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La contraviolencia social
José Ramón Cossío Díaz
Ag o s t o 1 , 2 0 2 2
A pesar de que las violencias del México actual son muchas y variadas, la multiplicidad
se ha ido reduciendo a unas pocas y arquetípicas expresiones. Sea por comodidad
analítica o por resguardo psicológico, pareciera que el enorme fenómeno que se extiende
a lo largo del país puede comprenderse en unas cuantas y aparentemente manejables
categorías. La acción del Estado y sus fuerzas de seguridad, la de los delincuentes
organizados y sus sicarios, la de los sociópatas individuales o la de algunos dañinos
delincuentes comunes son los concentrados con los que quisiéramos abarcar una
pluralidad de actores, motivos y situaciones geográficamente expandidas y materialmente
diferenciadas. La ventaja de reducir lo mucho a unos cuantos elementos es, desde luego,
posibilitar la comprensión del mundo en el que se vive y, con ello, la de la vida cotidiana
misma. Las desventajas se actualizan porque la comodidad de la percepción oculta una
gran cantidad de particularidades y modos distintos de ser y de estar que, finalmente,
impiden entender el mundo actual en el que debemos vivir.
A nadie puede escapar el hecho de que las violencias que padecemos tienen,
efectivamente, sus causas en las acciones de los sujetos ya identificados de fuerzas de
seguridad, políticos, burócratas judiciales, lavadores de dinero, sicarios y otros
personajes de la actual picaresca nacional. Sin embargo, al concentrar nuestra atención
sólo en tan destacados sujetos y en las actividades que realizan, dejamos de lado a
personajes que de distintas maneras participan en el entramado social que ante nuestros
ojos se despliega día a día. La perspectiva imperante no ha logrado invisibilizarlos por
completo, pero sí reducirlos a una posición secundaria en la gran escenificación que
suponemos como totalidad. Es verdad que las víctimas de las violencias tienen un lugar
destacado, pero también es cierto que en la representación les da importancia secundaria
y cada vez más disminuida. El papel social asignado a las viudas, a los huérfanos, a los
desaparecidos y a sus buscadores así lo corroboran. Es verdad que también existen las
organizaciones de promoción y defensa de los derechos humanos o los periodistas que
dan cuenta de los avances de la criminalidad y de sus alianzas con los poderes políticos y
financieros. Sin embargo, la colocación de estos actores y de sus acciones también están
quedando constreñidas a un segundo plano. A una especie de acompañamiento o
derivación de lo que los actores principales hacen. A los periodistas o a los defensores
asesinados se les reconoce por lo que hicieron o dijeron respecto del narcotráfico, pero
no —o cada vez menos— por su persona o trabajo propio.
Lo que esta manera de entender la realidad está produciendo es la idea de que existe un
proceso hacia la homogeneidad social donde todo, por lo mismo, quedará afectado por lo
delictivo. En donde la criminalidad asociada con el Estado o generada frente a él
terminará por definir una parte muy extensa de la vida cotidiana de todos nosotros. Sin
restarle importancia a la gravedad de las situaciones vigentes, pienso que las cosas son
mucho más diversas y complejas de lo que esta caracterización —en alguna medida
necesaria y tranquilizadora— nos muestra y pudiera determinarnos.
Hace algunos años, Michel de Certeau publicó un interesante y extenso libro para dar
cuenta de las maneras en las que los grupos sociales utilizaban a su favor las creaciones
que los colectivos dominantes pretendían imponerles.1 De Certeau apuntaba que no
existían estudios acerca de ese tema, sino que, por el contrario, se asumía que las
personas eran meras receptoras pasivas de todo aquello que la dominación pretendía
imponerles. Para resolver esta ausencia se planteó un completo programa de trabajo. Por
no ser este el lugar para resumirlo, me limito a destacar de manera muy sintética sus
principales aportaciones. Ello, porque con las mismas es factible analizar, mutatis
mutandis, una serie de problemas contemporáneos para, en el pensamiento de aquel
destacado jesuita, iniciar algunas tareas de recomposición de nuestro muy rasgado tejido
social.
Si tomamos las categorías expuestas y aplicadas por De Certeau, es posible indagar en las
prácticas o maneras de hacer de las poblaciones frente o ante la dominación que se está
ejerciendo sobre la población por parte de los agentes estatales-delincuentes o de los
delincuentes por sí mismos. Creo que, así como existieron y existen diversas maneras de
resistir, disimular, evitar, distorsionar o engañar a los poderes hegemónicos tradicionales,
se están dando acciones de signos semejantes para actuar frente a los novedosos a que
acabo de referirme.
La manera de observar las prácticas cotidianas frente a los actores que, por decirlo así,
estoy tratando en este ensayo, tiene que desagregarse atendiendo a los productos o
actividades involucradas. Es obvio diferenciar entre quienes están sometidos a un trabajo
agrícola para la producción de mariguana o amapola en una región montañosa y aislada
de la Sierra Madre Occidental, a quienes tienen que interactuar con organizaciones que
cobran un “derecho” de piso para la realización de una actividad lícita en una ciudad no
dominada del todo por la delincuencia.
En este ensayo no puedo dar cuenta de la gran cantidad de variantes con las que, a mi
juicio, sería factible llegar a la composición de una red para identificar las muchas
prácticas sociales que están construyendo quienes están siendo sometidos a procesos de
dominación por parte del Estado-criminal o de la criminalidad. Es por ello que me he
limitado a plantear una hipótesis acerca de la necesidad de recuperar esos ejercicios, así
como a esbozar un método para recogerlo y sistematizarlos.