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Mentalización y metáfora, reconocimiento y dolor: formas

de transformación en el espacio reflexivo


Autor: Seligman, Stephen

Palabras clave

Autorreflexion, Dolor psiquico, Intersubjetividad secundaria, Involucracion correctiva,


Mentalización, Metafora central, Protorreflexion, subjetividad.

"Mentalization and metaphor, acknowledgement and grief: Forms of transformation in the reflective
space" fue publicado originariamente en Psychoanalytic Dialogues, 17 (3): 321-344 (2007)

Traducción: Marta González Baz


Revisión: Raquel Morató

Este artículo ilustra la aplicación clínica de la teorización actual sobre mentalización y


funcionamiento reflexivo y muestra cómo puede actuar sinérgicamente con conceptos
analíticos establecidos. El artículo presenta un caso, el de una paciente de mediana edad
con una historia moderada pero significativa de trauma y que presenta dinámicas
narcisistas/borderline y masoquistas. Sin embargo, al contrario que ciertas aplicaciones de
los nuevos conceptos, este artículo no focaliza la presentación del caso en torno a ellos
sino que, en cambio, muestra cómo numerosos procesos contribuyen al desarrollo de la
mentalización. Estos procesos incluyen la involucración correctiva en repeticiones puestas
en acto del maltrato de la paciente, el desarrollo de una metáfora central que permita la
protorreflexión y jugar con afectos dolorosos, y un proceso de duelo precipitado por la
muerte de un miembro de la familia con quien ella mantiene un apego ambivalente. En el
transcurso de la presentación, entonces, se aplican diversos conceptos psicoanalíticos,
tales como el que el artículo trabaja como una síntesis de la teoría de la mentalización con
dichos conceptos. Concretamente, se rastrea la dinámica transferencia-
contratransferencia, se describen las identificaciones proyectivas y los procesos de
contención, las interacciones e interpretaciones que dan lugar al cambio progresivo y se
observan y analizan las fantasías, conflictos y relaciones objetales internas. Dicha
aplicación directa y clínica detallada del concepto también lo hace más vívido, lúcido y
cercano a la experiencia.

Los desarrollos emergentes en la investigación sobre el apego están


contribuyendo a la comprensión psicoanalítica del desarrollo y la psicopatología,
aumentándolas. Recientemente, esta sinergia se ha acelerado, puesto que el
concepto de “mentalización” ha generado un amplio e intenso interés (Coates,
1998; Seligman, 1999a, 2000; Chused, 2000; Main y Hesse, 2000; Slade, 2000;
Fonagy y col., 2000, entre otros). En este artículo, propongo iluminar y elaborar
este término mediante su aplicación a un caso clínico, que se presenta tras una
breve revisión del concepto.

Sin embargo, en este artículo no focalizo la presentación del caso en torno al


concepto de mentalización, sino que describo en cambio una variedad de
procesos de cambio que tienen lugar dentro de la relación analítica, que puede
considerarse que contribuyen a la emergencia del funcionamiento reflexivo. Estos
procesos incluyen la involucración correctiva en repeticiones puesta en acto del
maltrato pasado de la paciente, el desarrollo de una metáfora central que permita
la protorreflexión y jugar con afectos dolorosos, y un proceso de duelo precipitado
por la muerte de un miembro de la familia con quien ella mantiene un apego
ambivalente: se rastrean las dinámicas de transferencia-contratransferencia, se
describen las identificaciones proyectivas y los procesos de contención, las
interacciones constructivas y las interpretaciones dan lugar al cambio progresivo y
se observan y analizan las fantasías, conflictos y relaciones objetales internas. En
general, este enfoque integrador es un esfuerzo por convertir los nuevos
conceptos en parte del vocabulario del analista en lugar de reemplazos del
mismo.

Con este énfasis en mente, mi principal uso de la teoría de la mentalización al


aproximarme al caso será un uso retrospectivo. Aunque a veces fuera influyente,
el marco de la mentalización no fue decisivo para modelar las decisiones técnicas
en el caso. Generalmente, mis intervenciones combinaban una mezcla de varias
teorías clínicas psicoanalíticas por una parte y una sensibilidad más o menos
disciplinada bajo las diversas presiones de la transferencia y otros elementos del
proceso analítico continuado por la otra. Presento el avance y retroceso del
proceso analítico, rastreando los cambios en el estilo psicológico de la paciente y
en sus relaciones en desarrollo. Lo que emergió fue una mezcla de interpretación
tradicional, incluyendo de la transferencia, del pasado, y de las relaciones extra-
analíticas de la paciente; elaborar las puestas en acto de la transferencia-
contratransferencia; la regulación afectiva; (como he dicho) una metáfora concreta
que facilitara una transición a un funcionamiento más directo y mentalizado; el
dolor y el duelo desencadenados por la muerte del familiar directo de la paciente; y
los impactos progresivos de los acontecimientos vitales que tenían lugar mientras
tanto. El papel más importante del modelo de “mentalización” en el informe clínico
es proveer una serie de puntos de contacto retrospectivos para seguir el progreso
analítico, que a su vez deberían aclararlo así como a sus implicaciones clínicas.

La mentalización como una piedra angular en el desarrollo del niño y el


psicoanálisis clínico

La mentalización se refiere a una capacidad mental emergente, alcanzada en un


proceso crucial dentro del desarrollo donde el niño llega a entender que su
experiencia inmediata, “objetiva” como puede parecer, es una
experiencia personal, que puede ser distinta de la de otras personas. El niño que
mentaliza tiene, así, sentido de su subjetividad, una “teoría de las mentes”,
incluyendo una teoría de otras mentes, todo lo cual implica que su experiencia
subjetiva es dependiente de su estado mental así como todo lo que sucede en la
realidad externa. Esta capacidad implica numerosas distinciones: entre la mente
propia y la de los otros, entre las intenciones y los efectos, y la capacidad de
imaginar que la experiencia propia de una “realidad” externa puede ser una entre
otras muchas. El niño está llegando a saber que tiene una mente propia, en un
mundo propio que incluye a otras personas que tienen otras mentes y que ven el
mismo mundo que él pero desde una perspectiva diferente. Junto con el término
mentalización, otras conceptualizaciones relacionadas se han referido a la
metacognición (Main y Hesse, 2000) y al funcionamiento reflexivo (Fonagy, 2000;
Fonagy y col., 2002; Slade, 2000).

Un factor clave aquí es que todos estos importantes sentidos de que existe una
“realidad objetiva” y otras mentes que coexisten en esa realidad se constituyen en
las relaciones en lugar de ser descubiertos. Existen dos experiencias evolutivas
correlacionadas: el niño se ve a través de los ojos (y la mente) de alguien que se
ocupa de él) y al mismo tiempo ve que esa persona tiene una visión de su mente
(la del niño) que no coincide con el sentimiento de sí mismo que él tiene desde su
interior. Junto con esto, puede prestar atención a otros objetos con esos
cuidadores, llegando a la compleja experiencia de que el mismo objeto es visto por
él y por los otros desde un punto de vista más o menos diferente (Trevarthen,
1980; Stern, 1985; Seligman, 1999a; Fonagy y col., 2002). Cuando el niño puede
aplicar esta capacidad de adoptar múltiples perspectivas sobre su propia mente,
puede captar cómo su experiencia interna podría ser distinta de lo que otras
personas ven cuando lo miran a él. Este es el núcleo de los principios
organizadores fundamentales que comprende la mentalización: la teoría de las
mentes y la dialéctica entre objetividad y subjetividad[1].

Cuando la mentalización no está consolidada, el niño en desarrollo se queda


encallado en estados mentales limitados y difíciles de manejar (Fonagy y Target,
1996). No se puede confiar en los otros, puesto que no se ven como separados;
están protegidos de cualquier vicisitud psíquica que pueda perturbar la mente
interna, porque las ansiedades internas y la destructividad se renuevan en sus
representaciones. Para constituir tales organizaciones psíquicas, las proyecciones
son tanto indispensables como peligrosas: puesto que las perspectivas internas y
externas no están bien diferenciadas, tales proyecciones son particularmente
problemáticas porque se toman como equivalentes de la realidad objetiva; pero no
pueden ser evitadas puesto que el límite entre las mentes está muy poco claro.
Así los pacientes con déficit de mentalización pueden ser propensos a la
idealización patológica, a proyecciones paranoides de malignidades internas, y a
oscilaciones entre ambas. Todo esto conduce a la impresión tan extendida de que
estos déficits están implicados en mucha de la patología del carácter (Clarkin,
Kernberg & Yeomans, 1999; Diamond y col., 1999, entre otros). En concreto,
existe evidencia empírica suficiente de correlaciones muy significativas entre
déficits en la mentalización y trastorno de la personalidad borderline (Fonagy,
2000).

Se explica así el vínculo crucial entre ser comprendido y el sentimiento de


coherencia y seguridad. Pensar reflexivamente y obtener significados que tengan
sentido es un aspecto crucial de sentirse seguro en el mundo. Cuando esos
desarrollos se ven perjudicados, es probable que a ello le siga una psicopatología
básica. (En un hallazgo relacionado, Main y sus colegas [2000] han mostrado que
los adultos que han desarrollado la capacidad de reflexionar sobre su experiencia
son psicológicamente más seguros que aquellos que no lo han hecho, aun cuando
sus experiencias reales sean más traumáticas. Estos hallazgos ofrecen un apoyo
básico al valor terapéutico de la exploración psicoanalítica).

A pesar del amplio interés en esta innovadora conceptualización, sin embargo,


sigue habiendo mucha incertidumbre al respecto entre los analistas,
especialmente acerca de su aplicación directa al análisis clínico (aunque se hayan
hecho numerosos e importantes esfuerzos por aclarar esto, incluyendo a
Diamond, 1999; Diamond y Blatt, 1999; Chused, 2000; Seligman, 2000; Slade,
2000; Weinberg, 2006).

Este artículo ilustra las teorías emergentes acerca de la mentalización y el


funcionamiento reflexivo, presentando el tratamiento analítico de una mujer con
una historia traumática crónica y tendencias de carácter masoquistas-narcisistas.
Al mismo tiempo, presenta estas teorías con la complejidad que inevitablemente
emerge en el forcejeo del tratamiento analítico y las vincula con otras teorías e
intuiciones a las que el analista recurre en su trabajo clínico cotidiano.

La paciente de este caso comenzó con un estado no mentalizado, caracterizado


por identificación proyectiva, equivalencia psíquica, teleología y un repertorio
conductual y emocional bastante limitado. Según progresaba el caso, desarrolló
una organización psicológica más fluida capaz de observar las motivaciones de los
otros y de imaginar sus estados mentales, teniéndolos en cuenta con mayor
flexibilidad y con una gama de afectos más amplia y más adecuada al contexto.

Puede pensarse que esta evolución general converge en el desarrollo de la


mentalización y en sentimientos en desarrollo de la subjetividad/intersubjetividad.
Los marcadores de estos desarrollos incluían que la paciente se hiciera más
autorreflexiva, más consciente de la diferencia entre su realidad psíquica y la
realidad externa en general, y al mismo tiempo capaz de concebir la distinción
entre su propia vida mental y las experiencias de los otros. Se hizo más flexible,
empática y menos forzada por su pasado y las rigideces psicológicas relacionadas
con él. Su gama emocional se amplió y su experiencia práctica se hizo más
variada y placentera. De modo similar, la transferencia se hizo menos rígida y más
abierta a la interpretación, y la paciente fue más capaz de obtener beneficios de
los aspectos de la situación analítica que eran directamente de ayuda. Según todo
esto evolucionaba, el analista se sintió más libre y más disponible.

Ilustración clínica

Harriet J, administradora en una agencia de niños con trastornos emocionales,


estaba en los cincuenta cuando vino por primera vez. Era agradable en su
comportamiento y apariencia; sentí que era “una buena persona”. Un poco
anodina, parecía suficientemente alegre y expresiva, interesada pero aprensiva.
Consultó a un par de analistas y yo me alegré de que me eligiera. Estuvimos de
acuerdo en encontrarnos dos veces por semana.
La Sra. J se había desencantado con un analista al que había visto durante varios
meses. Sentía que era frío e insensible. Yo me mostré receptivo, pero la
presentación que Harriet hacía de sí misma como maltratada parecía exagerada.
Podía referirse a sus experiencias internas de frustración y a sus fuertes y
románticos deseos de estar cerca de él, e incluso apreciaba sus convincentes
razones técnicas para ser restrictivo, pero esto era una conciencia sin reflexión.
Todo lo que sabía sobre sí misma estaba desconectado e invalidado por tener un
interés personal.

Esto indicaba un dilema común en ciertos pacientes: algo parecía correcto en la


explicación que Harriet daba sobre su analista al mismo tiempo que sus
respuestas estaban motivadas por sus propias rigideces internas. Conseguí
contenerme de poner en acto dos tentaciones idénticas -la de unirme a ella en
culpar al analista y la de tomar el sentimiento subyacente de queja- y las cosas
fueron bien durante un tiempo. La Sra. J había tenido un matrimonio sumiso con
un hombre que resultó ser drogadicto y había muerto de una enfermedad
relacionada con las drogas. Casi nadie había apreciado lo devastador que esto
había sido para Harriet, aun cuando el matrimonio había terminado hacía una
década. Me dijo que el que yo comprendiese esto le parecía muy conmovedor y
de gran ayuda.

Enganchándose: una atadura transferencial-contratransferencial

Cuando Harriet regresó de unas vacaciones, le sorprendió ver que le había


facturado la semana que no había estado, aunque yo creía que le había explicado
que éste era un acuerdo normal en mi práctica. Se sintió dolida y enfadada: en
realidad, insistió en que yo estaba traicionando nuestro propósito declarado de
ayudarla a disfrutar de la vida, porque le estaba recordando que tenía que
ponerme en primer lugar incluso después de que había sido capaz de “regalarse”
este viaje especial. Me acusó de pasar por alto su diligencia y su preocupación por
nuestro trabajo juntos. Estuve de acuerdo en que el hecho de facturarle le podía
haber parecido unilateral. Pero reconocí que era un modo de trabajar que
funcionaba mejor que cualquiera de las alternativas, y sostuve que en absoluto era
una cuestión de denigrar su involucración con el tratamiento. Esto, no obstante,
sólo sirvió para intensificar su enfado, y se hizo más dura y parcial en su crítica
hacia mí.

Intenté distintas respuestas, incluyendo intentar explicarme mejor e intentar


confrontar, con delicadeza, pensé, la dificultad de la Sra. J para ver que yo podía
tener mis propias condiciones sin que ello reflejase mi actitud hacia ella. En
ocasiones, aunque yo simpatizaba con el sentimiento de Harriet de ser maltratada,
intenté añadir que la fuerza de su reacción podía tener su origen en su propia
historia y psicología. Había estado escuchando su sentimiento de agravio hacia
varios amigos, y le sugerí que aquí debía haber un patrón del que podíamos
aprender algo.
Pero esto sólo sirvió para aumentar la ansiedad y hostilidad de la Sra. J, junto con
una faceta bastante rígida y beligerante de sí misma. En retrospectiva, veo que
estos ataques me hicieron sentir muy presionado, molesto y culpable, y me volví
bastante torpe. Además, mis esfuerzos por ayudarla a ver que sus reacciones
podrían reflejar su propia experiencia del pasado pasaron por alto lo difícil que le
resultaba ver más realidades que las impulsadas por sus fuertes emociones. A
pesar de haber escrito sobre los peligros de la interpretación prematura (Seligman,
1999b, 2000), fui demasiado insistente en dar esta puntada. No es de extrañar que
esto endureciera e intensificara su sentimiento de que yo estaba siguiendo mi
propia agenda, puesto que sentía que yo hacía que siguiera hablando de su mala
experiencia conmigo cuando ella quería “avanzar”. Estaba llamando la atención
sobre mí mismo e insistiendo en ser protagonista en lugar de ayudarla a sentirse
mejor.

En esta atmósfera, mis interpretaciones sirvieron como una forma de


autoprotección reflexiva para mí frente a una irritación persistente y
desconcertante. Me volví más malhumorado y negativo de lo que generalmente
soy con los pacientes: º sentí como si Harriet estuviera encerrándome,
impidiéndome ser el analista que yo quiero ser. Me sentí mal definido y poco
reconocido, no tanto por sentirme criticado como porque no podía reconocerme en
la versión más bien desagradable que ella estaba dando, por mucho que lo
intentase. Me quedé, por tanto, con el dilema tan común de si acceder a
proyecciones que sentía incorrectas o refutarlas de un modo que me convirtiese
en un extraño y dejando a alguien a quien había intentado ayudar varada con su
propia indefensión y enfado desesperado. En realidad, Harriet se sentía de modo
muy parecido.

Implicaciones técnicas de las conceptualizaciones sobre fallas en la


mentalización, trauma y proyección

Hay muchas perspectivas que podríamos relacionar con esta situación: es el tipo
de identificación proyectiva y puesta en acto mutua que resulta tan común,
especialmente con pacientes a quien terminamos por llamar sadomasoquistas,
borderline y narcisistas. El analista se ve atrapado entre identificarse con una u
otra faceta de la díada controlado-controlador, abusador-abusado que constituye
las relaciones de objeto del paciente. Me parece claro, otra vez en retrospectiva,
que Harriet estaba provocando en mí su propio sentimiento de ser atropellada,
minimizada, injuriada y rechazada que le recordaba sus propias experiencias
traumáticas, presentes y pasadas. Ahora creo que yo estaba volviendo a poner en
acto estos patrones relacionales en una medida mayor de la que me daba cuenta
en aquel momento.

Antes de describir la evolución posterior del caso, quiero reiterar y elaborar cuatro
puntos concretos que éste ilustra, que quedan aclarados tomando el pensamiento
emergente sobre mentalización junto con hebras más establecidas en la tradición
y la literatura analíticas: la compulsión a proyectar; la emergencia de la
transferencia como un estado mental sin funcionamiento reflexivo; los peligros de
la interpretación prematura; y la presión –y tal vez el requisito- de que el analista
se involucre en puestas en acto repetitivas en la transferencia-contratransfrencia,
que, en su mayor parte, a menudo vuelven a evocar algunas de las experiencias
traumáticas del paciente (si no del analista). Puesto que ya he discutido este
último tema, elaboraré brevemente los otros tres.

La prominencia de la proyección y la falta de una teoría de otras mentes . En


conjunto, Harriet no podía permitir que yo tuviera necesidades y requisitos propios,
insistiendo en la realidad perentoria de su idea de que yo era punitivo y no la
consideraba digna. En cuanto a la parte de su mente que importaba, yo
simplemente era alguien que la estaba juzgando y castigándola. No había otra
realidad posible. Aunque la Sra. J podía ser una persona bastante inteligente y
considerada, su posición aquí era bastante cerrada e impermeable a la nueva
información. No podía “jugar con la realidad” y en cambio estaba varada en un
estado de equivalencia psíquica concreta, tan asediada como sola (Fonagy y
Target, 1996).

La transferencia y la ausencia de funcionamiento reflexivo. Paralizada por los


poderosos afectos no mentalizados de miedo, anhelo y peligro, Harriet no podía
hacer uso de los procedimientos mentales cotidianos para corregir las
“percepciones erróneas”. Bajo tales condiciones, los pacientes toman su
experiencia subjetiva como si fuera totalmente “real”, la historia completa, sin
pensamiento reflexivo: no importa qué información pueda tener el paciente acerca
de la fiabilidad del analista, su honestidad, preocupación por él, etc., la absorbente
realidad de la experiencia subjetiva invalida cualquier otra cosa que la paciente
pueda “saber”. De modo que no importa lo que Harriet supiera sobre mis buenas
intenciones –aun cuando sintiera, como lo hacía, que yo era una persona que la
cuidaba- no podía pensar en mí como teniendo más que motivos crueles cuando
llegó la factura, y esto dominaba su experiencia. La teoría de otras mentes no se
aplicaba más. Esta transferencia se caracterizaba, entonces, por
una discapacidad para el funcionamiento reflexivo, para la mentalización y para el
sentido de realidad. Pensando en la ausencia de objetividad como un aspecto de
un estado psíquico, en lugar de cómo una capacidad para la exactitud, podemos
diferenciar mejor la transferencia como una variante metacognitiva de sus otras
condiciones: la transferencia como distorsión, como deseo, como posibilidad
evolutiva, etc.

Para Harriet, sólo podía existir un sistema de representación interna con carga
afectiva –sólo una “realidad emocional”- en un momento dado, y la otra tenía que
ser proyectada con enorme fuerza y certeza. Aunque aparentemente era una
persona considerada y responsable, carecía de una verdadera teoría de la mente
en aquellas áreas en que se veían implicados afectos fuertes, relacionados con el
self. Era o ella o “ellos”. Con Harriet, éste era un patrón ubicuo: podía regalarme
historias sobre amigos que la maltrataban, denunciarlos mientras profesaba estar
indefensa para hacer cualquier cambio. No podía soportar ser consciente de su
dependencia de estos amigos, como personas cuya compañía necesitaba mucho
y como objetos necesarios para la protección de sus propios objetos
persecutorios, sin los cuales ella habría tenido que afrontar sus propias
necesidades y temores de ser humillada y perder el control. Este patrón se repetía
en la transferencia.

Interpretación prematura, “resistencias narcisistas” y la ruptura de la


metacognición: los dilemas de la interacción entre identificaciones
proyectivas no reflexivas. Todo esto ilustra también ciertas reacciones doloridas
y enfadadas ante intervenciones aparentemente perspicaces, lo que normalmente
consideramos como “resistencia”. Las personas que carecen de funcionamiento
reflexivo no pueden conceptualizar ninguna explicación alternativa de sus
realidades subjetivas (en realidad reificadas). Es más, cualquier sugerencia de que
podría haber alternativas puede ser vivida como un abandono, puesto que
perturba la suposición implícita de que todos ven el mundo del mismo modo.
Incluso las interpretaciones “correctas” y hechas con tacto en tales situaciones
pueden dar lugar a reacciones agresivas autoprotectoras intensificadas a pesar
de su aparente exactitud. La resistencia es a la otredad del analista tanto como al
contenido de la interpretación.

Además, la confrontación implícita a muchas de las interpretaciones analíticas


también puede ser tomada como una acusación de que el paciente está “loco” o,
al menos, tiene un juicio defectuoso sobre lo que es real. En este sentido, como en
otros, el sentido emergente de amenaza amplifica y es amplificado por objetos
persecutorios internos, y puede sobrevenir un círculo vicioso. Las identificaciones
proyectivas y otras maniobras a menudo externalizan las fantasías persecutorias,
que pueden ser, a su vez, amplificadas por las acciones pertinentes, si bien
potencialmente destructivas, del analista. Además, también se movilizan otras
angustias en torno a la exposición de estados subyacentes de desintegración o de
pérdida de la realidad.

En general, bajo tales condiciones psíquicas, confiar en uno mismo o en cualquier


otro es difícil, porque no existe el sentimiento de que las cosas persistan más allá
del momento y no existe un sentimiento fiable de que la realidad psíquica sea sólo
eso, lo que hace especialmente problemáticos los malos sentimientos. Bajo la
meta-suposición de que las fantasías y los sentimientos son tan reales como lo
son las otras personas, las experiencias dolorosas no pueden concebirse como
algo sólo en la mente; son hiperreales y no pueden ser contenidas como
experiencia subjetiva. (En realidad, esta categoría no existe). Así, como han
apuntado muchos analistas, tienen que ser reubicadas en el exterior y la escisión y
la proyección son necesarias para preservar el equilibrio psíquico frente a afectos
y fantasías abrumadores. Dichas proyecciones bien pueden reforzar los estados
paranoides, puesto que el mundo exterior parece altamente peligroso. Al mismo
tiempo, puesto que siente que se la deja con sus sentimientos de dependencia, la
paciente puede percibirse como especialmente vulnerable al poder del analista,
porque necesita su ayuda. La paciente también necesita la relación con el analista
para ofrecer un objeto para los peligros psíquicos proyectados, tales como el
abandono, la traición y el ataque, todos los cuales están presentes en el caso de
Harriet. Así, puede darse un círculo vicioso en el que el apego intensifica el
sentimiento de temor y peligro, el cual intensifica los sentimientos de dependencia,
etc. Con pacientes que han sido traumatizados, especialmente con aquellos con
apegos desorganizados, existe ya una predisposición a vincular el apego y el
miedo insoluble (Hesse y Main, 2000). En general, es probable que la constelación
emergente constituya una amenaza a la repetición del trauma. Este era el caso de
Harriet.

Obstáculos y progreso con la Sra. J

Con todo esto en mente, ahora puedo decir que al principio estaba demasiado
atento al contenido de las proyecciones de Harriet en lugar de atender al peligro
de que considerase visiones alternativas de la realidad. Estaba bajo tal coacción
psíquica que estos comentarios interpretativos intensificaban el temor a que su
sentido de la realidad estuviera siendo minado por un cuidador punitivo pero
necesario, del que no podía liberarse. Esta dinámica a menudo ralentiza el
progreso terapéutico en pacientes con serios problemas caracterológicos que no
han desarrollado la capacidad de reflexionar sobre su propia realidad interna como
otra distinta de la del resto del mundo.

En tales situaciones, no deberían ser descuidadas las fuentes autoprotectoras,


autopunitivas y temerosas de las respuestas disruptivas, de ira y de retirada: sin
metacognición, la vida es psíquicamente arriesgada. A menudo, puede ser útil
comprender cómo las reacciones de la paciente tienen sentido desde
su perspectiva, junto con el reconocimiento de que cada uno de nosotros tiene un
punto de vista diferente, cada uno de los cuales tiene su mérito. Esto puede tener
el efecto de introducir la posibilidad de que existan dos mentes en la sala, aunque
sólo sea a un nivel más concreto y vacilante. También, los cambios dentro y fuera
de la regulación del afecto, la mentalización y el funcionamiento reflexivo deberían
ser cuidadosamente rastreados por el terapeuta y apuntados para el paciente
cuando fueran útiles.

Acorde con esto, a Harriet le ayudó cuando le comuniqué que cada vez entendía
más que mis interpretaciones sobre el “contenido” de la transferencia estaban
desafiando su frágil sentido de la autoridad de su propio pensamiento. Podía decir,
por ejemplo, que podía entender que ella pudiera sentir que lo que le decía era
que mi visión de las cosas era mejor que la suya y que la dejaba con la elección
imposible de tener que aceptar algo que le parecía incorrecto o abandonar una
terapia que significaba mucho para ella. Los comentarios de tipo interpretación
serán útiles, si acaso, cuando la paciente comience a cambiar de la concretización
a la mentalización. Es aconsejable que los terapeutas rastreen los flujos y reflujos
momento a momento de tales cambios.

En situaciones como éstas, es útil la máxima de Pine (1985) sobre golpear cuando
el hierro está frío. (Cuando el hierro está caliente, es decir, cuando la transferencia
es más plenamente comprometida y los afectos son intensos y saturados, las
formulaciones interpretativas del analista siguen siendo útiles, pero principalmente
para su pensamiento no revelado. Puesto que la contratransferencia, en estas
situaciones, a menudo supone una presión y un desafío, estos pensamientos
pueden proveer un antídoto regulador para nuestros propios pensamientos de
indefensión, frustración, rabia, soledad y culpa, si no se abusa de ellos para
nuestro propio beneficio).

Aun así, a pesar de los ligeros beneficios que emergieron de mi cambio en el ritmo
de las interpretaciones, no deshicieron el nudo. Llegué a sentir, con reticencia, que
tendría que hacer lo que me parecía una concesión para proteger la perspectiva
de una alianza terapéutica continuada. Le propuse que de momento no le cobraría
las cancelaciones avisadas con suficiente antelación y que podíamos revisar este
asunto en el futuro si nos parecía oportuno. El sentimiento de concesión no era
acerca de mi autoridad ni de mi bolsillo sino porque sentía que estaba actuando en
respuesta a la presión para cumplir con la proyección de que había hecho algo
codicioso que debía ser reparado en lugar de porque sintiera que era lo correcto.
He llegado a darme cuenta, a veces lamentablemente, de que estos temas bien
puede haberse elaborado en las acciones en lugar de en la reflexión, en estos
estadios de tales casos; esto puede ser, de hecho, inevitable y también útil en
ocasiones.

Según todo esto avanzaba, las cosas se suavizaron en cierto modo. Aunque
seguía ofendida, Harriet comenzó a recordar lo ignorada que se había sentido
cuando era pequeña. La madre de Harriet se casó con su padre después de que
la primera esposa de éste falleciera dejándole a su cargo a un niño de tres años.
Aunque el noviazgo fue romántico, las cosas cambiaron dramáticamente tras el
matrimonio. Para cuando Harriet nació, su madre se veía privada de los placeres
anteriores y el romance dio lugar a la depresión del trabajo rutinario. El hermano
estaba siempre metiéndose en líos y luego persiguiendo a Harriet, pero sus
súplicas de ayuda eran ignoradas. No se reconocían sus propios deseos y
talentos, y raramente se le permitía sentir que sus propias percepciones y
sentimientos importaran. Cuando llegaba a casa con un buen boletín de
calificaciones, por ejemplo, su hermano se burlaba de ella frente a los amigos y la
familia, comentando despectivamente que “a ella le gustaba el colegio”. Nadie la
protegía. Cualquier resto de orgullo fue aplastado y se convirtió en una “niña
buena” sumisa que se borraba a sí misma, sin voz propia, retirándose a una
obediencia aturdida.

Emergió mordazmente un recuerdo muy vívido, incluso sangriento. Un día, Harriet


llegó a casa y vio a su querido gato agonizando en la calle tras haber sido
atropellado por un coche. La horrible imagen de su cuerpo aún latente permanece
fijada en su mente. Sin embargo, incluso mientras permanecía de pie mirándolo,
fue disuadida de decir nada. Posteriormente, no se le dio nunca la oportunidad de
llorarlo ni de hablar de lo que había sucedido, incluyendo su incipiente sospecha
de que su hermano había puesto al animal en la calle. Poco a poco apreciamos
cómo la Sra. J se había sentido completa, incluso brutalmente, pasada por alto en
el pasado, al igual que en la transferencia. Esto la llevó a detener el insight sobre
cómo sentía que tenía que dramatizar su sufrimiento como el único medio para
justificar sus deseos y percepciones, puesto que, de otro modo, creía que ni su
pensamiento ni su enfado podrían justificarse. También, lentamente, pensó en
cómo funcionaban juntos su dura autocrítica, su crítica hacia los otros, y sus
sentimientos de deprivación. La queja de gran volumen y el agravio afilado eran la
única forma en la que podía imaginar ser escuchada.

Aquí, Harriet comenzaba a ser más consciente de sus propios motivos, incluyendo
los implicados en su estilo de carácter compensatorio y defensivo. Esto actuó
sinérgicamente con la reconstrucción histórica. Llegar a ver las experiencias
propias como tener una historia, con patrones y continuidades a lo largo del
tiempo, es un paso en el desarrollo del sentimiento de subjetividad de una
persona. Reflexionar sobre la propia mente como distinta de la realidad “objetiva”
es un aspecto central para sentirse una persona separada, con una mente propia
(ver, p. ej. Stern, 1985; Britton, 1992; Caper, 1997; Coates, 1998; Seligman,
1999a, 1999b, 2000; Fonagy, 2000; Slade, 2000; Fonagy y col., 2002).

El siguiente detalle, aparentemente poco importante, muestra la emergencia de


capacidades que son cruciales para la mentalización (así como para la “posición
depresiva” kleiniana) -el sentimiento de que los fenómenos mentales no son los
mismos que las realidades externas, el reconocimiento de que los hechos pueden
tener más peso que las proyecciones, y similares: la Sra. J había llamado para
aceptar la invitación a una fiesta de un viejo amigo que recientemente había
enfermado. Le pidió al amigo que la llamara de vuelta. Cuando no se le devolvió la
llamada a la brevedad, la Sra. J se ofendió, imaginando que su amigo se estaba
vengando porque se sentía desairado por ella antes de la enfermedad, aun
cuando sabía que éste estaba preocupado por la misma). Entonces dijo: “lo creo y
no lo creo”. La declaración de la duda autorreflexiva de Harriet sobre una
proyección (apoyada por una poderosa emoción) a la que había estado tratando
como a un hecho ilustra la emergencia de la capacidad de mentalización o, en
términos de Britton (1999), una capacidad para distinguir entre creencias y
hechos.

Metáfora, comunicación y metacognición

Volvamos ahora al flujo posterior del caso para ilustrar otro aspecto de esta
emergencia del sentimiento de subjetividad e intersubjetividad en la Sra. J., esta
vez en un proceso transitorio sostenido por la emergencia fortuita de una metáfora
que nos ayudó a ver los usos de su sufrimiento.

Harriet vino a una sesión con una biografía de Juana de Arco. Cuando me di
cuenta, me dijo que lo había cogido inmediatamente cuando lo vio en la librería,
puesto que había elegido a Juana como su santa cuando se confirmó siendo
adolescente, consciente de que era algo poco convencional, aunque sin un
sentimiento explícito de la resonancia de su propio sufrimiento con el de su
heroína. Ahora estaba bastante afectada por esto. En aquel momento, sin
embargo, nadie de su familia había mostrado el menor interés en su originalidad ni
en su autoexpresión. Ahora recordaba entre lágrimas lo aplastantemente
decepcionada que se sintió.
Me intrigó todo esto, ver cómo la historia de Santa Juana captaba los importantes
temas del sufrimiento heroico y redentor que eran tan importantes para Harriet,
junto con el destino de una mujer pura y no entendida que fue traicionada por un
hombre poderoso, aquí el Rey de Francia, que primero la apoyó y luego la
abandonó (al igual que, según le pareció a ella, yo había hecho). Cuando
comenzamos a hablar sobre cómo el sufrimiento era una parte de su identidad,
también le hice saber que pensaba que su elección de Juana debe haber
expresado su propio sentimiento de decencia y creatividad. Sentí esto
espontáneamente, y fue conmovedor para los dos el que lo
dijera.

Esto nos ayudó a hablar sobre su experiencia de un modo que, para mejor o para
peor, sorteaba algunas de las responsabilidades que Harriet asociaba con la
atención analítica usual y en cambio tenía mucho el sentimiento de que hablaba
desde dentro de sí misma, con su propia voz. Además, la proyección de Harriet de
su autorrepresentación en la historia de Santa Juana me dio un modo de
comunicarle mi respeto por su lucha y mi apreciación por su sufrimiento de un
modo desplazado y afirmativo que tocaba sus anhelos pero no la abrumaba ni
exacerbaba su predisposición a sentirse patronizada. Todo esto estuvo a cierta
distancia del ciclo de idealización y desilusión que había prevalecido en la
transferencia. Además, aquí fue útil mi atención a los afectos positivos. Los
analistas a veces somos innecesariamente contenidos y negamos las
posibilidades progresivas de apreciar los afectos positivos asociados con
representaciones internas clave del self y el otro. Contrariamente a lo que algunos
han dado por hecho, esto no tiene por qué excluir la atención a los afectos
negativos y abrumadores.

Hay otro elemento bastante importante y más personal que ahora debo añadir.
Tenía un interés especial en Santa Juana, estimulado por dos películas
extraordinarias, una de Robert Bresson (1962) y la otra de Carl Theodor Dreyer
(1928). No mencioné esto en la primera sesión cuando Harriet trajo el libro, pero
bien pudo haber visto el destello de mis ojos o haber escuchado el entusiasmo de
mi voz. Tras una sesión o dos y varias reflexiones al respecto, le hablé de la
película muda de Dreyer, que es bastante extraordinaria. Algún tiempo después,
Harriet la vio. La película incluye una actuación absolutamente impresionante de
Antonin Artaud como un juez imperioso, duro como una piedra y una prolongada
escena de Juana ardiendo en la estaca, en la cual su extasiada agonía es
sobresaliente transmitida por la expresión facial de la gran actriz francesa Arletty.
Harriet y yo hablamos sobre esta escena, compartiendo nuestro sobrecogimiento
por la misma, especialmente por el sufrimiento que plasmaba. La
esteticización de este extraordinario dolor, atroz, masoquista y noble, sirvió para
que la Sra. J enfocara y regulara sus propios afectos y fantasías de este tipo.
Pensar en todas estas imágenes ofreció la posibilidad de una contención de algo
primitivo que en este momento bien podría haber sido la forma más apropiada de
enfocarlo. Las narrativas y metáforas funcionaron de modo parecido a como podía
hacerlo el lenguaje en otro caso (ver Ferro, 2002, para una elaboración bioniana
contemporánea de este tipo de actividad analítica y, por supuesto, las
concepciones de Winnicott, 1951, 1971 de los potenciales transformadores del
juego y el espacio transicional). De hecho hablamos de temas, por ejemplo de
cómo Juana se veía obligada a elegir sufrir, que a Harriet le resultaban bastante
cercanos y personales, de un modo que no habría sido posible sin el trasfondo de
la historia de la santa.

Así, la metáfora de Juana de Arco sirvió tanto para evocar como para organizar la
vida interna de la Sra. J, ofreciendo una posición desde la cual ella podía adoptar
una perspectiva para observarse a sí misma que de otro modo se vería impedida
por la arena más amenazante de la interpretación directa. La metáfora desempeñó
una función transicional, una especie de lenguaje “yo-no-yo” que permitió
un diálogo de subjetividad sin que la Sra. J tuviera que ser totalmente explícita en
cuanto a que me estaba hablando de sí misma. Cuando fue capaz de hacer esto,
pudo dar más pasos hacia la colaboración reflexiva en el proceso analítico.

En general, se estaban produciendo simultáneamente dos procesos dinámicos de


cambio: el proceso explícito de reflexionar juntos sobre la psicología de la
paciente, y el proceso implícito de construir un sentimiento de su subjetividad en
medio del mundo intersubjetivo en el que una persona se interesa por la mente del
otro. Al mismo tiempo que los temas directos eran mediados en el contenido de la
historia de Santa Juana, existía un proceso continuado de intersubjetividad
emergente avanzando en nuestro interés común. El uso de la metáfora nos ofreció
la oportunidad de hablar (en tercera persona) acerca de un personaje similar al de
Harriet como una tercera persona, en un espacio transicional que ofrecía
simbolización y autorreflexión (Winnicott, 1951; Ogden, 1994; Benjamin, 2004).
Era un poco como jugar con una niña o compartir con un niño pequeño el
entusiasmo por un objeto de la calle. (Abundan los ejemplos cotidianos, como
cuando un niño pequeño y su padre se paran en la calle y el niño acaricia
vacilante un perro y el padre dice “¡Lindo perrito!” mientras mira al niño, que
entiende plenamente que el padre está hablando del animal).

Dicho entusiasmo compartido acerca de un tercer objeto es parte del proceso


normal de que el infante llegue a sentir su propia subjetividad. Trevarthen (1980)
llamó a este proceso “intersubjetivdad secundaria”, en el cual el sentimiento en
desarrollo de tener una mente propia en el campo de los otros se refuerza cuando
dos personas comparten la atención por un tercer objeto: el infante sabe que el
padre está viendo el mismo perro pero desde un punto de vista diferente. Harriet y
yo estábamos muy implicados en un diálogo de este tipo, en el cual su mente era
uno de los focos de atención pero en el que mi propia subjetividad estaba marcada
por mi interés, en una atmósfera generalmente afirmativa definida globalmente por
mi atención global en el esfuerzo analítico. En presencia de mi propio interés,
distinto pero vinculante, mi reconocimiento de la experiencia de la Sra. J subyacía
a la experiencia nueva de ser comprendida desde la perspectiva de otra persona
al mismo tiempo que se permanecía implicada con esa persona.

Puede ser que fuera una convergencia excepcionalmente fortuita la que provocó
que el interés de la Sra. J en Juana de Arco convergiera con el mío, pero creo que
muchos análisis progresan mediante procesos creativos similares que pueden no
ser tan obvios pero que son, no obstante, variaciones en formatos similares de
transiciones hacia una intersubjetividad emergente, que a menudo tienen lugar de
forma implícita y en segundo plano. Añadiría que podría no haber ofrecido esta
explicación mientras hablaba con Harriet sobre Juana de Arco y a veces me
preguntaba si estaría simplemente pasando el rato.

Pensar en la realidad: mirar a los otros con una perspectiva compartida

Según evolucionaba esto, la Sra. J continuaba hablando sobre sus enredos


interpersonales. Continuó contando historias sobre cómo algunos “llamados
amigos” estaban maltratándola y explotándola. A menudo pude elaborar y apreciar
su punto de vista, pero, sin embargo, ella estaba decepcionada cuando yo no me
mostraba entusiasta ante su sentimiento de agravio. Al escucharla, me encontraba
en el apuro tan familiar de simpatizar con su angustia pero ser incapaz de
ofrecerle mi perspectiva de cómo ella estaba exagerando, si no provocando, su
difícil posición. Me daba cuenta de que a veces ella respondía demandando y
anticipando enojadamente el rechazo ante el requerimiento de que incluso sus
deseos más pequeños fueran tenidos en cuenta, en lugar de hacer saber esos
deseos.

Finalmente, pudimos hallar un terreno común hablando sobre la psicología de sus


amigos. Le hice notar cómo su amiga Sarah, por ejemplo, llamaba sólo cuando
necesitaba algo, y la Sra. J se sintió reconocida y algo aliviada. Con el tiempo,
pude añadir que Sarah parecía ser una persona muy nerviosa que no podía
pensar en otras personas porque estaba demasiado preocupada por sus propias
necesidades. Además del valor directo de estas ideas, este aporte mío ayudó a
Harriet porque pudo hacerse más dependiente de mí en la realidad y también
ayudó a erigir un sentimiento constructivo, idealizado, de nuestra relación en
desarrollo. También nos metió más en el formato intersubjetivo emergente de
pensar juntos en una tercera persona, en el que Harriet tenía muy poca
experiencia. Esta conversación era más suave y colaborativa y se movía en el filo
entre la crítica agresiva y la comprensión empática, con una proyección ahora más
contenida y menos forzada.

En esta atmósfera y este modo de relación, hubo nuevas oportunidades de pensar


en cómo la conducta de Harriet provocaba las reacciones de los otros. Cuando
nos unimos para criticar a sus amigos y colegas (con imparcialidad, espero),
pudimos hablar con mayor libertad sobre el papel de la Sra. J, un proceso que
amplió su sentimiento de agencia al tiempo que desarrollaba un cierto insight.
También llegó a practicar una especie de observación de las otras mentes, que le
ofreció alguna alternativa a su inversión más solipsista y y paranoide de su
autocrítica persecutoria, dominada como estaba por la proyección. En general,
esto amplió el sentimiento de un proceso auténticamente diádico en lugar de un
mundo interpersonal cerrado, persecutorio y despojado. Las cosas se estaban
haciendo algo menos binarias, un poco más intersubjetivas, un poco menos
proyectivas y alienantes. El espacio de la metáfora de Juana de Arco estaba
migrando hacia la realidad actual, de modo que pudiéramos hablar realmente
de Harriet.

Esto se elaboró mientras la Sra. J se implicó como jefa exitosa y respetada en una
reorganización de su lugar de trabajo. A veces con mi ayuda, a veces sola,
elaboraba estrategias acerca de los adversarios de los que anticipaba que
pudieran acusarla en lugar de enredarse en protestas masoquistas, puramente
proyectivas. Aunque generalmente era parco en dar consejos estratégicos, la
ayudé a ordenar las cuestiones tácticas, y presté una cuidadosa atención a cómo
podía cruzarse en su camino la tendencia a sentirse agraviada de un modo
autorreferencial, a “tomarse las cosas como algo personal”. En general, estaba
menos acuciada por la presión a proyectar y luego responder de forma antagónica
a su dura autocrítica, de la cual se estaba haciendo, en cierto modo, más
consciente.

Dolor, diferenciación, integración

Según la Sra. J fue siendo más capaz de pensar en las debilidades de sus amigos
y colegas y en las suyas, también fue más capaz de afirmarse eficientemente,
persiguiendo placeres postergados durante mucho tiempo y adoptando posiciones
más directas y explícitas con los otros. Finalmente consiguió un trabajo más
atractivo que le permitía más libertad personal y donde sus capacidades le daban
más ímpetu para negociar un mejor acuerdo para ella. Se tomaba vacaciones más
largas e imaginativas y comenzó nuevas amistades en las que se respetaban sus
deseos. Celebraba con entusiasmo su nuevo sentimiento de agencia; a veces
corría el riesgo de alienar a personas con las que había sido amistosa. Esto, en la
práctica, significaba que a veces iba demasiado lejos, y cuando me preguntaba, le
hacía saber que eso era lo que yo pensaba. Ahora podía tolerar la crítica sin
sentirse obligada a atacar a quien la hacía. En este clima, se hizo más posible
vincular esta asertividad exagerada con sus angustias, con su sentimiento de que
no podría encontrar una respuesta a sus deseos, porque nunca la tuvo. Este
insight construyó una sinergia con su éxito cada vez mayor a la hora de negociar
situaciones interpersonales y profesionales.

Aunque hubo muchas situaciones de este tipo, esto era más conmovedor y
potente en la relación que estaba desarrollando con su hermano. Excluyendo otros
desarrollos, ahora describo ésta en detalle, haciendo algunas observaciones sobre
el vínculo en el dolor, la internalización, la integración personal y el desarrollo de la
mentalización. Aunque Harriet se había sentido durante mucho tiempo herida y
enfadada con su hermano, había mantenido el contacto, visitándolo siempre que
volvía a su ciudad de origen, donde él seguía viviendo. Cuando él padeció una
enfermedad que potencialmente ponía su vida en riesgo, ella le ofreció consejos
basándose en la pericia adquirida cuando un amigo atravesó una enfermedad
similar. Aunque su hermano y su familia le dijeron que ellos tenían un enfoque
diferente, ella insistió y él finalmente dejó de devolverle las llamadas y los emails,
al igual que hicieron sus hijos, con los que ella había tenido una estrecha relación.
Se le informó de que la enfermedad no sería fatal de forma inmediata, pero por lo
demás se cortó la línea que la unía con todos los que representaban sus últimos
vínculos de sangre con su familia de origen.

Se sintió dolida y enfadada, más porque nunca pensó que podía haberse tomado
libertades o que habría sido mejor tener en cuenta el carácter rebelde de su
hermano, del que ella era consciente, a la hora de enfocar este asunto. Pero
según pasaba el tiempo se asombró de que su propio orgullo le hubiera bloqueado
el camino. Tiempo después, supo que la enfermedad de su hermano había
empeorado, y lo llamó para decir que iba a estar por la zona y que esperaba poder
visitarlo.

Para su sorpresa, él la llamó a la brevedad y le agradeció tiernamente su llamada.


Dejando atónita a Harriet, le dijo cuánto la había echado de menos, a pesar del
mucho dolor que había entre ambos. Añadió que siempre pensó que ella llamaría
y se disculparía y que no se daba cuenta de lo fuerte que ella era. Ambos eran
realmente testarudos y él le dijo “es de familia”. Harriet se mostró igualmente
comunicativa y viajó para verlo. El Sr. J continuó ablandándose dado que
contemplaba la muerte, y en conversaciones posteriores él le dijo a Harriet que
estaba recordando alguna de las cosas tan crueles que le había hecho y que lo
lamentaba. Este extraordinario giro de los acontecimientos fue bastante
conmovedor, ofreciendo reconocimiento, reparación y un sentimiento aún más
amplificado de que las relaciones interpersonales podían resultar en cierta justicia
y reconciliación.

Según el Sr. J se ponía más enfermo, las cosas se hicieron aún más
conmovedoras. El recuerdo y la gratitud se mezclaban con el dolor, el enfado y el
arrepentimiento, tanto por la pérdida actual como por el modo en que el pasado
limitó quién habría podido ser Harriet y quién había sido. Hizo muchos vínculos
inesperados entre el presente y el pasado, incluyendo el preguntarse, de un modo
emocionalmente convincente, si había buscado en su socarrón y cruel marido un
eco de su hermano, de quien siempre buscó protección infructuosamente. Con el
tiempo, el tono de su discurso sobre su hermano y su familia estuvo marcado por
una satisfacción apropiadamente controlada, según avanzaba el mutuo
reconocimiento y la reconciliación, pero siempre mezclada con la resignación y
melancolía por lo que no iba a ser, una complejidad de emoción que rara vez se
había visto en Harriet. (Ver Mitchell, 2000, y Dent, en preparación, para una
exploración de analistas que han pasado por algo las relaciones entre hermanos).

Hubo desarrollos paralelos en la transferencia. La Sra. J, por ejemplo, sin que yo


la incitara, me dijo que había llegado a darse cuenta que mi modo de manejar la
política de cobros no significaba que no me preocupase por ella. Seguía sintiendo
que yo la había herido y que le había mostrado mi peor cara, pero también que yo
había cambiado desde entonces. Por lo que más se sentía triste y enfadada era
porque no hubiera podido ser de otra forma, porque se hubiera perdido tanto
tiempo. Añadió que su modo de verse como explotada le hizo imposible ver que tal
vez era mi modo de manejar las cosas en lugar de ser algo que tuviera que ver
con ella; especulando sobre mi vida mental, pensó que tal vez ésta era para mí un
área sensible. Aunque supongo que yo podría decir que esta explicación no capta
plenamente sus propias proyecciones y similar, no estoy seguro de que no sea
una descripción tan acertada como otra cualquiera, y, en cualquier caso, muestra
el desarrollo de un sentimiento bipersonal de cómo se fueron desarrollando las
cosas, marcado por la decepción e, incluso, por el dolor, en lugar de estarlo por el
omnipresente y cerrado sistema de persecución.

Algunos meses más tarde, el hermano de Harriet murió. Tras el funeral, Harriet me
contó cómo habían ido las cosas, notando que estaba enfocando las cosas de un
modo nuevo. Comenzó la sesión diciendo que “había tomado prestada una página
de” mi libro; finalmente comprendió cómo usar el silencio. En una cena familiar
tras el funeral, su sobrina le trajo una de las camisas de su hermano, que había
pedido como recordatorio. Pero se la dio en el restaurante justo antes de la cena,
lo cual puso a Harriet en la situación de tener que llevarla con ella, en lugar de
haber esperado hasta después. Esto le pareció desconsiderado y se ofendió. Sin
embargo, respondió no diciendo nada, apuntando que, en el pasado, se habría
quejado y se habría puesto pesada, lo que, dijo, la habría hecho odiarse durante el
resto de la semana. Tras un momento, su sobrina se disculpó y se llevó la camisa
a su coche, de donde Harriet la recogió tras la cena.

Este momento, aunque de poca importancia, reflejaba un cambio importante en la


psicología de Harriet, incluyendo una autorreflexión sofisticada y nuevas
capacidades para regular y pensar en los sentimientos (Schore, 1994; Jurist,
2005). El “tomar prestada una página” del libro del analista marca un cambio de la
identificación proyectiva a la identificación introyectiva, más constructiva, en la que
los atributos del otro pueden utilizarse para fomentar el self en lugar de ser
invalidado por la compulsión a proteger el self de sus propios demonios
destructivos.

Más adelante en la sesión, Harriet describió la depresión cada vez mayor de su


cuñada. La viuda se que quejaba de que nadie respetaba su judaísmo en esta
terrible ocasión. Sin embargo, aunque su padre había sido judío, ella no tenía
formación religiosa y había adoptado la práctica cristiana del hermano de Harriet.
Tras el funeral, la familia fue a casa, pusieron el partido y se sentaron a verlo, sin
ni siquiera hablar de su hermano muerto. “Si son judíos tan grandes, dijo Harriet,
¿por qué no hacen el duelo de siete días?”

Tras un rato, me pregunté en voz alta si Harriet podía considerar sus propias
admoniciones, que estaba menospreciando a otras personas pero no estaba
pensando en su propia pérdida; tal vez aún estaba en shock, o era duro estar sola
con todo esto. Se enfureció y me dijo que no entendía lo problemática que era su
cuñada.

Pero, tras la sesión, dejó un mensaje con un tono muy diferente:


Sé que estuve ocupada peleando hoy con Vd. Lo que dije me importaba, pero la cuestión
es que quiero agradecerle al final haberme llevado a un lugar mucho mejor, que era hablar
de lo que no conseguía, de lo que era… como Vd. dijo, hacer con ellos el duelo de 7 días,
no habría sido agradable que eso hubiera pasado, y podría haberlo hecho por mi hermano
con mi familia. Me lleva a un lugar mejor dentro de mí misma. Y tal vez ahora que Vd. ha
articulado eso para mí, sea algo que puedo hacer por mí misma al menos un poco mejor
de lo que he estado haciéndolo… así que gracias, es un gran regalo… [En este momento
Harriet se detuvo con una risa amistosa, sardónica y, en cierto modo ansiosa]. No pelearé
con Vd. en mi mente durante al menos unas horas (negritas mías)

El tono general de este mensaje es de dolor, afecto, y autorreflexión. En concreto,


la referencia jocosa, irónica, a pelear conmigo “en su propia mente” es el indicador
más claro de que la Sra. J está desarrollando una orientación a su propio
pensamiento como distinto de la realidad del mundo externo, que impregna este
pasaje. Anuncia su conocimiento de que su ponerse furiosa es una cuestión
mental más que algo que pertenece a la esfera “objetiva” de la realidad: tiene una
teoría de su propia mente en interjuego con el mundo exterior. Esto sucede junto
con el reconocimiento del propósito defensivo de su molesto rechazo a mi
interpretación y al sentimiento subsiguiente de ser una persona necesitada, triste y
afligida. Todos estos son aspectos correlacionados del desarrollo de la
subjetividad, de la cual la mentalización es un aspecto crucial.

Conclusión

El propósito principal de este artículo ha sido iluminar y elaborar el concepto de


mentalización y sugerir algunos vínculos con otras teorías analíticas clínico-
evolutivas. Espero que el material presentado hasta aquí lo haya logrado. Con
respecto al tratamiento analítico continuado de pacientes con patología de
carácter similar a la de la Sra. J, pueden añadirse, como conclusión, dos puntos
entrelazados. En primer lugar, el desarrollo de la mentalización es en sí mismo un
logro sustancial en estos tratamientos; segundo, es un precursor para la
efectividad de muchos de los modos de acción terapéutica psicoanalítica más
establecidos, notablemente de aquellos que dependen del insight.

La mentalización es un precursor del insight: cuando un paciente no puede


distinguir la realidad psíquica de la realidad de un modo significativo, no es
probable que las interpretaciones usuales de las raíces internas de los
pensamientos y la conducta sean eficaces, puesto que se basan en la suposición
de que será importante contrastar el inflexible mundo interno de las motivaciones,
fantasías, defensas y angustias con la variedad del ambiente externo. Una vez
que esta capacidad está en funcionamiento, es más probable que dichas
intervenciones marquen una diferencia. Aunque puede haber alguna controversia
entre los analistas sobre si el insight basado en la interpretación es un aspecto
necesario del análisis exitoso, parece claro que la mentalización es una condición
necesaria para que se produzca tal acción terapéutica.

Los posteriores desarrollos de este caso ilustran esto. Cuando la Sra. J comenzó a
desarrollar un sentimiento de su propia mente, estuvo en posición de hablar más
libremente y con un sentimiento de agencia sobre sus propias motivaciones. Por
ejemplo, llegó a una comprensión explícita de lo que había sido una preferencia
inconsciente por sufrir en lugar de arriesgar la decepción o la culpa reales que
podían venir con el impulso enfadado a protestar cuando no podía estar segura de
que sus deseos o su odio estuvieran justificados. De forma similar, se hizo más
directamente consciente de su identificación conflictiva con la angustia y la
desolación de su madre fallecida como una motivación activa, personal propia,
todo con el sentimiento de que sus esperanzas inconscientes de una relación
mejor, más cuidadosa, con su madre podrían, de hecho, no llegar a realizarse
nunca. Con trepidación, comenzó a considerar que podía, después de todo,
prestarse a una relación con un hombre, aun cuando eso significara tener que
recordar el desastre con su marido y arriesgarse a la decepción y el rechazo. Aun
cuando quedaba mucho trabajo analítico por hacer, la Sra. J era ahora capaz de
identificar, e identificarse con, sus propias motivaciones subjetivas en mayor
medida de lo que había sido previamente posible. Junto con esto, su propio
sentimiento de mundos interno y externo se había hecho más espacioso y seguro
para ella y podía, en general, pensar y actuar más claramente.

En general, la Sra. J parecía más triste pero más sabia, pero también más feliz y
más flexible. Tenía capacidad para el optimismo, la gratitud e incluso el humor en
medio del dolor. Seguía esforzándose por evitar sucumbir a la influencia de los
otros, o sentirse abandonada o agraviada y, en último lugar, mal consigo misma.
Pero esto era menos perentorio, y su repertorio emocional y conductual se había
ampliado y se había hecho más flexible y eficaz.

El dolor marca un espacio entre uno mismo y los objetos. Como declaró Freud
(1917) el duelo es el antídoto a un estado de absorción en otro con quien uno
tiene una relación insatisfactoria, donde el otro embruja el interior del self, odiado
pero necesitado, perseguidor pero invisible, bloqueando el acceso al mundo real.
La mentalización –tener una mente propia- es tanto una fuente como un resultado
del proceso a menudo doloroso, pero potencialmente estimulante de hacerse
disponible a los otros, a la propia historia y vida interior, a la voz y al cuerpo real
de uno mismo y, consecuentemente a las oportunidades y peligros latentes de la
vida.
Bibliografía

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