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Inspiracion-y-verdad-de-la-Sagrada-Escritura-Pontificia-Comision-Biblica Vaticano
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LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA
ÍNDICE
Prólogo
Introducción general
1. Introducción
2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a
su pueblo por medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia
infalible y llama a la conversión
2.3. Los Salmos
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión
4. Conclusión
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Antiguo Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo
4.3. El proceso de la formación literaria de los escritos bíblicos y la
inspiración
4.4. En camino hacia un Canon de los dos testamentos
4.5. La recepción de los libros bíblicos y la formación del Canon
1. Introducción
4. Conclusión
1. Introducción
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4. Conclusión
Conclusión General
Prólogo
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El presente documento de la Comisión Bíblica no constituye una declaración oficial
del Magisterio de la Iglesia sobre el tema, ni pretende exponer una doctrina
completa sobre la inspiración y sobre la verdad de la Sagrada Escritura, sino sólo
referir los resultados de un atento estudio exegético de los textos bíblicos en lo que
concierne a su proveniencia de Dios y su verdad. Las conclusiones se ofrecen
ahora a las otras disciplinas teológicas para que las completen y profundicen de
acuerdo con los puntos de vista propios.
22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro
«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de
empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a
mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-11).
INTRODUCCIÓN GENERAL
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celebra «el misterio pascual leyendo “cuanto se refiere a él en toda las Escritura”
(Lc 24,27), celebrando la Eucaristía, en la que “se hace de nuevo presente la
victoria y el triunfo de su muerte”, y dando gracias al mismo tiempo “a Dios por el
don inefable” (2 Cor 9,15) en Cristo Jesús, “para alabanza de su gloria” (Ef 1,12),
por la fuerza del Espíritu Santo» (Sacrosanctum Concilium, n.6)[1].
3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios en la
liturgia de la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística, podemos afirmar
que nosotros la escuchamos en un contexto teológico, cristológico, soteriológico y
eclesiológico. Dios ofrece la salvación, de modo definitivo y perfecto en su Cristo,
realizando la comunión entre Él mismo y sus criaturas humanas, que son
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representadas por su Iglesia. Este lugar, que es el más apropiado para la
proclamación de la Sagrada Escritura, constituye también el contexto más
adecuado para estudiar la inspiración y la verdad. Como hemos dicho, después de
la proclamación de los correspondientes textos bíblicos se afirma siempre que son
«Palabra de Dios» (o «Palabra del Señor»). Esta expresión puede ser entendida en
un doble sentido: ante todo, como palabra que proviene de Dios, pero también
como palabra que habla de Dios. Estos dos significados están íntimamente
relacionados. Solo Dios conoce a Dios; en consecuencia, solo Dios puede hablar de
Dios de un modo adecuado y fiable. Por ello solo una palabra que proviene de Dios
puede hablar justamente de Dios. La expresión «Palabra de Dios» invita a los fieles
a tomar conciencia de lo que están escuchando y a prestarle una atención
correspondiente. Los fieles deben tener la reverencia y la gratitud debidas a la
Palabra que proviene de Dios, y deben estar atentos para entender y comprender lo
que esta Palabra comunica sobre Dios, y entrar así en una unión cada vez más viva
con Él.
La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos plantea
la misma Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir su calidad de
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Palabra de Dios. Señalamos aquí en concreto dos de los retos que se plantean al
lector: el primero procede del enorme progreso que se ha producido en los dos
últimos siglos en los conocimientos relativos a la historia, la cultura y las lenguas de
los pueblos del Próximo Oriente Antiguo, que era el ambiente de Israel y de sus
sagradas Escrituras. No es raro que se presenten fuertes contrastes entre los datos
de estas ciencias y lo que encontramos en el relato bíblico, cuando se lee este
último según el modelo de una crónica que refiriera puntualmente los
acontecimientos, incluso en un orden escrupulosamente cronológico. Tales
contrastes constituyen una primera dificultad y suscitan interrogantes sobre la
fiabilidad histórica de los relatos bíblicos. Otro reto lo plantea el hecho de que no
pocos textos bíblicos están marcados por la violencia. Podemos citar, como
ejemplo, los salmos de imprecación y también el que Dios da a Israel de exterminar
poblaciones enteras. Los lectores cristianos se sienten incómodos y desorientados
ante esos textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a los cristianos el
hecho de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles, acusándolos
además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia. La tercera parte
del documento quiere afrontar estos y otros retos de interpretación, mostrando, por
un lado, cómo superar el fundamentalismo (cf. PCB, La interpretación de la Biblia
en la Iglesia, LEV, Città del Vaticano 1993: cf. EB 1381-1390), y, por otro, cómo
evitar el escepticismo. Albergamos la esperanza de que, eliminando tales
obstáculos, quede expedito el acceso a una recepción madura y adecuada de la
Palabra de Dios.
Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que,
profundizando la comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la Palabra
de Dios sea acogida por todos en la asamblea litúrgica y en cualquier otro lugar, de
un modo cada vez más acorde con este singular don de Dios, en el que Él se
comunica a Sí mismo e invita a los hombres a la comunión con Él.
PRIMERA PARTE
1. Introducción
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Dios se revela especialmente en el hombre, creado «a su imagen» (Gén 1,27; cf.
VD, n. 9). La revelación acontece además «por hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí» (DV, n. 2), en la historia de la salvación del pueblo de Israel (DV,
nn. 3.14-16), y alcanza su culminación «en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitud de toda la revelación» (DV, n. 2; cf. DV, nn. 4.17-20). Hablando de su
dimensión trinitaria, Verbum Domini, n.20 dice: «La culminación de la revelación de
Dios Padre es ofrecida por el Hijo con el don del Paráclito (cf. Jn 14,16), Espíritu del
Padre y del Hijo, que nos “guía a toda la verdad” (Jn 16,13)».
6. Hemos visto que Dios es el autor único de la revelación y que los libros de la
Sagrada Escritura, que están al servicio de la transmisión de la revelación divina,
han sido inspirados por Él. Dios es «autor» de estos libros (DV, n. 16), pero por
medio de hombres que Él ha escogido. Éstos no escriben al dictado, sino que son
«verdaderos autores» (DV, n. 11), que emplean sus propias facultades y
capacidades. La Dei Verbum, n. 11 no especifica en los particulares cuál sea esta
relación entre los hombres y Dios, aunque en las notas (18-20) remite a una
explicación tradicional basada en la causalidad principal e instrumental.
Volviéndonos a los libros bíblicos e indagando lo que ellos mismos dicen sobre su
inspiración, constatamos que en la Biblia sólo dos escritos del Nuevo Testamento
hablan explícitamente de la inspiración divina, que afirman para escritos del Antiguo
Testamento. En 2 Tim 3,16 se dice: «Toda Escritura es inspirada por Dios es
también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia». Por
su parte, 2 Pe 1,20-21 afirma: «Sabiendo, sobre todo, lo siguiente: que ninguna
profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia, pues nunca fue
proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que, movidos por el Espíritu
Santo, hablaron los hombres de parte de Dios». La escasa recurrencia rara del
término «inspiración» comporta que no podamos limitar nuestra búsqueda a un
campo semántico tan restringido.
Sin embargo al estudiar de cerca los textos bíblicos constatamos el hecho relevante
de que en ellos se explicita constantemente la relación entre sus autores y Dios.
Esto ocurre de diversos modos, cada uno de los cuales manifiesta con claridad que
los respectivos escritos provienen de Dios. Nuestro estudio pretende individuar en
los textos de la Sagrada Escritura los indicios de la relación entre autores humanos
y Dios, mostrando así la proveniencia divina de estos libros, o lo que es lo mismo su
carácter inspirado. Queremos presentar una especie de fenomenología de la
relación «Dios – autor humano», de acuerdo con las modalidades en las se
atestigua esta relación en las páginas de la Biblia y subrayando así su condición de
Palabra que proviene de Dios. Así, pues, la PCB no pretende demostrar en este
documento el hecho de la inspiración de los escritos bíblicos, tarea propia de la
teología fundamental. Partimos más bien de la verdad de fe según la cual los libros
de la Sagrada Escritura están inspirados por Dios y comunican su Palabra; nuestra
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aportación consistirá únicamente en esclarecer mejor su naturaleza, tal como
resulta del testimonio de los mismos escritos.
Al fenómeno peculiar de que los libros bíblicos atestiguan la relación de sus autores
con Dios y que provienen de Él podemos denominarlo «autotestimonio». Este
testimonio específico será el centro de nuestras indagaciones.
7.Los documentos eclesiales que hemos citado varias veces (Dei Verbum y Verbum
Domini) distinguen entre «revelación» e «inspiración», considerándolas dos
acciones divinas distintas. La «revelación» se presenta como el acto fundamental
de Dios mediante el cual Él comunica qué y cuál es el misterio de su voluntad (cf.
DV, n. 2), capacitando además, al mismo tiempo, al hombre para recibir la
revelación. La «inspiración» aparece en cambio como la acción mediante la cual
Dios habilita a ciertos hombres, escogidos por Él, para transmitir fielmente su
revelación por escrito (cf. DV, n. 11). La inspiración presupone la revelación y está al
servicio de la transmisión fiel de la revelación en los escritos de la Biblia.
8.Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una situación
específica: la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en ellos mediante
la persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el mismo Jesús de
modo muy preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6), afirmación esta que
se funda en el conocimiento singular que el Hijo tiene del Padre (cf. Mt 11,27; Lc
10,22, Jn 1,18).
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cristianos como «los que creerán en mí por su palabra» (Jn 17,20). Y dice a sus
misioneros: «Quien a vosotros escucha, me escucha a mí; quien a vosotros
rechaza, me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha
enviado» (Lc 10,16 cf. Jn 15.20). La palabra de sus enviados puede constituir el
fundamento de la fe de todos los cristianos por la sola razón de que, al tener su
origen en la intimísima unión con Jesús, es palabra de Jesús. La relación personal
con el Señor Jesús, vivida con una fe viva y consciente en su Persona, constituye el
fundamento básico de la «inspiración» que vuelve a los apóstoles capaces de
comunicar, oralmente o por escrito, el mensaje de Jesús, que es «Palabra de Dios».
Lo decisivo no es la comunicación de palabras pronunciadas literalmente por Jesús,
sino el anuncio de su Evangelio. Un ejemplo típico de este hecho es el Evangelio de
Juan, del que se dice que cada una de sus palabras manifiesta el estilo de Juan y al
mismo tiempo comunica fielmente cuanto Jesús ha dicho.
9.Se establece aquí, precisamente sobre la base del Evangelio de Juan, una
conexión íntima entre la naturaleza de la relación con Jesús y con Dios
(«inspiración») y el contenido del mensaje que es comunicado como Palabra de
Dios («verdad»). El mensaje central de Jesús, según el Evangelio de Juan, es este:
Dios Padre y su amor desbordante por el mundo, revelado en su Hijo (cf. Jn 3,16);
lo cual corresponde a lo que afirma Dei Verbum, n. 2: Dios y su salvación. Este
mensaje no puede ser recibido y comprendido con enfoque cognitivo de carácter
únicamente intelectual o puramente memorístico, sino sólo mediante una relación
intensamente viva y personal, es decir, acorde con el tipo de relación con la que
Jesús formó a sus discípulos. De Dios y de su amor se puede hablar siempre de
manera formal y correcta, pero sólo la fe viva en Él y su amor hacen posible recibir
el don de Dios y dar testimonio de él. Constatamos, pues, que el mensaje central
(«verdad») y el modo de recibirlo para atestiguarlo («inspiración») se condicionan
recíprocamente: se trata siempre de la comunión de vida más intensa y personal
con el Padre, revelada por Jesús: comunión de vida, que es la salvación.
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En el caso de los evangelios (y más en general de los escritos apostólicos) los dos
elementos decisivos para la proveniencia de Dios son: la fe viva en Jesús (1) y la
persona de Jesús, que es la culminación de la revelación divina (2). En nuestro
estudio, dedicado a la proveniencia de Dios de los otros escritos bíblicos, nos
servirán estos dos criterios verificación: ¿qué fe personal en Dios (de acuerdo con
la fase específica de la «economía» de revelación) y qué forma de la revelación
divina se manifiestan en los diversos escritos? El escrito bíblico correspondiente
proviene de Dios mediante la viva fe de su autor en Dios y mediante la relación de
este autor con una forma determinada (o con diversas formas) de la revelación
divina. No es raro que un escrito bíblico se apoye en un texto inspirado precedente
y comparta así la misma proveniencia de Dios.
2.1. El Pentateuco
La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos del
Pentateuco sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así, en
momentos especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de poner
por escrito, por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o el texto de
su renovación (Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece realizar el significado de
esas instrucciones poniendo por escrito otras cosas importantes (Ex 17,14; Núm
33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la Torah (cf. Dt 27,3.8; 31,9). El libro del
Deuteronomio valora en particular el papel específico de Moisés, presentándolo
como mediador inspirado de la revelación e intérprete autorizado de la Palabra
divina. Sobre esta base se ha desarrollado armónicamente la idea tradicional de
que Moisés es el autor del Pentateuco, de modo que los libros de Moisés no sólo
hablan de él, sino que además son considerados obra suya.
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fundamento de la comprensión de la Biblia como Palabra de Dios se puso en el
Sinaí, puesto que allí Dios constituyó a Moisés como único mediador de su
revelación. A Moisés le corresponde poner por escrito la revelación divina, para
poder trasmitirla y preservarla como Palabra de Dios para los hombres de todos los
tiempos. Lo escrito no sólo hace posible la transmisión de la Palabra, sino que
suscita además claramente la pregunta sobre el autor humano, lo cual, en el caso
de la Biblia, lleva a la idea de que aquella es Palabra de Dios en palabras humanas.
Esta autocomprensión (cf. DV, n. 12) se expresa ya in nuce en Ex 19,19, donde se
dice que Dios respondía a Moisés «con un sonido»; se descubre así que Dios
«accede» a servirse del lenguaje humano, también y precisamente en el caso del
mediador de su revelación.
Respecto al primer aspecto, el del Decálogo escrito por Dios mismo, debemos notar
que la transmisión y la recepción de este texto particular se afirman en la tradición
de la Sagrada Escritura independientemente de su soporte material, constituido por
las dos tablas de piedra. No son las tablas sobre las que Dios ha escrito las que son
preservadas y veneradas, sino que es el texto que Dios ha escrito el que llega a
formar parte de la Sagrada Escritura (cf. Ex 20; Dt 5).
Los diez mandamientos que Dios ha puesto por escrito y ha entregado a Moisés –y
aquí llegamos al segundo aspecto– apuntan a la relación especial entre Dios y el
hombre en lo que toca a la Sagrada Escritura. En efecto Moisés no es constituido
mediador por razón de un plan divino, sino que Dios cede a la petición de los
hombres (Israel) que solicitan un mediador. Una vez que Dios se ha dirigido
directamente al pueblo de Israel (cf. Ex 19), el pueblo pide a Moisés una mediación,
por tener miedo del encuentro inmediato con Dios (cf. Ex 20,18-21). Dios cede
luego a la voluntad del pueblo e instituye a Moisés mediador, hablando con él y
comunicándole detalladamente sus instrucciones (Ex 20,22-23,33). Moisés, al final,
pone por escrito estas palabras, porque Dios estipula mediante ellas su alianza con
Israel (Ex 24,3-8). Para confirmar este hecho, Dios promete dar a Moisés las tablas
sobre las que Dios mismo ha escrito (cf. Ex 24,12). No se puede expresar de modo
más claro y más profundo el hecho de que la Sagrada Escritura, transmitida a lo
largo de las generaciones de la comunidad de fe de los judíos y de los cristianos,
tenga su origen en Dios también y precisamente en el caso de que haya sido
redactada por hombres. Este auto-testimonio de la Sagrada Escritura alcanza su
cumplimiento cuando se afirma, al final del Pentateuco, que Moisés mismo pone por
escrito la instrucción inculcada al pueblo de Israel antes de entrar en la tierra
prometida (cf. Dt 31,9), entregándosela como programa de vida a seguir en el
futuro. Solamente cuando los humanos se dejan interpelar por esta palabra de la
Sagrada Escritura, que se dirige a ellos, pueden reconocerla y acogerla «no como
palabra humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece
operante en vosotros los creyentes» (1 Tes 2,13).
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2.2. Los libros proféticos y libros históricos
13.Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes del
Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de su
contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres
humanos: Moisés, el arquetipo de los profetas (Dt 18,18-22), en el Pentateuco; los
profetas, en los libros proféticos y en los libros históricos. Ahora se trata de mostrar
cómo los libros proféticos y los libros históricos afirman el origen divino de su
contenido.
Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que éstos
son de origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de la palabra
del Señor». Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula puede resumirse en
la afirmación: «la palabra del Señor vino a …», seguida del nombre del profeta,
receptor de la palabra (como en los libros de Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel,
Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces también del nombre de sus destinatarios
(como en Ageo y Malaquías). Estos títulos declaran además que el contenido de los
libros en cuestión, sea puesto en boca de Dios o en la de los profetas, es todo él
palabra de Dios. Los demás títulos de los libros proféticos informan de que éstos
refieren el contenido de visiones tenidas por personajes, cuyos nombres son Isaías,
Amós, Abdías, Nahún y Habacuc. El título del libro de Miqueas yuxtapone la
«fórmula del acontecimiento de la palabra del Señor» a la mención de la visión.
Aunque no se diga explícitamente, en el contexto de los libros proféticos, la causa
de las visiones no puede ser sino el Señor mismo. Éste es por lo tanto el autor de
los libros en cuestión.
Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son Palabra
de Dios. Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto hacen otro
tanto. La expresión más frecuente, la «fórmula profética» por excelencia, es «así
dice el Señor». Al abrir el discurso con esta fórmula, el profeta se presenta como
mensajero del Señor. Informa así a sus oyentes de que el discurso que les dirige no
se debe a él, sino que tiene al Señor como autor.
Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los libros
proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el Señor». A
diferencia de la primera de estas expresiones, llamada «fórmula del mensajero»,
que introduce los discursos, las dos últimas los cierran. Sirviendo de firma puesta al
final de un escrito, atestiguan que el Señor es el autor del discurso que precede.
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14.De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que los
autores de los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13), Jeremías
(1,4-10), Ezequiel (1,3-3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías y de Ezequiel
tienen por marco una visión. Probablemente lo mismo vale para Jeremías. El relato
de la misión de Isaías es una buena muestra del género, porque está bastante
desarrollado, aunque al mismo tiempo es muy conciso. En el consejo divino, al que
Isaías asiste en la visión, el Señor, buscando un voluntario, pregunta: «¿A quién
enviaré? ¿Quién irá por nosotros?», e Isaías responde: «Heme aquí, envíame».
Aceptando la oferta de Isaías, el Señor concluye: «Ve y tú dirás a este pueblo…».
Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-10). Estructurado por los verbos «enviar, ir,
decir», el relato concluye en el discurso del Señor que Isaías tiene la tarea de
trasmitir al pueblo. Lo mismo vale para los otros tres «relatos de envío profético»
arriba citados, que concluyen, también ellos, con la orden que da el Señor a su
enviado de trasmitir el mensaje que le comunica (Ez 2,3-4; 3,4-11; Am 7,15). En el
relato del envío de Jeremías el Señor insiste en el carácter perentorio de su
mandato (cf. también Am 3,8) y contemporáneamente en la exactitud que debe
caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor me dijo: No digas: “soy
joven” porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y dirás todo aquello que te
ordene…» (Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos relatos fundan el papel de
mensajeros del Señor que los libros proféticos reconocen a sus respectivos autores
y, consiguientemente, fundan también el origen divino de su mensaje.
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible, y
llama a la conversión
15.En los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes el Señor toma frecuentemente
la palabra, como ocurre en los libros proféticos, a cuya colección pertenecen
también estos libros según la tradición judía. De hecho, en cada etapa de la
conquista de la Tierra Prometida, el Señor dice a Josué lo que debe hacer. En Jos
20,1-6 y 24,2-15 se dirige al pueblo por medio de Josué, quien cumple así la función
profética. En el libro de los Jueces, el Señor, o su Ángel, habla con frecuencia a
dirigentes, sobre todo a Gedeón, o al pueblo. El Señor actúa en primera persona,
salvo en Jue 4,6-7 y 6,7-9, cuando se sirve de la profetisa Débora y de un profeta
anónimo para dirigirse respectivamente a Barac y a todo el pueblo.
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Como en los textos de los que se ha hablado, así también 2 Re 17,7-20 sintetiza la
historia de Israel y de Judá en una sucesión de discursos que el Señor les ha
dirigido por medio de «sus siervos, los profetas». Sin embargo el contenido de los
discursos es diverso. El Señor no anuncia desgracias a Israel y Judá, sino que los
exhorta a convertirse. Puesto que los interesados se han obstinado en su rechazo a
las llamadas del Señor (vv. 13-14), Él acaba por arrojarlos lejos de su rostro.
16. Como en Josué–Reyes, también en las Crónicas abundan los discursos del
Señor. Él habla directamente a Salomón (2 Crón 1,7.11-12; 7,12-22). En general el
Señor se dirige al rey o al pueblo por medio de intermediarios: la mayor parte de
ellos recibe un título «profético», pero los hay también sin título. El primer puesto
corresponde a profetas como Natán (cf. 1 Crón 17,1-15) y muchos otros. El Señor
se sirve también de videntes como Gad (cf. 1 Crón 21,9-12) y de personas que
tienen diversos oficios y hasta de reyes extranjeros como Necó (cf. 2 Crón 35,21) y
Ciro (cf. 2 Crón 36,23). Los jefes de familia de los músicos del Templo profetizan (cf.
1 Crón 25,1-3).
Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como
respuesta a su clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas de
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Dios.
En lo que atañe a los orantes como beneficiarios de la ayuda de Dios, entre tantos
ejemplos posibles, tomemos la oración del Sal 30,9-13: «A ti Señor, llamé, supliqué
a mi Dios: […] Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste
mi luto, en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi
alma sin callarse. Señor, Dios mío te daré gracias por siempre».
Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a todo
el pueblo mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación y en la
historia de Israel. El Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y describe el
modo en que hablan: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la
obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo
susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra
alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje». Corresponde al que ora
comprender este lenguaje que habla de la «gloria de Dios» (cf. Sal 147,15-20), y
expresarlo con palabras propias.
El Sal 105 cuenta las obras de Dios en la historia de Israel y exhorta al individuo y al
pueblo: «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su
boca» (v. 5). En los salmos históricos cuentan estas «maravillas que hizo», que son
también «las sentencias de su boca». Las palabras de estos salmos, si bien
formuladas por hombres en términos humanos, están inspiradas por la gran
actuación del Señor. Esta voz del Señor continúa resonando en el hoy del orante y
del pueblo. Urge escucharla.
18.Tomemos como ejemplos los Sal 17 y Sal 50. En el primer texto la experiencia
de Dios inspira a un justo acusado falsamente, a elevar una plegaria de confianza
incondicional en Dios; en el segundo esta experiencia hace oír la voz de Dios que
denuncia el comportamiento equivocado del pueblo.
En el Sal 17 el último versículo expresa una esperanza segura. Dice: «Pero yo con
mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (v.
15). También otras dos plegarias de personas perseguidas terminan de un modo
semejante. El Sal 11,7 se cierra afirmando: «los buenos verán su rostro»; y el Sal
27 recita en el penúltimo versículo: «Espero gozar de la dicha del Señor en el país
de la vida» (v. 13; cf. vv. 4.8.9). La expresión «el rostro de Dios» significa Dios
mismo, la persona de Dios según su realidad verdadera y perfecta. Con la
expresión «contemplar el rostro de Dios» se entiende por lo tanto un encuentro
intenso, real y personal con Dios, no mediante el órgano de la vista, sino en la
«visión» de fe. La esperanza inquebrantable de tener esta experiencia de Dios
(«contemplaré», en futuro) y el conocimiento de Dios que en ella se expresa son la
fuente de la plegaria entera.
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voraz y tempestad (cf. 50.3). La manifestación de la verdadera realidad de Dios y de
su relación con Israel: («¡Yo soy Dios, tu Dios!»: 50,7) conduce lleva a la acusación
contra el pueblo: «Te acusaré, te lo echaré en cara» (50,21). Dios critica por partida
doble el comportamiento del pueblo: su relación con Dios está concentrada
exclusivamente en los sacrificios (50,8-13), y la relación con el prójimo se opone
radicalmente a los mandamientos de la alianza (50,16-22). Dios reclama la
alabanza, la súplica en la angustia (50,14-15.23) y la recta actuación para con el
prójimo (50,23). El Sal 50, en el corazón del Salterio, retoma, pues, los módulos
proféticos; no sólo hace hablar al Señor, sino que hace también que cada súplica y
cada acto de alabanza sean interpretados como obediencia al mandato divino. Toda
la plegaria está por lo tanto «inspirada» por Dios.
19.La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5; 147,5).
Es Él quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal 51,8),
volviendo al hombre sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como las ve Dios.
David poseía esta sabiduría e inteligencia desde el momento en que Dios lo llamó
para ser rey de Israel (cf. Sal 78,72).
El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la
sabiduría. En la parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la instrucción del
Señor («Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine
con lealtad; enséñame»: vv. 4-5), basándose en la disponibilidad de Dios para
donarla (vv. 8-9). El temor de Dios es la actitud indispensable para ser beneficiarios
de la enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay alguien que tema al Señor? Él le
enseñará el camino escogido» (25,12). A los que temen a Dios no sólo se les indica
el camino recto a seguir, sino que, como explicita el Sal 25, también reciben una
iluminación más amplia y profunda: «El Señor se confía a los que lo temen, y les da
a conocer su alianza» (v. 14); en otros términos, Él les otorga una relación de
amistad íntima y un conocimiento penetrante del pacto que ha estipulado con Israel
en el Sinaí. Vemos por tanto que la relación con Dios expresada con la terminología
del «temor de Dios» es la fuente inspiradora de la que provienen muchos salmos
sapienciales.
20. En los libros proféticos es Dios mismo quien habla por medio de los profetas.
Como hemos visto, Dios se dirige de diversos modos a las personas que ha
escogido como portavoces suyos en pueblo de Israel. En los Salmos es el hombre
quien habla a Dios, pero lo hace en su presencia y adoptando formas expresivas
que presuponen una comunión íntima con Él. En cambio en los libros sapienciales
los hombres hablan a hombres; sin embargo, el que habla y el que escucha están
ambos profundamente arraigados en la fe del pueblo de Israel en Dios. Con
frecuencia en el Antiguo Testamento la sabiduría es atribuida explícitamente al
Espíritu de Dios (cf. Job 32,8; Sab 7,22; 9,17; también 1 Cor 12,4-11). Estos libros
son llamados «sapienciales» porque sus autores escrutan e indican los caminos
para una vida humana guiada por la sabiduría. En su búsqueda son conscientes de
que la sabiduría es un don de Dios porque: «Uno solo es sabio, temible en extremo:
el que está sentado en su trono» (Eclo 1,8). Al querer ilustrar con precisión qué
modalidades de relación con Dios atestiguan estos escritos como base y fuente de
lo que enseñan sus autores, hemos concentrado nuestra investigación en el libro
del Eclesiástico, debido a su carácter sintético.
Desde el comienzo el autor es consciente de que «toda sabiduría viene del Señor y
está con él por siempre» (Eclo 1,1). Ya en el prólogo del libro el traductor indica una
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vía mediante la cual Dios ha comunicado la sabiduría al autor: «Mi abuelo Jesús –
escribe– después de haberse dedicado asiduamente a la lectura de la Ley, los
Profetas y los otros escritos de los antepasados, y de haber adquirido un gran
dominio sobre ellos, se propuso escribir sobre temas de instrucción y sabiduría». La
lectura precisa y creyente de las Sagradas Escrituras en las que Dios habla al
pueblo de Israel ha unido al autor con Dios, ha llegado a ser la fuente de su
sabiduría, y lo ha llevado a escribir su obra. Se manifiesta así claramente un modo
por el que el libro proviene de Dios.
2.5 Conclusión
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bien diversos en cuanto a fecha y lugar de composición, además de serlo por el
contenido específico y por el estilo literario particular, concuerdan en presentar un
único gran mensaje de fondo: Dios nos habla. El mismo único Dios busca al hombre
en la multiplicidad y variedad de situaciones históricas, lo alcanza y le habla. Y el
mensaje de Dios, diverso en la forma por causa de las circunstancias históricas
concretas de la revelación, tiende constantemente a suscitar la respuesta de amor
en el hombre. Esta extraordinaria intencionalidad por parte de Dios, penetra de Dios
los escritos que la expresan. Los vuelve inspirados e inspirantes, es decir, capaces
de iluminar y promover la inteligencia y la pasión de los creyentes. El hombre cae
en la cuenta y se pregunta, con un estremecimiento de estupor y de alegría: ¿Qué
será capaz de darme ese Dios inefable que me habla? Los autores del Nuevo
Testamento, miembros del pueblo de Israel, conocen las «Escrituras» de su pueblo
y las reconocen como palabra inspirada que proviene de Dios. Ellos nos muestran
como Dios ha seguido hablando hasta expresar su palabra última y definitiva en el
envío de su Hijo (cf. Heb 1,1-2).
22.Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo
Testamento, que estos manifiestan la relación de sus autores con Dios solamente a
través de la persona de Jesús. En este sentido ocupan un lugar especial los cuatro
evangelios. La Dei Verbum habla, en efecto, de su «merecida superioridad, pues
son el principal testimonio acerca de la vida y doctrina del Verbo encarnado, nuestro
Salvador» (n. 18). Así, pues, tenemos en cuenta el papel privilegiado de los
evangelios; por ello después de una introducción que expone lo que tienen en
común, se explicitará en primer término el acercamiento de los evangelios
sinópticos y luego el que caracteriza al evangelio de Juan. De los otros escritos
neotestamentarios seleccionamos los más importantes, y nos ocuparemos, en
consecuencia, de los Hechos de los Apóstoles, de las cartas del apóstol Pablo, de
la carta a los Hebreos y del Apocalipsis.
23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada
Escritura porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch 1,1),
y, al propio tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros que debían
propagar la Palabra de Dios revelada por él. Los evangelios, al presentar la persona
de Jesús y su relación con Dios, y a los apóstoles con la formación y la autoridad
que confirió Jesús, atestiguan la manera específica en que su texto proviene de
Dios.
Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en
determinadas líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran convergencia a
la hora de presentar la persona de Jesús y su mensaje. Aquí ofrecemos cierta una
síntesis que resalta los puntos principales.
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Los evangelios atestiguan que Jesús es el cumplimiento de la revelación del Dios
de Israel, del Dios que llama, instruye, castiga y a menudo reconstruye Israel como
pueblo suyo, separado de las otras naciones pero destinado a ser bendición para
todas las gentes. Al mismo tiempo amplían claramente el universalismo del Antiguo
Testamento y dejan claro que en Jesús Dios se dirige a todo el género humano de
todos los tiempos (cf. Mt 28,20; Mc 14,9; Lc 24,47; Jn 4,42).
Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo de
Dios, que entienden no sólo como título mesiánico, sino además como expresión de
una relación –única y sin precedentes– con el Padre celestial, con lo que supera el
papel salvífico y revelador de todos los demás seres humanos. Ello se expone de la
forma más explícita en el evangelio de Juan, tanto al comienzo, en el prólogo (1,1-
18), como en los capítulos sobre el Señor resucitado, primero en el encuentro con
Tomás (20,28) y luego en la última afirmación sobre el significado inagotable de la
vida y de la enseñanza de Jesús (21,25). Este mismo mensaje se encuentra
también en el evangelio de Marcos en la forma de una inclusión literaria: al
comienzo se declara que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (1,1) y al final se cita el
testimonio del centurión romano sobre Jesús crucificado: «Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios» (15,39). El mismo contenido lo atestiguan los otros
evangelios sinópticos, en términos fuertes y explícitos, en una oración de júbilo que
Jesús dirige a su Padre (Mt 11,25-27; Lc 10,21-22). Usando expresiones
francamente únicas, Jesús no declara únicamente la perfecta igualdad existente
entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino que afirma también que esta
relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de revelación: solo el Hijo
puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al Hijo.
24.Todos los episodios de los evangelios se centran en Jesús, que, sin embargo,
está siempre rodeado de discípulos. El término «discípulos» contempla un grupo de
seguidores de Jesús, cuyo número no se precisa. Todos los evangelios hablan
específicamente de los «Doce», un grupo escogido que acompaña a Jesús durante
todo su ministerio y cuyo significado es muy relevante. Los Doce forman una
comunidad, definida con precisión por los nombres personales de sus
componentes. Todos los evangelios dan cuenta de que este grupo fue elegido por
Jesús (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16; Jn 6,70); ellos lo siguieron y se
convirtieron en testigos oculares de su ministerio y asumieron el papel de enviados
dotados de plenos poderes (Mt 10,5-8; Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1-2; Jn 17,18; 20,21).
Su número simboliza las doce tribus de Israel (Mt 19,28; Lc 22,30) y significa la
plenitud del pueblo de Dios que debe alcanzarse mediante su misión de evangelizar
a todo el mundo. Su ministerio no sólo transmite el mensaje de Jesús a todas las
personas de los tiempos venideros, sino que también, cumpliendo la profecía de
Isaías sobre la venida del Emmanuel (7,14), hace que la presencia de Jesús
permanezca en la historia según su promesa: «Y sabed que yo estoy con vosotros
todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Los evangelios, al atestiguar
la formación especial de los Doce, manifiestan el modo concreto en que provienen
de Jesús y de Dios.
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3.2. Los Evangelios sinópticos
Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc 1,1-4;
Hch 1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la tradición
apostólica. De ese modo considera su obra en el marco del proceso del testimonio
apostólico sobre Jesús y sobre la historia de la salvación, testimonio iniciado con los
primeros seguidores de Jesús («testigos oculares»), proclamado en la primera
predicación apostólica («ministros de la palabra») y continuado ahora de una forma
nueva mediante el evangelio de Lucas. De este modo Lucas muestra explícitamente
la relación de su evangelio con Jesús revelador de Dios y afirma la autoridad
reveladora de su obra.
26.Los evangelios ilustran de varios modos la relación singular de Jesús con Dios.
Lo presentan como: a) el Cristo, el Hijo de Dios en su relación, privilegiada y única
con el Padre; b) alguien que está lleno del Espíritu Santo; c) que actúa con el poder
de Dios; d) que enseña con la autoridad de Dios; e) alguien cuya relación con el
Padre se revela y confirma definitivamente mediante su muerte y resurrección.
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«¡Escuchadlo!». Algunos detalles de esta teofanía recuerdan el acontecimiento en
el Sinaí: la cima del monte, la presencia de Moisés y Elías, el resplandor de la
persona de Jesús, la presencia de la nube que lo cubre con su sombra. De este
modo Jesús y su misión son vinculados con la revelación de Dios en el Sinaí y con
la con la historia de la salvación de Israel.
Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el Espíritu
de Dios descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y corroboran la
actuación del Espíritu Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc 3,28-30). Lucas, en
particular, menciona repetidamente al Espíritu que anima a Jesús en su misión de
enseñar y curar (cf. Lc 4,1.14.18-21). Este mismo evangelista afirma que, en un
momento de gran conmoción, Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu Santo»
(10,21) y dijo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el
Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo» (Lc 10,21-22; cf. también Mt
11,25-27).
27. La relación singular de Jesús con Dios se manifiesta también en los exorcismos
y en las curaciones. En todos los sinópticos, pero especialmente en Marcos, los
exorcismos cualifican la misión de Jesús. El poder del Espíritu Santo que está
presente en Jesús es capaz de expulsar al espíritu maligno que intenta destruir a
los humanos (p.ej. Mc 1,21-28). El encuentro de Jesús con Satanás, que tuvo lugar
en las tentaciones al comienzo de su ministerio, se prolonga así, durante su vida, en
el combate victorioso contra las fuerzas malignas que causan el sufrimiento
humano. Los mismos poderes demoníacos son presentados como angustiosamente
conscientes de la identidad de Jesús como Hijo de Dios (p.ej. Mc 1,24; 3,11; 5,7).
La «fuerza» que proviene de Jesús es fuerza de curación (cf. Mc 5,30). En los tres
evangelios sinópticos abundan estos relatos. Cuando los adversarios acusan a
Jesús de que recibe su poder de Satanás, él responde con una afirmación sintética
que conecta sus acciones milagrosas con la fuerza del Espíritu Santo y con la
presencia del reino de Dios: «Pero si yo expulso a los demonios por el Espíritu de
Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; cf. Lc 11,20).
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semejante el singular poder y autoridad de Jesús (Mt 14,13-21; Mc 6,32-44; Lc
9,10-17; cf. Mt 15,32-39; Mc 8,1-10). Tales acciones están relacionadas con el don
divino del maná en el desierto y con el ministerio profético de Elías y Eliseo. Al
mismo tiempo, mediante las palabras y los gestos sobre los panes y la gran
cantidad de pedazos sobrantes se alude a la celebración eucarística de la
comunidad cristiana, donde el poder salvífico de Jesús se despliega
sacramentalmente.
Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular. En la
transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo, el amado;
escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de Cafarnaún, los testigos
de la primera enseñanza y del primer exorcismo de Jesús, exclaman: «¿Qué es
esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus
inmundos y le obedecen» (Mc 1,27). En Mt 5,21-48 Jesús establece
autoritativamente un contraste entre su enseñanza y puntos clave de la ley: «Habéis
oído que se dijo a los antiguos […], pero yo os digo…». Él declara además que es
«Señor del sábado» (Mt 12,8; Mc 2,28; Lc 6.5). La autoridad que ha recibido de
Dios se extiende al perdón de los pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc 5,24).
29.Las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son consideradas como relato de la
historia de Dios con este pueblo y como Palabra de Dios. Los evangelios sinópticos
muestran también la relación de Jesús con Dios cuando cualifican su historia como
cumplimiento de las Escrituras. La relación particular de Jesús con Dios se muestra
también en su manifestación al fin de los tiempos.
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«Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (1,1), sino también en los versículos siguientes que
anuncian al mismo Señor cuyo advenimiento se prepara de acuerdo con lo
atestiguado por los profetas (1,2-3, con referencia a Ex 23,20; Mal 3,1; Is 40,3). Si
los evangelistas lo presentan con toda coherencia como un descendiente de David,
dicen también de él también que, en lo que atañe a la sabiduría, es más grande que
Salomón (Mt 12,42; Lc 11,31), más que el Templo (Mt 12,6) o más que Jonás (Mt
12,41; Lc 11,32). En el sermón del monte, él legisla con una autoridad que es
superior a la de Moisés (cf. Mt 5,21.27.33.38.43).
c. Conclusión
31.El prólogo del evangelio de Juan termina con la siguiente afirmación solemne:
«A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer» (1,18). Esta presentación de la naturaleza de Jesús
(Hijo unigénito; Dios; unido íntimamente con el Padre) y de su singular capacidad
de conocer y de revelar a Dios no es atestiguada únicamente al comienzo del
evangelio, sino que, por tratarse de una cuestión fundamental, es confirmada por
toda la obra joánica. Quien entra en relación con Jesús y se abre a su palabra
recibe de él la revelación de Dios Padre. Lo mismo que los otros evangelios,
también el de Juan insiste en el cumplimiento de las Escrituras a través de la obra
de Jesús y afirma de este modo que esta forma parte del plan salvífico de Dios. Con
todo, una característica propia del cuarto evangelio es que señala algunos rasgos
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especiales de la relación del evangelista con Jesús; se trata en particular de: a) La
contemplación de la gloria del Hijo unigénito; b) El testimonio ocular explícito; c) La
instrucción del Espíritu de verdad para los testigos. Estas características
específicas, que conectan al evangelista más estrechamente con la persona de
Jesús, tienen como efecto mostrar que su evangelio proviene de Dios mismo.
Vamos a desarrollar aquí estos rasgos especiales.
En otro pasaje se explicita el testimonio ocular en relación con la efusión del agua y
la sangre después de la muerte de Jesús: «El que lo vio da testimonio, y su
testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros
creáis» (19,35). Aquí son decisivos los conceptos de ver, dar testimonio, verdad y
creer. El testigo ocular afirma la verdad del testimonio con el que se dirige a una
comunidad («vosotros») exhortándola a compartir su fe (cf. 20,31; 1 Jn 1,1-3). Esta
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última se refiere no sólo a los hechos ocurridos, sino también al significado de los
mismos, expresado en dos citas del Antiguo Testamento (cf. 19,36-37). Por el
contexto sabemos que el testigo ocular es el discípulo amado que estaba junto a la
cruz de Jesús y al que Jesús dirigió (19,25-27). Así, pues, en Jn 19,35 se subraya,
con una referencia específica a la muerte de Jesús, lo que Jn 21,24 afirma en
relación con todo lo narrado en el cuarto evangelio: esto ha sido escrito por un autor
que, por experiencia directa y por fe, está íntimamente unido a Jesús y a Dios, y
comunica su testimonio a una comunidad de creyentes que participan de la misma
fe.
33.El testimonio del discípulo resulta posible por el don del Espíritu Santo. En su
discurso de adiós (Jn 14,16) Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el
Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del
Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde
el principio estáis conmigo» (15,26-27). Los discípulos son los testigos oculares de
toda actividad de Jesús «desde el principio». Pero el testimonio de fe, que conduce
a creer en Jesús como Cristo e Hijo de Dios (cf. 20,31), se da por el poder del
Espíritu, que al proceder del Padre y ser enviado por Jesús, crea en los discípulos
la unión más viva con Dios. El mundo no puede recibir al Espíritu (14,17), pero los
discípulos lo reciben para su misión en el mundo (17,18). Jesús precisa que el
Espíritu da testimonio de él: «Será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando
todo lo que os he dicho» (14,26) y «os guiará hasta la verdad plena» (16,13). La
obra del Espíritu queda referida enteramente a la actividad de Jesús y se orienta a
conducir a una comprensión cada vez más profunda de la verdad, es decir, de la
revelación de Dios Padre aportada por Jesús (cf. 1,17-18). El testimonio de cada
discípulo en favor de Jesús resulta eficaz únicamente por la acción del Espíritu
Santo. Lo mismo cabe decir en relación con el cuarto evangelio, que se presenta
como el testimonio escrito por el discípulo amado de Jesús.
34.A Lucas se atribuyen no sólo el Evangelio, sino también el libro de los Hechos de
los Apóstoles (cf. Lc 1,1-4; Hch 1,1). El evangelista señala explícitamente como
fuente de su evangelio «a los que fueron desde el principio testigos oculares y
también servidores de la palabra» (Lc 1,2), sugiriendo de este modo que su
evangelio proviene de Jesús, último y supremo revelador de Dios Padre. La fuente
del libro de los Hechos y su proveniencia de Dios no las presenta de la misma
manera. Con todo cabe notar, por un lado, que los nombres de los Apóstoles son
idénticos, salvo el de Judas, en las lista de Hch 1,13 y de Lc 6,14-16, y, por otro
lado, que en los Hechos se destaca su cualidad de testigos oculares (Hch 1,21-22;
10,40-41) y su misión de ser ministros de la Palabra (Hch 6,2; cf. 2,42). Así, pues,
Lucas describe en Hechos la actividad de aquellos de quienes había hablado en Lc
1,2, los cuales constituyen, por tanto, la fuente para sus dos obras.
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a. La relación personal inmediata de los apóstoles con Jesús
El libro de los Hechos refiere la proclamación del Evangelio por parte de los
apóstoles, especialmente a través de Pedro y Pablo. Al principio del libro Lucas
ofrece la lista de los apóstoles, que incluye a Pedro y a los otros diez (Hch 1,13).
Estos Once forman el núcleo de la comunidad a la que se manifiesta el Señor
resucitado (cf. Lc 24, 9.33) y constituyen un puente esencial entre el evangelio de
Lucas y el libro de los Hechos (cf. Hch 1,13.26).
35.La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta la
múltiple relación de aquellos con Jesús.
Los discursos de Pedro (Hch 1,15-22; 2,14-36; 3,12-26; 10,34-43) y de Pablo (p.ej.
Hch 13,16-41) son sumarios significativos de la vida y ministerio de Jesús y.
presentan los datos fundamentales: su pertenencia a la descendencia de David
(13,22-23), su conexión con Nazaret (2,22; 4,10), su ministerio, comenzando desde
Galilea (10,37-39). Un relieve especial se otorga a su pasión y muerte, en relación
con la cual se implica a los judíos (2,23; 3,13; 4,10-11) y los paganos (2,23; 4,26-
27), a Pilatos (3,13; 4,27; 13,28) y Herodes (4,27); también se resalta el suplicio de
la cruz (5,30; 10,39; 13,29), la sepultura (13,29) y la resurrección por parte de Dios
(2,24.32; etc.).
También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los
milagros de Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22;
10,38). Él ha confiado esa tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos habla
genéricamente de “signos y prodigios” (2,43; 5,12; 14,3) cuando se refiere a las
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obras de los apóstoles. Narra también milagros particulares como curaciones (3,1-
10; 5,14-16; 14,8-10), exorcismos (5,16; 8,7; 19,12), resurrección de los muertos
(9,36-42; 20,9-10). Los apóstoles realizan estas acciones en el nombre de Jesús,
con su poder y autoridad (3,1-10; 9,32-35).
El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc 24,49), el
bautismo «con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8).
El día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos y «se llenaron todos
de Espíritu Santo» (Hch 2,4), Espíritu prometido por el Padre e infundido por Jesús
tras haber sido exaltado a la diestra de Dios (Hch 2,33). Con este Espíritu «Pedro
con los Once» (Hch 2,14) da valientemente el primer testimonio público de la obra y
la resurrección de Jesús (Hch 2,14-41).
37.En el evangelio de Lucas se narra que el Señor resucitado explicó las Escrituras
a sus discípulos, haciéndoles comprender que con su pasión, muerte y resurrección
se había realizado el plan salvífico de Dios preanunciado por Moisés, los Profetas y
los Salmos (Lc 24,27.44). En el libro de los Hechos hay unas 37 citas del Antiguo
Testamento, la mayoría en los discursos que Pedro, Esteban y Pablo dirigieron a un
auditorio judío. La referencia a los textos inspirados, mostrando su cumplimiento en
Jesús, confiere un valor similar a las palabras de los predicadores cristianos.
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David. También hay referencias de carácter general a todos los profetas, por boca
de los cuales Dios ha preanunciado el destino de Jesús (cf. 3,18.24; 24,14; 26,22;
28,23). Pablo presenta la resurrección de Jesús como cumplimiento de la promesa
hecha a los padres y cita el Sal 2,7 (Hch 13,32-33).
e. Conclusión
38.Una de las características del libro de los Hechos es que se refiere a la actividad
de los «los testigos oculares y ministros de la Palabra», los cuales tienen una
relación múltiple con Jesús. Ellos son ante todo testigos de la resurrección de
Jesús, que dan testimonio fundados en los encuentros con el Señor resucitado y
por la fuerza del Espíritu Santo. Presentan la historia de Jesús como cumplimiento
del designio salvífico de Dios, refiriéndose al Antiguo Testamento y viendo su propia
actividad desde esa misma perspectiva. Todo lo que se cuenta proviene de Jesús y
de Dios. En razón de esta clara cualidad del contenido del libro de los Hechos,
también el texto proviene de Jesús y de Dios.
Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la tradición
judía de lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su inspiración. Al ser
un hebreo creyente, los recibe como testimonio de la voluntad y del plan salvífico de
Dios para la humanidad. Con sus correligionarios, cree en su verdad, en su
santidad y en su unidad. Por medio de ellos Dios se nos comunica, nos interpela y
nos manifiesta su voluntad (Rom 4,23-25; 15,4; 1 Cor 9,10; 10,4.11).
Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías de
Cristo y de nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos, como
profecía de la salvación ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello mismo,
29/106
como profecías del Evangelio (Rom 1,2): las Escrituras están orientadas
cristológicamente y deben ser leídas como tales (2 Cor 3).
Como palabra de Dios y testimonio en favor del Evangelio, las Escrituras confirman
la unidad y la firmeza del plan salvífico de Dios, que ha sido el mismo desde el
comienzo (Rom 9,6-29).
¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la
circuncisión– es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración del
Evangelio no puede proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se había
opuesto a ello ferozmente, y porque, si ahora anuncia lo contrario de lo que antes
pensaba, no es por incoherencia intelectual: de hecho todos sus correligionarios
conocían bien la firmeza de sus convicciones (Gál 1,13-14). Pablo muestra luego
que su Evangelio no puede proceder de los otros apóstoles, no solo porque él los
visitó mucho tiempo después del encuentro con Cristo, sino además porque no
vaciló en enfrentarse con Pedro, el más conocido de los apóstoles, cuando este
mantuvo una postura que convertía de hecho la circuncisión en un factor de
discriminación entre cristianos (Gál 2,11-14). En conclusión: que, puesto que su
Evangelio le había sido revelado, también él había tenido que obedecer lo que Dios
le había dado a conocer. Es por esta razón por lo que puede decir, al comienzo de
la misma carta a los Gálatas: «Pues bien, aunque nosotros mismos o un ángel del
cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado, ¡sea
anatema!» (Gál 1,8; cf.1,9).
30/106
debe interpretarlo de modo diverso, cosa que sólo puede hacer recurriendo a otros
pasajes de la Escritura (Gén 15,6 y Sal 32,1-2 en Rom 4,3.6) que se constituyan en
norma a partir de la cual sea preciso interpretar Gén 17,10-14.
Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago, Pedro
y Juan, los más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron que Dios lo
había constituido apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el único en afirmar el
origen divino de su vocación, ya que esta última fue reconocida por las autoridades
eclesiales de entonces.
Sin embargo, en relación con esto, hay dos pasajes de importancia excepcional:
1,1-2, donde al autor hace una síntesis de la historia de la revelación de Dios a los
31/106
hombres y muestra la conexión estrecha de la revelación divina en los dos
Testamentos, y 2,1-4, donde se presenta como perteneciente a la segunda
generación cristiana, como uno que había recibido la palabra de Dios, el mensaje
de salvación, no directamente del Señor Jesús, sino a través de los testigos de
Cristo, de los discípulos que lo escucharon.
En ella se afirma solemnemente un hecho capital: Dios buscó entrar en una relación
personal con los hombres. Él mismo tomó la iniciativa de este encuentro: Dios
habló. El verbo empleado no tiene complemento directo, no se precisa el contenido
de aquella palabra. En cambio se nombran las personas puestas en relación: Dios,
los padres, los profetas, nosotros, el Hijo. La palabra de Dios no se presenta aquí
como la revelación de una verdad, sino como medio para establecer relaciones
entre las personas.
32/106
multiplicidad es al propio tiempo un índice de imperfección (cf. 7,23; 10,1-2.11-14).
Dios se expresó parcialmente. Como buen pedagogo, comenzó por decir las cosas
elementales en la forma más accesible. Habló de heredad y de tierra, prometió y
realizó la liberación de su pueblo, le dotó con instituciones temporales: dinastía
regia, sacerdocio hereditario. Mas todo esto no era sino una prefiguración. En la
fase final, la Palabra de Dios fue entregada totalmente, de manera definitiva y
perfecta. Las riquezas dispersas de las épocas precedentes quedaron reunidas y
llevadas a su culminación en la unidad del misterio de Cristo.
Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco común:
Dios habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice «por medio de»
(Mt 1,22; 2,15; etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista la presencia activa de
Dios mismo en sus mensajeros. Es el único sentido adecuado a la segunda
expresión: «por el Hijo». A los profetas en sentido amplio, es decir, a todos aquellos
cuyas intervenciones nos cuenta la Biblia, sucede un último mensajero que es
«Hijo». La posición escogida para nombrarlo, al final de la frase, concentra la
atención en él. Una vez mencionado, no se hablará sino de él (1,2-4). El encuentro
de Dios con el hombre se efectúa solo en él. Anteriormente Dios envió a «sus
siervos los profetas» (Jer 7,25; 25,4; 35,15; 44,4); ahora, su mensajero no es ya un
simple siervo, es «el Hijo». Al hablar por medio de los profetas, Dios se dio a
conocer, pero indirectamente, por persona interpuesta; ahora el encuentro con la
Palabra de Dios se realiza en el Hijo. El que nos habla ahora no es ya un hombre
distinto de Dios, sino una persona divina, cuya unidad con el Padre queda
expresada con las fórmulas más fuertes que el autor pudo encontrar: «reflejo de su
gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios volverse a nosotros asumiendo
nuestro lenguaje; viene En la persona de Jesucristo vino Él mismo a compartir
realmente nuestra existencia y a hablar no sólo el lenguaje de las palabras, sino
también el de la vida ofrecida y la sangre derramada.
Los cristianos son invitados a prestar una atención mayor a la palabra escuchada.
No basta con escuchar el mensaje; es preciso adherirse a él ello con todo el
corazón y toda la vida. Sin una seria adhesión al evangelio, se corre el peligro de
andar fuera de ruta (cf. 2,1). Quien se aleja de Dios no puede sino perderse y
perecer. Mientras que quien se esfuerza en adherirse al mensaje escuchado, se
acerca Dios (cf. 7,19) y encuentra la salvación.
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Después de haber introducido su tema (cf. 2,1), el autor lo desarrolla en una larga
frase (cf. 2,2-4). Basa su argumentación en una comparación entre los ángeles y el
Señor. El único elemento idéntico en las dos partes es la expresión «anunciada
por». La «palabra» fue anunciada por los ángeles; la «salvación» comenzó a ser
anunciada por el Señor.
3.7. El Apocalipsis
Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación,
interesante y detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del
Apocalipsis, del puro nivel de Dios al nivel concreto de un libro legible en la
asamblea litúrgica.
Constamos un primer enganche explícito con el nivel de Dios justo al inicio del
texto: la «revelación» es «de Jesucristo» (1,1a). Ahora bien, Jesucristo no es el
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inventor de la revelación; lo es Dios, que, de acuerdo con el uso constante del
término en el Nuevo Testamento, debemos entender como «el Padre». La
revelación, que ha brotado del Padre y ha sido entregada al Hijo Jesucristo, y que,
por ello mismo, se encuentra, podríamos decir, en contacto íntimo con Dios, recibe
y mantiene una impronta divina.
Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos
encontramos con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra en
él, la «Palabra de Dios» viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres, se
presentará ante ellos, consiguientemente, como un testigo totalmente fiable, que, en
cuanto Hijo a nivel trinitario, es capaz de acoger plenamente el contenido del Padre,
de quien todo deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede comunicarlo
adecuadamente a los hombres.
La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una modalidad
particular: el Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa la revelación
«con signos» simbólicos que son percibidos, «vistos» por Juan y comprendidos por
él adecuadamente gracias a la mediación de un ángel que los explica. A su vez, la
revelación que ha llegado a adquirir la expresa Juan en un mensaje suyo a las
iglesias, y, llegada a este punto, la revelación se convierte en un texto escrito. El
contacto con el Padre y con el Hijo encarnado que ha dado origen al texto sigue
manteniéndose posteriormente y se convierte en una cualificación permanente de la
misma. Cuando, como último paso de su acontecer, la revelación escrita se anuncie
en la asamblea litúrgica, asumirá la forma de profecía.
b. La trasformación de Juan obrada por el Espíritu con miras a Cristo (1,10; 4,1-2)
Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10), con
referencia a toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y con el
corazón en su comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día del Señor”,
propio de la asamblea litúrgica, una acción del Espíritu que se hace presente de un
modo nuevo: «El día del Señor fui arrebatado en Espíritu». El «ser arrebatado» por
medio del Espíritu y en contacto con él, implica para Juan una transformación
interior que, aun sin alcanzar necesariamente un nivel extático, lo habilita para
captar e interpretar el signo simbólico complejo que le será presentado de
inmediato. Ello producirá en Juan una nueva experiencia existencial, cognoscitiva y
afectiva, de Jesucristo resucitado, de quien recibirá luego el encargo de enviar un
mensaje escrito a las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).
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de la «gran prostituta» (17,3-18,24), la cual, bajo el influjo de lo Demoníaco, lleva a
cabo en la historia la oposición más radical a los valores de Jesucristo. Después,
cuando sea mostrado el gran «signo» conclusivo de la Nueva Jerusalén, que
presentará la relación inefable de amor entre Jesucristo Cordero y la Iglesia
convertida en su esposa, habrá para Juan un reclamo ulterior del Espíritu (Ap
21,10), que le abrirá a la comprensión más alta de Jesucristo. Esta dilatación
producida por el Espíritu con miras a un «más» de Jesucristo pasará de Juan a su
escrito y tenderá a situarse en el lector-oyente.
Inspirándose, como punto de partida en varios textos del Deuteronomio (cf. Dt 4,2;
13,1; 29,19), el autor del Apocalipsis acentúa la radicalidad de los mismos: el libro
ya completado tiene la plenitud propia de Dios, al cual no se le puede añadir ni
quitar nada. El contacto prolongado que ha tenido con Jesucristo por mediación del
Espíritu durante su elaboración, ha impreso el mensaje del libro con una
sacralización propia: dentro de él, por así decirlo, hay algo de Cristo y de su
Espíritu; de este modo el texto queda habilitado para desempeñar el papel de una
profecía que penetra en la vida y es capaz de cambiarla.
49.De las observaciones que hemos venido haciendo se siguen, en relación con
nuestro tema, algunas cualificaciones fundamentales del texto del Apocalipsis. El
texto tiene un origen marcadamente divino, pues deriva directamente de Dios Padre
y de Jesucristo, a quien lo entrega Dios Padre. Jesucristo lo entrega a su vez a
Juan, insertando su contenido en «signos» simbólicos, que Juan, ayudado por el
Ángel intérprete, logrará percibir. Este contacto, inicial y directo, del texto con el
nivel de Dios es activado posteriormente, a lo largo de todo el libro, tanto en la
primera como en la segunda parte que lo componen, por el influjo particular y propio
del Espíritu, que renueva y dilata interiormente a Juan, produciendo constantemente
en él un salto cualitativo en el conocimiento de Jesucristo.
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después de un sobresalto de alegría en el primer contacto con la palabra, una
sufrida elaboración que lleva el mensaje al nivel propio del hombre y lo hace
comprensible. Este paso no hace perder la característica originaria: en todo el texto,
ya escrito definitivamente y convertido en un libro, permanece una dimensión de
sacralización que roza el nivel de Dios. Tal sacralización, por una parte, hace que el
texto sea absolutamente intangible, sin posibilidad de añadiduras o sustracciones, y,
por otra, activa en su interior la energía profética que lo hace idóneo para repercutir
decididamente en la vida.
Resulta impresionante el hecho de que este último libro del Nuevo Testamento que
contiene la más alta frecuencia de referencias al Antiguo Testamento y puede
parecer una síntesis, atestigua su proveniencia de Dios y su carácter inspirado del
modo más preciso y articulado. Y en contacto con Cristo hace saltar una nueva
dimensión: también el Antiguo Testamento se vuelve inspirado e inspirador en clave
cristológica.
4. Conclusión
50.Al concluir la sección sobre la proveniencia de los libros bíblicos de Dios (con la
que ilustramos el concepto de inspiración) resumamos por una parte lo que se ha
manifestado sobre la relación entre Dios y los autores humanos, y destaquemos en
particular el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento reconocen la
inspiración del Antiguo Testamento, del que hacen una lectura cristológica. Por otra
parte ampliemos la perspectiva, y busquemos completar los resultados obtenidos
hasta ahora. A la consideración sincrónica se añade un breve recorrido diacrónico
de la formación literaria de los escritos bíblicos. El estudio de escritos individuales
se completará con una mirada al conjunto de todos los escritos que han sido
recibidos en el canon. Este último aspecto será tratado en dos partes: presentando
las pocas alusiones que se encuentran en el Nuevo Testamento a un canon de los
dos testamentos y delineando la historia de la formación del canon y de la recepción
de los libros bíblicos en Israel y en la Iglesia.
a. Breve síntesis
En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y Dios
se expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el
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personaje instituido por Dios como único mediador de su revelación. En esta parte
de la Escritura encontramos la afirmación singular de que el mismo Dios ha escrito
el texto de los diez mandamientos y lo ha entregado a Moisés (Éx 24,12); lo cual
atestigua la proveniencia directa de este escrito de Dios. Luego Moisés es
encargado de escribir otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27), pasando a ser, en
definitiva, mediador del Señor para toda la Torá (cf. Dt 31,9). Los libros proféticos,
por su parte, conocen diversas fórmulas para expresar el hecho de que Dios
comunica su Palabra a mensajeros inspirados que deben trasmitirla al pueblo.
Mientras que en el Pentateuco y en los libros proféticos la Palabra de Dios es
recibida directamente por los mediadores escogidos por Dios, en los Salmos y en
los libros diversos encontramos una situación diversa. En los Salmos el orante
escucha la voz de Dios percibida sobre todo en los grandes acontecimientos de la
creación y de la historia salvífica de Israel, pero también en algunas experiencias
personales peculiares. De forma análoga, en los libros sapienciales el estudio
meditativo de la ley y de los profetas, inspirado por el temor de Dios, hace de las
diversas instrucciones una enseñanza de la sabiduría divina.
Los otros escritos del Nuevo Testamento atestiguan también de modos diversos su
proveniencia de Jesús y de Dios. Mediante la estrecha conexión entre sus dos
obras (cf. Hch 1,1-2), Lucas da a entender que en los Hechos de los él refiere la
actividad post-pascual de los testigos oculares y ministros de la Palabra (cf. Lc 1,3)
de los que depende en la presentación de las obras de Jesús en su Evangelio.
Pablo da testimonio de que ha recibido de Dios Padre la revelación de su Hijo (Gál
1,15-16) y que ha visto al Señor resucitado (1 Cor 9,1; 15,8), afirmando el origen
divino de su Evangelio. El autor de la carta a los Hebreos depende, para el
conocimiento de la salvación revelada por Dios, de los testigos oyentes del anuncio
del Señor. Finalmente, el autor del Apocalipsis describe con finura y de modo
diferenciado cómo ha recibido la revelación que se encuentra definitiva e
inmutablemente en su libro: de Dios Padre por medio de Jesucristo en signos
percibidos con la ayuda de un ángel intérprete.
Así, pues, en los escritos bíblicos encontramos una amplia gama de testimonios
sobre su proveniencia de Dios, pudiendo hablar en consecuencia de una rica
fenomenología de la relación entre Dios y el autor humano. En el Antiguo
Testamento la relación se establece, de diversos modos, con Dios. En cambio en el
Nuevo Testamento la relación con Dios es siempre mediada a través del Hijo de
Dios, el Señor Jesucristo, en quien Dios ha dicho su Palabra última y definitiva (cf.
Heb 1,1-2). Ya en la introducción nos referíamos al hecho de no poder distinguir
claramente entre revelación e inspiración, entre comunicación de los contenidos y
asistencia divina en el acto de escribir. Es fundamental la comunicación divina y la
acogida creyente de los contenidos, que va luego acompañada por la asistencia
divina para el hecho de escribir. Es enteramente excepcional el caso de los diez
É
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mandamientos, escritos por el mismo Dios y entregados a Moisés (Éx 24,12); es
también especial el caso del Apocalipsis, en el que se detalla el proceso de la
comunicación divina en la puesta por escrito.
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A la solicitud de Dios debería corresponder una honda gratitud, que se manifiesta
en un vivo interés y una gran atención para escuchar y comprender cuanto Dios
quiere comunicarnos. Pero el Espíritu con el que fueron escritos los libros debe ser
el Espíritu con el cual los escuchamos. Los libros del Nuevo Testamento los han
escrito verdaderos discípulos de Jesús, profundamente motivados por la fe en su
Señor. Estos libros deben ser escuchados por verdaderos discípulos de Jesús (cf.
Mt 28,19), impregnados por la fe viva en él (cf. Jn 20,31). Además somos invitados
a leer los escritos del Antiguo Testamento, junto a Jesús resucitado, según la
enseñanza que él dio a sus discípulos (cf. Lc 24,25-27.44-47) y desde su
perspectiva. También es esencial tener en cuenta la inspiración para el estudio
científico de los escritos bíblicos, realizado no de un modo neutro sino con una
aproximación verdaderamente teológica. En efecto el criterio de una lectura
auténtica lo indica la Dei Verbum, cuando afirma que «la Sagrada Escritura debe
ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con el que fue escrita» (n. 12). Los
métodos exegéticos modernos no pueden sustituir a la fe, pero aplicados en el
marco de la fe, pueden ser muy fecundos para la comprensión teológica de los
textos.
4.2. Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan la inspiración del Antiguo
Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo
a. Algunos ejemplos
Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del
cumplimiento de las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta
(escribiendo: «Como dice [ha dicho] el profeta»), sino que, explícita o
implícitamente, las asigna a Dios mismo, utilizando el pasivo teológico: «Todo esto
sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho [por el Señor] por medio del
profeta» (Mt 1,22: 2.15: 2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4); el profeta es sólo el
instrumento de Dios. Al presentar lo sucedido con Jesús como cumplimiento de la
antigua promesa da una interpretación cristológica de la misma.
En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace
enfrentándose a sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para obtener la
vida eterna (Jn 5,39).
55.En estas dos cartas (2 Tim y 2 Pe) encontramos los únicos testimonios explícitos
de la naturaleza inspirada del Antiguo Testamento.
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Pablo recuerda a Timoteo su formación en la fe, diciendo: «Desde niño conoces las
Sagradas Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por
medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura, inspirada por Dios, es también útil
para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,15-16).
Las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, leídas desde la fe en Cristo
Jesús, constituían la base de la enseñanza religiosa de Timoteo (cf. Hch 16,1-3: 2
Tim 1,5) y contribuían a afianzar su fe en Cristo Jesús. Al cualificar todas estas
Escrituras como «inspiradas», dice que su autor es el Espíritu de Dios.
Pedro funda su mensaje apostólico (que proclama «el poder y la venida de nuestro
Señor Jesucristo»: 2 Pe 1,16) en su propia condición de testigo que vio y oyó y en
la palabra de los profetas. Menciona (en 1,16-18) su presencia en el monte santo de
la transfiguración, cuando junto a otros testigos («nosotros»: 1,18) oyó la voz de
Dios Padre: «Este es mi Hijo, el amado» (1,17). Se refiere luego a la palabra
firmísima de los profetas (1,19), de la que afirma: «Sabiendo, sobre todo, lo
siguiente, que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta
propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que,
movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios» (1,20-21).
Habla de todas las profecías que se encuentran en la Escritura, y dice que se deben
al influjo del Espíritu Santo en los profetas. El Dios cuya voz oyó Pedro en el monte
de la transfiguración y el que por medio de los profetas es el mismo. De este mismo
Dios, a través de estas dos mediaciones, proviene el mensaje apostólico sobre
Cristo.
56.Un breve recorrido diacrónico por la formación literaria de los escritos bíblicos
muestra que el Canon de las Escrituras se ha constituido de forma progresiva en el
curso de la historia, etapa tras etapa. En lo concerniente al Antiguo Testamento,
estas etapas pueden esquematizarse así:
Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas relecturas y
de múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre igualmente dentro
de ciertas reagrupaciones literarias: así, en el caso de la Torá, las recopilaciones
legislativas más recientes proponen un desarrollo y una interpretación de las leyes
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preexílicas; más todavía, en el libro de Isaías encontramos huellas de desarrollos
sucesivos y de una tarea literaria de unificación.
Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos
antiguos; es lo que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que identifica la
Torá con la Sabiduría.
El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos han
integrado tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y las
expresiones litúrgicas de la primitiva comunidad cristiana: la carta a los Corintios,
por ejemplo, cita una antigua confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por otra parte, los
libros recogidos en el Canon del Nuevo Testamento reflejan un desarrollo y una
evolución en la elaboración teológica e institucional de las primeras comunidades:
así las cartas de Tito y a Timoteo atestiguan funciones ministeriales y
procedimientos de discernimiento más elaborados respecto a los de las primeras
cartas escritas por Pablo.
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Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura
sincrónica: en la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado entre
el libro del Génesis y el Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a
comprenderlas como un todo, como un único relato que se desarrolla, desde la
creación hasta la nueva creación inaugurada por Cristo.
La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los textos
que la constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un libro bíblico
está inspirado significa reconocer que el mismo constituye un vector específico y
privilegiado de la revelación de Dios a los hombres, y que sus autores humanos
fueron impulsados por el Espíritu a expresar verdades de fe, en un texto situado
históricamente y recibido como normativo por las comunidades creyentes.
Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores
respectivos. Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a
rememorar y aplicar la enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el
pasado (cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14; 3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en que
se refieren con insistencia a la muerte de los autores, funcionan efectivamente
como conclusión de la colección de las cartas respectivas.
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b. Hacia un Canon de los dos Testamentos
59.En 2 Pe 3,2 Pedro indica el objetivo de sus dos cartas: «Para recordar los
mensajes emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador
transmitido por los apóstoles». Aunque el texto hable de palabras dichas por los
profetas, no cabe duda de que el autor está pensando en las Escrituras proféticas
(cf. 1,20). El término «mandamiento del Señor y Salvador» no designa un
mandamiento específico del Señor, sino que tiene el mismo significado que en el
pasaje precedente, en el que «el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo» es calificado como «el camino de la justicia» y «el mandamiento santo
que les había sido transmitido» (2,20-21). El término «mandamiento» (en singular),
acuñado análogamente al de Torá, tiene un significado casi técnico y, conectado en
3,2 con un doble genitivo, designa la enseñanza de Cristo trasmitida por los
apóstoles, esto es el evangelio como nueva economía salvífica.
El pasaje de 2 Pe 3,2 resalta a los profetas, al Señor, a los apóstoles. De este modo
se delinea el Canon de los dos Testamentos, el primero de los cuales es
determinado por los profetas y el segundo por el Señor y Salvador Jesús,
atestiguado por los apóstoles. Ambos Testamentos se conectan en el testimonio por
la fe en Cristo (cf. 2 Pe 1,16-21; 3,1-2), el Antiguo Testamento (los profetas)
mediante su lectura cristológica, y el Nuevo Testamento mediante del testimonio de
los apóstoles que se expresa en sus cartas (especialmente en las de Pedro y
Pablo), pero también en los evangelios, basados en «testigos oculares y ministros
de la palabra» (Lc 1,2; cf. Jn 1,14).
60. Los libros que componen hoy nuestras Sagradas Escrituras no se autocertifican
como «canónicos». Su autoridad, consecuencia de su inspiración, debe ser
reconocida y aceptada por la comunidad, bien sea la sinagoga o bien la Iglesia. Por
ello es justo considerar el proceso histórico de este reconocimiento.
Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo cultural de un
determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje de aquella sociedad,
y se impone como modelo para los futuros escritores. Un libro se convierte en
clásico no porque lo decrete una autoridad, sino porque es reconocido como tal por
los más cultos del pueblo. También muchas religiones tienen, por decirlo así, sus
clásicos. En este caso se escogen los escritos que reflejan las creencias de los
seguidores de esas religiones, los cuales encuentran en aquellos las fuentes de sus
prácticas religiosas. Esto ocurre en el Próximo Oriente Antiguo, en Mesopotamia, y
también en Egipto. El mismo fenómeno se ha dado también entre los judíos
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hebreos, quienes, por su conciencia especial de ser el pueblo elegido por Dios, se
identifican substancialmente con su tradición religiosa. Entre los diversos escritos
conservados en sus archivos los escribas eligieron, por tanto, aquellos que
contenían las leyes sagradas, el relato de su historia nacional, los oráculos
proféticos y la recopilación de los dichos sapienciales en los que el pueblo hebreo
podía verse reflejado y reconocer el origen de su fe. Y lo mismo ocurrió entre los
cristianos de los primeros siglos, con los escritos apostólicos ahora contenidos en el
Nuevo Testamento.
La época preexílica
La época postexílica
Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los
comienzos de la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los
Profetas y los Escritos (de naturaleza predominantemente sapiencial). Los que
habían vuelto de Babilonia necesitaban reencontrar su identidad como pueblo de la
alianza. Se hacía, pues, necesario codificar leyes, que reclamaban también los
persas dominadores. La recopilación de los recuerdos históricos los conectaba con
la Judea preexílica; los libros proféticos servían para explicar las causas de la
deportación, en tanto que los Salmos eran indispensables para el culto en el Templo
reconstruido. Y, puesto que se creía que la profecía había cesado desde el reinado
de Artajerjes (465-423 a.C.) y que el espíritu había pasado a los sabios (cf. Flavio
Josefo, Contr. Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-313), comenzaron a producirse varios libros
sapienciales compuestos por escribas cultos. Estos se encargaron de recoger los
libros que, en virtud de su antigüedad, veneración religiosa y autoridad, podían
proveer una identidad precisa a los regresados, también frente a sus nuevos
dominadores. Por lo tanto no se excluyen motivos políticos y sociales en la
formación inicial del Canon. Podemos entonces considerar el gobierno de
Nehemías como el terminus a quo de la formación del Canon. De hecho, 2 Mac
2,13-15 nos informa de que Nehemías fundó una biblioteca, recogiendo todos los
libros sobre los reyes y los profetas y los escritos de David, así como las cartas de
los reyes sobre ofrendas votivas. Además, lo mismo que en tiempos de Josías, el
escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad el libro de la Ley de Moisés (Neh 8).
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Un nuevo problema se planteó cuando Antíoco IV manda destruir todos los libros
sagrados de los judíos. Se hacía necesaria una reorganización, lo cual condujo al
terminus ad quem de la época veterotestamentaria. En las primeras décadas del
siglo II a.C., el Sirácida clasificaba ya los libros sagrados como Ley, Profetas y otros
escritos posteriores (Prólogo). En Eclo 44-50 resume la historia de Israel desde los
comienzos hasta su época , y en 48,1-11 menciona explícitamente al profeta Elías,
en 48,20-25 a Isaías y en 49,7-10 a Jeremías, Ezequiel y los Doce Profetas. Unos
cincuenta años más tarde 1 Mac 1,56-57 nos informa de que los Seléucidas,
durante la persecución de Antíoco, habían quemado los libros de la Ley y el libro de
la alianza, pero 2 Mac 2,14 nos dice que Judas Macabeo recogió los libros salvados
de la persecución.
En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros reconocidos
por los judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43), los cuales
contenían leyes, tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha cifra se explica
porque muchos libros que van separados en nuestras ediciones de la Biblia (p.ej.
los Doce Profetas), cuentan como uno solo. El número 22 puede indicar totalidad,
porque corresponde a las letras del alfabeto hebreo. Hoy se tiende a datar la
conclusión del Canon rabínico en el siglo II d.c., o aún más tarde, bien por razones
internas al judaísmo, o bien para hacer frente a los libros del Nuevo Testamento,
considerados por los cristianos como Sagradas Escrituras. Actualmente, sobre todo
tras los descubrimientos de Qumrán, no se acepta la distinción, habitual hasta
ahora, entre un Canon palestino de 22 libros y otro más amplio en la diáspora.
También entre los Padres de la Iglesia encontramos divergencias entre aquellos que
aceptaban un Canon breve, acaso para poder dialogar con los hebreos, y los que
incluían también los deuterocanónicos (escritos en griego) entre los libros recibidos
por la Iglesia. En el Concilio de Hipona del 393, en el que estaba presente Agustín,
entonces simple sacerdote, los obispos de África, al establecer el criterio de la
lectura pública en la mayor parte de las iglesias o en las principales, pusieron la
base para la recepción de los deuterocanónicos, que se afianzaron definitivamente
en época medieval. En la Iglesia Católica fue luego el Concilio de Trento el que
decidió la aprobación del Canon largo contra los reformadores, que habían vuelto al
breve. La mayoría de las iglesias ortodoxas no difiere de la católica, aunque se
hallan divergencias entre las iglesias orientales antiguas.
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nivel los libros que llamamos «Antiguo Testamento» y los que denominamos
«Nuevo Testamento».
Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la
forma de rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según resulta
habitual hoy para un libro); ello contribuyó notablemente a la formación de
pequeños conjuntos literarios que podían ser recogidos en un solo tomo, como
ocurrió ante todo con los evangelios y las cartas de Pablo. Más tardías son las
alusiones a la constitución de un corpus johanneum y el de las cartas católicas.
Desde finales del siglo II en adelante comienzan a aparecer listas de libros del
Nuevo Testamento. Aceptación universal tuvieron los cuatro evangelios, los Hechos
y trece epístolas paulinas, mientras que hubo vacilaciones sobre la Carta a los
Hebreos, las cartas católicas y también sobre el Apocalipsis. En algunas listas se
incluían también la primera Carta de Clemente, el Pastor de Hermas y algún otro
escrito. Sin embargo éstos, al no ser leídos en todas las iglesias, no fueron
asumidos en el Canon. Sobre la base de un consenso general de las Iglesias,
expresado en numerosas declaraciones del Magisterio y atestiguado en
pronunciamientos importantes de varios sínodos locales, el Concilio de Hipona (a
finales del siglo IV) fijó el Canon del Nuevo Testamento, confirmado por la definición
dogmática del Concilio de Trento.
Frente a lo que ocurre con el Canon veterotestamentario, los veintisiete libros del
Nuevo Testamento son considerados canónicos por católicos, ortodoxos y
protestantes. La recepción de estos libros por parte de la comunidad creyente
expresa el reconocimiento de su inspiración divina y de su condición de libros
sagrados y normativos.
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SEGUNDA PARTE
62.En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los
escritos bíblicos atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción, en una
primera sección señalaremos cómo algunos libros del Antiguo Testamento,
presentan las verdad revelada por Dios, preparando la revelación evangélica (cf.
Dei Verbum [DV], n. 3); en una segunda sección mostraremos lo que algunos
escritos del Nuevo Testamento exponen sobre la verdad revelada por medio de
Jesucristo, que lleva a cumplimiento la revelación divina (cf. DV, n. 4).
1. Introducción
Para introducir el tema, examinamos antes que nada cómo la Dei Verbum entiende
la verdad bíblica, y precisamos luego el enfoque temático que se dará a nuestro
examen de los escritos bíblicos.
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quam Deus nostrae salutis causa Litteris Sacris consignari voluit). Puesto que la
propia Comisión explicó que el inciso «por nuestra salvación» se refiere a «verdad»,
ello significa que, cuando se habla de «verdad de la Sagrada Escritura», se
entiende esa verdad que mira a nuestra salvación. Sin embargo esto no debe
interpretarse en el sentido de que la verdad de la Sagrada Escritura afecte sólo a
las partes del Libro Sagrado que son necesarias para la fe y la moral, excluyendo
otras (la expresión veritas salutaris del cuarto esquema no había sido aceptada
precisamente para excluir tal interpretación): El sentido de la expresión «la verdad
que Dios, por nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas
letras» es, más bien, que los libros de la Sagrada Escritura, con todas sus partes,
en cuanto inspirados por el Espíritu Santo y por tener a Dios como autor, se
proponen comunicar la verdad en cuanto que está relacionada con nuestra
salvación, que es de hecho la finalidad por la que Dios se revela.
Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17, cita en
la nota 21 el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San Agustín, quien
excluye de la enseñanza bíblica todo aquello que no es útil para nuestra salvación;
y Santo Tomás, basándose en la primera cita de San Agustín, dice en el De veritate
q. 12, a. 2: Illa vero, quae ad salutem pertinere non possunt, sunt extranea a
materia prophetiae, («Sin embargo las cosas que no pueden concernir a la
salvación son extrañas a la materia de la profecía»).
65.La profundización que vamos a hacer del tema, centrada en algunos escritos
bíblicos, se basa en la enseñanza y la orientación de la Dei Verbum que acabamos
de señalar. Citamos antes que nada la frase con la que la antedicha Constitución
cierra el primer pasaje sobre la revelación: «La verdad íntima tanto acerca de Dios
como de la salvación humana transmitida por medio de esta revelación, brilla para
nosotros en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitiud de toda la revelación
(cf. Mt 11,27; Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2 Cor 3,16 y 4,6; Ef 1,3-14)» (n. 2). No cabe
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duda de que la verdad que ocupa el centro de la revelación y, en consecuencia, el
centro de la Biblia en cuanto instrumento de transmisión de la revelación (cf. Dei
Verbum, nn. 7-10), tiene que ver con Dios y con la salvación del hombre. Tampoco
hay duda de que la plenitud de tal verdad se manifiesta por Cristo y en Cristo. Él es,
en persona, la Palabra de Dios (cf Jn 1,1.14) que viene de Dios y revela a Dios. Él,
no sólo dice la verdad acerca de Dios, sino que es la verdad acerca de Dios, aquel
que afirma: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 12,45). La
venida del Hijo revela también la salvación del hombre: «Porque tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que creen en él no perezca,
sino que tanga vida eterna» (Jn 3,16).
67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la
creación (Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de todo. En
cuanto «relatos de la creación» no informan sobre «cómo» ha comenzado el mundo
y el hombre, sino que hablan del Creador y de su relación con la creación y con la
criatura. Cuando estos textos de la antigüedad se leen según la perspectiva
moderna, se producen siempre grandes malentendidos, pues se considera que son
afirmaciones sobre «cómo» se han producido el mundo y el hombre. Para
responder más adecuadamente a la intención de los textos bíblicos se hace
necesario contrastar tal lectura, sin establecer una oposición entre sus asertos con
los conocimientos de las ciencias naturales de nuestra época. Estas no eliminan la
pretensión de la Biblia de comunicar la verdad, ya que la verdad de los relatos
bíblicos sobre la creación atañe a la coherencia, llena de sentido, del mundo como
obra creada por Dios.
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hombre. El Dios Creador, del que habla la Biblia, está orientado a relacionarse con
su criatura, tanto que su crear, como lo describe la Biblia, resalta dicha relación. Al
crear al hombre “a su imagen” y confiarle la tarea de tomar bajo su cuidado la
creación, Dios manifiesta su voluntad salvífica fundamental.
Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el
conjunto canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia cristiana.
Pese a usar imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma verdad: el mundo
creado es un don de Dios y el proyecto divino se orienta al el bien del hombre (cf.
Gén 2,18), como se deduce, entre otras cosas, del recurso frecuente al adjetivo
«bueno» (cf. Gén 1,4-31). De este modo, la humanidad es situada en una «relación
de creación» frente a Dios: el don originario y gratuito del Creador requiere la
respuesta del hombre.
É
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La introducción de los decálogos (Éx 20,2 = Dt 5,6) define al Señor (YHWH) como
Dios salvador en la historia: el Dios de Israel se da a conocer mediante la obra de la
salvación que realiza en favor de Israel. Esta presentación narrativa del Dios de
Israel como salvador de su pueblo resume toda la primera parte del libro del Éxodo:
la fórmula de autopresentación del Señor en Éx 3,14, «Yo soy el que es/será»,
introduce el largo relato de la liberación de Israel (Éx 4-14). El Señor revela su
verdadera identidad ofreciendo a su pueblo el don de la salvación. El don de Dios
constituye, por lo tanto, el fundamento de las prescripciones legislativas recogidas
en los decálogos. Este don de Dios consiste en la liberación otorgada a Israel,
sometido a la esclavitud en Egipto. Las leyes de los decálogos enuncian, por su
parte, las modalidades de la respuesta de Israel al don de Dios: Israel, liberado por
Dios, debe entrar ahora en este camino de libertad, renunciando a los ídolos y al
mal[2].
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la relación con el prójimo, que es el lugar por excelencia en el que se expresa la
adhesión de los creyentes a la verdad revelada.
La actuación de Dios con los hombres atestiguada por el relato bíblico se presenta,
pues, como una historia de «alianzas», comenzando por la establecida con Noé
para toda la humanidad, y prosiguiendo con las que caracterizan la historia de
Israel. La alianza que Dios ofrece a su pueblo en la persona de Abraham y que
luego fue estipulada solemnemente con Israel en el Sinaí, es continuamente
transgredida por el pueblo a lo largo de su historia, de manera que el hecho de que
se llame «eterna» se debe únicamente a la fidelidad de Dios
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a. El Dios fiel
Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-4;
etc.), son la voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del verdadero
Dios en la complicada historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11): ellos proclaman:
“Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abraham tu bondad, como antaño prometiste a
nuestros padres” (Miq 7,20).
La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4),
enteramente fiable (Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se
podrán mantener firmes (Is 7,9) sin temor de perderse (Os 4,10).
b. El Dios justo
72.Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien entra en
su alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a cada uno que
recorra el camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los profetas, en el
curso de la historia, son los heraldos de la justicia perfecta, la que Dios realiza (Is
30,18; 45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof 3,5) y la que Él pide a los hombres (Is 1,17; 5,7;
26,2; Ez 18,5-18; Am 5,24); aquellos no sólo recuerdan las directivas del Señor,
explicitando su sentido, sino que denuncian con valentía cualquier desviación de la
vía del bien por parte de los individuos y de las naciones. De este modo llaman a la
conversión, amenazando con el castigo justo por los crímenes cometidos, y
anuncian la catástrofe inevitable sobre aquellos que, en su perversión, no quieren
escuchar la amonestación divina (Is 30,12-14; Jer 6,19; 7,13-15).
c. El Dios misericordioso
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Am 8,2), sino incluso evocando el fin del mundo (Jer 4,23-26; 45,4; Ez 7,2-6; Dan
8,17). Esta perspectiva catastrófica podría hacer pensar que Dios no ha sido fiel a
su promesa: «¡Ay, Señor, cómo engañaste a este pueblo prometiendo paz a
Jerusalén cuando tienen la espada en el cuello!» (Jer 4,10). «¿Dónde están tu celo
y fortaleza? ¿Es que han sido reprimidas tu entrañable ternura y compasión hacia
nosotros?» (Is 63,15).
Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer 30,3.18;
31,23; Ez 16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del mundo, pues
anuncian nuevos cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer 31,22). El
acontecimiento del perdón divino, que va acompañado de una inaudita riqueza de
dones espirituales (Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-22; Jl 3,1-2) y se hace visible
en el florecimiento extraordinario del pueblo restaurado en formas institucionales
perfectas (Is 54,1-3; 62,1-3; Jer 30,18-21; Os 14,5-9), lo cual ocurre de hecho en el
acontecimiento definitivo de la historia, no podía ser previsto ni imaginado por la
mente humana: «Desde ahora –dice el Señor por medio de Isaías– te hago oír
cosas nuevas, secretos que no conocías. Solo ahora son creadas, no desde antiguo
ni antes de hoy; no las habías oído y no puedes decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es
el Señor, por medio de los profetas, quien revela sus proyectos, infinitamente
superiores a cuanto las criaturas pueden concebir (Is 55,8-9); y es en la
manifestación eficaz de la gracia como Dios da a conocer la perfección de su
verdad, llevando a cumplimiento el sentido de la historia.
Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la
promesa (Hch 3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la
salvación (Hch 13,26): en la Pascua del Señor Jesús verán, con actitud adorante, la
manifestación plena del Dios fiel, justo y misericordioso.
74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial
sobre Dios y sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal, sino
una persona que escucha y responde. Cada israelita sabe que puede volverse a Él
en cualquier circunstancia de la vida: en la alegría y en el dolor. Dios se ha revelado
como el Dios presente (cf. Éx 3,14), que conoce a la persona que ora y siente hacia
ella el interés más vivo y benévolo.
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De entre las diversas características de Dios atestiguadas por los Salmos
recordamos las dos siguientes: Dios se revela (a) como el Dios del poder protector y
(b) como el Dios de la justicia que transforma al pecador en justo. Por lo tanto Dios
siempre Aquél que salva a los seres humanos.
La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como
respuesta al grito angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a
socorrernos!» (Sal 44,27). Dios es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2), «alcázar»
(vv. 8.12) para indicar el poder con el que protege a sus fieles reunidos en Sión.
Todos son invitados a reconocerlo: «Venid a ver las obras del Señor» (v. 9). Luego
el Salmo precisa cuáles son estas obras: «Pone fin a la guerra hasta el extremo del
orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos» (v. 10). El
Señor mismo se vuelve a los fieles, diciendo: «Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra» (v. 11). Los adversarios deben
dejar de presentar batalla, deben reconocer al Señor y su majestad universal, que
alcanza a todas las gentes y toda la tierra. La intervención poderosa de Dios en
favor de Sión tiene un significado universal: Él trae la paz no sólo a la ciudad de
Dios (cf. v. 5), sino a todas las naciones, a toda la tierra (cf. v. 11).
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El primer sustantivo, «amor» (heded), es uno de los términos fundamentales de la
teología de los Salmos y de la alianza (muy frecuente en al Antiguo Testamento,
especialmente en los Salmos): indica la actitud de Dios que implica bondad,
generosidad, fidelidad hacia el orante. En los Salmos se habla frecuentemente de
este amor como si se tratase de una persona: «Que tu misericordia y tu lealtad me
guarden siempre» (Sal 40,12); Dios lo manda desde el cielo (Sal 57,4; cf. 61,8;
85,11; 89,15), para que acompañe al creyente, lo siga como un amigo (Sal 23,6), lo
rodee (Sal 32,10) y lo sacie (Sal 90,14). Es más importante que la misma vida: «Tu
gracia vale más que la vida» (Sal 63,4; cf. Sal 42,9; 62,13). El amor de Dios no se le
quitará al pecador, pese a su pecado (cf. Sal 77,9), porque Dios lo ama como un
padre. Este amor inspirará la justicia de Dios que justificará al pecador.
En realidad, los dos términos, que en un cierto sentido describen dos modalidades
(paterna y materna) del amor de Dios, se usan conjuntamente: «Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas» (Sal 25,6; cf. 103,13). Dios ama al
hombre –incluso si este es pecador– como una madre a su hijo; lo ama con un
amor que no es fruto de los méritos, sino totalmente gratuito, con un amor que
constituye una exigencia esencial del corazón. Al mismo tiempo lo ama como un
padre, con un amor generoso y fiel. Las dos dimensiones del amor de Dios
evocadas al comienzo de Sal 51 son como dos coordinadas de la justicia de Dios
que justifica al pecador. El Dios, que ama y es misericordioso (v. 3; cf. v. 20), es al
mismo tiempo el Dios que juzga (v. 6; cf. v. 16).
La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)
- La compasión o piedad amorosa: «Misericordia, Dios mío» (v. 3). Aquí se usa el
verbo «tener piedad / misericordia» (hanan) (cf. Sal 4,2; 6,3 y otros), que indica un
«volverse» gratuito del soberano hacia su súbdito. El que se ha rebelado contra
Dios y se ha hecho abominable a sus ojos pide hallar su compasión. Esta le
levantará de su miseria más profunda, que es la miseria del pecado.
- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios, crea en
mí un corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante suplica por
tres veces recibir el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de «tu santo espíritu»,
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«un espíritu generoso» (vv. 12.13.14). Pide una renovación interior y permanente,
para la cual es decisiva la presencia del Espíritu de Dios, de quien proviene «la
alegría de la salvación» (v. 14).
77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido entre los
libros de la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su contenido es muy
singular. Reconocido como texto inspirado e integrado en el Canon cristiano, ha
dado lugar a una original interpretación cristológica. El Cantar es un poema que
celebra el amor conyugal como plenitud de la experiencia humana, es decir, como
amor que consiste en la búsqueda reciproca y en la comunión personal entre el
hombre y la mujer. Esta búsqueda y comunión contienen un dinamismo fascinante e
infinito que transfigura a dos criaturas humanas –un pastor y una joven– en un rey y
una reina, en una pareja real.
El primer significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia toda persona humana.
Fundado en la afirmación de que “Dios creó al hombre a su imagen” (Gén 1,27), el
poema canta el amor apasionado de un hombre y una mujer como imagen del amor
apasionado y personal de Dios. El amor de Dios por cada criatura humana (cf. Sab
11,26) posee todas las características del amor del varón (del esposo, del marido y
del padre) y al propio tiempo del amor de la mujer (de la esposa, de la mujer y de la
madre). El amor humano auténtico es un símbolo a través del cual el Creador se
revela a los hombres como Dios-amor (cf. 1 Jn 4,7.8.16). Con muchos símbolos el
libro nos permite entender que Dios es la fuente del amor humano: lo crea, lo nutre,
lo hace crecer, le da fuerzas para buscar al otro (a la otra) y vivir en comunión
perfecta con él (con ella) y en definitiva con la familia y con la comunidad. Por esto,
todo amor humano (considerado en sí mismo, y no sólo como metáfora) contiene
una semilla y un dinamismo divinos. Así, pues, conociendo y viviendo el amor se
puede descubrir y conocer a Dios. Además, a través del amor humano el hombre y
la mujer son alcanzados por el amor del mismo Dios (1 Jn 4,17). Y permaneciendo
en el amor se entra en comunión con Dios (cf. 1 Jn 4,12).
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El segundo significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia el pueblo de la
alianza (cf. Os 1-3; Ez 16 y 23; Is 5,1-7; 62,5; Jr 2-3). Este encuentra una nueva
realización y alcanza su cumplimiento en el amor de Cristo por la Iglesia. Cristo se
presenta o es presentado como esposo en varios contextos (Mc 2,19; Jn 3,29; 2Cor
11,2; Ef 5,25.29; Ap 19,7.9; 21,2.9) y la Iglesia es representada como la novia (Ap
19,7.9) que se convierte en esposa en la plenitud escatológica (Ap 21,9). El amor
de Cristo por la Iglesia es tan importante y fundamental para la salvación de los
hombres que el Evangelio de Juan presenta la actuación de Jesús en las bodas de
Caná como el comienzo de sus signos (Jn 2,11), de toda su actividad. Jesús se
revela como el verdadero esposo (Jn 3,29) que ofrece en plenitud el vino bueno
para todos y revela el amor que él ofrecerá “hasta el extremo” (13,1; cf. 10,11.15;
15,13; 17,23.26).
a. El libro de la Sabiduría
Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación a los
enemigos de su pueblo, el autor explica las razones de tal comportamiento. Aun
reconociendo que “bien podía tu mano omnipotente, que había creado el mundo de
materia informe, enviar contra ellos manadas de osos” (Sab 11,17), añade: “Te
compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los
humanos para que se arrepientan” (Sab 11,23; cf. Sal 103,8-12; 130,3-4; Ex 34,6-7).
La moderación con respecto a Egipto (Sab 11,15-12,2) no es un signo de debilidad;
todo lo contrario, Dios actuó así porque se compadece “de todos” y porque quiere
llevar los hombres a la conversión, de modo que, renunciando a la maldad,
alcancen la fe en él: “Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y
les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sab
12,2). La omnipotencia de Dios no se manifiesta en su fuerza, sino, todo lo
contrario, en su misericordia. La potencia divina no es fuente de juicio, sino de
perdón (cf. Eclo 18,7-12; Rm 2,4). Lo que motiva la compasión de Dios es
precisamente su omnipotencia. La misericordia de Dios se manifiesta también en el
modo en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab 12,8): los trata con
benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal 78,39). Si Dios
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se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo ha hecho por
impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).
El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de todo
el Antiguo Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que
hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres indulgente con
todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26). Dios no
puede no amar lo que Él mismo ha formado, porque su espíritu incorruptible está en
todas las cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha creado todas las cosas para salvarlas, se
compadece de todos en orden a la conversión y no quiere destruir nada de lo que
ha creado (Sab 11,26).
El amor de Dios por sus criaturas no es un amor estático, sino dinámico, se revela
en la acción. El hecho de que las criaturas permanezcan en la existencia y el hecho
de que se conserve su ser multiforme, activo, misterioso, son la prueba más
tangible del amor de Dios en acción.
80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como
omnipotencia y misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración
emocionados. Dios es omnipotente y en su providencia concede al escriba la
sabiduría (Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue de ella (Eclo 10,5); además da al
pobre la riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede igualmente el decreto sobre la
muerte de cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de Dios resalta su
misericordia: “¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién conseguirá narrar
sus misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de la criatura, hecha de
carne y de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha mostrado magnánimo con el
hombre, volcando su misericordia (Eclo 18,10) sobre “todo ser viviente” (Eclo 18,13;
cf. Sab 11,21–12,18; Sal 145,9). Esta indulgencia de Dios no debe servir para quitar
responsabilidad al hombre, sino que es más bien una invitación a la conversión:
“Retorna al Señor y abandona el pecado, reza ante su rostro y elimina los
obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia” (Eclo 17,25-26).
a. El libro de Job
81. El libro de Job –enmarcado por un doble prólogo (1,1-2,13) y un doble epílogo
(42,7-17)– es un extenso diálogo, a lo largo del cual, de un Dios “conocido” se llega
a la revelación de un Dios imprevisible y misterioso.
Job había deseado ardientemente la presencia del Señor (9,32-35; 13,22-24; 16,19-
22; 23,3-5; 30,20), es más, había pretendido obtener una respuesta a tal deseo
(31,35), porque quería discutir su causa directamente con Él. Pero era una
equivocación enfrentarse a Dios, tratándolo en un plano de igualdad. Cuestionando
el modo de actuar de Dios, pidiéndole cuentas de sus criterios, Job se hace algún
modo igual a su Creador. Para él resulta imposible alcanzar las alturas infinitas del
Omnipotente, cuya perfección es inaccesible al espíritu humano (Job 11,7). Para
expresar de modo elocuente y poético la trascendencia divina, que supera cualquier
comprensión humana, se van presentando los cielos, los infiernos, la tierra y el mar
como símbolos de la altura, longitud y anchura cósmicas, superadas por la
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inmensidad divina (Job 11,8-9). La profundidad del misterio divino deja al hombre
ignorante e impotente (cf. Am 9,1-4; Jer 23,24; Dt 30,11-14; Ef 3,18-21). De hecho,
a los humanos se les ha concedido tocar con su mano los límites de la grandeza
humana; ya los profetas estigmatizaban a los que “se tienen por sabios y se creen
inteligentes” (Is 5,21; cf. Is 10,13; 19,12; 29,14; Jr 8,8-9; 9,22-23; Ez 28).
Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al final
entiende que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que hace en el
mundo (Job 42,5). Mirando el universo y la humanidad con los ojos de Dios, puede
confesar su error de perspectiva y el hecho de haber ido demasiado lejos; por ello
dice: “Yo me retracto” (Job 42,6a). Para Job la sabiduría consiste ahora en confesar
que es posible reconocer que Dios es justo sin necesidad de comprenderlo
totalmente; y el hombre puede comprometerse en la fidelidad a Él sin conocer “de
principio a fin” (Ecl 3,11) el sentido de lo que Dios ha hecho. Dios sigue siendo un
misterio insondable para los humanos.
82. El autor de este libro desarrolla ulteriormente el motivo del carácter inescrutable
de las acciones de Dios. Asumiendo el punto de vista de los sabios (Ecl 8,16-17), se
pone a buscar el sentido de la vida en la medida en que se puede descubrir en las
realidades del mundo, sobre la tierra y bajo el sol. El sabio quiere comprender el
significado de las ocupaciones en las que se afanan los hombres en la tierra (8,16),
y constata: “También pude observar todas las obras de Dios: el hombre no puede
descubrir el sentido de cuanto se hace bajo el sol…; y aunque el sabio pretenda
saberlo, nunca podrá descubrirlo”(8,17; cf. Job 42,3). Nadie puede cambiar lo que
Dios realiza a su debido tiempo (cf. Ecl 1,15; 3,1-8.14; 6,10; 7,13). Dios ha hecho
que el hombre no conozca su obra (Ecl 7,13-14; cf. Job 9,2-4). El Qohelet retoma
este tema en 11,5, donde la obra de Dios se presenta como incomprensible y se
compara con el misterio de la gestación en el seno materno. El hombre ignora el
sentido de la vida, pero en la voluntad de Dios todas las cosas creadas tienen su
propio puesto y su propio tiempo (Ecl 3,11). El secreto de la obra de Dios es
inaccesible, insondable e incomprensible para el hombre que busca el sentido
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fundándose en su propia experiencia. Tanto la obra de Dios como Dios mismo, el
Creador, siguen siendo un misterio inescrutable para los humanos.
Conclusión
Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la
Sabiduría y del Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por otra,
son muy diferentes. De acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser
alcanzada mediante la razón y/o mediante el conocimiento de la Torá; el libro de
Job y del Eclesiastés insisten, por su parte, en la incapacidad humana para
comprender el misterio de Dios y de su actividad: sólo resta la confianza que los
creyentes tienen en el mismo Dios, pese a no comprender la lógica de los
acontecimientos y del mundo. El Nuevo Testamento cambia el horizonte de la
reflexión y muestra que la verdad va más allá de la comprensión que de ella tiene la
sabiduría de Israel y se manifiesta de forma plena y definitiva en la persona de
Cristo.
Entre los libros de la Biblia cristiana ocupan un lugar sobresaliente los Evangelios,
en cuanto testimonio escrito de la revelación divina en su punto culminante; en ellos
encontramos de hecho la automanifestación de Dios Padre a través de su Hijo, el
cual, hecho hombre, vivió, sufrió y murió, y con su resurrección elevó nuestra
naturaleza humana a la gloria divina (cf. n.22). La Constitución Dogmática Dei
Verbum afirma: “La verdad íntima tanto acerca de Dios como de la salvación
humana transmitida por medio de esta revelación brilla para nosotros en Cristo” (nº
2). La Constitución concluye de esto “que entre todas las Escrituras, incluso del
Nuevo Testamento, los Evangelios gozan de una merecida superioridad pues son el
principal testimonio acerca de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro
Salvador” (nº 18). El mismo texto conciliar afirma además el origen apostólico de los
cuatro Evangelios (ibid.): mediante el testimonio escrito de los Evangelios, los
apóstoles, como “testigos oculares y ministros de la palabra” (Lc 1,2), y sus
discípulos vinculan la Iglesia con el mismo Cristo.
La Dei Verbum reafirma así mismo el carácter histórico de los Evangelios, los
cuales “transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los
hombres, hizo y enseñó realmente para su eterna salvación” (nº. 19). Luego
describe el proceso que condujo a la forma actual de los cuatro Evangelios: estos
no pueden ser reducidos a creaciones simbólicas, míticas, poéticas de autores
anónimos, sino que son relatos fiables de los hechos de la vida y del ministerio de
Jesús. Sería erróneo pretender una equivalencia precisa entre cada uno de los
elementos del texto y las particularidades de los hechos, pues ello no responde a la
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naturaleza y a la finalidad de los Evangelios. Los diversos factores que modifican
los relatos y crean diferencias entre ellos no impiden una presentación atendible de
los hechos. También es inadecuado el supuesto que teoriza acerca de la
discontinuidad entre Jesús y las tradiciones que dan testimonio de él, o bien el
desinterés o la incapacidad de presentarlo de manera adecuada. Así, pues, los
Evangelios establecen una relación veraz con el verdadero Jesus.
Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel
a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús afirma una relación exclusiva de
conocimiento recíproco entre él y Dios. Dios conoce a Jesús como a su propio Hijo
(Mt 3,17; 17,5; Lc 3,22; 9,35) y Jesús conoce a Dios como a su propio Padre, con el
cual mantiene una relación absolutamente única. Este conocimiento del Padre es la
base de la capacidad singular de Jesús para revelar a Dios, para dar a conocer su
verdadero rostro. Por otra parte, la revelación que hace Jesús de Dios como Padre
implica siempre la revelación de sí mismo como Hijo. De esta capacidad singular de
Jesús se deriva que el objetivo principal de su misión es la revelación de Dios. No
sólo las palabras, sino también las obras y todo el camino de Jesús revelan a Dios y
requieren una atención continuada y vigilante a dicha revelación.
La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se
explicita de un modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra
particularmente en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a conocer a
sus oyentes que su Padre conoce sus necesidades antes de que se las pidan (6,8),
y les enseña a dirigirse a Dios llamándolo “Padre nuestro que estás en el cielo”
(6,9). Los instruye sobre la solicitud que Dios tiene por ellos y, consiguientemente,
sobre lo superfluas que resultan las preocupaciones humanas (6,25-34). El Padre
bueno con los buenos y con los malos (5,45) constituye el modelo de su actuación:
“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (5,48). Sólo “el
que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (7,21) –dice Jesús– se
halla en el camino adecuado y se libra del castigo final (cf. 7,24-27). Los oyentes de
Jesús son “la luz del mundo” (5,14) y tienen la tarea de dar a conocer al Padre por
medio de sus buenas obras, de modo que los hombres “den gloria a vuestro Padre
que está en los cielos” (5,16). Revelando al Padre, Jesús encomienda también la
tarea de dar a conocer al Padre.
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Es significativo y programático el modo en el que Marcos describe el comienzo del
ministerio público de Jesús: “Después que Juan fue entregado, Jesús se marchó a
Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: ‘Se ha cumplido el tiempo y ha
llegado el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio’” (1,14-15). El
contenido del anuncio de Jesús es “el Evangelio de Dios”, la buena noticia que
habla de Dios y viene de Dios. Jesús viene como revelador de Dios y su revelación
es buena noticia; proclama que el Reino de Dios ha llegado. La realidad del “Reino
de Dios” está en el centro de la predicación de Jesús en los Evangelios sinópticos;
revela y subraya la soberanía real de Dios, su solicitud de pastor hacia los hombres,
su intervención activa y poderosa en la historia humana. A través de toda su
actividad Jesús explica y explicita esta verdad sobre Dios.
86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios, constituye un
modelo siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las relaciones con Dios
Padre, que es la fuente de toda salvación.
Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen el
objetivo del ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le explica a
José el significado del nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). La mayor miseria de los humanos
no son las enfermedades, sino los pecados, es decir, la alteración y la ruptura de la
relación con Dios y con el prójimo. Los hombres son incapaces de salir de esta
mísera condición y tienen necesidad de un salvador poderoso que los reconcilie con
Dios. El nombre “Jesús” significa “el Señor salva”; en la persona de su Hijo Jesús
Dios ha mandado el Salvador de Israel y de toda la humanidad. Jesús se acerca a
los pecadores no como juez, sino como médico lleno de misericordia, para sanarlos,
y los llama a la conversión (Mt 9,12-13). El da “su vida en rescate por muchos” (Mt
20,28; Mc 10,45). Su sangre es “la sangre de la alianza, que es derramada por
muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). El sacrificio de su vida sella la
alianza nueva y definitiva de Dios con Israel y con la humanidad, la reconciliación
de Dios con los humanos. Esta es un don gratuito de Dios. Depende de la libre
decisión de los hombres aceptar la invitación a salvarse o bien rechazarla y
perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).
El Evangelio de Lucas describe de modo incisivo qué salvación ofrece Dios a través
de su Hijo. Cuando nace Jesús, un ángel del Señor proclama: “Os anuncio una gran
alegría…: os ha nacido un Salvador, el Cristo, el Señor” (2,10-11). El evangelista
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narra después toda la actividad y el camino de Jesús hasta su crucifixión. A esta
siguen las múltiples burlas hechas al Salvador y Cristo, que no es capaz de
salvarse a sí mismo (23,35-39). Pero, al final, uno de los malhechores que habían
sido crucificados con él (23,33) se arrepiente de sus malas acciones y expresa su fe
e Jesús y en el Reino que él había anunciado (23,40-42). Jesús le responde: “En
verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (23,43). Jesús promete al
malhechor arrepentido la salvación plena, es decir, la comunión inmediata con Dios,
que incluye el perdón de los pecados y la superación de la muerte. Las apariciones
de Jesús resucitado (24,1-53) ponen de relieve y confirman que Cristo entró en su
gloria (cf. 24,26) y que de hecho él es el Salvador, capaz otorgar la salvación
prometida a malhechor crucificado.
87.En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad
sobre Dios y la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn 3,16:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree
en él, no perezca sino que tenga vida eterna”. Dios manda a su Hijo para salvar a
los hombres, pero precisamente con este envío se da a conocer a sí mismo,
revelando su relación con el Hijo y su amor al mundo. Se determina de este modo
para los humanos una correlación intrínseca entre su conocimiento de Dios y su
salvación. De hecho, sobre la vida eterna en que consiste la salvación plena afirma
Jesús: “Esta es la vida eterna:que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu
enviado, Jesucristo”(17,3). El mediador es Jesús, Verbo de Dios e Hijo de Dios
hecho carne (1,14). Él revela al Padre (1,18) y trae la salvación de los hombres;
mejor dicho, revelando al Padre, revela la salvación.
Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo con
el Padre; la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los hombres
a la salvación.
88. El rasgo fundamental y más característico de la relación del Hijo con el Padre es
su perfecta unidad. Jesús dice: “Yo y el Padre somos uno” (10,30) y: “El Padre está
en mí y yo en el Padre” (10,38; cf. 17,21.23). Esta unión se expresa como íntimo
conocimiento recíproco y como amor sublime: “El Padre me conoce y yo conozco al
Padre”, dice Jesús (10,15); el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17; 15,9;
17,23.24.26) y el Hijo ama al Padre (14,31).
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Padre, y el amor de los discípulos debe estar enraizado en el amor que ellos han
recibido del Hijo y debe reflejar la cualidad y la intensidad de este amor. El origen de
todo es siempre el Padre. Lo que el Hijo comunica viene del Padre y da a conocer
al Padre; no es sólo un don del Padre, sino también verdad sobre el Padre que se
convierte en modelo para la actuación de los hombres.
La orientación salvífica de esta múltiple dependencia del Hijo respecto del Padre es
evidente. En virtud de la vida que posee en sí mismo y conforme a la voluntad del
Padre, el Hijo resucita a los muertos en el último día (6,39-40). Las palabras que ha
oído del Padre son la doctrina que Jesús comunica a los hombres (cf. 7,16;
17,8.14). Las obras que aprende del Padre son los signos que constituyen el núcleo
de su actividad y que, escritos y transmitidos en el Evangelio, son la base para la fe
de las futuras generaciones (20,30-31). Así resulta claro que no podemos abordar la
relación entre el Padre y el Hijo sin considerar el significado de dicha relación para
la salvación del hombre; es evidente que la relación entre el Padre y el Hijo posee
una cualidad salvífica intrínseca.
Ya en el diálogo con Nicodemo dice: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el
desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15para que todo el que cree
en él tenga vida eterna” (3,14-15). En otro pasaje dice: “Cuando levantéis en alto al
Hijo del hombre, sabréis que ‘Yo soy” (8,28); es decir, los hombres comprenderán la
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verdadera identidad de Jesús como Hijo de Dios. Sobre sí mismo elevado en la cruz
dice igualmente Jesús “Atraeré a todos hacia mí” (12,32). Él será “el grano de trino”
que “cae en la tierra” y, muriendo, “da mucho fruto” (12,24). Su elevación sobre la
tierra es al mismo tiempo su glorificación (cf. 12,23.28; 17,1.5), es decir, la plena
revelación, tanto de su amor al Padre que se expresa en la obediencia al envío y a
la voluntad del Padre (14,31; cf. 4,34), como del amor ilimitado que manifiesta el
Padre enviando y entregando a su Hijo para salvar al mundo (3,16). Aceptando la
hora que ha sido determinada por el Padre, Jesús lleva su amor a los suyos “hasta
el extremo”, hasta el final (13,1). Y su última palabra, que precede a su muerte en la
cruz, es: “Está cumplido” (19,30). Muriendo en la cruz, cumplió la obra que el Padre
le había confiado para la salvación de los hombres; reveló, no sólo de palabra, sino
también con las obras, su amor y el amor del Padre hacia los hombres.
Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre, Jesús
revela el significado salvífico de su persona especialmente en las frases que
comienzan con la afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe entenderse a
la luz de la revelación de Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14)–, Jesús
expresa que Dios Padre está presente en su persona y, al mismo tiempo, concreta
el efecto salvador de dicha presencia. La locución “Yo soy” sin ningún complemento
la usa Jesús en tres ocasiones: cuando camina sobre las aguas (6,20), respecto de
sí mismo elevado sobre la cruz (8,28) y en el aserto solemne: “En verdad, en
verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy” (8,58); en estos casos
afirma siempre su presencia salvífica fundada en su perfecta unión con el Padre. En
otros siete casos la expresión “Yo soy” va seguida de un complemento que
introduce la referencia a realidades fundamentales de la vida humana. Sólo
podemos aludir brevemente al significado de las afirmaciones correspondientes.
En la primera Jesús dice: “Yo soy el pan de vida” (6,35.48.51). Es preciso añadir
inmediatamente que el término “vida” aparece de forma explícita en otras dos
declaraciones (11,25; 14,6), y de manera implícita se halla presente en todas. La
vida terrena es el bien fundamental, la base de todos los demás bienes. Jesús
revela que la vida eterna, que consiste en la unión más viva y completa con Dios
(cf. 17,3), es el bien más alto, es la salvación perfecta. La sentencia de Jesús
relativa al pan contiene tres afirmaciones dobles: 1. El pan os mantiene en la vida
terrena. De mí recibís la vida eterna. 2. Dependéis del pan (del alimento) para vivir;
sin el pan la vida se acaba. Dependéis de mí para obtener la vida eterna; no podéis
obtener esta vida por vosotros mismos. 3. Para poder vivir debéis comer el pan;
quien no come muere. Para poseer la vida eterna debéis creer en mí; quien no cree
perece.
Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se
estructuran de forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con ella
en cuanto a su significado salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno de los
signos de Jesús y/o se encuentran en el marco de una instrucción extensa; el
contexto aclara el significado.
La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35). Caminar en
tinieblas, sin luz es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera meta (cf. 8,14), el
Padre; él busca el camino justo y lo muestra a los discípulos. Con la frase siguiente,
“Yo soy la puerta” (10,7.9), Jesús dice que Él es el verdadero acceso hacia las
ovejas (10,7): los verdaderos y auténticos pastores del pueblo de Dios son solo las
personas a las que Jesús ha encargado de serlo y que vienen en su nombre (cf.
21,15-17). Jesús es además la puerta para las ovejas: solo por medio de él
encuentran los fieles un alimento bueno y abundante para tener vida en plenitud
(10,10). Al mismo ámbito parabólico pertenece la otra afirmación de Jesús: “Yo soy
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el buen pastor” (10,11.14); en ella se resalta el cuidado solícito de Jesús por los
suyos, el cual llega hasta entregar la propia vida y se caracteriza por una
familiaridad recíproca (10,14-18).
La última afirmación, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (15,5; cf. 15,1), resume
de algún modo la relación entre Jesús y los hombres: los sarmientos sólo pueden
vivir y dar fruto si permanecen en la vid. La pregunta: “¿Qué deben hacer entonces
los hombres para estar unidos a Jesús”? nos lleva a la consideración que
abordamos en el punto siguiente.
90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él (sus
palabras y su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros…” (15,7), y: “Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de Jesús
comprenden toda la revelación que él ha traído. Tienen su origen en el Padre (cf.
14,10; 17,8) y permanecen en el que las acepta creyendo en Jesús (cf. 12,44-50).
Éste es el núcleo de la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí”(14,11).
Por otra parte, en el amor de Jesús se permanece acogiéndolo con gratitud viva y
teniendo confianza total en él; pero también, observando su mandamiento: “Que os
améis unos a otros como yo os he amado” (15,12; cf. 13,34). Creer en Jesús, en
sus palabras y en su amor, y amar a los otros son la forma de permanecer en él, de
mantener la unión con él, que es la vid, es decir, la fuente de toda vida y salvación
(cf. 1 Jn 3,23).
91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento; refieren la
verdad que Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de Dios,
Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento y anunciada más allá de los límites del
pueblo elegido, de modo que “no hay griego ni judío” (Gal 3,28). A diferencia de los
Evangelios, todos los cuales son posteriores a su epistolario, Pablo no considera
tanto el pasado cuanto la actuación y el futuro de la vida en Cristo de las
comunidades cristianas, fundadas por él o por otros, pero unidas todas por la
misma respuesta de fe y de amor.
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Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante
escasos. Conviene señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los
títulos que atribuyen los evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta, hijo
de David, Hijo del hombre), mientras que prevalecen los que se refieren
directamente al Resucitado, tales como Señor (Fil 2,11), Cristo (con la tendencia a
emplearlo como nombre propio de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.), Hijo de Dios (Rm 1,4;
Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor 4,4) y otros. El interés personal y pastoral de
Pablo se concentran de forma casi exclusiva en la muerte y la resurrección del
Señor y en los efectos salvíficos que proceden de ellas. El Apóstol vive “en la fe del
Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Por ello se enfrenta
encarnecidamente con quienes deforman esta “verdad del Evangelio” (Gal 2,5), y se
opone incluso a “Cefas” (Gal 2,11). En cierto sentido Pablo comienza donde
terminan los Evangelios.
Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las otras
Iglesias, y pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de Dios de entre
vosotros o ha llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta Iglesia hay muchas
divisiones: grupúsculos que, incluso polémicamente, se remiten a diversas
personalidades eclesiales (cap. 1–4); celebraciones de tinte “clasista” de la misma
Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones por los carismas más aparentes
(cap. 12–14). Tal situación de división explica el amplio alcance del saludo inicial de
Pablo: “A la Iglesia de Dios en Corinto, a los… llamados santos, con todos los que
en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y
nuestro”. Precisamente a esta comunidad, amenazada por tantos peligros de
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disgregación, la exhorta Pablo a recordar los muchos importantes factores de
unidad: Cristo indiviso (1,13); el bautismo en un solo Espíritu (12,13); la eucaristía
(10,14-17; 11,23-34); el amor (8,1; 13; 16,24).
93. La muerte del Hijo de Dios en la cruz es el corazón de la verdad revelada que
Pablo anuncia (1 Cor 2,1-2). Es “el mensaje de la cruz” (1 Cor 1,18), que se opone
a las pretensiones de judíos y griegos (1,22-23). A la jactancia de los griegos,
orgullosos de su “sabiduría” él contrapone la “locura” de la cruz (1,23). Pablo
reacciona igualmente al legalismo de los Gálatas: nada se puede añadir a Cristo, ni
siquiera la ley que Dios ha dado como elemento preparatorio y que Cristo ha
cumplido y superado.
Pero “la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm 6,9). Aquí debemos notar
además que Pablo no presenta nunca la resurrección como un hecho independiente
de la cruz. Entre el crucificado y el resucitado hay una identidad absoluta, es decir,
no se interrumpe la continuidad entre el que “se humilló a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”, y aquel a quien “Dios exaltó y le
concedió un nombre sobre todo nombre”, es decir, el nombre de “Señor” (Kyrios: Flp
2,8-9.11). Si se mirara solo al crucificado, no se encontraría ninguna diferencia entre
Jesús y los otros dos malhechores que fueron condenados junto con él, ni siquiera
con el heroico crucificado Espartaco. Por otro lado, si se tuviera en cuenta solo al
resucitado, se acabaría en una religión abstracta, alienante, que se olvidaría de la
vía (crucis) que es preciso recorrer antes de llegar a la gloria. En cualquier caso, fue
el encuentro con Cristo vencedor de la muerte lo que hizo que Pablo entendiera la
vitalidad del crucificado, y no al revés. Esto ha sido posible tanto por la experiencia
personal del Apóstol (Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1; 15,8), como por la mediación de la
Iglesia (1 Cor 11,23; 15,3: “Porque yo os transmití… lo que también yo recibí”).
Hablando de los cristianos como “Cuerpo de Cristo”, Pablo va más allá de la simple
comparación: los miembros de Cristo constituyen una sola cosa con él; la Iglesia es
cuerpo “en él”. Esta no es fruto de la suma de los individuos y de su colaboración,
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ya que existe antes de que cada uno de los miembros se agreguen a ella. Por la
misma razón tampoco el resultado es algo neutro (hen), sino personal (heis): “No
hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois
uno(heis) en Cristo Jesús” (Gal 3,28).
Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el uso de
dicha metáfora, Pablo había señalado ya la fuente originaria de esta unidad: “Hay
diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero
un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra
todo en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se subraya hasta qué punto las
diferencias, armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan la unidad divina originaria,
en la que se hallan enraizadas. Lo da a entender igualmente la preciosa bendición
final de 2 Cor 13,13: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión
del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros”. Este augurio de Pablo no
comienza hablando de Dios Padre, sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha
introducido en el misterio trinitario (Rm 8,39). Finalmente, debemos notar así mismo
el papel de crear comunión que se atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a
él realizar la obra de la salvación a través de los siglos: “Para que la bendición de
Abrahán alcanzase a los gentiles en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por la fe
la promesa del Espíritu” (Gal 3,14). Así todos han sido embebidos del mismo
Espíritu (1 Cor 12,13), y forman una comunidad fraterna, diversificada pero
unánime. El don inestimable de esta unidad, que ha superado incluso la antigua
división entre “judío y griego” (Rm 10,12; 1 Cor 1,24; 12,13; Gal 3,28), obliga a
caminar “en una vida nueva” (Rm 6, 4), “en la novedad del Espíritu” (Rm 7,6) de
modo que, “si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha
comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).
95. La unión con Cristo, que se vive junto a los demás creyentes en el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia, no se limita a la vida terrena; es más, Pablo afirma: “Si
hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más
desgraciados de toda la humanidad” (1 Cor 15,19). En el capítulo más extenso de
todas sus cartas (1 Cor 15,1-58), trata de fundar y de explicar la resurrección de los
cristianos, que deriva de la resurrección de Cristo. En dicho contexto dice con
fuerza: “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han
muerto… En Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15,20.22). La fe en la
resurrección con Cristo, en la comunión eterna con él y con el Padre, constituye el
fundamento y el horizonte de la predicación de Pablo. Influye profundamente en su
vida terrena actual, hace capaces de soportar las dificultades y las penas, sabiendo
que el “esfuerzo no será vano en el Señor” (1 Cor 15,58). En su carta más antigua
el Apóstol explica a los tesalonicenses: “Dios llevará con él, por medio de Jesús, a
los que han muerto” (1 Ts 4,14); y esto, “para que no os aflijáis como los que no
tienen esperanza” (1 Ts 4,13).
Pablo no ofrece ninguna descripción de esa vida, sino que afirma simplemente:
“Estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17; cf. 2 Cor 5,8). Reconoce en esta fe y
en esta esperanza una gran fuerza de estímulo y de consuelo y, al final del pasaje,
dice a los cristianos de Tesalónica: “Consolaos, pues, mutuamente, con estas
palabras” (1 Ts 4,18). Considerando su propia muerte, Pablo afirma: “Deseo partir
para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor” (Fil 1,23). Estar con Cristo, que
está con el Padre; es decir, la definitiva y perfecta comunión de vida con Él y, en Él,
con todos los miembros de su Cuerpo, se presenta como la plenitud de la salvación
(cf. 1 Cor 15,28; anche Jn 17,3.24).
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3.5. El Apocalipsis
Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto en
general y, específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano frente a
las iniciativas hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar, pensando en el
Reino de Dios, la certeza de su plena actualización. El Reino se realizará en la
tierra, en la zona del hombre, con toda la plenitud con que fue proyectado en el
nivel altísimo de Dios.
Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el
conjunto de su contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su formación
concreta. Los dos aspectos, unidos, se suman, ofreciendo un panorama cautivador
y unitario del Reino de Dios y de su desarrollo. Esta es la verdad revelada típica del
Apocalipsis, que ahora pasamos a considerar en detalle.
97.Los primeras referencias al Reino que encontramos ya al comienzo del libro nos
ofrecen un escenario iluminador: dirigiéndose a Jesucristo Crucificado y Resucitado,
al que percibe como presente y cercano, la asamblea litúrgica, con un impulso de
conmovida gratitud, expresa su agradecimiento por los dones que de él ha recibido:
“Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha
hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A Él, la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Amén” (1,5-6). Alcanzado por el amor de Jesucristo, el cristiano
se reconoce como constituido por él Reino de Dios en Cristo. Es un Reino en
desarrollo y en proceso, no ciertamente concluido, pero ya iniciado: entre el
cristiano y Jesucristo hay una pertenencia recíproca de amor, con una
responsabilidad sacerdotal para el cristiano que lo hace mediador entre Dios, Cristo
y la realidad humana.
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Pero incluso antes de esta declaración de la asamblea litúrgica encontramos una
referencia al Reino en un sentido opuesto. Impartiendo la bendición trinitaria a la
asamblea, Juan añade: “… y de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los
muertos, el príncipe de los reyes de la tierra”. Junto a la de Dios y de Cristo surge
una realeza antagonista: los “reyes de la tierra” se refieren en el Apocalipsis (cf. Ap
6,15; 17,2; 18,3.9; 19,19) a los centros de poder característicos del “sistema
terrestre”, opuesto al Reino de Dios. Entre los cristianos, que ya pertenecen al
Reino de Dios, y el anti-reino del mal surge una oposición que los llevará a
compartir y a flanquear, en cuanto sacerdotes suyos, la oposición vencedora propia
de Cristo-Cordero (cf. Ap 5,6-10).
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Es la maravilla de la Nueva Jerusalén, del Reino de Dios ya realizado. Concluido ya
su compromiso en el advenimiento del Reino de Dios, los cristianos formarán parte
de él plenamente y gozarán de él en su totalidad. Nos lo dice la espléndida página
conclusiva (cf. Ap 22,1-5): en la plaza central de la Nueva Jerusalén hay un solo
trono, el “de Dios y del Cordero” (Ap 22,1c); del trono surge un “un río de agua de
vida, reluciente como el cristal” (Ap 22,1ab), símbolo del Espíritu Santo. El río corre
haciendo nacer y crecer un “árbol de vida” (Ap 22,2c), no ya como planta única (cf.
Ap 2,7 e Gén 2,9; 3,22.24), sino como un bosque de vida “a un lado y otro del río”
(Ap 22,2b). Dada la implicación conjunta de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu,
podríamos decir que se da una “inundación trinitaria” de vida y de amor al infinitivo,
que alcanza a los hombres. Y estos, felices de ser plenamente reino y, como
consecuencia de ello, de poder amar sin límites, no tendrán ya necesidad “de luz de
lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos
de los siglos” (Ap 22,5). He aquí el gran proyecto del Reino de Dios realizado.
La primera de las cuatro atribuciones del término “veraz” a Dios Padre se refiere a
él personalmente. Los mártires, que se encuentran ya en contacto directo con Dios,
constatando la presencia persistente del mal en el mundo, dirigen a Dios una
pregunta crucial y cargada de emotividad, gritando en voz alta: “¿Hasta cuándo,
Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de
los habitantes de la tierra?” (Ap 6,10-11). Los mártires, contemplando a Dios
directamente, perciben la omnipotencia absoluta que lo hace “soberano” de todo;
ven a Dios “santo” y, en cuanto tal, contrapuesto radicalmente al mal y con el
impulso irresistible a eliminarlo; ven a Dios “veraz”, con una coherencia absoluta
entre todo lo que es en sí mismo y su acción en la historia, y le preguntan, turbados,
hasta cuándo se va a retrasar su actuación. Y Dios responde asegurándoles que su
actuación para superar el mal se producirá infaliblemente, pero se realizará de
forma gradual de acuerdo con su plan. Mientras, los mártires reciben
inmediatamente una participación directa en la resurrección de Cristo simbolizada
en las “túnicas blancas” (Ap 6,11) que se les entregan.
99.En el paso de don desde Jesucristo a los hombres, propio del proyecto del Reino
de Dios, se inserta tres veces el término “verdadero”(Ap 3,7.14; 19,9), introduciendo
una comprensión más completa del propio Reino y de su desarrollo.
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En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap 3,7),
situándose así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían gritado:
“Santo y veraz” (Ap 6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el Padre, la
plenitud de la divinidad. Cuando el Padre y Jesús entran en la historia de los
humanos, son calificados de veraces, en el sentido, ya indicado, de que existe una
correspondencia perfecta entre su divinidad y su implicación en la historia. Su
contacto con los hombres, en el gran proyecto de Dios, no se producirá a un nivel
reducido.
100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9), el
Ángel intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas palabras
verdaderas son de Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos en el
Apocalipsis son todas, en su raíz, palabras propias de Dios, pasan y se condensan
en Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde Jesucristo y por mediación del
Espíritu se irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son llamadas “verdaderas”
porque son capaces de llevar y de aplicar al hombre que las acoge toda la riqueza
de Cristo y de Dios de la que son portadoras.
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Y me dijo (Dios sentado en el trono): ‘Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el
principio y el fin…’”(Ap 21,5-6). La afirmación solemne que hace Dios, a quien se
presenta “sentado en el trono” y que es contemplado como el principio determinante
de todo el desarrollo de la verdad revelada, de todo el devenir del Reino, manifiesta
el objetivo constante que lo mueve: quiere imprimir en todas las cosas, comenzando
por el hombre, la novedad de Cristo. La reanudación del discurso que el ángel
intérprete dirige a Juan subraya el valor de lo que se pondrá por escrito: todas
“estas palabras” de Dios (cf. Ap 19,9), comenzando por las que acaba de
pronunciar, son “fieles”, es decir, corresponden adecuadamente al objetivo de Dios,
que las destina al hombre a través de Jesucristo. Puesto que tienen, además, un
contenido dinámico plenamente coherente con las exigencias de Dios y las
aspiraciones del hombre, se dice de ellas que son “verdaderas”, pues son
portadoras de toda la “novedad” de Cristo y capaces de comunicarla.
De este modo se cierra el círculo. Partiendo de Dios Padre, todo pasa a Jesucristo,
Palabra viva del Padre. Jesucristo, Palabra viva, se hace palabra enviada y dada:
es decir, una palabra que parte de él mismo como contenido, alcanza a los hombres
e inserta en ellos su novedad. Del nivel cristológico que se forma y desarrolla así en
los hombres al constituir en ellos gradualmente una unidad inefable con Jesucristo,
Palabra viva, se alcanza el Padre celestial.
4. Conclusión
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– Dios se manifiesta igualmente en la historia singular del pueblo de Israel, con
múltiples intervenciones salvíficas –liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 14),
liberación de la idolatría (Ex 20; Dt 5)– y con el don de la Ley, que educa a Israel
para una vida abierta al amor al prójimo (Lv 19).
– La literatura sapiencial, por su parte, refleja los conflictos que pueden plantearse
entre las antiguas culturas que aspiran a la verdad y la revelación específica de la
que se benefició Israel. Un elemento común a las tradiciones sapienciales es que
presentan de la sabiduría de Israel como la expresión por excelencia de la verdad
revelada. En particular la sabiduría de Israel, confrontada con los sistemas
filosóficos griegos durante la época helenista, pretendió proponer un sistema de
pensamiento coherente, que subraya el valor moral y teológico de la Torá y que
propuso suscitar la adhesión del corazón y de la inteligencia.
102.El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al lector
al encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y manifestación
última de la verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías diversas.
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el conjunto canónico de la Escritura es capaz de permitir que se descubra su pleno
sentido teológico y espiritual. En efecto, cada tradición bíblica debe ser interpretada
en su contexto canónico de enunciación, lo cual permite explicar los nexos
diacrónicos y sincrónicos con el conjunto del Canon. El acercamiento canónico
pone así de manifiesto las relaciones entre las tradiciones del Antiguo Testamento y
las del Nuevo.
Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al vocabulario
de la “necesidad” y al del “cumplimiento” (o del “perfeccionamiento”) para expresar
el modo en el que la vida y la obra de Cristo se refieren a las tradiciones del Antiguo
Testamento (cf. Mt 26,54; Lc 22,37; 24,44). El contenido de las Escrituras, para que
sea verdadero, debe cumplirse necesariamente, y este cumplimiento se ha
realizado plenamente en la vida, muerte y resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24;
Hch 1,16). La misma persona de Cristo otorga su sentido último a tradiciones muy
distintas: lo vemos, por ejemplo, en el relato del capítulo 24 del Evangelio de Lucas,
en el que Jesús en persona muestra cómo su historia individual ilumina las
tradiciones de la Torá, de los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es así
la respuesta a las esperanzas de Israel y cumple la revelación de Dios. Cristo
“recapitula” las principales figuras de la primera alianza y establece un vínculo de
unión entre ellas: Él es el Siervo, el Mesías, el mediador de la nueva alianza, el
Salvador.
Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que se
había revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el contexto
de la primera alianza. La verdad de Cristo se consigna en las tradiciones
neotestamentarias, que vinculan de manera inseparable el testimonio ocular de los
primeros discípulos con la recepción, en el Espíritu, de aquel testimonio por parte
de las primeras comunidades cristianas.
¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género humano,
que constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y definitiva
expresión en Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en la actuación
de Jesús. Él revela al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19), al Dios
que es y vive en sí mismo la comunión perfecta. Jesús llama a sus discípulos a la
comunión de vida consigo en el seguimiento (Mt 4,18-22) y les encomienda hacer
discípulos suyos a gente de todos los pueblos (Mt 28,19). Expresa, además, su
mayor deseo cuando pide al Padre: “Que también ellos estén conmigo donde yo
estoy y contemplen mi gloria” (Jn 17,24). Esta es la verdad revelada por y en Jesús:
Dios es comunión en sí mismo y Dios ofrece la comunión con él por medio de su
Hijo (cf. Dei Verbum, n. 2). La inspiración, cuyo carácter trinitario hemos reconocido
en los autores del Nuevo Testamento, se presenta como el camino adecuado para
la comunicación de esta verdad. Entre la inspiración y la verdad de la Biblia hay
correspondencia.
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De este modo el Canon de las Escrituras permite acceder simultáneamente a la
dinámica con la que Dios se comunica personalmente a los hombres por medio de
profetas, escritores bíblicos, y últimamente en Jesús de Nazaret, y además al
proceso por el que las comunidades acogen, en el Espíritu, esta revelación y
consignan por escrito el tenor de la misma.
TERCERA PARTE
1. Introducción
La misma Dei Verbum nos ofrece algunas pistas para responder a esta pregunta. El
texto conciliar afirma que la revelación de Dios en la historia de la salvación
acontece a través de hechos y palabras que se complementan recíprocamente (n.
2), pero constata asimismo que en el Antiguo Testamento encontramos “cosas
imperfectas y provisionales” (n. 15). Hace suya la doctrina de la “condescendencia
de la Sabiduría eterna”, que procede de Juan Cristóstomo (n. 13), aunque, sobre
todo, se apela a los “géneros literarios” usuales en la antigüedad, remitiendo a la
Encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII (EB 557-562).
Tenemos que profundizar este último aspecto. También hoy la verdad contenida en
una novela difiere de la de un manual de física; hay diversas modalidades de
escribir la historia, que no siempre es una crónica objetiva; la poesía lírica no
expresa lo que se encuentra en un poema épico, etc. Lo mismo vale para las
literaturas del Próximo Oriente Antiguo y del mundo helenista. En la Biblia
encontramos diversos géneros literarios que estaban en uso en aquel área cultural:
poesía, profecía, narración, dichos escatológicos, parábolas, himnos, confesiones
de fe, etc.; cada uno de ellos tiene su propia forma de presentar la verdad.
El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista de la
tierra de Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los Macabeos
contienen ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una crónica histórica
del pueblo de Israel. En la historia de la salvación el protagonista no es Israel ni los
hombres, sino Dios. Los relatos bíblicos son narraciones teologizadas. Su verdad –
que en las secciones precedentes se ha ilustrado con algunos textos– se deduce de
los hechos narrados, pero sobre todo de la finalidad didáctica, parenética y
teológica buscada por el autor que ha recopilado estas antiguas tradiciones o
elaborado el material contenido en los archivos de los escribas, con el fin de
transmitir una intuición profética o sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para
su generación.
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105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y
palabras intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la salvación”
no existe sin un núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la inspiración
abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento “con todas sus partes” (n. 11), no
podemos eliminar ningún pasaje de la narración; el exegeta debe esforzarse por
encontrar el valor que tiene cada inciso en el contexto de todo el relato por medio
de los distintos métodos enumerados en el documento de la Pontificia Comisión
Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Chiesa[4].
Si bien un estudio diacrónico de los textos es indispensable para captar las diversas
reinterpretaciones de un oráculo o de un relato original, el verdadero sentido de un
pasaje está unido a su forma última, aceptada en el Canon de la Iglesia. La
reinterpretación puede asumir también la forma de la alegorización de textos más
antiguos. En consecuencia, ciertos relatos o salmos que hablan de exterminios y de
odio hacia los enemigos, incluso teniendo en cuenta la imperfección de la
revelación en el Antiguo Testamento, pueden tener un valor parenético para la
generación a la que se dirigen.
La mayoría de los exegetas admite que la redacción final de los relatos patriarcales,
de los del Éxodo, de la conquista y de los Jueces, se llevó a cabo después del exilio
en Babilonia, durante el período persa. Respecto al ciclo de Abrahán, los episodios
que han vinculado la historia de este patriarca con las otras tradiciones patriarcales,
en particular mediante relatos de promesas, son más recientes y van más allá de un
horizonte originariamente limitado a historias de un clan. Un episodio como el de
Gén 15 –esencial para la tesis paulina sobre la justificación por la fe sola,
independientemente de las obras de la ley mosaica (cf. Rm 4)– no describe los
hechos en el modo preciso en que se desarrollaron, como muestra la historia de su
redacción. Pero, si esta es la situación, ¿qué decir entonces del acto de fe del
patriarca y de la argumentación de Pablo, que parece perder el apoyo escriturístico
que necesitaba?
Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas (sobre
el Éxodo y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo pueblo siente, en
efecto, la necesidad de conocer y de expresar, para sí mismo o para otros, de
dónde viene, su procedencia geográfica y temporal, en otras palabras, su origen. Lo
mismo que los pueblos de su entorno, los israelitas de los siglos V-IV a.C.
comenzaron a contar su pasado. Lo hacían en relatos que retomaban tradiciones
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antiguas, no sólo para decir que tenían un pasado más o menos rico, como lo
tenían los otros pueblos, sino también para interpretarlo y valorarlo con la ayuda de
su fe.
En síntesis, para valorar la verdad de los relatos bíblicos antiguos es preciso leerlos
como fueron escritos y como fueron leídos por el propio Pablo: “Todo esto les
sucedía [a los israelitas] alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a
quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades”(1 Cor 10,11).
108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte
esencial de las lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de
Pascua. Dicho relato se basa en una antigua tradición que recuerda la liberación del
pueblo reducido a esclavitud. Esa tradición oral, puesta por escrito, fue objeto de
múltiples “relecturas” y, por último, fue insertada en la narración del Éxodo y en la
Torá. En este marco la liberación de Israel es presentada como una nueva creación.
Lo mismo que Dios creó el mundo separando el mar de la tierra seca, así “creó” al
pueblo de Israel trazando para él un camino por la tierra seca a través del mar. Así,
pues, el relato une estrechamente una antigua tradición narrativa a una
interpretación teológica basada en la teología de la creación.
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La verdad del relato no reside, pues, únicamente en la tradición de la que guarda
memoria –un relato de liberación que conservaba toda su actualidad en el momento
del exilio de Babilonia, cuando el Israel sometido aspiraba a la libertad–, sino
además en la interpretación teológica que lo acompaña. El texto bíblico une, pues,
de manera indisoluble, un antiguo relato, transmitido de generación en generación,
y la actualización del mismo que se propuso más tarde. Esta actualización evoca la
situación de los autores de Ex 14 en el momento en que se compuso el texto. De
hecho, junto a la teología de la creación, el relato desarrolla una teología de la
salvación, presentando al Dios de Israel como el salvador que libra al pueblo de la
opresión y a Moisés como el personaje profético que invita al pueblo a tener
confianza en el poder salvífico de su Dios: “No temáis; estad firmes y veréis la
victoria que el Señor os va a conceder hoy” (Ex 14,13). Lo mismo que el Señor supo
proteger a su pueblo en los tiempos antiguos, de igual modo, en cualquier situación,
es capaz de custodiarlo y otorgarle la salvación. El relato del Éxodo no tiene el
objetivo primero de transmitir la crónica de los eventos antiguos según la modalidad
de un documento de archivo, sino más bien el de hacer memoria de una tradición
que sigue dando testimonio de que, hoy como ayer, Dios está presente junto a su
pueblo para salvarlo.
Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad
didáctica y edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la tradición
sapiencial. Es una composición literaria con el conocido esquema –redoblado por el
paralelismo entre Tobit y Sara– del comportamiento del justo que, afligido por las
tribulaciones, ora al Señor, el cual le envía la salvación.
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demonio se relata con gran sobriedad. El demonio Asmodeo es un personaje
ficticio; no lo es la capacidad diabólica de hacer daño a los seres humanos,
especialmente si se esfuerzan por vivir fieles a Dios. Se sigue que también el ángel
Rafael pertenece a la ficción literaria; pero, de acuerdo con las repetidas e
insistentes tradiciones bíblicas y su recepción en la Iglesia, no es ficticia la
capacidad de seres como él de intervenir a favor de los que invocan el nombre del
Señor.
110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de los
Doce Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue considerado
muy pronto como un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que habría que colocar
históricamente en el contexto del dominio asirio, supuesto por el relato, antes de
que los babilonios y los medos destruyeran Nínive en el año 612 a.C. Tal
consideración parece confirmarla el hecho de que el mismo Jesús remite al episodio
más llamativo del relato sobre el profeta, los tres días y las tres noches en el vientre
del cetáceo, como signo “histórico” que prefigura el acontecimiento de su propia
resurrección (Mt 12,39-41; Lc 11,29-30; Mt 16,4).
Pese a todo, en el relato hay, no sólo detalles, sino incluso elementos estructurales
que no podemos considerar como hechos históricos y nos llevan a interpretar el
texto como una composición imaginaria, con hondos contenidos teológicos.
Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una ciudad tan
inmensa que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)– pueden ser
considerados hipérboles; entre los elementos estructurales son inverosímiles, por el
contrario, el pez que se traga a Jonás y lo mantiene vivo tres días y tres noches en
su vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así como la pretendida conversión de todos
los ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras cosas, no hay ninguna huella en los
documentos asirios.
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costumbres guerreras– como destinatarios de un mensaje profético al que
respondieron convirtiéndose.
111. Sólo Mateo y (1–2) y Lucas (1,5–2,52) antepusieron a sus respectivas obras un
llamado “evangelio de la infancia”, en el que se exponen los orígenes y el comienzo
de la vida de Jesús. En este caso podemos señalar grandes diferencias entre los
dos relatos, así como la presencia de hechos extraordinarios que causan
admiración, como la concepción virginal de Jesús. De aquí surge la cuestión sobre
la historicidad de tales narraciones. Exponemos las diferencias y las convergencias
que se descubren entre los dos relatos y tratamos de determinar el mensaje de los
mismos.
a. Las diferencias
b. Las convergencias
112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de
Jesús, era prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David (Mt
1,20; Lc 1,27). Los dos no viven juntos antes de la concepción de Jesús, que ocurre
por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el padre natural de
Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc 1,34). El nombre de Jesús lo comunica un ángel (Mt 1,21;
Lc 1,31), junto con su significado salvífico (Mt 1,21; Lc 2,11). Jesús nace en Belén
en tiempos del rey Herodes (Mt 2,1; Lc 2,4-7; 1,5) y crece en Nazaret (Mt 2,22-23;
Lc 2,39.51). Los dos evangelistas tienen en común los datos fundamentales sobre
las personas, los lugares y el tiempo. Una importancia particular tiene su
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convergencia sobre la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo, la
cual excluye que José sea el padre natural de Jesús.
c. El mensaje
Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente y al
que corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23). Dios decide
el nombre de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su misión salvadora:
“salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21). Jesús es el Cristo de la casa de David
(1,1.16.17.18; 2,4), “que será el pastor de mi pueblo, Israel” (2,6; cf. Mi 5,1), el rey
último y definitivo que Dios da a su pueblo. La venida de los magos muestra que la
misión de Jesús va más allá de Israel y concierte a todos los pueblos (2,1-12). La
amenaza mortal, que proviene del rey de aquella época (2,1-18) y continúa con su
sucesor (2,22), hace presagiar la pasión y la muerte de Jesús. El enraizamiento de
Jesús en el pueblo de Israel está presente en todo el relato y se concentra en la
genealogía (1,1-17) y en las cuatro citas de cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-18.23;
cf. 2,6).
114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del
Espíritu Santo y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la
acción de Dios, sin intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el anuncio del
nacimiento de Jesús va unido al de su misión salvadora: el que salvará a su pueblo
de sus pecados y lo reconciliará con Dios, el que es “Dios con nosotros”, tiene
origen divino. El Salvador y la salvación proceden únicamente de Dios, son un don
de su gracia. En Lc 1,35 se señala la consecuencia de la concepción virginal de
Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”. En la
concepción virginal de Jesús se revela su relación con Dios. En cuanto “santo”,
pertenece totalmente a Dios, de modo que también según su existencia humana
Dios es su único padre. La concepción virginal de Jesús tiene un profundo
significado tanto para su relación con Dios como para su misión salvadora en favor
de los humanos.
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Considerando las diferencias y las convergencias que encontramos en los
evangelios de la infancia de los dos evangelistas, se debe afirmar que la revelación
salvífica consiste en todo lo que se afirma sobre la persona de Jesús y sobre su
relación con la historia de Israel y del mundo, como introducción e ilustración de la
obra salvífica que se narra en el resto del evangelio. Las diferencias, que pueden
ser armonizadas en parte, se refieren a aspectos secundarios respecto a la figura
central de Jesús, Hijo de Dios y salvador de los hombres, que es común a los dos
evangelistas.
Consideremos, pues, los relatos de milagros del Antiguo y del Nuevo Testamento,
buscando su significado en sus contextos literarios. Los relatos del Nuevo
Testamento se hallan en continuidad con las tradiciones del pueblo de Israel y
manifiestan que el poder creador y salvífico de Dios alcanza su plenitud en
Jesucristo.
116.Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios lo ha
creado todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas en la
existencia y en la vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con todas sus
maravillas, como efecto de la acción puntual de Dios, tanto en lo que se refiere a las
realidades ordinarias, como en lo que se refiere a las realidades extraordinarias:
todo es un continuo y gran milagro. Todo es un mensaje de fe, que se resume muy
bien en estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes maravillas: porque es
eterna su misericordia” (Sal 136,4).
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b. Los milagros de Jesús
117. Los cuatro Evangelios refieren una serie de acciones extraordinarias realizadas
por Jesús. Las más frecuentes son las curaciones de enfermos y los exorcismos.
Se cuentan además tres resurrecciones (Mt 9,18-26; Lc 7,11-17; Gv 11,1-44) y
algunos “milagros sobre la naturaleza”: la tempestad calmada (Mt 8,23-27), Jesús
que camina sobre las aguas (Mt 14,22-33), la multiplicación de los panes y de los
peces (Mt 14,13-21), y la transformación del agua en vino (Jn 2,1-11). Lo mismo
que la enseñanza en parábolas, también la realización de acciones extraordinarias
por parte de Jesús pertenece a su ministerio y es atestiguado de muchas maneras.
Estos relatos no constituyen un añadido posterior a la tradición original sobre el
ministerio de Jesús.
Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son
significativos. Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación de
Jesús (cf. Mt 9,33; Lc 9,43; 19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un término que
corresponda a nuestro “milagro” (que significa “obra que causa admiración”. Los
sinópticos hablan de “obras de poder” (dynameis), mientras que el Evangelio de
Juan usa el término “signos” (semeia). Esta diferencia terminológica es muy
significativa. En todas las acciones extraordinarias realizadas por Jesús se constata
inmediatamente la superación de una situación de necesidad (enfermedad, peligro,
etc.) Por otra parte, Jesús con su actuación manifiesta que esta intervención
extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere que “Jesús se puso a recriminar a las
ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían
convertido”(cf. Lc 10,13). No basta admirar y agradecer al taumaturgo; es preciso
convertirse a su mensaje.
En los evangelios sinópticos, el Reino de Dios es el centro del anuncio de Jesús (cf.
Mt 4,17; Mc 1,15; Lc 4,43). Las obras de poder deben confirmar y evidenciar que la
realidad salvífica de este Reino se ha acercado y se ha hecho presente. Jesús dice
sobre su actuación: “Si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que el
Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28; cf. Lc 11,20). Estas obras, en su
diversidad, no sólo manifiestan los diferentes aspectos de la potencia salvadora del
Reino de Dios, sino que tienen además una función reveladora respecto a la
identidad de Jesús. Después de que se haya calmado el mar tempestuoso, los
discípulos se preguntan: “¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!”
(Mt 8,27). La pregunta de Juan Bautista: “¿Eres tú el que ha de venir?”, la provocan
“las obras del Mesías” (Mt 11,2-3). Jesús responde a la pregunta enumerando sus
obras poderosas (11,4-5).
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atestiguados y escritos tienen como objetivo conducir a la fe en Jesús, no vaga,
sino claramente determinada, y, por lo tanto, a la vida que procede de él.
Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las acciones
extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un sábado (5,1-
18), Jesús explica (5,19-47) que su actuación depende de la de Dios: “Las obras
que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio
de mí: que el Padre me ha enviado” (5,36; cf. 10,25.37-38; 12,37-43). El término
“obras” acentúa otra característica de las acciones de Jesús. Estas son “signos”
para los hombres y además son “obras” que corresponden a la actuación de Dios;
por ello son un testimonio de que Jesús ha sido enviado por Dios Padre.
118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los signos y
obras de Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la obra de Dios
Padre, porque “Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm 10,9; cf. Gal 1,1;
etc.). La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, pero fue dada a conocer a los
discípulos, que son testigos de ella (cf. Hch 10,41), a través de las apariciones de
Cristo resucitado. La finalidad de los signos y de las obras realizadas por Jesús era
revelar su relación con Dios y mostrar su misión salvadora, misión que se expresa
como socorro a las miserias humanas y comunicación de vida. Todo esto se cumple
en su resurrección. Esta revela y confirma la unión estrechísima de Dios con Jesús,
significa la superación de la muerte y de todas las enfermedades, realiza el paso a
la vida perfecta en la comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de
Jesús con la convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos
resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).
119. Una dificultad específica respecto a la verdad histórica de los relatos pascuales
la crea el hecho de que en ellos encontramos muchas divergencias que,
situándonos al nivel de la pura dimensión factual, no es fácil armonizar.
a. El terremoto
120. El hecho de que solo Mt 28,2 se refiera a un terremoto no significa que los
otros Evangelios, al no mencionarlo, lo nieguen. Una deducción de este tipo no
sería segura, pues se apoya exclusivamente en un argumento e silentio. Por otra
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parte, el “terremoto” parece formar parte del estilo teológico de Mateo. De hecho,
solo este evangelista menciona un terremoto –unido a otros fenómenos
extraordinarios– tras la muerte de Jesús (27,51-53), y lo presenta como el motivo
por el que el centurión y sus soldados se llenan de miedo y confiesan la filiación
divina de Jesús crucificado (27,54). En relación con esto se debe tener en cuenta
que, en las descripciones de las teofanías que encontramos en el Antiguo
Testamento, el terremoto es uno de los fenómenos en los que se manifiesta la
presencia y la actuación de Dios (cf. Ex 19,18; Jue 5,4-5; 1 Re 19,11; Sal 18,8;
68,8-9; 97,4; Is 63,19). En el Apocalipsis el terremoto indica simbólicamente un
movimiento que tiende provocar el derrumbamiento del “sistema terrestre”,
constituido por un mundo que, construido al margen de Dios y en oposición a Él,
llega un momento en que se derrumba (cf. Ap 6,12; 11,13; 16,18).
Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando el
terremoto, quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son hechos
ordinarios, sino acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios actúa y realiza la
salvación del género humano. El significado específico de la acción divina debe
deducirse del contexto del evangelio: la muerte de Jesús lleva a plenitud el perdón
de los pecados y la reconciliación con Dios (cf. Mt 20,28; 26,28), y en su
resurrección Jesús vence la muerte, entra en la vida de Dios Padre y se le otorga el
poder sobre todo (cf. 28,18-20). Así, pues, el evangelista no habla de un terremoto
cuya fuerza pudiera medirse de acuerdo con los grados de una determinada escala,
sino que quiere despertar la atención de sus lectores y dirigirla a Dios, resaltando el
dato más importante de la muerte y resurrección de Jesús: su relación con la
potencia salvífica de Dios.
121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las
mujeres al mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron
huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a
nadie, del miedo que tenían”. Los otros evangelistas no se refieren a un
comportamiento así. Lo mismo que el terremoto es uno de los fenómenos que
acompañan la manifestación del poder de Dios, el temor constituye la reacción
humana habitual a aquella manifestación. Una característica del evangelio de
Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para expresar la naturaleza y la
calidad de los hechos a los que aquellos han asistido. (cf. 1,22.27; 4,41; 5,42; ecc.).
La reacción más fuerte y resaltada que nos refiere en su evangelio es la de las
mujeres después de haber escuchado el mensaje pascual que les transmite el
mensajero de Dios. Mediante la reacción de las mujeres el evangelista subraya que
la resurrección de Jesús crucificado es la mayor manifestación del poder de Dios. El
evangelista comunica no sólo el hecho en cuanto tal, sino que muestra además el
significado que tiene para los humanos y el efecto que produce en ellos.
122. Los evangelios presentan de diversos modos la fuente del mensaje pascual.
Según los sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) las mujeres que van a la
tumba de Jesús y la encuentran vacía, reciben el mensaje de la resurrección de uno
o dos enviados celestiales. Frente a esto, según Jn 20,1-2 Maria Magdalena,
después de haber encontrado la tumba vacía, va adonde estaban los discípulos y
les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
Esta explicación sobre la tumba vacía la repite dos veces más (20,13.15) y solo tras
la aparición del mismo Señor resucitado (20,14-17) lleva a los discípulos el mensaje
de la resurrección (20,18). Nos podemos preguntar si Mateo, Marcos y Lucas, al
referirse al descubrimiento de la tumba vacía, anticipan la verdadera interpretación
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de este hecho, en contraste con la ya mencionada, ofrecida por María Magdalena
en Jn 20,2.13.15 (cf. además Mt 28,13). Poniendo esta explicación en labios del
mensajero celeste, los tres evangelistas la caracterizan como un conocimiento
sobrehumano, que solo puede venir de Dios. Pero la fuente efectiva de dicha
interpretación es el mismo Señor resucitado que se aparece a los testigos
escogidos. No hay duda de que el fundamento más sólido de la fe en la
resurrección de Jesús son sus apariciones (cf. también 1 Cor 15,3-8).
Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una
armonización histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias
constituyen para nosotros un verdadero estímulo para comprenderlas de modo más
adecuado. El estudio de sus tres diferencias principales –el terremoto, la huida de
las mujeres y el mensaje celestial– ha puesto de manifiesto un significado común,
es decir, dar testimonio de Dios y de la intervención decisiva de su poder salvador
en la resurrección de Jesús. Este resultado, si bien nos libera, por una parte, del
tener que descubrir en cada detalle del relato –no sólo de los de Pascua, sino del
conjunto de los evangelios–el dato preciso de una crónica, por otro nos anima a
estar abiertos y atentos al significado teológico presente, no sólo en las diferencias,
sino en todos los detalles del relato.
123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son
esencialmente una crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan una
reseña puntual. Semejante idea se basa en la convicción adecuada de que la fe
cristiana no es una especulación ahistórica, sino que está fundada en hechos
realmente ocurridos. Dios actúa en la historia y se ha hecho presente de forma
eminente en la de su Hijo encarnado. Sin embargo, una concepción que ve en los
evangelios únicamente una especie de crónica puede perder de vista su significado
teológico y descuidar, por ello, toda su riqueza precisamente en cuanto palabra que
habla de Dios. La Pontificia Comisión Bíblica, ya en su Instrucción Sancta Mater
Ecclesia de 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios, afirmaba:“Dado que
las recientes investigaciones han mostrado que la doctrina y la vida de Jesús no
fueron simplemente relatadas con el único fin de recordarlas, sino que fueron
‘predicadas’ de modo que ofrecieran a la Iglesia el fundamento de su fe y sus
costumbres, el intérprete, escrutando incansablemente el testimonio de los
evangelistas, será capaz de iluminar con mayor profundidad el perenne valor
teológico de los Evangelios y de sacar a plena luz cuán necesaria y cuán importante
es la interpretación de la Iglesia” (EB 652).
Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo
crónicas de los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas pretenden
expresar también, según el módulo narrativo, el valor teológico de aquellos
acontecimientos. Esto significa que, en todo lo que nos cuentan, no pretenden
relatar únicamente datos de una crónica, sino que quieren hacer además un
“comentario” teológico a los hechos que narran y expresar su valor teológico, es
decir, poner de relieve la relación con Dios.
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3. Segundo desafío: Problemas éticos y sociales
125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra inspirada
lo constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de manifestaciones
repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos por Dios, en otros
muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en otros atribuidas directamente a Él
por el autor sagrado.
Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para
favorecer el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es como
el freno que evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no indica solo la
vía de la justicia que cada cual es llamado a seguir como un deber, sino que
prescribe también lo que hay que hacer frente al culpable, en orden a extirpar el mal
(Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir a las víctimas y promover paz. Un sistema así
no puede calificarse de violento. La sanción punitiva es de hecho necesaria, porque
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no sólo pone en evidencia la iniquidad y peligrosidad del crimen, sino que, además
de constituir una justa retribución, pretende que el culpable se enmiende y, al
infundir el temor a la pena, ayuda a la sociedad y al individuo a evitar el mal. Abolir
completamente el castigo equivaldría a tolerar el mal y hacerse cómplice del mismo.
El sistema penal, regulado por la llamada “ley del talión” (“ojo por ojo, diente por
diente”: Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21), constituye de este modo una modalidad
razonable de realización del bien común. Dicho sistema, aun siendo imperfecto
debido a sus aspectos coercitivos y a algunas de sus modalidades sancionadoras,
es asumido de hecho, con ajustes oportunos, por los ordenamientos jurídicos de
cualquier época y país, porque idealmente se basa en la proporción equitativa entre
delito y sanción, entre daño provocado y daño sufrido. En lugar de la venganza
arbitraria se fija la medida de una justa reacción al acto malo.
Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos del
Antiguo Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la
flagelación: Dt 25,1-3; o de la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se refiere a la
pena de muerte, prevista para los delitos más graves es cuestionada
mayoritariamente en la actualidad. En estos casos, el lector de la Biblia debe
reconocer, por una parte, el carácter histórico de la legislación bíblica, superada por
una mejor comprensión de los procedimientos de justicia más respetuosos con los
derechos inalienables de la persona; por otra parte, las antiguas prescripciones
pueden servir, en cualquier caso, para señalar la gravedad de ciertos crímenes que
exigen medidas apropiadas que eviten la difusión del mal.
127. En el libro del Deuteronomio, en particular, leemos que Dios ordena desposeer
a las naciones cananeas y entregarlas al exterminio (Dt 7,1-2; 20,16-18); la orden
es ejecutada fielmente por Josué (Jo 6–12) y puesta en práctica en la primera
época de la monarquía (cf. 1 Sam 15). Este conjunto literario es bastante
problemático, más incluso que las guerras y masacres narrados en el Antiguo
Testamento; hacer de ello un programa de conducta política nacionalista,
justificando sobre su base la violencia contra otros pueblos, debe rechazarse en
cualquier caso sin medias tintas, porque malinterpreta el sentido de los textos
bíblicos.
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Israel. Se impone por ello la necesidad de reconsiderar cuidadosamente el género
literario de estas tradiciones narrativas. Como habían sugerido ya los mejores
intérpretes de la tradición patrística, el relato de la epopeya e la conquista debe ser
considerado como una especie de parábola, que pone en escena personajes que
tienen valor simbólico. A su vez, la ley del exterminio exige una interpretación no
literal, lo mismo que se hace, por otra parte, con el mandato del Señor de cortarse
la mano o sacarse un ojo si son ocasión de escándalo (Mt 5,29; 18,9).
En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de estas
páginas difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición literaria que
acabamos de mencionar es el de la conquista, entendida como expulsar a los
habitantes de un lugar para instalarse en él. No resulta convincente, sin duda,
apelar al derecho que asiste a Dios de distribuir la tierra favoreciendo a sus elegidos
(Dt 7,6-11; 32,8-9), porque de ese modo se desconoce las legítimas pretensiones
de las poblaciones autóctonas. El propio texto bíblico nos ofrece de hecho otras
pistas de explicación más convincentes. En primer lugar, el relato pone en juego el
conflicto entre dos grupos de diversa capacidad económica y militar: por una parte,
el de los cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm 13,33; Dt 1,28; Am 2,9;
etc.), y por otra el de los israelitas, débil e inerme; así, pues, no se narra –como
modelo ideal– la prevalencia del prepotente, sino todo lo contrario, el triunfo del
pequeño, de acuerdo con una “figura” bien atestiguada en toda la Biblia hasta el
Nuevo Testamento (Lc 1,52; 1 Cor 1,27). Se expresa así una lectura profética de la
historia, que en la victoria de los mansos, en una guerra “santa”, descubre la
realización del Reino del Señor sobre la tierra. Además, según el testimonio bíblico,
Dios considera a los cananeos culpables de crímenes gravísimos (Gén 15,16; Lv
18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.), entre otros el de asesinar a sus propios hijos en
rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-12). Así, pues, el relato contempla la realización
del juicio divino en la historia. Josué se manifiesta como “siervo del Señor” (Jos
24,29; Jue 2,8) cuando asume la tarea de ejecutar la justicia: sus victorias son
atribuidas una y otra vez al Señor y a su poder sobrehumano. El motivo literario del
juicio sobre las naciones comienza, pues, en los relatos de los orígenes, pero, como
documentan los profetas y los escritos apocalípticos, se extenderá a los diversos
pueblos cada vez que una nación –y, consiguientemente, también Israel– sea
considerada por Dios merecedora de sanción.
Pues bien, es en esta línea como se entiende la ley del “exterminio” y la aplicación
puntual que hacen de ella los fieles del Señor. Esa normativa se inspira en una
interpretación sacra del pueblo de la alianza (Dt 7,6), el cual debe expresar, incluso
con actitudes extremas, su radical diferencia frente a los gentiles. Dios no ordena,
ciertamente, cometer un atropello que se justificaría por motivos religiosos, sino que
pide se obedezca a un deber de justicia, análogo a la persecución, a la condena y a
la ejecución del reo de un crimen capital, sea este un individuo o una colectividad.
Tener compasión del criminal, perdonándolo, se considera un acto de
desobediencia e injusticia (Dt 13,9-10; 19,13.21; 25,12; 1 Sam 15,18-19; 1 Re
20,42). Incluso en este caso, el acto aparentemente violento debe interpretarse,
pues, como la solicitud por eliminar el mal y de salvaguardar así el bien común.
Esta corriente literaria es corregida por otras –entre ellas, la llamada sacerdotal–
que, a propósito de los mismos hechos, sugieren, por el contrario, líneas de un
pacifismo explícito. Por esta razón debemos entender el conjunto de la conquista
como una especie de símbolo, análogo al que leemos en algunas parábolas
evangélicas de juicio (Mt 13,30.41-43.50; 25,30.41; etc.); las peripecias de la
conquista debe ser, pues, integrada –lo repetimos – en el conjunto de otras páginas
bíblicas que anuncian la compasión divina y su perdón como horizonte y finalidad
de toda la actuación histórica del Soberano de toda la tierra, y como modelo de la
actuación justa de los seres humanos.
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3.1.3. La oración pidiendo venganza
130. En la plegaria imprecatoria no se realiza una acción mágica que tuviera una
eficacia directa contra los enemigos; ocurre más bien que el orante confía a Dios la
tarea de hacer justicia, cosa que nadie en la tierra puede hacer. Ello implica
renunciar a la venganza personal (Rm 12,19; Eb 10,30) y, además, se expresa así
la confianza en una acción del Señor adecuada a a gravedad de la situación y
plenamente conforme con la naturaleza misma de Dios. Las expresiones usadas
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por la persona que ora parecen dictar a Dios la forma de actuar; pero, entendidas
correctamente, manifiestan sólo el dese de que el al sea aniquilado, de forma que
los humildes accedan a la vida. Se pide que esto acontezca en la historia, como
revelación del Señor (Sal 35,27; 59,14; 109,27) y, por esto, instrumento de
conversión para los mismos violentos (Sal 9,21; 83,18-19); de hecho, las
persecuciones contra el orante es considerada en algunos casos como una
agresión contra Dios (Sal 2,2; 83,3.13), acompañada con frecuencia por el
desprecio hacia el Señor (Sal 10,4.13; 42,4; 73,11).
131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación de
naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones históricas
habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la situación descrita en los
Samos (de lamentación) es por lo general estereotipada; el lenguaje es
convencional y frecuentemente voluntariamente metafórico, de modo que pueda
aplicarse a diversas circunstancias y a diferentes clases de sujeto. Por ello es
necesario un acto “profético”, de interpretación en el Espíritu, para descubrir cómo
las palabras del salmista se aplican a la vida concreta de quien recita un Salmo de
lamentación y reconocer en esta historia concreta quien es el enemigo que
amenaza (como en Hch 4,23-30).
En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo
pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos griegos
y judíos, según los cuales las mujeres tenían un estatuto social inferior al de los
hombres. La exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se declara que en la
iglesia no debe haber discriminaciones, ni entre judíos y griegos, ni entre libres y
esclavos, ni entre hombres y mujeres.
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al hacerlo, de someter los cristianos a los valores del mundo; dicho en otros
términos, ¡de alejarse del Evangelio!
Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y
eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la
Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo y
único Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo haya podido comprometerse con
valores mundanos. En realidad él no propone nuevos modelos sociales, sino que,
sin modificar materialmente los de su época, invita a interiorizar relaciones o reglas
sociales declaradas estables y duraderas en una determinada época –la del siglo
primero–, de modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.
Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya
afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el
estatuto social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente el único
posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría podido ser acusado
de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a los maridos no ha perdido
nada de su actualidad y de su verdad.
133. También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades, porque Pablo
pide a las mujeres que callen durante las asambleas: “Como en todas las Iglesias
de los santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido
hablar; más bien, que se sometan, como dice incluso la ley. Pero si quieren
aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues es indecoroso que las
mujeres hablen en la asamblea”. Estos verículos pareen contradecir lo afirmado en
1 Cor 14,31 (“podéis profetizar todos”) y 1 Cor 11,5, donde se haba de mujeres que
profetizan en las asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor 14,34-38 deben
ser contextualizados, es decir, interpretados en relación con los versículos
precedentes sobre la profecías. Pablo no pretende decir, ciertamente, que las
mujeres no están autorizadas a profetizar (cf. 11,5), sino que no deben valorar ni
juzgar en la asamblea (v. 29) las profecías de sus maridos. Los principios que
subyacen a una prohibición como esta son los del respeto, la concordia entre los
cónyuges y el buen orden en las asambleas. Si estos principios siguen siendo
válidos aún hoy, su aplicación depende evidentemente del status de las mujeres en
las respectivas civilizaciones y culturas. Pablo no hace del silencio de las mujeres
un valor absoluto, sino que lo considera un medio adecuado a la situación de las
asambleas de entonces. Y hoy no debemos confundir los principios con su
aplicación, que está siempre determinada por el contexto social y cultural.
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134. Más difícil y menos defendible, si se entiende como un principio absoluto, es el
modo en que 1 Tm 2,11-15 justicia el estatuto inferior de las mujeres en el ámbito
social y eclesial: “Que la mujer aprenda sosegadamente y con toda sumisión. No
consiento que la mujer enseñe ni que se arrogue autoridad sobre el hombre, sino
que permanezca sosegada. Pues primero fue formado Adán; después, Eva.
Además, Adán no fue engañado; en cambio, la mujer, habiendo sido engañada,
incurrió en transgresión, aunque se salvará por la maternidad, si permanece en la
fe, el amor y la santidad, junto con la modestia”. El contexto sigue siendo el de las
asambleas eclesiales compuestas de hombre y mujeres. Pablo no pide a las
mujeres que callen ni les impide que profeticen; la prohibición se refiere únicamente
a la enseñanza y a los carismas de gobierno. La idea es más o menos la de los
casos precedentes: la enseñanza y el gobierno estaban reservados en aquella
época a los varones, y Pablo quiere que se respete este orden social, considerado
entonces como natural (cf. Ya 1 Cor 11,3: “la cabeza de la mujer es el varón”).
Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más
arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más
bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una interpretación problemática
de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior porque fue creado
primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la mujer en el paraíso. Pues
bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn 3 se encontraba ya en Eclo 25,24 y
en otros escritos, como por ejemplo, en el escrito judío apócrifo Vida de Adán y Eva
o Apocalipsis de Moisés en su traducción griega. La mujer se dejó engañar por la
serpiente, pecó y fue responsable de la muerte de toda la especie humana; por ello
debe comportarse modestamente y no pretender dominar al hombre. Esta lectura
está influida claramente por el modo en el que se concebía y se justificaba entonces
el respectivo estatuto social del hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible
con 1 Cor 15,21-22 e Rm 5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que
era preciso encontrar argumentos de autoridad para responder a las mujeres que se
quejaban de no poder ejercer dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone
de manifiesto que esta lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias
del siglo primero. Sin embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico –
aquí, de Gn 2–3– debe asumir y respetar la l’intentio textus.
4. Conclusión
a. Breve síntesis
El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que una
lectura que se interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se
incapacita para comprender la intención y el contenido de dichos textos. En el caso
de Génesis 15 y de Éxodo 14, los hechos narrados no pueden ser verificados
puntualmente por la ciencia histórica. Para quienes narran estos textos es un hecho
histórico la supervivencia plurisecular de su pueblo, y es decisiva su fe en Dios en
sus circunstancias y experiencia (época del exilio). Sus relatos dan testimonio de
que la actitud fundamental es la fe incondicional en Dios y en poder salvífico
ilimitado. En el caso de Tobías y Jonás, se percibe que estos textos no relatan
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hechos realmente ocurridos y que, pese a ello, se trata de relatos llenos de
significado edificante, didáctico y teológico.
Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha mostrado
que no basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es necesario prestar una
gran atención al significado de lo que se cuenta. En el caso de los evangelios de la
infancia no es posible verificar históricamente todos los detalles, mientras que se
afirma claramente la concepción virginal de Jesús. Estos relatos constituyen una
introducción al resto del escrito correspondiente y presentan las características
principales de la persona y de la obra de Jesús. Los milagros (obras poderosas,
signos), por su parte, aparecen en todas las tradiciones sobre la actividad de Jesús.
Su significado no se agota, sin embargo, en su condición de obras extraordinarias.
En los evangelios sinópticos señalan la presencia salvífica del Reino de dios en la
persona y en la obra de Jesús; en Juan revelan la relación de Jesús con Dios y
conducen a la fe en Jesús (cf. también Mt 8,27; 14,33). Los relatos pascuales,
debido precisamente a sus divergencias, muestran que no son simple crónica de los
hechos, y centran la atención en el valor teológico de los detalles de la narración.
Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas
(historiografía, filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la
comprensión de los textos bíblicos más compleja y parece proponer resultados
menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las exigencias de nuestra época e
interpretar los textos de la Biblia al margen de su contexto histórico: debemos leer
en nuestra época, con y para nuestros contemporáneos. La pista seguida en este
Documento muestra que la búsqueda del significado de los textos que supera la
preocupación por fijar exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce a
una comprensión más adecuada y profunda de su sentido.
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humano justo alcanza su plenitud en Jesús. Del mismo modo que no podemos
encontrar en cada pasaje bíblico la revelación plena de Dios, tampoco podemos
encontrar en ellos la perfecta revelación de la moral. Por ello no se debe aislar o
absolutizar los distintos pasajes de la Biblia, sino que deben comprenderse y
valorarse en su relación con la plenitud de la revelación en la persona y en la obra
de Jesús, en el marco de una lectura canónica de la Sagrada Escritura. Resulta
muy útil comprender profundamente estos textos en sí mismos; así se manifiesta el
camino que ha seguido la revelación en su historia. Finalmente es fundamental que
al leer la Sagrada Escritura se busque lo que esta dice sobre Dios y sobre la
salvación de los hombres. De este modo, aunque el lector no obtenga siempre una
comprensión adecuada del texto en cuestión, seguirá avanzando en el
conocimiento de la verdad de la Biblia, en la sabiduría espiritual que es camino para
la plena comunión con Dios.
CONCLUSIÓN GENERAL
139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los libros
“con todas sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto inspirado y
tienen al mismo Dios “como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun admitiendo que cada
palabra del texto sagrado puede ser calificada de Palabra de Dios, coherente con
todas las demás, la Iglesia ha reconocido siempre el aspecto múltiple de esas
palabras, el cual podría oponerse aparentemente a su origen divino único.
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Dentro de las dos grandes partes de la Biblia también es particularmente evidente la
variedad de géneros literarios, categorías teológicas, visiones antropológicas y
sociológicas. De hecho, Dios ha hablado “de diversos modos” (Heb 1,1) no sólo en
los tiempos antiguos, sino también después de la venida del Hijo que ha revelado
plenamente al padre (cf. Jn 1,18). Por ello en este Documento ha parecido
necesario ilustrar con oportunas catas una diversidad tan rica de manifestaciones,
animadas todas por la certeza común de expresar la verdad divina.
Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que, según
una venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como enviados por Dios
y dotados del carisma de la inspiración. Así, durante muchos siglos y hasta la época
moderna, no se cuestionó la paternidad literaria, atribuido en bloque a Moisés, ni la
de los diversos libros proféticos y sapienciales, que, cuando no tenían un título
específico, se atribuían a autores bien conocidos (como David, Salomón, Jeremías,
etc.).
Esta forma de recepción tradicional se asumió también en relación con los escritos
del Nuevo Testamento, todos los cuales se consideraba procedían del círculo de los
Apóstoles. En nuestros días y debido a investigaciones convergentes realizadas
con metodologías literarias e históricas no podemos mantener la misma perspectiva
que los antiguos; la ciencia exegética ha demostrado, en efecto, con argumentos
convincentes, que los distintos libros bíblicos no son el producto exclusivo del autor
indicado en el título de la obra o reconocido como tal en la tradición. La historia
literaria de la Biblia postula, por el contrario, una pluralidad de intervenciones y
consiguientemente una colaboración de diversos autores, la mayoría anónimos, a
través de una historia redaccional bastante larga e incluso complicada. Esta
obligada asunción de un modelo interpretativo relativo al origen de los escritos
sagrados no se opone diametralmente a la concepción tradicional, a la que a veces
se tacha con ligereza de ingenuidad hermenéutica. De hecho la Iglesia, en la
paciente y rigurosa tarea de discernimiento que ha durado varios siglos ha
reconocido siempre que podía acoger como inspirado aquel escrito que estaba en
consonancia con el depósito de la fe custodiado sólidamente y fielmente por la
comunidad creyente, garantizado por aquellos a quienes Dios había antepuesto
como pastores y guías de los fieles. El Espíritu que actúa en la Iglesia, con la fuerza
de inteligencia que le es propia, posibilitaba separar lo que era auténtica
comunicación divina de las formas engañosas o no suficientemente fundantes. Se
rechazaba, en algunos casos, un texto, atribuido en su título a un hombre inspirado,
mientras se acogía con veneración otro escrito que, pese a no estar garantizado por
la firma de un autor reconocido, llevaba, sin embargo, el sello inconfundible del
mismo. Con una percepción extraordinaria de la verdad de la Revelación, la Iglesia
se auto-constituye en el reconocimiento obediente de la Palabra de Dios, de la que
ella vive.
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y la Iglesia reconoció, en sus diversos testimonios, el carácter de la verdad
auténtica, por ser concorde con el testimonio sobre el Hijo de Dios. Así, pues, el
simple hecho de presentarse con la pretensión de ser Palabra de Dios no hacía que
un determinado escrito fuera leído en las asambleas litúrgicas como fundamento de
la fe; era preciso que dicho escrito consonara, en su expresión, con el Verbo, del
cual constituía una explicitación adecuada. Es esta concordancia, incluso en la
variedad expresiva y en la pluralidad teológica, la que pretende ser ilustrada en las
páginas del presente Documento, mediante la exploración de los diversos
testimonios que ofrecen los libros de la Sagrada Escritura.
142. Es este uno de los principales resultados obtenidos sobre la base del análisis
de distintos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento realizada en este
Documento. Junto a este aspecto de convergencia sustancial se ha manifestado
además, de forma evidente, la pluralidad de las experiencias religiosas y de las
formas de expresión que las han transmitido. No es posible retomar aquí de manera
detallada y exhaustiva las formas en las que los distintos autores bíblicos ofrecen
un testimonio del origen divino de su locución; baste señalar algunos modelos que,
con acentos diversos, se encuentran en los distintos libros de la Sagrada Escritura.
143. De una forma igualmente difundida la Biblia pone de manifiesto que el hombre
inspirato cuenta con la participación activa de colaboradores, dotatos de
competencia literaria y de total confianza, los cuales no sólo ayudaron a los autores
principales, sino que además recogieron nuevos materiales, adaptaron los ya
existentes a las nuevas necesidades de los destinatarios y realizaron, generación
tras generación, un imponente trabajo redaccional de importancia decisiva para la
calidad del texto bíblico. El carisma profético estuvo ciertamente activo en estos
redactores anónimos, los cuales atestiguan indirectamente su conciencia de
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transmitir las palabras del Señor en el acto mismo de transmitir el escrito marcado
por su contribución específica.
144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la
fundamental de atestiguar la verdad, entendida no como una suma de
informaciones exactas sobre diversos aspectos del conocimiento humano, sino
como revelación de Dios mismo y de su plan de salvación. La Biblia da a conocer,
en efecto, el amor de Dios, manifestado en el Verbo hecho carne, quien por medio
del Espíritu conduce a la perfecta comunión de los hombres con Dios (Dei Verbum,
n. 2).
De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como
objetivo la salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el pasado y
recurrentes aún hoy– debido a inexactitudes, contradicciones de orden geográfico,
histórico, científico, más bien frecuentes en la Biblia, objeciones que pretenden
cuestionar la fiabilidad del texto sagrado y, en consecuencia, su mismo origen
divino, son rechazadas por la Iglesia con la afirmación de “que los libros de la
Escritura enseñan firmemente, fielmente y sin error, la verdad que Dios, por nuestra
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salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras” (Dei Verbum, n. 11).
Esta es la verdad que da plenitud de sentido a la existencia humana y esto es lo
que Dios ha querido dar a conocer a todas las gentes.
Verdad multiforme
Esta polifonía de voces sagradas le se ofrece como modelo a la Iglesia, para que
asuma en el presente la misma capacidad de conjugar el mensaje que debe
transmitir a los hombres con el necesario respeto a la variedad multiforme de las
experiencias individuales, de las culturas y de los dones otorgados por Dios.
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particular, de oipiniones fgruto de experiencias y preocupaciones características de
un momento específico del pueblo de Dios. La labor desarrollada por los redactores
en orden a dar cierta coherencia doctrinal y práctica al texto sagrado no ha
eliminado en modo alguno las huellas de la historia, desvelando sus titubeos y sus
imperfecciones, tanto en el ámbito teológico como en el antropológico. Deber del
intérprete es, pues, evitar la lectura fundamentalista de la Escritura y situar de este
modo las diversas formulaciones en su contexto histórico, según los géneros
literarios entonces al uso. Es acogiendo esta modalidad de la Revelación divina
como seremos conducidos al misterio de Cristo, manifestación plena y definitiva de
la verdad de Dios en la historia de los hombres.
Verdad canónica
Resulta claro, sin embargo, que, en la perspectiva cristiana, la verdad del escrito
bíblico se da en el testimonio sobre el Señor Jesús, “mediador y plenitud de toda la
revelación” (Dei Verbum, n. 2), Él que se define “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6).
Esta centralidad esencial del misterio de Cristo no excluye, sino que más bien
resalta las tradiciones antiguas, que, como afirma el mismo Cristo, hablan de Él (cf.
Jn 5,39) y de la salvación definitiva que se realizó en su muerte y resurrección
Cristo es, en su infinito misterio, el centro que ilumina toda la Escritura.
148. Se hace aquí una alusión a la forma en que hay que comprender la relación
entre la Sagrada Escritura y las tradiciones literarias de otras religiones. Tal cuestión
es de una apremiante actualidad para el diálogo interrelioso; su solución no es
ciertamente cómoda, puesto que se debe conjugar el principio irrenunciable de la
“unicidad y universalidad del misterio de Jesucristo y de la Iglesia” (como reza el
título de la Declaración “Dominus Iesus” de la Congregación para la Doctrina de la
Fe) con el justo aprecio justo por los tesoros espirituales de otras religiones. El
presente Documento no ha explicitado las líneas, que, a partir de la Sagrada
Escritura, podrían sugerirse a la atención teológica y pastoral de la Iglesia. Con todo
baste evocar la figura de Balaán (Nm 24) para evidenciar que la profecia (inspirada)
no es prerrogativa del pueblo de Dios, y recordar que S. Pablo, en el discurso del
Areópago, expresión una adhesión convencida a las intuiciones de los poetas y
filósofos griegos (cf. Hch 17,28). Por otra parte, se reconoce plenamente que la
literatura del Antiguo Testamento es deudora en buena medida de cuanto se había
escrito en Mesopotamia y Egipto y que también los libros del Nuevo Testamento se
nutren ampliamente del patrimonio cultural del mundo griego. Las semina Verbi se
hallan esparcidas en el mundo y por ello mismo no pueden quedar encerradas en el
solo texto de la Biblia. La Iglesia ha definido lo que considera inspirado, pero no se
ha manifestado negativamente sobre todo el resto. Sin embargo, la Palabra de Dios
transmitida en las Escrituras canónicas, en particular en la parte de la misma que
atestigua directamente al Verbo hecho carne, constituye el principio de
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discernimiento de la verdad de cualquier otro testimonio religioso, bien sea en la
Iglesia o bien en las diversas tradiciones de los diferentes pueblos de la tierra.
149. Así, pues, la Iglesia, cuerpo vivo de lectores creyentes, intérpretes autorizados
del texto inspirado, es la mediación de la acogida y la proclamación de la verdad de
la Escritura en cualquier momento histórico y, consiguientemente, también hoy.
Puesto que la Iglesia está dotada del Espíritu Santo, es realmente “columna y
fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15), en la medida en que transmite fielmente al
mundo la Palabra que la constituye. Su misión se desarrolla anunciando con
franqueza (parrhesia) a Cristo Jesús como Salvador único y definitivo (Hch 4,12);
pero es también deber de la Iglesia, en su condición de maestra, ayudar a los fieles
y a los hombres que buscan la verdad a interpretar correctamente los textos
bíblicos, mediante metodologías oportunas y presupuestos hermenéuticos
apropiados. En esto ha sido especialmente útil un anterior Documento de la
Pontificia Comisión Bíblica sobre La interpretación de la Biblia en la Iglesia, del año
1993.
De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas
sobre la tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus
filones literarios parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por
representar concepciones judías superadas, costumbres o prácticas jurídicas
discutibles o incluso reprobables, relatos que parecen carentes de fundamento
histórico. De ello se sigue un descrédito difuso del texto sagrado y una
desconfianza larvada sobre su utilidad pastoral, hasta el punto de cuestionar la
misma inspiración de ciertas partes de la Biblia y consiguientemente su verdad. Por
todo ello no basta afirmar, de modo genérico, que en el Antiguo Testamento se
encuentran “cosas imperfectas y adaptadas a su época” (Dei Verbum, n. 15), o
recordar que también los escritores del Nuevo Testamento fueron deudores de la
mentalidad de su tiempo; si es justo reafirmar el principio de la encarnación,
aplicándolo de forma análoga a la puesta por escrito de la Revelación divina,
también es obligado señalar que, en esa debilidad humana resplandece en
cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco basta eliminar, en nombre de una
prudente solicitud pastoral, suprimir de la lectura pública en las asambleas litúrgicas
los pasajes problemáticos; quien conoce todo el texto podrá incluso recelar de una
reducción del patrimonio sagrado o acusar a los pastores de ocultar de forma
indebida los aspectos difíciles de la Biblia.
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Este Documento de la Pontificia Comisión Bíblica ha seleccionado por ello algunos
de los mayores problemas que plantean actualmente alguna dificultad al lector y ha
sugerido algunas pistas para una interpretación posible de los mismos, en el marco
de nuestra fe. Es posible que la brevedad del tratamiento no guste a todos, pero los
principios hermenéuticos expuestos y algunas indicaciones concretas a cuestiones
específicas no dejarán de ser útiles.
[2] Cf., sobre este punto, PCB, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento
cristiano, BAC, Madrid 2009, n. 20.
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