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TEORÍA JURÍDICA DEL

DELITO

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LECCIÓN 1. EL CONCEPTO DE DELITO.

1. Introducción: sentido y método de la teoría general del delito.


S ENTIDO DE LA TEORÍA GENERAL DEL DELITO .

La teoría jurídica del delito se ocupa de los presupuestos jurídicos generales de la


punibilidad de una acción, estudiando aquellos componentes del concepto de delito comunes a
todos los hechos punibles (JESCKECK/WEIGEND, 2002, 209). Se trataría pues de un intento de
comprender teóricamente la acción punible en su totalidad mediante la fijación de elementos
generales.

Luego la justificación de la dogmática de la teoría del delito se halla en posibilitar una


jurisprudencia racional, objetiva y unitaria, y su consiguiente contribución a la seguridad jurídica.
Especialmente significativas y reiteradamente citadas en este sentido son las palabras de
GIMBERNAT ORDEIG en un célebre artículo (GIMBERNAT ORDEIG, 1980, 126):

“La dogmática jurídico-penal «nos debe enseñar lo que es debido en base al derecho»,
debe averiguar qué es lo que dice el Derecho. La dogmática jurídico-penal, pues, averigua el
contenido del Derecho Penal, cuáles son los presupuestos que han de darse para que entre en
juego un tipo penal, qué es lo que distingue un tipo de otro, dónde acaba el comportamiento
impune y dónde empieza el punible. Hace posible, por consiguiente, al señalar límites y definir
conceptos, una aplicación segura y calculable del Derecho Penal, hace posible sustraerle a la
irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación”

La teoría del delito se ocupa pues de la exposición sistemática de los presupuestos que
deben concurrir de modo genérico para la imposición de una sanción penal y de las
consecuencias sistemáticas que resultan de la presencia o ausencia de cada uno de ellos (SILVA
SÁNCHEZ, 1992, 362).

Naturalmente, el modo de entender dichos presupuestos en el momento actual es


consecuencia del desarrollo del pensamiento metodológico de la Ciencia Penal. El carácter
secuencial de la teoría jurídica del delito se corresponde con distintos niveles de valoración al
respecto de por qué una conducta no es castigada, lo cual permite a la sociedad y al propio
individuo valorar más exactamente las causas de la impunidad. Se ha hablado en este sentido
de la utilidad práctica de un sistema configurado con base en escalones valorativos, que, de

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acuerdo con la estructura tripartita tradicional del delito son la tipicidad, la antijuridicidad, y la
culpabilidad (HIRSCH, 1995, 62 y ss).

MÉTODO DE LA TEORÍA GENERAL DEL DELITO.

Este sistema ordenado de conocimientos ha alcanzado un grado de complejidad muy


notorio en la dogmática jurídico-penal alemana que se ha convertido en una especie de lenguaje
jurídico común con un ámbito de influencia muy amplio, en el que se encuentran los penalistas
de habla hispana. Mucho se ha discutido sobre el verdadero rendimiento de un sistema tan
complejo, y a la vez tan detallado, de explicación del delito, obteniéndose a veces conclusiones
bastante desalentadoras (BURKHARDT, 2004, 169).

En cualquier caso, las concepciones últimas acerca de los fines de la pena y del Derecho
penal no son ajenas a la teoría del delito, que no se puede concebir como un instrumento
metodológicamente neutro. Aparte del sentido garantista que subyace a la idea expresada al
principio de la búsqueda de una aplicación previsible e igualitaria del Derecho penal, también
llamada “función democrática”, en ningún momento hay que perder de vista que las categorías
y conceptos que desarrolla la teoría del delito constituyen un sistema de imputación que no
puede desvincularse de una determinada concepción del ser humano, de la sociedad y del
Estado (MUÑOZ CONDE / GARCÍA ARÁN, 2010, 209).

Podría decirse que ni el Derecho penal, ni las teorías que se elaboran para explicar sus
categorías y conceptos, existen sin más, sino en el marco de un modelo de Estado, que le
confiere determinados contornos. En palabras de MIR PUIG (2011, 137): “Estado, Derecho penal,
pena y delito se hallan en una estricta relación de dependencia”. En este sentido hay que estar
siempre alertas a preservar, los límites, principios y garantías constitutivos del Derecho penal
del Estado social y democrático de Derecho, frente a los muchos ataques y tendencias
autoritarias que se pueden deslizar bajo la apariencia de meras construcciones teóricas con la
pretensión directa o indirecta de eliminar o difuminar dichos límites. Así, por ejemplo, el
Derecho penal propio del Estado de Derecho se basa de modo fundamental en el “hecho
cometido”, en el “principio del hecho”, y es por ello, un “Derecho penal del hecho”. Sin embargo
el peligro de una vuelta a un “Derecho penal de autor” -propio de sistemas políticos autoritarios-
basado en la personalidad del autor o en la “peligrosidad” (en un sentido vago y general) del
mismo se hace cada vez más presente. No se puede, por tanto, partir de la “ilusión” de que las
cosas son como nos gustaría o como creemos que deberían ser conforme a nuestro modelo de
Estado, sino que hay que aplicar en lo posible un sano pensamiento crítico para aprender a
detectar las fisuras o grietas que se van produciendo.

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2. Concepto del delito y su evolución.
EL PROBLEMA DE LA ACCIÓN JURÍDICO-PENALMENTE RELEVANTE Y SUS CONSECUENCIAS.

Algunos autores señalan que parece preferible la posición clásica de considerar a la


acción o conducta humana como elemento autónomo, base de todos los demás elementos
delictivos (tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad) que califican y caracterizan a aquella, pese a
que algunas exposiciones sistemáticas de la estructura del delito no consideran a la acción como
un elemento independiente y previo a los otros elementos del delito, sino simplemente como
una parte integrante de dichos elementos, bien sea el tipo, bien lo injusto (LUZÓN PEÑA, 2012,
127).

Sin embargo, desde otro punto de vista, puede parecer una pérdida de tiempo empezar
examinando si concurre alguna causa de exclusión del comportamiento humano respecto a un
hecho evidentemente atípico, lo que conduciría a señalar que en realidad lo más aconsejable es
empezar comprobando si prima facie el comportamiento constituye una lesión o puesta en
peligro de un bien jurídico-penal prevista en algún tipo de delito (MIR PUIG, 2011, 177). Al margen
de lo estéril de la discusión, parece que estamos más ante una cuestión de carácter heurístico o
pedagógico acerca de cómo abordar las distintas preguntas relevantes, que ante una cuestión
de contenido. A su estudio dedicamos la Lección 3.

EL DELITO COMO CONDUCTA TÍPICA, ANTIJURÍDICA, CULPABLE Y PUNIBLE.

Como ya hemos adelantado el delito se entiende hoy mayoritariamente como una


conducta (acción u omisión) típica, antijurídica y culpable. A esto se añade por algunos autores,
el elemento de la punibilidad. Estos elementos tienen carácter secuencial, de modo que si no se
da el primero ya no es preciso plantearse el segundo.

a) La tipicidad es el primer escalón del delito e indica, en primer lugar, de acuerdo al


aforismo latino nullum crimen sine lege, o principio de legalidad (arts. 1 y 2 CP y 25.1 CE) que el
delito es una conducta que el legislador ha sancionado con una pena con anterioridad al
momento de su comisión. Más concretamente la conducta típica es aquella que vulnera la
concreta norma que prohíbe (en el caso de las “acciones”) u ordena (en el caso de las
“omisiones”) su realización. La actual evolución dogmática, como veremos después, ha llevado
a incluir en la tipicidad no solo todos los elementos comunes de carácter objetivo (“tipo
objetivo”), sino también los elementos comunes de carácter subjetivo (“tipo subjetivo”). Por

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tanto, la conducta tiene que ser objetiva y subjetivamente típica, a cuyo estudio, en sus
diferentes manifestaciones, dedicamos las Lecciones 4 a 10.

b) La antijuridicidad es el segundo escalón e indica, como veremos con más profundidad


en la Lección 2, que la conducta no sólo vulnera la norma concreta que tipifica el supuesto de
hecho de que se trate como delito (p.e la acción de “matar a otro” como delito de homicidio del
art. 138 CP), sino que se halla en contradicción con el conjunto del ordenamiento jurídico al no
concurrir ninguna causa de justificación, como pudiera ser por ejemplo la “legítima defensa”
(regulada como eximente de la responsabilidad criminal en el art. 20.4 CP). Este elemento
resulta por tanto mediante el procedimiento negativo de constatar la ausencia de “causas de
justificación”, a cuyo estudio dedicamos las Lecciones 11 y 12.

c) La culpabilidad es el tercer escalón e implica el examen de la responsabilidad del


sujeto por el hecho antijurídico. Este elemento resulta mediante el procedimiento de examinar
las condiciones requeridas para imputar personalmente la conducta típica y antijurídica o
“injusto penal” a su autor. Estas condiciones, como veremos con detalle en las Lecciones 13 a
15, son la imputabilidad, el conocimiento de la antijuridicidad de la conducta y la exigibilidad de
un comportamiento distinto.

d) La punibilidad es un elemento que solo se plantea en algunos casos concretos en los


que concurren determinadas circunstancias, que pueden revestir la forma de “excusas
absolutorias” o bien de “condiciones objetivas de penalidad”. Estas circunstancias impiden que
se castigue al sujeto pese a que en realidad en nada afectan al delito en si mismo considerado,
cuyos elementos principales quedan intactos. A su estudio dedicaremos la Lección 14.

LA EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DEL DELITO EN LA TEORÍA GENERAL DEL DELITO.

Esencialmente cabe distinguir tres etapas en el desarrollo de la moderna teoría del


delito, que han dado lugar a tres grandes sistemas de concebir el concepto de delito, cada una
de las cuales se explica por las bases culturales y filosóficas propias de la época en que se
desarrollan, así como por el intento de superar y mejorar el edificio teórico del sistema
precedente: el concepto clásico, el concepto neoclásico y el elaborado por el finalismo, a lo que
se sumarían ciertos desarrollos recientes (JESCKECK/WEIGEND, 2002, 214 ss).

El concepto clásico de delito .

El concepto clásico del delito, sostenido significativamente por autores como BELING o
VON LISZT, es el propio del positivismo científico característico del ambiente intelectual del S. XIX.

Sus características más relevantes fueron las siguientes:

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a) Partía de un concepto de acción completamente naturalístico entendido como
“movimiento corporal” perceptible por los sentidos que produce una modificación del mundo
exterior, ambos unidos por el vínculo de causalidad según la teoría de la equivalencia de las
condiciones, lo que topaba claramente con la dificultad de clasificar dogmáticamente los
comportamientos omisivos.

b) Distinguió rigurosamente entre elementos objetivos y subjetivos del delito. Mientras


que los primeros residían en la tipicidad y la antijuridicidad, los segundos lo hacían en la
culpabilidad. La tipicidad era concebida solo como un indicio de la antijuridicidad, ambas de
carácter objetivo. La culpabilidad regía consiguientemente como un “concepto psicológico”,
cuyas formas eran el dolo y la imprudencia, a lo que se sumaba la imputabilidad como
presupuesto. A su vez, el “concepto de dolus malus” sostenido en esta etapa, comprensivo tanto
del “conocer y querer la realización del hecho”, como del “conocimiento acerca del carácter
antijurídico de la conducta” todavía no hacía posible distinguir entre “error de tipo” y “error de
prohibición” como se hace hoy en día.

c) Adolecía de una cierta bipolaridad ya que, por un lado, pretendía alcanzar las máximas
cotas de seguridad jurídica, y por otro, aspiraba a la máxima funcionalidad mediante un sistema
sancionador orientado al delincuente (JESCKECK/WEIGEND, 2002, 218).

El concepto neoclásico de delito.

Sin llegar a provocar todavía cambios sistemáticos radicales, el concepto neoclásico -


sostenido entre otros por MEZGER, MAYER o FRANK- hace evolucionar sin embargo notablemente
la concepción clásica al incorporar un pensamiento basado en los juicios de valor propios de una
“teoría teleológica del delito”. Su apoyo filosófico puede verse en la teoría neokantiana del
conocimiento. Este decisivo proceso de transformación se vio reflejado en los siguientes
elementos característicos:

a) El concepto de acción se transforma mediante la introducción del concepto de


comportamiento como materialización en el mundo exterior de la eficacia de la conducta
humana; antecedente de desarrollos posteriores en torno al “concepto social de acción”.

b) La concepción puramente objetiva de la tipicidad se resquebraja por el


descubrimiento de elementos normativos, que pueden ser aplicados a partir del sentido
valorativo que se les atribuya, así como de elementos subjetivos de lo injusto en algunos tipos
delictivos.

c) También en el ámbito de la antijuridicidad se introduce una consideración material


entendida como dañosidad social que abrió la posibilidad de graduar lo “injusto penal” según la

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gravedad de la conducta, lo que ayudó asimismo al desarrollo de causas de justificación sin
reconocimiento legal expreso. A su vez, el “tipo” deja de ser la descripción de un suceso externo
carente de valoración, para convertirse en “tipo de lo injusto”, como síntesis de los momentos
típicos de la antijuridicidad correspondientes a una figura delictiva (JESCKECK/WEIGEND, 2002,
222).

d) Finalmente se pasa de un “concepto psicológico” de culpabilidad a un “concepto


normativo de culpabilidad”, entendido como la formación de la voluntad contraria al deber
reprochable al autor en virtud de su decisión, lo que hacía posible por ejemplo un hecho doloso
que, sin embargo, no se puede imputar al enfermo mental al no serle reprochable su
comportamiento.

La crítica fundamental que ha merecido este concepto neoclásico, también conocido


como neokantiano, fue su neutralidad (o relativismo) frente a valores fundamentales del
Derecho penal, lo que lo hizo propenso a una ideología autoritaria (JESCKECK/WEIGEND, 2002, 220
nota 30, 223).

El concepto finalista de delito.

El concepto finalista de delito, dominante actualmente, fue elaborado sobre todo por
WELZEL a partir de los años treinta del siglo XX y está anclado en el planteamiento ontológico que
sirve de base a su concepto de acción final. Sus principales rasgos característicos son los
siguientes:

a) El concepto final de acción como concepto prejurídico de acción basado en


estructuras lógico-objetivas según la naturaleza de las cosas constituye punto de partida de la
construcción dogmática. Al mismo tiempo, este conecta con una fundamentación ético-social
del Derecho penal superadora del relativismo valorativo de la etapa anterior.

b) De la estructura final de la acción se deduce que el dolo, así como los elementos
subjetivos especiales de lo injusto, y la imprudencia, pertenecen ya al tipo (al “tipo subjetivo”),
puesto que su función consiste en caracterizar la acción en todos sus elementos esenciales de
carácter general.

Así pues, aunque causalismo y finalismo coinciden en que estructuran el delito en tres
escalones (tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad), difieren en el contenido que dan a esos
elementos porque mientras que para la dirección causalista el tipo del hecho doloso y el del
imprudente son idénticos y la distinción entre delito intencional e imprudente no se establece
hasta llegar a la culpabilidad, el finalismo distingue ya en el tipo entre delito doloso e imprudente
puesto que, además de la causalidad entre comportamiento y resultado, hay que examinar en

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el tipo el contenido de la voluntad: si el autor quiso el resultado (tipo doloso), o si simplemente
actuó negligentemente (tipo imprudente) (GIMBERNAT ORGEIG, 1980, 132).

c) Como consecuencia de este cambio trascendental el concepto de dolo pasa a


concebirse como “dolo neutro”, solo comprensivo del “conocimiento y voluntad de realización
del hecho”, mientras que el “conocimiento del carácter antijurídico de la conducta” se escinde
del dolo y permanece como un elemento de la culpabilidad. Esto hace posible distinguir entre
“error de tipo” (que afecta al elemento cognoscitivo del dolo) y “error de prohibición” (que afecta
a la conciencia sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal) tal y como recoge
nuestro Código Penal en el art. 14.1.2 y 14.3 respectivamente, con consecuencias de distinto
alcance.

d) Se alcanza por esta vía una cierta subjetivización de la antijuridicidad que conduce a
su vez a un cambio en el concepto material de “lo injusto”, entendido ahora como “concepto
personal de lo injusto”, como veremos en la Lección 2.

3. Concepto de delito en el Código penal español


Conforme al artículo 10 CP “Son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes
penadas por la ley”. De aquí se puede extraer:

a) La existencia del delito requiere partir de un concepto de comportamiento humano


jurídico-penalmente relevante dirigido por la voluntad de forma dolosa o imprudente, que puede
revestir una forma activa u omisiva. Esto significa, en primer lugar, que la responsabilidad penal
tiene siempre un carácter subjetivo, sin que quepa responder penalmente, por ejemplo, por la
mera causación (fortuita) de un resultado lesivo. En segundo lugar, esta premisa conduce a la
consideración de que en algunos supuestos -tales como los de fuerza irresistible, los estados de
inconsciencia, y los movimientos reflejos, que serán tratados en la Lección 3- no se puede
afirmar la existencia de un comportamiento humano jurídico-penalmente relevante, en el
sentido de uno que dé pie a la existencia de un delito.

Con todo, no se puede pasar por alto que, siendo esta la base general de la teoría del
delito, nuestro legislador decidió introducir en nuestro ordenamiento la discutible
“responsabilidad penal de las personas jurídicas” mediante LO 5/2010 de 22 de junio en el art.
31 bis CP, regulación reformada y ampliada (arts. 31 bis a art. 31 quinquies) mediante LO 1/2015,
de 30 de marzo.

Pese a la generalizada afirmación de que la LO 5/2010 supone la abolición del principio societas delinquere
non potest en el Derecho español (p.e MIR PUIG, 2011, 200), si se observa detenidamente, se trata en todo

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caso de delitos cometidos por a) los representantes legales de la persona jurídica, o bien por aquéllos que
actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para
tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro
de la misma (art. 31.bis.1.a); b) quienes estando sometidos a la autoridad de las personas físicas
mencionadas en el párrafo anterior han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente
por aquéllos los deberes de supervisión, vigilancia y control de su actividad atendidas las concretas
circunstancias del caso (art. 31 bis.1.b). Es decir, la persona jurídica como tal no comete ningún delito,
sino que, como dice el propio legislador en el actual art. 31 ter, “la responsabilidad penal de las personas
jurídicas será exigible siempre que se constate la comisión de un delito que haya tenido que cometerse
por quien ostente los cargos o funciones aludidas en el artículo anterior”. En segundo lugar, dado que esta
responsabilidad puede exigirse “aun cuando la concreta persona física responsable no haya sido
individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento contra ella”, se trata en esencia de un
modelo de responsabilidad objetiva que no se compadece con la naturaleza jurídica de carácter penal que
el legislador de modo voluntarista le confiere. A este respecto no resulta decisiva su regulación en el
Código Penal, del mismo modo que la responsabilidad civil derivada del delito tampoco tiene naturaleza
jurídico-penal pese a estar regulada en el Código penal. A su vez, lo anterior genera muchos problemas
desde el punto de vista de los principios constitucionales en los que se basa el Derecho penal, entre los
que destaca el principio de culpabilidad (que exige, entre otros requisitos, una responsabilidad personal,
individual y subjetiva, para imponer una pena), lo que sugiere a su vez que las “penas” previstas para las
personas jurídicas son, en realidad, consecuencias jurídicas que tienen como objetivo combatir la
peligrosidad de las corporaciones.1

También cabe plantear en este contexto qué sucede cuando tenemos una situación de
falta de acción que ha sido provocada dolosa o imprudentemente por una conducta anterior del
propio sujeto, lo cual alude a la figura jurídica de la actio libera in causa. Ambas cuestiones serán
objeto de tratamiento específico en la Lección 3, si bien sobre esta última figura jurídica se
incluyen también las oportunas referencias en el epígrafe 4 de la Lección 14.

b) Dicho comportamiento debe estar previsto como delito con anterioridad a su


realización por la ley, de acuerdo al principio de legalidad y las garantías que éste conlleva
respecto a la estricta determinación de las conductas punibles. A este respecto cabe recordar lo
previsto en el art. 25.1 CE y en el art. 4.1 y 4.2 del Título Preliminar del CP.

c) Aunque en esta definición legal no se hace alusión a los otros dos elementos
fundamentales del delito, antijuridicidad y culpabilidad, éstos pueden ser extraídos sin dificultad

1
Sobre este círculo de problemas Cfr., p.e: Robles Planas (2011), Gómez Martín (2012) y Gracia Martín
(2014).

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de otros preceptos contenidos en el Libro I del Código Penal, que recoge las reglas de la Parte
General del Derecho Penal. En particular, resulta fundamental el art. 20 que regula entre sus
eximentes, las “causas de justificación” (20. 4º, 5º y 7º), que hacen que la conducta típica no sea
sin embargo antijurídica, y las “causas de inimputabilidad” (20.1º, 2º, 3º), que junto al “error
invencible de la antijuridicidad de la conducta” (art. 14.3) y la “inexigibilidad de otra conducta”
(art. 20.5º, cuando se trata de un estado de necesidad exculpante, y art. 20.6º) constituyen
“causas de inculpabilidad”.

Como habrá ocasión de resaltar la diferencia entre “causas de justificación” y “causas


de inculpabilidad” es absolutamente crucial. Las primeras convierten el comportamiento
objetiva y subjetivamente típico en justificado y, por ende, en permitido. Por este motivo no hay
injusto penal y de dicho comportamiento no puede derivar ninguna consecuencia para el sujeto.
Por el contrario el alcance de las causas de inculpabilidad, las que impiden imputar de forma
personal lo injusto a su autor, es bien diferente. En estos casos, por ejemplo, no cabe imponer
una pena, pero si se dan los requisitos exigidos para ello por el código penal, sería posible
imponer una medida de seguridad. Por otro lado, en virtud del “principio de accesoriedad
limitada de la participación”2, para que respondan penalmente los partícipes debemos estar
ante un hecho típico y antijurídico (dolosamente) cometido por el autor principal del delito, sin
que sea preciso que sea además culpable.

4. Clasificación de las infracciones


Mientras que el CP de 1995 distinguía originalmente entre delitos y faltas, tipificados
respectivamente en los Libros II y III del Código Penal, mediante la LO 1/2015, de 30 de marzo
(con entrada en vigor a partir del 01/07/2015) se ha abolido el Libro III relativo a las faltas,
pasando éstas a conformar en su mayor parte delitos leves (un total de veinte figuras típicas,
frente a las catorce que se suprimen) que, en general, suponen un incremento de las penas
respecto a la situación anterior. El objetivo perseguido de descongestionar la jurisdicción penal
hace aguas si observamos que se mantienen las más frecuentes en la práctica, sin que resulte
todavía claro el alcance en la práctica del principio de oportunidad procesal penal introducido
en el art. 963.1 de la LECrim para su persecución3 (CUGAT MAURI, 2015, 225 SS, 237).

2
Sobre el mismo véase el epígrafe 5 de la Lección 10.
3
Artículo 963 LECrim
«1. Recibido el atestado conforme a lo previsto en el artículo anterior, si el juez estima procedente la
incoación del juicio, adoptará alguna de las siguientes resoluciones:

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Así pues, se distingue ahora entre a) delitos graves, definidos como las infracciones que
la Ley castiga con pena grave en el art. 13.1 CP con relación al art. 33.2 CP, b) delitos menos
graves, definidos como aquellas infracciones para las que la Ley prevé pena menos grave en el
art. 13.2 CP con relación al art. 33.3 CP, y c) delitos leves, definidos como aquellas infracciones
que la Ley castiga con pena leve en el art. 13.3 CP con relación al art. 33.4 CP.

Por otro lado, a tenor del art. 12 CP “las acciones u omisiones imprudentes sólo se
castigarán cuando expresamente lo disponga la Ley”.

1.ª Acordará el sobreseimiento del procedimiento y el archivo de las diligencias cuando lo solicite el
Ministerio Fiscal a la vista de las siguientes circunstancias:

a) El delito leve denunciado resulte de muy escasa gravedad a la vista de la naturaleza del hecho, sus
circunstancias, y las personales del autor, y

b) no exista un interés público relevante en la persecución del hecho. En los delitos leves patrimoniales,
se entenderá que no existe interés público relevante en su persecución cuando se hubiere procedido a la
reparación del daño y no exista denuncia del perjudicado.

En este caso comunicará inmediatamente la suspensión del juicio a todos aquellos que hubieran sido
citados conforme al apartado 1 del artículo anterior.

El sobreseimiento del procedimiento será notificado a los ofendidos por el delito.»

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TEMA 2. ANTIJURICIDAD PENAL Y LO INJUSTO PENAL

La primera característica que podemos resaltar es que el delito se encuentra conformado por
tres elementos:

- Conducta típica
- La conducta típica debe ser antijurídica
- La conducta antijurídica para ser delito debe ser culpable

La conducta antijurídica será el aspecto en el que nos centraremos, es un elemento clave del
derecho penal y en particular en el hecho delictivo. La clave de esta figura es obligatoria empezar
definiéndola. En términos generales se puede señalar que una conducta es antijurídica cuando
contradice las reglas establecidas por el derecho y que son necesarias para la convivencia social,
el derecho (en todas sus ramas) regula a través de sus normas las relaciones humanas y lo hace
de tal estableciendo una serie de obligaciones y deberes necesarios para vivir en sociedad, el
derecho civil es la que más regula.

El derecho penal establece una serie de prohibiciones a través de las penas y estas prohibiciones
lo que persiguen es garantizar la seguridad jurídica de las personas y en particular que los BJ de
los que somos titulares se encuentren protegidos, si una persona contradice estas normas
comete un acto antijurídico. La conducta antijurídica no es solo patrimonio del Derecho Penal,
puede realizarse contra derecho civil, administrativo… con esto, vamos a analizar la
Antijuridicidad penal.

Antijuridicidad penal

Puede ser tratada desde un punto de vista formal y material.

• Antijuridicidad formal. Consiste en que una persona lleva a cabo un acto prohibido por
las normas penales. Dichas normas penales son de dos tipos:
o En el Código penal. Donde encontraremos la mayoría de las normas, el cual se
divide en dos partes: parte general (art 1 – 137), donde no encontramos normas
prohibitivas, la cual regula conceptos; y parte especial, donde encontramos las
figuras delictivas (138 – 616)
o En las leyes penales especiales. Cuando se infringe alguna de estas
prohibiciones, podemos decir que se ha realizado un injusto penal (acto en
contra del derecho)

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Pero, ¿cómo establece el legislador las conductas prohibidas den el derecho penal? ¿por qué se
establecen normas prohibitivas? En primer lugar, el legislador recoge un listado de conductas
graves, no todas porque si no sería criminalizar toda nuestra vida. Cuando hablamos del
legislador, lo hacemos de nuestros diputados y senadores; pero quienes determinan si hay
conductas delictivas son los expertos en política criminal cuyo fin es determinar que conductas
sociales deben ser prohibidas.

El Estado tiene la obligación de proteger bienes jurídicos de las personas, lo hará aplicando las
normas a posteriori, aunque también cabe la posibilidad de evitar estas conductas con la
amenaza de sanción, nosotros sabemos que hay un CP. Esto implica que tenemos conocimiento
de la norma prohibitiva que lleva aparejado consecuencias jurídicas privativas de libertad.

¿Es suficiente solo con llevar a cabo una conducta contraria a derecho? No, no es suficiente, se
necesita además que la comisión de esta conducta o este hecho delictivo no concurra ninguna
causa que justifique la comisión de este delito. Las causas de justificación es que en
determinadas circunstancias una persona se puede encontrar justificada para cometer un hecho
delictivo, en el artículo 20CP donde encontramos causas de inimputabilidad de una persona y a
su vez las causas que justifican la comisión de un hecho delito, eximiéndole de culpabilidad. EJ:
una persona que mata a otro por un disparo en el tórax, esta conducta es contraria al derecho
porque está prohibido en el 138 CP y por tanto quien lo haga, lleva a cabo una conducta contraria
al DP y por tanto es antijurídica, pero no basta para determinar si estamos ante un delito, hay
que determinar si hay o no causas de justificación; si la persona que dispara lo hace porque quien
recibe el disparo le va a pegar con un bate en la cabeza concurre una causa de justificación de
legítima defensa 20.4 CP. Para que una conducta sea antijurídica deben concurrir dos
circunstancias: debe ser una conducta típica (recogida en un precepto del CP en el caso del
ejemplo el 138CP) pero con esto no es suficiente; también requiere que no concurra ninguna
causa de justificación. Antijuridicidad formal, por tanto, podemos decir que requiere que
concurra una circunstancia típica carente de justificación

• Antijuridicidad material. Antiguamente para que una conducta sea considerada


antijurídica solo se tenía en cuenta el resultado. Esto entendía la doctrina que lleva a
considerar que todas las conductas que se lleven a cabo tienen la misma gravedad.
Vamos a plantear tres situaciones:
o A coloca veneno en la copa de vino de B porque quiere matarlo por problemas
entre ellos, B cuando ingiere el vino fallece.
o A conduce imprudentemente su vehículo a 180 km/h y atropella a B, el cual
muere consecuencia del atropello

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o A conduce de forma prudente y correcta su vehículo y atropella a B que cruza la
calle por un lugar no destinado a ello, de forma imprevista para A; B muere
consecuencia del atropello

A través de estos supuestos vamos a entender por qué provoca criticas esta postura del
s. XIX vamos a extraer una serie de conclusiones:

o Las tres personas fallecen como consecuencia de las situaciones planteadas


o Si identificamos la conducta antijurídica con el resultado lesivo, podemos
concluir que las tres conductas son igualmente antijurídica y no se tiene en
cuenta la forma en la que se cometen los delitos, lo que parece injusto ya que
no es lo mismo que A quite la vida a B envenenándole que cuando conduce de
forma correcta, a pesar de que el resultado sea el mismo. En el primer caso la
conducta es bastante más grave que en el atropello imprudente por lo que
estamos ante un delito doloso; en el segundo caso no tiene intención, pero
provoca la muerte por falta de cumplimiento de las normas de conducta; lo
mismo sucede en el tercer suceso si el conductor cumple con las normas. De
aquí deducimos que no puede tenerse en cuenta solo el resultado ya que daría
lugar a un injusto penal, no podemos sancionarles de la misma forma. También
debe tenerse en cuenta el modo en el que se realiza la conducta antijurídica,
esta forma es una forma que permite que se planteen o se den esas
interpretaciones erróneas.
o Las conductas se llevan a cabo con distinta gravedad, por lo que no merecen la
misma pena, en consecuencia, para que la conducta antijurídica quede
perfectamente constituida es decir que el resultado y el modo aparezcan
conectados.

Hay autores alemanes que mantienen que para considerar un hecho como injusto
bastaría con considerar el desvalor de la acción, quedando el desvalor de resultado en
un papel secundario. Es decir hay que tener en cuenta la acción (voluntad), y el resultado
es secundario, todo lo opuesto a lo anterior; esto es objeto de crítica porque trata la
conducta desde el punto de vista del derecho penal de autor y no de hecho; se trata de
una de las figuras más criticadas porque hay que enjuiciar al hecho y no a la persona. No
obstante hay que señalar que cuando los alemanes dicen que hay que considerar la
intencionalidad o la voluntad tiene su explicación, la encontramos depv de la tentativa.
Si disparo con intención de matar y no mato, el bien jurídico protegido (vida) no ha
resultado afectado, pero si se ha puesto en peligro y si tenemos en cuenta le resultado

14
en exclusiva, quedaría indemne; si tenemos en cuenta la teoría de los alemanes
(monista) habría que aplicar la figura de la tentativa, el BJ no resulta afectado
directamente pero si puesto en peligro.

15
LECCIÓN 3. EL COMPORTAMIENTO HUMANO.

1. El comportamiento humano como base de la teoría del delito

El delito es el comportamiento humano o acción típica, antijurídica, culpable y


punible. El primer elemento del delito es, por tanto, el comportamiento humano en el
que se engloban tanto acciones como omisiones. El artículo 10 CP dice: Son delitos las
acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley.

El Derecho penal sólo criminaliza los hechos realizados por las personas
quedando fuera del ámbito punitivo las conductas realizadas por fuerzas o fenómenos
de la naturaleza (el rayo que mata al paseante del bosque) o por animales (la plaga de
roedores que acaba con la cosecha).

Asimismo, el axioma nulla iniuria sine actione supone que el presupuesto de la


pena no puede consistir en actitudes, pensamientos, talantes o estados de ánimo en
tanto permanecen en el plano interno, sino que deben concretarse en acciones con
proyección externa pues la convivencia social no es dañada o puesta en peligro por
puros procesos psíquicos, sino por manifestaciones exteriores de la voluntad humana.

Pero ¿qué es una acción en el sentido del Derecho penal?. Al no ofrecer el Código
penal un concepto de acción se han dado a lo largo de los años diversas teorías sobre la
misma. Aquí traeremos a colación las tres principales teorías: la teoría causal, la teoría
final y la teoría social de la acción.

La teoría causal de la acción, desarrollada al final del siglo XIX, fue durante largo
tiempo la teoría predominante. Esta se caracteriza por abstraer el contenido de la
voluntad y considerar como criterio determinante exclusivamente la eficacia causal de
la voluntad. Por tanto, la acción se define como una causación arbitraria o no evitación
de una modificación en el mundo exterior.

El concepto de acción que maneja el causalismo en una primera etapa es un


concepto ontológico –en cuanto perteneciente al mundo del ser- , descriptivo –en
cuanto muestra lo que sucede pero sin valorarlo- y causal –en cuanto la acción es

16
entendida como un impulso de voluntad generador de un movimiento corporal que es
el que causa una modificación del mundo exterior perceptible a través de los sentidos-.

Para VON LISZT, la acción se entendía como un simple movimiento corporal


causado por un impulso de la voluntad que, a su vez, causa una modificación en el
mundo exterior. La acción se constataba sin necesidad de analizar la voluntad del sujeto.

Características de la acción eran: un movimiento corporal, causado por un


impulso de la voluntad, movimiento que es a su vez causa de una modificación del
mundo exterior.

Se llama “causal” a este concepto de acción porque concibe solo a la voluntad


humana en su función causal y no en su virtualidad de conducción del proceso causal.

Las principales objeciones a la teoría causal se centraron en el hecho de no dar


cobijo a la omisión ya que si la acción requería de un movimiento corporal, el concepto
causal de la acción no podía cumplir la función de elemento básico, unitario, del sistema
de la teoría del delito. Por ello, MEZGER, sin abandonar el modelo de VON LISZT,
introdujo algunas modificaciones a la concepción causal de la acción dando lugar al
causalismo valorativo o neokantismo. Para empezar, los neokantianos ya no hablan de
acción sino de comportamiento humano que, como tal, comprende tanto la acción como
la omisión. Para el causalismo valorativo, el comportamiento humano tiene que ser
voluntario, entendida la voluntad como un simple deseo de causar un resultado en el
exterior. Sin embargo, entienden que no forma parte de la acción el contenido de la
voluntad, esto es, la finalidad que persigue el sujeto con ese comportamiento.

Los obstáculos que presentaba la concepción causal de la acción fueron los que
llevaron a una concepción finalista de la acción.

El concepto final de acción fue obra de WELZEL. Para la teoría final, la acción
humana consiste en el ejercicio de una actividad finalista. La finalidad o el carácter
finalista de la acción se basa en que el ser humano, gracias a su saber causal, puede
prever, dentro de ciertos límites, las consecuencias posibles de su conducta, asignarse,
por tanto, fines diversos y dirigir su actividad conforme a un plan a la realización de estos
fines. WELZEL lo expresó con la siguiente fórmula: la finalidad es “vidente”, la causalidad
“ciega”. Según la teoría final de la acción, la acción humana no es solo un proceso

17
causalmente dependiente de la voluntad, sino, por su propia esencia, ejercicio de la
actividad final. La espina dorsal de la acción finalista es la voluntad consciente del fin,
rectora del acontecer causal. Ella es el factor de dirección que configura el acontecer
causal externo, pertenece a la acción como factor integrante. Para WELZEL, finalidad y
voluntad de realización son términos sinónimos.

La conducción final de la acción tiene lugar en tres momentos: empieza con la


anticipación mental de la meta, sigue con la elección de los medios necesarios para la
consecución de la misma y concluye con la realización de la voluntad de la acción en el
mundo del suceder real. Así, para efectuar un disparo mortal, el autor ha de buscarse
primero la víctima, elegir después el arma, apuntar con ella y, finalmente, realizar su fin
homicida apretando el gatillo.

La consecuencia fundamental de la teoría finalista es la inclusión del dolo en el


tipo de injusto de los delitos dolosos: si el delito es acción antijurídica, la antijuridicidad
debe recaer sobre la acción y ésta exige principalmente la finalidad, finalidad que en los
hechos dolosos equivale al dolo. Con esta inclusión se trastocan los cimientos de la
teoría clásica del delito que se caracterizaban por la distinción de antijuridicidad y
culpabilidad, como referidas a las partes objetiva y subjetiva del hecho.

Las críticas de la doctrina de la acción finalista se centraron principalmente en las


dificultades con que tropieza en los delitos imprudentes. Al igual que el concepto causal,
el concepto final de acción tampoco puede cumplir la tarea de un concepto general
capaz de cobijar a todas las formas de comportamiento jurídico-penalmente relevantes.

Finalmente, el concepto social de acción que, al igual que los anteriores, trata de
obtener un concepto general, prejurídico, de acción. Esta concepción social de acción se
caracteriza por manejar un concepto normativo de acción al definirla por referencia a
un sistema de normas, lo que le ocasionó su mayor crítica al anticipar al primer elemento
del delito valoraciones pertenecientes a elementos posteriores. Para esta doctrina, la
acción es todo comportamiento humano objetivamente dominable, dirigido a un
resultado social objetivamente previsible.

Otras teorías actuales propuestas por la doctrina son el concepto negativo de


acción, para quienes la acción es una no evitación evitable, el concepto personal de

18
acción, que caracteriza la acción como manifestación de la personalidad o el concepto
significativo de acción. Desde este último la acción se define como sentido que,
conforme a un sistema de normas, puede atribuirse a determinados comportamientos
humanos, de manera que el concepto significativo de acción expresa que los hechos
humanos únicamente pueden comprenderse a través de las normas, esto es, que su
significado solo existe en virtud de normas y no es previo a las mismas.

2. La ausencia de comportamiento humano: estados de


inconsciencia, movimientos reflejos, fuerza irresistible.
Si el delito es acción, hay que entender que no habrá delito cuando no concurran
los elementos que la integran, es decir, si el comportamiento humano es el primer
presupuesto dogmático del delito que tiene que concurrir para seguir preguntándonos
por el resto de las categorías de tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad y punibilidad, su
falta exime de la necesidad de preguntar por las mismas. Decía MEZGER que “la acción
es el único sustantivo de la definición dogmática de delito, al cual se añaden sus demás
características, que constituyen adjetivos referidos a aquel sustantivo”. La falta de acción
es un factor que entraña la atipicidad de un supuesto.

Para poder estar frente a una acción es necesario que el comportamiento


humano sea voluntario, por tanto, si falta la voluntad del sujeto no habrá acción
penalmente relevante. En esa obviedad descansa la opción legislativa seguida por
nuestro Código penal cuando ha prescindido de la mención de los supuestos de ausencia
de acción.

Los supuestos clásicos de ausencia de comportamiento humano por falta de


voluntariedad son los siguientes: la fuerza irresistible, los movimientos o actos reflejos
y los estados de inconsciencia.

ESTADOS DE INCONSCIENCIA.

Los estados de inconsciencia determinan la ausencia de comportamiento


humano voluntario. En estos casos los actos que se realizan no dependen de la voluntad

19
y por consiguiente no pueden considerarse acciones penalmente relevantes. Estados de
inconsciencia son, entre otros, el sueño, el sonambulismo o la embriaguez letárgica.

Por lo que respecta al sueño el problema más importante se centra en la eventual


responsabilidad criminal que puede recaer sobre el sujeto al optar por dormirse cuando
tenía alguna responsabilidad a su cargo, de manera que el sueño hizo imposible la
evitación de un daño. En estos casos, el daño sobrevenido puede ser imputado a título
de imprudencia al sujeto. Pensemos en el siguiente caso: A pese a sufrir
desvanecimientos continúa conduciendo su automóvil. Mientras conduce sufre uno de
estos desmayos y pierde el control del vehículo que salta a la calzada contraria chocando
contra otro automóvil que circula por ella con el resultado de un fallecido, el conductor
del vehículo contrario, y dos de los pasajeros con lesiones. (STS de 19 de noviembre de
1979).

Pero que esté ausente un comportamiento humano en el momento de


producirse la lesión del bien jurídico no significa que dicha lesión necesariamente no
pueda imputarse jurídico-penalmente a un comportamiento humano anterior. La
doctrina de la actio libera in causa permite imputar la lesión a la conducta humana
precedente. Según esta teoría hay que distinguir dos momentos. En un primer
momento, el sujeto, libre y consciente, se coloca en un estado de embriaguez para, por
ejemplo, facilitar la comisión de un delito de robo. En un segundo momento, cuando
realiza el delito, la sustracción, su conducta no era una conducta voluntaria por la
situación de embriaguez letárgica en la que se encontraba. La teoría de la actio libera in
causa sostiene que en estos casos es necesario retrotraerse al momento original, que es
en el que se debe constatar si ha existido o no un comportamiento humano voluntario.
desis

En el caso expuesto hay que distinguir dos fases: en una primera, A, pese a sufrir
desvanecimientos, continúa conduciendo su vehículo, y una segunda fase, donde A sufre
uno de esos desmayos mientras conduce y pierde el control del vehículo. La pregunta
que surge es: ¿cabe hacer responsable a A de los resultados lesivos por la “acción
inmediatamente lesiva”?. Si la respuesta es negativa, cabe entonces preguntarse si A ha
de responder de dichos resultados por sus acciones anteriores a la que directamente

20
produce el accidente. Para el Tribunal Supremo, la respuesta es afirmativa al infringir A
la norma de cuidado legalmente establecida.

MOVIMIENTOS REFLEJOS

En todo delito de acción hay un movimiento corporal. Este movimiento o acto ha


de ser voluntario y no lo es el movimiento reflejo, esto es, aquel movimiento muscular
que es reacción inmediata e involuntaria a un estímulo externo o interno, sin
intervención de la conciencia. Se trataría de dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿pudo
el sujeto actuar de otra manera?, ¿tuvo otra opción distinta?. Ejemplo paradigmático de
movimientos reflejos lo constituyen los ataques convulsivos o epilépticos en los que el
impulso externo actúa por vía subcortical, periférica, pasando directamente de un
centro sensorio a un centro motor: todo ello sin intervención primaria de la conciencia.

Distintos de los movimientos reflejos son las reacciones primitivas en las que se
distinguen los actos en cortocircuito, en los que interviene la voluntad y por tanto no
excluyen la acción y las reacciones explosivas. Ej. el atracador nervioso, aprieta
instintivamente el gatillo al observar un gesto equívoco de huida o defensa en un
empleado del banco.

Un caso de movimiento reflejo fue el enjuiciado por el Tribunal Supremo en su


sentencia de 23 de septiembre de 1983. A, en compañía de B y C, después de haber
estado bebiendo copas, decidieron ir a la bodega de B para continuar bebiendo y cuando
A se encontraba agachado para sacar vino de una barrica y con las piernas separadas,
hallándose de espaldas a B, éste agarró a A, fuertemente, por los genitales, en cuyo
momento A, al sentirse dolorido, giró bruscamente su cuerpo empujando con el codo a
B quien perdió el equilibrio cayendo al suelo y golpeándose la cabeza. B murió.

La sentencia de instancia había condenado al sujeto por un delito de homicidio


con la atenuante de preterintencionalidad. El Tribunal Supremo casa la sentencia y dicta
una sentencia absolutoria al considerar que “su amigo le empujó de manera puramente
maquinal, al realizar el movimiento corporal naturalmente instintivo al sentir el dolor
producido por la presión ejercida sobre sus órganos genitales, por lo que tal movimiento
corporal no puede estimarse como constitutivo de una acción penalmente relevante al

21
no concurrir la voluntariedad exigida en el art. 1 del CP, para reputar punible una acción
o una omisión”.

La sentencia del Tribunal Supremo alemán de 16 de julio de 1974 plantea el


supuesto de un acto en cortocircuito. Cuando A trazaba una curva con su coche le entró
por la ventana, que se encontraba abierta, una mosca en un ojo. Por lo cual, A realizó
un “brusco movimiento de defensa” con la mano. Este movimiento se realizó sobre el
volante. Como consecuencia de ello, A perdió el dominio sobre su coche y se desplazó
sobre el carril contrario, donde se produjo una colisión con un coche que venía por ese
carril. De dicha colisión resultaron heridas varias personas. El Tribunal Supremo estimó
que el movimiento de defensa realizado por la mano para ahuyentar a la mosca reside
en una intercepción del impulso de una dirección voluntaria, por ello, consideró a A
responsable de una lesión imprudente basándose en que no solo en la conducción con
ventana abierta siempre se debe contar con la posibilidad de entrada de un cuerpo
extraño sino también en que el conductor debe estar preparado para ello y, por lo tanto,
debe prestar atención de no sobre reaccionar.

FUERZA IRRESISTIBLE.

El viejo Código penal de 1973 declaraba en su artículo 8.9.ª exento de


responsabilidad criminal al que obra violentado por una fuerza irresistible. En el Código
penal vigente no hay un precepto homólogo al ser obvio e innecesario, lo que no
significa que no pueda apreciarse como un supuesto de ausencia de acción. Los
movimientos obligados por una fuerza física irresistible no constituyen comportamiento
humano. La fuerza irresistible supone ausencia de comportamiento voluntario por
cuanto un tercero violenta al sujeto mediante el empleo de vis física absoluta. Se
requiere que la fuerza del tercero suprima o anule la voluntad. Como sucede en los
siguientes ejemplos:

A empuja fuertemente a B que se pasea por el borde de una piscina, cayendo


sobre C y causándole la muerte. Será A, autor mediato, quien responda de la muerte de
C.

22
Para provocar un choque de trenes, un sujeto ata fuertemente a una silla al
responsable del control. Este último encontrándose atado, padece una fuerza física
irresistible que le impide actuar. La omisión de corregir el trazado de las vías del tren
para impedir el accidente no puede atribuirse a su comportamiento.

Ahora bien para excluir el comportamiento del sujeto es necesaria una


determinada cantidad de fuerza del tercero. Por ello, la jurisprudencia requiere que la
fuerza del tercero suprima o anule la voluntad, u obligue al sujeto a delinquir.

La fuerza irresistible es una causa de ausencia de acción constituida por toda


violencia física o material ejercida por un tercero sobre el agente venciendo su voluntad
y anulando su libertad realizativa hasta el extremo de forzarle a la ejecución de un acto,
respecto del que aquél aparece como mero instrumento de ajenas y antijurídicas
intenciones (STS 21 de febrero de 1989)

Para la apreciación de la fuerza irresistible es, por tanto, necesario que la misma:

1) anule por completo la voluntad de obrar del sujeto activo.

2) provenga de un tercero.

3) que actuando con positiva influencia sobre aquél le obligue a realizar un acto
contrario a sus deseos o a su voluntad.

Requisitos todos ellos a los que alude la jurisprudencia como, por ejemplo, en la
STS núm. 320, de 15 de marzo de 1997.

La fuerza irresistible es distinta de la intimidación moral que incide sobre la


mente del sujeto pero no sobre su cuerpo por lo que no excluye la conducta, que es
voluntaria, sino la libertad de decidir. En estos casos puede entrar en juego la idea de
inexigibilidad de otra conducta, esto es, la eximente de miedo insuperable o de estado
de necesidad.

3. La actuación en nombre de otro


La actuación en nombre de otro es un principio penal con arreglo al cual, en la
responsabilidad de las personas jurídicas, las conductas delictivas deben personalizarse
en los miembros de sus órganos, esto es, en las personas físicas individuales que,
formando parte de la sociedad, tienen facultades de dirección, gestión, representación,

23
administración o análogas. La razón estriba en que detrás de cada decisión social hay
una o varias personas físicas responsables que son las que en nombre de aquélla toman
y cumplen los acuerdos.

La reforma penal de 1983 fue la encargada de introducir en el Código penal este


precepto para poner fin a las dificultades que se presentaban en la práctica a efectos de
imputación en los delitos especiales propios cometidos por una persona jurídica. Se
trataba de eliminar las lagunas de impunidad que se generaban cuando el deber especial
típico incumbía a la persona física o jurídica y no al representante que realizaba el
comportamiento que infringía el deber. Pensemos en el caso de una empresa que es
declarada judicialmente en concurso por la situación de insolvencia que atraviesa.
Insolvencia que ha sido causada dolosamente por sus directivos. Conforme al artículo
259 CP, se trata de un delito especial que solo puede ser cometido por quienes se
declaran en concurso, declaración que recae sobre la empresa. Para permitir la
imputación de estos hechos a los directivos, la existencia del artículo 31 evita la
impunidad de los mismos al extender la responsabilidad penal a los sujetos no
cualificados, siempre que hayan obrado en representación de la persona física o jurídica
que poseyera dicha cualificación.

Al año siguiente de la reforma del 83 el Tribunal Constitucional en su sentencia


253/1993, de 20 de julio recordaba que con este precepto se persigue obviar la
impunidad en que quedarían las actuaciones delictivas perpetradas bajo el manto de
una persona jurídica por miembros de la misma perfectamente individualizables,
cuando, por tratarse de un delito especial propio, es decir, de un delito cuya autoría
exige necesariamente la presencia de ciertas características, éstas únicamente
concurrieren en la persona jurídica y no en sus miembros integrantes.

El artículo 31 CP dispone:

El que actúe como administrador de hecho o de derecho de una persona jurídica,


o en nombre o representación legal o voluntaria de otro, responderá personalmente,
aunque no concurran en él las condiciones, cualidades o relaciones que la

24
correspondiente figura de delito requiera para poder ser sujeto activo del mismo, si tales
circunstancias se dan en la entidad o persona en cuyo nombre o representación obre.

El precepto distingue entre administrador de hecho y administrador de derecho.


Por administrador de derecho se entiende el sujeto que realiza funciones de
administración en una sociedad en virtud de un título jurídicamente válido. Por tanto,
administrador de derecho es la persona física dotada de las facultades que la ley
atribuye a la figura del administrador (según la clase de sociedad de que se trate),
nombrado por el órgano social competente, en virtud de acuerdo social formal y
sustantivamente válido y debidamente documentado, que haya aceptado el
nombramiento y se halle vigente, habiéndose practicado la inscripción del mismo en el
Registro Público competente.

El administrador de hecho, por el contrario, es quien de hecho manda o gobierna


desde la sombra (STS núm. 816, de 26 de julio de 2006). No es obstáculo, para la
transferencia de la calidad a efectos de ser considerados autores del delito, los que,
habiendo ostentado formalmente el cargo, se vieran privados de su titularidad por
nulidad de la designación o finalización del mandato, si, de hecho, siguen ejerciendo las
mismas atribuciones. También pueden ser tenidos por administradores de hecho los que
actúan como tales, sin previo nombramiento o designación, si su actuación como tales
administradores, además, se desenvuelve en condiciones de autonomía o
independencia y de manera duradera en el tiempo. Obstará a dicha consideración la
existencia de administradores formales que efectivamente desempeñan su función con
autoridad sobre los gestores, pero no se excluye la eventual concurrencia de
responsabilidades si ambos actúan en colaboración sin jerarquía en su relación (STS
núm. 606, de 25 de junio de 2010). Así, se ha condenado como autor de un delito fiscal
por defraudación de IVA, al administrador de hecho de una empresa que,
conjuntamente con el nombrado formalmente de derecho, gestionaba de forma
efectiva la empresa obligada al pago del IVA.

No obstante, la STS núm. 1828, de 25 de octubre de 2002 señala que “los


términos representante o administrador que utiliza el artículo 31 son conceptos
valorativos, expresando control y dirección de las actividades de una empresa, que en
modo alguno se constriñen a la significación literal de los términos en cuestión”.

25
La aplicación del artículo 31 exige la concurrencia de tres requisitos:

1. La comisión de un delito especial propio. En los delitos especiales impropios el


artículo 31 no tiene aplicación alguna porque en ellos el sujeto no cualificado siempre
puede ser autor del delito común.

2. La existencia de una o varias personas con patrimonios autónomos.

3. El ejercicio efectivo o real, no meramente formal, de la administración de


hecho o de derecho de una persona jurídica.

El artículo 31 es aplicado principalmente en delitos de quiebra, alzamiento de


bienes o defraudación a la Hacienda Pública, delitos en los que aunque la deudora es la
sociedad, las decisiones que llevan a la misma a la situación de insolvencia o de ocultar
bienes, es tomada por los administradores quienes serán los que respondan en calidad
de autores.

4. La responsabilidad penal de las personas jurídicas


Desde la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, el Ordenamiento Jurídico español
regula la responsabilidad penal directa e independiente de las personas jurídicas,
responsabilidad que únicamente podrá ser declarada en aquellos supuestos donde
expresamente se prevea. Se opta, por tanto, por un sistema de numerus clausus
conforme al cual la responsabilidad penal de las personas jurídicas solo podrá ser
declarada con respecto a un catálogo cerrado de delitos previsto legalmente: tráfico
ilegal de órganos –artículo 156 bis.3.º-, trata de seres humanos –artículo 177 bis.7.º-,
delitos relativos a la prostitución y la corrupción de menores –artículo 189 bis-, delitos
contra la intimidad y allanamiento informático –artículo 197 quinquies-, estafa –artículo
251 bis-, insolvencias punibles –artículo 261 bis-, daños informáticos –artículo 264
quáter-, delitos contra la propiedad intelectual e industrial, el mercado y los
consumidores –artículo 288-, delito de blanqueo de capitales –artículo 302-, delitos de
financiación ilegal de los partidos políticos –artículo 304 bis.5-, delitos contra la
Hacienda Pública y contra la Seguridad Social –artículo 310 bis-, delitos contra los
derechos de los ciudadanos extranjeros –artículo 318 bis.5-, delitos urbanísticos –

26
artículo 319.4.º-, delitos contra el medio ambiente –artículo 328-, delitos relativos a la
energía nuclear y a la radiaciones ionizantes –artículo 343-, delitos de riesgo provocados
por explosivos –artículo 348-, tráfico de drogas –artículo 369 bis-, delitos de falsedad en
medio de pago –artículo 399 bis-, delito de cohecho –artículo 427 bis-, delito de tráfico
de influencias –artículo 430-, delito de soborno a funcionario extranjero –artículo 455-,
organizaciones o grupos criminales – artículo 570 quater- y financiación del terrorismo
–artículo 576 bis-.

De esta manera el brocado “societas delinquere non potest” se ha extinguido en


España como ya sucedió anteriormente en países como Austria, Bélgica, Dinamarca,
Francia, Finlandia, Holanda, Portugal, Suecia, etc. El texto penal establece ahora una
responsabilidad penal para las personas jurídicas que trae como consecuencia la
imposición a éstas de unas sanciones penales.

La Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo lleva a cabo una amplia revisión del
régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas. Sin embargo, se echa en
falta en el Preámbulo de la Ley Orgánica una explicación y un análisis más detallados de
las importantes modificaciones previstas en esta materia ya que tan solo se limita a
señalar de manera muy parca lo siguiente: “la reforma lleva a cabo una mejora técnica
en la regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, introducida en
nuestro ordenamiento jurídico por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, con la
finalidad de delimitar adecuadamente el contenido del “debido control”, cuyo
quebrantamiento permite fundamentar su responsabilidad penal. Con ello se pone fin a
las dudas interpretativas que había planteado la anterior regulación, que desde algunos
sectores había sido interpretada como un régimen de responsabilidad vicarial, y se
asumen ciertas recomendaciones que en ese sentido habían sido realizadas por algunas
organizaciones internacionales. En todo caso, el alcance de las obligaciones que conlleva
ese deber de control se condiciona, de modo general, a las dimensiones de la persona
jurídica. Asimismo, se extiende el régimen de responsabilidad penal a las sociedades
mercantiles estatales que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés
económico general, a las que se podrán impone las sanciones actualmente previstas en
las letras a) y g) del apartado 7 del artículo 33 del Código Penal”.

27
La modificación afecta fundamentalmente a dos puntos: por una parte, a su
ámbito de aplicación, que extiende a las Sociedades Mercantiles Estatales; y, por otra
parte, al contenido de la noción de "debido control", cuya infracción constituye uno de
los elementos que permiten fundamentar la responsabilidad penal de una persona
jurídica. Para lograr este doble objetivo, la Ley Orgánica 1/2015 amplía
considerablemente la regulación dedicada a la responsabilidad penal de las personas
jurídicas, a la que pasan a dedicarse cuatro artículos: el artículo 31 bis, que reproduce
el contenido del antiguo apartado 1 con algunas modificaciones y con toda una serie de
nuevas previsiones para la delimitación del concepto de "debido control"; y los nuevos
artículos 31 ter, 31 quáter y 31 quinquies, en los que se recoge el contenido de los
apartados 2, 3, 4 y 5 del viejo artículo 31 bis, con la modificación relativa a la
responsabilidad penal de las Sociedades Mercantiles Estatales.

La definición de los supuestos generadores de la responsabilidad penal de las


personas jurídicas se recogen en el apartado 1 del artículo 31 bis, si bien con importantes
variaciones que se completan en los siguientes apartados de dicho artículo, que
contienen una detallada regulación de los supuestos y condiciones en los que la persona
jurídica podrá quedar exenta de dicha responsabilidad.

El primer supuesto de responsabilidad penal de las personas jurídicas: la


actuación de los representantes legales y administradores se regula en la letra a) del
primer apartado del artículo 31 bis: ... las personas jurídicas serán penalmente
responsables: a) De los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas, y en su
beneficio directo o indirecto, por sus representantes legales o por aquellos que actuando
individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están
autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan
facultades de organización y control dentro de la misma.

El segundo supuesto de responsabilidad penal de las personas jurídicas: las


actuaciones de personas sometidas a la autoridad de sus representantes legales y
administradores se define en la letra b) que dice: ... las personas jurídicas serán
penalmente responsables: (...) b) De los delitos cometidos, en el ejercicio de actividades
sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de las mismas, por quienes,
estando sometidos a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el párrafo

28
anterior, han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente por aquéllos
el deber de controlar su actividad atendidas las concretas circunstancias del caso.

En ambos supuestos la reforma ha reemplazado la expresión "en provecho de"


por "en beneficio directo o indirecto" de las personas jurídicas, lo que supone una
ampliación del ámbito de la responsabilidad penal de las mismas.

El alcance de los dos supuestos de responsabilidad penal de las personas jurídicas


se ve sustancialmente modificado por las previsiones que añaden los siguientes
apartados del artículo 31 bis sobre los requisitos para la exención de la responsabilidad
penal de las personas jurídicas o la atenuación de la pena. Para los casos contemplados
en la letra a) del apartado 1, la nueva redacción del apartado 2 del artículo 31 bis permite
que la persona jurídica quede exenta de responsabilidad siempre que se acredite el
cumplimiento de los siguientes requisitos: 1.ª el órgano de administración ha adoptado
y ejecutado con eficacia, antes de la comisión del delito, modelos de organización y
gestión que incluyen las medidas de vigilancia y control idóneas para prevenir delitos de
la misma naturaleza o para reducir de forma significativa el riesgo de su comisión;2.ª la
supervisión del funcionamiento y del cumplimiento del modelo de prevención
implantado ha sido confiado a un órgano de la persona jurídica con poderes autónomos
de iniciativa y de control o que tenga encomendada legalmente la función de supervisar
la eficacia de los controles internos de la persona jurídica; 3.ª) los autores individuales
han cometido el delito eludiendo fraudulentamente los modelos de organización y de
prevención; 4.ª) no se ha producido una omisión o un ejercicio insuficiente de sus
funciones de supervisión, vigilancia y control por parte del órgano al que se refiere la
condición 2.ª. Asimismo, añade el precepto que, si las anteriores circunstancias sólo
fuesen objeto de una "acreditación parcial", será de aplicación una atenuante.

En el caso de personas jurídicas de pequeñas dimensiones, el apartado 3 del


artículo 31 bis aclara que: En las personas jurídicas de pequeñas dimensiones, las
funciones de supervisión a que se refiere la condición 2.ª del apartado 2 podrán ser
asumidas directamente por el órgano de administración. A estos efectos, son personas
jurídicas de pequeñas dimensiones aquéllas que, según la legislación aplicable, estén
autorizadas a presentar cuenta de pérdidas y ganancias abreviadas.

29
Para el caso de los delitos cometidos por las personas indicadas en la letra b) del
apartado 1, el apartado 4 del artículo 31 bis dispone que: …la persona jurídica quedará
exenta de responsabilidad si, antes de la comisión del delito, ha adoptado y ha ejecutado
eficazmente un modelo de organización y gestión que resulte adecuado para prevenir
delitos de la naturaleza del que fue cometido o para reducir de forma significativa el
riesgo de su comisión. En este supuesto también es aplicable una posible atenuación de
la pena en caso de "acreditación parcial".

Por otro lado, como el apartado 2 del artículo 31 bis enumera distintas
actuaciones que deben haber verificado las personas jurídicas para poder quedar
exentas de responsabilidad en el caso de que uno de sus representantes legales o
administradores cometa un determinado delito, algunas de las previsiones de este
apartado 2 se completan en el apartado 5, que detalla de forma muy pormenorizada el
contenido que han de tener los "modelos de prevención" que debe adoptar y ejecutar
el órgano de administración. Los modelos de organización y gestión deben cumplir los
siguientes requisitos: … 1.º Identificarán los protocolos o procedimientos que concreten
el proceso de formación de la voluntad de la persona jurídica, de adopción de decisiones
y de ejecución de las mismas con relación a aquéllos; 2.º Establecerán los protocolos o
procedimientos que concreten el proceso de formación de la voluntad de la persona
jurídica, de adopción de decisiones y de ejecución de las mismas con relación a aquéllos;
3.º Dispondrán de modelos de gestión de los recursos financieros adecuados para
impedir la comisión de los delitos que deben ser prevenidos; 4.º Impondrán la obligación
de informar de posibles riesgos e incumplimientos al organismo encargado de vigilar el
funcionamiento y observancia del modelo de prevención; 5.º Establecerán un sistema
disciplinario que sancione adecuadamente el incumplimiento de las medidas que
establezca el modelo; 6.º Realizarán una verificación periódica del modelo y de su
eventual modificación cuando se pongan de manifiesto infracciones relevantes de sus
disposiciones, o cuando se produzcan cambios en la organización, en la estructura de
control o en la actividad desarrollada que los hagan necesarios.

Como manifestó el Consejo de Estado en su Dictamen de fecha 27 de junio de


2013 al Anteproyecto de Ley Orgánica por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995,
de 23 de noviembre, del Código Penal, la regulación de todos estos aspectos tendría un

30
acomodo más correcto en la legislación mercantil u otra que resulte de aplicación a las
personas jurídicas de que en cada caso se trate, legislación a la que el Código Penal
podría, en su caso, remitirse.

Existe un cierto desajuste interno en toda esta regulación. Y es que, si de lo que


se trata es de concretar al máximo cuáles deben ser las medidas preventivas que debe
adoptar una persona jurídica para quedar exenta, en su caso, de responsabilidad penal,
no se entiende que la regulación de tal cuestión presente un grado de detalle inferior
cuando se trata de delitos cometidos por personas que no son representantes legales o
administradores, máxime cuando la reforma trata de evitar al máximo el reproche de
haber configurado una "responsabilidad vicarial".

El nuevo artículo 31 ter reproduce literalmente el contenido de los apartados 2


y 3 del anterior artículo 31 bis: 1. La responsabilidad penal de las personas jurídicas será
exigible siempre que se constate la comisión de un delito que haya tenido que cometerse
por quien ostente los cargos o funciones aludidas en el artículo anterior, aun cuando la
concreta persona física responsable no haya sido individualizada o no haya sido posible
dirigir el procedimiento contra ella. Cuando como consecuencia de los mismos hechos se
impusiere a ambas la pena de multa, los jueces o tribunales modularán las respectivas
cuantías, de modo que la suma resultante no sea desproporcionada en relación con la
gravedad de aquéllos. 2. La concurrencia, en las personas que materialmente hayan
realizado los hechos o en las que los hubiesen hecho posibles por no haber ejercido el
debido control, de circunstancias que afecten a la culpabilidad del acusado o agraven su
responsabilidad, o el hecho de que dichas personas hayan fallecido o se hubieren
sustraído a la acción de la justicia, no excluirá ni modificará la responsabilidad penal de
las personas jurídicas, sin perjuicio de lo que se dispone en el artículo siguiente.

Por tanto, no es necesario identificar a la persona natural que ha cometido el


delito bastando tan solo con que se constate que se ha cometido un delito. Asimismo,
si la persona natural no resulta responsable por concurrir en ella una causa de exclusión
de la culpabilidad, ello no implica la ausencia de responsabilidad de la persona jurídica
como tampoco afecta a la persona jurídica las circunstancias agravantes que afecten a
la persona natural. El legislador reitera la idea de que la responsabilidad penal de la
persona jurídica no es accesoria de la de la persona física autora del delito.

31
El nuevo artículo 31 quáter, que reproduce el contenido del apartado 4 del
anterior artículo 31 bis, contempla un catálogo cerrado (“sólo podrán considerarse
circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal de las personas jurídicas”) de
circunstancias atenuantes de la responsabilidad de las personas jurídicas: la confesión
de la infracción a las autoridades antes de que el procedimiento se dirija contra la
persona jurídica, la colaboración en la investigación en cualquier momento del proceso,
la reparación o disminución del daño o haber establecido, antes del comienzo del juicio
oral, medidas eficaces para prevenir hechos futuros y descubrir delitos. –Modelo de
cumplimiento de la ley-

Finalmente, el apartado 1 del artículo 31 quinquies reproduce en parte el


apartado 5 del viejo artículo 31 bis, declarando en todo caso exentos de responsabilidad
penal al Estado, a las Administraciones Públicas territoriales e institucionales, a los
Organismos Reguladores, a las Agencias y Entidades Públicas Empresariales, a las
organizaciones internacionales de derecho público y a aquellas otras que ejerzan
potestades públicas de soberanía o administrativas.

Pero a continuación, el apartado 2 del nuevo artículo 31 quinquies excluye de


este elenco de entidades exentas a las Sociedades mercantiles públicas que ejecuten
políticas públicas o presten servicios de interés económico general, que, con la reforma,
pasan, pues, a ser penalmente responsables, aunque solamente les podrán ser
impuestas las penas previstas en las letras a) y g) del número 7 del artículo 33, esto es,
la pena de multa y la de intervención judicial, sin que pueda acordarse, por ejemplo, su
disolución, la suspensión temporal de sus actividades o la clausura de sus locales. No
obstante, el propio apartado 2 del nuevo artículo prevé que esta limitación no será
aplicable cuando el Juez o Tribunal aprecie que se trata de una forma jurídica creada por
sus promotores, fundadores, administradores o representantes con el propósito de eludir
una eventual responsabilidad penal.

32
LECCIÓN 4. LA TIPICIDAD.

1. Introducción.
Una acción u omisión es delito si infringe el Ordenamiento Jurídico –
antijuridicidad- en la forma prevista por los tipos penales –tipicidad- y puede ser
atribuida a su autor –culpabilidad-, siempre que no existan obstáculos que impidan su
punibilidad.

De estas tres categorías la primera y más relevante jurídico-penalmente es la


tipicidad que sirve, además, como punto de referencia para los restantes elementos de
la teoría del delito ya que sólo comprobado que el comportamiento es típico, cabrá
preguntarse si además es antijurídico o no y la culpabilidad del autor.

Una acción u omisión, para que constituya delito, han de estar comprendidas en
un tipo de injusto del Código penal. Esta afirmación es consecuencia del principio de
legalidad que se recoge en el artículo 10 del Código penal: Son delitos las acciones y
omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley.

Del principio de legalidad se deriva directamente que una conducta humana solo
puede ser castigada cuando está prevista por un precepto que describe con claridad la
conducta prohibida o exigida mediante la conminación de una pena. Se denomina tipo
a esas descripciones de delito que contienen las leyes penales.

De entre todas las posibles conductas antijurídicas el legislador, en virtud del


principio de intervención mínima, selecciona solamente algunas ya sea por tratarse de
conductas prohibidas cuya realización quiere ser evitada o conductas exigidas al
ciudadano en orden a salvaguardar bienes jurídicos esenciales.

El que un hecho sea típico no significa necesariamente que el hecho sea también
antijurídico pues puede concurrir una causa de justificación que convierta la conducta
típica en conducta permitida por el Derecho. Sin embargo, ningún hecho por antijurídico
que sea, puede llegar a ser delito si, al mismo tiempo, no es típico.

33
2. Concepto de “tipo penal”.
Las formas de comportamiento antijurídico que merecen ser castigadas, como el
matar o el robar, se hallan contenidas en especiales descripciones de delito fijadas en la
Ley que reciben el nombre de tipos.

Hasta el siglo XX el concepto de tipo era desconocido. El concepto de tipo penal


fue elaborado por la ciencia penal alemana a partir del desarrollo que hiciera BELING en
1906 con su concepto de Tatbestand (supuesto de hecho o también traducido por
“tipo”). El Tatbestand era, no obstante, un concepto puro, sin contenido propio. Se
trataba tan solo de la descripción de las características objetivas de cada hecho punible,
es decir, el sentido del tipo se agotaba en la descripción de la imagen externa de una
acción determinada. El tipo no expresaba nada acerca de la antijuricidad, no era más
que el objeto de un juicio de valor jurídico, formulado mediante elementos
conceptuales, que debía desprenderse en su totalidad de las normas jurídicas. Para
BELING, por ejemplo, el tipo de homicidio describe simplemente la muerte de otro, de
una persona, sin valorarla. Según BELING el tipo comprende solo los elementos
objetivos, no los subjetivos al considerar que la relación interna del autor con la acción
típica era un nuevo elemento independiente del delito.

Posteriormente MAX ERNST MAYER, en 1915, al estudiar las relaciones entre


tipicidad y antijuridicidad, le dio a la primera una función de indicio de la antijuridicidad,
de manera que la tipicidad es la ratio cognoscendi de la antijuridicidad: toda conducta
típica es, en principio antijurídica, en tanto en cuanto no concurra una causa de
justificación (legítima defensa, estado de necesidad…).

Un paso más lo daría MEZGER en 1931, al considerar la tipicidad ya no como ratio


cognoscendi sino como ratio essendi de la antijuridicidad, por ello la acción es
antijurídica por ser típica. MEZGER considera que el tipo es un tipo de lo injusto y, por
tanto, es el propio portador de la valoración jurídico-penal en el ámbito de la
delimitación entre Derecho e injusto.

Para los neokantianos, el tipo penal contiene la decisión del legislador de castigar
un determinado comportamiento humano como delito. El tipo es, por tanto, la
descripción de la conducta prohibida que lleva a cabo el legislador en el supuesto de

34
hecho de una norma penal. El artículo 138 del CP es un tipo penal que castiga el
homicidio. En consecuencia, “típica” es la adjetivación que recibe la conducta concreta
cuando se comprueba que es subsumible en un tipo penal así, por ejemplo, la conducta
de matar a otro es típica al existir un tipo penal, el artículo 138, que la castiga. Y
“tipicidad” es la adecuación de la conducta a la descripción efectuada en el Código penal
o si se prefiere la cualidad que se atribuye a un comportamiento humano cuando es
subsumible en el supuesto de hecho de una norma penal.

3. Funciones del tipo penal.


Tradicionalmente se le han atribuido al tipo penal tres funciones:

• Primera: Función garantista o delimitadora.

Conforme a esta función, el tipo de injusto sería expresión de las exigencias


dimanantes del principio de legalidad. Es decir, lo que el legislador no tipifica como
delito, nunca puede serlo (no es delito, por ejemplo, el adulterio) como tampoco
aquellas acciones que no son subsumibles en los tipos penales respectivos (tomar una
cosa mueble sin ánimo de lucro no es delito). Una conducta por muy reprochable que
nos parezca, si no encaja en un tipo, es un hecho atípico.

• Segunda: Función de motivación.

Esta función permite que los ciudadanos, destinatarios de la norma penal,


podamos conocer qué es lo que el legislador sanciona con una pena, cuáles son las
conductas prohibidas que no debemos realizar.

• Tercera: Función indiciaria de la antijuridicidad.

Según esta función la circunstancia de que una acción sea típica representa un
indicio de que pueda ser, en definitiva, antijurídica. El que un acto sea típico, como por
ejemplo matar, no debe presuponer que es antijurídico. Matar a otro en defensa propia,
aunque es una conducta típica no es antijurídica porque está justificada.

Esta función indiciaria de la tipicidad es rechazada por los partidarios de la teoría


de los elementos negativos del tipo, conforme a la cual, la tipicidad es algo más que un
indicio de la antijuridicidad. Para los partidarios de esta teoría la tipicidad y la

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antijuridicidad pasan a constituir un solo elemento de la teoría del delito. Por ello, matar
a una persona en legítima defensa es un hecho atípico, y ello porque la declaración de
tipicidad de una conducta no puede hacerse hasta la constatación de que concurren
todos sus elementos positivos (el tipo) y falten los negativos (causas de justificación).

4. Estructura del tipo penal


No todos los tipos son iguales ni responden al mismo patrón, pero todos
presentan la siguiente estructura: una parte objetiva y una parte subjetiva.

La delimitación de la parte objetiva y la parte subjetiva del tipo resulta dificultada


por la necesidad de tomar en consideración conocimientos y poderes especiales del
sujeto. No obstante, puede afirmarse que la parte objetiva del tipo abarca el aspecto
externo de la conducta, esto es, todo aquello que se encuentra fuera de la esfera
psíquica del autor. Dentro de la parte objetiva se encuentran los siguientes elementos:
el sujeto, la acción u omisión, el sujeto pasivo, el objeto material y jurídico, etc.

La parte subjetiva del tipo se constituye siempre por la voluntad o aspecto


interno de la conducta (esfera psíquica del autor). Comprende, pues, aquellos
elementos que dotan de significación personal a la realización del hecho. A la parte
subjetiva pertenecen el dolo y la imprudencia, los elementos subjetivos del injusto, etc.

Atendiendo a la estructura del tipo se distinguen varias clases de tipos o delitos


que veremos a continuación.

Cosa distinta es que a la hora de formar o construir los tipos el legislador recurra
a los denominados: tipo básico, tipo agravado o cualificado y tipo atenuado o
privilegiado.

El tipo básico es el tipo de partida. Sobre el mismo el legislador añade ciertas


circunstancias objetivas o personales que atenúan o agravan la antijuridicidad o la
culpabilidad dando lugar a la aparición de los tipos agravados, resultante de la adición
de ciertos elementos o de los tipos privilegiados. Así encontramos en el Código penal un
tipo básico de delito de robo con violencia o intimidación en las personas previsto en el
artículo 242.1, sobre el mismo, el legislador ha construido dos tipos agravados, uno, por

36
cometerse el robo en casa habitada, edificio o local abiertos al público (art. 242.2) y dos,
por utilizar el sujeto armas u otros instrumentos peligrosos para la comisión del robo
(art. 242.3). Asimismo, en el apartado 4 el legislador incluye un tipo atenuado o
privilegiado que permite rebajar la pena y que se apreciará por la menor entidad de la
violencia o intimidación ejercidas y valorando además las restantes circunstancias del
hecho.

5. Elementos del tipo: la acción, los sujetos, objeto material y


jurídico del delito, tiempo y lugar.

Los elementos del tipo lo componen: la acción o conducta típica, los sujetos, el
objeto material y jurídico del delito, el tiempo y lugar.

LA ACCIÓN U OMISIÓN.

El núcleo de todo tipo es la acción entendida como comportamiento humano en


sentido amplio y, por tanto, comprensivos de comportamientos activos y omisivos. Se
trata de examinar si la acción o conducta típica reúne todos los requisitos de un
determinado tipo penal: la parte objetiva y la parte subjetiva.

LOS SUJETOS DE LA ACCIÓN.

El tipo penal exige la presencia de dos sujetos: el sujeto activo que es quien
realiza el tipo y el sujeto pasivo que es el titular del bien jurídico.

Sujeto activo del delito es la persona que realiza la conducta típica, quien conjuga
el verbo que constituye el núcleo del tipo. Es sujeto activo del homicidio el que mata.
Sujeto activo del delito solo puede serlo el hombre y no los animales o cosas inanimadas,
aunque no siempre ha sido así. Por ejemplo, en las disposiciones del Pentateuco, el buey
homicida debía ser lapidado; si un animal mataba a un hombre y era reconocido
culpable, era muerto y arrojado más allá de las fronteras.

37
Si hasta la reforma de 2010 solo las personas físicas podían cometer delitos, tras
la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas por la LO 5/2010,
de 22 de junio, éstas también pueden ser sujeto activo del delito al ser posible la
imputación de responsabilidad penal a las mismas aun cuando la concreta persona física
responsable no haya sido individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento
contra ella.

Sujeto pasivo del delito es la persona sobre la que recae materialmente la acción,
es el titular o portador del bien jurídico protegido por la norma concreta, esto es, el
titular del bien jurídico lesionado o puesto en peligro por el delito. Pueden ser sujetos
pasivos tanto las personas físicas –como sucede en los delitos contra la vida- como las
personas jurídicas –como sucede en los delitos contra la propiedad industrial- e incluso
el Estado o la propia sociedad –como sucede en los delitos relativos a la defensa nacional
o en los delitos relativos al mercado o consumidores-, e incluso animales, que ostenten
la condición de titulares de derechos o intereses.

No siempre coincide el sujeto pasivo con la persona perjudicada o con la persona


sobre la que recae la acción del delito. Respecto a la persona perjudicada, este concepto
es más amplio que el propio del sujeto pasivo al abarcar no sólo al titular del interés
lesionado por el delito, sino a todos los que soportan consecuencias perjudiciales más o
menos directas. De esta forma puede decirse que en el homicidio la víctima es el sujeto
pasivo mientras que sus familiares son los perjudicados. El concepto de perjudicado
posee importancia a efectos de la responsabilidad civil (arts. 109 y ss. CP). Y así como se
distingue entre sujeto pasivo y perjudicado también debe procederse a la distinción
entre sujeto pasivo y la persona sobre la que recae físicamente la acción. En los delitos
contra las personas ambos sujetos coinciden pero no existe esa coincidencia en otros
delitos como, por ejemplo, en el delito de estafa (art. 248) donde el engaño típico puede
recaer sobre una persona distinta de la que sufre el perjuicio patrimonial.

OBJETO MATERIAL Y JURÍDICO DEL DELITO

Es preciso distinguir entre el objeto material u objeto de la acción y el objeto


jurídico. El objeto material del delito es la persona o cosa sobre la que recae la conducta

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típica por lo que también se denomina objeto de la acción. Puede ser objeto material, la
persona, individual o jurídica, los animales o las cosas. Aunque el objeto material puede
coincidir con el sujeto pasivo, como sucede en el delito de homicidio donde el sujeto
pasivo es la víctima y también la persona sobre la que recae la acción de matar, no en
todos los delitos coincide, por ejemplo en el delito de hurto, el objeto material es la cosa
hurtada y el sujeto pasivo la persona a quien se hurta.

No debe confundirse el objeto material con el objeto jurídico. El objeto jurídico


o formal del delito es el bien jurídico, el bien que está protegido por el Derecho, lo que
la norma tiende a tutelar de posibles agresiones. En todos los delitos hay un interés
jurídicamente protegido. El bien jurídico constituye el punto de partida y la idea que
preside la formación del tipo. Por bien jurídico se entiende el interés de la vida en
comunidad al que presta protección el Derecho penal.

El bien jurídico constituye la base de la estructura e interpretación de los tipos


penales. En el hurto el bien jurídico protegido es la propiedad de la cosa, en el homicidio
el bien jurídico protegido es la vida.

T IEMPO Y LUGAR DE LA ACCIÓN .

La determinación del tiempo y del lugar de comisión de un delito no plantea


generalmente grandes dificultades. La acción o la omisión y el resultado se realizan en
el mismo lugar y la producción del resultado sigue inmediatamente a la acción o a la
omisión. En cambio, en los delitos a distancia, la acción se realiza en un momento y lugar
y el resultado se produce con posterioridad y en lugar diferente. Supongamos que en
una determinada aldea Juan dispara sobre Emilio causándole unas heridas muy graves
a consecuencia de las cuales muere días después en el hospital de la capital.

Para determinar el tiempo y lugar de la acción se han formulado varias teorías.


En primer lugar, la teoría de la actividad o de la acción, conforme a la cual el delito se
comete en el momento y lugar en el que se realiza la acción u omisión. En segundo lugar,
la teoría del resultado, según la cual el momento y lugar de comisión del delito vienen
determinados por la producción del resultado delictivo. Por último y, en tercer lugar, la
teoría mixta, unitaria o también denominada de la ubicuidad que entiende que el

39
delito se comete tanto en el momento o lugar en que se realizó la acción u omisión,
como en el momento en que se produjo el resultado.

En cuanto al tiempo de la acción, el momento de la comisión del delito es el que


determina la ley aplicable a su enjuiciamiento. No ofrecen problema alguno aquellas
infracciones en las que no transcurre un tiempo excesivamente dilatado entre la
realización de la acción y la producción del resultado, como sucede en el caso de los
delitos instantáneos, pero sí en cambio las caracterizadas por una realización
prolongada en el tiempo que plantean dificultades en cuanto a la aplicación de
determinadas instituciones penales como el cómputo de la prescripción o el ámbito
temporal de la Ley.

Cuando la acción y el resultado se distancian en el tiempo es preciso determinar


en qué concreto momento se ha cometido el hecho. El Código penal resuelve esta
cuestión en su artículo 7 al indicar que: A los efectos de determinar la Ley penal aplicable
en el tiempo, los delitos se consideran cometidos en el momento en que el sujeto ejecuta
la acción u omite el acto que estaba obligado a realizar.

Decantándose nuestro legislador en definitiva por la teoría de la acción o de la


actividad, esto es, el delito se entiende cometido en el momento en que la acción se
realiza o, para el caso de los delitos omisivos, debería haberse realizado.

Asimismo, el lugar de la acción es importante principalmente a efectos de


competencia procesal. Pero, si el Código penal da respuesta al tiempo de la acción,
omite toda regla respecto al lugar de comisión del delito. Ante este silencio se han
barajado las tres teorías antes mencionadas: la de la acción o de la actividad, la del
resultado y la teoría mixta o de la ubicuidad, siendo apoyada mayoritariamente por la
doctrina la teoría de la ubicuidad que es el criterio seguido por otros Códigos penales de
nuestro entorno cultural como el código penal italiano o el alemán.

La Propuesta de Anteproyecto de Nuevo Código penal de 1983 sí incluía un


precepto que determinaba el lugar de comisión del delito. El artículo 11 de la Propuesta
decía: “A los efectos de aplicación de la Ley penal española en el espacio, el delito o falta
se considerarán cometidos en todos aquellos lugares en los que el autor haya actuado u
omitido la acción o en los que se haya producido el resultado”. Este precepto no se

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incluyó en el Código penal posterior al regularse la eficacia de la ley penal en el espacio
en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985.

6. Clases de tipos: según las modalidades de acción, según los


sujetos, según la relación con el bien jurídico .
Aunque a veces se alude al término “tipo” para expresar todo precepto penal,
ello no es correcto ya que los preceptos penales no solo contienen el tipo de injusto. La
clasificación de los tipos suele hacerse a partir de las modalidades que adaptan sus
elementos.

SEGÚN LAS MODALIDADES DE LA ACCIÓN

1. De la parte objetiva:

A. Según la relación existente entre acción y objeto de la acción, se distingue


entre delitos de resultado y delitos de mera actividad.

Los delitos de resultado presuponen la producción en el objeto de la acción de


un efecto diferenciado de la acción y separado de ella espacio-temporalmente. Los
delitos de resultado requieren la causación de un resultado entendido como
modificación producida en el mundo exterior distinta idealmente de la acción misma.
Son delitos de resultado el homicidio (art. 138), que requiere la producción de un
resultado de muerte o la estafa (art. 248) que requiere la presencia de un perjuicio
patrimonial o las lesiones (art. 147) que exigen el menoscabo de la integridad corporal.

Los delitos de resultado pueden dividirse en atención al momento consumativo


en: delitos instantáneos, delitos permanentes y delitos de estado.

Los delitos instantáneos se consuman en el instante en que se produce el


resultado, así el homicidio (art. 138) es un delito instantáneo que se consuma en el
momento en que se produce la muerte del sujeto pasivo.

Los delitos de resultado cuya eficacia se extiende a lo largo de un determinado


espacio de tiempo constituyen los delitos permanentes o delitos de estado. En los

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delitos permanentes el mantenimiento del estado antijurídico depende de la voluntad
del autor. La realización del tipo permanente abarca todo el tiempo durante el cual no
desaparece el estado creado por el autor. Ejemplo de delito permanente lo constituye
el delito de detención ilegal (art. 163) que se consuma en el momento en que el autor
detiene a la persona pero se mantiene el delito hasta la liberación de la misma.

En los delitos de estado el resultado consiste asimismo en la producción de un


resultado antijurídico pero el hecho se perfecciona en el momento de producción del
resultado. La consumación, pues, cesa desde la aparición de la situación antijurídica al
describir el tipo solamente la producción del estado y no su mantenimiento. Por
ejemplo, son delitos de estado, la falsedad documental (arts. 390 y ss.) o los
matrimonios ilegales (arts. 217 y ss.).

Por el contrario, en los delitos de mera o simple actividad, el tipo de injusto se


agota en una acción del autor, sin que haya de producirse un resultado en el sentido de
efecto exterior separable espacio-temporalmente. Esto es, los delitos de mera actividad
no conllevan un resultado diferente separable de la propia conducta. El tipo solo exige
la realización sin más de la acción. Son delitos de mera actividad, por ejemplo, el delito
de allanamiento de morada (art. 202) al conformarse con la entrada en la morada ajena
sin que sea necesaria la producción de un resultado separable espacio-temporalmente.

La distinción entre delitos de resultado y delitos de mera actividad es importante


para determinar el momento consumativo del delito, establecer las formas imperfectas
de ejecución o para exigir o no la relación de causalidad e imputación objetiva del
resultado, como elemento del tipo objetivo.

B. Según las dos formas de comportamiento humano, la actividad y la pasividad,


se distingue entre delitos de acción y delitos de omisión.

Los delitos de acción consisten en un hacer, en la realización de una conducta


prohibida: matar, lesionar, robar. Ejemplo de delito de acción es el delito de homicidio
(art. 138). En los delitos de acción la ley prohíbe la realización de una conducta que se
considera nociva como sucede con el delito de homicidio (art. 138) que prohíbe matar.

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Los delitos de omisión son delitos de no hacer, el sujeto se abstiene de realizar
una conducta ordenada por la norma, infringiendo de esta manera una norma
preceptiva o de mandato como, por ejemplo, el delito de omisión del deber de socorro
(art. 195). Los delitos de omisión, a su vez, pueden ser delitos de omisión propia o pura
y delitos de omisión impropia o comisión por omisión.

Los delitos de omisión propia consisten en un puro permanecer inactivo frente a


una norma preceptiva. El legislador exige una determinada acción que el sujeto omite
con independencia de si se produce o no un resultado. Equivalen a los de mera actividad.
Ejemplo, el delito de omisión del deber de socorro (art. 195).

El delito de omisión impropia o comisión por omisión consiste en no impedir la


producción de un resultado típico pese a la existencia de un deber de garante. El delito
de homicidio prohíbe matar a otro y a ese resultado se puede llegar igualmente por
omisión, por ejemplo, si la madre deja de alimentar a su hijo recién nacido; o la madre
que no impide que el padre lesione o maltrate al hijo. Estos no están regulados, salvo
ciertos aspectos, en la parte especial del Código. Se recurre a una regulación especial en
el art. 11 CP.

C. Según acote o no las modalidades comisivas, se distingue entre delitos de


medios determinados y delitos resultativos.

En los delitos de medios determinados la descripción legal acota expresamente


las modalidades que puede revestir la manifestación de voluntad. Así el delito de robo
con fuerza en las cosas (art. 238) es un delito de medios determinados al exigir el uso de
una de las formas de fuerza previstas en el artículo 238.

Los delitos resultativos, por el contrario, no acotan las modalidades ya que basta
cualquiera que sea idónea para la producción del resultado típico. En el delito de
homicidio (art. 138) el legislador no realiza una enumeración de los medios para matar,
no dice el que matare a otro mediante disparo, veneno, paliza, etc. sino que cualquier
medio que lleve al resultado de muerte conforma el tipo del homicidio.

Esta clasificación tiene transcendencia para la omisión al admitir más fácilmente


la comisión por omisión los delitos resultativos que los delitos de medios determinados.

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D. Según el número de acciones previstas en el tipo se distingue entre delitos de
un acto, delitos de pluralidad de actos y delitos alternativos.

Los delitos de un acto son aquellos en los que el tipo describe una sola acción.
Es un ejemplo de delito de un acto el delito de hurto (art. 234) puesto que el tipo
describe una sola acción: el apoderamiento de cosa mueble ajena.

Los delitos de pluralidad de actos son aquellos en los que el tipo describe varias
acciones como sucede con el delito de robo con violencia o intimidación en las personas
(art. 242) que requiere el apoderamiento de cosa mueble ajena más ejercer violencia o
intimidación en las personas. Dentro de esta modalidad se alude a delitos de hábito que
son aquellos que necesitan una repetición de actos, hasta entonces el delito no se
consuma. Ejemplo de delito de hábito es el delito de malos tratos (art. 173.2) que
requiere que el sujeto "habitualmente ejerza violencia física o psíquica...”.

Los delitos alternativos son aquellos que prevén más de una conducta posible
como sucede con el delito de allanamiento de morada (art. 202) que prevé dos
conductas: entrar y mantenerse. O el delito de detención ilegal (art. 163) que castiga
tanto el encerrar como el detener, cualquiera de ellas basta.

2. De la parte subjetiva:

En función de la relación psicológica entre el autor y su acción o resultado se


distingue entre delitos dolosos, delitos imprudentes y delitos portadores de elementos
subjetivos.

Los delitos dolosos son aquellos en los que se dan los dos elementos de intención
(conocimiento) y voluntad. Su parte subjetiva está formada por el dolo. Los delitos
dolosos pueden ser cometidos con dolo directo de primer grado, dolo directo de
segundo grado o dolo eventual.

Si en los delitos dolosos su parte subjetiva está formada por el conocimiento y


voluntad de realizar los elementos del tipo, en los delitos imprudentes falta la voluntad,
aunque se da una inobservancia del cuidado debido. En los delitos imprudentes o
culposos se produce un resultado no querido por el sujeto por falta de cuidado. En estos
delitos puede concurrir una imprudencia consciente o inconsciente.

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Los tipos pueden ser asimismo portadores de elementos subjetivos distintos del
dolo. Los delitos portadores de elementos subjetivos se dividen a su vez en tres grupos:
delitos mutilados en dos actos, delitos de resultado cortado y delitos de tendencia
interna trascendente o intensificada.

Los delitos mutilados en dos actos son aquellos en los que el primer acto sirve
para realizar un segundo por el mismo sujeto, cuya realización no exige el tipo, al cual le
basta el primero cuando ha sido llevado a cabo con la intención de efectuar el segundo
(art. 298.2, receptación para traficar).

Los delitos de resultado cortado son los delitos en los que la intención del autor
al ejecutar la acción típica va dirigida a la realización de un resultado independiente. Por
ejemplo el delito de tortura (art. 174) donde se tipifica una acción para alcanzar un
resultado posterior que el tipo no requiere que se llegue a realizar (torturas para
obtener una confesión).

Los delitos de tendencia interna trascendente o intensificada son aquellos en


los que aparece una finalidad o motivo que trasciende la mera realización dolosa de la
acción, como es el ánimo de lucro con el que el sujeto ha de apoderarse de la cosa
mueble para que se realice el hurto (art. 234).

SEGÚN LOS SUJETOS.

A. Según la amplitud del círculo de autores posibles se distingue entre delitos


comunes y delitos especiales.

Los delitos comunes son aquellos que pueden ser cometidos por cualquier
persona al no requerir el tipo ninguna cualidad, característica o condición en el sujeto
activo. Por ello, la mayoría de los tipos aparecen redactados con el lacónico “el que”: “el
que matare” (art. 138); “el que causare daños” (art. 263), “el que atentare contra la
libertad sexual” (art. 178), etc.

Delitos comunes son la mayoría de los previstos en el Código penal como, por
ejemplo, el homicidio (art. 138).

45
Los delitos especiales son, por el contrario, aquellos delitos que requieren
determinadas cualidades para ser sujeto activo. Solo aquel sujeto que reúna las
cualidades que exige el tipo puede ser autor. El ejemplo más significativo es el grupo de
delitos de funcionarios que limitan la autoría a quien desempeñe una función pública en
cuyo seno se realice la actividad delictiva. Son delitos especiales, por ejemplo, el artículo
329: “La autoridad o funcionario público que, a sabiendas, hubiere informado
favorablemente la concesión de licencias manifiestamente ilegales”; el artículo 257.1.1:
“El que se alce con sus bienes”; el artículo 446: “El juez o magistrado que, a sabiendas,
dictare sentencia o resolución injusta”; el artículo 458: “El testigo que faltare a la verdad
en su testimonio”, etc.

A su vez los delitos especiales pueden ser: delitos especiales propios y delitos
especiales impropios.

Los delitos especiales propios son aquellos en los que el tipo prevé solo como
posibles autores a personas especialmente caracterizadas y, por tanto, no tiene figura
correlativa en un delito común. Por ejemplo, es delito especial propio el delito de
prevaricación judicial (art. 446). Esto significa que si la prevaricación la lleva a cabo
cualquier persona no será válida ya que solo puede cometer el delito de prevaricación
judicial un juez.

Los delitos especiales impropios son aquellos que pueden cometerse por
cualquiera, pero la autoría de personas cualificadas constituye una causa de agravación
de la pena. Los delitos especiales impropios sí tienen correspondencia con un delito
común. Así, en el delito de malversación de caudales públicos (art.432) cuyo sujeto
activo solo puede serlo un funcionario, en el supuesto de una persona no funcionaria
que sustrae dinero público cometerá un delito de apropiación indebida.

B. Delitos de propia mano.

Estos delitos restringen la esfera de sujetos activos al exigir contacto corporal,


como sucede con el delito de violación (art. 179, el autor de la agresión sexual es quien
tiene el acceso carnal con la víctima) o la realización personal del tipo, como ocurre con
el delito de bigamia (art. 217). En estos delitos no puede utilizarse a otra persona como

46
instrumento en la comisión del delito, como ocurre, por ejemplo en el delito de falso
testimonio. No cabe, por tanto, la autoría mediata.

C. Según la forma de intervención del sujeto, se alude a tipos de autoría o tipos


de participación.

Los tipos de autoría se contienen en el artículo 28 CP que distingue entre: autor


material -“quienes realizan el hecho por sí solos”-, coautoría –“conjuntamente”- y
autoría mediata –“por medio de otro del que se sirven como instrumento”-.

Los tipos de participación que contempla el Código penal son: inductor –“los que
inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo”, art. 28.a)- cooperador necesario “los
que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría efectuado”, art. 28.b)-
y, cooperador no necesario o cómplice –“los que, no hallándose comprendidos en el
artículo anterior, cooperan a la ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos”,
art. 29-.

Esto es importante porque el inductor responde con la misma pena que el autor,
el resto se les rebaja un grado la pena.

SEGÚN LA RELACIÓN CON EL BIEN JURÍDICO.

A. Según el número de bienes jurídicos protegidos en cada precepto penal, se


alude a delitos simples y delitos compuestos o pluriofensivos.

Los delitos simples son aquellos que protegen solo un bien jurídico. Ejemplo, el
homicidio que protege el bien jurídico vida.

Delitos pluriofensivos o compuestos son aquellos delitos que protegen dos o


más bienes jurídicos como, por ejemplo, el delito de robo con violencia o intimidación
en las personas (art. 242) que protege dos bienes jurídicos, por un lado, el patrimonio y
por otro, la vida e integridad física de las personas.

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B. Según la intensidad del menoscabo del objeto de la acción, se distingue entre
delitos de lesión y delitos de peligro.

En los delitos de lesión se daña, lesiona, destruye el bien jurídico protegido. El


homicidio es un ejemplo de delito de lesión (al matar se lesiona el bien jurídico vida
humana).

No obstante, el legislador tiende cada vez más a no conformarse con tipificar


conductas que suponen una lesión del bien jurídico, sino a castigar penalmente
comportamientos peligrosos para los bienes jurídicos, apareciendo así en escena los
delitos de peligro.

En los delitos de peligro basta el peligro de una lesión como resultado de la


acción, es decir, los delitos de peligro comportan la creación de una situación tal que es
probable que ese resultado lesivo se produzca. Dentro de esta categoría hay que
distinguir entre delitos de peligro concreto y delitos de peligro abstracto.

Los delitos de peligro concreto son aquellos en los que el tipo no se conforma
con el acometimiento de una acción peligrosa, sino que exige para su consumación la
efectiva puesta en peligro del bien jurídico, que ligado causalmente a esa acción se
produzca un resultado de peligro, imputable objetivamente a la misma. Al igual que los
delitos de lesión, son delitos de resultado. El peligro es un elemento del tipo objetivo. El
delito de conducción con manifiesto desprecio por la vida de los demás del artículo 381
CP es el clásico ejemplo de los delitos de peligro concreto al castigar a quien “condujere
un vehículo a motor o un ciclomotor con temeridad manifiesta y pusiere en concreto
peligro la vida o la integridad de las personas”. También se configura como delito de
peligro concreto el delito del artículo 348: “los que, en la fabricación, manipulación (…)
de explosivos, sustancias inflamables (…) contravinieran las normas de seguridad
establecidas, poniendo en concreto peligro la vida, la integridad o la salud de las
personas (...)”.

Los delitos de peligro abstracto constituyen un grado previo respecto de los


delitos de peligro concreto al bastar para su punibilidad la peligrosidad general de una

48
acción para determinados bienes jurídicos. En los delitos de peligro abstracto la tipicidad
se cumple con la realización de la acción prohibida, no siendo necesario constatar
peligro alguno para el bien jurídico como resultado del comportamiento del sujeto. Por
ello, los delitos de peligro abstracto son siempre delitos de mera actividad. Suele
afirmarse que en estos delitos el peligro no es elemento del tipo objetivo, sino el motivo
o razón que lleva al legislador a tipificar ciertas conductas por su peligrosidad abstracta
o general demostrada por la ley de la experiencia. El criterio diferenciador clave es, pues,
la perspectiva ex ante (peligrosidad de la acción) o ex post (resultado de peligro)
adoptada para evaluar el peligro. Es un ejemplo de delito de peligro abstracto la
conducción bajo la influencia de drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias
psicotrópicas o bebidas alcohólicas (art. 379) pues quien conduce en esas condiciones
realiza el tipo delictivo aunque no haya puesto en peligro la seguridad vial. Al legislador
le basta para castigar con conocer que conducir bajo la influencia del alcohol puede ser
peligroso y por eso mismo lo prohíbe sin más, sin necesidad de que se concrete la
conducción en esas circunstancias en un peligro para el bien jurídico seguridad vial.

Se debate en la doctrina sobre la posible inconstitucionalidad de los delitos de


peligro abstracto por violación del principio de culpabilidad o responsabilidad subjetiva
y la exigencia de antijuridicidad material. En este debate, un sector de la doctrina y
jurisprudencia entiende que, de probarse en el caso concreto la absoluta no peligrosidad
de la acción, la conducta sería impune; otro sector, por el contrario, exige que se pruebe,
al menos, la idoneidad general de la conducta para provocar resultados lesivos.

Se han propuesto algunas soluciones para restringir el ámbito de aplicación de


estos delitos, entre ellas, el reconocimiento de una categoría intermedia denominada
delitos de peligro hipotético o de peligro abstracto-concreto donde no es necesario
demostrar la existencia de un peligro concreto para el bien jurídico protegido pero
tampoco es suficiente conformarse con establecer la peligrosidad en abstracto de la
acción, sino que deberá además comprobarse la idoneidad objetiva de la misma para
producir un perjuicio al bien jurídico como sucede, por ejemplo, en el delito ecológico
(art 325) cuya configuración como delito de peligro hipotético, si bien permite eludir en
cierta manera los problemas de causalidad, sí que resultará imprescindible la rigurosa
comprobación de que la conducta desarrollada ha resultado adecuada e idónea para

49
poner en peligro el equilibrio de los sistemas naturales, esto es, la conducta debe
presentar, al menos, una aptitud lesiva que la cualifique frente a las infracciones
administrativas.

Los delitos de peligro hipotético o de peligro abstracto-concreto, frente a los


delitos de peligro concreto, tienen la virtualidad de facilitar laboriosas y enrevesadas
cuestiones de prueba en relación con la concurrencia de peligro y, especialmente, las
centradas en probar la relación de causalidad que no es necesario probar en este tipo
de delitos.

7. Formulación de los tipos penales

La formulación de los tipos penales es el modo en que se lleva a cabo la


descripción de los elementos constitutivos de las infracciones penales. Para formularlos
el legislador se vale de elementos descriptivos y de elementos normativos.

Los elementos descriptivos del tipo son conceptos tomados del lenguaje
cotidiano y son susceptibles de una constatación fáctica. Los elementos descriptivos del
tipo designan objetos del mundo exterior aprehensibles por los sentidos. Son elementos
descriptivos, por ejemplo, los de persona, matar (art. 138), enfermedad (art. 149).

Los elementos normativos del tipo se refieren, por el contario, a hechos que solo
pueden pensarse e imaginarse bajo el presupuesto de una norma. Los elementos
normativos aluden a una realidad determinada por una norma jurídica: llave falsa (arts.
238-239), suelo no urbanizable (art. 319) o social: obscena (art. 185).

Los elementos normativos implican siempre una valoración y por tanto un cierto
grado de subjetivismo. La existencia de elementos normativos en el tipo como, por
ejemplo, la ajenidad de la cosa, en los delitos de hurto o robo, nos lleva a tener que
acudir al derecho civil que define el concepto de propiedad.

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Para cumplir su función de garantía, el tipo tiene que estar redactado de tal
modo que de su texto se pueda deducir con claridad la conducta prohibida. Se debe ser,
en consecuencia, parco en la utilización de elementos normativos.

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LECCIÓN 5. LA IMPUTACIÓN OBJETIVA DEL
RESULTADO.

1. Causalidad e imputación objetiva como elementos del tipo


objetivo.

La parte objetiva del tipo o tipo objetivo se refiere a los elementos externos de la conducta
prohibida penalmente. Por lo tanto, se incluyen en él los sujetos y sus cualidades, el
comportamiento activo u omisivo, el objeto de la acción y el resultado en caso de tratarse de un
delito de resultado material. El tipo objetivo constituye el primer elemento de análisis dentro
de la tipicidad, pues es sobre él sobre el que después se va a examinar el modo subjetivo en el
que se realiza la conducta. Aunque razones pedagógicas requieren un estudio separado del tipo
objetivo y el tipo subjetivo, hay que tener siempre presente que ambos aspectos constituyen
una unidad material y que uno depende del otro: el tipo objetivo es el objeto sobre el que se
proyecta el tipo subjetivo. A su vez, el tipo subjetivo tiene su ámbito de análisis en los elementos
del tipo objetivo. Cuando leemos los tipos de la parte especial del Código Penal, vemos que
atienden fundamentalmente a la faceta objetiva del tipo: en esencia, describen acciones u
omisiones, es decir comportamientos humanos; pero no podemos olvidar que al Derecho Penal
sólo le interesan esos aspectos externos en tanto en cuanto se realizan subjetivamente de forma
dolosa o imprudente. Cuando en el Código Penal se castiga en los arts. 147 y ss. al que causare
lesiones hay que entender que lo que prohíbe el Derecho Penal no es la causación de un perjuicio
para la salud de una persona sin más, sino que ese perjuicio se haya causado de modo doloso o
negligente, según los casos. Sólo excepcionalmente algunos tipos menciona expresamente
aspectos subjetivos (por ejemplo, art. 404 CP: delito de prevaricación, que exige la actuación “a
sabiendas”).

Así pues, se requieren dos comprobaciones para asegurar la presencia de una acción típica:

a) Tipo objetivo: consistente en verificar que entre la acción y el resultado descritos hay
una vinculación. Por ejemplo, un golpe en la cabeza y una lesión cerebral están
vinculados, y se puede demostrar científicamente.

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b) Tipo subjetivo: que requiere constatar que los aspectos objetivos están realizados por
dolo o imprudencia.

La pieza central del tipo objetivo la constituye la acción y la producción de su resultado. En


los delitos de mera actividad la propia acción ya constituye en sí misma el resultado, por lo que
no se plantean problemas de vinculación entre ambos. En los delitos que exigen para su
consumación que la acción genere un resultado diferente a ella misma, delitos de resultado
material, es esencial que exista una relación de imputación entre dicho resultado y la acción del
sujeto. Ambos han de estar necesariamente conectados. Por ejemplo, para poder sostener la
responsabilidad penal de un sujeto “A” por un delito de lesiones hay que constatar que hay una
vinculación directa entre el golpe de ese sujeto y las contusiones que efectivamente presenta el
sujeto pasivo B. Y en todo caso, como se ha advertido, no olvidemos que para afirmar la tipicidad
no basta con comprobar la conexión acción-resultado, sino que además hay que vincularla al
dolo o imprudencia desplegados por el sujeto.

Esta lección versa sobre los problemas que suscita la atribución de un resultado a una
acción o, dicho de otro modo, la imputación del resultado a la acción de un sujeto, hoy
denominada imputación objetiva del resultado. La constatación del modo subjetivo, doloso o
imprudente, en que esa conducta ha sido realizada, se analiza dentro de la tipicidad subjetiva,
que será abordada en la unidad siguiente.

Como veremos, durante muchos años la vinculación requerida era una pura vinculación
causal, entendida desde presupuestos netamente empíricos. Es más, esta conexión naturalística
entre acción y resultado era un factor decisivo para poder imputar responsabilidad penal a un
sujeto, dando lugar a un sistema de teoría del delito que justamente por esto fue denominado
sistema causalista. Constatar la relación empírica entre la acción del sujeto y la producción del
resultado, era suficiente para afirmar que se cumplía el tipo objetivo. Así, por ejemplo, si en una
caída por las escaleras, para evitar caer al suelo, el sujeto “A” se sujeta en una persona “B”, con
tan mala fortuna que esa persona se cae y se rompe un brazo, el tipo objetivo del delito de
lesiones del art. 147 del Código Penal quedaría afirmado sólo con comprobar la relación de
causalidad entre el hecho de que “A” se sujeta en “B” y la rotura del brazo de éste último. La
total depuración de responsabilidad penal y la posible exclusión de ésta, no se encontraba en el
tipo objetivo, sino que se aplazaba a momentos posteriores como la valoración del
dolo/imprudencia o la culpabilidad.

En la actualidad, sin embargo, no es suficiente la pura constatación de esa relación de


causalidad para sostener la realización del tipo objetivo. Son muchos los casos que deja sin

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resolver adecuadamente o muchos los problemas que genera una solución de corte puramente
ontológico, especialmente en todos aquellos en los que no hay una sucesión temporal inmediata
entre acción y resultado. Por ejemplo, “A” hiere a “B” y éste es trasladado a un hospital donde
finalmente fallece a consecuencia de un tratamiento médico erróneo. O en aquellos casos en
los que es muy difícil determinar cuál es el factor causal que genera los resultados típicos, como
por ejemplo si se constata un resultado de grave contaminación ambiental pero no se conoce
con certeza la causa que lo genera, porque no es conocida la sustancia nociva. También es
insatisfactoria una solución puramente empírica en los supuestos que en la producción de un
resultado interviene un factor que es aceptado sin problemas por la sociedad, como por ejemplo
si se regala a un “enemigo” un billete de avión de una compañía con un índice de siniestralidad
superior a las demás y el avión efectivamente sufre un accidente en el que el sujeto muere.

Todos estos casos dejan entrever que la explicación naturalística no es suficiente para
afirmar la tipicidad objetiva, sino sólo un primer requisito que es necesario completar
recurriendo a parámetros normativos o valorativos. Es lo que hoy se denomina teoría de la
imputación objetiva. Según ésta para afirmar la tipicidad objetiva no basta constatar sólo la
relación acción-resultado o relación causa-efecto, como sostenían los causalistas, sino que
además se requiere introducir juicios valorativos que permitan sostener que esa vinculación
tiene relevancia jurídico-penal. La constatación del tipo objetivo requiere un doble nivel de
análisis: primero, un análisis experimental o empírico, que asegure la existencia del nexo causal
entre el resultado descrito en el tipo y la acción realizada por el sujeto; segundo, un análisis
normativo, que permita mantener la relevancia penal de esa vinculación. Con la imputación
objetiva, el problema de la atribución del resultado ha pasado de entenderse como un asunto
puramente empírico, ceñido a constatar una relación de causalidad, a ser considerado una
cuestión valorativa, en la que lo empírico es sólo un presupuesto. En definitiva, ahora lo esencial
para la atribución objetiva de responsabilidad es establecer esos criterios de valoración a los que
sometemos esos datos empíricos y conforme a los cuales podemos imputar un resultado
determinado a la acción de una persona.

2. La relación de causalidad como presupuesto de la imputación


objetiva del resultado.
CUESTIONES PREVIAS.

Es evidente que un resultado siempre tiene un antecedente causal que lo habrá generado.
Todo resultado lo es por causa de una o varias acciones. No cabe duda de ello y es algo

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incuestionable, especialmente en los casos en los que entre ese resultado y la acción hay una
inmediata sucesión temporal y espacial. Por ejemplo: si “A” apuñala a “B” en un órgano vital y
“B” muere instantáneamente, no cabrá duda de que la acción de “A” es causa de la muerte de
“B”.

Pero las cosas no siempre son tan sencillas. Pongamos algunos ejemplos:

Un sujeto “A” golpea a otro “B” en la nariz ocasionándole una hemorragia. “B” fallece a
consecuencia de esa hemorragia pues padece hemofilia, cosa que su agresor desconocía. ¿Cabe
afirmar que el golpe que propina “A” es causa de la muerte de “B”?. La respuesta es claramente
afirmativa pero, ¿cabe imputar jurídico-penalmente el resultado muerte a la acción de “A”?

Unos secuestradores mantienen al sujeto “A” oculto en un zulo. Intentando huir por una
pequeña ventana situada en el techo, el sujeto cae y fallece a consecuencia de un fuerte golpe
en la nuca. ¿Cabe afirmar sin más que el encierro es causa de la muerte de “A”?. En principio la
respuesta puede ser afirmativa, pues en intento de huida y la caída tienen como antecedente el
encierro, pero de nuevo nos preguntaremos: ¿la muerte del secuestrado es jurídicamente
atribuible a la acción de secuestrar?

Es evidente que para atribuir objetivamente responsabilidad penal por los resultados típicos
producidos (la muerte, y por tanto delito de homicidio en los ejemplos propuestos) es
imprescindible que la acción (en los casos anteriores los golpes y el encierro) se encuentre en
conexión causal con el resultado. Hablamos de que existe una relación de causalidad cuando
entre la acción y el resultado existe una vinculación causa-efecto explicable mediante métodos
empíricos. Dicha relación de causalidad entre la acción y el resultado es el presupuesto previo e
imprescindible para comenzar a afirmar la tipicidad objetiva de la conducta. Esto es, no es
posible decir que se da el tipo objetivo si no hay una previa constatación de que la acción del
sujeto se encuentra en el camino causal que deriva en la producción del resultado típico.
Comprobar la existencia de esa relación de causalidad es el presupuesto de la imputación
objetiva. Ésta sólo se dará completamente cuando se acompañe de un juicio normativo que
permita afirmar que ese vínculo naturalmente explicable le interesa al Derecho Penal, el juicio
de imputación objetiva.

Cuando son delitos de acción únicamente, no hay una ley científica que demuestre la
relación entre un hecho y su consecuencia. No se aplican, pues, métodos empíricos, sino leyes
de probabilidad.

Diversas respuestas se han dado a la pregunta de cuándo una conducta es causa de un


resultado típico o lo que es lo mismo, cuándo existe una relación de causalidad entre resultado

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y conducta. Las que la jurisprudencia ha empleado con más frecuencia son: la teoría de la
equivalencia de condiciones, la teoría de la causalidad adecuada y la teoría de la causa relevante.

LA CAUSALIDAD COMO CONDICIÓN (TEORÍA DE LA EQUIVALENCIA DE CONDICIONES).

La primera respuesta a la cuestión de cuándo afirmar que existe una relación de causalidad
entre una acción y un resultado se enmarca en los planteamientos positivistas de Stuart-Mill de
finales del siglo XIX y fue exportada al ámbito jurídico por Glaser y Von Buri. Se denominó teoría
de la condición o teoría de la equivalencia de condiciones y fiel a una explicación naturalística
del hecho jurídico mantiene que un resultado es consecuencia de la concurrencia de muchos
factores. Hay una pluralidad de factores que concurren en la producción un resultado y todos
ellos son equivalentes en cuanto a su capacidad de producirlo, con independencia de su mayor
o menos proximidad o importancia. De manera muy gráfica esta tesis es formulada en los
siguientes términos: “el que es causa de la causa, es causa del mal causado”. La selección de
sólo uno de ellos como el único que se erige como causa se obtiene mediante una deducción
empírica, construida sobre la fórmula de conditio sine qua non¸ según la cual es causa aquel
factor que mentalmente suprimido determina la supresión del resultado. Por ejemplo, si alguien
por descuido deja un arma de fuego cargada y un niño la coge y se dispara con ella y fallece,
cabe señalar como causa el hecho dejar el arma al alcance del menor, pues si esto no hubiera
sucedido el niño no habría jugado con ella y no se habría disparado. Esta es la tesis con la que
ha funcionado nuestra jurisprudencia en asuntos especialmente relevantes como el “caso del
aceite de colza”, en el que se construyó una la relación de causalidad entre la distribución del
aceite desnaturalizado con anilina y el síndrome tóxico detectado en centenares de personas
“de manera que esa distribución es conditio sine qua non de la enfermedad” (Sentencia de la
Audiencia Nacional de 20 de mayo de 1989 y Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de
1992. No obstante, hay que destacar que en este asunto la aplicación de la fórmula se hizo de
una manera bastante forzada, pues no se conseguía identificar con certeza la causa concreta
que generaba los daños en la salud, llegándose a aceptar una causalidad general, hipotética o
estadística).

La aparente simplicidad y correlativa concisión de la tesis de la conditio sine qua non hizo
que tuviera una gran acogida en el contexto de un pensamiento positivista estricto. Pero los
defectos de esta solución son muchos:

- El principal problema que plantea esta tesis es de la enorme dificultad para hacer la
selección de sólo uno de los factores causales. Realmente si todos los factores son equivalentes,
cualquiera que se suprima mentalmente evitaría que se produjera el resultado: por seguir con

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el ejemplo anterior: ¿por qué no es causa la propia acción del menor de dispararse con el arma
que encuentra? O utilizando el ejemplo del golpe a quien es hemofílico: si suprimimos el golpe
en la nariz, efectivamente el resultado muerte no se habría producido; pero tampoco lo habría
hecho si lo que se suprime es el hecho de padecer hemofilia. En fin, que el primer gran obstáculo
con el que se topa la tesis de la equivalencia de las condiciones y conditio sine qua non es que
da un concepto tan amplio de causa que no permite una determinación precisa de la misma,
permitiendo retroceder hasta el infinito en la identificación de todas las posibles causas a
considerar: podríamos decir que es causa el que el niño hubiera estado allí, que hubiera nacido,
que se hubiera fabricado el arma…, etc.

- Presupone que hay que conocer las causas de un resultado para poder realizar esa
supresión mental hipotética. Es decir, al tratarse de un método de comprobación posterior no
arroja ninguna luz sobre el fundamento material de la relación causal. Sólo es válida cuando ya
se ha comprobado en supuestos anteriores la eficacia causal de la condición, pero no en el caso
de que sea desconocido algún factor causal, pues éste no podrá ser incluido en el experimento
de la supresión mental. Es lo que sucedió en España con el caso del aceite de Colza: si no se sabe
que el aceite mezclado con anilinas genera efectos nocivos sobre la salud y no se baraja como
causa de la muerte y lesiones que presentaba la población afectada, difícilmente va a hacer el
juez la supresión mental de ese factor. Algo similar sucedió en los años 60 en Alemania con el
caso Contergan o de la talidomida: si se desconoce que la talidomida que se ingería por las
embarazadas era la causa de las malformaciones de muchos fetos y recién nacidos no se puede
incluir en la lista de los factores causales de dichos resultados y, por lo tanto, se anula la
posibilidad de que el juez realice la operación mental consistente en suprimir mentalmente ese
factor.

- Tampoco da una solución satisfactoria a los casos de causalidad cumulativa o pluralidad


de causas iguales, todas las cuales conducen a un resultado. Un ejemplo fácilmente
comprensible es el de la muerte del emperador César por 23 puñaladas. ¿Cuál es la puñalada
que se erige en causa?; ¿cuál es de todas la que si se suprime mentalmente habría evitado la
muerte? Si suprimimos una, habría funcionado la siguiente. Lo mismo cabe alegar en los
denominados cursos causales hipotéticos, en los cuales si un factor no hubiera actuado, otro lo
habría hecho simultáneamente y con la misma eficacia. Por ejemplo, un conductor adelanta
incorrectamente a un ciclista que está ebrio y que en ese mismo momento gira su bicicleta hacia
el coche que finalmente lo arrolla. Si se suprime mentalmente el adelantamiento incorrecto del
conductor del coche, el resultado se habría producido exactamente igual, porque el ciclista
borracho giraba en ese mismo instante hacia el coche.

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- Lleva a resultados insatisfactorios en los supuestos de cursos causales irregulares o de
causalidad mediata, en los que hay un factor de adecuación social que es clave en la producción
de un resultado. Por ejemplo: cuando se regala a un familiar un billete de avión en una compañía
aérea que tiene un índice de siniestralidad superior a la media con el deseo de que haya un
accidente y así poder heredar una suma de dinero. Si efectivamente el avión sufre un accidente
y el familiar fallece, ¿cabe decir que es causa el haberle comprado el billete? Realmente la
solución afirmativa a la que esta teoría conduce no es nada aceptable y requiere una corrección
de su resultado lo antes posible, en sede de tipicidad subjetiva.

No cabe duda de que mantener el valor causal de una pluralidad de factores, como mantiene
la tesis de la condición o equivalencia de condiciones es algo incuestionable. Pero las objeciones
anteriores ponen de manifiesto que el método de la conditio sine qua non no tiene una
verdadera eficacia de identificación causal, sino que solamente se limita a constatar algo que
cualquier proceso lógico de deducción puede hacer. De manera que decir que hay muchas
causas en la producción de un resultado en poco ayuda al Derecho Penal y a su necesidad de
imputar jurídicamente el resultado a una de las acciones para poder llegar a decir que esa acción
es contraria a Derecho. Afirmar que una acción es causa de un resultado es sólo un presupuesto
con el que poder comenzar a investigar si es o no relevante jurídico-penalmente.

TEORÍAS EVOLUCIONADAS DE LA CAUSALIDAD.

Las deficiencias de la teoría de la equivalencia de condiciones pusieron de manifiesto la


necesidad de buscar soluciones que permitieran una localización más exacta de la causa que
realmente interese al Derecho Penal. Se elaboraron así dos tesis fundamentalmente, la teoría
de la causalidad adecuada o de la adecuación y la teoría de la causa jurídicamente relevante que
se presentaban como puras teorías de causalidad, pero que de nuevo operaban aceptando los
postulados de la equivalencia e incorporando elementos valorativos para corregir sus excesos
siendo, de este modo, un antecedente directo de la tesis de la imputación objetiva.

Teoría de la causalidad adecuada

La formulación de esta teoría, también a finales del siglo XIX, es obra de un médico que
no era jurista, Von Kries. Partiendo de la afirmación de que todo resultado lo es de un conjunto
de condiciones que lo determinan, sostiene que no todas son consideradas jurídicamente
causas, sino que sólo lo son aquellas que según la experiencia son adecuadas para producirlo.
Es decir, sólo es causa, aquella que según un juicio objetivo de previsibilidad o elevada
probabilidad puede producir el resultado. El baremo (hombre medio, prudente y objetivo) de
esa probabilidad toma como referencia al hombre medio, prudente y objetivo que, situado en

58
el momento de la acción (ex ante), y contando con los conocimientos de la situación que tenía
el autor al actuar o que podía haber tenido, entiende que era muy probable o previsible
objetivamente que tal resultado se produjera. No será causa si ex ante se percibiera como muy
improbable que se llegase a producir el resultado y no pudiese contarse con su causación
desplegando una prudencia media. Previsibilidad y diligencia son los criterios selectivos que
sirven para precisar cuándo una acción es adecuada para producir un resultado y, por lo tanto,
es causa del mismo. Con esta tesis, en los años cuarenta, el Tribunal Supremo resolvió el caso
de los “huertanos de Valencia”, en el que con motivo de una discusión, un sujeto golpea con una
pértiga a otro, que cae en una acequia de riego de la huerta. El que cae al agua fallece a
consecuencia de una neumonía que padecía previamente. Entendió el Tribunal que según la
experiencia no es causa adecuada para producir la muerte el recibir un golpe con una pértiga y
caer a una pequeña acequia. Por lo mismo, por ejemplo, se descartaría como causa el golpe en
la nariz a quien padece hemofilia sin que esto fuera ni pudiera ser conocido por el agresor, pues
tampoco el hombre medio, normalmente diligente, puede considerar como probable que el
resultado muerte llegue a producirse. Igualmente se podrían resolver los casos de los cursos
causales irregulares; en el ejemplo de quien envía a un familiar a un viaje en la compañía con
mayor siniestralidad, la causa es inadecuada porque la probabilidad de que efectivamente el
avión sufra un accidente sigue siendo ínfima.

Dos son las críticas que se achacan a esta tesis:

- Por una parte, que sigue resultando excesivamente amplia y ambigua ya que la
“normalidad” de la experiencia no siempre puede precisar lo que es adecuado para producir un
resultado; no siempre el hombre medio y prudente puede valorar la probabilidad o no, la
adecuación o no, de un hecho para producir un resultado. Puede haber plurales factores
adecuados; por ejemplo si un sujeto es gravemente herido en una pelea y en su traslado en
ambulancia a un centro hospitalario un conductor negligente choca con la ambulancia causando
la muerte del herido, la experiencia o la probabilidad indican que es adecuado para producir la
muerte tanto las graves heridas producto de la pelea como el accidente provocado por el
conductor negligente. También puede ser que según la experiencia no se baraje como probable
lo que ex post resulta decisivo en la producción del resultado; por ejemplo, si no se conoce la
capacidad nociva para la salud de una sustancia empleada en un proceso de fabricación, pero se
constatan graves lesiones en los consumidores del producto. O en el supuesto de que un sujeto
absolutamente inexperto en el manejo de armas de fuego dispare sobre otro con intención de
matarle, pero en una posición y con unas condiciones en las que sería dificilísimo acertar el tiro
incluso para alguien muy avezado y, pese a todo, hace blanco en su víctima y ésta muere.

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- El otro defecto que se le imputa es de orden sistemático. Pese a que el problema causal se
concibe como un problema valorativamente neutro, sin embargo la tesis de la adecuación utiliza
criterios jurídico-normativos como el de la probabilidad objetiva o el de la diligencia. Es decir, se
confunde el plano ontológico (qué acción es causa de un resultado) y el normativo (qué causas
deben tener relevancia penal). El que una causa no resulte adecuada para producir un resultado
no excluye su condición de causa.

Teoría de la causalidad relevante

Complemento de la anterior, mantiene que dentro de las causas que según la


experiencia son adecuadas para producir un resultado, sólo algunas son relevantes para el
Derecho Penal. Esa relevancia depende de las exigencias del sentido del tipo penal
correspondiente. Por ejemplo, si un cirujano amputa un miembro porque así lo requiere la
enfermedad, cabe decir, según la experiencia y la previsibilidad objetiva, que esa acción de
amputar es causa adecuada del resultado de lesionar que describe el art. 147 del Código Penal.
Sin embargo, el sentido del tipo penal impide apreciarlo como causa, ya que está encaminado a
evitar lesiones, es decir, mermas en la salud, y en ningún caso a sancionar conductas
encaminadas a sanar una enfermedad.

De nuevo, la crítica que recae sobre esta solución es de orden sistemático. Vuelve a dejar
en evidencia que la causalidad natural debe ser limitada con ayuda de criterios jurídicos. El
problema causal no es un problema prejurídico soluble sólo empleando métodos propios de las
ciencias de la naturaleza, sino que requiere recurrir a categorías jurídicas y valorativas. Es un
problema de tipicidad, y por tanto de selección normativa de comportamientos disvaliosos por
ser peligrosos para la integridad de los bienes jurídicos.

La aceptación de que para resolver los problemas causales no es posible detenerse en


el plano empírico sino que hay que abordarlo como un auténtico problema jurídico, que se ubica
dentro de la concepción jurídica de la tipicidad es la premisa metodológica de la que parte la
actual teoría de la imputación objetiva.

3.- La imputación objetiva: el principio del riesgo


Hoy día es asumido de modo unánime por doctrina y jurisprudencia (entre otras,
Sentencias de Tribunal Supremo de 16 de octubre de 2002; 9 de diciembre de 2004; 26 de
noviembre de 2008; 28 de junio de 2010 y de 11 de febrero de 2015), que la verificación de un
nexo causal empírico entre acción y resultado no es suficiente para imputar un resultado a una
acción, sino que el proceso de depuración del factor o factores causales jurídicamente

60
relevantes requiere el empleo de criterios normativos, sostenidos y extraídos de la propia
esencia preventiva del Derecho Penal. Se abandona la orientación empírica del problema de la
selección de la causa que genera un resultado descrito en el tipo, en favor de la identificación
de criterios normativos conforme a los cuales poder atribuir o imputar el resultado a la conducta
de un sujeto: esto es lo que hace la teoría de la imputación objetiva, cuyo principal mentor y
artífice es el penalista alemán Claus Roxin. A él se debe la elaboración de esos criterios de
atribución de resultados sobre la base del denominado principio del riesgo, que seguidamente
veremos.

El principio del riesgo impregna en la actualidad buena parte de la dogmática penal y se


asienta en la idea de que el Derecho Penal se inserta en el contexto de una sociedad definida
por el creciente desarrollo de conductas arriesgadas y la necesidad de definir la tolerancia hacia
las mismas, es decir, los límites dentro de los cuales se acepta que esas actividades se ejerciten
y cuya superación debe generar consecuencias jurídicas y eventualmente jurídico-penales.
Igualmente, se alinea en una concepción del Derecho Penal eminentemente preventivo,
encaminado a contener ciertos riesgos y a evitar que éstos se traduzcan en resultados lesivos.
La presencia de este principio del riesgo a lo largo y ancho de todos los elementos del delito se
deja ver en la depuración de elementos tan importantes del delito como puede ser la fijación de
los límites de la tentativa, el contenido y alcance de la imprudencia o la justificación de la
responsabilidad de los partícipes.

La teoría de la imputación objetiva no niega la necesidad de que exista un vínculo causal,


empírico, entre el resultado y una acción concreta. Evidentemente, no es posible comenzar a
plantear responsabilidad penal por hechos que no presentan conexión alguna respecto al
resultado típico que ha acaecido. Ahora bien, la constatación de esa causalidad, entendida en
sentido naturalista, constituye, como sostienen la jurisprudencia, “un límite mínimo, pero no
suficiente para la atribución del resultado”. “En general es posible afirmar que sin causalidad (en
el sentido de una ley natural de causalidad) no se puede sostener la imputación objetiva, así
como que ésta no coincide necesariamente con la causalidad natural” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 10 de octubre de 2006). Lo decisivo para proceder a la imputación del resultado a
la conducta de un sujeto es la constatación de que esa acción entraña en sí misma un riesgo que
no está permitido, riesgo que se verifica en el resultado descrito en el tipo y que resulta por ello
jurídicamente atribuible a dicha acción. Tras la causalidad, sólo cabe jurídicamente mantener
una imputación entre acción y resultado cuando ese resultado es una concreción directa del
riesgo jurídicamente desaprobado que entraña la acción. La imputación del resultado requiere,

61
fundamentalmente, que la acción haya creado un riesgo jurídicamente insostenible que se
materializa en ese resultado.

El juicio de imputación objetiva consta, por lo tanto, de dos momentos:

- Un primer momento de análisis prejurídico. Lo primero que debe ser comprobado, antes
de imputar un determinado resultado a una acción es si ésta es idónea, en virtud de una ley
natural científica, para producirlo. Naturalmente se trata de una cuestión cuya solución, como
cualquier otra de hecho, queda confiada a la conciencia del Tribunal pero éste no puede formar
juicio al respecto sino sobre la base de una constatación pericial garantizada por los
conocimientos especializados. Ejemplo: se verifica que el golpe de “A” en el ojo de “B” con un
vaso de cristal es el antecedente necesario de las lesiones en el globo ocular que determinaron
la pérdida de visión de “B”.

- En segundo lugar, un análisis jurídico-normativo. Ha de constatarse que la acción


manifiesta un desvalor consistente es revelar un riesgo jurídicamente desaprobado y que el
resultado producido es materialización de ese concreto riesgo. Dicho de otro modo, que la
conducta es disvaliosa jurídicamente por superar los límites del riesgo que se puede tolerar y
porque además el riesgo implícito a esa acción se confirma en la producción de un resultado.
Cuando una conducta revela la creación de un riesgo no permitido y éste efectivamente se
concreta en el resultado descrito en un tipo penal, contamos con un criterio decisivo para poder
imputar ese resultado a esa acción. Siguiendo con el ejemplo anterior: no está dentro de los
límites de lo permitido propinar golpes empleando un vaso de cristal y la pérdida de visión es la
concreta materialización del riesgo que implica golpear utilizando un medio tan peligroso como
es un vaso de cristal. Pero además, en algún caso, la creación de un riesgo no permitido y su
materialización en un resultado típico no son suficientes para imputarlos objetivamente, sino
que hay que tomar en consideración cuál es la esfera de protección de la norma, cuáles son los
comportamientos que esa norma pretende evitar.

En definitiva, los criterios a aplicar para poder imputar objetivamente un resultado a la


acción del sujeto en el ámbito penal son: previa constatación de la relación causa-efecto, la
creación de un riesgo no permitido, la verificación de ese peligro en el resultado previsto en el
tipo y la producción de resultados propios del ámbito de protección de la norma son los tres
criterios a aplicar para poder imputar objetivamente un resultado a la acción del sujeto en el
ámbito jurídico-penal. Veamos esos criterios por separado.

CRITERIOS ADICIONALES AL PRINCIPIO DEL RIESGO.

Creación o no creación del riesgo no permitido socialmente

62
Bajo este criterio son dos los puntos a tomar en consideración para llegar a sostener la
imputación de un resultado a una acción: que la acción implique un riesgo que no es aceptado
socialmente y que suponga una creación o aumento de riesgo y no una disminución del mismo.

El primer filtro valorativo que impone la tesis de la imputación objetiva lleva a descartar
como relevantes jurídicamente aquellos casos en los que la aceptación social de ciertas
conductas peligrosas, especialmente por razón de su “utilidad” (la denominada adecuación
social) las excluye de la posibilidad de ser abarcadas por el tipo objetivo. Por mucho que se
encuentren entre las causas directas de la producción de un resultado, la necesidad social de
mantener un cierto índice de tolerancia en conductas que implican un riesgo, impide que el
Derecho Penal las desvalore.

Lo que está aceptado y no desvalorado socialmente, no debe ser objeto de reacción punitiva.
Así, por ejemplo, si un Juez concede un permiso penitenciario de salida a un interno
cumpliéndose escrupulosamente todos los requisitos y cautelas legales, es decir, plazos,
informes, avales, etc., pero pese a ello el preso comete un robo durante el permiso, no puede
decirse que el juez tenga una corresponsabilidad en ese robo. También aquí se incluyen y
pueden resolver los casos de cursos causales irregulares: no se puede decir que sea una acción
socialmente desvalorada el comprar a un familiar un billete de avión en la compañía aérea de
alta siniestralidad, con la esperanza de que sufra un accidente para así heredar sus bienes, cosa
que efectivamente sucede, sino que tal conducta entra en el terreno de los riesgos aceptados,
por lo que no es posible imputar objetivamente el resultado muerte al heredero.

En segundo lugar, sólo son relevantes de cara a la producción de resultado las acciones que
generan un peligro que no está aceptado. Lo complicado es decidir cuál es ese nivel mínimo de
riesgo desaprobado cuya creación ya coloca al sujeto en el camino de la imputación de los
resultados que cree con él. Parece evidente que un levísimo empujón que derriba a una persona
a una pequeña charca y que le genera una grave pulmonía a causa del frío, no debería servir
para imputar el resultado de lesiones del art. 147 ó 149 CP. Pero la valoración cambia si actúa
contando con el dato que el sujeto padece de una deficiencia pulmonar que le hace
especialmente sensible a la humedad y al frío y pese a ello le empuja. Es similar al caso de quien
hace un corte a un hemofílico sabiendo que padece esta enfermedad y que, en su caso, el corte
entraña mucha más peligrosidad que en cualquier otro sujeto. Está claro que aquí la conducta
ya no es sólo un leve riesgo, sino un riesgo bastante más elevado. El problema es que hay
conductas especialmente leves desde el punto de vista de la peligrosidad en los que, sin
embargo, es difícil negar la imputación objetiva del resultado: caso del que queriendo matar a

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otro y sin ningún conocimiento de tiro y en condiciones sumamente difíciles incluso para un
experto dispara y efectivamente consigue su propósito.

En todo caso es importante subrayar que sólo han de tener relevancia de cara a la
imputación jurídica de resultados las acciones que crean un peligro o suponen un aumento del
mismo, pero no las que suponen una reducción del riesgo respecto a un riesgo mayor
preexistente. Si por ejemplo, en una pelea con arma blanca un tercero que actúa en defensa del
agredido consigue desviar el golpe y que recaiga sobre un órgano no principal y no sobre el
corazón, que es a dónde el agresor iba a herir a la víctima, la acción supone una reducción del
peligro respecto a la lesión del bien jurídico y, por ello, no ha de imputarse objetivamente el
resultado de lesiones finalmente producido a la acción del defensor.

El criterio de la creación o aumento de riesgo proporciona elementos de valoración para


decidir qué hacer en los casos en los que el resultado se produce por acumulación o concurrencia
de varias causas: si por ejemplo, la contaminación de un río es originada por pequeños vertidos
de industrias que están en su cauce, pero ninguno de ellos tiene individualmente potencialidad
suficiente como para causar la contaminación, es difícil mantener la imputación del resultado a
cada uno ellos, y sólo si se demuestra que alguno en concreto aumentó notablemente las
posibilidades de causar el resultado cabría imputárselo jurídicamente. Otra cosa es que en cada
industria se actuara contando con la pequeña dosis de contaminación de las otras, en cuyo caso
sí podría afirmarse que cada vertido supone un aumento de riesgo de cara a la producción del
resultado y, en consecuencia, que éste es imputable a todos ellos, que realizarían el tipo objetivo
del art. 325 CP.

Igualmente, este elemento permite dar respuesta a los complicados supuestos de cursos
causales hipotéticos, donde si un factor no actúa, otro lo haría simultáneamente y con la misma
eficacia. Es el ejemplo del conductor que adelanta incorrectamente a un ciclista que está ebrio
y que en ese mismo momento gira su bicicleta hacia el coche que finalmente lo arrolla; o del
médico que suministra un medicamento que causa la muerte del paciente debiendo haber
suministrado otro, pero que igualmente iba a causar ese resultado. En ellos no se puede decir
que la acción haya creado o aumentado un riesgo, de modo que sólo cabrá la imputación de los
resultados si se demuestra que con la acción peligrosa aumentaron de manera evidente las
posibilidades de producirse el resultado respecto de las que ya existían (juicio de incremento del
riesgo).

Realización del riesgo en la producción de un resultado.

64
La afirmación de la imputación objetiva del resultado a la acción de un sujeto y con ello la
realización de la parte objetiva del tipo requiere además, que el resultado sea una realización
del riesgo inherente a esa conducta. Es necesaria una relación de riesgo entre la acción y el
resultado. Si el resultado se deriva de otra acción o si aparece desconectado del peligro que
contiene la acción, no cabe imputárselo objetivamente a ésta (Sentencia del Tribunal Supremo
de 4 de julio de 2003). Es lo que sucede en los casos de desviación del curso causal por la
intervención de terceros, en los que el resultado no es la concreción del riesgo creado por la
acción del sujeto, sino que es la consecuencia de un riesgo distinto que se cuela en el proceso
de producción de un resultado. Si por ejemplo, a consecuencia de la agresión de “A”, un herido
grave y a punto de morir es trasladado en una ambulancia al hospital y en el traslado la
ambulancia colisiona fuertemente con un conductor imprudente y el herido fallece debido al
impacto del golpe, no se puede decir que la muerte sea un resultado imputable al golpe del
sujeto “A”, sino que lo será a la acción imprudente del conductor, que también entraña un riesgo
no permitido. Al sujeto “A”, como mucho cabrá imputarle el tipo objetivo de lesiones graves o
tentativa de homicidio, que es el resultado en el que se materializaba su acción en el momento
de desviarse el proceso causal e interferir la nueva acción arriesgada, la del conductor. Similares
situaciones son las del sujeto mortalmente herido pero que es rematado por un tercero, o las
de quien sufre una herida mortal a consecuencia de una agresión y es intervenido
quirúrgicamente para salvarle la vida, pero finalmente fallece porque en la operación se emplea
un bisturí infectado.

De igual forma cabe argumentar en las hipótesis de desviación del curso causal debida a la
intervención de la víctima en la producción del resultado: un sujeto secuestrado, tratando de
huir por un hueco que hay en el techo del zulo, cae y se golpea en la cabeza provocándose la
muerte; ¿cabría sostener aquí que el resultado muerte es una materialización del riesgo creado
por los captores e imputárselo objetivamente a éstos? O lo mismo en el caso de los heridos que
necesitan una transfusión de sangre, pero por convicciones religiosas se niegan a ello, ¿se podría
imputar la muerte al autor de sus lesiones y afirmar el tipo objetivo de homicidio? En ambos la
respuesta debería ser negativa, porque aunque las acciones iniciales (el secuestro, la agresión)
son causa del resultado y suponen un riesgo no tolerado, no tienen traducción directa en el
resultado finalmente producido, sino que éste es directamente derivado del nuevo riesgo que
crea la propia víctima.

En esta misma línea cabría tratar también aquí las hipótesis de concurrencia de factores
preexistentes que sean desconocidos por el autor como el caso de las enfermedades (Sentencia

65
del Tribunal Supremo de 4 de julio de 2003): la muerte del hemofílico no puede ser imputable a
la acción de propinar un ligero golpe en la nariz si se actúa desconociendo esa enfermedad.

Lo que resulta irrelevante de cara a la imputación son los casos en los que la desviación del
nexo causal no es esencial y obedece a la interposición de un hecho fortuito que es el que
finalmente desencadena el resultado que se buscaba. Pensemos por ejemplo, en quien es
brutalmente apuñalado en el corazón, pero fallece en su caída porque se da un golpe en la nuca.
En supuestos como estos cabe seguir manteniendo que la acción peligrosa inicial se ha
materializado en el resultado muerte finalmente producido.

La esfera de la protección de la norma.

Como criterio de cierre, y mucho más ambiguo e impreciso que los anteriormente
expuestos, se redondea el proceso valorativo de imputación objetiva de resultados empleando
como elemento de juicio el ámbito de protección de la norma que se trata de aplicar: la esfera
de conductas a cuya evitación va dirigido el tipo. Pese a los filtros anteriores, siguen quedando
casos en los que imputar ciertos resultados a acciones es complicado, ya que integran conductas
que escapan de las que el legislador por principio querría evitar con ese tipo.

Podrían resolverse con este último criterio las puestas en peligro de un tercero consentidas
por éste: en una “ruleta rusa” un sujeto acepta ponerse frente al posible disparo y efectivamente
fallece, o acepta subir como copiloto en una competición en una carretera y se produce un
accidente en el que pierde la vida. Aun afirmándose los factores anteriormente expuestos de
tratarse de conductas arriesgadas y ser el resultado una concreción de esos riesgos, en
situaciones de este tipo el resultado no debe imputarse a esas acciones arriesgadas, pues no
parece que el fin de protección de la norma, en este caso el delito de homicidio, sea extender
su protección a quienes consciente y voluntariamente se exponen a peligros. Se excluye así la
imputación objetiva del resultado cuando éste, aunque haya sido ocasionado por la acción
peligrosa del autor, no se encuentre entre aquellos que la norma pretende evitar según su
sentido.

También con esta pauta se puede dar respuesta a los casos de causación de resultados
ulteriores o daños añadidos a un resultado principal. Si, por ejemplo, se produce la muerte de
un bombero que estaba apagando un incendio provocado por un pirómano, ¿debe imputarse a
éste la muerte del bombero?; o si un sujeto recibe la noticia del asesinato de un familiar cae en
una profunda depresión, ¿debe responder el autor del asesinato también por los daños a la salud
del familiar?. Lo esencial es determinar si la finalidad protectora del precepto aplicable pretende
impedir esos resultados añadidos o si solamente aspira a evitar las consecuencias directas

66
lesivas para el bien jurídico. En principio, la respuesta mayoritaria excluye la imputación objetiva
de estos otros resultados añadidos, que sólo indirectamente guardan relación con el riesgo que
implica la acción desencadenante. En los ejemplos planteados parece que el ámbito protector
de los delitos de incendio u homicidio no se extiende a la tutela de otros bienes jurídicos, que sí
encontrarían atención en el plano de la responsabilidad civil derivada del delito.

En todo caso, en situaciones normalmente desencadenadas en el contexto de prácticas


negligentes, en las que una serie de circunstancias más o menos previsibles determinan la
producción del resultado, la aplicación de este criterio no siempre alcanza la seguridad necesaria
como para afirmar que el resultado es imputable jurídicamente a la acción y, por lo tanto, que
se integra el tipo objetivo: por ejemplo, si un sujeto se ahoga tratando de salvar a un niño
mientras el socorrista se ha ausentado negligentemente de su puesto de vigilancia; o si durante
una montería y en un breve descanso para tomar un café un cazador deja su escopeta, que creía
descargada, en una habitación y un niño entra y se dispara mortalmente. En supuestos así, la
flexibilidad en las valoraciones es absoluta, y por lo tanto las respuestas pueden ser de cualquier
signo.

Solo resta destacar que el problema de la imputación objetiva y su ubicación en el plano de


las valoraciones jurídicas es un asunto especialmente flexible, con plurales respuestas, tantas
como posiciones se mantengan ante cuestiones básicas en la actualidad como la intervención
penal frente a los riesgos o la dimensión preventiva del Derecho Penal. Así se puede constatar
en un tema que hoy día es clave y cuya solución, empleando los instrumentos de las teorías de
la causalidad y la imputación objetiva, es muy cuestionable. Se trata del hecho de la imputación
de resultados producidos a largo plazo, aparecidos mucho tiempo después de ser juzgado el
hecho, como la muerte derivada de la transmisión del SIDA; o las enfermedades derivadas de
las radiaciones emitidas en una catástrofe nuclear, como sucedió en el año 1986 en la central
de Chernobyl, cuyos efectos sobre la salud de las personas aún siguen apareciendo, incluso en
la generación posterior.

67
LECCIÓN 6. EL TIPO DOLOSO DE ACCIÓN.

1. Introducción.
Derivado del carácter preventivo del Derecho Penal, al tipo se le asigna una
función de motivación. Eso supone que a él habrán de dirigirse todos aquellos elementos
que integran la conducta cuya no comisión se quiere y puede motivar. La cuestión de
qué es lo que pertenece al tipo es una cuestión vinculada a qué es lo que el legislador
puede evitar. Sólo lo que se pueda evitar es susceptible de prevenirse y por tanto, de
definirse como prohibido a través del tipo. La inclusión del dolo y la imprudencia en el
tipo no se deriva de conceptos ontológicos, sino de un planteamiento funcional
vinculado a la utilidad que se pretende conseguir a través del tipo: evitar conductas que
afectan gravemente a los bienes jurídicos más importantes. Pues bien, este rasgo de
“evitabilidad” sólo es predicable de los comportamientos dolosos y los imprudentes. En
ambos, hay una actitud del sujeto respecto a la lesión o puesta en peligro de bienes
jurídicos que ha causado objetivamente su conducta. En las conductas dolosas el sujeto
actúa con la finalidad y la voluntad, más o menos intensas como se verá más abajo, de
causar esa lesión. La posibilidad de motivación es total. En las imprudentes, el autor ni
busca ni pretende lesionar el bien jurídico, pero el descuido de su comportamiento lo
genera. Las posibilidades de motivación se reducen, pero se proyectan sobre la exigencia
del cuidado debido para evitar resultados no buscados ni deseados.

El Código Penal expresa esta restricción de las conductas prohibidas a las dolosas
y las imprudentes en su artículo 5, al vincular la imposición de una pena a la constatación
de una de esas dos situaciones subjetivas: “No hay pena sin dolo o imprudencia”. Abunda
en ello en el artículo 10: “Son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes
penadas por la Ley”, conectando el concepto de conducta prohibida, delito, con el
carácter doloso o imprudente de ésta. Ello significa que las conductas descritas en los
tipos de la parte especial son o bien dolosas o bien imprudentes, sin que quepa otra
modalidad subjetiva de imputación típica. No son conductas prohibidas aquellas en las
que no medie dolo o imprudencia. Así, el Código Penal intercepta cualquier hueco de

68
responsabilidad objetiva (como se explicó en el tema 3 del Tomo I de esta obra): todos
los tipos de la parte especial se clasifican subjetivamente en una de estas dos categorías,
dolo o imprudencia.

Se trata de conductas que responden a normas de diferente estructura, de ahí


que entre ellas el desvalor sea también diferente. Los delitos dolosos expresan una
conducta que se dirige voluntariamente a actuar en contra de la norma imperativa que
prohíbe atentar contra los bienes jurídicos. Los delitos imprudentes, sin embargo, pese
a causar un resultado similar al de los dolosos (dolosa o imprudentemente se pueden
producir las mismas lesiones o incluso pueden ser más graves las causadas por
imprudencia), constituyen infracciones a las normas de cuidado que generan esos
resultados no buscados ni queridos por el autor. Es decir, entre ambos la diferencia no
está en el desvalor de resultado, que insistimos, puede ser el mismo o hasta más grave
en el delito imprudente, sino en el desvalor de acción, pues los delitos dolosos se
construyen sobre vulneraciones a las normas prohibitivas y los delitos imprudentes a las
normas de cuidado. El quebranto de la norma de cuidado representa un desvalor de
acción cualitativamente inferior que la infracción de los mandatos o imperativos que
representa la conducta dolosa.

Para poder avanzar en el análisis de tipicidad de una conducta y así decir de ella
es una conducta contraria a Derecho, es preciso que la realización de la acción
penalmente relevante, en los términos que planteábamos en la lección anterior, vaya
acompañada de una actitud subjetiva del sujeto respecto a ella: que o bien se realice
dolosamente, o bien imprudentemente. Ambas modalidades subjetivas dan lugar a
sendas formas típicas, el delito doloso, al que dedicamos esta unidad, y el delito
imprudente, sobre el que versa la siguiente. Ahora bien, la identificación de estos
elementos en los tipos se realiza empleando una técnica jurídica basada en criterios de
economía legislativa. El Código Penal expresa en su artículo 12 que “las acciones u
omisiones imprudentes sólo se castigarán cuando expresamente lo disponga la Ley”. Eso
supone que los tipos serán imprudentes sólo en los casos en los que de manera expresa
se haga constar esta cualidad, así que, si nada se indica, por deducción, los tipos serán
dolosos (la regulación de la imprudencia en el Código Penal será tratada específicamente
en la unidad 7 de esta obra). Por ejemplo, el art. 158.1 CP castiga la producción de

69
lesiones al feto “por imprudencia grave”, mientras que cuando el art. 157 establece una
pena de prisión de uno a cuatro años al “que, por cualquier medio o procedimiento,
causare en un feto una lesión o enfermedad que perjudique gravemente su normal
desartrollo…”, se ha de entender, de acuerdo con la cláusula general del artículo 12 que
lo que se castiga no es el hecho objetivo de lesionar la vida en formación, sino hacerlo
de modo consciente y voluntario. No es necesaria que en cada tipo doloso el legislador
haga constar esa cualidad. El texto penal resultaría pesado y repetitivo en exceso, ya que
la mayor parte de los tipos son dolosos y los imprudentes sólo son una minoría, aunque
en evidente crecimiento en los últimos tiempos.

No obstante, de modo excepcional, algunos tipos sí aluden directamente al dolo,


o al menos a alguno de sus elementos (sería el caso, por ejemplo, del delito de
prevaricación administrativa, del art. 404 CP, o judicial del 446, o de la infidelidad en la
custodia de documentos de los arts. 413-414 CP) en los que se requiere actuar “a
sabiendas” y que determinan un dolo especialmente reforzado, que limita las
posibilidades de aplicación del dolo eventual.

Para apreciar la concurrencia del tipo subjetivo doloso basta, en principio, con
constatar el dolo en la conducta del sujeto. En todo caso, y será tratado en el epígrafe
final de esta unidad, hay algunos delitos en los que el tipo subjetivo requiere la
constatación de una actitud subjetiva específica, más allá del dolo y cuya ausencia
determina la atipicidad de la conducta.

2. Concepto de dolo.
La cuestión que hay que plantearse ahora es qué significa exactamente conducta
dolosa: qué es el dolo. En la actualidad el dolo se define como la conciencia o
conocimiento y la voluntad por parte del sujeto activo de la realización de los elementos
del tipo objetivo. Por ejemplo, diremos que la conducta de secuestro (art. 164 CP) es
dolosa, cuando el sujeto conoce que está encerrando a otra persona en contra de su
voluntad, privándola de libertad de movimiento y que está exigiendo un rescate a
cambio de su liberación, quiere hacerlo y efectivamente lo hace. Por lo mismo, no habrá
dolo y se excluirá la aplicación del tipo doloso cuando el sujeto desconozca alguno de
esos elementos, si bien esta situación puede generar lo que se denomina un error de

70
tipo, que puede tener consecuencias punitivas y del que nos ocuparemos
detalladamente en esta unidad. Por ejemplo, el padre que como castigo por haber
llegado tarde cree que está encerrando a su hijo en su habitación, cuando en realidad
quien estaba dentro era un amigo de éste; o el caso del cazador que cuando ve que un
arbusto se mueve, dispara convencido de que ahí está el jabalí, y a quien dispara es a un
compañero, que fallece.

Aunque el dolo es un concepto general, aplicable a todos los tipos penales


definido como conocer y querer los elementos del tipo objetivo, su análisis y constatación
requiere una concreción para cada tipo penal doloso; es decir, cada uno de los delitos
tiene su propio dolo que exige que el sujeto conozca y quiera cada uno de los elementos
que componen específicamente el tipo objetivo de que se trate. Así, en el homicidio, el
dolo supone conocer y querer la causación de la muerte de otra persona; en las lesiones
el dolo es distinto y requiere conocer y querer la producción de un menoscabo a la salud
de un tercero. Para apreciar el aborto, no basta un dolo genérico de acabar con cualquier
vida humana, sino que hay que actuar sabiendo y queriendo acabar con la vida del
nasciturus. Para el hurto se requiere saber que se está sustrayendo un objeto mueble
que es ajeno, etc.

Esta especificidad del dolo plantea un importante problema probatorio. Estamos


ante un elemento interno, vinculado a la actitud del sujeto respecto a su conducta, por
lo que con base al derecho constitucional de defensa del acusado (art. 24 CE), éste
siempre va a tratar de enmascararlo para buscar soluciones más propicias
punitivamente. Así, quien dispara a otro con intención de matarle pero sólo le hiere
gravemente, dirá que el disparo fue fortuito o como mucho, un descuido. El tipo
subjetivo doloso requiere en cada caso la constatación de que el sujeto conoce y quiere
todos los elementos particulares del tipo objetivo en cuestión y para ello, la
jurisprudencia recurre a la prueba de indicios, tomando siempre como referencia
elementos externos (Sentencias del Tribunal Supremo núm. 723, de 7 de junio de 2005;
844, de 29 de julio de 2009). La falta de ese dolo específico va a determinar la atipicidad
de la conducta: si no se constata el dolo específico de matar, será atípico el homicidio
intentado, si bien puede que subsistan las lesiones dolosas. También puede ocurrir que
esa falta del dolo específico requerido en el tipo genere un supuesto de error de tipo: el

71
sujeto quiere producir el aborto de una mujer y así lo hace (realiza un aborto doloso)
pero no sabe que con su acción le está causando unas lesiones. La falta de dolo
específico a las lesiones da lugar a la atipicidad de la conducta, pero podría dar lugar a
un error de tipo.

Este concepto de dolo no incluye la conciencia de la contrariedad a Derecho de


la conducta. El dolo es un “dolus bonus” o “dolo natural”, que no exige que el sujeto
conozca que lo que realiza es antijurídico, como sucedía con la ya superada concepción
normativa del dolo. Esta conciencia de la antijuridicidad hoy día no es considerada un
elemento del dolo sino de la culpabilidad (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 307, de
20 de febrero de 2002), de modo que en el caso de que un sujeto actúe sin conocer que
lo que realiza es un hecho prohibido por el Derecho Penal, su conducta seguirá siendo
típicamente dolosa y subsistirá, en consecuencia, la pena prevista en el tipo doloso de
que se trate, si bien en el caso de que esa situación errónea en la que se encuentra el
sujeto sea vencible se prevé una atenuación de la pena del delito doloso, acorde con la
menor culpabilidad del sujeto (error de prohibición). Sólo cuando el desconocimiento de
la ilicitud no hubiera podido ser evitado la pena se excluye en atención a la nula
culpabilidad que muestra el sujeto. También por esto un menor o un inimputable
pueden actuar con dolo y realizar la conducta típica, aunque luego estén exentos de
pena por carecer de culpabilidad.

Es conveniente insistir en este carácter “neutral” del dolo, que hace que se le
denomine “dolo natural o dolo bueno”, porque no requiere ningún juicio sobre la
percepción de la ilicitud de la conducta por parte del sujeto. Para decir que el autor de
un delito de estafa del artículo 248 CP ha actuado con dolo no es necesario plantearse
si conocía o no que esa conducta estaba incluida en el Código Penal. Esa cuestión será
analizada en sede de culpabilidad; basta con que sepa que está engañando a otro, para
hacerle caer en un error y que a consecuencia de ello el engañado realiza un acto de
disposición patrimonial. Si se exigiera el conocimiento de la antijuricidad como elemento
del dolo, estando éste en el tipo, se incurriría en un defecto sistemático importante, ya
que aún el análisis de contrariedad a Derecho de la conducta no se ha completado. Esto
sólo sucederá una vez constatada la ausencia de causas de justificación, de manera que
es incoherente plantear si el sujeto conoce o que su conducta es antijurídica si resulta

72
que pudiera no serlo por estar amparada por una causa de justificación. Por ejemplo,
piénsese en un sujeto que es agredido y en defensa de esta agresión golpea a su agresor
para librarse de él. La conducta no es contraria a Derecho y pese a todo es dolosa, pues
el sujeto sabe que está golpeando y quiere hacerlo.

ELEMENTOS DEL DOLO.

De la definición de dolo, conocer y querer los elementos del tipo objetivo, se


desprende que tiene un doble contenido:

- Elemento cognoscitivo o intelectivo: el sujeto ha de tener conocimiento de


todos los elementos del tipo objetivo, especialmente la acción y su resultado, la
conexión causal entre ambas, sujetos, objeto, elementos descriptivos y normativos de
la conducta, modos de comisión, etc. (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 1516, de 21
de enero de 2005). Por ejemplo, en un delito de prevaricación del art. 404 CP el
funcionario debe conocer que está dictando una resolución que es contraria a Derecho
de modo flagrante; en un delito de daños, del art. 263 CP, ha de saber que está
destruyendo o afectando esencialmente la utilidad un objeto ajeno.

El conocimiento exigido por el dolo ha de reunir unas características: a) ha de ser


actual, es decir ha de referirse al momento de ejecución de la acción típica; b) ha de
ser un conocimiento real, no basta un conocimiento potencial (el que podría haber
tenido si hubiera advertido el peligro, o el que hubiera tenido si hubiera tomado la
precaución de asegurarse de ciertos extremos); y c) no ha de ser un conocimiento
exacto y exhaustivo de todos los elementos requeridos por el tipo objetivo, que llegue
a percibir incluso detalles técnicos de los tipos, sino que basta con un conocimiento
medio, el que se puede exigir a cualquier sujeto de características similares al sujeto
activo acerca de la significación social, natural o jurídica de tales elementos (por
ejemplo, en un delito contra la Hacienda Publica, no hace falta conocer exactamente la
contabilidad al detalle, ni entender todos los entresijos de un impuesto, sino que basta
con conocer que se dejan de ingresar unas cantidades de dinero que se debían haber
ingresado; o en un delito de detenciones ilegales no es necesario saber la identidad
precisa del sujeto pasivo, basta con saber que se está privando de libertad a una
persona; en un delito de hurto, es suficiente con saber que la cosa sustraída es ajena y
no es necesario conocer la identidad de su propietario).

73
La falta de conocimiento de alguno de los elementos del tipo determina la
ausencia del dolo y, en definitiva, la atipicidad de la conducta. Por ejemplo, el sujeto que
introduce en su cartera el ordenador portátil de su compañero de mesa, que es idéntico
al suyo, y no se percata en absoluto que está sustrayendo algo ajeno. Ahora bien, esta
ignorancia o errónea representación de la realidad en la que se encuentra puede tener
en ocasiones consecuencias jurídicas, pues es posible que al sujeto se le reproche la falta
del cuidado preciso para haber advertido el error en el que se encuentra y haber salido
de esa ignorancia. Volveremos sobre este asunto más adelante al abordar la cuestión
del error de tipo.

- Elemento volitivo. El sujeto actúa con voluntad cuando conociendo los


elementos del tipo objetivo, quiere actuar; quiere realizar esos elementos. La voluntad
de realización implica que el sujeto, sobre la base del previo conocimiento de los
elementos del tipo objetivo, se decide a actuar, Por ejemplo, quien sabe que una cosa
es ajena y se la lleva, actúa con la voluntad requerida por el dolo. El elemento volitivo
se superpone al intelectivo, pues sólo se puede querer hacer aquello que se conoce. La
voluntad implica que el sujeto lleva a cabo la decisión de realizar la conducta, aceptando
las consecuencias de su acción. Voluntad es “aceptar”, “decidirse por” la realización de
aquello que previamente se conoce. Lo que no es equiparable a la voluntad es la
apreciación de móviles o deseos por parte del sujeto activo. Puede que quien sabe que
está matando a otra persona y pese a todo lo hace, no esté disfrutando con su acción;
pero la realiza. Puede que lo haga por rencor o por un ajuste de cuentas. Si sabiendo lo
que está haciendo quiere hacerlo, basta con eso para que haya “voluntad”. La voluntad,
y en definitiva, el dolo, es independiente de los deseos o móviles que llevan al sujeto
activo a actuar y que en un “Derecho Penal de hechos” y no “de autor” sólo tienen
relevancia típica en casos reducidos, como por ejemplo en algunas circunstancias
agravatorias, (es el caso del racismo o la discriminación del art. 22.4 CP) o en
determinados elementos subjetivos del injusto (Sentencia del Tribunal Supremo núm.
781, de 27 de mayo de 2003). Los deseos o móviles del autor no integran el dolo y
tampoco lo excluyen. Si, por ejemplo, alguien actúa con el deseo de reírse de aquel a
quien está lesionando, ese animus iocandi no impide que se siga calificando la conducta

74
como dolosa, independientemente del deseo que mueve al sujeto en su actuación
(Sentencia del Tribunal Supremo núm. 388, de 25 de marzo de 2004).

3. Clases de dolo: el dolo directo, el dolo eventual.


El dolo se puede clasificar en tres categorías según la intensidad con la que se
presenten el elemento cognoscitivo y el volitivo. Así, de mayor a menor presencia de
éstos, es decir, según exista pleno conocimiento y voluntad o bien estos o uno de ellos
concurran parcialmente, se distingue entre dolo directo de primer grado, dolo directo
de segundo grado y dolo eventual. Sea bien entendido que encajar una conducta en
cualquiera de las tres clases conduce a la misma consecuencia dogmática y punitiva: en
los tres casos estamos ante conductas dolosas; más o menos dolosas, pero siempre de
esta clase, sin que ello se traduzca en una pena diferente. Decir que un homicidio se ha
cometido en dolo directo o en dolo eventual es irrelevante desde el punto de vista
punitivo, pues en ambos casos estaremos hablando de un delito de homicidio doloso
previsto en el artículo 138 CP. Se trata, por lo tanto, de una clasificación doctrinal, sin
reflejo punitivo en el Código, pero que sí tiene un punto de trascendencia práctica en
su nivel inferior, el del dolo eventual, pues éste está en la frontera con la imprudencia
consciente, de ahí que si no se encaja una conducta en el dolo eventual y se desliza a la
imprudencia, existirá una consecuencia importante: no habrá tipo subjetivo doloso, será
tipo subjetivo imprudente, calificación que sólo es posible en aquellos casos en los que
se contemple la dualidad típica subjetiva dolo/imprudencia y eso no sucede en general.
Por ejemplo, si llegada la hora de cierre, el vigilante cierra rápidamente la puerta de la
biblioteca sin antes haber dado una vuelta comprobando mínimamente que no quedaba
nadie en el edificio, pero quedaban dos silenciosos estudiantes que apuraban el tiempo
de estudio hasta el último minuto, pudiera plantearse la duda de si el encierro integra
un tipo de detenciones ilegales en dolo eventual o si el hecho es impune ya que en los
delitos contra la libertad personal no se prevén tipos imprudentes.

La Sentencia del Tribunal Supremo núm. 1866, de 7 de noviembre de 2002,


expone las tres clases de dolo de manera muy sencilla: “La doctrina y la jurisprudencia
han distinguido tres clases de dolo, aunque ello, en general, sea indiferente a los efectos
de calificación y de penalidad: directo de primer grado, directo de segundo grado y
eventual. En los delitos de resultado, en el primer caso, el autor quiere el resultado

75
típico, de manera que su conducta está orientada precisamente a su consecución. En el
segundo caso, aunque el autor no quiere directamente el resultado, éste se presenta
como consecuencia natural e inevitable de su acción, que es conocida y admitida por él;
y, finalmente, en el dolo eventual, el autor se representa la posibilidad del resultado y
consiste o aprueba su producción (teoría del consentimiento) o bien se representa el
resultado con un alto grado de probabilidad (teoría de la representación), continuando
su acción a pesar de no desearlo directamente”

DOLO DIRECTO DE PRIMER GRADO.

Con su acción el sujeto quiere la producción de un resultado (o la mera acción


típica en caso de delitos de mera actividad) y ese resultado es efectivamente el que se
produce. Hay una plena presencia del elemento volitivo e intelectivo. Ejemplo: el sujeto
quiere sustraer la cartera del bolsillo del pantalón de la víctima sin que ésta se entere y
efectivamente la extrae “limpiamente” y se la lleva.

DOLO DIRECTO DE SEGUNDO GRADO.

La acción encaminada a la producción del resultado conlleva inevitablemente la


producción de otro u otros resultados. Estos otros resultados van aparejados de modo
necesario a la realización de esa acción y a la producción del resultado inicialmente
buscado. Realmente el resultado ulterior no es el que el sujeto busca con su acción pero,
prevista y conocida su segura causación, lo acepta como necesariamente unida al
resultado principal que pretende. Es decir, respecto al resultado principal, con el que se
actúa con dolo directo de primer grado, hay conocimiento y voluntad, pero también se
dan ambos elementos y de manera plena, respecto al resultado necesariamente
añadido, porque no es que éste sea tan sólo una posibilidad, sino que es necesaria o
segura su producción y con esa seguridad el autor actúa, aceptándolo. La voluntad, de
nuevo, es plena. Por ejemplo, el sujeto quiere incendiar una casa y efectivamente hace,
y sabe que dentro duerme una persona mayor e impedida para moverse por sí mismo
inmóvil que necesariamente va a morir en el incendio. La diferente actitud psicológica
respecto a los resultados entre el dolo directo de primer y segundo grado no supone
una diferente valoración penal: tan disvalioso es la conducta de querer matar y hacerlo
directamente, como la de aceptar la muerte inevitable del que está dentro de la casa
que es incendiada de propósito. También los atentados terroristas, pensemos en el del

76
11 de marzo de 2004 en Madrid, 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, año 87,
atentados en Hipercor, Barcelona y en la casa cuartel de Zaragoza, pueden ser un
ejemplo de esta categoría de dolo, pues en ellos, aunque se desconozca a priori el
número exacto de víctimas que va a haber, los autores actúan conociendo que es segura
la muerte de un número indeterminado de personas y actúan aceptando esa realidad,
de modo que habrá un dolo directo al menos de segundo grado respecto a todas las
víctimas finalmente causadas.

DOLO EVENTUAL.

El sujeto no busca la producción del resultado, por lo que habría que decir que,
en principio, no existe el elemento volitivo del dolo. Sin embargo, aquí lo decisivo es que
conoce que hay posibilidades de que el resultado se llegue a producir y contando con
esas posibilidades no se detiene, actúa y efectivamente el resultado no buscado se
produce. El elemento cognoscitivo y el volitivo están bastante más difuminados. Por un
lado, no existe plena certeza de producción del resultado, por lo tanto, no hay absoluto
conocimiento de la situación típica; por otro, el sujeto no busca ese resultado
directamente pero “actúa contando con su producción”, o lo que es lo mismo,
“aceptando” la afección al bien jurídico que finalmente se causa, por lo que también la
voluntad es más difusa. Retomemos ahora el supuesto del incendio en una casa en cuyo
interior hay una persona. Si en vez de saber con toda certeza que sí hay una persona
dentro, introducimos el matiz de que el sujeto actúa contando con la posibilidad de que
pudiera haber alguien, porque sabe que a veces, algunas noches muy frías, en ella
pernocta un mendigo y efectivamente esa noche en la que incendia la casa el mendigo
estaba allí y muere, tendremos un caso de dolo eventual. Un caso similar es el del
atentado con bomba en el aparcamiento de la T4 del Aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid-
Barajas en diciembre de 2006, en el que fallecieron dos personas que estaban en el
interior de un coche pese a que minutos antes se había hecho una advertencia de la
colocación del explosivo. La explosión se llevó a cabo pese a que los autores contaban
con la probabilidad de que alguien no hubiera escuchado la llamada y no le hubiera dado
tiempo a salir.

Esta forma de dolo resulta de difícil de delimitar respecto a la imprudencia


consciente, en la que el sujeto también percibe el peligro inherente a su acción, si bien

77
en este caso el resultado típico que finalmente se produce no había sido en absoluto
aceptado por el autor (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 388, de 25 de marzo de
2003). La cercanía entre dolo eventual e imprudencia requiere de la fijación de criterios
que permitan identificar a uno u otra. Como señalábamos más arriba, optar por uno u
otra deja de ser una cuestión doctrinal, con restringida trascendencia práctica, para ser
una cuestión decisiva desde el punto de vista de la calificación jurídica y la consiguiente
pena a imponer. En nuestro Código Penal no se contempla directamente al dolo
eventual como una categoría típica intermedia entre el dolo directo y la imprudencia,
con un tratamiento punitivo expreso y también a medio camino entre ambos. Si se opta
por calificar la conducta como dolosa, será un caso de dolo en sentido estricto; tan dolo
como el dolo directo y penado como tal. Si se opta porque la conducta sea imprudente,
habría que aplicar el tipo imprudente correspondiente, que tendrá una pena
considerablemente inferior (en el caso del homicidio se pasaría de una pena de diez a
quince años del art. 138 CP, a la de uno a cuatro años del art. 142, en caso de
imprudencia grave y de tres a dieciocho meses si es menos grave). Incluso pudiera ser
que la conducta quedara impune al no existir la opción típica imprudente, pues en el
Código Penal no todos los delitos tienen la doble posibilidad subjetiva. El distinto alcance
punitivo que conlleva cada calificación, acorde al diferente grado de desvalor entre dolo
e imprudencia, es notorio y la garantía de seguridad jurídica respecto a la calificación y
la pena reclama un criterio conocido y determinado al respecto.

Criterios de delimitación entre dolo eventual e imprudencia.

El Código Penal no se pronuncia de manera expresa sobre el tema del dolo


eventual, ni mucho menos de su diferencia respecto a la imprudencia. De ahí que sean
elaboraciones teóricas de doctrina y jurisprudencia las que se han encargado de ofrecer
una respuesta. Básicamente son dos las soluciones ofrecidas: la teoría de la voluntad o
del consentimiento y la teoría del conocimiento o de la probabilidad, que han sido
acompañadas puntualmente por alguna otra opción intermedia.

- Teoría de la voluntad o del consentimiento.

Así denominada por focalizar el criterio de distinción en el elemento volitivo, en


la actitud interna del sujeto respecto al resultado. Considera que hay dolo eventual y no
imprudencia si el sujeto, que en realidad se está representando el resultado como

78
probable, se decide a actuar y acepta su producción aún cuando no hubiera sido
simplemente probable, sino que fuera absolutamente segura su producción. Si hubiera
sabido con certeza que se iba a dar el resultado de posible producción, y pese a ello el
sujeto lo hubiera aceptado y se habría decidido por su actuación exactamente igual, la
conducta no es dolosa, sino imprudente. Por el contrario, habrá imprudencia cuando el
autor, de haberse representado la segura producción del resultado, se hubiera detenido,
no hubiera actuado.

Es de destacar la formulación en clave de hipótesis a que responde este criterio,


pues trata de dar respuesta a la pregunta de qué habría pasado con la decisión del autor
si en vez de ser las cosas como son hubieran sido de otra manera. Esta posición
hipotética, basada en conjeturas, ha merecido dos críticas fundamentalmente. La
primera, la de que toma como parámetro de referencia algo que no ha sucedido nunca:
en realidad, el autor no se presenta nada como seguro, sino como probable y es en eso
precisamente en donde reside la esencia del dolo eventual. En segundo lugar, y
vinculado a ello, las dificultades probatorias derivadas de hacer descansar una solución
técnica de un elemento interno, como es la voluntad, pues evidentemente el acusado
buscará su mejor defensa y la rebaja punitiva alegando que de haber sabido que el
resultado era seguro en ningún caso hubiera seguido adelante con su acción.

Se trata de una tesis que ha tenido eco en nuestra jurisprudencia (cabe citar,
entre otras, las Sentencias del Tribunal Supremo núm. 1049, de 5 de junio de 2002, núm.
1079, de 6 de junio de 2002 o núm. 918, de 20 de junio de 2003), y que si bien parecía
que en los últimos años quedaba relegada en favor de la teoría de la probabilidad, fue
de nuevo empleada en la Sentencia del Tribunal Supremo de 31 de octubre de 2007, que
entendió que la voluntad es la pieza decisiva, porque es la que da contenido preciso al
dolo eventual: el sujeto preferiría que el resultado no se ocasionara, pero de ser segura
su producción, lo asume, se conforma con él y no se detiene en la comisión de la acción
que lo genera.

- Teoría de la probabilidad o del conocimiento.

Toma como elemento de diferenciación el elemento cognoscitivo y, en concreto,


el grado de conocimiento que tenía el sujeto de la situación. Lo decisivo es el grado de
probabilidad de producción del resultado con el que contaba el sujeto. Si se planteó

79
como muy probable el resultado y pese a todo actuó, habrá dolo eventual; si el sujeto
contó con que las posibilidades de producción del resultado eran escasas o remotas,
pese a que éste efectivamente se llegó a producir, la conducta será imprudente.

Esta teoría tiene la ventaja de que objetiviza el juicio sobre el dolo, que ya no
depende de una hipotética actitud interna del sujeto, sino de la voluntad efectivamente
mostrada ante una causación probable del resultado y es más acorde con el actual
Derecho Penal, más tendente a evitar conductas peligrosas para lo bienes jurídicos que
a la mera prohibición de resultados.

No obstante, no está exenta de críticas. Primeramente, que es imposible precisar


la graduación de la “elevada probabilidad de resultados lesivos”: ¿cuánto de probable
se tiene percibir el resultado? Téngase en cuenta que lo que para unos es muy posible,
para otros puede ser más remoto, dependiendo de la actitud de cautela que cada uno
tenga frente a los riesgos. Pero sobre todo, a esta teoría se le cuestiona su excesiva
objetivización, que lleva a identificar la aceptación o voluntad y el conocimiento de las
probabilidades de resultado. El que el sujeto baraje esa alta posibilidad de resultados
lesivos no significa que acepte, asuma o quiera su causación. Sin embargo, para esta
tesis del conocimiento hay dolo eventual en cualquier caso en que el sujeto se plantee
el resultado como probable, pese a que confíe en que no se va a producir. Es más, puede
que no le interese en absoluto que se produzca, pues de ello puede depender su propia
vida, su negocio o su prestigio profesional. Por ejemplo: según esta tesis, habría que
calificar de dolosas las lesiones producidas por un experimentado lanzador de cuchillos
que nunca falla, pero que en una ocasión a su ayudante de espectáculo le clavó el
cuchillo en una mano. Aunque conozca que hay posibilidades de fallar el lanzamiento,
su “profesionalidad” hace que actúe contando con que éste no se va a producir. Similar
sería el caso de los médicos que practican operaciones quirúrgicas de alto riego, pues
pese a conocer muy bien las posibilidades de no salvar al paciente, actúan confiando en
que pueden evitar su muerte. Igualmente, se actuaría con dolo eventual en el caso de
los mendigos que mutilaban a sus niños para producir mayor lástima y así obtener más
limosnas. Como consecuencia de ciertas mutilaciones, algunos niños fallecieron. Era
evidente que los mendigos no querían tal resultado; todo lo contrario, puesto que con
el mismo no obtendrían las limosnas esperadas. Su objetivo era mutilar, pero que los

80
niños quedasen vivos. Sin embargo, conocían que la muerte podía suceder, sobre todo
porque algún niño ya había padecido ese destino y no obstante ello, siguieron
practicando las mutilaciones. En suma, que el elemento volitivo desaparece al
confundirse con la actuación ante situaciones arriesgadas.

Casos como los anteriores han sido matizados doctrinalmente por la


denominada teoría de sentimiento (recklesness), que se basa en la desconsideración, la
indiferencia hacia los bienes jurídicos en juego, lo cual unido a la alta posibilidad de que
resulten típicamente lesionados, confirman el carácter doloso de la conducta. Así, se
llegaría a la conclusión de que efectivamente hay dolo en el supuesto de los mendigos,
pero no en el del lanzador de cuchillos o en el de las intervenciones quirúrgicas de alto
riesgo.

En general, en los últimos años la teoría de la probabilidad ha sido más seguida


por el Tribunal Supremo. Baste citar como ejemplo, entre otras, las Sentencias núms.
755, de 26 de noviembre de 2008; 415, de 19 de marzo de 2009; 427, de 29 de abril de
2009; 622, de 10 de junio de 2009; 106, de 16 de febrero de 2010; 1178, de 20 de
diciembre de 2010; 645, de 9 de julio de 2012 y 198, de 8 de marzo de 2013.

No obstante, la línea jurisprudencial no es clara y muestra de ello es la utilización


de la tesis de la voluntad en la sentencia del 11-M, ya mencionada. Además, en otros
casos relevantes el Tribunal Supremo se ha decantado por otras vías de diferenciación,
como sucedió en el “caso del aceite de colza” (Sentencia de 23 de abril de 1992). Aquí
se matiza la teoría de la probabilidad y se adopta una tesis unitaria del dolo, que
entiende de manera conjunta a las tres categorías y mantiene que obra con dolo
eventual quien haya tenido conocimiento de que su conducta supone la realización de
un peligro jurídicamente desaprobado para los bienes jurídicos. Lo relevante para que
haya dolo es que el sujeto perciba que está realizando una conducta peligrosa o lesiva
para los bienes jurídicos, que puede desembocar en un resultado típico y que
efectivamente quiera realizarla. Como dice el Tribunal Supremo en Sentencia núm.
755/2008, de 26 de noviembre, se estima que obra con dolo eventual quien “conociendo
que genera un peligro concreto jurídicamente desaprobado, no obstante actúa y
continúa realizando la conducta que entraña riesgos que el agente no tiene la seguridad
de poder controlar aunque no persiga directamente la causación del resultado, del que

81
no obstante ha de comprender que hay un elevado índice de probabilidad de que se
produzca”.

4. El error de tipo y la ausencia de dolo.


Si el dolo supone el conocimiento y la voluntad de realizar los elementos del tipo
objetivo, la falta de conocimiento o la ignorancia de alguno de esos elementos producirá
una ausencia de dolo. Si en un caso concreto no opera el elemento cognoscitivo o
intelectivo respecto de alguno de los elementos del tipo objetivo, no podrá apreciarse
el dolo en la conducta. Es más, tampoco puede haber elemento volitivo, porque no se
puede querer o aceptar lo que no se conoce. Esta ausencia de dolo da lugar al error de
tipo: es el desconocimiento o conocimiento equivocado de alguno de los elementos del
tipo objetivo. Son, por ejemplo, los casos de quien desconoce que está llevándose un
objeto ajeno, porque lo confunde con uno propio que es exactamente igual; del que
creyendo que dispara sobre un espantapájaros, mata a una persona; del que conecta
unos cables sin saber que está activando un detonador para un explosivo; o de quien
cierra la biblioteca sin saber que está dejando dentro a dos estudiantes que apuraban
hasta el último minuto de estudio.

De acuerdo con la configuración del dolo como “dolo natural”, en el que carece
de relevancia la percepción acerca de la ilicitud de la conducta que el sujeto haya tenido,
extremo que, como se indicaba, hoy día integra el contenido de la culpabilidad, el error
de tipo nada tiene que ver con las situaciones en las que el conocimiento del sujeto
acerca de la situación típica es perfecto, pero yerra en el conocimiento de la oposición
de Derecho de la misma. Por ejemplo, sujeto que desconoce que negarse a someterse a
la prueba de alcoholemia es delito (art. 383 CP), o conoce perfectamente que se dedica
a la venta callejera de copias de dvd´s, pero desconoce que esa conducta puede tener
relevancia penal (art. 270 CP) Este error acerca de la ilicitud del hecho constituye el error
de prohibición, a cuyo estudio se dedica la lección 13 de este libro.

Si el dolo supone un conocimiento de todos los elementos del tipo objetivo,


especialmente la acción y su resultado, la conexión causal entre ambas, sujetos, objeto,
elementos descriptivos y normativos de la conducta, modos de comisión, etc., el error
puede versar sobre cualquiera de estos extremos. Puede ser un error sobre aspectos

82
puramente descriptivos: por ejemplo desconoce que está disparando a una persona, y
cree que lo hace sobre un animal; se desconoce que se está activando una bomba y se
cree que sólo se está conectando un dispositivo de seguridad. O puede ser un error
sobre elementos normativos, tan presentes en los tipos: como es el error sobre el
carácter ajeno de la cosa respecto a los delitos de hurto o robo, o sobre el carácter
clandestino de la explotación ganadera en el caso de los delitos ambientales (art. 327
CP). En cualquiera de esos casos el error impide apreciar el dolo, excluye la aplicación
del delito doloso y configura una situación de error de tipo.

El tratamiento jurídico-penal del error se contiene en el artículo 14 CP,


introducido en la reforma del año 1983. En él se contiene un tratamiento separado del
error de tipo y del error de prohibición, lo cual refleja un abandono en este punto de las
tesis positivistas, que integraban en el dolo el conocimiento de la ilicitud, lo cual
determinaba que cualquiera de las dos formas de error mereciera un tratamiento
unitario. Actualmente, la respuesta del Código Penal es diferente para cada uno de ellos.
Dice el artículo 14 del CP:

“1. El error invencible sobre un hecho constitutivo de la infracción penal excluye


la responsabilidad criminal. Si el error, atendidas las circunstancias del hecho y las
personales del autor, fuera vencible, la infracción será castigada, en su caso, como
imprudente.

2. El error sobre un hecho que cualifique la infracción o sobre una circunstancia


agravante, impedirá su apreciación.

3. El error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal excluye
la responsabilidad criminal. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena inferior en uno
o dos grados”.

En los dos primeros párrafos se contiene la regulación del error de tipo, del que
nos ocupamos en este epígrafe; en el tercero, la del error de prohibición, a cuyo estudio
posterior, en sede de culpabilidad, nos remitimos.

En cualquier caso, el Código Penal asigna diferentes consecuencias al error según


sea vencible o invencible. Será vencible si adoptando una diligencia media, la que
desplegaría un hombre de similares características al autor, éste hubiera podido

83
percatarse de la situación real y salir de su ignorancia. Será invencible, si pese a haber
adoptado el cuidado debido, el error subsistiría igual y el sujeto permanecería en esa
ignorancia.

Los dos primeros párrafos del art. 14 atienden al error de tipo, pero el primero
se ocupa de los casos de error sobre un elemento esencial, mientras que el segundo se
refiere al error sobre un elemento accidental de carácter agravatorio.

- El error de tipo que verse sobre elementos esenciales, excluye la


responsabilidad penal, por falta de dolo, cuando es invencible. En tal situación, la
conducta deviene absolutamente atípica por falta de tipo subjetivo. En cambio, se
mantendrá la calificación como delito imprudente cuando se constate la posibilidad de
superar esa situación de error de haberse adoptado la diligencia necesaria. Desaparece
el dolo, pero subsiste la otra forma subjetiva de imputación de responsabilidad, la
imprudente. Eso sí, en el caso de que el delito correspondiente no tuviera su variante
imprudente, la conducta resultará atípica, por ausencia de tipo subjetivo aplicable y
quedará, por consiguiente, impune. Por ejemplo: padece un error invencible aquel en el
que se encuentra la enfermera que cree suministra su fármaco habitual al paciente,
cuando en realidad está inyectando una sustancia letal que ha preparado un médico
compañero. Su conducta será absolutamente atípica por falta de dolo. Pero será
vencible el error en el supuesto del cazador que dispara a una persona pensando que es
un animal, pues el cuidado medio exige no disparar hasta no ver la pieza con claridad.
Tampoco aquí se da el tipo subjetivo de homicidio doloso, pero subsiste la aplicación del
delito de homicidio imprudente (art. 142 CP). El problema, como apuntábamos, se
plantea en esos casos en los que el tipo impudente no existe, por lo que se abocan a la
impunidad los casos de error de tipo vencible. Así, si el sujeto desconoce que se está
llevando un ordenador portátil de un compañero, pues lo confunde con el suyo propio,
que es idéntico, la conducta será atípica subjetivamente, tanto dolosa, como
imprudentemente, pues la variante de la imprudencia no existe en el delito de hurto.

- Si el error versa sobre elementos que cualifiquen la infracción o que constituyan


una agravante, no será apreciable ese elemento agravatorio y subsistirá el tipo doloso
básico, a salvo, claro está de que se pudiera predicar un dolo eventual respecto a esa
cualificación. Se aplicará el delito en su modalidad básica, es decir, sin agravar o

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cualificar. Por ejemplo: si un sujeto sustrae de la pequeña ermita de su pueblo un cuadro
del altar que resulta ser una obra de Velázquez y, por lo tanto, tiene un valor
incalculable, el error impedirá que se aprecie ese el hurto agravado que objetivamente
se produce (art. 235.1 CP) y sólo será de aplicación el tipo doloso básico (art. 234 CP). ¿Y
si es al revés?: el autor cree falsamente que sustrae una obra artística de gran valor,
pero en realidad lo que se lleva es sólo una copia. El error será irrelevante y sólo cabrá
el castigo por el delito básico, que es el que objetivamente existió, mientras que la
circunstancia agravatoria en realidad jamás sucedió y su presencia sólo fue un “deseo”
de autor.

CASOS ESPECIALES DE ERROR.

El error puede recaer sobre cualquiera de los elementos típicos (sobre la acción,
sobre el resultado, sujetos, objeto, etc.) y la solución general es la que se ha indicado
en el epígrafe anterior. Existen algunos supuestos específicos de error, que requieren
alguna reflexión añadida para su correcta solución jurídica.

Error sobre el objeto de la acción (error vel in objecto vel in persona).

El sujeto yerra sobre el sujeto o el objeto material sobre el que recae la acción.
En principio, tal error es irrelevante; por ejemplo, confundir la identidad de la víctima
(creer que se secuestra a “A”, pero es “B”, de gran parecido físico) no tiene
consecuencias, porque el bien jurídico afectado tiene idéntica valoración: el mismo
valor tiene la libertad de una persona que la de otra. El sujeto dirige su acción a afectar
la libertad de movimiento de una persona y efectivamente lo hace, luego realiza
dolosamente un delito de detenciones ilegales o secuestro. Es también irrelevante el
error en el objeto de la acción. Confundir el Documento Nacional de Identidad que se
falsifica no tiene trascendencia a efectos de calificar la conducta como delito de
falsedad documental doloso (arts. 390 ó 392 CP). Por lo mismo, porque el ánimo falsario
no depende del concreto documento que se manipule.

Ahora bien, puede que los objetos o los sujetos sobre los que versa el error
tengan alguna cualidad que los especialice y les dote de una valoración diferente. El
error sí tendrá relevancia, ya que los sujetos de la acción tienen diferente valor jurídico,
cuando, por ejemplo, un sujeto quiere matar al perro del vecino que tanto le molesta

85
con sus ladridos y cuando una noche cree que el perro está dormido, le dispara un dardo
venenoso, pero se equivoca pues resulta que a quien mata es a una persona. En este
caso, son dos los bienes jurídicos afectados: respecto al perro, la propiedad ajena;
respecto a la persona fallecida, la vida. Mayoritariamente se viene calificando esa
situación como concurso ideal de delitos entre tentativa del delito que se buscaba (en
este caso, daños del art. 263 CP) y el delito imprudente efectivamente cometido (aquí
homicidio). Sin embargo, esa solución adolece de un defecto importante: califica como
tentativa un supuesto en que el bien jurídico no ha sido puesto ni siquiera en peligro,
sino que su menoscabo es sólo un deseo o la voluntad del autor, que no va acompañada
de hechos efectivamente aptos para ello (el perro ni siquiera estaba en el jardín) aunque
esa inidoneidad se constata ex post.

Error sobre la relación de causalidad: desviación de cursos causales.

Puede que el autor inicie una acción tendente a producir un resultado y que éste
efectivamente se produzca, pero no de acuerdo al plan que inicialmente se había
trazado, sino por la interferencia de otro factor causal que es el que finalmente lo
determina. Algunos de estos casos pueden resultar irrelevantes: cuando, manteniéndose
el juicio de imputación objetiva, se produce exactamente el mismo resultado buscado
por el autor. Pensemos por ejemplo, en quien es brutalmente apuñalado en el corazón,
pero fallece en su caída porque se da un golpe en la nuca. En supuestos como estos cabe
seguir manteniendo que la acción peligrosa inicial se ha materializado en el resultado
muerte finalmente producido y ese resultado es el que el autor se proponía. Igualmente,
resultan irrelevantes los casos en los que el resultado no se produce de manera
inmediata, sino tiempo después, pero a consecuencia directa de la acción dolosa inicial
del autor. Por ejemplo, quien dispara a otro con intención de matarle y efectivamente
éste muere días después dada la gravedad de las heridas. Son casos de desviaciones que
generan un error irrelevante, por lo que se mantendrá la calificación de delito doloso
consumado.

En ocasiones la desviación del curso causal sí resulta relevante: cuando se genera el


resultado inicialmente buscado pero éste es debido a una nueva acción que se une al
proceso causal y que no es objetivamente imputable a la acción inicial del sujeto.
Recordemos el ejemplo de quien es mortalmente herido y en su traslado en ambulancia

86
a un centro hospitalario un conductor negligente choca con la ambulancia causando la
muerte del herido. Aquí no se puede decir que la muerte sea un resultado imputable al
golpe del sujeto “A”, sino que lo será a la acción imprudente del conductor, que también
entraña un riesgo no permitido. Por eso, al sujeto “A” sólo cabrá imputarle
subjetivamente unas lesiones dolosas graves o bien tentativa de homicidio, según el
dolo específico que se le aprecie, mientras que la muerte será atribuida subjetivamente
al conductor negligente.

Un caso concreto de error sobre el curso causal lo constituye el dolus generalis.


Se trata de supuestos en los que se produce la interferencia de un factor causal que es
el que finalmente determina la producción del resultado, pero con la especialidad de
que esa interferencia causal es una acción posterior (acción de cobertura) que el propio
autor realiza sin saberlo. El autor golpea fuertemente a su víctima con el propósito de
matarla. Creyendo que ha conseguido su propósito y para deshacerse del cadáver, lo
arroja a un río, donde la víctima muere ahogada. El error consiste en que la
consumación se produce no en el momento que el autor creía, sino posteriormente. Las
opciones son dos: habrá un delito doloso consumado, ya que el sujeto conoce y quiere
matar a una persona y efectivamente lo hace (hay dolo de matar). El problema es que
con esta solución hay un dato no conocido por el autor, un error, que queda sin valorar,
que es la no producción inicial del resultado. La otra opción pasa por analizar la afección
al bien jurídico tal y como sucedió en realidad y aboga por una solución concursal: en
un primer momento, sólo fue puesto en peligro, por lo que sólo existirá una tentativa;
en un segundo momento se produce la efectiva lesión, si bien de manera no consciente,
por lo que habría un delito imprudente.

Finalmente, otro caso particular de error en la relación de causalidad es el


denominado error en el golpe o aberratio ictus. El sujeto yerra en su golpe o ejecución
pero produce un resultado equivalente al buscado inicialmente. Se incluirían aquí los
casos de desviación de la trayectoria: “A” quiere disparar a “B”, pero falla y alcanza a
“C”, que es quien finalmente muere. De nuevo sería de aplicación la solución del
concurso entre el delito intentado y el delito imprudente consumado, dado que
concurre el menoscabo de dos (o más) bienes jurídicos: peligro para la vida de “B” que
tuvo “cerca” la bala que se dirigía a él, y vida de “C”, que finalmente recibe el disparo.

87
Error sobre presupuestos fácticos de una causa de justificación.

Se trata de un supuesto cuyo tratamiento como error de tipo está bastante


cuestionado. Por su especial problemática, vinculado a la naturaleza y estructura de las
causas de justificación es preferible tratarlo en la unidad dedicada a la teoría general de
las causa de justificación (lección 11).

5. Los elementos subjetivos del injusto.


Como regla general, para apreciar la concurrencia del tipo subjetivo doloso basta
con constatar el dolo en la conducta del sujeto. Sin embargo, para que se complete la
tipicidad subjetiva, hay algunos delitos en los que el tipo demanda una actitud subjetiva
específica, además del dolo y cuya ausencia determina la atipicidad de la conducta. No
basta con un conocimiento y voluntad de realizar todos los elementos del tipo objetivo,
sino que junto a ello se exige que el sujeto persiga con su conducta unos fines, motivos,
propósitos o intenciones específicas: son los elementos subjetivos del injusto, que se
expresan mediante fórmulas como “ánimo de lucro”, “fin de obtener un beneficio para
sí o para un tercero”, “propósito de obtener una información”,…etc. Mediante ellos, el
legislador restringe el alcance de los tipos, puesto que si no se dieran la conducta será
impune. Puede que exista el dolo del delito de que se trate y, sin embargo, ser atípica la
conducta si falta el elemento subjetivo exigido por el tipo. Por ejemplo, no habrá tipo de
hurto si falta el ánimo de lucro (si bien pudiera suceder que la conducta se recondujera
a otro tipo penal: si lo que se sustrae es un vehículo con el propósito de devolverlo
pasado un rato, se realizará el tipo doloso del art. 244 CP, relativo al hurto de uso).

Con carácter general, se trata de elementos que se mencionan expresamente en


el tipo, pero algunos los llevan incorporados de manera implícita y se derivan del
contenido del bien jurídico y del alcance del propio tipo. Así, por ejemplo, se requiere
un ánimo de injuriar, de afectar al honor de un sujeto concreto, en el delito de injurias
(Art. 208 CP); o un ánimo lúbrico en los delitos de abuso sexual (art. 181 CP).

Es importante insistir en que la presencia de estos elementos es decisiva para la


tipicidad subjetiva de la conducta, pero de cara a la consumación, es irrelevante que se
alcance esa intención o finalidad que ha movido la actuación del autor: no es necesario
que el ladrón se lucre de lo sustraído, pues puede que lo pierda; ni es necesario para el

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tipo de abusos sexuales que el ginecólogo efectivamente obtenga el placer sexual que
buscaba con la exploración de su paciente; ni que el funcionario corrupto realice el acto
ilegal para el que le entregaron una suculenta comisión. Si estos móviles se llegan a
satisfacer, estaríamos hablando de agotamiento del delito, pero el tipo subjetivo no los
exige, ni tampoco la consumación.

Tomando como criterio los elementos subjetivos, dispersos a lo largo de plurales


tipos penales, existen diversas clases de delitos: a) delitos de intención o tendencia
interna transcendente, b) delitos mutilados en dos actos y c) delitos de resultado
cortado, aunque más bien los dos últimos son una modalidad específica del primero.

Los delitos de intención o tendencia interna transcendente, son una categoría


amplia en la que se pueden incluir todos aquellos tipos que exigen que el autor actúe
por un motivo cualquiera o buscando una finalidad que trasciende la mera realización
del dolo. Aquí cabría incluir ese ánimo lúbrico o de injuriar que redondean
subjetivamente los delitos de abusos sexuales y los delitos contra el honor,
respectivamente. Otros ejemplos de elementos de intención expresos: ocultar, alterar
o inutilizar el cuerpo, los efectos o los instrumentos de un delito, “para impedir su
descubrimiento” en el delito de encubrimiento (art. 451.2 CP) o el “ánimo de lucro” del
hurto (art. 234 CP), robo (art. 237 CP) o la estafa (art. 248 CP)

Más concretos son los delitos mutilados en dos actos: aquellos en los que el
autor actúa con la finalidad de poder realizar él mismo otro acto posterior. Para que se
consume el tipo no es necesario que ese acto posterior se haya llegado a ejecutar, pero
subjetivamente sí hay que constatar que se actuaba con el propósito de realizar ese otro
acto. De nuevo está servido el problema de la dificultad de la prueba de un elemento
subjetivo. Ejemplos de esta categoría, serían la posesión de drogas para el tráfico del
art. 368 CP, la tenencia de moneda falsa “para su expedición o distribución” (art. 386 CP)
o la petición u obtención de una dádiva “para realizar en el ejercicio de su cargo un acto
contrario a los deberes inherentes al mismo o para no realizar o retrasar
injustificadamente el que debiera practicar” en el delito de cohecho pasivo propio (art.
419 CP)

Por último, los delitos de resultado cortado son aquellos en los que la acción va
dirigida a obtener un resultado adicional ulterior. A diferencia de los anteriores, ese

89
objetivo posterior no requeriría que el sujeto realizara posteriormente ninguna otra
acción, sino que en sí misma la acción inicial va encaminada a obtener una consecuencia
que excede del ámbito de actuación del autor. Caso paradigmático de esta categoría es
el delito de torturas (art. 174 CP), una de cuyas opciones consiste en que el funcionario
inflige a la víctima padecimientos graves “con el fin de obtener una confesión o
información de cualquier persona”. De nuevo hay que destacar que la satisfacción del
propósito perseguido es irrelevante para conformar el tipo subjetivo; éste se completa
con la prueba de que el autor buscaba la confesión o la información, pero es irrelevante
a efectos de la tipicidad dolosa consumada si finalmente la víctima la ha proporcionado
o no. Otros ejemplos de este grupo: quien “para perjudicar al otro contrayente”,
celebrare matrimonio inválido (art. 218 CP) o el art. 261 CP, quien en procedimiento
concursal presentare, a sabiendas, datos falsos relativos al estado contable, “con el fin
de lograr indebidamente la declaración de aquel”.

90
LECCIÓN 7. EL TIPO IMPRUDENTE DE ACCIÓN.

1.- Introducción.
Vinculado a la función preventiva del Derecho Penal, el tipo cumple una función
de motivación. Por esta razón, al tipo han de reconducirse todos aquellos elementos
que integran la conducta cuya no comisión se quiere y puede motivar. Sólo lo que se
pueda evitar es susceptible de prevenirse y, por tanto, de definirse como prohibido a
través del tipo. Pues bien, como indicábamos en la unidad anterior, este rasgo de
“evitabilidad” sólo es predicable de los comportamientos dolosos y los imprudentes. En
las conductas dolosas el sujeto actúa con la finalidad y la voluntad de causar esa lesión.
La posibilidad de motivación es total. En las imprudentes, el autor ni busca ni pretende
lesionar el bien jurídico, pero el descuido de su comportamiento lo genera. Las
posibilidades de motivación se reducen, pero se proyectan sobre la exigencia del
cuidado debido para evitar resultados no buscados ni deseados. La prohibición penal de
determinados comportamientos imprudentes pretende motivar a los ciudadanos para
que en la realización de conductas peligrosas que pueden causar resultados lesivos
adopten el cuidado preciso para evitarlos.

Esta dualidad subjetiva se recoge en los artículos 5 CP: “No hay pena sin dolo o
imprudencia” y 10 CP: “Son delitos las acciones y omisiones dolosas o imprudentes
penadas por la Ley”, que restringen la relevancia penal de las conductas a las dolosas e
imprudentes. No son conductas prohibidas aquellas en las que no medie dolo o
imprudencia. Ello significa que las conductas descritas en los tipos de la parte especial
son o bien dolosas o bien imprudentes, sin que quepa otra modalidad subjetiva de
imputación típica. Así, el Código Penal intercepta cualquier hueco de responsabilidad
objetiva (como se explicó en la Lección 3 del Tomo I de esta obra).

Importa recordar la diferente estructura normativa sobre la que se apoyan cada


una de estas modalidades subjetivas y, consecuentemente, el diferente desvalor que
entrañan. Los delitos dolosos implican una conducta contraria a la prohibición normativa
de atentar contra los bienes jurídicos. Los delitos imprudentes, sin embargo, pese a

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causar un resultado similar al de los dolosos (por ejemplo, dolosa o imprudentemente
se pueden producir las mismas lesiones o incluso pueden ser más graves las causadas
por imprudencia), constituyen infracciones a las normas de cuidado que generan esos
resultados no buscados ni queridos por el autor. Es decir, entre ambos la diferencia no
está en el desvalor de resultado, que insistimos, puede ser el mismo o hasta más grave
en el delito imprudente, sino en el desvalor de acción, pues los delitos dolosos se
construyen sobre vulneraciones a las normas prohibitivas y los delitos imprudentes a las
normas de cuidado. El quebranto de la norma de cuidado representa un desvalor de
acción cualitativamente inferior que la infracción de los mandatos o imperativos que
representa la conducta dolosa.

La responsabilidad penal por imprudencia ha ido ganando en relevancia e interés


científico. La construcción dogmática del delito durante el siglo XIX se cimentó sobre el
delito doloso, pues la imprudencia sólo empezó a despertar interés ya entrado el siglo
XX, al compás del aumento de las fuentes de riesgo que se generaban por el proceso de
industrialización y el progreso económico (piénsese en el manejo de los vehículos a
motor). Hoy día, el incremento de sectores de riesgo es una característica de la sociedad
postindustrial: medio ambiente, salud, consumo, alimentos…. En todos ellos, el
desarrollo descuidado de sus actividades es causa de graves daños y a ello presta cada
vez más atención el Derecho Penal.

No obstante, no toda actividad riesgosa que pueda generar peligro o lesión a los
bienes jurídicos interesa al Derecho. Las actuales necesidades de desarrollo y bienestar
social van marcando espacios en los que ese riesgo es admisible, riesgo permitido, por
considerarse socialmente útil, de modo que si se actúa bajo sus parámetros, el peligro y
su materialización van a ser tolerados jurídicamente.

Pieza esencial en la elaboración dogmática del delito imprudente es la


vulneración del deber objetivo de cuidado. Sus primeras pautas se encuentran en la obra
de Engisch quien, en 1930, ya destacó que la responsabilidad imprudente no sólo
requería la producción de un resultado a consecuencia de una acción y una vinculación
psicológica del sujeto con esa acción en base a la previsibilidad de la misma, sino que
era fundamental que dicha acción fuera contraria a las normas que marcan el deber
objetivo de cuidado o diligencia debida, pues a quien actúa con arreglo a los parámetros

92
de ese deber no se le puede exigir responsabilidad penal por el resultado que se pueda
producir. A día de hoy, esa vulneración del deber de cuidado sigue configurándose como
una pieza crucial de la estructura del delito imprudente, dando fundamento a su
desvalor de acción.

Junto a lo anterior, el delito imprudente se caracteriza por exigir un resultado


derivado de esa acción, o mejor, imputable objetivamente a esa acción y que el autor ni
buscaba y ni siquiera se había representado. El resultado, de lesión o peligro, es el otro
pilar sobre el que se asienta el tipo imprudente. No existe respuesta penal ante puras
vulneraciones del deber de cuidado que no vayan seguidas de la producción de un
resultado. Es imposible, por tanto, el castigo de las formas imperfectas de ejecución.
Esta limitación se justifica en el principio de proporcionalidad e intervención mínima,
pues al tratarse de conductas menos desvaliosas en términos de acción que las dolosas,
la mayor gravedad la completa la exigencia típica de causación de un resultado material.
La sola vulneración del deber de cuidado, sin materialización en un menoscabo a un bien
jurídico, representa un desvalor de acción y constituye una vulneración normativa que
es insuficiente en términos de gravedad para justificar la intervención penal y a la que
otra rama del Derecho, en especial el Derecho administrativo puede dar adecuada
respuesta (por ejemplo, la incorrecta desinfección del instrumental quirúrgico de un
quirófano). Sólo cuando esa falta de diligencia se traduzca en un resultado lesivo
específico (caso de muerte o lesiones en algún o algunos pacientes), se habrá alcanzado
ese mayor nivel de gravedad que requiere una intervención penal proporcionada.

También por exigencias de la intervención mínima y por el principio de


proporcionalidad, es importante destacar que no toda infracción del deber de cuidado
que causa un resultado lesivo para los bienes jurídicos está prohibida penalmente (por
ejemplo, el encierro negligente de una persona o la actuación ilegal de un funcionario
por falta de la atención precisa al resolver un asunto administrativo), sino sólo los casos
expresamente seleccionados por el legislador por haberse estimado especialmente
graves, al afectar a bienes jurídicos de especial importancia o trascendencia social (vida,
salud, genotipo, salud pública, justicia…). El Código Penal establece en su artículo 12 que
“las acciones u omisiones imprudentes sólo se castigarán cuando expresamente lo
disponga la Ley”. Eso supone que los tipos, de modo general, serán dolosos y sólo serán

93
imprudentes cuando expresamente se haga constar esta cualidad (por ejemplo:
homicidio en el artículo 142; aborto, en el artículo 146; lesiones, en el 152; lesiones al
feto, artículo 158; manipulaciones genéticas en el artículo 159.2; omisión del deber de
socorro, artículo 195.3; daños, artículos 267 y 324; seguridad en el trabajo, artículo 317;
delito ambiental, artículo 331; delitos relativos a la energía nuclear, artículo 344; delitos
contra la salud pública, artículo 367; estragos, artículo 347; , etc.). Cosa distinta a la
imprudencia en sentido estricto son los delitos de peligro abstracto, en los cuales el
legislador castiga expresamente conductas que no requieren un resultado material
específico, sino que se agotan en la infracción del deber de cuidado y en la creación de
una situación de peligro (serían supuestos como el art. 379 CP, sobre conducción con
exceso de velocidad o bajo la influencia de alcohol o drogas; o el 359 CP sobre
elaboración, sin autorización de sustancias que pueden causar estragos, que no
requieren lesión y ni siquiera el peligro concreto para la vida o la salud de las personas).

De todo lo dicho, se concluye que la estructura dogmática del tipo imprudente


viene sustentada por dos elementos fundamentales: a) la vulneración del deber objetivo
de cuidado, que da contenido al desvalor de la acción; b) el resultado en el que se
materializa esa vulneración del cuidado debido. Además, no basta la mera yuxtaposición
entre ambos, sino que la conexión ha de hacerse conforme a los parámetros normativos
de la imputación objetiva (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 88, de 19 de enero de
2010, que sigue una línea invariable en este sentido). Seguidamente se estudiarán por
separado ambos aspectos del tipo imprudente: en primer lugar, el contenido del deber
de cuidado y sus modos de infracción; después, las peculiaridades que plantea la
imputación del resultado derivado de la vulneración del deber de diligencia.

2.- El tipo de injusto del delito imprudente: la infracción del


deber objetivo de cuidado, la causación del resultado e
imputación objetiva del mismo.
LA INFRACCIÓN DEL DEBER OBJETIVO DE CUIDADO.

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A diferencia de los delitos dolosos en los que la conducta típica tiene una
definición específica y precisa para cada uno (en unos casos es matar a otro, en otros
tomar una cosa ajena, en otros descubrir y revelar un secreto….), en el delito imprudente
la conducta se formula mediante la expresión genérica “por imprudencia”, a la que se
vincula la causación de un resultado material: el que causare la muerte de otro “por
imprudencia grave” del art. 142 CP; el que “por imprudencia grave causare algunas de
las lesiones previstas en los artículos anteriores”, del art. 152 CP; o el que provocare los
delitos de incendio “por imprudencia grave”, art. 358 CP. El término “imprudencia”
constituye una fórmula general que alude a la actuación contraria al deber objetivo de
cuidado. La pregunta esencial a resolver, por tanto, es en qué consiste ese deber
objetivo de cuidado.

Se trata de un principio general del Ordenamiento Jurídico, heredero del clásico


neminen ledere o prohibición de causar daño a los demás, según el cual no se deben
realizar acciones que entrañen riesgos no tolerados, o bien, si es necesario realizar
acciones arriesgadas, que se desarrollen adoptando las cautelas precisas para que los
riesgos no se materialicen en resultados lesivos. La indicación más concreta de cuáles
son esos riesgos que se pueden o no asumir y hasta dónde o cómo se pueden realizar,
se desprende de dispersas e innumerables reglas.

- En ocasiones son las propias normas de la experiencia las que marcan cuáles
son las conductas peligrosas que se pueden hacer, cuáles no, o cómo. Por ejemplo, no
está escrito en ningún sitio, pero es una regla de cuidado, marcada por la experiencia,
que no se debe dejar abierta la puerta de la calle si hay niños pequeños en casa, pues se
pueden salir.

- Otras veces, son normas escritas, que marcan la técnica de desarrollo de


actividades que son peligrosas pero socialmente útiles y, por ello, aceptadas. Por
ejemplo: los protocolos de actuación médica o de construcción (la denominada lex artis
de determinadas profesiones), o las normas sobre seguridad nuclear, o, el caso más
evidente, las normas sobre circulación. Se trata de un espacio cada vez más amplio de
definición de deberes de diligencia, dado el incremento de actividades altamente
tecnificadas y potencialmente peligrosas, para las cuales la reglamentación cada vez es

95
más abundante y detallada: sustancias nocivas para el medio ambiente; reglas de
seguridad alimentaria, etc.

- En otros casos, la diligencia debida la define el principio de confianza, que


significa que quien realiza una actividad de riesgo actúa confiando en que los demás
participantes en ella también se van a comportar correctamente. Por ejemplo: la
enfermera de la UVI que inyecta la medicación al paciente no tiene que “analizar” esa
medicina que viene preparada del laboratorio. Si existieran razones para desvirtuar esa
confianza, la conducta será negligente: si la enfermera sabe que el farmacéutico que
prepara las dosis es enemigo declarado del paciente, a quien ha manifestado su
voluntad de envenenar, deberá abstenerse de suministrar la medicina. En el ámbito de
ciertas actividades laborales, sin embargo, rige el principio de desconfianza, pues la
experiencia indica que los trabajadores tienden a no cumplir las normas de seguridad y
protección, que suelen ser un estorbo y un retraso en sus tareas; de ahí que el encargado
de obra o el empresario, respecto a sus deberes de vigilancia y seguridad, no pueden
invocar que confían en que los trabajadores cumplen las normas, sino que han de actuar
contando con que el trabajador tiende a no cumplirlas. El principio de confianza es
fundamental a la hora de marcar el contenido y alcance de la infracción de deber de
cuidado en los casos de actuaciones en equipo. Cada miembro del equipo obra
confiando en que los demás actuarán correctamente, de modo que cada uno se ocupa
de su parcela, sin tener que preocuparse de la actuación de los demás. Sólo en el caso
de que haya razones para pensar que alguno de los integrantes del grupo está actuando
o puede actuar de manera incorrecta se puede generar en los demás una infracción del
cuidado debido por continuar el desarrollo de la acción conjunta.

En todo caso, la infracción del deber de cuidado requiere como presupuesto que
el riesgo sea previsible objetivamente. Tomado como parámetro al hombre medio, con
los conocimientos y en la situación del autor, si no existe una previsibilidad objetiva de
que una conducta pueda ser peligrosa y materializarse en un resultado lesivo, no es
posible predicar la infracción del deber de cuidado. No se puede exigir al sujeto que
actúe conforme al cuidado en un caso en el que no era previsible que se produjera el
resultado. Por ejemplo, no se puede prever un mal funcionamiento en los frenos, si
antes de salir de viaje se ha llevado el coche a un taller especializado para su revisión y

96
puesta a punto; si los frenos fallan y se produce un resultado lesivo, como un atropello,
no habrá infracción del deber de cuidado.

Clases de deber objetivo de cuidado

La enorme pluralidad de espacios en los que se pueden localizar deberes


objetivos de cuidado indica que éste admite plurales manifestaciones y, que por tanto,
es muy difícil exponerlas de manera sintética. En un intento por simplificar y sistematizar
un contenido tan disperso cabe reconducir los deberes de cuidado a dos grandes grupos,
tomando como criterio si el ciudadano ha advertido o no ese deber: deber de cuidado
interno y deber de cuidado externo.

a) Deber de cuidado interno o intelectual: culpa inconsciente o sin previsión.

Siempre sobre la base de que el riesgo sea objetivamente previsible, cuando el


sujeto ni siquiera percibe el riesgo que entraña su conducta, infringe el deber de cuidado
que consiste, precisamente, en la exigencia de haberse percatado de que su conducta
se puede materializar en un resultado lesivo. Por ejemplo: el excursionista que deja
olvidada una botella de cristal en una zona de pinar en pleno verano y, por lo tanto,
expuesta a los rayos de sol, provocándose un incendio.

b) Deber de cuidado externo: culpa con previsión.

Advertida la situación de peligro, el deber objetivo de cuidado impone que el


sujeto se comporte de tal manera que no se produzca el resultado. Las posibilidades de
comportarse conforme al cuidado debido pueden ser variadas:

- Puede consistir en el deber de omitir acciones que previamente se han advertido


como peligrosas, bien porque no se reúnen las condiciones para ello (por ejemplo, quien
no tienen ningún conocimiento de medicina y traslada a un accidentado en su coche sin
esperar a una ambulancia, pese a que se sabe que eso puede agravar sus lesiones) o
bien porque, aún con esas especiales cualidades, éstas son insuficientes para afrontar el
peligro (por ejemplo, el guía de montaña que sabe que en la cima hay previstas fuertes
tormentas de nieve no debe iniciar el ascenso y debe esperar a que la meteorología sea
más propicia para ello).

- Puede consistir en que la realización de la acción peligrosa vaya precedida de


una etapa de preparación e información previa. Ejemplos: la construcción de un edificio

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requiere el empleo de herramientas seguras, del cumplimiento de normas sobre
seguridad en el trabajo (protecciones personales, andamiajes…), una supervisión de la
obra por un encargado cualificado, etc. Una operación quirúrgica, requiere una
titulación específica en medicina y cirugía, una preparación del enfermo (historial,
alergias...) y una información al mismo. El piloto de aviación ha de tener la capacitación
especial para volar aviones, adquirida mediante una preparación especial y mantenida
mediante una práctica constante y prolongada en el tiempo.

- Puede consistir en que el sujeto, debidamente reparado e informado, desarrolle


la acción peligrosa de manera cuidadosa. Aún dentro del riesgo, es precisa la diligencia.
Es necesario extremar el cuidado en el desarrollo de actividades peligrosas, para que
éstas se materialicen en lesión. Como se indicaba más arriba, hoy en día es frecuente
que en muchas actividades peligrosas pero necesarias socialmente se reglamente con
bastante detalle el modo de actuación, precisamente para poder satisfacer los fines de
utilidad social y evitar que se materialicen los resultados lesivos, que tan desastrosas
consecuencias pueden generar. Por ejemplo, no basta con que el piloto de aviación
tenga la preparación previa necesaria para pilotar aviones, sino que en cada uno de los
vuelos ha extremar la precaución y hacer un pilotaje diligente.

El baremo del deber objetivo de cuidado.

El deber de cuidado es un parámetro objetivo y general. Esto significa que marca


un nivel de diligencia que será requerida a cualquiera que vaya a realizar la conducta
peligrosa. El parámetro general y objetivo que marca ese nivel es la diligencia del
hombre medio, en la situación y con los conocimientos y experiencia que tiene el autor:
si es un conductor, el cuidado que le es exigible a un conductor medio; si es un
transportista de sustancias peligrosas, la diligencia que se impone a quien conduce
transportando ese tipo de sustancias, etc. Esto supone que para afirmar en un caso
concreto la infracción del deber objetivo de cuidado ha de realizarse un juicio normativo,
basado en una comparación entre la conducta efectivamente realizada por el sujeto y la
diligencia que le sería exigible a una persona media, de similares características al autor.
La infracción del deber de cuidado incorpora, pues, una valoración, la de cómo habría
actuado un observador imparcial, colocado en la situación y circunstancias del sujeto.

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Ahora bien, hay casos en los que un sujeto presenta especiales cualidades o
capacidades personales respecto a la percepción del peligro o a la actuación dentro de
los riesgos:

- Puede suceder que tenga una capacidad personal de comportarse con arreglo
a la diligencia objetiva inferior a la media. Por ejemplo, se encuentra con una merma
importante de su capacidad de cumplir con el nivel de diligencia exigible a un conductor
medio quien acaba de recibir la noticia del fallecimiento de un familiar muy cercano y
conduciendo hacia su casa fuertemente impactado por la noticia, atropella a un peatón.
La cuestión es si al criterio del conductor medianamente diligente ha de añadirse como
baremo cuál sería la conducta de un sujeto que se hallare en similares características a
las del que se analiza; es decir, cómo actuaría cualquier conductor bajo esa situación de
shock. La respuesta mayoritaria entiende que esas cualidades personales inferiores a la
media no influyen en la valoración del deber objetivo de cuidado y sólo se deben
considerar en la culpabilidad. El sujeto habrá infringido el deber de cuidado y realizará
el tipo imprudente de homicidio, pues un conductor medio habría previsto que no se
puede conducir en esa situación de tensión extremo, aunque se le podría atenuar su
responsabilidad en sede de culpabilidad, valorando la concreta situación mental en la
que se encontraba.

- Puede darse el caso inverso: que el sujeto tenga aptitudes o cualidades


superiores a la media respecto a la percepción del peligro o a la actuación dentro de los
riesgos, pero no las emplea. Por ejemplo: el médico especialmente formado que, actúa
conforme a la praxis médica media pero, conscientemente, no hace uso de la técnica
especial que él conoce y que habría evitado la muerte del paciente; o el dueño de una
galería de arte, que tiene conocimientos especiales para conocer la autenticidad de una
obra, pero no los aplica al examinar el cuadro que vende a un cliente por una cifra
astronómica y el cuadro es una imitación. También es mayoritaria la opción de que esas
especiales aptitudes no deben servir para medir la infracción del deber objetivo de
cuidado. Se trataría de actuaciones que no lo infringen, al haber desarrollado los sujetos
la diligencia exigible al hombre medio, quedando excluida, por lo tanto, la
responsabilidad por imprudencia. Como argumento a favor, esta tesis presenta la
ventaja de la objetividad, la seguridad y la igualdad, ya que sitúa el nivel de la

99
intervención penal ante actuaciones imprudentes en el mismo lugar para todos, sin
distinguir: si se tomaran en cuenta la especiales habilidades o conocimientos del autor,
el Derecho Penal sería más exigente con quienes las tienen, lo cual podría desincentivar
la adquisición de conocimientos superiores o preparaciones específicas. Pero frente a
esta respuesta, cobra fuerza la de que en estos casos de especial formación o capacidad,
la rigurosa aplicación del criterio del hombre medio, colocado en la misma situación y
con los mismos conocimientos y capacidades personales del autor, da como resultado
la apreciación de una infracción del deber objetivo de cuidado, puesto que cualquier
persona especialmente formada, que tuviera esas aptitudes especiales las habría
empleado para evitar el resultado. Si éste se produce, habrá que sostener el tipo
imprudente, siempre que se den previamente los requisitos de la comisión por omisión
y su presupuesto de la posición de garante en el omitente.

LA CAUSACIÓN DEL RESULTADO E IMPUTACIÓN OBJETIVA DEL MISMO.

La infracción del deber objetivo de cuidado que no va seguida de un resultado


de lesión o puesta peligro no interesa al Derecho Penal, por muy grave que sea la misma.
Puede ser que un conductor que habitualmente circula a gran velocidad se salte casi
todos los días el semáforo en rojo y que nunca llegue a pasar nada, más allá de la pura
acción imprudente. Sin embargo, si sólo un día un conductor negligente hace lo mismo
que el anterior, pero atropella a un peatón y le causa la fractura de un brazo, su conducta
sí integrará el tipo penal de las lesiones imprudentes. El primer caso no interesa al
Derecho penal, sólo al Derecho administrativo; el segundo sí. Puede decirse que el
resultado es, en cierta medida, un elemento cuya causación depende del azar. Eso no
significa que por sí mismo marque la línea de la intervención penal, al modo de lo que
hacen las condiciones objetivas de punibilidad, sino que el resultado ha de ser una
derivación de la infracción del deber objetivo de cuidado, al que ha de estar vinculada
normativamente, de acuerdo con los criterios de la imputación objetiva.

El requisito típico de producción de un resultado se justifica, como ya vimos, en


el principio de proporcionalidad e intervención mínima: es un criterio de identificación
de la gravedad de las conductas, ya que si bastara la infracción de la norma de cuidado,
se estaría dotando de relevancia penal a conductas que normativamente implican un
desvalor escaso (sólo un desvalor de acción y no una vulneración decidida de

100
imperativos). La exigencia de resultado limita y selecciona la responsabilidad penal,
excluyendo la de otros hechos que pueden ser igual o más imprudentes, pero que al no
causar un resultado lesivo no expresan el nivel de gravedad que precisa la intervención
penal. Es más, el resultado se configura como un elemento clave a la hora de la puesta
en marcha de los mecanismos procesales, porque de no requerirse, la prueba de la
infracción del cuidado y la medida de su nivel resultarían sumamente complejos. No es
fácil decidir si una acción peligrosa no seguida de un resultado era realmente tan
peligrosa o no; sin embargo el resultado es una visualización de la gravedad de la
conducta.

Entre la acción que infringe el deber de cuidado y el resultado de lesión o peligro


para el bien jurídico no basta una mera yuxtaposición, sino que el tipo imprudente
requiere que la conexión entre ambos se haga conforme a los parámetros normativos
de la imputación objetiva. Es decir: a) que partiendo de una relación de causalidad, b) se
pueda afirmar que la acción contraria a la norma de cuidado ha creado o incrementado
el riesgo de realización del mismo y c) que el resultado producido es una materialización
de ese riesgo creado por la infracción del deber de diligencia, para lo cual es preciso
valorar el ámbito de protección al que se extiende la norma de cuidado vulnerada.
Veamos estos elementos:

- Que exista una relación de causalidad entre la acción que vulnera el deber
objetivo de cuidado y el resultado de lesión o puesta en peligro. Como ya se explicó en
la lección relativa a la imputación objetiva de resultados, ha de mediar una vinculación
causa-efecto entre la acción y el resultado, explicable conforme a criterios naturalísticos.
Siguiendo exactamente ese mismo requisito, la acción peligrosa, que infringe el deber
de cuidado, ha de estar experimentalmente unida al resultado material producido. Por
ejemplo: se ha de constatar que la muerte de un paciente tiene un factor causal en el
suministro de una medicina a la que era alérgico y que le fue inyectada
equivocadamente, al confundirse la enfermera de frasco. (Recordemos que el problema
se produce cuando no es posible una explicación causal de un resultado, pues se
desconoce cuál es la acción peligrosa que lo genera: caso de la colza o de la talidomida).

- Que la acción implique un riesgo jurídicamente desaprobado, es un requisito


inherente a las conductas infractoras del deber objetivo de cuidado. La infracción del

101
deber objetivo de cuidado implica siempre, por definición, la creación de un riesgo
jurídicamente desaprobado. Así: la enfermera que no mira que el medicamento que se
suministra es efectivamente el prescrito al paciente; el conductor de un autobús que
viaja sin haber dormido las horas necesarias, o el encargado de obra que no se preocupa
de que los trabajadores lleven los mecanismos de seguridad y protección personal; en
todos ellos se constata que la infracción de la norma de cuidado (no cerciorarse de que
se toman las medicinas correctas, no dormir el tiempo reglamentado, no exigir a los
trabajadores que cumplan las normas de seguridad) representa directamente la
creación de situaciones de riesgo no toleradas.

- Que el resultado constituya la realización del riesgo creado o incrementado por


la acción contraria al deber de cuidado. Para ello, es preciso valorar los riesgos que
pretende controlar la norma de diligencia que se ha vulnerado, teniendo en cuenta el fin
de protección de ésta. Siguiendo con el ejemplo de la enfermera que por descuido
suministra otra medicina por no haber hecho la comprobación oportuna, habrá que
imputarle el tipo imprudente del homicidio por la muerte del paciente, ya que la norma
de cuidado que impone cerciorarse de que se pone la medicación prescrita, va
precisamente encaminada a evitar que se causen graves daños o, en el peor de los casos,
la muerte, a consecuencia de la toma de medicamentos inadecuados a la patología o
características del paciente.

Según éste requisito, no será posible la imputación del resultado cuando éste
nada tiene que ver con la infracción del deber de cuidado, es decir, que no es de los que
la norma de diligencia pretende evitar, sino que se ha producido causalmente y de
manera sorpresiva o no previsible. Si un guía de montaña emprende una ascensión sin
haberse informado antes de que iba a haber una importante nevada y un excursionista
fallece a consecuencia de un infarto, no cabrá imputar el resultado muerte a la acción
descuidada del guía, ya que la norma de cuidado incumplida pretende controlar riesgos
que nada tienen que ver con lo que finalmente ha acaecido. O, por ejemplo, si un padre
fallece por la impresión que le causa recibir la noticia de la muerte de su hijo a causa de
un accidente producido por la imprudencia de un tercero, no cabrá imputar al conductor
imprudente la muerte del padre, ya que las normas de diligencia en la conducción sólo

102
tienen como finalidad garantizar la integridad de los demás usuarios de las vías, pero no
alcanzan a esos daños no previsibles.

Teniendo en cuenta ese ámbito de protección de la norma de cuidado, también


cabe excluir de responsabilidad por imprudencia a los casos en que la víctima participa
o se introduce voluntariamente en la acción peligrosa, ya que las normas de cuidado
infringidas no extienden su protección a quienes voluntariamente han renunciado a ella.
Si un suicida se arroja a la rueda del conductor imprudente, o si alguien mantiene
voluntariamente relaciones sexuales con un portador de SIDA, no cabrá atribuir
imprudentemente esos resultados al infractor.

Tampoco cabrá esa imputación en los llamados casos de comportamiento


alternativo correcto y que suponen que el resultado se causa por una acción descuidada,
pero se hubiera producido igual con otra conducta no imprudente. A esta estructura
responden casos como el de los “pelos de cabra” chinos, en el que un fabricante de
pinceles empleó pelos de cabra sin hacer las pertinentes desinfecciones y fallecieron
varias trabajadoras que los habían manejado. Se comprobó que aunque se hubiera
procedido de modo correcto a la desinfección, esas muertes no se habrían evitado, ya
que el germen que portaban los pelos y que las causó era totalmente desconocido hasta
el momento por lo que no se habría podido eliminar empleando los desinfectantes al
uso. Un caso muy similar, ya visto en la lección sobre imputación objetiva, es el del
ciclista atropellado por un conductor que le adelanta imprudentemente en el mismo
momento en el que el ciclista, que circulaba ebrio, daba un bandazo hacia el coche.
Aunque el conductor circulara con toda prudencia el resultado se habría producido igual.
Otro ejemplo es el del anestesista que, en vez de novocaína, que era lo adecuado,
suministra a un paciente cocaína como sedante, causándole la muerte a consecuencia
de su elevada toxicidad, pero se comprueba que la muerte se habría producido igual
debido a que el enfermo padecía una intolerancia no detectada a esa sustancia. En
situaciones así, se niega la imputación objetiva del resultado y sólo cabrá si se demuestra
que con la acción peligrosa aumentaron de manera evidente las posibilidades de
producirse el resultado respecto de las que ya existían (juicio de incremento del riesgo),
pues precisamente las normas de cuidado no sólo pretenden evitar riesgos, sino
también evitar que los que ya hay se incrementen.

103
3. El delito imprudente en el Código Penal.
Las referencias a la imprudencia que realiza el Código Penal son muy escasas. En
su parte general, Título Preliminar y Libro I, tan sólo nos encontramos alusiones directas
en el artículo 5, que restringe la tipicidad subjetiva a los delitos dolosos e imprudentes;
en el artículo 10, que también consagra que la ley penal sólo castigará acciones u
omisiones dolosas o imprudentes; en el artículo 12, que define la técnica legislativa del
numerus clausus en los delitos imprudentes. Junto a los anteriores, ya mencionados en
esta lección y que sostienen el régimen jurídico-penal de la imprudencia, sobre ella sólo
existen pequeños “punteos”: el artículo 14.1, al establecer la pena aplicable a los casos
de error de tipo vencible, el artículo 66.2, que en materia de determinación de la pena
libera a los delitos leves y a los imprudentes de las reglas del art. 66.1, el artículo 80.2.1º,
sobre requisitos para la suspensión de la condena, que excluye a los delitos imprudentes
del concepto de delincuente primario, el artículo 127.2, que extiende el comiso a delitos
imprudentes castigados con pena de prisión superior al año y el artículo 136.1.b),
relativo al plazo de cancelación de antecedentes delictivos. Y nada más; la imprudencia
es, esencialmente, una construcción dogmática y jurisprudencial.

Sin embargo, algunos de ellos son preceptos de enorme recorrido teórico y de


importantes consecuencias. En efecto, el artículo 5 es vital para interpretar todos los
tipos de la parte especial y recordar que todos ellos han de encajar en una de las dos
modalidades subjetivas, excluyendo cualquier espacio de responsabilidad objetiva (a
diferencia de lo que sucedía antes de la reforma del Código Penal de 1983, cuando se
introdujo una cláusula similar, en aquel momento en lo que era el art. 1 CP). El artículo
10, porque define qué es delito y, pese a ser una definición parca técnicamente, sí afirma
que todo delito conlleva necesariamente una vertiente subjetiva bien dolosa, bien
imprudente, por lo que abunda en el rechazo de planteamientos puramente objetivos
de la responsabilidad penal. El artículo 12 es exponente de una opción político-criminal
vinculada al principio de intervención mínima, pues expresa la restricción de la
intervención penal respecto a las conductas descuidadas sólo a las situaciones
directamente seleccionados por el legislador. No todo delito presenta la modalidad de
tipo imprudente. Todos sí, tienen la opción de tipo doloso, pero tipo imprudente sólo lo
hay en los casos expresamente marcados.

104
Respecto a las figuras delictivas concretas del Libro II, se ha producido una
modificación significativa: acompañando a la eliminación de la categoría de Faltas, se ha
suprimido la imprudencia leve, que daba lugar a dos casos de faltas imprudentes: la de
homicidio y la de lesiones del antiguo art. 621. Al mismo tiempo, se ha introducido una
nueva forma de imprudencia, la “menos grave”. Así que, en este momento, dentro de
los tipos de la parte especial, el Código contempla dos formas de imprudencia:
imprudencia grave e imprudencia menos grave. Con ello, la reforma de 2015, modifica
el límite mínimo de la intervención punitiva desde el punto de vista de la imputación
subjetiva en materia de imprudencia, elevándolo al grado de la nueva clase de
imprudencia, la “menos grave”. La ubicación en una u otra categoría, es decir, la medida
de la gravedad de la imprudencia, no la marca el resultado, sino el nivel de diligencia
desarrollado en la acción. Una muerte, por ejemplo, tanto puede derivarse de una
imprudencia grave como menos grave; la diferencia está en la intensidad de la
vulneración del deber objetivo de cuidado. La imprudencia grave implica que se han
vulnerado las más elementales exigencias del deber objetivo de cuidado. La imprudencia
menos grave supone una infracción del deber de cuidado de menor entidad, o sea, que
la acción de sujeto no fue tan peligrosa. Por ejemplo, A, aparcando, no consulta el
retrovisor y golpea a una anciana, que cae y al caer se rompe la cadera. La diferencia
estriba en la gravedad de la infracción de la norma de cuidado y para sopesar esa
gravedad, la jurisprudencia identifica requisitos tales como: valor del bien jurídico
amenazado, grado de utilidad social de la conducta, conocimientos y capacidades
personales del autor o previsibilidad del riesgo (Sentencia del Tribunal Supremo núm.
1089, de 29 de octubre de 2009).

En los delitos de homicidio (art. 142.1 CP), lesiones (art. 152.1 CP), aborto (art.
146 CP) y lesiones al feto (art. 158 CP) se contempla expresamente la hipótesis de que
la imprudencia grave se haya cometido por un profesional en el desarrollo de su
actividad. No se trata de la culpa común en que puede incurrir cualquier profesional,
sino que son los casos denominados culpa o imprudencia profesional. La imprudencia
profesional se define como impericia o negligencia profesional. Impericia es la falta de
la preparación especial que se precisa para realizar una determinada actividad
profesional, bien porque nunca se adquirió (por ejemplo, el médico que nunca se

105
especializó en cirugía neurológica), o bien porque se perdió por el paso del tiempo y la
falta de práctica. La negligencia profesional es la inobservancia de las precauciones y
cautelas más elementales para el desarrollo de la actividad; una actuación profesional
burda, abandonada o realizada a la ligera (por ejemplo, el policía que en cuanto ve a un
atracador, antes de valorar la posibilidad de detenerlo, saca su arma y le dispara)
(Sentencias del Tribunal Supremo núms. 307/2006, de 13 de marzo; 181/2009, de 23 de
febrero). En la imprudencia profesional, a la pena correspondiente a la imprudencia
grave correspondiente se añade la inhabilitación especial para el desarrollo de la
profesión u oficio.

Aunque lo más rápido y por su seguridad con seguros civiles, se prefiere acudir a
la vía civil. Además, en este caso corresponde al profesional demostrar que actuó con la
diligencia adecuada.

106
LECCIÓN 8. EL TIPO OMISIVO.

1. Concepto.
Como vimos en la Lección 1 la conducta típica es aquella que vulnera la concreta norma
que prohíbe (en el caso de las “acciones”) u ordena (en el caso de las “omisiones”) su realización.
Recordemos además el tenor del art. 10 CP, según el cual “son delitos las acciones y omisiones
dolosas o imprudentes penadas por la ley”.

En efecto, las normas jurídicas pueden ser normas prohibitivas o preceptivas. Mientras
que en las primeras la infracción jurídica consiste en la realización de la acción prohibida, en las
segundas se ordena llevar a cabo una acción determinada y la infracción jurídica consiste en la
omisión de ese hacer (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 649).

Está claro pues que no podemos tomar la palabra “acción” o “acción típica” en el sentido
de “movimiento corporal voluntario”, lo que podría conducir a la errónea conclusión de que la
omisión tiene algo que ver con la falta de acción humana (FLETCHER, 1997, 80). De hecho no hay
que confundir el tipo de omisión con la mera pasividad física del autor (concepto natural u
ontológico), ya que aquel suele cometerse precisamente mediante la realización de conductas
activas diferentes a la ordenada (concepto normativo), como en el caso de quien debiendo
socorrer a otro se marcha del lugar (MIR PUIG, 2011, 315). Ya se explicó en su momento que
cuando la palabra “acción” se emplea de un modo genérico en realidad hay que entenderla
referida a una conducta activa u omisiva de carácter doloso o imprudente.

Si bien se puede distinguir entre los comportamientos activos y los omisivos de acuerdo
a una comprensión natural de las cosas, en muchas ocasiones dicha distinción no resulta nada
sencilla. Con carácter general se puede decir que si alguien causa el resultado dolosa o
imprudentemente por medio de un hacer positivo objetivamente típico se trataría de un
comportamiento activo, mientras que, en otro caso, habría que comprobar si el autor ha omitido
un hacer positivo esperado en orden a procurar la evitación del resultado (JESCHECK / WEIGEND,
2002, 650). No obstante, también pueden presentarse constelaciones en las que tras constatarse
un delito activo (como por ejemplo un atropello imprudente) a éste le sigue uno omisivo (el
conductor se da a la fuga dolosamente sin socorrer a la víctima) (MIR PUIG, 2011, 317).

107
Porque se trata de llevar a cabo una “acción determinada”, algunos autores señalan que
“la omisión en sí misma no existe”, sino que se trata siempre de la omisión de una acción
determinada que se está en condiciones de poder realizar. La posibilidad de acción se convertiría
por consiguiente en el elemento conceptual básico de carácter ontológico común tanto a la
acción como a la omisión (MUÑOZ CONDE/ GARCÍA ARÁN, 2010, 238). Al mismo tiempo al Derecho
penal no interesa cualquier comportamiento omisivo sino sólo aquellos que son penalmente
relevantes desde la perspectiva de la correspondiente norma preceptiva por recaer sobre el
sujeto en cuestión un deber jurídico de actuar, bien sea de carácter genérico o de carácter
específico.

2. Clases.
A) DELITOS PROPIOS DE OMISIÓN O DE “OMISIÓN PURA”.

Se pueden mencionar las siguientes características comunes a estos delitos:

a) Son delitos (omisivos) de mera inactividad, ya que consisten en un mero “no hacer”
determinado por la ley penal. Equivalen por tanto a los delitos de mera actividad en
la realización activa y su injusto penal queda al margen de la producción de un
resultado material en el caso de que éste tenga lugar.

b) Están expresamente tipificados.

c) Puede tratarse tanto de delitos comunes, como en el caso de la omisión del deber
de socorro del art. 195.1 CP, o bien de delitos especiales, como en el caso de la
denegación de auxilio del art. 412.1 CP. En el segundo caso, sin embargo, se habla
también de “delitos de omisión pura de garante”, que -por las peculiaridades que
presentan- merecen una atención particular.

d) Pueden ser dolosos o imprudentes, bien que solo contemos en la actualidad con
tipos dolosos de esta clase, al no haber sido incriminado ningún delito de omisión
pura imprudente.

B) DELITOS DE OMISIÓN Y RESULTADO (U OMISIÓN IMPROPIA).

Se pueden mencionar las siguientes características comunes a estos delitos:

a) Son delitos omisivos de resultado, esto es, su tipo de lo injusto requiere la


producción de un resultado (de lesión material o de peligro). Equivalen, por tanto, a
los delitos de resultado en la realización activa.

108
b) Puede tratarse de tipos de omisión causal (menos frecuentes e implícitos en la
propia descripción causal4) o no causal.

c) Aunque excepcionalmente están regulados específicamente como tipos omisivos,


los delitos de omisión no causal y resultado no están tipificados de manera expresa,
sino que resultan de la aplicación de la cláusula de equivalencia del art. 11 CP a tipos
penales de resultado formulados de manera activa. Estos últimos son conocidos
como delitos impropios de omisión o de comisión por omisión.

d) Sólo pueden ser cometidos por un círculo determinado de personas por ser garantes
de la evitación del resultado, por lo que se trata de delitos especiales.

3. Delitos “propios de omisión” o de “omisión pura”.


Habiendo analizado en el epígrafe anterior las características comunes a estos delitos,
veamos ahora con más detalle en qué consisten.

DELITOS COMUNES DE OMISIÓN PURA.

Son, en primer lugar, delitos cuyo sujeto activo puede ser cualquier persona, cuyo
injusto se agota en la contravención de un mandato, o lo que es lo mismo, en la infracción de un
deber de actuar. Consisten, por tanto, en la no realización de una acción exigida por la ley. Como
tales delitos de mera inactividad, se consuman con la no realización de la acción esperada.

El tipo objetivo de un delito de omisión pura se compone de tres elementos: a) situación


típica; b) ausencia de una acción determinada; c) capacidad de realizar esa acción.

El tipo subjetivo admite la forma dolosa y la imprudente, aunque, como vimos antes,
solo contamos con tipos dolosos al no haberse tipificado de manera expresa en virtud del art.
12 CP ningún tipo imprudente de esta naturaleza. El dolo debe proyectarse, como es lógico,
sobre cada uno de los elementos a los que se refiere el tipo objetivo. La imprudencia surgiría de
la correspondiente infracción del deber de cuidado.

Entre ellos encontramos en el Código Penal los siguientes ejemplos:

a) Art. 195.1: “El que no socorriere a una persona que se halle desamparada y en
peligro manifiesto y grave, cuando pudiera hacerlo sin riesgo propio ni de terceros,

4
LACRUZ (2011, 311-312) entiende que en estos delitos se sigue sin más el modelo de imputación de los
delitos activos y pone como ejemplos los malos tratos psicológicos (art. 153 CP) o las estafas (arts. 248 y
ss.).

109
será castigado con la pena de tres a doce meses. 2. En las mismas penas incurrirá el
que, impedido de prestar socorro, no demande con urgencia auxilio ajeno”.

b) Art. 450.1: “El que, pudiendo hacerlo con su intervención inmediata y sin riesgo
propio o ajeno no impidiere la comisión de un delito que afecte a las personas en su
vida, integridad o salud, libertad o libertad sexual, será castigado con la pena de
prisión de seis meses a dos años si el delito fuere contra la vida, y la de multa de seis
a veinticuatro meses en los demás casos, salvo que al delito no impedido le
correspondiera igual o menor pena, en cuyo caso se impondrá la pena inferior en
grado a la de aquél”.

DELITOS ESPECIALES DE OMISIÓN PURA (O DELITOS DE “OMISIÓN PURA DE GARANTE”).

Son considerados por algún sector doctrinal como un tertium genus a medio camino
entre los delitos de omisión pura, cuya naturaleza fundamental comparten, dado que el sujeto
activo en ningún caso es garante en el sentido del art. 11 CP, y los delitos de comisión por
omisión, dado que, como en éstos, sujeto activo no puede ser cualquiera, sino solo aquel círculo
de personas expresamente acotado por el tipo penal. Las penas suelen responder igualmente a
esa gravedad “intermedia”.

Se trata en todo caso de delitos de omisión pura que carecen de una equivalencia
estructural con la comisión activa y que, por lo tanto, como los demás delitos de omisión pura,
no dan lugar a la imputación de resultados en el caso de que éstos se produzcan. Sin embargo,
a diferencia de los delitos de omisión pura comunes, cuyo sujeto activo puede ser cualquier
persona, en estos delitos sujeto activo son solo un círculo delimitado de personas sobre las que
recae por regla general un deber de garantía institucional positivo, que no alcanza a ser una
posición de garante en el sentido exigido por el art. 11 CP. Esta última va más allá y exige
responder por las lesiones de bienes jurídicos en virtud de un deber negativo consistente en la
evitación de resultados (ROBLES PLANAS, 2013, 13ss).

Pueden citarse los siguientes ejemplos5:

a) Art. 408 CP: “La autoridad o funcionario público que, faltando a la obligación de su
cargo, dejare intencionadamente de promover la persecución de los delitos de que

5
Para LACRUZ (2011, 283) entran dentro de esta categoría los delitos tipificados en los arts. 195.3, 407,
408, 410, 411 y 412 CP.

110
tenga noticia o de sus responsables, incurrirá en la pena de inhabilitación especial
para empleo o cargo público por tiempo de seis meses a dos años”.

b) Art. 412.1 CP: “El funcionario público que, requerido por autoridad competente, no
prestare el auxilio debido para la Administración de Justicia u otro servicio público,
incurrirá en las penas de multa de tres a doce meses, y suspensión de empleo o
cargo público por tiempo de seis meses a dos años”.

4. Delitos de omisión y resultado.


DELITOS OMISIVOS DE RESULTADO EXPRESAMENTE TIPIFICADOS

De manera excepcional determinados tipos de la Parte Especial vinculan expresamente


el resultado a una omisión, o bien aclaran que el comportamiento se puede cometer tanto por
acción como por omisión. Puede tratarse tanto de un “resultado lesivo”, como de la producción
mediante la conducta omisiva de un “resultado de peligro” (Ej.: art. 196 CP).

Como los delitos de comisión por omisión, son delitos especiales en los que el sujeto
activo ostenta una posición de garante, pero, a diferencia de aquéllos, la imputación del
resultado a la omisión no siempre lleva aparejada la misma pena que si se hubiera causado
activamente, sino que, siendo así en algunos casos (Ej.: art. 176 CP), en otros la pena es distinta
o bien no existe una realización activa equiparable (LACRUZ, 2011, 293).

Se encuentran ejemplos de delitos tanto dolosos como imprudentes que responden a


esta categoría en el Código Penal:

a) Art. 196 CP: “El profesional que estando obligado a ello, denegare asistencia
sanitaria o abandonare los servicios sanitarios, cuando de la denegación o abandono
se derive riesgo grave para la salud de las personas, será castigado con las penas del
artículo precedente en su mitad superior y con las de inhabilitación especial para
empleo o cargo público, profesión u oficio, por tiempo de seis meses a tres años”

b) Art. 316 CP: “Los que con infracción de las normas de prevención de riesgos
laborales y estando legalmente obligados, no faciliten los medios necesarios para
que los trabajadores desempeñen su actividad con las medidas de seguridad e
higiene adecuadas, de forma que pongan así en peligro grave su vida, salud o
integridad física, serán castigados con las penas de prisión de seis meses a tres años
y multa de seis a doce meses.

111
c) Art. 317 CP: “Cuando el delito a que se refiere el artículo anterior se cometa por
imprudencia grave, será castigado con la pena inferior en grado.

DELITOS “IMPROPIOS DE OMISIÓN” O DE “COMISIÓN POR OMISIÓN”.

Como ya mencionamos, los delitos de comisión por omisión son delitos omisivos de
resultado que no están tipificados de manera expresa, sino que resultan de la aplicación de la
cláusula de equivalencia del art. 11 CP a tipos penales de resultado formulados de manera activa.

El ejemplo característico es el homicidio tipificado en el art. 138 CP, que prohíbe en


primer término una conducta descrita de forma activa, a saber, “el que matare a otro será
castigado, como reo de homicidio, con la pena prisión de diez a quince años”. Sin embargo, está
fuera de duda que, en presencia de los requisitos del art. 11 CP, se puede cometer un homicidio
mediante un “no hacer”, como sucede en el famoso caso de la madre que deja morir por
inanición a su hijo recién nacido.

Tipicidad objetiva y subjetiva.

El tipo objetivo de los delitos de comisión por omisión se compone de los mismos
elementos que el de los delitos de omisión pura, si bien añadiendo algunos elementos. A saber:
a) situación típica, a la que hay que integrar la posición de garante que ostenta el sujeto activo
en virtud de un deber jurídico específico que le compete en orden a la evitación del resultado;
b) ausencia de una acción determinada, a lo que hay que añadir la producción de un resultado;
c) capacidad de acción, que debe comprender en este caso, la capacidad de evitar dicho
resultado (MIR PUIG, 2011, 324).

En cuanto al tipo subjetivo, lógicamente el dolo debe proyectarse sobre cada uno de los
elementos del tipo objetivo, por lo que se extenderá ahora también de modo singular a la
situación que da lugar a la posición de garante. Por su parte, la comisión por omisión imprudente
es posible siempre que el tipo comisivo correspondiente pueda realizarse imprudentemente.

La equivalencia de la omisión a la acción y el artículo 11 del Código Penal.

A) Introducción

112
La problemática relativa a los delitos de omisión impropia, y en particular, la
equivalencia entre acción y omisión a partir de las posiciones de garante, ha sido calificada como
el capítulo más oscuro y discutido de la dogmática de la Parte General (ROXIN, 2014, §32/2).

El debate fundamental acerca de la comisión por omisión se refiere a la cuestión relativa


a por qué la no evitación de un resultado puede ser castigada con la misma pena que si se hubiese
causado activamente. Téngase en cuenta que nuestro ordenamiento no prevé una atenuación
para el delito omisivo, a diferencia por ejemplo del § 13 II del Código penal alemán, que regula
una atenuación de carácter facultativo.

A este respecto se ha dicho que las distintas teorías que tratan de ofrecer una respuesta
giran en torno a dos posiciones: la que entiende que la omisión, por razones ontológicas y
normativas, es distinta de la comisión; y la que entiende que la omisión sólo es calificable de
comisión por omisión cuando es estructural y materialmente idéntica a la realización activa del
tipo. Mientras que en el primer caso se trataría de determinar aquel elemento que permite
afirmar que la omisión merece idéntica pena a la comisión activa, en el segundo, en cambio,
habría que establecer qué criterios permiten afirmar la mencionada identidad (RODRÍGUEZ MESA,
2005, 47).

La no evitación del resultado por el garante es justamente el criterio al que acude


la doctrina para determinar la equivalencia entre tipos de injusto que se entienden
originariamente distintos: la comisión por omisión y el correspondiente delito activo. La
cadena argumentativa que ha conducido a sostener esta posición ha sido descrita del
siguiente modo: a) Los tipos penales comisivos sólo pueden referirse a conductas
activas, y ello por razones vinculadas al verbo típico, y al dogma causal; b) Pese a todo,
hay conductas omisivas que merecen la misma pena que su causación: cuando quien no
evita el resultado es un garante, es decir, alguien especialmente obligado a evitarlo; c)
Dichas conductas no están comprendidas en el tipo penal; d) Pese a ello, no hay
obstáculos constitucionales concluyentes para sancionar esas conductas, lo que no es
óbice a la necesidad de una cláusula que extendiese la sanción de los tipos penales a las
conductas omisivas del garante (DOPICO, 2006, pp. 676-677).

Pues bien, este es el trasfondo dogmático que explica la existencia de la cláusula


de equivalencia regulada en el art. 11 CP, que dice lo siguiente:

113
“Los delitos que consistan en la producción de un resultado sólo se entenderán
cometidos por omisión cuando la no evitación del mismo, al infringir un especial deber
jurídico del autor, equivalga, según el sentido del texto de la Ley, a su causación. A tal
efecto se equiparará la omisión a la acción: a) Cuando exista una específica obligación
legal o contractual de actuar; b) Cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo
para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente”.

Antes de la entrada en vigor del actual artículo 11 del CP la doctrina aparecía


dividida en torno a la adecuación o no al principio de legalidad del comportamiento
consistente en la no evitación del resultado típico por quien estaba obligado a actuar
para impedir su producción. A partir de ahí se observa un reconocimiento implícito de
que efectivamente no era suficiente con considerar incluidos dicha clase de
comportamientos en los correspondientes tipos de la Parte Especial para satisfacer las
exigencias formales y materiales de dicho principio (HUERTA TOCILDO, 1997, 20).

Como tal sistema de cláusula general, frente a uno de incriminación cerrada, ha


merecido algunos reproches, tales como generar inseguridad jurídica acerca de qué
delito, de entre aquellos que consisten en la producción de un resultado, son
susceptibles de ser cometidos por omisión, o no permitir atemperar la pena
correspondiente a la realización activa del delito correspondiente, al basarse en una
necesaria equiparación en cuanto al contenido de lo injusto con el propio del
correspondiente delito comisivo (HUERTA TOCILDO, 1997, 50).

B) El primer inciso del artículo 11 del Código Penal

El primer inciso del art.11 CP antes transcrito implica verificar dos requisitos:

a) Lo primero que hace el artículo 11 es exigir que la omisión sea subsumible en


el tipo penal de que se trate, de modo que la equivalencia entre la omisión de evitación
del resultado y su causación tengan el mismo valor en virtud de haber infringido el autor
un especial deber jurídico. Así pues, según esta interpretación, el art. 11 CP no podría
ser explicada en ningún caso como una “cláusula extensiva del tipo”, sino que el Código

114
Penal estaría explicitando que las omisiones comisivas están realmente abarcadas en el
tipo de la Parte Especial.

Por otro lado, de aquí resulta una primera delimitación del ámbito de aplicación
de la cláusula de equivalencia, puesto que sólo se aplica a los delitos que consistan en la
producción de un resultado. Esto llevaría consigo la conclusión de que los tipos de mera
actividad así como de medios comisivos determinados6 quedan fuera del ámbito de
aplicación del art. 11 CP, lo que para un sector doctrinal no significa necesariamente que
no sean susceptibles de comisión omisiva.

b) En segundo lugar, se debe poder imputar el resultado producido a la omisión, lo que


remite al problema de la causalidad en la omisión. El debate sobre si tal causalidad es posible
fue realmente infructuoso, por lo que hoy en día es objeto de un rechazo mayoritario al
entender que la causalidad exige una fuerza desencadenante que no existe justamente cuando
no se hace nada (“ex nihilo nihil fit”). En su lugar se utiliza el criterio de la llamada causalidad
hipotética en el sentido de que la acción que el sujeto tendría que haber realizado hubiera
podido evitar el resultado con una probabilidad rayana en la certeza.

Según el punto de visto tradicional sólo es posible la imputación del resultado


cuando la acción omitida hubiera evitado la producción del resultado con probabilidad
rayana en la certeza. Junto a ello también opera el criterio según el cual el autor no
puede responder por homicidio imprudente cuando con probabilidad rayana en la
certeza el resultado se hubiera producido igualmente aun en caso de una actuación
conforme al deber de cuidado. A esta argumentación se contrapone la teoría del
incremento del riesgo creada por ROXIN para resolver los casos de cursos causales
hipotéticos, según la cual si una conducta determinada incrementa el riesgo (permitido)
de producción del resultado, esto bastaría para imputar dicho resultado a la acción en
aquellos casos en que no se puede afirmar con seguridad que un comportamiento
alternativo conforme al derecho hubiera producido igualmente dicho resultado. Y
paralelamente ha de valer para la comisión por omisión, de modo que bastaría para la

6
Recuérdese que en los delitos de medios determinados la descripción legal del tipo acota las modalidades
que puede revestir la conducta, mientras que en los resultativos cualquier conducta puede causar el resultado
típico. Al hilo de esta distinción advierte MIR PUIG (2011, 235) que “es mucho más fácil admitir la
posibilidad de la comisión por omisión supralegal en los tipos resultativos que en los de medios
determinados (activos)”.

115
punibilidad del homicidio imprudente por omisión que la acción de salvamento omitida
hubiera disminuido el riesgo de aparición de la muerte. Esta contraposición básica entre
la teoría del incremento (o disminución en el supuesto omisivo) del riesgo por una parte,
y la teoría de la probabilidad rayana en la seguridad por otra parte, adquiere una gran
relevancia, aún más si cabe en ámbitos específicos como el de la actuación médica.

Así en Italia la más alta Jurisprudencia ha intentado buscar un camino sectorial especial para la
imputación del resultado en determinados grupos de casos tales como el ámbito del tratamiento médico
y el de los accidentes laborales, corrigiéndolo posteriormente. La Jurisprudencia en Italia habría intentado
durante algunos años apartarse del criterio general conformándose para la imputación de resultados con
un grado determinado de probabilidad que en absoluto tendría que rayar en la seguridad. Punto de
partida para ese cambio de perspectiva fue la especial consideración que en estos ámbitos especiales
adquirían los valores “vida” e “integridad corporal” constitucionalmente garantizados. Sin embargo la
doctrina italiana ha criticado una desviación de esta naturaleza respecto a los criterios generales de la
comisión por omisión, por considerarla no justificada. Tal vez como consecuencia de ello la Corte di
Cassazione en el llamado caso Franzese dio por zanjada la polémica estimando que la imputación del
resultado sólo es posible cuando no subsiste duda razonable alguna acerca de la desaparición del
resultado en caso de haber adoptado la acción de curación médicamente pertinente.

La argumentación dogmática que lleva a la Corte a este pronunciamiento resulta de interés: tanto en
el supuesto activo como en el omisivo no se puede entender un delito de resultado como un delito de
simple incremento del riesgo. El resultado típico se convertiría por la vía de contemplar sólo el desvalor
de acción en una mera condición objetiva de punibilidad y con ello el delito de resultado en un delito de
peligro. Todo ello no sería compatible con principios de la Constitución Italiana como la legalidad, la
determinación de la conducta típica o la responsabilidad personal. Llama la atención asimismo que el
problema de la probabilidad se resuelve en sede procesal mediante la llamada certeza procesal. Qué
hubiera pasado de haber sido tratado el paciente debidamente es algo que sólo cabe aclarar de acuerdo
con el material probatorio según el criterio ulterior del alto grado de credibilidad racional acerca de la
relación condicional entre la acción de curación omitida y la muerte del paciente.

Entre nosotros ya hace tiempo que GIMBERNAT ORDEIG rechazó operar con cursos causales hipotéticos
para determinar la causalidad en la omisión. Este autor entendía, con razón, que el criterio cuasicausal
según el cual cuando consta que la acción omitida por el garante, con una probabilidad rayana en la
seguridad hubiera evitado el resultado, constituye una adaptación a la comisión por omisión de la funesta
fórmula de la conditio sine qua non. Y junto a ello también rechaza la tendencia, dominante hasta los años

116
sesenta, de excluir la responsabilidad en el delito imprudente cuando el resultado causado por una acción
descuidada se habría producido también aunque el sujeto se hubiera comportado conforme a Derecho
(GIMBERNAT ORDEIG, 1994, 29). En la actualidad ROXIN exige para la causalidad en la omisión «que el actuar
debido hubiera dado lugar con seguridad a una disminución del riesgo», mientras que «el que el resultado
también se hubiera podido producir con la adopción de la conducta debida, si bien de otra manera y con
una menor probabilidad, constituye, (…) “un riesgo residual permitido, que no puede excluir la imputación
del riesgo no permitido que de hecho se ha realizado”» (ROXIN, 2008, 1548).

C) El segundo inciso del artículo 11 del Código Penal

El mayor problema reside, sin embargo, en el segundo inciso al establecer como


requisitos imprescindibles de la comisión por omisión la infracción de un deber especial
derivado de la ley, contrato o injerencia, lo que supone recuperar la vieja teoría formal
de las fuentes del deber de garantía, absolutamente abandonada por la doctrina desde
hace décadas.7

No obstante, esta enumeración no es interpretada por regla general como un


catálogo de fuentes, sino tan sólo una referencia tipológica, de modo que «si se quiere
sancionar una comisión por omisión, es necesario que encaje en alguno de los tres
grupos de casos» (DOPICO, 2006, 698). Se alcanza, por tanto, la conclusión de que el art.
11 CP opera como una restricción del ámbito de omisiones típicas, como interpreta
asimismo de modo acertado la Jurisprudencia del Tribunal Supremo.8

Fuentes de los deberes de garantía.

A) Los delitos de comisión por omisión como delitos especiales propios

Como ya se ha advertido, no cualquier persona puede cometer un delito de


comisión por omisión, sino solo aquellas que ostentan una “posición de garante” en
orden a la evitación del resultado derivada de un especial deber jurídico de actuar. Por
este motivo, porque no cualquier persona entra en consideración, sino sólo un círculo

7
Se ha dicho que esta teoría “peca” tanto por exceso como por defecto, ya que puede conducir a sostener
la existencia de una posición de garante en casos en los que el sujeto no ha asumido fácticamente dicha
función, mientras que en otros casos en los que sí lo ha hecho, pero no se cuenta con el respaldo de la ley,
el contrato o la injerencia, dicha circunstancia impediría que se pueda hablar de un especial deber jurídico
del autor tal y como exige el art. 11 CP (en tal sentido, LACRUZ, 2011, 305).
8
Véase extracto de la STS 1538/2000, de 9 de octubre, en el ANEXO.

117
determinado de personas llamadas de un modo especial a la protección del bien jurídico
o a la vigilancia de un foco de peligro, de las que se espera y se puede confiar en que
actúen en orden a la evitación del resultado, se trata de auténticos delitos especiales
propios (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 668).

B) La teoría formal del deber jurídico

Ahora bien, el problema reside en delimitar esos “deberes de garantía” que dan
lugar a las correspondientes “posiciones de garante”. A este respecto la antigua teoría
formal del deber jurídico, que como hemos visto ha sido empleada en el inciso segundo
del art. 11 CP, se apoyaba en la causa que origina el deber jurídico y remitía a la ley, el
contrato y el actuar precedente peligroso (o injerencia). Esta teoría, imperante a
principios del siglo XX, fue progresivamente abandonada al no suministrar una
verdadera fundamentación de contenido y sustituida por la teoría de las funciones.

C) La teoría de las funciones

La teoría de las funciones es en esencia reconducible al pensamiento de ARMIN


KAUFMANN, distingue entre deberes de garantía de protección de determinados bienes
jurídicos y deberes de garantía de vigilancia de determinadas fuentes de peligro.
Paralelamente GÜNTHER JAKOBS habla de deberes que surgen de una competencia
institucional (p.e la relación paterno-filial, la pareja, relaciones de confianza, etc), y
aquellos que surgen de una competencia organizativa (p.e deberes de aseguramiento
del tráfico, injerencia, etc). Por su parte, SCHÜNEMANN distingue entre “relación de
protección sobre el bien jurídico desamparado” por un lado, y “dominio fáctico sobre
un foco de peligro” por otro.

No hay que perder de vista en todo caso que, al objeto de no extender los
deberes de garantía indebidamente, deben tenerse siempre presente los motivos que
los originan, lo que lleva a preconizar una vinculación del razonamiento formal y el
material (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 669). De hecho, el art. 11 CP combina un criterio
material propio de la lógica de la equivalencia valorativa, con la teoría formal del deber
jurídico, al mencionar expresamente la específica obligación legal o contractual de

118
actuar, junto a la injerencia, como fuentes de las que puede proceder el especial deber
jurídico de obrar (SILVA SÁNCHEZ, 1997, 65).

D) Deberes de garantía como deberes de protección de determinados bienes jurídicos

Estos deberes, según una extendida agrupación, pueden surgir de alguna de


estas situaciones cuyo elemento común son las relaciones de dependencia del titular del
bien jurídico respecto del garante que omite actuar:

a) Vinculación natural con el titular del bien jurídico

Es claro que los miembros más próximos de la familia están obligados


recíprocamente entre sí a evitar que acaezcan riesgos o daños para la vida o la salud del
otro -lo que resulta especialmente claro en el caso de los padres respecto a los hijos
pequeños- como consecuencia de una relación de dependencia. Esta última es requisito
absolutamente indispensable, de modo que si por algún motivo no existe dicha
dependencia tampoco podrá hablarse de una posición de garante sólo en virtud de una
relación de parentesco.

b) Relaciones estrechas de comunidad (o comunidad de peligro)

La participación voluntaria en actividades de riesgo en las que intervienen varias


personas tácitamente obligadas a socorrerse entre sí en caso necesario -como por
ejemplo, en la práctica del alpinismo-, puede conllevar una posición de garante en virtud
de las relaciones recíprocas de dependencia y confianza que se generan.

c) Asunción voluntaria de la custodia y protección del bien jurídico

La asunción voluntaria de específicas funciones protectoras -como puede


suceder en casos vinculados a la profesión médica, el del socorrista contratado en las
piscinas públicas, los canguros encargados del cuidado de niños pequeños, etc- puede
generar una posición de garante cuando el afectado que confía en su disponibilidad se

119
expone a un riesgo mayor de lo que haría en otro caso o bien incluso renuncia a cualquier
otra protección por ese motivo. La doctrina se muestra de acuerdo en admitir que una
posición de garante de este tipo no puede depender de la validez civil del contrato, que
en el caso concreto podría resultar nulo por algún motivo, sino que se fundamenta
materialmente de nuevo en la relación de dependencia del titular del bien jurídico
respecto al garante.

E) Deberes de garantía como deberes de vigilancia de una fuente de peligro.

Tres grupos de casos:

a) El actuar predecente peligroso (o injerencia).

Constituye una opinión ampliamente aceptada que la posición de garante puede


resultar de un comportamiento anterior contrario al deber que pone en peligro un bien
jurídico, de modo que quien provoca ese riesgo debe cuidar de que no acabe
materializándose en un resultado típico. Como ya sabemos el inciso segundo del art. 11
CP hace alusión a esta fuente de la posición de garante [b) Cuando el omitente haya
creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción
u omisión precedente”].

Sin embargo, dado que el inciso segundo del art. 11 CP no distingue entre el caso
de que la acción u omisión precedente que crea el riesgo para el bien jurídico sea dolosa
o sólo imprudente, ni prevé atenuación alguna para el segundo supuesto, se presenta
un problema valorativo importante.

Así, por ejemplo, según una interpretación, quien imprudentemente atropella a


un peatón y después, en lugar de socorrerle, huye del lugar sabiendo que es probable
que la víctima del atropello muera, podría convertirse en autor en comisión por omisión
de un homicidio doloso del art. 138. De esta opinión se muestra, entre otros, MIR PUIG
(2011, 331), que considera que ello no es incompatible con la agravación prevista en el
art. 195.3 (segundo inciso) CP, que no requiere la efectiva producción de un resultado
lesivo. Sin embargo, para DOPICO (2006, 805 ss) la agravación del delito de omisión del
deber de socorro tras accidente causado imprudentemente por quien omite auxiliar

120
regulada en el art. 195.3 (2º) es un caso de “omiso salvamento” (a diferenciar de los
casos de “omiso aseguramiento de focos de peligro”) llamado a concurrir con un delito
imprudente de homicidio, lesiones, etc., salvo en un pequeño número de supuestos, en
los que, por cualquier motivo, finalmente no acaece el resultado. La Jurisprudencia
española no ha calificado hasta la fecha como homicidio doloso por omisión un supuesto
de atropello y posterior huida con omisión de socorro en el que el atropellado fallece,
sino que trata estos casos de omiso salvamento tras accidente como “omisión del deber
de socorro agravada” (SSTS 1304/2004, de 11 de noviembre y 42/2000, de 19 de enero)
(Vid.: DOPICO, 2011, 241).

La doctrina exige, en todo caso, que se den los siguientes requisitos en el actuar
precedente para de este modo restringir el alcance de esta fuente del deber de garantía:
a) que haya generado un peligro cercano que sea adecuado para generar el daño; b) que
sea antinormativo o contrario a deber desde un punto de vista objetivo, lo que excluye
los casos de creación fortuita del riesgo, así como aquellos en los que el comportamiento
anterior es uno amparado por una causa de justificación a la que da lugar el
comportamiento de la víctima; c) que la contrariedad a deber consista en la infracción
de la norma que sirve para la protección del bien jurídico afectado (JESCHECK / WEIGEND,
2002, 674).

a) Deber de control de fuentes de peligro en el propio ámbito de dominio

De acuerdo al llamado “principio de confianza” cabe esperar que quien tiene en


su propio ámbito de dominio el poder de disposición sobre un determinado foco de
peligro -bien se trate de animales, como de determinados dispositivos o instalaciones-
lo controle o mantenga dentro de un nivel que preserve la indemnidad de los bienes
jurídicos de los demás, pudiendo convertirse, en caso contrario, en garante por la no
evitación de los resultados lesivos si éstos llegan a producirse. Así por ejemplo el
conductor de un vehículo tiene el deber de frenar cuando se cruza un peatón, o el
encargado de supervisar la seguridad de los automóviles de una empresa el de
mantenerlos en el estado adecuado para la circulación.

b) Responsabilidad por la conducta de terceras personas

121
Por último, hay determinados casos prototípicos en los que se habla de la
posición de garante que nace como consecuencia del deber de vigilar a otras personas
respecto a las vulneraciones de bienes jurídicos que se producen por actos de estas
últimas. Este sería el caso de los padres respecto a los hijos sobre los que detentan la
patria potestad, o los profesores por las infracciones cometidas por menores de edad
durante el horario escolar. Fuera de esos casos, la cuestión es mucho más complicada y
requiere analizar muchos factores, como sucede por ejemplo en la discusión actual
sobre las condiciones bajo las cuales se puede generar una posición de garante del
empresario (o de los directivos o superiores jerárquicos de una empresa) por la no
evitación de delitos cometidos por los subordinados.

122
LECCIÓN 9. TIPOS DE IMPERFECTA REALIZACIÓN.

1. Introducción: “el iter criminis” y el principio del Derecho Penal


del hecho.
Como sabemos, cuando el legislador redacta un tipo penal establece una “consecuencia
jurídica” correspondiente a un determinado “presupuesto de hecho”, aplicable al autor del
delito en grado de consumación (p.e: “El que matare a otro será castigado, como reo de
homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años” -art. 138 C.P.). El supuesto básico, por
tanto, el prototipo de lo injusto penal, con su correspondiente desvalor de acción y desvalor de
resultado, es el del delito consumado, como “forma perfecta de ejecución del delito”.

El Derecho Penal, sin embargo, en orden a cumplir su función preventiva vinculada a la


protección de bienes jurídicos, y sin olvidar el principio fundamental del “Derecho Penal del
hecho”, puede intervenir ya en un momento anterior de la vida del delito, cual es con carácter
general la tentativa, considerada como una “forma imperfecta de ejecución”. La mencionada
vida del delito, designada con la expresión latina “iter criminis”, hace alusión “al proceso, en
parte mental y en parte físico, que va desde que una o más personas toman la decisión de
cometer un delito hasta su consumación” (QUINTERO / MORALES, 2010, 605). El concepto “iter
criminis” proyecta, pues, la imagen de la progresión de la vida del delito, desde la ideación hasta
la consumación, y conduce a dividirlo en distintos “segmentos temporales”, cuya determinación
constituye uno de los problemas capitales en esta materia.

En este proceso cabe distinguir, en primer lugar, una fase interna o de deliberación, que,
de acuerdo con la máxima del pensamiento liberal cogitatione poena nemo patitur (es decir, los
pensamientos no pueden ser castigados), no interesa al Derecho Penal porque es obvio que “el
aparato punitivo del Estado no puede castigar a nadie por lo que piensa” (BERDUGO ET AL., 2010,
367). El control de lo que ocurre en el ámbito interno destruiría al ser humano como persona-
ciudadano, pues, como dice JAKOBS, “sin un ámbito privado el ciudadano ni siquiera existe”
(JAKOBS, 1997, 853).

El ius puniendi de un modelo de Estado democrático y de Derecho, no puede pretender,


pues, en ningún caso, perseguir simplemente la intención o el deseo de delinquir, porque se
convertiría en un “Derecho Penal del ánimo”, sino que sólo está legitimado para intervenir, de
acuerdo con el ya mencionado principio del “Derecho Penal del hecho”, cuando dicha intención
se haya manifestado en hechos exteriores objetivamente peligrosos para un bien jurídico. No

123
hay que olvidar la importancia de este principio fundamental, basado en la separación axiológica
del Derecho y la Moral, porque mientras que para la esfera de valoración moral basta con la
parte interna (contenido de la voluntad), la valoración jurídica toma como punto de partida el
suceso externo, motivo por el que no es posible considerar punible el intento objetivamente no
peligroso desde una perspectiva ex ante (HIRSCH, 2002, 768).

Dentro ya de la denominada fase externa del iter criminis es preciso distinguir, a su vez,
entre una fase de preparación y una fase de ejecución. A la primera se adscriben los llamados
actos preparatorios, que, como sucede en nuestro Código Penal cuyo art. 15 señala
expresamente: “Son punibles el delito consumado y la tentativa de delito”, son en general
impunes, lo cual constituye un rasgo característico de los sistemas políticos liberales. Con todo,
el legislador incrimina determinados actos preparatorios en los arts. 17 (“conspiración y
proposición”) y 18 CP (“provocación”) de forma excepcional y expresa en algunos delitos9, bien
que éstos puedan ser entendidos como formas de coautoría y participación intentada (motivo
por el que su estudio es abordado en la Lección 10).

La segunda comienza con la tentativa y culmina con la consumación, y a ella se


circunscribe la punición general, que queda reservada actualmente en nuestro Código Penal al
delito consumado y en grado de tentativa, según el art.15 CP.10 Esta decisión político-criminal
de incriminación general de la tentativa de delito es discutible desde la perspectiva del principio
de intervención mínima, que aconsejaría reservarla a los delitos más graves (QUINTERO / MORALES,
2010, 615). Por otro lado, su apreciación sólo está fuera de duda en los llamados “delitos de
resultado”, pero no en los de “mera actividad”, que en principio, por su propia estructura típica,
no admiten formas imperfectas de ejecución, al igual que en los imprudentes.

2. La tentativa.
DEFINICIÓN DE TENTATIVA.

Concepto: tipo objetivo y tipo subjetivo de la tentativa.

9
Por ejemplo el art. 141 CP castiga con la pena inferior en uno o dos grados la provocación, la conspiración
y la proposición para cometer los delitos previstos en los artículos anteriores (homicidio y asesinato).
10
Según la regulación vigente a partir del 01/07/2015, ya que en virtud de la LO 1/2015, de 30 de marzo,
se suprime el art. 15.2 CP que declaraba que “las faltas solo se castigarán cuando hayan sido consumadas,
excepto las intentadas contra las personas y el patrimonio”. Adviértase que esta modificación legal supone
la sustitución de esta cláusula de incriminación específica de la tentativa en las faltas por la incriminación
genérica aplicable a todos los delitos, incluyendo los delitos leves (CUGAT MAURI, 2015, 234).

124
Es frecuente encontrar en manuales y comentarios una afirmación general según la cual
la tentativa es el hecho penal comenzado, pero no consumado, o más exactamente, la acción
que media entre la preparación y la consumación de un tipo doloso.

Más allá de esto, los elementos del correspondiente tipo de lo injusto dependerán de la
formulación legal adoptada. Según nuestro CP, en su art. 16.1, “hay tentativa cuando el sujeto
da principio a la ejecución del delito directamente por hechos exteriores, practicando todos o
parte de los actos que objetivamente deberían producir el resultado, y sin embargo éste no se
produce por causas independientes de la voluntad del autor”.

Vemos que, en nuestro caso, a diferencia de otros códigos penales europeos (como el
alemán, que se basa en criterios como la “representación del autor” y la “inmediatez de la
resolución delictiva”), la definición legal parte de elementos de carácter nítidamente objetivo,
como son la fórmula del principio de ejecución, y la realización de todos o parte de los actos que
objetivamente deberían producir el resultado. Por lo que respecta al tipo objetivo, la tentativa
implica, pues, un comienzo de ejecución, y por lo que concierne al tipo subjetivo, la resolución
de consumar el delito (MIR PUIG, 2011, 352 ss).

Distinción entre “tentativa acabada e inacabada”.

Como puede deducirse de la definición de la misma ofrecida en el art.16 CP, la tentativa


puede consistir en la ejecución de “todos” o “parte” de los actos que objetivamente deberían
producir el resultado, lo cual da lugar a la distinción entre tentativa acabada e inacabada para
designar la primera y segunda posibilidad respectivamente.

Esta distinción es relevante, entre otros aspectos, en orden a la determinación del


“marco penal concreto”, puesto que el art. 62 CP establece que “a los autores de tentativa de
delito se les impondrá la pena inferior en uno o dos grados a la señalada por la Ley para el delito
consumado, en la extensión que se estime adecuada, atendiendo al peligro inherente al intento
y al grado de ejecución alcanzado”.

E STRUCTURA DE LO INJUSTO : “ DESVALOR DE ACCIÓN ” Y “ DESVALOR DE RESULTADO ” EN LA

TENTATIVA .

Las opiniones se dividen, en primer término, entre quienes piensan que la tentativa da
lugar a tipos distintos, aunque relacionados, respecto a la consumación, y quienes pensamos
que la tentativa, entendida como extensión de los tipos de la Parte Especial, sólo da lugar a tipos
dependientes, puesto que no existe una tentativa en cuanto tal, sino una tentativa de consumar
algún delito en particular.

125
Por otro lado, es frecuente la afirmación según la cual la tentativa representa una
realización completa del tipo subjetivo del delito de resultado doloso, e incompleta de su tipo
objetivo (dado que en la tentativa, por principio, no se produce el resultado). La primera parte
de esta última afirmación no puede considerarse, sin embargo, correcta, ya que a ella subyace
el presupuesto según el cual el pleno desvalor de acción del delito de resultado doloso se da ya
en el momento de la tentativa (“acabada”), lo cual no es cierto porque una “acción consumada”
es ciertamente algo distinto a una “acción intentada”.

La “norma de prohibición” se lesiona ya con el comienzo de la tentativa, y todo lo que


sucede posteriormente en el camino hacia el resultado perseguido conforme a la resolución
previa no es sino un incremento gradual de lo injusto hasta la consumación (HIRSCH, 2002, p.
771). De aquí se deducen también consecuencias en orden al “desvalor de resultado”, que no
es, por ello, algo ajeno a lo injusto cuya producción dependa del azar, sino que la producción del
resultado constituye la obra querida y dirigida por la voluntad del autor, a la vez que prohibida
por la norma, lo que se muestra claramente, por ejemplo, cuando el autor tiene aún después
del estadio de la actuación acabada la posibilidad de evitar la producción del resultado.

Como se examinó con detalle en la Lección 2 al abordar el concepto dualista de lo injusto


y, en particular, los motivos para considerar que “el desvalor de resultado” sí forma parte de lo
injusto, es claro que las concepciones según las cuales la tentativa (“acabada”) constituye el
prototipo de lo injusto de los delitos de resultado dolosos no se ajustan al Código Penal español.
Éste toma como prototipo al “delito consumado”, y establece, en consecuencia, una atenuación
obligatoria (y no meramente facultativa) de la pena para la tentativa en su art. 62.

Lo injusto del delito en grado de tentativa se configura, como en el delito consumado, a


partir del “desvalor de acción” (pues, sin desvalor de acción, no puede haber en ningún caso
injusto), desvalor que debe ponerse en íntima vinculación con su correspondiente “desvalor de
resultado”. Evidentemente este último no puede ser el mismo en la tentativa que en la
consumación, ya que en el delito doloso de resultado el “desvalor de resultado” constituye
propiamente la conclusión material del “desvalor de acción” (HIRSCH, 2002, p. 772). El problema
consistirá, pues, en cómo determinar ese “desvalor de resultado” en la tentativa, y en saber si
es correcto afirmar que éste consiste en toda tentativa punible en un “peligro concreto” para el
bien jurídico.

FUNDAMENTO DE PUNICIÓN Y COMIENZO DE LA TENTATIVA.

Consideraciones previas.

126
La cuestión de por qué se castigan conductas que no han conducido a la lesión de ningún
bien jurídico es uno de los problemas más debatidos del Derecho Penal ya que afecta
profundamente al núcleo de la teoría de lo injusto, lo cual constituye una clara demostración de
que las concepciones últimas sobre los fines de la pena y el Derecho Penal no son ajenas a la
teoría del delito.

Desde la perspectiva aquí adoptada resulta fundamental tener en cuenta que el


problema del fundamento de punición no puede tratarse de forma aislada respecto al del
comienzo de la tentativa, y prueba de ello es que punto de arranque para ambas discusiones
será el art. 16 CP, que no encierra una declaración de principios sobre lo primero, sino, más bien,
una fórmula para lo segundo. Esta vinculación se descubre claramente al constatar que las
teorías sobre el fundamento de punición de la tentativa conducen a una determinada
concepción de lo injusto de la tentativa, para cuya exacta configuración resulta fundamental la
determinación de su comienzo. Resumiendo la idea podríamos decir que para poder considerar
fundamentada la punición de una tentativa, ésta tiene, en todo caso, que haber comenzado. Se
trata, sin duda, de uno de los problemas de mayor trascendencia del Derecho Penal, pues se
trata de trazar la frontera entre el ámbito de lo penalmente irrelevante y lo punible, pero
también de mayor dificultad, como muestra el hecho de que no se haya encontrado hasta el
momento una fórmula general satisfactoria. Pese a la naturaleza del problema, que aconseja
analizar grupos de casos, no cabe renunciar a tratar del problema desde la perspectiva de la
Parte General.

Las teorías existentes pueden encuadrarse en dos grandes grupos según la respuesta
que se de a la pregunta acerca de aquello que determina la significación del hecho punible, la
lesión del bien jurídico o la desautorización de la norma que comporta la conducta. La discusión
ha sido capitalizada por dos grandes doctrinas enfrentadas: las subjetivas, centradas en la
manifestación de la voluntad delictiva, y las objetivas, centradas en la posibilidad de lesión al
bien jurídico. Una variante psico-social de las primeras está representada por la llamada teoría
de la impresión, que da relevancia a la voluntad contraria a la norma en la medida en que ésta
vulnere la confianza de la comunidad en el mantenimiento del orden jurídico.

Las teorías subjetivas (el plan del autor).

A) Estas teorías sostienen que la punibilidad de la tentativa se justifica básicamente en


la manifestación de la voluntad delictiva. A su vez, dicha manifestación era interpretada con
frecuencia como un signo de la peligrosidad del autor, lo que constituía la base última del
fundamento de punición de “cualquier tentativa” con el argumento de que dicha peligrosidad

127
hacía temer que el autor pudiera cometer con éxito en otra ocasión hechos delictivos. Las teorías
subjetivas suelen vincularse a la influencia que ejercieron los planteamientos de Von Buri en
Alemania en su calidad de miembro del Tribunal del Imperio que asentaron en la Jurisprudencia
la consideración de que puesto que desde una perspectiva ex post todas las tentativas se
muestran inidóneas para la producción del resultado sólo la manifestación de la voluntad
delictiva podía justificar el castigo.

B) Las teorías subjetivas encuentran también plasmación coherente con dicho


fundamento de punición en el ámbito del comienzo de la tentativa. La teoría subjetiva más
extrema se conforma con la simple objetivización de la voluntad en el sentido que sea posible
reconocer la intención antijurídica del sujeto. Otras intentan una mayor delimitación con el
argumento de que la exteriorización de la voluntad debe poner de manifiesto en concreto qué
delito se quería cometer (teoría del dolus ex re), o exigiendo la firmeza de la resolución delictiva,
o que el sujeto haya tomado el “decisivo impulso de voluntad” (BOCKELMANN).

Estas teorías merecen un juicio rotundamente negativo, puesto que, como ya hemos
subrayado en esta lección, la mera voluntad del sujeto de cometer un hecho delictivo no es base
suficiente para justificar la intervención del Derecho Penal, y la dirección que esto sostiene no
es compatible en absoluto con un “Derecho Penal del hecho” propio del Estado democrático.
Por esta misma razón, tampoco es posible admitir un comienzo de la tentativa basado
exclusivamente en los criterios subjetivos anteriormente expuestos, puesto que se conforman
con estadios anteriores al riesgo o puesta en peligro del bien jurídico para considerar
comenzada la tentativa.

Pero además es evidente que, por lo que respecta al problema de delimitación del
comienzo, las teorías subjetivas son absolutamente incapaces de lograr dicho objetivo, y como
consecuencia de esta incapacidad intrínseca se produce el resultado justamente inverso a lo
pretendido, la total disolución de la diferencia entre actos preparatorios y actos ejecutivos, y con
ella la eliminación de la garantía de seguridad jurídica que dicha diferenciación representa. Con
los criterios de las teorías subjetivas es posible considerar comenzada la tentativa en cualquier
momento anterior a la fase ejecutiva en la que de alguna forma se haya podido manifestar la
voluntad delictiva, produciéndose como consecuencia una ampliación excesiva de los actos
ejecutivos en perjuicio de los actos preparatorios.

Con todo, las teorías subjetivas remiten a un elemento que deviene fundamental, cual
es el plan del autor, del que no es posible prescindir. En primer lugar, por el propio concepto de
tentativa (que requiere, como se precisó más arriba, la resolución de consumar algún delito en

128
particular): como dicen QUINTERO / MORALES (2010, 619), “si un disparo ha producido la rotura de
una luna (delito de daños), no puede ser irrelevante saber si el autor lo que realmente quería
era matar a alguien, lo que sería tentativa de homicidio, o no”. En segundo lugar, porque, la
realización del delito puede adoptar muchas modalidades ejecutivas a elección del sujeto, de
modo que hechos con igual apariencia pueden conducir a resultados distintos en el plano
objetivo dependiendo de cuál sea el plan del autor.

De hecho, a partir de este elemento habrá que deducir en qué estadio se encontraba la
acción enjuiciada respecto a la acción típica, de manera que una misma acción puede convertirse
en acto preparatorio o acto ejecutivo en función de su relevancia y relación para el resultado
delictivo, así como de la proximidad o lejanía de esa acción para dicho resultado, datos
únicamente extraíbles a partir de la representación del autor (ALCÁCER, 2001, 45 s). Así, por
ejemplo, en el caso de quien apunta a otra persona desde una ventana, desde la mera
contemplación externa -con absoluta asepsia acerca del plan del autor- no sabremos si se trata
de un acto preparatorio (el autor piensa disparar la semana próxima y trata únicamente de
comprobar las posibilidades de acierto a esa distancia), o un acto ejecutivo (se dispone a apretar
el gatillo en ese mismo momento).

Ahora bien, asumir la necesidad de tener en cuenta el plan del autor no implica aceptar
una delimitación entre actos preparatorios y ejecutivos únicamente en la representación del
autor, sino que, a partir de ahí, deben ser criterios objetivos vinculados a la realización típica los
que entren en juego. Es decir, la determinación del comienzo de ejecución no se deja en manos
del propio autor, lo que sería absurdo, sino que debe decidirse objetivamente, examinando, por
ejemplo, si quedan actos intermedios esenciales entre la conducta juzgada y acción
propiamente típica.

Por tanto, pese al rechazo contundente que merecen las teorías subjetivas, se les
reconoce el mérito de haber puesto de relieve la importancia que posee el elemento del plan
del autor en la determinación del comienzo de la tentativa, y ello porque tampoco es posible
prescindir del contenido de la voluntad en lo relativo al fundamento de punición.

Las teorías objetivas (peligro y peligrosidad).

A) A diferencia de las anteriores las teorías objetivas parten de un punto de vista


adecuado cual es la puesta en peligro del bien jurídico. Cabe distinguir básicamente dos modelos
objetivos: el que responde a la herencia de la antigua teoría objetiva (basada en una perspectiva

129
ex post en la formulación del juicio de peligro), y el que responde a la moderna teoría objetiva
(basada en una perspectiva ex ante en la formulación del juicio de peligro).

La antigua teoría objetiva, que parecía abandonada, ha sido reformulada en términos


normativos, apoyándose en la “revolución dogmática” operada en los últimos tiempos por la
teoría de la imputación objetiva (que ha demostrado que el juicio de adecuación no tiene por
qué situarse en el momento del comienzo del hecho) para abandonar así el viejo dogma
ontologicista-causal, y conduce a exigir en toda tentativa punible un desvalor de resultado
consistente en un “peligro concreto”. La propuesta responde sin duda a una loable intención
político-criminal (la aplicación hasta sus últimas consecuencias del “principio de lesividad”), se
presenta desde el punto de vista dogmático coherentemente al partir del mismo fundamento
para el delito consumado y el intentado, y sirve, en principio, para la interpretación del Derecho
vigente, que acoge una fórmula eminentemente objetiva.

No por ello está exenta de importantes consideraciones críticas que deben ser
puestas de relieve:

a) La traslación automática al ámbito de la tentativa de los resultados obtenidos en


el ámbito de la teoría de la imputación objetiva no parece posible: ésta última persigue la
imputación de un resultado verdaderamente producido mientras que la segunda se
caracteriza justamente por la no-producción del resultado, sino, en todo caso, por la
producción de “un resultado de peligro concreto”.

b) La cuestión de cómo ha de estar configurado y cómo debe comprobarse un


resultado de peligro no ha sido todavía suficientemente aclarada por la Ciencia Penal. En el
debate entre concepción ontológica (fáctica) o normativa del concepto de peligro ésta
última parece ir ganando cada vez más adeptos pues la teoría científico-natural (HORN) -que
acepta la existencia de un peligro concreto cuando según las leyes causales conocidas las
circunstancias tendrían que haber dado lugar a la lesión del objeto de la acción- estrecha
demasiado el concepto de peligro concreto.

En cambio, la concepción normativa del peligro parte de que existe un peligro


concreto allí donde el resultado lesivo no se produce sólo por casualidad -en el sentido de
unas circunstancias en cuya producción no se puede confiar- de modo que todas aquellas
causas salvadoras que se basan en una destreza extraordinaria del amenazado o en una feliz
e indominable concatenación de otras circunstancias no excluirían responsabilidad por el
delito de peligro concreto. Otros autores añaden otros requisitos como la indominabilidad

130
del curso de la puesta en peligro, o sobrepasar el momento en el que podría evitarse un
daño con seguridad mediante medidas defensivas normales (ROXIN, 2008, § 11 /115 ss).

c) Efectivamente, los intentos dogmáticos para la delimitación del “resultado de


peligro” muestran que la formulación del juicio de peligro en los delitos de peligro concreto
debe situarse como mínimo en el momento final de la acción: es decir, el autor debe haber
realizado al menos todos los actos ejecutivos necesarios que objetivamente deberían haber
conducido a la producción del resultado para poder operar con otros criterios tales como
que el resultado no se produzca en virtud de una circunstancia en cuya producción no se
puede confiar (ALCÁCER , 2000, 188-189).

d) La exigencia de un peligro concreto en la tentativa diluye por otra parte la


posibilidad de una tentativa de un delito de peligro concreto, justamente porque el peligro
concreto es lo que conforma el desvalor de resultado de este tipo de delito, lo cual no puede
rebatirse simplemente con el argumento de que no debe ser punible, pues esto no pasa de
ser una valoración político-criminal con la que, por otra parte, cabe estar de acuerdo. Se
trata, por tanto, de no nivelar dogmáticamente supuestos distintos, pues si todo injusto
penal exige un desvalor de resultado en forma de peligro concreto también habría que exigir
un peligro concreto en los delitos de peligro abstracto.

La moderna teoría objetiva se conforma con la peligrosidad objetiva ex ante de la


conducta (peligrosidad potencial para el bien jurídico), admitiendo con carácter excepcional la
punición de supuestos en los que dicha peligrosidad potencial no se ve confirmada ex post, por
entender que lo contrario significa sacrificar el mínimo de prevención necesaria y restringir en
exceso el ámbito de la tentativa punible. Se acepta, pues, la existencia excepcional de un injusto
de tentativa sin desvalor de resultado entendido como resultado de peligro concreto. A esta
última consecuencia puede llegarse desde el concepto dualista de lo injusto penal, justamente
porque se configura como una excepción y no como prototipo de lo injusto, del mismo modo
que la tentativa es también un caso especial respecto al delito consumado. La tentativa puede
conllevar un desvalor de resultado en forma de peligro concreto, lo cual influirá en la gravedad
de lo injusto y en la pena aplicable, pero no necesariamente. Esto último no significa, sin
embargo, que la tentativa carezca en esa hipótesis de cualquier desvalor de resultado, porque
en definitiva, “el desvalor de resultado en la tentativa viene dado por la exteriorización de unos
actos que objetivamente pueden constatarse orientados a dañar el bien jurídico”, puesto que
“orientados son los actos objetivos y no simplemente la voluntad” (QUINTERO / MORALES, 2010,
618). Ello sin perjuicio de que el desvalor de acción será también menor, cosa que se pierde de

131
vista con frecuencia al adoptar un concepto subjetivista del desvalor de acción, identificándolo
equivocadamente con el mero desvalor de la intención.

B) Las teorías objetivas tienen también su reflejo en el ámbito de la determinación del


comienzo de la tentativa. Como ya se ha dicho, la fórmula legal de la tentativa adoptada en
nuestro Código Penal gira en torno a un elemento claramente objetivo como es el principio de
ejecución (Art. 16 CP: “Hay tentativa cuando el sujeto da principio a la ejecución del delito
directamente por hechos exteriores), fórmula cuyo origen parece encontrarse en la expansión
del Código Penal francés, así como en la aceptación de la ideología de la Revolución francesa, lo
que se refleja en las consecuencias restrictivas que implica como son la exclusión de la fase de
deliberación interna, y la exclusión de los actos exteriores no ejecutivos. De esta forma la
impunidad general de los actos preparatorios es un rasgo característico de los sistemas políticos
liberales, mientras que la punición genérica de los mismos revela una actitud propia de sistemas
autoritarios.

Las teorías objetivo-formales sobre el comienzo de la tentativa parecen ofrecer un alto


grado de seguridad jurídica por la exigencia de que la conducta comience a realizar el “verbo
típico” para considerar comenzada la tentativa, pero en realidad sólo consiguen desplazar el
problema de la pregunta por el comienzo de la ejecución a la pregunta por el comienzo de
realización de la conducta típica, lo que no significa que no representen un punto inicial para la
discusión. Al contrario, el concepto de ejecución, como el de consumación, no deja de tener
naturaleza formal y estar referido a un tipo delictivo determinado, de lo que se desprende que
para la distinción entre actos ejecutivos y actos preparatorios hay que recurrir, en primera
instancia, a una teoría formal.

La fórmula de Frank, según el cual realiza una tentativa de delito quien, según su
representación del hecho, inicia directamente el desarrollo del tipo, o la teoría de los actos
intermedios como concreción de ésta última, constituye el precedente de las teorías objetivo-
materiales, pues consigue flexibilizar la solución dada por las teorías objetivo-formales a la
determinación del comienzo de la tentativa, considerando como constitutivas del mismo no sólo
las acciones ejecutivas típicas en sentido estricto, sino también las inmediatamente anteriores
que según la concepción natural constituyen ya un comienzo de ejecución. Se plantea aquí la
cuestión de si las teorías objetivo-materiales sirven por esta vía a la identificación de la conducta
típica o constituyen, por el contrario, un resorte para la punición de conductas atípicas. La
primera de las opciones aparece como la correcta si la tipicidad de la tentativa se determina no
exclusivamente mediante la subsunción de la conducta en el verbo típico de la correspondiente

132
figura de la Parte Especial, sino mediante una interpretación conjunta de ésta última y la
regulación general de la tentativa en la Parte General.

Las teorías objetivo-materiales propiamente dichas, aisladas de consideraciones


ulteriores, también fracasan en el problema de determinación del comienzo de la tentativa. El
peligro para el bien jurídico aparece como un concepto incapaz por si mismo, sin referencia
alguna al plan del autor, para deslindar los actos preparatorios de los actos ejecutivos: actos
aparentemente peligrosos desde un punto de vista externo absolutamente aséptico respecto al
plan del autor pueden ciertamente no serlo en absoluto o adquirir objetivamente un significado
distinto una vez tenido en cuenta éste último. Con todo, son las que apuntan en la dirección
adecuada a fin de poder delimitar actos preparatorios y ejecutivos, para lo que habrá que tener
en cuenta estos tres pilares: a) el plan del autor; b) la inmediata puesta en peligro del bien
jurídico; c) la inmediatez temporal (MORENO-TORRES, 2010, 384).

La llamada “tentativa inidónea”: ¿qué es?, ¿es punible?.

A) Buena parte de los problemas “irresolubles” de la tentativa se concentran justamente


en “descifrar” qué hay que entender por “tentativa inidónea”, y en saber si es o no punible según
lo establecido en el art. 16 CP. Resulta verdaderamente llamativa la falta de acuerdo de la
doctrina, incluso en torno a los hechos que merecen esta consideración, sobre todo si tenemos
en cuenta que se trata de una cuestión fundamental con influencia directa en la vertebración y
coherencia de toda la teoría jurídica del delito (SOLÁ RECHE, 2001, 774).

Como punto de partida la doctrina adopta la idea general de que tentativa inidónea es
aquella que, en las circunstancias dadas, es incapaz de alcanzar la consumación, bien sea por
inidoneidad del objeto (Ej.: A dispara a un cadáver), del medio (Ej.: A dispara a B con una pistola
descargada), o del sujeto (Ej.: comisión de un delito de funcionarios por alguien que desconoce
la nulidad de su nombramiento). Aunque todavía reina una gran confusión terminológica, de la
tentativa inidónea y el problema de su punibilidad debe distinguirse la llamada tentativa irreal
(burda o supersticiosa), en la que el grado de inidoneidad es tal que cualquier espectador
objetivo situado en la situación del autor juzgaría absolutamente imposible alcanzar el resultado
(Ej.: A pretende matar a su peor enemigo clavando agujas en una muñeca de tela).

B) Situados exclusivamente en el ámbito descrito de la “tentativa inidónea” y


desechados de antemano los de “tentativa irreal”, la cuestión es qué supuestos se consideran
como tales y si resultan o no punibles actualmente conforme al art. 16 CP. Pues bien, dado que
dicho precepto exige “actos que objetivamente deberían producir el resultado”, es decir la
peligrosidad de dichos actos y no un concreto peligro constatable ex post, la opinión doctrinal y

133
jurisprudencial mayoritarias entienden que dicho precepto no excluye la punición de la tentativa
inidónea toda vez que la distinción entre idoneidad e idoneidad tiene lugar a partir del juicio
previo sobre la peligrosidad de la acción referida a su capacidad para producir el resultado desde
una perspectiva ex ante, es decir, con los conocimientos que un espectador objetivo (no
omnisciente) situado en el lugar del autor podría tener en el momento de realización de la acción
(Vid.: SSTS 1000/1999, de 21 de junio y 2122/2002, de 20 de enero, entre otras).

Por lo tanto, según este punto de vista, la distinción decisiva a efectos dogmáticos
debería ser la de tentativa peligrosa o no peligrosa desde una perspectiva ex ante11, mientras
que la referente a la idoneidad o inidoneidad de la conducta tendría un carácter funcional en
orden a la identificación de grupos de casos, y valoración del correspondiente merecimiento de
pena. La cuestión de fondo es el verdadero alcance que cada autor confiere a la relevancia de la
peligrosidad de la conducta en la fundamentación de lo injusto y las condiciones en que debe
determinarse (SOLÁ RECHE, 1996, 17). De acuerdo con el criterio mayoritario la tentativa inidónea
cabe en la actual definición del art. 16 CP, al entender que “la objetividad que puede exigirse
para los actos ejecutivos sólo puede entenderse en el sentido de intersubjetividad que supone
el criterio del hombre medio situado ex ante” (MIR PUIG, 2011, 363).

C) Para que la llamada “tentativa “inidónea” sea punible debe reunir las mismas
cualidades que la “tentativa idónea” (darse el dolo, haberse iniciado la fase ejecutiva y suponer
ésta objetivamente un “riesgo de lesión” para el bien jurídico protegido), pero teniendo en
cuenta que el último de los requisitos mencionados se dirige a valorar la peligrosidad de la acción
medida con criterios objetivos que valoren el propósito del autor situándose en sus
circunstancias y en el contexto en que actuó. Según este criterio, “si con esta consideración
objetiva ex ante se admite que el sujeto podía razonablemente pretender la consumación del

11
Obsérvese que esta distinción, sin embargo, no permite conceptuar la tentativa inidónea como “aquélla
que de antemano, en una contemplación ex ante, se muestra como no peligrosa” como la define p.e
ALASTUEY, en Romeo et al. (Coord.) (2013, 180), sino que la tentativa ex ante no peligrosa es ya, por esta
razón, no punible, mientras que la tentativa inidónea no se convierte en idónea por el hecho de que ex ante
aparezca como un intento peligroso desde el punto de vista de una persona inteligente colocada en la
posición del autor en el momento en que lleva a cabo la acción y teniendo en cuenta las circunstancias
cognoscibles del caso concreto, si dicha peligrosidad de la conducta no se puede corroborar ex post, como
sucede en el caso del disparo con una pistola descargada (STS 2122/2002, de 20.01). En mi opinión, en
estos casos estamos ante tentativas igualmente inidóneas (ya que ex post sabemos que, en las circunstancias
dadas, era imposible conseguir el resultado), pero que, pese a ello, se consideran punibles de acuerdo a esta
interpretación mayoritaria en doctrina y jurisprudencia sobre el alcance de la actual regulación del art. 16
CP, por tratarse de tentativas ex ante peligrosas. Entiendo que de este modo se permanece más cerca del
criterio básico que conceptual y materialmente guía la distinción entre tentativa idónea e inidónea, sin
confundirlo con el arco de lo punible/no punible, al tiempo que se pone de manifiesto que en nuestro país -
según esta interpretación- se castigan algunas tentativas inidóneas, lo que permite a su vez posicionarse
críticamente frente a esta situación, mientras que si estos casos se catalogan como “tentativas idóneas”
(cuando en realidad no lo son) se está legitimando con ello su castigo sin mayor dificultad.

134
delito, su tentativa será punible, por más que ex post (sabiendo ya, por ejemplo, que la pistola
estaba descargada), dicha consumación hubiera sido imposible” (MUÑOZ CONDE / GARCÍA ARÁN,
2010, 422).

Queda suficientemente claro, por tanto, que el dolo de consumación nunca puede constituir por
sí sólo base suficiente para fundamentar la punición de la conducta, sino que hace falta algo más: la
peligrosidad objetiva de la conducta (que implica un “riesgo de lesión” para el bien jurídico), y el comienzo
de ejecución. Este último constituye sin duda una barrera decisiva para la intervención penal ya que es
posible argumentar que si un comportamiento muestra que objetivamente no puede alcanzar el riesgo de
realización del contenido de la voluntad no se puede hablar de comienzo de la acción porque tampoco
existe objetivamente aquello que desde el punto de vista ex ante debería conducir al resultado. En
consecuencia: solo a partir de la peligrosidad concreta de la acción es posible tomar en consideración un
tal comienzo (HIRSCH, 2003, 41).

D) Desde el punto de vista aquí sostenido, en todo caso, habrá supuestos que no serán
punibles directamente por falta de adecuación típica de la conducta, donde no sólo quedan
comprendidos los supuestos antes mencionados de “tentativa irreal o supersticiosa”, sino
también los casos de “inexistencia del objeto” en los que faltaría cualquier base para la
afirmación de la antijuridicidad material de la conducta (QUINTERO / MORALES, 2010, 628). En este
sentido ya señalamos en otro lugar que no nos parece del todo cierta la frecuente afirmación de
que desde la perspectiva ex post todas las tentativas son (igualmente) inidóneas sin mayores
matizaciones, puesto que ex post “se sabe todo” y, por tanto, también se sabe si, además de no
conseguir consumar el delito, la acción pudo o no pudo al menos poner en riesgo el bien jurídico
(DEMETRIO CRESPO, 2003, 91).

La distinción entre tentativa “absoluta” y “relativamente” inidónea.

La antigua teoría objetiva (arriba analizada) dio lugar, a partir del desarrollo dada a la
misma por MITTERMAIER, a la diferencia entre inidoneidad absoluta o relativa. Este autor
distinguió entre inidoneidad del objeto e inidoneidad del medio empleado. La primera determina
la impunidad de la acción delictiva porque si el objeto hacia el que se dirige la acción, o no existe,
o es inadecuado según lo exigido por la ley, no es posible vulnerar derecho subjetivo alguno.
Esto sucedería, por ejemplo, cuando se pretende matar a un cadáver, se dispara al bulto de la
cama, el ladrón confunde la cosa ajena con la propia, o se pretende realizar un aborto sobre
mujer no embarazada. La segunda determina la impunidad de los casos en que el medio
empleado es en sí inidóneo y bajo ninguna circunstancia hubiera dado lugar al resultado, pero
permite la punición de los casos de inidoneidad relativa, en los que el medio es idóneo, pero
resulta ser inidóneo en el caso concreto. Casos de inidoneidad absoluta serían el disparo con

135
una pistola descargada, o aquel en el que el autor confunde el tarro del veneno con el del azúcar
y la emplea para matar. Caso de inidoneidad relativa sería, por el contrario, el uso de una
cantidad insuficiente de veneno, o el disparo con una pistola encasquillada.

La distinción, aparentemente lógica, ha sido criticada, llegando a dudarse


absolutamente de su viabilidad conceptual y teórica. En cuanto al medio, su carácter de
idoneidad absoluta o relativa vendrá dada en el caso particular por el concreto fin que se persiga
(así por ejemplo el azúcar no será un medio inidóneo para matar a una persona diabética), y el
modo en que se utilice (un medio teóricamente inidóneo puede ser apto para matar utilizado
hábilmente). El criterio, pese a la loable intención de excluir del ámbito de punición de la
tentativa casos que aparecen claramente como no merecedores de pena, no ofrece límites
rigurosos en los que basarse, pues la clasificación de los casos dependerá del progresivo grado
de abstracción de los hechos que se adopte: en el caso del disparo con pistola, todo dependerá
de las circunstancias que se tomen en cuenta, el disparo con la pistola, o también el hecho de
estar descargada; en el caso del veneno, el hecho de emplear veneno, o el de emplear una
cantidad insuficiente, etc. Desde hace tiempo se sabe que el razonamiento que lleva a
considerar punibles algunos casos de tentativa relativamente inidónea es muy similar a un juicio
de peligrosidad estadística característico de los delitos de peligro abstracto, puesto que se
castiga no por lo realmente acaecido sino por lo que hubiera podido acaecer en otras
circunstancias (ALCÁCER , 2000, 142; HIRSCH, 2003, 35).

Con todo, entendemos que no es posible prescindir de la distinción entre tentativa


idónea e inidónea, así como de la ulterior distinción entre tentativa absoluta y relativamente
inidónea, como lo demuestra el hecho de que, por discutible que resulte la validez a efectos
dogmáticos de estas categorías, la doctrina y también la jurisprudencia sigue acudiendo a ellas
para identificar grupos de casos y examinar el merecimiento de pena de los mismos. En este
sentido la discusión se centra en los supuestos conocidos como de “tentativa relativamente
inidónea”, en los que se precisa, como requisito mínimo para su punición, “que el autor haya
decidido vulnerar un bien jurídicamente tutelado a través de una acción que no sea
absolutamente ajena a la órbita del tipo”. Este es el criterio jurisprudencial expuesto por el
Tribunal Supremo, entendiendo como supuestos de tentativa punible conforme a su actual
definición típica los casos que podrían definirse como de inidoneidad relativa, aquellos en los
que los medios utilizados, objetivamente valorados ex ante desde una perspectiva general, son
abstracta y racionalmente aptos para ocasionar el resultado típico de lesión o de peligro (SSTS
1000/1999, de 21 de junio y 2122/2002, de 20 de enero, entre otras).

136
3. El desistimiento voluntario de la consumación.
El art. 16.2 CP declara que “quedará exento de responsabilidad penal por el delito
intentado quien evite voluntariamente la consumación del delito, bien desistiendo de la ejecución
ya iniciada, bien impidiendo la producción del resultado, sin perjuicio de la responsabilidad en
que pudieran haber incurrido por los actos ejecutados, si éstos fueren ya constitutivos de otro
delito”.

DISTINCIÓN ENTRE TENTATIVA Y DESISTIMIENTO.

La tentativa debe diferenciarse del desistimiento, supuesto en que el resultado no se


produce justamente porque el sujeto evita voluntariamente la consumación del delito, mientras
que la tentativa se caracteriza porque dicho resultado no se produce por causas independientes
de la voluntad del autor.

El desistimiento es, pues, en rigor, una causa de exclusión de la punibilidad, en concreto,


una excusa absolutoria, bien que también se haya considerado como un “elemento negativo del
tipo de la tentativa” (MIR PUIG, 2011, 365). En cualquier caso, como advierten QUINTERO / MORALES
(2010, 624), “la aplicación de una pena sería contraria a todos los principios político-criminales
que informan el sistema penal (mínima intervención, necesidad, proporcionalidad, etc.)”.

FUNDAMENTO DE LA IMPUNIDAD EN EL DESISTIMIENTO.

Respecto a la discusión en Alemania, menciona ROXIN (2014, §30 / 1 SS.) hasta cinco
teorías:

a) La “teoría de los fines de la pena” entiende que el castigo del desistimiento voluntario
no estaría respaldado por ninguno de ellos al no hallar respaldo ni en necesidades preventivo-
generales, ni preventivo-especiales, como tampoco retributivas o de compensación de la
culpabilidad.

b) Las llamadas “teorías jurídicas” afirman que el desistimiento voluntario elimina el


hecho como tal, lo que constituiría un impedimento obligatorio de la punición.

c) La muy extendida “teoría del puente de plata” (o “teoría político-criminal”) se basa en


la idea de que “ha de ofrecerse al autor un estímulo o incentivo para apartarlo de la consumación
del delito”.

d) La “teoría de la gracia o indulgencia”, en cambio, han preferido explicar el


fundamento del desistimiento como una especie de premio o contrapeso a cambio de su
actuación meritoria

137
e) Por último, “la teoría del cumplimiento”, parte de la idea de que el autor se libra de
la amenaza coercitiva estatal porque salda su culpa al desistir voluntariamente.

MIR PUIG (2011, 365) advierte que en España han predominado las teorías de cuño
político-criminal, bien en la modalidad de la “teoría del puente de plata”, o bien en el sentido
de la desaparición preventiva de necesidad de pena, y ello debido fundamentalmente a que
mientras que en el Código penal español la ausencia de desistimiento voluntario (“por causas
ajenas a la voluntad del autor”) forma parte de la definición legal de la tentativa, en la
correspondiente regulación del Código penal alemán el desistimiento voluntario no hace
desaparecer la tentativa, sino que únicamente deja de ser punible.

ELEMENTOS ESENCIALES Y FORMAS DEL DESISTIMIENTO.

De acuerdo a la regulación del art. 16.2 CP resultan elementos esenciales del


desistimiento los siguientes:

a) La voluntariedad

Para eximir de responsabilidad por el delito intentado el desistimiento debe ser


“voluntario”. Este es precisamente el principal problema interpretativo del desistimiento, el de
su voluntariedad.

En la tentativa acabada es imprescindible una conducta activa para impedir que se lleve
a cabo ese resultado. En la inacabada se produce con la simple “suspensión de la ejecución”.

La exención de pena no abarca la responsabilidad derivada de los actos ya ejecutados


con anterioridad al abandono, constitutivos de delito.

Por ejemplo, en la sentencia 28/2009, de 23 de enero (FD 6º), el Tribunal Supremo no


considera aplicable el art. 16.2 CP en un caso de asesinato en el que la víctima logra zafarse del
agresor, al entender que el desistimiento no es voluntario sino “consecuencia de la firme actitud
defensiva de la esposa, que logrando zafarse del agresor, impide que éste continúe con su
acción”.

Las “teorías psicológicas” (que afirman que el desistimiento es voluntario si el sujeto no


quiere alcanzar la consumación aunque puede, e involuntario cuando no quiere porque en
realidad no puede) no resultan aceptables porque llevarían a estimar como voluntarios casos de
desistimiento en los que aun sería posible la consumación, pero que el sentido común dice que
no pueden ser considerados como tales (como p.e cuando el atracador deja de llevarse el dinero
porque oye la sirena de la policía) (MIR PUIG, 2011, 367). Por ese motivo se han formulado
también “teorías valorativas” que atienden a la existencia de un motivo susceptible de una

138
valoración positiva. Sin embargo, desde la perspectiva de un derecho penal del hecho resulta
rechazable una comprensión ética de los motivos de la voluntariedad, es decir, no se trata de un
arrepentimiento interno, sino más bien de una decisión libre y no motivada por circunstancias
que entorpezcan la consumación (BERDUGO ET AL., 2010, 376).

b) La eficacia (en la tentativa inacabada y en la tentativa acabada)

Además de voluntario, el desistimiento debe ser eficaz, esto es, debe impedir la
producción del resultado.12 A su vez, este elemento permite distinguir dos formas de
desistimiento según el grado de ejecución alcanzado. El desistimiento en la tentativa inacabada
se produce con la simple “suspensión de la ejecución”, esto es, pasivamente, mientras que en la
tentativa acabada es imprescindible un comportamiento activo encaminado a evitar la
producción del resultado (sobre el problema, ALASTUEY, 2011, 13 SS; NÚÑEZ, 2009, 34 SS.). Por
ejemplo, si A decide matar a B mediante tres dosis consecutivas de veneno y solo llega a
suministrarle la primera, basta con que se abstenga de ponerle las dos siguientes en el café
(desistimiento pasivo). Por el contrario, si A instala un dispositivo explosivo en la vivienda de B
para que se active cuando éste llegue a su vivienda y abra la puerta, es necesario que tome la
iniciativa de algún modo y proceda a retirarlo o de cualquier otro modo a impedir que se
produzca el fatal desenlace (desistimiento activo).

En este último caso, como señala el Acuerdo de Pleno no Jurisdiccional de 15.02.2002,


no es imprescindible que todos los actos tendentes a la evitación del resultado deban ser
realizados personalmente por el sujeto activo, sino que sería suficiente con que fueran
promovidos por él (Ej.: caso de quien habiendo envenado a otro, se arrepiente, y le lleva al
hospital, donde los médicos consiguen salvarlo). En concreto este Acuerdo señala lo siguiente:
«La interpretación del artículo 16.2 CP que establece una excusa absolutoria incompleta, ha de
ser sin duda exigente con respecto a la voluntariedad y eficacia de la conducta que detiene el
"iter criminis", pero no se debe perder de vista la razón de política criminal que la inspira, de
forma que no hay inconveniente en admitir la existencia de la excusa absolutoria tanto cuando
sea el propio autor el que directamente impide la consumación del delito, como cuando
desencadena o provoca la actuación de terceros que son los que finalmente lo consiguen».

Como consecuencia de este requisito esencial, si el sujeto (en los supuestos de autoría
individual) lleva a cabo esfuerzos por impedir la aparición del resultado sin éxito, la excusa
absolutoria no despliega sus efectos eximentes, lo que no es óbice para valorarlos positivamente

12
Vid., sin embargo, más abajo lo relativo al desistimiento en supuestos de codelincuencia.

139
aplicando por analogía la atenuante de reparación del daño causado a la víctima (art. 21.5ª CP)
(ALASTUEY, en Romeo et al. (Coord.), 2013, 186).

c) No exención de pena por los actos ya ejecutados constitutivos de otro delito

La exención de pena no abarca la responsabilidad derivada de los actos ejecutados con


anterioridad ya constitutivos de otro delito (Ej.: Si A evita voluntariamente la producción del
resultado muerte de B, no responderá por una tentativa de homicidio, pero sí por un delito de
lesiones si las heridas ya ocasionadas en el momento del abandono fueran constitutivas del
mismo).

DESISTIMIENTO EN SUPUESTOS DE CODELINCUENCIA.

Por su parte, el art. 16.3 CP establece que “cuando en un hecho intervengan varios
sujetos, quedarán exentos de responsabilidad penal quedarán exentos de responsabilidad penal
aquel o aquellos que desistan de la ejecución ya iniciada, e impidan o intenten impedir, seria,
firme y decididamente, la consumación, sin perjuicio de la responsabilidad en que pudieran haber
incurrido por los actos ejecutados, si éstos fueren ya constitutivos de otro delito”.

Con anterioridad al CP de 1995 no se regulaba de manera expresa la aplicabilidad de las


reglas del desistimiento en supuestos de codelincuencia, lo que planteaba el problema de cómo
valorar la conducta de quien desiste e impide o intenta impedir la consumación sin conseguirlo
debido a la oposición de los demás intervinientes en el hecho. Pues bien, a tenor de lo
establecido por el art. 16.3 CP “se podrá conceder la excusa absolutoria –sin perjuicio de las
responsabilidades penales ya contraídas- aun cuando el resultado se haya producido de todos
modos por mor de la voluntad de otros partícipes” (QUINTERO / MORALES, 2010, 627).

Lo cierto es que, a pesar de que la conducta ciertamente adquiere un significado


valorativamente distinto, resulta problemática la diferencia de regulación respecto al
desistimiento voluntario de autor único del art. 16.2 CP, en el que, como hemos visto más arriba,
no basta con un intento serio, firme y decidido, de impedir el resultado, sino que éste debe ser
eficaz. De ahí que se haya sugerido que tal vez hubiera sido mejor dejar mayor margen de
discrecionalidad al Juez para que pudiese valorar en ambos casos la voluntad de neutralizar el
riesgo (BERDUGO ET AL., 2010, 378). Por otro lado, este precepto es aplicable tanto a los coautores
como a los partícipes, mientras que a quienes desisten de un “acto preparatorio” solo se les
puede aplicar por analogía, lo que resulta perfectamente lógico, dado que “si se permite que la
tentativa quede impune en casos de desistimiento, con mayor razón deberían ser impunes los
actos preparatorios en el mismo supuesto” (ALASTUEY, en Romeo et al. (Coord.), 2013, 174; en

140
igual sentido, MIR PUIG, 2011, 369, que lo considera perfectamente aplicable a la conspiración,
proposición y provocación).

4. La consumación del delito.


Como ya se dijo al comienzo de la lección, los tipos penales de la Parte Especial describen
el delito en el estadio de consumación, planteándose a partir de ahí la cuestión del castigo de
fases anteriores de realización del delito.

La consumación jurídico-penal del delito es un concepto de naturaleza formal, que


consiste en la realización de todos los elementos comprendidos en el tipo legal del mismo, sin
que sea relevante aquí que el autor haya conseguido su propósito. Materialmente la
consumación tiene como consecuencia la lesión o puesta en peligro del bien jurídico, sin que
ello, como es lógico, prejuzgue en modo alguno que se hayan cumplido o no los elementos, que
como la antijuridicidad o la culpabilidad, componen jurídicamente el delito (QUINTERO / MORALES
, 2010, 632).

Por otro lado, no puede fijarse una regla única para la consumación, pues ésta depende
de cada tipo penal, de modo que p.e en los delitos instantáneos se alcanza en cuanto el acto da
lugar al resultado previsto, en los delitos permanentes se prolonga en el tiempo mientras dure
la situación de ofensa al bien jurídico, en los delitos de hábito dependerá de la concreta
valoración jurídica que lleve a cabo el juez sobre la correspondiente reiteración de acciones, y
en los delitos continuados, las consumaciones parciales se subsumen en una consumación final
que tiene lugar cuando el autor realiza el último de los delitos del conjunto (QUINTERO / MORALES,
2010, 633).

Finalmente la doctrina distingue entre consumación jurídico-penal del delito y


consumación material o agotamiento, entendiendo por ésta última la efectiva consecución de
todos los fines perseguidos por el autor del delito, como sucedería por ejemplo en el hurto en
el caso de que el autor llegara a alcanzar efectivamente el “lucro” perseguido, cosa que carece
de relevancia alguna para determinar su consumación en sentido jurídico-penal.

141
LECCIÓN 10. TIPOS DE AUTORÍA Y TIPOS DE
PARTICIPACIÓN.

1. Evolución del concepto de autor: la teoría del dominio del


hecho.

Un delito puede ser cometido por una sola persona (Juan mata a Pedro) o por
varias personas (Juan, Carlos y Luis matan a Pedro). El segundo supuesto nos lleva a
diferenciar la distinta responsabilidad penal de cada uno de los intervinientes conforme
a las aportaciones que haya realizado.
En términos generales, autor de un delito o falta es quien realiza la acción típica
mediante actos ejecutivos y partícipe es quien contribuye a que el autor realice la acción
típica. Sin embargo, ni el concepto de autor ni el de partícipe es pacífico en la doctrina
manejándose básicamente tres conceptos: el concepto unitario, el concepto extensivo
y el concepto restrictivo de autor.

El concepto unitario de autor renuncia a la distinción entre autor y partícipe. En


su versión más clásica trasladó a la participación la teoría de la equivalencia de
condiciones: todo el que interviene en un delito es autor del mismo porque aporta una
contribución causal al mismo. Conforme a la teoría unitaria de autor, tanto la autoría
como la participación son formas autónomas de responsabilidad. Cada sujeto que
interviene en un hecho es condición o causa del mismo.

El concepto extensivo de autor, que se suele identificar con teorías subjetivas,


parte de la misma premisa que el concepto unitario, esto es, todo interviniente es autor.
Pero, como esta tajante afirmación tropezaba con lo dispuesto en numerosos Códigos
penales, incluido el Código penal español, que contienen preceptos específicos
dedicados a las formas de participación diferentes de la autoría, pronto surgió la
necesidad de distinguir entre autoría y participación. La diferenciación entre ambas se
fijó en el plano subjetivo de manera que el autor es quien actúa con voluntad de autor

142
–animus auctoris- y el partícipe es quien obra con voluntad de partícipe –animus socii-.
Es lo que se conoce como teoría subjetiva de la participación.

En relación con las teorías subjetivas y el concepto extensivo de autor hay que
mencionar la llamada teoría o doctrina del acuerdo previo, mantenida durante largo
tiempo por nuestro Tribunal Supremo y según la cual todos los que intervienen en un
hecho delictivo existiendo un previo concierto entre ellos, expreso o tácito, incluso
simultáneo o coetáneo, son autores del mismo, con independencia de cuál sea su
aportación material al mismo. A esta doctrina se le ha criticado principalmente el no
diferenciar si el sujeto ha realizado actos preparatorios o ejecutivos y se le ha tachado
de ilegal e inconstitucional pues para ser autor no basta el acuerdo, sino que se requiere
la realización del delito. Por ello, la jurisprudencia actual ha roto con la idea de que la
existencia de un acuerdo previo convierte a los diversos partícipes en coautores, pues si
así fuera conllevaría a un criterio extensivo de autor y calificaría como tal a toda forma
de participación concertada, sin tener en cuenta el aporte objetivamente realizado al
delito. Por este motivo, la jurisprudencia se ha acercado cada vez más a un concepto de
autoría basado en la noción del dominio del hecho (STS número 338/2010, de 16 de
abril).

Por último, el concepto restrictivo de autor que sí distingue entre autor y


partícipe. Desde este concepto restrictivo se han propuesto dos tipos de criterios para
distinguir al autor del partícipe. El primero es el criterio objetivo-formal para el que autor
es solo quien realiza el tipo, quien realiza la acción descrita en el tipo penal
correspondiente, mientras que partícipe es quien realiza alguna aportación en el hecho
que no puede subsumirse en el tipo. Conforme a este criterio es autor de un homicidio
quien asesta la puñalada a la víctima. Sin embargo, este criterio objetivo-formal no
permite solucionar, por ejemplo, los casos de autoría mediata puesto que el autor
mediato no realiza materialmente los elementos del delito y, no obstante, es autor.
Tampoco sirve para resolver los casos de autoría en los que uno de los sujetos no realiza
actos ejecutivos de la acción descrita en el tipo.

El segundo es el criterio material. Entre las teorías que utilizan criterios


materiales destaca la teoría del dominio del hecho, teoría dominante en la actualidad
en Alemania y que cada día gana más adeptos en España. Como teoría restrictiva

143
también distingue entre autor y partícipe constituyendo el criterio diferenciador el
dominio del hecho. Autor es el sujeto que tiene el dominio del hecho, es decir, el sujeto
que decide los aspectos esenciales de la ejecución del hecho, quien decide o tiene en
sus manos el sí y el cómo del acontecer típico.

La primera formulación de la teoría del dominio del hecho se debe a WELZEL,


para quien el dominio final sobre el hecho es la característica general de la autoría. Señor
del hecho –en palabras de WELZEL- es aquel que lo realiza en forma final, en razón de
su decisión volitiva. La conformación del hecho mediante la voluntad de realización que
dirige en forma planificada es lo que transforma al autor en señor del hecho. Por esta
razón, la voluntad final de realización es el momento general del dominio sobre el hecho.

Sin embargo, ha sido ROXIN el autor que ha pulido y más arduamente defendido
el concepto de domino del hecho desde la primera edición de su obra Täterschaft und
Tatherrschaft publicada en 1963. En la misma analiza partiendo de la teoría objetivo-
formal, todas y cada una de las distintas teorías que han intentado explicar la distinción
entre autoría y participación, deteniéndose especialmente en la teoría del dominio del
hecho, donde desarrolla su concepción ampliamente. Para ROXIN, la distinción entre
autoría y participación debe formularse siguiendo el concepto del dominio del hecho al
que define como la figura central o principio rector del proceso típico del que se han de
ir desarrollando determinaciones concretas con ayuda del conjunto del Ordenamiento
Jurídico. Añade ROXIN que no es un principio universal que pueda aplicarse por igual a
todo tipo de delito, sino que, respecto de determinados delitos, concretamente los
consistentes en la infracción de un deber, la autoría deberá determinarse conforme a
otros criterios. Y ello porque a esta teoría se le ha criticado que solo resulta aplicable a
los delitos dolosos puesto que los delitos imprudentes se caracterizan porque el sujeto
no domina finalmente la acción. Objeción que se puede salvar si en estos delitos el
dominio del hecho se completa con el criterio de la infracción de un deber extrapenal.

ROXIN define el dominio del hecho como estructuración del transcurso del
suceso, dirigida al resultado, decisiva para su producción. De este modo destaca el
aspecto positivo de la contribución al injusto que, en la autoría inmediata, tiene lugar
mediante el dominio de la acción (Handlungsherrschaft), en la mediata, mediante el

144
dominio de la voluntad (Willensherrschaft), y, en la coautoría, mediante el dominio
funcional del hecho (funktionales Tatherrschaft).

El dominio del hecho puede tenerse, por tanto, conforme a tres criterios:
dominio de la acción, dominio de la voluntad y dominio funcional. Conforme al primero,
ostenta el dominio quien domina el curso de los acontecimientos (autoría directa), en el
delito de homicidio tiene el dominio de la acción quien realiza la acción de matar.
Conforme al segundo, el dominio lo posee quien domina la voluntad de otro, que es
utilizado como instrumento en la ejecución del delito (autoría mediata) y, finalmente,
dominio funcional que lo posee quien domina determinadas parcelas de la realización
del delito que son esenciales al mismo, es el llamado codominio o dominio conjunto del
hecho por varios personas (coautoría).

Por lo que respecta al Código penal español, éste tras disponer en su artículo 27
que: son responsables criminalmente de los delitos los autores y los cómplices, establece
en el artículo 28:

Son autores quienes realizan el hecho por sí solos, conjuntamente o por medio de
otro del que se sirven como instrumento.
También serán considerados autores:
a) Los que inducen directamente a otro u otros a ejecutarlo.
b) Los que cooperan a su ejecución con un acto sin el cual no se habría
efectuado.

El artículo 28 CP extiende el concepto de autor a casos que no suponen la


realización del hecho, sino formas de participación en el hecho realizado por otro. Se
puede decir que el Código penal emplea en dos sentidos el término autor:

1. En un sentido estricto, esto es, autor es quien realiza el hecho como propio, el
que dispara a matar, el que sustrae una cosa mueble ajena.

2. En un sentido amplio, incluye a partícipes especialmente importantes en el


hecho de otro: el inductor y el cooperador necesario.

145
El artículo 28 CP distingue entre quienes son autores y quienes también son
considerados autores. Son autores: el autor directo, el autor mediato y el coautor,
mientras que son considerados como tales, sin serlo: el inductor y el cooperador
necesario. Esta equiparación tiene como principal consecuencia el que todos: autor
directo, autor mediato, coautor, inductor y cooperador necesario, serán castigados con
la misma pena.

2. Autoría directa.
Autor directo según el Código penal es quien realiza la acción típica por sí solo,
quien conjuga como sujeto el verbo nuclear de la acción, es quien dispara sobre otro
causándole la muerte, quien se apodera de cosa mueble ajena, es, en definitiva, el
ejecutor material. En palabras de WELZEL autor es el “quien” anónimo de los tipos
legales: el que matare a otro, el que tomare cosa mueble ajena, etc.

El autor directo es quien realiza la conducta típica mediante actos ejecutivos


típicos. Característica principal del autor directo es tener el dominio del hecho porque
dirige su acción hacia la realización del tipo penal.

La autoría inmediata o directa es la que menos plantea problemas ya que un solo


sujeto comete la acción descrita en el tipo. Su regulación se encuentra en el artículo 28,
párrafo primero, primer inciso: Son autores quienes realizan el hecho por sí solos.

3. Autoría mediata.
Es autor mediato quien realiza el hecho por medio de otro del que se sirve como
instrumento. Se considera autor mediato a todo el que ejecuta un delito,
instrumentalizando o sirviéndose de otra persona que, desconociendo su intervención
en el hecho punible, ejecuta todos o alguno de los actos materiales que dan lugar al
delito. Un huésped de un hotel pide al botones que le introduzca en el maletero de su
coche una maleta, que no le pertenece, situada en el hall del hotel. El huésped no toma
la cosa mueble ajena, la maleta, como requiere el hurto lo que no impide que realice
instrumentalmente este delito y sea por tanto, el autor del mismo. El autor mediato, el

146
huésped del hotel, responde como si hubiera ejecutado por sí mismo la acción que
realiza el autor inmediato, el botones: tomar cosa mueble ajena.

El autor mediato es una modalidad de autor conocida en la doctrina como "el


hombre de atrás" o "autor tras el autor". El autor mediato es quien tiene el dominio del
hecho porque es quien decide el sí y el cómo se realiza el delito, mientras que
normalmente el sujeto que realiza el delito no lleva a cabo una acción típica porque no
es una acción voluntaria. La teoría del dominio del hecho basa la autoría mediata en el
dominio de la voluntad.

El autor mediato realiza la descripción típica, siquiera sea a través de otro, por lo
que su inclusión en el ámbito de la autoría se desprende directamente del tipo
correspondiente del Libro II del Código penal.

La autoría mediata, en cuanto autoría que es, supone en el sujeto las condiciones
requeridas por el tipo para ser autor. En la autoría mediata el papel fundamental que
permite imputar el hecho a alguien como autor deja de tenerlo el realizador material
para pasar a la “persona de atrás”, lo cual podrá suceder por dos tipos de razones: uno,
porque el realizador material actúe sin libertad o sin conocimiento de la situación,
habiendo sido provocado o aprovechado por la persona de atrás, coaccionando o
engañando al instrumento o utilizándole contando con su falta de libertad o ignorancia
de la situación. Valga como ejemplo el siguiente: Juan vierte veneno en la taza de café
que Enrique, desconocedor de ello, debe servir a Luis. Juan utiliza a Enrique como
instrumento inconsciente; o dos, porque la actuación del realizador material no pueda
realizar el tipo penal pero sí permitir que con ella la persona de atrás lesione el bien
jurídico protegido.

El artículo 28 CP prevé la autoría mediata al decir que son autores quienes


realizan el hecho…. por medio de otro del que se sirven como instrumento.

Para que pueda afirmarse que nos encontramos ante un caso de autoría mediata
es necesario que la acción ejecutada por el instrumento aparezca como obra del
“hombre de atrás”. El hombre de atrás, el autor mediato, ha de reunir las características
especiales de la autoría: elementos objetivos del dominio, y elementos subjetivos de
cualificación típica.

147
En términos generales cabe afirmar que la autoría mediata no es posible cuando
el instrumento actúa de forma plenamente responsable. En tales casos, el ejecutor
deberá responder de su acción y no podrá hablarse de autoría mediata dado que no nos
encontraremos ante un supuesto de dominio de la voluntad. En tales supuestos, el
“instrumento” será autor del hecho, mientras que el hombre de atrás será un partícipe.

Las hipótesis o grupos de casos de autoría mediata que se pueden presentar son:

1. Instrumento no doloso. En este caso el autor mediato provoca o aprovecha el


error de tipo invencible del instrumento. El empleado de correos entrega un paquete
bomba desconociendo su contenido; la enfermera inyecta un fármaco letal sin saberlo
por orden del médico; o los hechos probados en la STS número 1111/2010 de 17
diciembre, sobre la venta de un vehículo a sabiendas de que no se iba a realizar la
entrega, donde aprecia autoría mediata a través de empleados de buena fe. La defensa
argumentó que el recurrente no participó en la operación de venta y que, por esta razón,
no podía ser autor de la acción típica. Sin embargo, como dice el Tribunal Supremo “el
delito de estafa admite la forma de la autoría mediata, en particular cuando el que obra
directamente lo hace sin dolo por ignorancia de los hechos constitutivos del tipo penal”.
En este asunto, el engaño fue realizado "por medio de otro" en los términos del artículo
28, en concreto, por medio de sus empleados que, no teniendo conocimiento de tal
situación, obraron sin dolo y ello los convirtió en instrumentos de los que se valió el
acusado, lo que justifica la condena como autor mediato de la estafa.

O el supuesto contemplado en la STS número 899/2003 de 20 junio, donde se


condena al responsable de un complejo hotelero que ordena a sus empleados que
fuercen los cajones de juegos y máquinas recreativas que se hallaban en su local,
haciendo suyo el dinero que había en ellos, perteneciendo el 50% de la recaudación de
las máquinas a las empresas propietarias de las mismas. Para el Tribunal Supremo “no
había nadie más que tuviera una clara conciencia de lo que hacía”. Si la persona o
personas que materialmente forzaron los cajones del dinero y sus cerraduras hubieran
tenido conocimiento de la ilicitud de su comportamiento, nos hallaríamos, no ante una
autoría mediata, sino ante una coautoría. También se refiere a la autoría mediata la SAP
de Teruel número 32/2006, de 27 de octubre, que condena a un propietario de ganado
como autor mediato de un delito de hurto. Según los hechos probados los pastores que

148
tenía contratados el propietario del ganado introdujeron el ganado ovino a pastar en
fincas ajenas y sin tener autorización del titular legítimo de las mismas. Ciertamente, el
propietario del ganado no introduce personalmente el ganado en las fincas ajenas pero
sí lo hacen las personas por él contratadas que obedecían sus indicaciones.

2. Instrumento que obra sin plena libertad o por coacción. En este caso el autor
inmediato, el instrumento, actúa con capacidad de voluntad aunque viciada por lo que
no es responsable al existir una causa de justificación, ya sea el estado de necesidad ya
sea el miedo insuperable. Se trataría del ejemplo citado por la doctrina: A apunta a C,
hijo del cerrajero B y requiere a este último para que fuerce una cerradura
amenazándole con disparar sobre el niño si B no lo hace.

3. Instrumento sin culpabilidad. El autor mediato usa a un inimputable para la


realización del hecho. El instrumento es inimputable, ya sea por ser menor, ya sea por
padecer una anomalía o alteración psíquica, etc. A este grupo de casos se refiere el
Tribunal Supremo en su sentencia número 311/2009 de 27 febrero, donde se utiliza a
menores para la comisión del delito.

4. Instrumento en aparato organizado de poder que englobaría, entre otros, a


las organizaciones mafiosas o terroristas. Esta categoría fue ideada por ROXIN pensando
en los crímenes nazis de la Segunda Guerra Mundial. Según el autor alemán, en esta
delincuencia de Estado es autor no sólo el que lleva a cabo la conducta típica, sino
también los superiores jerárquicos hasta llegar al superior máximo en la escala de
mando.

En este grupo de casos es la estructura jerárquica la que determina la


superioridad pero el autor inmediato es responsable porque tiene en sus manos
abandonar la organización o incumplir la orden. Por tanto, no cabe la autoría mediata
porque hay un reparto de papeles entre los autores directos.

Hay supuestos polémicos donde en principio no cabe la autoría mediata. Se trata,


además de cuando el instrumento actúa de forma dolosa y siendo plenamente
responsable, de los delitos especiales, de los delitos imprudentes o de los delitos de
propia mano porque en ellos solo puede ser autor el sujeto que realiza directamente la
conducta típica.

149
4. Coautoría.
La coautoría supone la intervención conjunta de varias personas en la realización
de los hechos descritos en el tipo. El artículo 28 CP vigente permite disponer ya de una
definición legal de la coautoría que, por otra parte, era de uso común en la
jurisprudencia y en la doctrina antes de que la misma fuese promulgada: son coautores
quienes realizan conjuntamente el hecho delictivo. La nueva definición de la coautoría
acogida en el artículo 28 como realización conjunta del hecho implica que cada uno de
los concertados para ejecutar el delito colabora con alguna aportación objetiva y causal,
eficazmente dirigida a la consecución del fin conjunto, es decir, al hecho delictivo.

No es, por ello, necesario que cada coautor ejecute, por sí mismo, los actos
materiales integradores del núcleo del tipo, pues a la realización del delito se llega
conjuntamente por la agregación de las diversas aportaciones de los coautores,
integradas en el plan común, siempre que se trate de aportaciones causales decisivas. Y
es que la coautoría no es una suma de autorías individuales, sino una forma de
responsabilidad por la totalidad del hecho. No puede, pues, ser autor sólo el que ejecuta
la acción típica, esto es, el que realiza la acción expresada por el hecho rector del tipo
sino también todos los que la dominan en forma conjunta, dominio funcional del hecho.

La coautoría exige, como elemento objetivo, una aportación objetiva y causal de


cada coautor orientada a la consecución del fin conjuntamente pretendido. La
realización conjunta no supone que todos y cada uno de los elementos del tipo sean
ejecutados por los coautores, lo que es necesario para que se hable de realización
conjunta de un hecho y para que el mismo sea atribuido, como a sus coautores, a
quienes intervienen en él, es que todos aporten durante la fase de ejecución un
elemento esencial para la realización del propósito común. A la misma consecuencia
práctica lleva la utilización del instrumento teórico del dominio del hecho acogido por el
Tribunal Supremo en numerosas y recientes sentencias. Según esta teoría, son
coautores los que realizan una parte necesaria en la ejecución del plan global aunque
sus respectivas contribuciones no reproduzcan el acto estrictamente típico, siempre
que, aún no reproduciéndolo, tengan el dominio funcional del hecho, de suerte que sea

150
éste, en un sentido muy preciso y literal, un hecho de todos que a todos pertenezca. La
STS número 1138/2005, de 11 de octubre, recuerda que lo importante es que cada
individuo aporte una contribución objetiva y causal para la producción del hecho típico
querido por todos. Lo único verdaderamente decisivo, en suma, es que la acción de
coautor signifique un aporte causal a la realización del hecho propuesto. Como insiste
la STS número 1242/2009, de 9 de diciembre: “No es necesario que cada coautor
ejecute, por sí mismo, los actos que integran el elemento central del tipo, pues cabe una
división del trabajo, sobre todo en acciones de cierta complejidad, pero sí lo es que su
aportación lo sitúe en posición de disponer del codominio funcional del hecho”. De esta
forma todos los coautores, como consecuencia de su aportación, dominan
conjuntamente la totalidad del hecho delictivo, aunque no todos ejecuten la acción
contemplada en el verbo nuclear del tipo. La consecuencia es que entre todos los
coautores rige el principio de imputación recíproca que permite considerar a todos ellos
autores de la totalidad con independencia de su concreta aportación al hecho.

Como elemento subjetivo, la coautoría exige el acuerdo ejecutivo común. Por lo


que se refiere al acuerdo previo o decisión conjunta, elemento o soporte subjetivo de la
coautoría en que se funda el principio de imputación recíproca de las distintas
contribuciones al resultado y en cuya virtud se entiende que todos aceptan
implícitamente lo que cada uno vaya a hacer, tanto la doctrina como la jurisprudencia
han estimado suficiente que el acuerdo surja durante la ejecución cuando se trata de
hechos en los que la ideación criminal es prácticamente simultánea a la acción o, en
todo caso, muy brevemente anterior a ésta, -coautoría adhesiva o sucesiva-, y que el
mismo sea tácito y no producto explícito de una deliberación en que se hayan
distribuidos los papeles a desempeñar.

El acuerdo, en definitiva, se identifica con la mera coincidencia de voluntades de


los partícipes, esto es, con lo que se ha llamado el dolo compartido.

En casos de agresiones llevadas a cabo conjuntamente por varias personas no es


necesario que todos y cada uno ejecuten concretamente todos los actos del tipo
objetivo, bastando con que realicen una aportación causal decisiva en el conjunto de la
acción. En el caso de la coautoría que se produce por la agresión de un grupo contra una
persona con la finalidad de ocasionarle un daño corporal de alcance y gravedad no

151
precisados de antemano, las lesiones que resulten son imputables a todos los agresores
de acuerdo con el principio de "imputación recíproca", en cuya virtud se entiende que
todos aceptan implícitamente lo que cada uno haga contra la integridad física del
agredido.

Se admite como supuesto de coautoría la denominada participación adhesiva o


sucesiva. Para ello se requiere que, una vez que el autor haya dado comienzo a la
ejecución, posteriormente otro u otros ensamblen su actividad a la del primero para
lograr la consumación del delito cuya ejecución había sido iniciada por aquél. Los que
intervengan con posterioridad han de ratificar lo ya realizado por quien comenzó la
ejecución del delito aprovechándose de la situación previamente creada por él, no
bastando el simple conocimiento. Es preciso que cuando intervengan los que no hayan
concurrido a los actos de iniciación, no se hubiese producido la consumación, puesto
que, en este caso, no puede decirse que hayan tomado parte en la ejecución del hecho.

También se admite la denominada coautoría aditiva, esto es, los casos de


agresión en grupo donde varios sujetos con la voluntad compartida realizan al mismo
tiempo la acción, desconociéndose cuál de las aportaciones ha producido el resultado.
Para el Tribunal Supremo estos supuestos de coautoría aditiva se solucionan como casos
de coautoría.

Cuando se trata de coautoría material por varios sujetos, bastará que la acción
de alguno de ellos alcance la consumación de la conducta típica, para que todos,
cualquiera que sea la forma en que exteriorizaron su coautoría, respondan del delito
consumado (STS número 672/2010, de 5 de julio).

En el caso de que alguno de los coautores realice algún acto no pactado que
suponga un aumento de la responsabilidad, tal exceso solo podrá ser imputado al sujeto
que incurra en el mismo. En este sentido la STS número 1518/2000, de 2 de octubre,
declaró haber lugar al recurso interpuesto por la acusada que había sido condenada por
la Audiencia Provincial de Málaga en sentencia de 28 de septiembre de 1988, por un
delito de robo con violencia y dictó segunda sentencia condenándola como autora de
un delito de hurto al considerar que “no resulta de los hechos que se declaran probados
que hubiese participado en la agresión que la otra acusada infligió a una de las víctimas
para evitar ser retenida y como reacción evidentemente personal sin que pueda

152
comunicarse esa violencia a la otra acusada, ahora recurrente, en cuanto de los hechos
que se declaran probados no puede inferirse que pudiera preverse tal reacción cuando
se concertaron y actuaron para sustraer el dinero que pudieran portar los dos súbditos
extranjeros a los que abordaron”.

En el caso de los delitos especiales no se admite la coautoría de manera que el


interviniente extraneus no podrá ser considerado coautor sino solo partícipe.

5. La participación: inducción, cooperación necesaria,


complicidad.
El Código penal español acoge el sistema o la teoría diferenciada de autor en su
artículo 27 de manera que el participe es accesorio en su contribución al autor principal.
A partir de ese razonamiento, los criterios para diferenciar la autoría y la participación
dependen de si se sigue un concepto extensivo o restrictivo de autor. El concepto
extensivo parte de que todos los que intervienen en un delito deben ser considerados
autores. Desde este concepto se defiende que es autor quien actúa con ánimo de autor
y participe quien actúa con ánimo de tal. Para el concepto restrictivo de autor, por el
contrario, no toda contribución causal al delito puede considerarse como autoría y
maneja dos criterios, el objetivo formal, para el que es autor el que ejecuta la conducta
típica prevista en el tipo correspondiente, el que dispara el arma, el que sustrae los
objetos y, el objetivo material que se basa en la teoría del dominio del hecho.

La concepción causal del delito conduce a un concepto extensivo de autor,


porque, de acuerdo con sus postulados, la comisión de cualquier acto que constituya
una conditio sine qua non es una realización del tipo. No es posible desde esta
concepción distinguir entonces diversas categorías a los efectos de moderar la pena para
algunos intervinientes.

La concepción finalista del delito, en cambio, opera con la idea del dominio final
del acto: es autor aquel que por la dirección final y consciente del suceder causal hacia
el resultado típico es señor de la realización del tipo (WELZEL).

153
Según la teoría del dominio del hecho es autor el que tiene el dominio del hecho,
esto es, quien decide si el delito se ejecuta o no, la forma en la que se va a llevar a cabo,
etc., en definitiva quien decide el sí y el cuándo.

En los casos de intervención de varias personas en la comisión de un delito habrá


que determinar la contribución de cada uno de ellos al hecho delictivo pues no todos
llevan a cabo necesariamente los mismos actos, ni despliegan la misma actividad y, por
ello, la importancia de su conducta no es la misma.

El protagonista principal es el autor en sentido material, la persona que ejecuta


total o parcialmente el hecho típico, pero junto a él también aparecen, en ocasiones,
otros protagonistas secundarios, los partícipes que llevan a cabo una aportación auxiliar,
accesoria o secundaria.

Los partícipes son las personas que no realizan directamente el hecho, esto es,
no ejecutan o realizan actos consumativos del mismo, sino que contribuyen, colaboran
o ayudan a que el autor o autores lo realicen.

El artículo 28 CP lo que exige es que los intervinientes, ya sean los "considerados"


autores, como inductores o cooperadores necesarios, ya sean los cómplices, participen
en la ejecución de un hecho ajeno, el que realiza el autor principal.

El artículo 28 concibe la participación conforme a dos presupuestos o principios:


el principio de la unidad del título de imputación y el principio de la accesoriedad.
Conforme al primer principio, se mantiene, pese a la pluralidad de personas que
intervienen en el delito, la unidad de éste, esto es, los partícipes responderán por el
mismo título de imputación que el autor

Según el segundo principio, el de accesoriedad, el partícipe no puede ser


castigado de forma autónoma, sino solo si existe un hecho antijurídico por parte del
autor. No obstante, se han defendido tres teorías respecto al grado de accesoriedad del
partícipe: la teoría de la accesoriedad máxima, según la cual el partícipe solo responderá
cuando el hecho principal en el que intervenga sea típico, antijurídico y culpable.
Conforme a la teoría de la accesoriedad mínima, el participe responderá siempre que el
hecho principal sea típico, con independencia de si concurre o no una causa de
justificación o una causa de exclusión de la culpabilidad. Finalmente, según la teoría de

154
la accesoriedad limitada, la responsabilidad del partícipe exige que el hecho principal
cometido por el autor sea típico y antijurídico, pero no que sea además culpable.

El Código penal requiere, para poder castigar a los partícipes, que el autor
principal haya realizado una conducta típicamente antijurídica, es decir, que opta por el
principio o teoría de la accesoriedad limitada. Basta, por tanto, la comisión de un hecho
antijurídico, aunque su autor no sea culpable.

Cuestión distinta es la admisibilidad de la participación cuando el acto ilícito del


autor no reúne todas las exigencias típicas (Sobre esto, vid. el apartado “participación
en delitos especiales”).

Como la participación requiere, como elemento subjetivo, que la voluntad del


partícipe se dirija a contribuir a la realización del hecho principal, ello lleva a afirmar que
la participación sólo es punible en su forma dolosa y, en consecuencia, que no es posible
el castigo de la participación imprudente en un delito doloso lo que no excluye la
posibilidad de que una participación imprudente en un hecho delictivo, doloso o
imprudente, ajeno no pueda ser a su vez constitutiva de autoría de un delito imprudente
si el resultado final del hecho es relacionable con la infracción de la norma de cuidado
que hubiera infringido. La razón se halla en que el partícipe o tiene voluntad de colaborar
y propiciar la lesión de un bien jurídico o no actuará en el sentido de la norma
incriminadora de la participación, por lo que no será posible formularle la imputación
de su actuación, imputación que solo es viable si el partícipe ha conocido el tipo que se
propone realizar el autor y él, a su vez, tiene la voluntad subjetiva de auxiliarle.

LA INDUCCIÓN.

El artículo 28, inciso 2.º letra a) CP castiga a los que inducen directamente a otro
u otros a ejecutarlo. La inducción existe cuando se hace surgir en otro, mediante medios
de influjo psíquico, la resolución de cometer un delito. El inductor, por tanto, es la
persona que provoca que otra adopte una resolución de voluntad para llevar a cabo una
acción típica, antijurídica, que no tenía previsto realizar si no es por la intervención del
inductor, que a través de mecanismos psíquicos que inciden sobre el proceso de
convicción personal del inducido le determinan a obrar. Ejemplos: un empresario

155
contrata a dos profesionales por 3.000 euros para que le den una paliza a un competidor
o una mujer casada que, al igual que en el film el cartero siempre llama dos veces,
convence al amante para que de muerte al marido.

La inducción se realiza cuando alguien mediante un influjo meramente psíquico,


pero eficaz y directo, se convierte en la causa de que otro u otros resuelvan cometer un
delito y efectivamente lo cometen, lo que quiere decir:

a) Que la influencia del inductor ha de incidir sobre alguien que (previamente)


no estaba decidido a cometer la infracción.

b) Que la inducción ha de ser intensa y adecuada de forma que motive


suficientemente al inducido a la perpetración del hecho deseado.

c) Que la inducción ha de ser directa, es decir, se determine a un ejecutor


determinado y a la comisión de un delito concreto, bastando con precisar los términos
generales, sin que sea necesario que lo estén los accidentes del mismo.

d) Que el inductor haya actuado con la doble intención de provocar la decisión


criminal y de que el crimen efectivamente se ejecute.

La jurisprudencia del Tribunal Supremo define la inducción como una autoría


material en el ejecutor y otra autoría intelectual por parte del instigador, dolosa
inducción en cuanto directa (a un determinado hecho) y dirigida a otro (determinada
persona). El inducido no ha de haber resuelto la ejecución del hecho delictual, sino que
ello ha de ser consecuencia de la excitación influenciante del inductor, sin que ello
signifique que previamente aquél haya de ser indiferente al hecho, o que no pueda
apreciarse algún otro factor confluyente o adherido, siempre de estimación secundaria,
en la determinación delictiva del agente. La inducción implica que la persona influida o
instigada, además de adoptar la resolución ejecutiva del hecho antijurídico, entre en la
fase realizadora del mismo, cualquiera que sea el grado alcanzado en ella.

La inducción es punible tanto si el autor realiza el tipo de autoría de forma


consumada como si lo hace de forma intentada. En los casos en los que el inducido no
ha dado inicio a la ejecución del delito, la conducta de inducción debe ser castigada
como proposición para delinquir.

156
Además, la inducción, como cualquier otra forma de participación, está regida
por el principio que la doctrina y la práctica judicial denominan de «accesoriedad media
o limitada» conforme al cual es suficiente, para que el tipo de inducción quede
integrado, que el hecho principal sea típicamente antijurídico aunque su autor no sea
culpable por falta de dolo o concurra en él una causa de impunidad como el error de
prohibición. La acción del partícipe es punible porque contribuye decisivamente a la
producción de un injusto típico y su culpabilidad completa los elementos constitutivos
del delito que eventualmente faltaren, por ejemplo, el dolo del autor material o la
punibilidad si ésta quedare excluida por el error en que el mismo se encontrare.

Si el inducido realiza un hecho más grave que el propuesto por el inductor surge
de inmediato el problema del exceso en la inducción, que la jurisprudencia resuelve
distinguiendo, como hicieron los prácticos, entre un exceso en los fines o cualitativo (por
ejemplo, se induce a lesionar y se viola), en cuyo caso el delito más grave y distinto no
es imputable al instigador, y un exceso en los medios o cuantitativo, que salvo que
cambie la naturaleza del delito propuesto, en que tendrá el mismo efecto del caso
anterior, podrá generar en el inductor responsabilidad a título de dolo eventual o
imprudencia en cuanto al exceso.

En cuanto a la admisibilidad o no de la inducción a la inducción o inducción en


cadena, la jurisprudencia mayoritariamente entiende que no es constitutiva de
inducción, debiendo ser castigada, en su caso, como cooperación necesaria al no ser
posible considerar autor por inducción al partícipe que no influye de manera directa en
la ejecución del hecho (STS número 421/2003, de 10 de abril). No obstante, hay un
sector jurisprudencial que ha admitido su posibilidad como es el caso de la STS número
3243/2007, de 27 de abril, donde el Tribunal Supremo consideró inductora a un delito
de lesiones a quien convenció a su hermano para que agrediera a la pareja de aquélla.
El hermano, a su vez, contactó con un tercero, que fue quien finalmente ejecutó los
hechos. Según la sentencia: “no es impedimento para afirmar la inducción el que hubiera
mediado intermediario, ya que puede existir una forma de inducción que se valga de
una persona para crear en otro la resolución criminal, sin que a ello obste el que el art.
28.a) exija que la inducción sea directa, ya que con ello lo que quiere el legislador es que

157
se concrete en una determinada persona (autor) y en un determinado delito, sin que se
impida una posible inducción en cadena”.

LA COOPERACIÓN NECESARIA.

El artículo 28 inciso 2. º letra b) CP sanciona a los que cooperan a la ejecución de


un hecho con un acto sin el cual no se habría ejecutado. La cooperación necesaria
supone la contribución al hecho criminal con actos sin los cuales éste no hubiera podido
realizarse, diferenciándose de la autoría material y directa en que el cooperador no
ejecuta el hecho típico, desarrollando únicamente una actividad adyacente, colateral y
distinta pero íntimamente relacionada con la del autor material, de tal manera que esa
actividad resulta imprescindible para la consumación de los comunes propósitos
criminales asumidos por unos y otros en el contexto del concierto previo.

La cooperación necesaria en sentido estricto se refiere a quienes ponen una


condición necesaria, pero no tienen el dominio del hecho, pues no toman parte en la
ejecución del mismo, sino que realizado su aporte, dejan la ejecución en manos de otros
que ostentan el dominio del mismo. En otras palabras el cooperador necesario realiza
su aportación al hecho sin tomar parte en la ejecución del mismo.

La distinción entre la coautoría y la cooperación necesaria estriba en que el


cooperador necesario realiza su aportación sin tomar parte directa en la ejecución del
hecho (STS número 513/2010, de 2 de junio). Por su parte, la distinción entre la
cooperación necesaria y la complicidad ha sido examinada por la jurisprudencia con
sumo cuidado ya que de ella depende que la pena del partícipe sea la misma que la del
autor. La jurisprudencia sostiene que la diferencia entre la complicidad y la cooperación
necesaria radica en la consideración de la actividad del cómplice como secundaria,
accesoria o auxiliar de la acción del autor principal, frente a la condición de necesaria a
la producción del resultado de la conducta del cooperador necesario. Y esa relevancia y
necesidad pueden afirmarse en quien entrega una arma potencialmente homicida (por
ejemplo, un cuchillo), cuando ya se ha iniciado un enfrentamiento con acometimientos
físicos con otras personas, con alta y evidente probabilidad que se use el mismo para
agredir a cualquiera de los oponentes, como por desgracia sucedió, sin que el resultado

158
hubiese sido tan fatal de no haberse verificado la entrega del cuchillo (STS número
1370/2009, de 22 diciembre).

Sin dejar de reconocer la dificultad que a veces puede suponer distinguir la


conducta del cooperador necesario y la del simple cómplice, en cuanto ambos
contribuyen a la realización del delito, se afirma que existe cooperación necesaria
cuando se colabora con el ejecutor directo aportando una conducta sin la cual el delito
no se habría cometido (teoría de la «conditio sine qua non»), cuando se colabora
mediante la aportación de algo que no es fácil obtener de otro modo (teoría de los
bienes escasos) o cuando el que colabora puede impedir la comisión del delito retirando
su concurso (teoría del dominio del hecho), y que la complicidad constituye una
participación accidental, no condicionante y de carácter secundario.

La jurisprudencia entiende que la distinción con la complicidad debe formularse


a partir de la doctrina de los bienes escasos, según la cual si lo que aporta el autor es,
según las circunstancias, un bien escaso, esto es, un bien difícil de obtener, el partícipe
será cooperador necesario. Si lo aportado es, por el contrario, un bien abundante, fácil
de obtener, existirá complicidad. La jurisprudencia se ha inclinado por la relevancia de
la aportación como sucede en la STS número 434/2007, de 16 de mayo, en la que se
declara que quien hace una aportación decisiva para la comisión del delito en el ámbito
de la preparación, sin participar luego directamente en la ejecución, no tiene, en
principio, el dominio del hecho, pues en la fase ejecutiva, la comisión del delito ya está
fuera de sus manos, pero sí puede ser un partícipe necesario. Lo decisivo a este respecto
es la importancia (la relevancia) de la aportación en la ejecución del plan del autor o
autores.

LA COMPLICIDAD.

El Código penal en su artículo 29 ofrece una definición de cómplice: Son


cómplices los que, no hallándose comprendidos en el artículo anterior, cooperan a la
ejecución del hecho con actos anteriores o simultáneos.

La complicidad o cooperación no necesaria es una participación de segundo


grado, que implica desde luego evidente realización de un acto de ejecución, pero

159
accesorio, periférico, secundario o de simple ayuda, distinto de la trascendente,
fundamental y esencial que va embebida en la autoría. Así, para que exista complicidad
se precisa la contribución a la realización por otro de un hecho delictivo, y que la misma
se lleve a cabo con conocimiento del delito de cuya ejecución se trata y del carácter
coadyuvante de la propia aportación no imprescindible.

Los actos que caracterizan la complicidad son actos no necesarios para que se
efectúe el delito. Es un auxilio cuya omisión no hubiera impedido que se cometiera el
delito en los mismos términos. Ejemplo, prestar un coche a otro para que cometa un
robo.

El cómplice es un auxiliar eficaz y consciente de los planes y actos del ejecutor


material, del inductor o del cooperador esencial que contribuye a la producción del
fenómeno punitivo mediante el empleo anterior o simultáneo de medios conducentes
a la realización del propósito que a aquéllos anima, y del que participa prestando su
colaboración voluntaria para el éxito de la empresa criminal en el que todos están
interesados. Se trata, no obstante, de una participación accidental y de carácter
secundario.

Para que exista complicidad han de concurrir dos elementos: uno objetivo,
consistente en la realización de unos actos relacionados con los ejecutados por el autor
del hecho delictivo, que reúnan los caracteres de mera accesoriedad o periféricos; y otro
subjetivo, consistente en el necesario conocimiento del propósito criminal del autor y
en la voluntad de contribuir con sus hechos de un modo consciente y eficaz a la
realización de aquél. Por eso se puede afirmar que es cómplice de un robo quien facilita
su coche a otro para que cometa la sustracción.

A efectos de pena, la inducción y la cooperación necesaria merecen más castigo


que la complicidad porque aunque las tres sean actos de participación, las dos primeras
contribuyen al hecho principal de un modo tan significativo y con tal intensidad que
valorativamente merecen una pena idéntica a la del autor porque sin su contribución el
autor no hubiera realizado el delito. En cambio, para la complicidad el artículo 63 CP
dispone: A los cómplices de un delito consumado o intentado se les impondrá la pena
inferior en grado a la fijada por la Ley para los autores del mismo delito.

160
6. Formas de coautoría y participación intentadas.
Aunque su naturaleza es discutida (discusión que queda perfectamente reflejada
en la STS número 1579/1999, de 10 de marzo, “ya se trate de fase del “iter criminis”
anterior a la ejecución, entre la mera ideación impune y las formas ejecutivas
imperfectas, o se considere una especie de coautoría anticipada ..”) el CP prevé un
sistema de incriminación de la conspiración, la proposición y la provocación recogida en
los artículos 17 y 18 que el Código penal de 1995 limitó a aquellos casos en los que la ley
lo contemple expresamente, esto es, solo respecto de determinados delitos (homicidio
y asesinato –artículo 141-, lesiones –artículo 151-, detenciones ilegales y secuestro –
artículo 168-, robo, extorsión, estafa y apropiación indebida –art. 269-, etc.),
abandonando el sistema de punición general del Código penal del 73.

El castigo de la conspiración, la proposición y la provocación se justifica por la


especial peligrosidad que encierra la implicación de otras personas en el proyecto
criminal, en cuanto supone que la resolución de delinquir ha salido de la esfera íntima.
La pena asignada a la conspiración, proposición y provocación es siempre inferior en uno
o dos grados a la prevista para el correspondiente delito doloso consumado.

LA CONSPIRACIÓN.

El artículo 17.1 CP define la conspiración con estos términos: La conspiración


existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución de un delito y resuelven
ejecutarlo, añadiendo el apartado 3 que sólo se castigará en los casos especialmente
previstos en la ley.

La conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución


de un delito y resuelven ejecutarlo, sin que sea necesario que se llegue a la ejecución
material, siquiera mínima, del delito. En realidad se trata de una coautoría anticipada:
en ella se prevé la intervención de todos los conspiradores en la realización material del
hecho delictivo, sea cual fuere el cometido o la parte del plan acordado que les haya
tocado ejecutar a cada uno de los concertados.

161
Los requisitos que se exigen para su apreciación son:

1) previsión legal expresa en el delito que pretende cometer el sujeto (artículo


17.3 CP).

2) el concurso de dos o más personas, que reúnan las condiciones necesarias


para poder ser autores del delito proyectado.

3) el concierto de voluntades entre ellas o «pactum scaeleris», sin que baste el


mero intercambio de pareceres.

4) la resolución ejecutiva de todas y cada una de ellas, o decisión sobre la


efectividad de lo proyectado, «resolutio finis».

5) que dicha resolución tenga por objeto la ejecución de un concreto delito de


aquellos respecto de los que se sancionan expresamente los actos de conspiración.

6) que exista un lapso de tiempo relevante entre el acuerdo y la realización, que


permita apreciar una mínima firmeza de la resolución.

7) como elemento o requisito negativo, la sanción como conspiración requiere


que no haya dado comienzo la ejecución delictiva, pues de lo contrario nos
encontraríamos ante un delito intentado.

8) que no concurra desistimiento voluntario.

La imposibilidad absoluta o relativa, pero importante y sobrevenida, de realizar


el delito no es conspiración desistida sino fracasada y, en consecuencia, punible.

Cuestión distinta sería la relativa a la posibilidad de castigo de quien actuó como


"conspirador" cuando la ejecución del delito objeto del concierto efectivamente se lleva
a cabo por otros de los que intervinieron en el proceso "conspirativo".

Ejemplo de conspiración es el juzgado por la SAP de Guipúzcoa número


100/2004, de 31 de mayo: conspiración de robo con fuerza en las cosas de las cuatro
personas que estuvieron examinando las condiciones de seguridad de un local,
volviendo en un coche a la hora del cierre, portando en el vehículo herramientas para
entrar y el plano del local. Asimismo, la STS núm. 1075/2010 de 2 diciembre, contempla
otro caso de conspiración al calificar la conducta de Laura como conspiración para la

162
comisión de un delito de detención ilegal (artículo 168 CP), al concertarse la misma con
otros acusados, para proceder al secuestro de Victoria.

La conspiración y el delito de asociación ilícita con fines delictivos tienen en


común la existencia de un acuerdo previo para delinquir, por lo que la diferencia hay
que hallarla en el hecho de que la asociación ilícita presupone una mayor estabilidad y
permanencia y una menor concreción en los delitos a cometer. No obstante con la
introducción por LO 5/2010, del artículo 570 ter, que tipifica el grupo criminal que puede
no requerir estabilidad, la diferenciación entre conspiración y asociación ilícita se ha
vuelto más difícil por no decir imposible.

LA PROPOSICIÓN.

La proposición para delinquir, según su definición legal contenida en el artículo


17.2 CP, existe cuando el que ha resuelto cometer un delito invita a otra u otras personas
a participar en él.

La proposición viene caracterizada por la resolución firme del proponente de


llevar a término una infracción delictiva animado del propósito de intervenir directa y
personalmente en su ejecución, si bien busca una ayuda o colaboración para la material
realización y a tal fin invita a otras personas en la plasmación del proyecto.

Los requisitos de la previsión legal son:

1) previsión legal expresa en el delito objeto de la proposición.

2) una conducta que ha de consistir en una propuesta o invitación a tercera


persona que, hasta ese momento no hubiera decidido ya, por sí misma, la ejecución del
mismo ilícito, para que lo lleve a cabo. Se trata de una "inducción frustrada" o "tentativa
de inducción", sin que resulte claro afirmar si tiene o no que participar personalmente
en el hecho proyectado el que realiza la propuesta, o por el contrario ésta debe realizarla
materialmente el instigado o requerido sin necesidad de intervenir el proponente. El
Tribunal Supremo hasta la sentencia número 1994/2002, de 29 de noviembre, entendía
que el proponente debía estar resuelto a intervenir directa y personalmente en la
comisión del delito.

163
3) esa propuesta ha de referirse a la ejecución de algo posible y ser lo
suficientemente seria y mínimamente eficaz para que adquiera la relevancia penal
necesaria.

4) la ejecución del delito no ha debido dar comienzo, pues, en tal caso,


estaríamos ya, cuando menos, en la categoría de la tentativa, en la que el proponente
que no participa directamente en ella pasaría a ser considerado como inductor.

Tanto el desvalor de la acción, en lo que supone el propósito mismo de que un


delito se cometa llegando a invitar a tercera persona a participar en él, como el desvalor
del resultado, con el peligro evidente y efectivo de que el ilícito llegue en realidad a
cometerse, justifican plenamente la previsión legal y el castigo para esta clase de
conductas, en especial en los casos de atentados contra los más importantes bienes
jurídicos, y, por ende, más dignos de protección intensa, como es el caso paradigmático
de las infracciones contra la vida.

LA PROVOCACIÓN.

El artículo 18 en su apartado 1 define la provocación en los siguientes términos:


La provocación existe cuando directamente se incita por medio de la imprenta, la
radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante, que facilite la publicidad o
ante una concurrencia de personas, a la perpetración de un delito.

La punibilidad de la provocación viene fundada en razones de política criminal


encaminada a la erradicación del delito y a la acentuación de la defensa social frente a
quienes, resueltos a la consumación de sus planes criminales, tratan de extender su
esfera influenciante para la mejor o más segura efectivización de aquéllos. Pudiendo
señalarse como caracteres o elementos definidores de la provocación los siguientes:

1) previsión legal expresa en el delito objeto de la provocación.


2) incitación para la ejecución de un hecho previsto en la ley como delito.

3) ha de tratarse de uno o de varios delitos concretos, no bastando con la


actuación estimulante vaga o generalizada en orden a delinquir.

164
4) percepción por el destinatario de las palabras o medios excitantes, con
independencia de su eficacia, es decir, de que hayan o no logrado la finalidad propuesta
de decidir al sujeto receptor a la perpetración del hecho criminal.

5) la incitación instrumentada ha de ser de posible eficacia, es decir, que pueda


reconocérsele virtualidad disuasoria y de convencimiento, pero sin exigírsele un eco o
reflejo de real eficacia, una fuerza suficiente y absoluta para sojuzgar y determinar la
voluntad del provocado. Surgiendo, pues, de modo fácilmente perceptible las notas
diferenciales entre la proposición y la provocación: la diferencia entre uno y otro
concepto radica o estriba en que, en la proposición, el agente, que ha resuelto cometer
material y personalmente un delito trata de sumar a sus propósitos a otra u otras
personas, constituyendo con ellas un consorcio criminal o hipótesis de codelincuencia,
mientras que en la provocación, el provocador no está resuelto a ser ejecutor del delito,
a cuya perpetración incita, ni pretende que dicha perpetración sea conjunta, sino que
se limita al intento de determinar a otro u otros a la ejecución de un hecho punible pero
sin que él haya de tomar parte, directa y materialmente, en la misma.

A continuación el párrafo segundo del apartado 1 define la apología al decir: Es


apología, a los efectos de este Código, la exposición, ante una concurrencia de personas
o por cualquier medio de difusión, de ideas o doctrinas que ensalcen el crimen o
enaltezcan a su autor. La apología sólo será delictiva como forma de provocación y si por
su naturaleza y circunstancias constituye una incitación directa a cometer un delito.

Como señala la STC 214/1991: “históricamente la consideración como delito de


la apología de las acciones ilegales no ha sido sino un instrumento dirigido a controlar la
disidencia política. Mas en la medida en que la democracia exige la presencia de una
opinión pública y libremente formada como causa para facilitar y promover la
participación de los ciudadanos en la toma de decisiones hablar de apología del delito
supone analizar la relación entre libertad de expresión e información y los posibles
límites de las mismas derivados del interés público que subyace en las normas penales”.

Los requisitos que se exigen por la jurisprudencia para su apreciación son:

165
1) discurso, oral o escrito, en defensa o alabanza de hechos delictivos
determinados o de sus responsables, presentándolos como alternativa legítima al orden
jurídico establecido.

2) debe ser idónea para poner en peligro el bien jurídico protegido por la
actividad delictiva que se ensalza, de forma que puede ser considerada un peligro
potencial en la medida que puede determinar a otros a la perpetración del delito.

El apartado 2 establece: La provocación se castigará exclusivamente en los casos


en que la Ley así lo prevea, para a continuación añadir: Si a la provocación hubiese
seguido la perpetración del delito, se castigará como inducción. La provocación, en este
caso, debe haber motivado la realización del delito por lo que quedan fuera los
supuestos en que el delito se hubiera llevado a cabo en todo caso, con provocación o sin
ella.

7. La participación en delitos especiales.


Los problemas que suscita la participación en los delitos especiales han llevado a
un sinfín de soluciones doctrinales y jurisprudenciales.

Los delitos especiales son aquellos delitos que solamente pueden ser cometidos
por una determinada categoría de sujetos como, por ejemplo, un funcionario o un juez.

Los delitos especiales se dividen en propios e impropios. Son delitos especiales


propios los que describen una conducta que sólo es punible a título de autor si es
realizada por ciertos sujetos, de modo que los demás que la ejecuten no puedan ser
autores ni de éste ni de ningún otro delito común que castigue para ellos la misma
conducta. Es un delito especial propio, por ejemplo, la prevaricación judicial.

Por el contrario, los delitos especiales impropios guardan correspondencia con


un delito común, del que puede ser autor el sujeto no cualificado que realiza la acción.
Por ejemplo, el delito de malversación de caudales públicos por parte de funcionario
público guarda correspondencia con el delito de hurto o apropiación indebida.

Hace ya mucho tiempo que la doctrina española y, sobre todo, la alemana habían
puesto de relieve que existían delitos especiales en los que el legislador había restringido

166
el círculo de posibles autores mediante la redacción de la conducta típica. En el Código
Penal español, esto es, precisamente, lo que ocurre, por ejemplo, con delitos como el
de alzamiento de bienes previsto en el artículo 257.1.1º CP, donde es evidente que a la
vista del tenor literal que presenta el tipo («será castigado con las penas de prisión de
uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses: (...) El que se alce con sus bienes
en perjuicio de sus acreedores»), el único sujeto que puede cometer el delito como
autor es el deudor.

Las alternativas que se planteaban para resolver los problemas que conllevaba la
participación en delitos especiales eran dos: o bien entender que el extraneus debe
responder por el mismo delito que el autor en quien sí concurre la cualidad personal,
intraneus; o bien, entender que el extraneus debe responder por un delito distinto, que
sería el delito común.

En todo caso, existía la opinión común de que aunque el extraneus no pudiera


ser, por definición, autor idóneo de un delito especial ello no significaba que su
contribución al hecho debiera quedar, en todo caso, impune. A este respecto, la doctrina
y, especialmente, la jurisprudencia han declarado de un modo absolutamente constante
que la participación de un extraneus en un delito especial debe ser castigada pues no
hacerlo repugnaría a la justicia material y a la propia conciencia social (SAP de Barcelona
núm. 623/2006, de 21 de junio).

Por ello, en los delitos especiales propios, en atención a la ausencia de una figura
delictiva común, cabe castigar la responsabilidad del extraneus, dado el principio de la
unidad del título de imputación y accesoriedad de la participación, como forma de
intervención en el hecho a título de inducción o cooperación necesaria (STS número
362/2010, de 28 abril). En este sentido el Tribunal Supremo en su sentencia número
1300/2009, de 23 diciembre, donde se alega por el recurrente que dado que en él no
concurre la calidad de empresario no cabe imputarle el delito de insolvencia del artículo
260 CP que es de los denominados especiales propios, recuerda cómo la jurisprudencia
había venido construyendo la participación en los delitos especiales propios por parte
de los denominados extraneus o sujetos en los que no concurría la característica típica
exigida al autor, como era el caso de la calidad de funcionario respecto al delito de
prevaricación. Y la solución venía del texto entonces vigente del artículo 65 CP. Fue tras

167
la reforma del mismo por Ley Orgánica 15/2003 que se asumió en el Derecho positivo
aquella posición jurisprudencial, dando nueva redacción a lo que es ahora el apartado 3
del artículo 65 que dispone: Cuando en el inductor o en el cooperador necesario no
concurran las condiciones, cualidades o relaciones personales que fundamentan la
culpabilidad del autor, los jueces o tribunales podrán imponer la pena inferior en grado
a la señalada por la ley para la infracción de que se trate.

Para el Tribunal Supremo “aunque aquel precepto establece que la disminución


de pena al partícipe del delito especial propio es una posibilidad de la que dispone el
Tribunal, no es menos cierto que, dado que en ese partícipe no concurre el mismo deber
que en el autor propio, la disminución de la pena prevista para éste derivaría de que, la
ausencia del incumplimiento de deberes, exigibles al autor propio, ya reclama, salvo
excepción, esa disminución de pena en comparación al autor. Así lo recordábamos en
nuestra Sentencia nº 661/2007, de 13 de julio en que dijimos: Aunque el art. 65.3 CP
sólo contenga una atenuación facultativa de la pena, nuestra jurisprudencia, apoyada
en el art. 1 CE, ha considerado que la pena del extraneus en delitos especiales propios
debe ser necesariamente reducida respecto de la del autor, dado que no infringe el
deber cuya infracción es determinante de la autoría, razón por la cual el contenido de la
ilicitud es menor”.

El art. 30 del CP establece que para los delitos que se cometen a través de los medios o
soportes de comunicación “no responderán criminalmente ni los cómplices ni quienes
los hubieren favorecido personal o realmente.” Además, “2. Los autores a los que se
refiere el artículo 28 responderán de forma escalonada, excluyente y subsidiaria de
acuerdo con el siguiente orden:

1.º Los que realmente hayan redactado el texto o producido el signo de que se trate, y
quienes les hayan inducido a realizarlo.

2.º Los directores de la publicación o programa en que se difunda.

3.º Los directores de la empresa editora, emisora o difusora.

4.º Los directores de la empresa grabadora, reproductora o impresora.

3. Cuando por cualquier motivo distinto de la extinción de la responsabilidad penal,


incluso la declaración de rebeldía o la residencia fuera de España, no pueda perseguirse

168
a ninguna de las personas comprendidas en alguno de los números del apartado
anterior, se dirigirá el procedimiento contra las mencionadas en el número
inmediatamente posterior.”

169
LECCIÓN 11. LAS CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN.

1.- Concepto y naturaleza jurídica.


Al tratar el concepto de antijuricidad en la Lección 2, se distinguía entre el concepto de
“tipo penal”, mediante el que se expresa la materia de prohibición de las disposiciones penales
y el de “antijuridicidad”, que alude a la relación de contradicción con el Derecho de esa conducta
prohibida penalmente. Al análisis de si una conducta encaja con los componentes objetivos y
subjetivos previstos en el tipo penal, se añade la comprobación de si se ha realizado bajo
determinadas condiciones que responden a normas permisivas y excluyen esa inicial
prohibición. Esas condiciones que determinan que no se desapruebe lo que de partida está
previsto como prohibido penalmente se denominan causas de justificación. La antijuridicidad
implica la relación de oposición de una conducta típica con el ordenamiento jurídico en su
conjunto, para lo cual es preciso que esa conducta no esté amparada por causas de justificación.
Por ejemplo, el tipo contenido en el artículo 208 del Código Penal prohíbe las injurias (“acción o
expresión que lesiona la dignidad de la persona, menoscabando su fama o atentando contra su
propia estimación”), sin embargo, con base en el ejercicio del derecho de defensa reconocido
constitucionalmente (art. 24 Constitución Española) esa conducta no puede considerarse
contraria a Derecho si se realiza por un abogado en el seno de un proceso judicial y a los efectos
de defender los intereses de un cliente, de ahí que el Derecho Penal tampoco la pueda incluir
bajo su ámbito de prohibición.

Ya se advirtió que las relaciones entre tipicidad y antijuricidad, entre normas imperativas
(prohibiciones o mandatos) y permisivas, constituye una de las cuestiones más debatidas y
polémicas del estudio científico del Derecho Penal. Para unos, planteamiento finalista, el tipo y
las causas de justificación constituyen elementos valorativos diferenciados. Así, la tipicidad
constituye el primer escalón valorativo en el ámbito del injusto y entiende que la conducta que
encaja objetiva y subjetivamente con el tipo descrito en una prescripción penal constituye un
comportamiento contrario a una prohibición o un mandato; una conducta en contradicción con
una norma imperativa concreta. La antijuricidad, como segundo escalón o segundo elemento
del delito, significa que dicho comportamiento está, además, en contradicción con el
Ordenamiento Jurídico en su totalidad e implica una valoración sobre si aquello que inicialmente
está prohibido, en un caso concreto, queda amparado jurídicamente por una norma permisiva,
sobre la que se asientan las causas de justificación. La antijuricidad sigue un proceso de signo
inverso a la tipicidad, un proceso negativo, cual es constatar la ausencia de causas de

170
justificación. En cambio para los seguidores de la teoría de los elementos negativos del tipo,
existiría una uniformidad valorativa en el seno de las conductas no prohibidas; entre lo jurídico-
penalmente irrelevante (ámbito de la atipicidad) y lo jurídico-penalmente permitido (ámbito de
la justificación), por lo que no es necesario distinguir entre conductas penalmente atípicas y
conductas penalmente justificadas. Vinculado a la función de motivación y al carácter preventivo
del Derecho Penal, según la cual el tipo sirve como elemento definidor de las conductas que se
pueden evitar, en el tipo se ha de realizar un análisis global de prohibición, es decir, se definen
en un único momento todos los perfiles de una conducta prohibida: ésta lo será cuando “sí” se
den los componentes objetivos y subjetivos y cuando “no” esté amparada por una causa de
justificación. Las causas de justificación operan, por lo tanto, como elementos negativos del tipo:
elementos que “no” han de concurrir para decir que una conducta, con carácter general, quiere
y puede ser evitada por el Derecho.

No es el sentido de este texto, y lo excedería con mucho, profundizar en debates


doctrinales. Pero ha de advertirse que seguir una u otra opción no es una pura cuestión teórica,
alejada de la realidad. Supone partir de concepciones diversas sobre el Derecho Penal y la
orientación de la dogmática y desemboca en consecuencias prácticas distintas en temas
concretos, como puede ser el tratamiento de la participación o el del error en el ámbito de las
causas de justificación, tema éste al que nos referiremos en esta unidad.

CONCEPTO.

Hechas las salvedades anteriores, se pueden definir las causas de justificación como
circunstancias bajo las cuales se alza la prohibición penal de la conducta. Son condiciones que
hacen que una conducta deje de ser contraria a Derecho por realizarse bajo hipótesis que
excluyen la prohibición. Si el sujeto actúa bajo esos supuestos su conducta carece de toda
responsabilidad penal y realiza un hecho que el Ordenamiento jurídico no desaprueba. Esta
enorme transcendencia que tiene la apreciación de una causa de justificación explica lo estricto
de su regulación: son casos tasados, pocos y a los que el legislador somete a férreas condiciones
para su estimación.

Su ubicación positiva se encuentra en el artículo 20 del Código Penal. En él se reúnen


todos los supuestos de exención de pena del sujeto, si bien se mezclan los aquellos en que la
falta de responsabilidad obedece a la ausencia de antijuricidad de la conducta, junto con otros
que presuponen el carácter antijurídico de la conducta y eximen de responsabilidad por falta de
culpabilidad. Los casos de falta del carácter antijurídico de la conducta, es decir, las causas de

171
justificación corresponden a los números 4º, 5º y 7º, que aluden, respectivamente, a la legítima
defensa, estado de necesidad y cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un derecho,
oficio o cargo, a los que hay que añadir el consentimiento, en los casos concretos en los que la
protección de un bien jurídico aparece supeditada a la voluntad de su titular (el consentimiento
válidamente prestado para una esterilización, trasplante o cirugíatransexual, art. 156 CP). El
resto son causas de exclusión de la culpabilidad.

Artículo 20.: “Están exentos de responsabilidad criminal:

(…)

4º.- El que obre en defensa de la persona o derechos propios o ajenos, siempre que concurran
los requisitos siguientes:

1. Agresión ilegítima. En caso de defensa de los bienes se reputará agresión ilegítima el


ataque a los mismos que constituya delito y los ponga en grave peligro de deterioro o pérdida
inminentes. En caso de defensa de la morada o sus dependencias, se reputará agresión ilegítima
la entrada indebida en aquélla o éstas.

2.- Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla.

3.- Falta de provocación suficiente por parte del defensor.

5º.- El que, en estado de necesidad, para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de
otra persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos:

1.- Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar.

2.- Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el


sujeto.

3.- Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse.

(…)

7º.- El que obre en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o


cargo”.

La presencia de cualquiera de ellas en la conducta del sujeto excluye la contrariedad a


Derecho de la misma y, por lo tanto, no va a generar responsabilidad penal. Este es efecto
fundamental de la concurrencia de una causa de justificación: la conducta carece de
antijuricidad; pero de ello se derivan, a su vez, otros efectos:

172
- Ya no va a ser necesario analizar el último elemento del delito: no es necesario entrar a
comprobar la culpabilidad o no del autor.

- Como la conducta no es contraria al Ordenamiento Jurídico, no se deriva ningún tipo de


consecuencia jurídica sancionadora: no es posible aplicar penalmente una medida de
seguridad. Ésta se reserva a los casos de ausencia de culpabilidad, que presupone el
carácter antijurídico de la conducta. Por lo mismo, tampoco cabrá exigir al sujeto
responsabilidad civil (ésta se mantienen únicamente, en el caso del estado de necesidad
respecto para las personas en cuyo favor se hubiera precavido el mal, art. 118. 1. 3º
CP).

- No es posible que frente a lo actuado bajo causa de justificación se invoque, a su vez,


una causa de justificación: por ejemplo, no cabe que quien recibe un golpe derivado de
la legítima defensa de otro alegue que sufre una agresión ilegítima.

- La conformidad a Derecho de la acción amparada por una causa de


justificación se extiende a todos los partícipes. La participación en un acto
justificado también está justificada.

Así como los elementos objetivos y subjetivos del tipo requieren una constatación
positiva de su concurrencia, las causas de justificación operan a la inversa, de manera negativa.
Esto es, para mantener que la conducta es contraria a Derecho, no han de concurrir las causas
de justificación. Dado que suponen una inversión de la inicial prohibición penal, tienen un
carácter excepcional, que exige una estricta comprobación de todos sus componentes de modo
que cualquier ausencia o extralimitación de los mismos va a determinar la no apreciación de la
causa de justificación y, por lo tanto, que persista la contrariedad a Derecho de la conducta. Es
decir, no se dará ninguno de los efectos anteriores: seguirá habiendo respuesta penal, en su
caso civil, habrá que valorar la culpabilidad del sujeto etc. Otra cosa es que la falta de alguno de
las piezas que las componen pueda ser tenida en cuenta a la hora de valorar y calificar esa
responsabilidad penal que se mantiene. La cuestión de los efectos jurídicos derivados de la falta
de algún elemento de las causas de justificación será tratada al hilo del estudio de su estructura.

FUNDAMENTO.

Los esfuerzos por reconducir las causas de justificación a un fundamento común que
explique su naturaleza jurídica han sido muchos, pero realmente ninguno ha conseguido
concentrar bajo una explicación uniforme cuál es la razón del carácter permisivo de las

173
conductas realizadas bajo su cobertura. Las teorías monistas han tratado de reunir a todas las
causas de justificación bajo un mismo fundamento. Y ese fundamento único ha tenido
respuestas diversas: la idea de “ponderación de bienes”, o la “inexigibilidad de lo imposible”, el
“empleo de un medio adecuado para la obtención de un fin justo”. Esta línea ha chocado con el
problema de que no todas las causas de justificación se pueden encuadrar bajo un fundamento
común (por ejemplo: ¿es realmente imposible lograr la defensa procesal de un cliente sin
vulnerar el honor del contrario?). Además, recurren a criterios tan vagos que no resulta
convincente el porqué de cada causa o porqué no se incluyen otras. Por el contrario, las teorías
pluralistas estiman que las causas de justificación responden a dos principios generales: el de
ausencia de interés y el del interés preponderante. Según el primero de ellos, un hecho estará
permitido cuando el titular del bien jurídico ha renunciado a su protección en un caso concreto.
Con él se explica que el consentimiento opere como causa de justificación. Según la
fundamentación del interés preponderante, los hechos están justificados cuando la lesión a un
bien jurídico se produce para salvar a otro que merece más valor. Sería lo que fundamenta la
justificación en los casos de legítima defensa, estado de necesidad o ejercicio legítimo de un
derecho. Ahora bien, estas tesis no pueden dejar de reconocer que aún estando de fondo esas
razones, hay otros principios como el de proporcionalidad, la dignidad de la persona, la
necesidad, etc. que explican cada causa de justificación. Así, por ejemplo, en la legítima defensa,
aunque se fundamenta en la idea del interés preponderante (se tutela el bien jurídico agredido
frente al bien jurídico del agresor), encuentra también su explicación en los principios de
dignidad de la persona y de proporcionalidad. En definitiva, no es posible dar una respuesta a
priori que defina de manera global la fundamentación de todas las causas de justificación, sino
que cada una de ellas encuentra un fundamento particular.

2.- Estructura de las causas de justificación: presupuesto de


la causa de justificación, condiciones para la justificación de la
conducta.
En las causas de justificación se distingue una doble vertiente: objetiva y subjetiva. A su
vez, en la parte objetiva existe un presupuesto de hecho, que es la situación fáctica previa que
desencadena la capacidad de actuar de modo lícito vulnerando un bien jurídico, y existen unos
límites o requisitos jurídicos que marcan las condiciones bajo las cuales se debe desarrollar la
conducta para que efectivamente no resulte prohibida. Por su parte, el aspecto subjetivo
presenta una estructura similar al dolo, pues también requiere un elemento cognoscitivo, que
exige que quien actúe bajo una causa de justificación, conozca que concurre el presupuesto de

174
hecho que habilita para actuar justificadamente y un elemento volitivo, es decir, querer
(“decidirse por”) actuar bajo esa justificación.

Con carácter general, la falta de alguno de estos elementos determina que no sea
apreciada la causa de justificación y, por lo tanto, que la conducta siga siendo antijurídica. Habrá
responsabilidad penal en el sujeto, la que marque la culpabilidad. Ahora bien, esa
responsabilidad penal tendrá distinto alcance según sea el elemento que falte: no es lo mismo
la falta de presupuesto de hecho o del elemento subjetivo, que el incumplimiento de los
requisitos jurídicos.

PRESUPUESTO DE LA CAUSA DE JUSTIFICACIÓN.

Para que una conducta lesiva para un bien jurídico esté amparada por una causa de
justificación, es premisa indispensable la constatación de que ha existido una situación, un
hecho previo que habilita a realizarla. Su presencia es antecedente necesario, aunque no
suficiente, para que exista la posibilidad de actuar justificadamente pese a lesionar un bien
jurídico ajeno. Esta situación de hecho o presupuesto fáctico varía en cada causa de
justificación, pero tiene en común para todas el implicar una amenaza a bienes jurídicos. En la
legítima defensa, el presupuesto fáctico es una agresión ilegítima; en el estado de necesidad,
una situación de necesidad… Constatada esta situación, el sujeto que la recibe se encuentra con
la posibilidad de realizar un ataque a otro bien jurídico sin que éste resulte prohibido, pese a
que concurran en él los elementos objetivos y subjetivos del tipo. Ahora bien, el presupuesto
de hecho es requisito previo y necesario, pero sólo él no es suficiente para que la conducta
lesiva que después desencadena sea conforme a Derecho. Será necesario, además, que este
hecho lesivo transcurra conforme a unos requisitos con los que el Derecho Penal ciñe las
posibilidades de que sea lícito.

El presupuesto de hecho ha de existir en el momento inmediatamente anterior a la


realización de la conducta que se quiere amparar por una causa de justificación: ni antes ni
después. No es posible invocar legítima defensa por los golpes recibidos cuando la víctima se
cruza con su agresor por la calle unos días después. Ni siquiera es posible hacerlo
inmediatamente después de recibir la agresión, por ejemplo si tras ser golpeada la víctima sale
en busca de su agresor y cuando le encuentra le golpea; ni tampoco si quien recibe
repetidamente golpes y agresiones, un día, antes de que previsiblemente éstos comiencen, para
evitar volver a sufrirlos, se abalanza sobre su agresor y le da un fuerte golpe en el pecho que le
deja paralizado.

175
Por tratarse de un componente fáctico, su apreciación requiere del empleo de los
elementos procesales probatorios que permitan una reconstrucción de los hechos. Es decir, el
Juez se va a retrotraer al momento en el que el hecho tuvo lugar y apoyado en pruebas que lo
sostengan se confirmará judicialmente si el presupuesto de hecho ha existido. Es importante
subrayar el carácter fáctico del presupuesto: es una situación de hecho, respecto a la que sólo
caben dos posibilidades: o ha existido o no ha existido. No hay posibilidades intermedias. Ahora
bien, aunque lógicamente la labor de reconstrucción judicial de los hechos se hace cuando ya
el hecho ha sucedido y va a ser juzgado, queda por decidir qué datos son los que el Juez ha de
tener en cuenta al colocarse en esa perspectiva ex ante para confirmar o rechazar la existencia
del presupuesto de hecho. Las posibilidades son:

- opción subjetiva: se toman en consideración los datos con los que contara el autor. Es
decir, la percepción que tiene el sujeto de encontrarse ante una amenaza para un bien jurídico
es lo que el Juez ha de utilizar para afirmar o no que se da el presupuesto de hecho de la causa
de justificación. Así, si una noche un sujeto observa que unas personas andan rondando
sigilosamente por la puerta de su chalet y parece que buscan huecos entre los arbustos para
entrar en él, habrá percibido un caso de agresión a su morada que le faculta para defender
legítimamente su propiedad. Ahora bien, ¿y si el sujeto no repara en que son chicos de la
urbanización que se están escondiendo de otra pandilla? ¿Habrá que seguir diciendo que se
daba la “agresión ilegítima” que faculta a una legítima defensa?

El problema es que una opción tan subjetiva, tan vinculada a lo que el autor percibe y lo
que pasa por su mente, incurre en el exceso de llegar a que se afirme que han existido hechos
que realmente no existieron nunca y que sólo fueron fruto de la imaginación del autor y al revés,
que no existirán hechos que el autor nunca detectó. Así, sujetos temerosos o poco perspicaces
pueden crearse subjetivamente una realidad que externamente nunca ha sucedido. A la inversa,
alguien muy poco atento o muy confiado, no percibirá nunca la situación de amenaza para un
bien jurídico que tal vez, de hecho, sí exista. Sin perjuicio de que una situación de miedo o de
reducción de las capacidades de percepción de la realidad pueda ser tenida en cuenta en sede
de culpabilidad y que ésta pueda ser atenuada, lo que pone de relieve esta crítica es que no se
puede hacer depender un dato fáctico de criterios puramente subjetivos. Por ello, se trata de
una opción prácticamente descartada.

- Opción objetiva-subjetiva: El Juez ha de tener en cuenta los datos que tendría un


espectador imparcial, objetivo y con una diligencia media, colocado en la misma posición que
tenía el autor en el momento de producirse lo hechos: es decir, no lo que percibe el autor
concreto, sino lo que percibiría un sujeto imparcial, colocado en el lugar y circunstancias del

176
autor. En el caso ejemplificado, el juez tendría que ver si ese espectador ideal, dadas las
circunstancias del caso (noche, movimientos sigilosos, agazaparse entre arbustos…) también
habría considerado que existe un intento de entrada en el chalet. Se trata de corregir el criterio
subjetivo estricto, tomando como parámetro de valoración las reglas de la experiencia
generalmente admitidas. Con este criterio, si se considera que era absolutamente imprevisible
que se percibiera el presupuesto de hecho, el error en el que se haya el sujeto debe ser
irrelevante y no impediría la apreciación de la causa de justificación. Si, por el contrario,
cualquiera lo hubiera advertido, entonces habrá un error relevante, que impediría estimar la
causa de justificación y la conducta sería contraria a Derecho.

Sin embargo, también a esta tesis se le debe achacar que llega a mantener que es real
aquello que en realidad nunca existió, por mucho que cualquier sujeto medianamente diligente
e imparcial así lo hubiera considerado. La composición que se haría un espectador objetivo sobre
lo que está ocurriendo no puede hacer que sea real aquello que no lo es, aunque se descubra
después: la experiencia dice una cosa, pero resulta que en el caso concreto, la realidad dice que
se trataba de un grupo de chicos escondiéndose de otros.

- Opción estrictamente objetiva: Deja totalmente fuera cualquier apreciación subjetiva o la


que tendría el hipotético espectador neutral e imparcial. El juez ha de tener en cuenta los hechos
que realmente ocurrieron de modo objetivo, incluso aunque algunos se conocieran ex post, una
vez sucedido todo. Siguiendo con el ejemplo propuesto, se constata que nadie iba a entrar en
la casa una vez que el vecino que se cree perturbado en su propiedad actúa con golpes y
empujones sobre los que él considera que le van a asaltar, siendo entonces cuando ve que se
trata de hijos de los vecinos que andaban esa noche por ahí. Si efectivamente se concluye,
incluso con datos conocidos tras los hechos, que el presupuesto de hecho no existía, no habría
cabida para cubrir esa conducta por una causa de justificación (en el ejemplo propuesto, la
legítima defensa). Por mucho que el autor así lo creyera; es más, por mucho que cualquiera
hubiera percibido ahí una situación de agresión ilegítima, ésta no existió en la realidad: el hecho
que habilita a actuar bajo la justificación no se ha producido y, dada su ausencia, es imposible
absolutamente justificar la conducta. De modo que, los golpes que el propietario del chalet
emprende con sus presuntos asaltantes son contrarios a Derecho y no admiten justificación,
por lo que recibirá respuesta penal por ellos.

Ahora bien, ésta tesis objetiva también da cabida a la opinión o percepción de los hechos
que tendría el ideal espectador objetivo que los hubiera contemplado. Insistimos en que esa
percepción no cambia el ser de las cosas: no hace que exista una situación fáctica que no ha
existido nunca. Lo que hubiera percibido un espectador objetivo, colocado de manera imparcial

177
en el lugar de los hechos, no cambia los acontecimientos pero sí influye en el grado de relevancia
que tendrá el desconocimiento de la situación por parte del autor y reconduce estas hipótesis a
casos de error. Si ese observador externo, neutral y con una diligencia media tampoco se
hubiera percatado del error, entonces estamos ante un caso de error invencible; si el
espectador objetivo, con la diligencia de un hombre medianamente prudente, hubiera podido
conocer la realidad y salir del error, entonces éste será vencible. En el ejemplo: si dadas las
circunstancias, un espectador externo también hubiera estimado que se estaba produciendo el
asalto a una vivienda, existirá un supuesto de error invencible; si un espectador neutral,
desarrollando una diligencia media hubiera advertido que se trataba de juegos nocturnos de los
chicos de la zona, será un error vencible.

En resumen, efectos de la falta de presupuesto fáctico de una causa de justificación: la


ausencia del elemento fáctico que sostiene la posibilidad de actuar justificadamente impide
apreciar la causa de justificación. Falta su soporte y, en consecuencia, la acción realizada
seguiría siendo contraria a Derecho. (Entre otras, Sentencias del Tribunal Supremo núms.
1515/2004 de 23 de diciembre o 932/2007 de 21 de noviembre). El sujeto se vería inmerso en
la responsabilidad que se derivara del elemento culpabilidad. Ahora bien, si creyó
equivocadamente que sí se daba el presupuesto de hecho que da entrada a una conducta
justificada, se daría una situación de error, cuya medida la marca la posibilidad de percibir la
realidad tomando como pauta lo que percibiría un sujeto imparcial desarrollando una diligencia
media.

CONDICIONES PARA LA JUSTIFICACIÓN DE LA CONDUCTA.

Una vez afirmada la presencia del elemento fáctico de la causa de justificación, el sujeto
está en condiciones de poder actuar bajo su amparo. Pero sólo se dará esta cobertura si se actúa
con sometimiento a los requisitos que impone el Derecho Penal. Para que la conducta sea
conforme a Derecho no basta con que el sujeto actúe en respuesta a la situación habilitante
que le ha supuesto una amenaza a su bien jurídico. No puede reaccionar de cualquier manera,
sino que ha de someterse a una serie de condicionantes legales que son diferentes en cada
causa de justificación.

La exigencia de sometimiento a los límites que marca el legislador se justifica en el


efecto principal que producen las causas de justificación: se excluye la contrariedad a Derecho
de la conducta que, por lo tanto, no va a generar responsabilidad penal alguna. Siendo esta la
consecuencia jurídica primordial, es lógico que se requiera que la conducta discurra bajo unos
márgenes estrechos que hagan de ella una respuesta razonable a la situación que la generó. Si

178
se permitiera que la conducta se realizara de cualquier modo, se anularía toda la eficacia
preventiva que el Derecho Penal trata de proyectar sobre los tipos. De nada sirve que el
legislador defina en términos muy precisos el carácter prohibido del delito de lesiones o de
homicidio si, ante una leve agresión ilegítima, por ejemplo una patada en la espinilla, se
considerara permitida cualquier respuesta del golpeado a su agresor, incluso una herida mortal.

Para cada causa de justificación el legislador marca una serie de requisitos que el sujeto
ha de cumplir para que su conducta sea conforme a Derecho. Veremos en la unidad siguiente,
en cada causa de justificación, cuáles son esos requisitos: por ejemplo, en la legítima defensa,
entre otras cosas, se va a exigir que el medio empleado sea racional, es decir, que se responda
de manera proporcionada al ataque ilegítimo; en el estado de necesidad, uno de sus requisitos
es que la situación de conflicto para los bienes jurídicos no haya sido generada directamente
por el sujeto que invoca la causa de justificación, etc…

Se trata de condiciones marcadas por el Derecho. Este punto subraya la diferente


naturaleza que tienen estos requisitos respecto al presupuesto fáctico de una causa de
justificación. Éste, como hemos insistido, es una situación fáctica que existe o no al margen de
la voluntad o de la actitud que desarrolle el sujeto, quien lo único que hace es encontrarse con
ella. Es externa a él. Sin embargo, las condiciones legales de cada causa de justificación están
diseñadas por el Ordenamiento Jurídico y pretenden encauzar la conducta del sujeto, que ha de
supeditarse a ellas para que su comportamiento esté permitido. Esta diferencia es la que explica
los distintos efectos que la falta de uno u otras tiene de cara a la responsabilidad penal del
sujeto. En común tienen que ya sea que falta el presupuesto de hecho o que faltan las
condiciones legales, la conducta no estará justificada y seguirá generando respuesta penal.
Pero:

- Si falta el presupuesto de hecho habilitante, la conducta no estará en absoluto


justificada y será merecedora de plena responsabilidad penal; más exactamente, de la que
resulte de analizar la culpabilidad. Lo único que puede suceder en este caso de ausencia del
presupuesto de hecho es que el sujeto creyera erróneamente que éste sí se daba y actuara
impulsado por esa creencia. Estaríamos ante un caso de error, cuyo tratamiento penal está en
el artículo 14 CP.

- Si existe el presupuesto fáctico pero falta alguno/s de los requisitos legales que requiere
cada causa de justificación, ésta no operará y la conducta del sujeto seguirá mereciendo
respuesta penal, pero será objeto de una atenuación. La vía es la aplicación del artículo 21.1. CP
que establece: “Son circunstancias atenuantes: 1º. Las causas expresadas en el Capítulo

179
anterior, cuando no concurrieren todos los requisitos necesarios para eximir de responsabilidad
en sus respectivos casos”. La concreción de la atenuación de pena se contienen en el art. 68 CP
que prevé una reducción de la misma en uno o dos grados: “atendidos el número y la entidad
de los requisitos que falten o concurran”, entre otros criterios. La existencia del presupuesto
fáctico colocó al autor ante una situación que “casi” permitía justificar su conducta de
respuesta. A punto estuvo de que se justificara su acción. Pero eso no ha sucedido, porque el
sujeto no se ha sometido a alguno de los límites que el Derecho impone para levantar la
prohibición de la conducta. Por eso, se dice que la ausencia de alguno de esos requisitos legales
da lugar a la eximente incompleta del artículo 21.1º CP: no hay exclusión plena de
responsabilidad penal, no hay una plena eximente, pero si hay una reducción de la pena
cuantitativamente relevante. El que la atenuación de la pena sea de uno o dos grados
dependerá del número de requisitos que falten o de la entidad de su incumplimiento: no es lo
mismo que el sujeto se exceda de manera relevante en la defensa (no se debería bajar más de
un grado) a que se trate de una leve extralimitación (se podría llegar a descender los dos
grados). Tal variación habrá de ser apreciada por el juez y motivada en la Sentencia.

Y por último, también la creencia errónea del sujeto de que actúa conforme a esos
requisitos, pese que no los cumple o se está extralimitando en ellos, tiene respuesta en sede de
error (art. 14 CP).

En todo caso, la distinta configuración del presupuesto y de las condiciones de las causas
de justificación explica el diferente tratamiento que puede tener el error en cada uno de los dos
casos, tal y como veremos más adelante.

3.- El elemento subjetivo de las causas de justificación.


Además de los elementos anteriores, una conducta estará justificada si el sujeto conoce
que concurre el presupuesto de hecho que habilita para actuar justificadamente y quiere (se
decide por) actuar bajo esa justificación. Este elemento subjetivo se reconoce en la propia
formulación de las causas de justificación: en la legítima defensa, cuando se dice que el sujeto
actúe “en” defensa de….; en el estado de necesidad, al requerirse que se ha de actuar “para”
evitar un mal…..; y en el cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un derecho, al pedirse
que se obre “en” cumplimiento de dicho deber o “en” el ejercicio legítimo de un derecho, oficio
o cargo. Es decir, se emplean términos que indican que las causas de justificación exigen una
especial tendencia por parte del sujeto: se ha de captar la presencia del presupuesto de hecho
de una causa de justificación y, bajo este conocimiento, actuar con la voluntad de reaccionar
ante el mismo. Un sencillísimo ejemplo: el que responde a una agresión ilegítima ha de ser

180
consciente que está ante ese ataque y que ése es el que desencadena su respuesta de defensa.
Pues bien, como tantas veces hemos advertido, si falla este componente subjetivo, a la causa de
justificación le faltaría una pieza, por lo que no podría ser estimada. La ausencia del elemento
subjetivo de la causa de justificación impide la apreciación de la misma, pese a que se reúnan
tanto el presupuesto de hecho como los requisitos legales. La conducta, de nuevo, permanece
sin justificar, sigue considerándose contraria al Ordenamiento y penalmente tendrá respuesta.

Ahora bien, la necesidad de este requisito subjetivo no impide que el sujeto actúe
movido, además, por otros móviles o intereses personales que, de concurrir, no merecen
relevancia alguna. Por ejemplo, si un médico descubre secretos o datos íntimos de una persona
pero lo hace en cumplimiento de su profesión, aunque ello además se haga por un exagerado
afán de cotillear. O siguiendo el caso anterior, si el sujeto que actúa con el propósito de
defenderse de la agresión ilegítima que acaba de recibir, además obtiene la grata “satisfacción”
de golpear a una persona que le resulta especialmente odiosa, estaremos ante motivaciones
ulteriores que no anulan el elemento subjetivo específico de la legítima defensa y que resultan
irrelevantes. Lo importante es que el sujeto se ha percatado de la agresión ilegítima y ha
respondido con el propósito de defenderse de ella. Si junto al ánimo específico de responder a
la amenaza a un bien jurídico, el autor actúa por otros motivos personales añadidos, al Derecho
Penal éstos no le deben interesar, dado el riesgo de derivar en un sistema que se orienta a
reprimir pensamientos o voluntades más o menos perversas.

Pudiera suceder que un sujeto, sin saberlo, realice una conducta que cumple con los
elementos objetivos de una causa de justificación. Se puede estar produciendo el presupuesto
de hecho y cumpliendo los requisitos legales de una causa de justificación, pese a que el sujeto
no los conozca y, por lo tanto, no actúe impulsado por ellos. Faltará entonces el elemento
subjetivo de la causa de justificación, generándose una situación de error: “A” golpea a “B”, con
ánimo de lesionarle gravemente en el mismo momento en el que “B” le estaba apuntando al
tórax con un arma de fuego sin que “A” lo supiera. Se da el supuesto de hecho, la agresión
ilegítima; además, la actuación es proporcionada, racional, no ha sido provocada, etc.; es decir,
se actúa con sumisión a los requisitos legales. Sin embargo, “A” desconoce la existencia del
hecho de la agresión, ya que no lo capta con su conocimiento, por lo que no se decide (no hay
voluntad) a actuar en respuesta del ataque. A no actúa “en” defensa, sino de manera
estrictamente dolosa respecto a la salud lesionada de “B”. La respuesta penal que merece el
error sobre el elemento subjetivo de las causas de justificación ha sido sometida a un duro
debate doctrinal.

181
- Posición dominante: la conducta debe ser tratada en forma análoga a una tentativa. Ésta
no se da de manera estricta, porque objetivamente sí se ha producido el resultado
descrito por el tipo y pretendido por el sujeto. Ahora bien, el hecho es que en ese caso
concreto, el Ordenamiento no quiere prohibir ese resultado lesivo. Por eso, no hay
propiamente un global desvalor de resultado al no haber afección jurídicamente
relevante para el bien jurídico. Sólo se mantiene el desvalor de acción inherente a la
conducta que ha ejecutado el sujeto. Así que, sí hay desvalor de acción y no hay un
jurídico desvalor de resultado; en consecuencia, se trata de una manifestación de
conducta intentada

- Posición crítica: postulan que la conducta ha de quedar impune. Esta opción pone de
relieve que el azar ha convertido en lícito algo que inicialmente no iba a serlo. Es la
casualidad la que determina que la acción, dirigida a actuar en contra del Derecho, se
esté desarrollando bajo los parámetros de una causa de justificación sin que el autor lo
sepa y que el resultado lesivo no interese al Derecho Penal. En ausencia de desvalor de
resultado, el desvalor de acción se sustenta en la pura ejecución del hecho movido por
un dolo típico que sin embargo, no va a llegar a producir efectos lesivos relevantes. Es
decir, habría desvalor de acción pero no había posibilidades de resultado lesivo, por lo
que estaríamos ante un caso de castigo de una tentativa inidónea: más cercana al
castigo de la voluntad criminal que de los hechos que afectan a los bienes jurídicos.
Retomando el ejemplo que pusimos más arriba, el que lesionó actuó, aún sin saberlo,
bajo legítima defensa, cosa que el Ordenamiento Jurídico no quiere ni puede castigar,
independientemente de su maldad o de los motivos que le impulsaron a actuar.

4.-El error en las causas de justificación


En el epígrafe anterior nos hemos ocupado de cómo un sujeto puede estar actuando
objetivamente bajo una causa de justificación sin ser consciente de ello (error sobre el elemento
subjetivo). Para cerrar el círculo, nos detendremos en los casos de error que afectan a la faceta
objetiva de las causas de justificación:

- el sujeto cree que se da el presupuesto de hecho y realmente éste no se está


produciendo: error sobre los presupuestos fácticos de una causa de justificación.

182
- sí existe el presupuesto de hecho, pero el sujeto cree estar dentro del ámbito de una
causa de justificación, cosa que no sucede: error sobre los límites o sobre la existencia
de una causa de justificación.

EL ERROR SOBRE EL PRESUPUESTO FÁCTICO DE UNA CAUSA DE JUSTIFICACIÓN

Supuesto: En el seno de una discusión entre Gonzalo y Fernando, el primero hizo


ademán de coger algo del suelo dirigiéndose a Fernando. Creyendo éste que iba a ser atacado,
le propinó un fuerte golpe con la mano, sin otra intención, derribándole al suelo, pero el
pavimento sobre el que cayó Gonzalo era de cemento, y al golpearse en la cabeza, se produjeron
graves traumatismos craneales que le causaron la muerte (caso inspirado en los hechos
relatados en la Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de noviembre de 1977). ¿Qué sucederá
si el autor cree erróneamente que se encuentra ante la situación de amenaza o crisis para un
bien jurídico y reacciona para salvarlo, cuando realmente ese hecho no existía?

Recordemos que la respuesta parte de la opción que se siga en lo relativo al criterio de


apreciación del presupuesto fáctico de una causa de justificación.

- Criterio objetivo-subjetivo, que atiende al parámetro de la previsibilidad o razonabilidad


de un espectador objetivo, imparcial y medianamente diligente: si se considera que era
absolutamente imprevisible que se percibiera el presupuesto de hecho, el error en el que se
haya el sujeto debe ser irrelevante y no impediría la apreciación de la causa de justificación. Si,
por el contrario, cualquiera lo hubiera advertido, entonces habrá un error relevante, que
impediría estimar la causa de justificación y la conducta sería contraria a Derecho. A esta opción
se le opone como crítica que llega a mantener que es real aquello que en realidad nunca existió,
por mucho que cualquier sujeto medianamente diligente e imparcial así lo hubiera considerado.
La composición que se haría un espectador objetivo sobre lo que está ocurriendo no puede
hacer que sea real aquello que no lo es, aunque se descubra después.

- Dado lo anterior, la opción estrictamente objetiva deja fuera cualquier apreciación


subjetiva o la que tendría el hipotético espectador neutral e imparcial. El juez ha de tener en
cuenta los hechos que realmente ocurrieron de modo objetivo, incluso aunque algunos se
conocieran ex post, una vez sucedido todo. Si se concluye, incluso con datos conocidos tras los
hechos, que el presupuesto de hecho no existía, por mucho que el autor así lo creyera; es más,
por mucho que cualquiera hubiera percibido ahí una situación de crisis para el bien jurídico, ésta
no existió en la realidad: el hecho que habilita a actuar bajo la justificación no se ha producido
y, dada su ausencia, es imposible absolutamente justificar la conducta, que seguirá siendo

183
antijurídica. Ahora bien, el criterio del espectador objetivo sí se toma en cuenta al analizar el
aspecto subjetivo de la conducta realizada en ausencia del presupuesto fáctico de la causa de
justificación que el sujeto creía erróneamente que sí existía. Lo que un espectador objetivo,
colocado de manera imparcial en el lugar de los hechos hubiera percibido, no cambia los
acontecimientos pero sí influye en la relevancia que ofrece el desconocimiento de la situación
por parte del autor y reconduce estas hipótesis a casos de error: si ese observador externo,
neutral y con una diligencia media tampoco se hubiera percatado del error, entonces estamos
ante un caso de invencibilidad; si el espectador objetivo, con la diligencia de un hombre
medianamente prudente, hubiera podido conocer la realidad y salir del error, entonces éste será
vencible.

A partir de aquí, las respuestas divergen en lo relativo a qué clase de error es el que se
ha producido, si error de tipo o error de prohibición (o error sobre la ilicitud de la conducta),
opción que se anuda a la aceptación o no de la tesis de los elementos negativos del tipo.

- En general, quienes no la mantienen y distinguen entre tipo y causas de justificación,


estiman que un error en materia de causas de justificación es un error sobre el carácter
antijurídico de la conducta. De ahí la calificación como error de prohibición (Art. 14.3 CP): porque
se entiende que el error del sujeto recae sobre la norma que le permite actuar cuando el
presupuesto de hecho concurre realmente. Cree que tiene el “permiso” para reaccionar ante
una agresión, pese a que ésta no estuviera sucediendo. La consecuencia jurídica es que si el
error es vencible, la pena del delito doloso se atenuará en uno o dos grados, respuesta que
estiman adecuada al carácter doloso de la conducta del sujeto: en nuestro ejemplo, el sujeto
que creía ser agredido, quiere lesionar y así lo hace. Se trata de la tesis seguida por el Tribunal
Supremo; así entre otras, en sus Sentencia núm. 755/2003, de 28 de mayo y 721/2005, de 19 de
mayo.

- La opción del error de tipo (art. 14.1 CP) enfatiza que en estos casos el sujeto no está
equivocado sobre lo que el Derecho le permite o le prohíbe hacer, sino que su equivocación
radica en la situación a la que se refieren esas normas: tiene una falsa representación acerca de
la situación prevista en la Ley para que entren en juego las causas de justificación. Utilizando el
ejemplo propuesto arriba: el que “se defiende” sabe muy bien que si le agreden tiene el permiso
jurídico para reaccionar; o si se prefiere, sabe perfectamente que está prohibido lesionar a otro,
salvo que exista una agresión previa. Es decir, conoce bien el contenido de las normas. En lo que
está equivocado es en la situación regulada por las normas: capta erróneamente la realidad
regulada normativamente, pues cree que le están agrediendo y no es así. Estamos, entonces,
ante un caso estructuralmente igual a los de error de tipo. Igual que decíamos que quien detona

184
un explosivo creyendo que está conectando un sistema de alarma o que quien dispara a una
persona porque cree que es la pieza de caza que quiere abatir se ha equivocado sobre la
situación típica y no se nos ocurre plantearnos que hubiera en su conducta una equivocación
sobre la prohibición de matar, también aquí lo que sucede es que el sujeto yerra sobre la
autenticidad de una situación, que es la agresión, aunque se trate de datos que se descubren
después. Aplicando las consecuencias que el Código Penal asigna al error de tipo en el artículo
14.1 CP, se obtiene que si el error es invencible, porque ni siquiera un observador externo y con
una diligencia media habría percibido la falta del presupuesto de hecho, la conducta resultará
impune. Pero si el error es vencible, la conducta se castigará, en su caso, como delito
imprudente.

Esta solución es defendida por quienes sostienen la tesis de los elementos negativos del
tipo. Se trata de una solución coherente con la opción sistemática de esta teoría: es error de
tipo, porque los presupuestos fácticos de una causa de justificación son elementos del tipo,
negativos, que no tienen que concurrir, pero elementos del componente tipicidad.

Se le achaca el inconveniente de las lagunas de punición que se pueden generar, a


consecuencia del sistema de casos tasados que sigue el Código Penal respecto a la imprudencia.
Si un hecho delictivo no tiene expresa opción imprudente en el Código Penal, los casos de error
sobre presupuestos de hecho de una causa de justificación que afecten a ese delito quedarán
impunes. Sin embargo, tal inconveniente no puede considerarse como una crítica a la tesis, ya
que es una de las consecuencias derivadas de la opción político-criminal seguida por el Código,
vinculada al principio de intervención mínima. Otra cosa es que no se esté de acuerdo con esta
opción político-criminal por sí misma y por las consecuencias técnicas que conlleva.

Otro inconveniente a la solución del error de tipo para los casos de error sobre
presupuestos fácticos es que trata como delito imprudente lo que realmente es un hecho
doloso. Cabe responder a esta crítica puntualizando que el dolo típico requiere una voluntad de
actuación en contra de las prohibiciones normativas, cosa que en estos casos no se da. Al
contrario, el sujeto que cree erróneamente que se da el hecho que le habilita a actuar
justificadamente lo que tienen es la voluntad de actuar de acuerdo con las normas permisivas.
Ambas voluntades, la de actuar en contra del mandato y la voluntad de acogerse a lo permitido,
son incompatibles. En últimas, lo que ha sucedido es que el sujeto no ha desplegado el deber de
cuidado que se le podía exigir, al no percatarse de una situación que un sujeto medianamente
diligente sí habría captado. Así pues, su comportamiento reúne los caracteres de la imprudencia
que es, precisamente, como se califica en el CP el error de tipo vencible. Al final, resulta ser una

185
calificación más coherente con la actitud subjetiva desplegada por el sujeto: trata como
imprudente lo que realmente así es.

EL ERROR SOBRE LOS LÍMITES O SOBRE LA EXISTENCIA DE UNA CAUSA DE JUSTIFICACIÓN.

Se ha subrayado en varios puntos de esta lección la diferente estructura y fundamento


al que responden el presupuesto de las causas de justificación y las condiciones o requisitos
legales de las mismas. El presupuesto es una situación fáctica que existe o no al margen de la
voluntad o de la actitud que desarrolle el sujeto, quien lo único que hace es encontrarse con
ella. Sin embargo, las condiciones legales de cada causa de justificación están diseñadas por el
Ordenamiento Jurídico y pretenden encauzar la conducta del sujeto, que ha de supeditarse a
ellas para que su comportamiento esté permitido. Esta configuración distinta explica el
diferente tratamiento que se le da al error cuando éste versa sobre las condiciones o límites
jurídicos de una causa de justificación a cuando se refiere a los presupuestos de hecho. Ya no
será un error de tipo, es decir, una falsa representación sobre la situación, sino que de modo
unánime se considera un error de prohibición, o sea, una equivocada consideración acerca de
los márgenes que el Derecho ofrece para actuar. Si el sujeto se equivoca sobre los límites o el
alcance que tiene una causa de justificación, se equivoca sobre lo que la norma le permite hacer.
Ejemplo: un sujeto recibe en público un grave insulto que es una clara perturbación de su honor,
ante lo cual reacciona de manera violenta contra su agresor, a quien propina un fuerte golpe en
la cabeza, causándole graves lesiones. Conoce perfectamente que está ante el presupuesto de
hecho que le permite defender su honor (la agresión ilegítima). Su equivocación está en el tipo
y la entidad de la respuesta que puede devolver. Se trata de un error que versa sobre el ámbito
de la prohibición, sobre el carácter permitido o no de la conducta, en definitiva sobre lo que es
conforme a Derecho o no. Su consecuencia: si el error es vencible se castigará la conducta con
la pena inferior en uno o dos grados (artículo 14.3 CP;. Sentencia del Tribunal Supremo núm.
3068/1999, de 19 de septiembre).

Una advertencia: el error de prohibición vencible en el caso de equivocación sobre los


límites o los requisitos de una causa de justificación conlleva una atenuación de pena a tenor
del art. 14.3 del CP, igual a la que se produce en el caso de la eximente incompleta por falta de
alguna de las condiciones legales de la causa de justificación, artículo 21.1º en relación con el
art. 68 CP. De ahí que normalmente la jurisprudencia se incline más por esta segunda
calificación, sin entrar a valorar la difícil prueba del error.

Finalmente, si el sujeto yerra sobre la existencia misma de la causa de justificación, es


decir, cree que su obrar está amparado por una causa de justificación y ésta ni siquiera existe,

186
también su error versa acerca del lo que está permitido y prohibido jurídicamente. Por ejemplo:
el marido que cree que dentro del matrimonio aún existe el débito conyugal y que puede
mantener relaciones sexuales con su mujer aunque ésta se oponga; o por ejemplo, se cree que
ante los constantes ataques terroristas, se puede defender la seguridad de un país con un grupo
terrorista paralelo. Se trata de conductas que el Ordenamiento Jurídico prohíbe y no permite
en ningún caso, situaciones que el Ordenamiento no ha incluido bajo el ámbito de lo permitido,
pese a que el sujeto cree que sí. También este caso es tratado unánimemente como error de
prohibición, ya que el error recae sobre lo que jurídicamente está prohibido o permitido. De
nuevo, la consecuencia de este error de prohibición es la atenuación de la pena en uno o dos
grados si el error es vencible (artículo 14.3 CP).

187
LECCIÓN 12. LAS CAUSAS DE JUSTIFICACIÓN EN EL
CÓDIGO PENAL ESPAÑOL.

Analizaremos en esta unidad las causas de justificación en particular: legítima defensa,


estado de necesidad y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo o cumplimiento de un
deber, contenidas respectivamente en los artículos 20.4º, 5º y 7º del Código Penal, además del
consentimiento. No se van a repetir las cuestiones que fueron ya tratadas de manera general en
el tema anterior; sólo se harán puntuales recordatorios o especificaciones para cada una de
ellas.

1. La legítima defensa.
La legítima defensa es, posiblemente, la causa de justificación “por excelencia”, o al
menos, la que tiene mayor popularidad y alcance social. Aunque hubo algún momento en que
se le asignó la consideración de causa de exclusión de la culpabilidad, al contemplarse como un
problema de estado mental de miedo en el que se encuentra la víctima de un ataque, hoy no se
duda de su naturaleza de causa de justificación, esto es, de situación que invierte el sentido
prohibitivo inicial de la conducta lesiva, al estimarla, de modo excepcional y siempre que se
reúnan determinados requisitos, una conducta permitida por el Ordenamiento y, por tanto, a la
que éste no va a asignar consecuencia jurídica alguna.

FUNDAMENTO.

Se justifica a la legítima defensa en la autotutela de bienes jurídicos; en la salvaguarda


de bienes jurídicos individuales que están en una situación de grave riesgo para su titular. El
Ordenamiento Jurídico no puede exigir al que se encuentra en una situación límite respecto a la
indemnidad de sus intereses jurídicos que busque soluciones no lesivas para los bienes jurídicos
de su agresor (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 470/2005, de 14 de abril). Esta dimensión
individual acerca a la legítima defensa a una situación de exculpación, ya que incide en el estado
mental límite en el que se puede encontrar el agredido.

Por eso, ha predominado una justificación supraindividual, relativa a la necesidad


general de defender el Ordenamiento, que ha sido o está siendo conculcado por una agresión
ilegítima. La legítima defensa sirve de instrumento reforzador del Derecho. Lanza un mensaje a
los ciudadanos advirtiéndoles de la posibilidad que le queda al titular del bien jurídico que se ve

188
perturbado ilegítimamente de salir en su defensa y evitar esa perturbación. Se le dice a todo
eventual agresor que el Ordenamiento va a ver con buenos ojos la reacción del agredido, quien
podrá responder legítimamente, invirtiéndose la situación ya los bienes jurídicos que corren en
peligro serán los del propio agresor. Por ello, la legítima defensa sirve al objetivo de prevención
general en tanto que anuncia la licitud del bloqueo frente comportamientos ilícitos y, por lo
tanto, proclama la prevalencia del Derecho. En todo caso, eso no significa que se esté dotando
a todos los ciudadanos de una prerrogativa absoluta para hacer valer el Derecho bajo cualquier
circunstancia y de cualquier modo, sino que está sujeta a estrictas condiciones debido al
importante efecto que genera: llega a admitir la licitud de lesiones a ataques gravísimos incluso
al bien jurídico más importante (por ejemplo, permite que lícitamente se mate a otra persona).

REQUISITOS.

Ámbito de la legítima defensa.

La legítima defensa tiene un ámbito de aplicación muy amplio. Opera “en defensa de la
persona o derechos”, dice textualmente el art. 20.4º CP, lo que supone que se extiende a la
tutela de bienes jurídicos personales y derechos individuales. Por eso, cabe la legítima defensa
respecto a la vida, a la salud individual, al honor, a la intimidad, a la libertad, a la propiedad… Es
posible la legítima defensa de terceros, es decir, la defensa de intereses individuales de terceras
personas, bien porque el tercero agredido no pueda hacer frente por sí mismo a la agresión (por
ejemplo, un indigente de edad avanzada es golpeado y pisoteado por unos jóvenes), bien porque
se colabora en la defensa que el tercero hace de sí mismo (por ejemplo, se ayuda a la víctima de
un “tirón” a detener al ladrón que sale corriendo).

Quedan excluidos de la posibilidad de legítima defensa los bienes jurídicos colectivos. Es


imposible actuar en legítima defensa ante ataques al medio ambiente o a la seguridad vial, por
ejemplo. También, pese a la inicial amplitud, la defensa de bienes patrimoniales (defensa de la
propiedad) se contrae a la doble condición de que el ataque a los mismos sea delito y suponga
una situación de grave peligro de pérdida o deterioro inminente, para evitar realizaciones
arbitrarias del Derecho y mantener la prioridad absoluta de las vías judiciales o procedimentales
para salvaguardar los derechos patrimoniales: por ejemplo, si alguien sufre una apropiación
indebida de una obra de arte de su propiedad, en principio no cabe reaccionar en legítima
defensa, sino que habrá que recurrir a las vías procesales para resolver la situación y reclamar
la restitución de la pieza. En éste mismo ámbito, el Código expresa una restricción respecto a la
defensa de la morada o sus dependencias, es decir, en caso de delito de allanamiento de morada

189
del art. 202 CP sólo cabe legítima defensa en caso de “entrada” en ella, pero no si el allanamiento
se ha producido por la modalidad de “permanencia”.

Presupuesto de hecho: la agresión ilegítima.

Los anteriores bienes o derechos individuales, propios o de terceros, han de


encontrarse en una situación de hecho que el Código Penal define de “agresión
ilegítima”. Se trata del presupuesto de hecho de la causa de justificación, es decir, la
situación fáctica que desencadena la posibilidad de defensa cumpliendo después con
una serie de requisitos. Recordamos que la falta de este elemento fáctico determinará
los siguientes efectos: no cabrá apreciar la causa de justificación, de modo que no habrá
exención de responsabilidad y ni siquiera será viable la opción de la eximente
incompleta. Así de contundente se expresa la Sentencia del Tribunal Supremo núm.
98/2009, de 10 de febrero: “No concurriendo agresión ilegítima no es posible hablar de
legítima defensa ni como eximente ni como eximente incompleta. Es el elemento
imprescindible, precisamente la eximente incompleta se construye sobre una agresión
ilegítima, pudiendo faltar los otros dos elementos ya por darse una desproporción en
los medios de defensa empleados, ya por existir previa provocación”. En caso de que el
sujeto crea equivocadamente que está siendo objeto de ataque (defensa putativa), sólo
quedará la opción del error, calificado como error de tipo o error de prohibición según
la opción que se defienda.

Por agresión, dice la jurisprudencia del Tribunal Supremo (Sentencia núm. 932/2007, de
21 de noviembre), “debe entenderse toda creación de un riesgo inminentemente para los bienes
jurídicos legítimamente defendibles, creación de riesgo que se viene asociando por regla general
a la existencia de un acto físico o de fuerza o acometimiento material ofensivo. Sin embargo, se
ha reconocido también que el acometimiento es sinónimo de agresión, y que ésta debe
apreciarse no sólo cuando se ha realizado un acto de fuerza, sino también cuando se percibe
una actitud de inminente ataque o de la que resulte evidente el propósito agresivo inmediato,
como pueden ser las actitudes amenazadoras, si las circunstancias del hecho que son tales que
permitan temer un peligro real de acometimiento, de forma que la agresión no se identifica
siempre y necesariamente con un acto físico sino también puede prevenir del peligro, riesgo o
amenaza, a condición de que todo ello sea inminente”. Es decir, agresión implica colocar a los
bienes o derechos individuales ante un riesgo inminente de menoscabo o destrucción.

190
La agresión ha de ser real, es decir, no basta con que el autor considere que es objeto
de una agresión, si eso sólo es objeto de su imaginación o una mera sospecha que no se llega a
verificar. Insistimos en la ausencia del presupuesto fáctico para estos casos de legítima defensa
putativa y su reconducción a la vía del error.

La agresión ha de ser actual e inminente. Es decir que se cierna de manera inevitable


sobre la víctima. Es la condición que explica la necesidad de defenderse. En consecuencia, no se
puede estimar que haya agresión y, por lo tanto, no cabe justificación para la defensa, cuando
la agresión ha terminado o no ha comenzado. Si ya ha terminado sería un caso de venganza
privada; por ejemplo, si el que propinó unos fuertes golpes a su compañera sentimental ya ha
abandonado la casa, no cabe que ésta salga en su busca y le golpee cuando le encuentra, horas
después. Dice a este respecto la Sentencia del Tribunal Supremo núm. 1252/2001, de 26 de
junio: “es necesario que entre la agresión y la defensa haya una unidad de acto, pues si el ataque
agresivo ha pasado, la reacción posterior deja de ser defensa para convertirse en venganza”, (en
la misma línea, entre otras muchas, Sentencia del Tribunal Supremo núm. 1466/2003, de 7 de
noviembre). Si la respuesta se anticipa y se reacciona ante una mera predicción del peligro
(defensa preventiva), tampoco cabe hablar de agresión, ya que la justificación de la conducta, o
sea, la licitud de un ataque a un bien jurídico, estaría dependiendo de un factor subjetivo, y por
tanto expuesto a muchas circunstancias personales o coyunturales (por ejemplo, si alguien es
muy asustadizo, puede reaccionar muy duramente ante un leve acometimiento, pero que él
percibe como el inicio de una grave agresión). La agresión debe ser un hecho real e inmediato.
Problema que aquí se plantea: ¿ha de esperar la víctima a que el ataque se esté produciendo?;
¿y si ya es demasiado tarde?, ¿cuánto se le puede exigir que espere para ver si lo que se intuye
como una agresión efectivamente se concreta como tal? Los criterios de la percepción ex ante
y del espectador objetivo e imparcial deben dar la pista, aún reconociendo que nos hallamos
ante un terreno sumamente resbaladizo.

En definitiva, la falta de actualidad o presencialidad del ataque genera un exceso


extensivo en la defensa que impide apreciar jurídicamente la agresión.

Es fundamental que esa agresión sea ilegítima. Con este calificativo se designa a aquella
conducta de ataque a los bienes jurídicos que está prohibida por el Derecho penal. El desvalor
de la agresión es lo que neutraliza el carácter ilícito de la respuesta de la víctima, es decir, lo que
justifica la necesidad de hacer “prevaler del Derecho”. La consecuencia directa que se desprende
de esto es que no cabe legítima defensa ante ataques a bines jurídicos autorizados por el
Derecho. Pensemos por ejemplo, que un sujeto que está en prisión cumpliendo condena,
pudiese alegar legítima defensa ante el ataque a la privación de libertad que sufre; o que si un

191
sujeto “A” golpea a otro y provoca en éste una legítima defensa, a su vez pudiese “A” alegar que
está defendiéndose legítimamente del defensor.

El carácter ilegítimo de la agresión es subrayado por el Código en lo relativo a la defensa


de bienes insistiendo en que ha de ser un ataque constitutivo de delito (también que genere un
riesgo grave de pérdida o deterioro inminente del bien)

Según esta condición, tampoco cabe apreciar agresión ilegítima en los casos de riñas
mutuamente aceptadas porque en ese escenario de pelea recíprocamente consentida, los
contendientes se sitúan al margen de la protección penal al ser actores provocadores cada uno
de ellos del enfrentamiento (Así, Sentencias del Tribunal Supremo núms. 427/2010, de 26 de
abril, 98/2009, de 10 de febrero, 64/2005 de 26 de enero, 363/2004 de 17 de marzo o 149/2003,
de 4 febrero).

Requisitos o límites de la legítima defensa.

Las condiciones o límites que el Derecho penal impone para apreciar la legítima defensa
son: necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión, la cual implica,
a su vez, una necesidad genérica de defensa y una racionalidad en los medios empleados y falta
de provocación suficiente por parte del defensor. Veamos cada uno.

a) Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión.

Es importante distinguir, bajo esta formulación general de hacer una defensa


ponderada, un doble condicionante, cada uno con diferente alcance. Una cosa es la necesidad
de recurrir racionalmente a una situación de defensa. En este sentido se habla de necesidad de
defensa en sentido amplio o genérico. Otra cosa es que, una vez que se constata que la defensa
es necesaria, ésta deba desarrollarse de un modo racional y ponderado.

La necesidad genérica de defensa o la necesidad en abstracto de defensa es una


consecuencia del carácter ilegítimo de la agresión actual o inminente (Sentencia del Tribunal
Supremo núm. 466, de 9 de abril de 2010). Cuando un bien jurídico está siendo objeto de un
ataque real, grave e inevitable, la situación de crisis en la que se encuentra hace que el agredido
no tenga otra alternativa jurídica para imponer el Derecho más que repeler la agresión. Por eso,
la necesidad de defensa faltaría en los casos ya mencionados de exceso extensivo al no haber
actualidad o presencialidad en el ataque. La falta de inminencia determina que no quepa hablar
de agresión ilegítima y, con ello, que decaiga la justificación de la defensa: si ya terminó, sería
una respuesta de venganza privada; si la respuesta se anticipa y se reacciona ante una mera
predicción del peligro (defensa preventiva), se estaría dejando en manos de apreciaciones
subjetivas un efecto tan trascendente como es dotar de licitud a un ataque a un bien jurídico.

192
Los supuestos de respuesta anticipada o retrasada implican inexistencia de agresión ilegítima y,
en consecuencia, excluyen la necesidad de defensa en abstracto. Se consideran igual que los
casos de falta de presupuesto de hecho de una causa de justificación, calificación que determina
que no sea posible apreciar la legitima defensa ni como eximente completa, ni como incompleta
del art. 21.1 CP (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 172/2008, de 30 de abril, que trata de un
supuesto de exceso extensivo en el que la reacción violenta del procesado se prorrogó
indebidamente por haber cesado la agresión ilegítima; cuando el procesado coge la barra de
hierro y propina con ella varios golpes a la víctima ésta ya estaba huyendo del bar del
procesado).

En cuanto a la necesidad racional del medio empleado, es un requisito que atiende a la


idea de que el desarrollo de una conducta justificada requiere someterse a unas guías de
actuación. El que el Derecho autorice a repeler un ataque no significa que dé carta blanca para
el agredido en su defensa lícita. El Código Penal perfila el modo y a la intensidad en que la
defensa va a ser jurídicamente posible: sólo lo será si se trata de una respuesta razonable y
proporcionada en medios y modos. No se trata de hacer una comparación en términos
absolutos entre la agresión y el ataque: entre los bienes jurídicos enfrentados o entre los medios
empleados entre una y otra. Es decir, no se trata de que la legítima defensa imponga que un
ataque a la integridad física sólo pueda ser respondido con otro similar, o que si se emplea un
arma blanca el que se defienda deba utilizar otra y no pueda defenderse con un arma de fuego,
por ejemplo.

“La defensa ha de situarse en un plano de adecuación, buscando aquella


proporcionalidad que, conjurando el peligro o riesgo inminentes, se mantenga dentro de los
límites del imprescindible rechazo de la arbitraria acometida, sin repudiables excesos que
sobrepasen la necesaria contraprestación. En la determinación de la racionalidad defensiva,
priman módulos objetivos, atendiendo no solamente a la ecuación o paridad entre el bien
jurídico protegido que se tutela y el afectado por la reacción defensiva, sino también a la
proporcionalidad del medio o instrumento utilizado sobre circunstancias de mayor o menor
desvalimiento de la víctima, y en general, sus posibilidades personales, e incluso su perturbación
anímica suscitada por la meritada agresión ilegítima, lo que impide en la práctica escoger medios
con la serenidad que pudiera ser en otro supuesto exigible, ante la inminencia de la agresión y
de la necesidad de defenderse, que se revela como actual y de rápida actuación, para proteger
la propia vida o integridad personal. Con otras palabras: ha de encontrarse el exacto punto de
inflexión para interpretar la racionalidad de los medios con que defenderse, lo que exige la

193
elaboración de un juicio de valor que ha de adaptarse necesariamente a las variables del caso,
pero poniendo el acento en su inmediatez, nublación de juicio por la injusta agresión recibida,
medios a su alcance, y contundencia del riesgo inminente que le puede deparar su dejación en
la defensa. No puede juzgarse necesaria ni exigible una absoluta igualación de medios, ante la
inminencia de la defensa, por el valor superior de la vida que se encuentra en juego” (Sentencia
del Tribunal Supremo núm. 1099/2010, de 21 de noviembre; de modo similar la núm. 152/2011,
de 04 de marzo).

Este juicio ponderado, atendiendo a las circunstancias personales y coyunturales en las


que se encuentra la víctima de la agresión (presión, miedo, soledad, …) explica que la legítima
defensa se pueda apreciar en casos en que los medios o modos empleados pudieran resultar
desproporcionados a primera vista, si son prácticamente el único recurso que el agredido tiene
a mano y en un momento de extrema tensión, en el que no se le puede pedir que valore
cabalmente las características del medio ofensivo y defensivo o busque medios alternativos
(Sentencia del Tribunal Supremo núm. 1541/2005, de 21 de diciembre): por ejemplo, ante unos
fuertes puñetazos se reacciona con un cuchillo, ante unos insultos se abofetea, o ante una seria
amenaza con un cuchillo se responde con un arma de fuego. Por lo mismo, se explica que no
quepa abarcar bajo la legítima defensa los supuestos denominados de exceso intensivo, en los
que se hace uso de medios, instrumentos o formas de defensa que resultan superiores a las
necesarias: así, si quien es agredido con una barra de hierro y logra arrebatársela a su agresor,
le golpea con ella pero de manera tan contundente que llega a matarle, pese a que ya lo había
desarmado (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 973/2007, de 19 de noviembre); o por
ejemplo, en respuesta a unos golpes, se golpea duramente al agresor, de edad avanzada y en
estado de embriaguez (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 646/2007, de 27 de junio).
Situaciones de este tipo impiden la estimación de la legítima defensa, si bien, admite la
aplicación de la misma como eximente incompleta del artículo 21.1 del CP en relación con el 68.
Justifican esta atenuación punitiva, pues la conducta del defensor se desarrollaba dentro de una
situación de agresión ilegítima y en necesidad de defensa, así que reunía muchos puntos para
llegar a ser lícita; sin embargo, el exceso hace que el Derecho no le ampare plenamente y le siga
exigiendo cierta responsabilidad.

b) Falta de provocación suficiente por parte del defensor

No cabe legítima defensa si el que la invoca en respuesta la agresión surgida es


justamente quien ha provocado previamente a su agresor. Quien se defiende legítimamente no

194
puede haber provocado la agresión. Se trata, al igual que el de la racionalidad del medio al que
nos acabamos de referir, de un requisito que no es esencial, por lo que si no concurriese, es
decir, si hubiera habido una provocación del que alega la defensa, podría acudirse a la
importante atenuación que implica la eximente incompleta del artículo 21.1 CP.

Ahora bien, ha de tratarse de una falta de provocación “suficiente”. Este calificativo, de


por sí dotado de una dosis alta de valoración, alude a la relación entre la provocación y la
agresión. Indica que cuando entre ambas hay una cierta adecuación, la legítima defensa no se
puede sostener. Cuando la agresión es la reacción normal a la provocación de que fue objeto el
agresor, se niega la legítima defensa para el provocador, que tiene que aceptar o sufrir los
efectos agresivos que desencadena su provocación y no puede defenderse legítimamente de
ellos. Si, por ejemplo, si el sujeto “A” acomete a “B” con insultos duros, con burlas, colocándose
en medio de su camino para impedirle el paso y con constantes llamadas a la violencia, hasta
que éste último reacciona dando a “A” una patada, no cabe legítima defensa si “A” responde a
esa patada sobre “B” con otro golpe.

Por la citada relación de adecuación, si sucede que hay provocación mínima pero a la
que se responde con una agresión extralimitada, la respuesta del provocador-agredido sí podría
estar amparada por la legítima defensa: por ejemplo, si ante una provocación mínima de “A”
como es un leve insulto a “B”, éste reacciona exageradamente, con un fuerte golpe; a él “A” si
puede responder en legítima defensa.

2. El estado de necesidad
El art. 20.5º CP excluye de responsabilidad a quien “en estado de necesidad, para evitar
un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona o infrinja un deber” siempre que
concurran una serie de requisitos. Aunque en principio pareciera que el estado de necesidad es
una causa de justificación similar a la legítima defensa, en la medida en que también parte de
una situación de crisis para un bien jurídico, cuya única vía de salvación es la lesión a un bien
jurídico ajeno, realmente las diferencias entre ambas son muy importantes. Es cierto que
responden al patrón común de revelar una situación de conflicto de intereses al que el Derecho
penal da una respuesta y que algunos elementos que las limitan presentan notas similares (por
ejemplo, como en la legítima defensa, veremos que el peligro sobre el bien jurídico ha de ser
real e inminente, que cabe la actuación para proteger a terceros, o que también se exigirá la
falta de provocación). Pero a partir de ahí, las diferencias priman sobre las semejanzas. Así como
en la legítima defensa lo que colisionaba eran bienes jurídicos de similar naturaleza y la colisión
debía ser similar, es importante subrayar que lo que el estado de necesidad pone en

195
confrontación no son “bienes jurídicos” de manera absoluta, sino “males”: el mal que se trata
de evitar y el mal que se tiene que causar para neutralizar al anterior. Y por otro lado, y también
es una diferencia muy relevante, hay que puntualizar que la situación de agravio que sufre el
bien jurídico en el estado de necesidad no tiene porqué proceder de una actuación antijurídica
previa de otra persona, sino que la puede generar la propia naturaleza (un perro muerde a un
niño y para detener su ataque hay que dispara al animal o entrar en una propiedad ajena), o el
devenir de la vida (por ejemplo, un accidente requiere la rápida evacuación del enfermo y para
ello hay que coger el coche más veloz, aunque sea sin autorización del propietario).

Ha sido y es muy discutida la naturaleza jurídica del estado de necesidad y ha primado


la opción de dotarle de una doble cualidad: como causa de justificación, es decir, un factor que
excluye la contradicción a Derecho de la conducta, y como causa de exculpación, que supone
que la conducta es antijurídica pero que puede haber un motivo de exclusión de la culpabilidad
del sujeto, vinculado a la no exigibilidad de otra conducta.

- Se ha entendido que el estado de necesidad es causa de justificación en sentido estricto


cuando el conflicto se produce entre bienes jurídicos diferentes y se sacrifica el de menor valor.
En el ejemplo propuesto, se sustrae el coche para salvar una vida.

- Se ha estimado que es una causa de exclusión de la culpabilidad cuando el conflicto se


da entre bienes del mismo valor. En esa coyuntura la decisión de lesionar uno para salvar a otro
se ampara por el criterio de la no exigibilidad de otra conducta, que integra la culpabilidad. Por
ejemplo, ante una catástrofe natural se mata a otro para salvar la vida propia.

Sin embargo, esta dualidad, con las importantes diferencias técnicas que conlleva, se
diluye bastante a la vista de lo que el Código Penal prescribe para apreciar el estado de
necesidad. Se refleja en él una visión amplia del estado de necesidad, que aglutina plurales
situaciones, a las que da un tratamiento unitario. Como acabamos de señalar, en el estado de
necesidad los términos del conflicto no son puros bienes jurídicos sino “males” y la condición
que pone el art. 20.5º.1 CP para que opere plenamente esta justificación es que “que el mal
causado no sea mayor que el que se trate de evitar”. Esta limitación presupone bajo el estado
de necesidad encuentran cabida de manera indistinta tanto los conflictos entre bienes de
distinto valor, como los casos de colisión de bienes de similar valor.

PRESUPUESTO DE HECHO: LA SITUACIÓN DE NECESIDAD

El supuesto de hecho sobre el que se cimienta el estado de necesidad es la situación de


necesidad. Implica un estado de peligro real e inminente para un bien jurídico propio o ajeno,
que no puede conminarse si no es mediante la realización de un hecho típico que vulnere un bien

196
jurídico de un tercero. Es decir, que se cierne un riesgo actual, grave e inminente y la única vía
para evitarlo es lesionando otros bienes jurídicos. Es esencial para que opere el presupuesto
habilitante del estado de necesidad que la realización de la conducta típica aparezca como
necesaria para evitar la producción del mal. No habrá tal necesidad que habilite para actuar
justificadamente si no se han agotado todos los medios lícitos para contraer el mal antes de
acudir a la comisión del delito (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 990, de 18 de octubre de
2012).

Esa situación de peligro que se cierne sobre el que invoca el estado de necesidad para
su conducta el Código Penal la denomina “mal”. El punto de partida para esta calificación es,
como hemos indicado, la existencia de un peligro para un bien jurídico. Pero además, para
estimar que una situación de grave riesgo para un bien jurídico es un “mal” se requiere tomar
como referencia objetiva lo que el Ordenamiento Jurídico conmina. No cabe calificar de “mal”
algo que, fruto de una valoración positiva, es exigido por el Derecho, pese a que pueda suponer
una vulneración de bienes jurídicos. Por ejemplo, el Derecho impone un deber de colaborar con
la justicia, de ahí que no se puede invocar el estado de necesidad ante un delito de
encubrimiento cuando se ayuda a un preso a ocultarse de la policía, alegando que se trata de
evitar que aquel pierda su libertad.

El mal que se cierne puede ser propio o ajeno. Este último caso se denomina auxilio
necesario. En este supuesto, muy frecuente, la situación de necesidad la sufre un tercero y no
es él mismo el que la conmina, sino otra persona que resuelve la situación lesionando un bien
jurídico ajeno. Así, por ejemplo, cuando un vecino ve que sale fuego por la ventana del chalet
de al lado y, dado que el lugar está alejado del parque de bomberos y que éstos tardarán en
llegar, entra en la piscina de otro vecino y utiliza el agua para sofocar las llamas lo antes posible.

Al tratarse del presupuesto fáctico de la causa de justificación, se trata de una situación


que ha de producirse realmente, de tal manera que ha de constatar la efectividad de esa
situación de peligro, su inminencia y la imposibilidad de hacerle frente salvo lesionado otro bien
jurídico. No es posible que la necesidad sea una apreciación personal del autor, que cree ver un
peligro y una inminencia en el daño a su bien jurídico, pero que no existe en realidad, ya que
quedan vías para salvar la situación. Por ejemplo, es frecuente que sujetos que atraviesan una
dura situación económica invoquen el estado de necesidad para justificar una conducta de
tráfico de drogas, como medio para obtener recursos. En estos casos, la jurisprudencia es tajante
y niega el estado de necesidad porque entiende que falta el presupuesto de la necesidad, ya que
antes que traficar con drogas caben otras vías para paliar la situación (Sentencias del Tribunal
Supremo núms. 470/2009, de 07 de mayo; 808/2010, de 29 de septiembre; 450/2013, de 29 de

197
mayo; sin embargo, en la Sentencia núm. 930/2010, de 21 de octubre, el Tribunal Supremo sí
estimó la situación de necesidad en un caso de apropiación indebida de varios miles de euros
en el que la acusada, una lotera, se hallaba agobiada por una mala situación económica y
acuciada por la necesidad de hacer frente a las deudas domésticas, siendo sus ingresos
insuficientes para hacer frente a todo ello por ser madre de familia monoparental con dos hijos
de 17 y 20 años a su cargo y sin percibir pensión ni ayuda económica alguna del padre de sus
hijos).

La ausencia de un peligro real o inminente de sufrir un mal y la posibilidad de resolver


la situación empleando otras vías determina que falte el presupuesto del estado de necesidad
y, por lo tanto, que no quepa en absoluto la justificación de la conducta típica realizada y ni
siquiera la vía de la eximente incompleta del art. 21.1º CP. Se mantendrá su contradicción plena
a Derecho. Sólo en caso de que el sujeto creyera erróneamente que se hallaba ante la inminencia
de este mal y que no tenía otra vía de solución se podría aducir un error sobre los presupuestos
fácticos de una causa de justificación.

REQUISITOS O LÍMITES DEL ESTADO DE NECESIDAD.

Las condiciones o límites que el Derecho penal impone para apreciar el estado de
necesidad son: que el mal causado no sea mayor que el que se trata de evitar; que la situación
de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto y que el sujeto no tenga
obligación de sacrificarse en razón de su oficio o cargo.

a) Que el mal causado no sea mayor que el que se trata de evitar

La estimación del estado de necesidad integra un juicio de proporcionalidad ya que


impone una ponderación entre los males en juego: entre el que se avecina y el que se realiza para
conjurar al anterior. Cabe actuar bajo estado de necesidad si el mal que se causa es igual o menor
que el que se trata de repeler. No será admisible, cuando el mal que se causa es mayor que el
que se trata de evitar, como sucede, a criterio de la jurisprudencia, cuando se daña la salud
colectiva ante una situación de daño patrimonial. Dice a este respecto la Sentencia del Tribunal
Supremo núm. 1.629/2002, de 2 de octubre: “En el presente caso el mal a evitar no era otro que
una supuesta situación de grave dificultad económica en que se encontraba el acusado, para
pagar la operación de su hijo, pero no cabe duda alguna que el tráfico de drogas como la cocaína
con las que traficaba el acusado constituyen actualmente uno de los males sociales más graves,
en razón a las gravísimas consecuencias que su consumo ocasiona, consecuencias que abarcan
un amplio espectro, desde la ruina física, psíquica, económica y social del adicto, a la destrucción
de relaciones familiares con el subsiguiente e inevitable sufrimiento que ello supone, sin olvidar

198
la fuente inagotable de delincuencia con resultados siempre dramáticos y con frecuencia
trágicos que tal tráfico genera. La desproporción entre los intereses enfrentados en el caso de
autos se muestra tan evidente y abrumadora que no precisa de mayores comentarios para poner
de manifiesto la primacía que ha de otorgarse a la salud colectiva sobre una particular situación
de dificultad económica, que en ningún caso permitiría justificar una agresión a la salud de la
comunidad de la gravedad y consecuencias como las que supone el consumo de sustancias tan
nocivas como aquellas con las que traficaba la acusada”.

“Si el mal que se pretende evitar es de superior o igual entidad que la gravedad que
entraña el delito cometido para evitarlo, y no hay otro remedio humanamente aceptable, la
eximente debe ser aplicada de modo completo; si esa balanza comparativa se inclina
mínimamente en favor de la acción delictiva y se aprecian en el agente poderosas necesidades,
la circunstancia modificativa debe aceptarse con carácter parcial (eximente incompleta); pero si
ese escalón comparativo revela una diferencia muy apreciable, no puede ser aplicable en
ninguna de sus modalidades” (Sentencia del Tribunal Supremo núm. 470/2009, de 07 de mayo).
De modo muy sintético:

- si se causa un mal igual o inferior que el que se trata de evitar: se aplica completamente
el estado de necesidad

- si el mal que se causa es algo mayor que el que se trata de evitar: no habrá estado de
necesidad pleno, pero será de aplicación el art. 21.1º CP, eximente incompleta, con la
importante atenuación punitiva que conlleva.

- Si el mal que se causa es mayor que el que se trata de evitar: no hay posibilidad alguna
de hacer valer el estado de necesidad.

Los términos a valorar no son sólo bienes jurídicos (vida con vida, o vida con salud, o vida
con patrimonio, por ejemplo), sino “males”, lo cual introduce una fuerte dosis de imprecisión.
¿Podría ser que para salvar la vida de alguien se lesionara la salud de otra persona? Si hubiera
que atenerse sólo al dato del bien jurídico, sí, no habría problema: se actuaría en estado de
necesidad si para salvar la vida de alguien se extrajera a otra persona un riñón sin ni siquiera
haber obtenido su consentimiento. Pero no es ésta la comparación que hay que hacer sino que
hay que valorar si la afección al bien jurídico constituye un “mal”, lo cual exige rodear al bien
jurídico afectado y al salvado de elementos cualitativos y cuantitativos tales como la dignidad,
libertad y autonomía personal del sujeto sacrificado, la intensidad del peligro, la forma en que
se lleva a cabo el ataque al bien jurídico. Con estos nuevos datos. la comparación se relativiza y
pasa a contemplarse como un juicio de adecuación, de tal manera que el estado de necesidad

199
existirá si la lesión al bien jurídico que se ha producido era el medio adecuado para evitar el
peligro. De este modo, en el caso anterior, se cierra la posibilidad de acogerse al estado de
necesidad, pues se incorpora el criterio de la autonomía y dignidad de la persona, que no puede
doblegarse ante formas tan rudas de salvar la vida ajena: no se ha actuado de forma adecuada
para salvar la vida en peligro, porque no se ha respetado la libertad y capacidad de
autodisposición respecto a la salud.

b) Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente

por el sujeto

Si el sujeto que invoca el estado de necesidad ha generado de manera consciente, es


decir, dolosamente, la situación de conflicto para poder lesionar impunemente un bien jurídico,
se excluye la posibilidad de quedar amparado por esta causa de justificación. El fundamento de
este requisito es compresible: el Ordenamiento jurídico no puede conceder la impunidad a
quien de manera deliberada ha colocado a un bien jurídico ante una situación de grave peligro.
Pero, realmente, se trata de una condición que tiene un alcance bastante restringido. El Código
Penal sólo excluye el estado de necesidad si se ha provocado conscientemente la situación de
necesidad misma, es decir, si se ha buscado deliberadamente la situación de conflicto, pero no
si lo que se comete intencionadamente es el hecho previo que luego da lugar a la situación de
necesidad que en sí misma no era buscada. No habría inconveniente en admitir el estado de
necesidad si un sujeto conscientemente incendia un bosque pero no prevé que hay unos
excursionistas durmiendo en un albergue cercano y para salvar sus vidas tiene que romper la
puerta.

El tenor literal del artículo 20.5º en su apartado 2, no alude a las provocaciones


imprudentes de la situación de necesidad. Consecuentemente, no habría inconveniente en
abarcarlas bajo el estado de necesidad. Por ejemplo, el conductor imprudente, que por un
exceso de velocidad se encuentra en la tesitura de chocar frontalmente con un camión o
esquivar el golpe pero atropellando a un ciclista. Si efectivamente atropella al ciclista y éste
muere, con el texto penal en la mano, cabría amparar esa muerte bajo un estado de necesidad.
Sin embargo, el Tribunal Supremo también ha tratado estos casos en modo similar a los de
causación dolosa del conflicto y ha impedido la apreciación de la justificación.

Por último, este requisito plantea la duda de qué respuesta merecen los casos en que la
situación ha sido provocada conscientemente por un sujeto, y ante ello, pero sin saber de esa
conducta intencionada, un tercero acude en auxilio necesario. Con el tenor literal del 20.5º.2
(“que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto”)

200
parece que el Código Penal le está impidiendo a ese tercero que su acción salvadora quede
amparada por el estado de necesidad. Siguiendo con el ejemplo del incendio, si el fuego lo ha
provocado el propietario de la casa de manera consciente para cobrar fraudulentamente un
seguro, cosa que el vecino no conoce, y sólo ve que la casa está en llamas y que los bomberos
tardarán en llegar, por lo que entra en una casa ajena para bombear el agua de la piscina y tratar
de sofocar el fuego, esa vulneración de la propiedad, parecería que no queda cubierta por el
estado de necesidad y sería un delito de hurto o robo de esa agua. Pero no puede ser así. No
puede ser porque si el auxiliador no actuara podría verse ante un posible caso de
responsabilidad penal por omisión. De manera que, si actúa tendría responsabilidad penal al no
ampararle el estado de necesidad, y si no lo hace, también. Evidentemente no cabe un conflicto
así, por lo que hay que entender que cuando el Código Penal establece este requisito de que no
cabe estado de necesidad ante provocaciones intencionadas, se está refiriendo a que la
provocación se realice por quien actúa ante la situación de necesidad e invoca la justificación,
sea el propio afectado o un tercero.

c) Que el sujeto no tenga obligación de sacrificarse en razón de su oficio o cargo

Hay determinadas profesiones que implican e deber de afrontar riesgos de sufrir una
lesión en los bienes jurídicos: bomberos, policías, soldados. Carece de sentido que un sujeto que
tiene la obligación de entrar proteger bienes jurídicos invocara estado de necesidad alegando
que no repele el mal ajeno para protegerse de un mal propio: por ejemplo, el bombero que
alega peligro para su vida y no entra a la casa en llamas en la que ha quedado una persona
atrapada. Evidentemente, hay que ponderar en cada caso la posibilidad de actuar para evitar el
mal ajeno si poner en riesgo intereses propios, pues en ningún caso es exigible un
comportamiento heroico, pero la regla general es que hay sujetos que por su profesión tienen
la obligación de soportar la situación de necesidad.

3.- El cumplimiento de un deber y el ejercicio legítimo de un


derecho, oficio o cargo.
Es indiscutible la naturaleza de causa de justificación del cumplimiento de un deber o el
ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo (art. 20.7 º CP). No es posible mantener la
responsabilidad penal respecto a conductas que están permitidas por otras ramas del
Ordenamiento jurídico; permitidas e incluso exigidas jurídicamente. Piénsese en el caso de la
detención por un policía de un delincuente que es sorprendido in fraganti. El Derecho

201
administrativo no es que permita tal conducta, sino que obliga a realizarla e impone una sanción
al policía si no actuara de ese modo. No es posible que el Derecho administrativo lo exija y a la
vez el Derecho penal lo castigue ya que se estaría colocando al sujeto, el policía en este caso, en
una encrucijada insostenible: si no detiene, recibiría una sanción disciplinaria y si detiene,
realizaría una conducta prohibida penalmente. De ahí que el carácter de causa de justificación
en estos casos esté fuera de toda duda.

Dicho lo anterior, se observa que esta causa de justificación revela el carácter de ultima
ratio del Derecho penal y la unidad del Ordenamiento Jurídico, pues responde a la idea de que
no se puede castigar penalmente lo que otras ramas del Derecho permiten. Si algo está
permitido en otro sector del Derecho, el Derecho penal no puede considerarlo antijurídico e
imponerle un castigo. Este ensamblaje con otros órdenes jurídicos plantea la dificultad de
identificar las condiciones en las que esas otras ramas del Derecho permiten la realización de
ciertas conductas inicialmente lesivas para los bienes jurídicos. A veces el espacio normativo
extrapenal define con cierta claridad el ámbito y los límites en los que los sujetos pueden actuar
legítimamente pese a realizar actos atentatorios de bienes jurídicos. Es lo que se va logrando
cada vez más en lo relativo a la actuación de los médicos, donde la regulación de su lex artis
cada vez es más precisa y concreta. En cambio, en otras, la adaptación a Derecho de la conducta
lesiva pasa por una amplia inseguridad debido a la indeterminación de las normas o de los
conceptos empleados, como sucede, por ejemplo, en el caso del empleo de la fuerza por parte
de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, donde se acude a criterios muy valorativos y difusos,
tales como “necesidad” o “proporcionalidad”.

Pero pese a esas dificultades, es fundamental destacar que el cumplimiento del deber,
el ejercicio del derecho, cargo u oficio sólo operarán como causa de justificación, cuando se
desarrollen conforme a lo prescrito por el Ordenamiento Jurídico. Sólo hay un ejercicio
“legítimo” si se adaptan plenamente a las prescripciones jurídicas que los regulan. Si hay un
exceso, o una utilización o ejercicio abusivo, la causa de justificación quedará excluida y, todo lo
más, si el sujeto creía equivocadamente que actuaba dentro de las prescripciones normativas,
estaríamos ente un error sobre los límites de una causa de justificación. En los casos de falsa
representación sobre los presupuestos que habilitan el ejercicio del derecho, oficio o cargo o el
cumplimiento del deber (por ejemplo, el policía cree falsamente que está ante el ladrón al que
debe detener pero realmente es un ciudadano absolutamente inocente), habría un error sobre
el presupuesto de hecho de una causa de justificación, a resolver, también según las reglas del
error (recordar la discusión sobre la calificación de estos supuestos en la unidad anterior).

SUPUESTOS PARTICULARES.

202
Aunque la casuística es amplísima, haremos una breve alusión a aquellos casos con más
repercusión práctica.

- El uso de la fuerza por parte de los cuerpos y fuerzas de seguridad.

Aunque el cumplimiento de un deber es una causa de justificación que puede alcanzar


a cualquier persona, encuentra especial calado respecto a las actuaciones realizadas por
los miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad, quienes tienen legalmente
concedida la facultad de emplear la fuerza o la violencia sobre los ciudadanos. Pero esta
capacidad de emplear medios coactivos, con potencial para causar lesiones e incluso, la
muerte, está sujeta a las restricciones contempladas en la Ley Orgánica 2/1986, de 13
de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, donde se establece que en el ejercicio de
sus funciones de establecimiento y control del orden público deberán actuar con la
decisión necesaria, sin demora cuando de ello dependa evitar un daño grave, inmediato
e irreparable; rigiéndose al hacerlo por los principios de congruencia, oportunidad y
proporcionalidad en la utilización de los medios a su alcance (art. 5.2. c). Solamente
deberán utilizar las armas en las situaciones en que exista un riesgo racionalmente grave
para su vida, su integridad física o las de terceras personas, o en aquellas circunstancias
que puedan suponer un grave riesgo para la seguridad ciudadana y de conformidad con
los principios a que se refiere el apartado anterior. (art. 5.2.d); respecto a los detenidos,
velarán por su vida e integridad física y respetarán su honor y dignidad.

La propia jurisprudencia, en la multitud de ocasiones que ha tenido de pronunciarse


sobre el empleo de la fuerza por parte de los agentes de la autoridad y su consideración de uso
“legítimo” como requiere el art. 20.7º CP, ha establecido los siguientes requisitos para
ampararlo bajo esta causa de justificación: a) que los agentes actúen en el desempeño de las
funciones propias de su cargo; b) que el recurso a la fuerza haya sido racionalmente necesario
para la tutela de los intereses públicos y privados cuya protección tengan legalmente
encomendados; c) que la utilización de la fuerza sea proporcionada a la función a realizar,
racionalmente imprescindible para su cumplimiento, sin que se observe extralimitación alguna
por parte de quien la emplee, y que, por parte de quien la soporte se haya ofrecido cierto grado
de resistencia o un actitud peligrosa; d) que la violencia concreta utilizada sea la menor posible
para la finalidad pretendida, esto es, por un lado, que se utilice el medio menos peligroso, y por
otro lado, que ese medio se use del modo menos lesivo posible, todo ello medido con criterios
de orden relativo, es decir, teniendo en cuenta las circunstancias concretas del caso, entre ellas

203
las posibilidades de actuación de que dispusiera el agente de la autoridad (necesidad en
concreto); y e) que concurra un determinado grado de resistencia o de actitud peligrosa por
parte del sujeto pasivo que justifique el acto de fuerza. Solo así el empleo de fuerza merecerá el
calificativo de legítimo que se antepone en el texto del núm. 7º del artículo 20 del Código Penal
al ejercicio de un derecho, oficio o cargo. (Sentencias del Tribunal Supremo núms. 882/2010, de
15 de octubre; 543/2010, de 02 de junio de 2010; 1262/2006, de 28 de diciembre; 184/2011, de
2 de noviembre).

- Ejercicio de la profesión médica

Otro espacio donde la actividad profesional puede derivar en resultados lesivos para los
bienes jurídicos es el de las actividades médicas. Para que ésta esté amparada por la causa de
justificación de actuación en el ejercicio legítimo de un oficio, es necesario que se haya
desarrollado con arreglo a los márgenes de la lex artis, es decir, bajo las prescripciones técnicas
que protocolizan cada actividad, lo cual requiere en todo caso y como presupuesto: a) el
consentimiento del paciente (arts. 8 y 9 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica
reguladora de la Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de
Información y Documentación Clínica; b) información sobre el tratamiento o la intervención
médica que se va a realizar (art. 4 y 10 de la misma Ley 41/2002). La falta de consentimiento o
información puede generar una actuación abusiva sobre el paciente que, aun resultando
curativa, supone una intromisión en su libertad, y puede llegar a ser constitutiva de un delito de
coacciones.

En caso de que el facultativo desarrolle su actividad sin someterse a las prescripciones


científicas que formalizan cada práctica médica, podrá incurrir en un delito (lesiones, aborto,
homicidio, lesiones al feto).

- Ejercicio del periodismo.

La profesión periodística también es un ámbito en el que la lesión a bienes jurídicos


puede ser admitida y amparada por la causa de justificación del art. 20.7 º CP. Son frecuentes
los casos en los que un periodista, en el uso de su libertad de expresión e invocando el
cumplimiento de su deber de informar, afecta a la intimidad o al honor de las personas a las que
atañe la información publicada. El conflicto entre derecho al honor y libertad de expresión es
uno de los exponentes clásicos de colisión de derechos en nuestro Ordenamiento Jurídico. Sobre
él la jurisprudencia también se ha pronunciado en casos muy sonados y ha marcado criterios
para asignar prevalencia a uno y otro y, en definitiva, poder identificar los ataques al honor que

204
resultan “legítimas” formas de ejercicio del periodismo: a) que verse sobre materias que
contribuyen a la formación de una opinión pública libre, como garantía del pluralismo
democrático; b) veracidad de la misma (Sentencias del Tribunal Constitucional, 105/1990, de 6
de junio; 160/2003, de 15 de septiembre.

- Ejercicio de la abogacía.

Un abogado se puede encontrar en la encrucijada de que el derecho de defensa de los


intereses de su cliente requiera una intromisión en los derechos de terceras personas. Por
ejemplo, puede tener que conocer datos de la vida íntima de terceros protegidos por el derecho
a la intimidad (filiación, enfermedades); o en el seno de un proceso puede imputar un hecho
delictivo a otra persona, etc. Son situaciones que sólo se justifican si realmente constituyen
piezas necesarias para el ejercicio del derecho de defensa, pues si obviándose se consiguiera el
mismo resultado no quedarían amparadas por el ejercicio legítimo de una profesión.

- Obediencia debida.

El Código Penal sanciona en su artículo 410, a las autoridades o funcionarios públicos


que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones
u órdenes de la autoridad superior, dictadas dentro del ámbito de su respectiva competencia y
revestidas de las formalidades legales, salvo que dicha negativa se refiera a un mandato que
constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto legal o de cualquier otra
disposición general. Es decir, que si la orden revela una flagrante oposición a la ley (por ejemplo,
se ordena por un jefe de policía acabar con la vida de un detenido) la desobediencia será atípica;
al contrario, si el mandato no infringe de manera clara y terminante la ley debe ser obedecido,
pues de no ser así se incurriría en delito desobediencia. ¿Qué respuesta cabe entonces ante
estos casos de órdenes formalmente lícitas y que no constituyen una flagrante e insostenible
infracción del Derecho, pero que dan lugar a la comisión de un delito?. Por ejemplo, un Juez
dicta una orden de detención sobre un ciudadano inocente y el policía ha de ejecutarla. El
conflicto que revela un caso semejante es que si el policía cumple la orden comete un delito de
detención ilegal y si no lo hace incurre en el delito de desobediencia del artículo 410. Como ya
hemos dicho, el Derecho no puede poner al ciudadano en la encrucijada de recibir una sanción
sea cual sea el camino que elija. Por ello, la vía de solución es la causa de justificación del artículo
20.7 º CP de actuación en cumplimento de un deber, pero siempre que se trate de una orden
que reúna los requisitos formales y competenciales mínimos y que no constituya una infracción
manifiesta, clara y terminante de la ley.

205
4.- El valor del consentimiento.
La ubicación del consentimiento como causa de justificación ha sido una cuestión
asumida de manera general por la doctrina y la jurisprudencia. Se asume y acepta, pero cada
vez se es sometida a más matices que conducen a cuestionar su naturaleza de auténtica causa
de justificación. Hay que tener en cuenta que en este caso se parte de una inconcreción total
sobre su contenido ya que no figura directamente en el artículo 20 del Código Penal entre las
causas de justificación. Dado este dato, cada vez se va reduciendo más la consideración del
consentimiento como causa de justificación “en todo caso”. Y así, hoy se mantiene que no
siempre el consentimiento opera como tal.

Un primer límite lo marca el carácter disponible del bien jurídico. Sabemos que no todos
son: por ejemplo, no son disponibles los bienes jurídicos colectivos. En ellos la posibilidad de
emplear el consentimiento está vetada.

Por lo tanto, las posibilidades se ciñen a los supuestos de bienes jurídicos disponibles,
como puede ser el caso de la propiedad, la intimidad, la libertad sexual, la vida, la salud…
Respecto a ellos, a día de hoy, es dudoso que el consentimiento tenga la naturaleza jurídica de
una causa de justificación tradicional. Más bien se perfilan como casos de ausencia de tipicidad,
derivada de la carencia de lesividad de las conductas. Es decir, son casos en lo que ni siquiera se
puede decir que se haya permitido el menoscabo al bien jurídico, porque es que, en sentido
estricto, esa lesividad no ha existido. El consentimiento del titular en ciertos bienes jurídicos es
parte indispensable de su contenido: así sucede con la propiedad, la libertad sexual, o intimidad.
Si alguien voluntariamente mantiene relaciones sexuales, no se puede decir que haya una lesión
al bien jurídico libertad sexual que luego está justificada porque se ha prestado el
consentimiento; lo que sucede es que directamente no existe vulneración (lesión o peligro) de
la libertad sexual, por lo que falta el resultado exigido por el elemento tipicidad, de acuerdo con
el principio de lesividad. Y lo mismo se puede decir del hurto: no es sostenible que quien toma
algo que es ajeno pero con el consentimiento del titular haya realizado un hurto, pero luego se
diga que éste se justifica por la presencia de ese consentimiento. Incluso con la salud se podría
seguir el mismo razonamiento: no tiene sentido decir que un médico que realiza una
intervención quirúrgica con una finalidad curativa y ha recabado el consentimiento del paciente
lo que realiza es una conducta inicialmente lesiva de la salud, pero justificada por ese
consentimiento, sino que resulta más razonable negar directamente toda lesividad a esa
conducta, por no representar ataque alguno para el bien jurídico salud (es más supone una
conducta positiva para la salud).

206
Ahora bien, son especialmente discutidos los casos de bienes jurídicos relativamente
disponibles, como la vida o la salud. Se trata de bienes respecto a los cuales su titular puede
disponer, pero sólo de manera limitada. Respecto de ellos, en principio parece que sólo cabe
apreciar plenamente el consentimiento como vía de exclusión de responsabilidad penal en caso
de que la conducta recaiga sobre uno mismo: el suicidio o las autolesiones son atípicas. (De
cualquier modo esta no es una cuestión pacífica, pues también se interpreta la impunidad del
suicidio o las lesiones como una retirada del Derecho penal por razones de política criminal,
aunque la conducta sí es considerada plenamente lesiva del bien jurídico. Prueba de ello es el
castigo de los actos de participación en el suicidio). Sin embargo, cuando la lesión a la vida o a
la salud es producida a terceros, la eficacia del consentimiento de este tercero titular está
bastante limitada:

- El consentimiento ha de estar válidamente prestado: es decir por persona capaz para


disponer y sin que aquel esté afectado de vicios. Ha de haber sido emitido libre, espontánea y
voluntariamente (art. 143.4 CP para la eutanasia y art. 156 CP respecto a las lesiones).

- Ese consentimiento del tercero puede operar en casos muy marcados: respecto a la vida,
cuando el tercero sufre una enfermedad grave que conduce necesariamente a la muerte o que
produce graves padecimientos (art. 143.4 CP); respecto a la salud, cuando se trata de trasplante
de órganos efectuado según lo que prescribe la Ley, esterilizaciones y cirugía transexual
realizadas por facultativo (art. 156 CP).

- La eficacia del consentimiento del tercero es muy dispar. No siempre excluye de pena, sino
que la atenúa: así en el caso de la eutanasia del art. 143.4 CP, y de las lesiones de 155 CP. En
ambos casos se contiene una importante reducción de la pena que indica que el consentimiento
no ha operado plenamente como causa de justificación plena, sino como eximente incompleta
o atenuante muy cualificada. Dicho de otra manera: que pese al consentimiento, éste ha
desplegado una eficacia parcial, de manera que la conducta técnicamente sigue siendo lesiva
para el bien jurídico y por lo tanto típica y, además, no está justificada, sino sólo atenuada.

- El único espacio en el que el consentimiento del tercero titular sí produce una exclusión de
responsabilidad es el que contempla el art. 156 CP, relativo al trasplante de órganos efectuado
según lo prescrito por Ley, esterilizaciones y cirugía transexual realizadas por facultativo.
Realmente éste podría ser el único caso en el que el consentimiento opera como una causa de
justificación de una conducta que inicialmente sería lesiva y, por lo tanto ilícita.

En todo caso, hay que puntualizar que todas estas valoraciones sobre el consentimiento
operan cuando éste se refiere directamente a la producción del resultado, porque si el

207
consentimiento del tercero se proyecta sobre la propia situación de puesta en peligro para la
vida o la salud (por ejemplo los casos del copiloto o de la ruleta rusa, que veíamos en la unidad
dedicada a la imputación objetiva), no habrá que plantearse siquiera cuestiones de justificación
o de atenuación, sino que directamente son casos excluidos de tipicidad objetiva.

208
TEMA 13. LA CULPABILIDAD (I). CONCEPTO.

1. Introducción: el principio de culpabilidad y el concepto de


culpabilidad como categoría del delito.
Se ha dicho que la culpabilidad es un concepto de una amplitud abismal, que interesa
no solo al Derecho, sino también a la Teología, la Metafísica, la Moral, y en general, a todas las
Ciencias del espíritu, siendo esta caracterización metajurídica de la misma communis opinio
hasta que Reinhard Frank la reclamara con carácter específico para la técnica jurídica en su obra
“Sobre la estructura del concepto de culpabilidad”, 1917 (QUINTANO RIPOLLÉS, 1959, 488).
También se ha subrayado que se trata de un tema eterno del Derecho penal y su principal
problema específico, sujeto siempre a dudas que nunca serán despejadas y llamado, no
obstante, a servir de soporte y legitimación al Derecho penal (ROXIN, 1981, 147).

En primer lugar, conviene aclarar la distinción entre el principio de culpabilidad como


principio constitucional penal y el concepto de culpabilidad como categoría del delito. El primero
se elabora en el siglo XIX vinculado al principio de legalidad con el propósito fundamental de
exclusión de la responsabilidad objetiva. La plasmación de dicha exigencia queda reflejada en el
actual art.5 CP “no hay pena sin dolo o imprudencia”, que bien podría caracterizarse como
principio autónomo de responsabilidad subjetiva (GARCÍA ARÁN, 2001, 405). El principio de
culpabilidad cumple pues una función de carácter garantista y de él derivan una serie de límites
que fueron estudiados en su momento. La exigencia de responsabilidad subjetiva es solo uno de
ellos y, como sabemos, de acuerdo a la actual evolución de la comprensión de la teoría del delito,
se ve cumplimentada ya en el estadio de la tipicidad subjetiva. Pese a su importancia, el principio
de culpabilidad no está proclamado expresamente en la Constitución española, si bien doctrina
y Jurisprudencia (SSTC 65/1986, de 22 de mayo y 150/91 de 04 de julio, entre otras) entienden
que puede buscarse un fundamento al mismo en la dignidad de la persona consagrada en el Art.
10.1º CE.

Por su parte, el concepto de culpabilidad como categoría del delito es producto de la


evolución de la elaboración sistemática de la teoría del delito, y como ya sabemos, constituye el
tercer escalón en la secuencia lógica de construcción básica del delito entendido como conducta
típica, antijurídica y culpable. Como vamos a ver, su función es una de carácter sistemático y por
encima de todo garantista, al requerir el examen de las condiciones exigidas por el

209
ordenamiento jurídico bajo las que es posible en un Estado de Derecho imputar lo injusto
cometido a su autor.

2. Conceptos de culpabilidad.
“CULPABILIDAD POR EL HECHO” VERSUS “CULPABILIDAD DE AUTOR”.

Son muchos los conceptos de culpabilidad que se han manejado a lo largo de la Historia
por la Ciencia del Derecho penal y no todos responden al mismo modelo de Derecho Penal, ni,
en consecuencia, al mismo modelo de Estado. En particular, en el Estado de Derecho, solo es
posible partir de un “concepto de culpabilidad por el hecho”, referido al hecho individual, propio
del “Derecho penal del hecho”.

A este concepto se contrapone un “concepto de culpabilidad de autor” sobre el que se


basa el “Derecho penal de autor”, característico de sistemas autoritarios. Mientras que el
concepto de “culpabilidad por el hecho” se refiere al hecho individual, el de “culpabilidad de
autor” se ha referido históricamente al carácter, la personalidad o el modo de vida del autor. En
particular, el concepto de culpabilidad por la conducción de la vida fue desarrollado por MEZGER
que ubicaba en el mismo expresiones tales como la “depravación de la personalidad del autor”,
o la “habituación a costumbres corruptas”.

Frente a los intentos de deslizar elementos de un Derecho penal de autor -asociados de


forma inmediata a la peligrosidad del autor considerada de un modo genérico- dentro del
Derecho penal se alzan al menos dos objeciones fundamentales. En primer lugar, la culpabilidad
requiere injusto y, puesto que no existe un injusto de la conducción de la vida o el carácter, no
existe tampoco una culpabilidad referida a tal cosa. En segundo lugar, el problema fundamental
hay que situarlo en el terreno de la falta de legitimidad, dado que en el Derecho penal del Estado
de Derecho no se castiga por el “modo de ser” sino en virtud de un hecho concreto (previsto
como delito por la ley penal) con la finalidad de proteger bienes jurídicos.

CULPABILIDAD FORMAL Y MATERIAL.

El concepto formal de culpabilidad se refiere a las condiciones exigidas por un


ordenamiento jurídico determinado para imputar el hecho típico y antijurídico a su autor. Más
ampliamente, la culpabilidad abarca desde la perspectiva formal “la totalidad de los
componentes que son considerados requisitos para la imputación subjetiva en un concreto
sistema penal histórico” (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 453). En el siguiente epígrafe examinares
cuáles son las condiciones exigidas o examinadas por cada uno de los conceptos de culpabilidad
relativos a su vez a los distintos conceptos de delito.

210
Por su parte, el concepto material de culpabilidad trata de dar una explicación al
fundamento último en virtud del cual se justifica el hecho mismo de castigar al autor. Dada la
complejidad de una explicación de este tipo y su dependencia de premisas filosóficas, el
concepto material de culpabilidad se ha estructurado de acuerdo a puntos de vista muy
diferentes que van desde la Ética, pasando por la disposición interna o el control de los impulsos,
hasta los fines de la pena (en particular, la prevención general). Sobre la fundamentación
material de la culpabilidad se han escrito “ríos de tinta”, por lo que solo es posible en el marco
de este Manual hacer un breve resumen de las principales teorías:

a) La libertad de voluntad o libre albedrío

La libertad de voluntad, clave de bóveda del llamado “indeterminismo”, es el


presupuesto lógico sobre el que se basa la concepción tradicional de la culpabilidad de corte
retribucionista. Según este punto de vista es posible fundamentar el castigo por el mal uso de la
libertad, de modo que la culpabilidad se explica a su vez de acuerdo al llamado “poder actuar de
otro modo”. Ahora bien, dada la imposibilidad de probar la libertad del hombre en el caso
concreto, esta doctrina ya no se sostiene con carácter general como un dogma carente de
presupuestos referido a la persona individual, sino que se generaliza en el sentido de si un
hombre medio en condiciones normales, situado en el lugar del autor, hubiera podido actuar de
otro modo.

Por otro lado, de acuerdo a la “teoría de la estructura estratificada de la personalidad”


se entiende que el reproche de culpabilidad se dirige primordialmente al estrato consciente de
la misma y a las instancias de control que rigen su modo de funcionamiento, pero no a lo que
acontece en el estrato profundo de carácter inconsciente (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 447; CEREZO,
1997, 25). Para WELZEL en la problemática del libre albedrío se podían distinguir tres aspectos
diferentes: a) aspecto antropológico, según el cual el hombre es un ser responsable, lo que le
separa ya existencialmente del mundo animal; b) aspecto caracterológico, que distingue entre
el “estrato profundo” del que provienen los impulsos y la “mismidad” como centro regulador de
los impulsos, que los dirige conforme sentido y valor; c) aspecto categorial, según el cual libre
albedrío no significa en realidad, como sostiene el indetermismo, un poder actuar de otro modo,
sino la capacidad para la “autodeterminación” conforme a sentido (WELZEL, 1997, 170 ss).

Los estudios que hoy en día se llevan a cabo en el ámbito de las Neurociencias, así como
parcialmente en el de la Psicología cognitiva y la Filosofía de la mente, rechazan de modo cada
vez más claro la premisa del indeterminismo puro en el sentido del “poder actuar de otro modo”
(DEMETRIO, 2011).

211
b) La necesidad de pena

De acuerdo al argumento bastante extendido de que en realidad no es posible probar


que el sujeto pudiera actuar de otro modo en el caso concreto hace ya algunas décadas que la
doctrina penal se esforzó en buscar un fundamento diferente a la culpabilidad, aun a costa de
sustituirla por otros criterios, no basados en algo tan metafísico e indemostrable como el libre
albedrío. En ese camino marcó un hito muy importante la teoría planteada por GIMBERNAT (1980,
125) que en un famoso artículo buscó en el Psicoanálisis la justificación y explicación del Derecho
penal: la sociedad tiene que acudir a la amenaza con una pena para conseguir –creando miedos
reales que luego son introyectados de generación en generación mediante el proceso educativo-
que se respeten en lo posible las normas elementales e imprescindibles de convivencia humana.
Sin embargo, desde el punto de vista del mantenimiento del orden social, reprimir con una pena
los delitos cometidos por inimputables sería intolerable y abusivo por innecesario, dado que el
sujeto normal sabe muy que él pertenece a otro grupo y que la impunidad de aquéllos no afecta
a la suya.

c) La motivación por la norma

Partiendo asimismo de la crítica a la fundamentación retribucionista tradicional de la


culpabilidad basada en el libre albedrío, según el punto de vista sostenido por MUÑOZ CONDE, el
fundamento material de la culpabilidad hay que buscarlo en la función motivadora de la norma
penal (MUÑOZ CONDE/ GARCÍA ARÁN, 2010, 355). La motivabilidad es definida por este autor como
la capacidad para reaccionar frente a las exigencias normativas, de modo que cualquier
alteración importante de esa facultad deberá determinar su exclusión o bien su atenuación. Al
mismo tiempo destaca la importancia de vincular este fundamento a las necesidades
preventivas de la sociedad en un momento histórico determinado, de manera que se tengan en
cuenta los principios constitucionales democráticos.

Por su parte MIR (2011, 544 ss.) entiende igualmente que resulta imposible demostrar
científicamente la premisa indeterminista de la existencia del libre albedrío, y tampoco cree que
se pueda afirmar tajantemente que los inimputables no son con carácter general motivables por
las normas, por lo que se inclina por el concepto de motivación normal. Al mismo tiempo
distingue entre supuestos de imposibilidad absoluta de motivación normativa, que impiden la
propia infracción de una norma prohibitiva personalmente dirigida al sujeto, y supuestos de
anormalidad motivacional como fundamento de la exclusión de la responsabilidad penal.

También ROXIN (2008, §19 / 34 ss.) concibe la culpabilidad como actuación injusta pese a
la existencia de asequibilidad normativa, de modo que, en su opinión, hay que afirmar la

212
culpabilidad de un sujeto cuando el mismo estaba disponible en el momento del hecho para la
llamada de la norma de acuerdo a su estado mental y anímico. Con esto no se dice que el sujeto
pudiera efectivamente actuar de otro modo sino solo que cuando exista una capacidad de
control intacta, se le trata como libre. Se trata de un concepto mixto empírico-normativo, que
restringe el Derecho penal a lo absolutamente indispensable socialmente, de modo que cuando
la protección frente a sujetos peligrosos pero inculpables haga indispensable la reacción estatal
deberá acudirse a imponer una medida de seguridad, sin repercutir en el concepto de
culpabilidad.

3. Evolución del concepto de culpabilidad en el seno de la teoría


del delito.
En consonancia con la propia evolución del concepto de delito expuesta en la Lección 1,
a la que ahora nos remitimos, se ha ido desarrollando un concepto de culpabilidad diferente.
Esta evolución conoce básicamente los siguientes estadios:

CONCEPCIÓN PSICOLÓGICA DE LA CULPABILIDAD.

Como ya vimos, el concepto clásico de delito sostenido por el causalismo naturalista -


basado en el positivismo de finales del siglo XIX- entendía la culpabilidad como un “concepto
psicológico”, cuyas formas eran el dolo y la imprudencia, a lo que se sumaba la imputabilidad
como presupuesto. A su vez, el “concepto de dolus malus” sostenido en esta etapa, comprensivo
tanto del “conocer y querer la realización del hecho”, como del “conocimiento acerca del
carácter antijurídico de la conducta” todavía no hacía posible distinguir entre “error de tipo” y
“error de prohibición” como se hace hoy en día.

Este concepto de culpabilidad se caracterizaba pues por dejar fuera todos los aspectos
externos del delito y concebirla únicamente como la relación subjetiva entre el autor y el
resultado antijurídico acaecido. Pronto se consideró insatisfactorio básicamente por un doble
motivo: a) su incapacidad para fundamentar la culpabilidad en los casos de imprudencia
inconsciente, en los que justamente falta la conexión psíquica entre el autor y el resultado, dado
que aquél no se representa la posibilidad de este último; b) la existencia de ciertas causas de
exculpación, como el estado de necesidad exculpante o el miedo insuperable, en las que subsiste
el dolo. En estos supuestos falta la culpabilidad pese a concurrir el nexo psicológico entre autor
y resultado (MIR, 2011, 536).

CONCEPCIÓN NORMATIVA DE LA CULPABILIDAD.

213
Al examinar el “concepto neoclásico del delito” -basado en la metodología neokantiana-
ya apuntamos que una de sus notas características fue pasar de un “concepto psicológico” de
culpabilidad a un “concepto normativo de culpabilidad”. Este último fue sostenido en primer
lugar por FRANK que pasa a concebir la culpabilidad como reprochabilidad del hecho típico y
antijurídico, cuyos elementos podían ordenarse con cierta claridad. El cambio radicaba en situar
en primer plano no la relación psicológica entre el hecho y su autor, sino la evaluación de la
relación interna del autor con su hecho a través de una decisión valorativa.

Este razonamiento permitía superar las críticas efectuadas al concepto psicológico.


Dado que lo decisivo es que la conducta sea reprochable, puede concurrir el dolo y faltar la
culpabilidad, y también es posible la culpabilidad imprudente sin necesidad de una efectiva
relación psicológica.

Dolo e imprudencia siguen considerándose dentro de la culpabilidad, pero dejan de


verse como las dos especies de culpabilidad, para pasar a constituir elementos necesarios, pero
no suficientes de la misma. Así pues, según esta concepción la culpabilidad requería: a) la
imputabilidad, como presupuesto de una voluntad defectuosa; b) el dolo o la imprudencia, como
voluntad defectuosa, bajo la premisa de que el conocimiento del sujeto ha de referirse tanto a
los hechos como a su significación antijurídica; c) normalidad de las circunstancias en las que se
lleva a cabo la conducta (o ausencia de causas de exculpación que impidan la reprochabilidad
por inexigibilidad de otro comportamiento) (MIR, 2011, 537-538).

CONCEPCIÓN NORMATIVA PURA DE LA CULPABILIDAD.

La concepción psicológica de la culpabilidad, sin embargo, no se abandona por completo


hasta la irrupción del “concepto finalista” de delito. Ya se detalló que como consecuencia del
concepto final de acción se produce un cambio trascendental en el modo de entender la
estructura del delito en virtud del cual el dolo, así como los elementos subjetivos especiales de
lo injusto, y la imprudencia, pertenecen ya al tipo.

Al mismo tiempo el concepto de dolo pasa a concebirse como “dolo neutro”, sólo
comprensivo del “conocimiento y voluntad de realización del hecho”, mientras que el
“conocimiento del carácter antijurídico de la conducta” se escinde del dolo y permanece como
un elemento de la culpabilidad. Esto hace posible distinguir entre “error de tipo” (que afecta al
elemento cognoscitivo del dolo) y “error de prohibición” (que afecta a la conciencia sobre la
ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal) tal y como recoge nuestro Código Penal en
el art. 14.1.2 y 14.3 respectivamente, con consecuencias de distinto alcance.

214
Así pues, según esta concepción actualmente dominante de la culpabilidad ésta requiere
lo siguiente: a) imputabilidad o capacidad de culpabilidad como condición indispensable del
“poder actuar de otro modo”, ya no como mero presupuesto de la culpabilidad, sino como
objeto central de la misma; b) conocimiento de la antijuridicidad de la conducta, entendido como
posibilidad determinada normativamente de conocer que la conducta realizada era constitutiva
de delito; c) normalidad de las circunstancias o ausencia de causas de exculpación que impidan
el reproche por el hecho típico y antijurídico (MIR, 2011, 538-539).

215
TEMA 14. LA CULPABILIDAD (II). ELEMENTOS DE LA
CULPABILIDAD (I). LA IMPUTABILIDAD.

1. Introducción.
Como acabamos de examinar en la Lección 13 modernamente se entiende que la
culpabilidad como tercer escalón secuencial del delito consta de los siguientes elementos: a) la
imputabilidad (o capacidad de culpabilidad); b) el conocimiento de la antijuridicidad de la
conducta; c) la exigibilidad de otro comportamiento. Dedicaremos pues esta Lección y la
siguiente al estudio de dichos elementos, que pueden ser considerados como los requisitos
exigidos por el ordenamiento jurídico para la imputación personal del hecho típico y antijurídico
a su autor.

2. Concepto de imputabilidad.
La imputabilidad o capacidad de culpabilidad es el primer elemento sobre el que
descansa el juicio de culpabilidad y se refiere a las facultades mínimas requeridas para
considerar a un sujeto culpable. Según la opinión dominante actualmente la imputabilidad
requiere una doble capacidad: a) la capacidad de comprender lo injusto del hecho; b) la
capacidad de dirigir el comportamiento en consonancia a dicha comprensión. Si nos fijamos en
las eximentes reguladas en el art. 20.1 º y 2º veremos que ambas requieren la ausencia de alguno
de estos factores.

Es importante darse cuenta de que la noción actual de la capacidad de culpabilidad,


traducida en las capacidades a las que acabamos de hacer alusión, no interfieren en el hecho de
que el sujeto actúe dolosamente, esto es, con conocimiento y voluntad de realización del hecho
típico. Como ya sabemos, el análisis de esto último es anterior y se realiza en sede de tipicidad
subjetiva. Por consiguiente, lo que corresponde analizar aquí es propiamente si el sujeto que ha
cometido un hecho (objetiva y subjetivamente) típico y antijurídico, ha sido asimismo capaz de
comprender la ilicitud del mismo y de guiar su comportamiento según dicha comprensión. Si
falta la primera capacidad tampoco se dará la segunda, mientras que, dándose la primera, es
posible que falte la segunda.

En cualquier caso, resulta bastante evidente que a la segunda capacidad subyace la idea
del “poder actuar de otro modo” (sobre la que se eleva la concepción tradicional de la
culpabilidad material) ya que, dándose la capacidad de guiar el comportamiento según la previa

216
comprensión del carácter ilícito del hecho, no obstante, se comete el delito. Si fuera así, se
estaría exigiendo algo que, como vimos, es básicamente indemostrable en el caso concreto.

3. Causas de inimputabilidad y régimen de consecuencias


jurídicas.
CAUSAS DE INIMPUTABILIDAD.

Doctrina y Jurisprudencia reconocen unánimemente como causas de inimputabilidad las


eximentes reguladas en los arts. 20,1 º (anomalía o alteración psíquica), 2º (intoxicación plena y
síndrome de abstinencia) y 3º (alteraciones en la percepción) CP. Mención aparte requiere la
minoría de edad penal, ya que el art. 19 CP se remite a lo dispuesto en la ley que regule la
responsabilidad penal del menor en lo que concierne a los menores de dieciocho años.

RÉGIMEN DE CONSECUENCIAS JURÍDICAS.

Dado que la afectación a la capacidad de culpabilidad del sujeto no siempre se produce


en la misma medida, cabe distinguir básicamente tres posibilidades:

a) Inimputabilidad.

Si la capacidad de culpabilidad (o motivación por la norma) está completamente anulada


entonces se podrá aplicar directamente la eximente del art. 20, 1º, 2º o 3º CP, según lo que
corresponda. Al mismo tiempo y como ya se estudió en la Lección 15 del Tomo I entrará en
consideración la aplicación de una medida de seguridad en los términos establecidos en los arts.
101.1, 102.1 y 103.1 del CP respectivamente.

Además, tras la reforma operada por la LO 15/2003, de 25 de noviembre, se regula la


llamada inimputabilidad sobrevenida en el actual art. 60.1 CP, que establece que si, después de
pronunciada sentencia firme, se apreciara en el penado una situación duradera de trastorno
mental grave que le impida conocer el sentido de la pena, el Juez de Vigilancia Penitenciaria
suspenderá la ejecución de la pena privativa de libertad, pudiendo decretar la imposición de una
medida de seguridad privativa de libertad.

b) Semiimputabilidad.

Ahora bien, si la capacidad de culpabilidad no está anulada sino sólo alterada o


parcialmente limitada procedería aplicar la eximente incompleta regulada en la circunstancia 1ª
del art. 21, en relación con las eximentes 1ª, 2ª y 3ª del art. 20. En este caso, además de la
atenuación de la pena prevista en el art. 68 CP, entrará en consideración la aplicación conjunta

217
de una medida y una pena de acuerdo al sistema vicarial en los términos establecidos en los
arts. 99 y 104 CP.

c) Imputabilidad (levemente) disminuida.

Finalmente, si sólo se estima una leve disminución de la capacidad de culpabilidad,


podrán aplicarse las atenuantes genéricas previstas en las circunstancias 2ª (actuar el culpable
a causa de su grave adicción a las sustancias mencionadas en el n º 2 del art. 20), 3ª (obrar por
causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado
pasional de entidad semejante) y 7ª (cualquier circunstancia de análoga significación que las
anteriores) del art. 21 CP. En estos casos correspondería aplicar la pena en la mitad inferior de
la que la ley fije para el delito según la regla 1ª del art. 66.1 CP, a menos que se estimare como
circunstancia atenuante muy cualificada, en cuyo caso se podría llegar en aplicación de la regla
2ª del art. 66.1 hasta la pena inferior en uno o dos grados a la establecida por la ley.

El CP no prevé en estos supuestos la sustitución de la pena por una medida de seguridad,


pero tampoco lo prohíbe expresamente. Este silencio ha posibilitado que nuestra más alta
Jurisprudencia haya considerado que en delitos cometidos por toxicómanos dependientes
durante un largo período a sustancias que causan tan grave daño a la salud como la heroína, la
atenuante de grave adicción del art. 21,2 CP puede suponer el presupuesto de aplicación de las
medidas de seguridad en los términos del art. 104 CP, superponiendo acertadamente criterios
de reinserción y resocialización a cualquier otra finalidad de la pena (STS de 11 de abril de 2000
y 15 de marzo de 2001, entre otras). Esto no significa la integración de la atenuante dentro de
la eximente completa o incompleta, sino solo que el tratamiento de esta última se hace
extensivo a los casos mencionados. Con todo, cabe plantearse si lo correcto en estos casos no
sería declarar directamente la inimputabilidad o semiimputabilidad del autor del delito (ACALE,
2010, 186).

4. Causas de inimputabilidad en particular.


ANOMALÍA O ALTERACIÓN PSÍQUICA.

Preceptos legales: eximente y medida de seguridad

Artículo 20. “Están exentos de responsabilidad criminal:

1º El que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración


psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión.

El trastorno mental transitorio no eximirá de pena cuando hubiese sido provocado por el sujeto
con el propósito de cometer el delito o hubiera previsto o debido prever su comisión.”

218
Artículo 101. “1. Al sujeto que sea declarado exento de responsabilidad criminal conforme al
número 1º del artículo 20, se le podrá aplicar, si fuere necesaria, la medida de internamiento para
tratamiento médico o educación especial en un establecimiento adecuado al tipo de anomalía o alteración
psíquica que se aprecie, o cualquier otra de las medidas previstas en el apartado 3 del artículo 96. El
internamiento no podrá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad, si hubiera
sido declarado responsable el sujeto, y a tal efecto el juez o Tribunal fijará en la sentencia ese límite
máximo”

Evolución y estructura de la eximente

Históricamente no siempre se ha considerado que el enfermo mental debiera quedar


exento de pena, sino que la solución actual de someterlo, en su caso, a una medida de seguridad
pero en ningún caso a una pena, es fruto de un compromiso entre el Derecho penal clásico del
siglo XIX y la Escuela Positiva (MIR, 2011, 573). En particular, el Derecho penal español se
caracteriza por una recepción tardía de la locura como causa de exención de la responsabilidad
criminal, lo cual es fruto de una evolución desde mediados del siglo XIX en orden a tratar de
implementar la relación entre alteración mental e imputabilidad (QUINTERO, 1999, 59 s.).

La Psiquiatría Legal se ha encargado de tratar de deshacer la tan frecuente como


incorrecta asociación entre locura y violencia, y en ella se produce una larga evolución por
diferentes períodos en los que va cambiando el foco de interés, desde la preocupación inicial
por la imputabilidad (o no) del enfermo, pasando en la época de la Ilustración por su
peligrosidad, el desarrollo de diversas matizaciones clínicas de gran relevancia (como la
descripción de la moral insanity que dará lugar a la noción de psicopatías) y la impronta de los
grandes modelos psiquiátricos de Kraepelin, Freud y A. Meyer, hasta el tránsito del paradigma
de la peligrosidad al del riesgo (BARCIA, 2005, 12, 31 ss).

Tradicionalmente se distingue entre tres tipos de fórmulas para regular este tipo de
exención de responsabilidad criminal: las biológicas o psiquiátricas, las psicológicas y las mixtas
o biológico-psicológicas. Mientras que las primeras requieren una enfermedad o anormalidad
mental, las segundas se fijan ante todo en el efecto de la anomalía o el trastorno en el momento
del hecho. Las últimas, sin embargo, en las que se basa el actual Código Penal, se estructuran
sobre ambos extremos. En efecto, si nos fijamos bien en el art. 20.1º CP antes transcrito éste
requiere, por un lado, la existencia de una anomalía o alteración psíquica, y por otro, que a causa
de la misma no se haya podido comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa
comprensión.

Anomalías y alteraciones psíquicas no transitorias.

219
Corresponde analizar pues someramente lo concerniente a las distintas anomalías o
alteraciones psíquicas, por mucho que no sea esta la terminología más científica posible. Se
suele distinguir en la nosología psiquiátrica tradicional entre psicosis, oligofrenias, epilepsias,
psicopatías y neurosis, bien que con las debidas cautelas desde el punto de vista de la evolución
producida en este ámbito13:

- Las psicosis, entre las que se ubican las enfermedades mentales en sentido estricto, se
caracterizan por una perturbación cualitativa de la vida psíquica y, en ocasiones, conllevan la
pérdida de contacto con la realidad. Pueden ser endógenas respecto de las cuales se entiende
que vienen ocasionadas en buena medida por el propio organismo, o exógenas que vienen dadas
por un factor externo que afecta al funcionamiento del cerebro. Entre las primeras cabe
mencionar la esquizofrenia, la paranoia (o trastorno delirante crónico), la psicosis maníaco-
depresiva (o trastorno bipolar) y las epilepsias. Entre las segundas, las llamadas toxifrenias, como
la embriaguez patológica.

Por lo que se refiere a la esquizofrenia la Jurisprudencia distingue entre hechos


producidos bajo los efectos del brote esquizofrénico, aplicando una eximente completa, y
comportamiento anómalo atribuible a la enfermedad, para el que reserva la aplicación de la
eximente incompleta. Finalmente, en caso de apreciación de un mero residuo patológico del
defecto esquizofrénico el Tribunal Supremo ha aplicado una atenuante analógica (STS 97/2004,
de 23 de febrero). También respecto a la paranoia el Tribunal Supremo distingue entre brotes
agudos de la enfermedad, cuyos efectos serían similares a los de la esquizofrenia, y el trastorno
paranoide de la personalidad, relacionado con la psicopatías.

- Las oligofrenias son definidas por la Jurisprudencia como una perturbación de la


personalidad del agente de carácter endógeno que supone una desarmonía entre el desarrollo
físico (y somático del sujeto) y su desarrollo intelectual o psíquico, constituyendo un estado
deficitario de la capacidad intelectiva que afecta al grado de imputabilidad (STS 1172/2003, de
22 de septiembre). Cabe distinguir entre: a) oligofrenia profunda o idiocia, cuando la carencia
intelectiva es severa (coeficiente inferior al 25% de lo normal, equivalente a una edad mental
por debajo de los cuatro años), en cuyo caso se aplica una eximente completa; oligofrenia de
mediana intensidad o imbecilidad, cuando el coeficiente se sitúa entre el 25 y el 50 % equivalente
a una edad mental entre los cuatro y ocho años, en cuyo caso se aplica una eximente incompleta;
c) oligofrenia mínima o debilidad mental, cuando el coeficiente está entre el 50 y el 70 %,
correspondiente a una edad mental entre los ocho y nueve años, en cuyo caso se aplica una

13
Véase el epígrafe redactado por Miquel Roca Bennassar en QUINTERO OLIVARES (1999, 73-101).
Asimismo, CARRASCO / MAZA, 2010, 135 ss.

220
atenuante analógica; d) los llamados torpes o border lines, cuyo coeficiente mental supera el
70%, son considerados en general imputables.

- Las epilepsias son trastornos neurológicos que se caracterizan por la producción de


ataques convulsivos, durante los cuales se puede producir la pérdida del conocimiento, o
ausencias mentales de carácter transitorio, en las que el sujeto actúa de modo inconsciente. Hoy
se sabe que el índice de conducta violenta en este grupo no es tan alto como se había pensado
tradicionalmente y que la posibilidad de la misma está en relación con el tipo de epilepsia,
especialmente la temporal, la edad de aparición de la enfermedad y el cociente intelectual,
siendo mayor el riesgo cuanto más joven se inicia y más bajo sea el cociente (BARCIA, 2005, 245).

- Las psicopatías son anormalidades del carácter de naturaleza constitucional y


heredada, que afectan sobre todo al mundo emocional (temperamento, afectividad y control
de los impulsos) y no generalmente a su inteligencia y voluntad. Es justamente este argumento
el que ha servido de asidero tradicionalmente a la Jurisprudencia para rechazar con carácter
general la exención plena e incluso una mera atenuación. Sin embargo, la inclusión de los
trastornos de la personalidad en las clasificaciones de la Organización Mundial de la Salud (CIE-
10) y de la Asociación Psiquiátrica Americana (DSM-IV-TR), ha abonado la tesis de la aplicación
de la eximente incompleta, o por lo menos de una atenuante analógica, en estos supuestos
cuando tuvieran una naturaleza grave o fueran acompañados de otras enfermedades mentales
o de cuadros de dependencia de sustancias (STS 1363/2003, de 22 de octubre; URRUELA, 2009,
233).

La STS 1511/2005, de 27 de diciembre, va más allá y señala respecto a la aplicación de


la eximente como tal lo siguiente (FD 5º): “En efecto la entidad nosológica conocida por
psicopatía, actualmente por trastorno limite de la personalidad, solo se tendrá en cuenta a
efectos de eximente, en aquellos casos que fuera tan profunda que comprometa las estructuras
cerebrales o coexista con una enfermedad mental y siempre que el hecho delictivo se halle en
relación con la anormalidad caracterológica padecida. Lo decisivo no es la clasificación de un
estado espiritual del autor, sino la intensidad de los efectos de la psicopatía o neurosis sobre su
posibilidad de autodeterminación”

Son, no obstante, las que plantean mayores dificultades en su valoración jurídica, y de


hecho los conocimientos actuales provenientes de la Neurociencia sobre los defectos cerebrales
que padecen delincuentes violentos de esta clase, así como los relativos a la importancia que
posee el aspecto emocional en el comportamiento, y por ende, en la propia formación de la
voluntad, hacen que el rechazo, o cuando menos actitud restrictiva, sea más que criticable. Hay

221
que tener en cuenta, además, que la redacción actual de la eximente (“a causa de cualquier
anomalía o alteración psíquica”) puede comprender perfectamente los trastornos de la
personalidad. Con todo, el gran problema en este ámbito sigue siendo la ausencia de medidas
de seguridad y reinserción social específicas para psicópatas, ya que debido a su naturaleza y la
imposibilidad de curación a día de hoy, precisarían un tratamiento ad hoc. Por este motivo
buena parte de la doctrina propone la posibilidad de aplicar medidas específicas de
internamiento en centros de terapia social (CEREZO MIR, 2001, 74; SANZ MORÁN, 2003, 220).

- Las neurosis tienen que ver con reacciones exageradas o desproporcionadas ante
determinadas situaciones en forma de angustia, depresión, etc, como consecuencia de una
suerte de frustración ante el entorno. Como tales “reacciones psicógenas” de carácter funcional
se entiende que derivan directamente de una causa psíquica no somática. Por este motivo se
dice igualmente que representan una anormalidad de carácter cuantitativo, frente a las psicosis,
que tendrían un carácter cualitativo. En las llamadas neurosis obsesivas e impulsivas el Tribunal
Supremo ha llegado a aplicar un trastorno mental transitorio eximente, y en casos menos graves,
una eximente incompleta o una atenuante analógica.

El trastorno mental transitorio y la actio ibera in causa.

Si nos fijamos en el inciso segundo del art. 20.1 º CP antes transcrito vemos que en el se
dice que “el trastorno mental transitorio no eximirá de pena cuando hubiese sido provocado por
el sujeto con el propósito de cometer el delito o hubiera previsto o debido prever su comisión”

Se plantean en dicho inciso dos problemas complejos. Por un lado, la constatación, que
proviene inalterada del art. 8,1º del anterior CP, cuyo origen está a su vez en el CP de 1932, de
que hay casos en los que la inimputabilidad proviene de una causa externa y tiene una duración
solo temporal. Causa y duración son por tanto los elementos diferenciadores respecto a las
anomalías y alteraciones de carácter no transitorio vistas con anterioridad. Con el Código Penal
de 1995 el legislador decidió regular separadamente los supuestos más característicos en la
eximente del art. 20.2º, que estudiaremos en el próximo epígrafe, lo que no es óbice para una
consideración conjunta.

De hecho, el segundo problema al que nos referíamos constituye un elemento común


de ambas eximentes: la no provocación (dolosa o imprudente) de la situación que da lugar a la
eximente, bien sea el “trastorno mental transitorio” o la “intoxicación plena”. Para dar solución
a estos supuestos debe acudirse a la figura jurídica de la actio libera in causa, a la que ya hicimos
mención en la Lección 3 para los casos correspondientes de ausencia de acción. Dos son en
esencia los modelos dogmáticos vinculados a la misma:

222
a) El modelo de la excepción: parte de la base de que en estos casos se rompe el principio
de coincidencia entre injusto y culpabilidad que rige con carácter general según el cual se es o
no culpable en el momento de realización del hecho delictivo. Por ejemplo, si A se pone a si
mismo en una situación de “embriaguez plena” para matar a B y en ese estado le dispara, se
consideraría culpable al sujeto pese a que era inimputable en el momento de realización de la
acción típica.

La crítica fundamental que ha merecido es que viola principios fundamentales del


Derecho penal al partir de una “culpabilidad” sin un “injusto del hecho ya dado”, teniendo en
cuenta que el concepto de culpabilidad en el “Derecho penal del hecho” atañe a la “culpabilidad
por el hecho” y se refiere a un “injusto simultáneo”. También conduciría a fricciones con el
principio de legalidad en la medida en que el propio legislador establece que la eximente rige
cuando “al tiempo de cometer la infracción penal” (arts. 20.1 y 2 CP) no se puede comprender
la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión.

b) El modelo de la tipicidad: parte de que no se pueden establecer excepciones al


principio de coincidencia. Por lo tanto, este modelo se basa en buscar el inicio de la acción típica
en un momento anterior, en el de la llamada actio praecedens, o acción mediante la cual el
sujeto se pone dolosa o imprudentemente en situación de inimputabilidad.

Esta solución se enfrenta a la (asimismo) grave objeción de un adelanto excesivo del


comienzo de la tentativa. Si en el ejemplo que antes pusimos, el sujeto se embriaga para matar
a su enemigo, pero luego no llega a salir de casa, según el punto de partida del modelo de la
tipicidad habría que admitir ya el comienzo de una tentativa de homicidio, que nadie
consideraría seriamente que deba ser punible. Y efectivamente no lo sería, sino que, en la
medida en que después omite continuar actuando, en realidad se trataría de un desistimiento
pasivo impune. Como puede observarse existiría aquí un “supuesto paralelo” a la autoría
mediata, con la particularidad de que, a diferencia de lo que acontece en esta última, al ser el
autor instrumento de sí mismo, esto le permite desistir de un modo pasivo como en cualquier
tentativa inacabada.

Declaración de incapacidad ante la Jurisdicción Civil.

De acuerdo a la Disposición Adicional Primera del Código Penal cuando una persona sea
declarada exenta de responsabilidad criminal por concurrir alguna de las causas previstas en los
números 1º y 3º del artículo 20, el Ministerio Fiscal instará, si fuera procedente, la declaración

223
de incapacidad ante la Jurisdicción Civil, salvo que la misma hubiera sido ya anteriormente
acordada y, en su caso, el internamiento conforme a las normas de la legislación civil.14

INTOXICACIÓN PLENA Y SÍNDROME DE ABSTINENCIA.

Preceptos legales: eximente y medida de seguridad

Artículo 20. “Están exentos de responsabilidad criminal:

2º El que al tiempo de cometer la infracción penal se halle en estado de intoxicación plena por el consumo
de bebidas alcohólicas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan
efectos análogos, siempre que no haya sido buscado con el propósito de cometerla o no se hubiese previsto
o debido prever su comisión, o se halle bajo la influencia de un síndrome de abstinencia, a causa de su
dependencia de tales sustancias, que le impida comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa
comprensión”

Artículo 102. “1. A los exentos de responsabilidad penal conforme al número 2 del artículo 20 se les
aplicará, si fuere necesaria, la medida de internamiento en centro de deshabituación público, o privado
debidamente acreditado u homologado, o cualquiera otra de las medidas previstas en el apartado 3 del
artículo 96. El internamiento no podrá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad,
si el sujeto hubiere sido declarado responsable, y a tal efecto el Juez o Tribunal fijará ese límite máximo en
la sentencia”.

Requisitos y estructura de la eximente.

La eximente regulada en el art. 20.2º del CP de 1995 prevé expresamente algo que venía
siendo considerado desde 1932 por la doctrina dominante una modalidad de trastorno mental
transitorio, pero refiriéndose no solo a la embriaguez, sino también a la intoxicación plena por
el consumo de drogas en general. Con dicho reconocimiento expreso queda claro que se trata
en esta medida de una enfermedad que tiene unos efectos capaces de eliminar o, en su caso,

14
Téngase en cuenta que mediante LO 1/2015, de 30 de marzo, se ha modificado la redacción del art. 25
CP que, a efectos del Código Penal, señala en su apartado primero que “se entiende por discapacidad
aquella situación en que se encuentra una persona con deficiencias físicas, mentales, intelectuales o
sensoriales de carácter permanente que, al interactuar con diversas barreras, puedan limitar o impedir su
participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás”, y que aunque
describe una situación material equivalente a la del art. 20.1 CP, se trata de un precepto que no proyecta
sus efectos sobre el sujeto activo del delito, sino respecto a las víctimas en los supuestos indicados por
legislador. Sin embargo, en el inciso introducido en la reforma mencionada en la pena de privación del
derecho a residir en determinados lugares o acudir a ellos regulada en el art. 48, se dice que “en los casos
en que exista declarada una discapacidad intelectual o una discapacidad que tenga su origen en un
trastorno mental, se estudiará el caso concreto a fin de resolver teniendo presentes los bienes jurídicos a
proteger y el interés superior de la persona con discapacidad que, en su caso, habrá de contar con los
medios de acompañamiento y apoyo precisos…”, por lo que el penado parece convertirse en el punto de
referencia (Vid. TAMARIT, en QUINTERO (Dir.), 2015, 72, 76).

224
disminuir la capacidad de culpabilidad del sujeto. Hay que tener en cuenta en cualquier caso que
también la eximente del art. 20.1º CP vista anteriormente es aplicable al consumo de esta clase
de sustancias cuando la anomalía o alteración psíquica proviene justamente de su consumo
(SUÁREZ-MIRA, 2000, 154).

De acuerdo a la doctrina general del Tribunal Supremo en esta materia desgranada a lo


largo de diferentes pronunciamientos, de la que puede verse un resumen -con amplias
referencias a sentencias anteriores- en el Fundamento de Derecho Décimo Sexto de la Sentencia
11/2011, de 1 de febrero, que hemos reproducido más abajo como Anexo para su estudio y
comentario, el Alto Tribunal viene exigiendo una serie de requisitos para su apreciación: a)
biopatológico, que consiste en la dependencia de las sustancias; b) psicológico, relativo al grado
de afectación de las facultades mentales; c) temporal o cronológico, en el sentido de que dicha
afectación debe concurrir en el momento de la comisión del delito; d) normativo, ya que debe
evaluarse la intensidad e influencia del consumo de las sustancias en las facultades mentales del
sujeto.

Al mismo tiempo, según esa misma doctrina, se reconoce que según la intensidad o
afectación a la capacidad de culpabilidad, nos podemos encontrar ante las siguientes
constelaciones:

a) Eximente completa del art. 20.2º CP

Supone la plena anulación de la capacidad de culpabilidad y entrará en juego cuando el


sujeto está impedido para comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa
comprensión debido a alguna de estas situaciones, a saber,

→ la actuación en estado de “intoxicación plena” por el consumo de bebidas alcohólicas,


drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otras que produzcan efectos
análogos, “siempre que no haya sido buscado con el propósito de cometerla o no se hubiese
previsto o debido prever su comisión”

→ la actuación bajo la influencia de un “síndrome de abstinencia”, a causa de su


dependencia de tales sustancias.

Su aplicación se interpreta en términos muy estrictos por la Jurisprudencia, que exige


para su aplicación que el drogodependiente actúe bajo la influencia directa del alucinógeno, de
modo que éste anule de modo absoluto el psiquismo del agente, o bien, en caso de síndrome de
abstinencia o toxifrenia, que actúe bajo la influencia indirecta de la droga, de modo que
entendimiento y voluntad desaparecen a impulsos de una conducta incontrolada como

225
consecuencia del trauma físico y psíquico que se produce en el organismo debido a la brusca
interrupción del consumo o del tratamiento deshabituador.

b) Eximente incompleta del art. 21.1ª CP en relación al art. 20.2º CP

Se aplicaría en aquellos casos en los cuales la ingestión de sustancias tóxicas o el


síndrome de abstinencia no logran eliminar por completo la capacidad de culpabilidad del
sujeto, si bien determina una perturbación importante de la misma. Al mismo tiempo se
entiende aplicable en casos de severo síndrome de abstinencia asociados a alguna deficiencia
psíquica, como oligofrenia o psicopatía, y cuando la adicción haya llegado a producir un
deterioro de la personalidad que disminuye de forma notoria la capacidad de autorregulación
del sujeto.

C) Atenuante del art. 21.2 ª CP

Finalmente, cabe la posibilidad de aplicar la atenuante 2ª del art. 21 CP relativa a “actuar


el culpable a causa de su grave adicción a las sustancias mencionadas en el nº 2 del artículo
anterior”, si bien, como es claro, esto presupone la previa consideración del sujeto como
imputable.

La Jurisprudencia parte de la base de que la condición de toxicómano por sí sola no


determina su apreciación, sino que la atenuante requiere una relación funcional entre
drogodependencia y delito, de modo que no será aplicable si el delito se comete con un fin
distinto a la obtención directa de la dosis o de la cantidad de dinero suficiente para adquirirla.
Junto a esta línea jurisprudencial se ha abierto camino otra que vincula la adicción con la
actuación delictiva, y que es la que ha permitido, como veíamos más arriba, considerar que la
atenuación prevista en el art. 21.2 ª puede llegar a considerarse presupuesto de aplicación de
una medida de seguridad en los términos del régimen vicarial regulado en el art. 104 CP, sobre
la base de considerar sus efectos análogos a los de una eximente incompleta (STS 628/2000 de
11 de abril).

D) Atenuante analógica del art. 21.7 ª CP

Por último, la Jurisprudencia entiende aplicable la atenuante analógica cuando la


incidencia en la adicción sobre el conocimiento y la voluntad del agente es más bien escasa, sea
porque se trata de sustancias de efectos menos devastadores, sea por la menor antigüedad o
intensidad de la adicción (STS 11/2011, de 11 de febrero, FD 16º).

ALTERACIONES EN LA PERCEPCIÓN.

Preceptos legales: eximente y medida de seguridad.

226
Artículo 20. “Están exentos de responsabilidad criminal:

3º El que, por sufrir alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alterada
gravemente la conciencia de la realidad”

Artículo 103. “1. A los que fueren declarados exentos de responsabilidad conforme al número 3º del
artículo 20, se les podrá aplicar, si fuere necesaria, la medida de internamiento en un centro educativo
especial o cualquier otra de las medidas previstas en el apartado tercero del artículo 96. El internamiento
no podrá exceder del tiempo que habría durado la pena privativa de libertad, si el sujeto hubiera sido
declarado responsable y, a tal efecto, el Juez o Tribunal fijará en la sentencia ese límite máximo”.

Requisitos y estructura de la eximente.

Esta eximente ha estado vinculada tradicionalmente a la ceguera, la sordomudez o el


autismo, y su efecto radica en una alteración grave de la conciencia de la realidad que guarda
relación con una determinada incapacidad para conocer o cumplir los mandatos normativos.
Como en los casos anteriores, dependiendo de su gravedad, puede actuar como eximente plena,
eximente incompleta o como atenuante (en este caso analógica).

La Jurisprudencia ha exigido tres requisitos que estructuran esta eximente: a)


alteraciones en la percepción, no sólo como consecuencia de deficiencias sensoriales sino
también por falta de instrucción o educación; b) alteración grave de la conciencia de la realidad,
en virtud de la cual se medirán la amplitud de sus efectos eximentes o atenuantes; c) ingrediente
biológico-temporal que consiste en deferir la alteración al nacimiento o a la infancia, del que no
puede prescindirse para acoger la versión incompleta de la eximente (STS 139/2001, de 06 de
febrero).

M INORÍA DE EDAD .

Mención aparte, merece la minoría de edad ya que, como anunciábamos al principio de


la lección, el art. 19 CP se remite a lo dispuesto en la ley que regule la responsabilidad penal del
menor en lo que concierne a los menores de dieciocho, a cuyo desarrollo se dedica la Lección 8
del Tomo I.

Si la postura tradicional ha sido la de considerar la minoría de edad de un sujeto como


causa de inimputabilidad, entendemos que de acuerdo a la evolución actual esto último ya no
se puede sostener con carácter general, sino que al menos para los menores entre los 14 y los
18 años -franja de edad en la que resulta aplicable la LO 5/2000, de 12 de enero, de
responsabilidad penal del menor- se trata en rigor solo de una condición para el establecimiento
de un régimen de responsabilidad penal (sin eufemismos) distinto al de los mayores.

227
El Estado puede reaccionar -y lo hace- de modo diferenciado respecto de los menores,
estableciendo un sistema de sanciones también de naturaleza penal. Se trata de este modo de
conciliar la nueva concepción del menor como sujeto de derecho, con los postulados propios de
los modernos Estados sociales y democráticos de Derecho, así como con la opción
mayoritariamente sostenida en los ordenamientos jurídicos de nuestro entorno de establecer
unos sistemas de justicia de menores donde se regulan procesos para estos sujetos de
naturaleza penal. Se evita así al mismo tiempo el famoso “fraude de etiquetas” en perjuicio de
los menores, ya que sea cual sea el planteamiento jurídico-penal respecto a ellos lo que no es
tolerable es que se les trate con menos garantías que a los mayores, o que se quiera distraer la
atención respecto al carácter aflictivo de las sanciones (cada vez más rigurosas) que se les
imponen.

228
TEMA 15. LA CULPABILIDAD (III). ELEMENTOS DE LA
CULPABILIDAD. LA CONCIENCIA DE LA
ANTIJURIDICIDAD. LA EXIGIBILIDAD DE OTRO
COMPORTAMIENTO.

1. La conciencia de la antijuridicidad.
INTRODUCCIÓN.

Anteriormente se indicaba que la conciencia o conocimiento de la antijuridicidad de la


conducta se entiende modernamente como el segundo elemento necesario de la culpabilidad
en tanto que categoría o escalón del delito junto a la imputabilidad y a la exigibilidad de otro
comportamiento. Si lo relacionamos con la idea básica según la cual la culpabilidad presupone
materialmente de uno u otro modo que el sujeto sea capaz de motivarse o determinarse por la
norma es evidente que tal cosa no puede darse si el sujeto desconoce que la conducta en
cuestión está prohibida.

Cuando el sujeto, pese a conocer completamente la situación o supuesto de hecho del


injusto, no sabe que su actuación no está permitida, concurre un error de prohibición. Ya hubo
oportunidad de explicar en el epígrafe 2 de la Lección 1 (“concepto del delito y su evolución”),
así como de recordar en el epígrafe 3 de la Lección 14 (“evolución del concepto de culpabilidad
en el seno de la teoría del delito”), cómo se llega a la distinción fundamental -reflejada en el art.
14 CP- entre error de tipo (oportunamente tratado en la Lección 6, en tanto que afecta al
conocimiento y voluntad que requiere el dolo) y error de prohibición. Corresponde ahora el
análisis detallado de esta clase de error y su regulación en el Código Penal.

OBJETO DE LA CONCIENCIA DE ANTIJURIDICIDAD.

El famoso brocárdico latino según el cual “ignorantia legis non excusat” reflejado en el
art. 6.1 del Código Civil (“la ignorancia de las leyes no exime de su cumplimiento”) parece
entrañar más una exigencia política, social y procesal, que una presunción absoluta iuris et de
iure de conocimiento del derecho por cada uno de los ciudadanos (QUINTERO / MORALES, 2010,
453). En efecto, el ordenamiento jurídico parte con carácter general de dicho conocimiento,
pues lo contrario equivaldría a una suerte de autonegación, pero nada obsta en el caso concreto
para tomar en cuenta el posible error en dicho conocimiento para el enjuiciamiento del caso
concreto.

229
Ahora bien, ¿cómo debe ser ese conocimiento? Según el punto de vista mayoritario no
se precisa un conocimiento referido al contenido exacto del precepto penal, sino que basta con
que el autor sospeche que el hecho cometido contradice las normas jurídicas, sin que sea
suficiente, por otro lado, una mera conciencia de la dañosidad o de la inmoralidad, si bien esta
última se puede convertir en un indicio de la vencibilidad del error de prohibición. En otras
palabras, el objeto de la conciencia de la ilicitud no equivale al conocimiento de la proposición
jurídica infringida, como tampoco al de la punibilidad del hecho.

Puede decirse con carácter general que el objeto de la conciencia de la antijuridicidad


se mueve entre dos polos. Por un lado se descarta que el conocimiento que debe tener el sujeto
abarque la concreta configuración de los tipos penales -lo que abriría en exceso los casos de
error de prohibición relevantes- sino que es suficiente con un conocimiento aproximado de
acuerdo a una valoración paralela en la esfera del profano. Este es también el punto de vista
sostenido por la Jurisprudencia del Tribunal Supremo (STS 306/2011 de 11 de abril). En el otro
extremo, en cambio, un error de prohibición nunca podrá venir en consideración en casos de la
llamada ignorancia burda o crasa absolutamente incomprensible, que revelan “ceguera jurídica”
u “hostilidad hacia el derecho” (LUZÓN PEÑA, 2012, 273-274).

EL ERROR DE PROHIBICIÓN.

Concepto y regulación.

Como ya se ha dicho, el error de prohibición es aquel que recae sobre la conciencia del
sujeto acerca del carácter antijurídico o prohibido de lo que se hace, a diferencia del
conocimiento constitutivo del dolo, que es aquel referido propiamente a lo que se hace y que,
como sabemos, debe proyectarse sobre todos y cada uno de los elementos del tipo objetivo.

En el clásico ejemplo de la ciudadana extranjera que se encontraba de vacaciones en


España y creía que no había inconveniente para que se le practicara un aborto, tal y como podría
hacer libremente en su país, no hay ninguna clase de error (de tipo) sobre lo que está haciendo,
sino en relación al significado antijurídico que atribuye a su conducta en las circunstancias dadas.

El error de prohibición está regulado en el art. 14.3 CP que establece lo siguiente: “1. El
error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo la infracción penal excluye la
responsabilidad criminal. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena inferior en uno o dos
grados”.

Teorías sobre el error de prohibición.

230
Superada la posición de la jurisprudencia tradicional hasta los años 60 del pasado siglo
de la irrelevancia el error de prohibición sobre la base de que el error de derecho perjudica
(“error iuris nocet”) y no beneficia porque todos los ciudadanos están obligados a conocer las
normas jurídicas, el tratamiento dogmático del error de prohibición ha transitado por las
siguientes teorías, correspondientes a su vez con la evolución del concepto de delito:

a) Teoría del dolo.

La teoría del dolo representa el punto de vista sostenido por el concepto clásico de
delito, es decir, por el causalismo. Como ya sabemos, el dolo era para esta concepción del delito
una forma de culpabilidad (junto a la imprudencia) en cuyo interior se ubicaba tanto el
conocimiento y voluntad de realización del hecho típico como el conocimiento de la
antijuridicidad de la conducta (“dolus malus”). Esto conducía a un mismo tratamiento para el
error de tipo y el error de prohibición, bien que el causalismo hablara en su lugar de “error de
hecho” y “error de derecho”: en ambos casos el error invencible excluye el dolo y si es vencible
daría lugar a imprudencia (MIR, 2011, 553).

b) Teoría de la culpabilidad

En lecciones anteriores se puso de manifiesto que el finalismo dio un paso adelante


fundamental en la moderna concepción del delito como consecuencia del concepto final de
acción. Este consistió en la transformación que se produce a través del concepto de “dolo
neutro”, que sólo comprende el “conocimiento y voluntad de realización del hecho”, y se analiza
en sede de tipicidad subjetiva junto a la imprudencia. Por su parte, el “conocimiento del carácter
antijurídico de la conducta” se escinde del dolo y permanece como un elemento autónomo de
la culpabilidad. A partir de aquí, y superado el “concepto psicológico” de culpabilidad del
causalismo a favor de un “concepto normativo”, se distingue entre error de tipo y de prohibición.

La ausencia del correspondiente conocimiento de la antijuricidad del hecho no impide la


subsistencia del injusto doloso, sino que sólo afecta a la culpabilidad del autor en caso de “error
de prohibición”, lo que explica que esta teoría reciba el nombre de “teoría de la culpabilidad”. Si
el error es invencible ello querría decir que el sujeto no pudo “actuar de otro modo”, luego el
hecho no sería reprochable. Si es vencible, merecería una atenuación de la pena porque la
reprochabilidad del hecho sería consecuentemente menor en tanto que habría podido superar
el desconocimiento de la antijuridicidad, de ahí que el finalismo no exija un conocimiento actual

231
o efectivo conformándose con uno potencial. Finalmente, si se tratase de un error burdo, la
culpabilidad quedaría intacta.

Dentro de la teoría de la culpabilidad se distingue, a su vez, entre teoría estricta de la


culpabilidad y teoría restringida de la culpabilidad. Como ya hubo oportunidad de analizar en el
epígrafe 4 de la Lección 11 al tratar el error sobre el presupuesto fáctico de una causa de
justificación, pueden distinguirse dos puntos de vista a este respecto, el de quienes lo consideran
un “error de prohibición” y el de quienes lo tratan como un “error de tipo”. Pues bien, la teoría
estricta de la culpabilidad corresponde al finalismo ortodoxo y entiende que la suposición
errónea de que concurren los presupuestos de una causa de justificación constituye un error de
prohibición, en la medida en que el sujeto actúa creyendo (equivocadamente) que su conducta
está permitida. Por el contrario, para la teoría restringida de la culpabilidad -así como,
consecuentemente con su modo de estructurar el delito, también para la teoría de los
elementos negativos del tipo- este tipo de error sobre el presupuesto fáctico de una causa de
justificación debe tratarse como un error de tipo. El error sobre el presupuesto fáctico de una
causa de justificación -también conocido como “error de tipo permisivo”- debe diferenciarse del
error sobre la propia existencia o los límites de una causa de justificación -o “error de
permisión”- que, como ya se dijo en la Lección 11, se considera sin discusión un error de
prohibición (indirecto).

Pues bien, la teoría de la culpabilidad es considerada mayoritariamente como la teoría


correcta, en primer lugar, por concordar bien con la regulación legal que prevé el art.
14.3 CP, por más que esta última no signifique necesariamente que el legislador haya
acogido dicha teoría, y en segundo lugar, por evitar que todos los errores de prohibición
vencibles, que serán la mayoría, lleven a la impunidad de todos aquellos hechos que no
admiten la comisión imprudente (LUZÓN PEÑA, 2012, 276).

Error de prohibición vencible e invencible.

Como se deduce del propio tenor del art. 14 CP se distingue, en primer lugar, entre error
de prohibición vencible e invencible. Mientras que el primero conduce a una atenuación
obligatoria de la pena en uno o dos grados, el segundo excluye la responsabilidad criminal.

Puede decirse que los márgenes de admisibilidad del error son menores en relación con
los bienes jurídicos más básicos, en la medida en que se entiende que todo el mundo sabe que
matar, robar, violar, lesionar, etc, está prohibido. Ahora bien, ¿cuándo es vencible y cuándo
invencible? En términos generales se dice que todo error puede ser absoluto (invencible) cuando
cualquier persona en la situación del autor hubiera incurrido en él, mientras que sería relativo

232
(evitable) cuando un “hombre medio” en la situación del autor hubiera podido salir de él
informándose adecuadamente. Pero estas consideraciones son todavía demasiado genéricas ya
que, en el caso concreto, hay que tomar en cuenta una multiplicidad de factores, que van desde
la propia complejidad de la prohibición penal hasta las posibilidades de que disponía el sujeto
para informarse, que estarán a su vez en relación con su nivel cultural y cualidades profesionales.

En opinión de ROXIN (2008, §21/50) los medios para evitar un error de prohibición son
reflexión e información, pero esto no quiere decir que el error de quien no ha agotado estos
medios sea eo ipso vencible, sino que la vencibilidad depende de tres presupuestos o requisitos
que se basan uno en otro: a) el sujeto tiene que haber tenido un motivo para reflexionar sobre
una posible antijuridicidad de su conducta o para informarse al respecto; b) cuando exista un
motivo, el sujeto o bien no debe haber emprendido ningún tipo de esfuerzos para cerciorarse o
bien estos esfuerzos deben haber sido tan insuficientes que sería indefendible por razones
preventivas una exclusión de la responsabilidad; c) cuando el sujeto, pese a existir un motivo, se
ha esforzado en pequeña medida por conocer el Derecho, su error de prohibición es sin embargo
vencible solamente cuando unos esfuerzos suficientes le habrían llevado a percatarse de la
antijuridicidad.

Error de prohibición directo e indirecto.

El error de prohibición directo es el caso normal de error de prohibición, aquel que versa
sobre la norma de prohibición y consiste en la equivocación acerca de la antijuridicidad del
hecho, en los términos vistos más arriba.

Se entiende por error de prohibición indirecto el error sobre la propia existencia o límites
de una causa de justificación, que es considerado unánimemente un “error de prohibición
indirecto”, así como para la concepción finalista, también el “error sobre el presupuesto fáctico
de una causa de justificación.

Mientras que en el error de prohibición directo el autor no percibe como tal la norma
de prohibición que se refiere al hecho y cree por ello que su acción está permitida, en el error
de prohibición indirecto el autor cree erróneamente que en el caso concreto interviene una
norma contraria de carácter justificante, bien por desconocer los límites jurídicos de una causa
de justificación reconocida, bien por aceptar en su beneficio una causa de justificación que el
ordenamiento jurídico no reconoce (JESCHECK / WEIGEND, 2002, 491).

2. La exigibilidad de otro comportamiento.


INTRODUCCIÓN

233
Con esto habríamos llegado al tercer elemento de la culpabilidad, la normalidad de las
circunstancias o exigibilidad de un comportamiento conforme a derecho, que, junto a la
imputabilidad y al conocimiento de la antijuridicidad, constituyen los requisitos para la
imputación de lo injusto a su autor. Mientras que las causas de inimputabilidad y el error de
prohibición se consideran “causas de exclusión de la culpabilidad”, las que afectan a la
exigibilidad se denominan también específicamente “causas de exculpación o de disculpa”.
Nótese que la idea de la exigibilidad y de las causas de exculpación procede de la teoría
normativa de la culpabilidad, ya que la teoría psicológica de la culpabilidad no se hallaba en
condiciones de aclarar la exclusión de esta última pese a la existencia de dolo o imprudencia.

En estos casos el fundamento que justifica, en su caso, la liberación de responsabilidad


penal, es que hay determinadas situaciones extremas en las que no se puede exigir o esperar
del sujeto que no infrinja la norma porque hacerlo sería tanto como exigir un “comportamiento
heroico”. Sin embargo, el Estado no puede imponer el cumplimiento de sus normas más allá de
la exigibilidad normal o general, es decir, no puede imponer niveles de exigencia superiores a
aquellos que podrían ser cumplidos por cualquier persona. Ahora bien, la no exigibilidad sólo
opera a efectos de la responsabilidad personal del sujeto que actúa bajo esas circunstancias
extremas, pero en nada afecta a la antijuridicidad del hecho ni a su prohibición. Se consideran
generalmente como causas de exculpación el miedo insuperable y el estado de necesidad
exculpante.

EL MIEDO INSUPERABLE.

La eximente de miedo insuperable está prevista en el art. 20.6º. Con razón señala MIR
(2011, 609) que ni la concepción que ve en ella una causa de inimputabilidad, ni la que la
aproxima al estado de necesidad, resultan satisfactorias, sino que debe concebirse propiamente
como una causa de no exigibilidad. No se trata por tanto de un problema que afecte a la
capacidad mental del sujeto, y tampoco de un conflicto de intereses como aquel en el que basa
objetivamente la causa de justificación prevista en el art. 20.5º CP, sino de una amenaza que el
hombre medio no superaría y que afecta en esa medida a la normalidad motivacional del sujeto.
Puede tomarse como ejemplo el supuesto de hecho de la STS 180/2006 de 16 de febrero en el
que un trabajador inmigrante y originario de un país en el que funcionan activamente
organizaciones de delincuentes con capacidad importante de presión era obligado a “doblar”
tarjetas de crédito de los clientes del establecimiento en el que trabajaba bajo amenazas a su
familia. La eximente podría incluir también supuestos de exceso en la legítima defensa o bien
casos de legítima defensa putativa o creencia errónea en la existencia de la agresión ilegítima,
cuando el que se defiende actúa por miedo (STS 1428/2003, de 31 de octubre).

234
De la Jurisprudencia del Tribunal Supremo se pueden extraer algunos requisitos
constantes para la apreciación del art. 20.6º (SSTS 636/2011 de 02 de junio; 129/2011, de 10 de
marzo; 180/2006, de 16 de febrero; 778/2004, de 17 de junio, entre otras):

a) Existencia de un temor inspirado en un hecho efectivo, real y acreditado que alcance


un grado bastante para disminuir notablemente la capacidad electiva.

b) Existencia de una amenaza real, seria e inminente, cuya valoración ha de realizarse


desde la perspectiva del hombre medio, que se utiliza como baremo para comprobar la
superabilidad del miedo, pero sin olvidar las concretas circunstancias concurrentes

c) Insuperabilidad del miedo para la apreciación de la eximente completa, valorando si


el sujeto podía haber actuado de otra forma y se le podría exigir otra conducta distinta de la
desarrollada ante la presión del miedo. Si, por el contrario, existen elementos objetivos que
permiten establecer la posibilidad de una conducta o comportamiento distinto, aún
reconociendo la presión de las circunstancias, será cuando pueda apreciarse como eximente
incompleta.

d) Razón de ser en la grave perturbación producida en el sujeto, por el impacto del


temor, que nubla su inteligencia y domina su voluntad, determinándole a realizar un acto que
sin esa perturbación psíquica sería delictivo, y que no tenga otro móvil que el miedo, sin que,
ello no obstante, pueda servir de amparo a las personas timoratas, pusilánimes o asustadizas.

EL ESTADO DE NECESIDAD EXCULPANTE.

Aunque el estado de necesidad regulado en la eximente del art. 20.5º ya fue estudiado
en la Lección 12 dentro de las causas de justificación, en ese mismo lugar hubo oportunidad de
señalar que cuando el conflicto se da entre bienes de igual valor -como en el famoso caso de la
tabla de Carnéades en que un náufrago impide que otro náufrago se agarre al madero que se
hundiría con el peso de los dos- se ha estimado por la doctrina dominante y por la Jurisprudencia
(SSTS 1998/2000, de 28 diciembre; 1026/2003, de 11 de julio), de acuerdo a la teoría de la
diferenciación, que se trata de una causa de exculpación y no de una causa de justificación, que
se reservaría para el conflicto entre bienes de valor desigual.

Sin embargo, los partidarios de la teoría unitaria sostienen, por un lado, que “nada
impide que también aquí opere como causa de justificación, pues no se trata sólo de comparar
el valor de los bienes en conflicto, sino de enjuiciar si el sacrificio de uno de ellos para salvar el
otro era la única vía adecuada, dentro de los límites de exigibilidad normales en la vida
ordinaria”; y, por otro, que la redacción del art. 20.5º autoriza también el auxilio necesario, lo

235
que vendría a demostrar su naturaleza de causa de justificación en todos los casos, ya que de
otro modo su consideración como mera causa de exculpación, al dejar subsistente la
antijuridicidad, no debería afectar al extraño (MUÑOZ CONDE / GARCÍA ARÁN, 2010, 389). Una
interpretación intermedia sostiene que, siendo el art. 20.5º siempre una causa de justificación,
sin embargo, su correcta interpretación dejaría normalmente fuera de su alcance los conflictos
entre bienes iguales, por lo que estos casos deberían regularse acudiendo al miedo insuperable
o, en cuanto pueda resultar insuficiente, a una eximente analógica de estado de necesidad
exculpante (MIR, 2011, 608).

236
TEMA 16. LA PUNIBILIDAD.

1. Introducción.
Como ya sabemos, el delito es una conducta típica, antijurídica y culpable, si bien en
algunos casos es preciso analizar la presencia de algunos elementos adicionales que cabría
reconducir a la categoría ulterior de la punibilidad. Por este motivo y para poder tratar
sistemáticamente estos elementos se ha optado por dedicar una lección independiente a la
punibilidad, si bien en rigor es difícil sostener una categoría del delito autónoma referida a la
punibilidad, ya que en realidad se trata de supuestos que tan sólo impiden el castigo del delito
con carácter excepcional cuando es cometido por una persona determinada (como en el caso
de las excusas absolutorias) o bien por no concurrir un requisito de carácter objetivo que sin
pertenecer propiamente al injusto condiciona la objetiva relevancia jurídico-penal del hecho
(condiciones objetivas de punibilidad).

2. Concepto e irrelevancia del error.


Los elementos a los que hemos hecho referencia tienen un carácter variado y
heterogéneo por lo que la punibilidad -también denominada como “penalidad”- es básicamente
una forma de reconducir a un mismo concepto determinados requisitos para fundamentar o
excluir la imposición de una pena por razones prácticas de índole político-criminal cuya nota
común es que nada tendrían que ver ni con el tipo de lo injusto ni con la culpabilidad.

Siendo así la consecuencia inmediata es que si no pertenecen ni al injusto ni a la


culpabilidad, ni el dolo del autor ni el conocimiento de la antijuridicidad precisan abarcarlas ni
referirse a ellas en modo alguno por lo que el error del sujeto sobre su existencia es irrelevante.
Tanto la creencia errónea de que falta una condición objetiva de punibilidad o de que concurre
una causa de exclusión de la punibilidad (como en ambos casos la creencia equivocada de lo
contrario) es irrelevante para determinar la responsabilidad del autor (ROXIN, 2008, §23 /30).

3. Fundamento.
POSICIONES BÁSICAS.

Se ha destacado que la polémica sobre la significación dogmática y la justificación


político-criminal de la rúbrica “punibilidad” se debe a que constituye un revoltijo de elementos

237
muy heterogéneos sobre los que es casi imposible hacer afirmaciones generales (ROXIN, 2008,
§23/6).

La doctrina aparece dividida en cuanto a la explicación última pues por un lado se intenta
argumentar que de un modo u otro estos elementos encuentran su sentido a partir de los
propios principios del Derecho penal, mientras que por otro se afirma que se trata simplemente
de dar prioridad a otros fines del Estado frente a los del Derecho penal. La primera posición pone
en duda que sea posible separar la política criminal de otras ramas de la política jurídica desde
la perspectiva de que la renuncia a la pena en estos casos es en último término una decisión
político-criminal que afecta a los fines del Derecho penal en la estructura del funcionamiento de
la sociedad. La segunda posición, por el contrario, separa lo uno de lo otro, en el sentido de la
renuncia a la pena como una decisión jurídico-política dado que el castigo sería pertinente en sí
mismo, pero no parece oportuno por otros motivos. Finalmente, una posición intermedia,
distingue entre “contramotivos” del castigo de naturaleza extrapenal, como en el caso de la
inviolabilidad parlamentaria, y otros que obedecen a criterios de naturaleza penal, como la idea
de que el autor merece indulgencia a causa del desistimiento voluntario de la tentativa
(JESCHECK / WEIGEND, 2002, 593).

En nuestra doctrina QUINTERO (2010, 471-472) ha argumentado en la dirección


apuntada en primer lugar. Así, en el caso de las causas personales de exclusión de la pena o
“excusas absolutorias” este autor ve una cierta alteración en la valoración que repercute en la
antijuridicidad material de la conducta desde la perspectiva de la efectiva lesión del bien jurídico
o del propio carácter fragmentario del Derecho penal, mientras que en las condiciones de
punibilidad de carácter objetivo entrarían en juego principios político-criminales básicos como
la última ratio o la intervención mínima.

En consonancia con la segunda dirección se manifiesta ROXIN que entiende que el hecho
de reconocer prioridad a otros fines del Estado frente a los del Derecho penal, aun no convierte
a la renuncia a la pena en una decisión político-criminal (ROXIN, 2008, §23/29), lo que permitiría
a su vez deducir limpiamente la consecuencia práctica de la absoluta irrelevancia del error a la
que nos hemos referido anteriormente.

MERECIMIENTO Y NECESIDAD DE PENA.

El fundamento de este nuevo “eslabón” en la teoría del delito es visto por algunos
autores en la distinción entre merecimiento y necesidad de pena. Mientras que aquella
conducta que reúne las características comunes de todo delito sería merecedora de pena,
cuando concurre una “excusa absolutoria” o no se da la exigida “condición objetiva de

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punibilidad” esto nos estaría indicando que la pena en esos casos, por los motivos político-
criminales de que se trate, no resulta necesaria. También podría formularse en el sentido del
“decaimiento de la suficiente necesidad de pena” (MIR, 2011, 145). Desde la segunda posición
básica mencionada más arriba, sin embargo, se trata de “casos en los que, en una ponderación,
las finalidades extrapenales tienen prioridad frente a la necesidad de pena” (ROXIN, 2008,
§23/21).

Aunque con carácter general tanto los términos “merecimiento” como “necesidad” de
pena son utilizados de modo difuso y con múltiples significados, parecería que estas tendencias
ponen el acento valorativo en el momento del “merecimiento” y el teleológico vinculado a los
fines del castigo en el de la “necesidad”. Según esta distinción una conducta típica, antijurídica
y culpable (merecedora de pena) representaría tan solo “una posibilidad de punición”, que sólo
estaría necesitada de pena si se añade una necesidad preventiva de punición. ROXIN identifica
este último estadio con la categoría ulterior que él denomina “responsabilidad”, pero entiende
que solo abarca aquellos casos en los que una conducta culpable queda impune porque no es
necesaria su sanción a efectos de prevención especial ni general. Para él el concepto de
necesidad de pena no afecta a las excusas absolutorias ni a las condiciones objetivas de
punibilidad puesto que aquí hay que afirmar no solo el merecimiento de pena sino también la
necesidad de pena, que simplemente “retrocede” ante otras finalidades del Estado (ROXIN,
2008, §23/39).

4. Clases.
Se reconoce la existencia de dos clases de elementos dentro de la punibilidad, los que
afectan a sujetos concretos, también llamadas causas personales de exención de pena (excusas
absolutorias) y aquéllos que benefician a todos los participantes en el hecho delictivo
(condiciones objetivas de punibilidad).

EXCUSAS ABSOLUTORIAS.

En determinados casos el legislador considera conveniente no imponer una pena a pesar


de darse una conducta típica, antijurídica y culpable. Esto acontece cuando concurre una excusa
absolutoria, que es una causa de exclusión de la penalidad vinculada estrictamente a la persona
del autor y que le afecta a él en exclusiva y no a los demás intervinientes en el delito. Además
de las que tienen rango constitucional, como son la inviolabilidad del Jefe del Estado y los
parlamentarios por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones (56.3 y 71.1 CE),
se consideran como tales los arts. 268.1, 305.4 , 307.3 , 308.5 , y 480.1 CP. A su vez, una parte
de la doctrina y la jurisprudencia incluyen aquí el desistimiento voluntario (16.2 CP).

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Condiciones objetivas de punibilidad.

Para que la conducta sea considerada punible, debe cumplir determinados límites vinculados al
hecho delictivo. Las condiciones objetivas de punibilidad son requisitos añadidos por el
legislador a determinados preceptos penales que no pertenecen ni a la tipicidad, ni a la
antijuridicidad, ni a la culpabilidad. Se caracterizan por su formulación positiva, es decir, si la
condición no concurre el hecho resultará impone para todos los intervinientes del delito.

Para Mir Puig, afectan al carácter penal de la antijuridicidad del hecho, entendiendo que en el
tipo penal se incluyen tanto los presupuestos específicos de la acción de la norma primaria,
como los presupuestos de aplicación de la norma secundaria. Esta posición guarda relación con
el injusto penal típico en base a la gravedad de hecho y a consideraciones político-criminales
distintas y hasta independientes del mismo.

De las condiciones objetivas de punibilidad deben distinguirse las condiciones objetivas de


procedibilidad o perseguibilidad que no condicionan la existencia del delito sino su persecución
procesal. Ej: denuncia previa del agraviado.

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