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ÉTICA PROFESIONAL Y HABILITACIÓN CIVIL

ÉTICA, DEONTOLOGÍA Y ABOGADOS – FRANCISCO DANIEL VÁZQUEZ GUERRERO – EDICIONES


INTERNACIONALES UNIVERSITARIAS - BARCELONA

Texto mediado

LOS PRINCIPIOS ÉTICOS-DEONTOLÓGICOS

La Deontología, como conjunto orgánico de normas, se inspira en unos principios generales que
dan cohesión e iluminan al conjunto.

Estos principios de naturaleza ética, son como dice Carlo Lega “de gran elasticidad de contenido y
su interpretación y aplicación es así mismo, elástica”.

Dichos principios, por su elasticidad, no están encerrados en límites precisos, y frecuentemente


se desdoblan en otros varios. Esa es la razón por la que diversos autores no coinciden al exponerlos, sin
que por ello exista divergencia en sus opiniones.

Por nuestra parte vamos a desarrollar aquellos que creemos más interesantes.

La Justicia: alrededor de su concepto

No es cómodo dar un concepto abstracto de justicia. Hay autores que renuncian explícitamente
a la posibilidad de hacerlo. Se rehúye hablar de lo justo en sí- se pone en duda la existencia de lo justo
como absoluto, empleándose el término justo como adjetivación del Derecho (justo) y de las
disposiciones jurídicas (justas), para cuya existencia se han de cumplir dos exigencias: origen
contractual de la norma o del Derecho y garantía de los derechos fundamentales.

Para estos autores, entre ellos Eusebio Fernández, que se proponen encontrar una teoría
intermedia entre la contractualista y la iusnaturalista, la búsqueda de la justicia natural o de lo justo por
naturaleza ha sido el gran y noble motivo de todas las teorías iusnaturalistas, empresa llena de
frustraciones que se ha reducido a determinar cómo natural lo que ya de antemano cada pensador, cada
corriente de pensamiento o cada época histórica tenía como bueno y justo.

Por nuestra parte estimamos que lo justo es un bien primario cuya dificultad de definición no
nos releva de la obligación de hallarlo y analizarlo.

Para una deontología jurídica el bien supremo es la justicia.

Conviene recordar que por justicia entendemos cosas diversas. Descartando aquellos conceptos
que se refieren a la justicia como poder (concepto político), o como cuerpo (concepto funcionarial) o
como Administración de justicia (concepto orgánico), podemos reducir nuestros significados a estos
dos: la justicia como virtud y la justicia como resultado.
La justicia como virtud tiene una larga tradición bíblica que se continúa luego en la Patrística.
Justicia es – dice San Juan Crisóstomo – la observancia de los mandamientos. Y San Ambrosio escribe
que la justicia es aquella virtud que da a cada uno lo suyo y es como el germen generoso de todas las
virtudes.

En el mundo pagano encontramos la noción de justicia como virtud universal en Sócrates y


Platón. Aristóteles coordina esa doctrina platónica con aquella otra de origen platónica que relaciona la
justicia con los conceptos de igualdad y proporcionalidad.

Estas corrientes filosóficas llegan más tarde a la Escolástica, en la que prevalece finalmente la
noción pitagórico-aristotélica.

La moral tradicional ha catalogado la virtud de la justicia entre las cuatro cardinales: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza. La justicia deviene así uno de los cuatro quicios de vida moral humana.

Como virtud la justicia es un principio operativo que nos impulsa a ser justos. La excelencia de
esta virtud podemos deducirla del significado profundo de la voz justicia. En el lenguaje bíblico justo
equivale a santo. A este mismo significado de puro o santo se llega a través del origen del término latino
ius, derivado del sáncrito. Por otra parte, la justicia como resultado es la consecuencia de la acción justa.

En el Derecho Romano la justicia fue definida por Ulpiano como dar a cada uno lo suyo-
concepto medular de justicia – junto con el vivir honestamente y no dañar a los demás. Quizás
convendría pensar que no pueden darse por separado.

La justicia tiene una naturaleza eminentemente social. Se ejerce por razón de la sociabilidad
humana, que exige del hombre estar con los demás para su desarrollo personal. En esta sociedad es
donde el hombre ha de conducirse respecto de los otros con justicia. En relación con ella hay que poner
el principio de probidad profesional.

Se suele distinguir tres clases de justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal. Lo que


importa destacar para nuestro propósito es que la noción de justicia entraña una idea de reparto. El dar
a cada uno lo suyo implica un conocimiento previo de lo que es propio de cada cual, y una atribución a
título personal de lo que hemos individualizado como de su pertenencia. Más al fondo está la convicción
de que todos los hombres son iguales por naturaleza y que a todos corresponden derechos y
obligaciones recíprocos, y de éstos con la comunidad; debiendo establecerse en esas relaciones una
proporción o equivalencia. Corresponde decir que esta atribución no consiste en una operación
aritmética.

La proporcionalidad ínsita en la noción de justicia es distinta conforme a la distinción entre


justicia conmutativa y justicia distributiva. En el primer caso, la proporcionalidad adquiere un perfil de
igualdad aritmética, pues aplicándose en las relaciones interpersonales, hay una equivalencia entre lo
que se da y lo que se recibe: en una compraventa, si prevalece la justicia, habrá una equivalencia entre
la cosa y el precio. Cosa distinta será la determinación en concreto de esa equivalencia.

En el supuesto de justicia distributiva la proporcionalidad tiene su asiento en los méritos y


circunstancias personales de aquellos que participan en la distribución; de tal modo que el centro de
gravedad de la operación se desplaza de la igualdad aritmética de las cosas que se dan y reciben
(justicia conmutativa) a la desigualdad personal de los partícipes, cuya proporción ha de respetarse
(justicia distributiva).

El deber fundamental del abogado, como partícipe en la función pública de la Administración de


justicia, es cooperar a ella defendiendo en derecho los intereses que le sean confinados. En ningún caso
la tutela de tales intereses puede justificar la desviación del fin supremo de justicia a que la Abogacía se
halla vinculada.

La defensa jurídica es una obligación profesional tanto para la abogacía, como para los
abogados, que se cumplirá ajustándose a normas deontológicas.

Prácticas contrarias a la Justicia

El uso alternativo del derecho. Consiste en aplicar o no las normas legales, ejercitando o no las
acciones correspondientes, con fines revolucionarios o ideológicos. Es un método de actuación para
subvertir el orden jurídico. Lo característico de este uso alternativo es que, contrariamente a lo que
ocurre con la acción revolucionaria, no se quebranta el ordenamiento legal, al menos directamente, sino
que se aprovecha la norma jurídica para la obtención de ese resultado.

Podría pensarse que si el ordenamiento es en sí mismo injusto, el uso alternativo del derecho
estaría justificado. Frente a este razonamiento hay que oponer, en primer lugar, que en una sociedad
democrática existen medios previstos de cambio a los que debemos sujetarnos; y en segundo lugar, hay
que decir que el fin no justifica los medios, pues como hemos expuesto en otro lugar la moralidad del
acto viene del fin perseguido y de los medios empleados. Hay que preguntarse, además, si esos métodos
no perjudican al bien común, representado por la seguridad jurídica, la paz y el orden que resultan
conculcados.

Cosa distinta es la actuación profesional del jurista para evitar o mitigar las consecuencias
negativas de la ley injusta. Si no se puede modificar la ley, o abolirla, a través de los cauces previstos,
generalmente políticos, es lícito obrar de manera que se limiten los efectos injustos del precepto.
Contrariamente, es ilícito valerse o aprovecharse del injusto legal a sabiendas de su ilicitud moral.

Parece oportuno recordar en este momento el llamado efecto magisterial de la ley, a través del
cual se estima como moral aquello que es legal. Tiene su origen esta confusión en la creencia
generalizada de que la ley es siempre moral, de modo que puede servir como criterio de conciencia.
Pero este error es impropio de un jurista medianamente formado, que conoce la divergencia que a
veces se produce entre la ley y la moral.

La justicia es anterior y superior a la ley, como venimos afirmando. Sin embargo esto no quiere
decir que deba prevalecer siempre el concepto meramente subjetivo del operador jurídico ante el caso
concreto, si bien ese concepto subjetivo de la justicia puede plantear problemas éticos al operador,
derivados del principio de que a nadie le es lícito obrar contra su propia conciencia debidamente
formada.

Debemos distinguir con toda claridad lo que la justicia objetiva y lo que es la opinión subjetiva
de justicia. La exposición pormenorizada de situaciones podría llevarnos a una casuística, siempre
controvertible y nunca agotadora de la realidad. Sin caer en esa trampa, podemos indicar la necesidad
de buscar ciertos límites al principio de prevalencia de la justicia sobre la ley; los cuales podemos
encontrar a través de otros principios también aplicables y que debemos respetar, como son los de bien
común, seguridad jurídica, amparo de las apariencias que, son en sí mismas protegibles, cuando el juicio
propio depende de estimaciones personales o de una visión incompleta de la situación.

Fraude del fin perseguido por la ley, a través de los propios mecanismos legales. En estos
supuestos el injusto se produce aprovechando para conseguir el fin ilegítimo de algún mecanismo legal.
Tales son los casos de enriquecimiento injusto, abuso del propio derecho, fraude de la ley a través de
una ley de cobertura, etc. Los casos extremos caen bajo la sanción del propio ordenamiento jurídico,
que introduce determinados correctivos; pero en otros supuestos, a los que propiamente nos referimos
ahora, el fraude escapa a la defensa directa o indirecta de la ley. Valga el ejemplo, de la nulidad
matrimonial pre constituida, la cual se hacía valer posteriormente o no, según las conveniencias del que
había preconstituido y ocultado la prueba.

Multiplicación injustificada de incidentes o prolongación indebida de procedimientos. La


motivación de esta conducta puede estar en el deseo de acreditar una mayor minuta, pero no es ese el
supuesto a que nos referimos ahora. Los supuestos aludidos son aquellos cuya injusticia consiste en una
prolongación o multiplicación injustificada de los incidentes del pleito para agotar económicamente al
adversario, o alejar en el tiempo la resolución del asunto, de modo que se avenga la parte contraria a
una allanamiento o transacción lesiva de sus legítimos intereses.

Tendríamos, no obstante, que hacer la salvedad de aquellos casos en los que el procedimiento
dilatorio fuese un medio de atemperar la rigurosa exigencia del acreedor que pone a su deudor en
dificultades desproporcionadas.

Tenemos por ilícito, como contrario al principio de justicia, el acudir al pleito cuando la
satisfacción legítima del actor puede obtenerse sin acudir al litigio; como también es inmoral obtener
extrajudicialmente más de lo que legítimamente se pueda pretender, bajo la amenaza de una acción
legal, que por las circunstancias del caso o de la persona causaría un grave quebranto económico del
demandado (o inversamente, al actor, cuando el deudor no se aviene a cumplir su obligación) o habría
de causar un perjuicio a la reputación, honor o fama de la parte, aunque no se llegue a la enormidad del
chantaje, amenaza o coacción, y a pasar de que el anuncio o el ejercicio de la acción sea procesalmente
lícito.

Cualquiera otra desviación del proceso hacia la obtención de fines ilícitos. Estos fines ilícitos
pueden ser la iniciación o seguimiento de un pleito amparado en la imposibilidad material de defensa
de la contraparte por inexistencia o destrucción de pruebas de su derecho (tal sería el caso de la muerte
de los testigos, el extravío de títulos, la destrucción de archivos, etc.).

La veracidad

La justicia, como acto atributivo que es, se estructura como un silogismo cuya premisa mayor es
el precepto legal aplicable; la premisa menor, el supuesto fáctico al que se aplica, y la conclusión es la
consecuencia que da o deniega en cada caso a cada uno según lo que es suyo. Esta estructura resulta
más visible en la decisión judicial, la sentencia por antonomasia, pero es también visible en los escritos
de las partes – demanda y contestación-, que son como proyectos de sentencia propuestos al juzgador.
Del mismo modo encontramos este silogismo jurídico en cualquier razonamiento, aunque sea
puramente interno o mental.

Como es sabido, la verdad o el error de cualquier silogismo dependen de sus premisas. Por ello
el conocimiento de la verdad es previo y fundamental para el logro de la justicia.

Recordemos que en la filosofía griega la verdad era aletheia, que etimológicamente quiere decir
desvelación, porque la verdad no está en la apariencia de las cosas, sino por debajo de ellas, de tal modo
que es necesario desvelar o remover las apariencias que la ocultan para encontrarla. La verdad es en
definitiva, una conquista que exige esfuerzo mental y que requiere una actitud previa de amor y pasión
por parte de quien la busca.

Decimos que la verdad debe hallarse en ambas premisas, o sea, en el precepto aplicable y en el
acaecimiento al que lo aplicamos. Aparentemente- y dejamos dicho que las apariencias son engañosas-,
no plantea problema la veracidad de la norma, esto es, su existencia y contenido. Pero esto no es
exactamente así. Quizás no sea dudosa la existencia del precepto directamente establecido en un
contexto legal pero no olvidemos las dificultades derivadas de la vigencia misma de la ley, así como de
la determinación de su contenido. Esto es válido para las demás fuentes del derecho. La existencia del
precepto no es siempre segura, pero mucho menos lo es su sentido y alcance. El primer problema del
operador jurídico es, precisamente, la depuración de la norma, estableciendo a través de la
interpretación su verdadero contenido, mediante las diversas técnicas de interpretación correctoras o
integradoras que fijarán sus exactos límites.

Esta primera actividad del abogado será más o menos intensa, según la función que desempeñe.
Podría parecer que es una función judicial, ya que al juez corresponde primordialmente la indagación
del derecho. Sin embargo, a pesar de que al abogado bastaría la invocación del precepto, no hay
demanda en la que no se desarrolle un argumento de fijación y contenido del precepto invocado. Y es
precisamente en esta argumentación desarrollada por el abogado en la que aparece, en primer lugar su
deber ético de veracidad. Este deber – que lo es también de lealtad hacia el órgano judicial y hacia la
parte- le impide invocar preceptos inexistentes, derogados o con un contenido distinto del que se
pretende. No es fácil que nadie invoque un precepto absolutamente inexistente, sobre todo si se
pretende que el tal precepto forma parte de un cuerpo legal; en cambio, esto resultaría más fácil si la
fuente del precepto fuese alguna de las otras admitidas en nuestro Derecho.

Todavía es más probable cometer esta falta de veracidad cuando se argumenta sobre el
contenido o el alcance de la norma: como sería el supuesto de apoyar el propio criterio invocado
falsamente doctrina de autores de difícil consulta, a los que se les atribuyen nuestras propias opiniones;
o también citando doctrina jurisprudencial, con tergiversación a sabiendas de su contenido.

Los problemas éticos de la veracidad son más frecuentes y agudos cuando el abogado establece
la premisa menor del silogismo, o lo que es lo mismo, cuando tiene que exponer los hechos o las
situaciones concretas a los que debe aplicarse el precepto. Esta dificultad viene de la propia naturaleza
de las cosas y de los mismos principios del procedimiento. Ante todo el abogado tiene que resumir los
hechos realmente acaecidos mediante una selección de los acontecimientos con relevancia jurídica,
dentro del conjunto de lo realmente sucedido. Es decir, no todo acontecimiento histórico tiene
relevancia ante el derecho. Los hechos que interesan y que el abogado tiene que seleccionar y exponer
son solamente los jurídicamente relevantes. Esta selección estará mejor o peor hecha según el grado de
prudencia y experiencia profesional de quien la establezca. Esto no es un problema deontológico. Sin
embargo la tentación de distanciar interesadamente el relato fáctico de la verdad histórica puede
producirse.

El problema ético aparece con toda agudeza cuando el abogado se enfrenta con las dos verdades
de todo procedimiento, a saber, la verdad material y la verdad procesal. Llamamos verdad material a la
que se corresponde con la verdad histórica, es decir, con el suceso de la vida real para el que se invoca a
aplicación de la norma. Ocurre que no es sobre esta verdad sobre la que se descansará la resolución
judicial, sino sobre la verdad alegada y probada en juicio. Esta es la que llamamos verdad formal. Lo
ideal sería que ambas verdades fuesen coincidentes, pero lo más frecuente es que, de hecho, una y otra
se halle más o menos distanciadas. Es en este caso cuando aparece una serie de dificultades éticas y
deontológicas.

Si seguimos la actividad profesional del abogado, descubriremos los siguientes pasos:


primeramente, oirá a su cliente; luego examinará las pruebas que le aporta y, finalmente, establecerá
una relación fáctica que sirva de soporte a su pretensión. Si el abogado estima justa esta pretensión y
acepta el encargo profesional, desde ese momento comenzará a actuar como parte, en beneficio de su
cliente, poniendo todo su empeño en hacer triunfar el interés que le ha sido confiado. En consecuencia,
empleará todos los medios lícitos de defensa, ejercitando acciones y oponiendo excepciones, tanto de
fondo como de forma.

En todos los casos- ejercicio de acciones u oposición de excepciones de fondo o de forma, el


primer medio de defensa está en el establecimiento de los hechos que motivan la acción o excepción.
Ahora bien, hemos dicho que esa actividad está sujeta al principio de veracidad y al de lealtad; y hemos
visto cómo en el procedimiento es posible distinguir dos verdades: la material y la formal. A la vista de
ello nos preguntamos: ¿Cuáles de las dos verdades debe orientar la actividad procesal del abogado? Son
preguntas de difícil respuesta en un plano teórico-abstracto. Quizás algunas situaciones traídas como
ejemplos nos puedan ayudar en la reflexión.

Supongamos que dentro de un pleito nuestro adversario procesal ha olvidado aportar con su
demanda o contestación un documento de los que deben acompañarla y luego pretende su
incorporación: ¿deberíamos en aras de la veracidad propia en relación con la verdad material permitir
la incorporación extemporánea del documento? Indudablemente, no. En este caso las exigencias
procedimentales nos dicen cuál es el límite de los principios de veracidad y de lealtad. Otro caso: en el
momento de establecer las conclusiones de un pleito nos encontramos con que la verdad procesal
conseguida a través de la prueba es distinta de la verdad material que nos es conocida: ¿podemos pedir
una resolución conforme a esa verdad formal? Indudablemente, sí.

Si examinamos ambos ejemplos veremos que a pesar de que la conducta profesional se atiende a
la verdad formal y no a la material, en ninguno de ambos casos se han utilizado pruebas falsas o medios
torticeros para impedir el acceso de la verdad material al procedimiento.

También parece lícito matizar los hechos de forma que haga posible la viabilidad de la acción
que vamos a ejercitar. Tal sería el caso del que queriendo reivindicar una finca como suya, para evitar
los efectos de la prescripción de una acción propiamente reivindicatoria, ejercita una acción de
deslinde, para lo cual establece los hechos conducentes a esa operación. Otro supuesto sería el de
hallarnos en posesión de ciertos medios probatorios conducentes al establecimiento de una verdad
formal favorable y no dispusiésemos de pruebas de la verdad histórica que nos sería igualmente
favorable: no es dudoso que en este caso será lícito valerse de esos medios y establecer esa verdad
procesal con tal de que su resultado coincida con la justicia real u objetiva.

En estos ejemplos hemos visto cómo la actividad del abogado ha de tener en cuenta que la
resolución judicial se dicta a la vista de lo alegado y probado. El proceso, al menos el civil, no es una
investigación histórica. En su consecuencia, los principios de veracidad y lealtad del abogado vienen
matizados por las propias exigencias procesales, sin que se niegue por ello ni la existencia del principio
de veracidad y lealtad ni su vigencia.

Como resumen nos parece correcto establecer las siguientes orientaciones ético-deontológicas,
en relación con los principios de veracidad y lealtad que venimos examinando:

1º La exposición de los hechos debe hacerse teniendo presente las exigencias del procedimiento,
en el que la resolución judicial es consecuencia de lo alegado y probado; respetando como límite
inviolable aquello que sería un falseamiento de la verdad material conducente a la obtención de un
pronunciamiento injusto.

2º Puede el abogado establecer lícitamente una narración de hechos conforme a las pruebas que
se le proporcionan, aunque no sea coincidente con la narración histórica, siempre que las pruebas no
sean falsas u obtenidas ilegítimamente.

3º Debe el abogado oponerse a la actividad probatoria de la parte adversa aún cuando sea en
detrimento de la verdad material, siempre que dicha actividad infrinja las normas ordenadoras del
procedimiento.

4º Debe el abogado en conclusiones apoyarse en la verdad formal obtenida mediante la


actividad probatoria de las partes, aún en el caso de que diverja de la verdad material, en aras del
respeto a los intereses de su cliente.

En cambio, no le es lícito al abogado servirse de pruebas falsas, o falsear las auténticas, ni privar
a su adversario mediante actuaciones abusivas o fraudulentas o torticeras de la clase que sean, de la
prueba a su favor en juicio.

La independencia: doctrina general

Los autores ponen gran énfasis en este principio deontológico, que es un reflejo de la necesidad
de independencia atribuible a la justicia. Pero es de aclarar que no tiene el mismo carácter la
independencia judicial y la cualidad de independencia de la actuación profesional de abogado. Entre
otras cosas, porque la administración de justicia se imparte entre intereses en conflicto, en tanto que la
actividad del abogado tiene lugar en la defensa de los intereses particulares que le son confiados, aun
cuando también contribuya al mismo fin de impartir justicia.
Estamos en sintonía con Carlo Lega cuando afirma que la independencia profesional no tiene
solamente un relieve deontológico, sino que de hecho la independencia de la profesión se configura
jurídicamente como uno de los bienes materiales de que es titular el ente profesional, que ha sido dotado
del poder-deber de salvaguardarlo.

Las normas deontológicas indican en sus principios fundamentales que en el Estado de Derecho
la independencia intelectual y moral del abogado es condición esencial para el ejercicio de su profesión,
al igual que lo es la de los tribunales. La independencia del abogado, que deberá permanentemente
preservar, constituye la garantía de que los intereses del cliente será defendidos con objetividad.

El concepto de independencia se suele definir, negativamente, como la ausencia de presiones e


injerencias en la actuación profesional; o positivamente como la autonomía y libertad de esta misma
actividad.

El abogado debe atenerse profesionalmente a su saber y a su conciencia. La independencia de su


actuación va referida, en principio, a estos mismos extremos.

El primer obstáculo a la independencia profesional, según lo dicho, lo constituye la propia


ignorancia. Más cuando se hace referencia a la independencia del abogado, no es esa autonomía o
independencia a la que nos referimos, sino a la que tiene su asiento en la voluntad, es decir, en la
libertad del profesional; esto es, a la posibilidad de tomar decisiones propias, no condicionadas por
injerencias o mediatizaciones externas. Estamos, pues, ante un concepto de independencia exterior, no
interior.

El ataque a la independencia del abogado, externamente, puede venir, en un planteamiento


teórico, o del órgano judicial, o de la autoridad administrativa, o de poderes político-económicos, o de
su Colegio Profesional o de su propio cliente. Es un abanico que nos parece abarcar todas las
posibilidades.

Si repasamos los anteriores supuestos, nos encontramos que en cuanto al órgano judicial, el
ataque a la independencia del letrado es harto improbable; a no ser que incluyamos en ella la falta de
atención que al letrado le es debida por el órgano judicial al que se dirige, las cuales cuando se
producen, lo son casi siempre más en la forma que en el fondo y con carácter leve. Es posible que en el
roce diario, a veces tenso por el debate de opiniones contrapuestas, se produzcan actitudes
desconsideradas y contrarias a la cortesía, que en casos extremos puede llegar a un recorte de la
libertad de defensa. El abogado, dentro de los límites de la prudencia y el respeto, no debe tolerar
semejantes actitudes o hechos, haciendo las protestas que en cada caso permita la ley procesal, o
deduciendo las quejas que en cada caso procedan, o solicitando el amparo de su colegio profesional.
A pesar de lo dicho, no podemos olvidar que es una aspiración de la abogacía, que cada día se
manifiesta con más fuerza, la derogación de los preceptos legales que someten al abogado a la disciplina
de los tribunales, para quedar sujeto únicamente al procedimiento disciplinario de su colegio
profesional.

Lo mismo cabe decir respeto de los órganos o autoridades administrativas, en cuyo orden es
más fácil la defensa de la propia independencia, por no mediar la subordinación disciplinaria a que está
sujeto el abogado respecto de los tribunales ante los que actúa.

Lo anteriormente expuesto es válido igualmente en el supuesto de que el ataque a la


independencia profesional pudiere derivarse de las actividades o decisiones de su propio colegio.

Más difícil resulta el mantenimiento de la independencia frente a los ataques, indirectos y envolventes,
de los poderes político-económicos, que pueden llegar a crear un cuadro condicionante del
desenvolvimiento profesional.

De dos formas puede producirse ese ataque: o pretendiendo una actuación positiva del abogado,
que por su propia naturaleza no deba realizar (ej. Manifestarse en un determinado sentido en algún
informe, dictamen o intervención pública), o intentando que el profesional se abstenga de intervenir en
algún asunto, o que omita determinadas actuaciones.

En todos estos casos el ataque a la independencia profesional sería de suyo grave, aunque el
asunto en sí mismo no fuese importante. El abogado debe defender su independencia como un bien
propio de su profesión, con abstracción del resultado más o menos grave o injusto que habría de
producirse. Es decir, la independencia no es un principio establecido en beneficio de un cliente o de un
bien concreto, sino en beneficio de la función misma del abogado, aunque en definitiva redunde en
provecho de alguna persona o interés particular. Por este motivo se explica que el ataque a la
independencia del abogado pueda venir de su propio cliente, lo que no ocurriría si el principio estuviese
establecido en beneficio suyo con posibilidad de renuncia al mismo.

No es extraordinario que el cliente quiera mediatizar la actividad de su abogado. Esto ocurre


sobre todo cuando el cliente, por su formación intelectual pertenece a un determinado ámbito cultural.
El empresario, el ejecutivo, los altos empleados, tienen una formación profesional que les capacita,
hasta cierto punto, para opinar e intervenir en la actividad profesional del abogado. Esto en sí mismo no
sería un mal, sino una ayuda, si no se intentara dirigir al abogado.

Conviene poner en claro que el abogado, en muy amplia medida, defiende intereses de
contenido económico. En este concreto aspecto, el económico, la palabra decisiva corresponde al
cliente, quien suficientemente asesorado por su abogado es el que decide entre iniciar un pleito (o
proseguir el iniciado) o legar a una transacción, pongamos por ejemplo. Pero una vez que el cliente ha
decidido en ese aspecto, corresponde al abogado realizar esa decisión con plena independencia
profesional.

En la mayor parte de los casos la intervención del cliente se limita a aportar sus propias
opiniones más o menos fundadas en sus conocimientos o experiencia. En estos supuestos no es fácil
establecer teóricamente y a priori el punto de equilibrio entre lo que puede ser una ayuda y lo que entra
en los límites de la intromisión. Es aconsejable no rechazar por sistema la opinión del cliente: conviene
sopesarla y no perder de vista que la profesión de abogado tiene mucho que ver con la realidad práctica,
cuyo conocimiento se funda ampliamente en la experiencia. Por esto el abogado debe despojarse de
toda soberbia intelectual y ejercer su profesión en la humildad, recordando que humildad es andar en
verdad.

De todos modos, las decisiones de orden profesional corresponden en definitiva al abogado.


Cuando se presentan disentimientos serios entre el abogado y el cliente, hay que recordar que tan libre
es el cliente para cambiar de abogado, como éste para rehusar el encargo de su cliente.

Hay un tercer modo de mediatización del abogado por el cliente. Se produce cuando éste, el
cliente, pretende establecer la estrategia jurídico-procesal de su asunto, proponiéndose la obtención de
un resultado beneficioso para él, pero injusto. En estos casos lo que se quiere obtener del abogado es, o
ampararse en su título, sin el cual no podría el cliente actuar legalmente (es decir, la habilitación
profesional obraría como cobertura de una maniobra torticera, pretendida generalmente a través del
procedimiento); o bien se busca la cooperación del profesional a la producción de un resultado injusto,
sirviéndose de los conocimientos técnico-legales indispensables para la realización de una estratagema
previamente trazada.

Conectamos todos estos problemas, para terminar, con el principio de justicia que debe
prescindir la actividad del abogado.

Ahora nos limitamos a subrayar que la pretensión de manipular al profesional atentando contra
su independencia, es inmoral y que el abogado debe resistir a esas maniobras, aunque su integridad le
suponga una pérdida económica.

La independencia del abogado: situaciones concretas

Vamos a examinar tres casos en los que el principio de independencia puede hallarse
comprometido. Estos casos son los del abogado-funcionario, el del abogado de empresa y el del
abogado-empleado.

Un gran número de puestos de la administración pública están servidos por funcionarios


titulados en derecho. No nos remitimos al caso de aquellos funcionarios que están personalmente en
posesión de dicho título universitario, ni a aquellos otros funcionarios que para acceder a la
administración necesitan ser licenciados en derecho. En todos esos casos el funcionario ejerce su
actividad en cuanto tal, con sujeción a las normas reglamentarias y deontológicas de su función;
actividad que en ningún caso cabe confundir con la del abogado. Indudablemente a ellos les afecta
también el principio de justicia, común a todas las actividades jurídicas, de forma que sus actuaciones,
aún bajo el principio de dependencia jerárquica han de ser justas, y ajustadas a Derecho. Esto, es decir,
su falta de independencia, no plantea problema.

La situación problemática respecto del principio de independencia se plantea para aquellos


otros funcionarios que constituyen cuerpos de letrados al servicio de la Administración y se encargan
de su defensa ante los tribunales. Estos abogados-funcionarios no pueden, en general y por propia
iniciativa, ni allanarse, ni desistir, ni apartarse de un pleito iniciado, ni rehusar la defensa del pelito, ni
seguir su propio criterio en la defensa, estando subordinados a la opinión del superior jerárquico. No es
fácil compaginar estos deberes funcionariales con la independencia del abogado en ejercicio de su
profesión.

Sin embargo, no podemos concluir genéricamente que la actividad de estos letrados sea
contraria a la deontología del abogado. Esta actividad está en principio justificada en un doble aspecto:
primeramente, porque los actos administrativos gozan de la presunción de legalidad e imparcialidad, lo
que hace desplazar la carga de la prueba en contrario a quien impugna el acto. Esta presunción es, a
nuestro juicio, cobertura deontológica bastante para la defensa del acto o de la administración que lo
acuerda, y no corresponde al letrado pronunciarse sobre la validez o licitud del acto (salvo vicio o
ilicitud manifiesta), sino al juez. En segundo lugar, y en cuanto al fondo mismo del asunto, aunque el
defensor de la Administración no tenga personalmente la convicción de que el acto sea justo, puede sin
embargo defenderlo frente a su impugnación, a condición de dar a sus argumentos el carácter de una
tesis de defensa propuesta a la decisión judicial, es decir, el de una tesis admisible en Derecho.

A pesar de todo, no es imposible que el letrado-funcionario defensor de la Administración se


encuentre en situaciones deontológicamente delicadas o comprometidas, ante las cuales tendría que
recurrir a un régimen de excusas o incompatibilidades, según lo que sus reglamentos corporativos le
permitan y, en último extremo, a la objeción de conciencia.

El caso del abogado de empresa está muy próximo al anterior. Nos referimos al abogado que
presta sus servicios profesionales incorporado al personal de la empresa de forma permanente,
mediante un contrato que puede ser laboral o de arrendamiento de servicios, variedades que para
nuestro propósito son irrelevantes. Alguien ha llamado a estos letrados abogados de un solo cliente.

Podemos distinguir dos grupos de actividades como propias del abogado de empresa: una
interna, de asesoramiento, y otra externa, de defensa ante los tribunales. Esta doble función tiene
repercusión en el ámbito deontológico.
En el primer caso, el principio de independencia tiene menor intensidad. En la actividad de
asesoramiento interno de la empresa, el abogado deberá atenerse a los principios éticos que adornan
cualquier asesoramiento, como son la rectitud, veracidad y ciencia. El problema más agudo que puede
plantearse en esta actividad es el de la cooperación al mal, que en este caso estaría representado por el
deseo empresarial de obtener un resultado- generalmente económico- injusto, aprovechándose y
abusando de los conocimientos jurídicos del abogado asesor.

En la otra actividad, la externa, es donde el principio de independencia puede estar más


comprometido para el abogado de empresa, que puede sentirse constreñido a actuar contra su propia
convicción ética. Esta independencia deber ser, ante todo, un logro del propio profesional, obtenido
mediante el prestigio y el respeto de que haya sabido adornarse frente a sus empleadores. Pero también
es fruto de la previsión reflejada en las cláusulas que el abogado haya suscrito con la empresa a la que
sirve. Conviene recordar que los reglamentos y normas colegiales prevén un contenido mínimo para
estos contratos, que no pueden quedar circunscriptos al ámbito de la retribución, sino que deben velar
por la dignidad y la independencia del abogado. Estos contratos están sujetos al visado por el Colegio,
momento en el que podrían introducirse las cláusulas conducentes a este resultado, si no estuviesen ya
previstas en el contrato que se presenta al visado.

Por último, debemos considerar los casos de los abogados empleados por otros compañeros en
sus bufetes. No nos referimos a los despachos colectivos, cada vez más frecuentes, donde varios
compañeros cooperan en el servicio a los clientes. En los despachos colectivos, cualesquieran que sean
las relaciones societarias entre sus miembros, los deberes deontológicos pesan individualmente sobre
cada abogado del despacho y más concretamente sobre aquel que lleva el asunto. Pero cuando en el
despacho de un abogado trabajan otros en régimen de dependencia, las obligaciones ético-
deontológicas son cargas del titular del bufete, sin perjuicio del deber ético general que pesa sobre los
abogados empleados.

Finalmente en el caso de la pasantía, todos los deberes éticos-deontológicos son cargas del
titular que patrocina al pasante, ya que adquiere un deber más, derivado de la tutoría profesional, cual
es el esmero en inculcar a su patrocinado los valores éticos y deontológicos de la profesión junto a los
conocimientos jurídicos-prácticos, como corresponde a la función magisterial asumida.

Ciencia y conciencia

Como principio deontológico general se formula el de obrar según ciencia y conciencia. Dos
conceptos aparecen unidos en el proverbio, ciencia y conciencia, los cuales se hallan en íntima relación.
¿A qué ciencia nos estamos refiriendo? Evidentemente y en primer lugar, a la ciencia propia de
la profesión, es decir, al conocimiento del Derecho, no solamente teórico, sino también práctico. Esta
ciencia, contra lo que superficialmente pudiera opinarse, no es un círculo cerrado en ningún caso.

Para el abogado la ciencia de su profesión está constituida básicamente por el saber jurídico.
Ante todo ese saber es conocimiento de la ley.

Hoy resulta problemático el conocimiento de la ley positiva, es decir, el conocimiento de las


leyes y demás normas de inferior rango vigente, aplicable a cualquier actividad. La fluidez de
situaciones sociales lleva a una proliferación de disposiciones legales, cuyo conjunto es difícil de
conocer. Esta dificultad no dispensa, sin embargo, de un conocimiento medio, sin el cual el abogado
debería abstenerse de actuar. El profesional puede servirse hoy de medios informáticos que facilitan su
labor, pero no le eximen del esfuerzo propio de un estudio para mantenerse al día.

La ciencia del abogado es, ante todo, ciencia jurídica comprensiva no solamente de la normativa
en vigor, sino también de su aplicación jurisprudencial y, más al fondo, es el conocimiento de la doctrina
y de los principios jurídicos-filosóficos en los que la doctrina se basa.

El abogado debe ser, además, un humanista. Su ciencia no es una colección de principios


abstractos y descarnados, sino aplicables a conflictos personales y concretos. De aquí viene al abogado
su vocación humanista. En el hombre confluyen todos los saberes y todos ellos, como todo lo humano,
conciernen al jurista, aunque no con la misma intensidad y profundidad en todos los casos.

En el conocimiento de las cosas divinas se colocaba todo el orden normativo. La norma jurídica
como la moral era sagrada. El mundo moderno ha separado radicalmente lo divino de lo humano. De
este lado de acá está la órbita normativa, abarcando moral y derecho, separados por una frontera
imprecisa y permeable, en la que los preceptos pasan de un lado al otro como por ósmosis. No se puede
separar netamente lo jurídico de lo moral: esto último es sustento y médula de lo primero.

El jurista moderno, como el cásico, debe interrogarse por la razón ética de la norma, sin la cual
el ordenamiento sería formal y vacío, sin virtud bastante para producir la justicia. Sin eticidad no hay
justicia. Por esto, cuando la eticidad es problemática aparece la inquietud jurídica.

El abogado-jurista debe adquirir el conocimiento de la ciencia que aplica. Hay dos clases de
conocimiento: el básico y el actualizado y concreto. El primero es inexcusable. Consiste en la
adquisición de los principios jurídicos indispensables para el desarrollo de la actividad profesional. Este
conocimiento no se puede improvisar. Su extensión es cada vez mayor, lo que impone al abogado un
deber generalizado de estudio y hace aconsejable la especialización.

Hay además un conocimiento concreto de las normas particulares y doctrina aplicables en cada
caso, que el abogado pondrá a punto en cada asunto en particular, mediante un estudio cuidadoso. Su
ética profesional le obliga a esa indagación, a esa fundamentación de la actuación concreta o de la
petición dirigida al órgano jurisdiccional. Es evidente que este conocimiento pormenorizado no es
exigible al inicio, pero si lo es el esfuerzo y estudio para llegar a él desde el momento en que se hace
cargo de un asunto.

Todo lo que antecede va englobado en el marco del obrar según ciencia. Pero el principio ético
exige más: obrar en conciencia.

La conciencia es el criterio próximo de moralidad: el que debe emplear en cada caso el abogado,
porque su actividad no puede ser meramente técnica, desligada del ideal de justicia.

La conciencia no es una mera opinión subjetiva sobre la moralidad del acto. Desgraciadamente
hoy tenemos la tendencia a admitir como lícita cualquier acción con tal de que provenga de una opinión
íntima del agente, desligada de cualquier referencia a una moral objetiva. Ciertamente en la convicción
subjetiva está el origen de la libertad personal, pero en sí misma, aquella convicción no es garantía de
acierto. Es verdad que a nadie le es lícito obrar contra su propia conciencia, pero el respeto a la propia
conciencia no libera a nadie del propio error, sino tan sólo de la culpa y subsiguiente responsabilidad, y
ello bajo determinadas condiciones que seguidamente exponemos.

Convendría recordar que los moralistas hacen varias clasificaciones de la conciencia, según los
estados en que pueda encontrarse: en razón del acto (conciencia antecedente y consecuente); en razón
de la conformidad con la ley moral (conciencia recta y errónea, conciencia escrupulosa, perpleja, laxa y
farisaica); en razón del asentimiento (conciencia cierta, probable y dudosa).

Las clasificaciones más importantes son las que distinguen entre conciencia verdadera y
errónea y entre conciencia cierta y dudosa.

Para que el acto sea lícito es preciso obrar con conciencia cierta y verdadera. El primer requisito
plantea el problema de que debe hacerse si no hay certeza. En este supuesto la moral exige al agente la
actividad necesaria para vencer la duda. Esta actividad es precedente al acto y consiste en el estudio y
reflexión necesarios de los principios que gobiernan la vida moral.

La moral nos dice que la moralidad de un acto, es decir, el discernimiento de si el acto es bueno
o malo, es consecuencia de tres criterios conjuntos: I) el objeto del acto; II) el fin subjetivo del acto;
III)las circunstancias que rodean al acto. En lo que queremos insistir ahora es en el deber deontológico
del abogado de dedicar el tiempo necesario al estudio y reflexión ética, para no hacerse responsable de
su error moral.

Cuando no se tiene conciencia cierta, sino que se duda sobre la moralidad del acto, a pesar de
haberse estudiado y consultado con personas o compañeros prudentes y expertos, hay que tomar una
decisión personal que puede apoyarse en principios y reglas generales éticas (y de derecho). Podemos
exponer, entre otras, las siguientes:

- En caso de duda es más seguro abstenerse. Lo contrario podría ser imprudente. Como por
ejemplo clásico está el caso del cazador que viendo un movimiento entre las matas, ante la duda
de que sea o no una pieza de caza, se abstiene de disparar.
- La ley dudosa no obliga. La libertad del hombre es un derecho fundamental cuya existencia se
supone.
- In dubio pro reo, principio moral por el que se prima el estado de inocencia sobre la culpabilidad,
estableciéndose una presunción a favor de la primera.

La conciencia no es suficiente, ya que puede darse el caso nada infrecuente, de que esa conciencia
cierta sea errónea. Tenemos que preguntarnos, pues, cuando podemos reputar que la conciencia es
verdadera. La respuesta es aparentemente fácil: la cualidad de verdadera se da en razón de la
conformidad de la conciencia con la ley moral. Esto supone que existen principios morales o éticos
objetivos, iguales para todos los hombres. Y así es, estos principios existen y más que variar con el
tiempo, adaptándose a nuevas normas sociales o culturales, lo que ocurre es que surgen situaciones y
conflictos nuevos para los que hay que buscar directrices éticas nuevas obtenidas de los principios
vigentes desde siempre.

Y aquí, en este concreto punto es donde aparece con mayor vigor el rol de la conciencia como
sindéresis o juicio propio que guía la acción humana. Es cierto que la conciencia, en este supuesto, es
libre y no admite imposición externa alguna sin degradarla. Los dictados de la conciencia son, en estos
casos, obligatorios, como indica el antiguo axioma de que nadie le es lícito obrar contra su propia
conciencia. Pero siempre a condición de haber cumplido con los requisitos antes apuntados.

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