chándal de las caderas. Luego la
levanté y la inmovilicé contra la pared más cercana.
83
—¿Estás mojada para mí?
—Sí. —Jadeó mientras le lamía la garganta. Sus piernas me rodearon la
cintura.
Me apreté contra su centro, sintiendo aquel calor resbaladizo contra la
punta de mi polla. Otra noche habría saboreado su dulce coño, pero estaba
demasiado impaciente. Así que me alineé con su entrada y empujé hasta el
fondo.
—Joder.
—Vance. —Con un brazo, se aferró a mis hombros mientras se estiraba
alrededor de mi longitud. Su otra mano se hundió en mi pelo, sus cortas uñas
raspando mi cuero cabelludo y tirando de las raíces—. Fóllame.
—Di por favor.
Su cabeza se inclinó hacia un lado y sus párpados se cerraron.
—Por favor, fóllame.
Tiré de ella y la penetré. Duro.
Lyla gritó, sus paredes interiores ya empezaban a palpitar.
—Muéstrame ese azul.
Tardó un momento, pero esperé hasta que abrió los ojos y los clavé en los
míos.
La mantuve firmemente contra la pared, sosteniendo su mirada mientras la
follaba. Golpe tras golpe, me perdí en su cuerpo ágil.
—Oh Dios. —Se corrió más rápido de lo que esperaba, un jadeo escapó de
sus labios como si nos hubiera sorprendido a los dos. El agarre de mi pelo se
tensó y había una posibilidad real de que me arrancara un mechón del cuero
cabelludo para cuando termináramos.
Saboreé la punzada, el dolor, y seguí penetrando en su apretado calor
mientras ella palpitaba a mi alrededor. Aquel delicioso apretón desencadenó la
excitación en la base de mi columna. Entonces me corrí con un rugido.
—Joder, Blue. —Mi liberación me recorrió los huesos. Mi visión se
desvaneció, y todo lo que sentí fue a ella.
Cuando por fin bajé, Lyla se había desplomado contra mi hombro, su
cuerpo seguía palpitando a mi alrededor mientras se aferraba a mi cuerpo.
La despegué de la pared y la llevé a la cama, aparté las mantas y la tumbé
sobre las sábanas. Luego fui al baño a por un paño caliente para limpiarla.
Sus ojos se abrieron cuando presioné el paño entre sus piernas. 84
—Me haces olvidar.
—Tú también me haces olvidar.
Olvidar no era una opción, no con lo que había venido a hacer a Quincy.
Pero eso no me impidió apagar las luces y meterme en la cama.
O de pasar el resto de la noche asegurándonos de que ambos lo olvidamos.

85
Lyla
El hotel había pertenecido a mi familia durante generaciones. De niña,
jugaba en el vestíbulo mientras mamá atendía el mostrador, saludando y
ayudando a los huéspedes. De adolescente, había pasado aquí los veranos como
ama de llaves, limpiando habitaciones a cambio de ropa y dinero para gasolina.
Pero no había sido hasta esta última semana cuando, por primera vez,
comprendí realmente el encanto de este hotel. Porque durante la última semana,
básicamente había sido una huésped.
Cada noche, después del trabajo, subía las escaleras hasta la habitación de
Vance en el cuarto piso. Pasábamos horas en la cama de felpa, agotándonos el
uno al otro. Nos duchábamos juntos con agua caliente en mitad de la noche y
luego nos secábamos con toallas suaves que olían a lluvia primaveral. Luego me
quedaba dormida hasta que sonaba el despertador a las cuatro. Me levantaba
temprano para escabullirme del edificio y dirigirme a mi cafetería de enfrente.
Este hotel se había convertido en un santuario. O tal vez eso era solo Vance.
—¿Vas a trabajar o a casa? —preguntó.
Vestido solo con su familiar pantalón de chándal gris, con el pelo alborotado
por mis dedos, abrió la puerta, asomándose para comprobar el pasillo. Cuando
confirmó que estaba vacío, se colocó frente a él, abriéndolo de par en par.
—Trabajar. —Mantuve la voz baja desde mi asiento en el borde de la cama,
agachada para atarme las zapatillas.
Los mechones más largos de mi pelo aún estaban húmedos de la ducha de
anoche, así que me lo había enrollado en un nudo. Mi piel olía a Vance, una
embriagadora mezcla de jabón, especias y tierra. Y, aparte de las bragas limpias
que había guardado en el bolso, llevaba la ropa de ayer. Una camiseta y unos
vaqueros me esperaban en el despacho.
Me escabullía a la tienda y me cambiaba, sin que nadie se diera cuenta de
que llevaba una semana sin dormir en mi cama. 86
El secreto era adrenalina. Hasta ahora, había conseguido evitar a mi familia
viniendo al hotel cada noche y marchándome antes del amanecer. En cierto
modo, me sentía como una adolescente, encaprichada de un chico por primera
vez en su vida.
No es que Vance pudiera ser confundido con un chico. No con ese metro
ochenta.
Sus bíceps se flexionaron mientras cruzaba los brazos sobre el pecho,
relajándose contra aquella puerta. El vello que cubría sus pectorales lo hacía
parecer más ancho. Más fuerte. Anoche, había recorrido cada centímetro de sus
abdominales con la lengua.
—¿Vas a salir hoy? —Miré por encima del hombro hacia las ventanas.
Anoche habíamos estado tan absortos el uno en el otro que, desde el momento
en que me llevó a la habitación, apenas nos habíamos separado. Y cuando por
fin nos quedamos dormidos, ninguno de los dos tuvo fuerzas para cerrar las
cortinas.
Más allá del cristal, solo las luces apagadas de Main iluminaban el contorno
de tejados y edificios.
—Sí —dijo Vance—. Subiré antes del amanecer.
—Ten cuidado con los osos pardos. —Me puse de pie y crucé el espacio
entre nosotros.
Vance me rodeó la cara con las manos y se inclinó para darme un beso en
los labios. Sacó la lengua y me lamió el labio inferior.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y, mientras yo temblaba, él profundizó
el beso, deslizando su lengua en mi interior y acariciando la mía con un remolino
perezoso. Cuando me levanté en puntas de pie, buscando más, me rodeó con los
brazos y me estrechó contra el duro plano de su pecho.
Luego me besó. Dios, la forma en que este hombre me besaba.
Era como si yo fuera su aire. Su razón para respirar. Era una tontería,
teniendo en cuenta que solo estábamos tonteando mientras él estaba en la
ciudad. Aun así, me hundí en el beso mientras un pulso florecía en mi centro. El
deseo se me enroscó en el bajo vientre.
Pero antes de que pudiera quitarle el pantalón de sus estrechas caderas, se
apartó.
—Si no paramos ahora...
No pararíamos en horas. Y aunque no había necesitado mencionarle a
Vance que entraba y salía a hurtadillas, haciendo todo lo posible por pasar
desapercibida, él lo sabía. Si la gente nos veía juntos, solo daría lugar a 87
preguntas.
No respondíamos a las preguntas, ni siquiera a las del otro.
Vance no me había contado mucho sobre su vida en Idaho. No me había
dado más detalles sobre Cormac. La conversación de almohada de la semana
pasada se había centrado en un tema seguro: yo.
Hablamos de mi familia. Sobre la vida creciendo en Quincy. De cómo mi
madre me había enseñado a cocinar y a hornear. La noche anterior, me había
hecho una pregunta tras otra sobre la cafetería, así que le había contado cómo
había utilizado mi herencia para montar el negocio y algunos de los obstáculos
que había ido sorteando por el camino: empleados y gastos.
Me había escuchado absorto. Quizá debería haberme sentido halagada.
Ningún hombre antes de Vance se había interesado tanto por mi vida. La mayoría
de los chicos con los que había salido habían visto a Eden Coffee como una
competencia por atención.
La genuina curiosidad de Vance era refrescante. Sin embargo, algo en su
interés me molestaba. Tal vez porque era demasiado fuerte.
Porque si estábamos hablando de mí, entonces no estábamos hablando de
él.
No había compartido ni una pizca de información personal. Ni una pizca a
la que pudiera aferrarme.
Esto era solo sexo. Increíble y alucinante. Antes de Vance, ni siquiera sabía
lo que era un orgasmo. Mi cuerpo se deshizo bajo sus manos. Me encontré cada
vez más audaz, tomando el placer que anhelaba. Y Vance me lo dio, una y otra
vez.
Otra mujer podría haber estado bien trazando esa línea. Simplemente
estaría agradecida de que se la follara un Adonis cada noche.
Sin embargo, anhelaba más. ¿Era ése mi problema? ¿Que siempre quería
más?
Quería lo que este hombre no podía darme.
¿Me parecía bien? Tal vez. Tal vez no.
—¿Has decidido cuánto tiempo te vas a quedar? —pregunté, agarrando mi
abrigo de donde había caído al suelo la noche anterior—. ¿Necesitas volver al
trabajo?
—Aún no estoy seguro —dijo—. Te lo haré saber.
¿Lo haría? ¿O vendría a esta habitación una noche y la encontraría vacía?
Esa era una pregunta que no quería que me respondieran, así que busqué
mi bolso, me lo colgué del hombro y me acerqué a él para darle un casto beso. 88
—Nos vemos.
—Adiós, Blue.
Ese apodo, como la campana de la cafetería, siempre me hacía sonreír. Mis
mejillas se calentaron cuando salí al pasillo y comprobé que estaba sola. Luego
me apresuré hacia la escalera, mirando hacia atrás por un breve instante antes
de meterme por la puerta.
Vance se había ido.
Me apresuré a bajar las escaleras y tomé la salida que conducía al callejón
y al estacionamiento que hay detrás del hotel. Luego me subí la cremallera del
abrigo y metí las manos en los bolsillos para mantenerlas calientes mientras
rodeaba el edificio y trotaba por Main.
Cuando llegué a la acera fuera de la cafetería, miré hacia el hotel, buscando
a Vance en la ventana. Su figura llenaba el cristal.
No saludé. Por si acaso alguien me veía en la calle, no quería arriesgarme a
exponerme. Simplemente me di la vuelta y me dirigí a la cafetería, sacando las
llaves del bolso para abrir la puerta principal.
La quietud de la tienda calmó mi acelerado corazón. La necesidad era la
razón por la que había empezado a venir a la tienda a las cuatro de la mañana.
Mientras el resto de Quincy dormía, podía trabajar en silencio sin distracciones.
Así que, luego de cambiarme rápidamente de ropa, fui a la cocina. Hoy me
apetecía desayunar una rebanada de pan integral tostado casero con mantequilla
salada y confitura de albaricoque, así que me puse manos a la obra.
El aroma de la levadura y la harina era normalmente tan reconfortante como
cualquier abrazo, pero mientras dejaba que la masa subiera, esperé a que la
tensión se deslizara de mis hombros. Esperaba la paz que normalmente
encontraba en esas horas tempranas y tranquilas.
Nunca llegaba. Había algo raro en mis mañanas durante semanas. Desde el
río.
En lugar de disfrutar de un café con leche antes de encender el resto de las
luces de la tienda y abrir al público, me encontré sentada en la silla de Vance,
mirando a la calle.
Su camioneta seguía fuera del hotel.
La luz de su habitación estaba apagada.
Me llevé la mano a la garganta, palpándome la piel. Estaba cansada de las
bufandas, así que no había traído ninguna para ponerme hoy.
Los moratones iban desapareciendo, día a día, y, además, no era como si 89
todo el mundo en el pueblo no supiera ya lo que había pasado. Los chismes
viajaban más rápido que una bala en Quincy, Montana.
¿Por eso quería saberlo todo sobre Vance? ¿Porque había sido entrenada
por este pequeño pueblo para alimentar mi curiosidad? ¿Los secretos no eran
sagrados, sino un reto?
O tal vez solo era una mujer que quería saber sobre el hombre que había
dejado entrar en su cuerpo.
Me sacudí el pensamiento. Era el primer lunes de octubre. Los lunes solían
ser tranquilos, sobre todo en esta época del año, cuando había pocos turistas en
la ciudad.
En un día como este, solía dejar que Crystal hiciera el café y atendiera a los
clientes mientras yo me pasaba horas decorando estos escaparates, pintando a
mano telarañas blancas en las esquinas de los cristales. Tenía galletas
espeluznantes en el horno y un tarro de caramelos de maíz en el mostrador para
decorar.
Todos los años esperaba con impaciencia la llegada de Halloween. Pero
solo de pensar en buscar mi pincel y decorar las ventanas se me encrespaban
los labios.
Dios, ¿qué me pasaba? ¿Cuándo iba a volver a sentirme yo misma? Habían
pasado semanas desde lo del río. ¿Cuándo dejaría de pesar tanto en mi alma?
—Lyla.
—¡Ah! —Me sobresalté, prácticamente saltando de mi silla cuando la mano
de Crystal tocó mi hombro—. Dios mío. Me asustaste.
—Lo siento mucho. Creí que me habías oído entrar por la puerta de atrás.
—No pasa nada. —Le hice un gesto con la mano y luego tomé aire,
deseando que el corazón se me saliera por la garganta.
—¿Qué haces? —preguntó—. ¿Sentada en la oscuridad?
—Oh, solo estaba... intentando averiguar cómo podría pintar telarañas y
luego convertirlas en copos de nieve después de Acción de Gracias —mentí.
—Buena idea. Me ofrecería a ayudar, pero soy un desastre con los
proyectos de arte. —Me frunció el ceño exageradamente.
Hoy su labial era anaranjado, el color de las zanahorias. Crystal tenía un
labial de distinto color para cada día del mes, del azul al rojo, pasando por el
verde.
Su carácter extravagante era una de las razones por las que la había
contratado. No le importaba que algunos de los viejos gruñones del pueblo la
miraran raro cuando se pintaba los labios de morado. Confiaba en su estilo y en 90
sí misma.
Normalmente sentía lo mismo. Pero no últimamente. No desde el río.
¿Eran los moratones? ¿Volvería a sentirme yo una vez que hubieran
desaparecido por completo?
Mi mirada se desvió de nuevo hacia las ventanas.
—¿Y si este año no hubiera telarañas? ¿Y si nos saltáramos los copos de
nieve?
—¿Qué quieres decir? —Crystal preguntó—. ¿Hacer otra cosa? ¿Arañas o lo
que sea?
O lo que sea.
—Ya se me ocurrirá algo —le dije con una sonrisa forzada. Luego la seguí
hasta el mostrador y la ayudé a prepararse para el día.
Fingí que todo era normal. Sonreí como si lo dijera en serio.
Ni diez minutos después de que Crystal abriera la puerta a las seis, sonó el
timbre y levanté la vista de donde había estado preparándome aquel café con
leche.
Vance cruzó la tienda y se detuvo ante el mostrador.
—Hola.
—Buenos días. —Supuse que ya se habría ido a las montañas, pero con
Crystal aquí, no pregunté.
Su gorro cubría su cabello rebelde. Su abrigo se amoldaba a sus anchos
hombros. Esos ojos claros y brillantes recorrieron mi cuerpo de pies a cabeza.
—Café.
—¿No tienen en el hotel?
—El tuyo es mejor.
Sí, lo era.
—¿Para llevar?
Asintió con la cabeza.
—Por favor.
Por favor. Anoche, Vance me había hecho decir por favor cada vez que
quería correrme. Me había hecho suplicar, y eso había hecho que la liberación
fuera mucho más dulce. Mis mejillas se sonrojaron mientras llenaba su vaso de
papel.
El temporizador que había traído de la cocina sonó, indicando que el pan
estaba hecho. 91
—Yo voy —dijo Crystal, dejándonos solos.
—Te gusta eso, ¿verdad? —La voz de Vance era un profundo murmullo—.
Yo, diciendo por favor.
—Sí. Pero también me gusta ser la que dice por favor —susurré.
—Tomo nota. —Levantó la comisura de los labios—. Te haré decirlo más
tarde.
—Toma, Sutter. —Le entregué su café, sacudiendo la cabeza cuando intentó
pagar—. Yo invito.
Vance buscó su cartera y sacó un billete de cinco dólares. Guiñó un ojo
mientras lo dejaba sobre el mostrador.
—Nos vemos, Blue.
Se alejó, con el café en la mano. Se escapaba a las montañas.
Me invadió una extraña sensación mientras se dirigía a la puerta. Se parecía
mucho a... envidia.
Por primera vez en mi vida, el último lugar donde quería estar era entre
estas paredes. No quería hornear, servir y sonreír.
—¿Vance? —llamé, deteniéndolo.
Se detuvo.
—¿Sí?
—¿Puedo ir contigo hoy? —¿Qué estaba preguntando? Necesitaba trabajar.
¿No?
—Claro —aceptó sin vacilar.
Mi corazón galopó. La espontaneidad no era, bueno... yo. Pero la idea de
dejar el trabajo me parecía tan buena.
—Necesito llevar mi auto a casa. ¿Nos vemos en el callejón en cinco
minutos?
—De acuerdo.
Me alejé del mostrador tan rápido que casi tropiezo con mis propios pies.
Luego me apresuré a la cocina, donde Crystal estaba poniendo mis barras de
pan en las rejillas de enfriamiento.
—Oye, ¿te importaría si me voy por hoy?
Parpadeó, como si aquella pregunta la hubiera dejado en silencio.
—Se supone que no trabajas los lunes.
92
—¿Eh?
—Cuando me contrataste, dijiste que te ibas a tomar los lunes libres.
—Oh. —Sin embargo, nunca la dejé trabajar sola.
No tenía nada que ver con ella. Y todo que ver conmigo.
—Bueno, si te parece bien, me tomaré el día de hoy.
—Por supuesto. —Sonrió. Sus ojos marrones brillaban—. Puedo manejarlo.
—Sé que puedes —le dije, y luego me apresuré a ir a mi despacho a recoger
mi abrigo y la ropa de ayer.
Las metí en el bolso para que Crystal no se diera cuenta y me dirigí al auto.
Como todas las mañanas, las ventanillas estaban cubiertas de escarcha. Metí mis
cosas dentro y rápidamente raspé el cristal, terminando justo cuando Vance
entraba con su camioneta en el callejón.
Subí al auto y me dirigí a mi casa.
No había muchas casas nuevas en Quincy, pero además de comprar y
renovar el edificio de Main para Eden Coffee, había utilizado mi herencia para
construir la casa de mis sueños a unos tres kilómetros de la ciudad.
Era de estilo granjero, con un bonito revestimiento blanco y un pintoresco
porche. Las contraventanas negras hacían juego con el tono del tejado de
hojalata. Tenía tres dormitorios, una cocina espaciosa y un despacho. En las otras
casas del barrio vivían familias en expansión. Eso era lo que había imaginado
para esta casa. Una familia.
Mientras entraba en la calle y estacionaba en el garaje para admirar mi
encantadora casa, una sensación de pesadez se apoderó de mi pecho.
¿Y si no hubiera familia? ¿Y si solo estuviera yo?
El portazo de la camioneta de Vance me sacó de ese pensamiento, apagué
el auto y salí, uniéndome a él en el camino de entrada para que pudiéramos
entrar por la puerta principal.
—Bonito lugar. —Observó todo, de arriba a abajo, como solía hacer
conmigo.
Esa era su manera, ¿no? Escaneaba. Evaluaba.
—Solo quiero ponerme algo más abrigado —dije.
—Tómate tu tiempo. —Me siguió al interior y cerró la puerta tras nosotros
mientras yo corría por el pasillo hacia mi dormitorio.
Solo tardé unos minutos en ponerme una sudadera gruesa y unas botas de
montaña. Luego busqué un abrigo, un gorro y unos guantes, y los llevé al salón,
donde encontré a Vance inclinado estudiando un cuadro enmarcado que colgaba 93
de la pared.
—¿Esta es tu familia? —preguntó sin apartar los ojos de la foto.
—Así es. Esos son mis padres y mis hermanos. —Me acerqué a su lado,
observando la foto. Era extraño que pasara por delante de ella todos los días,
pero hacía tiempo que no la miraba.
—Era el último año de instituto de Knox —dije—. Mamá decía el otro día
que necesitábamos hacernos una foto nueva ahora que nuestra familia ha crecido
tanto.
Maridos. Esposas. Hijos.
Mateo y yo estaríamos emparejados, sin duda, como las dos únicas
personas solteras de nuestra familia.
—¿Tienes una familia grande?
Vance se enderezó y se apartó del cuadro. No se le escapó ni una palabra.
Al parecer, su familia, junto con cualquier otro tema personal, estaba fuera
de los límites.
—Cierto —murmuré—. Demasiado personal. Puedes follarme sin sentido
cada noche, pero ahí se acaba.
—Lyla...
—Está bien. —Me di un golpecito en la muñeca. No estaba bien. Nada en
este momento estaba bien. Si era sincera conmigo misma, aquel arrebato tenía
más que ver conmigo que con Vance.
Me quité el gorro que acababa de ponerme, sentía demasiado calor. De
repente, la sudadera me resultaba asfixiante.
—En realidad, creo que hoy me voy a quedar en casa. Vete sin mí.
El rostro de Vance era ilegible. Quizá se sentía aliviado. Tal vez lo sentía.
Tal vez estaba molesto. Joder si lo sabía.
—Lo dejamos para otro día. —Me hizo un gesto con la cabeza y salió por la
puerta.
No lo detuve. En lugar de eso, agarré el dobladillo de mi sudadera y me la
arranqué del torso, tirándola al suelo.
—¡Grr!
¿Qué me pasaba? No quería estar en el trabajo. No quería estar en casa, no
quería estar en ningún sitio. Me había estado acostando con Vance y no sabía
nada de él.
Todo estaba mal.
Y no sabía cómo hacerlo bien.
94
Despegué los pies, a punto de ir a la cocina. Tal vez mi habitación favorita
de la casa me haría sentir más yo misma. Pero entonces mi propio reflejo me
llamó la atención en el espejo decorativo que había colgado en una de las
paredes del salón.
Me detuve.
Mi garganta era de un amarillo verdoso. Pero aún quedaban algunos
círculos negros y azules. Me acerqué al espejo y observé los círculos.
Yemas de los dedos. Eran de las yemas de los dedos de Cormac.
El hijo de puta.
—Cormac.
Era la primera vez que decía su nombre en voz alta.
—Cormac. —Mi voz era más fuerte. Más firme. Más enfadada.
Conocía su nombre. Conocía sus crímenes. Lo sabía por Vance. Porque
había creído cada palabra que me había dicho sobre mi atacante.
Mientras tanto, no hablaba de su familia. De sus amigos. De su trabajo. De
su vida. Todo lo que había compartido era sobre Cormac.
Se me erizaron los pelos de la nuca.
¿Quién era Vance? ¿Y si estaba equivocada? Me había dicho que era policía,
pero nunca me mostró una placa. Nunca le pedí ver una.
Winn nunca iba a ningún sitio sin la suya. Incluso cuando iba a casa de mamá
y papá para una cena familiar en el rancho, se llevaba su placa.
Había pasado una semana durmiendo en la habitación de hotel de Vance
sin placa a la vista.
—Dios mío. —Me rodeé la cintura con los brazos, la cabeza me daba
vueltas.
Todo lo que me había dicho se lo había ocultado a Winn. Me había pedido
que lo mantuviera en secreto y yo había accedido. ¿Y si había cometido un gran
error?
El día que encontré a Cormac en el río, supuse que me saludaría. Supuse
que hablaríamos del tiempo antes de separarnos. Supuse que se podía confiar
en él.
Y había confiado en Vance.
Había creído ciegamente a Vance porque me había dicho todo lo que quería
oír. Se me revolvió el estómago.
95
—Eres una idiota —le espeté a mi reflejo, y salí corriendo, agarrando las
llaves y hacia el garaje.
Y mientras conducía a la comisaría, fingí que no estaba traicionando a
Vance.

96
Vance
EN cuanto crucé el umbral del hotel, sentí una punzada de conciencia. De
equivocación. Tenía un nudo en las tripas desde que salí de casa de Lyla esta
mañana.
No porque no tuviera que preocuparme. Sino porque podía dejar de temer
lo inevitable.
Winslow Eden estaba de pie junto al mostrador de caoba de la recepción,
con los ojos fijos en mí mientras cruzaba el espacio.
A su lado, Eloise se sentó más recta, con los ojos entrecerrados. Jasper tenía
la cara de granito, el cuerpo rígido y las manos apretadas. Parecía dispuesto a
saltar delante de su mujer y protegerla del peligro. Otra vez.
¿No era una vergüenza? ¿Que esta gente pensara que yo era una amenaza?
Cuando estaba a tres metros del escritorio, Winn se apartó del borde y
acortó la distancia que nos separaba. Llevaba una camisa negra abotonada y un
vaquero, el pelo oscuro suelto y cayéndole sobre los hombros. Pero su placa era
inconfundible. Y esa pistola.
Era una mujer que no tenía miedo de usarla.
Nos detuvimos a un metro de distancia. Ella levantó la barbilla para
mantenerme la mirada.
—Jefe Eden. —Bajé la barbilla.
—Oficial Sutter. —Su voz era fría. Tranquila. Letal.
Así que sabía que yo era policía. No fue una sorpresa, pero aun así era una
mierda. Joder.
—Creo que será mejor que tengamos una conversación —dijo Winn.
Miré con nostalgia hacia la chimenea del vestíbulo y los sofás de cuero
dispuestos alrededor de una mesa de café. Aquí no tendríamos esa
conversación, ¿verdad?
97
—¿Tu auto? ¿O el mío?
DOS HORAS después de llegar a la comisaría de Quincy, me levanté de la silla
que había sido mi captor y extendí una mano sobre el escritorio de Winslow.
—Te agradezco que me escuches —le dije.
Ella también se levantó y me estrechó la mano con un movimiento de
cabeza.
—Lyla estaba disgustada cuando bajó antes. Se merece la verdad.
—Ella lo sabe. Si te parece bien, me gustaría ser yo quien se lo dijera.
—Esta noche. —Winn arqueó una ceja, una amenaza silenciosa. Si quería
ser yo quien le dijera la verdad a Lyla, el tiempo corría.
—Esta noche. —Agarré mi abrigo del respaldo de la silla y me lo puse.
Luego me até la mochila que me había llevado de excursión.
Winn no me había dejado dejarla en la habitación. En lugar de eso, me
había llevado directamente a comisaría en su auto sin matrícula. Esperaba que
me sentara en una sala de interrogatorios, pero no tuvo piedad y eligió su
despacho para esta conversación.
Solo los policías entendían que el despacho de un jefe o de un capitán era
peor que una sala de interrogatorios.
Un expediente con mi nombre estaba sobre su mesa cuando entramos, a la
vista de todos. Pero no lo había tocado desde que llegamos. Probablemente
porque ambos sabíamos lo que había dentro.
Mis demonios.
Cormac. El tiroteo.
En lugar de contarme lo que sabía, me pidió que le contara mi historia y me
escuchó. Cuando terminé, me dio el golpe de todos los golpes.
Siempre había pensado que mi capitán era el mejor reduciendo a un
hombre, pero maldita sea, Winn podría darle lecciones.
Me había sermoneado por no contactar con ella respecto a Cormac. Por no
compartir información sobre un criminal. Por contaminar potencialmente la
escena de un crimen. Me había puesto en mi maldito lugar y no había tenido
pelos en la lengua en el proceso.
Lo jodido era que me gustaba. Todavía. Me gustaba. Ese golpe se había
98
hecho con respeto. Con aplomo.
La admiraba muchísimo por eso. Apuesto a que los policías que trabajaban
en el toril fuera de su oficina también la admiraban. Si no, serían tontos.
—Debería hacer una llamada a tu capitán —dijo Winn—. Y decirte que te
largues de mi ciudad.
—Deberías. —¿Pero lo haría?
—Mi jurisdicción es Quincy —dijo—. El sheriff tiene condado, así como de
búsqueda y rescate.
Es decir, más allá de los límites de la ciudad, sus manos estaban atadas.
Las mías no.
Winn sonrió con satisfacción mientras se encogía de hombros.
—No puedo impedir que la gente vaya de excursión.
Y si yo era su único recurso en ese momento para localizar al hombre que
había hecho daño a Lyla, no iba a interponerse en mi camino.
—¿Qué pasa con el FBI? —pregunté.
Sus cejas se juntaron mientras pensaba en ello durante un largo momento.
—Pasaré la orden de búsqueda a un agente local. Si deciden investigar, no
me interpondré en su camino.
Bueno, joder.
Supongo que habría sido demasiado bueno para ser verdad que me dejaran
en paz. Pero no podía sermonearme exactamente sobre seguir los cauces
adecuados mientras ella también los ignoraba.
—De acuerdo. —Asentí, abrí la puerta y salí de su despacho.
Sentí que me miraban mientras caminaba hacia la salida, pero mantuve la
mirada al frente hasta que estuve fuera de la estación.
En cuanto el aire fresco de octubre me dio en la cara, me di cuenta de que
no tenía vehículo.
—Hijo de puta.
Se acercaba el invierno y los días se hacían cada vez más cortos. Eran solo
las seis, pero el sol ya se había puesto detrás de las montañas. La oscuridad había
caído sobre Quincy y, aunque ya había pasado la mayor parte del día de
excursión, puse un pie delante del otro y caminé hacia el hotel. Pero en lugar de
entrar, saqué las llaves del bolsillo del abrigo y me dirigí directamente a la
camioneta. 99
Las luces de la casa de Lyla estaban encendidas y brillaban con luz dorada
gracias a la abundancia de ventanas. Estacioné en su entrada, pero no me atreví
a apagar el motor.
Quizá debería haberme enfadado con ella por ir a Winn. Tal vez debería
haberme sentido traicionado.
Pero esto fue mi culpa.
Había demasiados secretos.
¿Cuánto tiempo los había guardado para mí? Ni siquiera Tiff sabía toda la
verdad. Habíamos empezado a salir después de la desaparición de Cormac, y
aunque ella había oído fragmentos de la historia, nunca lo había oído todo.
Si salía de esta camioneta, si llamaba a la puerta de Lyla, entendería por qué
Cormac era tan importante.
¿Estaba preparada para eso? ¿Lo estaba yo?
Habían pasado cuatro años, y joder, estaba cansado de llevar esto solo.
Estaba cansado de fracasar. Estaba cansado de noches sin dormir.
La semana pasada fue cuando mejor dormí en años. Lyla y yo habíamos
pasado muchas horas follando, pero cuando nos habíamos agotado el uno al otro,
me había quedado dormido y no me había despertado hasta que sonó su
despertador a las cuatro.
Winn me había dicho que trajera mi culo hasta aquí, pero la verdadera razón
por la que estaba mirando esta granja era porque no estaba preparado para
perder a Lyla.
Eso llegaría pronto. Eso llegaría cuando volviera a casa.
O esta noche, cuando me cerrara la puerta en las narices.
Apagué la camioneta y bajé, metiéndome las manos en los bolsillos
mientras subía las escaleras hasta el porche. Entonces pulsé el timbre y contuve
la respiración.
Sonaron pasos en el interior. Su rostro apareció en el cristal de la puerta
mientras se ponía de puntillas para ver quién estaba fuera. En cuanto me vio, su
hermoso rostro se endureció.
Se veía extraño en su hermoso rostro. Fuera de lugar. Y que me jodan por
ser el imbécil que había hecho desaparecer su sonrisa.
Yo era tan malo como Cormac por eso.
Lyla vaciló, de pie a su lado de la puerta, inmóvil. 100
Me parecieron horas las que pasé allí, con la respiración entrecortada en el
aire frío de la noche. Entonces, finalmente, quitó el cerrojo.
Gracias a Dios. El aire se escapó de mis pulmones cuando ella se paró en el
umbral. Tenía los pies desnudos. Se le enfriarían los dedos. Pero no pedí entrar.
Ella no me dejaría de todos modos.
—¿De verdad eres policía? —preguntó.
Se me arrugó la frente. Si esa era su primera pregunta, significaba que lo
estaba cuestionando todo. Que pensaba que le había estado mintiendo desde el
principio. Maldita sea.
—Sí —dije—. Soy policía. Soy ayudante de la Oficina del Sheriff del
Condado de Kootenai, en la Unidad de Back Country. No tengo mi placa. Sería
inútil en Montana, así que la dejé.
Era más o menos la verdad.
Algunos secretos no eran para esta noche.
—Crecí en Coeur d'Alene. Siempre me ha gustado el aire libre. El
senderismo. Pescar. Cazar. Pero también quería ser policía. Supongo que podría
decirse que mi trabajo es lo mejor de ambos mundos.
Aunque quizá debería haberme hecho guía. Quizá debería haber trabajado
para una empresa de equipamiento, atendiendo a los turistas adinerados que
venían al noroeste del Pacífico en busca de aventuras en la naturaleza.
Diablos, tal vez no debería descartar eso todavía. Dependiendo del
resultado de la investigación, esa podría ser mi opción alternativa.
—¿Cómo puedo creerte? —Un destello de culpabilidad cruzó su rostro,
como si odiara siquiera preguntar. Como hace un mes, ella no habría tenido que
preguntar.
Pero entonces conoció a Cormac.
Y supe de primera mano cómo podía destruir la capacidad de confiar de
una persona.
Saqué el teléfono del bolsillo del vaquero y leí rápidamente un artículo del
periódico.
—Esta primavera, dos chicos de dieciséis años se fueron de excursión. Se
desató una tormenta y se perdieron. Salí y los encontré.
El periódico me había llamado héroe. Era irónico que solo unos meses
después, me había convertido en el malo.
Desplacé el artículo hasta la foto que nos habían hecho a Alec y a mí
después del rescate. Los dos íbamos vestidos con pantalón de lona de color 101
canela y camisas de botones a juego. Mi placa brillaba bajo el sol veraniego tanto
como la calva de Alec.
Le entregué el teléfono a Lyla y esperé a que escaneara el artículo y
examinara la foto. Sus hombros se desplomaron al llegar al final.
—Gracias. —Me devolvió el teléfono y se cruzó de brazos—. Le dije a Winn
quién eres.
—Acabo de llegar de la estación.
Otro destello de culpabilidad cruzó su rostro.
—No pasa nada —le dije.
Lyla me miró por encima del hombro, en la oscuridad. Miró a cualquier
parte menos a mi cara.
—¿Tienes los dedos de los pies fríos?
Ella bajó la mirada, como si se hubiera olvidado de sus propios pies.
—Sí.
—Ponte unos calcetines. Te espero.
Con una inclinación de cabeza, se dio la vuelta y cerró parcialmente la
puerta. Regresó un minuto después, con los pies cubiertos por gruesos
calcetines de lana. También se había puesto un jersey.
Se había abrigado para protegerse del frío porque yo no estaba invitado a
su casa.
Maldita sea.
Al menos podía darle la verdad que se merecía, y luego dejarla en paz para
que encontrara la paz con ella.
—Alec es el tipo de la foto que está conmigo, el del artículo —le dije—. La
unidad de backcountry es una pequeña parte del departamento del sheriff, así
que la mayor parte del tiempo trabajo solo. Pero, en cierto sentido, se le puede
considerar mi compañero. Solo lleva aquí cuatro años. Antes de eso, mi
compañero era un tipo de Alaska.
Lyla se movió, apoyándose en el marco de la puerta mientras escuchaba,
como si aquel día la hubiera agotado tanto que necesitara ese apoyo.
—Su amor por la naturaleza era diez veces mayor que el mío. Le gustaban
las cosas de supervivencia. Habló de aplicar para estar en ese programa Alone.
¿Lo has visto?
—Sí —murmuró.
—Tenía muchas habilidades. Me enseñó mucho. Más de lo que había
aprendido como Eagle Scout.
102
—¿Fuiste un Eagle Scout?
—Sí. —Asentí—. Otros chicos hicieron baloncesto o fútbol en el instituto. Yo
fui Boy Scout.
Literalmente. En sentido figurado.
Nadie se sorprendió cuando decidí dedicarme a las fuerzas del orden.
—Ese hombre de Alaska era Cormac. Era mi compañero.
El grito ahogado de Lyla sonó fuerte en la noche quieta.
—No solo mi compañero. Era mi mejor amigo. Mi mentor.
Su mirada se clavó en la mía.
—Así es como sabes tanto sobre él.
—Era un buen hombre. Lo admiraba. Aprendí de él. En cierto modo, él era
en quien yo quería convertirme.
—Vance...
—No tiene sentido. El Cormac que yo conocí adoraba a su esposa. Adoraba
a sus hijas y trataba a su familia como si fueran todo su mundo. Era un buen
hombre. —O eso pensaba—. Han pasado cuatro años. ¿Cómo no vi el monstruo
en que se convirtió? ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo pude estar tan equivocado?
Esos ojos azules brillantes eran tan sinceros. Tan honestos.
—Lo siento.
—Yo también. —Le dediqué una sonrisa triste—. Si yo no lo encuentro,
nadie lo hará. Es demasiado bueno. Demasiado cuidadoso. Pero tengo que saber
qué pasó aquella noche. Tengo que saber por qué él… —Las asesinó.
El rostro de Lyla se suavizó cuando la desesperación quebró mi voz.
—¿Arruiné todo hoy?
—No. —Sacudí la cabeza—. Debería haber acudido a Winn desde el
principio.
—¿Qué ha dicho?
—Ella dijo que no podía evitar que un tipo fuera de excursión.
Un fantasma de sonrisa cruzó los labios de Lyla.
—¿En serio?
—Quiere que encuentren a Cormac por lo que te hizo. Soy su mejor
oportunidad.
—Y la mía. —Cerró los ojos e inspiró largamente. Luego, al exhalar, se 103
irguió—. Gracias por decírmelo.
—Lamento no haberlo hecho antes.
—Probablemente no sea lo más fácil de revivir.
Por supuesto que ella entendería por qué me lo había guardado para mí.
Había algo muy especial en Lyla Eden. Su corazón.
Era la mujer que esperaba en la cafetería con una sonrisa amable. La mujer
tan firme, tan constante, que no contárselo todo había supuesto un esfuerzo.
—Buenas noches. —Me di la vuelta para marcharme. Mis botas golpearon
las tablas del porche, pero antes de que pudiera bajar corriendo las escaleras,
Lyla me llamó por mi nombre.
—¿Vance?
Me di vuelta. Esos bonitos ojos esperaban.
Dio un paso atrás hacia la casa y abrió la puerta de par en par.
—Entra.
—¿Segura?
—Por favor.
Se me levantó la comisura de los labios.
Parecía que había pasado toda una vida, pero había sido justo esta mañana
cuando le había prometido que le haría decir por favor.
Era hora de cumplir esa promesa.
Así que crucé el porche, entré y cerré la puerta. Entonces, allí mismo, en la
entrada, sellé mis labios sobre los suyos y le quité aquel jersey y aquellos
calcetines. También le quité el resto de la ropa.
Y cuando estaba apretada contra la pared, con mi polla enterrada dentro de
ella, acerqué mis labios a su oído.
—Di por favor si quieres correrte.
Un escalofrío recorrió sus hombros mientras su coño se agitaba alrededor
de mi cuerpo.
—Por favor.

104
Lyla
—¿Te tomas el día libre? —Las cejas de Crystal se dispararon,
prácticamente rozando la línea de su cabello—. ¿Otra vez?
—Um, no tengo que hacerlo. —Quería faltar al trabajo hoy pero no lo haría
si eso la hacía sentir incómoda—. Puedo quedarme.
—¡No! —Sacudió la cabeza y agitó los brazos en el aire—. Solo estaba
sorprendida. Vete.
—¿Estás segura...?
—Nos vemos.
Sentí una pizca de culpabilidad, pero la ahuyenté mientras echaba un último
vistazo a la cocina. Llevaba aquí horneando desde las cuatro de la mañana. La
vitrina y el mostrador estaban llenos. La mayor parte del trabajo de preparación
estaba hecho y todos los platos y tazas de café estaban limpios.
Por segundo día consecutivo, dejaba Eden Coffee en manos de Crystal. Si
hoy era como ayer, no tenía nada de qué preocuparme.
Cuando llegué esta mañana, la tienda estaba impecable y la cocina
resplandecía bajo las brillantes luces fluorescentes. Crystal había reorganizado
los estantes junto al lavavajillas, intercambiando los cuencos y los platos,
desplazando estos últimos hacia abajo. Usábamos los platos el doble de veces
que los cuencos y ahora eran más fáciles de agarrar.
Era un pequeño cambio que ni siquiera había pensado hacer yo. Ahora era
obvio que deberíamos haberlo hecho hace años. ¿Qué más me estaba perdiendo
por negarme a alejarme?
—Gracias —le dije a Crystal, tomando nota mentalmente de que le daría un
aumento.
—Por supuesto. —Sonrió, sus labios verde lima se abrieron de par en par.
Hoy estaría bien sola, pero quizá era hora de que contratara a otro 105
camarero. Alguien que la ayudara si yo no estaba. Un empleado a tiempo parcial
para trabajar los fines de semana o días como este, cuando tenía otro lugar donde
quería estar.
Vance y yo íbamos a ir hoy a las montañas, a la excursión a la que no había
ido ayer. Lo había dejado antes en mi cama, con el pelo despeinado y alborotado
abrazado a una almohada blanca. Antes de que saliera del dormitorio, se había
despertado lo suficiente para preguntarme si quería acompañarle en su
búsqueda.
Después de su confesión sobre Cormac la noche anterior, decir que sí había
sido fácil.
Pero antes, tenía que asegurarme de que Crystal estaba dispuesta a hacerse
cargo. Estaba más que feliz, a juzgar por la sonrisa en su rostro.
—Ayer vino la morena más hermosa de la historia —dijo—. Coqueteamos
un poco. Espero que vuelva hoy.
—Ooh. —Me reí—. Espero que vuelva también.
No sería la primera vez que salía con un hombre o una mujer que había
conocido en la tienda. Crystal era tan dulce como las empanadas de manzana
que acababa de sacar del horno, y en parte la había contratado porque era muy
amable y abierta. Pero tenía tendencia a cotillear con los clientes, así que
siempre me aseguraba de que, si había algo privado de lo que hablar, lo hiciera
donde ella no pudiera escuchar.
—¿Qué vas a hacer hoy? —,me preguntó mientras me ponía el abrigo.
—Limpia mi casa —mentí. Yo adoraba a Crystal, pero mi cita con Vance
estaría por todo Quincy si se lo decía—. Tal vez salir al rancho. Ya veremos.
—Bueno, no te preocupes por la tienda.
—No lo haré. —En realidad también lo creía. ¿Qué era lo peor que podía
pasar? ¿Que se quemara el edificio? En el pasado, habría sido el fin de mi mundo.
Ahora... estaría triste. Pero me levantaría.
Igual que semanas atrás en la orilla del río.
—Me alegro de que te tomes un día para ti —dijo Crystal.
—Yo también. —Con un rápido gesto de la mano, la dejé para que terminara
de abrir la tienda, me escabullí por la puerta trasera hacia el callejón y conduje
hasta casa.
La camioneta de Vance estaba en la entrada, pero estacionada más cerca
de la puerta del garaje de lo que había estado cuando me había ido esta mañana.
Me deslicé hasta el garaje y entré. 106
En la cocina, estaba vestido con la ropa de ayer: un grueso pantalón
Carhartt de lona, una camiseta térmica gris de manga larga y su habitual abrigo
de franela suave. La gorra que me había acostumbrado a quitarle estaba fija en
su sitio.
Estaba leyendo en su teléfono mientras sorbía café de un vaso de papel
cubierto con una tapa negra. No eran los vasos para llevar del hotel, sino los de
la gasolinera.
Ese café sabía a alquitrán.
—En esta casa no bebemos ese lodo quemado —dije.
Vance levantó la vista, con aquellos ojos azul grisáceos bailando mientras
guardaba su teléfono y dejaba la taza a un lado.
—No me dejaste otra opción que comprar esto en la gasolinera. No estaban
abiertos cuando llegué a la ciudad.
—Te habría traído café. —Acorté la distancia que nos separaba, me puse de
puntillas, pero no pude alcanzar sus labios, así que tiré de su cuello y lo acerqué
para besarle la comisura de los labios.
Se inclinó sobre mí, doblándose a mi alrededor, y metió las manos en los
bolsillos traseros de mi vaquero, dándome un juguetón apretón en el culo.
—Prepárate.
Llevé mis labios a la parte inferior de su mandíbula.
—¿Tenemos prisa?
Amasó mis curvas, pero antes de que pudiera alcanzar el botón de su
vaquero, me puso las manos en los hombros y me hizo girar. Con un rápido golpe
en el trasero, me envió a mi habitación.
—Mojigato —murmuré.
Su profunda risa me siguió por el pasillo mientras me apresuraba a
cambiarme de ropa.
La cama estaba hecha, la colcha blanca lisa. Al igual que el exterior de la
casa, la mayoría de las habitaciones estaban pintadas de blanco o crema. Me
gustaban los espacios luminosos y abiertos con toques de madera y diferentes
texturas para añadir calidez.
La plétora de almohadas estaba perfectamente colocada contra mi
cabecero beige. Incluso había hecho el corte de kárate, arrugándolas en la parte
superior. Ningún hombre en mi vida conocía el golpe de kárate.
¿La ex de Vance le había enseñado a hacer la cama así?
Me invadieron los celos, pero los ahuyenté y me metí en el vestidor para 107
ponerme un jersey y unos calcetines más abrigados.
Vance no era mío. No tenía derecho sobre su corazón o su cuerpo. Mientras
él estuviera aquí, esto era solo sexo. Sexo increíble y adictivo. Y cada noche que
habíamos compartido la cama, la suya o la mía, había dormido sin pesadillas.
Eso tenía que ser suficiente. Sexo y sueño.
Y hoy, buscaremos a Cormac.
Así que terminé de vestirme y agarré el mismo abrigo, gorro y guantes que
había pensado ponerme ayer. Luego, con una botella de agua en el brazo, seguí
a Vance hasta el exterior y subí a su camioneta Dodge plateada.
El viaje hacia las montañas fue tranquilo, extrañamente reminiscente del
viaje que habíamos hecho juntos hacía dos semanas hacia el río. ¿Realmente solo
habían pasado dos semanas? Hubo momentos en los que sentí como si lo
conociera desde hacía años.
En realidad, solo éramos extraños. Amantes, por un tiempo. ¿Volvería con
su ex después de dejar Montana? Los celos surgieron de nuevo.
¿Cuándo se iba? ¿Después de encontrar a Cormac?
¿Y si lo encontramos hoy? Su cara apareció en mi mente, haciendo que mi
interior se retorciera. ¿Cómo es que no había pensado en esto todavía? Hoy no
era un paseo tranquilo por las montañas con Vance. Buscábamos a un asesino.
Vance se estiró a través de la cabina y puso su mano en mi muslo.
—Lyla.
—¿Sí?
Su pulgar me acarició la rótula.
Me rebotaban las rodillas. Ni siquiera me había dado cuenta.
—Estoy bien.
—Puedes hacerlo. —Había dicho lo mismo semanas atrás.
—Puedo hacerlo.
Vance mantuvo su mano en mi rodilla, un agarre firme pero suave, hasta
que necesitó ambas manos para girar hacia el estacionamiento de grava donde
dejaríamos su camioneta.
En cuanto salí y respiré el aire fresco de la montaña, se me pasó un poco el
nerviosismo. Éstas eran mis montañas. Este era mi hogar. Cormac Gallagher no
podía robármelo.
Vance guardó mi cantimplora en su mochila, se la ató a ambos hombros y,
sin mediar palabra, emprendió el camino.
108
Lo seguí de cerca mientras recorríamos el sendero durante un kilómetro y
medio.
—¿Has estado aquí antes? —La pregunta de Vance me sobresaltó y casi
tropiezo con una roca.
Habíamos caminado tan silenciosamente que supuse que era porque quería
mantener cierto nivel de sigilo. Pero habló con su voz normal y su bota pisó una
rama que se quebró bajo su peso.
—Sí —susurré—. Pero no en años.
Miró hacia atrás.
—Cormac no está por aquí.
—¿Cómo lo sabes? —Los árboles que bordeaban el sendero eran espesos.
Algunos debían de tener más de cien años y sus troncos eran lo bastante anchos
como para ocultar a un hombre.
—No se acercará a un sendero establecido.
—Oh. —Mi frente se arrugó—. Entonces, ¿por qué estamos buscando en un
rastro?
Vance se detuvo y se quitó una correa de la mochila del hombro. Abrió la
cremallera del bolsillo más grande y sacó un mapa. Lo desplegó y lo volvió a
plegar con facilidad para mostrarme una sección. Parte de ella estaba marcada
con una serie de líneas rojas paralelas.
—Aquí es donde estacionamos. —Señaló el mapa, arrastrando el dedo por
el papel mientras hablaba—. Este es el inicio del sendero. Ayer hice una
excursión por esta zona.
La zona sombreada con las líneas rojas.
—Hoy caminaremos por aquí. —Vance dibujó un círculo imaginario en el
mapa, directamente encima de donde había estado ayer—. El camino más rápido
es el inicio del sendero. Una vez que subamos otro kilómetro, nos desviaremos
del camino.
—Ah, de acuerdo. —Era impresionante que se sintiera tan cómodo en la
naturaleza. Y atractivo. Era una fantasía de hombre de montaña que cobraba
vida—. Así que una vez que salgamos de la pista, ¿qué estamos buscando?
Vance se encogió de hombros, devolviendo el mapa a su mochila.
—Cualquier cosa.
Con ella asegurada, siguió caminando, sus zancadas lentas, probablemente 109
para que yo pudiera seguirle el ritmo. Era imposible que hubiera registrado toda
la zona de ayer a este ritmo tan lento.
—Busco lo que no pertenece —dijo.
—¿Como una huella? —Me giré, inspeccionando el camino detrás de
nosotros. En algunas zonas blandas, la huella de su bota había marcado la
tierra—. Está embarrado. Probablemente sea algo bueno, ¿no?
—Bueno y malo —dijo—. Una huella sería al menos una señal de que alguien
estuvo en la zona. Tal vez de Cormac. Tal vez no. Lo más probable es que
estuviera persiguiendo a otra persona. Cormac se ceñiría a las zonas muy
boscosas, donde las rocas ofrecen buena amortiguación y camuflaje en el suelo.
—Interesante. —Había pasado la mayor parte de mi juventud explorando el
rancho. Senderismo cuando era adolescente. Paseando a caballo con mis padres
y hermanos. Ni una sola vez había pensado en los rastros que había dejado atrás.
O cómo ocultarlas.
Continuamos por el sendero, caminando en silencio a medida que el
terreno se empinaba. Cuando Vance se detuvo, sacándome el agua, el sudor caía
por las sienes bajo el gorro.
Mientras tanto, él apenas parecía sin aliento. ¿Era así como mantenía ese
magnífico cuerpo en forma? ¿Cómo tenía tanta resistencia para estar conmigo
durante horas y horas cada noche?
—Tomemos un descanso. —Se acercó a un árbol caído y usó la bota para
arrancar un trozo de corteza podrida. Debajo, la madera era lisa y tostada.
—Puedo seguir.
—Siéntate —ordenó—. Necesito que guardes algo de energía para más
tarde.
—¿Por qué? ¿Qué hay después? —Me di vuelta. Un acantilado de roca se
alzaba en la distancia. No íbamos a escalarlo hoy, ¿verdad?
—Más tarde, te follaré en ese lujoso sofá de tu salón.
—Oh. —Se me encendió la cara—. Más tarde.
Vance me guiñó un ojo. Fue tan juguetonamente sexy que me dio un vuelco
el corazón, así que me senté y recuperé el aliento mientras él se apoyaba en el
tronco de un árbol vecino.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
Levanté un hombro.
Rebuscó en su mochila, sacó dos barritas de cereales y me tendió una antes
de romper el envoltorio de la suya. No la devoró ni parecía tener prisa por seguir
adelante.
110
Hoy no se trataba realmente de la búsqueda, ¿verdad?
Hoy me estaba siguiendo la corriente. Trayéndome aquí porque tal vez
sabía que necesitaba un descanso de la cafetería. O tal vez sabía que necesitaba
más días en estas montañas para reclamarlas para mí.
—¿Cuánto tiempo fueron compañeros Cormac y tú? —le pregunté.
—Siete años. —La ligereza en los ojos de Vance se desvaneció.
—No tenemos que hablar de él.
—No, está bien. —Se quedó mirando el bosque, con la mirada perdida—.
No he hablado de él en mucho tiempo. Me propuse no hacerlo.
—Realmente no lo necesitamos.
Hizo una bola con su envoltorio ya vacío y se recostó en el árbol.
—Después de la academia, pasé un par de años como ayudante del sheriff
haciendo un trabajo bastante rutinario. Más que nada trabajando, probándome a
mí mismo. Conocí a Cormac en una fiesta del departamento. Empezamos a
hablar y le dije que me interesaba trabajar en la unidad de campo. Me llevó de
excursión la semana siguiente. Nieve hasta la cintura. Hacía un frío del demonio.
Me llevó al extremo, pero le seguí el ritmo hasta la cumbre. Vistas durante días.
Valió la pena el trabajo.
Su voz se fue calmando a medida que hablaba, casi como si anduviera de
puntillas alrededor de aquellos recuerdos, con cuidado de no perturbarlos.
—No me di cuenta hasta que volvimos a la ciudad de que era una prueba —
dijo—. Cormac movió algunos hilos y ese verano ya me habían trasladado. Se
convirtió en mi mentor. Socio. Amigo.
Hasta que Cormac enloqueció y asesinó a su familia.
—Pasé mucho tiempo con él y su familia —dijo Vance—. ¿Te dije que era el
entrenador del equipo de softball de su hija?
—Sí.
—Yo era el entrenador asistente. Cuando Cormac trabajaba, llevaba a la
mayor a los entrenamientos del equipo de natación. Esas niñas eran lo más
parecido a mis propias hijas que he tenido nunca.
Y las había perdido. Mi corazón se rompió.
—Lo siento.
—Era un buen padre. —Vance negó con la cabeza, juntando las cejas—. Era
un gran padre. Amaba a esas niñas.
Entonces, ¿por qué? ¿Por qué los había matado? A menos que... 111
—¿Crees que realmente lo hizo? —Odiaba incluso hacer esa pregunta.
Después de lo que Cormac me había hecho, no me costaba pensar en él como
un asesino. Pero la duda escrita en la cara de Vance se coló en mi mente.
—En mi cabeza —se golpeó la sien—, él las mató. Estranguló a Norah.
Norah. Un nombre bonito. Ya la compadecía por la forma en que había
muerto. Esperaba, por su bien, que no hubiera sabido que él había matado a sus
hijas.
—No hay duda —continuó Vance—. He revisado las pruebas innumerables
veces. Todo apunta a Cormac. Y al hecho de que huyó.
—Los hombres inocentes no huyen.
—No, no lo hacen. —Suspiró—. En mi cabeza, todas las piezas encajan. Pero
en mi corazón, no le encuentro sentido.
Porque para Vance, Cormac también había sido un amigo y mentor. No un
asesino a sangre fría.
—Por eso necesitas encontrarlo. Quieres respuestas.
Vance se quedó callado de nuevo, su mirada recorriendo los árboles
cercanos.
—Empiezo a pensar que puede que no las consiga.
—Espero que sí.
—Yo también —murmuró, tragando saliva.
Me levanté de mi asiento y sacudí mi vaquero. Luego le pasé a Vance mi
botella para que la metiera en su mochila con mi propio envoltorio de barrita de
cereales.
—Bueno, buscamos huellas pero no buscamos pisadas. ¿Qué más?
—Cormac estaba cazando cuando lo encontraron. No por deporte, sino por
comida. Lo que significa que probablemente tiene un refugio en la zona. No
encontré señales de él alrededor del río, así que probablemente ha tenido
cuidado de cazar lejos de donde acampa.
—¿Entonces por qué fue al río ese día? —Aquel lugar no estaba cerca de la
carretera, pero tampoco estaba precisamente apartado.
—Temporada de caza. —Tal vez pensó que se mezclaría como otro cazador
con arco. Tal vez estaba rastreando al alce y ahí es donde ella lo guió.
Supongo que cuando vivías de la naturaleza para comer, aprovechabas las
oportunidades que te daban. 112
—¿Cuánta distancia pondría entre su campamento y donde estaba cazando?
Vance se encogió de hombros.
—¿Diez kilómetros? ¿Veinte? Quizá más.
—¿Veinte millas? —Hice un círculo mental, cuyo borde se adentraba cada
vez más en el bosque. Veinte kilómetros en una carretera lisa y llana llevaría al
menos cinco horas de camino. Pero ¿por este bosque? Días.
La magnitud de esta búsqueda, la improbabilidad de que tuviera éxito, me
envolvió como la densa niebla que se aferra a las escarpadas cumbres de las
montañas.
¿No tenía remedio?
Como si hubiera sacado la pregunta de mis pensamientos, Vance extendió
la mano y me tocó la mejilla con la palma. En esa mirada clara, vi la verdad que
había estado ocultando durante semanas.
Esto no tenía remedio, ¿verdad? Sin embargo, él seguía aquí, recorriendo
este bosque día tras día.
No se había rendido, todavía no. Así que yo tampoco.
—¿Qué más buscas?
—Trampas para animales. —Su pulgar acarició mi piel antes de bajar la
mano y ajustarse la mochila—. Tocones de árboles que parecen haber sido
cortados, no rotos. Y se quedaría relativamente cerca de un suministro de agua.
—Pero ¿no el río?
—Probablemente no. Hay un montón de arroyos de montaña alrededor.
Usará uno de ellos como fuente.
Un arroyo. O… una cascada.
Giré lentamente en círculo, tratando de orientarme.
—Hay dos cascadas cerca de este sendero.
—¿Dos? —preguntó Vance—. Según las guías locales, solo hay una. ¿Estás
segura?
—Sí. Este sendero lleva a la principal. —De ahí la razón por la que había
incluso un sendero para empezar y un estacionamiento en la base—. Pero hay
otra cascada aquí arriba también. Solo que no hay sendero que lleve a ella. No
sé cuánto hemos caminado y ha sido una eternidad desde que vine por aquí. Pero
quiero decir cinco kilómetros, ¿tal vez? ¿Creo que reconoceré el camino para
llegar? Crucemos los dedos.
—De acuerdo. Ve delante. 113
—¿Prometes no enfadarte conmigo si hago que nos perdamos?
Se acercó y me dio un beso en la frente.
—Haz que nos perdamos. Yo haré que nos encuentren.

114
Vance
—¿Cómo sabes de esta cascada? —le pregunté a Lyla mientras caminaba
entre los árboles.
—Vine aquí un par de veces en el instituto. —Aminoró la marcha, mirando
a su izquierda, luego a la derecha, antes de seguir recto.
Por la frecuencia con que se detenía para girar lentamente en círculo,
estaba bastante seguro de que se había perdido. Pero yo sabía muy bien dónde
estábamos: había pasado horas estudiando los mapas locales.
Si se daba la vuelta, sería capaz de encontrar el camino de vuelta a la
camioneta. Así que la dejé seguir, alternando mi mirada entre el bosque y su
dulce y delicioso culo.
Había estado luchando contra una erección desde que ella había tomado la
delantera. No es exactamente en lo que debería estar concentrado hoy. Pero Lyla
necesitaba esta caminata. Ella no había dicho nada, yo solo tenía una corazonada.
Hoy se trataba más de recuperar una parte de sí misma que de rastrear a
Cormac.
Más tiempo bien empleado.
—En mi tercer año de instituto tenía un novio al que le encantaba hacer
senderismo. Era un año mayor que yo y pasaba mucho tiempo haciendo
senderismo por las montañas. Encontró una cascada y me llevó con él. —Miró
por encima del hombro, con una tímida sonrisa en la boca mientras se llevaba la
mano al corazón—. Me pareció tan romántico que descubriera esta cascada solo
para mí.
Así que este era un lugar para ligar. Una lanza de celos me atravesó el
pecho, entró por un lado y salió por el otro.
Lyla miró hacia adelante antes de que pudiera ver mi mandíbula apretada.
Por el amor de Dios. 115
Estaba celoso de un novio del instituto. ¿Qué demonios me estaba pasando?
No podía recordar la última vez que había estado celoso. Ninguno de los amantes
anteriores de Tiff me había irritado. Diablos, ella trabajaba con un ex, y no me
había importado. Tal vez volverían a estar juntos ahora. Bien por ellos.
Entonces, ¿por qué la sola mención del antiguo amor de Lyla me dio ganas
de golpear un árbol?
No había razón para ponerse celoso. Ninguna razón para encariñarse. Esto
terminaría pronto, conmigo encontrando a Cormac o me iré con las manos
vacías.
Hasta entonces, Lyla era una distracción encantadora, un bálsamo sobre una
herida que dudaba que sanara jamás. Una mujer que necesitaba escapar tanto
como yo necesitaba olvidar. Ella era un milagro, en realidad.
Cuando estaba en la cama conmigo, incluso había conseguido dormir bien
algunas noches.
Esta mañana, había sido demasiado fácil volver a dormirse después de que
se hubiera ido a Eden Coffee, con su aroma en las almohadas.
¿Cuándo fue la última vez que dormí más de cinco? Años. Cuatro, para ser
exactos. Cuando el mundo tenía sentido, antes de que todo fuera tan jodido, me
encantaba dormir hasta tarde.
Eso era antes de que los muertos me persiguieran en sueños.
—¿Qué más pasó con Winn ayer? —La pregunta de Lyla me sacó de mis
pensamientos.
—Lo que te dije anoche. Básicamente dijo que la cagué viniendo aquí y no
haciendo de su estación mi primera parada.
Lyla me lanzó un exagerado ceño fruncido por encima del hombro.
—Ouch.
—No se equivoca. Rompí el protocolo. Tenía derecho a estar enfadada.
—Pero sigues aquí.
—Todavía estoy aquí. —Por otro día. Otra semana. Tal vez otro mes.
Lyla solo me había preguntado una vez cuánto tiempo estaría en Quincy. No
le había contestado porque no estaba seguro. Me quedaría el mayor tiempo
posible, nada más.
—Winn es una buena policía —dije—. Ella seguirá las reglas. También es
una buena cuñada. Sus manos están atadas, las mías no. Así que puedo seguir
buscando con el entendimiento de que si arruino esta investigación, ella me
castrará. 116
La risa de Lyla llenó el aire. Dios, ese sonido. No la había oído reír lo
suficiente mientras había estado en Quincy.
—Leí en el periódico lo que Winn ha hecho como jefe —dije.
Lyla se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Has leído lo del tiroteo?
—Lo hice. Lo lamento. Tuvo que ser duro para tu familia.
—Lo fue, especialmente para Eloise. Para Winn también. Me preocupo por
ella después de lo que tuvo que hacer. —Los hombros de Lyla se desplomaron—
. ¿Alguna vez has tenido que disparar a alguien?
—Dos veces.
—¿Murieron?
—Una vez.
Los ojos de Lyla se clavaron en los míos, con una simpatía tan profunda que
me oprimió el pecho. Acortó la distancia que nos separaba y me pasó la mano
por el corazón.
—Lo siento.
—Yo también. —Le acaricié la mejilla y mi pulgar trazó la suave línea de su
pómulo.
Era extraño, pero hacía tiempo que no pensaba en esa época. Solía repetirla
a diario.
Hace años, un cazador avisó de que había encontrado una casa de
metanfetamina en las montañas. Solo llevaba un año trabajando con Cormac, y
en aquellos días, lo habíamos hecho todo juntos. Éramos verdaderos
compañeros. Amigos. Así que los dos habíamos ido a explorar para ver si
podíamos encontrar la cabaña. El plan había sido explorarla y luego llamar a la
fuerza antidroga local para que la derribara.
Habíamos encontrado el lugar con bastante facilidad. Había sido una vieja
cabaña de mierda, a kilómetros de cualquier carretera o casa. Nos habíamos
detenido a unos cincuenta metros, lo bastante cerca para que Cormac localizara
el lugar con el GPS y sacara algunas fotos.
Acababa de sacar su teléfono del bolsillo cuando oímos el chasquido de una
rama. Entonces todo había sucedido a cámara lenta.
El tipo que vivía en esa cabaña había estado en el bosque, haciendo lo que
sea que hacen los adictos a la metanfetamina. Nos había visto acercarnos y había
planeado matarnos para mantener su escondite en secreto. Al menos, eso fue lo
que supuse. 117
Si no hubiera pisado una rama, probablemente estaría muerto. En cambio,
eso me había dado suficiente aviso para desenfundar mi pistola y dispararle
cuatro veces en el pecho.
Cormac había estado más cerca. Él habría sido golpeado primero. Pero le
había salvado la vida.
Tal vez ahí fue donde todo había salido mal. Si hubiera sabido lo que
pasaría, quizá habría dejado que aquel adicto nos matara a los dos.
—Vance. —La voz de Lyla me sacó del recuerdo. Apoyó su mejilla en mi
palma.
Me aclaré la garganta mientras soltaba la mano.
—Winn parece sólida. No creo que tengas motivos para preocuparte, pero
deberías preguntarle si está bien. Lo más probable es que diga que sí. Lo diga
en serio o no. Pero sigue preguntando.
—¿Eso es lo que alguien hizo por ti? ¿Seguir preguntando si estabas bien?
—Sí.
—¿Quién? ¿Tu familia?
No, mi familia no.
Cormac.
Y así fue como se convirtió en mi familia.
Pero Lyla no quería esa respuesta. Hacía a Cormac demasiado simpático.
Demasiado bueno. Así que hice lo que mejor sabía hacer: cambiar el maldito
tema.
—Winn sabe que estamos durmiendo juntos, ¿no?
Lyla parpadeó, sorprendida por un momento. Pero en el poco tiempo que
llevábamos juntos ya se había dado cuenta de que cuando terminaba un tema,
había terminado. Así que asintió.
—Sí, pero le pedí que quedara entre nosotras.
Un secreto. Esa había sido mi idea. Entonces, ¿por qué lo odiaba tanto?
—Nunca había guardado el secreto de un hombre —dijo Lyla—. Es extraño.
—No te estoy pidiendo que guardes un secreto.
—Te vas. Sé lo que está en juego aquí.
Lo que está en juego. Sí, yo también lo sabía.
118
—No le mentiré a mi familia. Sinceramente, alguien se dará cuenta de todos
modos. Me sorprende que aún no lo hayan hecho.
—¿Por qué dices eso?
—Tengo la costumbre de llevar mis sentimientos como joyas, brillantes y
relucientes para que el mundo los vea. Confío en la gente porque la gente puede
confiar en mí. Así me educaron. Así soy yo. Últimamente, yo solo… —Dejó que
su mirada se deslizara, desenfocada más allá de mi hombro—. No me siento yo
misma.
Por supuesto que no se sentiría ella misma.
—Oye. —Enganché mi dedo bajo su barbilla, inclinándola hacia arriba
hasta que sus ojos volvieron a los míos—. ¿Estás bien?
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—La verdad es que no.
Se me estrujó el corazón. Maldito Cormac. Esto pasaba por él. Estas
lágrimas estaban sobre él.
—¿Qué puedo hacer?
Lloriqueó y se secó la comisura de los ojos.
—Ayúdame a encontrar esta cascada.
Si una cascada era lo que ella necesitaba, entonces una cascada era lo que
encontraríamos.
La agarré por los hombros y la di vuelta. Entonces le pegué en el culo. Con
fuerza.
—Guía el camino, Blue.
No la hacía reír, pero seguía intentando hacerla sonreír.
Caminamos durante otra hora, casi siempre en silencio. Pero la pesadez de
Lyla parecía desvanecerse mientras aumentaba su frustración.
Dejó de caminar tan rápido que casi la choqué.
—¿Qué? —pregunté.
Resopló y levantó las manos.
—Estoy perdida.
¿Lo estaba? Se oía un débil ruido a lo lejos. Lo había oído durante los últimos
minutos, suponiendo que ella también.
—Shh —le dije.
Se puso tensa. 119
—¿Por qué?
—Escucha.
—¿Qué?
Esta mujer. Le tapé la boca con la mano, ganándome un gruñido. Luego, con
la mano libre, le quité el gorro para que no tuviera nada sobre las orejas.
En cuanto lo oyó, su mirada se inclinó sobre su hombro para encontrarse
con la mía. Aquellos ojos azules se iluminaron como estrellas.
Agua.
Corrió hacia el sonido y saltó por encima de un tronco caído mientras
trotaba.
Me reí, sacudiendo la cabeza mientras me apresuraba a alcanzarla.
A no más de cien metros, pasando un grupo de arbustos, el suelo del
bosque daba paso a rocas negras y húmedas, algunas manchadas de musgo. Un
arroyo goteaba desde un pequeño estanque alimentado por una suave cascada.
La corriente era lenta. El frío bajaba cada vez más por las montañas y pronto
estaría helado. La cascada en sí solo tenía un metro o metro y medio de altura,
pero era suficiente para llenar el aire de un ruido constante.
Lyla caminó por las resbaladizas rocas, con los brazos extendidos y listos
para agarrarse si resbalaba.
Me quedé atrás, observando cómo recorría, centímetro a centímetro, el
perímetro de la cascada. Cuando estuvo lo bastante cerca, se quitó un guante,
estiró una mano y la dejó desaparecer en la cascada.
Ahí estaba la sonrisa. Blanca y amplia, iluminando todo su rostro.
Joder, pero si era preciosa. No podía apartar los ojos, ni siquiera en un lugar
como éste, donde la naturaleza se lucía. El agua fresca y clara. El bosque verde
vivo. Era un lugar hermoso, digno de cuadros o fotografías.
Pero no podía apartar los ojos de Lyla.
Movió los dedos dentro y fuera del agua, dejándola bailar sobre sus
nudillos. Luego quitó la mano de un tirón, probablemente cuando el frío se hizo
demasiado intenso, y tras secarse en el vaquero, se apresuró a volver a ponerse
el guante. Con el mismo cuidado con el que se había acercado al agua, se alejó.
—La encontré. —Su sonrisa me dejó sin aliento cuando se detuvo a mi lado.
—La has encontrado.
La sonrisa desapareció. Los ojos de Lyla volvieron a inundarse y, como
antes, se secó las comisuras, deteniendo las lágrimas antes de que cayeran.
—¿Estás bien? —Seguiría preguntando eso. Mientras estuviera aquí, 120
preguntaría todos los días.
Miró a su alrededor, su mirada no dejaba nada intacto.
—Estar aquí es como entrar en otra vida. Y me siento una persona
completamente diferente a la chica que era cuando llegué aquí hace tantos años.
Ni siquiera recordaba quién había sido a esa edad. Habían pasado
demasiadas cosas. Demasiadas cosas habían cambiado.
—Me alegro de que hayamos venido —susurró.
—Pero...
Suspiró.
—Pero es una verdad difícil de afrontar que la vida que estás viviendo, la
vida que construiste día tras día tras día debido a los sueños que tenías cuando
eras joven, puede que no sea la vida que quieres. En cierto modo, parece que la
chica que vino aquí hace tanto tiempo se equivocó.
—¿Lo hizo?
Lyla se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez. Parcialmente. Probablemente discutiría conmigo. Echo
de menos la confianza que tenía. Echo de menos la fe en que todo saldría... bien.
La imagen mental de Lyla, de diecisiete años, era clara como el día. Ojos
azules brillantes, llenos de sueños.
Una vez había conocido a otra chica de diecisiete años igual.
—Tengo treinta años —dijo Lyla—. En algún punto del camino, perdí a esa
chica. Eres bueno encontrando gente, ¿verdad? Tal vez después de atrapar a
Cormac, podrías enseñarme tus trucos.
Me acerqué más, tanto que ni siquiera un soplo de viento pudo interponerse
entre nosotros. Luego le puse la mano en el centro del pecho.
—No me necesitas para encontrarla. Está aquí mismo. Donde siempre ha
estado.
Los ojos de Lyla buscaron los míos como si no acabara de creerme.
Entonces cayó hacia delante, en mis brazos, enterrando su cara en mi pecho.
—Gracias.
—No hay de qué. —Besé su cabeza y luego la solté.
Se alejó unos pasos y volvió a mirar hacia la cascada.
Era mi oportunidad de memorizar este paraíso escondido. De absorberlo
todo. Pero de nuevo, todo lo que podía hacer era mirar a Lyla. 121
Éramos dos caras de la misma moneda. Dos personas intentando encontrar
el camino de vuelta al centro.
Quizá era demasiado tarde para volver atrás. Pero para Lyla, quería que
encontrara un atisbo de esa chica de diecisiete años. Encontrar la chispa.
—Será mejor que nos vayamos —dije—. No quiero quedarme atrapado aquí
en la oscuridad.
—Yo tampoco. Y me muero de hambre.
—¿Quieres otra barrita de cereales?
Levantó una mano, impidiéndome sacar una de mi mochila.
—Vamos a pedir hamburguesas con queso. Doble hamburguesa con queso.
Me reí entre dientes.
—Hamburguesas dobles con queso. Con patatas fritas.
—Obviamente. —Sonrió, y cuando le ofrecí una mano, la agarró con fuerza,
dejándome guiarla por las resbaladizas rocas y de vuelta al suelo del bosque.
—Seguiremos el arroyo un poco más abajo —le dije—. Supongo que será
más rápido. Luego regresaremos hacia el sendero.
—De acuerdo —dijo, manteniéndose cerca mientras caminábamos.
Siempre era más duro en el viaje de vuelta, con los músculos esforzándose
por mantener el equilibrio y la gravedad trabajando en nuestra contra. Reduje
mi paso normal a la mitad, asegurándome de que no se sintiera apurada.
A nuestro lado, el arroyo corría, haciéndose más ancho y profundo cuanto
más descendíamos por la montaña.
No era un río, no era algo que encontraría en un mapa. Pero era más grande
de lo que esperaba encontrar hoy. Tal vez un buen lugar para empezar mañana.
Estaba a punto de cambiar de rumbo, para ir hacia los árboles y caminar
hasta llegar al sendero que nos llevaría al inicio del camino, cuando un aullido
resonó detrás de mí. Giré justo a tiempo para ver los pies de Lyla en el aire.
Y cayó al suelo con un ruido sordo.
—Lyla. —Jadeé, corriendo a su lado. Me agaché, mis manos recorrieron su
cuerpo, buscando heridas.
—¿Estás lastimada?
—Ouch. No. Estoy bien. —Ella inclinó la cabeza hacia el cielo, suspirando,
y luego examinó los daños—. Mierda.
Un lado de su vaquero estaba cubierto del barro con el que había
resbalado. 122
Se limpió pero la única forma de que saliera era lavándolo.
—Odio el barro.
—Tengo una manta en la camioneta. Volveremos y te quitaremos ese
vaquero mojado.
—Vaya, señor Sutter. —Lyla agitó las pestañas—. ¿Estás coqueteando
conmigo?
Me reí entre dientes, y el corazón se me volvió a hundir en la garganta.
Me sentía bien riendo, y Lyla sabía cómo hacerlo. Me había reído más en
Quincy que en cuatro años.
Me levanté, ofreciéndole una mano para ayudarla a ponerse de pie.
—Vamos.
Cuando estuvo de pie, Lyla se giró para inspeccionar su vaquero y soltó una
retahíla de maldiciones que harían sonrojar a la mayoría de los hombres del
cuerpo. Cuando me miró a la cara, ladeó la cabeza.
—¿Qué?
Excepto que no la estaba mirando.
Estaba mirando el arroyo, justo por encima de su hombro.
—¿Vance? —Siguió mi mirada hacia el agua—. ¿Qué? ¿Qué estamos
mirando?
—Quédate aquí. —Pasé junto a ella, dando pasos lentos y deliberados hacia
el agua. Me aseguré de que cada paso fuera sobre una roca para que no se vieran
mis huellas. Luego me agaché y miré a través de la corriente.
Y allí, en el centro, había un cono tejido de ramas de sauce.
Una trampa para peces.
—Que me jodan. —Miré a mi alrededor, escudriñando los árboles. El pulso
me retumbaba en los oídos.
No era una trampa para peces que cualquiera compraría, pero está hecha.
—¿Vance? —La voz de Lyla se quebró.
—No te muevas, Blue.
—¿Es un oso?
—¿Ves eso? —Señalé el agua—. Es una trampa para peces.
El cono exterior tenía un extremo ancho que se estrechaba hasta un orificio
más pequeño. En la abertura ancha cabía otro cono, más corto, con el mismo 123
agujero más pequeño. Los peces podían nadar dentro del cono y, una vez dentro,
quedaban atrapados, incapaces de encontrar la salida por los agujeros más
pequeños.
En ese momento estaba vacío. O bien porque no había peces en este
arroyo, o bien porque alguien había pasado recientemente por allí para
colocarlo.
—Hijo de puta —murmuré, luego me levanté y me alejé, teniendo tanto
cuidado como antes de pisar solo las piedras mientras me dirigía hacia Lyla.
Había huellas por todas partes alrededor de donde se había resbalado.
Maldita sea.
—¿Crees que Cormac hizo esa trampa? —Lyla preguntó.
—Tal vez. —Me giré, mirando hacia la montaña por donde habíamos
venido.
Una parte de mí no quería tener esperanzas. La otra, no quería ni siquiera
considerar que esto podría ser posible.
Pero esa trampa…
Tenía el nombre de Cormac escrito por todas partes. Siempre que íbamos
de acampada, pasaba una noche junto al fuego, entrelazando ramas y juncos para
divertirse mientras las niñas asaban malvaviscos.
Tal vez él había hecho esta trampa. Tal vez no había abandonado la zona
todavía.
Tal vez encontraría a ese bastardo después de todo.

124
Lyla
Mi corazón se paralizó cuando Vance entró en la cafetería, con el rostro
indescifrable.
—Hola —dije cuando llegó al mostrador.
—Hola. —Había pasado los últimos dos días en las montañas, buscando
señales de quien había hecho esa trampa para peces.
Por mucho que hubiera querido ir con él, Crystal se había ido y yo tenía que
estar en la tienda. Eso, y solo retrasaría a Vance.
Si no me dejaban atrás, no tenía otra cosa que hacer que preocuparme y
esperar. Hoy estaba tan nerviosa que se me había caído una taza de café. Los
restos de cerámica destrozada estaban ahora en la papelera junto a mis pies.
Pero una taza perdida era mejor que mi percance de ayer: toda una doble tanda
de masa de galletas había salpicado el suelo de la cocina cuando me había
distraído tanto que había volcado el bol de la batidora.
—¿Tienes hambre? —Tuve que hacer todo lo que estaba en mi mano para
no hacerle la pregunta que me moría por formular.
¿Encontraste a Cormac?
Supongo que el hecho de que estuviera aquí era respuesta suficiente. Si
Vance hubiera encontrado a Cormac, probablemente estaría en la comisaría. O
posiblemente haciendo las maletas en su habitación de hotel.
—Sí —dijo—. Hoy me he esforzado mucho. Me comí una barrita de cereales
en el camino de vuelta a la ciudad, pero si tuvieras un sándwich o algo así, sería
genial.
—Lo traeré. —Asentí, yendo a trabajar en un plato.
Vance se dirigió hacia la ventana, tomando su asiento habitual. Hoy no había
traído la mochila. ¿Era eso bueno?
Se quitó el gorro, con el pelo revuelto, igual que esta mañana, cuando lo 125
había dejado en mi cama para venir a trabajar a las cuatro.
Normalmente perseguía a los hombres que se peinaban con peines, no con
los dedos. Nunca jamás podría volver a mirar a un hombre bien peinado sin
desear que tuviera el pelo desordenado de Vance.
Grueso y suave, nada se había sentido mejor enhebrado en mi agarre.
¿Cuántos días, cuántas noches, nos quedaban?
Dos días y todo había cambiado. Era como si hubiéramos empezado esto,
fuera lo que fuera, a un ritmo lento, sin prisas. Como cuando mi padre conducía
por los pastos del rancho, lo bastante despacio como para sentir cada bache en
los caminos de tierra.
Ahora pisábamos el acelerador a fondo y conducíamos a cien kilómetros
por hora, directos hacia un muro de ladrillos.
Se acercaba el final.
Cada día que pasaba, Vance estaba un paso más cerca de abandonar
Quincy.
¿Cuándo?
Quería que encontrara a Cormac. Más que nada, quería que Vance
obtuviera sus respuestas. Para obtener un cierre y que acabara con sus
demonios. Al mismo tiempo...
No quería que encontrara a Cormac.
¿Qué tan ridículo era eso? Ese imbécil era un criminal. Me había vuelto del
revés y merecía pasar el resto de su vida pudriéndose en la cárcel, no sólo por
lo que me había hecho a mí, sino también a su familia.
Vance tenía que encontrar a Cormac.
Pero cuando este lío terminara, Vance volvería a Idaho. ¿Y yo?
Tal vez volvería a la normalidad.
La normalidad sonaba... horrible.
Le serví a Vance una taza de café humeante y se la llevé junto con un
sándwich de pavo a la mesa.
—Aquí tienes.
—Gracias—. Su sonrisa era débil. Cansada.
Lo que más deseaba era deslizarme sobre su regazo, rodear sus anchos
hombros con los brazos y hundir la nariz en el pliegue de su cuello.
Eso tendría que esperar hasta esta noche, cuando estuviéramos a salvo tras 126
mis puertas cerradas.
No había muchos clientes en la tienda en ese momento, pero Emily Nelsen
estaba al otro lado de la sala y a cinco mesas de distancia.
Era periodista en el Quincy Gazette, el periódico local propiedad de sus
padres. Emily y yo nos habíamos graduado juntas en el instituto y, aparte de
algunos incidentes de drama adolescente, nos habíamos llevado bien la mayoría
de las veces.
Solía venir y besarme el culo porque le gustaba Griffin. Pero desde que se
casó con Winn, dejó de hacerlo. Ahora venía a la tienda porque le encantaban
los cotilleos. Y la cafetería era una de sus paradas regulares.
Emily llevaba el pelo rubio recogido, dejando a la vista los auriculares
blancos que se había puesto antes, cuando empezó a trabajar con el portátil.
Quizá estuviera escuchando música o un podcast. Tal vez fuera una treta para que
la gente pensara que no estaba escuchando a escondidas.
Así que me quedé de pie. Si Emily estaba mirando, yo simplemente estaba
atendiendo a un cliente.
—¿Cómo te fue hoy? —pregunté, manteniendo mi voz baja.
—Nada. —Frunció el ceño y dio un bocado a su sándwich, flexionando su
fuerte mandíbula al masticar. Cuando tragó, sus hombros se hundieron, como si
su cuerpo por fin se estuviera relajando ahora que le estaba dando algo de
comida decente.
—¿Crees que vio nuestras huellas?
—Tal vez —murmuró.
Habíamos hecho todo lo posible por ocultarlas con unas cuantas ramas.
Vance tenía la esperanza de que con la lluvia otoñal que habíamos estado
recibiendo cada noche, nuestras huellas se borrarían. Pero no había ninguna
garantía.
—O tal vez no es él. —Vance suspiró.
—Es él. —Tenía que ser él.
—Hoy he colocado algunas cámaras de caza en la zona. Una está apuntando
justo al arroyo.
—Inteligente.
—Ya veremos. —Su voz era tan plana. Hace dos días, había estado excitado
después de encontrar esa trampa. Pero la montaña rusa que era Cormac
Gallagher estaba ahora en el fondo de la pista, junto con los espíritus de Vance.
Arriba y abajo. Abajo y arriba.
127
Comió otro bocado de su sándwich e hizo lo que Vance hacía cuando el
tema se ponía demasiado pesado. Cambió de tema.
—Esto es realmente bueno.
—Gracias.
Le guiñé un ojo, forzando una media sonrisa.
—¿Cómo está yendo tu día?
—Aparte de la taza rota en la papelera, todo ha ido bien.
—¿Estás bien?
—¿Y tú?
—Yo te pregunté primero, Blue.
—Estoy bien. —Asentí, y hoy, era la verdad. Estaba más preocupada por él
que por mí. Y tal vez lo que había necesitado todo el tiempo era hablar.
Desahogarme. Él me había dado esa salida en la cascada.
Nadie conocía esos sentimientos. Ni mis padres. Ni mis hermanos.
Pero había algo en Vance que me había hecho confesarlo todo. Quizás
porque parecía que él lo entendería.
—¿Seguirás buscando? —pregunté—. ¿O solo confiarás en las cámaras?
—Seguiré. —Tenía el abrigo colgado en el respaldo de la silla. Metió la
mano en un bolsillo interior y sacó el mismo mapa que me había enseñado
mientras hacíamos senderismo. Ahora estaba doblado de otra manera, reducido
a la zona alrededor de aquel arroyo—. Hasta que nieve.
¿Cómo? Se me cayó el corazón al suelo. Hasta que caiga nieve. ¿Eso era
todo?
Podría nevar cualquier día. Mis ojos se dirigen a las ventanas y al cielo
sobre Main. La luz del atardecer se había desvanecido a medida que los días se
hacían más y más cortos.
Para variar, el cielo estaba despejado. Las nubes de lluvia se habían
disipado mientras Vance iba de excursión. Las estrellas darían un espectáculo
esta noche, pero este respiro no duraría. Especialmente en las montañas.
Se acercaba la nieve.
No estaba lista para dejarlo ir. Todavía no.
—¿Por qué la nieve? —pregunté, esperando que no oyera la tristeza en mi
voz. 128
—Es demasiado difícil esconder las huellas.
—Claro. —Por supuesto. Como el barro, cualquier rastro ayudaría a
encontrar a Cormac. Pero también alertarían a Cormac de alguien en la zona.
¿Y si hubiera otra manera?
—Mi hermano, Mateo, es piloto. Si nieva, ¿no necesitaría Cormac un fuego
o algo para mantenerse caliente? ¿Y si en vez de eso buscáis en avión?
—Tal vez. Aunque eso podría asustarlo.
—Pero estoy segura de que dondequiera que se haya escondido, ha oído
volar aviones.
Vance tarareó.
—Lo pensaré.
Si se parecía en algo a mi padre, lo pensaré, quería decir que no.
El timbre sonó detrás de mí, la puerta se abrió y, con ella, entró una ráfaga
de aire frío.
Mamá entró, con las mejillas sonrojadas y una sonrisa brillante.
—Hola.
—Hola, mamá.
—¿Cómo va todo? —Se acercó y me abrazó—. Venía a saludarte y a ver si
necesitabas un par de manos extra en la cocina. Tengo ganas de hornear, pero
tu padre me dijo que quería perder dos kilos, así que no se me permitió hacer
una tarta. Le doy una semana.
Me reí.
—Yo también.
—Así que... ¿necesitas mano de obra gratuita?
—Claro. —Miré a Vance.
Asintió a mamá, un saludo silencioso mientras masticaba más del bocadillo.
—Hola —dijo mamá, mirando entre los dos—. Oh, perdona. ¿Interrumpo?
—No, está bien. Solo estábamos charlando. —Miré a Vance—. Te dejaré
comer.
Volvió a asentir, y cuando me dirigía al mostrador, con mamá a mi lado,
sentí sus ojos clavados en mí.
—Cariño. —Mamá se inclinó cerca para susurrar—: ¿Quién es?
—Un cliente. 129
Se burló.
—Y tengo veintinueve años.
Estar cerca de tu madre era maravilloso. La mayor parte del tiempo. Pero
ella siempre tuvo la extraña habilidad de saber cuando estaba mintiendo.
De sus tres hijas, ¿por qué era a mí a quien podía leer como a su libro
favorito? Eloise llevaba un mes casada con Jasper antes de que ninguno de
nosotros se enterara. Y las pocas veces que Talia y yo nos habíamos saltado el
toque de queda en el instituto, no había sido a mi gemela a quien mamá había
interrogado. Era a mí.
Me atrapaba. Todas las malditas veces.
Winn era la única persona de mi familia que sabía lo de Vance, y lo había
mantenido en secreto simplemente porque le había pedido. Griffin
probablemente lo sabía, pero siempre le había preocupado más la elección de
hombres de Eloise, no la mía.
Para ser justos, antes de Jasper, Eloise había elegido algunos desastres
como novios. Supongo que podría tomarme como un punto de orgullo que mi
hermano mayor confiara en mí para juzgar bien el carácter.
—¿Cómo se llama? —preguntó mamá.
Miré por encima del hombro cuando pasamos por delante del mostrador,
asegurándome de que Emily Nelsen estaba fuera del alcance del oído. Luego
hice un gesto con la cabeza para que mamá me siguiera a la cocina.
—Vance —le dije cuando nos quedamos solas.
—Es… —Mamá se abanicó la cara—. Vaya. Diferente a la mayoría de los
hombres con los que has salido. Muy robusto y parece alto. ¿Es alto? ¿Es nuevo
en la ciudad? Dime que se acaba de mudar.
—Sí, es alto. No, solo está de visita.
—¿De dónde? —preguntó mamá, bajándose la cremallera del abrigo—.
¿Missoula?
—Idaho.
—Oh. —La cara de mamá se arrugó—. Eso está más lejos que Missoula.
—Está bien. —Levanté un hombro—. Solo estamos... Está bien.
—Oh, cariño. No está bien. Te gusta.
Mucho. Pero entrar en detalles sobre por qué estaba aquí y cuándo se iría
Vance sólo me llevaría a preguntas que no iba a responder.
—Estaba pensando en hacer pan de calabaza con crema de queso para 130
mañana —dije. Si algo me había enseñado Vance, además de lo bueno que podía
ser el sexo, era a cambiar de tema cuando éste se dirigía por un camino
peligroso—. ¿Quieres tomar la iniciativa?
Mamá me fulminó con la mirada.
—O podríamos hacer chispas de chocolate en lugar de la crema de queso.
—Lyla. —No lo dejaría pasar.
Suspiré.
—Sí, me gusta. Pero se va. No es nada serio. Y ahora mismo, lo necesito. Él
es un escape.
Sus ojos se desviaron hacia mi garganta. No importaba cuántos años
pasaran, ella siempre vería esos moretones, ¿no?
—¿Chispas de chocolate o queso crema? —pregunté.
—Crema de queso. —Me dedicó una sonrisa triste y se dirigió al perchero
que había en la esquina trasera de la cocina para cambiar el abrigo por un
delantal verde.
Saqué los ingredientes secos de las estanterías y los coloqué en la mesa de
preparación, mientras mamá iba a por los huevos, la mantequilla y la nata.
—Bueno, voy a ir a ver cómo va todo ahí fuera y te dejo con ello.
—Voy a invitarlo a la cena familiar en el rancho el viernes.
—Buen… —Eh—. ¿Qué?
—Cena en el rancho el viernes. Si él está de visita, eso significa que está
comiendo fuera para cada comida. ¿No sería agradable tener algo hecho en
casa?
—Primero, no me ofenderé por esa afirmación, teniendo en cuenta que la
mayoría de sus comidas han sido aquí. Segundo, no. Simplemente... no, mamá.
—¿Crees que sería raro si saliera y lo invitara?
—Más que raro.
—Probablemente tengas razón. Podría tenderle una emboscada en el
vestíbulo del hotel.
—Eso se llama acoso. No.
—Es solo una cena.
—Mamá —advertí.
—Bien. —Ella hizo un gesto—. Voy a dejarlo. 131
—Gracias.
Se acercó y me colocó un mechón de pelo oscuro detrás de una oreja.
—Estoy preocupada por ti. Te quiero.
Dos declaraciones que significaban lo mismo.
—Yo también te quiero.
—Tengo una idea. —Me golpeó la nariz con un dedo y se volvió hacia la
mesa—. ¿Y si cubrimos este pan de calabaza con unas pipas de girasol tostadas?
Le daría un toque salado.
—Yum. ¿Tengo semillas de girasol?
—Tú vuelve al mostrador. Yo rebuscaré en la despensa.
—De acuerdo. —La dejé con su tarea, sabiendo que su creación de pan de
calabaza sería una maravilla.
Emily se había ido cuando volví al mostrador, con la taza y el plato vacíos,
así que los recogí rápidamente y limpié la mesa antes de volver al rincón de
Vance.
Su plato también estaba vacío.
—¿Puedo ofrecerte algo más?
—Estoy bien. —Señaló hacia la cocina—. Tu madre y tú se parecen.
—Somos iguales. Está atrás, horneando. —Ahora que Emily se había ido,
saqué la silla frente a la suya y me senté—. Ella me enseñó a cocinar. Knox
también.
Tenía innumerables recuerdos de mi infancia en los que pasaba horas y
horas con mamá en la cocina. En aquel momento, no me había dado cuenta de lo
mucho que aprendía de ella mientras estaba junto a los fogones.
Me había enseñado a trabajar duro. Sobre el orgullo que conllevan los
logros. Me enseñó paciencia. Gracia.
Y a través de cada comida, mamá nos había enseñado todo sobre el amor.
—Eden Coffee era el trabajo de mis sueños hecho realidad —le dije a
Vance—. En cierto modo, creo que también lo fue para mi mamá.
Vance apoyó los codos en la mesa, sin hablar, solo escuchando. Sus ojos se
clavaron en los míos.
Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más aprendía a leer aquellos ojos
sorprendentes. Se desenfocaban cada vez que se perdía en sus recuerdos. Se
oscurecían cada noche antes de que me follara para dormir. Y cuando estaba
interesado en una historia, absorbiendo cada palabra como ahora, tenían un
brillo que hacía que sus iris fueran casi iridiscentes. 132
Si solo tuviéramos más tiempo juntos.
Me aprendería todos los colores de los ojos de Vance Sutter.
—Mientras mi padre trabajaba en el rancho y llevaba los negocios
familiares, mamá dirigía el hotel —le dije—. Le encanta. No como Eloise quiere
al hotel, pero mamá disfrutó trabajando allí hasta que se jubiló. Pero creo que si
pudiera volver a hacerlo, tendría un restaurante. Quizá no como el que tiene
Knox con Knuckles, sino algo más pequeño. Algo así.
—Es bueno que la dejes venir aquí.
—No es ninguna molestia. Créeme. Es una cocinera increíble. Mejor que
yo.
Vance se burló.
—Lo dudo.
Su reacción fue tan rápida, tan segura, que olvidé lo que estaba a punto de
decir.
Le gustaba mi comida. ¿Por qué me sorprendió eso? Se comía todo lo que
le ponía en el plato. Nunca dejaba ni una miga. Aun así, fue agradable oírlo.
No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que quería que le gustara
mi comida. Que yo le gustara. Eran la misma cosa.
La puerta se abrió, robando la atención de Vance mientras miraba por
encima de mi hombro.
Ese maldito timbre. Estaba empezando a resentir el tintineo.
Con un suspiro, me retorcí en el asiento y sonreí cuando Sandy entró.
Dirigía la tienda de cocinas de la calle de abajo, muy frecuentada por turistas y
lugareños.
—Hola, Sandy —dije, poniéndome de pie.
—Hola, Lyla. —Se apartó un mechón de pelo gris de la cara—. Me estoy
congelando. Algo le pasa a la caldera de la tienda, así que he venido a por uno
de tus cafés con leche mágicos para espantar el frío.
—Un café con leche mágico. —Me reí—. Puedo hacerlo. ¿Vainilla, como
siempre?
—Es mi favorito.
—Mamá está en la cocina si quieres ir a saludarla.
—Oh, bien. No la he visto en semanas, así que me encantaría ponerme al
día.
—Te llevaré el café en un momento.
133
Asintió con la cabeza y miró a Vance, pero no se presentó. Simplemente
deambuló por la tienda y se metió en la cocina.
Las patas de la silla de Vance rozaron el suelo cuando se levantó y agarró
su abrigo.
—Me voy a mi habitación. A darme una ducha.
—De acuerdo. —Nunca le pregunté si vendría a mi casa más tarde. Es cierto
que venía todas las noches, pero nunca le pregunté. No quería que pensara que
era pegajosa. No quería oírle decir que no.
No éramos pareja. No hacíamos planes. No salíamos. Era mejor así, ¿no?
Me volví hacia el mostrador, a punto de irme, pero me detuve. Esperé. ¿Por
qué no podíamos hacer planes?
—¿Quieres ir a cenar al rancho el viernes? —pregunté antes de pensarlo.
Sonaba tan inquietantemente como la voz de mi madre que me estremeció.
Ella me había metido la idea en la cabeza y se me había escapado. Maldita
sea.
—Sin presiones. —Mi cara empezó a arder—. Mamá está planeando una
cena familiar en el rancho el viernes y lo mencionó. Si estás harto de comer en
restaurantes todas las noches y quieres algo casero…
Era oficial. Odiaba la palabra casero. Y al igual que mi madre, ahora estaba
insultando mi propio negocio. Bien, Lyla.
—Lo siento. Esto es raro. Ignórame. Mi familia es mucha, y solo quería
ofrecerme por si acaso...
—Blue.
Oh, Dios. Aquí venía la cortés declinación. Y probablemente tampoco lo
vería esta noche.
No podía mirarlo a los ojos. No quería saber de qué color eran sus ojos
cuando estaban llenos de compasión. Así que me quedé mirando al suelo.
—¿Sí?
—¿A qué hora es la cena del viernes?

134
Vance
Los Eden eran ruidosos.
No solo en volumen, aunque la familia de Lyla se reía como si hubiera una
cuota de decibelios que cumplir durante la cena. Eran ruidosos en otros sentidos.
Sus sonrisas. Sus abrazos. Su amor.
Hacía mucho tiempo que no asistía a una cena de la familia Sutter. Quizá me
fallaba la memoria, pero la única vez que recordaba a mi familia haciendo ruido
fue en la última cena. En la que todo se vino abajo.
Los Eden eran muy ruidosos.
Anne y Harrison se sentaron en extremos opuestos de la mesa del comedor
y, entre ellos, sus hijos y nietos.
La mesa en sí, una pieza lisa de nogal negro con sillas a juego, era nueva.
Carecía de las abolladuras y golpes de los muebles que han pasado por más de
un puñado de cenas familiares. Era un poco grande para el espacio, pero
probablemente porque se había comprado pensando en esta aglomeración de
gente.
Una familia numerosa necesitaba una mesa grande. Aunque estuviera
abarrotada, Anne y Harrison probablemente querían que cada persona tuviera
su sitio. Incluso habían hecho sitio para los más pequeños y sus tronas.
No me sorprendió, los padres de Lyla eran buena gente. Anne me había
recibido con un abrazo. Harrison con un firme apretón de manos. Y luego los
hermanos de Lyla habían aparecido siendo entrometidos pero no intrusivos.
Habían hecho preguntas, pero no habían indagado en mi vida personal. En
cambio, esta noche se habían enterado de que prefería el whisky a la cerveza.
Que me gustaban los filetes poco hechos. Y que mi color favorito era el azul.
Lyla era azul.
Aunque no había sido tan específico cuando Eloise había preguntado hacía 135
unos momentos.
—El azul habría sido una buena elección de color —dijo Knox.
—No quería azul. —Anne levantó la barbilla—. Quería amarillo.
—Pero no es amarillo, mamá.
—Claro que es amarillo. —Anne había pintado hacía poco el tocador del
fondo del pasillo. Esta noche era la primera vez que alguien, excepto Harrison,
lo veía—. El color es mostaza. Mostaza es amarillo.
—Parece caca de bebé —dijo Griffin.
—Griff —regañó Winn.
—¿Qué? Parece.
—No es el color de la caca de bebé. —Anne arrugó el ceño y luego
acomodó a la hija de Griff y Winn, Emma, en su regazo—. Cambia el pañal de tu
hija de vez en cuando y notarás la diferencia.
Griffin se rio y sacudió la cabeza, haciendo una mueca a su hijo de dos años,
Hudson, que estaba haciendo un desastre en su asiento elevador con un poco de
plastilina.
Algunos padres no cambiaban pañales, pero sospechaba que ninguno de
los hombres de aquí rehuía un Pampers cargado.
—Es una especie de caca de bebé, mamá —dijo Talia, con la mano
extendida sobre su barriga de embarazada.
Ella y su marido, Foster, iban a tener un niño. Las opciones de nombre eran
Kaiden o Jude. Yo había votado por Jude.
—¿Todos mis hijos son daltónicos? —preguntó Anne a la sala—. Es amarillo.
Harrison escondió la risa en la botella de cerveza que se llevaba a los labios.
—No es para tanto. —Jasper rodeaba con el brazo el respaldo de la silla de
Eloise y le ponía la mano en el hombro. Rara vez estaba lejos de ella y, si estaba
cerca, la tocaba de alguna manera.
Ya había visto ese tipo de contacto constante antes. La obsesión de Jasper
por Eloise me había tomado desprevenida al principio. Tal vez solo por mi propia
historia personal, pero se me habían erizado los pelos de la nuca al observarlos
de reojo casi constantemente.
Pero después de horas de verlos juntos, me di cuenta de que era diferente
a Andrea y Brandon.
Jasper no tocaba a Eloise para poseerla, para controlarla. La tocaba como si
fuera su atadura a la tierra. Como si sin ella, se alejaría con la brisa. Él la amaba.
Había mucho amor en esta mesa. 136
Mesa de la suerte.
—Gracias, Jasper. —Anne le dedicó una sonrisa orgullosa.
—Besa culos —se burló Knox—. Es horrible.
—No es horrible. —Memphis, la esposa de Knox, sonrió dulcemente a
Anne—. A mí también me gusta.
Knox y Memphis tenían cada uno un niño en brazos. Memphis le estaba
dando el biberón a su bebé, Harrison Eden. Knox acariciaba la espalda de su hijo
mayor.
Drake se había dormido hacía una hora, incluso con todo este ruido.
Habíamos terminado el postre. Los platos sucios seguían esparcidos por la mesa.
Había comido el último bocado de brownies y helado, y luego se había
arrastrado hasta los brazos de Knox. Apoyó la cabeza en el hombro de su padre
y cinco minutos después se durmió.
—Vamos a hacer una votación. —Anne dirigió su mirada a Foster, sentado
a su lado—. ¿Qué te parece?
—Me gusta —dijo, compartiendo una rápida mirada con Jasper.
Esta noche me había enterado de que los dos habían trabajado juntos
durante años mientras Foster había estado en la UFC. Jasper había sido el
entrenador de Foster hasta que se había retirado, y ambos se habían trasladado
a Quincy más o menos al mismo tiempo.
Habían compartido algunas miradas esta noche, mensajes tácitos volando a
través de la mesa.
En el pasado yo había tenido ese tipo de amistad. Hermandad.
Con Cormac.
Lyla me puso la mano en el muslo por debajo de la mesa, su delicado toque
ahuyentó el pasado.
Cubrí sus nudillos con la palma de la mano y dibujé círculos en su piel con
el pulgar.
—¿Lyla? —Anne arqueó las cejas mirando a su hija, esperando su voto.
—No creo que sea el color de caca de bebé, mamá. Más como sopa de
guisantes partidos.
Anne se quedó boquiabierta.
—No es verde.
—Tiene un tinte verde.
Apreté los dientes, luchando contra la risa que los hermanos de Lyla no
137
podían ocultar.
—¿Vance? —preguntó Anne, con ojos suplicantes.
—Amarillo —mentí—. Definitivamente es amarillo. —Era verde caca de
bebé.
Se le iluminó toda la cara.
También la de Lyla. Sonrió, sabiendo que había mentido por el bien de su
madre.
—¿De verdad tenemos que votar? —preguntó Mateo—. Solo diré cómo va a
terminar. Tus hijos odian el color. Tus hijos políticos también odian el color, pero
te quieren demasiado como para decirte la verdad.
—Así que no solo criticas mi gusto, ahora dices que no me quieres. —Anne
agarró su servilleta de tela y se la tiró a la cabeza—. Lárgate. No eres hijo mío.
Mateo agarró la servilleta y se echó a reír, una risa profunda y sincera, igual
que la de su padre y sus hermanos.
Necesitaba dos manos para contar las similitudes entre los hombres Eden.
Y lo mismo ocurría con Lyla, su madre y sus hermanas.
Como gemelas, Lyla y Talia tenían la misma forma de cara, nariz y boca. Las
gemelas de Cormac habían sido casi imposibles de distinguir para la mayoría de
la gente. Yo había tardado meses en saber cuál era Hadley o Elsie. Pero aunque
Lyla y Talia tenían los mismos rasgos, reconocería a Lyla en cualquier parte.
Los ojos de Talia eran azules, pero no el azul de Lyla.
Y en lo que se refiere a almas gemelas y personalidades, Lyla era muy
parecida a Anne.
—¿Qué tal si te pinto el baño este fin de semana? —Lyla preguntó—.
Podríamos elegir un bonito gris o verde bosque.
—No. —Anne suspiró—. Estás ocupada. Lo haré yo. Tal vez. O quizá los haga
sufrir a todos con el amarillo caca de bebé.
—Hablando de caca de bebé —Memphis se levantó con el bebé en el
brazo—, vuelvo enseguida.
Se inclinó, besó la frente de Knox y salió de la habitación.
—Bueno, vaquero. —Griffin agarró una bola de plastilina de Hudson y la
puso en su recipiente amarillo—. Es hora de irnos a casa y meternos en la bañera,
luego a la cama.
—No. —La boca de Hudson se torció hacia abajo en las esquinas, luego se
derrumbó, cayendo hacia adelante mientras comenzaba a llorar. 138
—Oh, hijo mío. —Winn se levantó de la silla en un santiamén, para
abrazarlo.
Le rodeó la cintura con las piernas y los hombros con sus pequeños brazos,
como si fuera su ángel salvador. Probablemente lo era. Aunque Winn
probablemente seguiría obligando a su hijo a bañarse.
—Vámonos a casa. —Besó la mejilla de Hudson y lo llevó con ella mientras
recogía la bolsa de los pañales.
Los demás nos pusimos de pie, retirando platos y vasos a la cocina.
Talia y Foster fueron los primeros en irse, seguidos de cerca por Jasper y
Eloise. Luego Knox y Memphis cargaron a sus chicos y se dirigieron a casa.
Mateo se despidió con la mano mientras subía a su camioneta, rumbo a la cabaña
donde vivía en las montañas.
Griffin y Winn no tenían un largo camino hasta su casa en el rancho, así que
se quedaron el mayor tiempo posible para despedirse.
—Me alegro de verte, Vance —dijo Winn mientras estábamos junto a la
puerta.
—Lo mismo digo. —Antes de la cena, había sentido mucho respeto por
Winslow Eden como policía. Después de la cena, ese respeto no había hecho más
que crecer, al verla como esposa y madre, leal y cariñosa.
Hasta donde yo sabía, ella era la única persona que conocía mi situación en
Coeur d'Alene. El desastre que era mi trabajo. El tiroteo. Que dejara que eso
quedara entre nosotros, bueno... No tenía mucho que agradecerle, pero si alguna
vez necesitaba un favor, movería montañas para conseguirlo.
—Me alegro de que hayas venido. —Griffin me estrechó la mano y abrazó
a Lyla, besándole el pelo—. Mamá me ha dicho que hay algunas cosas en la
tienda que hay que arreglar. El toallero del baño y la puerta de tu despacho no
cierra bien. Papá y yo iremos mañana a echar un vistazo.
—No es nada importante —dijo Lyla.
—Entonces no tardaremos mucho. —La soltó y abrió la puerta,
acompañando a su familia fuera, dejándonos a Lyla y a mí con sus padres.
—Gracias por recibirme. —Tomé la mano extendida de Harrison y me
incliné para besar la mejilla de Anne—. La cena estuvo deliciosa.
—Ha sido un placer conocerte. —Anne me sonrió, luego a su hija—. Te
quiero.
—Yo también te quiero, mamá. —Lyla abrazó a sus padres—. Adiós, papá.
—Hasta mañana, cariño. —Harrison nos abrió la puerta y se quedó en el
umbral mientras cruzábamos su porche. Luego, con un gesto de la mano, 139
desapareció con su mujer.
El aire olía a nieve. Se acercaba, más pronto que tarde. Pero respiré hondo
y percibí el aroma del heno, los animales y la tierra. Un hombre podría vivir muy
bien oliendo esa combinación todos los días. Envidiaba a los Eden que vivían
aquí.
—Cuando era niño, quería ser vaquero —le dije a Lyla.
Lyla se rio mientras bajábamos las escaleras del porche.
—¿En serio?
—Sí. Mi yo de diez años estaría en el cielo ahora mismo.
Aunque mi yo, con treinta y cuatro años, también estaba cerca del cielo en
ese momento.
Las estrellas cubrían el cielo de ónice. La luna proyectaba un matiz plateado
sobre las escarpadas montañas de la lejanía. Y aunque era una noche
impresionante, su belleza palidecía en comparación con la mujer que tenía a mi
lado.
—Vamos. —Lyla me agarró la mano, entrelazando nuestros dedos, y luego
me tiró lejos de donde habíamos aparcado mi camioneta.
No estaba seguro de adónde me llevaba, pero la seguí y le tomé la mano
mientras cruzábamos la explanada de grava junto a la casa de Anne y Harrison.
Frente a su casa había tres grandes edificios: un granero, una tienda y los
establos. Lyla los había señalado al llegar. Las luces del patio iluminaban sus
fachadas. Más allá de las vallas y los corrales, todo estaba completamente
oscuro.
Pero cuando Lyla y yo habíamos llegado antes de que oscureciera, me
había dado la oportunidad de ver el rancho de su familia. Era un entorno
magnífico, con praderas y bosques indómitos de hoja perenne y cadenas
montañosas en todas direcciones.
Era el paraíso.
—¿Quieres conocer a nuestro nuevo caballo? —preguntó, conduciéndome
a los establos.
—Claro.
Me soltó la mano para abrir una puerta corredera y entrar.
Me uní a ella y entrecerré los ojos mientras encendía las luces. Luego,
cuando mis ojos se adaptaron, contemplé el enorme espacio, respirando el
aroma de los caballos, el cuero y la paja. Un amplio pasillo ocupaba el centro del
edificio. A cada lado había una hilera de establos.
140
Se acercó a un puesto y se asomó por encima de una verja.
Tomé asiento a su lado. Dentro del establo había un potro negro con una
estrella blanca en la cabeza. Su madre se acercó y le dio un golpe en el brazo de
Lyla.
—¿No es lindo? —Lyla acarició la mejilla suave y redonda del caballo y se
alejó, adentrándose en el edificio. Pasó junto a los establos vacíos, sin prisa—.
Mi caballo, Mercury, y la mayoría de los demás están en el prado. Pero si quieres
hacer realidad tus sueños infantiles, podemos volver otro día. Ir a montar.
Dios, sonaba divertido. Había montado algunas veces a lo largo de los años,
aunque nunca a menudo. Cuando salía a las montañas, normalmente era a pie. Y
por mucho que me encantara pasar un día con Lyla aquí, explorando el rancho
Eden, no era por eso por lo que estaba en Montana.
Y el tiempo se agotaba.
Pronto las montañas se cubrirían de nieve, haciendo que cualquier intento
de buscar a Cormac fuera más difícil de lo que ya era. Si había planeado pasar
el invierno en estas montañas, entonces había reunido suficientes provisiones
para quedarse en el agujero que se había cavado. Limitaría el movimiento,
escondiéndose hasta la primavera.
Si es que estaba aquí.
—Tal vez —le dije a Lyla.
Oyó el no y me dedicó una sonrisa triste cuando llegamos al otro extremo
de los establos.
—Oye. —Agarré su mano, perdiéndola en la mía. Con un tirón, la acerqué—
. Gracias por traerme aquí esta noche.
—De nada. —Su mano libre se deslizó por mi pecho, su dedo índice rozó
cada uno de los botones del Henley bajo mi chaqueta de franela.
—Me gusta tu familia. Me gusta lo ruidosos que son.
Su rostro se suavizó.
—A mí también me gusta.
—Tengo una gran familia. —Las palabras se escaparon antes de que
pudiera tragarlas.
Lyla dirigió su mirada hacia la mía. Quizá esperaba que me apartara, que
cambiara de tema. Normalmente, lo haría.
Esta noche no.
—¿Alguna vez te has sentido perdido entre la multitud? —le pregunté. 141
—A veces —susurró—. ¿Es así con tu familia?
—No somos cercanos.
Su mano se acercó a mi barba, acariciando mi mandíbula con sus nudillos.
—¿Sabe tu familia que estás aquí?
—Mi padre sí. Mi madre y yo no hablamos desde hace… un tiempo.
—Lo siento.
—Yo también.
Había más cosas que explicar. Una historia que contar. Y maldita sea, quería
contársela. Quería desahogar mi corazón de nuevo.
No tenía ni idea de cuánto me había ayudado compartir mi historia con
Cormac al descargarla por primera vez en años. Tal vez también ayudaría a darle
sentido a la mierda de mi familia si se lo contaba a ella. La forma en que Lyla
escuchaba, la forma en que absorbía cada palabra, lo hacía tan tentador.
Pero habíamos pasado una noche tan buena. Tal vez si no hubiera fecha de
caducidad, tal vez si la nieve no estuviera llegando, me rendiría.
En lugar de eso, cerré la otra mano sobre la suya, apartándola de mi cara y
retorciéndola detrás de su espalda, clavándola justo encima de su culo. Luego
me acerqué más a ella, estrechándola contra mí mientras me inclinaba y le comía
la boca.
Se abrió para mí al instante, y cuando deslicé mi lengua dentro, acariciando
la suya, el pasado desapareció. No había nada más que esa mujer y el dulce
sabor de sus labios.
Mi polla se hinchó, mi cuerpo ansiaba el suyo.
Lyla gimió cuando apreté mi excitación contra su cadera.
¿Cuántas veces nos quedaban? Cinco. Diez. No era suficiente. Ya lo sabía,
no importaba el número, no sería suficiente. Así que nos arrastré hacia la
superficie más cercana, apretando a Lyla contra una ancha viga de madera.
Aparté mi boca de la suya, recorriendo su mandíbula hasta el lóbulo de la
oreja.
—¿Alguna vez te han follado aquí?
—No. —Jadeó, metiendo la mano entre los dos. Su palma presionó con
fuerza mi erección, arrancándome un gemido—. Vance.
Joder, me encantó cómo dijo mi nombre.
Casi tanto como el vestido de esta noche. Era de cuello alto color caramelo,
de punto grueso y suave. Su forma cuadrada no debería haber sido sexy, pero
142
era corto y le llegaba a la mitad del muslo, de modo que una insinuación de esas
piernas tonificadas y suaves podía burlarse de mí toda la noche. Sus botas sexys
le llegaban casi a las rodillas.
—He querido subir este vestido toda la noche. —Agarré la tela con las
manos y se la subí por las caderas. Exactamente lo que había querido hacer
desde el momento en que la vi salir de su dormitorio, con el pelo rizado en ondas
largas y sueltas y un brillo en los párpados.
Mi mano se deslizó bajo el dobladillo del vestido, buscando el centro de su
braga.
—Ya estás empapada —gruñí contra su cuello mientras apartaba la tela y
deslizaba los dedos por su raja para acariciarle el clítoris.
—Sí —ronroneó, arqueándose ante mis caricias.
—¿Quieres mis dedos? ¿O mi polla?
—Ambos.
—¿Qué?
Se inclinó para darle un beso rápido y susurró la palabra mágica:
—Por favor.
Agarré la braga y, de un único y rápido tirón, se la arranqué del cuerpo.
Lyla jadeó, abrió los ojos y me fulminó con la mirada.
—Vance.
Podía fingir estar molesta todo lo que quisiera. Ambos sabíamos que se
mojaba cuando le rompía las bragas. Tal vez se diera cuenta antes de que me
fuera que no tenía sentido usarlas.
—Mía. —Sonreí y me guardé el encaje estropeado en el bolsillo del abrigo.
Luego, con una mano en su culo, metí un dedo en su apretado calor.
Se derritió contra mí, gimiendo mientras jugueteaba con ella, haciéndola
subir más y más.
—Me encantan tus dedos.
—A mis dedos les encanta tu coño. —Añadí un segundo dedo, acariciándola
profundamente hasta que sus piernas empezaron a temblar.
Se había corrido en mi mano muchas veces, pero esta noche quería sentirla
explotar en mi polla, así que me aparté, ganándome otra mirada.
Me desabroché rápidamente el vaquero, empuñé mi pene y le di unas
cuantas caricias. Luego subí a Lyla contra el poste, agarrándola por los muslos 143
mientras la sujetaba con las caderas.
—Boca —le ordené.
Me besó inmediatamente y su lengua se enredó con la mía. Me alineé en su
entrada y, de un empujón, me enterré dentro de ella, con la mandíbula apretada
mientras luchaba por mantener el control.
—Joder. Te sientes tan bien, Blue.
Sus paredes interiores se agitaron.
—Date prisa.
Un empujón y estaba lista para correrse.
Tiré de ella y la penetré de golpe. Luego metí la mano entre los dos y
presioné su clítoris con mis dedos húmedos.
—Vance. —Su grito resonó en las vigas mientras ella se desgarraba,
palpitando a mi alrededor mientras yo nos mecía juntos, una y otra vez.
No tardé en seguirla por el borde, mi cuerpo se desplomó sobre el suyo
contra el poste.
Un caballo relinchó desde el otro lado del edificio.
Lyla soltó una risita musical en mi oído.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí. ¿Y tú?
—Más que bien.
Tarareó, soñolienta y dulce. Probablemente se dormiría en el camino de
vuelta a la ciudad. Así que la puse de pie y, con mi semen goteando por su muslo
desnudo, la saqué de los establos y la llevé a casa.
Lyla estaba fuera incluso antes de que llegáramos a la autopista.
Y mientras ella dormía, yo contemplaba el cielo marcado por las estrellas,
rezando para que este tiempo se mantuviera un par de semanas más.
No solo para tener la oportunidad de encontrar a Cormac, sino porque
necesitaba tiempo con Lyla.
Excepto cuando me desperté a la mañana siguiente, solo en la cama de Lyla
porque ella ya se había ido a trabajar, más allá de las ventanas de su habitación
había una fina capa de nieve helada.

144
Lyla
Vance me tenía aprisionada contra la pared de la ducha. El vapor nos
envolvía y una gota de agua se le pegaba al labio inferior mientras me penetraba
con fuerza, con la respiración tan agitada como la mía.
Mis manos se agarraron a sus hombros, sujetándose con fuerza. Cuanto más
clavaba las uñas, más fuerte me follaba.
—Oh, Dios. —Cada músculo de mi cuerpo tembló mientras mi orgasmo se
precipitaba hacia mí como una avalancha. Mis manos se aferraron a sus hombros,
mis uñas como garras en su piel resbaladiza.
—Lyla. —La forma en que gimió mi nombre me produjo un escalofrío. Era
erótico. Desesperado. Estaba cerca, al borde de su propia liberación, pero no se
atrevía a parar hasta que yo me corriera primero.
Sus fuertes manos me agarraron el culo, sujetándome. Apretó, las yemas de
sus dedos se clavaron en mi carne, y ese pequeño dolor fue el detonante.
—Vance. —Me rompí en mil pedazos cuando rugió mi nombre.
Mi cuerpo palpitaba alrededor de su longitud. Estrellas blancas
consumieron mi visión.
Se derramó dentro de mí, con una sarta de sonidos incoherentes escapando
de su garganta.
El corazón me retumbó al bajar del orgasmo, con los brazos y las piernas
tan apretados alrededor de él que tuvo que hacer palanca para soltarme. No es
que tuviera prisa por soltarme.
Su gran cuerpo envolvió el mío mientras sus brazos serpenteaban
alrededor de mi cintura, su frente cayó hacia delante hasta el azulejo. Vance me
mantuvo atrapada contra la pared hasta que el agua pasó de caliente a tibia.
Eran las cuatro de la mañana y llegaría tarde a la cafetería. Acababa de 145
enjuagarme el pelo cuando se abrió la puerta de la ducha y Vance entró.
Sus días de quedarse en la cama mientras yo me escabullía antes del
amanecer habían terminado. Algo había cambiado en los últimos cuatro días,
desde aquella noche en los establos.
El sexo con Vance siempre había sido poderoso, pero ahora, había un
borde. Este deseo frenético. Era como si ambos supiéramos que el tiempo se
acababa, así que ninguno de los dos desperdició la oportunidad de estar juntos.
Se apartó y me besó mientras me ponía enderezaba. Me apartó el pelo
mojado de las sienes y me sujetó la cara con las manos mientras me miraba a los
ojos.
Esto también era nuevo. Me miraba fijamente como si intentara memorizar
cada detalle. Mis ojos. Mi nariz. Mis labios. Quedarme quieta, dejando que su
mirada recorriera mis rasgos mientras yo intentaba ocultar la tristeza de mi
corazón, era una tortura.
—Voy a llegar tarde al trabajo.
Suspiró, echándome una última mirada larga, luego asintió y me dejó ir.
Salí de la ducha y me sequé con la toalla mientras el aroma de su champú
llenaba el baño.
Este fin de semana, había aparecido con su maleta del hotel. Su reserva
había terminado. En lugar de prolongarla, había traído sus pertenencias aquí.
Me quedé mirando su cepillo de dientes en el soporte junto al mío. En el
neceser de cuero que había en la encimera junto al lavabo. Dentro había una
maquinilla de afeitar que claramente no había tocado en semanas. No es que me
importara. Me encantaba la barba de Vance y lo espesa que se sentía bajo mis
dedos.
¿Qué aspecto tendría sin ella?
Nunca lo sabría.
Se me retorció el corazón. Vance viviría para siempre en mi memoria
exactamente como era hoy.
Otra mujer lo vería envejecer. Sería testigo de cómo las canas enhebraban
su pelo chocolate. Vería cómo se le marcaban las arrugas de la risa a los lados
de la boca durante la siguiente década. Dormiría sobre su pecho ancho y le
prepararía café por las mañanas.
La idea del café me sacó de mis pensamientos y me apresuré a realizar el
resto de mi rutina matutina.
Cuando Vance salió de la ducha, se rodeó la cintura con una toalla y se pasó 146
las manos por el pelo húmedo. Luego pasó la palma de la mano por el espejo
empañado. Las gotas corrían por su superficie y, cuando volviera a casa esta
noche, tendría que usar limpiacristales para borrar las rayas.
Otra mujer llegaría a quejarse de las rayas. Quizá ella intentaría quitarle esa
costumbre.
—Lyla.
Di un respingo, apartando los ojos del espejo.
—¿Sí?
—¿Qué pasa?
—Nada. —Forcé una sonrisa y me incliné para aplicarme una capa de
rímel—. ¿Irás a la tienda cuando vuelvas a la ciudad?
—Sí.
—Cuídate. —Besé el centro de su pecho y salí del baño hacia el armario
contiguo.
Vestida con un vaquero y un suave jersey de cuello redondo, me detuve en
la cocina para encender la cafetera para Vance. Luego agarré las llaves y me
dirigí a toda prisa al garaje, atravesé la ciudad y estacioné en mi plaza habitual
en el callejón detrás de la tienda.
Cada día era más difícil venir a trabajar. Vance no necesitaba que lo
acompañara por las montañas como distracción mientras buscaba, pero las horas
que pasaba en Eden Coffee eran horas que podría haber pasado con él.
Salí del auto y mi pie aterrizó en la grava húmeda. Esquivé un charco de
camino a la puerta de la cafetería.
La nieve del viernes se había derretido. Gracias a Dios. Cuando me
desperté el sábado y vi el suelo cubierto de blanco, lloré en la ducha antes de
que Vance se uniera a mí.
Por supuesto, el único año en que necesitaba desesperadamente un otoño
largo y prolongado, el aliento helado del invierno me caía en cascada por el
cuello. Pero el tiempo había calentado lo suficiente como para convertir la nieve
en aguanieve.
Las primeras horas fueron tranquilas, como de costumbre, así que las pasé
en la cocina, horneando lo que me apetecía.
Las opciones de hoy eran bollos de arándanos y croissants de chocolate. En
parte porque a Vance le encantaban y porque el chocolate oscuro, casi negro,
me sentaba bien. 147
Una vez terminada la repostería y la preparación del desayuno, me dediqué
a mis tareas habituales para abrir la tienda. Preparé cafés con leche y capuchinos
para los clientes habituales que venían cada mañana. Calenté burritos de
desayuno y serví parfaits de yogur. Serví panecillos de canela y magdalenas de
arándanos, todo ello con una sonrisa inquebrantable.
Acababa de limpiar una mesa cuando entró Winn.
Vestía un vaquero oscuro y una camisa blanca abotonada. Hoy llevaba una
americana negra, cuya longitud ocultaba casi por completo su placa y su pistola.
—Hola. —Le di un abrazo rápido antes de ir detrás del mostrador, para
prepararle un café con leche—. ¿Quieres desayunar?
—Mi abuelo me dijo que tenías croissants de chocolate.
—Sí. —Me reí.
El abuelo de Winn fue la razón por la que tuve que guardar tres croissants
para Vance en la parte de atrás. Covie le diría a cualquiera que viera hoy que yo
tenía croissants. Ahora estaba jubilado, pero cuando era alcalde, los habría
vendido en una hora. Hoy, podrían durar hasta el mediodía.
—También estoy aquí en misión oficial —dijo Winn mientras le entregaba
el café y los pastelitos.
Me tragué un gemido.
—¿Si?
—¿Podemos hablar en la cocina?
—Um, claro. —Escudriñé el espacio, asegurándome de que las pocas
personas en las mesas estaban atendidas por ahora, y luego me dirigí a la parte
de atrás—. ¿Qué pasa?
—Cuando llegué a la comisaría esta mañana, tenía un mensaje de un agente
del FBI. Me devolvía una llamada que hice la semana pasada.
Se me aceleró el pulso. ¿Era bueno para Vance que el FBI estuviera
involucrado? ¿O algo malo?
—De acuerdo —dije.
—El agente con el que hablé tiene asignado el caso de Cormac Gallagher.
Le hablé de ti y de que tengo razones para creer que Cormac es quien te atacó.
—¿Y le contaste lo de Vance?
—No. —Winn negó con la cabeza—. Vance ya tiene bastantes problemas
con sus superiores desde el tiroteo. No quería que le echaran la bronca por estar
aquí. Por lo que a mí respecta, está en Montana de vacaciones y haciendo mucho
senderismo. 148
Tiroteo. ¿Qué tiroteo? ¿De qué estaba hablando Winn? Vance no había
mencionado un tiroteo.
—Llamaré a Vance más tarde —dijo Winn, dando un sorbo a su café—.
Supongo que hoy estará en las montañas.
Logré asentir con la cabeza, aún intentando que mi mente dejara de dar
vueltas. ¿Qué tiroteo?
—Llamé al FBI porque es su caso. Si realmente es Cormac Gallagher,
entonces es federal. Tienen jurisdicción.
—¿Eso significa que vendrán aquí?
—No. —Sacudió la cabeza—. El agente me aseguró que si hubiera sido
Cormac ya hace tiempo que se habría ido de Quincy. Que sin un rastro o una
pista, no habría nada que encontrar. El agente no estaba muy contento de que no
les hubiera avisado inmediatamente después del incidente en el río.
Me burlé.
—Ni siquiera sabíamos quién era en ese momento. Puede que nunca lo
hubiéramos sabido de no ser por Vance.
—Bueno, el agente dejó claro que la razón por la que Cormac seguía en
libertad era por mi culpa y por las deficiencias de las autoridades locales.
—Eso no es justo.
Sus hombros cayeron.
—Puede ser. Pero lamento que no lo hayamos encontrado.
—No es culpa tuya. Lo has intentado.
—Quizá deberíamos haberlo intentado más.
—Incluso entonces, no creo que hubiera importado. —Era la cruda realidad
a la que no quería enfrentarme.
Cormac se había ido.
Se había ido de esta zona después del río, llevándose no solo mi
oportunidad de justicia, sino también la oportunidad de Vance de cerrar el caso.
—Se ha ido, ¿verdad? ¿Cormac? —No podía preguntarle a Vance. No lo
obligaría a responder.
—Es lo más probable.
—¿Por eso dejaste que Vance siguiera buscando?
—Sí y no. Dada su experiencia, si hubiera algo que encontrar, él habría sido 149
quien lo encontrara. Pero también creo que necesitaba esta búsqueda para
olvidarse de todo lo demás.
¿El tiroteo?
—Después de algo tan horrible, a veces, solo necesitas recordar por qué
eres policía. —La mirada de Winn estaba desenfocada mientras miraba un punto
invisible en el suelo—. Para hacer algo bueno. No iba a quitarle eso.
Por eso, siempre estaría agradecida.
—Te quiero, Winn.
—Yo también te quiero, Lyla. —Sus ojos se suavizaron—. Te estás
enamorando de Vance, ¿verdad?
No tenía sentido mentir, pero iba a esquivar.
—Se va a ir.
Quizá otra amiga, otra hermana, me habría instado a pedirle que se
quedara. Quizá me hubiera sugerido que probáramos con la larga distancia. Pero
Winn se limitó a darme un abrazo y a susurrarme:
—Lo siento. —Salió de la cocina y volvió al trabajo en la estación.
En cuanto se fue, saqué el teléfono del bolsillo y tecleé una búsqueda.
Vance Sutter tiroteo
Pero antes de que pudiera añadir Idaho a los criterios, mis dedos se
detuvieron. Me quedé mirando la pantalla un largo rato, borré todo y devolví el
teléfono a mi vaquero.
Había una razón por la que Vance cambiaba de tema tan a menudo. Por algo
evitaba hablarme de su trabajo o de su familia.
No quería que lo supiera.
Yo no era su novia.
Yo era simplemente su escape.
¿Por qué siempre era yo la persona en una relación que caía demasiado
lejos? ¿La que se preocupaba demasiado? ¿La que olvidaba las reglas?
¿La que se dejaba llevar por el corazón?
No me arrepentía. Ni un minuto. No con Vance.
Tal vez eso vendría, después de dejar Quincy. Pero por el momento, si
necesitaba un escape, yo sería ese refugio. Así que cuadré los hombros, reprimí
mi curiosidad y volví al mostrador para sonreír y atender a mis clientes.
Vance llegó cerca de las cuatro, vestido como la mayoría de los días, con
pantalón Carhartt y una prenda térmica de manga larga bajo el grueso abrigo de 150
franela. Llevaba el gorro y los guantes metidos en los bolsillos del abrigo.
¿Qué tipo de ropa llevaba en verano? En su próxima visita a la peluquería,
¿cuánto se cortaría el pelo? Además de follarse a una mujer sin sentido, ¿qué
hacía para divertirse?
¿Qué tiroteo?
Preguntas que no hice.
—Hola, Blue.
—Hola. —¿Todos sus amantes tienen apodos? ¿O solo yo?—. ¿Hablaste con
Winn?
Suspiró.
—Sí. Recibí su mensaje. La llamé en el viaje de vuelta. No puedo decir que
estoy sorprendido o decepcionado. Es mejor así.
—¿Cómo ha estado? ¿Encontraste algo?
—Frío. Y no.
No. Solía decir que aún no.
Me tragué mi decepción.
—¿Café?
—Sí. Sería estupendo.
—Lo traeré.
—Gracias. —Bajó la barbilla y se dio la vuelta, dirigiéndose a su asiento
habitual.
Esa silla era suya. La mesa también, pero sobre todo esa silla. Durante el
resto de mis días, no sería capaz de mirar a ese rincón y no pensar en Vance.
¿Se acordaría de mí también?
De todas las preguntas que flotaban en mi cabeza, ésa era la que más me
aterrorizaba. Así que en lugar de preguntarme, llené una taza de café y emplaté
un croissant de chocolate.
Y cuando llevé a ambos a Vance, me recordé a mí misma la simple verdad.
Aún estaba aquí.

151
Vance
No era el tipo de hombre que se perdía. Norte. Sur. Este. Oeste. Mi brújula
interna siempre había sido cierta.
Pero maldita sea si no podía dejarme perder en Montana.
De pie en lo alto de una roca, la vista que tenía ante mí era magnífica. A lo
lejos se veía una cadena montañosa añil. Las estribaciones eran una espectacular
mezcla de verdes y dorados. La nieve cubría las copas de los árboles de un
blanco resplandeciente. A kilómetros de distancia, el río serpenteaba por el
valle, cortando su sinuoso camino a través del paisaje.
Llené mis pulmones con el aire frío, reteniéndolo hasta que quemó. Hasta
que ahuyentó cualquier duda.
Esto era todo.
El último día.
Bajo los troncos de los árboles, cinco centímetros de nieve cubrían ramas y
hojas caídas. Era diferente a la nieve del fin de semana pasado. Había llegado
para quedarse. Aunque el tiempo mejorara en la ciudad, las temperaturas no
cambiarían mucho aquí fuera. Los copos que habían caído anoche estaban aquí
hasta la primavera. Estaban aquí para quedarse.
Ya no habría forma de ocultar mi presencia. No habría forma de cubrir mis
huellas. Si Cormac estaba aquí, probablemente sabría de mí mucho antes de que
yo supiera de él.
Y si era sincero conmigo mismo, probablemente no había nada que
encontrar.
Probablemente no había nada que encontrar en todo el mes.
Solo había explorado una fracción de estas montañas. La zona era tan vasta,
tan indómita, que podría haberme pasado un año buscando y seguir sin
encontrar a Cormac. Era hora de enfrentar la verdad. 152
Él ganó. Me había ganado, una y otra vez.
Dolía. El cuero de mis guantes crujió cuando mis manos se cerraron en
puños. Admitir la derrota no estaba en mi naturaleza, pero maldita sea, me había
vencido.
Era una extraña mezcla de emociones: la frustración que me producía
incluso pensar en el nombre de Cormac y la paz que sentía al contemplar el
paisaje de Montana. Al final, ganó la rabia.
—Vete a la mierda, Cormac. —Las palabras se desvanecieron en la brisa.
Con ellas, la justicia, resolución y esperanza.
No era jodidamente justo.
Él ganó.
—Lo siento, Norah. Maldita sea, lo siento, chicas.
Se me cerró la garganta al pensar en sus caras brillantes. En las vidas que
deberían haber vivido. Su padre, su carne y su sangre, las había matado.
—¡Vete a la mierda, Cormac! —Mi grito rebotó en los acantilados a mi
espalda, resonando en la distancia para que nadie lo oyera.
El dolor en mi pecho era paralizante.
Lo siento.
Cerré los ojos, el fracaso pesaba tanto sobre mis hombros que me hizo
arrodillarme.
Lo siento, Lyla.
¿Cómo le diría que me rendía? ¿Cómo aplastaría su esperanza?
¿Cómo me despediría?
Me arrodillé y apoyé los antebrazos en las rodillas. La nieve empezó a
derretirse y a empapar la gruesa tela de mi pantalón. Pero incluso mientras se
me mojaba el culo, mantuve la vista fija en el paisaje, aferrándome a su paz. A su
silencio.
Este solía ser mi sueño, pasar mis días en las montañas en soledad.
¿Cuándo se había vuelto tan solitario? ¿Cuándo hizo tanto frío?
El mejor día que había pasado en estas montañas fue el día que llevé a Lyla
a su cascada. El día que recordé lo agradable que era tener a alguien más en el
camino.
Ese alguien solía ser Cormac. Habíamos pasado incontables horas juntos.
Hablando de nada. Hablando de todo. 153
Dios, echaba de menos a mi amigo. Odiaba echarlo de menos. Su ausencia
había dejado un agujero irregular.
¿Qué pasaría cuando me fuera de Quincy? ¿Cómo de grande sería el
pedazo que dejaría aquí con Lyla?
Suspiré y bajé la cabeza.
La última semana había sido increíble y agonizante a partes iguales. A
medianoche, nos aferrábamos el uno al otro, saboreando cada momento. Cada
caricia. Si estábamos solos, yo estaba dentro de ella.
Lyla Eden.
Blue.
La sorpresa de mi vida.
Solté una carcajada. Ese hijo de puta de Cormac. Si no hubiera sido por él,
no la habría conocido. Lo odiaba por lo que le había hecho. Por las marcas que
le había dejado, tanto físicas como mentales. Pero maldita sea, me alegré de
haberla encontrado.
Aunque solo fuera durante un mes.
—Vete a la mierda, Cormac —susurré.
Ganó.
Pero quizá yo también gané.
Tal vez era hora de echar un vistazo al equipaje que había estado cargando.
Tal vez era hora de hacer algunos cambios.
Permanecí sentado, mirando a lo lejos, hasta que mi culo se empapó y
empezó a entumecerse. Solo cuando el sol empezó a ocultarse me levanté, puse
un pie delante del otro y salí de la montaña en dirección a mi camioneta.
En cuanto me puse al volante y la puerta se cerró, el silencio bien podría
haber sido la tapa cerrándose de un ataúd.
Hecho. Estaba hecho.
La siguiente vez que me llegara una pista sobre Cormac, no la perseguiría.
Así que arranqué la camioneta y pisé el acelerador, manteniendo los ojos
pegados a la carretera mientras las montañas y los árboles pasaban frente a mi
parabrisas.
Con cada kilómetro, la presión de mi pecho se aflojaba, pero tardé todo el
trayecto hasta Quincy en relajar los hombros. Y no respiré hondo hasta que
estacioné delante del Eden Coffee.
Lyla estaba dentro. Estaba de espaldas a las ventanas, con la cadera
apoyada en el mostrador. Llevaba el pelo recogido en una coleta y los sedosos
154
mechones le caían por la columna.
Joder, echaría de menos ese pelo sobre mi pecho mientras dormíamos.
Hablaba con Crystal, que estaba preparando algo en la cafetera exprés.
Lyla se apartó del mostrador, sonriendo mientras desaparecía en la cocina.
Salí de la camioneta y entré sin pararme en el mostrador.
—Um… —La mirada de Crystal fue ignorada mientras me dirigía a la cocina.
Cuando atravesé la puerta abierta, Lyla levantó la vista de su lugar junto a
una gran mesa de acero inoxidable en el centro de la sala. Su rostro se iluminó
como una superluna en un cielo nocturno oscuro.
—Hola.
Sí, yo también había ganado.
Crucé la distancia que nos separaba y tomé su rostro entre mis manos.
—¿Estás bien?
Aplasté mi boca contra la suya.
Tardó un suspiro en relajarse, pero entonces sus manos se acercaron a mi
abrigo, agarrando las solapas mientras se ponía de puntillas.
Lamí la comisura de sus labios, exigiendo entrar, y cuando se abrió para mí,
la devoré, saboreando cada dulce centímetro de la boca de esta mujer mientras
aún tenía la oportunidad.
Tarareó y se hundió más en el beso. Sus manos se movieron, recorriendo
mi pecho y bajando por mis costillas. Apretó las palmas contra mi espalda,
aplastándolas contra mis músculos mientras las deslizaba hasta mi pantalón.
Luego metió las manos en los bolsillos traseros y me dio un fuerte masaje en el
culo mientras le mordisqueaba la comisura de los labios.
Nos besamos como si estuviéramos en su dormitorio, no en una cocina. Nos
besamos como si no hubiera un mañana, chupando y lamiendo hasta que
nuestras bocas estuvieron hinchadas y húmedas. Hasta que ella se quedó sin
aliento y yo me puse duro como una piedra, deseando sentir su pulso alrededor
de mi polla.
Aparté la boca, con el pecho agitado, y me ahogué en sus ojos de zafiro.
—Hola, Blue.
Mi Blue. Por un poco más de tiempo.
—Hola —susurró.
Apoyé mi frente en la suya. 155
—Será difícil alejarme de ti.
Sus ojos se cerraron mientras suspiraba.
—Será duro verte marchar.
Pero ella lo haría. Me dejaría ir.
No me pidió que me quedara.
Había tantas cosas que aún no sabía. Tanto que no estaba seguro de cómo
explicárselo.
Sin embargo, de alguna manera, sabía que no podía quedarme en Quincy.
¿Qué era lo mejor de ella? Que no me lo pedía, porque no me obligaba a
decirle que no.
Joder, pero eso me encantaba de ella.
Las emociones de hoy, de este viaje, se arremolinaban como una violenta
tormenta. Así que bloqueé el ruido, lo silencié todo besando de nuevo a Lyla. En
el momento en que mi boca estuvo sobre la suya, el mundo se silenció. La única
emoción que importaba era el deseo.
—Oh, um... lo siento.
Lyla se separó al oír la voz de Crystal.
Atrapados.
Soltó una risita.
El sonido fue tan puro e inocente, tan feliz, que cerré los ojos, reprimiéndolo
para los días oscuros que se avecinaban.
Lyla se llevó la mano a la boca, se inclinó hacia un lado y me miró por
encima del brazo.
—No pasa nada, Crystal. Solo estábamos...
Besándonos. Cuando se trataba de Lyla, era como un adolescente cachondo,
desesperado por tenerla bajo mis manos.
Lyla se aclaró la garganta, dando un paso a mi alrededor.
—Creo que no se conocieron oficialmente. Vance, ella es Crystal. Crystal,
él es Vance.
Me giré lo suficiente como para asentir con la cabeza, pero no lo suficiente
como para revelar el bulto que forzaba mi cremallera.
—Encantado de conocerte.
—Igualmente. Lo siento, vine a buscar la escoba pero… —Crystal
desapareció al terminar su frase.
156
—Dios mío. —Lyla volvió a reír y se secó los labios—. Eso fue posiblemente
peor que la vez que mi padre me atrapó besando a mi novio en el asiento trasero
de su auto en mi último año de instituto.
Levanté un dedo.
—Basta de hablar del novio del instituto.
Se rio.
—¿Qué tal la excursión?
—Bien. —Le diría más tarde que era la última. Más tarde, después de
haberme preparado para ver esa luz apagarse en sus ojos—. Te dejaré volver al
trabajo.
—¿Te vas?
Todavía no.
—Voy a tomar un café. Comer algo.
—Crystal se va en una hora. Tiene un asunto familiar esta noche, así que
tendré que cerrar. Pero como es domingo, será más temprano de lo normal.
—Me quedaré hasta que termines. —Como anoche. Y todas las noches de
la semana pasada. Cuando iba a su casa, era para seguirla y llevarla a la cama.
—De acuerdo. —Sus hombros cayeron con alivio—. Haré la cena más tarde.
—O puedo cocinar.
Arqueó una ceja.
—Sé cocinar.
—Muy bien, Sutter. —Se acercó y tiró de mi abrigo, mi señal para que me
agachara para que ella pudiera tener su beso—. Te toca.
Me reí entre dientes y la dejé en la cocina, sabiendo que acababa de
joderme de verdad. Comparado con Lyla, yo era un cocinero de mierda. Pero le
hacía queso a la plancha o huevos revueltos.
Después de un orgasmo.
Mi mesa estaba vacía, como siempre. Hacía más frío junto a las ventanas,
probablemente por eso la mayoría prefirió sentarse más al fondo del café. Me
parece bien.
Pasé por el mostrador, pedí un café y una magdalena de almendras y
semillas de amapola, y me retiré a mi silla para mirar por la ventana.
Los mapas estaban en mi mochila, guardados en mi camioneta. Ya no los 157
necesitaba.
Mi teléfono vibró en mi bolsillo con un mensaje de texto. Lo saqué. Era Alec.
¿Volviste a casa?
Respondí:
No del todo
Alec me había enviado algunos mensajes en las últimas semanas,
comprobando si había encontrado algún rastro de Cormac. Nuestros
intercambios habían sido breves.
Cuando llegara a casa, saldríamos a tomar una cerveza. Le contaría lo que
había pasado aquí. Bueno, la mayor parte de lo que había pasado.
Lyla, me la quedaría para mí. Ella sería mía y solo mía.
Estaba dejando el teléfono sobre la mesa cuando un destello rojo por la
ventana me llamó la atención. Como había hecho durante cuatro años, aquel pelo
pelirrojo captó mi atención.
Una mujer pasó junto a la ventana. Su cabello ocultaba la mayoría de sus
rasgos. La mayoría, pero no todos. No ocultaba los pómulos altos. La nariz recta.
La barbilla familiar y la boca sin sonrisa.
—Pero ¿qué...?
Conocía esa cara.
Salí volando de la silla y me levanté tan deprisa que el respaldo de las
rodillas me hizo rasparla contra el suelo.
La mujer de fuera desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Tan rápido que
parecía que no hubiera estado allí.
No. No, no podía ser ella. Estaba muerta. En mi mente, sabía que estaba
muerta. Pero joder, el parecido era asombroso.
—¿Vance? —Lyla se acercó corriendo, con una cafetera en la mano.
—Un segundo. —Levanté un dedo, rodeando la mesa.
La curiosidad, ese pelo rojo, sacó lo mejor de mí, como lo había hecho
durante cuatro años. Así que me dirigí a la puerta, la abrí de un tirón y me
apresuré a salir.
Necesitaba verlo más de cerca. Necesitaba sacar esa cara de mi maldita
mente.
Excepto que no había ninguna mujer pelirroja en la acera. Quienquiera que
fuese, se había ido. 158
Corrí hasta la esquina más cercana, buscando en la calle lateral. No había
nada. Giré lentamente, buscando por todas partes un indicio de ese rojo. Junto a
la joyería. En el hotel. En el banco. En el hotel. En el banco. Nada.
No había ninguna pelirroja. La única mujer en la acera era Lyla.
—Vance. —Salió trotando de la cafetería, con la respiración agitada. No
llevaba abrigo, así que me quité el mío y se lo pasé por los hombros.
—Ponte esto.
—¿Qué pasa?
—No es nada. —Solo yo perdiendo la puta cabeza. Me pasé una mano por
la cara y suspiré—. Solo estoy... viendo fantasmas.

159
Lyla
El cerrojo saltó con un ruido sordo. Con ese sonido, me relajé.
Había querido cerrar la tienda durante horas para poder hablar con Vance
sobre lo que había pasado antes, lo que le había hecho salir corriendo por la
puerta. Pero tuve que esperar hasta el cierre. Por fin estábamos solos.
Apagué las luces y no me molesté en fregar el suelo o limpiar las mesas; lo
haría por la mañana. El trabajo podía esperar.
Vance salió de la cocina a grandes zancadas, con su ancha figura iluminada
por la tenue luz.
—¿Qué pasa con la limpieza?
Unas cuantas noches trabajando conmigo aquí y ya había aprendido mi
rutina.
—Lo haré mañana. —Me reuní con él detrás del mostrador, caminando justo
en su espacio para poner mis manos en sus caderas—. Hola.
—Hola. —Me acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja, su mirada
recorrió mi nariz antes de acercar sus labios a los míos. En cuanto me abrí para
él, metió la lengua en mi boca.
Esperaba un beso casto y su urgencia me tomó desprevenida.
Sus manos recorrieron mi espalda y se deslizaron hasta tocarme el culo.
Con una mano plantada en su corazón, le di un pequeño empujón, suficiente
para que apartara la boca. Pero se limitó a mover su beso de mis labios a mi
pulso.
—Deberíamos hablar —dije, enredando mis manos en su pelo.
Me ignoró y me levantó rápidamente en brazos. Dio media vuelta, nos
acercó al mostrador y me colocó sobre su superficie. Luego me lamió la comisura
de los labios, provocando un gemido en mi pecho mientras el deseo se agolpaba
en mi interior.
160
Esto era solo otra táctica para cambiar de tema.
—Vance.
—Lyla —murmuró, recorriendo con su boca mi mandíbula, aquella barba
que dejaba un delicioso roce contra mi suave piel.
Mi cabeza se inclinó hacia un lado mientras mis dedos seguían tirando de
sus mechones gruesos y rebeldes.
—Háblame.
—Todavía no, Blue. —Tiró del lóbulo de mi oreja entre sus dientes.
Se me cortó la respiración.
Maldita sea, iba a ceder. Siempre cedía.
Le dejaría hacer lo que quisiera con mi cuerpo y las conversaciones
importantes no se hablarían. Como el tiroteo que Winn había mencionado. Como
lo que había pasado hoy. Como a quien había creído ver en la acera.
—¿Alguna vez te han follado en este mostrador? —Su voz grave estaba llena
de deseo.
Tragué saliva.
—No.
—Entonces lo haré. Cuando vengas a trabajar cada día, quiero que pienses
en mí dentro de ti.
Dejaría su marca, y yo nunca me recuperaría. Cambiaría este lugar para
siempre.
Y yo se lo iba a permitir.
Tal vez me arrepentiría algún día. Quizá cuando conociera al hombre con el
que me casaría, me arrepentiría de haber dejado que Vance reclamara este
espacio.
Pero esta noche, solo quería tener algo de él que nunca olvidaría. Así que
metí la mano entre los dos y desabroché el botón de su vaquero y bajé la
cremallera para poder meterme en su bóxer. En cuanto lo toqué, un siseo escapó
de sus labios.
—No hay vuelta atrás —advirtió.
Lo quería por saber que me acordaría de él. Lo amaba por darme la
oportunidad de parar y guardar esto para alguien más.
Lo odiaba por esperar que hubiera alguien más.
Con la mano libre, apreté su camisa con tanta fuerza como su polla. Luego 161
acerqué su boca a la mía. Ahora era mi turno de hacerlo callar.
Hurgué en su interior, explorando cada rincón de su boca. Dejando mi
propia huella y recuerdo. Lo besé con todo el amor y el odio que corría por mis
venas.
Buena suerte a la mujer que viniera después. Tendría mucho trabajo para
borrarme de su mente.
Su lengua se enredó con la mía mientras me quitaba el vaquero y evitaba
que me cayera del mostrador. Luego, cuando otra braga quedó destrozada en el
suelo, se colocó en mi entrada y me penetró.
—Vance —grité, mi voz llenando el espacio oscuro.
—Joder —gritó.
Yo ya temblaba, mis paredes interiores se agitaban.
Su mirada se desvió por encima de mi hombro, así que la seguí, mirando
hacia las ventanas que daban a la calle.
Estábamos envueltos en la oscuridad, ocultos a cualquiera que pasara por
allí. Pero si alguien se detenía, si miraba detenidamente, nos vería juntos. Mi
coño se apretó.
—¿Quieres que alguien nos vea, Blue?
Mis ojos se desviaron hacia los suyos.
—Quieres que alguien pase, se detenga ante el cristal y se incline un poco,
¿no? Quizá se tapen los ojos con las manos para ver el interior. —Se apartó y
volvió a empujar sus caderas hacia delante—. Quieres que alguien vea cómo te
follo.
Gemí.
—Dilo, Lyla.
—Sí —susurré.
—Cierra los ojos.
Obedecí, perdiéndome en la sensación de su deslizamiento dentro y fuera.
—Esto es mío. —Metió la mano entre nosotros, su dedo encontró mi clítoris.
—Oh, Dios. —Esos círculos lentos y perfectos que solo él sabía dibujar
serían mi perdición.
—Puedes pensar en algún extraño viéndonos juntos, pero eres mía, Lyla.
Para besarte. Para follar.
Gemí mientras su dedo se movía más deprisa y mi orgasmo crecía más y 162
más rápido.
—Dilo. Di que eres mía.
—No. —¿Cómo podía decirlo si se iba?
—Dilo, Lyla.
Sacudí la cabeza.
Vance dejó escapar un gemido frustrado.
—Blue.
Abrí los ojos, su mirada me esperaba.
Se balanceó hacia delante, su polla encontró ese punto tan profundo dentro
de mí que me hizo sentir como si hubiera sido puesta en esta tierra para él y sólo
para él.
—Por favor.
Todas estas semanas y me había hecho decir por favor. Suplicar por un
orgasmo. Cada vez, había sido impulsado por el deseo. Pero este por favor, era
diferente. Desesperado.
Hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.
Así que le acaricié la mejilla.
—Tuya. Solo tuya.
Golpeó su boca contra la mía, tragándose mi jadeo. Luego se movió más
rápido, juntándonos hasta que el único sonido fue el de nuestros cuerpos
chocando, nuestras respiraciones entrecortadas.
Me corrí de un grito. Él estaba a punto de seguirme, derramándose largo y
caliente dentro de mi cuerpo. Y cuando me desplomé contra su pecho, sus brazos
me rodearon como cadenas.
Dios, quería llorar. ¿Por qué tenía que irse? ¿Por qué tenía que tener esta
vida más allá de Quincy? ¿Esa vida de la que yo no sabía nada?
Las lágrimas amenazaron de nuevo, pero cerré los ojos con fuerza,
negándome a llorar. Todavía no. Lloraría cuando se hubiera ido. Parecía una
tontería malgastar el poco tiempo que nos quedaba en lágrimas.
Así que me aferré a él y hundí la cara en el pliegue de su cuello para aspirar
aquel aroma fresco y terroso. Me aferré a él hasta que los dos recuperamos el
aliento y él se apartó para ayudarme a bajar de la encimera y ponerme el
vaquero.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¿Y tú? 163
No contestó.
—¿Vance? —susurré—. Háblame. ¿Qué pasó antes?
—Estoy perdiendo la puta cabeza. —Suspiró, pasándose una mano por el
pelo. Luego me levantó de nuevo, poniéndome sobre el mostrador y caminó de
un lado a otro. Dos veces—. Me pareció ver a la hija de Cormac.
¿Su hija? ¿No la había matado?
Vance dejó de moverse y me dedicó una sonrisa triste.
—Está muerta. Sé que está muerta.
La forma en que su voz se quebró con esa horrible palabra. Muerta. Me llevé
la mano al pecho.
—A veces veo el pelo rojo y me hace pensar que es una de sus hijas. Sé que
no lo es, pero la pena... nunca desaparece. —Se pasó una mano por el corazón,
como si intentara borrar el dolor—. La mayor tendría veintiún años. Podría
haberla llevado a tomar una cerveza. Quizá estaría en la universidad. Las
gemelas habrían tenido catorce.
A los catorce años, Talia y yo habríamos sido estudiantes de primer año de
instituto. Nos habría preocupado el acné y qué chico nos invitaría al baile de
invierno.
Vance no me dijo sus nombres. ¿Era porque le costaba pronunciarlos?
—¿Cómo eran? —pregunté.
—Eran luces. —Tragó saliva con fuerza y su nuez de Adán se balanceó—.
Las gemelas eran una personalidad. Individualmente. Juntas. Eran dueñas de
cada habitación en la que entraban. Era imposible no sonreír cuando estaban
cerca. Eran dramáticos y tenían esa imaginación. Nunca habías visto tanta
imaginación. Inventaban historias y las representaban en las cenas, con disfraces
y maquillaje.
Una lágrima resbaló por mi mejilla. ¿Cómo era posible llorar por unas niñas
que no conocía? Pero el amor, la pérdida, en la voz de Vance era abrumadora.
—La mayor de Cormac era mi favorita. —Se encontró con mi mirada y la
pena en sus ojos me rompió el corazón en mil pedazos—. Te habría encantado,
Blue. Tenía esa energía. Era contagiosa. Siempre estaba en movimiento. Siempre
lista para lo siguiente, como si se quedara quieta, perecería. Y Dios, era dulce.
Cada vez que la veía, corría hacia adelante y abría los brazos, gritando “tío
Vance” a todo pulmón. Amaba a su gente. Yo era uno de los suyos.
Tío Vance.
Sería un buen tío.
—No sé qué decir —susurré—. Lo siento mucho. 164
—No tienes que decir nada. Estás escuchando.
Por supuesto que estaba escuchando. ¿Por qué decía eso como si fuera una
gran cosa? ¿Es que la gente en su vida no lo escuchaba? ¿O era la primera vez
que lo compartía?
—Eran mi familia —dijo.
Y Cormac se las había robado.
—Las ahogó, Lyla. —Vance se pasó las manos por el pelo—. Apagó las
luces. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Cómo pudo llevarse a mi familia?
Las lágrimas eran constantes ahora, imposibles de contener.
—¿Y tu familia?
Empezó a pasearse de nuevo, de un lado a otro. Siguió el mismo camino que
yo había recorrido un millón de veces, desde la cafetera exprés hasta la
estantería donde guardaba las tazas de café extra. Iba y venía. A cada paso, a
cada giro, mis esperanzas se hundían aún más.
Ahora era cuando cambiaba de tema. Ahora era cuando me quitaba la ropa
otra vez, cualquier cosa para escapar de compartir.
Así que eché un vistazo a mi oscura cafetería, observando las paredes
mientras él caminaba.
Este lugar era especial. Cuando la gente entraba en mi edificio, compartía
secretos. Confiaban sus problemas a amigos y familiares. Celebraban logros o
compromisos. Escuché más de un anuncio de embarazo.
La única persona que parecía inmune a la magia de la cafetería era Vance
Sutter.
Estaba a punto de saltar del mostrador, para dar por terminada la noche,
cuando se detuvo tan de repente que me quedé helada.
Sus hombros cayeron. Bajó la barbilla. Luego se acercó al mostrador y se
sentó junto a mí. Tenía las piernas tan largas que no tuvo que saltar. Se sentó a mi
lado y nuestros muslos se tocaron.
—Tengo tres hermanas. No he hablado con ellas en seis años.
¿Seis años? Me quedé boquiabierta. La idea de no hablar con mis hermanos
era inimaginable. Claro que discutíamos, pero siempre hacíamos las paces.
Siempre.
—¿Qué pasó?
—Yo soy el mayor. Andrea es un año más joven. Rochelle tiene seis años
menos y Jacie, ocho. Debido a la diferencia de edad, Andrea y yo siempre fuimos 165
los más unidas. De niños, íbamos juntos de aventuras, construíamos fuertes y
escondites en el patio. Estuvimos muy unidos hasta el instituto. Era mi hermana
pequeña. Todos los chicos sabían que si jodían con ella, jodían conmigo.
Supongo que Griffin y Knox eran iguales.
—¿Protectores? Sí, lo eran. Mateo también. —A pesar de que era el
hermano pequeño, todo el mundo en Quincy sabía que si te metías con Talia,
Eloise o Lyla Eden, habría un infierno que pagar.
—Andrea se fue a la universidad en Arizona —dijo—. No perdimos el
contacto, pero sí esa cercanía. Conoció a un chico, Brandon, y volvió a casa
comprometida en su último año. Se casaron justo después de graduarse y se
mudaron a Idaho.
—No te gustaba —supuse.
—No era a quien yo elegiría para ella, pero mantuve la boca cerrada.
—¿Qué es lo que no te ha gustado?
—Al principio, eran pequeñas cosas. Le decía lo que no debía ponerse. Qué
no comer. Luego, en lugar de qué no hacer, exactamente qué hacer. Él dicta toda
su vida. Cómo se peina. Dónde va cada día. Y la tiene convencida de que es por
su propio bien. Que la ama tanto que está bien cuando la golpea y le rompe las
costillas.
Jadeé, mis ojos se cerraron.
—Oh, Dios mío.
—Ella lo ocultó bien durante mucho tiempo. Es eso, o no empezó a pegarle
hasta que llevaban un tiempo casados. Pero cuando organizábamos para tomar
un café o comer, se enfermaba. Se escondía hasta que los moretones
desaparecían.
—¿Cómo te has enterado?
—Hace seis años, en Navidad, aparecieron en casa de mamá y papá. Ella
tenía un ojo morado. Hizo lo mejor que pudo para cubrirlo pero...
—Algunos moratones son difíciles de ocultar. —Sabía por experiencia
reciente que un corrector solo servía hasta cierto punto.
—Perdí la cabeza y le di una paliza a Brandon. —La voz de Vance goteaba
veneno al pronunciar el nombre de ese imbécil—. Ese bastardo llamó a la
policía. Abusaba de mi hermana y me hizo arrestar por agresión.
—Mierda.
—Más o menos —murmuró—. Eso no auguraba nada bueno para mi carrera.
Pero Cormac intervino. Habló con el capitán. Pidió un favor a un amigo abogado.
Me ayudó a solucionarlo. Me gané una marca negra en mi expediente, pero
166
mantuve mi trabajo. Y Andrea convenció a Brandon para que la dejara.
—¿Ella lo dejó?
—No. —Vance sacudió la cabeza—. Pensé que lo haría. Después de que
todo el mundo se enterara de lo que había estado haciendo, estaba seguro de
que se escaparía. Pero se quedó. Le dijo lo mucho que la quería. Prometió que
cambiaría y buscaría ayuda.
—¿Lo hizo?
—No. Tres meses después de eso tuvimos una cena de cumpleaños para mi
sobrina en casa de mamá y papá. Andrea cojeaba. Cuando le pregunté, me dijo
que se había torcido el tobillo haciendo footing. Quince minutos después, la oí
hablando con Jacie. Dijo que se había resbalado en una mancha de humedad en
la cocina.
Así que ese bastardo seguía abusando de ella.
—¿Y tus padres?
—Andrea ha elegido a Brandon. Y como el maltratador que es, ha hecho
todo lo posible para alejarla de sus amigos y de nuestra familia. Para aislarla.
Pero de alguna manera, mamá, papá, Jacie y Rochelle se han aferrado a ella. Han
estado a su lado para que no esté sola. Van a besar el culo de Brandon. En cierto
modo, creo que se han convencido de que no es tan malo. Que no la está
lastimando. Tal vez esa parte es verdad. Espero que lo sea, al menos. Hicieron lo
que tenían que hacer para mantener a Andrea cerca, para que si alguna vez
decide dejarlo, tenga apoyo. No es que no quiera ser un salvavidas para ella,
pero ahora mismo no es una opción.
—¿Por qué? —pregunté.
—Era parte del trato que Andrea hizo con Brandon para que retirara los
cargos por agresión. No soy parte de su vida. Le dio a Andrea un ultimátum: los
cargos por asalto o me dejaba fuera.
Así que Andrea había elegido defender a Vance. Sin embargo, al hacerlo,
había perdido a su familia.
—Nunca debí ir tras ese hijo de puta. —Vance negó con la cabeza—. La
cagué.
—Creo que muchos hermanos mayores habrían hecho lo mismo. —Incluido
los míos.
Vance sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que éste fuera el
resultado. Yo tampoco podía.
—Me opuse durante mucho tiempo. Intenté convencer a todo el mundo de 167
que lo que realmente tenía que pasar era que Andrea dejara a Brandon. Con el
tiempo, esa discusión creó una grieta, especialmente con mamá y mis hermanas.
—¿Y tu padre?
—Apoya a mi madre y a mis hermanas. Nos mandamos mensajes. Hablamos
de vez en cuando, pero es superficial. Le hago saber dónde estoy. Me informa.
Pero no le gusta estar en el medio, y a la hora de la verdad, está del lado de
mamá. No cortarán lazos con Andrea. Ella los necesita más que yo. He hecho las
paces con eso. Hace más de un año que no veo a papá.
¿Un año? No podía imaginar no ver a mi padre en más de un año.
—Andrea y Brandon tienen una hija. Rochelle tiene dos niñas. Jacie tiene
dos chicos. Envío regalos de cumpleaños aunque ya no me invitan a las fiestas.
Lo mismo en Navidad. La hija de Andrea es bailarina. Papá solía enviarme por
correo electrónico los horarios de sus shows y yo iba, me colaba, me sentaba
solo y miraba. Pero hace un año, Brandon me vio. No debió gustarle porque fue
la última vez que supe de un show.
Me apoyé en su costado, dejando caer la cabeza sobre su hombro.
—Que conste que no creo que la hayas cagado pateándole el culo a ese
imbécil. Pero siento que haya acabado así.
—Gracias. —Vance puso su mano en mi rodilla.
Era tan injusto. Había perdido a su familia real, luego había perdido a la de
Cormac.
Dios, quería abrazarlo. Llevarlo al redil de la familia Eden, porque aunque
no éramos perfectos, mis padres y hermanos creían en la familia. Hasta el final.
En vez de eso, se iría y volvería a Idaho.
Estúpido Idaho.
Vance se movió, enganchando su dedo bajo mi barbilla, inclinando mi cara
hasta que nos miramos fijamente.
—Lyla, tengo un puto lío en casa. Por mucho que quiera ignorarlo…
—No puedes. —Suspiré.
Así que se iría para afrontarlo. A limpiar ese desastre. Solo.
—Es algo más que mi familia —dijo.
El tiroteo, ¿no?
—¿Qué pasó?
—¿Cuántas historias quieres esta noche?
Puse mi mano en la suya y entrelacé nuestros dedos. 168
—Todas las que me cuentes.
Vance
¿Por dónde empezar?
Todos en casa sabían lo que había pasado en la gasolinera, incluso mi
familia. No porque se lo hubiera contado. No, habían sido como cualquier otra
persona en Coeur d'Alene. Habían leído sobre el tiroteo en el periódico.
Tiff incluida. Se había enojado muchísimo conmigo por no habérselo dicho.
Pero las únicas personas con las que había hablado eran del departamento del
sheriff: el capitán y el ayudante que él había puesto a cargo de la investigación.
La idea de explicarlo todo me revolvía las tripas. Una parte de mí quería
sacar a Lyla del mostrador, subirla a mi camioneta y llevarla a casa, pasar el resto
de la noche adorando su cuerpo. Pero ella merecía saber toda la verdad. Merecía
saber por qué tenía que irme a casa y enfrentarme al destino que me esperaba.
Ella merecía saber por qué me estaba alejando.
—Me preguntaste hace un rato si alguna vez había disparado a alguien.
Lyla asintió.
—Dos veces, dijiste.
—Te lo contaré. Pero también sé lo que pasó en el hotel. Con Eloise. Con
Winn. Si prefieres...
—Me gustaría saberlo.
Así que ella lo sabría. Lo oiría de mis labios.
—Unas dos semanas antes de venir a Quincy, salí a correr una mañana.
Probablemente eran las cinco. Estaba oscuro. Tranquilo. Los días que no trabajo,
intento salir a correr o ir al gimnasio.
—¿Para estar en forma para el trabajo?
Levanté un hombro.
—En parte. Y si te soy totalmente sincero, los entrenamientos de madrugada 169
eran una buena excusa para evitar a Tiff.
—¿Tiff es tu ex?
—Sí. Es una buena mujer. Pero las cosas entre nosotros han sido difíciles. —
En lugar de hablar, había sido más fácil simplemente evitarla. No había
necesidad urgente de estar en su compañía, no como con Lyla.
Así que buscaba excusas para evitar la casa. Hacía turnos extra. Me iba a
pescar o de excursión. Y las mañanas que no trabajaba, salía a correr,
asegurándome de estar fuera el tiempo suficiente para que ella ya se hubiera ido
a trabajar cuando yo volviera a casa.
No era sorprendente que Tiff se hubiera ido.
Lo que más me sorprendió fue cuánto tiempo se había quedado.
Aunque quizás si no hubiera sido tan jodidamente cobarde, evitando a mi
novia, no habría estado en esa gasolinera.
—¿Cuánto tiempo estuvieron juntos? —Lyla preguntó.
—Tres años.
—Oh. —Lyla se puso rígida. Tal vez por celos. Tal vez por miedo a que la
estuviera usando para superar a un ex.
—Me preocupaba por Tiff, como dije, es una buena mujer. Pero nunca la
amé, no como ella me amó a mí. Y debería haber terminado antes. No estábamos
bien juntos.
Tiff se había mudado conmigo hacía un año, y yo había sabido a los dos
meses que había sido un error.
—Ella no entiende por qué prefiero pasarme los días en la montaña que
trabajando en una oficina del departamento para poder cumplir un horario de
ocho a cinco. Le encanta arreglarse y salir los viernes por la noche, mientras que
yo me conformo con quedarme en casa leyendo un libro. Somos personas muy
diferentes. Y odia que haya seguido intentando encontrar a Cormac después de
todos estos años. Cree que debería dejarlo pasar.
Lyla levantó la vista y esperó a que nuestros ojos se cruzaran. Entonces me
dedicó una pequeña sonrisa. Sin palabras, solo una sonrisa. Lo entendía. Sabía
por qué necesitaba encontrar a Cormac.
Cierre. Venganza. Justicia.
Lyla nunca me pediría que parara, ¿verdad?
—Así que saliste a correr —dijo.
—Salí a correr. —Tal vez debería dejar de correr. El sexo con Lyla parecía 170
una alternativa mucho mejor para el cardio.
—Hay una gasolinera a unos ocho kilómetros de mi casa. Es pequeña. Tan
vieja que los surtidores no tienen lectores de tarjetas de crédito. No está en la
mejor zona de la ciudad, pero conocí al dueño hace años. Tenía un modelo
antiguo de Ford Ranger a la venta. Cormac lo compró para su hija mayor cuando
cumplió dieciséis años. Fui con él a recogerlo para darle una sorpresa por su
cumpleaños.
Nunca olvidaré cómo chilló de alegría cuando Cormac le dio las llaves de
aquella vieja camioneta.
Después de su muerte, yo había sido la persona que vendió esa camioneta.
Había sido uno de los peores días de mi vida.
—El hombre regateó con Cormac durante veinte minutos antes de llegar a
un acuerdo sobre el precio. Mientras, yo pasé esos veinte minutos dentro de la
gasolinera, eligiendo dulces para las gemelas.
Elsie había sido todo sobre el chocolate. Hadley, cualquier cosa con canela.
»Conocí a la mujer del tipo mientras estaba de compras. Trabajaba en la
caja registradora. Nunca en mi vida había conocido a una persona capaz de
llenar cinco minutos con tantas palabras. Ella y su marido eran propietarios de la
gasolinera desde hacía quince años. Su hija acababa de dejar la universidad y
también trabajaba allí. Era escorpio e hija única de unos padres que se habían
trasladado a Idaho desde Atlanta. Era alérgica al marisco y tenía problemas de
tiroides. Cuando salí por la puerta, ya tenía toda la historia de su vida.
Lyla volvió a apoyar la cabeza en mi hombro. Encajaba tan perfectamente
contra mí que hablar era más fácil.
—Te gustaron.
—Inmediatamente. Unos días después, cuando me levanté temprano para
salir a correr, me dirigí en esa dirección. Es mi ruta desde hace años. Algunas
mañanas, está trabajando. Otras veces, estaba su marido o su hija, Celeste.
Celeste no era tan habladora como su madre. Tampoco era tan alegre,
sobre todo a las cinco de la mañana. Pero era una buena persona. Y después de
años de correr a esa gasolinera, yo también había aprendido mucho sobre ella.
Como la razón por la que había dejado la universidad.
No es que a Celeste no le gustara estudiar. Lo había dejado para ayudar a
sus padres a llevar el negocio tras el segundo infarto de su padre.
»Había estado trabajando más a menudo. La salud de su padre estaba en
declive. Normalmente, a esa hora del día, yo era la única persona en la tienda. El
día del tiroteo, estaba contra la pared del fondo, oculto de la puerta principal por 171
las estanterías. Acababa de agarrar una botella de agua de la nevera cuando oí
abrirse la puerta. Entonces un tipo empezó a gritarle a Celeste que le diera el
dinero de la caja.
—¿Le robaron?
—Ese era el plan.
—¿Lo detuviste?
La forma en que lo dijo me hizo sonar como un héroe. Yo no era un héroe.
Solo un tipo que salía a correr y sabía cómo disparar un arma.
—Me acerqué sigilosamente por detrás del tipo. Era joven. Demasiado
joven para tener un arma. La tenía apuntando justo a la cara de Celeste. Ella
estaba temblando, tratando de tomar el dinero de la caja. Y él seguía gritándole.
Cada vez que gritaba, ella se estremecía y tiraba el dinero al suelo.
Su propio ruido era la única razón por la que había podido subir un pasillo.
Había estado gritando y maldiciendo y llamándola puta estúpida cada vez que se
le caía algo. Cuando ella se agachaba para recoger el dinero que él quería, él le
gritaba aún más fuerte que mantuviera las manos en alto.
»Celeste me vio acercarme. Miró por encima del hombro del tipo, y cuando
lo hizo, él siguió su mirada y giró sobre sí mismo. En ese momento, yo estaba lo
bastante cerca como para tirarlo al suelo. El arma se disparó, pero la bala
atravesó una pared.
Lyla dejó escapar un largo suspiro.
—¿Y Celeste?
—Ilesa —dije—. Físicamente.
Emocional y financieramente, quién sabía cómo se recuperarían. Antes de
venir a Montana, había oído que habían cerrado la gasolinera. Según Google,
estaba a la venta. No estaba seguro de si alguien la compraría, no ahora, no en
ese barrio. Pero por el bien de Celeste y sus padres, esperaba que se vendiera.
—Le quité el arma de la mano al tipo. La metí en la cintura de mi pantalón.
Luego le dije a Celeste que llamara al 911.
Cada vez que repasaba aquella mañana, seguía sin estar seguro de cuándo
había salido todo tan mal. Cómo no me había dado cuenta del grito del exterior
hasta que fue demasiado tarde.
»El tipo no estaba solo —le dije a Lyla—. Había dos de ellos. Uno para
entrar. El otro para conducir. Todavía estaba de rodillas, sujetando al primero,
cuando la puerta se abrió de golpe. Su amigo de fuera debió de darse cuenta de
que algo iba mal y entró con su propia pistola, apuntando a Celeste. Yo solo... 172
reaccioné.
En un momento, la pistola de ese tipo estaba pegada a mi columna. Al
siguiente, estaba en mis manos.
»Disparé al otro tipo en el pecho y cayó. El arma que tenía ni siquiera estaba
cargada.
—Pero no podías saberlo. Hiciste lo que creíste mejor.
No, había reaccionado únicamente por entrenamiento e instinto. No había
pensado mucho en mi reacción.
—Está vivo.
Lyla se sentó derecha.
—¿Vivió?
—No le di en el corazón. Era un ángulo extraño desde donde yo estaba en
el suelo. La bala le atravesó el pecho y le entró en la columna. Pasará el resto de
su vida tetrapléjico en una silla de ruedas.
Paralizado del cuello para abajo.
»Tiene dieciséis años, Lyla. Era el hermano pequeño del otro tipo. Y le robé
cualquier oportunidad de tener una vida normal.
—Tomaste la decisión correcta —dijo.
—¿Lo hice? —Si había estado bien, todo lo demás había salido mal—. Los
padres de los niños tienen un abogado. Están planeando demandarme a mí o al
departamento del sheriff o a Celeste. Demonios, tal vez nos demanden a todos.
Es un puto lío.
—¿Quieren demandarte? Eso es una estupidez. ¿Qué se supone que tenías
que hacer? ¿Dejar que le robaran a Celeste? ¿Dispararle? ¿Que te disparen a ti?
—No lo sé. —Suspiré—. Pero me están investigando.
—¿Qué? —Lyla saltó del mostrador, volviéndose hacia mí con los ojos muy
abiertos y la mandíbula desencajada—. Estás bromeando.
—Ojalá fuera así, Blue.
—No lo entiendo. ¿Por qué es culpa tuya? —Empezó a caminar, su camino
era el mismo que el mío antes.
—Mi jefe es un capitán que quiere ser subcomisario.
—¿Qué significa eso?
—Necesita gente que no haga olas.
Y no hice más que agitar las aguas. 173
»El capitán quería a Cormac. Es la razón por la que no perdí mi placa
después de toda la mierda que pasó con Brandon. Cormac votó por mí y el
capitán ayudó a suavizarlo.
—Pero entonces Cormac… —Lyla no necesitaba terminar la frase.
Cormac se salió de los malditos rieles.
—Las cosas entre el capitán y yo han estado tensas desde entonces. Cuando
me mira, ve al mejor amigo de Cormac. El compañero de Cormac. Ve la
confianza que no debería haber dado. Es extraño. Ambos odiamos a Cormac por
lo que hizo. Uno pensaría que eso nos uniría. Pero ha sido lo contrario.
Sin Cormac, yo era el único al que el capitán podía culpar.
»No he sido exactamente el ayudante más fiable —admití—. Si me enteraba
de una pista sobre Cormac, lo dejaba todo y me largaba, normalmente sin avisar.
He utilizado cada minuto de vacaciones. No me quedan días de baja por
enfermedad. Así que no estaba en buenos términos para empezar. Luego ocurrió
el tiroteo.
—No puede culparte por eso, Vance.
—No, me culpa de los problemas que vinieron después. —La atención de
los medios. Las posibles demandas.
Mi temperamento.
»Cuando recibí la noticia de que el chico estaba paralítico, no me lo tomé
precisamente bien. Estaba en la comisaría. El capitán me llamó a su despacho.
Me dijo que me tomara unos días libres. Así que busqué algunas cosas de mi
taquilla. Otro ayudante estaba allí. Hizo un comentario sobre que yo era de gatillo
fácil.
—Idiota —murmuró Lyla.
—Eso es lo que dije. Luego le rompí la nariz.
—Ooh. —Ella hizo una mueca—. Supongo que eso no le gustó a tu jefe.
—En lugar de unos días libres, me ha dicho que me tome un descanso hasta
que termine la investigación por el tiroteo. No estoy oficialmente despedido.
Todavía tengo mi placa. Pero tampoco soy bienvenido.
Lyla dejó de caminar y puso las manos en las caderas.
—Hiciste lo que tenías que hacer.
Cualquier otro policía habría hecho lo mismo, estuviera de servicio o de
vacaciones. No había forma de saber que el arma del chico estaba vacía. 174
—Pero todavía me arrepiento de haber apretado el gatillo.
—¿Y qué pasa ahora?
—Estoy esperando el resultado de la investigación —dije—. Lo más
probable es que me absuelvan. Pero si el capitán quiere que me vaya, encontrará
la forma de hacerlo. Ya sea sentándome en un escritorio, sabiendo que odiaría
cada minuto. O inventando alguna excusa para que me vaya, como que va a
reducir el departamento.
—Entonces también es idiota —murmuró. No se equivocaba—. ¿Y si esa
familia te demanda?
—Con un poco de suerte, eso no ocurrirá. Pero si pasa, contrato a un
abogado.
Lucharía por mi reputación. Por mi nombre.
Las muelas de Lyla rechinaron con tanta fuerza que pude oír cómo se
apretaban. Luego, con un resoplido, comenzó a caminar de nuevo.
—Esto es un desastre.
Sí. Sí, lo era.
Y ahora sabía por qué tenía que volver a Idaho.
—No es justo. —Levantó un brazo, su rabia era palpable. Joder, pero eso
me gustaba. Que se enfadara por mí.
Tiff no lo había hecho. Ni una sola vez. Había estado molesta, preocupada.
Pero nunca enfadada.
Lyla tenía derecho a estar enfadada. Y maldita sea, yo también.
Durante semanas, lo había ocultado. Había arremetido una vez, en ese
vestuario, y básicamente me había costado mi trabajo. Así que me lo guardé.
Escondí esos sentimientos. Me negué a hablar del tiroteo porque estaba enojado.
O lo había estado. Algo en la furia de la cara de Lyla, hizo que gran parte de
mi frustración se desvaneciera. Ella me dio la salida que no me había dado cuenta
que necesitaba desesperadamente.
—Ven aquí, Blue.
Siguió caminando.
—Tu capitán debería estar detrás de ti, alabándote.
—Para ser justos, el imbécil al que golpeé, ¿el otro ayudante? Es su hijo.
Lyla soltó una risita. Se le escapó con tanta facilidad que se tapó la boca con
una mano. 175
Me reí entre dientes. ¿Cómo podíamos terminar esta conversación entre
risas?
Joder, la iba a echar de menos.
—Gracias.
Se quitó la mano de la boca y se encogió de hombros.
—No hice nada.
—Lo hiciste.
Ni siquiera se daba cuenta de lo mucho que significaba para mí, ¿verdad?
¿Cuánto apreciaba que estuviera de mi lado?
—Odio cómo pasó esto, Lyla. Odio que Cormac te hiciera daño y por eso
vine a Quincy. Pero también me alegro de haber venido. Necesitaba venir aquí.
Para encontrarla.
Lyla cambió de rumbo y se colocó entre mis rodillas. Luego se puso de
puntillas y me ahuecó la cara con las manos para besarme el labio inferior.
—Yo también me alegro de que hayas venido. Lo encontrarás. Lo sé.
No estaba hablando de Cormac, pero no la corregí. Porque eso se sentía
demasiado como una despedida.
Así que la besé en su lugar.
Y mañana me despediría.
Mañana le diría que ya era hora de irme a casa.

176
Lyla
El corazón de Vance pitaba. Eran pitidos cortos y rápidos, como el sonido
de mi microondas cuando se apaga el temporizador.
Estábamos en la cafetería, sentados a su mesa. Hablaba, señalando los
mapas abiertos entre nosotros, pero yo solo oía su corazón.
Bip. Bip. Bip.
Me desperté sobresaltada, levantándome de su pecho. Un sueño. Era solo
un sueño. Excepto que todavía podía oír el pitido, solo que no de su corazón.
Venía de su teléfono.
—Vance. —Le di una palmadita en el hombro.
Tarareó y su mano recorrió mi columna desnuda. Pasó la cintura de mi
braga y me acarició el culo.
—Tu teléfono.
Sus párpados se entreabrieron, aletargados por el sueño. Pero en cuanto
percibió el pitido, su cuerpo se paralizó. Entonces desapareció, volando de la
cama y saliendo a toda prisa de la habitación con solo el bóxer que se había
puesto antes de acostarnos anoche.
Había dejado su teléfono en la cocina, enchufado al cargador junto al mío.
No me gustaba la distracción de tenerlo en mi habitación, y Vance estaba más
que dispuesto a prestarme toda su atención en la cama.
Me quité las sábanas de las piernas y me levanté, agarré la camiseta térmica
de Vance del suelo y me la puse mientras corría tras él.
La luz de la luna entraba por las ventanas de la cocina, tiñéndonos de
plateados y grises. El reloj del horno marcaba las 3:23.
—¿Qué pasa? —pregunté, corriendo a su lado.
El resplandor de su teléfono le iluminó la cara mientras pasaba el dedo por
la pantalla.
177
El pitido cesó.
—Mierda.
—¿Qué? —Me puse de puntillas, mirando más allá de su brazo.
El vídeo que sacó era en blanco y negro granulado. Era de una de las
cámaras de caza que había dejado en las montañas. Debió de esconderla en un
árbol, porque la esquina inferior izquierda del vídeo mostraba un primer plano
de los pinos.
Sin embargo, no había duda del lugar. Era el arroyo donde Vance y yo
habíamos caminado. El lugar donde me había resbalado y caído en el barro. El
lugar donde había encontrado esa trampa para peces.
Junto al agua, agachado, había un hombre.
—Dios mío —jadeé—. ¿Es él?
El hombre estaba de espaldas a la cámara. Estaba demasiado oscuro y
borroso para distinguir su rostro.
Vance se quedó mirando la pantalla, sin pestañear, como si no pudiera
creer lo que veían sus ojos. Luego ladeó la cabeza y entrecerró la mirada.
—Todavía está aquí.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro. —No apartó la vista de la pantalla. Ninguno de los dos lo
hizo.
Ante la cámara, Cormac no hizo ningún movimiento para sacar la trampa
del agua. En cambio, permaneció agachado. La zona estaba iluminada por la
luna. Tenía que ser por eso que había ido a comprobar la trampa. Había
suficiente luz.
Un segundo estaba agachado, al siguiente de pie y girando. Solo movía el
torso mientras escudriñaba un círculo entero. Luego su mirada se desvió hacia
los árboles que lo rodeaban, como si estuviera buscando. Como si sintiera que
lo observábamos.
Las huellas que hubiéramos dejado debían estar cubiertas por la nieve. No
había manera de que pudiera decir que habíamos estado allí, ¿verdad?
Excepto que Cormac estaba tan inquietantemente quieto. Tan deliberado
en cada movimiento. El suelo a su alrededor estaba cubierto de blanco, pero no
podía distinguir ninguna huella. ¿Cómo había llegado hasta allí sin dejar rastro?
Dio un paso y tuve mi respuesta. Sus pies estaban en el agua, donde la 178
corriente se precipitaba sobre sus botas. Con un rápido agarre, sacó la trampa y
se la metió bajo el brazo. Luego pasó de una roca transparente a otra,
apartándose cuidadosamente de la vista de la cámara.
—Maldita sea. —Vance dejó el teléfono a un lado y se pasó una mano por el
pelo.
—¿Podría haber visto la cámara?
—No lo sé. Lo dudo, pero algo lo asustó.
—¿Y ahora qué? ¿Irás tras él?
Vance miraba hacia la ventana sobre el fregadero, contemplando mi oscuro
patio trasero con las manos apoyadas en la encimera. Los músculos de sus
hombros se flexionaron. Su mandíbula crujió mientras el silencio se prolongaba.
Luego se irguió y, con un movimiento de cabeza, agarró su teléfono.
Llamara a quien llamara, el tono era lo bastante alto en mi silenciosa cocina
como para oírlo sonar. Luego llegó una voz, apagada pero familiar.
—Winn —dijo Vance—, lamento despertarte. Encontré a Cormac.
Encontré a Cormac.
¿Cuánto tiempo había esperado esas palabras? ¿Cuántas veces había
rezado para que lo atraparan?
Excepto que no había alivio al oírlas. Esa única frase sonaba muy parecida
a un corazón roto.
El mío.
Este era el final. ¿Volvería a ver a Vance? ¿Regresaría?
Estudié su perfil mientras hablaba con Winn, fijándome en cada línea. Cada
detalle. La línea recta y masculina de su nariz. El mohín de sus labios. El ángulo
de sus pómulos. Las pestañas oscuras. Ese mechón de pelo que siempre parecía
caer sobre su frente.
Se acercó a mí y me rodeó los hombros con el brazo libre.
—Sí, estoy con Lyla —le dijo a Winn, esperando su respuesta—. Estamos en
camino.
Terminó la llamada y dejó el teléfono a un lado, envolviéndome en esos
fuertes brazos.
Mis manos serpentearon alrededor de su estrecha cintura y me hundí
profundamente en su pecho, arrastrando el aroma de su piel, reteniéndolo en
mis pulmones hasta que me quemó.
Sus labios se acercaron a mi pelo.
179
—Tenemos que irnos, Blue.
Asentí con la cabeza, pero no pude soltarlo. En lugar de eso, tiré de él hasta
acercarlo imposiblemente, como si tal vez, si tuviera la fuerza suficiente, pudiera
arrastrarme dentro de su corazón y quedarme para siempre.
—No estoy preparada —susurré.
—Yo tampoco. —Su abrazo se tensó, solo un segundo. Luego me llevó las
manos a la cara, ahuecó mis mejillas y me obligó a retroceder. El beso que me
dio fue lento. Tierno. Triste.
Y muy, muy corto.
Pero me desarmó lo suficiente como para que pudiera escabullirse. Me
agarró por los hombros, girándome hacia el pasillo que llevaba a mi dormitorio.
—Vístete. Winn quiere que vayamos a su casa.
—De acuerdo. —Me apresuré a volver al dormitorio.
Ya habría tiempo para llorar a Vance más tarde.
Ahora era el momento de atrapar a ese hijo de puta de Cormac Gallagher.

HABÍA una fila de camionetas en la casa de Griff y Winn en el rancho. Cada


uno pertenecía a un Eden: papá, Griffin, Knox y Mateo.
El Dodge de Vance ocupó su lugar en la fila, y en cuanto estuvo estacionado,
ambos saltamos fuera y corrimos hacia el porche.
Griff abrió la puerta antes de que pudiéramos llamar.
—Hola.
—Hola. —Dejé que me abrazara y me escabullí mientras estrechaba la
mano de Vance.
El aroma del café me saludó mientras me dirigía a la cocina, pasando por el
salón.
Mamá, apoyada en la estufa, sorbía de una taza humeante. Llevaba un
pijama de franela, una sudadera descolorida y sus zapatillas favoritas.
Mateo, Knox y papá estaban en la isla, ambos inclinados sobre un mapa.
Winn salió del pasillo, arremangándose una sudadera que obviamente le
había robado a Griffin.
180
—Hola. Fueron rápidos.
—Hemos conducido rápido. —Le di un abrazo, luego fui a la cocina y saqué
dos tazas de café de la alacena, llené una para mí y la otra para Vance—. Toma.
—Gracias. —Me pasó el pulgar por la mejilla y se reunió con mi padre y mis
hermanos en la isla.
—Hola, cielo. —Mamá me pasó el brazo por los hombros cuando me puse a
su lado.
—Hola, mamá.
La sala bullía de energía y expectación. La esperanza que casi habíamos
perdido había cobrado nueva vida.
—El sheriff Zalinski está de camino con dos ayudantes y un perro de
búsqueda y rescate —dijo Winn a la sala mientras iba a colocarse junto a Griff—
. Ha llamado al equipo del condado, pero ninguno de nosotros quería perder
demasiado tiempo. Así que saldremos con un equipo más pequeño, abriéndonos
en abanico desde el punto de partida.
Un equipo más pequeño, es decir, mi familia. Por eso todo el mundo iba
vestido con gruesas capas básicas que cubriríamos con abrigos y botas. La única
persona que se quedaría era mamá para cuidar a los niños de Griff y Winn.
—Vamos a repasar todo mientras esperamos —dijo Mateo, asintiendo a
Vance.
—De acuerdo. —Vance se inclinó sobre el mapa para dibujar círculos
invisibles con los dedos mientras explicaba dónde había colocado las cámaras
de caza y dónde sospechaba que iría Cormac.
Apoyé la cabeza en el hombro de mamá, escuchando la voz grave de Vance
mientras informaba a mi familia.
Papá y mis hermanos estaban aquí por mí, para encontrar al bastardo que
casi me mata.
Pero estaba aquí por Vance.
No había hablado mucho durante el trayecto hasta el rancho. Se había
concentrado en la carretera, siguiendo mis indicaciones hacia Griff. Pero cuando
le pregunté por qué había llamado primero a Winn, me dijo que no quería meter
la pata. Que cuando atraparan a Cormac, no quería errores. Sin agujeros.
Vance quería que Cormac pasara el resto de su vida en prisión y no se
arriesgaría a un tecnicismo.
Así que aquí estábamos, siguiendo las normas.
Solo esperaba que no significara que habíamos perdido nuestra
181
oportunidad. Que esta vez, Cormac realmente desapareciera.
Las puertas de los autos se cerraron fuera.
Winn se dirigió hacia la entrada, abrió la puerta para que el sheriff Zalinski
entrara y le estrechó la mano.
—Lyla. —Vance me indicó con la barbilla que me uniera a él en un rincón
tranquilo de la cocina—. ¿Quieres ir?
—No quiero retrasarte.
—No lo harás.
Lo haría. Ambos sabíamos que lo haría. Pero si quería ir, él aminoraría el
paso.
—¿Estás segura?
Respondió mirando por encima de mi cabeza a Mateo, de pie detrás de
nosotros.
—Lyla viene.
—Suena bien.—Mateo asintió—. Me quedo con ustedes dos.
Eso nos convertía a todos en miembros de búsqueda, ¿no?
—Espera. —Mi corazón se detuvo. Maldita sea—. La cafetería.
—No te preocupes —dijo mamá—. Hablaré con Talia y Eloise. Ellas se
encargarán y llamarán a Crystal si necesitan ayuda.
Realmente quería a mi familia.
—Gracias.
Mamá me hizo un gesto seguro con la cabeza, como si estuviera orgullosa
de mí por haber ido hoy.
Winn se dirigió a un armario de la cocina, uno lo bastante alto como para
que los niños no pudieran tocarlo. Dentro estaba la caja fuerte de su pistola.
Tecleó el código y sacó la pistola y la placa. Con la pistola enfundada y la placa
sujeta al cinturón, abrazó a mamá.
—Gracias por hacer de niñera.
—Siempre.
—Gracias, mamá. —Griff le dio un beso en la mejilla y siguió a Winn hasta
los percheros.
Uno a uno, salimos por la puerta y nos dirigimos a nuestros respectivos
vehículos.
182
—¿Estás lista? —preguntó Vance cuando mi cinturón de seguridad hizo clic
en su pestillo.
Lo miré fijamente a través de la cabina de la camioneta, observando
aquellos ojos claros. ¿Estaba preparada para hoy? ¿Estaba lista para que esto
terminara? No.
Pero dije:
—Sí.

183
Lyla
—¿Y ahora qué? —preguntó Winn al sheriff Zalinski.
—No lo sé. —Abrió de un tirón la puerta de su auto. La frustración y el sudor
le salían por la cabeza mientras resoplaba.
Todos estábamos disgustados, aunque, a diferencia de Zalinski,
intentábamos ocultarlo.
Sus dos ayudantes y el perro de búsqueda ya habían abandonado el
estacionamiento. Knox también se había marchado, necesitaba volver a la ciudad
y al restaurante.
Papá, Griff y Mateo estaban todos de pie en posturas similares: piernas
plantadas de ancho, los brazos cruzados, a la espera de que el sheriff para darles
el visto bueno para volver mañana.
—Si hay alguien aquí arriba, ¿por qué el perro no captó el olor en el arroyo?
—preguntó Zalinski.
—¿Si alguien estuviera aquí arriba? —Mateo levantó una mano—. Viste esas
imágenes, al igual que el resto de nosotros. Está aquí arriba.
—No sé quién era ese hombre, Mateo. —Zalinski miró a mi hermano con el
ceño fruncido—. Podría haber sido cualquiera.
—No fue cualquiera —dijo Griff—. Fue él.
—No puedes saberlo. —Zalinski miró a Vance—. ¿Estás seguro de la
ubicación de esa cámara?
—Estoy seguro. —La mandíbula de Vance se apretó.
Zalinski había cuestionado cualquier cosa y todo hoy, desde el momento en
que habíamos llegado al estacionamiento hasta el momento en que habíamos
regresado después de un día largo y miserable.
—Cormac no quiere ser encontrado. No va a hacerlo fácil y difundir su
ubicación. Y de alguna manera, sabe que está siendo cazado. O vio una cámara
184
o una huella.
—Una de tus huellas. —El sheriff señaló las botas de Vance.
—Sí. —Vance lo miró directamente a los ojos—. Habría sido una de las mías,
ya que he sido el único aquí buscando.
La boca del sheriff se frunció en una fina línea. La duda estaba grabada en
su curtido rostro.
—Ningún lugareño se tomaría la molestia de enmascarar su olor u ocultar
un rastro —dijo papá—. Si se tratara de cualquiera, los perros deberían haber
captado un rastro. El hombre que buscamos tiene experiencia. No está de
excursión por estas montañas por recreación. Es él. Vive aquí, y es peligroso.
Intentó asesinar a mi hija, Zalinski. ¿Así que te vas a quedar ahí parado o vas a
hacer algo al respecto?
—Harrison, cálmate...
—Se ha ido. —Vance silenció al grupo—. Está hecho. Si no encontramos a
Cormac hoy, no lo haremos mañana ni pasado ni pasado.
La derrota en su voz era físicamente dolorosa de escuchar.
—Sheriff Zalinski. —Winn se alejó un paso de Griffin, moviéndose para
interrumpir nuestro círculo y colocándose entre el sheriff y papá—. No hay nada
más que podamos hacer hoy. Tú y yo podemos reagruparnos mañana y formular
un plan.
Asintió, dejando escapar otro resoplido.
—No me alegra que haya un criminal suelto en mi condado.
—Lo sé —dijo Winn.
—Si pudiera poner un ayudante aquí, lo haría. Pero tengo poco personal y
recursos limitados.
—Entiendo. —Winn se acercó y le estrechó la mano. Luego le dedicó una
cálida sonrisa que no le llegó a los ojos cuando se subió al auto y se marchó.
—Maldito Zalinski —murmuró Griffin.
—Qué imbécil. —Mateo sacudió la cabeza—. ¿Cuándo es la reelección?
—En dos años —dijo papá distraídamente, con la mirada dirigida a las
laderas de las montañas que habíamos recorrido hoy.
Nos habíamos dividido en tres grupos esta mañana, empezando en este
punto y avanzando lentamente hacia el arroyo donde Vance había puesto la
cámara de caza que había capturado a Cormac.
El perro había estado con nosotros: Vance, Zalinski, Mateo y yo. Cuando 185
llegamos al arroyo, pareció captar un olor. Se metió entre los árboles,
moviéndose lo suficientemente despacio como para que pudiéramos seguirlo.
Incluso a ese ritmo, me había esforzado por seguirlo, caminando por la nieve y
teniendo cuidado de no resbalar en un trozo de hielo.
Mis piernas parecían fideos flácidos a pesar de la rigidez que se había
instalado en mis músculos. Pero me negué a que se notara el dolor.
No cuando mi corazón dolía mucho, mucho peor.
El perro perdió el rastro de Cormac a unos cien metros del arroyo. Cómo,
aún no estaba segura. Esperaba que hubiéramos encontrado un rastro de huellas
en la nieve, cualquier cosa que nos permitiera seguir. En lugar de eso, el perro
nos hizo dar vueltas en círculos, con la nariz pegada al suelo, corriendo a lo largo
del arroyo, sin encontrar nada que nos hiciera avanzar.
Seguimos buscando y nuestros grupos se dispersaron en busca de huellas.
Cuando no encontramos ninguna, nos reagrupamos de nuevo en el arroyo.
Entonces Vance nos había llevado a sus otras cámaras, comprobando sus
respectivas zonas una por una, descartando cualquier señal de un hombre
escondido en el bosque.
A primera hora de la tarde, el sheriff Zalinski había insistido en que
volviéramos al estacionamiento para no arriesgarnos a que alguien se perdiera
o resultara herido.
Aún quedaban horas de luz. Horas en las que podríamos estar buscando.
—Volveré mañana. —La declaración de Mateo no me sorprendió.
Tampoco la respuesta de Griffin:
—Encontrémonos todos en el rancho a las siete. ¿Te parece bien, cariño?
Winn asintió.
—Por lo que a mí respecta, vas de excursión con Vance. He terminado de
escuchar las excusas de Zalinski. Encuentra a Gallagher. Tráelo. Golpéalo en la
cabeza con una roca y llámalo intento de rescate de un excursionista
desconocido por lo que a mí respecta. Pero no voy a perder esta oportunidad.
No otra vez.
—Me pido la roca. —Mateo sacudió la barbilla hacia su camioneta—. Nos
vemos en la mañana.
Papá me dio un abrazo rápido y luego se dirigió a su propia camioneta.
Winn y Griff hicieron lo mismo antes de dirigirse a los suyos.
Todo mientras Vance permanecía inmóvil, mirando a lo lejos, con los ojos
desenfocados. 186
Esperé hasta que estuvimos solos, hasta que las luces traseras
desaparecieron más allá de un recodo de la carretera.
—¿Estás bien?
—Joder. —Sacudió la cabeza, luego la inclinó hacia el cielo y rugió. Se llevó
las manos a los costados mientras la frustración brotaba de su garganta. Nos gritó
a los dos. Y cuando se detuvo y me miró, la disculpa en sus ojos me rompió en
cien pedazos, como la grava bajo nuestras botas—. Lo siento, Lyla.
—Yo también lo siento. —Tragué más allá del nudo en mi garganta.
Lamentaba que hoy no tuviera un cierre. Que nunca tuviera la oportunidad
de averiguar por qué Cormac había asesinado a su mujer y a sus hijos.
¿Qué decía de nosotros que nos preocupáramos más por encontrar a
Cormac para la otra persona que por nosotros mismos? Tal vez eso era lo que
realmente significaba el verdadero amor desinteresado.
—No te rindas —susurré. Si Cormac no estaba aquí, eso no significaba que
se hubiera perdido toda esperanza. Solo significaba que la próxima vez que
Vance tuviera una pista, probablemente no lo traería a Montana.
—Casi lo hice —admitió—. Ayer decidí que era hora de dejarlo. Para
siempre.
¿Por eso se había confesado tanto anoche en la cafetería? ¿Porque ya había
tomado la decisión de irse?
—Todavía está aquí. —La mirada de Vance se desvió hacia las montañas.
—¿Cómo se escondió del perro? ¿Cómo pudo caminar sin dejar ningún tipo
de rastro? —Mis huellas estaban por todas partes ahora, congeladas en la nieve.
Y no estaban solas.
—No lo sé —dijo Vance—. Me enseñó mucho sobre habilidades de
supervivencia, pero ¿esto? Nunca tuvimos que ocultar nuestras huellas. Éramos
nosotros los que las encontrábamos.
—¿Y ahora qué?
Su expresión se endureció.
—Lo encontré una vez. Lo encontraré otra vez. Aunque me lleve otros cuatro
años.
Incluso si eso significaba sacrificar su propia vida, su propio trabajo y su
felicidad.
Lo haría por la familia que había perdido. Por las chicas que había amado.
Para mí.
—Lo encontrarás. —Hasta los huesos, creía en Vance. Encontraría a 187
Cormac. Tal vez mañana, cuando fuera de excursión con mis hermanos. Tal vez
dentro de semanas, cuando no tuviera a nadie que lo retrasara.
—Vamos. —Se desperezó, me tomó del codo y me acompañó hasta la
camioneta. Luego nos llevó de vuelta a la ciudad, directamente a la cafetería. No
tuvo que preguntarme si quería registrarme, simplemente sabía que lo haría.
Talia estaba en la máquina de café cuando entramos por la puerta principal.
En cuanto nos vio, se relajó.
—¿Lo han encontrado? —me preguntó cuando llegué al mostrador.
—Todavía no. —Elegí esas palabras deliberadamente—. Gracias por
ayudarme hoy.
—Cuando quieras. Foster está en la cocina. Encontró un libro de recetas y
está intentando tu quiche Lorraine.
—No necesitaba hacer eso.
—No se lo puede detener. Está en una misión porque le dije que tenía antojo
de quiche.
Y como Foster adoraba el suelo bajo los pies de mi hermana gemela, haría
todo lo posible por satisfacer esas ansias de embarazo.
—¿Crystal entró? —le pregunté.
—Sí, pero ha sido lento, así que la enviamos a casa. A Foster le encanta esto.
Puede que te pida un trabajo a tiempo parcial.
Me reí, mirando a Vance por encima del hombro.
Esperaba que estuviera cerca, pero se había alejado hasta su silla. No es
que estuviera sentado. Estaba de pie junto a la ventana, con las manos metidas
en los bolsillos y la mirada fija en el exterior.
—Gracias —le dije a Talia—. Sé que no es así como querías pasar tu día
libre.
—¿Ayudando a mi hermana? Así es exactamente como quiero pasar mi día
libre. —Miró a Vance—. Deberíais irse. Nosotros nos encargamos.
—¿Estás segura?
—Positivo. —Había suavidad en sus ojos. Tristeza. Como si quisiera que
pasara todo el tiempo posible con Vance porque se iba.
—Te llamaré mañana —le dije, y luego me uní a Vance, abrazándome a su
brazo—. Vamos a dar un paseo.
Habíamos caminado todo el día, pero me preocupaba qué pasaría cuando
dejáramos de movernos. Me preocupaba que me dijera que se iba. Así que nos
pusimos en marcha a lo largo de Main, paseando a un ritmo fácil. 188
Vance me tomó la mano y entrelazó nuestros dedos. Hicieron falta tres
cuadras hasta que sus hombros se relajaron. Otras cuatro hasta que se le
desencajó la mandíbula. En ese punto, casi habíamos llegado a la tienda de
comestibles que actuaba como sujetalibros a un lado de Main.
—¿Tienes hambre? —Ni siquiera se acercaba la hora de cenar, pero lo
único que habíamos comido hoy eran las barritas de granola aplastadas que
Vance guardaba en su mochila—. Podríamos ir de compras. Buscar algo para
cenar.
—Claro —dijo, mirando a ambos lados antes de cruzar la calle.
Pero justo cuando subimos al bordillo de la acera de enfrente, Vance se
quedó inmóvil.
—¿Qué? —pregunté, siguiendo su mirada.
Se fijó en una joven que caminaba por el estacionamiento del mercado.
Llevaba el pelo rojo recogido en una larga coleta.
La mano de Vance soltó la mía. Dio un solo paso.
La chica rodeó un auto y giró, caminando directamente hacia nosotros.
Tenía los ojos fijos en el hormigón y la barbilla baja, como si intentara pasar
desapercibida.
Un auto pasó por Main. Le llamó la atención y levantó la vista para verlo
pasar. Pero antes de que pudiera volver a concentrarse en la acera, su mirada se
desvió y se posó en Vance.
Como él, se quedó inmóvil. Sus ojos se abrieron de par en par, tan grandes
que pude ver cada pizca de reconocimiento. Cada pizca de miedo. El color se
drenó de su ya pálido rostro.
Llevaba dos bolsas de plástico colgadas del antebrazo. De un tirón, se las
metió en el pecho, apretándolas con fuerza.
—¡Alto! —gritó.
La mujer dio un paso atrás. Luego cruzó la calle y salió corriendo.
Vance la persiguió.

189
Vance
Joder, era rápida. Siempre había sido rápida.
—¡Alto! —grité de nuevo, mis botas golpeando la acera.
Siguió corriendo.
Así que apreté los dientes y encontré la siguiente marcha.
Cruzamos una calle lateral, con su coleta roja azotándole la cara mientras
buscaba autos antes de lanzarse por el asfalto. Se arriesgó a echar un vistazo por
encima del hombro y, cuando me vio, sus ojos contenían puro terror.
De mí.
Me tenía miedo. ¿Por qué?
Esa pregunta solo me hizo correr más fuerte. Me ardían los pulmones. Mis
piernas estaban cansadas por la caminata de hoy, pero corrí.
Corrimos por un barrio residencial, las encantadoras casas pasaban a
nuestro lado mientras nosotros recorríamos la acera.
Era rápida. Pero no lo suficiente como para superar mi zancada más larga.
Me tomó casi dos cuadras de Main para llegar a su alcance.
En la calle de enfrente, un autobús escolar amarillo estaba parado, con las
luces rojas parpadeando, mientras una fila de niños bajaba.
Una madre salía de su casa, probablemente para encontrarse con su hijo.
Cuando nos vio corriendo, se quedó boquiabierta y parpadeó, como si no
estuviera segura de lo que pasaba.
Mierda. No necesitaba que un padre llamara a la policía. Todavía no. No
hasta que tuviera respuestas.
—Deja de correr —grité—. Maldita sea, Vera. Para.
Puede que fuera yo diciendo su nombre o que se estuviera quedando sin
aliento, pero aminoró el paso lo suficiente como para que pudiera envolverla. 190
—No. —Ella forcejeó, lanzando sus codos hacia mis costillas. Las bolsas de
plástico que llevaba aferradas al pecho nos azotaron, pero no cayeron.
—Vera. —¿Cómo era posible? ¿Cómo estaba diciendo su nombre? ¿Cómo
estaba en mis brazos?
—Déjame ir.
—No. —La abracé con más fuerza, el mundo giraba bajo mis pies.
Vera. Esta era Vera. Estaba viva. Estaba aquí en Montana.
Se le escapó un grito, pero siguió lanzando esos codazos, algo que Cormac
le había enseñado en sus sesiones de defensa personal en el garaje. Siempre
había querido que sus chicas estuvieran a salvo.
Antes de matarlas.
Excepto que no lo había hecho. No a Vera.
Apreté con más fuerza, inmovilizándola contra mí.
—Para. Por favor.
—Vance —dijo Lyla, deteniéndose a nuestro lado. Tenía los ojos muy
abiertos y el pecho hinchado de perseguirnos. Su mirada se desvió hacia Vera,
que seguía luchando contra mí. Luego miró a su alrededor, sin duda a la madre
que nos había visto antes.
Lyla levantó la mano en señal de que estaba bien. La mujer asintió y dirigió
a su hijo hacia su casa.
La distracción dio a Vera una oportunidad. Levantó un pie y me clavó el
tacón en la espinilla.
El dolor se extendió por mi pierna, pero me lo tragué, mi agarre a ella tan
fuerte como siempre.
—Vera. —Mi voz era baja. Firme. La acerqué aún más, con el corazón
acelerado mientras apoyaba la mejilla en su pelo—. Vera. Soy yo.
Se quedó quieta. Completamente.
Entonces todo su cuerpo se puso flácido. Las bolsas de la compra que
llevaba cayeron al suelo. De no ser por mis brazos, se habría desplomado en la
acera junto a ellas.
Su pecho empezó a temblar mientras lloraba.
—¡Tienes que irte! No puedes estar aquí. No puedes verme.
—¿Por qué? 191
—Porque estoy muerta. —Lloró más fuerte, sollozos de cuerpo entero que
le sacudieron los hombros y me rompieron el corazón—. Tío Vance, estoy
muerta.
Tío Vance.
Palabras que nunca pensé que volvería a oír decir a Vera. Palabras que me
partieron en dos.
Giró en mis brazos y enterró su cara en mi pecho.
—Tío Vance.
—Hola, pequeña —le susurré, dejando caer mi mejilla sobre su pelo
mientras la abrazaba con fuerza, parpadeando mis propias lágrimas—. Estoy
aquí.
—Estoy tan cansada.
—Te tengo. —Esta vez, no la estaba dejando ir.
Vera se desplomó contra mí, empapando la parte delantera de mi abrigo
con sus lágrimas. Como si las hubiera retenido durante cuatro años.
Y la respiré, sintiendo sus hombros y sus costillas. Ya no era una
adolescente. Cuatro años y había terminado de crecer. Era más alta, delgada,
pero fuerte.
—Te he echado de menos, Vera.
Asintió con la cabeza, con las manos apretando mi abrigo mientras seguía
llorando.
Viva. Estaba viva.
Por eso no habían encontrado su cuerpo en el lago. Los buzos habían
recuperado a las gemelas. Yo había sido el que identificó sus cuerpos. Pero no
Vera.
Nunca encontraron su cuerpo. Con el tamaño y la profundidad del lago
Coeur d'Alene, todos supusieron que se había perdido.
Pero no había ningún cuerpo que encontrar. Estaba viva.
¿Qué significaba eso? ¿Qué estaba pasando? Miré a Lyla. El shock escrito
en su cara probablemente coincidía con el mío.
—Vera —dijo.
Asentí con la cabeza. Vera.
La hija de Cormac. 192
La niña que había asesinado.
O no.

193
Lyla
Esta chica necesitaba una ducha y una comida caliente. Necesitaba un bote
de champú y una cama blanda. Quizá si dormía unos días, se le quitarían las
ojeras.
Pero no habría ducha ni comida ni cama. Vera no dejaba de mirar hacia la
puerta, parecía más un animal enjaulado listo para escapar que la chica vibrante
y feliz que Vance había descrito. Iba a salir corriendo y romperle el corazón,
¿verdad?
Bueno, ella tendría que pasar a través de mí primero. Hasta que se
explicara, yo sería un bloqueo humano en esa puerta.
—Tengo que irme —le dijo a Vance desde su asiento junto a él en mi sofá—
. No puedo llegar tarde.
—No hasta que me digas qué está pasando. —Su mano estaba en su rodilla.
Probablemente era un toque suave, pero no tenía ninguna duda de que si ella
intentaba levantarse, él la sujetaría con fuerza y le volvería a sentar el culo.
Vera apretó las bolsas del mercado contra su pecho.
La etiqueta de su caja azul de tampones se veía a través del fino plástico
blanco. También había comprado pilas, Tylenol, pomada de primeros auxilios y
vendas de varios tamaños. Yo había sido la encargada de recogerlo todo de la
acera y devolverlo a las bolsas mientras Vance levantaba en brazos a una llorosa
Vera, la acunaba contra su pecho y la llevaba hasta su camioneta.
Se recompuso durante el trayecto hasta mi casa y había dejado de llorar,
aunque aún tenía las mejillas manchadas y los ojos enrojecidos.
Ella no había querido entrar, pero Vance había señalado la casa, su rostro
tan severo. Tan paternal. Era una mirada que no había visto en él antes. Una de
su vida antes de Quincy, cuando había sido el tío Vance.
Era una mirada que Vera debía conocer porque me había seguido al
interior y, después de una rápida presentación, le había dicho que se sentara en
194
el sofá. Y así lo hizo.
Mientras yo estaba en la cocina preparándole un vaso de agua helada, ella
recogió las bolsas para tenerlas cerca. ¿Tenía miedo de que se las quitáramos?
¿Había alguien herido? ¿Cormac, tal vez?
—Toma. —Le di el agua.
—Gracias. —Ella agarró el vaso, mirándolo fijamente durante un largo
momento—. Hacía tiempo que no veía un cubito de hielo.
Vance se tensó. No lo suficiente como para que Vera se diera cuenta, pero
aquellos anchos hombros se acercaron ligeramente a sus orejas. Había una
tormenta de preguntas rugiendo en el interior de aquel hombre, pero la
mantendría dentro. La mantendría oculta.
Se mantendría fuerte por la joven a su lado que no paraba de temblar.
Ella lo miró, sus grandes ojos marrones nadando en lágrimas. Los mismos
ojos marrones que había mirado semanas atrás, cuando creía que Cormac
Gallagher iba a matarme.
—Papá me está esperando —dijo—. Tengo que irme o vendrá a buscarme.
No puede venir al pueblo, pero lo hará si está preocupado. Tengo que llegar a
nuestro punto de encuentro para poder volver a casa.
—¿A casa? —preguntó Vance.
—A nuestro refugio.
Las cejas de Vance se juntaron.
—¿Tienen un refugio? ¿Dónde?
—En las montañas.
—Estás viviendo en las montañas. —Repetía todo como si aún no pudiera
creerlo.
—Sí.
¿En qué parte de las montañas? ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Cómo estaba
viva? Había tantas preguntas, pero me quedé callada, apartada y observando
cómo Vance se sentaba con ella.
—Vera, ¿qué ha pasado? Has estado fuera cuatro años. Todo el mundo
piensa que estás muerta.
Le temblaba la mano cuando se llevó el vaso de agua a los labios para beber
un sorbo. Luego moqueó y se sentó un poco más derecha. Enderezó los hombros.
—Me parece bien.
—¿Te parece bien que el mundo piense que estás muerta?
195
—Si eso es lo que se necesita para mantener a papá a salvo.
Vance sacudió la cabeza, parpadeando demasiadas veces. Había pasado
cuatro años odiando a Cormac por haber matado a su familia. Pero ¿las había
asesinado Cormac? ¿A las gemelas? ¿Y a la esposa de Cormac? Si Vera estaba
viva, ¿qué demonios había ocurrido realmente cuatro años atrás?
—Soy todo lo que le queda —susurró Vera, con la voz entrecortada—.
Somos todo lo que nos queda.
Así que su madre, sus hermanas, se habían ido. Me aplasté el corazón con
la mano, apretando el dolor.
—Me tienes a mí. —Vance enganchó el dedo bajo su barbilla, su mirada se
suavizó al contemplar su dulce rostro—. Háblame, pequeña.
—No puedo. —Su barbilla empezó a temblar—. Realmente me tengo que ir.
La miró fijamente durante un largo momento y, en un instante, se puso de
pie.
—Entonces vamos.
—No puedes venir. —Ella también se puso de pie.
—Oh, iré. —La miró mientras cruzaba los brazos sobre el pecho. Era la
mirada de un padre. La había recibido muchas veces de mi padre y mi tío—. Tu
padre y yo tenemos mucho de qué hablar.
—No quiere hablar contigo.
—Lo hará. —La voz de Vance se suavizó.
—No te dejaré venir, no si eso significa que irá a la cárcel.
—No va a ir a la cárcel.
Pero Cormac debía estar en la cárcel, ¿no? La cabeza me daba vueltas, mis
emociones se arremolinaban. Odiaba a ese bastardo por lo que me había hecho.
Por el dolor que me había causado. Pero el corazón palpitante de Vera lo cambió
todo.
Si estaba viva, ¿qué significaba eso?
El bastardo me había estrangulado. Pero ¿y si lo había hecho para proteger
a su hija? ¿Y si todo lo que había supuesto estaba mal?
—¿Dónde lo veremos? —le preguntó Vance.
—Tío Vance...
—Sin argumentos. —Habló como un hombre que le había dado órdenes
antes. Órdenes que ella había obedecido. Era su tío, quizá no por sangre, pero
sí por práctica. Levantó la barbilla hacia el pasillo—. ¿Quieres ir al baño antes de
196
irnos?
Una extraña expresión apareció en el rostro de Vera. Era una combinación
de alivio, cansancio y euforia, como si ir al baño, con agua corriente y cisterna,
fuera un lujo que rara vez podía experimentar.
—La primera puerta a la izquierda —le dije, ofreciéndole una pequeña
sonrisa.
—Gracias —murmuró, luego pasó junto a Vance y caminó por el pasillo.
En cuanto la puerta se cerró, suspiró. Se llevó las manos al pelo y tiró de los
mechones.
—Pero ¿qué mierda...? ¿Cómo puede ser esto real?
—No lo sé.
—Está viva. —Se quedó mirando un punto de la pared, con la mirada
desenfocada—. La mantuvo oculta durante cuatro años. Todos creíamos que la
había matado. Si no lo hizo... ¿en qué más nos equivocamos?
—¿Las gemelas?
Vance negó con la cabeza.
—Fui yo quien identificó sus cuerpos. El de Norah también.
Así que solo era Vera.
—¿Por qué la escondería? —le pregunté.
—No lo sé. Nada de esto tiene sentido. —Dejó escapar un gemido frustrado,
luego extendió un brazo. Una invitación.
Así que me acerqué a él y le rodeé la cintura con los brazos.
—La lloré, Lyla. Lloré por ella. Pero ella está aquí. Está en el baño, ¿verdad?
¿Estoy soñando esto?
—Ella está aquí.
—No sé qué pensar, Blue.
—Tienes que ir con ella. Tienes que hablar con Cormac. —Incliné la barbilla
hacia atrás para encontrarme con su mirada—. Y voy contigo.
—Lyla...
—Sin argumentos. —Le robé sus propias palabras—. Hay más en esta
historia. Tengo derecho a saber la verdad.
Vance no era el único que quería respuestas. Necesitaba saber si el hombre
que había intentado matarme, era realmente el villano.
197
Necesitaba saber por qué me había dejado ir.
—Es demasiado peligroso. No tengo ni idea de cómo reaccionará. Fue
violento contigo una vez.
—Su hija estará allí. —Contaba con que Vera actuaría como amortiguador.
—No.
—¿Por favor? ¿Y si necesitas un testigo?
—Lyla. No me arriesgaré a que te pase algo.
—Necesito esto, Vance. Necesito enfrentarme a él. —Y para estar allí
cuando Vance se enfrentara a Cormac también—. Somos más fuertes juntos.
Vance suspiró, colocándome un mechón de pelo detrás de la oreja.
—No sé qué va a pasar.
—Existe la posibilidad de que lo dejes marchar, ¿no?
—No lo sé —murmuró.
—Me mantendrás a salvo. Y confío en ti. —Dependiendo de lo que Cormac
tuviera que decir, Vance haría lo que creyera correcto. Y si dejaba ir a Cormac,
no sería porque no quería que el hombre pagara por lo que me había hecho.
Sería porque cualquier verdad que aprendiéramos hoy dictaría el destino de
Cormac.
—No puedo pedirte que mantengas esto en secreto —dijo.
De mi familia. De Winn.
—No tienes que hacerlo.
—Lyla. —Sus ojos buscaron los míos. Sus dedos se enredaron en el pelo de
mi sien. Había algo en su mirada, algo grande y poderoso y algo que yo deseaba
desesperadamente que dijera—. Yo…
La puerta del baño se abrió.
Y así, sin más, se nos acabó el tiempo.

198
Vance
La forma en que Vera caminaba por el bosque era tan parecida a la de
Cormac que resultaba extraña. Elegía sus pasos deliberadamente. No había
forma de ocultar nuestras huellas en la nieve, pero aun así, ella pisaba con
cuidado, y el único sonido era el crujido del hielo bajo sus botas.
Su paso era rápido, pero no apresurado. Su mirada recorría los árboles en
busca de amenazas y de puntos de referencia.
Le había enseñado mucho en estos cuatro años, ¿verdad?
—Has estado viviendo aquí fuera —le dije.
—Sí. —Vera miró por encima del hombro, manteniendo la voz baja mientras
hablaba. Hábito, sin duda. Cormac le había enseñado a vivir aquí sin ser
detectada, y había hecho un buen trabajo.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hemos estado en Montana durante dos años, ¿creo? Perdí la cuenta. Papá
lo sabe.
Tarareé.
Detrás de mí, Lyla permanecía cerca. Tenía las mejillas sonrojadas mientras
seguía mis pasos. Debía de estar cansada, pero siguió adelante, con una fuerza
y una resistencia tan impresionantes como su belleza.
—¿Estás bien? —pregunté, extendiendo una mano hacia la suya.
Ella la tomó y asintió.
—Bien.
—Podemos ir más despacio. —Vera se detuvo delante de nosotros,
volviéndose hacia nosotros—. Yo siempre soy la que trata de mantener el ritmo,
así que sé lo que se siente. Lo siento.
—Estoy bien —dijo Lyla. 199
Apreté el agarre contra el suyo y le hice un gesto a Vera para que
continuara.
Sabía antes de que diera un solo paso que iría más despacio por Lyla. Su
dulce corazón seguía ahí, a pesar de todo lo que había pasado.
Todo lo que no me quiso decir.
—¿Con qué frecuencia vienes a la ciudad? —le pregunté.
Tal vez las dos veces que había visto ese pelo rojo en Quincy no había sido
mi imaginación o un extraño. Tal vez realmente había sido Vera.
—Normalmente una vez al mes —dijo.
—Para tampones —susurró Lyla para que solo yo pudiera oírla. Había una
caja en esas bolsas que llevaba.
—¿Y tu padre?
—Nunca —dijo Vera.
Lyla y yo compartimos una mirada. Así que eso era parte de cómo había
sobrevivido aquí. Había hecho que Vera se colara en Quincy, donde sería
cualquier cara normal.
Solo que no para mí. Si no hubiera venido a Montana, nadie habría
sospechado que era el vínculo con un asesino.
¿Era un asesino?
—¿Cómo se pagan las cosas? —Lyla preguntó.
—Efectivo. Papá agarró todo lo que pudo cuando nos fuimos de Idaho. Se le
acabó hace un tiempo, así que...
—Robó una gasolinera en Oregón —terminé.
Vera se estremeció.
—¿Cómo lo supiste?
—Fui a Oregón.
Se detuvo y volvió a mirarnos.
—Dijo que siempre habría gente persiguiéndonos. Yo no le creí. Pensé que
después de tanto tiempo, nos habrían olvidado. Pero papá siempre tiene
cuidado, por si acaso. Supongo que tenía razón. Eras tú, ¿no? Dejaste la cámara
de caza junto al arroyo donde pusimos una trampa para peces.
Joder.
—Vio la cámara.
—Esta mañana. —Ella asintió—. Dijo que sentía como si alguien lo estuviera 200
observando, así que dio la vuelta una vez que salió el sol y la encontró.
Debió subir por la parte de atrás, de lo contrario mi alarma habría vuelto a
sonar.
—Sí —le dije—. Ese fui yo.
Los hombros de Vera se desplomaron.
—Nos vamos por eso. Hoy era mi último viaje a la ciudad.
Maldita sea. ¿Cuánta suerte había tenido Lyla de querer pasear por Main?
—Papá ha estado extraño últimamente —dijo Vera—. No me ha dicho por
qué, pero nos ha mantenido cerca del refugio. Me ha enviado a la ciudad más a
menudo de lo habitual a por provisiones. He tenido que tomar rutas diferentes y
más largas para asegurarme de que nadie pudiera seguirme. Pensé que era la
preparación normal para el invierno. Abastecerse de alimentos y baterías y
suministros de primeros auxilios. Pero salió a revisar la trampa esta mañana y
regresó aterrorizado. Dijo que teníamos que irnos. Creo que lleva semanas
preparándose, pero no quería decírmelo.
Cormac había estado actuando extraño por Lyla, ¿no? Pero no le había
dicho a Vera lo que había hecho en el río. Tal vez había esperado que los equipos
locales renunciaran a su búsqueda. Para ser justos, había tenido razón.
Excepto que no había contado conmigo.
—Ya casi hemos llegado. —Vera miró a la derecha, luego a la izquierda—.
Creo que sería mejor si me das un minuto.
—No te perderé de vista. —Quería a Vera, pero toda esta situación estaba
jodida.
Por lo que sabía, no nos había llevado a ninguna parte. Habíamos
estacionado a casi dos kilómetros de donde yo había estado buscando. Por
mucho que la amara, no confiaba en ella. Había una posibilidad muy real de que
en el momento en que la perdiera de vista, desapareciera de nuevo.
Cormac le habría enseñado a esconderse.
Incluso de mí.
—Me imaginaba que dirías eso. —Suspiró y se tapó la boca con las manos,
dejando escapar un silbido penetrante.
El sonido rebotó en los árboles y las rocas, hasta que la naturaleza se lo
tragó entero. Permanecimos en silencio, con el único sonido de mi corazón
palpitante.
Entonces llegó, débil y casi inaudible. Otro silbido. 201
—Ya viene —dijo Vera, lanzándome una mirada suplicante—. Escóndete
detrás de un árbol o algo. Déjame avisarle primero. ¿Por favor?
—Vera —advertí.
—No voy a salir corriendo, tío Vance. Te lo prometo.
Por el amor de Dios.
—Bien—dije y llevé a Lyla a un gran pino. La coloqué de espaldas a su
tronco, de pie frente a ella, como escudo y para poder vigilar a Vera.
—Puedes quedarte aquí —le dije a Lyla—. No tienes que verlo.
—Sí, así es. —Su respuesta no me sorprendió lo más mínimo.
—De acuerdo. —Le di un beso en la frente y le agarré la mano. Pasara lo
que pasara, no la soltaría.
—Llegas tarde. —La voz de Cormac llenó el aire.
Mi cuerpo se tensó. Esa voz era la misma que recordaba, pero diferente.
Presa del pánico. Demacrada.
—¿Estás bien? —preguntó a Vera—. ¿Qué ha pasado? Me estaba
preocupando.
—Estoy bien —dijo Vera.
—Tenemos que irnos. Pronto oscurecerá. Dame esas bolsas. Yo las llevaré.
—Papá, espera.
—¿Qué?
No esperé a que Vera hiciera un gran anuncio. Di un paso de lado, salí de
detrás del árbol y me enfrenté al hombre: mi amigo, mi hermano, aquel por el
que había rezado durante cuatro años.
—Vance. —Cormac se puso rígido, pero por lo demás, no parecía
conmocionado. Eso cambió cuando Lyla salió de detrás del árbol. Fue entonces
cuando el rostro de Cormac palideció.
Agarré la mano de Lyla y vi cómo levantaba la barbilla. Viendo cómo lo
miraba fríamente.
Esa es mi chica. Estaba tan orgulloso de ella.
Me había ganado. Le había dejado ganar.
No Lyla. Justo aquí, justo ahora, ella estaba recuperando su poder. Estaba
recuperando lo que él le había robado.
Joder, la amaba.
Estaba enamorado de Lyla Eden. 202
Llevaba semanas así.
Cormac salió de su trance y se acercó a Vera. La agarró del brazo, tirando
de ella detrás de él y de la mochila atada a su espalda.
—Sal de aquí, Vera. Corre. Ahora mismo.
—No. —Sacudió la cabeza.
—Vete. —La empujó tan fuerte que casi tropieza.
—¡Papá, para!
—Espera. —Di un paso, levantando mi mano libre—. Solo quiero hablar.
—¡Vera, corre! —El grito de Cormac fue doloroso y frenético.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Vera mientras sus manos se cerraban
en puños y su cabeza temblaba.
—No. No más huidas.
—Tienes que irte.
Ella no se movió.
—No podemos seguir haciendo esto.
—Tenemos que hacerlo, amor. —Cormac era tan ancho y alto como lo había
sido años atrás. Pero ahora parecía más pequeño. Destrozado por la culpa y la
pena.
—No diré nada. —La voz de Lyla era firme—. Si eso es lo que te preocupa,
no le diré a nadie que te vi a ti o a Vera. Pero le debes a Vance la verdad.
Aquí estaba, luchando por mí, no por sí misma.
¿Cómo iba a alejarme de ella ahora?
Apreté su mano con más fuerza.
Cormac miró fijamente a Lyla, con la disculpa escrita en su rostro lleno de
cicatrices. Dirigió esa misma disculpa a su hija.
—Solo quiero mantenerte a salvo.
—Lo sé, papá. —Le tendió la mano—. Pero estoy tan cansada. Habla con el
tío Vance.
La fe que tenía en mí para arreglar esto era asombrosa. Me aferré a la mano
de Lyla, tomando prestada un poco de su fuerza, mientras me enfrentaba a
Cormac.
¿Cuánto tiempo había esperado para enfrentarme cara a cara con él?
No era nada de lo que esperaba. Nada de lo que había planeado. Lo miré 203
fijamente y no vi a un asesino a sangre fría. No vi a un hombre que había
traicionado mi amistad. No vi a un mentiroso o manipulador.
Vi a un padre desesperado.
—Por favor —susurró Vera.
Supe antes de que asintiera que diría que sí. A veces era imposible decirle
que no a esa chica.
Le acarició la mejilla.
—De acuerdo.
Se inclinó hacia él, cerrando los ojos.
Le quitó las bolsas de plástico y se las guardó en la mochila. Luego, con ella
colgada de nuevo de los hombros, se volvió y condujo a su hija a través de los
árboles, ordenando:
—Síganme.
Di un paso, esperando que Lyla se quedara a mi lado, pero sus pies parecían
pegados a la nieve. Tal vez le había robado demasiada fuerza.
—Oye.
Sus ojos se desviaron hacia los míos.
—Debería odiarlo. ¿Por qué no le odio?
—¿Por qué no?
Lyla miró detrás de nosotros.
—¿Puedes encontrar nuestro camino de vuelta a la camioneta por la noche?
—Sí, Blue. —Me incliné para besar la parte superior de su cabeza—. No nos
perderemos.
Caminamos de la mano, siguiendo a Cormac y Vera hasta que el bosque se
hizo cada vez más espeso, obligándonos a formar en fila india.
Como no quería que Lyla fuera la última, la puse delante de mí, con un ojo
puesto constantemente en Cormac. Había muchas incógnitas aquí, pero sin duda,
él la había lastimado una vez. No dejaría que lo volviera a hacer.
El sol se hundía en el horizonte, la luz se atenuaba. Aun así, caminamos y
caminamos, empujando con fuerza hacia donde nos llevaran Cormac y Vera.
Lyla resbaló en un trozo de hielo y se le escapó el pie.
Me apresuré a agarrarla y ayudarla a ponerse en pie.
—¿Estás bien?
Estaba sin aliento pero asintió. 204
—Estoy bien.
Vera, que caminaba detrás de Cormac, se volvió, ofreciendo a Lyla una
amable sonrisa. Antes había aminorado el paso, pero ahora no le pediría a su
padre que se lo tomara con calma. Así que caminamos a un ritmo agotador por
el escarpado terreno.
Los árboles eran tan espesos que había parches donde aún no había llegado
la nieve. Se cubrirían a medida que avanzara el invierno, pero por ahora, la
tierra, las piñas y las ramas solo estaban cubiertas por una espesa escarcha.
—Mantente alejado de la nieve —dijo Cormac—. Sigue solo donde yo pise.
Lyla miró hacia atrás y, cuando asentí, hizo lo que él le había ordenado.
Algunos tramos eran tan amplios que tanto ella como Vera tuvieron que saltar.
Continuamos otro medio kilómetro así hasta que llegamos a un afloramiento
de rocas que se abría paso entre los árboles.
Cormac se detuvo y se quitó la mochila del hombro para sacar una botella
de spray. Dentro había un líquido claro.
—¿Qué está haciendo? —Lyla preguntó, jadeando cuando nos detuvimos.
—Es lejía y agua. —dijo—. Arriba, amor.
Vera asintió y se deslizó junto a él para escalar una sección de la roca de
unos dos metros y medio de altura, utilizando algunas muescas y puntos de apoyo
para trepar por su cara plana. Cuando llegó arriba, se tumbó boca abajo,
estirándose para agarrar la mochila que él le había subido.
—Tú sigues. —Cormac hizo un gesto con la barbilla para que Lyla lo
siguiera, pero eso significaría pasar a su lado. Estar al alcance de la mano.
—Lyla. —Me moví frente a ella—. Su nombre es Lyla Eden.
Cormac me miró, encogiéndose ligeramente. Luego bajó la barbilla.
—Lyla Eden. Lamento lo que hice en el río.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Vera—. ¿Qué pasó en el río?
Levantó la vista hacia ella.
—Te lo explicaré más tarde. Nos estamos quedando sin luz y tenemos que
darnos prisa.
—No iremos a casa esta noche, ¿verdad? —Lyla me preguntó.
—No es probable.
Se acercó a mi mochila.
—Ustedes suban. Vera, sigue. Yo los alcanzaré. —Cormac pasó junto a 205
nosotros, dando a Lyla un amplio margen. Descendió por la pendiente unos
veinte metros, y luego comenzó a rociar el agua con lejía sobre el suelo antes de
alejarse aún más.
—¿Qué está haciendo? —Lyla le preguntó a Vera.
—Correrá en bucle para dejar su olor en un círculo. Si un perro se acerca,
no sabrá exactamente qué dirección elegir.
—¿Y la lejía?
—Dice que puede alterar el olfato de un perro. Dominar sus sentidos.
—Maldición. —Así fue como ocultó su olor con los perros. Y además de eso,
había elegido un camino que ningún perro podría seguir por esa pared rocosa.
—Vamos —le dije a Lyla—. Te ayudaré a levantarte.
Más allá de la pared rocosa no había más que rocas empinadas y húmedas.
Aquí no había árboles, sino un terreno irregular por el que sería un infierno
descender.
Sí, no había posibilidad de que nos vayamos esta noche. No en la oscuridad.
Vera trepó, encontrando de algún modo un camino entre las rocas,
probablemente porque lo había hecho cientos de veces. Y unos quince minutos
después, Cormac carraspeó detrás de mí.
No estaba segura de qué más había hecho para ocultar nuestros olores,
pero sospechaba que si alguien venía a buscarnos esta noche o mañana por la
mañana, encontraría un rastro de huellas en la nieve que simplemente... se
detenía.
Lyla respiraba con dificultad mientras subíamos. Se apartó un mechón de
pelo sudoroso de la sien.
—¿Quieres un descanso? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Ya casi hemos llegado —dijo Vera.
El olor a nieve, roca y viento llenaba el aire. Respiré el aire frío y me
acerqué a Lyla con las manos preparadas por si resbalaba.
Cuando volví a mirar a Cormac, su mirada estaba clavada en Lyla. En mis
manos.
—Están juntos.
—Sí. —Y si se acercaba a ella, si la miraba mal o la hacía sentir incómoda,
le cortaría la maldita garganta. 206
Cormac asintió y retrocedió, dejándonos más espacio.
Caminamos otros diez minutos hasta que el terreno se niveló en un cañón
entre acantilados. En el suelo del cañón crecían grupos de árboles y arbustos.
Exploré la zona, dando por sentado que seguiríamos avanzando, pero me
sobresalté al ver un refugio pegado a una enorme roca.
La cabaña era más grande de lo que esperaba. Tenía cuatro paredes hechas
de pequeños troncos de árbol. El techo estaba cubierto de musgo y follaje para
mantener el calor en el interior.
Cormac había construido un hogar para su hija.
Estaba lejos de cualquier sendero conocido. Nadie lo vería desde una vista
aérea. Y dado el sinuoso y miserable camino para llegar hasta aquí, era poco
probable que algún excursionista o cazador cualquiera llegara tan lejos.
No era de extrañar que hayan vivido aquí sin ser detectados durante dos
años.
El cuerpo de Vera se relajó mientras caminábamos hacia el refugio. Abrió
la puerta, manteniéndola abierta para Lyla.
—Vamos, entra.
Lyla la esquivó y entró. Vera la siguió.
Me quedé atrás y, cuando Cormac estuvo lo bastante cerca, golpeé tan
rápido que no lo vio venir. Mi puño se estrelló contra su nariz.
La sangre brotó de sus fosas nasales, goteando por su barbilla.
—Joder —siseó, pellizcándolo con ambas manos.
—Eso fue por Lyla, hijo de puta.

207
Vance
—Papá. —Vera jadeó cuando entramos en su refugio. Hogar. Cabaña.
Como mierda se suponía que debía llamar a este lugar—. Oh, Dios mío.
—Estoy bien. —Cormac levantó una mano manchada de sangre. La
hemorragia se había detenido y había hecho todo lo posible para limpiarse la
nariz y la cara fuera antes de restablecer el hueso que me había roto, pero
todavía se veía como una mierda—. Yo... tropecé.
—¿Tropezaste? —Vera miró entre nosotros.
Cormac no tropezaba.
—Sí —murmuró, dirigiéndose a un pequeño cuenco colocado contra la
pared. Estaba lleno de agua fresca. Debían de tener un suministro cerca. Agarró
un paño sucio que había visto días mejores y se lavó la cara. Pero incluso sin
sangre, su piel estaba rosada e hinchada.
Lo golpearía con todo lo que tenía y mañana sus ojos estarían tan negros
como los de Lyla el día que nos conocimos. Se lo merecía. Me empezaban a doler
los nudillos, pero joder, qué bien me había sentado.
Lyla se colocó a mi lado, tan lejos de Cormac como le permitía el reducido
espacio.
Le paso el brazo por los hombros, estrechándola, mientras observo la
habitación individual.
Contra la pared del fondo había dos sacos de dormir. Cada uno descansaba
sobre una plataforma de madera que levantaba las mantas unos treinta
centímetros del suelo. Los catres, al igual que las paredes del refugio, estaban
hechos de ramas cuidadosamente cortadas de unos cinco o seis centímetros de
grosor. Estaban sujetos con cuerda de paracaídas. Sin duda, algo que Vera había
comprado durante sus viajes a varios pueblos.
Los nudos que mantenían unidas las ramas eran familiares y limpios.
208
En nuestros años juntos en el cuerpo, Cormac me había enseñado mucho,
pero el área en la que yo siempre había tenido más conocimientos era la de hacer
nudos. Cuadrado. De bolina. Prusik. Doble pescador. Tenía que agradecer a los
Scouts por esa habilidad. De niño, había practicado haciendo nudos durante
horas y horas. Luego le enseñé a Cormac.
Luego había usado esos nudos para hacer este hogar para su hija.
Construyó un lugar para protegerla del mundo. De mí.
—Es hora de explicar —dije, cruzando los brazos sobre el pecho.
Cormac dobló el trapo ensangrentado y lo dejó a un lado. Miró a Vera,
arqueando las cejas.
Una conversación silenciosa pasó entre ellos. Ya les había pasado antes,
como si pudieran leerse el pensamiento.
Lo que pasó entre ellos la hizo sacudir la cabeza.
—Traeré agua fresca para la cena.
Agarró una linterna de un pequeño estante hecho a mano que había junto a
su saco de dormir y salió al exterior.
Cormac miró a Vera marcharse y luego exhaló. Cuando levantó la vista, no
era a mí, sino a Lyla.
—Lamento lo que te hice. Vera no lo sabe.
Lyla se puso rígida.
—¿Y supongo que te gustaría que siguiera así?
—No tengo muchos secretos para mi hija. Ella sabe quién soy. Puedes
decírselo.
—¿Por qué no lo hiciste? —Lyla preguntó.
Tragó saliva.
—No estoy exactamente orgulloso...
—Que intentaste matarme.
—No tenía intención de matarte. Me entró pánico. Bajé más de lo habitual
para cazar. Nos hemos estado abasteciendo para el invierno, y ha sido
estresante. Cuando te me acercaste así... no mucha gente puede acercarse
sigilosamente. Y además de Vera, no he visto a otra persona en mucho tiempo.
Necesitaba asegurarme de que te callarías lo suficiente para poder salir de allí.
—Cormac se tambaleó y una mirada extraña y lejana apareció en su rostro. Era
casi como si no pudiera creer lo que había hecho—. Me asusté.
—Así que me asfixiaste hasta casi desmayarme y me dejaste junto a un
montón de tripas, donde cualquier otro depredador podría haber llegado y
209
terminado el trabajo que habías empezado.
No se lo iba a poner fácil. Bien por ti, Blue.
—Te vi levantarte —dijo—. Me aseguré de que estabas bien. Luego te seguí
hasta tu auto.
Lyla entrecerró los ojos.
—¿Cómo sé que eso es cierto?
—Conduces un Honda azul marino.
—Oh —murmuró.
Así que Cormac la había herido y luego la había seguido para asegurarse
de que estaba bien. Eso era algo, supongo. No iba a darle las gracias, pero quizá
no debería haberle pegado tan fuerte.
No. Merecía ser golpeado de nuevo por lo que había hecho.
A todos nosotros.
Lyla exhaló un largo suspiro y se quedó callada. Al parecer, ya había
terminado de hablar del río. Era hora de pasar a otra discusión.
—¿Deberíamos esperar a Vera? —Levanté la barbilla hacia la puerta.
Cormac se dirigió a su saco de dormir y se sentó en su extremo, apoyando
los codos en las rodillas.
—No quiere hablar de ello. Cuatro años y aún no sé todo lo que pasó aquella
noche.
—¿Qué? —Cuatro años y no había hablado de ello—. ¿Por qué?
—Solía preguntar. Le rogaba que me lo dijera. Ella dejaba de hablar.
Después de un tiempo, decidí que realmente no importaba. Hadley y Elsie se
fueron. —Su voz se quebró—. No iba a arriesgarme a perder a Vera también.
¿Así que no sabía lo que había pasado? ¿Qué mierda estaba pasando? ¿Y
Norah? Las pruebas eran irrefutables. Él la había matado, ¿verdad? ¿Por qué
Vera era la única que sabía lo que había pasado?
—Quizá quieras sentarte. —Cormac señaló el suelo de tierra—. Vera no
volverá dentro hasta que hayamos terminado de hablar. Seré rápido porque no
quiero que esté mucho tiempo sola en la oscuridad. Pero han pasado muchas
cosas. Muchas cosas que nunca te conté.
No me digas. Me guardé el comentario y me senté en el suelo. Este sería
probablemente el lugar donde dormiríamos esta noche. Tomaría el suelo y
dejaría que Lyla durmiera sobre mi pecho. De ninguna manera me arriesgaría a
llevarla montaña abajo, no en una subida tan empinada después del anochecer. 210
Lyla reclamó el espacio a mi lado, su cuerpo arropado. Luego esperamos,
los dos mirando a Cormac fijamente a la puerta, como si quisiera estar en
cualquier sitio menos en esta cabaña.
—La mejor manera de hacerlo es empezar por el principio —dijo—.
¿Alguna vez te conté que Norah y yo nos conocimos en un bar?
—Sí. —Una vez—. Tú estabas allí con amigos. Ella estaba sola. Le echaste
un vistazo y abandonaste a tu gente. Luego le propusiste matrimonio al día
siguiente.
Resopló.
—No es exactamente como ocurrió. Esa fue la historia que inventó para las
chicas. La verdad es que yo estaba allí con unos amigos. Ella estaba sola. Fui al
baño de hombres y la encontré desmayada en un retrete con una aguja de
heroína clavada en el brazo.
Me estremecí tan violentamente que Lyla jadeó.
—¿Qué diablos?
—No me declaré al día siguiente —dijo Cormac, arrastrando una palma de
la mano por su mejilla llena de rastrojos. Ahora tenía más canas que años atrás.
Las hebras blancas se mezclaban con el rojo—. Fui a visitarla al hospital al que la
llevé desde el bar. Al día siguiente, volví otra vez. Le dije que cuando saliera de
rehabilitación me llamara. Le compraría un batido de galletas y nata de mi
cafetería favorita.
Su voz era plana. Muerta. Nada parecido a la forma en que solía hablar de
su esposa.
El amor de su vida.
Este hombre había amado a Norah con cada fibra de su ser. ¿Cómo podía
hablar de ella sin una pizca de emoción?
—Se desintoxicó. Y cuando salió de rehabilitación, me encontró. Le compré
ese batido. —Su mandíbula se apretó como si estuviera conteniendo una
maldición.
—Nos lo tomamos con calma —dijo—. O, habíamos planeado tomárnoslo
con calma. Hasta que quedó embarazada de Vera. Eso lo cambió todo. Norah y
yo nos casamos. Ella se quedó en casa con el bebé mientras yo trabajaba. Y por
un tiempo, todo fue perfecto. Demasiado perfecto, supongo. Cuando Vera tenía
unos nueve meses, llegué a casa y encontré a Norah borracha y desmayada en
la bañera. Vera estaba en su cuna, con el pañal sucio, gritando. Muerta de
hambre. Porque su madre había decidido que en vez de tomar un desayuno
211
normal, se tomaría un litro de vodka.
Esto era una broma. Esto tenía que ser una broma, ¿verdad? ¿Una mentira?
Excepto que yo conocía a Cormac. Incluso después de cuatro años de odiarlo,
sabía que era la verdad.
—Nunca me dijiste nada de esto.
—Nadie lo sabía realmente. Todo ocurrió cuando vivíamos en Alaska. Norah
prometió que no volvería a ocurrir. Dijo que era depresión posparto. Eso y los
largos y oscuros inviernos. Así que la medicamos. Empecé a buscar trabajo y
aterricé en Idaho.
Cormac era diez años mayor que yo, y siempre lo había visto como a un
hermano. Claramente, un hermano del que no sabía una mierda. Era como si
hubiera tenido otra vida que nunca había compartido.
—Norah mejoró después de mudarnos. Las estaciones normales, el sol,
ayudaron. Estar lejos de su familia ayudó. Eran tan tóxicos como las drogas a las
que estaba enganchada cuando la encontré. Pero hay una razón por la que
esperé tanto para tener más hijos. Necesitaba asegurarme de que Norah era
sólida. Estable.
Norah había sido sólida. Había sido estable. Había amado a sus hijas. Las
adoraba como al resto de nosotros. Lo máximo que la había visto beber eran un
par de copas de vino tinto con la cena de vez en cuando. Tal vez una cerveza en
el calor del verano.
Había sido una buena madre. Siempre se había asegurado de que las niñas
se cepillaran los dientes e hicieran los deberes. Les había trenzado el pelo y les
había hecho comer al menos dos bocados de verdura antes de darles un
capricho.
Mi mundo volvía a estar patas arriba, como si viviera en un reloj de arena y
no supiera por dónde corría la arena. ¿Quién era el malo?
¿Cormac? ¿Norah?
Todo lo que había pensado, todo lo que había creído, era mentira. Había
estado viviendo en un mundo de humo y espejos.
Estas personas a las que había amado habían omitido gran parte de la
verdad. No sabía qué pensar. No podía confiar en ellos. No podía confiar en mis
propios recuerdos.
La mano de Lyla se deslizó entre las mías.
Un toque. Los pensamientos vertiginosos se detuvieron. La frustración
disminuyó.
212
Bajé la mirada hacia esos deslumbrantes ojos azules y me encontré firme.
Lyla me tomó de la mano y yo tomé la suya. Y escuchamos cómo Cormac
seguía contando el pasado con colores feos.
—La vigilé como un halcón después de que nacieran las gemelas. Rara vez
la dejaba sola. Si estaba trabajando, tenía amigos que se pasaban por allí al azar.
La llamaba constantemente. Ella estaba... genial. Feliz. Estábamos bien. Éramos
felices. —Cormac extendió una mano—. Diablos, ¿por qué te estoy contando
esto? Tú estabas allí.
—Sí. —Yo había estado allí. Había sido testigo de esta gran felicidad.
Hasta que todo ardió en llamas.
—Cuando murieron mis padres, usé mi herencia para comprar la casa del
lago. Compró la barca porque quería enseñar a las niñas a hacer esquí acuático.
Se dedicó a hacer álbumes de recortes porque le preocupaba que no
recordáramos cómo eran las niñas de pequeñas. Todo era bueno. —Cormac
cerró los ojos—. Esa maldita zorra me hizo creer que todo iba bien.
Me estremecí. Nunca, ni una sola vez, había oído a Cormac llamar zorra a
Norah. Aunque hubieran discutido, nunca había manchado su nombre.
—Las chicas estaban ocupadas —dijo—. Yo estaba ocupado. Teníamos una
actividad cada noche. Baloncesto. Softball. Natación. Hadley quería tomar clases
de actuación. Elsie decidió que quería escribir un libro. —Los ojos de Cormac se
inundaron y sollozó—. Todavía me duele... decir sus nombres.
Por eso yo mismo las había pronunciado en contadas ocasiones.
Se tomó un minuto, respirando por el dolor. Allí estaba sentado un padre
que echaba de menos a dos hermosas hijas. Llorando a dos hermosas hijas.
No era un asesino.
No las había matado.
Había creído que sí, durante cuatro años. Tal vez. O tal vez en el fondo, la
razón por la que había estado tan decidido a encontrarlo era porque sabía en mi
alma que él no habría asesinado a las chicas.
Respiró hondo y se recompuso.
—Un amigo de Norah del instituto vino a visitarnos a Idaho. Nunca conocí al
tipo. Él estaba en su vida antes de que yo la conociera. Honestamente, no pensé
mucho en ello. Se reunieron una vez para almorzar, luego se fue. Supongo que
ese almuerzo fue todo lo que hizo falta.
—¿Para qué?
—Para que ella cayera en espiral.
213
No. De ninguna manera. Lo habríamos visto.
Cormac se encontró con mi mirada, esos ojos tristes clavados en los míos.
—Estás pensando que deberíamos habernos dado cuenta, ¿verdad? Si
estaba bebiendo o consumiendo, deberíamos haber visto las señales.
—Deberíamos haberlo hecho.
—Debería haberlo hecho. —Se dio una palmada en el pecho, tan fuerte que
hizo saltar a Lyla—. Debería haberlo visto. Y no tenía ni puta idea. No hasta que
llegué a casa aquella noche. No hasta que la encontré borracha. Drogada. Sola.
Cormac enterró la cara entre las manos, como si aislando físicamente el
mundo pudiera hacerlo desaparecer, pudiera dejar de hablar de aquella noche.
El agarre de Lyla sobre mi mano se tensó mientras miraba hacia la puerta,
como si pudiera ver a Vera a través de las ramas.
Vera había estado allí con Norah esa noche. Con Hadley y Elsie. Y lo que
sea que haya pasado probablemente la marcó de por vida.
Cormac agachó la cabeza, las lágrimas no se podían atrapar y goteaban
hasta el suelo.
—Esa mañana besé a las chicas antes de que subieran al autobús, pero no
les dije que las quería. Debería haberles dicho que las quería. Pero tenía prisa,
así que les besé la cabeza y las saqué por la puerta. Luego me fui a trabajar.
Conmigo.
Fue a trabajar conmigo.
—Un día normal. —Resopló—. Había caído una tormenta, pero por lo
demás, un día normal.
—Sí. —Había sido un día normal. El último día normal.
—Tuve esa reunión en la escuela después del trabajo, ¿recuerdas? Todos
los entrenadores voluntarios tenían que ir y hacer su entrenamiento de
conmoción cerebral. Por una vez fue una noche libre. Las chicas no tenían nada
que hacer. Le mandé un mensaje a Norah diciéndole que llevaría pizza para
cenar después de la reunión.
Había una pizza en su casa, la escena del crimen. Mitad pepperoni, mitad
vegetariana.
Había estado en la mesa del salón, no en la cocina. La caja estaba sin abrir,
la comida sin tocar. Como si se hubiera distraído y la pizza había sido apartada.
—Estaba fuera de sí. —Cormac bajó la voz, ya fuera porque le costaba
expresarlo o porque le preocupaba que Vera estuviera al alcance del oído—. No 214
paraba de murmurar sobre las clases de natación. Que las niñas necesitaban más
clases de natación. Que no podían volver a salir en el barco hasta que practicaran
natación.
¿Qué carajo? Las chicas habían sido grandes nadadoras, especialmente
Vera. Había estado en el equipo de natación del instituto. No había muchos fines
de semana de verano en los que Cormac y yo no lleváramos a las chicas a nadar
o a hacer esquí acuático.
—Me asusté —dijo.
Era lo mismo que le había dicho a Lyla. ¿Por eso la había estrangulado en el
río? ¿Porque le había recordado demasiado a Norah? Quizá había estado
pensando en su mujer en ese momento. Tal vez había estado pensando en sus
hijas, y cuando Lyla lo había sorprendido, había estallado.
—Seguí preguntándole a Norah de qué estaba hablando —dijo—. Me
acerqué lo suficiente y olí el alcohol. Vi lo vidriosos que tenía los ojos. Ni siquiera
me reconoció. Pensó que era un socorrista. Me preguntó si podía ir a buscar a
sus hijas a la piscina porque era hora de cenar.
No tenían piscina.
Solo el lago.
—Salí fuera. Grité y grité y grité por las niñas. El barco había sido corrido
en la orilla, no atado al muelle. Las olas eran… —Un sollozo se escapó de su
boca—. Mis hijas eran buenas nadadoras. Pero no tan buenas. No en ese tipo de
tormenta.
La cabaña permaneció inmóvil durante unos largos minutos. El único sonido
provenía de Cormac, que lloraba y se enjugaba las lágrimas.
—Volví dentro y la abofeteé. La abofeteé tan fuerte, Vance. Solo para que
se espabilara. Que me dijera lo que había pasado.
La autopsia había mostrado una herida en su mejilla. La causa de la muerte,
estrangulamiento. Había alcohol en su sangre, pero todos asumimos que había
bebido demasiadas copa de vino de la botella abierta en la cocina. No había
rastro de drogas. Aunque dependiendo de lo que hubiera tomado, algunas
sustancias como el LSD se metabolizaban rápidamente. Aun así, ¿al forense se le
habría ocurrido hacer pruebas de narcóticos?
Pueblo pequeño. Familia conocida. Incidente trágico. Ni una sola persona,
incluyéndome a mí, había pensado en investigar a Norah.
No cuando Cormac había huido y cimentado su culpa en nuestras mentes.
—Dijo que las había llevado a clases de natación. —Cormac miró a la 215
puerta.
Mi mirada siguió la suya.
Era la única persona que sabía lo que había pasado en ese barco.
—Yo la maté.
Me giré hacia él. No había remordimiento en su voz. Solo hechos.
—Ella las ahogó. Ahogó a mis niñas. —Sus ojos brillaron tras más lágrimas—
. Así que la maté.
Por eso había huido. Todas las pruebas que le habían señalado eran ciertas.
Él había matado a Norah.
Esa maldita perra.
Cuatro años, había culpado a Cormac por sus muertes. Supongo que tendría
los próximos cuarenta para odiar a Norah por ello en su lugar.
Lyla se frotó la mejilla, atrapando unas lágrimas por unas niñas que nunca
había conocido. Yo también la amaba por eso. Se inclinó más a mi lado, en un
abrazo silencioso, y me agarró la mano mientras esperábamos a que Cormac se
secara la cara.
—Lo siento. —Sacudió la cabeza, sentándose más alto—. Nunca he hablado
de esto.
—¿No con Vera? —pregunté.
—No. No lo hacemos... Es más fácil.
Más fácil si no mencionaban esa noche. Más fácil si no decían los nombres
de Hadley o Elsie.
—Hice incinerar a las niñas —dije.
El testamento de Norah y Cormac pedía que fueran enterradas en parcelas
que habían comprado en un cementerio. Pero no había ningún deseo específico
para las niñas. Los padres no planeaban la muerte de sus hijos. No había habido
dos espacios abiertos junto a Norah en el cementerio, solo el de Cormac. Y no
había querido separar a las gemelas.
Una bendición ahora que sabía la verdad. Así que las había incinerado.
—¿Recuerdas ese sendero que encontramos hace años, el que llevaba a ese
prado con todas las flores silvestres?
Cormac asintió.
—Llevé sus cenizas allí. —Había sido el día más duro de mi vida.
Se puso una mano sobre el corazón, como si intentara que no se le rompiera.
—Sabía que cuidarías de ellas. 216
Mientras había estado cuidando de Vera.
—¿Cómo encontraste a Vera? —le pregunté.
—Después de Norah, saqué el barco. No tenía ni idea de dónde buscar.
Estaba oscuro. Llovía a cántaros. Las olas chocaban contra el casco. Me quedé
fuera hasta que estuve seguro de que me ahogaría con ellas. Solo volví a la orilla
porque necesitaba más gasolina. Entonces ahí estaba, tirada en el muelle.
Empapada. Entumecida. Consiguió volver. Sus hermanas no.
Lyla se apoyó en mi brazo, amortiguando el sonido de su propio llanto en la
manga de mi abrigo.
Oh, Dios. Se me cerró la garganta. Me ardía la nariz. Mis propios ojos se
empañaron con las lágrimas, una cayó en cascada por mi mejilla.
¿A qué horror había sobrevivido Vera? ¿Qué miedo habían pasado las
gemelas antes de que las hundieran?
Me pellizqué el puente de la nariz y respiré por la boca mientras se me
partía el corazón por milésima vez.
Hadley y Elsie se habían ido. Fueron asesinadas por su madre, no por su
padre. Y maldita sea, las echaba de menos.
No era justo. No era jodidamente justo.
—Lo siento —susurré.
—Yo también.
—¿Por qué huiste?
Cormac se encogió de hombros.
—Era huir o ir a la cárcel. No iba a dejar a Vera, no después de eso.
Así que había encontrado la manera de que permanecieran juntos.
—Vera dijo que te vas de Montana —dijo Lyla.
Cormac asintió.
—No podemos quedarnos. Si Vance me encontró, es solo cuestión de
tiempo antes de que alguien más tropiece con nosotros. Hemos estado aquí
demasiado tiempo de todos modos.
Se me hizo un nudo en el estómago ante la idea de que se la llevara. De
desaparecer de nuevo.
—¿Adónde irás?
—El objetivo siempre fue llegar a Canadá, pero hace un par de años
pasábamos por esta zona y Vera se puso enferma. Encontró este lugar. No quería 217
irse.
—Sigo sin querer irme. —Vera empujó la puerta, con los brazos cruzados
sobre el pecho.
¿Cuánto tiempo llevaba escuchando?
—No está en discusión. —Cormac se puso de pie, su pelo casi rozando el
techo del refugio. Había hecho esta casa lo suficientemente alta como para poder
caminar sin golpearse la cabeza.
—Esta vez no voy —dijo—. No otra vez.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vivir aquí? ¿Sola?
Vera suspiró, dejando caer la barbilla.
—Podrías quedarte.
Cruzó el espacio, tirando de ella en sus brazos.
—Sabes por qué no puedo.
No, no podía quedarse. Y esta no era una vida para una joven de veintiún
años. Ella merecía más.
Se merecía el mundo.
—Puede venir conmigo. —Me puse de pie, ayudando a Lyla a levantarse.
Tal vez Cormac no podía quedarse. Tal vez él estaba bien viviendo una vida fuera
de la red. Pero esa no era una vida para Vera.
—¿Qué? —Cormac se giró, con una mirada fulminante.
—¿De verdad quieres que esta sea su vida? —Hice un círculo con un dedo
en el aire.
Su mirada se desvió hacia el techo que había puesto sobre sus cabezas.
Luego desapareció, más rápido de lo que podía parpadear. Probablemente ya
había pensado en esto. Probablemente había mirado al futuro y sabía que algo
tendría que ceder.
Esta no era la vida que había querido para su hija.
La miró de frente, dedicándole una sonrisa triste. Pero cuando habló, su voz
era firme. Absoluta.
—Te vas con Vance.
Tal vez esperaba que Vera discutiera.
Pero ella susurró:
—De acuerdo.
218
Lyla
Desde el momento en que nos despertamos en el refugio esta mañana,
estaba dispuesta a abandonar esta montaña.
Pero para Vera, la mañana había llegado demasiado pronto.
—Quizá debería quedarme. —Vera empezó a quitarse la mochila que
llevaba atada a los hombros, pero las manos de Cormac se posaron en las suyas,
deteniéndola antes de que pudiera quitársela.
—No, amor. Tienes que ir con Vance.
—Pero, papá...
—Tenías razón. —Se inclinó para besarle la frente—. No podemos hacer
esto para siempre. No puedes vivir así.
—¿Y tú? —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¿Te quedarás?
Le acarició la mejilla y le dedicó una sonrisa triste. Pero no contestó.
La confianza de Vera en esta decisión había flaqueado desde la noche
anterior.
La de Cormac se había cementado.
Amanecía. Los picos nevados de las montañas sobre nuestras cabezas se
teñían de amarillo canario. Apenas había luz suficiente para ver el oscuro bosque
que tendríamos que atravesar para llegar a la camioneta de Vance.
Con un poco de suerte, llegaríamos a tiempo para llamar a mis hermanos y
decirles que no nos uniríamos a ellos en la búsqueda de hoy para que no se
preocuparan.
En cambio, una vez que dejáramos estas montañas, iríamos inmediatamente
a mi casa para esconder a Vera y hacer un plan. Y, con suerte, descansar un poco.
Mi cabeza se sentía confusa, la falta de sueño hacía que mis miembros doloridos
y cansados se sintieran perezosos.
219
Nadie había dormido bien en aquella estrecha cabaña. Cormac se había
ofrecido voluntario para dormir en el suelo mientras Vera se había llevado su
saco de dormir; yo no había querido dormir en su cama. Vance debió de darse
cuenta, así que le pidió a Vera que lo hiciera en su lugar. Luego dormimos
acurrucados juntos en la suya.
Me había abrazado toda la noche, con su corazón apretado contra mi
columna, nuestras ropas y una fina manta para mantenernos calientes. Eso, y el
pequeño fuego que Cormac había atizado durante toda la noche. El sueño había
llegado en minutos, en lugar de horas. Todos en aquel refugio habían estado
demasiado ansiosos como para desconectar de verdad.
Todos temíamos lo que nos depararía la mañana.
Angustia.
Cambio irrevocable.
Una despedida desgarradora.
Vance estaba a mi lado, con la mano en la parte baja de mi espalda. Estaba
preparado por si me tambaleaba.
Dolía ver a Vera y a Cormac juntos, esas dos personas que solo habían
contado la una con la otra durante los últimos cuatro años. Habían compartido el
dolor. Habían compartido esta tragedia impensable.
La historia de Cormac se había reproducido en mi mente en bucle la noche
anterior. La vívida imagen que había pintado de Norah. De esa noche.
Probablemente yo también la habría estrangulado.
Me llevé la mano a la garganta. Los moratones y la sensibilidad habían
desaparecido. Estaba completamente curada, por dentro y por fuera. Todo lo
que quedaba era mi odio por Cormac. Excepto que esta mañana era diferente.
Opaco y frágil.
¿Alguna vez me caería bien Cormac Gallagher? No. Siempre guardaría algo
de rabia, quizá un poco de miedo, cuando me imaginara su cara y la cicatriz que
interrumpía su mejilla.
Pero no lo odiaría. Lástima, sí. Pero no odio.
—Dame un abrazo —le dijo a Vera, atrayéndola hacia su pecho.
Empezó a llorar y su cuerpo se estremeció contra el de él.
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti, Vera. —Le dio un beso y tragó saliva. Estaba conteniendo las
lágrimas, pero a duras penas—. Nunca olvides cuánto te quiero.
—¿Te volveré a ver? 220
—Por supuesto.
Sonaba a mentira.
Vance bajó la barbilla y apretó la mandíbula mientras trataba de contener
sus emociones.
No se sabía si Cormac volvería a ver a su hija. Otro hombre podría haber
rechazado la oferta de Vance. Podría haber insistido en mantener a Vera cerca.
Quizá porque tuve un padre tan bueno, pude apreciar a Cormac como
padre. Respeté su sacrificio por su hija.
—De acuerdo. —Cormac la besó de nuevo, luego la dejó ir—. Vámonos.
Vera echó una larga mirada al refugio que había sido su hogar durante los
dos últimos años. Sus ojos marrones se llenaron de lágrimas. Pero no movió los
pies. Como si no pudiera dar el primer paso, extendió la mano.
Cormac la tomó.
Le tomó la mano porque llevaba tomándosela toda la vida. Había sido el
hombre que la tomó para que diera su primer paso. Ahora volvía a agarrarla,
posiblemente por última vez, para ayudarla a caminar hacia una vida mejor.
Me dolía el corazón. Me aparté de ellos, ocultando mis lágrimas.
Vance se giró también, con la mandíbula crispada. Le dolían los ojos. Pero
también había seguridad en su mirada. En su corazón, sabía que era la decisión
correcta para Vera. Así que elegí confiar en él, darle esa fe.
Con un gesto de la cabeza, se alejó del refugio. De algún modo, sabía
exactamente el camino que había que seguir por el terreno rocoso, aunque solo
lo hubiéramos atravesado una vez.
Los cuatro caminamos en silencio, una hilera de corazones solemnes, hasta
que llegamos a la pared rocosa por la que tendríamos que descender para luego
caminar por el bosque.
Vance fue primero, luego se paró en la parte inferior, con los brazos
extendidos para atraparme cuando salté hacia abajo.
—Gracias —le dije, sin aliento. ¿Cómo era posible que caminar cuesta
abajo fuera casi más duro que subir?
—¿Estás bien? —preguntó con voz grave.
No.
—¿Y tú?
Me ahuecó la cara y me acarició la mejilla con el pulgar.
—No.
221
Puede que hoy no fuera nuestra despedida, pero se acercaba. Dejé a un
lado ese pensamiento y observé cómo Vera escalaba la roca con práctica
facilidad.
Llegó abajo y miró a Cormac, probablemente esperando que él bajara
después.
Pero en lo alto de la roca, donde había estado hace un momento, no había
nada.
Cormac se había ido.

222
Lyla
Nueve horas. Eso era todo lo que nos quedaba a Vance y a mí. Nueve horas.
No era suficiente.
Nunca en mi vida habían pasado dos días tan deprisa. No dejaba de desear
que el tiempo se ralentizara, pero desde el momento en que habíamos bajado
aquella montaña con una Vera llorosa, los segundos, los minutos y las horas se
habían evaporado.
El lunes fue cuando Vance y yo nos habíamos despertado con el pitido de
la alarma de la cámara. Ahora era jueves. ¿Cómo es que ya era jueves?
Se iban mañana. El viernes.
En solo nueve horas.
De pie junto al fregadero, enjuagando los platos de la cena, me negué a
mirar la ventana que tenía delante. Me negaba a reconocer que el sol ya se había
puesto. Que el viernes estaba a punto de llegar. Pero incluso en mi periferia,
podía ver el azul oscuro colarse en mi jardín. Podía ver el brillo de las primeras
estrellas.
Realmente necesitaba una cortina para cubrir esa maldita ventana.
Vance entró en la habitación, con los pies descalzos pesando sobre la
madera. Dejó el teléfono sobre la encimera, se apoyó en ella y cruzó los brazos.
—El capitán y yo nos reuniremos el lunes a primera hora.
—Bien. —Eso estaba bien, ¿verdad? Este era el plan. Pero mi corazón
estaba en caída libre, hundiéndose más y más rápido—. ¿Le contaste lo de Vera?
—No. Lo dejaré para el lunes. Cree que quiero hablar del tiroteo.
Probablemente espera que renuncie.
¿Renunciaría?
Si el trabajo de Vance no le retenía en Idaho, ¿volvería? Me aterrorizaba 223
preguntar. Me aterrorizaba saber que yo no era suficiente para que desarraigara
su vida. Así que no pregunté.
—¿Cómo crees que está? —preguntó Vance, mirando al techo.
Arriba estaba el dormitorio de invitados. Vera se había excusado después
de cenar para darse una ducha caliente. Decía que era porque echaba de menos
el agua caliente. En realidad, creo que fue allí para que no la oyéramos llorar.
Durante las dos últimas mañanas, me había despertado preguntándome si
encontraría la habitación de invitados vacía. Si Vera decidiría que formar parte
de la sociedad estaba sobrevalorado y se marcharía a buscar a Cormac. Si
alguien podía encontrarlo de nuevo, sería ella.
Sin embargo, a pesar de mis temores, cada día bajaba las escaleras medio
dormida, con los ojos hinchados y enrojecidos por las lágrimas que había
derramado sobre la almohada, y me daba los buenos días.
—Todavía está aquí. Eso es buena señal. —Me sequé las manos en una toalla
y luego me puse a su lado, apreté la nariz contra su pecho y aspirando ese olor a
Vance.
Pronto se irían. Pero por esta noche, ambos estaban aquí.
Mi teléfono sonó en la encimera, así que Vance se estiró para agarrarlo y
entregármelo.
—Hola —respondí.
—¿Cómo te sientes? —Mateo preguntó.
—En vías de recuperación.
La mentira me supo amarga en la lengua, pero mantener el secreto de Vera
era primordial. Así que mentí a mi familia y les dije que me había puesto enferma
después de la excursión con el sheriff Zalinski. Mi repentina enfermedad era la
razón por la que no habíamos quedado en casa de Griff a la mañana siguiente. Y
era la razón por la que no había ido a trabajar en días.
La culpa por haber cargado a mis padres y hermanos con la cafetería se me
metió bajo la piel. Pero lo soporté, sabiendo que duraría poco. Mañana por la
mañana, me despediría de Vance y Vera, y volvería al trabajo. Volvería a mi vida.
Eden Coffee volvería a ser mi santuario.
—Volveré mañana —le dije a Mateo—. ¿Cómo te fue hoy?
—Crystal intentó enseñarme a usar la máquina de café.
Hice una mueca.
—Por favor, dime que no está rota.
—No está rota. —Se rio entre dientes—. Pero no se me permite volver a 224
tocarla.
Mamá nos había transmitido sus habilidades culinarias a Knox y a mí. Talia
no estaba desamparada en la cocina, pero cocinar no era su pasatiempo
preferido. Mateo y Eloise, bueno… estaban indefensos.
—Gracias por estar ahí, Matty —dije.
—No hay problemas. Fue tranquilo. Crystal hizo la mayor parte del trabajo.
Hice una nota mental para enviarle otro mensaje de agradecimiento. Sin
ella, sin todos ellos, no habría tenido este tiempo extra con Vance.
—Griff necesita una mano mañana en el rancho —dijo—. Pero puedo ir al
pueblo si necesitas otro día.
Mateo era piloto y había pasado el último año en Alaska, pilotando aviones
para llevar suministros a zonas remotas del estado. Mamá había estado
convencida de que Mateo nunca volvería a casa, dado lo mal que se había
portado con las visitas. Esta primavera, había vuelto a Quincy para lo que yo
había supuesto que eran unas vacaciones, pero no se había ido. Todos estábamos
tan contentos de que se hubiera mudado a casa que ninguno se había preguntado
por qué.
Y no había dado muchas explicaciones.
Desde que había vuelto, Mateo había colaborado en todas partes, incluida
la cafetería. Allí donde se lo necesitaba, acudía. Como el resto de nosotros, había
pasado su adolescencia trabajando en el rancho y en el hotel.
Pensé que este acuerdo duraría uno o dos meses. Que se pondría inquieto
y volvería a Alaska. Tal vez empezaría a volar alrededor de Montana. Pero por lo
que yo sabía, no había pasado mucho tiempo en su avión.
Y como pésima hermana mayor, no había presionado.
Más tarde, cuando Vance se hubiera ido, encontraría el momento adecuado
para presionar. Pero no esta noche.
Además, Mateo no parecía dispuesto a compartir. Pero no quería que lo que
fuera que estuviera sintiendo se enconara, no de la forma en que los secretos de
Cormac y Vera habían empeorado por demasiados años de estar guardados en
su interior.
No hace mucho, lo único que quería era tiempo. Tiempo para pensar.
Tiempo para sentir. Tiempo para llorar. Tal vez Mateo solo necesitaba más
tiempo. Así que por ahora, tenía un indulto.
—No, no hace falta que vengas mañana. Estoy segura de que estaré bien.
—Otra mentira. Mañana, definitivamente no estaría bien—. Gracias de nuevo. 225
—¿Todo bien? —preguntó Vance cuando terminé la llamada y dejé el
teléfono a un lado.
—Sí. Tengo suerte de tenerlos.
Apoyó su mejilla en la parte superior de mi cabeza.
—Lo entenderé si quieres decirles la verdad.
—No. —Este era un secreto que guardaría de todos hasta el fin de mis días.
Por Vera. Por Vance.
Durante los dos últimos días, Vance apenas se había separado de ella.
Siempre había estado cerca, listo para darle un abrazo cuando aparecían nuevas
lágrimas. Si había una persona que podía ayudarla a superar esta mala racha, era
su tío Vance.
Él la guiaría de vuelta a la vida. Él llevaría los secretos. Él contaría las
mentiras.
Habíamos pasado dos días formulando un plan para que Vera se convirtiera
en no-muerta sin enviar al FBI a las montañas de Montana en busca de su padre.
Vance iba a dejar Montana de repente. Les diría a todos aquí que había
recibido una llamada sobre la investigación del tiroteo en Idaho. Incluso Winn
no sabría la verdad.
Lo mejor sería que el mundo creyera que Vera nunca pisó Quincy, Montana.
Vance la llevaría a Idaho mañana y pasarían el fin de semana instalándola
en su casa. Por suerte, era casi de mi talla, así que le había dado algo de ropa. La
que llevaba desde hacía años estaba en el fondo de mi cubo de la basura.
El lunes, Vance se reuniría con su capitán en la comisaría. Incluso podría
llevar a Vera.
Su historia sería lo más cercana a la verdad posible. Con suerte, eso
aseguraría que fuera creíble. Y que si la presionaban para que diera detalles,
Vera no tendría problemas para responder a las preguntas. Con la verdad. Pero
no toda la verdad.
Cormac se había llevado a Vera aquella noche hacía cuatro años. Verdad.
Él había matado a Norah. Verdad.
Desde entonces la había mantenido en la remota naturaleza. Verdad.
Dejarían de lado la historia de Norah. A estas alturas, sería demasiado difícil
convencer al mundo de que Cormac era inocente. Además, nadie sabía su
paradero actual, Vera incluida.
Para el mundo, Norah seguiría siendo inocente. Cormac seguiría siendo el
villano. 226
Siempre había sido el villano, ¿verdad?
No me sentaba bien. Ya no.
En cuanto a lo que había pasado con sus hermanas, bueno... Vera no se lo
había dicho a Cormac. No se lo había dicho a Vance. Cada vez que se sacaba el
tema, salía de la habitación. De ninguna manera se lo diría a la policía. No tenía
ninguna duda.
Esa historia era suya y solo suya. Quizá algún día la compartiera.
Sospechaba que quien se ganara esa confesión probablemente también se
ganaría su corazón destrozado. Pero por ahora, estaba bajo llave.
—¿Crees que esto funcionará? —le pregunté a Vance.
—No lo sé. —Suspiró—. Espero que sí.
—¿Crees que el FBI vendrá aquí a buscar a Cormac?
—Es dudoso, teniendo en cuenta que no vinieron cuando Winn llamó hace
semanas. Pero existe la posibilidad de que nos visiten después de que Vera
reaparezca. Podrían hacer rondas en todos los lugares que ella les diga que han
estado. Pero si hacemos un buen trabajo vendiendo la mentira, se centrarán en
Idaho.
Donde ella afirmaría haberse separado de su padre.
—¿Crees que alguna vez lo encontrarán?
Vance se burló.
—No.
Vera le diría a las autoridades cada uno de los estados por los que ella y
Cormac habían viajado estos últimos cuatro años. Les diría adónde podría ir
Cormac. También les diría por qué se había quedado con él. Compartiría más
verdades.
Admitiría que había querido irse con su padre. Que se había quedado con
él, sin intentar escapar ni huir. Pero después de cuatro años, ya no quería vivir
esa vida. Así que finalmente se fue.
Cuando se trataba de los detalles que había que contar, Vance era el que
decía las grandes mentiras.
Qué casualidad que él estuviera en Montana, intentando localizar a su
padre. Mientras tanto, ella se dirigía a su puerta en Idaho. Parecía más fácil hilar
una coincidencia que admitir que Vance había encontrado a Cormac y Vera, y
luego dejado ir a Cormac.
¿Creería su capitán y las autoridades esta historia? 227
Dios, eso esperaba.
—Nueve horas —murmuró Vance.
—Creía que era la única que llevaba la cuenta. —Me incliné hacia atrás,
levantándome sobre las puntas de los pies mientras él se inclinaba para tomar
mi boca.
Su lengua recorrió mi labio inferior, pero antes de que pudiéramos
profundizar el beso, unos pasos bajando las escaleras nos separaron.
Vera entró en la cocina con el pelo húmedo y los ojos tristes.
—Creo que me voy a la cama. ¿Te veré por la mañana?
—Probablemente no. —Mañana, me dirigía a la tienda a las cuatro para
ponerme al día con la repostería antes de abrir. Vance y Vera planeaban salir de
Quincy alrededor de las seis.
Le temblaba la barbilla.
—Gracias por todo, Lyla.
—De nada. —Me acerqué, la abracé y le susurré al oído—: Cuídalo.
Ella asintió.
—Lo haré.
—Cuídate tú también.
Vera asintió, abrazándome tan fuerte que me tomó desprevenido. Era casi
como si no se diera cuenta de su propia fuerza. Pero maldita sea, era valiente.
Algunos podrían pensar que vivir fuera de la red, escondiéndose en las montañas
de Montana sería una vida dura. Creo que lo que estaba haciendo ahora era el
verdadero desafío.
Ella podía hacerlo. Vance no la dejaría caer.
La solté y me tragué el nudo que tenía en la garganta.
—Buenas noches.
Adiós. ¿La volvería a ver?
—Buenas noches, pequeña. —Vance ocupó mi lugar, dándole un abrazo.
—Buenas noches. —Se recostó contra él durante un largo momento y, con
un gesto de la mano, se retiró escaleras arriba.
Esperó a que se fuera y me miró. En el tiempo que pasamos juntos, nunca
le había visto tan abatido. Nunca había visto esos ojos tormentosos tan llenos de
arrepentimiento.
—No sé qué va a pasar.
Aparte de planear la reaparición de Vera, no habíamos hablado de lo que 228
pasaría después de mañana. No habíamos hablado de nosotros.
No quería hablar de nosotros. No quería que dijera que llamaría, solo para
olvidarlo si estaba ocupado. No quería que dijera que me visitaría, solo para que
se olvidara.
—Sin promesas. —No quería promesas que pudiera romper.
—Lyla...
—Por favor. Por favor, no me hagas promesas.
Lo amaba. Lo amaba tanto que me dolía en cada célula de mi ser saber que
pronto se iría.
Si rompía esas promesas, me resentiría con él. Mi amor se convertiría en
odio.
Solo quería amarle.
Agachó la cabeza y asintió.
—De acuerdo, Blue.
—Gracias.
Vance me tomó de la mano y se dio la vuelta, tirando de mí mientras
caminaba por la casa, apagando las luces a medida que nos dirigíamos hacia el
dormitorio.
—Tenemos nueve horas. No las pasaremos en la cocina.
Era emocionante. Era una miseria. Esta sería nuestra última noche a menos
que...
No, Lyla. Ese era un camino que yo no recorrería. Si me dejaba llevar por la
esperanza de que Vance pudiera volver, mi vida entera se detendría. Esperaría
y esperaría y esperaría a ese hombre.
Y en esa espera, me marchitaría, día a día. Muriendo solo un poco si él no
volvía.
Así que esta tenía que ser nuestra despedida.
Llegamos al dormitorio y Vance giró, pegando su boca a la mía en cuanto
cruzamos el umbral.
El dolor de mi corazón quedó de momento a un lado por el barrido de su
lengua contra la costura de mis labios.
Me abrí para él, empapándome de cada momento de aquel beso. La
suavidad de sus labios. El sabor de su lengua. El calor de su deliciosa boca. El
roce de su barba. 229
Si ésta era la última noche, quería que fuera una noche que ninguno de los
dos olvidara jamás, así que le di todo lo que tenía. Mis palmas se apoyaron en el
plano de hierro de su pecho, su corazón palpitando bajo la camisa.
Una de sus manos se estiró detrás de mi espalda, empujando la puerta para
cerrarla. Luego se agachó, me levantó por debajo del culo y me llevó a la cama.
Chocamos, un lío de miembros enredados y besos frenéticos mientras nos
afanábamos en quitarnos la ropa.
Irradiaba calor de su cuerpo, caliente y licuante contra mi piel desnuda. Me
derretí en el colchón mientras él asentaba su peso sobre mí, casi aplastante y tan
poderoso. Dios, me encantaba estar atrapada bajo aquel hombre.
Su lengua rozó la mía, provocándome un escalofrío. Luego se separó,
arrastrando su húmeda boca por mi mandíbula hasta mi oreja.
—Joder, te deseo, Lyla.
—Entonces tómame —dije, rodeando sus caderas con mis piernas.
Metió la mano entre nosotros, empuñando su polla mientras la arrastraba
por mi empapado centro.
—Esto no va a ser dulce ni lento.
—Sí —siseé.
—Me sentirás durante días.
Días después de que se fuera.
Me arqueé contra él, con los pezones duros y rojos al rozar el vello áspero
de su pecho.
Me llenó de un solo empujón.
—Vance. —Su nombre fue un maullido mientras mi cuerpo se estiraba
alrededor del suyo. Mis uñas se clavaron en los acordonados músculos de su
columna vertebral.
Yo también dejaría mi huella.
Inclinándome hacia él, me aferré a su pulso mientras le besaba y chupaba
la clavícula. Lo mordisqueé con los dientes lo suficiente como para que gimiera.
—¿Lo quieres más fuerte? —Empujó sus caderas hacia adelante, enviando
su polla imposiblemente profundo.
—Oh, Dios. —Gemí—. Sí.
—Joder, qué bien te sientes. —Se retiró solo para martillar dentro de nuevo. 230
Golpe tras golpe, no me daba la oportunidad de recuperar el aliento. Cada
vez que nos llevaba juntos, el aire se escapaba de mis pulmones.
Gruñó mientras una capa de sudor cubría su cuerpo. Luego se inclinó y me
metió la garganta en la boca, chupando tan fuerte que supe exactamente lo que
encontraría cuando me mirara en el espejo. Marcas rojas, salpicadas a lo largo
de la columna de mi cuello.
Durante el resto de mi vida, no vería los moratones invisibles de Cormac.
Vería los chupetones que Vance me había dado en su lugar.
Te amo. No decía esas palabras, pero corrían por mi mente mientras me
besaba.
Era minucioso, deliberado.
Vance me marcó como suya.
No es que lo necesitara. Yo había sido suya durante semanas.
—Demasiado. —Mi orgasmo corría hacia mí demasiado rápido, demasiado
fuerte. Me dejaría en ruinas—. Es demasiado.
—No es suficiente. —Vance no se detuvo. En todo caso, mi gemido solo le
incitó a seguir más rápido. El cabecero golpeaba la pared.
Se me curvaron los dedos de los pies. Mi espalda se arqueó mientras el
placer inundaba mis venas. Y entonces desaparecí, haciéndome añicos en el
olvido. Las estrellas estallaron detrás de mis párpados mientras mi coño se
apretaba alrededor de la longitud de Vance.
No se detuvo, no hasta que se plantó profundamente y se corrió con un
rugido en el pliegue de mi cuello.
El cuerpo de Vance se estremeció con el mío, sus músculos tensos y
temblorosos. Luego se desplomó sobre mí, cediéndome todo su peso durante
unos instantes, mientras nuestras respiraciones entrecortadas llenaban la
habitación. Con un movimiento rápido, se movió para que yo descansara sobre
su pecho.
Apreté la oreja contra su corazón y cerré los ojos, memorizando aquel
sonido.
La mano de Vance recorrió mi columna. No era un movimiento ausente, sin
sentido. Había demasiada presión en su tacto. No dibujó patrones al azar. Me
tocó con intención. ¿Para memorizarme?
Su otra mano se acercó a mi garganta, tocando las marcas que sabía que
estaban floreciendo.
—¿Todavía tienes tus bufandas? 231
—Sí. —Una sonrisa se dibujó en mis labios.
—Bien.
Se apoyó en un codo y miró el reloj de mi mesita. Frunció el ceño.
—Ocho horas.
Antes de que mi corazón tuviera la oportunidad de hundirse, nos hizo rodar
de nuevo, atrapándome una vez más mientras sus manos encontraban las mías,
estrechándolas mientras me daba un tierno y dulce beso.
Ocho horas.
Las usamos todas. Cada minuto. Cada segundo.

DEMASIADO PRONTO, estaba sentada al volante de mi auto, retrocediendo


lentamente para salir del camino de entrada.
Vance estaba de pie sobre el cemento, con las manos metidas en los
bolsillos del vaquero.
No nos habíamos despedido. Nos habíamos levantado de la cama hacía
treinta minutos y, mientras yo me duchaba, él había empezado a meter ropa en
su maleta.
Luego me acompañó al garaje y me besó antes de que me sentara en el
asiento del conductor. Y ahora me seguía por el camino de entrada.
Di marcha atrás hasta la calle.
Vance se detuvo al borde de la acera.
Estaba oscuro, pero lo vi tan claro como si fuera de día. Y así era como lo
recordaría.
Pelo revuelto. Una mano en la mandíbula, frotándose la barba. Aquel
cuerpo alto y ancho se proyectaba en las sombras del crepúsculo con las
estrellas más brillantes luchando contra el amanecer. Sus ojos azul grisáceo se
clavaron en los míos.
Levantó una mano en el aire.
Apreté una contra el cristal.
Entonces dirigí mis ojos a la carretera.
Y mientras me alejaba, no me permití mirar atrás.

232
Lyla
—¿Lyla? —La voz de Talia sonó en la cocina de la cafetería.
—Un segundo —dije desde el frigorífico. Mi voz era áspera. Había entrado
aquí con la esperanza de que el aire fresco me calmara el ardor de garganta.
Era inevitable que tuviera que decirle a mi familia que Vance se había ido,
que se había marchado esta mañana. Pero esperaba que Mateo, Knox o Griffin
fueran los primeros en llegar a la tienda. Sería más fácil decirle a uno de ellos
para difundir la noticia.
A diferencia de mis hermanas, mis hermanos no querían hablar de mis
sentimientos. Yo no quería hablar de mis sentimientos. Eran demasiado crudos.
Quizá tuviera suerte y Talia quisiera pasar la hora de la comida hablando de
nombres de bebés.
Armada de valor, agarré un bloque de muenster y la mantequilla y los llevé
a la mesa de preparación antes de dejarlos en el suelo para abrazar a mi
hermana.
—Hola.
—Hola. —Talia vestía un uniforme azul, con su barriga de embarazada
redonda y adorable. Hoy nos habíamos recogido el pelo oscuro en una coleta, y
la gente siempre decía que era más fácil distinguirnos con el pelo recogido.
—¿Quieres comer algo? Iba a hacerme un queso a la plancha.
—Claro.
Agradecí la tarea de cocinar. Significaba que no tenía que hacer contacto
visual. Mi hermana vería demasiado rápido que apenas estaba aguantando.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
—Mucho. —Corté dos trozos de queso.
—¿Qué ha pasado? 233
—No lo sé. Me sentía mal.
—¿Tenías fiebre?
—¿No?
—¿Cuáles eran sus síntomas? —Éste era el problema de tener un médico
en la familia. Los médicos hacían preguntas, y los buenos médicos, como Talia,
podían distinguir entre una enfermedad falsa y una enfermedad real.
—Estaba algo dolorido. ¿Como dolores en el cuerpo? Creo que me pasé
con el senderismo.
Su mirada se clavó en mi perfil. No necesitaba mirarla para saber que tenía
los ojos entrecerrados. Que podía oír la mentira en mi voz.
—Lyla.
—¿Sí? —Me acerqué a la estantería y agarré una barra de pan.
—Vance se ha ido, ¿verdad?
Mierda. No tardó mucho en darse cuenta, ¿verdad? Mis hombros se
desplomaron. Luego asentí, dándole la espalda a mi hermana. Si decía las
palabras en voz alta, si la miraba, lloraría.
Y por algún milagro, no había llorado. Todavía no.
No desde el momento en que dejé a Vance en mi entrada. No durante toda
mi rutina matutina. Luché contra las lágrimas como una guerrera. Pero esta era
una batalla que perdería. No era cuestión de si, sino de cuándo. Las lágrimas
vendrían en una ola devastadora.
Todavía no.
Tendrían que esperar. Primero tenía que terminar mi jornada laboral. Tenía
que hacer sándwiches de queso a la parrilla.
—¿Estás bien? —preguntó Talia.
No. Ni siquiera un poco.
Me encogí de hombros y volví a la mesa. Busqué un cuchillo de sierra y
empecé a cortar el pan.
—Siempre supe que esto pasaría.
—¿Dijo algo sobre volver? ¿Quizás quedarse?
Quería a mi hermana, pero Dios, ¿teníamos que hablar de esto ahora?
Sacudí la cabeza, con el fuego en la garganta más ardiente que nunca.
—No es eso. Yo no...
—¿No qué? —Talia puso su mano sobre la mía, obligándome a dejar de 234
cortar.
—No tengo el tono de azul adecuado.
En el fondo, sabía que la razón por la que Vance se había ido no tenía nada
que ver conmigo. Pero las dudas me invadían, paralizándome y rompiéndome el
corazón. ¿Se habría quedado por otra mujer?
Talía frunció las cejas.
—¿Eh?
—No importa. —Solté mi mano de la suya y dejé el cuchillo, moviéndome
para encender la placa de cocción.
—No quieres hablar de esto ahora, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—De acuerdo. —Se fue a mi despacho, sacó la silla de mi escritorio. Luego,
mi hermosa y feliz hermana pasó los siguientes treinta minutos hablándome de
nombres de bebés mientras comía su sándwich antes de volver al trabajo.
A medida que avanzaba el día, el cansancio de una noche en vela empezaba
a hacer mella. Sentía los huesos demasiado pesados. Mis músculos débiles. Pero,
de algún modo, perseveré, y cuando por fin giré la cerradura de la puerta
principal y coloqué el cartel de cerrado, suspiré.
Accioné el interruptor de la luz y la tienda quedó envuelta en sombras. La
farola del exterior proyectaba su tono blanco a través de las ventanas delanteras.
Normalmente, la luz se dispersaba y apenas iluminaba el tercio delantero de la
tienda. Esta noche, era como si un foco iluminara directamente la mesa y la silla
vacías junto al escaparate.
La silla de Vance.
Un sollozo escapó de mi garganta. Cedí al ardor de mi garganta. Y las
lágrimas empezaron a correr por mi cara.
La guerra había terminado. Así que dejé de luchar.
En lugar de eso, enterré la cara entre las manos y lloré por el hombre que
había cambiado mi vida. El hombre que amaba.
El hombre que se había marchado.

235
Vance
El trayecto de la estación a mi casa era de once minutos.
Durante los últimos once minutos, me había sentido como si hubiera
olvidado algo en la oficina del capitán.
No solo algo.
Mi placa.
A partir de hoy, ya no era ayudante del sheriff del condado de Kootenai. Y
aunque lo había planeado, once minutos no habían sido suficientes para asimilar
esta nueva realidad.
No era policía, ya no.
En el asiento trasero de mi camioneta había una bolsa llena de todo lo que
había metido en mi taquilla del trabajo. Aunque aún faltaban unas semanas para
Navidad, la esposa de Alec me había preparado una lata de galletas navideñas.
Estaban en el asiento del copiloto.
Saqué todo de la camioneta, pero lo dejé en una estantería del garaje, ya
que no tenía energía para ocuparme de ello en ese momento, y luego entré en
casa.
En cuanto crucé la puerta del lavadero, Vera apareció corriendo por la
esquina. Sus pies cubiertos de calcetines se deslizaban como patines de hielo
por el suelo de madera.
—¿Y bien? ¿Cómo te fue? ¿Lo has dejado?
—Bien. Y sí, lo dejé. —Suspiré, dejando las llaves encima de la secadora.
Solía haber un gancho junto a la puerta donde colgaba las llaves. Pero
cuando llegamos a Idaho hacía seis semanas, el gancho había desaparecido junto
con una larga lista de otras cosas que Tiff se había llevado al mudarse.
En las últimas seis semanas, no me había molestado en buscar un gancho
nuevo. O nuevas mesitas de noche para mi dormitorio. O una mesa de café para
236
el salón.
Los muebles habían sido míos, aunque al parecer a Tiff no le había
importado. A Vera no parecía importarle que hubiera huecos donde debería
haber muebles. Y a mí no me importaban, bueno... muchas cosas. Al menos no
mucho aquí en Idaho.
Durante el último mes y medio, se había hecho evidente que había dejado
demasiado de mí en Montana.
Con Lyla.
—¿Estás bien? —preguntó Vera.
—Estoy bien —mentí—. Te cortaste el pelo.
Seguía siendo largo, los mechones rojo anaranjado rozaban su corazón,
pero era quince centímetros más corto de lo que había sido cuando me había ido
esta mañana.
—Estaba desaliñado. —Se arrancó un mechón—. Lo necesitaba más corto.
Que era exactamente lo que le había dicho el estilista la primera vez que
habíamos ido a la peluquería. Vera había tardado casi un mes en salir de casa sin
mí, así que yo la había llevado a ese primer corte de pelo. Y a pesar del consejo
del estilista, Vera no había querido perder el largo.
Le gustaba su pelo largo. Y creo que temía que si había demasiados
cambios, se perdería a sí misma. Perdería a la chica que había pasado esos años
con su padre.
Estaba orgulloso de ella por haber ido allí hoy. Por hacer otro cambio.
—Tiene muy buena pinta.
—Gracias. —Se encogió de hombros—. Me gusta.
—Entonces eso es lo que importa. —Me quité las botas y el abrigo de
invierno, contento de no tener otro sitio a donde ir hoy, porque las carreteras de
la ciudad estaban resbaladizas y cubiertas de nieve—. Quizá también sea hora
de cortarme el pelo otra vez.
El día que me llevé a Vera, también me había recortado el mío, pero eso
había sido hacía semanas y volvía a estar largo. Sin Lyla cerca para pasarse los
dedos por él, no tenía mucho sentido dejarlo crecer.
—Podríamos ir caminando a la peluquería mañana —dijo Vera.
—O podrías practicar conducción.
Sacudió la cabeza.
Vera no estaba preparada para volver a conducir, todavía no. Sin ninguna 237
práctica en los últimos cuatro años, tenía mucho que reaprender. De momento,
iba andando a donde hiciera falta. Aun así, rara vez salía de casa.
—En mi camino de vuelta, recogí cosas en la tienda para hacer sopa. Ya está
lista y he puesto la mesa. ¿Tienes hambre?
No. Llevaba todo el día con un nudo en el estómago y necesitaría un rato
para deshacerlo. La idea de comer solo empeoraba el retortijón.
Pero hace una semana, Vera había declarado que quería contribuir más en
casa y que yo tenía que dejarla. Aparentemente la había estado mimando. Así
que en un esfuerzo por retroceder, la había puesto a cargo de la cena todas las
noches.
Si había hecho sopa, era hora de comer sopa.
—Sopa en un día frío suena genial.
—De acuerdo. —Se irguió un poco más. Una pequeña sonrisa adornó su
boca antes de darse la vuelta y deslizarse por el suelo hacia la cocina.
Esa pequeña sonrisa era la mayor alegría que Vera mostraba estos días. Era
difícil recordar cómo era cuando estaba realmente feliz. No había risas en ella.
Ni sonrisas cegadoras.
Echaba de menos a esa Vera. Y no estaba seguro de cómo recuperarla.
Así que me centré en los aspectos prácticos.
Resulta que... resucitar a un niño era un lío de papeleo y escepticismo.
La mayoría de la gente, como Alec, había necesitado una visita en persona
para creer nuestra historia de que Vera había aparecido en mi puerta hacía seis
semanas.
Después de que le llamara para decírselo, dejando que fuera el simulacro
antes de mi reunión con el capitán, Alec se había acercado corriendo y se había
quedado mirando a Vera, sin habla, durante casi treinta minutos.
Otras personas, como mi capitán, habían exigido pruebas de ADN para
demostrar que Vera era en realidad Vera.
¿Era extraño no sentir el peso de mi placa en el cinturón? Sí. Pero joder, me
alegraba de no tener que volver a ver la cara de ese imbécil.
Arreglar el lío había sido una pesadilla, pero lo habíamos conseguido. El
mundo sabía que Vera Gallagher estaba viva: los periódicos locales habían
publicado su foto en primera página durante semanas. Algunas fuentes de
noticias nacionales también se habían hecho eco de la noticia.
Pero la historia que habíamos hilado en Quincy con la ayuda de Lyla se
había mantenido. Como era de esperar, Vera seguía negándose a hablar de
aquella noche con su madre. Dado que no había una maldita cosa que la gente
238
pudiera hacer para hacerla hablar, habían tenido que aceptar el resto de los
detalles.
Cormac se había llevado a Vera. Habían estado viviendo fuera de la red
durante cuatro años. Y finalmente, ella se había ido. Había vuelto a casa con un
amigo de la familia. El tío Vance.
El FBI se había apresurado a Idaho con la esperanza de encontrar a Cormac,
pero también como era de esperar, no lo habían encontrado. Y como antes,
pasarían a otros casos. Ahora que no buscaba a Cormac, el mundo
probablemente olvidaría que existía.
La atención de los medios había disminuido, aunque no lo bastante rápido
para mi gusto. No solo habían sacado a relucir los detalles de aquella noche de
hacía años, sino que, desde que me relacionaron con Cormac, el tiroteo de la
gasolinera también había resurgido.
Afortunadamente, esa investigación había terminado.
Había sido absuelto de cualquier delito, gracias a Dios. Pero el daño ya
estaba hecho. El capitán quería que mantuviera un perfil bajo, así que me puso a
trabajar de oficina. Los rumores de que la familia demandaría al departamento
se habían desvanecido, probablemente porque se habían dado cuenta de que
sus posibilidades de ganar eran escasas o nulas. Aun así, no quería correr
riesgos. No quería dar a conocer mi rostro al público.
Al parecer, la atención que estaba recibiendo con Vera ya era demasiada.
Así que durante las últimas seis semanas, había estado haciendo papeleo.
Mucho papeleo. Casi me había llevado al límite. Pero lo había aguantado. Por
Vera.
Había querido estar en la comisaría, en el departamento con unos pocos
recursos a mi disposición, hasta que fuera un miembro de pleno derecho de la
sociedad.
Le restituyeron su tarjeta de la seguridad social. Tenía carné de conducir.
Una cuenta corriente y una tarjeta de crédito.
Y como el FBI parecía haberse quedado sin preguntas para ella, bueno…
pensaba que estábamos fuera de peligro. Así que hoy, lo había dado por
terminado.
—¿Quieres leche o agua? —preguntó Vera desde la cocina.
—Agua, por favor —respondí, caminando por la casa mientras un escalofrío
me recorría los hombros—. ¿Hace frío aquí?
—La verdad es que no.
—Uh. —Tal vez era solo esta casa. 239
¿Siempre había sido tan frío y estéril? Sí. Incluso cuando Tiff había vivido
aquí y no me habían faltado muebles, este lugar no había tenido mucha
personalidad. Las paredes eran de un gris apagado que parecía absorber la luz.
Mi falta de conocimientos de decoración significaba que no había obras de arte
que aportaran color al espacio. Ni cojines, ni mantas, ni plantas.
No se parecía en nada a la cálida y acogedora granja de las afueras de
Quincy, Montana.
Maldita sea, echaba de menos a Lyla.
Debería haberle hecho promesas, incluso cuando me había pedido que no
lo hiciera.
Lo único que quería era descolgar el teléfono y oír su voz. Todos los días
luchaba contra el impulso de conducir hasta Montana para ver su hermoso rostro.
Me mataba pensar que se había ido.
Pero no le diría que iba a volver, no hasta que supiera que era verdad. No
la llamaría ni le haría promesas que tal vez no lograría cumplir.
¿Estaba bien? ¿Me echaba de menos una fracción de lo que yo la echaba de
menos?
—¿Cuchara grande o pequeña? —preguntó Vera.
—Grande. Traeré servilletas.
Con ellas en la mano, me dirigí a la mesa y tomé mi asiento habitual.
Vera le acercó un cuenco de sopa hecha con caldo dorado, zanahorias,
fideos y pollo.
—Se ve delicioso.
—Nunca he hecho sopa de pollo con fideos.
Lo removí durante un minuto, dejándolo enfriar, y luego le di el primer
bocado humeante. La sal me llenó la boca. Fue como tragar un trago de agua de
mar, pero luché contra una mueca y lo tragué.
—Qué rico.
Vera tomó su propio bocado. E inmediatamente lo escupió en el cuenco.
—Dios mío. Es horrible.
—No lo es. —Di otro sorbo. Joder, era horrible.
—Lo probé y no estaba lo bastante salado, así que le añadí un poco pero…
—Dejó la cuchara a un lado mientras se le torcían las comisuras de los labios—.
Lo siento.
—No te disculpes. Eres una buena cocinera. Una sopa salada no es el fin del 240
mundo.
Su barbilla empezó a temblar.
—Vera. —Cubrí su mano con la mía mientras sus ojos se llenaban de
lágrima—. Es solo sopa.
—Ni siquiera es por la sopa. —Lloriqueó, secándose las pestañas—. La
cajera de la tienda hoy me preguntó si era la chica del periódico.
Mierda.
—¿Qué ha pasado?
—Mentí y le dije que no.
De lo contrario, Vera sería bombardeada de preguntas. La gente no tenía
reparos en traspasar los límites si eso significaba satisfacer su curiosidad. La
gente era lo peor.
—Estoy cansada de mentir, tío Vance. Estoy cansada de que me reconozcan
allá donde voy. —Se le escapó otra lágrima—. Y echo de menos a mi padre.
—Lo sé.
—Pensé… Pensé que sería diferente estar aquí. Pensé que me sentiría más
como en casa. Pensé… —Vera se interrumpió y dejó caer su mirada sobre la sopa
salada.
—¿Qué pensaste?
—Pensé que las sentiría.
A Hadley y Elsie.
Tal vez, si hubiéramos podido visitar el lugar donde esparcí sus cenizas,
Vera habría sentido esa conexión. Pero la nieve estaba aquí para quedarse. Si
quería visitarlas, tendría que ser esta primavera.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó, secándose ambos ojos—. Echas de
menos a Lyla.
La echaba tanto de menos que me costaba respirar.
Si Vera quería volver a Quincy, empezaría a hacer las maletas esta noche.
Pero también necesitaba que ella dijera las palabras. Tenía que elegir ese
camino por sí misma.
La única razón por la que estaba en Idaho era por Vera. Para darle la vida
que quisiera. Pero si volvíamos a Montana, eso era todo. No había ni una puta
posibilidad de que dejara a Lyla otra vez.
—¿Qué estás diciendo, Vera?
—Estoy diciendo que… creo que cometimos un error. Creo que
deberíamos volver a Montana.
241
Lyla
Crystal entró en la cocina con la boca abierta.
—Pintaste copos de nieve en las ventanas.
—Bueno, sí. Lo hago todos los años.
—Pero normalmente después de Halloween. Cuando no los hiciste para
Acción de Gracias, supuse que no los harías.
Me encogí de hombros.
—Solo me llevó un poco más de tiempo entrar en el espíritu navideño.
Era mentira. El único espíritu que ocupaba mi cuerpo era la miseria.
Pero si algo había perfeccionado en las últimas seis semanas, era fingir
felicidad. Fingir normalidad.
Todos los años pintaba a mano copos de nieve en los cristales de Eden
Coffee para que, cuando los turistas y los lugareños entraran a tomar un
capuchino o un pastel, los reciban con una encantadora decoración invernal. Así
que anoche, después de cerrar la tienda, me pasé cinco horas adornando los
cristales con copos de nieve de distintas formas y tamaños.
Ya había pasado la medianoche cuando llegué a casa y me dormí. Me
desperté a las cuatro y volví a la tienda para pasar otro día fingiendo.
—Hoy no llevas labial —dije, observando el suave color rosado de su boca.
Se encogió de hombros.
—No pude elegir un color.
—Bueno, con labial o sin él, eres hermosa. —Sonreí. Era domingo y su día
libre. ¿Por qué había venido a la tienda?—. ¿Qué vas a hacer hoy?
—Vine al centro a comprar los regalos de Navidad. Pero está lleno, así que
quería pasarme y asegurarme de que no necesitabas ayuda.
—Gracias por comprobarlo, pero estaré bien.
242
Recogí la bandeja de magdalenas que había sacado antes del horno y había
dejado enfriar. Con Crystal detrás de mí, las llevé al mostrador, escudriñando la
habitación para asegurarme de que no hubiera entrado nadie nuevo mientras yo
estaba en la parte de atrás.
Casi todas las mesas estaban llenas. Todas las mesas menos la que daba a
la ventana.
La mesa de Vance.
Y la razón por la que no estaba ocupada era porque le había quitado su silla.
Ambas sillas, en realidad. ¿Se veía ridículo tener una mesa vacía en la esquina?
Sí. Pero no podía soportar ver a otra persona en ese lugar. Todavía no.
En cuanto aparecí con panecillos recién hechos, tres personas se acercaron
al mostrador, cada una de las cuales compró uno para llevárselo a su asiento. Un
hombre al que nunca había visto antes me pidió que le rellenara el café.
En esta época del año, habría una plétora de caras desconocidas en Quincy.
Los fines de semana desde ahora hasta Año Nuevo estarían a tope en la tienda.
Los turistas acudirían en masa a nuestra pequeña ciudad para ir de compras o
disfrutar de una escapada invernal en un ambiente encantador.
Todas las farolas de Main estaban decoradas con luces blancas. El mío no
era el único escaparate decorado para la temporada. Y Eloise me dijo ayer que
la última habitación libre del hotel acababa de ser reservada. No quedaban
plazas libres hasta enero.
—... así que tuve esta idea. —Crystal apoyó la cadera en el mostrador una
vez que todos los clientes habían sido atendidos—. Vamos a unirnos a una
aplicación de citas.
¿Era idea suya? Difícilmente.
—Ya he pasado por eso. No creo que sea el tipo de aplicación de citas.
Meses atrás, podría haberme convencido de volver a intentarlo. Pero
¿ahora?
Todo era diferente.
En las últimas seis semanas, no había sabido nada de Vance. Ni una palabra.
No es que esperara una llamada o un mensaje. No cuando yo había sido la que
insistió en que no hiciera promesas.
Pero tampoco había desaparecido de verdad.
Había leído los artículos sobre Vera. Sobre él. Y más allá de eso, él estaba
aquí. Estaba en esta tienda, un fantasma en la mesa sin sillas. Un fantasma 243
vagando por los pasillos de mi casa, recordándome cada mañana y cada noche
que estaba sola.
Lo echaba de menos con cada latido de mi solitario corazón.
Habían pasado seis semanas. No iba a volver, ¿verdad?
No. No iba a volver.
—¿Y si configuro el perfil por ti? —Crystal preguntó—. Entonces todo lo que
tendrías que hacer sería deslizarte por las coincidencias.
—¿Hay siquiera una en Quincy?
—Emily Nelsen estuvo ayer y me dijo que ha estado viendo a un chico en
Missoula. Se conocieron en una aplicación.
—Crystal, yo no...
—Piénsalo. —Levantó una mano antes de que pudiera protestar—. Eso es
todo lo que pido.
Suspiré.
—De acuerdo, lo pensaré.
¿Quería unirme a una aplicación de citas? Diablos, no. Ya está. Lo pensé.
—Gracias. —Sonrió cuando se abrió la puerta de la tienda y sonó el timbre.
Mateo entró a grandes zancadas, con la cabeza cubierta por una gorra de
béisbol negra que parecía acentuar las afiladas comisuras de su barbuda
mandíbula. Atrás había quedado mi larguirucho hermano pequeño. Se había
convertido en un hombre fuerte y apuesto, el parecido con Griff y Knox casi
misterioso.
Las mejillas de Crystal se sonrosaron, como si se hubiera vuelto tímida sin
un color de labios atrevido. Si Mateo mostraba siquiera una pizca de interés, su
idea de la aplicación de citas saldría volando por mis ventanas adornadas con
copos de nieve.
Pero su vida amorosa consistía en una aventura ocasional con una turista
que encontraba en un bar. Ni una sola vez en el tiempo que llevaba de vuelta de
Alaska había tenido una cita con una mujer. Era tan alérgico a las relaciones como
al marisco.
—Eh —dijo, apoyando las manos en el mostrador.
—Hola. —Me puse de puntillas cuando se inclinó para besarme la mejilla.
—Crystal. —Hundió la barbilla, y su cara pasó del rosa al rojo vivo.
—Hola, Mateo. —Ella miró a todas partes menos a su cara, con las manos
inquietas. Entonces ella empujó el mostrador e hizo una reverencia con un
dedo—. Nos vemos más tarde, Lyla.
244
—Adiós.
Se escabulló alrededor del mostrador y se precipitó hacia la puerta.
—¿Acaba de hacer una reverencia? —Mateo preguntó.
Solté una risita.
—Creo que está un poco enamorada de ti.
—Pensé que le gustaban las mujeres.
—Ambos.
—Ah. —Asintió—. Si ella está enamorada de mí, ¿va a ser incómodo?
—Lo dudo. Es un pequeñísimo enamoramiento. Más que nada, creo que le
pareces lindo.
—Obviamente. —Sonrió satisfecho.
Le acaricié la punta de la nariz como solía hacer cuando éramos niños.
—¿Qué pasa?
—No mucho. Vine al pueblo a recoger algunas cosas que Griff necesita en
el rancho. Pensé en pasar y ver si necesitabas algo.
Mateo seguía concentrado en ayudar a Griffin en el rancho. Eloise en el
hotel. Talia y Foster acababan de construir una casa en el rancho, y como ella iba
tener un bebé en cualquier momento, Mateo había pasado semanas ayudándoles
a empacar y mudarse.
Era un buen tío, siempre visitaba a sus sobrinos. Anoche mismo había
cuidado de los niños para que Knox y Memphis pudieran salir. Y siempre que
necesitaba ayuda, Matty estaba a una llamada de distancia.
—Estoy bien. ¿Y tú?
Levantó un hombro.
—También.
—¿Puedo preguntarte algo? —Hice un gesto con la barbilla para que se
acercara al mostrador.
Mateo tomó el lugar donde Crystal había estado apoyado.
—Dispara.
—¿Por qué dejaste Alaska?
Llevaba semanas queriendo hacerle esa pregunta, pero nunca parecía un
buen momento. Siempre habíamos estado ocupados o trabajando. Pero anoche,
mientras pintaba copos de nieve con días de retraso, me di cuenta de que podía 245
perder mi oportunidad por completo.
Si algo me habían enseñado las últimas seis semanas era que todo podía
cambiar en un abrir y cerrar de ojos.
—Echaba de menos mi casa —dijo.
Aunque no dudaba de que esa respuesta fuera cierta, me pareció...
superficial.
—Mateo.
—Lyla.
—Estoy preocupada por ti.
—Esa es mi oración.
Le dediqué una suave sonrisa.
—Así es.
Mateo había hecho esa declaración innumerables veces. Igual que todos los
demás miembros de mi familia.
Por mucho que intentara fingir que era feliz, todo el mundo sabía que
cuando Vance había dejado Quincy, se había llevado un trozo de mí con él.
—Me acostaba con esta mujer. —La declaración de Mateo me sorprendió.
Tal vez él también estaba harto de fingir—. Se suponía que era casual.
—Se contagió de sentimientos.
—Capté sentimientos.
—Oh.
Se encogió de hombros.
—No era lo que ella quería, así que rompimos. Aunque me jodió un poco.
Me encantaba volar todos los días. Me encantaba Alaska e hice algunos amigos
decentes. Pero...
—No era casa.
—No era Montana.
—Para que conste, me alegro de que estés aquí.
—Yo también.
—Una pregunta más. —Levanté un dedo, ganándome una mirada burlona—
. Si te gusta volar todos los días, ¿por qué dejaste de hacerlo?
Su mirada azul, del mismo color que la mía, se desvió por encima de mi
hombro hacia un punto en blanco de la pared. 246
—Supongo que... fui a Alaska con la esperanza de encontrar lo que
necesitaba. Pero no fue así.
Así que había vuelto a casa, y en lugar de explorar sus propias pasiones,
perseguir sus propios sueños, había ayudado a sus hermanos con los suyos
porque era más fácil. Familiar.
Exigía que no tomara ninguna decisión sobre su propio futuro. Que no
corriera riesgos. Era una solución temporal, pero más pronto que tarde,
esperaba que Mateo encontrara su propia dirección. Su propio propósito.
—Bueno, basta de temas pesados. —Me desentendí del tema, intuyendo
que él también estaba listo para un cambio—. ¿Quieres comer algo? Acabo de
hacer magdalenas.
—Claro.
Pasamos la siguiente hora hablando de nada mientras yo atendía a mis
clientes. Cuando se marchó al rancho, preparé una cafetera y me serví una taza
humeante para combatir los bostezos que no cesaban.
Sin Vance en mi cama, el sueño parecía esquivo. Aun así, mantuve mi
sonrisa firmemente fija en su sitio mientras las horas pasaban un día más.
En esta época del año, el sol se ponía tan temprano que oscurecía incluso
antes de la hora de cenar. Aunque los días eran agitados y ajetreados, la gente
tendía a refugiarse en el calor y la seguridad de sus hogares cuando caía la
noche.
Dejándome sola en una cafetería una hora más hasta que pudiera irme a
casa.
Y estar sola allí también.
La tienda estaba vacía, las mesas limpias, así que fui a la cocina y me
preparé un sándwich de mantequilla de cacahuete, plátano y miel. Mientras
comía, saqué el teléfono del bolsillo.
Había perdido seis mensajes. Tres de Eloise. Uno de Talia. El último de
mamá.
Nada de Vance.
Hace un mes, había pasado por un período en el que había estado muy
enfadada con él. Me enfurecía que pudiera volver a su vida. Que pudiera
olvidarse de mí tan fácilmente. Pero ese enfado había durado poco.
Nunca había sido de las que podían seguir enfadadas con alguien a quien
amaba.
Y, oh, cómo amaba a Vance Sutter.
Aunque viviéramos nuestras vidas separados. Aunque nunca volviera a ver
247
su cara. Amaría a Vance por el resto de mi vida.
El timbre de la puerta tintineó, así que me metí en la boca el último bocado
de bocadillo. Luego bebí un trago de agua antes de secarme los labios y correr
hacia el mostrador.
A los tres pasos del pasillo, me quedé helada.
Un hombre estaba de pie en el umbral de la puerta, de espaldas a mí. Su
mirada se dirigía a la mesa situada junto a la ventana.
Mi mano se apretó contra mi corazón.
Reconocería esos hombros anchos y ese pelo oscuro y despeinado en
cualquier parte.
Cerré los ojos, segura de que se habría ido cuando los abriera.
No se fue.
Vance se quedó inmóvil, mirando el lugar donde había estado su silla.
Me arriesgué a dar otro paso, pero volví a detenerme. Si me acercaba
demasiado, ¿desaparecería en una nube de humo?
Se giró, dio un paso y volvió a mirar la mesa. Le temblaba la mandíbula.
Cuando miró hacia delante, lo hizo con el ceño fruncido. Su mirada recorrió el
mostrador vacío. Luego recorrió el pasillo y, cuando me vio, se detuvo. Su
expresión se apagó.
El corazón se me subió a la garganta mientras desencajaba los pies y salía,
deteniéndome cuando estaba a un metro de distancia.
Dios, se veía bien. Como un sueño. ¿Estaba soñando?
Los ojos azul grisáceo de Vance trazaron una línea de arriba abajo por mi
cuerpo, de la cabeza a los pies.
Vestía vaquero y un Henley gris marengo. Su Henley. Se había mezclado
con mi colada y, al hacer la maleta, lo había dejado. Aunque tenía que
remangarlo y meterlo por dentro para que no pareciera un vestido, me lo ponía
al menos dos veces por semana.
—Hola. —Su voz era áspera, como si se le hubiera secado la garganta.
—Hola.
Vance frunció el ceño y puso las manos en las caderas.
—¿Dónde diablos está mi silla, Blue?
Me inundaron las lágrimas. Me temblaron las rodillas. Se me escapó una
carcajada, o tal vez un sollozo. 248
Fuera cual fuera el ruido, relajó su cuerpo. Luego se abalanzó sobre mí,
cerrando la brecha que nos separaba, y me estrechó entre sus brazos.
Enterré la cara en su pecho e inhalé. Jabón y especias y tierra y viento.
Cielo.
—¿Esto es real? ¿Estás aquí?
—Estoy aquí. —Respiró en mi pelo—. Joder, te extrañé.
—¿Lo hiciste?
—Todos los malditos días.
Cerré los ojos, apretando su abrigo en mis puños para evitar que se
moviera.
—Guardé tu silla. No podía verla vacía todos los días. No puedo mirarla vacía
todos los días.
Si iba a marcharse otra vez, tenía que hacerlo. Ahora. Mientras aún podía
valerme por mí misma.
Me echó hacia atrás para que apoyara la cara en sus grandes manos y me
acarició las mejillas con los pulgares.
—No estará vacío. Nunca más. Es una promesa, Lyla.
Una promesa que cumpliría.
—Me gustan las promesas.
Levantó la comisura de los labios. Entonces, presionó su boca sobre la mía.
Su lengua acarició mi labio inferior, tierna y lentamente, incitándome a abrir la
boca. Cuando se deslizó dentro, fue lento. Tortuoso. Exploró mi boca como si
fuera el primer beso.
En cierto modo, quizá lo fuera.
Me derretí contra él, el dolor de mi pecho disminuía con cada suave beso
hasta que se separó y su mirada chocó con la mía.
—Te amo, Lyla. —Aquellos ojos azul grisáceo brillaban como estrellas. Era
un color que había visto en ellos antes. Solo que aún no le había puesto nombre.
Amor.
—Yo también te amo.
—Te amo jodidamente tanto. —Me agarró con más fuerza—. No podía
respirar cuando estábamos separados.
—No vuelvas a dejarme.
—Ni hablar. —Un gruñido escapó de su garganta mientras su boca
aplastaba la mía una vez más, besándome hasta dejarme sin aliento. Entonces 249
nos aferramos el uno al otro, sus brazos rodeando mi espalda. Su cara hundida
en mi pelo.
Le rodeé la cintura con los brazos, apoyé la mejilla en su hombro y me
amoldé a su cuerpo duro y ancho.
Permanecimos juntos hasta que algo vibró entre nosotros. El bolsillo de
Vance. Se movió, dejándome ir lo suficiente para sacar su teléfono.
—Es Vera —dijo.
—¿Dónde está?
—En el hotel. Acaba de mandar un mensaje diciendo que está cansada del
viaje y que nos verá por la mañana.
La última reserva en The Eloise. Era él.
Cerré los ojos, apoyándome en su corazón, escuchando sus latidos y
sintiendo el calor de su cuerpo irradiarse hacia el mío.
¿Realmente había terminado con Idaho? ¿Y su trabajo? ¿Qué había pasado
con la investigación del tiroteo?
Habría tiempo para preguntas. Habría tiempo para hablar del futuro. Pero
todavía no. Esta noche, solo quería llevarlo a casa.
—Soy la única aquí esta noche y todavía tengo que cerrar.
—Esperaré hasta que termines. —Tomó mi cara entre sus manos una vez
más, su mirada llena de amor y algo nuevo.
En paz. Estaba en paz. Y era impresionante.
—Traeré tu silla.

250
Lyla
Tres meses después

Cuatro conversaciones flotaban en la cocina de mis padres.


Papá les contaba a Griff y Knox lo del pinchazo del miércoles.
Talia se lamentaba ante mamá y Winn de su baja por maternidad.
Foster y Jasper estaban discutiendo una pelea de UFC.
Memphis, Eloise y Vera estaban acurrucadas al teléfono, comprando los
regalos del primer cumpleaños de Harrison.
—Nos vamos a casar.
Las cuatro conversaciones se interrumpieron.
Vance sacudió la cabeza y se rio.
—No esperaste a Mateo.
—Llega tarde. —Me encogí de hombros—. Ese no es mi problema. Además,
alguien se habría fijado en el anillo.
Y me negué a quitármelo.
Mi familia, momentáneamente estupefacta, se quedó boquiabierta, y luego
todo el mundo pareció moverse a la vez. Hubo abrazos y apretones de manos.
Mamá se secaba las lágrimas con los dedos. Y cuando volvieron a solaparse las
conversaciones, esta vez el tema fue nuestro compromiso y los planes de boda.
El ruido en la habitación se disparó, la excitación impregnó el aire. Los
niños, sintiendo la energía, entraron y salieron de la cocina, corriendo por un
camino invisible que serpenteaba alrededor de piernas y sillas y algunos
juguetes esparcidos, todo mientras los adultos hablaban.
El anillo de diamantes que llevaba en el dedo aún me resultaba un poco
extraño. Pero algún día, después de llevarlo durante décadas, esperaba que
251
cada vez que me lo quitara viera su hendidura en la piel.
Vance me había llevado de excursión esta mañana. El tiempo había
mejorado en las dos últimas semanas, lo suficiente como para que parte de la
nieve se derritiera en las estribaciones. Recién era marzo y sin duda nos caerían
una o dos tormentas más, pero él había querido aprovechar la tregua del invierno
y mi día libre.
El sendero que había encontrado nos había llevado a un prado aislado en
el bosque. Quizá había planeado la excursión. Quizá había explorado la zona con
antelación. Tal vez había tenido suerte de encontrar un claro tan pintoresco entre
los árboles.
No estaba segura y no pregunté.
En cuanto atravesamos la arboleda, Vance se arrodilló y me pidió que fuera
su esposa.
Se me sonrojaron las mejillas solo de pensar en cómo Vance me había
follado contra el tronco de un álamo cercano después de que le dijera que sí.
Luego lo habíamos vuelto a celebrar en la parte trasera de su camioneta. Y otra
vez cuando llegamos a casa. Dos veces.
Como si pudiera leer mis pensamientos, la mirada de Vance se cruzó con la
mía desde el otro lado de la habitación.
—Te amo —dije.
Me guiñó un ojo.
—¿Dónde está Mateo? —preguntó Eloise, haciendo estallar una zanahoria
de la bandeja de verduras en la boca.
—No lo sé. —Mamá comprobó su teléfono—. Dijo que iba a venir.
—Bueno, me está entrando hambre —dijo papá—. Voy a encender la
parrilla. Podemos cocinar su hamburguesa cuando llegue.
Una fila de hombres, cada uno con un cóctel, iba desde la cocina hasta el
patio. Al parecer, hacían falta seis hombres para encender una barbacoa.
—Entonces, ¿dónde quieres la fiesta? —preguntó mamá, sacando de la
nevera las hamburguesas que había preparado antes.
—Estaba pensando en el granero, si eso está bien con ustedes.
—Por supuesto. —Aplaudió de emoción—. ¿Y la ceremonia?
—El tiempo siempre es un riesgo, pero quizá podríamos celebrarlo fuera.
—Podríamos montar tiendas de campaña por si llueve —dijo Winn.
—El otro día vi una foto increíble de un altar. —Memphis se desplazó por la 252
plétora de fotos de bodas que había guardado en su teléfono como organizadora
de eventos. Encontró la que buscaba y nos la mostró a todos—. ¿No es precioso
con los arcos de madera y las flores? Podríamos añadir fácilmente un techo o una
cubierta.
—Me encanta. —Sonreí—. ¿Serás la organizadora de mi boda?
—Aww. —Se llevó una mano al corazón y me abrazó—. Sería un honor.
—¿Cómo van tus clases, Vera? —preguntó Talia.
Vera se había convertido en una habitual de nuestras cenas familiares en
los últimos tres meses. De hecho, se había convertido en una habitual de mamá
y papá, y punto.
Después de que Vance volviera a Quincy, me había hablado de las semanas
que habíamos estado separados. Lo miserables que habían sido para Vera.
Su casa de Idaho se había vendido hacía unas semanas, junto con la mayoría
de sus muebles. Habíamos vuelto un fin de semana para empaquetar lo que le
quedaba y trasladarlo a mi casa.
El plan era que Vera siguiera viviendo en la habitación de invitados de
nuestra casa. Pero entonces declaró que quería su propia casa. Quería empezar
a vivir como una mujer normal de veintiún años.
Vance no creía que estuviera preparada para volver a estar completamente
sola. Tal vez solo estaba siendo protector, pero después de cuatro años de
aislamiento, estuve de acuerdo en que probablemente lo mejor era que se
acostumbrara poco a poco.
Así que llamé a mis padres.
Había un desván encima del granero. Mateo había vivido allí durante un
tiempo después de la universidad. Luego mi tío Briggs lo había llamado hogar
cuando su demencia había empeorado y papá había querido tener a su hermano
más cerca. Después de que la demencia se había vuelto demasiado avanzada,
Briggs había ido a un hogar de ancianos.
El desván había estado vacío desde entonces.
Parecía el lugar perfecto para que Vera encontrara su equilibrio.
Mis padres la adoraban. La invitaban a cenar al menos tres veces por
semana. Papá se había encargado de ayudarla a refrescar sus conocimientos de
conducción. Y mamá le estaba enseñando a cocinar.
Vera quería empezar a trabajar a tiempo completo, pero la animamos a que
primero sacara el GED. El mes pasado aprobó los exámenes y desde entonces
ha empezado dos cursos online.
—Me gustan mucho —dice Vera—. Todavía no tengo ni idea de lo que
253
quiero hacer, pero por ahora, me gusta tener opciones.
Estaba matriculada en un curso de nutrición y otro de psicología. Dos temas
muy diferentes, pero ambos parecían despertar su interés. Para ganar dinero,
había estado trabajando en la cafetería. Entre ella y Crystal, podía tomarme los
viernes y sábados libres.
No estaba segura de cuánto tiempo podría tenerla en la tienda. Mamá y
papá prácticamente habían adoptado a Vera en los últimos tres meses, así que si
llegaba el día en que ella quisiera irse a la universidad o a una carrera, la
echarían muchísimo de menos.
Pero por ahora, parecía contenta. Cuando no estaba trabajando, pasaba
gran parte de su tiempo libre con Vance. Y día a día, su dulce sonrisa aparecía
más y más.
Aunque quería dar crédito a Vance, a mi familia y a mi cafetería por su
creciente felicidad, sospechaba que una parte tenía que ver con las excursiones
que hacía al bosque.
Buscaba a su padre.
Ni Vance ni yo le preguntamos si lo había encontrado. Nos quedamos
callados, dejándola hacer lo que tuviera que hacer.
Pero pobre papá. La primera vez que se fue de excursión sola, a papá le
entró pánico, temiendo que se perdiera o se lastimara. Vance había prometido a
mis padres que hablaría con ella. Y les había asegurado que si alguien estaba a
salvo en la naturaleza, era Vera Gallagher.
Nadie más que nosotros tres sabía que habíamos encontrado a Vera con
Cormac. Mis padres, como el resto del mundo, creían que Vera había aparecido
en la puerta de Vance, en Idaho.
Y aunque me había preparado para ello, y Winn también, nadie del FBI se
había molestado en visitar Quincy.
La puerta del patio se abrió y los chicos volvieron a la cocina. Vance vino a
mi lado y me acercó. Olía a jabón, a tierra, a viento y... a mí.
—Zalinski vino hoy a comer al restaurante. —Knox tiró de Memphis contra
su pecho—. Mencionó retirarse pronto. No sabía que lo estaba considerando.
—Es una novedad para mí —dijo Winn.
—Lo mismo digo. —Papá asintió—. Pero creo que ya es hora.
—¿Estás interesado en postularte para sheriff? —le preguntó Jasper a
Vance.
—No. Demasiada política. —Le sonrió a Winn—. Además, me gusta mi 254
nueva jefa.
—Gracias. —Winn le devolvió la sonrisa—. Si quieres presentarte a sheriff,
sabes que te apoyaré. Pero egoístamente, por favor, no me dejes.
Vance se rio entre dientes.
—No voy a ninguna parte.
Winn me había dicho no hacía mucho que Vance era como un soplo de aire
fresco en la comisaría. La mayoría de los policías que trabajaban para ella habían
crecido en Quincy o sus alrededores. Vance aportaba una perspectiva diferente.
Una experiencia diferente. Ella apreciaba su naturaleza firme, su total aversión a
los cotilleos o al drama. Y sabía que era leal. La respaldaría.
La puerta principal se abrió y unos pasos sonaron por el pasillo antes de
que Mateo apareciera.
—Ahí tienes… —Los ojos de mamá se abrieron de par en par—. ¿Qué pasa?
El ánimo alegre de hacía unos segundos se desvaneció cuando todos
contemplamos su rostro ceniciento.
—Yo… —Parpadeó, sacudiendo la cabeza como si tuviera niebla—. Tengo
que ir a Alaska. Esta noche.
—¿Esta noche? —preguntó Papá—. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Mateo tragó saliva.
—Creo… Creo que tengo una hija.
La sala estalló en preguntas que Mateo no contestó.
Ya había salido por la puerta.

—¿ESTÁS BIEN? —Vance preguntó mientras conducíamos a casa desde el


rancho.
—Sí. —Suspiré—. Preocupada.
La cena había tomado un giro totalmente diferente después del anuncio de
Mateo. Mamá había pasado el resto de la noche tratando de llamarlo y él no había
respondido. Y yo había mantenido la boca cerrada mientras todos los demás
habían especulado sobre la posibilidad de que Mateo fuera padre.
Nadie más parecía saber de la mujer de la que me había hablado meses
atrás. La mujer de su aventura no tan casual. Así que supuse que no quería que 255
nadie lo supiera. Dejé que se lo explicara a nuestros padres y hermanos.
Pero definitivamente se lo iba a contar a mi prometido.
—Hace un tiempo, Mateo me dijo que había estado viendo a una mujer en
Alaska. Él tenía la esperanza de que iría a alguna parte, pero ella no estaba
interesada. ¿Crees que es la madre del bebé? —le pregunté. Vance no sabría la
respuesta, pero no pude evitar pensar en voz alta.
—No lo sé, Blue. —Extendió un brazo sobre la cabina, tomó mi mano y la
llevó a su regazo.
—Odio no saber qué está pasando.
—Dale tiempo. —Se llevó mis nudillos a los labios—. Tu padre dijo que
estaba de acuerdo con que tuviéramos la recepción de la boda en el granero.
Vance siempre sabía cuándo era el momento de cambiar de tema. Y tenía
razón. Todo lo que podíamos hacer era darle tiempo a Mateo. Cuando supiera lo
que estaba pasando, nos lo diría.
—Quiero una gran boda —dije, siguiendo con el nuevo tema—. El vestido
blanco. Pastel. Fiesta. Quiero un día de Lyla y Vance. —Esa era la boda de mis
sueños.
—Un día de Lyla y Vance —murmuró, como si estuviera saboreando la idea
para ver si era dulce.
—Si prefieres algo pequeño...
—Te amo, Lyla. Si quieres una gran boda, entonces tendremos una gran
boda.
—Yo también te amo.
—¿Puedo lanzar una idea?
—Por supuesto.
Redujo la velocidad de la camioneta y se apartó a un lado de la carretera.
Pero no había nada que ver, solo oscuridad y nuestros faros en el pavimento.
Vance se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó sobre la consola,
torciendo el dedo hasta que estuve lo bastante cerca para besarme. Fue lento y
perezoso, el remolino de su lengua contra la mía me provocó un leve dolor en el
centro.
Cuando se separó, me desabroché el cinturón de seguridad, dispuesta a
meterme en el asiento trasero y repetir el jugueteo de antes. Yo cabalgando
sobre él, meciendo la camioneta hasta que ambos gritamos de éxtasis.
Pero antes de que pudiera moverme, Vance levantó un dedo.
—Sobre esta boda.... 256
—Sí —dije.
—¿La quieres este verano?
—Preferiblemente.
—Trato hecho. —Sus ojos se clavaron en los míos mientras una sonrisa se
aparecía en su boca sexy—. Pero primero déjame dejarte embarazada.
No era para nada lo que esperaba que dijera. Era la mejor idea que había
oído en toda la noche.
—Te toca, Sutter.

257
Vance
—Papá, mira. —Trey levantó un palo y lo agitó en el aire. Lo balanceó de un
lado a otro tan rápido que hizo un silbido.
Era su quinta “espada” en lo que llevábamos de ruta. Su predecesora, y las
tres anteriores, habían sido desechadas en el camino porque había encontrado
versiones mejores y más grandes.
—Esa es buena, T. —Le acaricié el ala del sombrero, ganándome una risita.
La risa de mi hijo era el sonido más bonito del mundo. Aunque lo mismo
ocurría con las de Lyla y Darcy.
—Vamos a beber agua. —Me quité la mochila, me arrodillé y saqué su
botella de agua.
Mientras él engullía, Lyla se nos acercó por el sendero.
—¿Quieres que la lleve ahora? —Señalé con la cabeza a Darcy en el
portabebés atado al pecho de Lyla.
—No. —Lyla besó el cabello oscuro del bebé—. Está dormida.
Nuestra hija acababa de cumplir un año y, aunque todavía era pequeña, ir
de excursión con el peso añadido de un bebé y la mochila era agotador. Pero no
me sorprendió que Lyla mantuviera el ritmo. No es que yo caminara rápido. No
con Trey.
A sus cuatro años, era un soldado de caballería, pero aun así, yo le daba
otros quince minutos hasta que pidiera subirse a mis hombros. La caza de
espadas de palo ya le había llevado treinta minutos más de lo normal.
—Qué bonito está el día. —Lyla inclinó la cabeza hacia el cielo, dejando que
el sol calentara su hermoso rostro.
La vista era impresionante. Y no tenía nada que ver con el paisaje.

258
Estábamos en un sendero bordeado de árboles, pero el camino en sí era
ancho y abierto. Era un lugar muy frecuentado en verano por turistas que querían
salir y disfrutar del aire libre de Montana, pero no querían alejarse mucho de la
ciudad ni dejar de tener cobertura. También era un sendero fácil, nada
demasiado extenuante para niños o personas mayores.
Odiaba este lugar en verano porque estaba abarrotado de gente. Pero en
otoño era la temporada tranquila a Quincy, y nos íbamos de excursión más cerca
de la ciudad, en lugar de conducir hasta la propiedad privada del rancho para
escapar de los turistas.
—Toma, papá. —Trey me metió el agua en el pecho y luego pasó a mi lado
dando saltitos con su palo. Se acercó a un árbol cercano y lo golpeó.
—Trey, si quieres ver un ciervo, tienes que estar callado —dijo Lyla.
—¿Qué, mamá? —gritó.
—No importa. —Se rio, sacudiendo la cabeza.
Me reí entre dientes y me levanté, apartándole un mechón de pelo de la
sien.
—¿Lista para volver?
—No del todo. —Me sonrió, poniéndose de puntillas, buscando un beso.
Así que me incliné y dejé caer mi boca sobre la suya, robándole el sabor
de sus dulces labios, hasta que Trey vino corriendo con una piedra, abandonado
el palo.
—Mírame, mamá. —Se dio la vuelta, con el brazo doblado y la mano
levantada junto a la oreja, y lanzó la piedra por los aires.
—¡Buen lanzamiento! —Era su animadora personal, siempre lista para
chocar los puños o chocar los cinco—. Ahora, sigue a papá.
—Necesito mi bastón. —Dio vueltas en círculo, buscando en el suelo, y
entonces recordó que lo había dejado junto al árbol.
Mientras corría a recogerlo, le di otro beso rápido a Lyla y luego alcancé a
Trey, dejándole ser el líder durante unos minutos.
Mi hijo tenía una vena independiente que me encantaba. Había llegado a
este mundo con un valiente grito seis meses después de que Lyla y yo nos
casáramos, y desde entonces había estado abriendo su propio camino. Incluso
con sus primos mayores, Trey nunca los seguía para estar con el grupo.
Así que marchó por el sendero mientras yo permanecía cerca, preparado
para levantarlo si tropezaba.
259
El aire otoñal era fresco y limpio esta tarde. Los árboles pintaban de verde,
dorado y rojo las estribaciones de las montañas. Montana se había convertido en
mi hogar.
En los años transcurridos desde que me mudé a Quincy, la distancia entre
mi familia y yo no había hecho más que aumentar. Mis padres y hermanas habían
venido a nuestra boda en el rancho Eden. Andrea había venido sola, ya que
Brandon había decidido quedarse en Idaho con su hija. Sobre todo, me alegré
de que la dejara venir. Y de poder verla en nuestros viajes anuales a Coeur
d'Alene.
Esas visitas a Idaho fueron insistencia de Lyla. Quería que nuestros hijos
conocieran a sus abuelos, aunque no fueran cercanos. Solo quería esa
familiaridad. Así que hacíamos un viaje anual, incómodo.
Ya no importaba tanto como antes. Las personas a las que consideraba mi
familia estaban de excursión conmigo hoy.
—Tengo que ir al baño. —Trey se detuvo en el camino y sus manos se
llevaron inmediatamente al pantalón. Aquel chico llevaba su pequeña vejiga al
límite, y siempre que declaraba que necesitaba hacer pis, era una emergencia.
—Encuentra un árbol —dije.
Corrió hacia el más cercano, tanteando para bajarse el pantalón.
Me reí entre dientes, viéndolo decorar el tronco de un árbol, y luego miré
por encima del hombro en busca de Lyla.
Se había desviado del camino para agarrar un palo que probablemente le
daría a Trey. Cuando volvió la vista, me lanzó un beso.
Lo atrapé en el aire y lo apreté contra mi corazón.
Hace años, cuando Lyla y yo éramos nuevos, me preguntaba si debía
dejarme perder por Montana. Resultó que nunca se había tratado de perderse.
Aquí era donde había venido a ser encontrado.
Lyla me había encontrado.
Es extraño cómo un hombre puede pensar que es feliz y ni siquiera saber
qué demonios se está perdiendo.
Giré lentamente en círculo, observando nuestro entorno, respirando el aire.
Vi una figura por el rabillo del ojo.
Hice una doble toma, mirando a lo lejos una mata de pelo rojizo anaranjado.
Y un rostro familiar, lleno de cicatrices. 260
Cormac salió de detrás de un árbol. No se movió con rapidez para no llamar
la atención de los demás.
Lyla se acercó a Trey y se agachó para ayudarlo a subirse el calzoncillo y
pantalón.
Mientras yo mantenía mi mirada fija en Cormac.
—Hijo de puta. —Así que todavía estaba aquí. Después de todo este tiempo.
No se había ido de Montana.
Le había preguntado a Vera en innumerables ocasiones si había visto a su
padre, pero siempre había evitado una respuesta. Supongo que sí.
No es que fuera realmente sorprendente que Cormac se hubiera quedado
aquí. No estaría lejos de su hija.
Ahora que tengo mis propios hijos, tampoco me alejaría mucho de ellos.
La mirada de Cormac se desvió hacia Lyla. A los niños. Incluso desde la
distancia, pude ver cómo se le ablandaba la cara. Luego volvió a mirarme y
levantó una mano.
Yo levanté la mía.
Se había ido cuando Lyla llegó a mi lado.
—Mamá acaba de enviar un mensaje. Nos invitó a cenar al rancho.
Asentí con una inclinación de cabeza ausente, mi mirada seguía rastreando
los árboles en busca de Cormac, pero no estaba a la vista.
—Oye. —Lyla puso su mano en mis costillas—. ¿Estás bien?
Aparté la mirada de los árboles y la miré. A nuestro hijo, completamente
enamorado de su nuevo palo. A nuestra hija, durmiendo plácidamente con la
oreja pegada al corazón de su madre.
—Sí, Blue. —Tiré de Lyla en mis brazos—. Más que bien.

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Devney es la autora superventas del USA Today de la serie Jamison
Valley.
Nacida y criada en Montana, le encanta escribir libros den su atesorado
estado original. Tras trabajar en la industria tecnológica durante casi
una década, abandonó las reuniones y los horarios de los proyectos para
disfrutar del más lento ritmo de estar en su casa con su marido y dos hijos.
Escribir un libro, sin contar varios, no era algo que esperara hacer nunca.
Pero, ahora que ha descubierto su verdadera pasión por escribir romance,
no tiene planes de parar nunca.

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