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CRÍTICA DE LA RAZÓN CÍNICA, Peter Sloterdijk, 2003

9. Algodicea política
Cosmologías cínicas y lógica del dolor

Todo lo que hay en este enorme ruido de construcciones, barcos, minas,


batallas y libros, visto desde el espacio sideral es, frente a la corteza terrestre,
una nulidad.
Oswald Spengler, Urfragen, Munich 1965

Si bien los duros sujetos deportivos del nazismo, bajo la máscara


del vitalismo, expresaron sus simpatías por el hombre protético y, de
esta manera, intentaban enfrentar el dolor a través de la negación,
no pudieron, sin embargo, olvidar la cuestión de su significado. Na-
da desafía tanto el sentido metafísico como el dolor, que puede
anunciar la muerte. Aquél pretende saber qué significa el sufri-
miento de este siglo, a quién hay que atribuírselo y para qué con-
junto podría constituir él una contribución.
El entendimiento cotidiano, asegurado por la rutina de pensa-
mientos demasiado profundos, no se deja enredar al respecto en
discusiones. Con ello sigue estando protegido del cinismo expreso.
A menudo no dice más que «así es la vida»; sin embargo, quien se
mete en la cuestión y se arriesga a tener una opinión acerca del su-
frimiento se mete en un terreno en el que o se tiene que estar muy
seguro de las opiniones metafísicas o uno se hace cínico.
Algodicea significa tanto como una interpretación metafísica y
dadora de sentido del dolor. En la modernidad aparece en lugar
de la teodicea como su inversión. En ésta la formulación era: ¿có-
mo se pueden conciliar el mal, el dolor, el sufrimiento y la injusti-
cia con la existencia de Dios? Ahora la pregunta viene a ser ésta: si
no hay Dios, si no hay un contexto de sentido superior, ¿cómo se
puede soportar el dolor? En seguida se pone de manifiesto la fun-
ción de la política como teología sustitutoria. Los nacionalistas no
dudaron ni un momento y salieron a la palestra con la afirmación

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de que los enormes sufrimientos de la guerra habían sido raciona-
les, ya que habían sido sacrificios para la patria; el impulso de se-
mejantes afirmaciones sólo se vio estorbado por el hecho de que
tanto la guerra perdida y el dictado de paz de los vencedores como
una revolución decepcionante cuestionaban esta configuración de
sentido nacionalista. Se puede pensar si quizá no haya sido esa le-
yenda de la puñalada, frecuentemente citada, un intento desespe-
rado de salvación de la algodicea política de la derecha. Pues reco-
nocer que Alemania perdería la guerra era fácilmente asumible
para el más acicalado nacionalista. Pero admitir que había sido en
vano y que los inconmensurables sufrimientos no tenían en abso-
luto ningún sentido político era insoportable para muchos con-
temporáneos. La leyenda de la puñalada no era ningún mito naif,
sino una querida autodesilusión de la derecha. De este esfuerzo da
testimonio también la «amarga felicidad» de Hiüer. Quien ante los
sufrimientos de la guerra mundial se preguntara por su sentido se
colocaba en un terreno en el que se encuentran la política, la filo-
sofía natural y el cinismo médico. Raro es el orador que en aque-
llos años renuncia a metáforas médicas: enfermedad, cáncer, ope-
ración y salvación gracias a la crisis. En Mi lucha, Hitler hablaba de
la catástrofe brutal que había que preferir a una reptante tubercu-
losis política. Las metáforas médicas de la derecha quieren aniqui-
lar la enfermedad en cuanto enemigo interior con «acero y radia-
ción». La izquierda, sin embargo, registra el doble peligro de una
enfermedad.

Pero si el proletariado revolucionario quiere ser el médico que tiene


que llevar a cabo la operación que se sabe inevitable, entonces no puede
entretenerse constantemente en los infecciosos focos abiertos de la enfer-
medad, porque, de lo contrario, el cirujano mismo en la operación llevaría
las toxinas al cuerpo del paciente, toxinas cuya eliminación constituiría su
tarea (Erich Mühsam, «Wahrhaftigkeit», en Fanal2, 1928).

La bienintencionada y fría mirada del médico es superior a la


del filósofo natural que ordena las necesidades humanas en un
contexto funcional cósmico. Ante la mirada del biólogo y, sobre

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E r n s t j ü n g e r , 1930, erótico del acero.
«...Y cuanto más duraba la guerra, tanto más agudamente acuñaba él
el amor carnal en su forma... El espíritu de las batallas de material
producía hombres como todavía n o los había conocido el mundo...
Naturalezas de acero empleadas en la lucha en su forma más cruel...
Allí desfilaban, en largas filas, dispuesta feminidad, las flores de loto
del asfalto... Allí, sólo una naturaleza de acero podía existir sin ser
desgastada en la vorágine. Estos cuerpos duchos en el amor eran
pura función...» (Der Kampf ais inneres Erlebni.s, 1933, págs. 33-34).

todo, ante la del astrólogo, las pequeñas convulsiones humanas se


diluyen como si ellas sólo fueran ornamentos en el enorme juego
del hacerse y del pasar. R. G. Binding, en sus poemas Stolz und
Trauer, de 1922, intenta hacer propia semejante gran mirada bio-
lógica:

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Héroes perecen
e hijos salen de las madres.
Todo ello, leyes sencillas.

Respiración y parpadeo
de un monstruoso acontecimiento.

También aquí la quintaesencia del endurecerse heroico es decir


sí, «orgullo», un yo-bloque que se constituye en una máquina en sí
misma heroicamente racional. Los manuales de enseñanza del na-
cionalsocialismo sabían apreciarlo.
Las algodiceas políticas proceden según un esquema elemental:
retirada de la compasión a la pura frialdad observadora. En este
ejercicio, Ernst Jünger ha conseguido un virtuosismo completo.
Ernst Jünger, uno de esos trabajadores fronterizos entre el fascismo
y un humanismo estoico que se zafa a etiquetas fáciles. Innegable-
mente, Jünger es uno de esos pensadores maestros del moderno ci-
nismo en el que la actitud fría y la percepción sensible no se exclu-
yen mutuamente. En su aspecto ideológico practica una biología
política estetizante, una filosofía de termitas sutilmente funcionalis-
ta. También él se encuentra entre los nostálgicos del sujeto duro
que soporta tempestades de acero. Su frialdad es el precio del per-
manecer despierto en medio del horror. Ella le cualifica como un
testigo de precisión de aquello que ha sucedido en nuestro siglo en
la modernización del horror.
Enterrar a Jünger bajo una sospecha de fascismo demasiado bur-
da sería consiguientemente una posición improductiva frente a su
obra. Si hay algún autor al que pueda referirse la fórmula de Ben-
jamín de los agentes secretos en nuestro siglo, éste debería ser Jün-
ger, que, apenas como ningún otro en medio de las estructuras fas-
cistas de pensamiento y sentimiento, ha sabido tomar el puesto de
escucha. Su dureza contemplativa se une a una disposición marca-
da para expresarse como testigo de propias experiencias. Cuando
Jünger, por una parte, confiesa tendencias prefascistas está sacando
a la luz del día con su «hambre de experiencias» una propiedad en
la que, por lo demás, ningún fascista se anticipó y que en general es-

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tá a favor d e u n espíritu d e m a d u r a apertura m u n d i a l y d e liberali-
dad, espíritu con el cual nosotros hoy más bien identificaríamos a
u n a nueva izquierda.
En los bocetos d e prosa d e Das abenteuerliche Herz se e n c u e n t r a
u n pasaje q u e explica la algodicea biológica d e J ü n g e r :

De Strandstücken, 2 Zinnowitz.
En la espesa maleza de detrás de la duna, en medio de un cinturón
abundante de cañas, durante mi paseo habitual he conseguido una imagen
feliz: una gran hoja de olmo tembloroso en la que se había abierto un agu-
jero circular. Del borde del corte parecía colgar una orla de flecos que, al
observarla más detenidamente, resultó ser un bloque de diminutas orugas
que con sus mandíbulas se pegaban a la médula de la hoja. Hacía poco que
tenía que haber roto una puesta de mariposa. La joven nidada se había ex-
tendido como un incendio sobre aquel subsuelo.
Lo extraño de esta visión consistía en lo indoloro de la destrucción que
allí tenía lugar. Efectivamente, los flecos daban la impresión de ser nervios
colgantes de la hoja, que, por cierto, no parecía haber perdido entidad. Ahí
se ponía de manifiesto cómo se compensa la doble contabilidad de la vida.
Tuve que pensar en el consuelo que daba Conde a Mazarino cuando éste
se lamentaba de los 6.000 caídos en la batalla de Friburgo: «¡Bah, qué más
da!, una única noche en París da la vida a más hombres que los que esta ac-
ción ha costado»2".
Desde siempre me ha cautivado la actitud del mariscal que tras la que-
ma ve la modificación como señal de una vitalidad superior que no teme el
corte sangriento. Por eso, encuentro un cierto placer cuando pienso en la,
para Chateaubriand tan irritante, palabra de la consomption forte, una pala-
bra que Napoleón acostumbraba murmurar en aquellos momentos de la
batalla de inactividad para el mariscal en los que todas las reservas están en
marcha, mientras el frente, bajo el ataque de los escuadrones de caballería
y los disparos de la artillería avanzada, se funde como bajo una marea de ace-
ro y fuego. Son palabras que no se quisieran mezclar, jirones de autocon-
versaciones junto al horno de fusión que arden y chisporrotean mientras en
la sangre humeante del espíritu se destila la esencia de un nuevo siglo.
Bajo este lenguaje hay confianza en la vida que no conoce los espacios va-
cíos. La vista de su plenitud nos hace olvidar las secretas señales de dolor que

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separan ambas partes de la semejanza, como aquí el trabajo roedor de las
mandíbulas de las orugas y la hoja (Das abenteuerliche Herz, AH II, págs. 61-62).

También la mirada de mariscal de Jünger se asemeja a la de un


biólogo. En su sensibilidad política se desliza por ello algo de su re-
conocimiento del gran pulsar de lo vivo entre reproducción y muer-
te. Sin embargo, ignora el umbral que separa la muerte natural de
la muerte política violenta. De esta manera, proyecta visiones bioló-
gicas sobre los grandes «organismos» bélicos que se golpean mu-
tuamente en luchas de hegemonía y supervivencia. Jünger borra
con total conciencia los límites entre zoología y sociología. La gue-
rra es de hecho un fenómeno del «reino animal espiritual». De esta
manera nos provoca Jünger en cuanto entomólogo político. Su
obra maestra psicológica consiste en adoptar al mismo tiempo el
punto de vista del insecto y el del investigador; se piensa tanto en la
larva devoradora como en la hoja devorada; con sus órganos senso-
riales va al frente que se disuelve en el fuego; pero al mismo tiem-
po, con los fríos órganos del pensamiento, está sobre la colina de
mariscal, desde la cual la batalla parece un drama estético. Este Yo
doble corresponde al de un esquizofrénico político. «Las angustias
devoran las almas.» Las crueldades de la guerra han vaciado y devo-
rado su alma, mientras la funda se salva sobre una estrella fría a par-
tir de la cual observa el muerto Yo su propia supervivencia.
La mirada a las estrellas era una forma típica de las algodiceas
weimarianas. Su puerta principal, hoy día casi olvidada, es la del as-
trónomo Bruno H. Buergel, popularísimo entonces, weimariano
auscultador del cielo número uno, filósofo dominguero que, con
observaciones humorísticamente melancólicas sobre los hombres
en el espacio sideral, había reunido un colectivo de cientos de mi-
les de lectores alrededor suyo. En sentido político era un partidario
de la «reconciliación de clases», del equilibrio entre el trabajo y el
empresariado. Durante decenios practicó su astronomía como una
especie de cura de almas para la confusa pequeña burguesía. Su «as-
tronomía», aparecida de nuevo hace poco, alcanzó cifras de tiradas
fantásticas. También su autobiografía Vom Arbeiter zum Astronomem
(1919) se vendió por cientos de miles2".

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En u n capítulo d e su libro Du und das Weltall, Ein Weltbild von Bru-
no H. Buergel (1930) e n c o n t r a m o s la confesión d e filosofía natural
del autor bajo el epígrafe «La gran ley». En la, según se quiera, apa-
bullante o sublime amplitud del cosmos del p e n s a m i e n t o astronó-
mico se relajan las tensiones político-morales d e la micropolítica
weimariana. El desierto interior, sin e m b a r g o , crece incontenible-
m e n t e . ¿No exigía Buergel, en u n t o n o de l a m e n t o humorístico, la
autocongelación d e los sujetos? Lo q u e Buergel considera la gran
ley es el f e n ó m e n o ondulatorio, q u e él intenta perseguir desde las
ondulaciones eléctricas y acústicas hasta los cambios d e las culturas
humanas.

Incesantemente se suceden las crestas y los senos ondulatorios. Ahora


arriba, ahora la profundidad, de nuevo emergiendo para bajar de nuevo al
valle, y así infinitamente, sin ruidos, desapareciendo en la arena. La hoja
cae y su tiempo pasa, su determinación ha llegado al fin y se hunde en la
gran capa de humus de la que surgirá la nueva vida... (pág. 48).
...En ondas se desenvuelve todo el suceso en torno. En miles de fuerzas
oscila una y otra vez. Ondas sonoras penetran desde la torre de la campa-
na de la pequeña iglesia de marineros..., ondas luminosas vibran con un
vuelo de la rapidez del pensamiento desde las lejanas estrellas hasta el pe-
queño círculo terrestre; ondas eléctricas me rodean, ondas que parten del
alto mástil y se propagan anunciando sobre países y mares el humor y la es-
tupidez humanos hasta los más remotos confines de la civilización (págs.
49-50).
Ondas llenas de secretos maravillosos nos rodean. Ellas realizan la gran
ley en el pequeño Yo.
Ante su incansable investigar (de W. Fliess) se abrió la ley maravillosa de
que estas dos diferentes sustancias vitales, estas células, femenina y mascu-
lina, tienen diferentes duraciones vitales; la ley de que a la sustancia mas-
culina le es propio un período de veintitrés días, a la femenina un período
de veintiocho. Y podemos sentir claramente este pulso de las cambiantes
energías vitales en nosotros (pág. 50).
Y del día se hace el año. ¡También esto, una poderosa ola en el suceso
telúrico!... Pero el día y el año pasan, ondas diminutas en el mar de la eter-
nidad (pág. 51).

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También las culturas que imprimieron su sello sobre la faz de la tierra
durante siglos son rasgos ondulatorios en la humanidad. Surgió y se hun-
dió hace milenios la antigua cultura de los chinos, la de los indios y la de
los egipcios. Muchas ondas culturales vio la vieja madre tierra venírsele en-
cima; llegaron y pasaron como invierno y verano. Parece como si la cultura
de nuestra época, la cultura del Occidente empezara a hundirse (y aquí si-
gue una referencia a pie de página a la importante obra de Oswald Spen-
gler) (pág. 53).

Buergel acentúa q u e t a m p o c o las «eternas estrellas» constituyen


u n a excepción a esta ley del hacer y del pasar. T a m b i é n nuestro sol
se apagará, «de tal m a n e r a q u e e n este astro d i m i n u t o llamado tie-
rra t o d o se h u n d i r á e n la n o c h e y en el hielo, e n el silencio d e la
m u e r t e eterna» (pág. 65).
En la melancólica gran amplitud d e las consideraciones astronó-
micas se refleja u n estrato del sentimiento weimariano d e la vida.
Los sujetos colaboran instintivamente con aquello q u e les aniquila
y les hace insignificantes. Ellos practican perspectivas i n h u m a n a s ,
huyen a la frialdad y a la grandeza. Sus consideraciones se orientan
a todo aquello q u e n o son ellos mismos, sino q u e ayuda al congela-
d o Yo a olvidarse e n el gran todo.
¿Quién se opuso a este e n t r e n a m i e n t o del autoolvido? ¿Supo la
izquierda weimariana coger el impulso d e la cosmología cínica y d e
la biología política? El historiador está todavía hoy perplejo ante el
desconcierto de los lemas d e la izquierda d e entonces. T a m b i é n la
izquierda intentaba, en la m e d i d a en q u e podía, constituirse e n
«bloque». T a m b i é n aquí d o m i n a b a la «línea», el «carácter», la «vo-
luntad d e hierro». Walter Benjamín era u n o d e los pocos q u e in-
tentaba m e t ó d i c a m e n t e el contacto con las experiencias, los mate-
riales, los m o d e l o s d e p e n s a m i e n t o y m o d o s d e reacción d e la otra
parte. C o m o n i n g ú n otro d o m i n a b a el arte d e la conversión mental:
la salvación d e la experiencia ante el m o n o p o l i o d e la locuacidad
reaccionaria. La pieza maestra d e semejante conversión mental se
e n c u e n t r a al final d e su libro Einbahnstrasse (1928), e n el q u e se atre-
ve a p e n e t r a r en la guarida d e los leones para hablar d e cosas q u e ,
p o r lo demás, habían sido confiscadas p o r la d e r e c h a militarista: d e

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la experiencia d e la guerra y del m a t r i m o n i o d e sangre d e la técni-
ca h u m a n a con el cosmos. Con u n p e q u e ñ o giro logra descubrir el
espíritu m o n s t r u o s o d e la filosofía burguesa de la técnica: el senti-
d o de la técnica n o es el d o m i n i o de la naturaleza, sino el astuto do-
minio de la relación e n t r e h o m b r e y naturaleza.

Hacia el planetario
Si, como antiguamente Hillel hizo con la doctrina judía, tuviéramos que
expresar la teoría de la Antigüedad en toda su brevedad descansando sobre
una pierna, la frase debería rezar así: la tierra pertenecerá solamente a
aquellos que vivan de las fuerzas del cosmos. Nada distingue tanto al hom-
bre antiguo del moderno como la entrega de éste a una experiencia cós-
mica que el antiguo todavía no conocía. Su ocaso se anuncia ya en el apo-
geo de la astronomía al principio de la Edad Moderna..., el trato antiguo
con el cosmos se realizaba de otra manera: el éxtasis. Pues sólo el éxtasis es
la experiencia en la cual nos aseguramos de lo más próximo y de lo más le-
jano y nunca de lo uno sin lo otro. Esto quiere decir que el hombre sólo
puede comunicarse extáticamente con el cosmos en comunidad. Es una
confusión amenazadora de los modernos considerar esta experiencia como
carente de importancia, como evitable, y remitirla al individuo como extra-
vagancia en una bella noche estrellada. No, ella se cumple una y otra vez y
los pueblos y las naciones no pueden obviarla, tal y como se ha puesto de
manifiesto de la manera más terrible en la última guerra, que fue un ensa-
yo de un nuevo y nunca visto matrimonio con las fuerzas cósmicas: masas
humanas, gases, fuerzas eléctricas se lanzan al campo abierto, corrientes de
alta frecuencia atraviesan el paisaje, nuevas estrellas aparecen en el cielo,
espacio aéreo y profundidades marinas braman de hélices y por doquier se
cavan pozos de sacrificio en la madre tierra. Este gran cortejo del cosmos se
consumió por primera vez a nivel planetario en el espíritu de la técnica. Pe-
ro como la avidez del provecho de la clase dominante pensaba expiar en
ella su voluntad, la técnica ha traicionado a la humanidad y ha transforma-
do el tálamo nupcial en un mar de sangre. El dominio de la naturaleza, así
lo enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién con-
fiaría en un severo maestro que proclamara el dominio de los niños por los
adultos como el sentido de la educación...? El escalofrío de la auténtica vi-
vencia cósmica no está unido a aquel minúsculo fragmento de naturaleza

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que nosotros estamos acostumbrados a llamar naturaleza. En las noches de
aniquilación de la última guerra, un estremecimiento recorrió la estructu-
ra orgánica de la humanidad, un sentimiento que se asemejaba a la felici-
dad de los epilépticos. Y las revueltas que le siguieron eran el primer in-
tento de someter el nuevo cuerpo a su poder. El poder del proletariado es
la escala de su saneamiento. Si esta disciplina no lo penetra hasta la médu-
la, entonces ningún razonamiento pacifista lo salvará. Lo vivo sólo vence la
fiebre de la aniquilación en el éxtasis de la generación (págs. 123-126).

Benjamín logra algo q u e n o podía lograr u n m e r o logómaco, u n


estratega o u n ideólogo de la dureza. En el proceso de su medita-
ción se d e s p r e n d e u n trozo del a g a r r o t a m i e n t o del sujeto. El éxta-
sis, la disolución del Yo se r e c o n o c e c o m o el p r e s u p u e s t o d e la
comunicación cósmica; al mismo tiempo hace presentir la reconci-
liación e n t r e h o m b r e y h o m b r e . Sin e m b a r g o , Benjamín n o logra
deshacerse de la a m b i g ü e d a d del tema. Él habla d e disciplina pro-
letaria, u n a disciplina q u e tiene q u e meterse hasta la médula e n el
c u e r p o social. T o d a contradicción q u e d a abierta in nuce. Del éxtasis
g e n e r a d o r a la rígida disciplina n o hay n i n g ú n c a m i n o q u e conduz-
ca tan fácilmente. El fascismo había u n i d o el éxtasis y la disciplina
en la m e d i d a en q u e supo movilizar fiebre de p o d e r y éxtasis des-
tructor en sus c o l u m n a s . N o sólo organizó los intereses del gran
capital, sino también u n trozo de mística política. El j u e g o d e pen-
samiento d e Benjamín intenta rivalizar con la a m e n a z a fascista in-
dicando a la izquierda la necesidad d e arrebatar al fascismo su a r m a
ideológica y su principio psicológico.
Entre los pocos filósofos d e la época q u e n o i n t e n t a r o n la salva-
ción del individuo en los endurecimientos, enfriamientos o confi-
guraciones d e bloque, destaca especialmente Max Scheler, otro gran
ambiguo, u n agente doble y burgués, subversivamente propicio a la
confesión. T a m b i é n a él la g u e r r a m u n d i a l le había trastornado y le
había movido a ejercicios d e p e n s a m i e n t o afirmadores d e la guerra
y teutománicos (Der Genius des Krieges und der Deutsche Krieg, Leipzig
1915). Más tarde fue u n o d e los pocos q u e se retiró e x p r e s a m e n t e ,
c o m o T h o m a s M a n n decía e n propia causa, a «servicios d e armas
con la pluma». En 1921 ya n o habla él, e n su protesta contra el apes-

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tado espíritu alemán, del «cumplimiento del deber a cualquier pre-
cio», el lenguaje marcial «de la traición de la.alegría». Por anticipa-
do suministra argumentos psicológicos y morales para una crítica
aniquiladora del posterior eudaimonismo nazi, es decir, de aquella
filosofía fingida de la «fuerza a través de la alegría» con la cual el ser-
vicio de trabajo popular se aseguraba el dominio sobre los ánimos
infelices. Los nazis supieron movilizar el hambre de positivismo que
mueve a individuos infelices y desorientados a «comprometerse» y
ordenarse y a colaborar en una «reconstrucción». Scheler ve que to-
do esto puede conducir a la nada. Los infelices propagan, cuando
«reconstruyen» y se comprometen, su infelicidad. «Sólo los hombres
felices son buenos», dijo correctamente Marie Ebner-Eschenbach
{Liebe und Erkenntnis, 1970, pág. 72).
Es consustancial al espíritu weimariano, como queda demostra-
do, una afirmación peculiarmente irónica o cínicamente dura de
los males como realidades válidas e inaccesibles. En el sí aparece fá-
cilmente una tendencia defensiva: un acorazamiento del Yo frente
a su sufrimiento, un no a aquello que sería la verdad subjetiva, un
no a la herida interior, a la debilidad y a la precariedad. Esto se co-
mienza a ver claramente cuando se contrasta con el importante es-
crito de algodicea de Scheler, que data de 1916, titulado Vom Sinn
des Leidens. En este texto Scheler reúne elementos de una ética y
una política distintas: nada de endurecimiento frente al sufrimien-
to, sino ampliación del sí y reconocimiento de nuestro dolor. Esto,
sin embargo, sólo es posible a una vida fundada religiosamente, una
vida que se siente en los más profundos estratos del alma como in-
destructible y oculta en el ser. Scheler describe esto con la palabra
beatitud. El secreto de semejante poder sufrir no reside tanto en el
endurecimiento del Yo, ni en algodiceas políticas de tipo bloque,
«fuerza a través de la alegría», frente de hierro, «hombro con hom-
bro», Yo de acero, Yo de reconstrucción, sino en el enterrado prin-
cipio cristiano que Tolstói había renovado: «No resistáis al mal».

Una distensión poderosa que en sí ya tenía que actuar como salvación,


una distensión a través del inteligente reconocimiento, a través de la ingenua
expresión de dolor y de sufrimiento. Ningún antiguo orgullo de sufrimien-

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to más que se vanaglorie del dolor porque su grandeza mide la propia fuer-
za... Pero tampoco el orgullo de ocultarse a sí mismo y a los otros, bajo la
apariencia de la indiferencia o bajo la retórica del sufriente y moribundo
«sabio». El grito tanto tiempo contenido de la naturaleza sufriente atravie-
sa de nuevo, libre y áspero, el cosmos. El más profundo dolor, el sentimien-
to de la lejanía divina lo expresa Jesús libremente en la cruz: ¿por qué me has
abandonado? Y nada de versiones explicativas: el dolor es el dolor, es mal.
El placer es el placer y la beatitud positiva no es sólo «paz» o la «redención
del corazón» de Buda; es el bien de los bienes. Tampoco aturdimiento, si-
no padecimiento del dolor en el sufrimiento propio y en la compasión que
ablande el alma (págs. 64-65).

T o d a subjetividad polémica surge, e n última instancia, d e las lu-


chas de negación d e los yoes contra el dolor q u e i n n e g a b l e m e n t e
les afecta e n c u a n t o vivientes. Ellos practican la reconstrucción, el
a r m a m e n t o , la construcción d e muros, el cercamiento, la delimita-
ción y el a u t o e n d u r e c i m i e n t o para protegerse. Sin e m b a r g o , en ellos
el f e r m e n t o continúa i n c e s a n t e m e n t e . Q u i e n construye y se a r m a
u n día destruirá y golpeará.

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