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9. Algodicea política
Cosmologías cínicas y lógica del dolor
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de que los enormes sufrimientos de la guerra habían sido raciona-
les, ya que habían sido sacrificios para la patria; el impulso de se-
mejantes afirmaciones sólo se vio estorbado por el hecho de que
tanto la guerra perdida y el dictado de paz de los vencedores como
una revolución decepcionante cuestionaban esta configuración de
sentido nacionalista. Se puede pensar si quizá no haya sido esa le-
yenda de la puñalada, frecuentemente citada, un intento desespe-
rado de salvación de la algodicea política de la derecha. Pues reco-
nocer que Alemania perdería la guerra era fácilmente asumible
para el más acicalado nacionalista. Pero admitir que había sido en
vano y que los inconmensurables sufrimientos no tenían en abso-
luto ningún sentido político era insoportable para muchos con-
temporáneos. La leyenda de la puñalada no era ningún mito naif,
sino una querida autodesilusión de la derecha. De este esfuerzo da
testimonio también la «amarga felicidad» de Hiüer. Quien ante los
sufrimientos de la guerra mundial se preguntara por su sentido se
colocaba en un terreno en el que se encuentran la política, la filo-
sofía natural y el cinismo médico. Raro es el orador que en aque-
llos años renuncia a metáforas médicas: enfermedad, cáncer, ope-
ración y salvación gracias a la crisis. En Mi lucha, Hitler hablaba de
la catástrofe brutal que había que preferir a una reptante tubercu-
losis política. Las metáforas médicas de la derecha quieren aniqui-
lar la enfermedad en cuanto enemigo interior con «acero y radia-
ción». La izquierda, sin embargo, registra el doble peligro de una
enfermedad.
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E r n s t j ü n g e r , 1930, erótico del acero.
«...Y cuanto más duraba la guerra, tanto más agudamente acuñaba él
el amor carnal en su forma... El espíritu de las batallas de material
producía hombres como todavía n o los había conocido el mundo...
Naturalezas de acero empleadas en la lucha en su forma más cruel...
Allí desfilaban, en largas filas, dispuesta feminidad, las flores de loto
del asfalto... Allí, sólo una naturaleza de acero podía existir sin ser
desgastada en la vorágine. Estos cuerpos duchos en el amor eran
pura función...» (Der Kampf ais inneres Erlebni.s, 1933, págs. 33-34).
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Héroes perecen
e hijos salen de las madres.
Todo ello, leyes sencillas.
Respiración y parpadeo
de un monstruoso acontecimiento.
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tá a favor d e u n espíritu d e m a d u r a apertura m u n d i a l y d e liberali-
dad, espíritu con el cual nosotros hoy más bien identificaríamos a
u n a nueva izquierda.
En los bocetos d e prosa d e Das abenteuerliche Herz se e n c u e n t r a
u n pasaje q u e explica la algodicea biológica d e J ü n g e r :
De Strandstücken, 2 Zinnowitz.
En la espesa maleza de detrás de la duna, en medio de un cinturón
abundante de cañas, durante mi paseo habitual he conseguido una imagen
feliz: una gran hoja de olmo tembloroso en la que se había abierto un agu-
jero circular. Del borde del corte parecía colgar una orla de flecos que, al
observarla más detenidamente, resultó ser un bloque de diminutas orugas
que con sus mandíbulas se pegaban a la médula de la hoja. Hacía poco que
tenía que haber roto una puesta de mariposa. La joven nidada se había ex-
tendido como un incendio sobre aquel subsuelo.
Lo extraño de esta visión consistía en lo indoloro de la destrucción que
allí tenía lugar. Efectivamente, los flecos daban la impresión de ser nervios
colgantes de la hoja, que, por cierto, no parecía haber perdido entidad. Ahí
se ponía de manifiesto cómo se compensa la doble contabilidad de la vida.
Tuve que pensar en el consuelo que daba Conde a Mazarino cuando éste
se lamentaba de los 6.000 caídos en la batalla de Friburgo: «¡Bah, qué más
da!, una única noche en París da la vida a más hombres que los que esta ac-
ción ha costado»2".
Desde siempre me ha cautivado la actitud del mariscal que tras la que-
ma ve la modificación como señal de una vitalidad superior que no teme el
corte sangriento. Por eso, encuentro un cierto placer cuando pienso en la,
para Chateaubriand tan irritante, palabra de la consomption forte, una pala-
bra que Napoleón acostumbraba murmurar en aquellos momentos de la
batalla de inactividad para el mariscal en los que todas las reservas están en
marcha, mientras el frente, bajo el ataque de los escuadrones de caballería
y los disparos de la artillería avanzada, se funde como bajo una marea de ace-
ro y fuego. Son palabras que no se quisieran mezclar, jirones de autocon-
versaciones junto al horno de fusión que arden y chisporrotean mientras en
la sangre humeante del espíritu se destila la esencia de un nuevo siglo.
Bajo este lenguaje hay confianza en la vida que no conoce los espacios va-
cíos. La vista de su plenitud nos hace olvidar las secretas señales de dolor que
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separan ambas partes de la semejanza, como aquí el trabajo roedor de las
mandíbulas de las orugas y la hoja (Das abenteuerliche Herz, AH II, págs. 61-62).
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En u n capítulo d e su libro Du und das Weltall, Ein Weltbild von Bru-
no H. Buergel (1930) e n c o n t r a m o s la confesión d e filosofía natural
del autor bajo el epígrafe «La gran ley». En la, según se quiera, apa-
bullante o sublime amplitud del cosmos del p e n s a m i e n t o astronó-
mico se relajan las tensiones político-morales d e la micropolítica
weimariana. El desierto interior, sin e m b a r g o , crece incontenible-
m e n t e . ¿No exigía Buergel, en u n t o n o de l a m e n t o humorístico, la
autocongelación d e los sujetos? Lo q u e Buergel considera la gran
ley es el f e n ó m e n o ondulatorio, q u e él intenta perseguir desde las
ondulaciones eléctricas y acústicas hasta los cambios d e las culturas
humanas.
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También las culturas que imprimieron su sello sobre la faz de la tierra
durante siglos son rasgos ondulatorios en la humanidad. Surgió y se hun-
dió hace milenios la antigua cultura de los chinos, la de los indios y la de
los egipcios. Muchas ondas culturales vio la vieja madre tierra venírsele en-
cima; llegaron y pasaron como invierno y verano. Parece como si la cultura
de nuestra época, la cultura del Occidente empezara a hundirse (y aquí si-
gue una referencia a pie de página a la importante obra de Oswald Spen-
gler) (pág. 53).
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la experiencia d e la guerra y del m a t r i m o n i o d e sangre d e la técni-
ca h u m a n a con el cosmos. Con u n p e q u e ñ o giro logra descubrir el
espíritu m o n s t r u o s o d e la filosofía burguesa de la técnica: el senti-
d o de la técnica n o es el d o m i n i o de la naturaleza, sino el astuto do-
minio de la relación e n t r e h o m b r e y naturaleza.
Hacia el planetario
Si, como antiguamente Hillel hizo con la doctrina judía, tuviéramos que
expresar la teoría de la Antigüedad en toda su brevedad descansando sobre
una pierna, la frase debería rezar así: la tierra pertenecerá solamente a
aquellos que vivan de las fuerzas del cosmos. Nada distingue tanto al hom-
bre antiguo del moderno como la entrega de éste a una experiencia cós-
mica que el antiguo todavía no conocía. Su ocaso se anuncia ya en el apo-
geo de la astronomía al principio de la Edad Moderna..., el trato antiguo
con el cosmos se realizaba de otra manera: el éxtasis. Pues sólo el éxtasis es
la experiencia en la cual nos aseguramos de lo más próximo y de lo más le-
jano y nunca de lo uno sin lo otro. Esto quiere decir que el hombre sólo
puede comunicarse extáticamente con el cosmos en comunidad. Es una
confusión amenazadora de los modernos considerar esta experiencia como
carente de importancia, como evitable, y remitirla al individuo como extra-
vagancia en una bella noche estrellada. No, ella se cumple una y otra vez y
los pueblos y las naciones no pueden obviarla, tal y como se ha puesto de
manifiesto de la manera más terrible en la última guerra, que fue un ensa-
yo de un nuevo y nunca visto matrimonio con las fuerzas cósmicas: masas
humanas, gases, fuerzas eléctricas se lanzan al campo abierto, corrientes de
alta frecuencia atraviesan el paisaje, nuevas estrellas aparecen en el cielo,
espacio aéreo y profundidades marinas braman de hélices y por doquier se
cavan pozos de sacrificio en la madre tierra. Este gran cortejo del cosmos se
consumió por primera vez a nivel planetario en el espíritu de la técnica. Pe-
ro como la avidez del provecho de la clase dominante pensaba expiar en
ella su voluntad, la técnica ha traicionado a la humanidad y ha transforma-
do el tálamo nupcial en un mar de sangre. El dominio de la naturaleza, así
lo enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién con-
fiaría en un severo maestro que proclamara el dominio de los niños por los
adultos como el sentido de la educación...? El escalofrío de la auténtica vi-
vencia cósmica no está unido a aquel minúsculo fragmento de naturaleza
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que nosotros estamos acostumbrados a llamar naturaleza. En las noches de
aniquilación de la última guerra, un estremecimiento recorrió la estructu-
ra orgánica de la humanidad, un sentimiento que se asemejaba a la felici-
dad de los epilépticos. Y las revueltas que le siguieron eran el primer in-
tento de someter el nuevo cuerpo a su poder. El poder del proletariado es
la escala de su saneamiento. Si esta disciplina no lo penetra hasta la médu-
la, entonces ningún razonamiento pacifista lo salvará. Lo vivo sólo vence la
fiebre de la aniquilación en el éxtasis de la generación (págs. 123-126).
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tado espíritu alemán, del «cumplimiento del deber a cualquier pre-
cio», el lenguaje marcial «de la traición de la.alegría». Por anticipa-
do suministra argumentos psicológicos y morales para una crítica
aniquiladora del posterior eudaimonismo nazi, es decir, de aquella
filosofía fingida de la «fuerza a través de la alegría» con la cual el ser-
vicio de trabajo popular se aseguraba el dominio sobre los ánimos
infelices. Los nazis supieron movilizar el hambre de positivismo que
mueve a individuos infelices y desorientados a «comprometerse» y
ordenarse y a colaborar en una «reconstrucción». Scheler ve que to-
do esto puede conducir a la nada. Los infelices propagan, cuando
«reconstruyen» y se comprometen, su infelicidad. «Sólo los hombres
felices son buenos», dijo correctamente Marie Ebner-Eschenbach
{Liebe und Erkenntnis, 1970, pág. 72).
Es consustancial al espíritu weimariano, como queda demostra-
do, una afirmación peculiarmente irónica o cínicamente dura de
los males como realidades válidas e inaccesibles. En el sí aparece fá-
cilmente una tendencia defensiva: un acorazamiento del Yo frente
a su sufrimiento, un no a aquello que sería la verdad subjetiva, un
no a la herida interior, a la debilidad y a la precariedad. Esto se co-
mienza a ver claramente cuando se contrasta con el importante es-
crito de algodicea de Scheler, que data de 1916, titulado Vom Sinn
des Leidens. En este texto Scheler reúne elementos de una ética y
una política distintas: nada de endurecimiento frente al sufrimien-
to, sino ampliación del sí y reconocimiento de nuestro dolor. Esto,
sin embargo, sólo es posible a una vida fundada religiosamente, una
vida que se siente en los más profundos estratos del alma como in-
destructible y oculta en el ser. Scheler describe esto con la palabra
beatitud. El secreto de semejante poder sufrir no reside tanto en el
endurecimiento del Yo, ni en algodiceas políticas de tipo bloque,
«fuerza a través de la alegría», frente de hierro, «hombro con hom-
bro», Yo de acero, Yo de reconstrucción, sino en el enterrado prin-
cipio cristiano que Tolstói había renovado: «No resistáis al mal».
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to más que se vanaglorie del dolor porque su grandeza mide la propia fuer-
za... Pero tampoco el orgullo de ocultarse a sí mismo y a los otros, bajo la
apariencia de la indiferencia o bajo la retórica del sufriente y moribundo
«sabio». El grito tanto tiempo contenido de la naturaleza sufriente atravie-
sa de nuevo, libre y áspero, el cosmos. El más profundo dolor, el sentimien-
to de la lejanía divina lo expresa Jesús libremente en la cruz: ¿por qué me has
abandonado? Y nada de versiones explicativas: el dolor es el dolor, es mal.
El placer es el placer y la beatitud positiva no es sólo «paz» o la «redención
del corazón» de Buda; es el bien de los bienes. Tampoco aturdimiento, si-
no padecimiento del dolor en el sufrimiento propio y en la compasión que
ablande el alma (págs. 64-65).
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