Está en la página 1de 4

2.

La lectura religiosa o de fe de la Biblia

Desde la lectura racional de la Biblia se pasa a otra lectura de los textos siguiendo
las reglas ordinarias de la hermenéutica que, en la Palabra divina, en cuanto es
"interpelación" de Dios, no encuentra plenamente su sentido sino cuando el lector
se siente provocado por la propuesta divina y da una respuesta actualizada en la
vida. La comprensión meramente intelectual de un texto bíblico sin la
transformación existencial en la vida, se queda a medio camino, no transciende a
la salvación que pretendía el texto sagrado. ¡No es lo mismo, por ejemplo,
entender la lectura de K. Marx, y tal vez por eso mismo rechazarla! Un buen
marxólogo no es necesariamente marxista. ¡También se puede entender la
Palabra de Dios y dejarla a un lado! Pero la interpretación o hermenéutica de la
Palabra de Dios sólo será plena cuando, además de la lectura crítica o racional,
sea también religiosa y de fe vivida.

Por eso quedarse en una lectura puramente científica o literaria del Libro santo,
sería como ver el mar en su superficie, sin captar la profundidad abismal de sus
riquezas. Detrás de las palabras humanas está el mensaje divino, porque:

"Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma


el Espíritu Santo, se sigue que los Libros sagrados enseñan sólidamente,
fielmente y sin error la verdad que Dios quiso consignar en dichos Libros
para nuestra salvación" (DV 11b).

Y no porque la Biblia pretenda ser un manual de historia o de ciencias naturales,


enseñándonos verdades de un orden científico y natural. Acercarse a la Biblia con
este espíritu de curiosidad científica sería desenfocar la intención de Dios y de los
autores que escribieron la Biblia. Su intención era enseñamos lo necesario para
salvamos y mostrarnos, sin peligro de desviaciones, el camino para encontramos
con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo, que es la forma de
realizamos y vivir el cristianismo.

Lo cual no quiere decir que en la Escritura jamás se pueda encontrar algo que
interese a la ciencia. En ella encontramos respuestas profundas a muchos
interrogantes de la humanidad de siempre, vgr. la creación del mundo de la
nada; el evolucionismo total del Universo, desde el misterioso proyecto que Dios
tuvo en la eternidad (cf Ef 1,3-14) hasta que llegue una nueva tierra y un nuevo
ciclo; sabemos, en fin, que en último término, el terrible problema del mal en el
mundo no es producto de un Creador incapaz o maniqueo, sino del hombre libre,
autosuficiente, pretencioso y egoísta... Incluso, bajo un aspecto filosófico,
podríamos añadir que la Biblia supera todas las humanas sabidurías, pues no se
contenta con buscar las últimas causas inmanentes al mundo, sino que profundiza
teológicamente para remitimos hasta las causas transcendentales.

De todas formas, acudir a la Biblia para saciar nuestras curiosidades científicas


sería equivocarse de puerta. Su intención ha sido transmitimos un mensaje
salvador, servimos de norma para no errar el camino y brindamos el aliento o la
fuerza para llegar hasta el fin. La Escritura no es solamente la joya preciosa que
guardamos celosamente en una caja fuerte de un museo para que nos recuerde
el pasado; no es un objeto pasivo, sino un objeto activo, la Palabra viva de Dios
que nos sale al encuentro para interpelamos y decimos lo que espera de nosotros
y cómo debemos actuar en nuestra vida para realizarnos como individuos y
sociedad. Esto es lo que nos recuerda el Vaticano II:

"La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la


Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una
vez para siempre, nos transmite inmutablemente la palabra del mismo
Dios; y en las palabras de los Apóstoles y de los Profetas hace resonar la
voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como
toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la sagrada
Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale
amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos. Y es tan
grande el poder y la fuerza de la palabra de Dios, que constituye sustento y
vigor de la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente
límpida y perenne de vida espiritual" (DV 21).

Se subraya en estos párrafos algo que distingue a la Biblia de cualquier otro libro
y exige una lectura más profunda y comprometida: no es un hombre cualquiera,
por importante que sea, el que nos habla en ella; se puede leer a Platón, a
Aristóteles, a Kant, a Marx o a un distinguido premio Nobel, pero, al fin, sus
palabras son expresión limitada de un pensador humano, que no siempre nos
seducen ni convencen... La Palabra de Dios, en cambio, es la palabra "del Padre
que sale amorosamente al encuentro de sus hijos, para conversar con ellos".

A través de esta palabra Dios establece un diálogo con el lector. El Padre celeste
inicia una conversación, suscita e inspira los sentimientos humanos, y espera una
"respuesta " a su "propuesta". Y ahí está la lectura de fe, la lectura piadosa y
filial, cuando los hijos escuchan y obedecen sumisamente las palabras de su
Padre. Por eso se ha dicho que la Biblia es un libro que hay que leer de rodillas...
Porque tal vez un profano y hasta un ateo pueden leer la Biblia crítica y
científicamente, tal vez comprendan perfectamente lo que en ella se dice y
saborean sus bellezas literarias, pero si no se sienten interpelados y responden,
su lectura no es una lectura de fe. El creyente, sin embargo, después de leerla
racionalmente, da un paso más: acepta esa palabra como venida del Padre, la
medita, la asimila y se compromete a llevarla a la práctica. Esta es la lectura que
se hace en el nivel superior de la fe, pero que supone, y de ninguna forma
elimina, el nivel inferior de la lectura crítica, porque sin ésta también la fe podría
terminar en caprichosas interpretaciones y en fanatismos religiosos, a los que,
desgraciadamente, la experiencia nos tiene acostumbrados.

De esta forma, como nos dice en su último Documento la Pontificia Comisión


Bíblica, resultan evidentes las conclusiones a las que ha llegado también la
hermenéutica filosófica contemporánea "cuando ha puesto en evidencia la
implicación de la subjetividad en el conocimiento, en particular del conocimiento
histórico". De tal forma que, partiendo sobre todo de la filosofía existencial de M.
Heidegger, autores como R. Buitmann, H.G. Gadamer y Paúl Ricoeur, llegan a
afirmar que "la Palabra de Dios no encuentra plenamente su sentido sino cuando
alcanza a aquellos a quienes se dirige".

Es así, con esta doble lectura, científica y religiosa a la vez, como la Iglesia invita
a todos a leer asiduamente la Biblia: en ella todos encontrarán el sustento, el
vigor, el alimento y la luz para culminar el peregrinaje de su fe; los fieles hallarán
el sentido genuino de su vida espiritual; los teólogos encontrarán el alma que
dará vida a su teología, y los pastores y evangelizadores fundamentarán su
predicación y su doctrina en la Palabra divina y no en sus propias ideas o
convicciones. Nos lo recuerda el Vaticano II:

"Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas


dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar
asiduamente la Escritura para no volverse 'predicadores vacíos de la
palabra, que no la escuchan por dentro', y han de comunicar a los fieles,
sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la palabra de Dios. El
santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles, especialmente
a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la
ciencia suprema de Jesucristo (Fil 3,8), 'pues desconocer la Escritura es
desconocer a Cristo'. Acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia,
tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras
instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan hoy por
todas partes con aprobación o por iniciativa de los pastores de la Iglesia.
Recuerden que a la lectura de la Escritura debe acompañar la oración para
que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues 'a Dios hablamos
cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras'" (DV 25a).

El Concilio nos sugiere de esta forma que hay momentos privilegiados para leer la
Biblia, como son de una forma especial los actos del culto en la liturgia y más
especialmente en la celebración eucarística. Y eso no sólo porque la Escritura
también naciera en gran parte al calor de la meditación y de la celebración del
culto judío, primero, y de la fracción del pan, después, y de esta manera nos
situemos en el mismo marco en que nació y podamos estar más en sintonía con
ella para comprenderla mejor. Sino también porque en la liturgia celebramos
sacramentalmente el "memorial" (actualización) de las gestas del pueblo de Dios,
recitamos sus símbolos y repetimos las más bellas plegarias, ya clásicas, sacadas
de la Biblia, como son el "Miserere", "De profundis", "Sanctus', "Magnificat",
"Benedictus", o el "Señor, yo no soy digno", el "Padre nuestro", el "Ave María" y
el "Gloria"... Y así también, al igual que en la originaria revelación con que Dios
inspiró la Biblia, con signos y palabras, los signos sacramentales nos explican las
palabras y las palabras proclaman y realizan el misterio de los signos (cfDV 2).
Pero sobre todo en la celebración de la Eucaristía, se brinda a los fieles, de forma
insuperable, el doble banquete de la Palabra y del Cuerpo de Cristo:

"La Iglesia siempre ha venerado la sagrada Escritura, como lo ha hecho con


el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado
de tomar y repartir a sus fieles el pan de la vida que ofrece la mesa de la
Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (DV 21).

Podríamos extendemos en explicar otros muchos momentos especiales en los que


la fe cristiana puede buscar luz y fuerza en la lectura bíblica, tanto cuando se lee
en grupos, comunitariamente, como de una manera muy personal en la oración
privada... Sólo queremos subrayar esos momentos especiales de una comunidad
o de una persona, cuando el dolor, la angustia, la desilusión, la pequeñez, el odio
o la infelicidad nos embargan. Es entonces cuando debemos recurrir al Libro
santo para encontrar allí (vgr. en Job, en algunos Salmos, en los relatos de la
pasión de Jesús o en el Apocalipsis) la luz y la fuerza necesaria para caminar
decididos por este valle de lágrimas. Haremos bien en acudir a la Palabra de Dios
"como a lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante
en nuestros corazones el lucero de la mañana" (2Pd 1,19).

También podría gustarte