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Desde la lectura racional de la Biblia se pasa a otra lectura de los textos siguiendo
las reglas ordinarias de la hermenéutica que, en la Palabra divina, en cuanto es
"interpelación" de Dios, no encuentra plenamente su sentido sino cuando el lector
se siente provocado por la propuesta divina y da una respuesta actualizada en la
vida. La comprensión meramente intelectual de un texto bíblico sin la
transformación existencial en la vida, se queda a medio camino, no transciende a
la salvación que pretendía el texto sagrado. ¡No es lo mismo, por ejemplo,
entender la lectura de K. Marx, y tal vez por eso mismo rechazarla! Un buen
marxólogo no es necesariamente marxista. ¡También se puede entender la
Palabra de Dios y dejarla a un lado! Pero la interpretación o hermenéutica de la
Palabra de Dios sólo será plena cuando, además de la lectura crítica o racional,
sea también religiosa y de fe vivida.
Por eso quedarse en una lectura puramente científica o literaria del Libro santo,
sería como ver el mar en su superficie, sin captar la profundidad abismal de sus
riquezas. Detrás de las palabras humanas está el mensaje divino, porque:
Lo cual no quiere decir que en la Escritura jamás se pueda encontrar algo que
interese a la ciencia. En ella encontramos respuestas profundas a muchos
interrogantes de la humanidad de siempre, vgr. la creación del mundo de la
nada; el evolucionismo total del Universo, desde el misterioso proyecto que Dios
tuvo en la eternidad (cf Ef 1,3-14) hasta que llegue una nueva tierra y un nuevo
ciclo; sabemos, en fin, que en último término, el terrible problema del mal en el
mundo no es producto de un Creador incapaz o maniqueo, sino del hombre libre,
autosuficiente, pretencioso y egoísta... Incluso, bajo un aspecto filosófico,
podríamos añadir que la Biblia supera todas las humanas sabidurías, pues no se
contenta con buscar las últimas causas inmanentes al mundo, sino que profundiza
teológicamente para remitimos hasta las causas transcendentales.
Se subraya en estos párrafos algo que distingue a la Biblia de cualquier otro libro
y exige una lectura más profunda y comprometida: no es un hombre cualquiera,
por importante que sea, el que nos habla en ella; se puede leer a Platón, a
Aristóteles, a Kant, a Marx o a un distinguido premio Nobel, pero, al fin, sus
palabras son expresión limitada de un pensador humano, que no siempre nos
seducen ni convencen... La Palabra de Dios, en cambio, es la palabra "del Padre
que sale amorosamente al encuentro de sus hijos, para conversar con ellos".
A través de esta palabra Dios establece un diálogo con el lector. El Padre celeste
inicia una conversación, suscita e inspira los sentimientos humanos, y espera una
"respuesta " a su "propuesta". Y ahí está la lectura de fe, la lectura piadosa y
filial, cuando los hijos escuchan y obedecen sumisamente las palabras de su
Padre. Por eso se ha dicho que la Biblia es un libro que hay que leer de rodillas...
Porque tal vez un profano y hasta un ateo pueden leer la Biblia crítica y
científicamente, tal vez comprendan perfectamente lo que en ella se dice y
saborean sus bellezas literarias, pero si no se sienten interpelados y responden,
su lectura no es una lectura de fe. El creyente, sin embargo, después de leerla
racionalmente, da un paso más: acepta esa palabra como venida del Padre, la
medita, la asimila y se compromete a llevarla a la práctica. Esta es la lectura que
se hace en el nivel superior de la fe, pero que supone, y de ninguna forma
elimina, el nivel inferior de la lectura crítica, porque sin ésta también la fe podría
terminar en caprichosas interpretaciones y en fanatismos religiosos, a los que,
desgraciadamente, la experiencia nos tiene acostumbrados.
Es así, con esta doble lectura, científica y religiosa a la vez, como la Iglesia invita
a todos a leer asiduamente la Biblia: en ella todos encontrarán el sustento, el
vigor, el alimento y la luz para culminar el peregrinaje de su fe; los fieles hallarán
el sentido genuino de su vida espiritual; los teólogos encontrarán el alma que
dará vida a su teología, y los pastores y evangelizadores fundamentarán su
predicación y su doctrina en la Palabra divina y no en sus propias ideas o
convicciones. Nos lo recuerda el Vaticano II:
El Concilio nos sugiere de esta forma que hay momentos privilegiados para leer la
Biblia, como son de una forma especial los actos del culto en la liturgia y más
especialmente en la celebración eucarística. Y eso no sólo porque la Escritura
también naciera en gran parte al calor de la meditación y de la celebración del
culto judío, primero, y de la fracción del pan, después, y de esta manera nos
situemos en el mismo marco en que nació y podamos estar más en sintonía con
ella para comprenderla mejor. Sino también porque en la liturgia celebramos
sacramentalmente el "memorial" (actualización) de las gestas del pueblo de Dios,
recitamos sus símbolos y repetimos las más bellas plegarias, ya clásicas, sacadas
de la Biblia, como son el "Miserere", "De profundis", "Sanctus', "Magnificat",
"Benedictus", o el "Señor, yo no soy digno", el "Padre nuestro", el "Ave María" y
el "Gloria"... Y así también, al igual que en la originaria revelación con que Dios
inspiró la Biblia, con signos y palabras, los signos sacramentales nos explican las
palabras y las palabras proclaman y realizan el misterio de los signos (cfDV 2).
Pero sobre todo en la celebración de la Eucaristía, se brinda a los fieles, de forma
insuperable, el doble banquete de la Palabra y del Cuerpo de Cristo: