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Temas:
Integración e inclusión.
Simbolización. Subjetividad.
Socialización. Autonomía.

Docente: Lic. Paola Ferrara

Integración e Inclusión

Un poco de historia: exclusión, segregación, integración, inclusión ¿solo palabras?


A lo largo del tiempo, el concepto de discapacidad fue modificándose al igual que los
contextos sociales en cada momento histórico. Es por esto que antes se entendía a la
discapacidad de una forma y hoy podemos definirla de otra, ya que la historia y los avances
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en la sociedad así lo permitieron. Podemos encontrar cuatro formas de pensar el concepto


de discapacidad:

Modelo de prescindencia o exclusión:


En este modelo existe la idea de que hay personas “normales” y otras que no lo son. En
consecuencia, las personas con discapacidad quedan por fuera de la sociedad ya que no
se las considera “normales”. No se piensa en la posibilidad de que formen parte de ella.

Desde esta forma de pensar se habla de impedido, discapacitado, inválido y todas las
palabras que implican que tener una discapacidad implica ser considerado inferior, perder
derechos básicos y no ser considerado parte de la sociedad
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Modelo Médico Rehabilitador o Integración:


Este modelo sostiene la idea de “normalidad”, pero considera que las personas que logren
rehabilitarse serán consideradas parte de la sociedad. Es decir, la persona se encontrará
cada vez más integrada cuanto más rehabilitada y “normal” sea.

En este modelo se habla de personas con capacidades diferentes, o necesidades


especiales, dos formas de no decir que tiene una discapacidad, y que refuerza la idea de la
discapacidad del otro como diferente, ya que no es “normal”. En realidad, todos tenemos
diferentes capacidades. Las personas con discapacidad no tienen capacidades diferentes,
no vuelan ni tienen visión de rayos láser, son personas con potencialidades y competencias
que, como cualquier persona con o sin apoyo, pueden desarrollar. Tampoco tienen
necesidades especiales ya que no hay nada de especial en necesitar un tipo de apoyo para
poder suplir alguna función, todos siempre necesitamos alguna forma de apoyo y eso no
debería condicionar nuestra identidad.

Modelo Social o de la Inclusión:


Este modelo piensa que la sociedad es la debe dar iguales oportunidades a todas las
personas. De esta manera se explica que es responsabilidad de toda la sociedad que todas
las personas puedan vivir y desarrollarse con igualdad de posibilidades.
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En este modelo se demuestra que la discapacidad está determinada por la interacción con
entornos que pueden funcionar como barrera. Si la misma sociedad promueve entornos
inclusivos, las barreras no existen y todas las personas se encuentran incluidas, ya que
cuentan con iguales oportunidades para formar parte y desarrollarse en la sociedad.

La inclusión e integración son términos que en muchas ocasiones se utilizan como


conceptos iguales que comparten un mismo significado, sobretodo en el ámbito educativo.
Inclusión e integración no son palabras sinónimas.

Inclusión e integración representan filosofías totalmente diferentes, aun cuando tienen


objetivos aparentemente iguales o significados parecidos.

Si bien es cierto, pasar de la exclusión a la Inclusión supone un proceso largo de cambio y


evolución. En medio de esta transición podemos situar la integración. Ahora bien, debemos
ir más allá, paso a paso sin olvidar que el último fin siempre es la inclusión.

Inclusión e Integración: 10 diferencias


1. La inclusión no se centra en la discapacidad o diagnóstico de la persona. Se centra
en sus capacidades.

2. La inclusión educativa no está dirigida a la educación especial, sino a la educación


en general.
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3. La inclusión no supone cambios superficiales en el sistema, supone trasformaciones


profundas.

4. La inclusión no se basa en los principios de igualdad y competición se basa en los


principios de equidad, cooperación y solidaridad.

5. La inclusión educativa se centra en el aula y no en el alumno.

6. La inclusión no intenta acercar a la persona a un modelo de ser, de pensar y de


actuar “normalizado”, acepta a cada uno tal y como es, reconociendo a cada persona
con sus características individuales.

7. La inclusión no es dar a todas las personas lo mismo, sino dar a cada uno lo que
necesita para poder disfrutar de los mismos derechos.

8. La inclusión no persigue cambiar o corregir la diferencia de la persona sino


enriquecerse de ella.

9. La inclusión educativa no persigue que el niño se adapte al grupo, persigue eliminar


las barreras con las que se encuentra que le impiden participar en el sistema
educativo y social.

10. La inclusión no disfraza las limitaciones, porque ellas son reales.

Algún día dejaremos de hablar de educación para la igualdad de género, educación para
niños/as con necesidades educativas especiales, educación para colectivos en riesgo de
exclusión social… y entonces, simplemente hablaremos de educación.
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El Acompañante Terapéutico (AT) en la escuela

Generalmente es un pedido que viene como un requisito, no como una demanda. Requisito
de la institución escolar, quien convoca a alguien para que ayude a soportar esa diferencia,
que como escuela no puede abordar. Alguien que ofrezca garantías de un saber hacer con
alguien que desconocen: el alumno, por cierto, al igual que todos los niños que concurren
a la escuela, tanto en el ingreso o en el pasaje de grado de escolarización, pero hay algo
que hace suponer que al niño con discapacidad no se lo conocerá del todo nunca. Hay un
enigma que no actúa como interrogante, sino como un amenazante que necesita estar
previsto de alguien que responda por él.

Cuando hay una demanda, esta se encuadra en una estrategia posible pensada para
alguien en particular, con objetivos que apuntan a alcanzar un estado más potable, más
autónomo, un mejor posicionamiento subjetivo para este sujeto. Es diferente cuando es un
requisito, de los tantos otros que harán posible el ingreso al establecimiento y que en
muchas ocasiones será la condición determinante, el único modo de estar allí. Es decir, no
entra el niño sin su acompañante.

Así como deberá llevar su DNI, libreta de vacunas, partida de nacimiento, etc., les
solicitarán un acompañante. Lo significativo es que esta presencia es a priori de conocer el
niño, a priori de saber si lo necesita o si será lo más adecuado. Al ser requisito para la
familia, seguramente se reste valor profesional y se lo tome exclusivamente como un trámite
extra, una llave de acceso hacia la institución, encontrándose el acompañante, en territorio
menos permeable para intervenir.

Otro punto a considerar será la cantidad de días y horas que se solicita esta figura de apoyo
por parte de la escuela. Suele ser excesiva, cuestión que supone una compañía que puede
ser agobiante para el acompañado, por lo que requerirá este punto mucha consideración y
regulación y un accionar que sea cauteloso y medido para regular la proximidad que sea
soportable para el niño, evitando así todo obstáculo que impida la continuidad del proceso.
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En resumidas cuentas, el acompañante terapéutico de ese niño se encuentra frente a un


escenario dentro del campo pedagógico, donde no están bien delineados los objetivos por
ser un pedido a priori y con formato de requisito; donde no hay una demanda real, donde
excede el tiempo, donde hay una historización compleja que produce efectos en todo el
proceso, etc. Todo esto constituye el texto de un contexto para hacer algo posible, y en eso
posible acontece lo terapéutico.

En esta puesta en escena, los actores son muchos y el acompañado no resulta ser
solamente el niño, sino también su familia y todo el entorno educativo. Se acompaña a la
docente y el resto de los educadores para que puedan restarle ese temor, para que puedan
devolverle a ese niño una mirada amorosa en el sentido del vínculo interpersonal que hace
posible la transmisión de saberes y no una mirada lastimosa y/o temerosa producto del
desconocimiento.

Que los educadores puedan sentirse convocados en su función viendo a un alumno, “su
alumno”, y no a un cuerpo discapacitado asociado a otra lógica, a otro campo, a otro saber.
Los maestros son los referentes áulicos, los encargados de impartir la enseñanza a todos
los niños, independientemente si tienen o no una discapacidad. A todos los niños la escuela
les pertenece. En estas dicotomías acontecen los debates sobre los derechos de los
educandos y se encuentran fuertes resistencias ante las diferencias acontecidas en el
ámbito áulico. Aparece la diferencia con escaso soporte. No es la expresión de la diferencia
que acontece en todo ser humano sino esa diferencia que encarna la discapacidad, esa es
la diferencia que aparece difícil de soportar y más aún desde la vara que mide la normalidad,
lógica imperante que atraviesa la institución educativa.

En todo lo que respecta a la discapacidad y su terapéutica, la figura del docente de


escolaridad común no tuvo, por décadas, incumbencias. Luego, al abrirse las puertas de la
escuela común se hace imprescindible devolverle ese saber al docente, ese saber que le
fue expropiado, o al menos apuntar y aportar a ello para que así ocurra, cuestión que
permitirá desobturar el proceso de enseñanza con ese niño, favoreciendo asimismo que se
establezca allí un lazo y una apuesta, esa apuesta que empodera a ambos y que motoriza
al deseo de saber del educando.
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Cuando el niño con discapacidad llega al aula, el trabajo del acompañante también se
plantea con el grupo de pares, atento a los interrogantes que pueden emerger, aunque en
los niños suele ser más simple en sus dudas y sus temores y suelen resolverlas observando
y sin tantos rodeos como los adultos. Una estrategia posible y de suma importancia para
cambiar la configuración de la discapacidad será si el acompañante, previo consentimiento
docente, puede intervenir con todos los niños como modo de significar que no es sólo en
esta condición (discapacidad) donde precisamos de un otro sino en toda condición de ser
humano como seres carentes, portadores de una falta constitutiva.

En cuanto a la familia del acompañado, el acompañante terapéutico deberá poder sortear


el peligroso lugar de chivo emisario entre estos y la institución. En cambio, intervenir para
convocarlos a ocupar el lugar que tienen en este proceso, hacerlos partícipes del mismo
como co-conductores de una inclusión educativa de su hijo es un lugar destacado y
necesario.

En todos los casos, la familia debiera ser leída como texto dentro del contexto en que se
desarrollan, es el escenario donde se inicia el trabajo y de ningún modo ser leído como un
obstáculo. Dar lugar a un juicio de valor impide un fluido desarrollo de nuestro trabajo,
acción que recaerá en el niño, y que sin dudas no hay lugar para que se despliegue, no
corresponde.

Retornando a la pregunta: AT, ¿sí o no en la escuela? En lo que respecta a lo legal, no hay


ninguna ley que exprese a quién le corresponde acompañar este proceso. Entonces, la
figura será de libre elección y debe ser pensada para ese niño en particular. Y el otro
argumento válido es que los acompañantes terapéuticos se encuentran desde su formación
justamente por fuera de lo pedagógico, rompiendo algo de esta lógica para instaurar algo
posible para los niños en este proceso de integración. El poder realizar una lectura e
intervención desde un lugar, podrá permitir el abordaje de diversos posicionamientos
subjetivos que están por fuera de lo pedagógico, pero que se conjugan en sus bordes y
entrarán en consonancia con el mismo.
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El tránsito escolar no se construye haciendo una sub aula dentro del aula o prestando un
edificio para hacer un “como si” estuviera integrado. Este proceso se lleva aprendiendo con
otros, que no implica del mismo modo y en el mismo tiempo y con las mismas herramientas.
Al abrir un espacio para que acontezca la singularidad ocurre el aprendizaje y se instaura
el lazo social necesario para todos los niños en este primer ámbito social y cultural al que
atravesamos y nos atraviesa.

El acompañante terapéutico, al igual que todos los profesionales intervinientes, puede ser
convocado como “experto” o como portando un saber hacer que ofrecerá garantías ante la
fantasmática que rodea la discapacidad. El poder correrse de ese lugar para no ocuparlo,
dará lugar a la tarea de habilitar a los adultos que rodean a ese niño, a sus maestros en la
escuela y su familia. Ellos deben ser referentes en el proceso escolar y en la vida misma
de este niño, en tanto figura significativa que representan.

La función del AT será acompañar sujetos en los que se propone determinados objetivos
para abordar, y no es su discapacidad lo que nos convoca a ocupar el lugar de
acompañante. Considerar que la discapacidad es la que supone la intervención, sería una
complicación para el ejercicio profesional. En cambio, será la posición subjetiva del
acompañado en su cotidianidad de la escuela, de la familia, el trabajo, los vínculos, la
cultura, la sociedad, y cómo lo atraviesa su condición, etc. Es este el llamado de
intervención.

La discapacidad no está en nuestro acompañado, está en el complejo entramado social


que habilita o inhabilita a las personas, y esto sucede no sin consecuencias y estas
consecuencias podrán ser materia prima para el hacer artesanal del AT, para una lectura y
una comprensión lógica que supone la temática de la discapacidad y que sin conocimiento
en este campo será difícil correr los obstáculos que enfrentarán las estrategias. Sólo
corriendo el velo de la discapacidad se encontrarán ante el sujeto a acompañar y las marcas
visibles, que forjan huellas que esta deja.

Es decir, no se acompañan las personas por tener síndrome de Down, TGD, parálisis, etc.
Este igualaría los casos encerrados en los mismos diagnósticos, entonces podría salir la
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especificidad de ciertos rótulos. El hecho de haberle otorgado una palabra a alguien, no me


hace conocer lo que ese alguien es; solamente se ha ocultado un misterio detrás de ese
rótulo. Lo que podemos pensar, percibir de esa persona, es apenas una capa superficial de
la realidad. Hay que abstenerse de obturar al mundo con palabras y rótulos. Esto también
opera al momento de confeccionar los informes y devoluciones, porque se corre el riesgo
de dictaminar sentencias en la vida de ese sujeto.

El acompañamiento es a sujetos, con todo lo que eso implica.

Los diagnósticos no producen marcas en sí mismo, las marcas son producidas en la


interacción con los otros en un contexto, en una sociedad y en una cultura determinada.
Estas marcas pueden obstaculizar algunas vías y habilitar otras, pueden agrietar, herir o
por el contrario fortalecer, producir, empoderar y destinar vidas, dependiendo del cristal con
que se las mira, dependiendo de cómo sean oídas y de cómo son vividas por los sujetos y
por todos los otros que la rodeamos.

Estamos como acompañantes allí para poder hacer real esa frase que enuncia “nada de
nosotros sin nosotros”, destacando que el acompañado, ese semejante, sabe más que
nadie sobre sí mismo y estamos convocados a un saber escuchar, mirar y construir con él,
con ella.

Simbolización
Es capacidad de representación mental que un sujeto realiza a través de símbolos (de una
cosa, actividad, persona, situación, sentimientos, la realidad, uno mismo). Esta capacidad,
si todo va bien, es un potencial a adquirir en el desarrollo evolutivo (Iusim, 2008).

La simbolización está ligada a los modelos freudianos que dan cuenta de la constitución de
la subjetividad en los comienzos y de las transformaciones por las que atraviesa el infante
para constituirse en sujeto.

En muchos niños con patologías graves solemos encontrar fallas en la constitución de la


actividad simbólica.
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La riqueza simbólica depende, en parte, del vínculo con los padres y de sus de sus
propuestas simbolizantes.

Como vimos en otra clase, la simbolización es la condición para el pasaje del pensamiento
concreto al pensamiento lógico-abstracto.

Subjetividad

La constitución de la subjetividad implica que el sujeto posee herramientas que le permiten


reorganizar sus representaciones acerca de sí mismo, de los otros y de su lugar en la
sociedad.

A partir de ciertas condiciones indispensables, el individuo, sobre su montaje biológico, se


constituye en sujeto capaz de representar, simbolizar, comunicar, pensar.

La subjetividad es lo propio, lo singular, lo particular que tiene el sujeto. Se construye (está


sujeta a continuas transformaciones) en los vínculos intersubjetivos (con otros -que
representan y son el contexto-), la intersubjetividad se refiere a los intercambios. Cada
subjetividad modifica a la otra y a su vez es modificada por la otra. Cada irrupción del otro,
cada avasallamiento, cada dominación, enfrenta a una puesta a prueba que reclama una
nueva apropiación para poder ser y pertenecer.

La subjetividad se forma en relación a la subjetividad de los otros, del intercambio entre los
sujetos.

El sujeto es producto del vínculo intersubjetivo y al mismo tiempo es productor de


subjetividad, cada subjetividad modifica a otra/s subjetividad/es y a su vez es modificada
por otra/s subjetividad/es.

Nuestra red de sostén y refiere a los vínculos intersubjetivos, nos permite enunciar
proyectos que nos identifican, tiene que ver con salir al mundo, a la cultura, al campo social.
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Esta red vincular es esencial para:

• El afrontamiento de situaciones traumáticas.

• La regulación de la autoestima y la identidad.

• La elaboración de duelos.

• La constitución de valores y proyectos vitales.

La relación entre la cultura y el sujeto refiere, en este contexto, a un contrato singular, que
garantiza al sujeto, un lugar en la sociedad, espacios de reconocimiento, y es lo que permite

El modo en que se construya la subjetividad de cada individuo, así como el modo en que
se transita este proceso, es resultado de un proceso de construcción social. Depende de
los significados que se le asignen en cada cultura, en cada momento histórico, en cada
contexto sociocultural (Briouli, 2007).

Socialización
Podemos plantear dos etapas en la socialización, las cuales coexisten primero, para luego
diluirse una en la otra.

La primera etapa tiene que ver con la vida del niño dentro del seno familiar, donde de a
poco el mundo va entrando en contacto con el niño, mediatizado al principio por la madre,
en un ambiente “controlado” por así decirlo.

La segunda etapa se daría con el inicio de la escolarización, donde el niño ya accede a un


mundo de interacciones sociales más amplio, más variado y en muchos casos con
diferencias con el mundo intrafamiliar de la primera infancia.

Winnicott (1972) formuló al respecto la experiencia de mutualidad, y el espacio transicional,


elementos esenciales en la comprensión del proceso de socialización. El espacio
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transicional, entendido como una zona intermedia de experiencia (ni interior ni exterior)
permite que el bebé comience a experimentar la realidad externa como tal. A través de los
objetos y fenómeno transicionales es posible el pasaje del autoerotismo a una relación con
el mundo externo, con un objeto que al principio “proviene de afuera desde nuestro punto
de vista, pero no para el bebé” (Winnicott, 1953).

A medida que el psiquismo del niño se va desarrollando, va creciendo la capacidad de


relacionarse con el mundo que lo rodea, especialmente en vínculos sociales con su familia.
Dice Winnicott que hay tres fases en el cuidado parental satisfactorio: una de sostén, otra
en la que madre y niño viven juntos; y otra en que padre, madre y niño viven juntos. “La
expresión ´vivir con` implica relaciones objetales y que el infante emerge de su estado de
fusión con la madre, o su percepción de los objetos externos al ser” (Winnicott, 1945). Es
decir, vínculo con otro, socialización incipiente.

Más adelante, se va a incluir en esa socialización al resto de la familia, hermanos, tíos

abuelos, cuidadores, etc. Pero la socialización secundaria, o si se quiere socialización


propiamente dicha, se dará en la medida en que el niño se incorpore a la escolarización.
Allí encontrará otras formas de vincularse con sus pares y figuras referentes; siempre de
acuerdo a los “moldes” de los primeros vínculos. En este sentido podemos tomar los
desarrollos de Bowlby (1998) en cuanto a su Teoría de Apego, en que los modos de
vinculación temprana con la madre establecen una especie de “molde biológico” para las
futuras relaciones vinculares. Serán la representación internalizada de vincularse, que lo
acompañará toda la vida. Así, si el apego con su madre fue de tipo seguro, el niño será más
confiado, abierto a la experiencia social; si el apego no lo fue, tal vez tienda a evitar el
contacto social, se muestre apartado del resto (apego evitativo) o puede que manifieste de
manera agresiva, con llantos y berrinches la frustración y temor que le produce el
alejamiento de las figuras parentales (apego ansioso-ambivalente). Todas estas formas de
apego se ven claramente en las primeras incursiones de los niños en el jardín de infantes,
durante el llamado “periodo de adaptación” que se establece al inicio del ciclo lectivo. Hay
niños que, si tienen a sus padres a la vista, pueden jugar con otros, seguir indicaciones de
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la maestra, mientras otros secan sus lágrimas en los pantalones de sus madres,
fuertemente agarrados de ellas.

La función de la socialización secundaria tiene que ver con la incorporación de modelos


culturales, sociales, moldeamiento de las conductas y su adaptación a las normas. Está a
cargo de las instituciones, que permiten a los niños, adolescentes y adultos no sólo
incorporar estas normas, sino también la oportunidad de encontrarse con pares y formar
vínculos de amistad. Es a través de esta socialización y la capacidad de juego, que el niño
puede ir construyendo su identidad. Mediante los juegos de roles se van aprendiendo los
valores, reglas, convenciones y, en general, la cultura. Y los espacios de juego brindan al
niño la oportunidad de utilizar la creatividad, la fantasía y el desarrollo de sus habilidades,
que fomentan la expresión de sí mismo y autenticidad.

Tomemos un momento para hablar sobre las habilidades sociales. Este grupo de conductas
son las que le permiten al niño interactuar con los demás, pares y adultos, de manera
mutuamente satisfactoria y efectiva. Las habilidades sociales forman parte de los factores
protectores en la resiliencia, favorecen el desempeño social, el desarrollo de las amistades
y tienen un impacto directo en el autoconcepto y el aprendizaje. Las habilidades sociales
determinan la competencia social, que podemos entenderla como la manera en que se
comportan los niños en el medio social, de acuerdo a las circunstancias de ese momento,
para obtener resultados para sí mismo y sus relaciones con los demás.
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Bibliografía
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