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Esto hizo que los católicos tomaran muy en serio el aspecto "sacral" del Libro
sagrado y, tan fascinados y temerosos como el pueblo hebreo, que prefería estar
lejos de la voz tronante de Dios en el Sinaí, lo consideraran como el Libro cerrado
con siete sellos, que sólo a unos cuantos privilegiados permitían abrirlo. Una
situación chocante, sin duda, que resumió el poeta Paúl Caudel con fina ironía: "El
respeto de los católicos hacia la sagrada Escritura no tiene límites; y este respeto
se manifiesta sobre todo en una actitud de lejanía respecto a ella".
Sin embargo, desde el papa Pío XII especialmente, y sobre todo desde el C.
Vaticano II, el mismo Magisterio eclesial pide que "se abran con mayor amplitud a
todos los fieles los tesoros de la Biblia" (SC 51), "que los fieles tengan fácil acceso
a la Sagrada Escritura" (DV 22). E incluso "el santo Sínodo recomienda
insistentemente a todos los fieles la lectura asidua de la Escritura" (DV 25a), para
que, en igualdad de condiciones a los clérigos y religiosos, encuentren en ella "el
alimento y la norma" (DV 21) para su vida de fe cristiana.
De ahí que ahora nos detengamos a decir algo sobre la lectura de la Biblia,
limitándonos a dos aspectos únicamente: la lectura crítica o científica y la lectura
religiosa o de fe. Se trata de dos planos o niveles que no se contradicen sino que
se complementan. Ahora nos fijamos en la lectura racional o científica, que
siempre habrá que tenerse en cuenta, como en cualquier otro libro. Después nos
detendremos en la lectura de fe a la que no llega, por ejemplo un ateo, y que es
sólo privilegio de los creyentes. No siempre de la primera se pasa a la segunda,
pero ésta siempre debe suponer la anterior. Pero ¿cómo se lee o interpreta
racionalmente la Biblia?
Hemos dicho en páginas anteriores que la lectura de la Biblia hay que hacerla
partiendo del supuesto que es Palabra de Dios "escrita por hombres", pero
también escrita dentro del ambiente de la fe del Pueblo de Dios, jerárquicamente
constituido.
Por estos mismos motivos y sabiendo que "ninguna profecía de la Escritura puede
ser interpretada por cuenta propia" (2Pd 1,20), el C. Vaticano II aplica
lógicamente a la lectura de la Biblia los mismos criterios que deben tenerse
presentes para captar la intención del autor de cualquier libro: "La sagrada
Escritura ha de leerse con el mismo Espíritu con que fue escrita" (DV 12c). Pero
este Espíritu (con mayúscula) sólo reside plenamente en el conjunto del Pueblo
de Dios jerárquicamente constituido, y por eso, en consecuencia, "la
interpretación de la Escritura queda sometida al juicio definitivo de la Iglesia, que
recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de
Dios" (DV 12c).
Ahora bien, ¿de qué forma la Iglesia interpreta la Biblia? ¿Sólo ella puede
hacerlo? ¿La lectura de los especialistas o la de los simples fieles no siempre es la
interpretación verdadera? ¿La Iglesia tiene el monopolio de la interpretación? Y
¿qué criterios tiene ella misma para descubrir el verdadero sentido de un texto
sagrado? Estas preguntas merecen una respuesta adecuada:
— Otras veces interviene el Magisterio de una forma menos solemne y más ordi-
naria para interpretar un pasaje bíblico, vgr. cuando hace uso de textos en cartas
Encíclicas o en Documentos de las Conferencias Episcopales, etc. En estos casos
se suelen citar uno o más textos (no todos con el mismo valor probatorio) para
confirmar una afirmación; a veces con esos textos ilustran simplemente una
verdad que proponen, y hasta en algunos casos se trata sólo de una breve
alusión a un texto, sin interpretarlo definitivamente. En estos casos no
necesariamente hay que interpretar el texto bíblico a la luz de las afirmaciones
doctrinales hechas, sino más bien, a la inversa, tales afirmaciones habrá que
entenderlas a la luz del texto citado, porque, "el Magisterio no está por encima de
la palabra de Dios, sino a su servicio" (DV lOb)
Pero ¿cuáles son estos criterios y normas ofrecidas por el Magisterio, a las que
debe atenerse un fiel intérprete de la Biblia? Proceden lógicamente de la
naturaleza misma del libro que es la Biblia y en realidad no difieren mucho de las
utilizadas para la recta interpretación de cualquier otro. El Papa Pío XII las
señalaba detalladamente en su Encíclica "Divino Afilante Spiritu" (1943) y el C.
Vaticano II las ha actualizado diciéndonos:
"La Escritura ha de leerse con el mismo Espíritu con que fue escrita: por
tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener
muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición
viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe " (DV 12).
El sentido literal o de la letra del texto, proviene de las mismas palabras, enten-
didas según la intención del que las escribe, es decir, se trata de buscar la verdad
que el autor quiere transmitir por medio de los vocablos que utiliza. Lo cual
supone entender el significado de esas palabras, si fuera posible en su lengua
original y según aquella cultura o, al menos, en buenas traducciones, para lo que
pueden ayudar los muchos vocabularios y diccionarios bíblicos hoy día existentes.
Pero, para establecer con exactitud cuál es el sentido literal de un texto, hay que
acudir también al contexto, es decir, al nexo o relación que tiene cada vocablo
dentro de la frase y de las frases vecinas, lo que podemos llamar contexto
inmediato o próximo. Pero hay que añadir que la Biblia no está escrita por un solo
autor humano, sino por muchos y en épocas diversas y tal vez con mentalidades
distintas entre unos y otros, lo cual puede hacer que una palabra tenga matices o
sentidos diversos en un autor u otro; de ahí que cada palabra debe ser entendida
también en el contexto personal de cada autor o libro. Y todavía hay más: aunque
la Escritura tiene muchos autores humanos. Dios es el único inspirador y
responsable de todos ellos, de ahí que el mismo y único Espíritu divino que
inspira la Biblia no puede contradecirse al inspirar a uno y otro; por lo cual, a
pesar de que los hagiógrafos puedan utilizar un lenguaje con matices diversos,
habrá que buscar el sentido en uno y en otro sin caer en la contradicción del
mismo y único Autor principal. Es lo que podemos llamar el contexto remoto de
toda la Biblia (los textos paralelos y la unidad total). Detengámonos un poco en
este triple contexto:
Dentro de ese contexto remoto de la Biblia hay textos cuyo significado es difícil
de entender en el propio contexto inmediato de un autor, vgr. el famoso
significado de los "eunucos por el Reino de los Cielos", en Mt 19,10-12, casi
incomprensible si se le arranca denlos versículos anteriores, pero más fácil de
entender a la luz de los textos paralelos en Me 10,9-12 y ICo 7,25; o como
cuando se habla del repetido "fuego eterno de la Gehenna" (cf Mt 5,22.29.30,
etc.), muy comprensible también a través de sus textos paralelos o la analogía de
la fe en otras partes de la Biblia (vgr. Is 66,24; Sir 7,17; Jd 16,17; Dn 12,2; Jr
7,31; 32,35; Lv 18,21; Is 30,33; 2R 16,3; 21,6; Apoc 19,20; 20,14, etc.).
(Algunas Biblias católicas, como la de Jerusalén, ayudan mucho al citar al margen
los textos paralelos).
Esta visión bíblica de conjunto es lo que algunos llaman "Teología bíblica". Pero
sólo cuando un lector ha entendido bien el sentido de los textos en su contexto
total, puede lanzarse a esta tarea interesante, aunque difícil, como coronación de
toda exégesis. (Un pequeño esbozo de lo que es un estudio de este tipo, puede
verse, por ejemplo, en el último capítulo de esta obra, cuando tratemos,
brevísimamente, del "Mensaje de la Biblia").
Podemos concluir diciendo que, tanto o más que para leer cualquier libro humano
o profano, de poesía, novela, historia, filosofía o leyes, se necesita un mínimum
de preparación o de sentido común para leer la Biblia. Sin ello caeríamos en
lecturas o interpretaciones "fundamentalistas", contradictorias muchas veces y
fanáticas, o nos sentiríamos atrapados por ideologías de todo tipo que no tienen
mucho que ver con el contexto histórico-cultural de un pueblo primitivo, oriental,
semita, nómada, agrícola después, pero profundamente religioso, casi antípoda
de una filosofía de corte moderno occidental, sea grecolatino o de mentalidad
burguesa y materialista...
Pero para ello hay que comenzar captando las intenciones más profundas de los
autores a través de sus bellezas literarias y rastrear en ellas la presencia salvífica
de Dios que camina al lado del lector para suscitar en él una respuesta de fe
agradecida y sincera. Esta sería ya una lectura que podríamos llamar "sapiencial"
o "espiritual", intermedia a las que llamamos "racional" y "religiosa". Y a eso han
tenido nuestros esfuerzos en páginas anteriores: ayudar a saborear la lectura de
la Biblia.
Ni estaría mal recordar, aunque sea brevemente y para una mayor ilustración,
que a la sagrada Escritura la llamamos "Biblia", es decir, el Libro por excelencia,
sin duda el libro que mayores servicios ha prestado a la humanidad. Al menos ha
sido el libro más editado. ¡Los estudiosos de las estadísticas nos cuentan que la
Biblia, o partes de ella, están hoy traducidas a más de 1.300 (mil trescientas)
lenguas modernas!... Ya desde antiguo los judíos, después del destierro
babilónico, al comenzar la dispersión, llevaban consigo la Biblia a los países que
les recibían más o menos hospitalariamente. Después los más grandes magnates
y las más prestigiosas bibliotecas pagaron a precio de oro los manuscritos o
copias del Libro santo. Y cuando Gutenberg, en el siglo XV, quiso lanzar al
mercado el primer libro con la imprenta, eligió la Biblia como prototipo del Libro.
Sin duda Grecia y Roma con su literatura, su filosofía y su derecho, influyeron de
forma determinante en todo el Occidente; pero el tesoro más grande literario nos
lo ha dado el pueblo judío en la Escritura. Casi nos atreveríamos a decir que
quien busque comprender el tránsito de la antigua cultura oriental a la moderna
occidental, debería leer, por lo menos a san Pablo, a san Juan o a san Lucas.
Aunque no fuera más que por sus bellezas literarias, ningún hombre culto que se
precie de serlo, puede dejar de leer la Biblia, por más que todos y cada uno de
sus libros o capítulos no gocen de la misma altura estética. Existen libros y trozos
bíblicos que nada tienen que envidiar a las más grandes obras de la literatura
universal. Léanse, por ejemplo, la siempre enternecedora historia de José vendido
por sus hermanos (Gn 37-50); el antiquísimo canto de Débora (Juc 5), la
profetisa y matrona de Israel; o el precioso y breve libro del Cantar de los
Cantares, difícilmente igualado por canto alguno al amor humano; o las
Lamentaciones sobre Jerusalén, la ciudad querida, pero asolada por el enemigo; o
los trozos del más grande poeta bíblico, Isaías, en la alegoría de la viña (Is 5,1-
7), el oráculo sobre el rey de Asiría (Is 10,5-19), la descripción de unos invasores
en forma de agua (Is 8,5-8), de abejas o moscas (Is 7,18-20), de guerreros
veloces (Is 10,28-32) y los oráculos sobre el Niño-Rey que trae la paz y acaba
con los opresores (Is 11,1-9)... Se puede saborear literariamente la descripción
que hace Job, el otro coloso de la literatura hebrea, cuando describe la sabiduría
(Jb 28), el hipopótamo (Jb 40,15-24), el leviatán-cocodrilo (Jb 40,25ss) o el
caballo (Jb 39,15-25)... En la sencillez del Nuevo Testamento, la profundidad de
las parábolas, dignas del mejor premio Nobel, y la sublimidad, un tanto barroca,
del profeta de Patmos en el Apocalipsis, nos dan una variedad de la literatura
bíblica... ¡Lástima, como alguien dijo, que las traducciones que el lector corriente
utiliza, no nos muestren más que "tapices al revés"!