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A lo largo de todo el siglo XIX, el que un hijo ingresara a cumplir el servicio militar

suponía que pudiera regresar herido o que encontrase incluso la muerte. Es por ello que
la llamada a quintas era una de las mayores preocupaciones de las familias de las clases
populares. Lo injusto del sistema de reemplazos se basaba en las fórmulas previstas por
la ley para ser declarado exento. La más famosa es la conocida como la «redención a
metálico», consistente en pagar una importante cantidad de dinero para quedar libre del
«deber patriótico». Obviamente, solo las familias pudientes podían acogerse a esta
injusta prerrogativa, siendo los más pobres o los mozos de extracción humilde quienes
tenían que incurrir en delitos como la deserción o bien a otras vías de escape
perseguidas por la ley. Mediante esta fórmula ignominiosa se aceptaba un «mercadeo»
de personas para librase del servicio militar.

Hay que recordar los conflictos que enfrentaron al reino de España con Marruecos hacia
la mitad del siglo XIX, donde murieron muchos soldados, no solo por las heridas
sufridas, sino también por las defunciones causadas por la enfermedad del cólera, a lo
que se añadía el largo periodo de actividad militar, que podía prolongarse durante varios
años.

La primera Ley de Reclutamiento moderna, del año 1837, se considera como el modelo
de las posteriores leyes de reclutamiento durante el siglo XIX: 1851, 1856, 1870, 1878,
1882, 1885 y 1896. Todas ellas, salvo pequeños cambios formales que no afectaban a su
esencia, obligaba a los jóvenes a presentarse ante las comisiones de alistamiento para su
incorporación a filas.

La ley de 1856 fijaba la duración del servicio militar en 8 años, corroborada por la ley
del 26 de junio de 1867, donde se distribuía en cuatro años en activo (primera reserva y
otros cuatro en la segunda). En 1870 se redujo a seis años, duraciones que fueron
cambiando en leyes sucesivas, pero que dan idea de la enorme duración del «deber
patriótico» que tenían que soportar los quintos.
Otra de las formas para evitar la prestación personal del servicio militar era casarse, tal
y como aconseja un padre a su hijo recogido en el pliego. Si no se tenía novia, una
solución fácil era la de desposarse con una señora mayor o con una solterona o viuda.
De ahí que aparezcan en los registros matrimoniales enlaces de jóvenes de veinte años
con señoras de más de sesenta.

Para librarse del alistamiento y de la guerra también se practicaba la automutilación de


los dedos índices de las manos, por lo que no se podía entonces disparar el fusil. Si se
arrancaban los dientes de la boca también resultaba imposible preparar los cartuchos de
pólvora, aunque las autoridades de entonces decidieron no redimirlos destinando a
aquellos a labores auxiliares. Ser hijo de viuda pobre, tener los pies planos, tener poca
talla, ser corto de vista o tener un hermano en la mili eran otras causas que podrían dar
lugar a la exención del servicio militar. Causas que fueron cambiando con el tiempo.
También existía la permuta de los destinos (Cuba, Marruecos, Guinea...) mediante una
suma de dinero convenido entre los reclutas.

El tema da para mucho y no ha sido relevantemente tratado por la historiografía, aunque


disponemos de variados elementos conservados por la literatura popular impresa que se
detienen, bajo un aparente sentido burlón, en tratar de forma ignominiosa y perversa a
las mujeres, achacándolas toda una serie de características propias conformes a la
mentalidad de la época. Tanto en la literatura popular impresa conservada como en lo
recogido por tradición oral se conocen numerosas muestras de los lamentos y
despedidas del quinto, ya sea de su madre, familia o novia.

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