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PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD 
DE LA SAGRADA ESCRITURA

La Palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo

ÍNDICE

Prólogo

Introducción general

1. La liturgia de la Palabra y su contexto eucarístico


2. El contexto del estudio de la inspiración y la verdad de la Biblia
3. Las tres partes del documento

Primera parte: El testimonio de los escritos bíblicos sobre su proveniencia


de Dios

1. Introducción

1.1. Revelación e inspiración en la  Dei Verbum  y en la  Verbum Domini


1.2. Los escritos bíblicos y su proveniencia de Dios
1.3. Los escritos del Nuevo Testamento y su relación con Jesús
1.4. Criterios para la verificación de la relación con Dios en los escritos bíblicos

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su
pueblo por medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible y
llama a la conversión
2.3. Los Salmos 
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión

3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

3.1. Los cuatro Evangelios


3.2. Los Evangelios sinópticos
3.3. El Evangelio de Juan
3.4. Los Hechos de los Apóstoles
3.5. Las cartas del Apóstol Pablo
3.6. La carta a los Hebreos
3.7. El Apocalipsis

4. Conclusión

4.1. Una mirada global sobre la relación “Dios – autor humano”


4.2. Los escritos del Nuevo Testamento testimonian la inspiración del Antiguo
Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo
4.3. El proceso de la formación literaria de los escritos bíblicos y la inspiración
4.4. En camino hacia un Canon de los dos testamentos
4.5. La recepción de los libros bíblicos y la formación del Canon

Segunda parte: El testimonio de los libros bíblicos sobre su verdad

1. Introducción

1.1. La verdad bíblica según la  Dei Verbum


1.2. El centro de nuestro estudio sobre la verdad bíblica

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

2.1. Los relatos de la creación (Génesis 1-2)


2.2. Los decálogos (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21)
2.3. Los libros históricos
2.4. Los libros proféticos
2.5. Los Salmos
2.6. El Cantar de los Cantares
2.7. Los libros sapienciales 
2.7.1. El libro de la Sabiduría y el Eclesiástico: la filantropía de Dios
2.7.2. El libro de Job y el libro del Eclesiastés: la inescrutabilidad de Dios

3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

3.1. Los Evangelios
3.2. Los Evangelios sinópticos
3.3. El Evangelio de Juan
3.4. Las cartas del Apóstol Pablo
3.5. El Apocalipsis
4. Conclusión

Tercera Parte: La interpretación de la Palabra de Dios y sus desafíos

1. Introducción

2. Primer desafío: Problemas históricos

2.1. El ciclo de Abrahán (Génesis)


2.2. El paso del mar (Éxodo 14)
2.3. Los libros de Tobías y de Jonás
2.3.1. El libro de Tobías
2.3.2. El libro de Jonás
2.4. Los evangelios de la infancia
2.5. Los relatos de milagros
2.6. Los relatos pascuales

3. Segundo desafío: Problemas éticos y sociales

3.1. La violencia en la Biblia


3.1.1. La violencia y sus remedios legales
3.1.2. La ley del exterminio
3.1.3. La oración que pide venganza
3.2. El estatuto social de las mujeres

4. Conclusión

Conclusión General

Prólogo

La vida de la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios. Esta es trasmitida en la


Sagrada Escritura, o sea en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Según la fe de la Iglesia estos escritos están inspirados, tienen por autor a Dios,
quien para su redacción se ha servido de hombres escogidos por Él. Por causa de
su inspiración divina, los libros bíblicos comunican la verdad. Todo su valor para
la vida y la misión de la Iglesia depende de su inspiración y de su verdad. Los
escritos que no provienen de Dios no pueden comunicar la Palabra de Dios y los
escritos que no son verdaderos no pueden fundar y animar la vida y la misión de
la Iglesia. Sin embargo, la verdad presente en los textos sagrados no es siempre
fácilmente reconocible. A veces hay ahí, al menos aparentemente, contrastes
entre lo que se lee en los relatos bíblicos y los resultados de las ciencias naturales
e históricas. Estas parecen contradecir lo que afirman los escritos bíblicos y poner
en duda su verdad. Es obvio que esta situación compromete también la
inspiración bíblica: si lo comunicado en la Biblia no es verdadero, ¿cómo puede
tener a Dios por autor? A partir de estos interrogantes la Pontificia Comisión
Bíblica se ha esforzado en indagar sobre la relación que existe entre inspiración y
verdad y en verificar de qué modo tratan estos conceptos los mismos escritos
bíblicos. Ante todo se debe constatar que raramente hablan los escritos sagrados
directamente de inspiración (cf. 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,20-21), aunque muestran
continuamente la relación entre sus autores humanos y Dios, y expresan así su
proveniencia de Dios. En el Antiguo Testamento esta relación que vincula al
autor humano con Dios y viceversa es atestiguada con formas y características
diversas. En el Nuevo Testamento cada relación con Dios es mediada por la
persona de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Él, Palabra de Dios que se ha hecho
visible (cf. Jn 1,1.14), es el mediador de todo lo que proviene de Dios.

En la Biblia se encuentran muchos y diversos temas. Una lectura atenta de la


misma muestra sin embargo que el tema principal y dominante es Dios y su plan
de salvación para los seres humanos. La verdad que encontramos en la Sagrada
Escritura concierne esencialmente a Dios y a su relación con las criaturas. En el
Nuevo Testamento la definición más elevada de este vínculo se encuentra en las
palabras de Jesús: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre
sino por mí» (Jn 14,6). Al ser la Palabra de Dios encarnada (cf. Jn 1,14),
Jesucristo es la verdad perfecta sobre Dios, revela a Dios como Padre y ofrece el
acceso a Él, fuente de toda vida. Las otras definiciones sobre Dios que se
encuentran en los escritos bíblicos se orientan hacia esta Palabra de Dios que se
ha hecho hombre en Jesucristo, quien pasa a ser la clave de interpretación.

Tras haber tratado el concepto de inspiración en los testimonios de los libros


bíblicos, la relación entre Dios y los autores humanos y cuál es la verdad que
tales escritos nos transmiten, la reflexión de la Comisión Bíblica se ha detenido a
examinar algunas dificultades que parecen problemáticas desde el punto de vista
histórico o ético-social. Para responder a estos interrogantes es necesario leer y
comprender de manera adecuada los textos que plantean dificultades, teniendo en
cuenta los resultados de las ciencias modernas y al mismo tiempo su tema
principal, o sea Dios y su plan de salvación. Tal aproximación muestra que es
posible superar y explicar las dudas que se suscitan contra la verdad y la
proveniencia de Dios.
El presente documento de la Comisión Bíblica no constituye una declaración
oficial del Magisterio de la Iglesia sobre el tema, ni pretende exponer una
doctrina completa sobre la inspiración y sobre la verdad de la Sagrada Escritura,
sino sólo referir los resultados de un atento estudio exegético de los textos
bíblicos en lo que concierne a su proveniencia de Dios y su verdad. Las
conclusiones se ofrecen ahora a las otras disciplinas teológicas para que las
completen y profundicen de acuerdo con los puntos de vista propios.

Agradezco a los miembros de la Comisión Bíblica su dedicación paciente y


competente, mientras expreso el deseo de que su trabajo contribuya en toda la
Iglesia a una escucha cada vez más atenta, grata y gozosa de la Sagrada Escritura
como Palabra que viene de Dios y habla de Dios para la vida el mundo.

22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro

GERHARD Card. MÜLLER


Presidente

LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA

La Palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo

«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de
empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá
a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-
11).

«En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los


padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha
nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos» (Heb
1,1-2)

INTRODUCCIÓN GENERAL

1. Al Sínodo de los Obispos del 2008 se le encomendó tratar el tema La Palabra


de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. En su Exhortación Apostólica
postsinodal Verbum Domini el Santo Padre Benedicto XVI retomó y profundizó
la temática del Sínodo, subrayando en particular lo siguiente: «Ciertamente, la
reflexión teológica ha considerado siempre la inspiración y la verdad como dos
conceptos clave para una hermenéutica eclesial de las Sagradas Escrituras. Sin
embargo, hay que reconocer la necesidad actual de profundizar adecuadamente
en esta realidad, para responder mejor a lo que exige la interpretación de los
textos sagrados según su naturaleza. En esa perspectiva, expreso el deseo de que
la investigación en este campo pueda progresar y dar frutos para la ciencia bíblica
y la vida espiritual de los fieles» (n.19: en la traducción de la Verbum Domini he
seguido la que aparece en la web del Vaticano). Respondiendo al deseo del Santo
Padre la Pontificia Comisión Bíblica se propone ofrecer una contribución para
una comprensión más adecuada de los conceptos de inspiración y verdad, muy
consciente de que ello corresponde de modo eminente a la naturaleza de la Biblia
y a su significado para la vida de la Iglesia.

La asamblea litúrgica es el lugar más significativo y solemne para la


proclamación de la Palabra de Dios, y es además aquel en el que todos los fieles
encuentran la Biblia. En el culto eucarístico –que consta de dos partes
principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística (cf. Sacrosanctum
Concilium, n. 56)– la Iglesia celebra «el misterio pascual leyendo “cuanto se
refiere a él en toda las Escritura” (Lc 24,27), celebrando la Eucaristía, en la que
“se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte”, y dando gracias
al mismo tiempo “a Dios por el don inefable” (2 Cor 9,15) en Cristo Jesús, “para
alabanza de su gloria” (Ef 1,12), por la fuerza del Espíritu Santo» (Sacrosanctum
Concilium, n.6)[1].

En el centro de esta asamblea están la presencia de Jesús, revelador de Dios


Padre, por su palabra y su obra salvífica, y la unión de la comunidad de los fieles
con él. El objetivo de la entera celebración es hacer presente a Jesús en medio de
la comunidad de los creyentes y favorecer el encuentro y la comunión con él y
con Dios Padre. Cristo en su misterio pascual es proclamado en la lectura de la
Palabra de Dios y celebrado en la liturgia eucarística.

1. La liturgia de la Palabra y su contexto eucarístico

2. El domingo de cada semana, el domingo, es decir, en el día del Señor, que la


Iglesia considera como «la fiesta primordial» (Sacrosanctum Concilium, n.106),
se celebra la resurrección de Cristo con un gozo y solemnidad especiales. Este
día, en el que «la mesa de la palabra de Dios [debe ser] preparada a los fieles con
mayor abundancia» (Sacrosanctum Concilium, n.51), se cantan algunos
versículos de los salmos y se proclaman tres fragmentos bíblicos, tomados,
habitualmente, uno del Antiguo Testamento, otro de los escritos no evangélicos
del Nuevo Testamento, y un tercero de uno de los cuatro Evangelios. Después de
leer cada uno de los dos primeros fragmentos, el lector dice: «Palabra de Dios» y
los fieles responden: «Demos gracias a Dios». Al término de la proclamación del
Evangelio el diácono o el sacerdote proclama: «Palabra del Señor» y el pueblo
responde: «Gloria a ti, Señor Jesús». Mediante este breve diálogo se resaltan dos
características de la lectura y de la escucha: el lector subraya la importancia de la
acción que ha realizado y pide a los oyentes que tomen plena conciencia de que
lo que se les ha comunicado es verdaderamente la Palabra de Dios o, más
específicamente, la Palabra del Señor (Jesús), el cual es en su misma persona la
Palabra de Dios (cf. Jn 1,1-2). Los fieles, por su parte, expresan la actitud de
humilde reverencia con que acogen la Palabra que Dios les dirige: llenos de
reconocimiento, escuchan con sentimientos de alabanza y de júbilo la Buena
Noticia del Señor Jesús.

Aunque estas características no se realizan siempre de manera perfecta, la liturgia


de la Palabra constituye un lugar privilegiado de comunicación: Dios en su
benevolencia se dirige a su pueblo con palabras humanas, y este acoge con
sentimientos de gratitud y alabanza la Palabra de Dios. En la liturgia de la
Palabra y sobre todo en la liturgia eucarística se celebra el misterio pascual de
Cristo, culmen y cumplimiento de la comunicación de Dios con la humanidad.
En ella se realiza la redención de los humanos y, al mismo tiempo, la más alta y
perfecta glorificación de Dios. La celebración no es una formalidad ritual, sino
que se orienta a lograr que los fieles «aprendan a ofrecerse a sí mismos […] y se
perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para
que, finalmente, Dios sea todo en todos» (Sacrosanctum Concilium, n. 48). El
hecho de que Dios dirija su palabra a los hombres en la historia de la salvación y
envíe a su Hijo, que es su Palabra encarnada (Jn 1,14), tiene el solo objetivo de
ofrecer a los hombres la unión con Él.

2. El contexto del estudio de la inspiración y de la verdad de la Biblia

3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios en la
liturgia de la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística, podemos
afirmar que nosotros la escuchamos en un contexto teológico, cristológico,
soteriológico y eclesiológico. Dios ofrece la salvación, de modo definitivo y
perfecto en su Cristo, realizando la comunión entre Él mismo y sus criaturas
humanas, que son representadas por su Iglesia. Este lugar, que es el más
apropiado para la proclamación de la Sagrada Escritura, constituye también el
contexto más adecuado para estudiar la inspiración y la verdad. Como hemos
dicho, después de la proclamación de los correspondientes textos bíblicos se
afirma siempre que son «Palabra de Dios» (o «Palabra del Señor»). Esta
expresión puede ser entendida en un doble sentido: ante todo, como palabra que
proviene de Dios, pero también como palabra que habla de Dios. Estos dos
significados están íntimamente relacionados. Solo Dios conoce a Dios; en
consecuencia, solo Dios puede hablar de Dios de un modo adecuado y fiable. Por
ello solo una palabra que proviene de Dios puede hablar justamente de Dios. La
expresión «Palabra de Dios» invita a los fieles a tomar conciencia de lo que están
escuchando y a prestarle una atención correspondiente. Los fieles deben tener la
reverencia y la gratitud debidas a la Palabra que proviene de Dios, y deben estar
atentos para entender y comprender lo que esta Palabra comunica sobre Dios, y
entrar así en una unión cada vez más viva con Él.

El presente escrito, dedicado a «La Inspiración y la Verdad de la Sagrada


Escritura», desarrollará estos dos aspectos. Cuando se declara la inspiración de la
Biblia, se afirma que todos sus libros «tienen a Dios por autor y como tales han
sido transmitidos a la Iglesia» (Dei Verbum, n.11). Así, pues, al estudiar la
inspiración de la Biblia, pretendemos verificar lo que dicen los mismos escritos
bíblicos acerca de su proveniencia de Dios. En lo que se refiere a la verdad de la
Biblia, debemos tener presente ante todo el hecho de que, a pesar de que en ella
se tratan temas múltiples y diversos, el asunto primario y central de la misma es
uno: Dios mismo y la salvación. Para obtener informaciones fiables sobre
cuestiones de todo tipo hay otras muchas fuentes documentales y otras muchas
ciencias; pero, en cuanto Palabra de Dios, la Biblia es la fuente adecuada para
conocer a Dios. Según la Constitución dogmáticaDei Verbum del Concilio
Vaticano II, el contenido principal de la revelación es Dios mismo y su proyecto
de salvación para los hombres. En este texto conciliar se afirma, en efecto, desde
el primer capítulo: «Agradó a Dios en su bondad y sabiduría revelarse a Sí
mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9) en virtud del cual
los hombres, por medio de Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso al Padre en
el Espíritu Santo y llegan a ser partícipes de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2 Pe
1,4)» (Dei Verbum, n.2). La Biblia está al servicio de la transmisión de la
revelación (cf. Dei Verbum, nn.7-10). Por ello, al estudiar la verdad en la Biblia,
centraremos nuestra atención en este preciso motivo: ¿qué es lo que comunican
los diversos escritos bíblicos sobre Dios y su proyecto de salvación?

3. Las tres partes del documento

4. La primera parte de nuestro documento considera la inspiración de la Sagrada


Escritura indagando su proveniencia de Dios, mientras que la segunda estudia la
verdad de la Palabra de Dios, resaltando el mensaje sobre Dios y su proyecto de
salvación. Deseamos, por un lado, que aumente la conciencia de que esta Palabra
proviene de Dios y, por otro, que la atención de los oyentes y de los lectores de la
Biblia se concentre en lo que Dios quiere comunicarnos sobre sí mismo y sobre
su designio salvífico en favor de los hombres. Con la misma actitud con la que
celebramos el misterio pascual de Cristo como misterio de Dios y de nuestra
salvación, se nos invita a acoger la Palabra que Dios nos dirige lleno de amor y
de benevolencia. El objetivo es acoger, en comunión con los otros creyentes, el
don de poder escuchar y poder comprender lo que Él comunica sobre sí mismo,
de modo que ahondemos y renovemos la relación personal con él.

La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos plantea
la misma Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir su calidad
de Palabra de Dios. Señalamos aquí en concreto dos de los retos que se plantean
al lector: el primero procede del enorme progreso que se ha producido en los dos
últimos siglos en los conocimientos relativos a la historia, la cultura y las lenguas
de los pueblos del Próximo Oriente Antiguo, que era el ambiente de Israel y de
sus sagradas Escrituras. No es raro que se presenten fuertes contrastes entre los
datos de estas ciencias y lo que encontramos en el relato bíblico, cuando se lee
este último según el modelo de una crónica que refiriera puntualmente los
acontecimientos, incluso en un orden escrupulosamente cronológico. Tales
contrastes constituyen una primera dificultad y suscitan interrogantes sobre la
fiabilidad histórica de los relatos bíblicos. Otro reto lo plantea el hecho de que no
pocos textos bíblicos están marcados por la violencia. Podemos citar, como
ejemplo, los salmos de imprecación y también el que Dios da a Israel de
exterminar poblaciones enteras. Los lectores cristianos se sienten incómodos y
desorientados ante esos textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a
los cristianos el hecho de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles,
acusándolos además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia.
La tercera parte del documento quiere afrontar estos y otros retos de
interpretación, mostrando, por un lado, cómo superar el fundamentalismo (cf.
PCB, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, LEV, Città del Vaticano 1993:
cf. EB 1381-1390), y, por otro, cómo evitar el escepticismo. Albergamos la
esperanza de que, eliminando tales obstáculos, quede expedito el acceso a una
recepción madura y adecuada de la Palabra de Dios.

Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que,
profundizando la comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la
Palabra de Dios sea acogida por todos en la asamblea litúrgica y en cualquier otro
lugar, de un modo cada vez más acorde con este singular don de Dios, en el que
Él se comunica a Sí mismo e invita a los hombres a la comunión con Él.

PRIMERA PARTE

EL TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS BÍBLICOS S


OBRE SU PROVENIENCIA DE DIOS

1. Introducción
5. En un primer parágrafo examinamos cómo la Constitución dogmática Dei
Verbum del Concilio Vaticano II y la exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini entienden la revelación y la inspiración, es decir, las dos acciones divinas
que resultan fundamentales para cualificar la Sagrada Escritura como Palabra de
Dios. Mostramos luego el modo en que los escritos bíblicos muestran que
provienen de Dios; en el caso del Nuevo Testamento nos encontramos con la
particularidad de que la relación con Dios se establece sólo a través de Jesús.
Concluiremos con una reflexión sobre los criterios apropiados para indagar el
testimonio de los escritos bíblicos acerca de su proveniencia de Dios.

1. 1. Revelación e inspiración en la Dei Verbum y en la Verbum Domini

Sobre la revelación afirma la Dei Verbum [DV]: «Agradó a Dios en su bondad y


sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef
1,9) en virtud del cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo hecho carne,
tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y llegan a ser partícipes de la
naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2 Pe 1,4)» (n. 2). Dios se revela en una «economía
de la revelación» (cf. DV, n. 2) que se manifiesta en la creación: «Dios, que por
su Verbo crea todas las cosas (cf. Jn 1,3) y las conserva, ofrece a los hombres un
testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rom 1,19-20)” (DV, n. 3;
cf. Verbum Domini [VD], n. 8). Dios se revela especialmente en el hombre,
creado «a su imagen» (Gén 1,27; cf. VD, n. 9). La revelación acontece además
«por hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí» (DV, n. 2), en la
historia de la salvación del pueblo de Israel (DV, nn. 3.14-16), y alcanza su
culminación «en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la
revelación» (DV, n. 2; cf. DV, nn. 4.17-20). Hablando de su dimensión
trinitaria, Verbum Domini, n.20 dice: «La culminación de la revelación de Dios
Padre es ofrecida por el Hijo con el don del Paráclito (cf. Jn 14,16), Espíritu del
Padre y del Hijo, que nos “guía a toda la verdad” (Jn 16,13)».

La inspiración afecta propiamente a los libros de la Sagrada Escritura. La Dei


Verbum –según la cual Dios es el «inspirador y autor de los libros de uno y otro
Testamento» (n.16)– afirma de manera más detallada: «En la composición de los
libros sagrados, Dios eligió a hombres a los que empleó en pleno uso de sus
facultades y capacidades; de manera que al actuar él en ellos y mediante ellos,
transmitieran por escrito como verdaderos autores todo aquello y sólo aquello
que él quisiera» (n.11). Así, pues, en cuanto actividad de Dios, la inspiración
atañe directamente a los autores humanos: son éstos los que son inspirados
personalmente. Pero también de los escritos compuestos por ellos se dice que son
inspirados (DV, nn. 11.14).

1. 2. Los escritos bíblicos y su proveniencia de Dios


6. Hemos visto que Dios es el autor único de la revelación y que los libros de la
Sagrada Escritura, que están al servicio de la transmisión de la revelación divina,
han sido inspirados por Él. Dios es «autor» de estos libros (DV, n. 16), pero por
medio de hombres que Él ha escogido. Éstos no escriben al dictado, sino que son
«verdaderos autores» (DV, n. 11), que emplean sus propias facultades y
capacidades. La Dei Verbum, n. 11 no especifica en los particulares cuál sea esta
relación entre los hombres y Dios, aunque en las notas (18-20) remite a una
explicación tradicional basada en la causalidad principal e instrumental.

Volviéndonos a los libros bíblicos e indagando lo que ellos mismos dicen sobre
su inspiración, constatamos que en la Biblia sólo dos escritos del Nuevo
Testamento hablan explícitamente de la inspiración divina, que afirman para
escritos del Antiguo Testamento. En 2 Tim 3,16 se dice: «Toda Escritura es
inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para
educar en la justicia». Por su parte, 2 Pe 1,20-21 afirma: «Sabiendo, sobre todo,
lo siguiente: que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta
propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que,
movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios». La escasa
recurrencia rara del término «inspiración» comporta que no podamos limitar
nuestra búsqueda a un campo semántico tan restringido.

Sin embargo al estudiar de cerca los textos bíblicos constatamos el hecho


relevante de que en ellos se explicita constantemente la relación entre sus autores
y Dios. Esto ocurre de diversos modos, cada uno de los cuales manifiesta con
claridad que los respectivos escritos provienen de Dios. Nuestro estudio pretende
individuar en los textos de la Sagrada Escritura los indicios de la relación entre
autores humanos y Dios, mostrando así la proveniencia divina de estos libros, o
lo que es lo mismo su carácter inspirado. Queremos presentar una especie de
fenomenología de la relación «Dios – autor humano», de acuerdo con las
modalidades en las se atestigua esta relación en las páginas de la Biblia y
subrayando así su condición de Palabra que proviene de Dios. Así, pues, la PCB
no pretende demostrar en este documento el hecho de la inspiración de los
escritos bíblicos, tarea propia de la teología fundamental. Partimos más bien de la
verdad de fe según la cual los libros de la Sagrada Escritura están inspirados por
Dios y comunican su Palabra; nuestra aportación consistirá únicamente en
esclarecer mejor su naturaleza, tal como resulta del testimonio de los mismos
escritos.

Al fenómeno peculiar de que los libros bíblicos atestiguan la relación de sus


autores con Dios y que provienen de Él podemos denominarlo «autotestimonio».
Este testimonio específico será el centro de nuestras indagaciones.
7. Los documentos eclesiales que hemos citado varias veces (Dei
Verbum y Verbum Domini) distinguen entre «revelación» e «inspiración»,
considerándolas dos acciones divinas distintas. La «revelación» se presenta como
el acto fundamental de Dios mediante el cual Él comunica qué y cuál es el
misterio de su voluntad (cf. DV, n. 2), capacitando además, al mismo tiempo, al
hombre para recibir la revelación. La «inspiración» aparece en cambio como la
acción mediante la cual Dios habilita a ciertos hombres, escogidos por Él, para
transmitir fielmente su revelación por escrito (cf. DV, n. 11). La inspiración
presupone la revelación y está al servicio de la transmisión fiel de la revelación
en los escritos de la Biblia.

El testimonio de los escritos bíblicos sólo permite entresasacar algunos indicios


sobre la relación específica entre el autor humano y Dios en lo que se refiere la
actividad de escribir. Ello explica que la fenomenología que nos proponemos
presentar, concerniente tanto a la relación entre el autor humano y Dios como a la
proveniencia divina de los textos escritos, constituye un cuadro bastante general
y variado. Veremos que el concepto específico de inspiración no se explicita casi
nunca ni se dilucida conceptualmente en la Escritura. Lo cual se debe a la
naturaleza propia de los testimonios que ofrecen los diversos libros bíblicos; en
efecto, bien es verdad que, por un lado, los textos se refieren constantemente a la
proveniencia divina de su contenido y su mensaje, por otro dicen poco o nada
sobre el modo en que fueron escritos o sobre su condición de documentos
escritos. Como consecuencia de ello el concepto amplio de revelación o el más
específico de su puesta por escrito (inspiración) son contemplados como un
proceso único. Muy frecuentemente se habla de tal modo que al referirse a uno se
está pensando en el otro. Sin embargo, por el simple hecho de que las
afirmaciones que citamos proceden de textos escritos, resulta evidente que los
autores de los mismos aseveran implícitamente que sus textos constituyen la
expresión final y el depósito estable de los actos reveladores de Dios.

1.3. Los escritos del Nuevo Testamento y su relación con Jesús

8. Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una
situación específica: la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en
ellos mediante la persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el
mismo Jesús de modo muy preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6),
afirmación esta que se funda en el conocimiento singular que el Hijo tiene del
Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).

Es significativo e instructivo el comportamiento de Jesús en el trato con sus


discípulos. Los evangelios dan cuenta de la formación que les imparte; en ella se
manifiesta de modo paradigmático el tipo de relación con Jesús o con Dios que
resulta esencial para que la palabra de un apóstol o el escrito de un evangelista
lleguen a ser «Palabra de Dios». Según nuestras fuentes, Jesús mismo no escribió
nada ni dictó nada a sus discípulos. Lo que hizo realmente se puede resumir de
esta manera: llamó a algunos hombres a que lo siguieran, compartieran su vida,
lo asistieran en su actividad, adquirieran un conocimiento cada vez más hondo de
su persona, crecieran en la fe en él y en la comunión de vida con él. Este es el
don que Jesús hizo a sus discípulos, el modo en que los preparó para ser sus
apóstoles que anunciaran su mensaje; la palabra de estos es tal que Jesús presenta
a los futuros cristianos como «los que creerán en mí por su palabra» (Jn 17,20).
Y dice a sus misioneros: «Quien a vosotros escucha, me escucha a mí; quien a
vosotros rechaza, me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me
ha enviado» (Lc 10,16 cf. Jn 15.20). La palabra de sus enviados puede constituir
el fundamento de la fe de todos los cristianos por la sola razón de que, al tener su
origen en la intimísima unión con Jesús, es palabra de Jesús. La relación personal
con el Señor Jesús, vivida con una fe viva y consciente en su Persona, constituye
el fundamento básico de la «inspiración» que vuelve a los apóstoles capaces de
comunicar, oralmente o por escrito, el mensaje de Jesús, que es «Palabra de
Dios». Lo decisivo no es la comunicación de palabras pronunciadas literalmente
por Jesús, sino el anuncio de su Evangelio. Un ejemplo típico de este hecho es el
Evangelio de Juan, del que se dice que cada una de sus palabras manifiesta el
estilo de Juan y al mismo tiempo comunica fielmente cuanto Jesús ha dicho.

9. Se establece aquí, precisamente sobre la base del Evangelio de Juan, una
conexión íntima entre la naturaleza de la relación con Jesús y con Dios
(«inspiración») y el contenido del mensaje que es comunicado como Palabra de
Dios («verdad»). El mensaje central de Jesús, según el Evangelio de Juan, es
este: Dios Padre y su amor desbordante por el mundo, revelado en su Hijo (cf. Jn
3,16); lo cual corresponde a lo que afirma Dei Verbum, n. 2: Dios y su salvación.
Este mensaje no puede ser recibido y comprendido con enfoque cognitivo de
carácter únicamente intelectual o puramente memorístico, sino sólo mediante una
relación intensamente viva y personal, es decir, acorde con el tipo de relación con
la que Jesús formó a sus discípulos. De Dios y de su amor se puede hablar
siempre de manera formal y correcta, pero sólo la fe viva en Él y su amor hacen
posible recibir el don de Dios y dar testimonio de él. Constatamos, pues, que el
mensaje central («verdad») y el modo de recibirlo para atestiguarlo
(«inspiración») se condicionan recíprocamente: se trata siempre de la comunión
de vida más intensa y personal con el Padre, revelada por Jesús: comunión de
vida, que es la salvación.

1.4 Criterios para la verificación de la relación con Dios en los escritos


bíblicos
10. Según cuanto hemos visto en los evangelios, la finalidad principal de la
formación impartida por Jesús a sus discípulos es la fe viva en Jesús, Hijo de
Dios, en la cual se expresa la relación fundamental de aquellos con Jesús y con
Dios. Esta fe es un don del Espíritu Santo (cf, Jn 3,5; 16,13) y se vive en una
unión íntima, consciente y personal, con el Padre y con el Hijo (cf. Jn 17,20.23).
Mediante esta fe los discípulos quedan conectados con la persona de Jesús, que
es «mediador y plenitud de toda la revelación» (DV, n. 2), de quien reciben
además él los contenidos de su testimonio apostólico, tanto en su expresión oral
como escrita. Por el hecho de provenir de Jesús, que es Palabra de Dios, dicho
testimonio no puede ser otra cosa que Palabra que proviene de Dios. La relación
personal de fe (1) con la fuente a través de la que Dios se revela (2) son los dos
elementos decisivos para hacer que las palabras y las obras de los apóstoles
provengan de Dios.

Jesús es «el punto culminante de la revelación de Dios Padre» (Verbum


Domini, n.20), punto culminante precedido por una rica «economía» de la
revelación divina. Como hemos indicado ya, Dios se revela en la creación (DV,
n. 3) y especialmente en el hombre creado «a su imagen» (Gén 1,27). Se revela
sobre todo en la historia del pueblo de Israel «hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí» (DV, n. 2). De este modo se delinean diversas formas de la
revelación de Dios, que alcanza su plenitud y su culminación en la persona de
Jesús (Heb 1,1-2).

En el caso de los evangelios (y más en general de los escritos apostólicos) los dos
elementos decisivos para la proveniencia de Dios son: la fe viva en Jesús (1) y la
persona de Jesús, que es la culminación de la revelación divina (2). En nuestro
estudio, dedicado a la proveniencia de Dios de los otros escritos bíblicos, nos
servirán estos dos criterios verificación: ¿qué fe personal en Dios (de acuerdo con
la fase específica de la «economía» de revelación) y qué forma de la revelación
divina se manifiestan en los diversos escritos? El escrito bíblico correspondiente
proviene de Dios mediante la viva fe de su autor en Dios y mediante la relación
de este autor con una forma determinada (o con diversas formas) de la revelación
divina. No es raro que un escrito bíblico se apoye en un texto inspirado
precedente y comparta así la misma proveniencia de Dios.

Con estos criterios se puede investigar útilmente el testimonio de los diversos


escritos bíblicos y se puede ver cómo provienen de Dios, por ejemplo, textos
legales, dichos sapienciales, oráculos proféticos, oraciones de todo tipo,
exhortaciones apostólicas, etc., y cómo, en consecuencia, Dios es autor de los
mismos mediante los autores humanos. De ello resulta que la modalidad concreta
de la proveniencia de Dios es diversa, según los casos, sin que pueda
parangonarse con un dictado divino simple y uniforme. Sin embargo lo que se
atestigua constantemente es la fe personal del autor humano en Dios y su
obediencia a las diversas formas de la revelación divina.

De este modo, estudiando los mismos escritos bíblicos e indagando el testimonio


que ofrecen acerca de la relación de sus autores con Dios, tratamos de mostrar
más en concreto de qué modo se presenta la inspiración en cuanto relación entre
Dios, inspirador y autor, y los hombres, verdaderos autores escogidos por Él.

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

11. Hemos seleccionado algunos libros representativos del Antiguo y del Nuevo


Testamento para ilustrar cómo se expresa en los mismos textos su proveniencia
de Dios. En el caso del Antiguo Testamento seguimos la distribución clásica en
Ley, Profetas y Escritos (cf. Lc 22,44); en este sentido hemos escogido para
nuestra investigación primero el Pentateuco, luego los Profetas y los Libros
históricos (también llamados «profetas anteriores») y, por último, los Salmos y el
libro del Eclesiástico.

2.1. El Pentateuco

La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos del
Pentateuco sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así, en
momentos especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de
poner por escrito, por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o
el texto de su renovación (Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece realizar el
significado de esas instrucciones poniendo por escrito otras cosas importantes
(Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la Torah (cf. Dt
27,3.8; 31,9). El libro del Deuteronomio valora en particular el papel específico
de Moisés, presentándolo como mediador inspirado de la revelación e intérprete
autorizado de la Palabra divina. Sobre esta base se ha desarrollado
armónicamente la idea tradicional de que Moisés es el autor del Pentateuco, de
modo que los libros de Moisés no sólo hablan de él, sino que además son
considerados obra suya.

Las afirmaciones centrales relativas al comunicarse de Dios se hallan en los


relatos del encuentro de Israel con Dios en el monte de Dios Sinaí/Horeb (Ex 19
– Núm 10; Dt 4ss). Estos relatos pretenden expresar con imágenes sugestivas la
idea de que Dios está en el origen del testimonio bíblico. Por lo tanto se puede
decir que el fundamento de la comprensión de la Biblia como Palabra de Dios se
puso en el Sinaí, puesto que allí Dios constituyó a Moisés como único mediador
de su revelación. A Moisés le corresponde poner por escrito la revelación divina,
para poder trasmitirla y preservarla como Palabra de Dios para los hombres de
todos los tiempos. Lo escrito no sólo hace posible la transmisión de la Palabra,
sino que suscita además claramente la pregunta sobre el autor humano, lo cual,
en el caso de la Biblia, lleva a la idea de que aquella es Palabra de Dios en
palabras humanas. Esta autocomprensión (cf. DV, n. 12) se expresa ya in nuce en
Ex 19,19, donde se dice que Dios respondía a Moisés «con un sonido»; se
descubre así que Dios «accede» a servirse del lenguaje humano, también y
precisamente en el caso del mediador de su revelación.

12. El origen divino de la palabra escrita se profundiza además sutilmente en el


relato del Sinaí. En este contexto el Decálogo se presenta como un documento
singular e incomparable; puede ser considerado el punto de partida de la idea del
origen divino de la Escritura (inspiración), pues, en cuanto texto, solo el
Decálogo se vincula a la idea de que ha sido escrito por el mismo Dios (cf. Ex
24,12; 31,18; 32,16; 34,1.28; Dt 4,13; 9,10; 10,4). Este texto que el mismo Dios
ha escrito en dos tablas de piedra es la base de la concepción de que los textos
bíblicos tienen un origen divino. El relato del Pentateuco desarrolla esta
concepción en dos direcciones. Por un lado está la autoridad especial que tiene el
Decálogo frente a todas las demás leyes e instrucciones de la Biblia, por otro
constatamos que el concepto de «escritura» (entendida como puesta por escrito)
está conectado de manera especial al mediador de la revelación, Moisés, de tal
modo que más tarde «Moisés» y Pentateuco pueden ser equiparados.

Respecto al primer aspecto, el del Decálogo escrito por Dios mismo, debemos
notar que la transmisión y la recepción de este texto particular se afirman en la
tradición de la Sagrada Escritura independientemente de su soporte material,
constituido por las dos tablas de piedra. No son las tablas sobre las que Dios ha
escrito las que son preservadas y veneradas, sino que es el texto que Dios ha
escrito el que llega a formar parte de la Sagrada Escritura (cf. Ex 20; Dt 5).

Los diez mandamientos que Dios ha puesto por escrito y ha entregado a Moisés –
y aquí llegamos al segundo aspecto– apuntan a la relación especial entre Dios y
el hombre en lo que toca a la Sagrada Escritura. En efecto Moisés no es
constituido mediador por razón de un plan divino, sino que Dios cede a la
petición de los hombres (Israel) que solicitan un mediador. Una vez que Dios se
ha dirigido directamente al pueblo de Israel (cf. Ex 19), el pueblo pide a Moisés
una mediación, por tener miedo del encuentro inmediato con Dios (cf. Ex 20,18-
21). Dios cede luego a la voluntad del pueblo e instituye a Moisés mediador,
hablando con él y comunicándole detalladamente sus instrucciones (Ex 20,22-
23,33). Moisés, al final, pone por escrito estas palabras, porque Dios estipula
mediante ellas su alianza con Israel (Ex 24,3-8). Para confirmar este hecho, Dios
promete dar a Moisés las tablas sobre las que Dios mismo ha escrito (cf. Ex
24,12). No se puede expresar de modo más claro y más profundo el hecho de que
la Sagrada Escritura, transmitida a lo largo de las generaciones de la comunidad
de fe de los judíos y de los cristianos, tenga su origen en Dios también y
precisamente en el caso de que haya sido redactada por hombres. Este auto-
testimonio de la Sagrada Escritura alcanza su cumplimiento cuando se afirma, al
final del Pentateuco, que Moisés mismo pone por escrito la instrucción inculcada
al pueblo de Israel antes de entrar en la tierra prometida (cf. Dt 31,9),
entregándosela como programa de vida a seguir en el futuro. Solamente cuando
los humanos se dejan interpelar por esta palabra de la Sagrada Escritura, que se
dirige a ellos, pueden reconocerla y acogerla «no como palabra humana, sino,
cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los
creyentes» (1 Tes 2,13).

2.2. Los libros proféticos y libros históricos

13. Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes
del Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de
su contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres
humanos: Moisés, el arquetipo de los profetas (Dt 18,18-22), en el Pentateuco;
los profetas, en los libros proféticos y en los libros históricos. Ahora se trata de
mostrar cómo los libros proféticos y los libros históricos afirman el origen divino
de su contenido.

2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su


pueblo por medio de sus mensajeros

Los libros proféticos se presentan como recopilaciones de lo que el Señor ha


dicho a su pueblo mediante los «autores» (presuntos) que dan nombre a las
respectivas recopilaciones. En efecto, estos libros declaran, con insistencia, que
el Señor es el autor de su contenido. Y lo hacen mediante diversas expresiones
que introducen o se intercalan en el discurso. Estas expresiones afirman o
suponen que los libros proféticos son discursos del Señor, y precisan que el Señor
se dirige a su pueblo por medio de los autores de los libros en cuestión. Y en
efecto una buena parte de los libros proféticos es puesta, formalmente, en boca
del Señor. Correlativamente, estos libros presentan a sus autores como personas a
las que Dios ha enviado con el cometido de transmitir un mensaje a su pueblo.

a. Las «fórmulas proféticas»

Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que
éstos son de origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de la
palabra del Señor». Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula puede
resumirse en la afirmación: «la palabra del Señor vino a …», seguida del nombre
del profeta, receptor de la palabra (como en los libros de Jeremías, Ezequiel,
Oseas, Joel, Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces también del nombre de sus
destinatarios (como en Ageo y Malaquías). Estos títulos declaran además que el
contenido de los libros en cuestión, sea puesto en boca de Dios o en la de los
profetas, es todo él palabra de Dios. Los demás títulos de los libros proféticos
informan de que éstos refieren el contenido de visiones tenidas por personajes,
cuyos nombres son Isaías, Amós, Abdías, Nahún y Habacuc. El título del libro
de Miqueas yuxtapone la «fórmula del acontecimiento de la palabra del Señor» a
la mención de la visión. Aunque no se diga explícitamente, en el contexto de los
libros proféticos, la causa de las visiones no puede ser sino el Señor mismo. Éste
es por lo tanto el autor de los libros en cuestión.

Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son
Palabra de Dios. Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto
hacen otro tanto. La expresión más frecuente, la «fórmula profética» por
excelencia, es «así dice el Señor». Al abrir el discurso con esta fórmula, el
profeta se presenta como mensajero del Señor. Informa así a sus oyentes de que
el discurso que les dirige no se debe a él, sino que tiene al Señor como autor.

Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los
libros proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el Señor».
A diferencia de la primera de estas expresiones, llamada «fórmula del
mensajero», que introduce los discursos, las dos últimas los cierran. Sirviendo de
firma puesta al final de un escrito, atestiguan que el Señor es el autor del discurso
que precede.

b. Los profetas, mensajeros del Señor

14. De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que los
autores de los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13), Jeremías
(1,4-10), Ezequiel (1,3-3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías y de Ezequiel
tienen por marco una visión. Probablemente lo mismo vale para Jeremías. El
relato de la misión de Isaías es una buena muestra del género, porque está
bastante desarrollado, aunque al mismo tiempo es muy conciso. En el consejo
divino, al que Isaías asiste en la visión, el Señor, buscando un voluntario,
pregunta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?», e Isaías responde:
«Heme aquí, envíame». Aceptando la oferta de Isaías, el Señor concluye: «Ve y
tú dirás a este pueblo…». Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-10). Estructurado
por los verbos «enviar, ir, decir», el relato concluye en el discurso del Señor que
Isaías tiene la tarea de trasmitir al pueblo. Lo mismo vale para los otros tres
«relatos de envío profético» arriba citados, que concluyen, también ellos, con la
orden que da el Señor a su enviado de trasmitir el mensaje que le comunica (Ez
2,3-4; 3,4-11; Am 7,15). En el relato del envío de Jeremías el Señor insiste en el
carácter perentorio de su mandato (cf. también Am 3,8) y contemporáneamente
en la exactitud que debe caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor
me dijo: No digas: “soy joven” porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y
dirás todo aquello que te ordene…» (Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos
relatos fundan el papel de mensajeros del Señor que los libros proféticos
reconocen a sus respectivos autores y, consiguientemente, fundan también el
origen divino de su mensaje.

2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible, y
llama a la conversión

a. Los libros de Josué – Reyes

15. En los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes el Señor toma frecuentemente
la palabra, como ocurre en los libros proféticos, a cuya colección pertenecen
también estos libros según la tradición judía. De hecho, en cada etapa de la
conquista de la Tierra Prometida, el Señor dice a Josué lo que debe hacer. En Jos
20,1-6 y 24,2-15 se dirige al pueblo por medio de Josué, quien cumple así la
función profética. En el libro de los Jueces, el Señor, o su Ángel, habla con
frecuencia a dirigentes, sobre todo a Gedeón, o al pueblo. El Señor actúa en
primera persona, salvo en Jue 4,6-7 y 6,7-9, cuando se sirve de la profetisa
Débora y de un profeta anónimo para dirigirse respectivamente a Barac y a todo
el pueblo.

En los libros de Samuel y de los Reyes, en cambio y salvo raras excepciones, el


Señor se dirige a sus destinatarios por medio de personajes proféticos. Sus
discursos están encuadrados en este caso por las mismas expresiones que
introducen o articulan los libros proféticos. En efecto, entre los libros bíblicos
son los de Samuel y los de los Reyes los que dan mayor relieve a los profetas y a
su actividad como mensajeros del Señor. En la mayor parte de los oráculos
reseñados por Samuel y Reyes, el Señor anuncia las desgracias que hará venir
sobre los dirigentes del pueblo, especialmente sobre este o aquel rey y su
dinastía, o sobre los reinos de Israel (cf. 1 Re 14,15-16) y de Judá (cf. 2 Re
21,10-15), por el hecho de que rinden culto a divinidades distintas de Él. Los
anuncios divinos de desgracia van seguidos habitualmente de la constatación de
su cumplimiento. Samuel y Reyes se presentan así, en buena medida, como una
sucesión de anuncios de desgracia y de su cumplimiento. Tal sucesión no
desaparece con la destrucción del reino de Judá. En la introducción a los relatos
de la conquista babilónica (597-587 a.C.), 2 Re 24,2 declara, en efecto, que la
destrucción de Judá fue obra del Señor, el cual realizaba así lo que había
anunciado «por medio de sus siervos, los profetas». Puesto que el Señor no deja
de cumplir lo que anuncia, su palabra es de una eficacia infalible. En otras
palabras, el Señor es el autor principal de la historia de su pueblo; anuncia los
acontecimientos, y hace que ocurran.

Como en los textos de los que se ha hablado, así también 2 Re 17,7-20 sintetiza
la historia de Israel y de Judá en una sucesión de discursos que el Señor les ha
dirigido por medio de «sus siervos, los profetas». Sin embargo el contenido de
los discursos es diverso. El Señor no anuncia desgracias a Israel y Judá, sino que
los exhorta a convertirse. Puesto que los interesados se han obstinado en su
rechazo a las llamadas del Señor (vv. 13-14), Él acaba por arrojarlos lejos de su
rostro.

b. Los libros de las Crónicas

16. Como en Josué–Reyes, también en las Crónicas abundan los discursos del


Señor. Él habla directamente a Salomón (2 Crón 1,7.11-12; 7,12-22). En general
el Señor se dirige al rey o al pueblo por medio de intermediarios: la mayor parte
de ellos recibe un título «profético», pero los hay también sin título. El primer
puesto corresponde a profetas como Natán (cf. 1 Crón 17,1-15) y muchos otros.
El Señor se sirve también de videntes como Gad (cf. 1 Crón 21,9-12) y de
personas que tienen diversos oficios y hasta de reyes extranjeros como Necó (cf.
2 Crón 35,21) y Ciro (cf. 2 Crón 36,23). Los jefes de familia de los músicos del
Templo profetizan (cf. 1 Crón 25,1-3).

Las Crónicas retoman las concepciones de la palabra de Dios expresadas


en Samuel y Reyes. Como en estos libros, aunque tal vez con menor insistencia,
los discursos del Señor tienen por objeto el anuncio de acontecimientos cuyo
cumplimiento se constata (cf. 1 Crón 11,1-3; 2 Crón 6,10; 10,15).
Las Crónicas subrayan esta función de la palabra del Señor con referencia al
exilio babilónico. Según 2 Crón 36,20-22, tanto el exilio como su final cumplen
lo que el Señor había anunciado por boca de Jeremías (cf. Jer 25,11-14; 29,10). 2
Crón 36,15-16, con términos diferentes respecto a 2 Re 17,13-14, retoma el
motivo de los incesantes y vanos intentos hechos por el Señor para evitar la
desgracia a su pueblo, enviándole mensajeros/profetas. Para acabar habrá que
notar que las Crónicas no afirman que el contenido de los libros en cuestión sea
divino, pero parecen sugerirlo al referirse a fuentes proféticas (cf. 2 Crón
36,12.15-16.21-22).

Dicho brevemente, los libros proféticos se presentan integralmente como Palabra


del Señor. Esta ocupa un puesto preponderante también en los libros históricos.
Unos y otros, pero sobre todo los libros históricos, precisan que la Palabra del
Señor tiene una eficacia infalible y llama a la conversión.
2.3. Los Salmos

17. El Salterio es una colección de oraciones que provienen de la experiencia


personal y comunitaria de la presencia y de la actuación del Señor. Los Salmos
expresan la oración de Israel en las diversas épocas de su historia: en la época de
los reyes; luego, durante el exilio, cuando Dios es reconocido cada vez más como
rey de Israel; finalmente, después del exilio, en la época del segundo templo.
Cada uno de los salmos atestigua una relación viva y fuerte con Dios; y sobre
esta base podemos decir que proviene de Dios y está inspirado por Dios.
Conforme a lo que manifiestan los mismos textos y sin pretender ser exhaustivos,
se pueden destacar al menos tres tipos de relación: a) la experiencia de la
intervención de Dios en la vida de los creyentes; b) la experiencia de la presencia
de Dios en el santuario; c) la experiencia de Dios, fuente de toda sabiduría. Estos
tres tipos de relación con Dios son vividos sobre la base de la alianza del Sinaí,
que incluye la promesa de la presencia activa de Dios en la vida cotidiana del
pueblo y en el templo.

a. La experiencia de la intervención de Dios en la vida de los creyentes

Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como
respuesta a su clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas de
Dios.

En lo que atañe a los orantes como beneficiarios de la ayuda de Dios, entre tantos
ejemplos posibles, tomemos la oración del Sal 30,9-13: «A ti Señor, llamé,
supliqué a mi Dios: […] Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto, en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te
cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío te daré gracias por siempre».

La fuerza inspiradora de los salmos de súplica y de alabanza es una experiencia,


personal y al mismo tiempo comunitaria, del Señor que salva. Esta experiencia es
siempre objeto, como mínimo, de una alusión, cuando no de un relato, al
comienzo (cf. Sal 18,5-7; 30,2) al final (cf. Sal 142,6-8) o en el centro del salmo
(cf. Sal 22,22; 85,7-9). A medio camino entre la palabra humana de súplica y la
de alabanza, está la Palabra (que expresa la promesa y la acción) de Dios (cf. Sal
30,12). Después de haberla percibido, el salmista se siente inspirado para contarla
a los otros. Esa es, así, esperada, recibida y alabada no solo por un individuo sino
por todo el pueblo.

Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a
todo el pueblo mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación y
en la historia de Israel. El Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y
describe el modo en que hablan: «El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la
noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su
lenguaje». Corresponde al que ora comprender este lenguaje que habla de la
«gloria de Dios» (cf. Sal 147,15-20), y expresarlo con palabras propias.

El Sal 105 cuenta las obras de Dios en la historia de Israel y exhorta al individuo
y al pueblo: «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de
su boca» (v. 5). En los salmos históricos cuentan estas «maravillas que hizo», que
son también «las sentencias de su boca». Las palabras de estos salmos, si bien
formuladas por hombres en términos humanos, están inspiradas por la gran
actuación del Señor. Esta voz del Señor continúa resonando en el hoy del orante
y del pueblo. Urge escucharla.

b. La experiencia de la presencia poderosa de Dios en el ámbito del santuario

18. Tomemos como ejemplos los Sal 17 y Sal 50. En el primer texto la


experiencia de Dios inspira a un justo acusado falsamente, a elevar una plegaria
de confianza incondicional en Dios; en el segundo esta experiencia hace oír la
voz de Dios que denuncia el comportamiento equivocado del pueblo.

En el Sal 17 el último versículo expresa una esperanza segura. Dice: «Pero yo


con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante»
(v. 15). También otras dos plegarias de personas perseguidas terminan de un
modo semejante. El Sal 11,7 se cierra afirmando: «los buenos verán su rostro»; y
el Sal 27 recita en el penúltimo versículo: «Espero gozar de la dicha del Señor en
el país de la vida» (v. 13; cf. vv. 4.8.9). La expresión «el rostro de Dios» significa
Dios mismo, la persona de Dios según su realidad verdadera y perfecta. Con la
expresión «contemplar el rostro de Dios» se entiende por lo tanto un encuentro
intenso, real y personal con Dios, no mediante el órgano de la vista, sino en la
«visión» de fe. La esperanza inquebrantable de tener esta experiencia de Dios
(«contemplaré», en futuro) y el conocimiento de Dios que en ella se expresa son
la fuente de la plegaria entera.

El Sal 50 refiere la experiencia de una teofanía en la liturgia del templo. Al


presentarse el Dios de la alianza (cf. 50,5) se repiten los fenómenos del Sinaí,
fuego voraz y tempestad (cf. 50.3). La manifestación de la verdadera realidad de
Dios y de su relación con Israel: («¡Yo soy Dios, tu Dios!»: 50,7) conduce lleva a
la acusación contra el pueblo: «Te acusaré, te lo echaré en cara» (50,21). Dios
critica por partida doble el comportamiento del pueblo: su relación con Dios está
concentrada exclusivamente en los sacrificios (50,8-13), y la relación con el
prójimo se opone radicalmente a los mandamientos de la alianza (50,16-22). Dios
reclama la alabanza, la súplica en la angustia (50,14-15.23) y la recta actuación
para con el prójimo (50,23). El Sal 50, en el corazón del Salterio, retoma, pues,
los módulos proféticos; no sólo hace hablar al Señor, sino que hace también que
cada súplica y cada acto de alabanza sean interpretados como obediencia al
mandato divino. Toda la plegaria está por lo tanto «inspirada» por Dios.

c. La experiencia de Dios, fuente de sabiduría

19. La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5;
147,5). Es Él quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal
51,8), volviendo al hombre sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como las
ve Dios. David poseía esta sabiduría e inteligencia desde el momento en que Dios
lo llamó para ser rey de Israel (cf. Sal 78,72).

El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la
sabiduría. En la parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la instrucción
del Señor («Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que
camine con lealtad; enséñame»: vv. 4-5), basándose en la disponibilidad de Dios
para donarla (vv. 8-9). El temor de Dios es la actitud indispensable para ser
beneficiarios de la enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay alguien que tema al
Señor? Él le enseñará el camino escogido» (25,12). A los que temen a Dios no
sólo se les indica el camino recto a seguir, sino que, como explicita el Sal 25,
también reciben una iluminación más amplia y profunda: «El Señor se confía a
los que lo temen, y les da a conocer su alianza» (v. 14); en otros términos, Él les
otorga una relación de amistad íntima y un conocimiento penetrante del pacto
que ha estipulado con Israel en el Sinaí. Vemos por tanto que la relación con
Dios expresada con la terminología del «temor de Dios» es la fuente inspiradora
de la que provienen muchos salmos sapienciales.

2.4. El libro del Eclesiástico

20. En los libros proféticos es Dios mismo quien habla por medio de los profetas.
Como hemos visto, Dios se dirige de diversos modos a las personas que ha
escogido como portavoces suyos en pueblo de Israel. En los Salmos es el hombre
quien habla a Dios, pero lo hace en su presencia y adoptando formas expresivas
que presuponen una comunión íntima con Él. En cambio en los libros
sapienciales los hombres hablan a hombres; sin embargo, el que habla y el que
escucha están ambos profundamente arraigados en la fe del pueblo de Israel en
Dios. Con frecuencia en el Antiguo Testamento la sabiduría es atribuida
explícitamente al Espíritu de Dios (cf. Job 32,8; Sab 7,22; 9,17; también 1 Cor
12,4-11). Estos libros son llamados «sapienciales» porque sus autores escrutan e
indican los caminos para una vida humana guiada por la sabiduría. En su
búsqueda son conscientes de que la sabiduría es un don de Dios porque: «Uno
solo es sabio, temible en extremo: el que está sentado en su trono» (Eclo 1,8). Al
querer ilustrar con precisión qué modalidades de relación con Dios atestiguan
estos escritos como base y fuente de lo que enseñan sus autores, hemos
concentrado nuestra investigación en el libro del Eclesiástico, debido a su
carácter sintético.

Desde el comienzo el autor es consciente de que «toda sabiduría viene del Señor
y está con él por siempre» (Eclo 1,1). Ya en el prólogo del libro el traductor
indica una vía mediante la cual Dios ha comunicado la sabiduría al autor: «Mi
abuelo Jesús –escribe– después de haberse dedicado asiduamente a la lectura de
la Ley, los Profetas y los otros escritos de los antepasados, y de haber adquirido
un gran dominio sobre ellos, se propuso escribir sobre temas de instrucción y
sabiduría». La lectura precisa y creyente de las Sagradas Escrituras en las que
Dios habla al pueblo de Israel ha unido al autor con Dios, ha llegado a ser la
fuente de su sabiduría, y lo ha llevado a escribir su obra. Se manifiesta así
claramente un modo por el que el libro proviene de Dios.

Lo que el traductor afirma en el prólogo queda confirmado por el mismo autor en


el corazón del libro. Después de haber reseñado el elogio que la sabiduría hace de
sí misma (Eclo 24,1-22), la identifica con el escrito de Moisés: «Todo esto es el
libro de la alianza del Dios altísimo, la ley que nos prescribió Moisés como
herencia para las asambleas de Jacob» (Eclo 24,23). El Sirácida explicita luego
cuál sea el resultado de su estudio de la ley y el efecto de su escrito: «Haré que
mi enseñanza brille como la aurora y que resplandezca en la lejanía. Derramaré
mi enseñanza como profecía y la transmitiré a las generaciones futuras. Fijaos
que no he trabajado solo para mí, sino para todos aquellos que buscan la
sabiduría» (Eclo 24,32-34 cf. 33,18). La sabiduría que todos, también en el
futuro, pueden encontrar en su escrito es el fruto de su estudio de la Ley y de lo
que Dios le hace conocer en las pruebas de su vida (cf. Eclo 4,11.17-18). Parece
realizar un retrato de sí mismo cuando habla de «el que se aplica de lleno a
meditar la ley del Altísimo» (39,1a) y escribe: «Indaga la sabiduría de los
antiguos y dedica su ocio a estudiar las profecías» (31,1b). Luego indica el
resultado: «Si el Señor, el Grande, lo quiere, se llenará de espíritu de inteligencia;
derramará como lluvia sabias palabras y en la oración dará gracias al Señor»
(Eclo 39,6). La adquisición de la sabiduría como fruto del estudio es reconocida
como don de Dios y lleva a la oración de alabanza. Por lo tanto todo se desarrolla
en una viva y continua unión con Dios. El autor asegura no sólo para sí, sino para
todos, que el temor de Dios y la observancia de la Ley dan acceso a la sabiduría:
«Así obra el que teme al Señor, el que observa la ley alcanza la sabiduría» (15,1).
En la última parte de su obra (44-50) el Sirácida se ocupa de manera distinta de la
tradición de su pueblo, haciendo el elogio de los padres y describiendo la
actuación de Dios por medio de muchos hombres en la historia y a favor de
Israel. También mediante esta reseña muestra que su escrito proviene de la
relación con Dios. Dice, en particular, sobre Moisés: «Le hizo oír su voz y lo
introdujo en la negra nube; cara a cara le dio los mandamientos, la ley de vida y
de conocimiento, para enseñar su alianza a Jacob y sus decretos a Israel» (45,5).
Menciona muchos profetas y a propósito de Isaías declara: «Con gran inspiración
vio el fin de los tiempos, y consoló a los afligidos de Sión» (48,24). Al meditar la
Ley y los Profetas, al escuchar por lo tanto la Palabra de Dios, este autor
sapiencial estaba unido a Dios, obtenía la sabiduría y adquiría la base para
componer su obra (cf. prólogo).

En la parte conclusiva el Sirácida caracteriza el contenido de su libro como una


«doctrina de ciencia e inteligencia» (50,27). Le asocia una bienaventuranza:
«Dichoso el que repase estas enseñanzas; el que las guarde en su corazón se hará
sabio. Y si las pone en práctica, será fuerte en todo, porque la luz del Señor
iluminará su camino» (50,28-29). La bienaventuranza reclama la meditación y la
práctica del contenido del libro y promete la sabiduría y la luz del Señor; todo
ello es posible sólo si tal escrito proviene de Dios.

2.5 Conclusión

21.Terminada la relación de textos escogidos del Antiguo Testamento podemos


ahora volver a verlos con una perspectiva sintética. Los escritos examinados, si
bien diversos en cuanto a fecha y lugar de composición, además de serlo por el
contenido específico y por el estilo literario particular, concuerdan en presentar
un único gran mensaje de fondo: Dios nos habla. El mismo único Dios busca al
hombre en la multiplicidad y variedad de situaciones históricas, lo alcanza y le
habla. Y el mensaje de Dios, diverso en la forma por causa de las circunstancias
históricas concretas de la revelación, tiende constantemente a suscitar la
respuesta de amor en el hombre. Esta extraordinaria intencionalidad por parte de
Dios, penetra de Dios los escritos que la expresan. Los vuelve inspirados e
inspirantes, es decir, capaces de iluminar y promover la inteligencia y la pasión
de los creyentes. El hombre cae en la cuenta y se pregunta, con un
estremecimiento de estupor y de alegría: ¿Qué será capaz de darme ese Dios
inefable que me habla? Los autores del Nuevo Testamento, miembros del pueblo
de Israel, conocen las «Escrituras» de su pueblo y las reconocen como palabra
inspirada que proviene de Dios. Ellos nos muestran como Dios ha seguido
hablando hasta expresar su palabra última y definitiva en el envío de su Hijo (cf.
Heb 1,1-2).
3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

22. Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo
Testamento, que estos manifiestan la relación de sus autores con Dios solamente
a través de la persona de Jesús. En este sentido ocupan un lugar especial los
cuatro evangelios. La Dei Verbum habla, en efecto, de su «merecida
superioridad, pues son el principal testimonio acerca de la vida y doctrina del
Verbo encarnado, nuestro Salvador» (n. 18). Así, pues, tenemos en cuenta el
papel privilegiado de los evangelios; por ello después de una introducción que
expone lo que tienen en común, se explicitará en primer término el acercamiento
de los evangelios sinópticos y luego el que caracteriza al evangelio de Juan. De
los otros escritos neotestamentarios seleccionamos los más importantes, y nos
ocuparemos, en consecuencia, de los Hechos de los Apóstoles, de las cartas del
apóstol Pablo, de la carta a los Hebreos y del Apocalipsis.

3.1. Los cuatro evangelios

23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada
Escritura porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch
1,1), y, al propio tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros que
debían propagar la Palabra de Dios revelada por él. Los evangelios, al presentar
la persona de Jesús y su relación con Dios, y a los apóstoles con la formación y la
autoridad que confirió Jesús, atestiguan la manera específica en que su texto
proviene de Dios.

a. Jesús, cumbre de la revelación de Dios para todos los pueblos

Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en
determinadas líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran convergencia a
la hora de presentar la persona de Jesús y su mensaje. Aquí ofrecemos cierta una
síntesis que resalta los puntos principales.

Los cuatro evangelios presentan la persona y la historia de Jesús como


culminación de la historia bíblica. Debido a ello se refieren con frecuencia a los
escritos del Antiguo Testamento, conocidos sobre todo en la traducción griega de
los Setenta, pero también en los textos originales hebreos y arameos. Son muy
importantes las muchas conexiones que establecen los evangelios entre Jesús y
los patriarcas, Moisés y los profetas como personas cuya memoria y significado
se hallan contenidos en los escritos sagrados del Antiguo Testamento.

Los evangelios atestiguan que Jesús es el cumplimiento de la revelación del Dios


de Israel, del Dios que llama, instruye, castiga y a menudo reconstruye Israel
como pueblo suyo, separado de las otras naciones pero destinado a ser bendición
para todas las gentes. Al mismo tiempo amplían claramente el universalismo del
Antiguo Testamento y dejan claro que en Jesús Dios se dirige a todo el género
humano de todos los tiempos (cf. Mt 28,20; Mc 14,9; Lc 24,47; Jn 4,42).

Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo de
Dios, que entienden no sólo como título mesiánico, sino además como expresión
de una relación –única y sin precedentes– con el Padre celestial, con lo que
supera el papel salvífico y revelador de todos los demás seres humanos. Ello se
expone de la forma más explícita en el evangelio de Juan, tanto al comienzo, en
el prólogo (1,1-18), como en los capítulos sobre el Señor resucitado, primero en
el encuentro con Tomás (20,28) y luego en la última afirmación sobre el
significado inagotable de la vida y de la enseñanza de Jesús (21,25). Este mismo
mensaje se encuentra también en el evangelio de Marcos en la forma de una
inclusión literaria: al comienzo se declara que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios
(1,1) y al final se cita el testimonio del centurión romano sobre Jesús crucificado:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (15,39). El mismo contenido lo
atestiguan los otros evangelios sinópticos, en términos fuertes y explícitos, en
una oración de júbilo que Jesús dirige a su Padre (Mt 11,25-27; Lc 10,21-22).
Usando expresiones francamente únicas, Jesús no declara únicamente la perfecta
igualdad existente entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino que afirma
también que esta relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de
revelación: solo el Hijo puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al
Hijo.

Los evangelios, desde el punto de vista literario, contienen episodios narrativos y


discursos didácticos, pero de hecho, en su significado último, transmiten una
historia de revelación y de salvación. Presentan la vida del Hijo de Dios
encarnado, que, desde la condición humilde de una vida ordinaria y pasando por
las crueles humillaciones de la pasión y muerte, llega hasta la exaltación en la
gloria. De este modo, comunicando la revelación de Dios en su Hijo Jesús, los
evangelios muestran, implícitamente, que su texto proviene de Dios.

b. La presencia y la formación de los testigos oculares y ministros de la palabra.

24. Todos los episodios de los evangelios se centran en Jesús, que, sin embargo,
está siempre rodeado de discípulos. El término «discípulos» contempla un grupo
de seguidores de Jesús, cuyo número no se precisa. Todos los evangelios hablan
específicamente de los «Doce», un grupo escogido que acompaña a Jesús durante
todo su ministerio y cuyo significado es muy relevante. Los Doce forman una
comunidad, definida con precisión por los nombres personales de sus
componentes. Todos los evangelios dan cuenta de que este grupo fue elegido por
Jesús (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16; Jn 6,70); ellos lo siguieron y se
convirtieron en testigos oculares de su ministerio y asumieron el papel de
enviados dotados de plenos poderes (Mt 10,5-8; Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1-2; Jn
17,18; 20,21). Su número simboliza las doce tribus de Israel (Mt 19,28; Lc 22,30)
y significa la plenitud del pueblo de Dios que debe alcanzarse mediante su
misión de evangelizar a todo el mundo. Su ministerio no sólo transmite el
mensaje de Jesús a todas las personas de los tiempos venideros, sino que
también, cumpliendo la profecía de Isaías sobre la venida del Emmanuel (7,14),
hace que la presencia de Jesús permanezca en la historia según su promesa: «Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt
28,20). Los evangelios, al atestiguar la formación especial de los Doce,
manifiestan el modo concreto en que provienen de Jesús y de Dios.

3.2. Los Evangelios sinópticos

25. Los evangelios sinópticos presentan la historia de Jesús de tal modo que no


dejan espacio entre la perspectiva del autor de la narración y el retrato de la
persona y de la vida y misión de Jesús que él ofrece. Al describir las múltiples
relaciones de Jesús con Dios, los evangelios muestran, implícitamente, su
relación con Dios y su proveniencia de Dios, siempre mediante la persona y el
papel revelador y salvador de Jesús.

Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc
1,1-4; Hch 1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la tradición
apostólica. De ese modo considera su obra en el marco del proceso del testimonio
apostólico sobre Jesús y sobre la historia de la salvación, testimonio iniciado con
los primeros seguidores de Jesús («testigos oculares»), proclamado en la primera
predicación apostólica («ministros de la palabra») y continuado ahora de una
forma nueva mediante el evangelio de Lucas. De este modo Lucas muestra
explícitamente la relación de su evangelio con Jesús revelador de Dios y afirma
la autoridad reveladora de su obra.

En el centro de cada uno de los evangelios encontramos la persona de Jesús, vista


en sus relaciones, múltiples y singulares, con Dios, relaciones que se manifiestan
en los hechos de la vida de Jesús y en su actividad, pero también en su papel para
la historia de la salvación. En lo que sigue nos ocupamos, en un primer
parágrafo, de la persona y de la actividad de Jesús, y en otro consiguiente, de su
papel en la historia de Dios con la humanidad.

a. Jesús y su relación singular con Dios


26. Los evangelios ilustran de varios modos la relación singular de Jesús con
Dios. Lo presentan como: a) el Cristo, el Hijo de Dios en su relación, privilegiada
y única con el Padre; b) alguien que está lleno del Espíritu Santo; c) que actúa
con el poder de Dios; d) que enseña con la autoridad de Dios; e) alguien cuya
relación con el Padre se revela y confirma definitivamente mediante su muerte y
resurrección.

Jesús, Hijo singular de Dios Padre

Ya en los evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, se hace una clara


referencia al origen divino de Jesús (Mt 1,20; Lc 1,35) y a su relación única con
el Padre (Mt 2,15; Lc 2,49).

Los tres evangelios sinópticos refieren luego unánimemente acontecimientos


claves de la vida de Jesús, en que los él se relaciona directamente con su Padre, y
en los que el Padre, por su parte, confirma el origen divino de la identidad y
misión de su Hijo.

En todos los evangelios sinópticos el ministerio público de Jesús va precedido, en


efecto, por su bautismo y una teofanía impresionante. Los cielos se abren, el
Espíritu desciende sobre Jesús y la voz de Dios lo declara su Hijo amado (Mt
3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Tras este acontecimiento inaugural, los
evangelios cuentan que es empujado por el Espíritu al desierto (Mt 4,1-11; Mc
1,12-13; Lc 4,1-13) para una confrontación con Satanás (con ello se evoca la
estancia de Israel en el desierto), e inicia luego su ministerio en Galilea.

Otra teofanía impactante, la transfiguración de Jesús, acontece al final de su


ministerio galileo, al emprender su camino hacia Jerusalén, cerca de los
acontecimientos pascuales. Como en el bautismo, Dios Padre declara: «Este es
mi Hijo, el amado» (Mt 17,5 par.) y subraya explícitamente la autoridad de que
goza: «¡Escuchadlo!». Algunos detalles de esta teofanía recuerdan el
acontecimiento en el Sinaí: la cima del monte, la presencia de Moisés y Elías, el
resplandor de la persona de Jesús, la presencia de la nube que lo cubre con su
sombra. De este modo Jesús y su misión son vinculados con la revelación de
Dios en el Sinaí y con la con la historia de la salvación de Israel.

El evangelio de Mateo contiene un título único y revelador de Jesús. Junto a su


nombre propio, «Jesús», que Mateo interpreta con la frase: «porque él salvará a
su pueblo de sus pecados» (1,21), refiere además el título «Emmanuel» (1,23),
que significa «Dios con nosotros» (cf. Is 7,14). De este modo el evangelista
afirma explícitamente la presencia de Dios en Jesús y subraya la autoridad que
ello implica para la enseñanza y sus demás acciones en todo su ministerio. El
título «Emmanuel» reaparece, en cierto sentido, en Mt 18,20, donde Jesús habla
de su presencia en medio de la comunidad («donde dos o tres están reunidos en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos») y en Mt 28,20, con la promesa final
de Cristo resucitado: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
final de los tiempos».

Jesús, lleno del Espíritu de Dios

Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el
Espíritu de Dios descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y corroboran
la actuación del Espíritu Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc 3,28-30).
Lucas, en particular, menciona repetidamente al Espíritu que anima a Jesús en su
misión de enseñar y curar (cf. Lc 4,1.14.18-21). Este mismo evangelista afirma
que, en un momento de gran conmoción, Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu
Santo» (10,21) y dijo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo» (Lc 10,21-22; cf.
también Mt 11,25-27).

Jesús actúa con el poder de Dios

27. La relación singular de Jesús con Dios se manifiesta también en los


exorcismos y en las curaciones. En todos los sinópticos, pero especialmente en
Marcos, los exorcismos cualifican la misión de Jesús. El poder del Espíritu Santo
que está presente en Jesús es capaz de expulsar al espíritu maligno que intenta
destruir a los humanos (p.ej. Mc 1,21-28). El encuentro de Jesús con Satanás, que
tuvo lugar en las tentaciones al comienzo de su ministerio, se prolonga así,
durante su vida, en el combate victorioso contra las fuerzas malignas que causan
el sufrimiento humano. Los mismos poderes demoníacos son presentados como
angustiosamente conscientes de la identidad de Jesús como Hijo de Dios (p.ej.
Mc 1,24; 3,11; 5,7). La «fuerza» que proviene de Jesús es fuerza de curación (cf.
Mc 5,30). En los tres evangelios sinópticos abundan estos relatos. Cuando los
adversarios acusan a Jesús de que recibe su poder de Satanás, él responde con
una afirmación sintética que conecta sus acciones milagrosas con la fuerza del
Espíritu Santo y con la presencia del reino de Dios: «Pero si yo expulso a los
demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios»
(Mt 12,28; cf. Lc 11,20).

La presencia del poder de Dios en Jesús se expresa de manera particular en los


episodios en los que despliega su autoridad incluso sobre las fuerzas de la
naturaleza. Los relatos de la tempestad calmada y de la travesía sobre las aguas
equivalen a teofanías, en las que Jesús ejerce una autoridad divina sobre la fuerza
caótica del mar y, cuando camina sobre las aguas, pronuncia el nombre divino
como su propio nombre (Mt 14,27; Mc 6,50). En el relato de Mateo los
discípulos que asisten al prodigio son llevados a confesar la identidad de Jesús
como Hijo de Dios (14,33). Los relatos de la multiplicación de los panes revelan
de modo semejante el singular poder y autoridad de Jesús (Mt 14,13-21; Mc
6,32-44; Lc 9,10-17; cf. Mt 15,32-39; Mc 8,1-10). Tales acciones están
relacionadas con el don divino del maná en el desierto y con el ministerio
profético de Elías y Eliseo. Al mismo tiempo, mediante las palabras y los gestos
sobre los panes y la gran cantidad de pedazos sobrantes se alude a la celebración
eucarística de la comunidad cristiana, donde el poder salvífico de Jesús se
despliega sacramentalmente.

Jesús enseña con la autoridad de Dios

Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular. En la
transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo, el amado;
escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de Cafarnaún, los
testigos de la primera enseñanza y del primer exorcismo de Jesús, exclaman:
«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a
los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1,27). En Mt 5,21-48 Jesús establece
autoritativamente un contraste entre su enseñanza y puntos clave de la ley:
«Habéis oído que se dijo a los antiguos […], pero yo os digo…». Él declara
además que es «Señor del sábado» (Mt 12,8; Mc 2,28; Lc 6.5). La autoridad que
ha recibido de Dios se extiende al perdón de los pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc
5,24).

La muerte y resurrección de Jesús como última revelación y confirmación de


su relación única con Dios

28. La crucifixión de Jesús, destino extremadamente cruel e ignominioso, parece


confirmar la opinión de sus adversarios que ven en él un blasfemador (Mt 26,65;
Mc 14,63). Piden al crucificado que baje de la cruz y pruebe su pretensión de ser
el Hijo de Dios (Mt 27,41-43; Mc 15,31-32). La muerte en el patíbulo parece
demostrar que su actuación y sus pretensiones han sido reprobadas por Dios. Sin
embargo, de acuerdo con los evangelios, Jesús expresa, al morir, su unión
intimísima con Dios Padre, cuya voluntad acepta (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc
22,42). Y Dios Padre, al resucitar a Jesús de entre los muertos (Mt 28,6; Mc 16.6;
Lc 24,6.34), manifiesta aprobación perfecta y definitiva de la persona de Jesús en
todas sus actividades y reivindicaciones. Quien cree en la resurrección de Jesús
crucificado no puede ya dudar de su singular relación con Dios Padre y de la
validez de todo su ministerio.

b. Jesús y su papel en la historia de la salvación


29. Las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son consideradas como relato de
la historia de Dios con este pueblo y como Palabra de Dios. Los evangelios
sinópticos muestran también la relación de Jesús con Dios cuando cualifican su
historia como cumplimiento de las Escrituras. La relación particular de Jesús con
Dios se muestra también en su manifestación al fin de los tiempos.

El cumplimiento de las Escrituras

Es importante notar que Jesús no sólo completa la enseñanza de Moisés y de los


profetas con sus propias palabras, sino que además se presenta a sí mismo como
el cumplimiento personal de las Escrituras. Mateo observa en 2,15 que, siendo
niño, Jesús repite el viaje de Israel «de Egipto» (cf. Os 11,1). Lleno del Espíritu
Santo (Lc 4,15), después de haber leído el libro de Isaías en la sinagoga de
Nazaret, lo cierra y declara: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis
escuchado» (4,16-21). De modo semejante, manda decir a Juan en la cárcel que
lo que ven los que habían sido enviados por el propio Bautista cumple
globalmente las profecías mesiánicas de Isaías (Mt 11,2-6, concatenando Is
26,19; 29,18-19; 35,5; 61,1). El exordio programático del evangelio de Marcos
ofrece, en sus primeros versículos, un sumario de la identidad de Jesús, no sólo
en la primera línea donde se habla de «Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (1,1), sino
también en los versículos siguientes que anuncian al mismo Señor cuyo
advenimiento se prepara de acuerdo con lo atestiguado por los profetas (1,2-3,
con referencia a Ex 23,20; Mal 3,1; Is 40,3). Si los evangelistas lo presentan con
toda coherencia como un descendiente de David, dicen también de él también
que, en lo que atañe a la sabiduría, es más grande que Salomón (Mt 12,42; Lc
11,31), más que el Templo (Mt 12,6) o más que Jonás (Mt 12,41; Lc 11,32). En
el sermón del monte, él legisla con una autoridad que es superior a la de Moisés
(cf. Mt 5,21.27.33.38.43).

El cumplimiento de la historia en el retorno triunfal de Jesús

Según los evangelios sinópticos la relación estrechísima de Jesús con Dios se


manifiesta no sólo en el hecho de que la vida de Jesús sea la consumación de la
historia de Dios con Israel, sino también en que toda la historia es llevada a su
consumación en el retorno de Jesús en su gloria. En los discursos apocalípticos
(Mt 24-25; Mc 13; Lc 21) él prepara a sus discípulos en vista de los avatares de
la historia tras su muerte y resurrección, y los exhorta a ser fieles y estar
vigilantes para su retorno. Ellos viven en un tiempo intermedio entre el
cumplimiento de la historia precedente, realizado mediante la obra y la vida de
Jesús, y el cumplimiento definitivo al final de todos los tiempos. Ese es el tiempo
de las comunidades que creen en Jesús, el tiempo de la Iglesia. Para este tiempo
intermedio los cristianos cuentan con la certeza de que el Señor resucitado está
siempre con ellos (Mt 28.20), también mediante la fuerza del Espíritu Santo (Lc
24,49; cf. Hch 1,8). Tienen además la tarea de anunciar el evangelio de Jesús a
todos los pueblos (Mt 26,13; Mc 13,10; Lc 24,47), de hacerlos discípulos de
Jesús (Mt 28,19) y de vivir de acuerdo con Jesús. Toda su vida y todo este tiempo
se desarrolla en el horizonte de la consumación de la historia que se realizará con
el retorno triunfal del Jesús.

c. Conclusión

30. Los evangelios sinópticos muestran la relación singular de Jesús con Dios en


toda su vida y actividad; muestran igualmente el significado singular de Jesús
para la consumación de la historia de Dios con el pueblo de Israel y para la
consumación definitiva de toda la historia. Es en Jesús en quien Dios se revela a
sí mismo y su proyecto de salvación para toda la humanidad; es en Jesús en quien
Dios habla a las personas humanas, a través de Jesús son conducidas a Dios y
unidas a Él; a través de Jesús obtienen la salvación. Presentando a Jesús, que es
Palabra de Dios, los propios evangelios se convierten en palabra de Dios. Es
propio de las Sagradas Escrituras de Israel hablar de Dios con autoridad y
conducir a Dios con seguridad. Ese mismo carácter se manifiesta en los
evangelios, y conduce a la creación de un canon de escritos cristianos que enlaza
con el canon de las Sagradas Escrituras hebreas.

3.3. El Evangelio de Juan

31. El prólogo del evangelio de Juan termina con la siguiente afirmación


solemne: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito que está en el seno del
Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1,18). Esta presentación de la naturaleza
de Jesús (Hijo unigénito; Dios; unido íntimamente con el Padre) y de su singular
capacidad de conocer y de revelar a Dios no es atestiguada únicamente al
comienzo del evangelio, sino que, por tratarse de una cuestión fundamental, es
confirmada por toda la obra joánica. Quien entra en relación con Jesús y se abre a
su palabra recibe de él la revelación de Dios Padre. Lo mismo que los otros
evangelios, también el de Juan insiste en el cumplimiento de las Escrituras a
través de la obra de Jesús y afirma de este modo que esta forma parte del plan
salvífico de Dios. Con todo, una característica propia del cuarto evangelio es que
señala algunos rasgos especiales de la relación del evangelista con Jesús; se trata
en particular de: a) La contemplación de la gloria del Hijo unigénito; b) El
testimonio ocular explícito; c) La instrucción del Espíritu de verdad para los
testigos. Estas características específicas, que conectan al evangelista más
estrechamente con la persona de Jesús, tienen como efecto mostrar que su
evangelio proviene de Dios mismo. Vamos a desarrollar aquí estos rasgos
especiales.
a. La contemplación de la gloria del Hijo unigénito

El Prólogo dice: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos


contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de
verdad» (1,14). Después de haber afirmado la encarnación del Verbo y su
inserción en la humanidad como morada definitiva del Dios de la alianza, el texto
habla inmediatamente de un profundo encuentro personal con el Verbo
encarnado. En los textos joánicos «contemplar» no designa un ver momentáneo,
superficial, sino un ver intenso y duradero, conectado con la reflexión y con una
inteligencia y adhesión de fe crecientes. En Jn 11,45 se señala como objeto
inmediato del contemplar «lo que había hecho», es decir, la resurrección de
Lázaro; y, como consecuencia, se menciona la fe en Jesús. En Jn 1,14b se señala
en seguida el resultado del contemplar, es decir, la comprensión creyente, el
reconocimiento del «Hijo unigénito que viene del Padre» (cf. 1 Jn 1,1; 4.14). El
objeto inmediato de la contemplación es, por lo tanto, Jesús, su persona y
actividad, pues, durante su presencia en la tierra, el Verbo de Dios se hizo visible
a los hombres.

El autor se incluye a sí mismo en un grupo («nosotros») de testigos atentos que,


habiendo contemplado la actuación de Jesús, llegaron a la fe en él como Hijo
unigénito de Dios Padre. El testimonio ocular del evangelista y su fe en Jesús,
Hijo de Dios, constituyen la base de su escrito; se deduce indirectamente que
dicho escrito proviene de Jesús y, por tanto, de Dios. Recalcamos que Juan es
miembro de un grupo de testigos creyentes. La primera conclusión del cuarto
evangelio (20,30-31) permite identificar este grupo. El evangelista habla
explícitamente de su obra («este libro») y de los «signos» narrados en ella, y dice
que Jesús los hizo «en presencia de sus discípulos». Estos últimos son en
definitiva el grupo de testigos oculares al que pertenece el autor del cuarto
evangelio.

b. El testimonio ocular explícito

32. El evangelista subraya explícitamente en dos ocasiones que ha sido testigo


ocular de cuanto escribe. En la conclusión del evangelio leemos: «Este es el
discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que
su testimonio es verdadero» (21,24). Un grupo («nosotros») presenta al discípulo
–identificado con el protagonista del último relato– como testigo fiable y como
quien escribió de toda la obra. Se trata del discípulo amado de Jesús (21,20), que
también en otras ocasiones (13,23; 19,26; 20,2; 21,7), debido a su particular
cercanía a Jesús, ha sido testigo de su actuación. De este modo se confirma que
este evangelio proviene de Jesús y de Dios. Los que declaran «nosotros
sabemos» expresan su conciencia de que pueden hacer tal valoración. Ello
constituye un acto de reconocimiento, de recepción y de recomendación del
escrito por parte de la comunidad creyente.

En otro pasaje se explicita el testimonio ocular en relación con la efusión del


agua y la sangre después de la muerte de Jesús: «El que lo vio da testimonio, y su
testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros
creáis» (19,35). Aquí son decisivos los conceptos de ver, dar testimonio, verdad y
creer. El testigo ocular afirma la verdad del testimonio con el que se dirige a una
comunidad («vosotros») exhortándola a compartir su fe (cf. 20,31; 1 Jn 1,1-3).
Esta última se refiere no sólo a los hechos ocurridos, sino también al significado
de los mismos, expresado en dos citas del Antiguo Testamento (cf. 19,36-37).
Por el contexto sabemos que el testigo ocular es el discípulo amado que estaba
junto a la cruz de Jesús y al que Jesús dirigió (19,25-27). Así, pues, en Jn 19,35
se subraya, con una referencia específica a la muerte de Jesús, lo que Jn 21,24
afirma en relación con todo lo narrado en el cuarto evangelio: esto ha sido escrito
por un autor que, por experiencia directa y por fe, está íntimamente unido a Jesús
y a Dios, y comunica su testimonio a una comunidad de creyentes que participan
de la misma fe.

c. La instrucción del Espíritu de verdad para los testigos

33. El testimonio del discípulo resulta posible por el don del Espíritu Santo. En
su discurso de adiós (Jn 14,16) Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el
Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del
Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque
desde el principio estáis conmigo» (15,26-27). Los discípulos son los testigos
oculares de toda actividad de Jesús «desde el principio». Pero el testimonio de fe,
que conduce a creer en Jesús como Cristo e Hijo de Dios (cf. 20,31), se da por el
poder del Espíritu, que al proceder del Padre y ser enviado por Jesús, crea en los
discípulos la unión más viva con Dios. El mundo no puede recibir al Espíritu
(14,17), pero los discípulos lo reciben para su misión en el mundo (17,18). Jesús
precisa que el Espíritu da testimonio de él: «Será quien os lo enseñe todo y os
vaya recordando todo lo que os he dicho» (14,26) y «os guiará hasta la verdad
plena» (16,13). La obra del Espíritu queda referida enteramente a la actividad de
Jesús y se orienta a conducir a una comprensión cada vez más profunda de la
verdad, es decir, de la revelación de Dios Padre aportada por Jesús (cf. 1,17-18).
El testimonio de cada discípulo en favor de Jesús resulta eficaz únicamente por la
acción del Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir en relación con el cuarto
evangelio, que se presenta como el testimonio escrito por el discípulo amado de
Jesús.

3.4. Los Hechos de los Apóstoles


34. A Lucas se atribuyen no sólo el Evangelio, sino también el libro de los
Hechos de los Apóstoles (cf. Lc 1,1-4; Hch 1,1). El evangelista señala
explícitamente como fuente de su evangelio «a los que fueron desde el principio
testigos oculares y también servidores de la palabra» (Lc 1,2), sugiriendo de este
modo que su evangelio proviene de Jesús, último y supremo revelador de Dios
Padre. La fuente del libro de los Hechos y su proveniencia de Dios no las
presenta de la misma manera. Con todo cabe notar, por un lado, que los nombres
de los Apóstoles son idénticos, salvo el de Judas, en las lista de Hch 1,13 y de Lc
6,14-16, y, por otro lado, que en los Hechos se destaca su cualidad de testigos
oculares (Hch 1,21-22; 10,40-41) y su misión de ser ministros de la Palabra (Hch
6,2; cf. 2,42). Así, pues, Lucas describe en Hechos la actividad de aquellos de
quienes había hablado en Lc 1,2, los cuales constituyen, por tanto, la fuente para
sus dos obras.

Podemos suponer que Lucas se ha informado sobre la actividad de aquellos


(argumento de libro de los Hechos) con el mismo esmero (cf. Lc 1,3) con el que
ha realizado, por medio de ellos, sus propias indagaciones sobre la actividad de
Jesús.

El dato fundamental relativo a la proveniencia divina del libro de los Hechos es


la relación inmediata de estos «testigos oculares y servidores de la Palabra» con
Jesús. Tal relación se muestra además en particular en sus discursos y acciones,
en la actuación del Espíritu Santo y en la interpretación de las Sagradas
Escrituras. Pasamos a exponer en concreto estos elementos que dan testimonio de
que el libro de los Hechos proviene de Jesús y de Dios.

a. La relación personal inmediata de los apóstoles con Jesús

El libro de los Hechos refiere la proclamación del Evangelio por parte de los
apóstoles, especialmente a través de Pedro y Pablo. Al principio del libro Lucas
ofrece la lista de los apóstoles, que incluye a Pedro y a los otros diez (Hch 1,13).
Estos Once forman el núcleo de la comunidad a la que se manifiesta el Señor
resucitado (cf. Lc 24, 9.33) y constituyen un puente esencial entre el evangelio de
Lucas y el libro de los Hechos (cf. Hch 1,13.26).

La identidad de los nombres en la lista de Lc 6,14-16 y en la de Hch 1,13


pretende reafirmar la larga e intensa relación personal de cada uno de los
Apóstoles con Jesús. Tal relación constituyó un privilegio suyo durante la
actividad de Jesús y los convierte en protagonistas del libro de los Hechos. Estos
apóstoles (Hch 1,2) son también los interlocutores y los comensales de Jesús
antes de su ascensión (Hch 1,3-4). Él prometió «la fuerza del Espíritu Santo»,
destinándolos a ser sus testigos «hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). Todas
estas precisiones favorecen que el relato de los Hechos sea acogido como
proveniente de Jesús y de Dios.

También Pablo, protagonista de la segunda parte del libro de los Hechos, se


caracteriza por su relación personal inmediata con Jesús. Su encuentro con el
Señor resucitado se cuenta y resalta tres veces (Hch 9,1-22; 22,3-16; 26,12-18).
El propio Pablo afirma claramente la proveniencia divina de su evangelio: «Pues
yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de
Jesucristo» (Gál 1,12). Las secciones del libro dominadas por el «nosotros» (Hch
16,10-18; 20,5-15; 21,1-18; 27,1-28,16) evocan la relación del autor del libro con
Pablo y, a través de Pablo, con Jesús.

b. Los discursos y las actuaciones de los apóstoles

35. La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta la
múltiple relación de aquellos con Jesús.

Los discursos de Pedro (Hch 1,15-22; 2,14-36; 3,12-26; 10,34-43) y de Pablo


(p.ej. Hch 13,16-41) son sumarios significativos de la vida y ministerio de Jesús
y. presentan los datos fundamentales: su pertenencia a la descendencia de David
(13,22-23), su conexión con Nazaret (2,22; 4,10), su ministerio, comenzando
desde Galilea (10,37-39). Un relieve especial se otorga a su pasión y muerte, en
relación con la cual se implica a los judíos (2,23; 3,13; 4,10-11) y los paganos
(2,23; 4,26-27), a Pilatos (3,13; 4,27; 13,28) y Herodes (4,27); también se resalta
el suplicio de la cruz (5,30; 10,39; 13,29), la sepultura (13,29) y la resurrección
por parte de Dios (2,24.32; etc.).

Al presentar la resurrección de Jesús, se subraya la actuación del Padre, que se


opone a la de los hombres: «Lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de
hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte»
(2,23-24; cf. 3,15; etc.). Dios ha exaltado a Jesús a su diestra (2,33; 5,31) y lo ha
glorificado (3,13). Se subraya así la relación estrechísima de Jesús con Dios y, al
mismo tiempo, la proveniencia de Dios de lo que se cuenta. Los títulos
cristológicos del evangelio de Lucas se encuentran también en el libro de los
Hechos: Cristo (2,31; 3,18), Señor (2,36; 11,20), Hijo de Dios (9,20; 13,33),
Salvador (5,31; 13,23). En general Dios es la fuente de estos títulos, en los que se
expresan la condición y la misión que Él ha otorgado a Jesús (cf. 2,36; 5,31;
13,33).

También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los
milagros de Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22;
10,38). Él ha confiado esa tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos habla
genéricamente de “signos y prodigios” (2,43; 5,12; 14,3) cuando se refiere a las
obras de los apóstoles. Narra también milagros particulares como curaciones
(3,1-10; 5,14-16; 14,8-10), exorcismos (5,16; 8,7; 19,12), resurrección de los
muertos (9,36-42; 20,9-10). Los apóstoles realizan estas acciones en el nombre
de Jesús, con su poder y autoridad (3,1-10; 9,32-35).

La actividad de los apóstoles está totalmente determinada por Jesús, proviene de


él y remite a él y a Dios Padre. Los Hechos acentúan además la continuidad del
plan divino, cumplido en Jesucristo y proseguido luego en la Iglesia. En los
milagros, en particular, Lucas ve la confirmación divina de la misión apostólica,
como había ocurrido en el caso de Moisés (7,35-36) y y en el del mismo Jesús
(2,22).

c. La obra del Espíritu Santo

36. La relación de los apóstoles con Jesús se confirma igualmente mediante el


Espíritu Santo que Jesús ha prometido y les ha enviado, y con el que realizan sus
obras.

El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc 24,49),
el bautismo «con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch
1,8). El día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos y «se llenaron
todos de Espíritu Santo» (Hch 2,4), Espíritu prometido por el Padre e infundido
por Jesús tras haber sido exaltado a la diestra de Dios (Hch 2,33). Con este
Espíritu «Pedro con los Once» (Hch 2,14) da valientemente el primer testimonio
público de la obra y la resurrección de Jesús (Hch 2,14-41).

En el sumario sobre la vida de la Iglesia de Jerusalén, se resume la actividad


apostólica en estos términos: «Los apóstoles daban testimonio de la resurrección
del Señor Jesús con mucho valor» (4,33; cf. 1,22; etc.); por otra parte, ese
testimonio se produce por la acción del Espíritu Santo (4,8.31; etc.). De modo
idéntico se define el ministerio de Pablo, el cual proclama la resurrección de
Jesús (13,30.37), y se llena del Espíritu Santo (cf. 9,17; 13,2.4.9).

d. El cumplimiento del Antiguo Testamento

37. En el evangelio de Lucas se narra que el Señor resucitado explicó las


Escrituras a sus discípulos, haciéndoles comprender que con su pasión, muerte y
resurrección se había realizado el plan salvífico de Dios preanunciado por
Moisés, los Profetas y los Salmos (Lc 24,27.44). En el libro de los Hechos hay
unas 37 citas del Antiguo Testamento, la mayoría en los discursos que Pedro,
Esteban y Pablo dirigieron a un auditorio judío. La referencia a los textos
inspirados, mostrando su cumplimiento en Jesús, confiere un valor similar a las
palabras de los predicadores cristianos.

Con las Escrituras se relacionan tanto los acontecimientos cristológicos que


constituyen el contenido de la predicación, como los hechos concomitantes. En el
discurso inaugural de Pentecostés, Pedro explica los fenómenos extraordinarios
que se producen como consecuencia de la venida del Espíritu (Hch 2,4-13.15),a
la luz de la profecía de Joel 3,1-5. Al final del libro se cuenta que Pablo interpreta
el rechazo de su anuncio por parte de los judíos romanos (Hch 28,23-25)
recurriendo a la profecía de Isaías 6,9-10. Lo que sucede al comienzo y al final
del ministerio apostólico se vincula con la palabra profética de Dios. Esta especie
de inclusión puede insinuar la idea de que todo lo que acontece y es referido en
este libro responde al plan salvífico de Dios.

Respecto a los contenidos de la predicación apostólica nos limitamos a unos


cuantos ejemplos. Pedro confirma el anuncio de la resurrección de Jesús (2,24)
mediante la cita del Sal 16,8-11, que atribuye a David (2,29-32). Funda la
exaltación de Jesús a la diestra de Dios (2,33) con el Sal 110,1, que también es
atribuido a David. También hay referencias de carácter general a todos los
profetas, por boca de los cuales Dios ha preanunciado el destino de Jesús (cf.
3,18.24; 24,14; 26,22; 28,23). Pablo presenta la resurrección de Jesús como
cumplimiento de la promesa hecha a los padres y cita el Sal 2,7 (Hch 13,32-33).

El libro de los Hechos atestigua de modo especial la manera en la que la Iglesia


primitiva, no sólo recibió las Escrituras hebreas como herencia propia, sino que
se apropió además del vocabulario y de la teología de la inspiración, como se
descubre en el modo de citar los textos del Antiguo Testamento. Así, tanto al
comienzo (Hch 1,16) como al final del libro (Hch 28,15) se declara que el
Espíritu Santo habla por medio de los autores y de los textos bíblicos. Al
comienzo, las Escrituras –que se declaran cumplidas en Jesús– son caracterizadas
como «lo que el Espíritu Santo había predicho» (1,16; cf. además 4,25); y, al
final, las palabras de Pablo –que cierran los dos volúmenes de la obra lucana–
citan Is 6,9-10 en términos similares: «Con razón habló el Espíritu Santo a
vuestros padres por medio del profeta Isaías» (28,25). Esta forma de referirse al
Espíritu Santo que habla en la palabra bíblica usando como intermediarios a
autores humanos es el modelo que asumieron los cristianos, no sólo para
describir las Escrituras hebreas inspiradas, sino también para caracterizar la
predicación apostólica. En efecto los Hechos presentan la predicación de los
misioneros cristianos, en particular la de Pedro (4,8) y la de Pablo (13,9), como
lo hacen con el discurso profético del Antiguo Testamento y el ministerio de
Jesús: son expresiones verbales (en forma oral más que escrita) que proceden de
la plenitud del Espíritu.
e. Conclusión

38. Una de las características del libro de los Hechos es que se refiere a la


actividad de los «los testigos oculares y ministros de la Palabra», los cuales
tienen una relación múltiple con Jesús. Ellos son ante todo testigos de la
resurrección de Jesús, que dan testimonio fundados en los encuentros con el
Señor resucitado y por la fuerza del Espíritu Santo. Presentan la historia de Jesús
como cumplimiento del designio salvífico de Dios, refiriéndose al Antiguo
Testamento y viendo su propia actividad desde esa misma perspectiva. Todo lo
que se cuenta proviene de Jesús y de Dios. En razón de esta clara cualidad del
contenido del libro de los Hechos, también el texto proviene de Jesús y de Dios.

3.5. Las cartas del Apóstol Pablo

39. Pablo atestigua la proveniencia divina de las Escrituras de Israel, de su


evangelio, de su ministerio apostólico y de sus cartas.

a. Pablo atestigua el origen divino de las Escrituras

Pablo reconocer sin ambigüedad la autoridad de las Escrituras, atestigua su


origen divino, y las ve como profecías del Evangelio.

Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la
tradición judía de lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su
inspiración. Al ser un hebreo creyente, los recibe como testimonio de la voluntad
y del plan salvífico de Dios para la humanidad. Con sus correligionarios, cree en
su verdad, en su santidad y en su unidad. Por medio de ellos Dios se nos
comunica, nos interpela y nos manifiesta su voluntad (Rom 4,23-25; 15,4; 1 Cor
9,10; 10,4.11).

Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías de
Cristo y de nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos, como
profecía de la salvación ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello mismo,
como profecías del Evangelio (Rom 1,2): las Escrituras están orientadas
cristológicamente y deben ser leídas como tales (2 Cor 3).

Como palabra de Dios y testimonio en favor del Evangelio, las Escrituras


confirman la unidad y la firmeza del plan salvífico de Dios, que ha sido el mismo
desde el comienzo (Rom 9,6-29).

b. Pablo atestigua el origen divino de su Evangelio


40. En el primer capítulo de su carta a los Gálatas, Pablo reconoce haber
perseguido a la Iglesia, debido a su celo por la Ley, pero confiesa que Dios, en su
infinita bondad, le reveló a su Hijo (Gál 1,16; cf. Ef 3,1-6). Por medio de esta
revelación, Jesús de Nazaret, que precedentemente era para Pablo un blasfemo,
un pseudomesías, pasa a ser el Resucitado, el Mesías glorioso vencedor de la
muerte, el Hijo de Dios. En la misma carta -Gál 1,12–, declara que su Evangelio
le fue revelado; y por Evangelio debemos entenderlos componentes principales
de la trayectoria y de la misión de Jesús, al menos su muerte y resurrección
salvíficas.

En Gál 1-2 Pablo declara además que su Evangelio no incluye la circuncisión. En


otras palabras, afirma que, conforme a lo que le ha sido revelado, no es necesario
circuncidarse y someterse a la ley mosaica para heredar las promesas
escatológicas. Para Pablo, someter a la circuncisión a los cristianos de origen no
judío no es una cuestión periférica o anecdótica, sino que toca al corazón del
Evangelio. En efecto él declara con firmeza que quien se circuncida–para
someterse a la ley mosaica y obtener por ella la justicia– haría para sí mismo la
muerte de Cristo en una cruz: «Yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo
no os servirá de nada» (Gál 5,2; cf. 5,4; 2,21). Lo que se pone en juego es, por lo
tanto, el Evangelio mismo que le fue revelado y que, en consecuencia, no puede
ser modificado.

¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la
circuncisión– es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración del
Evangelio no puede proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se había
opuesto a ello ferozmente, y porque, si ahora anuncia lo contrario de lo que antes
pensaba, no es por incoherencia intelectual: de hecho todos sus correligionarios
conocían bien la firmeza de sus convicciones (Gál 1,13-14). Pablo muestra luego
que su Evangelio no puede proceder de los otros apóstoles, no solo porque él los
visitó mucho tiempo después del encuentro con Cristo, sino además porque no
vaciló en enfrentarse con Pedro, el más conocido de los apóstoles, cuando este
mantuvo una postura que convertía de hecho la circuncisión en un factor de
discriminación entre cristianos (Gál 2,11-14). En conclusión: que, puesto que su
Evangelio le había sido revelado, también él había tenido que obedecer lo que
Dios le había dado a conocer. Es por esta razón por lo que puede decir, al
comienzo de la misma carta a los Gálatas: «Pues bien, aunque nosotros mismos o
un ángel del cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado,
¡sea anatema!» (Gál 1,8; cf.1,9).

¿Por qué quiso subrayar Pablo el carácter revelado de su Evangelio? De hecho,


ese origen divino era discutido por misioneros judaizantes, pues la circuncisión lo
imponía un oráculo divino apodíctico de la ley mosaica (Gén 17,10-14). Pues
bien, Gén 17,10-14 afirma que, para obtener la salvación, es preciso pertenecer a
la familia de Abrahán y, por esta razón, estar circuncidados. Por ello debe
mostrar, en dos de sus cartas, Gálatas y Romanos, que su Evangelio no va contra
las Escrituras y no contradice Gén 17,10-14, un pasaje que no admite
excepciones. De hecho Pablo no puede declarar que este oráculo no sea ya
válido, pues todos los judíos observantes lo reconocen como obligatorio. No
pudiendo obviarlo, Pablo debe interpretarlo de modo diverso, cosa que sólo
puede hacer recurriendo a otros pasajes de la Escritura (Gén 15,6 y Sal 32,1-2 en
Rom 4,3.6) que se constituyan en norma a partir de la cual sea preciso interpretar
Gén 17,10-14.

c. El ministerio apostólico de Pablo y su origen divino

41. Pablo quiso insistir igualmente en el origen divino de su apostolado, porque


algunos, del grupo de los apóstoles, lo denigraban y minimizaban el valor de su
Evangelio; aun cuando se había encontrado con el Resucitado, no formaba parte
del grupo de los que habían vivido con Jesús y eran testigos de su enseñanza, de
sus milagros y de su pasión. Por esta razón insiste en el hecho de que fue
segregado y llamado por el Señor para ser apóstol de los gentiles (Rom 1,5; 1 Cor
1,1; 2 Cor 1,1; Gál 1,1). Por esta misma razón, en el largo elogio que hace de sí
mismo en 2 Cor 10-13, menciona las revelaciones recibidas del Señor (2 Cor
12,1-4). No se trata de una exageración retórica o de una mentira piadosa, para
resaltar su rango de apóstol, sino de un simple testimonio de la verdad. En el
auto-elogio de 2 Cor 10-13, Pablo insiste mucho menos en las revelaciones
excepcionales de las que fue destinatario, destacando principalmente los
sufrimientos apostólicos por las iglesias, pues el poder de Dios se manifiesta
plenamente por medio de sus debilidades. En otras palabras, cuando da a conocer
las revelaciones recibidas de Dios, Pablo no lo hace para que las iglesias lo
admiren, sino para mostrar que las señales del auténtico apóstol son más bien las
fatigas y los sufrimientos. Su testimonio es por ello digno de fe.

Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago, Pedro
y Juan, los más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron que Dios
lo había constituido apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el único en
afirmar el origen divino de su vocación, ya que esta última fue reconocida por las
autoridades eclesiales de entonces.

d. Pablo atestigua el origen divino de sus cartas

42. Pablo no declara únicamente el origen divino de su apostolado y de su


Evangelio. El hecho de que su Evangelio le haya sido revelado no garantiza
automáticamente la corrección y la fiabilidad de su transmisión. He aquí por qué,
justo al comienzo de sus cartas, recuerda su llamada y su mandato apostólico; en
Rom 1,1, por ejemplo, se presenta así: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a
ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios». Sostiene que sus cartas
transmiten fielmente su Evangelio y quiere que sean leídas por todas las iglesias
(cf. Col 4,16).

Incluso las directrices disciplinares que no están directamente vinculadas al


Evangelio deben ser acogidas por los creyentes de las diversas iglesias como si
fuesen un mandato del Señor (1 Cor 7,17b; 14,37). Es cierto que Pablo no
atribuye la misma autoridad a todos sus enunciados, como lo muestra la
argumentación casuística de 1 Cor 7; pero, debido a que frecuentemente explican
y justifican su Evangelio, sus argumentaciones (cf. Rom 1,11 y Gál 1-4) se
presentan de algún modo como una interpretación nueva y competente del
Evangelio mismo.

3.6. La carta a los Hebreos

43. A diferencia de Pablo, que afirma haber recibido el evangelio directamente de


Cristo (Gál 1,1.12.16), el autor de la carta a los Hebreos no explicita ningún
reclamo de autoridad apostólica.

Sin embargo, en relación con esto, hay dos pasajes de importancia excepcional:
1,1-2, donde al autor hace una síntesis de la historia de la revelación de Dios a los
hombres y muestra la conexión estrecha de la revelación divina en los dos
Testamentos, y 2,1-4, donde se presenta como perteneciente a la segunda
generación cristiana, como uno que había recibido la palabra de Dios, el mensaje
de salvación, no directamente del Señor Jesús, sino a través de los testigos de
Cristo, de los discípulos que lo escucharon.

a. La historia de la revelación de Dios

El autor constata al comienzo de su escrito: «En muchas ocasiones y de muchas


maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa
final nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). Con esta frase inicial admirable, el
autor traza la historia completa de la Palabra de Dios dirigida al hombre. El
pasaje es de una importancia singular para el tema de la revelación e inspiración
y merece una cuidadosa explicación.

En ella se afirma solemnemente un hecho capital: Dios buscó entrar en una


relación personal con los hombres. Él mismo tomó la iniciativa de este
encuentro: Dios habló. El verbo empleado no tiene complemento directo, no se
precisa el contenido de aquella palabra. En cambio se nombran las personas
puestas en relación: Dios, los padres, los profetas, nosotros, el Hijo. La palabra
de Dios no se presenta aquí como la revelación de una verdad, sino como medio
para establecer relaciones entre las personas.

En la historia de la Palabra de Dios se distinguen dos etapas principales. La


repetición del verbo «hablar» en los dos casos expresa una continuidad evidente,
y el paralelismo de las dos frases contribuye a resaltar la semejanza de las dos
intervenciones. Pero las diferencias señalan la diversidad de época, de modo, de
destinatarios y de mediadores.

En lo que atañe a la época, al primer dato («antiguamente»), simplemente


cronológico, se contrapone otro más complejo. El autor recurre a una expresión
bíblica, «etapa final», que indicaba vagamente el tiempo futuro (cf. Gén 49,1),
pero cuyo significado se fue especificando hasta aplicarse al tiempo de la
intervención divina definitiva, «al final de los tiempos» (Ez 38,16: Dan 2,28;
10,14). El autor retoma la fórmula, pero añade una nueva determinación: «en esta
etapa» (que estamos viviendo). Desde el punto de vista material se trata de una
precisión mínima, pero que manifiesta un cambio de perspectiva radical. En el
Antiguo Testamento la intervención decisiva de Dios se situaba siempre en la
oscuridad del futuro. El autor de Hebreos afirma que la última etapa está ya
presente, pues se ha inaugurado una nueva era por la muerte y la resurrección de
Cristo (Hch 2,17; 1 Cor 10,11; 1 Pe 1,20). Si «esta etapa» forma parte de la
última era, ello quiere decir que el último día no ha llegado todavía (cf. Jn 6.39;
12,48); sólo está más cercano (Heb 10,25). Aunque ya desde ahora la existencia
cristiana participa en los bienes definitivos, prometidos para los últimos tiempos
(6,4-5; 12,22-24.28). La relación de Dios con los hombres ha cambiado de nivel:
se ha pasado de la promesa a la realización, de la prefiguración al cumplimiento.
La diferencia es cualitativa.

El modo en el que se presenta la palabra de Dios no es el mismo en los dos


períodos de la historia de la salvación. En los tiempos antiguos se caracterizaba
por la multiplicidad: «muchas ocasiones» (o más literalmente: «en múltiples
partes», «de modo fragmentario») y «de muchas maneras». En esta multiplicidad
hay una riqueza. Dios, sin cesar (cf. Jer 7,13), encontró los medios para llegar a
nosotros: dando órdenes, haciendo promesas, castigando a los rebeldes,
confortando a los sufrientes, utilizando todas las formas de expresión posibles
como teofanías terribles, visiones consoladoras, oráculos breves o grandes
paneles de historia, predicación de los profetas, cantos y ritos litúrgicos, leyes,
relatos. Perola multiplicidad es al propio tiempo un índice de imperfección (cf.
7,23; 10,1-2.11-14). Dios se expresó parcialmente. Como buen pedagogo,
comenzó por decir las cosas elementales en la forma más accesible. Habló de
heredad y de tierra, prometió y realizó la liberación de su pueblo, le dotó con
instituciones temporales: dinastía regia, sacerdocio hereditario. Mas todo esto no
era sino una prefiguración. En la fase final, la Palabra de Dios fue entregada
totalmente, de manera definitiva y perfecta. Las riquezas dispersas de las épocas
precedentes quedaron reunidas y llevadas a su culminación en la unidad del
misterio de Cristo.

A la sucesión de períodos corresponde un cambio de auditorio para la Palabra. La


de los tiempos antiguos fue dirigida «a los padres», en sentido amplio, es decir, al
conjunto de las generaciones que recibieron el mensaje profético (cf. 3,9). La
palabra definitiva se «nos» ha dirigido. El pronombre «nos» incluye al autor y a
los destinatarios de su escrito, pero también a los testigos que la habían
escuchado (cf. 2,3) y a sus contemporáneos.

Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco
común: Dios habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice «por
medio de» (Mt 1,22; 2,15; etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista la
presencia activa de Dios mismo en sus mensajeros. Es el único sentido adecuado
a la segunda expresión: «por el Hijo». A los profetas en sentido amplio, es decir,
a todos aquellos cuyas intervenciones nos cuenta la Biblia, sucede un último
mensajero que es «Hijo». La posición escogida para nombrarlo, al final de la
frase, concentra la atención en él. Una vez mencionado, no se hablará sino de él
(1,2-4). El encuentro de Dios con el hombre se efectúa solo en él. Anteriormente
Dios envió a «sus siervos los profetas» (Jer 7,25; 25,4; 35,15; 44,4); ahora, su
mensajero no es ya un simple siervo, es «el Hijo». Al hablar por medio de los
profetas, Dios se dio a conocer, pero indirectamente, por persona interpuesta;
ahora el encuentro con la Palabra de Dios se realiza en el Hijo. El que nos habla
ahora no es ya un hombre distinto de Dios, sino una persona divina, cuya unidad
con el Padre queda expresada con las fórmulas más fuertes que el autor pudo
encontrar: «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios
volverse a nosotros asumiendo nuestro lenguaje; viene En la persona de
Jesucristo vino Él mismo a compartir realmente nuestra existencia y a hablar no
sólo el lenguaje de las palabras, sino también el de la vida ofrecida y la sangre
derramada.

b. La relación del autor con la revelación del Hijo

44. Una vez desarrollado un aspecto de su doctrina, la palabra de Dios dirigida al


hombre en los profetas y en el Hijo (1,1-14), el autor precisa inmediatamente la
conexión de la misma con la vida e indica su propia relación con el Hijo: «Por
tanto, para no extraviarnos, debemos prestar más atención a lo que hemos oído.
Pues si la palabra comunicada a través de ángeles tuvo validez, y toda trasgresión
y desobediencia fue justamente castigada, ¿cómo escaparemos nosotros si
desdeñamos semejante salvación, que fue anunciada primero por el Señor,
confirmada por los que la habían escuchado, a la que Dios añadió su testimonio
con signos y portentos, con milagros varios, y dones del Espíritu Santo
distribuidos según su beneplácito?» (Heb 2,1-4).

Los cristianos son invitados a prestar una atención mayor a la palabra escuchada.
No basta con escuchar el mensaje; es preciso adherirse a él ello con todo el
corazón y toda la vida. Sin una seria adhesión al evangelio, se corre el peligro de
andar fuera de ruta (cf. 2,1). Quien se aleja de Dios no puede sino perderse y
perecer. Mientras que quien se esfuerza en adherirse al mensaje escuchado, se
acerca Dios (cf. 7,19) y encuentra la salvación.

Después de haber introducido su tema (cf. 2,1), el autor lo desarrolla en una larga
frase (cf. 2,2-4). Basa su argumentación en una comparación entre los ángeles y
el Señor. El único elemento idéntico en las dos partes es la expresión «anunciada
por». La «palabra» fue anunciada por los ángeles; la «salvación» comenzó a ser
anunciada por el Señor.

Al referirse a la «palabra», el autor tiene a la vista la promulgación de la Ley


acontecida en el Sinaí. La expresión «salvación» resulta inesperada. Se esperaría
un término paralelo a «la palabra». Esta imperfección del paralelismo es rica en
contenido. Manifiesta una profunda diferencia entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento. En la antigua alianza se tiene sólo una «palabra», una ley externa
que ordena y castiga. En la nueva alianza se ofrece una verdadera salvación.
¿Qué excusa hay, entonces, para quienes rechazan la salvación? En estos tales, a
la indocilidad se añade la ingratitud. No rechazan una exigencia; se cierran al
amor.

Un largo discurso sobre el tema señala tres características de la salvación y


muestra como esta alcanza al autor y a los destinatarios de su escrito: la
predicación del Señor, el ministerio de los primeros discípulos, el testimonio por
parte de Dios (cf. 2,3b-4). La primera característica de la salvación es que
comenzó a ser anunciada por el Señor. El autor no utiliza un verbo simple:
«comenzar», sino una solemne perífrasis: «tener comienzo». Tal vez se trate de
una discreta alusión a Gén 1,1. La salvación constituye una nueva creación. El
título de «Kyrios» designa a Cristo, el Hijo, que es el último revelador enviado
por Dios (cf. 1,2). La salvación revelada por él constituye la culminación de la
obra salvífica de Dios. El anuncio hecho por el Señor «nos» (2,3; el autor y los
destinatarios de su escrito) llega a través del ministerio de testigos oyentes, que
son los primeros discípulos de Jesús. Dios, de quien proviene toda la revelación y
toda la salvación (cf 1,1-2), confirma el ministerio de los discípulos con signos,
milagros y dones del Espíritu Santo (cf Hch 5,12; Rom 15,19; 1 Cor 12,4.11; 2
Cor 12,12).

Tras haber señalado de modo sintético toda la historia de la revelación (1,1-2), el


autor muestra (2,1-4) que él, y, en consecuencia, su escrito, está conectado con el
Hijo y con Dios a través del ministerio de los testigos oyentes del Señor.

3.7. El Apocalipsis

45. El término «inspiración» no está presente en el Apocalipsis, aunque


encontramos la realidad supuesta por el término, en los casos en que el texto
contempla una relación de dependencia, estrecha y directa, precisamente respecto
de Dios. Esto ocurre en el prólogo (1,1-3), volvemos a encontrarlo en 1,10 y 4,2,
cuando Juan, en relación con lo que será el contenido del libro, queda puesto en
contacto especial con el Espíritu, y en 10,8-11, cuando se le renueva la misión
profética respecto al «librito»; se repite, finalmente, en el diálogo litúrgico
conclusivo, cuando se subraya la sacralidad intangible de todo del mensaje, una
vez ha llegado a convertirse en libro (22,18-19). En el estudio de estos
fragmentos obtenemos una primera comprensión de la inspiración que se halla
presente en el Apocalipsis.

a. La proveniencia de Dios del texto según el prólogo (1,1-3)

Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación,
interesante y detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del
Apocalipsis, del puro nivel de Dios al nivel concreto de un libro legible en la
asamblea litúrgica.

Constamos un primer enganche explícito con el nivel de Dios justo al inicio del
texto: la «revelación» es «de Jesucristo» (1,1a). Ahora bien, Jesucristo no es el
inventor de la revelación; lo es Dios, que, de acuerdo con el uso constante del
término en el Nuevo Testamento, debemos entender como «el Padre». La
revelación, que ha brotado del Padre y ha sido entregada al Hijo Jesucristo, y
que, por ello mismo, se encuentra, podríamos decir, en contacto íntimo con Dios,
recibe y mantiene una impronta divina.

Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos
encontramos con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra en
él, la «Palabra de Dios» viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres, se
presentará ante ellos, consiguientemente, como un testigo totalmente fiable, que,
en cuanto Hijo a nivel trinitario, es capaz de acoger plenamente el contenido del
Padre, de quien todo deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede comunicarlo
adecuadamente a los hombres.

La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una modalidad
particular: el Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa la revelación
«con signos» simbólicos que son percibidos, «vistos» por Juan y comprendidos
por él adecuadamente gracias a la mediación de un ángel que los explica. A su
vez, la revelación que ha llegado a adquirir la expresa Juan en un mensaje suyo a
las iglesias, y, llegada a este punto, la revelación se convierte en un texto escrito.
El contacto con el Padre y con el Hijo encarnado que ha dado origen al texto
sigue manteniéndose posteriormente y se convierte en una cualificación
permanente de la misma. Cuando, como último paso de su acontecer, la
revelación escrita se anuncie en la asamblea litúrgica, asumirá la forma de
profecía.

b. La trasformación de Juan obrada por el Espíritu con miras a Cristo (1,10;
4,1-2)

46. Al comienzo de la primera (1,4-3,22) y de la segunda parte (4,1-22,5) de su


texto, el autor del Apocalipsis, que se identifica literariamente con Juan, ofrece
una precisión interesante sobre el dinamismo revelador que, partiendo del Padre
y pasando a través de Jesucristo, llega finalmente a él: ocurre una intervención
particular del Espíritu Santo que, transformándolo, pone a Juan en un contacto
renovado con Jesucristo con el resultado de conocerlo mejor.

Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10), con
referencia a toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y con el
corazón en su comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día del Señor”,
propio de la asamblea litúrgica, una acción del Espíritu que se hace presente de
un modo nuevo: «El día del Señor fui arrebatado en Espíritu». El «ser
arrebatado» por medio del Espíritu y en contacto con él, implica para Juan una
transformación interior que, aun sin alcanzar necesariamente un nivel extático, lo
habilita para captar e interpretar el signo simbólico complejo que le será
presentado de inmediato. Ello producirá en Juan una nueva experiencia
existencial, cognoscitiva y afectiva, de Jesucristo resucitado, de quien recibirá
luego el encargo de enviar un mensaje escrito a las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).

Este contacto especial con el Espíritu se renueva al comienzo (4,1-2) de la


segunda parte del libro (4,1-22,5): «Enseguida fui arrebatado en Espíritu» (4,2), y
se mantiene inalterado hasta la conclusión. La nueva acción del Espíritu tiende,
como la precedente, a trasformar a Juan interiormente. Va precedido por una
interpretación de Jesucristo, quien dice a Juan que se desplace del nivel de la
tierra al del cielo. Como efecto de este segundo «ser arrebatado en Espíritu»,
Juan será capaz de percibir los muchos «signos» que Dios le dará por medio de
Jesucristo, y de expresarlos adecuadamente en el texto. Este contacto renovador
con el Espíritu será reclamado posteriormente en algunos puntos muy
significativos en relación con Jesucristo. Ello ocurre en 17,3 antes de la
presentación, complejísima, del juicio de la «gran prostituta» (17,3-18,24), la
cual, bajo el influjo de lo Demoníaco, lleva a cabo en la historia la oposición más
radical a los valores de Jesucristo. Después, cuando sea mostrado el gran «signo»
conclusivo de la Nueva Jerusalén, que presentará la relación inefable de amor
entre Jesucristo Cordero y la Iglesia convertida en su esposa, habrá para Juan un
reclamo ulterior del Espíritu (Ap 21,10), que le abrirá a la comprensión más alta
de Jesucristo. Esta dilatación producida por el Espíritu con miras a un «más» de
Jesucristo pasará de Juan a su escrito y tenderá a situarse en el lector-oyente.

c. La implicación humana en la expresión del mensaje profético (10,9-11)

47. Ahora bien ¿cómo se desarrolla en el hombre esta dilatación en el Espíritu?


Sobre ello encontramos una indicación interesante en 10,9-11. Un ángel, solemne
manifestación de Cristo (cf. 10,1-8), tiene en la mano izquierda un «librito» que
contiene un mensaje de Dios, probablemente el contenido, todavía en bruto, de
Ap 11,1-13, e invita a Juan a tomarlo: «Él me dice: “Toma y devóralo; te
amargará en el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel”» (10,9). En el
primer contacto con el «librito», Juan queda fascinado y experimenta la dulzura
inefable de la palabra de Dios. Mas el encanto de la palabra escuchada deberá
luego ceder el paso a la tarea dolorosa de su asimilación. La palabra de Dios
deberá pasar del nivel divino al de la comunicación humana mediante una
fatigosa elaboración desde dentro, en la que se verán implicadas la inteligencia,
la emotividad y las facultades literarias creativas de Juan. Terminada esta fase
laboriosa, Juan será capaz de anunciar la palabra de Dios, que, ya no en estado
bruto, se ha convertido, por la tarea de elaboración, también en palabra del
hombre.

d. El carácter intangible del libro inspirado (22,18-19)

48. Llegado al término de su trabajo, cuando el texto compuesto puede


denominarse «este libro» (22,18.19 bis), el autor, poniendo todo en boca de Juan,
hace una declaración radical sobre el carácter intangible del libro mismo.

Inspirándose, como punto de partida en varios textos del Deuteronomio (cf. Dt


4,2; 13,1; 29,19), el autor del Apocalipsis acentúa la radicalidad de los mismos:
el libro ya completado tiene la plenitud propia de Dios, al cual no se le puede
añadir ni quitar nada. El contacto prolongado que ha tenido con Jesucristo por
mediación del Espíritu durante su elaboración, ha impreso el mensaje del libro
con una sacralización propia: dentro de él, por así decirlo, hay algo de Cristo y de
su Espíritu; de este modo el texto queda habilitado para desempeñar el papel de
una profecía que penetra en la vida y es capaz de cambiarla.

e. Una primera síntesis sobre la proveniencia de Dios

49. De las observaciones que hemos venido haciendo se siguen, en relación con
nuestro tema, algunas cualificaciones fundamentales del texto del Apocalipsis. El
texto tiene un origen marcadamente divino, pues deriva directamente de Dios
Padre y de Jesucristo, a quien lo entrega Dios Padre. Jesucristo lo entrega a su
vez a Juan, insertando su contenido en «signos» simbólicos, que Juan, ayudado
por el Ángel intérprete, logrará percibir. Este contacto, inicial y directo, del texto
con el nivel de Dios es activado posteriormente, a lo largo de todo el libro, tanto
en la primera como en la segunda parte que lo componen, por el influjo particular
y propio del Espíritu, que renueva y dilata interiormente a Juan, produciendo
constantemente en él un salto cualitativo en el conocimiento de Jesucristo.

El contenido de la revelación no pasa automáticamente del nivel divino, en el que


nace y se desarrolla, al nivel del hombre, donde es escuchado. El paso que
transforma la palabra de Dios también en palabra de hombre, reclama de Juan,
después de un sobresalto de alegría en el primer contacto con la palabra, una
sufrida elaboración que lleva el mensaje al nivel propio del hombre y lo hace
comprensible. Este paso no hace perder la característica originaria: en todo el
texto, ya escrito definitivamente y convertido en un libro, permanece una
dimensión de sacralización que roza el nivel de Dios. Tal sacralización, por una
parte, hace que el texto sea absolutamente intangible, sin posibilidad de
añadiduras o sustracciones, y, por otra, activa en su interior la energía profética
que lo hace idóneo para repercutir decididamente en la vida.

Este complejo conjunto de cualificaciones, que es preciso mantener siempre


unidas, permite percibir cómo el autor del Apocalipsis siente y propone los
elementos de lo que hoy denominamos inspiración: hay una intervención
permanente por parte de Dios Padre; hay una intervención permanente,
particularmente rica y articulada, de Jesucristo; hay una intervención, también
ella permanente, del Espíritu; hay una intervención del ángel intérprete; hay
también, en la línea del contacto del texto con el hombre, una intervención
específica por parte de Juan. Al final este texto, palabra de Dios venida en
contacto con el hombre, conseguirá no sólo hacer comprender su contenido
iluminador sino que sabrá también irradiarlo en lo vivido. Será inspirado e
inspirador.
Resulta impresionante el hecho de que este último libro del Nuevo Testamento
que contiene la más alta frecuencia de referencias al Antiguo Testamento y puede
parecer una síntesis, atestigua su proveniencia de Dios y su carácter inspirado del
modo más preciso y articulado. Y en contacto con Cristo hace saltar una nueva
dimensión: también el Antiguo Testamento se vuelve inspirado e inspirador en
clave cristológica.

4. Conclusión

50. Al concluir la sección sobre la proveniencia de los libros bíblicos de Dios


(con la que ilustramos el concepto de inspiración) resumamos por una parte lo
que se ha manifestado sobre la relación entre Dios y los autores humanos, y
destaquemos en particular el hecho de que los escritos del Nuevo Testamento
reconocen la inspiración del Antiguo Testamento, del que hacen una lectura
cristológica. Por otra parte ampliemos la perspectiva, y busquemos completar los
resultados obtenidos hasta ahora. A la consideración sincrónica se añade un breve
recorrido diacrónico de la formación literaria de los escritos bíblicos. El estudio
de escritos individuales se completará con una mirada al conjunto de todos los
escritos que han sido recibidos en el canon. Este último aspecto será tratado en
dos partes: presentando las pocas alusiones que se encuentran en el Nuevo
Testamento a un canon de los dos testamentos y delineando la historia de la
formación del canon y de la recepción de los libros bíblicos en Israel y en la
Iglesia.

4.1. Una mirada global sobre la relación «Dios–autor humano»

51. Era nuestra intención individuar en algunos libros bíblicos los indicios de la


relación entre quienes los han escrito y Dios, evidenciando así cómo se atestigua
su proveniencia de Dios. De este modo ha resultado así una especie de
fenomenología bíblica de la relación «Dios–autor humano». Ahora, tras señalar
breve y ordenadamente cuanto hemos tratado ya, resaltamos algunos rasgos
característicos de la inspiración, y ofrecemos finalmente una conclusión sobre el
modo apropiado con el que deben ser acogidos los libros inspirados.

a. Breve síntesis

En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y
Dios se expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el
personaje instituido por Dios como único mediador de su revelación. En esta
parte de la Escritura encontramos la afirmación singular de que el mismo Dios ha
escrito el texto de los diez mandamientos y lo ha entregado a Moisés (Éx 24,12);
lo cual atestigua la proveniencia directa de este escrito de Dios. Luego Moisés es
encargado de escribir otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27), pasando a ser, en
definitiva, mediador del Señor para toda la Torá (cf. Dt 31,9). Los libros
proféticos, por su parte, conocen diversas fórmulas para expresar el hecho de que
Dios comunica su Palabra a mensajeros inspirados que deben trasmitirla al
pueblo. Mientras que en el Pentateuco y en los libros proféticos la Palabra de
Dios es recibida directamente por los mediadores escogidos por Dios, en los
Salmos y en los libros diversos encontramos una situación diversa. En los Salmos
el orante escucha la voz de Dios percibida sobre todo en los grandes
acontecimientos de la creación y de la historia salvífica de Israel, pero también en
algunas experiencias personales peculiares. De forma análoga, en los libros
sapienciales el estudio meditativo de la ley y de los profetas, inspirado por el
temor de Dios, hace de las diversas instrucciones una enseñanza de la sabiduría
divina.

En el Nuevo Testamento la persona de Jesús, su actividad y su camino


constituyen la culminación de la revelación divina. Para todos los autores y los
escritos del Nuevo Testamento toda relación con Dios depende de la relación con
Jesús. Los evangelios sinópticos atestiguan su proveniencia divina presentando a
Jesús y su obra reveladora. Este hecho es común a los cuatro evangelios, pero no
sin matices particulares. Mateo y Marcos se identifican con la persona y la obra
de Jesús; presentan en forma narrativa, su actividad, su pasión y su resurrección
como suprema confirmación divina de todas sus palabras y de todas las
afirmaciones acerca de su identidad. Lucas, en el prólogo de su evangelio,
explica que su narración se basad en confrontación con testigos oculares y
ministros de la Palabra. Finalmente Juan asegura que es testigo ocular de la obra
de Jesús desde los comienzos e, instruido por el Espíritu Santo y desde su fe en la
filiación divina de Jesús, da testimonio de su obra reveladora.

Los otros escritos del Nuevo Testamento atestiguan también de modos diversos
su proveniencia de Jesús y de Dios. Mediante la estrecha conexión entre sus dos
obras (cf. Hch 1,1-2), Lucas da a entender que en los Hechos de los él refiere la
actividad post-pascual de los testigos oculares y ministros de la Palabra (cf. Lc
1,3) de los que depende en la presentación de las obras de Jesús en su Evangelio.
Pablo da testimonio de que ha recibido de Dios Padre la revelación de su Hijo
(Gál 1,15-16) y que ha visto al Señor resucitado (1 Cor 9,1; 15,8), afirmando el
origen divino de su Evangelio. El autor de la carta a los Hebreos depende, para el
conocimiento de la salvación revelada por Dios, de los testigos oyentes del
anuncio del Señor. Finalmente, el autor del Apocalipsis describe con finura y de
modo diferenciado cómo ha recibido la revelación que se encuentra definitiva e
inmutablemente en su libro: de Dios Padre por medio de Jesucristo en signos
percibidos con la ayuda de un ángel intérprete.
Así, pues, en los escritos bíblicos encontramos una amplia gama de testimonios
sobre su proveniencia de Dios, pudiendo hablar en consecuencia de una rica
fenomenología de la relación entre Dios y el autor humano. En el Antiguo
Testamento la relación se establece, de diversos modos, con Dios. En cambio en
el Nuevo Testamento la relación con Dios es siempre mediada a través del Hijo
de Dios, el Señor Jesucristo, en quien Dios ha dicho su Palabra última y
definitiva (cf. Heb 1,1-2). Ya en la introducción nos referíamos al hecho de no
poder distinguir claramente entre revelación e inspiración, entre comunicación de
los contenidos y asistencia divina en el acto de escribir. Es fundamental la
comunicación divina y la acogida creyente de los contenidos, que va luego
acompañada por la asistencia divina para el hecho de escribir. Es enteramente
excepcional el caso de los diez mandamientos, escritos por el mismo Dios y
entregados a Moisés (Éx 24,12); es también especial el caso del Apocalipsis, en
el que se detalla el proceso de la comunicación divina en la puesta por escrito.

b. Algunos rasgos característicos de la inspiración

52. Sobre la base de cuanto ha quedado expuesto más arriba de manera concisa,


indicamos ahora brevemente algunos rasgos característicos de la inspiración que
pueden ayudar a precisar la noción de inspiración de los libros bíblicos.

Observando en nuestras indagaciones los indicios acerca de la proveniencia de


Dios de los diversos escritos, hemos constatado que en el Antiguo Testamento es
fundamental la relación viva con Dios, y en el Nuevo Testamento la relación con
Dios mediante su Hijo Jesús. Esta relación se muestra de formas diversas.
Recordamos, para el Antiguo Testamento, la forma en que se describe en el
Pentateuco la relación singular de Moisés con Dios, la forma en que se expresa
en las fórmulas proféticas, la forma de la experiencia de Dios que está en la base
de los Salmos, la forma del temor de Dios característica de los libros
sapienciales. Insertados en esta relación y viviéndola, los autores reciben y
reconocen lo que ellos trasmiten con sus palabras y con sus escritos. En el Nuevo
Testamento, la relación personal con Jesús se manifiesta en la forma del
discipulado, cuyo núcleo es la fe en Jesucristo Hijo de Dios (cf. Mc 1,1; Jn
20,31). La relación con Jesús puede ser inmediata (Evangelio de Juan, Pablo) o
mediata (Evangelio de Lucas, Carta a los Hebreos). Tal relación, fundamental
para la comunicación de la Palabra de Dios, aparece de una manera
particularmente articulada y rica en el Evangelio de Juan: el autor ha
contemplado la gloria del Hijo unigénito que viene del Padre (1,14); es testigo
ocular del camino de Jesús (19,35; 21,24); ofrece su testimonio, instruido por el
Espíritu de la verdad (15,26-27). En ete caso se manifiesta también el carácter
trinitario de la relación con Dios, que es fundamental para un autor inspirado del
Nuevo Testamento.
Conforme al testimonio de los escritos bíblicos, la inspiración se presenta como
una relación especial con Dios (o con Jesús), por la que Él concede a un autor
humano decir –mediante su Espíritu– lo que Él quiere comunicar a los hombres.
Se corrobora de este modo cuanto afirma la Dei Verbum (n. 11): los libros han
sido escritos por inspiración del Espíritu Santo; Dios es su autor, porque se sirve
de algunos hombres escogidos, actuando en ellos y por su medio; por otra parte
estos hombres escriben como verdaderos autores.

Las características que hemos observado en nuestro estudio son


complementarias: 1. Es fundamental el don de una relación personal con Dios (fe
incondicional en Dios, temor de Dios, fe en Jesucristo, Hijo de Dios). 2. En esta
relación el autor acoge los diversos modos en que Dios se revela (creación,
historia, presencia de Jesús de Nazaret). 3. En la economía de la revelación de
Dios, que culmina en el envío de su Hijo Jesús, tanto la relación personal con
Dios como el modo de la revelación sufren variaciones, determinadas por las
fases y las circunstancias de la revelación. De ello se concluye que la inspiración
es analógicamente idéntica para todos los autores de los libros bíblicos (como se
señala en la Dei Verbum, n. 11), pero resulta diversificada por razón de la
economía de la revelación divina.

c. La forma apropiada de acoger los libros inspirados

53. Al estudiar la inspiración de los escritos bíblicos, hemos visto la solicitud


incansable con que Dios se ha dirigido a su pueblo, y también hemos considerado
el Espíritu con el que fueron escritos estos libros.

A la solicitud de Dios debería corresponder una honda gratitud, que se manifiesta


en un vivo interés y una gran atención para escuchar y comprender cuanto Dios
quiere comunicarnos. Pero el Espíritu con el que fueron escritos los libros debe
ser el Espíritu con el cual los escuchamos. Los libros del Nuevo Testamento los
han escrito verdaderos discípulos de Jesús, profundamente motivados por la fe en
su Señor. Estos libros deben ser escuchados por verdaderos discípulos de Jesús
(cf. Mt 28,19), impregnados por la fe viva en él (cf. Jn 20,31). Además somos
invitados a leer los escritos del Antiguo Testamento, junto a Jesús resucitado,
según la enseñanza que él dio a sus discípulos (cf. Lc 24,25-27.44-47) y desde su
perspectiva. También es esencial tener en cuenta la inspiración para el estudio
científico de los escritos bíblicos, realizado no de un modo neutro sino con una
aproximación verdaderamente teológica. En efecto el criterio de una lectura
auténtica lo indica la Dei Verbum, cuando afirma que «la Sagrada Escritura debe
ser leída e interpretada con el mismo Espíritu con el que fue escrita» (n. 12). Los
métodos exegéticos modernos no pueden sustituir a la fe, pero aplicados en el
marco de la fe, pueden ser muy fecundos para la comprensión teológica de los
textos.

4.2. Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan la inspiración del Antiguo


Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo

54. En el estudio de los escritos neotestamentarios hemos constatado una y otra


vez que se refieren a las Sagradas Escrituras de la tradición judía. Aquí, en la
conclusión, traemos a colación algunos ejemplos, en los que se explicita la
relación con textos del Antiguo Testamento. Acabaremos comentando dos
pasajes del Nuevo Testamento que no sólo citan al Antiguo Testamento, sino que
afirman claramente la inspiración del mismo.

a. Algunos ejemplos

Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del
cumplimiento de las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta
(escribiendo: «Como dice [ha dicho] el profeta»), sino que, explícita o
implícitamente, las asigna a Dios mismo, utilizando el pasivo teológico: «Todo
esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho [por el Señor] por
medio del profeta» (Mt 1,22: 2.15: 2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4); el profeta es
sólo el instrumento de Dios. Al presentar lo sucedido con Jesús como
cumplimiento de la antigua promesa da una interpretación cristológica de la
misma.

El evangelio de Lucas añade que esta interpretación tuvo su origen en el mismo


Jesús, el cual describe su ministerio utilizando oráculos de Isaías (Lc 4,18-19) o
las figuras proféticas de Elías y Eliseo (Lc 4,25-27); con toda la autoridad que le
da su resurrección muestra finalmente que todas las Escrituras hablan de él, de
sus sufrimientos y de su gloria (Lc 24,25-27.44-47).

En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace
enfrentándose a sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para obtener la
vida eterna (Jn 5,39).

Pablo, como ya ha quedado expuesto ampliamente, reconoce sin vacilaciones la


autoridad de las Escrituras, atestigua su origen divino y las ve como profecía del
Evangelio.

b. El testimonio de 2 Tim 3,15-16 y 2 Pe 1,20-21


55. En estas dos cartas (2 Tim y 2 Pe) encontramos los únicos testimonios
explícitos de la naturaleza inspirada del Antiguo Testamento.

Pablo recuerda a Timoteo su formación en la fe, diciendo: «Desde niño conoces


las Sagradas Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación
por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura, inspirada por Dios, es
también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2
Tim 3,15-16). Las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, leídas desde la fe
en Cristo Jesús, constituían la base de la enseñanza religiosa de Timoteo (cf. Hch
16,1-3: 2 Tim 1,5) y contribuían a afianzar su fe en Cristo Jesús. Al cualificar
todas estas Escrituras como «inspiradas», dice que su autor es el Espíritu de Dios.

Pedro funda su mensaje apostólico (que proclama «el poder y la venida de


nuestro Señor Jesucristo»: 2 Pe 1,16) en su propia condición de testigo que vio y
oyó y en la palabra de los profetas. Menciona (en 1,16-18) su presencia en el
monte santo de la transfiguración, cuando junto a otros testigos («nosotros»:
1,18) oyó la voz de Dios Padre: «Este es mi Hijo, el amado» (1,17). Se refiere
luego a la palabra firmísima de los profetas (1,19), de la que afirma: «Sabiendo,
sobre todo, lo siguiente, que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse
por cuenta propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad
humana, sino que, movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte
de Dios» (1,20-21). Habla de todas las profecías que se encuentran en la
Escritura, y dice que se deben al influjo del Espíritu Santo en los profetas. El
Dios cuya voz oyó Pedro en el monte de la transfiguración y el que por medio de
los profetas es el mismo. De este mismo Dios, a través de estas dos mediaciones,
proviene el mensaje apostólico sobre Cristo.

Para la relación entre el Antiguo Testamento y el testimonio apostólico es


importante el hecho –común a 2 Tim y 2 Pe– de que los autores hablan de las
«Escrituras» después de haber aludido a su propia obra apostólica. Pablo
menciona primero su enseñanza y su vida ejemplar (2 Tim 3,10-11) y luego el
papel de las Escrituras (3,16-17); Pedro presenta su condición de testigo que vio
y oyó en la transfiguración (2 Pe 1,16-18) y se refiere luego a los antiguos
profetas (1,19-21). Ambos textos muestran que para los cristianos el contexto
inmediato para la lectura e interpretación de las Escrituras inspiradas (del
Antiguo Testamento) es el testimonio apostólico. De ello se deduce que también
este último debe entenderse como inspirado.

4.3. El proceso de la formación literaria de los escritos bíblicos y la


inspiración
56. Un breve recorrido diacrónico por la formación literaria de los escritos
bíblicos muestra que el Canon de las Escrituras se ha constituido de forma
progresiva en el curso de la historia, etapa tras etapa. En lo concerniente al
Antiguo Testamento, estas etapas pueden esquematizarse así:

- puesta por escrito de tradiciones orales, de palabras proféticas, de colecciones


normativas;

- formación de colecciones de tradiciones escritas, que progresivamente


adquieren autoridad y se reconocen como expresiones de una revelación divina:
así ocurrió con la Torá;

- conexión entre las diversas colecciones: Torá, Profetas y Escritos sapienciales.

Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas relecturas
y de múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre igualmente
dentro de ciertas reagrupaciones literarias: así, en el caso de la Torá, las
recopilaciones legislativas más recientes proponen un desarrollo y una
interpretación de las leyes preexílicas; más todavía, en el libro de Isaías
encontramos huellas de desarrollos sucesivos y de una tarea literaria de
unificación.

Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos
antiguos; es lo que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que
identifica la Torá con la Sabiduría.

El estudio de las tradiciones neotestamentarias ha puesto de manifiesto que estas


se basan en las tradiciones escritas del judaísmo para anunciar el Evangelio de
Cristo. Baste recordar, al respecto, que el díptico Lucas – Hechos remite
abundantemente a la Torá, a la literatura profética y a los Salmos para mostrar
cómo Jesús ha “cumplido” las Escrituras de Israel (Lc 24,25-27.44).

Así, pues, la comprensión del concepto de inspiración de las Sagradas Escrituras


debe tener en cuenta este movimiento interno en las mismas Escrituras. La
inspiración concierne tanto a cada texto en particular, como al conjunto del
Canon, que relaciona entre sí tradiciones veterotestamentarias y
neotestamentarias: de hecho, las antiguas tradiciones de Israel, consignadas por
escrito, fueron releídas, comentadas e interpretadas, finalmente, a la luz del
misterio de Cristo, que les da su sentido pleno definitivo.

Siguiendo «recorridos» o «ejes» dentro de la Escritura el lector puede llegar a


descubrir el modo en que se han ampliado y desarrollado los temas teológicos. La
lectura canónica de la Biblia permite poner de relieve el desarrollo de la
revelación, en función de una lógica diacrónica y sincrónica a la vez.

Veamos un ejemplo. La teología de la creación, anunciada desde el exordio el del


libro del Génesis, es desarrollada en la literatura profética; en efecto, el libro de
Isaías, en el capítulo 43, conecta salvación y creación, entendiendo la salvación
de Israel como prolongación de la creación; por su parte los capítulos 65-66 del
mismo libro interpretan el esperado renacimiento de Israel como nueva creación
(Is 65,17; 66,22). Por otra parte esta teología es ulteriormente elaborada en los
Salmos y en la literatura sapiencial.

57. En el Nuevo Testamento se puede constatar, por un lado, una «relación de


cumplimiento» respecto a las tradiciones veterotestamentarias, y, por otro, un
movimiento diacrónico de desarrollo y de reinterpretación de las tradiciones,
análogo al que hemos señalado en el Antiguo Testamento.

Como ilustración de las relaciones de cumplimiento entre escritos


neotestamentarios y tradiciones del Antiguo Testamento podemos citar el
Evangelio de Juan, que, en su Prólogo, presenta a Cristo como Palabra creadora,
y también las cartas paulinas, que evocan la dimensión cósmica de la venida de
Cristo (cf. 1 Cor 8,6; Col 1,12-20), así como el Apocalipsis, que presenta la
victoria de Cristo como renovación escatológica de la creación (Ap 21).

El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos
han integrado tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y
las expresiones litúrgicas de la primitiva comunidad cristiana: la carta a los
Corintios, por ejemplo, cita una antigua confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por otra
parte, los libros recogidos en el Canon del Nuevo Testamento reflejan un
desarrollo y una evolución en la elaboración teológica e institucional de las
primeras comunidades: así las cartas de Tito y a Timoteo atestiguan funciones
ministeriales y procedimientos de discernimiento más elaborados respecto a los
de las primeras cartas escritas por Pablo.

Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura
sincrónica: en la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado
entre el libro del Génesis y el Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a
comprenderlas como un todo, como un único relato que se desarrolla, desde la
creación hasta la nueva creación inaugurada por Cristo.

La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los
textos que la constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un libro
bíblico está inspirado significa reconocer que el mismo constituye un vector
específico y privilegiado de la revelación de Dios a los hombres, y que sus
autores humanos fueron impulsados por el Espíritu a expresar verdades de fe, en
un texto situado históricamente y recibido como normativo por las comunidades
creyentes.

Afirmar que la Escritura, en su conjunto, está inspirada, equivale a reconocer que


ella constituye un Canon, es decir un conjunto de escritos normativos para la fe,
recibidos en la Iglesia. En cuanto tal, la Biblia es el lugar de la revelación de una
verdad insuperable, identificada en una persona –Jesucristo–, la cual, con sus
palabras y sus obras, «cumple» y «perfecciona» las tradiciones del Antiguo
Testamento, revelando al Padre de manera plena.

4.4. En camino hacia un Canon de los dos Testamentos

58. Las cartas 2 Tim y 2 Pe tienen funciones importantes para un primer esbozo


de Canon cristiano de las Escrituras. Apuntan a la conclusión de un corpus de
cartas paulinas y de las petrinas, cierran cualquier añadido posterior a estas cartas
y preparan una conclusión del Canon en relación con ellas. El texto de 2 Pe, en
particular, apunta a un Canon de los dos Testamentos y a una recepción eclesial
de las cartas paulinas, factor importante para la recepción de estos escritos en le
Iglesia. La mayoría de biblistas considera las dos cartas como obras
«pseudónimas» (atribuidas a los apóstoles, pero producidas de hecho por autores
posteriores). Ello no afecta a su carácter inspirado y no disminuye su
significación teológica.

a. La conclusión de las colecciones de las cartas paulinas y petrinas

Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores
respectivos. Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a
rememorar y aplicar la enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el
pasado (cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14; 3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en
que se refieren con insistencia a la muerte de los autores, funcionan
efectivamente como conclusión de la colección de las cartas respectivas.

En 2 Tim se evoca la muerte de Pablo como algo inminente: el apóstol,


abandonado por quienes lo apoyaban y habiendo perdido su causa en el tribunal
imperial (cf. 4,16-18), está preparado para recibir la corona del martirio: «Pues
yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es
inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado
la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez
justo, me dará en aquel día» (4,6-8). Análogamente, 2 Pe indica que el Señor ha
revelado la cercanía de la muerte del apóstol: «Mientras habito en esta tienda de
campaña, considero un deber animaros con una exhortación, sabiendo que pronto
voy a dejar mi tienda, según me manifestó nuestro Señor Jesucristo: Pero pondré
mi empeño en que, incluso después de mi muerte, tengáis siempre la posibilidad
de acordaros de esto» (1,13-15; cf. 3,1).

Ambas cartas aparecen así como la última de su respectivo autor, como su


testamento, que pone punto y final a cuanto se proponía comunicar.

b. Hacia un Canon de los dos Testamentos

59. En 2 Pe 3,2 Pedro indica el objetivo de sus dos cartas: «Para recordar los
mensajes emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador
transmitido por los apóstoles». Aunque el texto hable de palabras dichas por los
profetas, no cabe duda de que el autor está pensando en las Escrituras proféticas
(cf. 1,20). El término «mandamiento del Señor y Salvador» no designa un
mandamiento específico del Señor, sino que tiene el mismo significado que en el
pasaje precedente, en el que «el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo» es calificado como «el camino de la justicia» y «el mandamiento
santo que les había sido transmitido» (2,20-21). El término «mandamiento» (en
singular), acuñado análogamente al de Torá, tiene un significado casi técnico y,
conectado en 3,2 con un doble genitivo, designa la enseñanza de Cristo trasmitida
por los apóstoles, esto es el evangelio como nueva economía salvífica.

El pasaje de 2 Pe 3,2 resalta a los profetas, al Señor, a los apóstoles. De este


modo se delinea el Canon de los dos Testamentos, el primero de los cuales es
determinado por los profetas y el segundo por el Señor y Salvador Jesús,
atestiguado por los apóstoles. Ambos Testamentos se conectan en el testimonio
por la fe en Cristo (cf. 2 Pe 1,16-21; 3,1-2), el Antiguo Testamento (los profetas)
mediante su lectura cristológica, y el Nuevo Testamento mediante del testimonio
de los apóstoles que se expresa en sus cartas (especialmente en las de Pedro y
Pablo), pero también en los evangelios, basados en «testigos oculares y ministros
de la palabra» (Lc 1,2; cf. Jn 1,14).

También el pasaje de 2 Pe 3,15-16 es importante para la concepción del Canon


de los dos Testamentos y para su carácter inspirado. Pedro, después de haber
explicado el retraso de la parusía (3,13-14), afirma su concordancia con Pablo:
«Según os escribió también nuestro querido hermano Pablo conforme a la
sabiduría que le fue concedida; tal como dice en todas las cartas en las que trata
de estas cosas. En ellas hay ciertamente algunas cuestiones difíciles de entender,
que los ignorantes e inestables tergiversan como hacen con las demás Escrituras
para su propia perdición». Se afirma aquí la existencia de una colección de cartas
paulinas que los destinatarios de Pedro han recibido. La afirmación de que Pablo
ha escrito «conforme a la sabiduría que le fue concedida», lo presenta como
escritor inspirado. Las falsas interpretaciones de los pasajes paulinos difíciles son
equiparadas con las «de las demás Escrituras»; de esta manera los textos paulinos
y la carta de Pedro, confirmada por ellos, son situadas junto a las «Escrituras»
que, como textos proféticos, están inspiradas por Dios (cf. 1,20-21).

4.5. La recepción de los libros bíblicos y la formación del Canon

60. Los libros que componen hoy nuestras Sagradas Escrituras no se


autocertifican como «canónicos». Su autoridad, consecuencia de su inspiración,
debe ser reconocida y aceptada por la comunidad, bien sea la sinagoga o bien la
Iglesia. Por ello es justo considerar el proceso histórico de este reconocimiento.

Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo cultural
de un determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje de aquella
sociedad, y se impone como modelo para los futuros escritores. Un libro se
convierte en clásico no porque lo decrete una autoridad, sino porque es
reconocido como tal por los más cultos del pueblo. También muchas religiones
tienen, por decirlo así, sus clásicos. En este caso se escogen los escritos que
reflejan las creencias de los seguidores de esas religiones, los cuales encuentran
en aquellos las fuentes de sus prácticas religiosas. Esto ocurre en el Próximo
Oriente Antiguo, en Mesopotamia, y también en Egipto. El mismo fenómeno se
ha dado también entre los judíos hebreos, quienes, por su conciencia especial de
ser el pueblo elegido por Dios, se identifican substancialmente con su tradición
religiosa. Entre los diversos escritos conservados en sus archivos los escribas
eligieron, por tanto, aquellos que contenían las leyes sagradas, el relato de su
historia nacional, los oráculos proféticos y la recopilación de los dichos
sapienciales en los que el pueblo hebreo podía verse reflejado y reconocer el
origen de su fe. Y lo mismo ocurrió entre los cristianos de los primeros siglos,
con los escritos apostólicos ahora contenidos en el Nuevo Testamento.

La época preexílica

Los estudiosos contemplan la posibilidad de que que tal selección de tradiciones


escritas y orales, entre ellas los dichos proféticos y muchos salmos, se iniciase ya
antes del exilio. De hecho Jer 18,18 dice: «Porque no faltará la ley del sacerdote,
ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta». La reforma de Josías tuvo
como fundamento el libro de la alianza (acaso el Deuteronomio), reencontrado en
el Templo (2 Re 23,2).

La época postexílica
Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los
comienzos de la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los
Profetas y los Escritos (de naturaleza predominantemente sapiencial). Los que
habían vuelto de Babilonia necesitaban reencontrar su identidad como pueblo de
la alianza. Se hacía, pues, necesario codificar leyes, que reclamaban también los
persas dominadores. La recopilación de los recuerdos históricos los conectaba
con la Judea preexílica; los libros proféticos servían para explicar las causas de la
deportación, en tanto que los Salmos eran indispensables para el culto en el
Templo reconstruido. Y, puesto que se creía que la profecía había cesado desde el
reinado de Artajerjes (465-423 a.C.) y que el espíritu había pasado a los sabios
(cf. Flavio Josefo, Contr. Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-313), comenzaron a producirse
varios libros sapienciales compuestos por escribas cultos. Estos se encargaron de
recoger los libros que, en virtud de su antigüedad, veneración religiosa y
autoridad, podían proveer una identidad precisa a los regresados, también frente a
sus nuevos dominadores. Por lo tanto no se excluyen motivos políticos y sociales
en la formación inicial del Canon. Podemos entonces considerar el gobierno de
Nehemías como el terminus a quo de la formación del Canon. De hecho, 2 Mac
2,13-15 nos informa de que Nehemías fundó una biblioteca, recogiendo todos los
libros sobre los reyes y los profetas y los escritos de David, así como las cartas de
los reyes sobre ofrendas votivas. Además, lo mismo que en tiempos de Josías, el
escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad el libro de la Ley de Moisés (Neh 8).

Los escribas postexílicos no se limitaron a recoger los libros dotados de


acreditación religiosa. Pusieron además al día las leyes y los relatos históricos,
reunieron oráculos proféticos y les añadieron pasajes de comentario
interpretativo, y, sirviéndose de diversos materiales, constituyeron un solo libro
(por ejemplo, el libro de Isaías y el de los Doce Profetas). Compusieron
asimismo nuevos salmos y dieron forma a libros sapienciales. Unificaron el
conjunto bajo los nombres de Moisés, legislador y sumo profeta, de David, el
salmista, y de Salomón, el sabio. Un complejo corpus literario como este
resultaba así útil para sostener la fe, también frente a los desafíos culturales de la
época persa y helenística. Contemporáneamente, comenzaron a fijar el texto de
los libros más antiguos, con lo que Canon y texto se desarrollaban juntos.

La época de los Macabeos

Un nuevo problema se planteó cuando Antíoco IV manda destruir todos los libros
sagrados de los judíos. Se hacía necesaria una reorganización, lo cual condujo
al terminus ad quem de la época veterotestamentaria. En las primeras décadas del
siglo II a.C., el Sirácida clasificaba ya los libros sagrados como Ley, Profetas y
otros escritos posteriores (Prólogo). En Eclo 44-50 resume la historia de Israel
desde los comienzos hasta su época , y en 48,1-11 menciona explícitamente al
profeta Elías, en 48,20-25 a Isaías y en 49,7-10 a Jeremías, Ezequiel y los Doce
Profetas. Unos cincuenta años más tarde 1 Mac 1,56-57 nos informa de que los
Seléucidas, durante la persecución de Antíoco, habían quemado los libros de la
Ley y el libro de la alianza, pero 2 Mac 2,14 nos dice que Judas Macabeo recogió
los libros salvados de la persecución.

En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros
reconocidos por los judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43), los
cuales contenían leyes, tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha cifra se
explica porque muchos libros que van separados en nuestras ediciones de la
Biblia (p.ej. los Doce Profetas), cuentan como uno solo. El número 22 puede
indicar totalidad, porque corresponde a las letras del alfabeto hebreo. Hoy se
tiende a datar la conclusión del Canon rabínico en el siglo II d.c., o aún más
tarde, bien por razones internas al judaísmo, o bien para hacer frente a los libros
del Nuevo Testamento, considerados por los cristianos como Sagradas Escrituras.
Actualmente, sobre todo tras los descubrimientos de Qumrán, no se acepta la
distinción, habitual hasta ahora, entre un Canon palestino de 22 libros y otro más
amplio en la diáspora.

El Canon del Antiguo Testamento entre los Padres

También entre los Padres de la Iglesia encontramos divergencias entre aquellos


que aceptaban un Canon breve, acaso para poder dialogar con los hebreos, y los
que incluían también los deuterocanónicos (escritos en griego) entre los libros
recibidos por la Iglesia. En el Concilio de Hipona del 393, en el que estaba
presente Agustín, entonces simple sacerdote, los obispos de África, al establecer
el criterio de la lectura pública en la mayor parte de las iglesias o en las
principales, pusieron la base para la recepción de los deuterocanónicos, que se
afianzaron definitivamente en época medieval. En la Iglesia Católica fue luego el
Concilio de Trento el que decidió la aprobación del Canon largo contra los
reformadores, que habían vuelto al breve. La mayoría de las iglesias ortodoxas no
difiere de la católica, aunque se hallan divergencias entre las iglesias orientales
antiguas.

La formación del Canon del Nuevo Testamento

61. Pasando a la constitución de los libros del Nuevo Testamento, constatamos de


que el contenido de estos libros fue recibido antes de que estos se pusiesen por
escrito, pues los creyentes acogieron la predicación de Cristo y de los apóstoles
antes que la composición de nuestros libros sagrados. Baste pensar en el prólogo
de Lucas, donde se afirma que su escrito evangélico no pretende otra cosa que
ofrecer, mediante el relato de la historia de Jesús, un “fundamento sólido” a las
enseñanzas que Teófilo había recibido. Aunque muchos hubieran sido escritos
ocasionales, expresaban una necesidad interna de las comunidades cristianas de
añadir una didaché (enseñanza escrita) al kerygma (anuncio). Leídos
inicialmente por las asambleas a las que iban dirigidos, tales escritos fueron
trasmitidos gradualmente a otras iglesias debido a la autoridad apostólica de los
mismos. La aceptación de estos documentos –por el hecho de que hablaban con
la autoridad de Jesús y de los apóstoles, no se identifica, sin embargo, con su
recepción como “Escritura” a la par que el Antiguo Testamento. Hemos
mencionado las alusiones que se hacen en 2 Pe 3,2.15-16, pero hay que esperar a
finales del siglo segundo para que se generalice la convicción acerca de tal
paridad, y se pongan al mismo nivel los libros que llamamos «Antiguo
Testamento» y los que denominamos «Nuevo Testamento».

Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la
forma de rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según resulta
habitual hoy para un libro); ello contribuyó notablemente a la formación de
pequeños conjuntos literarios que podían ser recogidos en un solo tomo, como
ocurrió ante todo con los evangelios y las cartas de Pablo. Más tardías son las
alusiones a la constitución de un corpus johanneum y el de las cartas católicas.

La necesidad de delimitar la colección de los escritos dotados de autoridad surgió


cuando, a comienzos del siglo II, los gnósticos comenzaron a componer obras
que tenían los mismos géneros literarios que los de la gran Iglesia (evangelios,
hechos, epístolas y apocalipsis), para divulgar sus doctrinas. Se sintió entonces la
necesidad de criterios ciertos para distinguir los textos ortodoxos de los
heterodoxos. Algunos grupos judeo-cristianos extremistas, como los Ebionitas,
pretendieron la damnatio memoriae de Pablo, en tanto que los Montanistas
concedieron una importancia excesiva a los dones carismáticos. Quien tuvo una
influencia decisiva para apoyar la doctrina de Pablo fue Lucas con sus Hechos de
los Apóstoles, los cuales, en gran parte, describen la actividad de este apóstol y el
éxito de su misión. También Marción contribuyó, a su manera, al proceso de
recepción de los textos neotestamentarios con su opción de Pablo y de Lucas
como únicos escritos «canónicos», pues esto produjo una reacción que sirvió para
explicitar los escritos que eran ya venerados por los cristianos. Gradualmente se
fueron afirmando criterios de discernimiento, entre ellos la lectura pública y
universal, la apostolicidad, entendida en el sentido de tradición auténtica de un
apóstol, y, especialmente, la regula fidei (Ireneo), es decir, el hecho de que un
escrito no contradijera la tradición apostólica trasmitida por los obispos en todas
las iglesias. A Marción le faltó precisamente esta catholicitas, pues limitó la
tradición apostólica de forma exclusiva a la paulina y no tuvo en cuenta la
petrina, la joánica y la judeocristiana.
Desde finales del siglo II en adelante comienzan a aparecer listas de libros del
Nuevo Testamento. Aceptación universal tuvieron los cuatro evangelios, los
Hechos y trece epístolas paulinas, mientras que hubo vacilaciones sobre la Carta
a los Hebreos, las cartas católicas y también sobre el Apocalipsis. En algunas
listas se incluían también la primera Carta de Clemente, el Pastor de Hermas y
algún otro escrito. Sin embargo éstos, al no ser leídos en todas las iglesias, no
fueron asumidos en el Canon. Sobre la base de un consenso general de las
Iglesias, expresado en numerosas declaraciones del Magisterio y atestiguado en
pronunciamientos importantes de varios sínodos locales, el Concilio de Hipona (a
finales del siglo IV) fijó el Canon del Nuevo Testamento, confirmado por la
definición dogmática del Concilio de Trento.

Frente a lo que ocurre con el Canon veterotestamentario, los veintisiete libros del
Nuevo Testamento son considerados canónicos por católicos, ortodoxos y
protestantes. La recepción de estos libros por parte de la comunidad creyente
expresa el reconocimiento de su inspiración divina y de su condición de libros
sagrados y normativos.

Como se ha dicho anteriormente, para le Iglesia Católica el reconocimiento


definitivo y oficial, tanto del Canon «largo» del Antiguo Testamento como de los
veintisiete escritos del Nuevo Testamento, tuvo lugar en el Concilio de Trento
(D-S 1501-1503). La definición se había hecho necesaria porque los
reformadores excluían los libros deuterocanónicos del Canon tradicional.

SEGUNDA PARTE

EL TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS BÍBLICOS 


SOBRE SU VERDAD

62. En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los
escritos bíblicos atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción, en
una primera sección señalaremos cómo algunos libros del Antiguo Testamento,
presentan las verdad revelada por Dios, preparando la revelación evangélica
(cf. Dei Verbum [DV], n. 3); en una segunda sección mostraremos lo que algunos
escritos del Nuevo Testamento exponen sobre la verdad revelada por medio de
Jesucristo, que lleva a cumplimiento la revelación divina (cf. DV, n. 4).

1. Introducción

Para introducir el tema, examinamos antes que nada cómo la Dei


Verbum entiende la verdad bíblica, y precisamos luego el enfoque temático que
se dará a nuestro examen de los escritos bíblicos.
1.1. La verdad bíblica según la Dei Verbum

63. La verdad de la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras se halla


íntimamente ligada a su inspiración: en efecto el Dios que habla no puede
engañar. No obstante esta declaración de principio, algunas afirmaciones del
texto sagrado crean dificultades. De ellas eran ya conscientes los Padres de la
Iglesia, aun hoy sigue habiendo problemas, como atestiguan las discusiones
mantenidas durante el Concilio Vaticano II. Lo que sigue tratará de aclarar el
sentido del término «verdad» como se ha entendido en el Concilio.

Los teólogos han recurrido al concepto de «inerrancia» y lo han aplicado a la


Sagrada Escritura. Si se toma en su sentido absoluto, este término significaría que
en la Biblia no puede haber error de ningún género. Pero con los sucesivos
descubrimientos en el campo de la historia, de la filología y de las ciencias
naturales, y como consecuencia de la aplicación del método histórico-crítico a la
investigación bíblica, los exegetas han tenido que reconocer que en la Biblia no
todo se expresa según las exigencias de las ciencias contemporáneas, pues los
escritores bíblicos reflejan los límites tanto de sus conocimientos personales
como los que corresponden a su época y cultura. Esta problemática tuvo que
abordarla el Concilio Vaticano II en la preparación de la Constitución
Dogmática Dei Verbum.

El n. 11 de la Dei Verbum vuelve a proponer la doctrina tradicional, según la cual


la Iglesia «reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento,
con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por
inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn 20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16),
tienen a Dios como autor». La Constitución no entra en las particularidades del
modo de inspiración (cf. la encíclica del Papa León XIIIProvidentissimus Deus),
pero en el mismo n. 11 dice: «Como todo lo que los autores inspirados o
hagiógrafos debe mantenerse que ha sido afirmado por el Espíritu Santo, por ello
hay que profesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y
sin error la verdad que Dios, por nuestra salvación, quiso que fuera consignada
en las sagradas letras. Así que “toda Escritura inspirada por Dios es también útil
para enseñar, para reprender, corregir, instruir en la justicia; para que el hombre
de Dios sea perfecto, equipado para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17)».

La Comisión Teológica había eliminado la expresión «verdad salvífica» (veritas


salutaris), introduciendo una formulación más extensa: «La verdad que Dios, por
nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras» (veritatem
quam Deus nostrae salutis causa Litteris Sacris consignari voluit). Puesto que la
propia Comisión explicó que el inciso «por nuestra salvación» se refiere a
«verdad», ello significa que, cuando se habla de «verdad de la Sagrada
Escritura», se entiende esa verdad que mira a nuestra salvación. Sin embargo esto
no debe interpretarse en el sentido de que la verdad de la Sagrada Escritura afecte
sólo a las partes del Libro Sagrado que son necesarias para la fe y la moral,
excluyendo otras (la expresión veritas salutaris del cuarto esquema no había sido
aceptada precisamente para excluir tal interpretación): El sentido de la
expresión «la verdad que Dios, por nuestra salvación, quiso que fuera consignada
en las sagradas letras» es, más bien, que los libros de la Sagrada Escritura, con
todas sus partes, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo y por tener a Dios
como autor, se proponen comunicar la verdad en cuanto que está relacionada con
nuestra salvación, que es de hecho la finalidad por la que Dios se revela.

Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17, cita
en la nota 21 el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San Agustín,
quien excluye de la enseñanza bíblica todo aquello que no es útil para nuestra
salvación; y Santo Tomás, basándose en la primera cita de San Agustín, dice en
el De veritate q. 12, a. 2: Illa vero, quae ad salutem pertinere non possunt, sunt
extranea a materia prophetiae, («Sin embargo las cosas que no pueden concernir
a la salvación son extrañas a la materia de la profecía»).

64. El problema es entonces comprender qué significa «verdad por nuestra


salvación» en el contexto de la Dei Verbum. No basta considerar el término
«verdad» en su acepción común; tratándose de verdades cristianas, el concepto
resulta enriquecido por el significado bíblico de verdad, y, todavía más, por el
uso del término que hace el Concilio en otros documentos. En el Antiguo
Testamento, Dios mismo es la suma verdad por la firmeza de sus elecciones, de
sus promesas y de sus dones; sus palabras son verdaderas y reclaman una
aceptación igualmente sólida en la respuesta del hombre, en el corazón y en las
obras (cf. p.ej. 2 Sam 7,28 y Sal 31,6). La verdad es el fundamento de la alianza.
En el Nuevo Testamento, Cristo mismo es la verdad, porque él es el Amén
encarnado de todas las promesas de Dios (cf. 2 Cor 1,19-20) y porque él, que es
“el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), al revelar al Padre (cf. Jn 1,18), da
acceso a Él (cf. Jn 14,6), que es la fuente última de la vida (cf. Jn 5,26; 6,57). El
Espíritu que da Cristo es el Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), el cual
sostendrá el testimonio de los apóstoles (Jn 15,26-27) y la solidez de nuestra
respuesta de fe. La verdad tiene, por consiguiente, una dimensión trinitaria, pero
esencialmente cristológica, y la Iglesia que la anuncia es «columna y fundamento
de la verdad» (1 Tom 3,15). Así, pues, Revelador y objeto de la verdad para
nuestra salvación es, por tanto, Cristo, preconizado en el Antiguo Testamento: la
verdad se manifiesta en el Nuevo Testamento en su persona y en el Reino,
presente y escatológico, anunciado e inaugurado por él. El concepto de verdad
del Concilio Vaticano II se explica en el mismo ámbito trinitario, cristológico y
eclesial (cf. Dei Verbum, nn. 2.7.8.19.24; Gaudium et spes, n. 3; Dignitatis
humanae, n. 11): el Hijo en persona revela al Padre, y su revelación es
comunicada y confirmada por el Espíritu Santo y transmitida en la Iglesia.

1.2. El centro de nuestro estudio sobre la verdad bíblica

65. La profundización que vamos a hacer del tema, centrada en algunos escritos
bíblicos, se basa en la enseñanza y la orientación de la Dei Verbum que
acabamos de señalar. Citamos antes que nada la frase con la que la antedicha
Constitución cierra el primer pasaje sobre la revelación: «La verdad íntima tanto
acerca de Dios como de la salvación humana transmitida por medio de esta
revelación, brilla para nosotros en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitiud de toda la revelación (cf. Mt 11,27; Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2 Cor 3,16
y 4,6; Ef 1,3-14)» (n. 2). No cabe duda de que la verdad que ocupa el centro de la
revelación y, en consecuencia, el centro de la Biblia en cuanto instrumento de
transmisión de la revelación (cf. Dei Verbum, nn. 7-10), tiene que ver con Dios y
con la salvación del hombre. Tampoco hay duda de que la plenitud de tal verdad
se manifiesta por Cristo y en Cristo. Él es, en persona, la Palabra de Dios (cf Jn
1,1.14) que viene de Dios y revela a Dios. Él, no sólo dice la verdad acerca de
Dios, sino que es la verdad acerca de Dios, aquel que afirma: «Quien me ha visto
a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 12,45). La venida del Hijo revela también la
salvación del hombre: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Unigénito, para que todo el que creen en él no perezca, sino que tanga vida
eterna» (Jn 3,16).

Al estudiar la verdad de los escritos bíblicos, nuestra atención se concentrará, por


tanto, en estos dos temas, íntimamente conectados entre sí: qué dicen los escritos
sobre Dios y qué dicen sobre el plan de Dios para la salvación del hombre. Cristo
trae la plenitud de la revelación y de la verdad la trae; pero su venida fue
preparada por una larga revelación divina, atestiguada por los escritos del
Antiguo Testamento. Por ello también queremos escuchar lo que dicen estos
escritos sobre Dios y su salvación, sabiendo que el significado pleno de cuanto
ellos atestiguan se revela en la persona y en la obra de Cristo. No sólo la meta,
sino también el camino y la preparación son parte esencial de la revelación de
Dios.

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

66. De la riqueza inmensa de la Biblia hemos seleccionado algunos libros


representativos, teniendo en cuenta los diversos géneros literarios y la
importancia de los textos correspondientes. Examinaremos algunos temas
centrales, relativos a Dios y a la salvación, tal como quedan son en los relatos de
la creación (Gén 1-2), en los decálogos, en los libros históricos y en los
proféticos, en los Salmos, en el Cantar de los Cantares y en los escritos
sapienciales. Aunque el Antiguo Testamento sea la preparación del
acontecimiento culminante de la revelación de Dios en Cristo, su mayor
extensión y la variedad y riqueza de sus textos nos ha inducido a considerar un
número mayor de fragmentos del Antiguo Testamento que del Nuevo
Testamento. Nuestra intención es mostrar cómo revelan los distintos textos a
Dios y su salvación y contribuir a que se preste mayor atención y se comprenda
mejor esta temática.

2.1. Los relatos de la creación (Génesis 1-2)

67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la
creación (Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de todo.
En cuanto «relatos de la creación» no informan sobre «cómo» ha comenzado el
mundo y el hombre, sino que hablan del Creador y de su relación con la creación
y con la criatura. Cuando estos textos de la antigüedad se leen según la
perspectiva moderna, se producen siempre grandes malentendidos, pues se
considera que son afirmaciones sobre «cómo» se han producido el mundo y el
hombre. Para responder más adecuadamente a la intención de los textos bíblicos
se hace necesario contrastar tal lectura, sin establecer una oposición entre sus
asertos con los conocimientos de las ciencias naturales de nuestra época. Estas no
eliminan la pretensión de la Biblia de comunicar la verdad, ya que la verdad de
los relatos bíblicos sobre la creación atañe a la coherencia, llena de sentido, del
mundo como obra creada por Dios.

El primer relato de la creación (Gén 1,1-2,4ª) describe, precisamente mediante su


estructura bien organizada, no cómo el mundo ha llegado a ser, sino para
qué y con qué objetivo es como es. De manera poética, adoptando las imágenes
de su época, el autor de Gén 1,1-2,4a muestra que Dios está en el origen del
cosmos y del hombre. El Dios Creador, del que habla la Biblia, está orientado a
relacionarse con su criatura, tanto que su crear, como lo describe la Biblia, resalta
dicha relación. Al crear al hombre “a su imagen” y confiarle la tarea de tomar
bajo su cuidado la creación, Dios manifiesta su voluntad salvífica fundamental.

Los elementos principales de la existencia humana están en el centro del relato de


Gén 1, que alcanza su punto culminante en la afirmación antropológica de que el
hombre es «imagen de Dios», esto es, su lugarteniente en la creación. La primera
obra del Dios creador es, según el relato, el tiempo (Gén 1,3-5), representado por
el cambio de luz y tinieblas. Mas con ello no se describe de veras qué es el
tiempo. Con la distribución de las diversas obras de la creación en seis días, no se
quiere afirmar, como una verdad que se deba creer, que el mundo ha cobrado
forma realmente en seis días, y que en el día séptimo Dios se ha dedicado al
reposo; lo que se quiere comunicar es más bien que en la creación existe un
orden y una finalidad. El hombre puede y debe insertarse en este orden, para
reconocer en el paso del trabajo al descanso, que el tiempo que Dios ha
estructurado para él le permite comprenderse como criatura que debe su
existencia al Creador.

Mediante las obras singulares de la creación, se muestra qué cosa es la creación y


cuál es su objetivo. Toda la narración, como ya se ha dicho, está orientada al
hombre. Así el relato de la creación no trata de dar una definición física de la
categoría del espacio, sino presentarlo como «espacio de vida» del hombre y
mostrar su significado. El llamado «encargo de dominar la tierra» (Gén 1,28) es
una metáfora que expresa la responsabilidad del hombre en relación con el
espacio de vida que se destina a él, junto con los animales y las plantas.

Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el
conjunto canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia
cristiana. Pese a usar imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma verdad:
el mundo creado es un don de Dios y el proyecto divino se orienta al el bien del
hombre (cf. Gén 2,18), como se deduce, entre otras cosas, del recurso frecuente
al adjetivo «bueno» (cf. Gén 1,4-31). De este modo, la humanidad es situada en
una «relación de creación» frente a Dios: el don originario y gratuito del Creador
requiere la respuesta del hombre.

2.2. Los decálogos (Éx 20,2-17 y Dt 5,5-21)

68. Los dos decálogos de Éx 20,2-17 y de Dt 5,6-21 introducen las diversas


colecciones legislativas, reunidas, por una parte, en los libros del Éxodo, del
Levítico y de los Números (Éx 19,1-Núm 10,10), y, por otra, en el libro del
Deuteronomio (Dt 12-26). Estos textos revisten la forma de un discurso del Señor
(YHWH), que se dirige a Israel unas veces en primera persona y otras a través
del intermediario Moisés. Esta forma literaria confiere a tales textos un estatuto
de autoridad fortísimo. Los decálogos constituyen la articulación entre un
resumen de la fe de Israel (Éx 20,2 = Dt 5,6) –que hace referencia a los relatos
del Éxodo– por un lado, y el conjunto de las prescripciones cultuales y éticas, por
otro. Tales decálogos tienen numerosos puntos en común, y al mismo tiempo
cada uno ofrece una especificidad teológica propia: de hecho, mientras el
decálogo de Éx 20 desarrolla principalmente una teología de la creación, el de Dt
5 insiste principalmente en la teología de la salvación.

Al tratarse de síntesis teológicas muy elaboradas, los dos decálogos son


considerados «sumarios» de la Torá, y ofrecen claves teológicas que permiten su
interpretación adecuada.
a. La construcción literaria de los dos decálogos

La introducción de los decálogos (Éx 20,2 = Dt 5,6) define al Señor (YHWH)


como Dios salvador en la historia: el Dios de Israel se da a conocer mediante la
obra de la salvación que realiza en favor de Israel. Esta presentación narrativa del
Dios de Israel como salvador de su pueblo resume toda la primera parte del libro
del Éxodo: la fórmula de autopresentación del Señor en Éx 3,14, «Yo soy el que
es/será», introduce el largo relato de la liberación de Israel (Éx 4-14). El Señor
revela su verdadera identidad ofreciendo a su pueblo el don de la salvación.
El don de Dios constituye, por lo tanto, el fundamento de las prescripciones
legislativas recogidas en los decálogos. Este don de Dios consiste en la liberación
otorgada a Israel, sometido a la esclavitud en Egipto. Las leyes de los decálogos
enuncian, por su parte, las modalidades de la respuesta de Israel al don de Dios:
Israel, liberado por Dios, debe entrar ahora en este camino de libertad,
renunciando a los ídolos y al mal[2].

La primera sección del texto desarrolla las prohibiciones concernientes a la


idolatría, es decir, la fabricación de las imágenes, e invita a un monoteísmo
estricto (Éx 20,3-7 = Dt 5,7-11). Renunciar a los ídolos es acceder al culto
exclusivo del Señor y aceptar una alianza definitiva con él: el Señor es el único
salvador del pueblo, el único Dios verdadero.

Los dos mandamientos positivos del Decálogo se refieren al sábado y al respeto


de los progenitores (Éx 20,8-12 y Dt 5,12-16). El día del sábado puede ser
definido como el «santuario de Dios» en el tiempo y en la historia; al respetar el
sábado, Israel manifiesta que solo el Señor puede dar sentido a la historia
humana.

La última sección del texto de los decálogos concierne al dispositivo de la justa


relación con el prójimo (Éx 20,13-17 y Dt 5,17-21). La renuncia a cualquier
proyecto de abuso del prójimo es la condición indispensable para la construcción
de una verdadera comunidad, como testimonio de la posibilidad de una victoria
del amor fraterno sobre la violencia.

b. Comentario e implicaciones teológicas

69. Los decálogos proponen a Israel el camino de la obediencia a la ley revelada


por Dios en el Sinaí (o en el Horeb). El proyecto divino apela a la respuesta de
los hombres, en el marco de la alianza (Éx 24,7-8; Dt 5,2-3).

Las leyes que siguen a los decálogos en la Torá desarrollan el contenido de


aquellas. La prohibición de la idolatría es el leitmotiv del Deuteronomio,
mientras que la apelación a una vida fraternal se tematiza en las Leyes de
Santidad (Lev 17-26) y culmina en la invitación al amor del prójimo, a saber,
tanto del que es miembro de la comunidad de Israel como del extranjero
residente (Lev 19,18.34).

Los decálogos manifiestan el modo en el que el Dios creador se revela en a


historia también como salvador e invita a cada miembro de la comunidad a
entrar, por su parte, en esta lógica de salvación, poniendo en práctica una ética
comunitaria exigente. La alianza con el Dios creador y salvador conduce a los
creyentes a «vivir conforme a la verdad».

Los decálogos proveen una clave interpretativa del conjunto de la Torá, y


constituyen al final un verdadero «catecismo» para la comunidad de Israel. Este
catecismo permite a los israelitas afirmar su fe en el solo Dios verdadero,
afrontando los retos de la historia, y comprometerse en una vida comunitaria
fraterna, renunciando a las estrategias de poder y de violencia. Dicho con otras
palabras, los decálogos conjugan el testimonio de una verdad que concierne a
Dios mismo (es el creador y salvador) con una verdad que contempla las
modalidades de una vida justa y recta. La relación con el Dios de Israel aparece
así inseparable de la relación con el prójimo, que es el lugar por excelencia en el
que se expresa la adhesión de los creyentes a la verdad revelada.

2.3. Los libros históricos

70. El compendio de la historia de Israel que ocupa tantos libros de la Biblia,


especialmente los llamados libros históricos (Josué, Jueces, 1-2 Samuel, 1-2
Reyes, 1-2 Crónicas, Esdras, Nehemías, 1-2 Macabeos), muestra claramente que
no se trata de una historiografía en el sentido moderno, es decir entendida como
la crónica, lo más objetiva posible, de los acontecimientos del pasado. Todo
intento de interpretar la historia bíblica en una perspectiva moderna se expone al
peligro de leer los textos al margen de su intencionalidad y de no captar la
plenitud de significado.

La presentación bíblica de la historia se desarrolla armónicamente sobre la base


de la teología de la creación, tal como se expone en las primeras páginas de la
Biblia[3], en cuanto que es un testimonio de la experiencia de Dios, y en cuanto
que revela que Él actúa para la salvación de los hombres también en la historia
(Gén 24). En consecuencia, la historiografía bíblica trata de mostrar que la
voluntad salvífica de Dios tiene pleno sentido pues se orienta totalmente al bien
de la humanidad. En la historia bíblica no se narran únicamente acontecimientos
positivos; al contrario, en ella se muestra cómo, en las contradictorias vicisitudes
humanas, Dios manifiesta su pretensión constante de realizar la salvación de la
humanidad. De este modo la historia bíblica (Jue 6,36; 2 Sam 22,28) revela a
Dios como «Salvador».

La actuación de Dios con los hombres atestiguada por el relato bíblico se


presenta, pues, como una historia de «alianzas», comenzando por la establecida
con Noé para toda la humanidad, y prosiguiendo con las que caracterizan la
historia de Israel. La alianza que Dios ofrece a su pueblo en la persona de
Abraham y que luego fue estipulada solemnemente con Israel en el Sinaí, es
continuamente transgredida por el pueblo a lo largo de su historia, de manera que
el hecho de que se llame «eterna» se debe únicamente a la fidelidad de Dios

En consecuencia, el programa teológico de la historiografía bíblica se presenta en


primer lugar como teo-logía en el sentido literal del término, es decir, pretende
mostrar la fidelidad de Dios en su relación con el hombre. Ello es confirmado
hasta el anuncio de una nueva alianza en Jer 31,31. Es la alianza de Dios que
conduce a su pueblo, a través de la historia, a la salvación junto a Él y con Él.

2.4. Los libros proféticos

71. La profecía bíblica atestigua de modo eminente el revelarse de Dios, ya que


la palabra humana de los profetas coincide explícitamente con la misma Palabra
de Dios: «así dice el Señor» es, en efecto, una fórmula típica de esta literatura.
Una característica esencial de esta revelación es que se manifiesta en la historia
humana, en acontecimientos insertos en una cronología atendible, en palabras
dirigidas a personajes concretos, a través de hombres cuyo nombre, origen y
datación se conocen frecuentemente. El designio eterno de Dios de establecer con
la humanidad una alianza de amor (cf. Dei Verbum, n. 2) se da a conocer a los
profetas (Am 3,7), y es proclamado por los profetas a Israel y a las naciones, de
modo que se manifieste a todos la auténtica verdad de Dios y de la historia.

De la inagotable riqueza de la palabra profética, signo de la sabiduría infinita de


Dios, sobresalen algunos rasgos destacados que, de manera específica,
contribuyen a delinear el rostro del verdadero Dios a favorecer la adhesión de la
fe.

a. El Dios fiel

Los profetas se suceden en la historia conforme a la promesa del Señor:


«Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su
boca, y les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18). El carisma de Moisés (Dt
18,15) es transmitido, en la sucesión profética, a aquellos que, mediante su
misma aparición en la historia, se convierten en testigos de la fidelidad de Dios a
su alianza (Is 38,18-19; 49,7), testigos de una bondad que se extiende por mil
generaciones (Éx 34,7; Dt 5,10; 7,9; Jer 32,18). El Dios que es origen del
acontecer humano, el Padre de quien procede la vida, no abandona (Is 41,17; Os
11,8), no olvida sus criaturas (Is 44,21; 54,10; Jer 31,20). «¿Puede una madre
olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues,
aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49,15).

Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-4;
etc.), son la voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del verdadero
Dios en la complicada historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11): ellos
proclaman: “Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abraham tu bondad, como
antaño prometiste a nuestros padres” (Miq 7,20).

La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4),
enteramente fiable (Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se
podrán mantener firmes (Is 7,9) sin temor de perderse (Os 4,10).

b. El Dios justo

72. Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien
entra en su alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a
cada uno que recorra el camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los
profetas, en el curso de la historia, son los heraldos de la justicia perfecta, la que
Dios realiza (Is 30,18; 45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof 3,5) y la que Él pide a los
hombres (Is 1,17; 5,7; 26,2; Ez 18,5-18; Am 5,24); aquellos no sólo recuerdan las
directivas del Señor, explicitando su sentido, sino que denuncian con valentía
cualquier desviación de la vía del bien por parte de los individuos y de las
naciones. De este modo llaman a la conversión, amenazando con el castigo justo
por los crímenes cometidos, y anuncian la catástrofe inevitable sobre aquellos
que, en su perversión, no quieren escuchar la amonestación divina (Is 30,12-14;
Jer 6,19; 7,13-15).

Es aquí donde se manifiesta la verdad de la palabra profética, en oposición al


consuelo fácil de los falsos profetas, los cuales –despreocupados de las precisas
exigencias morales de la Ley– anuncian la paz, cuando en realidad la espada del
juicio se cierne amenazante (Jer 6,14; 23,17; Ez 13,10), con lo que engañan al
pueblo con promesas ilusorias (Is 9,14-15; Jer 27,14; 29,8-9; Am 9,10; Zac 10,2)
y favorecen con así la iniquidad. “Los profetas que nos precedieron a ti y a mí –
dice Jeremías al (falso) profeta Ananías – desde tiempos antiguos, profetizaron a
países numerosos y a reyes poderosos guerras, calamidades y pestes” (Jer 28,8);
la palabra auténtica del Señor afirma, por lo tanto, que el Dios justo revela
históricamente la maldad del mundo precisamente en el sufrimiento de la
sanción. El paso por la humillación y por la muerte es así explicado por los
profetas como la disciplina necesaria que favorece el reconocimiento del pecado
(Jer 2,19) y la disposición humilde del penitente en espera del perdón (Jl 2,12-
14).

c. El Dios misericordioso

73. Buena parte de la literatura profética asume un tono amenazante, semejante al


de Jonás en Nínive (Jon 3,4), ya que anuncia la desventura «contra todo mortal»
(Ez 21,8-9), no sólo declarando la disolución del reino de Israel (Jer 5,31; Os
10,15; Am 8,2), sino incluso evocando el fin del mundo (Jer 4,23-26; 45,4; Ez
7,2-6; Dan 8,17). Esta perspectiva catastrófica podría hacer pensar que Dios no
ha sido fiel a su promesa: «¡Ay, Señor, cómo engañaste a este pueblo
prometiendo paz a Jerusalén cuando tienen la espada en el cuello!» (Jer 4,10).
«¿Dónde están tu celo y fortaleza? ¿Es que han sido reprimidas tu entrañable
ternura y compasión hacia nosotros?» (Is 63,15).

A este lamento, que se convierte en oración de un pueblo en el exilio, responde la


voz de los profetas que proclaman la consolación de Israel (Is 40,1): lo que podía
ser considerado un acontecimiento final, se transforma, por el poder del Creador,
en nuevo origen (Jer 31,22; Ez 37,1ss; Os 2,16-17); lo que aparentemente había
sido un fracaso, llega a ser principio de una realidad maravillosa, porque el
pecado que había producido la catástrofe es perdonado definitivamente por la
misericordia del Padre (Jer 31,34; Ez 16,63; Os 14,5; Miq 7,19).

Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer
30,3.18; 31,23; Ez 16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del
mundo, pues anuncian nuevos cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer 31,22).
El acontecimiento del perdón divino, que va acompañado de una inaudita riqueza
de dones espirituales (Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-22; Jl 3,1-2) y se hace
visible en el florecimiento extraordinario del pueblo restaurado en formas
institucionales perfectas (Is 54,1-3; 62,1-3; Jer 30,18-21; Os 14,5-9), lo cual
ocurre de hecho en el acontecimiento definitivo de la historia, no podía ser
previsto ni imaginado por la mente humana: «Desde ahora –dice el Señor por
medio de Isaías– te hago oír cosas nuevas, secretos que no conocías. Solo ahora
son creadas, no desde antiguo ni antes de hoy; no las habías oído y no puedes
decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es el Señor, por medio de los profetas, quien
revela sus proyectos, infinitamente superiores a cuanto las criaturas pueden
concebir (Is 55,8-9); y es en la manifestación eficaz de la gracia como Dios da a
conocer la perfección de su verdad, llevando a cumplimiento el sentido de la
historia.
Esta Palabra de promesa es veraz precisamente porque se cumple (Dt 18,22; Is
14,24; 45,23; 48,3; Jer 1,2; 28,9): «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo,
y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla
germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra
que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará
a cabo mi encargo» (Is 55,10-11). El acontecimiento único y epocal produce una
alianza eterna (Is 55,3; Jer 32,40; Ez 16,60). De aquí brota la alabanza, efecto
último de la salvación: «Señor, tú eres mi Dios, te ensalzaré y alabaré tu nombre,
porque realizaste magníficos designios, constantes y seguros desde antiguo» (Is
25,1).

Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la
promesa (Hch 3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la
salvación (Hch 13,26): en la Pascua del Señor Jesús verán, con actitud adorante,
la manifestación plena del Dios fiel, justo y misericordioso.

2.5. Los Salmos

74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial
sobre Dios y sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal,
sino una persona que escucha y responde. Cada israelita sabe que puede volverse
a Él en cualquier circunstancia de la vida: en la alegría y en el dolor. Dios se ha
revelado como el Dios presente (cf. Éx 3,14), que conoce a la persona que ora y
siente hacia ella el interés más vivo y benévolo.

De entre las diversas características de Dios atestiguadas por los Salmos


recordamos las dos siguientes: Dios se revela (a) como el Dios del poder
protector y (b) como el Dios de la justicia que transforma al pecador en justo. Por
lo tanto Dios siempre Aquél que salva a los seres humanos.

a. El Dios omnipotente: Sal 46

La presencia y la actividad de Dios se manifiestan de modo emblemático en el


Sal 46, y se expresan en la frase: «El Señor del universo está con nosotros» (vv.
8.12). Al comienzo, en el medio y al final del Salmo se subraya la presencia de
Dios, que está «a favor nuestro» y «con nosotros» (vv. 2.8.12). Él domina, con su
fuerza, la naturaleza (vv. 2-7), defiende a Israel y crea la paz (vv. 8-12).

El poder de Dios domina la naturaleza: Dios es creador

El pueblo de la alianza se mantiene tranquilo frente a las sacudidas cósmicas:


«Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por
eso no tememos aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar.
Que hiervan y bramen sus olas, que sacudan a los montes con su furia» (vv. 2-4).
Dios domina las fuerzas del caos. Aun en el caso de que atenten contra la
estabilidad de Sión, la ciudad santa «no vacila» (v. 6a), porque «tiene a Dios en
medio» (v. 6a), y el mismo «Dios la socorre al despuntar la aurora» (v. 6b).

El poder de Dios defiende a su pueblo y crea la paz: Dios es salvador

La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como
respuesta al grito angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a
socorrernos!» (Sal 44,27). Dios es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2),
«alcázar» (vv. 8.12) para indicar el poder con el que protege a sus fieles reunidos
en Sión. Todos son invitados a reconocerlo: «Venid a ver las obras del Señor» (v.
9). Luego el Salmo precisa cuáles son estas obras: «Pone fin a la guerra hasta el
extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los
escudos» (v. 10). El Señor mismo se vuelve a los fieles, diciendo: «Rendíos,
reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra» (v.
11). Los adversarios deben dejar de presentar batalla, deben reconocer al Señor y
su majestad universal, que alcanza a todas las gentes y toda la tierra. La
intervención poderosa de Dios en favor de Sión tiene un significado universal: Él
trae la paz no sólo a la ciudad de Dios (cf. v. 5), sino a todas las naciones, a toda
la tierra (cf. v. 11).

b. El Dios de la justicia: Sal 51

75. En Sal 51 la confesión de los pecados se conjuga con la súplica. El


dinamismo fundamental –al que se alude en el centro de la primera y de la
segunda parte del Salmo– es la justicia de Dios: «En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente» (v. 6); «Líbrame de la sangre, Oh Dios, Dios,
Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia» (v. 16; cf. v. 21). La justicia
salvífica de Dios actúa en el hombre pecador, no sólo borrando sus culpas y
purificándolo, sino también justificándolo y transformándolo. Toda esta
actuación del Dios justo procede de su amor, que es fiel y misericordioso.

El Dios de la justicia ama al hombre pecador

Dios, al impulso de su amor, justifica al pecador. El Salmo comienza con la


siguiente súplica: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa
compasión borra mi culpa» (v. 3). El orante invoca el amor y la misericordia de
Dios.
El primer sustantivo, «amor» (heded), es uno de los términos fundamentales de la
teología de los Salmos y de la alianza (muy frecuente en al Antiguo Testamento,
especialmente en los Salmos): indica la actitud de Dios que implica bondad,
generosidad, fidelidad hacia el orante. En los Salmos se habla frecuentemente de
este amor como si se tratase de una persona: «Que tu misericordia y tu lealtad me
guarden siempre» (Sal 40,12); Dios lo manda desde el cielo (Sal 57,4; cf. 61,8;
85,11; 89,15), para que acompañe al creyente, lo siga como un amigo (Sal 23,6),
lo rodee (Sal 32,10) y lo sacie (Sal 90,14). Es más importante que la misma vida:
«Tu gracia vale más que la vida» (Sal 63,4; cf. Sal 42,9; 62,13). El amor de Dios
no se le quitará al pecador, pese a su pecado (cf. Sal 77,9), porque Dios lo ama
como un padre. Este amor inspirará la justicia de Dios que justificará al pecador.

El segundo término, «misericordia» (rehem) (cf. Sal 40,12; 69,17; y otros), se


encuentra frecuentemente en contextos penitenciales (cf. Sal 25,6; 79,8) y
habitualmente se usa en plural (rahamim). El término evoca las «entrañas» de la
madre, símbolo arquetípico de un amor instintivo y radical. Se presenta a Dios
adherido a la persona humana más aún de lo que lo está la madre al propio hijo
(cf. Is 49,15). Por ello el salmista dice: «Pero tú, Señor, Dios clemente y
misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal» (Sal 86,15).

En realidad, los dos términos, que en un cierto sentido describen dos modalidades
(paterna y materna) del amor de Dios, se usan conjuntamente: «Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas» (Sal 25,6; cf. 103,13). Dios ama al
hombre –incluso si este es pecador– como una madre a su hijo; lo ama con un
amor que no es fruto de los méritos, sino totalmente gratuito, con un amor que
constituye una exigencia esencial del corazón. Al mismo tiempo lo ama como un
padre, con un amor generoso y fiel. Las dos dimensiones del amor de Dios
evocadas al comienzo de Sal 51 son como dos coordinadas de la justicia de Dios
que justifica al pecador. El Dios, que ama y es misericordioso (v. 3; cf. v. 20), es
al mismo tiempo el Dios que juzga (v. 6; cf. v. 16).

La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)

76. Volviéndose hacia el pecador, Dios instaura con él una relación dinámica y


profunda, inspirada en la justicia. Este proceso se desarrolla en varias etapas:

- La compasión o piedad amorosa: «Misericordia, Dios mío» (v. 3). Aquí se usa
el verbo «tener piedad / misericordia» (hanan) (cf. Sal 4,2; 6,3 y otros), que
indica un «volverse» gratuito del soberano hacia su súbdito. El que se ha
rebelado contra Dios y se ha hecho abominable a sus ojos pide hallar su
compasión. Esta le levantará de su miseria más profunda, que es la miseria del
pecado.
- La enseñanza interior: «Te gusta un corazón sincero y en mi interior me
inculcas sabiduría» (v. 8). Dios obra en la conciencia del pecador, obnubilada por
el pecado, e introduce en ella la luz de la verdad, que permite reconocer los
pecados, y la irradiación de su sabiduría, que abre los ojos a la recta conducta.

- El veredicto de gracia que otorga el perdón. El pecador, encerrado en el reino


del pecado, reconoce: «En la sentencia tendrás razón» (v. 6). Después de haber
invocado: «Borra, lava, limpia» (vv. 3-4, repetidas en los vv. 9.11), se introduce
una fuerte esperanza: «Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa» (v.
11). Liberado de una presencia obsesiva del pecado, pide: «Hazme oír el gozo y
la alegría» (v. 10; cf. Is 66,14).

- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios, crea
en mí un corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante suplica
por tres veces recibir el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de «tu santo
espíritu», «un espíritu generoso» (vv. 12.13.14). Pide una renovación interior y
permanente, para la cual es decisiva la presencia del Espíritu de Dios, de quien
proviene «la alegría de la salvación» (v. 14).

- El impulso para el testimonio. Renovado por Dios, el hombre quiere comunicar


su propia experiencia a cuantos la necesitan: «Enseñaré a los malvados tus
caminos» (v. 15). Sobre todo quiere enseñarles esa sabiduría que le ha sido
inculcada interiormente por Dios.

- La apertura a la alegría y a la alabanza. El penitente renovado se siente invadido


por la alegría, que quiere expresar en la alabanza: «Cantará mi lengua tu justicia.
Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza» (vv. 16-17; cf.
Sal 35,28; 71,24).

- El paralelismo entre «tu justicia» y «tu alabanza», en los últimos versículos,


permite concluir que Dios, en su justicia, no produce miedo; más bien, Dios es en
realidad –inspirado por su amor paterno y materno–la única causa que opera la
justificación del pecador, es decir, su nueva creación y su felicidad, liberándolo
de la opresión del pecado.

2.6 El Cantar de los Cantares

77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido entre
los libros de la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su contenido es
muy singular. Reconocido como texto inspirado e integrado en el Canon
cristiano, ha dado lugar a una original interpretación cristológica. El Cantar es un
poema que celebra el amor conyugal como plenitud de la experiencia humana, es
decir, como amor que consiste en la búsqueda reciproca y en la comunión
personal entre el hombre y la mujer. Esta búsqueda y comunión contienen un
dinamismo fascinante e infinito que transfigura a dos criaturas humanas –un
pastor y una joven– en un rey y una reina, en una pareja real.

El Cántico celebra poéticamente el amor humano, un amor real, en su dimensión


corporal y al mismo tiempo espiritual. Pero lo hace de una forma abierta a una
dimensión más misteriosa y más teológica. El texto se caracteriza por la
“polisemia”: al significado básico del amor humano se añaden significados
ulteriores, aunque fundados en el amor esponsalicio, que es, por decirlo de algún
modo, el símbolo de cualquier otra forma de amor.

El primer significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia toda persona


humana. Fundado en la afirmación de que “Dios creó al hombre a su imagen”
(Gén 1,27), el poema canta el amor apasionado de un hombre y una mujer como
imagen del amor apasionado y personal de Dios. El amor de Dios por cada
criatura humana (cf. Sab 11,26) posee todas las características del amor del varón
(del esposo, del marido y del padre) y al propio tiempo del amor de la mujer (de
la esposa, de la mujer y de la madre). El amor humano auténtico es un símbolo a
través del cual el Creador se revela a los hombres como Dios-amor (cf. 1 Jn
4,7.8.16). Con muchos símbolos el libro nos permite entender que Dios es la
fuente del amor humano: lo crea, lo nutre, lo hace crecer, le da fuerzas para
buscar al otro (a la otra) y vivir en comunión perfecta con él (con ella) y en
definitiva con la familia y con la comunidad. Por esto, todo amor humano
(considerado en sí mismo, y no sólo como metáfora) contiene una semilla y un
dinamismo divinos. Así, pues, conociendo y viviendo el amor se puede descubrir
y conocer a Dios. Además, a través del amor humano el hombre y la mujer son
alcanzados por el amor del mismo Dios (1 Jn 4,17). Y permaneciendo en el amor
se entra en comunión con Dios (cf. 1 Jn 4,12).

El segundo significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia el pueblo de la


alianza (cf. Os 1-3; Ez 16 y 23; Is 5,1-7; 62,5; Jr 2-3). Este encuentra una nueva
realización y alcanza su cumplimiento en el amor de Cristo por la Iglesia. Cristo
se presenta o es presentado como esposo en varios contextos (Mc 2,19; Jn 3,29;
2Cor 11,2; Ef 5,25.29; Ap 19,7.9; 21,2.9) y la Iglesia es representada como la
novia (Ap 19,7.9) que se convierte en esposa en la plenitud escatológica (Ap
21,9). El amor de Cristo por la Iglesia es tan importante y fundamental para la
salvación de los hombres que el Evangelio de Juan presenta la actuación de Jesús
en las bodas de Caná como el comienzo de sus signos (Jn 2,11), de toda su
actividad. Jesús se revela como el verdadero esposo (Jn 3,29) que ofrece en
plenitud el vino bueno para todos y revela el amor que él ofrecerá “hasta el
extremo” (13,1; cf. 10,11.15; 15,13; 17,23.26).
2.7. Los libros sapienciales

78. También los textos sapienciales muestran diversas características de Dios


Creador, en particular las de Dios misericordioso e inescrutable. El creador es de
hecho el Dios misericordioso que olvida los pecados de los hombres cuando estos
se convierten. Por otra parte es misterioso e inescrutable; los humanos deben
reconocer en consecuencia sus propios límites como criaturas, caminando por la
vía de la fidelidad y sin poder descubrir la razón de lo que Él realiza en la
historia. Resaltamos aquí algunos aspectos sapienciales que ilustran la auténtica
verdad de Dios: esta quiere conducir al hombre a la adhesión de fe en el Señor y
trata de suscitar en él “el temor del Señor”, es decir, un respeto profundo,
consciente de la inmensa distancia entre el Creador y sus criaturas (Ecl 3,10-14).

2.7.1. El libro de la Sabiduría y el Eclesiástico: la filantropía de Dios

a. El libro de la Sabiduría

79. La filantropía de Dios, comunicada en Sab 11,15–12,27, se expresa, sobre


todo, mediante el recuerdo de las llamadas plagas que afectaron a los egipcios,
interpretando de forma novedosa los castigos de Dios y su pedagogía. El Dios de
la alianza, señor de la creación, (Sab 16,24-29; 19,6-21), interviniendo
repetidamente en la historia de la salvación, se preocupa tanto de su pueblo como
de cada “justo” (cf. Sab 3,1-4,19); es Él quien premia y castiga (cf. Sab 4,20-
5,23; 11,1-5), tratando a todos con longanimidad para llevarlos a la conversión
(Sab 12,9-18; cf. Rm 2,3-4; 2 Pt 3,9) y educar al justo a que juzgue con
clemencia (Sab 12,19-22).

Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación a
los enemigos de su pueblo, el autor explica las razones de tal comportamiento.
Aun reconociendo que “bien podía tu mano omnipotente, que había creado el
mundo de materia informe, enviar contra ellos manadas de osos” (Sab 11,17),
añade: “Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los
pecados de los humanos para que se arrepientan” (Sab 11,23; cf. Sal 103,8-12;
130,3-4; Ex 34,6-7). La moderación con respecto a Egipto (Sab 11,15-12,2) no es
un signo de debilidad; todo lo contrario, Dios actuó así porque se compadece “de
todos” y porque quiere llevar los hombres a la conversión, de modo que,
renunciando a la maldad, alcancen la fe en él: “Por eso corriges poco a poco a los
que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal,
crean en ti, Señor” (Sab 12,2). La omnipotencia de Dios no se manifiesta en su
fuerza, sino, todo lo contrario, en su misericordia. La potencia divina no es fuente
de juicio, sino de perdón (cf. Eclo 18,7-12; Rm 2,4). Lo que motiva la compasión
de Dios es precisamente su omnipotencia. La misericordia de Dios se manifiesta
también en el modo en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab 12,8): los
trata con benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal
78,39). Si Dios se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo
ha hecho por impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).

El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de todo
el Antiguo Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que
hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres indulgente
con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26).
Dios no puede no amar lo que Él mismo ha formado, porque su espíritu
incorruptible está en todas las cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha creado todas las
cosas para salvarlas, se compadece de todos en orden a la conversión y no quiere
destruir nada de lo que ha creado (Sab 11,26).

El amor de Dios se manifiesta incluso en la muerte prematura del justo. Él ama al


justo por sus virtudes, por su vida intachable (Sab 4,9), y lo quita de este mundo
perverso para que no se corrompa: “Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre
pecadores y Dios se lo llevó” (Sab 4,10; cf. Gn 5,24; Eclo 44,16; Hb 11,5).

El amor de Dios por sus criaturas no es un amor estático, sino dinámico, se revela
en la acción. El hecho de que las criaturas permanezcan en la existencia y el
hecho de que se conserve su ser multiforme, activo, misterioso, son la prueba
más tangible del amor de Dios en acción.

b. El libro del Eclesiástico

80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como
omnipotencia y misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración
emocionados. Dios es omnipotente y en su providencia concede al escriba la
sabiduría (Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue de ella (Eclo 10,5); además da
al pobre la riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede igualmente el decreto sobre
la muerte de cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de Dios resalta su
misericordia: “¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién conseguirá narrar
sus misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de la criatura, hecha de
carne y de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha mostrado magnánimo con el
hombre, volcando su misericordia (Eclo 18,10) sobre “todo ser viviente” (Eclo
18,13; cf. Sab 11,21–12,18; Sal 145,9). Esta indulgencia de Dios no debe servir
para quitar responsabilidad al hombre, sino que es más bien una invitación a la
conversión: “Retorna al Señor y abandona el pecado, reza ante su rostro y
elimina los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia” (Eclo
17,25-26).
2.7.2. El libro de Job y el libro del Eclesiastés: la inescrutabilidad de Dios

a. El libro de Job

81. El libro de Job –enmarcado por un doble prólogo (1,1-2,13) y un doble


epílogo (42,7-17)– es un extenso diálogo, a lo largo del cual, de un Dios
“conocido” se llega a la revelación de un Dios imprevisible y misterioso.

Job había deseado ardientemente la presencia del Señor (9,32-35; 13,22-24;


16,19-22; 23,3-5; 30,20), es más, había pretendido obtener una respuesta a tal
deseo (31,35), porque quería discutir su causa directamente con Él. Pero era una
equivocación enfrentarse a Dios, tratándolo en un plano de igualdad.
Cuestionando el modo de actuar de Dios, pidiéndole cuentas de sus criterios, Job
se hace algún modo igual a su Creador. Para él resulta imposible alcanzar las
alturas infinitas del Omnipotente, cuya perfección es inaccesible al espíritu
humano (Job 11,7). Para expresar de modo elocuente y poético la trascendencia
divina, que supera cualquier comprensión humana, se van presentando los cielos,
los infiernos, la tierra y el mar como símbolos de la altura, longitud y anchura
cósmicas, superadas por la inmensidad divina (Job 11,8-9). La profundidad del
misterio divino deja al hombre ignorante e impotente (cf. Am 9,1-4; Jer 23,24; Dt
30,11-14; Ef 3,18-21). De hecho, a los humanos se les ha concedido tocar con su
mano los límites de la grandeza humana; ya los profetas estigmatizaban a los que
“se tienen por sabios y se creen inteligentes” (Is 5,21; cf. Is 10,13; 19,12; 29,14;
Jr 8,8-9; 9,22-23; Ez 28).

Si bien Dios no responde a ninguna de las preguntas de Job, finalmente hace un


discurso bellísimo en los capítulos 38-41 del libro. En una grandiosa teofanía en
forma de tempestad, Dios toma por fin la palabra, no para replicar a los que
habían hablado, sino más bien para someter a Job a una especie de interrogatorio,
para orientarlo hacia el misterio de Su persona. En el discurso divino se suceden
las preguntas que son muchas y rápidas, y van acompañadas a veces de amplias
descripciones. Dios hace que Job entienda su ignorancia, sus límites como
criatura, frente a los cuales aparece la sabiduría ilimitada de Dios (cf. Job 28). En
todos los interrogantes del Señor subyace una afirmación clara: Dios está
presente en su creación, que en su variedad infinita sigue siendo un misterio para
el hombre. Los criterios humanos de juicio no son adecuados para afrontar los
misterios de la creación. Job había conocido a Dios “de oídas” (42,5), según los
módulos tradicionales de una teología basada sobre el principio rígido de la
retribución. Tras el largo discurso de Dios, lo conoce por fin de una forma más
adecuada. Al final de su lucha confiesa: “Reconozco que lo puedes todo, que
ningún proyecto te resulta imposible. Dijiste: ‘¿Quién es ése que enturbia mis
designios sin saber siquiera de qué habla?’ Es cierto, hablé de cosas que
ignoraba, de maravillas que superan mi comprensión” (42,2-3). Job ha
encontrado su puesto y pudo descubrir la grandeza de Dios y lo inaccesible de su
omnipotencia. Su encuentro con Dios le ha revelado la vanidad de su pretensión
de plantear un proceso a Dios. Sigue siendo un hombre que sufre, pero sin
pretensiones. Al final se encuentra a sí mismo; se encuentra como polvo, y de
este modo se vuelve más verdadero y más humano (42,6).

Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al final
entiende que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que hace en el
mundo (Job 42,5). Mirando el universo y la humanidad con los ojos de Dios,
puede confesar su error de perspectiva y el hecho de haber ido demasiado lejos;
por ello dice: “Yo me retracto” (Job 42,6a). Para Job la sabiduría consiste ahora
en confesar que es posible reconocer que Dios es justo sin necesidad de
comprenderlo totalmente; y el hombre puede comprometerse en la fidelidad a Él
sin conocer “de principio a fin” (Ecl 3,11) el sentido de lo que Dios ha hecho.
Dios sigue siendo un misterio insondable para los humanos.

b. El libro del Eclesiastés

82. El autor de este libro desarrolla ulteriormente el motivo del carácter


inescrutable de las acciones de Dios. Asumiendo el punto de vista de los sabios
(Ecl 8,16-17), se pone a buscar el sentido de la vida en la medida en que se puede
descubrir en las realidades del mundo, sobre la tierra y bajo el sol. El sabio quiere
comprender el significado de las ocupaciones en las que se afanan los hombres
en la tierra (8,16), y constata: “También pude observar todas las obras de Dios: el
hombre no puede descubrir el sentido de cuanto se hace bajo el sol…; y aunque
el sabio pretenda saberlo, nunca podrá descubrirlo”(8,17; cf. Job 42,3). Nadie
puede cambiar lo que Dios realiza a su debido tiempo (cf. Ecl 1,15; 3,1-8.14;
6,10; 7,13). Dios ha hecho que el hombre no conozca su obra (Ecl 7,13-14; cf.
Job 9,2-4). El Qohelet retoma este tema en 11,5, donde la obra de Dios se
presenta como incomprensible y se compara con el misterio de la gestación en el
seno materno. El hombre ignora el sentido de la vida, pero en la voluntad de Dios
todas las cosas creadas tienen su propio puesto y su propio tiempo (Ecl 3,11). El
secreto de la obra de Dios es inaccesible, insondable e incomprensible para el
hombre que busca el sentido fundándose en su propia experiencia. Tanto la obra
de Dios como Dios mismo, el Creador, siguen siendo un misterio inescrutable
para los humanos.

Conclusión

83. El testimonio de la sabiduría bíblica muestra a todos la auténtica verdad de


Dios, que es misericordioso; al propio tiempo, Él se presenta como un misterio
insondable para los humanos. La filantropía de Dios conduce al hombre a la
conversión y a la fe, mientras que el carácter inescrutable de Dios lo lleva a
reconocer la grandeza del Creador y la propia limitación, conduciéndolo al
“temor del Señor”, y a observar sus mandamientos.

Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la
Sabiduría y del Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por otra,
son muy diferentes. De acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser
alcanzada mediante la razón y/o mediante el conocimiento de la Torá; el libro de
Job y del Eclesiastés insisten, por su parte, en la incapacidad humana para
comprender el misterio de Dios y de su actividad: sólo resta la confianza que los
creyentes tienen en el mismo Dios, pese a no comprender la lógica de los
acontecimientos y del mundo. El Nuevo Testamento cambia el horizonte de la
reflexión y muestra que la verdad va más allá de la comprensión que de ella tiene
la sabiduría de Israel y se manifiesta de forma plena y definitiva en la persona de
Cristo.

3. El testimonio de algunos escritos del Nuevo Testamento

84. En el Nuevo Testamento podemos distinguir, fundados en su género literario


específico, entre los Evangelios y las Cartas Apostólicas y el libro del
Apocalipsis. Esta subdivisión determina también la presentación que ofrecemos
sobre la verdad testimoniada en estos libros.

3.1. Los Evangelios

Entre los libros de la Biblia cristiana ocupan un lugar sobresaliente los


Evangelios, en cuanto testimonio escrito de la revelación divina en su punto
culminante; en ellos encontramos de hecho la automanifestación de Dios Padre a
través de su Hijo, el cual, hecho hombre, vivió, sufrió y murió, y con su
resurrección elevó nuestra naturaleza humana a la gloria divina (cf. n.22). La
Constitución Dogmática Dei Verbum afirma: “La verdad íntima tanto acerca de
Dios como de la salvación humana transmitida por medio de esta revelación
brilla para nosotros en Cristo” (nº 2). La Constitución concluye de esto “que
entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios gozan
de una merecida superioridad pues son el principal testimonio acerca de la vida y
doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador” (nº 18). El mismo texto
conciliar afirma además el origen apostólico de los cuatro Evangelios (ibid.):
mediante el testimonio escrito de los Evangelios, los apóstoles, como “testigos
oculares y ministros de la palabra” (Lc 1,2), y sus discípulos vinculan la Iglesia
con el mismo Cristo.
La Dei Verbum reafirma así mismo el carácter histórico de los Evangelios, los
cuales “transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los
hombres, hizo y enseñó realmente para su eterna salvación” (nº. 19). Luego
describe el proceso que condujo a la forma actual de los cuatro Evangelios: estos
no pueden ser reducidos a creaciones simbólicas, míticas, poéticas de autores
anónimos, sino que son relatos fiables de los hechos de la vida y del ministerio de
Jesús. Sería erróneo pretender una equivalencia precisa entre cada uno de los
elementos del texto y las particularidades de los hechos, pues ello no responde a
la naturaleza y a la finalidad de los Evangelios. Los diversos factores que
modifican los relatos y crean diferencias entre ellos no impiden una presentación
atendible de los hechos. También es inadecuado el supuesto que teoriza acerca de
la discontinuidad entre Jesús y las tradiciones que dan testimonio de él, o bien el
desinterés o la incapacidad de presentarlo de manera adecuada. Así, pues, los
Evangelios establecen una relación veraz con el verdadero Jesus.

3.2. Los Evangelios sinópticos

85. Examinaremos ahora, primero en los Evangelios Sinópticos y luego en el


Evangelio de Juan, qué tipo de verdad revela Cristo sobre Dios y sobre la
salvación humana. Obviamente resulta imposible ofrecer un cuadro completo
sobre ello; por esta razón debemos conformarnos con algunos trazos.

a. La verdad sobre Dios

Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús afirma una relación exclusiva de
conocimiento recíproco entre él y Dios. Dios conoce a Jesús como a su propio
Hijo (Mt 3,17; 17,5; Lc 3,22; 9,35) y Jesús conoce a Dios como a su propio
Padre, con el cual mantiene una relación absolutamente única. Este conocimiento
del Padre es la base de la capacidad singular de Jesús para revelar a Dios, para
dar a conocer su verdadero rostro. Por otra parte, la revelación que hace Jesús de
Dios como Padre implica siempre la revelación de sí mismo como Hijo. De esta
capacidad singular de Jesús se deriva que el objetivo principal de su misión es la
revelación de Dios. No sólo las palabras, sino también las obras y todo el camino
de Jesús revelan a Dios y requieren una atención continuada y vigilante a dicha
revelación.

La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se
explicita de un modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra
particularmente en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a conocer a
sus oyentes que su Padre conoce sus necesidades antes de que se las pidan (6,8),
y les enseña a dirigirse a Dios llamándolo “Padre nuestro que estás en el cielo”
(6,9). Los instruye sobre la solicitud que Dios tiene por ellos y,
consiguientemente, sobre lo superfluas que resultan las preocupaciones humanas
(6,25-34). El Padre bueno con los buenos y con los malos (5,45) constituye el
modelo de su actuación: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto” (5,48). Sólo “el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los
cielos” (7,21) –dice Jesús– se halla en el camino adecuado y se libra del castigo
final (cf. 7,24-27). Los oyentes de Jesús son “la luz del mundo” (5,14) y tienen la
tarea de dar a conocer al Padre por medio de sus buenas obras, de modo que los
hombres “den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (5,16). Revelando al
Padre, Jesús encomienda también la tarea de dar a conocer al Padre.

En el Evangelio de Lucas Jesús, al revelar al Padre, resalta sobre todo la


misericordia con los pecadores. Expresa de forma maravillosa esta cualidad de
Dios en la parábola del padre que tiene dos hijos y acoge con compasión y
alegría al que se había perdido y, por otra parte, trata de convencer al que se
había quedado en casa (Lc 15,11-32). Con esta parábola Jesús explica y justifica
su actitud hacia los pecadores (cf. Lc 15,1-10). Al concluir el episodio del
publicano Zaqueo, afirma: “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo
que estaba perdido” (19,10). De este modo presenta el núcleo de su misión y
manifiesta la voluntad y la actuación del Padre.

Es significativo y programático el modo en el que Marcos describe el comienzo


del ministerio público de Jesús: “Después que Juan fue entregado, Jesús se
marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: ‘Se ha cumplido el
tiempo y ha llegado el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio’”
(1,14-15). El contenido del anuncio de Jesús es “el Evangelio de Dios”, la buena
noticia que habla de Dios y viene de Dios. Jesús viene como revelador de Dios y
su revelación es buena noticia; proclama que el Reino de Dios ha llegado. La
realidad del “Reino de Dios” está en el centro de la predicación de Jesús en los
Evangelios sinópticos; revela y subraya la soberanía real de Dios, su solicitud de
pastor hacia los hombres, su intervención activa y poderosa en la historia
humana. A través de toda su actividad Jesús explica y explicita esta verdad sobre
Dios.

b. La verdad sobre la salvación humana

86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios, constituye
un modelo siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las relaciones con
Dios Padre, que es la fuente de toda salvación.
La curación de enfermos y la liberación de endemoniados son una parte esencial
del ministerio de Jesús. Mateo pone el mismo sumario al principio (4,23) y al
final (9,35) del gran exordio de la actividad de Jesús (5,1–9,34), que, en la
segunda parte, expone una serie de sus intervenciones prodigiosas (8,1–9,34). En
dicho sumario se mencionan dos obras de Jesús: el anuncio del evangelio del
Reino y la curación de “toda clase de enfermedades y dolencias en el pueblo”
(4,23). En esta actividad se ponen de manifiesto tanto las dolencias y necesidades
de los hombres como la capacidad generosa y poderosa que tiene Jesús para
superar tales miserias. El heraldo del Reino de Dios otorga eficazmente la salud
del cuerpo y manifiesta la compasión de Dios por su criatura que sufre y su
voluntad de salvarla. Esta actividad de Jesús es acogida con entusiasmo; Mateo
dice: “Le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y
dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curó”(4,24). En no pocos
relatos se resalta que Jesús no impone la curación, sino que presupone la fe de los
que acuden a él (cf. Mt 8,10; 9,22.28; 15,28). La narración de su visita a Nazaret
se concluye con la observación de que “Y no hizo allí muchos milagros, por su
falta de fe”(Mt 13,58).

Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen el
objetivo del ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le explica a
José el significado del nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). La mayor miseria de los
humanos no son las enfermedades, sino los pecados, es decir, la alteración y la
ruptura de la relación con Dios y con el prójimo. Los hombres son incapaces de
salir de esta mísera condición y tienen necesidad de un salvador poderoso que los
reconcilie con Dios. El nombre “Jesús” significa “el Señor salva”; en la persona
de su Hijo Jesús Dios ha mandado el Salvador de Israel y de toda la humanidad.
Jesús se acerca a los pecadores no como juez, sino como médico lleno de
misericordia, para sanarlos, y los llama a la conversión (Mt 9,12-13). El da “su
vida en rescate por muchos” (Mt 20,28; Mc 10,45). Su sangre es “la sangre de la
alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28).
El sacrificio de su vida sella la alianza nueva y definitiva de Dios con Israel y con
la humanidad, la reconciliación de Dios con los humanos. Esta es un don gratuito
de Dios. Depende de la libre decisión de los hombres aceptar la invitación a
salvarse o bien rechazarla y perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).

El Evangelio de Lucas describe de modo incisivo qué salvación ofrece Dios a


través de su Hijo. Cuando nace Jesús, un ángel del Señor proclama: “Os anuncio
una gran alegría…: os ha nacido un Salvador, el Cristo, el Señor” (2,10-11). El
evangelista narra después toda la actividad y el camino de Jesús hasta su
crucifixión. A esta siguen las múltiples burlas hechas al Salvador y Cristo, que no
es capaz de salvarse a sí mismo (23,35-39). Pero, al final, uno de los malhechores
que habían sido crucificados con él (23,33) se arrepiente de sus malas acciones y
expresa su fe e Jesús y en el Reino que él había anunciado (23,40-42). Jesús le
responde: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (23,43). Jesús
promete al malhechor arrepentido la salvación plena, es decir, la comunión
inmediata con Dios, que incluye el perdón de los pecados y la superación de la
muerte. Las apariciones de Jesús resucitado (24,1-53) ponen de relieve y
confirman que Cristo entró en su gloria (cf. 24,26) y que de hecho él es el
Salvador, capaz otorgar la salvación prometida a malhechor crucificado.

Subrayemos una vez más el carácter universal de la salvación revelada y


realizada por Jesús. Su misión se dirige primero al pueblo de Israel (Mt 15,24; cf.
10,6), pero está destinada a todos los pueblos. Su Evangelio se anuncia en todo el
mundo (Mt 24,14; 26,13; cf. Mc 14,9) y sus discípulos son enviados a todos los
pueblos. (Mt 28,19; cf. Lc 24,47). Dios ha enviado a Jesús como Salvador de
toda la humanidad.

3.3. El Evangelio de Juan

87. En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad
sobre Dios y la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn 3,16:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que
cree en él, no perezca sino que tenga vida eterna”. Dios manda a su Hijo para
salvar a los hombres, pero precisamente con este envío se da a conocer a sí
mismo, revelando su relación con el Hijo y su amor al mundo. Se determina de
este modo para los humanos una correlación intrínseca entre su conocimiento de
Dios y su salvación. De hecho, sobre la vida eterna en que consiste la salvación
plena afirma Jesús: “Esta es la vida eterna:que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”(17,3). El mediador es Jesús, Verbo de Dios
e Hijo de Dios hecho carne (1,14). Él revela al Padre (1,18) y trae la salvación de
los hombres; mejor dicho, revelando al Padre, revela la salvación.

Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo
con el Padre; la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los
hombres a la salvación.

a. La relación del Hijo con el Padre

88. El rasgo fundamental y más característico de la relación del Hijo con el Padre
es su perfecta unidad. Jesús dice: “Yo y el Padre somos uno” (10,30) y: “El Padre
está en mí y yo en el Padre” (10,38; cf. 17,21.23). Esta unión se expresa como
íntimo conocimiento recíproco y como amor sublime: “El Padre me conoce y yo
conozco al Padre”, dice Jesús (10,15); el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17;
15,9; 17,23.24.26) y el Hijo ama al Padre (14,31).

Debemos señalar inmediatamente que la unión, el conocimiento y el amor que


caracterizan la relación entre el Padre y el Hijo son el fundamento y el modelo
para la relación entre el Hijo y los hombres. Jesús ora y pide al Padre: “Que todos
sean uno; como Tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros” (17,21; cf. 17,22-23). Presentándose a sí mismo como el Buen Pastor,
Jesús dice: “Conozco a mis ovejas, y las mías me conocen, igual que el Padre me
conoce, y yo conozco al Padre” (10,14-15). También en relación con el amor
afirma la misma conexión y comunicación: “Como el Padre me ha amado, así os
he amado yo; permaneced en mi amor… Éste es mi mandamiento: que os améis
unos a otros como yo os he amado” (15,9.12; cf. 13,34). El amor del Hijo
procede del amor del Padre, y el amor de los discípulos debe estar enraizado en el
amor que ellos han recibido del Hijo y debe reflejar la cualidad y la intensidad de
este amor. El origen de todo es siempre el Padre. Lo que el Hijo comunica viene
del Padre y da a conocer al Padre; no es sólo un don del Padre, sino también
verdad sobre el Padre que se convierte en modelo para la actuación de los
hombres.

La perfecta unión entre el Padre y el Hijo no significa identidad de funciones. El


Hijo es quien recibe todo del Padre; Jesús afirma que del Padre recibe en
particular la vida, las obras y las palabras. Dice: “Porque, igual que el Padre tiene
vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo” (5,26; cf.
6,57). El Hijo depende del Padre también en su obrar: “El Hijo no puede hacer
nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre”(5,19). Jesús afirma además
muchas veces que su doctrina y sus palabras proceden del Padre: “El que me ha
enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él… Hablo
como el Padre me ha enseñado” (8,26.28; cf. 7,16). Jesús concluye toda su
actividad pública con esta declaración: “Yo no he hablado por cuenta mía; el
Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de
hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo
como me ha encargado el Padre” (12,49-50).

La orientación salvífica de esta múltiple dependencia del Hijo respecto del Padre
es evidente. En virtud de la vida que posee en sí mismo y conforme a la voluntad
del Padre, el Hijo resucita a los muertos en el último día (6,39-40). Las palabras
que ha oído del Padre son la doctrina que Jesús comunica a los hombres (cf. 7,16;
17,8.14). Las obras que aprende del Padre son los signos que constituyen el
núcleo de su actividad y que, escritos y transmitidos en el Evangelio, son la base
para la fe de las futuras generaciones (20,30-31). Así resulta claro que no
podemos abordar la relación entre el Padre y el Hijo sin considerar el significado
de dicha relación para la salvación del hombre; es evidente que la relación entre
el Padre y el Hijo posee una cualidad salvífica intrínseca.

Según lo que se ha visto hasta este momento, no es posible separar ni al Padre y


al Hijo ni su íntima relación recíproca, de la obra salvífica del Hijo. En el
Evangelio de Juan, Jesús no habla del Padre prescindiendo del Hijo y, por otro
lado, tampoco habla de la salvación humana prescindiendo de la relación íntima
entre el Padre y el Hijo. Dice: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (14,9;
cf. 12,45), y: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree
en él tenga vida eterna” (6,40). La verdad sobre Dios y la verdad sobre la
salvación humana están estrechamente ligadas entre sí.

b. La relación del Hijo y Salvador con los hombres

89. Partiendo de lo que hemos constatado, en el Evangelio de Juan encontramos


precisiones ulteriores sobre la obra salvífica del Hijo y, consiguientemente, sobre
la salvación humana. Juan Bautista presenta a Jesús en su primera manifestación
pública con las siguientes palabras: “Este es el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (1,29; cf. 1,36; Mt 1,21). Los samaritanos comprenden que
“él es de verdad el Salvador del mundo” (4,42). En relación con la obra salvífica
de Jesús es fundamental el hecho de que fuera elevado en la cruz. En la sublime
afirmación “Yo soy” revela Jesús de forma eminente la perspectiva salvífica, en
sus distintos aspectos.

Ya en el diálogo con Nicodemo dice: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente
en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15para que todo el que
cree en él tenga vida eterna” (3,14-15). En otro pasaje dice: “Cuando levantéis en
alto al Hijo del hombre, sabréis que ‘Yo soy” (8,28); es decir, los hombres
comprenderán la verdadera identidad de Jesús como Hijo de Dios. Sobre sí
mismo elevado en la cruz dice igualmente Jesús “Atraeré a todos hacia mí”
(12,32). Él será “el grano de trino” que “cae en la tierra” y, muriendo, “da mucho
fruto” (12,24). Su elevación sobre la tierra es al mismo tiempo su glorificación
(cf. 12,23.28; 17,1.5), es decir, la plena revelación, tanto de su amor al Padre que
se expresa en la obediencia al envío y a la voluntad del Padre (14,31; cf. 4,34),
como del amor ilimitado que manifiesta el Padre enviando y entregando a su Hijo
para salvar al mundo (3,16). Aceptando la hora que ha sido determinada por el
Padre, Jesús lleva su amor a los suyos “hasta el extremo”, hasta el final (13,1). Y
su última palabra, que precede a su muerte en la cruz, es: “Está cumplido”
(19,30). Muriendo en la cruz, cumplió la obra que el Padre le había confiado para
la salvación de los hombres; reveló, no sólo de palabra, sino también con las
obras, su amor y el amor del Padre hacia los hombres.
Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre, Jesús
revela el significado salvífico de su persona especialmente en las frases que
comienzan con la afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe entenderse
a la luz de la revelación de Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14)–, Jesús
expresa que Dios Padre está presente en su persona y, al mismo tiempo, concreta
el efecto salvador de dicha presencia. La locución “Yo soy” sin ningún
complemento la usa Jesús en tres ocasiones: cuando camina sobre las aguas
(6,20), respecto de sí mismo elevado sobre la cruz (8,28) y en el aserto solemne:
“En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy” (8,58); en
estos casos afirma siempre su presencia salvífica fundada en su perfecta unión
con el Padre. En otros siete casos la expresión “Yo soy” va seguida de un
complemento que introduce la referencia a realidades fundamentales de la vida
humana. Sólo podemos aludir brevemente al significado de las afirmaciones
correspondientes.

En la primera Jesús dice: “Yo soy el pan de vida” (6,35.48.51). Es preciso añadir
inmediatamente que el término “vida” aparece de forma explícita en otras dos
declaraciones (11,25; 14,6), y de manera implícita se halla presente en todas. La
vida terrena es el bien fundamental, la base de todos los demás bienes. Jesús
revela que la vida eterna, que consiste en la unión más viva y completa con Dios
(cf. 17,3), es el bien más alto, es la salvación perfecta. La sentencia de Jesús
relativa al pan contiene tres afirmaciones dobles: 1. El pan os mantiene en la vida
terrena. De mí recibís la vida eterna. 2. Dependéis del pan (del alimento) para
vivir; sin el pan la vida se acaba. Dependéis de mí para obtener la vida eterna; no
podéis obtener esta vida por vosotros mismos. 3. Para poder vivir debéis comer el
pan; quien no come muere. Para poseer la vida eterna debéis creer en mí; quien
no cree perece.

Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se
estructuran de forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con ella
en cuanto a su significado salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno de los
signos de Jesús y/o se encuentran en el marco de una instrucción extensa; el
contexto aclara el significado.

La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina
en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35). Caminar en
tinieblas, sin luz es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera meta (cf. 8,14), el
Padre; él busca el camino justo y lo muestra a los discípulos. Con la frase
siguiente, “Yo soy la puerta” (10,7.9), Jesús dice que Él es el verdadero
acceso hacia las ovejas (10,7): los verdaderos y auténticos pastores del pueblo de
Dios son solo las personas a las que Jesús ha encargado de serlo y que vienen en
su nombre (cf. 21,15-17). Jesús es además la puerta para las ovejas: solo por
medio de él encuentran los fieles un alimento bueno y abundante para tener vida
en plenitud (10,10). Al mismo ámbito parabólico pertenece la otra afirmación de
Jesús: “Yo soy el buen pastor” (10,11.14); en ella se resalta el cuidado solícito de
Jesús por los suyos, el cual llega hasta entregar la propia vida y se caracteriza por
una familiaridad recíproca (10,14-18).

La frase “Yo soy la resurrección y la vida” (11,25) expresa el papel de Jesús en


orden a la superación de la muerte. Después de ella dice Jesús: “Yo soy el
camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (14,6). En esta
afirmación se expresa sintéticamente el papel de Jesús para acceder a Dios Padre,
que es la única fuente de salvación y de vida; se afirma su papel para llegar al
Padre, para conocer al Padre, para participar en la vida del Padre.

La última afirmación, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (15,5; cf. 15,1),
resume de algún modo la relación entre Jesús y los hombres: los sarmientos sólo
pueden vivir y dar fruto si permanecen en la vid. La pregunta: “¿Qué deben hacer
entonces los hombres para estar unidos a Jesús”? nos lleva a la consideración que
abordamos en el punto siguiente.

c. El acceso de los hombres a la salvación

90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él (sus
palabras y su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros…” (15,7), y: “Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de Jesús
comprenden toda la revelación que él ha traído. Tienen su origen en el Padre (cf.
14,10; 17,8) y permanecen en el que las acepta creyendo en Jesús (cf. 12,44-50).
Éste es el núcleo de la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en
mí”(14,11). Por otra parte, en el amor de Jesús se permanece acogiéndolo con
gratitud viva y teniendo confianza total en él; pero también, observando su
mandamiento: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (15,12; cf.
13,34). Creer en Jesús, en sus palabras y en su amor, y amar a los otros son la
forma de permanecer en él, de mantener la unión con él, que es la vid, es decir, la
fuente de toda vida y salvación (cf. 1 Jn 3,23).

Precisamente en el contexto de la última frase “Yo soy”, afirma Jesús: “A


vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a
conocer” (15,15). Su relación con los discípulos se corresponde con su relación
con el Padre y es de naturaleza perfectamente persona, familiar y cordial.
Permanecer en esta relación con Jesús constituye la vida eterna, la salvación
revelada por Jesús. Con qué intensidad desea Jesús esa unión lo manifiesta al
final de su gran oración al Padre; del “ruego” (17,9.15.20) pasa al singular e
inaudito “este es mi deseo”, diciendo: “Padre, este es mi deseo: que los que me
has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste,
porque me amabas, antes de la fundación del mundo” (17,24).

Así, pues, en el Evangelio de Juan se manifiesta de modo especial el hecho de


que la revelación de Dios se concentre en Dios mismo y en la salvación humana
(cf. Dei Verbum 2).

3.4. Las cartas del Apóstol Pablo

91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento; refieren la
verdad que Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de Dios,
Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento y anunciada más allá de los límites del
pueblo elegido, de modo que “no hay griego ni judío” (Gal 3,28). A diferencia de
los Evangelios, todos los cuales son posteriores a su epistolario, Pablo no
considera tanto el pasado cuanto la actuación y el futuro de la vida en Cristo de
las comunidades cristianas, fundadas por él o por otros, pero unidas todas por la
misma respuesta de fe y de amor.

Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante
escasos. Conviene señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los
títulos que atribuyen los evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta,
hijo de David, Hijo del hombre), mientras que prevalecen los que se refieren
directamente al Resucitado, tales como Señor (Fil 2,11), Cristo (con la tendencia
a emplearlo como nombre propio de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.), Hijo de Dios (Rm
1,4; Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor 4,4) y otros. El interés personal y
pastoral de Pablo se concentran de forma casi exclusiva en la muerte y la
resurrección del Señor y en los efectos salvíficos que proceden de ellas. El
Apóstol vive “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal
2,20). Por ello se enfrenta encarnecidamente con quienes deforman esta “verdad
del Evangelio” (Gal 2,5), y se opone incluso a “Cefas” (Gal 2,11). En cierto
sentido Pablo comienza donde terminan los Evangelios.

Expondremos el testimonio de Pablo sobre Dios y sobre la salvación humana en


cuatro pasos: a) Pablo conoce la revelación por su propia vocación y por la
tradición de la iglesia; b) Dios se revela en Cristo crucificado y resucitado; c) la
salvación se recibe y se vive en la Iglesia, Cuerpo de Cristo; d) la plenitud de la
salvación consiste en la resurrección con Cristo.

a. Pablo conoce la revelación por su propia vocación y por la tradición de la


Iglesia
92. Enlazando su particular vocación con cuanto se predicaba y se vivía ya en la
iglesia, que antes él había perseguido ferozmente (1 Cor 15,9; Gal 1,13; Fil 3,6),
Pablo se sitúa en continuidad con la tradición y con la fe común de las Iglesias.
Consciente de la comunicación singular, recibida personalmente, de la verdad del
Evangelio (Gal 1,11-17; 1 Cor 15,8), siente, sin embargo, la necesidad de
vincularla con las demás comunidades cristianas. La relación de Pablo con los
creyentes en Cristo no es sólo la de un padre que da (1 Cor 4,15; Gal 4,19), sino
también y sobre todo, la de quien tiene una deuda con los predecesores, de los
que recibe el apretón de manos (Gal 2,9). Entre Jesús y la actividad apostólica de
Pablo transcurrieron unos veinte años de vida eclesial, que se desarrolló en
Jerusalén, en Samaría, en Damasco y en Antioquia de Siria. Fue en este período
cuando la fe se consolidó cada vez más profundamente en la mente y en el
corazón de los primeros cristianos, configurándose muy pronto en su original
identidad, si bien con aclaraciones sucesivas. Pablo es deudor también de este
desarrollo y de estas Iglesias. Consiguientemente, después de haber insistido
fuertemente en el hecho de que la llamada que le fue dirigida directamente por
Cristo era suficiente para autentificar su Evangelio, sin tener que esperar la
aprobación de los apóstoles anteriores a él (Gal 1,11–17), siente, sin embargo, la
urgencia de vincular la revelación recibida por él con la herencia común
visitando a Cefas (Gal 1,18) y confrontando su predicación “no fuera que
caminara o hubiera caminado en vano” (Gal 2,2). Igualmente, aun resaltando la
supremacía de su trabajo apostólico (“he trabajado más que todos ellos”, 1 Cor
15,10), Pablo se apresura a declarar: “tanto yo como ellos predicamos así, y así lo
creísteis vosotros.” (1 Cor 15,11).

Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las otras
Iglesias, y pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de Dios de
entre vosotros o ha llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta Iglesia hay
muchas divisiones: grupúsculos que, incluso polémicamente, se remiten a
diversas personalidades eclesiales (cap. 1–4); celebraciones de tinte “clasista” de
la misma Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones por los carismas más
aparentes (cap. 12–14). Tal situación de división explica el amplio alcance del
saludo inicial de Pablo: “A la Iglesia de Dios en Corinto, a los… llamados santos,
con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Precisamente a esta comunidad, amenazada
por tantos peligros de disgregación, la exhorta Pablo a recordar los muchos
importantes factores de unidad: Cristo indiviso (1,13); el bautismo en un solo
Espíritu (12,13); la eucaristía (10,14-17; 11,23-34); el amor (8,1; 13; 16,24).

b. Dios se revela en Cristo crucificado y resucitado


93. La muerte del Hijo de Dios en la cruz es el corazón de la verdad revelada que
Pablo anuncia (1 Cor 2,1-2). Es “el mensaje de la cruz” (1 Cor 1,18), que se
opone a las pretensiones de judíos y griegos (1,22-23). A la jactancia de los
griegos, orgullosos de su “sabiduría” él contrapone la “locura” de la cruz (1,23).
Pablo reacciona igualmente al legalismo de los Gálatas: nada se puede añadir a
Cristo, ni siquiera la ley que Dios ha dado como elemento preparatorio y que
Cristo ha cumplido y superado.

Sorprende, ciertamente que, para oponerse a la autosuficiencia de los Corintios,


Pablo no recurra a la resurrección, que habría contrarrestado maravillosamente el
escándalo de la cruz. Aunque la resurrección tenga una importancia única en su
Evangelio (la predicación y la fe son vanas sin la resurrección: 1 Cor 15,14),
contra el triunfalismo de los corintios, Pablo quiso recordar que no se llega a la
pascua sin pasar primero por el Gólgota. Es preciso constatar que, hablando del
crucificado, usa el participio perfecto (estauroménos: 1,23; 2,2; Gal 3,1),
señalando así hasta qué punto Cristo, aunque ya glorificado, sigue siendo
también el crucificado. Así, pues, es evidente que Dios se manifiesta
definitivamente mediante el escándalo de la cruz de Cristo, mostrándose como
Dios de gracia, que prefiere los débiles, los pecadores, los alejados. Dios actúa y
está presente allí donde uno no podría imaginarlo: en Jesús de Nazaret condenado
a una muerte de cruz.

Pero “la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm 6,9). Aquí debemos notar
además que Pablo no presenta nunca la resurrección como un hecho
independiente de la cruz. Entre el crucificado y el resucitado hay una identidad
absoluta, es decir, no se interrumpe la continuidad entre el que “se humilló a sí
mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”, y aquel a quien
“Dios exaltó y le concedió un nombre sobre todo nombre”, es decir, el nombre de
“Señor” (Kyrios: Flp 2,8-9.11). Si se mirara solo al crucificado, no se encontraría
ninguna diferencia entre Jesús y los otros dos malhechores que fueron
condenados junto con él, ni siquiera con el heroico crucificado Espartaco. Por
otro lado, si se tuviera en cuenta solo al resucitado, se acabaría en una religión
abstracta, alienante, que se olvidaría de la vía (crucis) que es preciso recorrer
antes de llegar a la gloria. En cualquier caso, fue el encuentro con Cristo
vencedor de la muerte lo que hizo que Pablo entendiera la vitalidad del
crucificado, y no al revés. Esto ha sido posible tanto por la experiencia personal
del Apóstol (Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1; 15,8), como por la mediación de la Iglesia
(1 Cor 11,23; 15,3: “Porque yo os transmití… lo que también yo recibí”).

c. La salvación se recibe y se vive en la Iglesia, cuerpo de Cristo


94. La armonía fundamental y singular entre diversidad y unidad en las
comunidades cristianas ha impulsado a Pablo servirse de la metáfora del
“cuerpo” para profundizar los misterios de la Iglesia de Cristo. Se trata de una
consideración exclusivamente paulina en el Nuevo Testamento (1 Cor 12,12-27;
Rm 12,4-5). En la carta a los Colosenses (1,18.22.24; 2,9-19) y en Efesios (2,15-
16; 4,4.12-16; 5,28-33), que muchos estudiosos atribuyen a una “escuela
paulina”, la metáfora es objeto de un amplio desarrollo.

Hablando de los cristianos como “Cuerpo de Cristo”, Pablo va más allá de la


simple comparación: los miembros de Cristo constituyen una sola cosa con él; la
Iglesia es cuerpo “en él”. Esta no es fruto de la suma de los individuos y de su
colaboración, ya que existe antes de que cada uno de los miembros se agreguen a
ella. Por la misma razón tampoco el resultado es algo neutro (hen), sino personal
(heis): “No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos
vosotros sois uno(heis) en Cristo Jesús” (Gal 3,28).

Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el uso
de dicha metáfora, Pablo había señalado ya la fuente originaria de esta unidad:
“Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se subraya
hasta qué punto las diferencias, armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan la
unidad divina originaria, en la que se hallan enraizadas. Lo da a entender
igualmente la preciosa bendición final de 2 Cor 13,13: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con
todos vosotros”. Este augurio de Pablo no comienza hablando de Dios Padre,
sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha introducido en el misterio trinitario (Rm
8,39). Finalmente, debemos notar así mismo el papel de crear comunión que se
atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a él realizar la obra de la salvación
a través de los siglos: “Para que la bendición de Abrahán alcanzase a los gentiles
en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por la fe la promesa del Espíritu” (Gal
3,14). Así todos han sido embebidos del mismo Espíritu (1 Cor 12,13), y forman
una comunidad fraterna, diversificada pero unánime. El don inestimable de esta
unidad, que ha superado incluso la antigua división entre “judío y griego” (Rm
10,12; 1 Cor 1,24; 12,13; Gal 3,28), obliga a caminar “en una vida nueva” (Rm 6,
4), “en la novedad del Espíritu” (Rm 7,6) de modo que, “si alguno está en Cristo,
es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).

d. La plenitud de la salvación consiste en la resurrección con Cristo


95. La unión con Cristo, que se vive junto a los demás creyentes en el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia, no se limita a la vida terrena; es más, Pablo afirma: “Si
hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más
desgraciados de toda la humanidad” (1 Cor 15,19). En el capítulo más extenso de
todas sus cartas (1 Cor 15,1-58), trata de fundar y de explicar la resurrección de
los cristianos, que deriva de la resurrección de Cristo. En dicho contexto dice con
fuerza: “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han
muerto… En Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15,20.22). La fe en la
resurrección con Cristo, en la comunión eterna con él y con el Padre, constituye
el fundamento y el horizonte de la predicación de Pablo. Influye profundamente
en su vida terrena actual, hace capaces de soportar las dificultades y las penas,
sabiendo que el “esfuerzo no será vano en el Señor” (1 Cor 15,58). En su carta
más antigua el Apóstol explica a los tesalonicenses: “Dios llevará con él, por
medio de Jesús, a los que han muerto” (1 Ts 4,14); y esto, “para que no os aflijáis
como los que no tienen esperanza” (1 Ts 4,13).

Pablo no ofrece ninguna descripción de esa vida, sino que afirma simplemente:
“Estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17; cf. 2 Cor 5,8). Reconoce en esta fe
y en esta esperanza una gran fuerza de estímulo y de consuelo y, al final del
pasaje, dice a los cristianos de Tesalónica: “Consolaos, pues, mutuamente, con
estas palabras” (1 Ts 4,18). Considerando su propia muerte, Pablo afirma:
“Deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor” (Fil 1,23). Estar
con Cristo, que está con el Padre; es decir, la definitiva y perfecta comunión de
vida con Él y, en Él, con todos los miembros de su Cuerpo, se presenta como la
plenitud de la salvación (cf. 1 Cor 15,28; anche Jn 17,3.24).

3.5. El Apocalipsis

a. Introducción: una verdad revelada, particular y sugestiva

96. La verdad revelada que se contiene en el mensaje del Apocalipsis se presenta


como la “revelación de Jesucristo que Dios le encargó” (Ap 1,1). A lo largo del
libro esta verdad revelada, entregada por Dios Padre a Jesucristo, se precisa
gradualmente como una iniciativa, un proyecto creador y salvífico, que, nacido
en la intimidad de Dios, se realiza luego fuera de Dios, al nivel del hombre. La
realización del proyecto la llevan a cabo Dios mismo, Jesucristo, la Palabra
inspirada por Dios. Podemos dar un nombre específico al objeto de este proyecto
creador-salvífico: se trata del Reino de Dios, que, ideado por Dios, abraza todo el
universo creado y se desarrolla en la historia del hombre por medio de Cristo y
de los cristianos, hasta alcanzar su culmen escatológico, impulsado y conducido
por la Palabra de Cristo, en la maravilla de de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21,1 –
22,5).
El desarrollo del Reino de Dios en la historia se lleva a cabo de forma dialéctica:
hay una oposición radical, que se convierte en lucha encarnizada, entre el
“sistema de Cristo” que incluye a Jesucristo y sus seguidores y el “sistema
terreno” del mal, inspirado y activado por lo Demoníaco, el cual pretende realizar
su propio antirreino, opuesto al Reino de Dios. La lucha se concluirá, al final, con
la desaparición definitiva de todos los protagonistas del mal y la actualización
plena del Reino de Dios en el ámbito definitivo de “un cielo nuevo y una tierra
nueva” (Ap 21,1), cuando una voz salida del trono del Reino de Dios declare
solemnemente: “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre
ellos, y ellos serán sus pueblos, y el ‘Dios con ellos’ será su Dios. Y enjugará
toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor,
porque lo primero ha desaparecido”(Ap 21,3-4). Es la presentación más hermosa
del Reino de Dios realizado.

Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto en
general y, específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano
frente a las iniciativas hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar,
pensando en el Reino de Dios, la certeza de su plena actualización. El Reino se
realizará en la tierra, en la zona del hombre, con toda la plenitud con que fue
proyectado en el nivel altísimo de Dios.

Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el
conjunto de su contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su formación
concreta. Los dos aspectos, unidos, se suman, ofreciendo un panorama cautivador
y unitario del Reino de Dios y de su desarrollo. Esta es la verdad revelada típica
del Apocalipsis, que ahora pasamos a considerar en detalle.

b. La verdad global: el Reino de Dios realizado por el proyecto creador y


salvífico

97. Los primeras referencias al Reino que encontramos ya al comienzo del libro


nos ofrecen un escenario iluminador: dirigiéndose a Jesucristo Crucificado y
Resucitado, al que percibe como presente y cercano, la asamblea litúrgica, con un
impulso de conmovida gratitud, expresa su agradecimiento por los dones que de
él ha recibido: “Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su
sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A Él, la gloria y el
poder por los siglos de los siglos. Amén” (1,5-6). Alcanzado por el amor de
Jesucristo, el cristiano se reconoce como constituido por él Reino de Dios en
Cristo. Es un Reino en desarrollo y en proceso, no ciertamente concluido, pero ya
iniciado: entre el cristiano y Jesucristo hay una pertenencia recíproca de amor,
con una responsabilidad sacerdotal para el cristiano que lo hace mediador entre
Dios, Cristo y la realidad humana.
Pero incluso antes de esta declaración de la asamblea litúrgica encontramos una
referencia al Reino en un sentido opuesto. Impartiendo la bendición trinitaria a la
asamblea, Juan añade: “… y de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre
los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra”. Junto a la de Dios y de Cristo
surge una realeza antagonista: los “reyes de la tierra” se refieren en el
Apocalipsis (cf. Ap 6,15; 17,2; 18,3.9; 19,19) a los centros de poder
característicos del “sistema terrestre”, opuesto al Reino de Dios. Entre los
cristianos, que ya pertenecen al Reino de Dios, y el anti-reino del mal surge una
oposición que los llevará a compartir y a flanquear, en cuanto sacerdotes suyos,
la oposición vencedora propia de Cristo-Cordero (cf. Ap 5,6-10).

De hecho, gestionar el desarrollo del Reino de Dios en la historia es propio de


Cristo-Cordero. Presentado solemnemente con un término tomado del Cuarto
Evangelio (cf. Jn 1,29.36), como Cordero, añade, a la capacidad de “quitar el
pecado del mundo” (cf. Jn 1,29), la energía que le permite vencer y eliminar todo
el mal realizado por lo demoníaco y, positivamente, compartir con todos los
hombres que quieran pertenecerle el Espíritu Santo del que es portador (cf. Ap
5,6). El Padre celestial le confía solemnemente todo el proyecto creador y
salvador del Reino (cf. Ap 5,7). Y será Él quien guíe como a sacerdotes
mediadores suyos a todos aquellos a quienes ha constituido como Reino. El
acuerdo de amor que ha unido entre sí a Jesucristo y a los cristianos que se
adhieren a Él como su reino iniciado, crece y se desarrolla a medida que aumente
su colaboración.

El autor del Apocalipsis tiende a resaltar al máximo este acuerdo de amor,


colocándolo, de acuerdo con su estilo característico, en el esquema humano del
amor entre dos enamorados. Entre Jesús y los que participan de su Reino se
establece así una reciprocidad que tiene la frescura, la radicalidad, la fuerza
arrolladora y la ternura del “primer amor” (cf. Ap 2,4-5), un “amor celoso” (Ap
3,19). Y Jescristo lo exige de modo absoluto (cf. Ap 2,4-5). Se percibe que el
Reino de Dios que está llamado a construir deberá ser un reino de amor.

El acuerdo de amor recíproco entre Jesús y los suyos se desarrolla en paralelo a


su colaboración en superar el mal y establecer el bien, tendiendo a un máximo de
realización, logrado el cual, los cristianos pasarán, en su amor con Jesucristo, del
noviazgo a la nupcialidad. Trasladándose del plano actual de conflicto entre el
“sistema de Cristo” y el “sistema terreno”, al plano del cumplimiento final, el
autor vislumbra, con alegría exultante, la realización plena del Reino de Dios y
una voz celestial que le dice: “Ahora se ha establecido la salvación, el poder y el
Reino de nuestro Dios Dios y la potestad de su Cristo” (Ap 12,10). Aun
advirtiendo agudamente la presión turbadora del mal –de la cual hablará
explícitamente–, el Apocalipsis insiste en esta conclusión positiva de la historia.
La idea del Reino de Dios realizado lo cautiva y, en la que es una de sus
doxologías más hermosas (cf. 19,1-9) se expresa en términos entusiásticos:
“Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo, alegrémonos y
gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha
embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino resplandeciente y puro –el lino
son las buenas obras de los santos–” (Ap 19,6-8). Con las “buenas obras” de su
colaboración con Cristo, los cristianos son contemplados como la joven que se
confecciona el traje de novia. Las “bodas del Cordero” tendrán lugar cuando, en
virtud del compromiso conjunto de Jesucristo y los suyos, desaparezca todo el
mal del mundo y todos los que hagan el mal hayan sido aniquilados, y el
compromiso de Cristo y de los suyos comunique a todos la novedad de Cristo.
Los cristianos, preparados por el toque de Dios, podrán amar entonces a
Jesucristo como Cristo los ha amado y los ama. La “novia” se convertirá en
“esposa”.

Es la maravilla de la Nueva Jerusalén, del Reino de Dios ya realizado. Concluido


ya su compromiso en el advenimiento del Reino de Dios, los cristianos formarán
parte de él plenamente y gozarán de él en su totalidad. Nos lo dice la espléndida
página conclusiva (cf. Ap 22,1-5): en la plaza central de la Nueva Jerusalén hay
un solo trono, el “de Dios y del Cordero” (Ap 22,1c); del trono surge un “un río
de agua de vida, reluciente como el cristal” (Ap 22,1ab), símbolo del Espíritu
Santo. El río corre haciendo nacer y crecer un “árbol de vida” (Ap 22,2c), no ya
como planta única (cf. Ap 2,7 e Gén 2,9; 3,22.24), sino como un bosque de vida
“a un lado y otro del río” (Ap 22,2b). Dada la implicación conjunta de Dios
Padre, del Hijo y del Espíritu, podríamos decir que se da una “inundación
trinitaria” de vida y de amor al infinitivo, que alcanza a los hombres. Y estos,
felices de ser plenamente reino y, como consecuencia de ello, de poder amar sin
límites, no tendrán ya necesidad “de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el
Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,5). He
aquí el gran proyecto del Reino de Dios realizado.

c. La profundización de la verdad global a través de la “veracidad”

98. La gran verdad revelada del Apocalipsis, concentrada en el Reino de Dios, se


recorre e investiga más profundamente en las diez repeticiones típicas del
término “veraz”. Relacionadas como están con la verdad revelada del Reino de
Dios, ilustran y subrayan la relación de suma coherencia que se sigue entre el
proyecto considerado dentro de Dios, en la intimidad divina, y su realización
fuera de Dios, en el ámbito concreto de la historia humana. Llegados a este
punto, despega la esperanza del cristiano en camino. Pese a toda la presión
exasperante del mal, el Reino “de nuestro Dios y la potestad de su Cristo” (Ap
12,10), lejos de ser un sueño que se desvanece, aparecerán en su realidad total.
La veracidad de Dios Padre

La primera de las cuatro atribuciones del término “veraz” a Dios Padre se refiere
a él personalmente. Los mártires, que se encuentran ya en contacto directo con
Dios, constatando la presencia persistente del mal en el mundo, dirigen a Dios
una pregunta crucial y cargada de emotividad, gritando en voz alta: “¿Hasta
cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra
sangre de los habitantes de la tierra?” (Ap 6,10-11). Los mártires, contemplando
a Dios directamente, perciben la omnipotencia absoluta que lo hace “soberano”
de todo; ven a Dios “santo” y, en cuanto tal, contrapuesto radicalmente al mal y
con el impulso irresistible a eliminarlo; ven a Dios “veraz”, con una coherencia
absoluta entre todo lo que es en sí mismo y su acción en la historia, y le
preguntan, turbados, hasta cuándo se va a retrasar su actuación. Y Dios responde
asegurándoles que su actuación para superar el mal se producirá infaliblemente,
pero se realizará de forma gradual de acuerdo con su plan. Mientras, los mártires
reciben inmediatamente una participación directa en la resurrección de Cristo
simbolizada en las “túnicas blancas” (Ap 6,11) que se les entregan.

Lo que estamos viendo se confirma y explicita cuando el término “veraz” se


refiere a aspectos ejecutivos con los que Dios lleva a cabo su proyecto en la
historia. Se trata de los “caminos” (cf. Ap 15,3) y además de los “juicios”
valorativos (cf. Ap 16,7; 19,2), que, poniendo a Dios en contacto con el devenir
humano, garantizan, en cuanto “veraces”, la coherencia suma entre Dios en sí
mismo y su actuación.

La veracidad propia de Cristo

99. En el paso de don desde Jesucristo a los hombres, propio del proyecto del
Reino de Dios, se inserta tres veces el término “verdadero”(Ap 3,7.14; 19,9),
introduciendo una comprensión más completa del propio Reino y de su
desarrollo.

En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap 3,7),
situándose así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían gritado:
“Santo y veraz” (Ap 6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el Padre, la
plenitud de la divinidad. Cuando el Padre y Jesús entran en la historia de los
humanos, son calificados de veraces, en el sentido, ya indicado, de que existe una
correspondencia perfecta entre su divinidad y su implicación en la historia. Su
contacto con los hombres, en el gran proyecto de Dios, no se producirá a un nivel
reducido.
Mirando a Jesucristo implicado con los hombres, surge otro aspecto de su
presencia en la concretización de la historia: el testimonio del Padre del que es
portador. Como “Palabra viva” ve directamente al Padre en su inmensidad; como
“Palabra encarnada” está en contacto de adhesión con el hombre,
comprendiéndolo hasta el fondo. Su testimonio podrá poner así al alcance de los
hombres, sean como sean y se encuentren donde se encuentren, la riqueza infinita
del Padre, a quien él ve. Al definirse a sí mismo como “el testigo fiel y veraz”
(Ap 3,14), subraya que su testimonio “fiel” se corresponde completamente con la
riqueza infinita del Padre y está al mismo tiempo en un contacto de adhesión con
el hombre. Además, con el calificativo de “veraz” se explicita que Jesucristo
compromete en su testimonio la plenitud de su divinidad y de su humanidad. La
riqueza infinita del Padre que se nos revela, así, en Jesucristo da cuerpo y espesor
a la verdad revelada del gran proyecto del Reino. La revela y la da.

En el contexto vivaz en el que contempla a Cristo y a los suyos comprometidos,


frente al sistema terrestre, en extirpar el mal e implantar el bien, se afirma,
hablando de Cristo, que “se llama fiel y veraz” (Ap 19,11), con lo cual se expresa
su fidelidad al proyecto del Padre y el compromiso total, de su divinidad y su
humanidad, en realizarlo. Se señalan y acentúan algunos aspectos de esta
veracidad: su móvil es un amor abrasador (“los ojos […] llama de fuego”: Ap
19,12) hacia el Padre y hacia los hombres; da su vida por cumplir su misión
(lleva un “manto empapado en sangre”: Ap 19,13a); su nombre seguirá siendo
desconocido, y al principio será su secreto (Ap 19,12c). Pero cuando, mediante la
palabra que pronuncia (la “espada aguda” que sale de su boca: Ap 19,15),
imprima una impronta de sí mismo en cuantos lo acojan, entonces será
reconocido su nombre y será “llamado” públicamente “el Verbo de Dios” (Ap
19,13b). Ese “Verbo de Dios” por excelencia y viviente, que Jesucristo lleva
dentro de sí y con el que coincide en cuanto logos encarnado (cf. Jn 1,1.14),
transmitido a través de la palabra dirigida a los hombres, será como impreso en
todos los hombres que lo acogen, otorgándoles su novedad cristológica. Al final,
todo será configurado en él, Palabra entregada.

La veracidad de las palabras inspiradas e inspiradoras

100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9), el
Ángel intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas
palabras verdaderas son de Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos en el
Apocalipsis son todas, en su raíz, palabras propias de Dios, pasan y se condensan
en Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde Jesucristo y por mediación del
Espíritu se irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son llamadas “verdaderas”
porque son capaces de llevar y de aplicar al hombre que las acoge toda la riqueza
de Cristo y de Dios de la que son portadoras.
El segundo uso tiene una formulación literaria más compleja. En el texto
correspondiente se alternan una intervención directa de Dios, una continuación
del discurso por parte del ángel intérprete y, una vez más, una intervención de
Dios que concluye: “Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas
todas las cosas’. Y dijo (el ángel intérprete): ‘Escribe: estas palabras son fieles y
verdaderas’. Y me dijo (Dios sentado en el trono): ‘Hecho está. Yo soy el Alfa y
la Omega, el principio y el fin…’”(Ap 21,5-6). La afirmación solemne que hace
Dios, a quien se presenta “sentado en el trono” y que es contemplado como el
principio determinante de todo el desarrollo de la verdad revelada, de todo el
devenir del Reino, manifiesta el objetivo constante que lo mueve: quiere
imprimir en todas las cosas, comenzando por el hombre, la novedad de Cristo. La
reanudación del discurso que el ángel intérprete dirige a Juan subraya el valor de
lo que se pondrá por escrito: todas “estas palabras” de Dios (cf. Ap 19,9),
comenzando por las que acaba de pronunciar, son “fieles”, es decir, corresponden
adecuadamente al objetivo de Dios, que las destina al hombre a través de
Jesucristo. Puesto que tienen, además, un contenido dinámico plenamente
coherente con las exigencias de Dios y las aspiraciones del hombre, se dice de
ellas que son “verdaderas”, pues son portadoras de toda la “novedad” de Cristo y
capaces de comunicarla.

Alcanzada la meta escatológica, las palabras de Dios presentes en el Apocalipsis


podrán considerarse “realizadas”. El hecho lo afirma solemnemente Dios, tan
cercano a la historia del hombre que coincide casi con el principio y con el fin de
la misma. En el arco temporal que va desde el “alfa” a la “omega”, del
“principio” al “cumplimiento”, se sitúan las palabras de Dios “en su devenir”: se
hacen realidad e irradian dinámicamente su contenido cristológico. Y a través de
estas palabras que se hacen realidad, Dios hace “nuevas todas las cosas”.

El tercer uso de veraz/verdadero en relación con las palabras inspiradas se halla


en la última página del libro. Una vez más el ángel intérprete declara a la
asamblea litúrgica que escucha: “Estas palabras son fieles y veraces” (Ap 22,6).
Al significado de una plena correspondencia de las mismas con el objetivo de
Dios y de un compromiso total, también por parte de Dios, de poner su divinidad,
por medio de Cristo, al servicio del hombre, se añade aquí la referencia al libro
que se acaba de leer a la asamblea. Las palabras inspiradas, acogidas
debidamente, se convierten en palabras inspiradoras en quien las acoge,
instalando en él a Cristo, la novedad que renueva, del que son portadoras.

De este modo se cierra el círculo. Partiendo de Dios Padre, todo pasa a


Jesucristo, Palabra viva del Padre. Jesucristo, Palabra viva, se hace palabra
enviada y dada: es decir, una palabra que parte de él mismo como contenido,
alcanza a los hombres e inserta en ellos su novedad. Del nivel cristológico que se
forma y desarrolla así en los hombres al constituir en ellos gradualmente una
unidad inefable con Jesucristo, Palabra viva, se alcanza el Padre celestial.

4. Conclusión

101. El lector de la Sagrada Escritura no puede menos de quedar impresionado


por el modo en que textos tan diversos por su forma literaria y su contexto
histórico han sido reunidos en un solo Canon, y manifiestan una verdad
armónica, que halla su expresión plena en la persona de Cristo.

a. Los enunciados literarios y teológicos del Antiguo Testamento

El estudio de los diversos conjuntos literarios del Antiguo Testamento ha


mostrado la gran riqueza de la manifestación de Dios en la historia. Las
Escrituras dan testimonio de que Dios quiere entrar en comunicación con la
humanidad, asumiendo múltiples mediaciones.

– La misma obra de la creación es el reflejo de la voluntad divina de ser un Dios


“para el hombre”: Dios toma la iniciativa de manifestarse en una obra creadora,
de la que el relato bíblico dice que es “buena” (Gén 1,31), aunque resaltando que
esta obra se vio confrontada inmediatamente con la cuestión del mal (Gén 3,1-
24).

– Dios se manifiesta igualmente en la historia singular del pueblo de Israel, con


múltiples intervenciones salvíficas –liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 14),
liberación de la idolatría (Ex 20; Dt 5)– y con el don de la Ley, que educa a Israel
para una vida abierta al amor al prójimo (Lv 19).

– La literatura profética califica la palabra de los profetas de inspirada


(introducción a los libros, fórmula del mensajero, formulas de los oráculos). Los
oráculos proféticos expresan bien las exigencias de Dios reveladas al pueblo en
medio de las vicisitudes de la historia, bien la fidelidad del Señor a pesar de las
culpas de Israel.

– La literatura sapiencial, por su parte, refleja los conflictos que pueden


plantearse entre las antiguas culturas que aspiran a la verdad y la revelación
específica de la que se benefició Israel. Un elemento común a las tradiciones
sapienciales es que presentan de la sabiduría de Israel como la expresión por
excelencia de la verdad revelada. En particular la sabiduría de Israel, confrontada
con los sistemas filosóficos griegos durante la época helenista, pretendió
proponer un sistema de pensamiento coherente, que subraya el valor moral y
teológico de la Torá y que propuso suscitar la adhesión del corazón y de la
inteligencia.

– La literatura hímnica, de modo particular los Salmos, integra el conjunto de las


dimensiones enunciadas precedentemente: el Salterio celebra a Dios creador y
salvador, a Dios presente en la historia, a Dios fuente de verdad, invitando, al
mismo tiempo a los creyentes a una vida fiel, justa y recta.

b. Los enunciados teológicos del Nuevo Testamento

102. El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al
lector al encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y
manifestación última de la verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías
diversas.

– Los Evangelios sinópticos, cuyos redactores se basan en testimonios históricos


directos, muestran cómo Jesús de Nazaret había “cumplido” el conjunto de las
esperanzas de Israel: Él es el Mesías, erl Hijo de Dios, el mediador de la
salvación. Consagrado por el Espíritu Santo, inaugura los tiempos nuevos con su
muerte y resurrección, el Reino de Dios.

– El Evangelio de Juan pone de manifiesto que Cristo es la plenitud de la Palabra


de Dios, el Verbo revelado a los discípulos, que reciben la promesa del don del
Espíritu.

– Las cartas de Pablo reivindican la autoridad de un apóstol, que, a partir de su


experiencia personal de Cristo, difunde el Evangelio entre los paganos y, con un
vocabulario nuevo, propone la obra de Cristo a las culturas de su época.

- Según el Apocalipsis Jesús, que recibe y da la palabra inspirada (Ap 1,1),


constituye el don supremo del Padre. Existe una correspondencia absoluta entre
el proyecto del Reino que Dios desea y su actualización verdadera en la historia
del hombre a través de Cristo. Cuando todas las palabras reveladas se hayan
realizado, aniquilando el mal que se halla instalado en la historia e implantando
en ella la maravilla de Cristo, Dios declarará solemnemente refiriéndose a las
palabras: “¡Hecho está!” (Ap 21,6).

c. La necesidad de un acercamiento canónico a la Escritura y las modalidades


del mismo

103. La Constitución Dogmática Dei Verbum (n. 12) y la exhortación post-


sinodal Verbum Domini (nn. 40-41) señalan que sólo el acercamiento que tenga
en cuenta el conjunto canónico de la Escritura es capaz de permitir que se
descubra su pleno sentido teológico y espiritual. En efecto, cada tradición bíblica
debe ser interpretada en su contexto canónico de enunciación, lo cual permite
explicar los nexos diacrónicos y sincrónicos con el conjunto del Canon. El
acercamiento canónico pone así de manifiesto las relaciones entre las tradiciones
del Antiguo Testamento y las del Nuevo.

Más allá de la diversidad descrita en los parágrafos precedentes, el Canon de las


Escrituras se refiere de hecho a una única Verdad, Cristo, a quien el testimonio
apostólico reconoce como Hijo de Dios, revelador del Padre y salvador de los
hombres. El conjunto del Canon culmina con esta afirmación, hacia la cual
“tienden”, por así decirlo, todos los elementos que lo componen. En otras
palabras, el Canon de las Escrituras es el contexto de interpretación adecuado de
cada una de las tradiciones que lo componen: al haber sido integrada en el
Canon, cada una de las tradiciones particulares recibe un nuevo contexto de
enunciación, que renueva su sentido.

Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al
vocabulario de la “necesidad” y al del “cumplimiento” (o del
“perfeccionamiento”) para expresar el modo en el que la vida y la obra de Cristo
se refieren a las tradiciones del Antiguo Testamento (cf. Mt 26,54; Lc 22,37;
24,44). El contenido de las Escrituras, para que sea verdadero, debe cumplirse
necesariamente, y este cumplimiento se ha realizado plenamente en la vida,
muerte y resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24; Hch 1,16). La misma persona
de Cristo otorga su sentido último a tradiciones muy distintas: lo vemos, por
ejemplo, en el relato del capítulo 24 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús en
persona muestra cómo su historia individual ilumina las tradiciones de la Torá,
de los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es así la respuesta a las
esperanzas de Israel y cumple la revelación de Dios. Cristo “recapitula” las
principales figuras de la primera alianza y establece un vínculo de unión entre
ellas: Él es el Siervo, el Mesías, el mediador de la nueva alianza, el Salvador.

Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que se
había revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el
contexto de la primera alianza. La verdad de Cristo se consigna en las tradiciones
neotestamentarias, que vinculan de manera inseparable el testimonio ocular de
los primeros discípulos con la recepción, en el Espíritu, de aquel testimonio por
parte de las primeras comunidades cristianas.

¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género humano,
que constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y definitiva
expresión en Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en la actuación
de Jesús. Él revela al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19), al Dios
que es y vive en sí mismo la comunión perfecta. Jesús llama a sus discípulos a la
comunión de vida consigo en el seguimiento (Mt 4,18-22) y les encomienda
hacer discípulos suyos a gente de todos los pueblos (Mt 28,19). Expresa, además,
su mayor deseo cuando pide al Padre: “Que también ellos estén conmigo donde
yo estoy y contemplen mi gloria” (Jn 17,24). Esta es la verdad revelada por y en
Jesús: Dios es comunión en sí mismo y Dios ofrece la comunión con él por
medio de su Hijo (cf. Dei Verbum, n. 2). La inspiración, cuyo carácter trinitario
hemos reconocido en los autores del Nuevo Testamento, se presenta como el
camino adecuado para la comunicación de esta verdad. Entre la inspiración y la
verdad de la Biblia hay correspondencia.

De este modo el Canon de las Escrituras permite acceder simultáneamente a la


dinámica con la que Dios se comunica personalmente a los hombres por medio
de profetas, escritores bíblicos, y últimamente en Jesús de Nazaret, y además al
proceso por el que las comunidades acogen, en el Espíritu, esta revelación y
consignan por escrito el tenor de la misma.

TERCERA PARTE

LA INTERPRETACIÓN DE LA PALABRA DE DIOS Y SUS DESAFÍOS

1. Introducción

104. Al introducir la sección precedente, referida al testimonio de los escritos


bíblicos sobre la verdad, explicábamos como entiende la Dei Verbum la verdad
bíblica y comentábamos en especial la frase “la verdad que Dios ha querido
consignar en las Escrituras Sagradas para nuestra salvación” (n. 11). Hemos
aprendido que la verdad que la Biblia quiere comunicarnos atañe a Dios mismo y
a su proyecto de salvación sobre los seres humanos.

Ahora volvemos a ocuparnos de la verdad de la Sagrada Escritura, pero desde


otro punto de vista. En la Biblia encontramos contradicciones, inexactitudes
históricas, narraciones inverosímiles y, en el Antiguo Testamento, preceptos y
comportamientos morales que entran en conflicto con la enseñanza de Jesús.
¿Cuál es la verdad de estos pasajes bíblicos? No cabe duda de que nos
encontramos con verdaderos desafíos relativos a la interpretación la palabra de
Dios.

La misma Dei Verbum nos ofrece algunas pistas para responder a esta pregunta.


El texto conciliar afirma que la revelación de Dios en la historia de la salvación
acontece a través de hechos y palabras que se complementan recíprocamente (n.
2), pero constata asimismo que en el Antiguo Testamento encontramos “cosas
imperfectas y provisionales” (n. 15). Hace suya la doctrina de la
“condescendencia de la Sabiduría eterna”, que procede de Juan Cristóstomo (n.
13), aunque, sobre todo, se apela a los “géneros literarios” usuales en la
antigüedad, remitiendo a la Encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII (EB 557-
562).

Tenemos que profundizar este último aspecto. También hoy la verdad contenida
en una novela difiere de la de un manual de física; hay diversas modalidades de
escribir la historia, que no siempre es una crónica objetiva; la poesía lírica no
expresa lo que se encuentra en un poema épico, etc. Lo mismo vale para las
literaturas del Próximo Oriente Antiguo y del mundo helenista. En la Biblia
encontramos diversos géneros literarios que estaban en uso en aquel área cultural:
poesía, profecía, narración, dichos escatológicos, parábolas, himnos, confesiones
de fe, etc.; cada uno de ellos tiene su propia forma de presentar la verdad.

El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista de
la tierra de Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los
Macabeos contienen ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una
crónica histórica del pueblo de Israel. En la historia de la salvación el
protagonista no es Israel ni los hombres, sino Dios. Los relatos bíblicos son
narraciones teologizadas. Su verdad –que en las secciones precedentes se ha
ilustrado con algunos textos– se deduce de los hechos narrados, pero sobre todo
de la finalidad didáctica, parenética y teológica buscada por el autor que ha
recopilado estas antiguas tradiciones o elaborado el material contenido en los
archivos de los escribas, con el fin de transmitir una intuición profética o
sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para su generación.

105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y
palabras intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la
salvación” no existe sin un núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la
inspiración abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento “con todas sus partes” (n.
11), no podemos eliminar ningún pasaje de la narración; el exegeta debe
esforzarse por encontrar el valor que tiene cada inciso en el contexto de todo el
relato por medio de los distintos métodos enumerados en el documento de la
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Chiesa[4].

Si bien un estudio diacrónico de los textos es indispensable para captar las


diversas reinterpretaciones de un oráculo o de un relato original, el verdadero
sentido de un pasaje está unido a su forma última, aceptada en el Canon de la
Iglesia. La reinterpretación puede asumir también la forma de la alegorización de
textos más antiguos. En consecuencia, ciertos relatos o salmos que hablan de
exterminios y de odio hacia los enemigos, incluso teniendo en cuenta la
imperfección de la revelación en el Antiguo Testamento, pueden tener un valor
parenético para la generación a la que se dirigen.

Resulta evidente que estas consideraciones no resuelven todas las dificultades;


pero también es innegable que con la expresión “la verdad... para nuestra
salvación”, (n. 11) la Dei Verbumrestringe la verdad bíblica a la revelación divina
que se refiere a Dios mismo y a la salvación del género humano. Por otra parte, el
subrayado de los géneros literarios ha dado mayor respiro a la tarea, ya de suyo
difícil, de los exegetas. Los ejemplos que siguen pueden ilustrar este punto.

2. Primer desafío: Problemas históricos

106. Aquí nos ocuparemos únicamente de algunos textos problemáticos, tomados


unos del Antiguo Testamento y otros del Nuevo. Los pasajes son de distinta
naturaleza, pero para todos ellos se plantean, de forma y por razones diferentes,
las siguientes preguntas: ¿qué ocurrió realmente de lo se nos cuenta? ¿En qué
medida pueden y quieren los textos atestiguar hechos realmente ocurridos? ¿Qué
pretenden afirmar? La problemática particular de cada pasaje se mostrará en el
párrafo correspondiente.

2.1. El ciclo de Abrahán (Génesis)

La mayoría de los exegetas admite que la redacción final de los relatos


patriarcales, de los del Éxodo, de la conquista y de los Jueces, se llevó a cabo
después del exilio en Babilonia, durante el período persa. Respecto al ciclo de
Abrahán, los episodios que han vinculado la historia de este patriarca con las
otras tradiciones patriarcales, en particular mediante relatos de promesas, son
más recientes y van más allá de un horizonte originariamente limitado a historias
de un clan. Un episodio como el de Gén 15 –esencial para la tesis paulina sobre
la justificación por la fe sola, independientemente de las obras de la ley mosaica
(cf. Rm 4)– no describe los hechos en el modo preciso en que se desarrollaron,
como muestra la historia de su redacción. Pero, si esta es la situación, ¿qué decir
entonces del acto de fe del patriarca y de la argumentación de Pablo, que parece
perder el apoyo escriturístico que necesitaba?

Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas
(sobre el Éxodo y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo pueblo
siente, en efecto, la necesidad de conocer y de expresar, para sí mismo o para
otros, de dónde viene, su procedencia geográfica y temporal, en otras palabras, su
origen. Lo mismo que los pueblos de su entorno, los israelitas de los siglos V-IV
a.C. comenzaron a contar su pasado. Lo hacían en relatos que retomaban
tradiciones antiguas, no sólo para decir que tenían un pasado más o menos rico,
como lo tenían los otros pueblos, sino también para interpretarlo y valorarlo con
la ayuda de su fe.

107. ¿Qué se sabía entonces de Abrahán y de los antepasados? Probablemente


que eran pastores procedentes de Mesopotamia, nómadas que pasaban de un
pasto a otro de acuerdo con las estaciones, las lluvias y la acogida de los pueblos
que atravesaban. Los escritores posteriores al exilio, cuya reflexión se nutría del
recuerdo de la deportación y de la importancia de esta última para la fe de su
comunidad, comprendieron que la generación del exilio había vivido algo similar
a la experiencia de los Patriarcas: en efecto, habían perdido su tierra, sus
instituciones políticas y religiosas (el Templo) y habían tenido que ir a una tierra
extranjera y vivir allí como esclavos. Era una situación dramática que los
obligaba a vivir de fe y de esperanza. Habiendo perdido lo que constituye la
identidad de un pueblo, es decir, la tierra y las instituciones patrias, los exiliados
habrían tenido que desaparecer; y, pese a todo, sobrevivieron como pueblo
gracias a su fe. Esta experiencia radical alimentó su oración y su relectura del
pasado. Es indudable que, cuando el narrador o narradores bíblicos describen las
promesas divinas y la respuesta de fe del patriarca Abrahán (Gén 15,1-6), no
remiten a hechos cuya transmisión secular habría sido absolutamente segura. Fue
más bien su experiencia de fe la que les permitió escribir del modo en el que lo
hicieron, para exponer el significado global de aquellos hechos e invitar a sus
compatriotas a creer en el poder y en la fidelidad de Dios, que les había permitido
a ellos mismos y a sus antepasados pasar por períodos histórico muchas veces
dramáticos. Más que los hechos concretos, cuenta la interpretación de los
mismos, el sentido que emerge en el hoy de la relectura. En realidad, el
significado de un período histórico que había durado varios siglos no se puede
entender ni transcribir bajo la forma de un relato teológico o de un poema
hímnico sino con el tiempo. Desde su fe viva en Dios, los escritores bíblicos
meditaron en el hecho de la supervivencia de su pueblo a través de los siglos, a
pesar de tantos peligros morales y las terribles catástrofes a las que tuvieron que
hacer frente, y en el papel que habían tenido Dios y la fe en El para tal
supervivencia; de ello pudieron deducir que las cosas fueron así también en los
comienzos de su historia. Así, pues, no se puede leer Gén 15 como si se tratase
de una crónica, sino como un comportamiento normativo querido por Dios,
norma que los escritores bíblicos vivieron radicalmente y que, de este modo,
pudieron transmitir a su generación y a las generaciones futuras.

En síntesis, para valorar la verdad de los relatos bíblicos antiguos es preciso


leerlos como fueron escritos y como fueron leídos por el propio Pablo: “Todo
esto les sucedía [a los israelitas] alegóricamente y fue escrito para escarmiento
nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades”(1 Cor 10,11).

2.2. El paso del mar (Éxodo 14)

108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte
esencial de las lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de
Pascua. Dicho relato se basa en una antigua tradición que recuerda la liberación
del pueblo reducido a esclavitud. Esa tradición oral, puesta por escrito, fue objeto
de múltiples “relecturas” y, por último, fue insertada en la narración del Éxodo y
en la Torá. En este marco la liberación de Israel es presentada como una nueva
creación. Lo mismo que Dios creó el mundo separando el mar de la tierra seca,
así “creó” al pueblo de Israel trazando para él un camino por la tierra seca a
través del mar. Así, pues, el relato une estrechamente una antigua tradición
narrativa a una interpretación teológica basada en la teología de la creación.

La verdad del relato no reside, pues, únicamente en la tradición de la que guarda


memoria –un relato de liberación que conservaba toda su actualidad en el
momento del exilio de Babilonia, cuando el Israel sometido aspiraba a la
libertad–, sino además en la interpretación teológica que lo acompaña. El texto
bíblico une, pues, de manera indisoluble, un antiguo relato, transmitido de
generación en generación, y la actualización del mismo que se propuso más
tarde. Esta actualización evoca la situación de los autores de Ex 14 en el
momento en que se compuso el texto. De hecho, junto a la teología de la
creación, el relato desarrolla una teología de la salvación, presentando al Dios de
Israel como el salvador que libra al pueblo de la opresión y a Moisés como el
personaje profético que invita al pueblo a tener confianza en el poder salvífico de
su Dios: “No temáis; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os va a
conceder hoy” (Ex 14,13). Lo mismo que el Señor supo proteger a su pueblo en
los tiempos antiguos, de igual modo, en cualquier situación, es capaz de
custodiarlo y otorgarle la salvación. El relato del Éxodo no tiene el objetivo
primero de transmitir la crónica de los eventos antiguos según la modalidad de un
documento de archivo, sino más bien el de hacer memoria de una tradición que
sigue dando testimonio de que, hoy como ayer, Dios está presente junto a su
pueblo para salvarlo.

Esta experiencia y esta esperanza de salvación, expresadas en el relato de Ex 14,


tienen además una traducción litúrgica en el relato de la Pascua (Ex 12,1-13,16)
que lo precede. La liturgia cristiana de la vigilia pascual muestra como el relato
de Ex 14 alcanza su “cumplimiento” en Jesucristo, en cuya resurrección el Dios
Creador y Salvador se ha manifestado a su pueblo de forma definitiva e
insuperable.
2.3. Los libros de Tobías y de Jonás

109. El libro de Tobías no forma parte de la Biblia hebrea, sino de la griega; el


decreto del Concilio de Trento sobre el Canon lo incluye entre los libros
históricos del Antiguo Testamento (D-S 1502). El libro de Jonás, por el contrario,
se encuentra entre los Doce Profetas (también llamados “Profetas menores”) de la
Biblia hebrea. Ambos libros cuentan una serie de hechos sobre los cuales
podemos preguntarnos si realmente ocurrieron.

2.3.1. El libro de Tobías

La muerte de siete maridos de una misma mujer antes de consumar el


matrimonio (3,8-17) es un hecho tan inverosímil que, por sí mismo, indica al
lector que la narración es una ficción literaria. Lo cual explica, por otra parte, los
numerosos anacronismos: el padre del protagonista se presenta como uno de los
israelitas deportados a Nínive y, al mismo tiempo, como observante de la ley
deuteronomista (1,1-22); Tobit “profetiza” incluso la destrucción de Nínive, la
desolación de Judea y Samaria, el incendio del templo y su reconstrucción (14,4-
5).

Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad
didáctica y edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la tradición
sapiencial. Es una composición literaria con el conocido esquema –redoblado por
el paralelismo entre Tobit y Sara– del comportamiento del justo que, afligido por
las tribulaciones, ora al Señor, el cual le envía la salvación.

La intervención del demonio Asmodeo procede de la tradición bíblica que ve a


Satanás y a sus ángeles actuando y causando desastres en nuestro mundo. Esto
nos permite catalogar la obra en el género literario de los relatos entre cuyos
protagonistas hay personajes humanos y sobrehumanos. A diferencia de otras
muchas narraciones de este género, en el libro de Tobías la intervención del
demonio se relata con gran sobriedad. El demonio Asmodeo es un personaje
ficticio; no lo es la capacidad diabólica de hacer daño a los seres humanos,
especialmente si se esfuerzan por vivir fieles a Dios. Se sigue que también el
ángel Rafael pertenece a la ficción literaria; pero, de acuerdo con las repetidas e
insistentes tradiciones bíblicas y su recepción en la Iglesia, no es ficticia la
capacidad de seres como él de intervenir a favor de los que invocan el nombre del
Señor.

El libro de Tobías es un manifiesto que pretende elogiar la oración, el ayuno y la


limosna (12,8-9), prácticas de piedad tradicionales del judaísmo, así como el
ejercicio de las obras de misericordia, en especial las de sepultar a los muertos
(12,13) y la oración de bendición y de acción de gracias que proclama las obras
gloriosas de Dios (12,6.22; 13,1-18). Un aspecto singular del libro es la
insistencia en la oración santificadora de la vida conyugar y de sostén en los
peligros (8,4-9).

2.3.2. El libro de Jonás

110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de
los Doce Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue
considerado muy pronto como un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que habría
que colocar históricamente en el contexto del dominio asirio, supuesto por el
relato, antes de que los babilonios y los medos destruyeran Nínive en el año 612
a.C. Tal consideración parece confirmarla el hecho de que el mismo Jesús remite
al episodio más llamativo del relato sobre el profeta, los tres días y las tres
noches en el vientre del cetáceo, como signo “histórico” que prefigura el
acontecimiento de su propia resurrección (Mt 12,39-41; Lc 11,29-30; Mt 16,4).

Pese a todo, en el relato hay, no sólo detalles, sino incluso elementos


estructurales que no podemos considerar como hechos históricos y nos llevan a
interpretar el texto como una composición imaginaria, con hondos contenidos
teológicos.

Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una ciudad
tan inmensa que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)– pueden ser
considerados hipérboles; entre los elementos estructurales son inverosímiles, por
el contrario, el pez que se traga a Jonás y lo mantiene vivo tres días y tres noches
en su vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así como la pretendida conversión de
todos los ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras cosas, no hay ninguna huella en
los documentos asirios.

Entre los temas teológicos presentes en el relato, subrayamos dos: 1) el contenido


de un mensaje profético no es un decreto irrevocable (3,4), sino más bien un
pronunciamiento que se puede modificar en función de la respuesta de aquellos a
los que se dirige (4,2.11). 2) El judaísmo posterior al exilio se caracterizaba por
una tensión entre tendencias más conciliadoras y universales y otras más cerradas
y exclusivistas. Esto se descubre claramente en el contraste entre los libros de
Rut, Jonás, Tobías, por un lado, y los de Ageo, Zacarías, Esdras, Nehemías y los
de las Crónicas, por otro. Esdras e Nehemías habían hecho posible que se
mantuviera la identidad judía, oponiéndose a cualquier mezcla con el paganismo,
especialmente la representada por los matrimonios mixtos (Esd 9–10; Ne 10,29-
31). Pese a ello no desapareció del todo un espíritu más abierto y universalista,
que podía nutrirse con antiguas tradiciones patriarcales y proféticas. El libro de
Rut reacciona contra la prohibición de los matrimonios mixtos, presentando a una
extranjera, Rut la moabita (Rut 1,4-19), como antepasada de David (Rut 4,17).
Jonás va más allá en su universalismo al presentar a los malvados y odiados
asirios –que habían destruido el reino de Israel, deportando a sus habitantes, y se
enorgullecían de sus feroces costumbres guerreras– como destinatarios de un
mensaje profético al que respondieron convirtiéndose.

2.4. Los evangelios de la infancia

111. Sólo Mateo y (1–2) y Lucas (1,5–2,52) antepusieron a sus respectivas obras
un llamado “evangelio de la infancia”, en el que se exponen los orígenes y el
comienzo de la vida de Jesús. En este caso podemos señalar grandes diferencias
entre los dos relatos, así como la presencia de hechos extraordinarios que causan
admiración, como la concepción virginal de Jesús. De aquí surge la cuestión
sobre la historicidad de tales narraciones. Exponemos las diferencias y las
convergencias que se descubren entre los dos relatos y tratamos de determinar el
mensaje de los mismos.

a. Las diferencias

Mateo coloca al principio de su relato una genealogía (1,1-17), notablemente


diversa de la referida en Lc 3,23-38, después del bautismo de Jesús. El anuncio
de la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo lo recibe José (1,18-25).
Jesús –nacido en Belén de Judea (2,1), la patria de José y María– recibe la visita
y la adoración de los magos, guiados por una estrella y desconocedores de la
amenaza mortal por parte de Herodes (2,1-11). Advertidos en sueño sobre ella,
vuelven a casa por otro camino (2,12). Avisado en sueños por un ángel del Señor,
José huye a Egipto con el niño y su madre (2,13-15) antes de la matanza de los
niños en Belén (2,16-18). Tras la muerte de Herodes, José, María e el niño
vuelven a la patria y van a vivir a Nazaret, donde Jesús crece (2,19-23).

Un elemento diferente en el relato de Lucas 1,5-2,52 lo constituye la presencia de


Juan Bautista y las narraciones paralelas sobre este último y Jesús; estas se
refieren al anuncio del nacimiento de ambos (1,5-25.26-38), el parto y la
circuncisión del niño con imposición del nombre (1,57-79; 2,1-21). María y José
viven en Nazaret (1,26) y debido al censo de Quirino van a Belén (2,1-5), donde
Jesús nace (2,6-7), y recibe la visita de unos pastores, a los que un ángel del
Señor había anunciado su nacimiento (2,8-20). De acuerdo con las prescripciones
de la ley, el niño es presentado al Señor en el Templo de Jerusalén y es recibido
por Simeón y Ana (2,22-40). Jesús volverá al Templo a la edad de 12 años (2,41-
52).
Ninguno de los relatos que se encuentra en Mateo está presente en Lucas; y
viceversa. Entre los dos relatos hay además diferentes notables: según Mateo,
María y José, antes del nacimiento de Jesús, viven en Belén, y sólo van a Nazaret
después de la huida a Egipto y como consecuencia de una advertencia especial.
Según Lucas, María y José viven en Nazaret, el censo los lleva a Belén y, sin huir
a Egipto, vuelven a Nazaret. Es difícil encontrar una solución a tales diferencias,
que, por otra parte, revelan que los dos evangelistas son independientes uno del
otro. Pero este último aspecto hace más significativas las convergencias.

b. Las convergencias

112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de
Jesús, era prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David (Mt
1,20; Lc 1,27). Los dos no viven juntos antes de la concepción de Jesús, que
ocurre por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el padre
natural de Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc 1,34). El nombre de Jesús lo comunica un
ángel (Mt 1,21; Lc 1,31), junto con su significado salvífico (Mt 1,21; Lc 2,11).
Jesús nace en Belén en tiempos del rey Herodes (Mt 2,1; Lc 2,4-7; 1,5) y crece
en Nazaret (Mt 2,22-23; Lc 2,39.51). Los dos evangelistas tienen en común los
datos fundamentales sobre las personas, los lugares y el tiempo. Una importancia
particular tiene su convergencia sobre la concepción virginal de Jesús por obra
del Espíritu Santo, la cual excluye que José sea el padre natural de Jesús.

c. El mensaje

113. Los evangelios de la infancia de Mateo y de Lucas introducen al resto de sus


obras y muestran cómo lo que se manifiesta en la vida y en la actividad de Jesús
se funda en sus orígenes. Mediante los diversos relatos y títulos atribuidos a Jesús
estos evangelios explicitan la relación de Jesús con Dios, su misión salvadora, su
papel universal, su destino doloroso, su enraizamiento en la historia de Dios con
el pueblo de Israel.

Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente y
al que corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23). Dios
decide el nombre de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su misión
salvadora: “salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21). Jesús es el Cristo de la
casa de David (1,1.16.17.18; 2,4), “que será el pastor de mi pueblo, Israel” (2,6;
cf. Mi 5,1), el rey último y definitivo que Dios da a su pueblo. La venida de los
magos muestra que la misión de Jesús va más allá de Israel y concierte a todos
los pueblos (2,1-12). La amenaza mortal, que proviene del rey de aquella época
(2,1-18) y continúa con su sucesor (2,22), hace presagiar la pasión y la muerte de
Jesús. El enraizamiento de Jesús en el pueblo de Israel está presente en todo el
relato y se concentra en la genealogía (1,1-17) y en las cuatro citas de
cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-18.23; cf. 2,6).

En Lucas hallamos indicaciones parecidas, si bien las expresiones y los acentos


son distintos. Jesús es llamado “Hijo de Dios” (1,35; cf. 1,32) y, en el Templo, su
primera palabra, la única recordada en el relato evangélico de la infancia es:
“debo ocuparme de las cosas de mi Padre”(2,49). Al anunciar a los pastores su
nacimiento, el ángel proclama: “Os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”
(2,11). En el “Mesías del Señor” (2,26) ha llegado “la salvación” (2,30), “la
redención de Jerusalén” (2,38). Se subraya la vinculación de Jesús con David
(1,26.69; 2,4.11), que culmina en el anuncio del ángel: “El Señor, Dios, le dará el
trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino
no tendrá fin”(1,32-33). El significado universal de la venida de Jesús lo expresa
Simeón: la salvación que llega con Jesús acontece “ante todos los pueblos”
(2,31), y Jesús es “luz para alumbrar a las naciones” (2,32). Simeón alude
asimismo a las dificultades de la misión de Jesús, cuando habla del “signo de
contradicción” (2,34). Todo lo que se cuenta está ambientado en la vida religiosa
del pueblo de Israel: se comienza con un sacrificio en el Templo (1,5-22) y se
concluye con una peregrinación al Templo (2,41-50), observando fielmente la
Ley del Señor (2,21-28).

114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del
Espíritu Santo y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la
acción de Dios, sin intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el anuncio
del nacimiento de Jesús va unido al de su misión salvadora: el que salvará a su
pueblo de sus pecados y lo reconciliará con Dios, el que es “Dios con nosotros”,
tiene origen divino. El Salvador y la salvación proceden únicamente de Dios, son
un don de su gracia. En Lc 1,35 se señala la consecuencia de la concepción
virginal de Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”.
En la concepción virginal de Jesús se revela su relación con Dios. En cuanto
“santo”, pertenece totalmente a Dios, de modo que también según su existencia
humana Dios es su único padre. La concepción virginal de Jesús tiene un
profundo significado tanto para su relación con Dios como para su misión
salvadora en favor de los humanos.

Considerando las diferencias y las convergencias que encontramos en los


evangelios de la infancia de los dos evangelistas, se debe afirmar que la
revelación salvífica consiste en todo lo que se afirma sobre la persona de Jesús y
sobre su relación con la historia de Israel y del mundo, como introducción e
ilustración de la obra salvífica que se narra en el resto del evangelio. Las
diferencias, que pueden ser armonizadas en parte, se refieren a aspectos
secundarios respecto a la figura central de Jesús, Hijo de Dios y salvador de los
hombres, que es común a los dos evangelistas.

2.5. Los relatos de milagros

115. En el Antiguo Testamento y en el Nuevo se narran hechos extraordinarios


que no se corresponden con lo que ocurre normalmente, van más allá de las
capacidades humanas y se atribuyen a una intervención especial de Dios. Desde
hace tiempo, debido a una pretendida aproximación científica y a ciertas
concepciones filosóficas, se han manifestado algunos interrogantes sobre la
historicidad de esos relatos. Según la ciencia moderna, todo lo que ocurre en este
mundo acontece como consecuencia de reglas invariables, las llamadas “leyes
naturales”. Todo está determinado por estas leyes y no queda espacio alguno para
hechos extraordinarios. También se halla difundida la concepción filosófica
según la cual Dios, aunque ha creado el mundo, no interviene en su
funcionamiento, el cual sigue reglas inmutables. En otras palabras, se afirma que
no puede haber hechos extraordinarios causados por Dios; en conscuencia, los
relatos que cuentan hechos de ese tipo no pueden ser históricos.

Consideremos, pues, los relatos de milagros del Antiguo y del Nuevo


Testamento, buscando su significado en sus contextos literarios. Los relatos del
Nuevo Testamento se hallan en continuidad con las tradiciones del pueblo de
Israel y manifiestan que el poder creador y salvífico de Dios alcanza su plenitud
en Jesucristo.

a. Relatos en el Antiguo Testamento

116. Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios lo
ha creado todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas en la
existencia y en la vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con todas
sus maravillas, como efecto de la acción puntual de Dios, tanto en lo que se
refiere a las realidades ordinarias, como en lo que se refiere a las realidades
extraordinarias: todo es un continuo y gran milagro. Todo es un mensaje de fe,
que se resume muy bien en estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes
maravillas: porque es eterna su misericordia” (Sal 136,4).

Esta fe se expresa, en forma de himno, marcado por la gratitud, la alegría, la


alabanza, en textos como Sal 104 y Eclo 43 (cf. Gén 1). Al Sal 104, dedicado a
Dios Creador, sigue Sal 105, en el que se celebra el poder y la fidelidad de Dios
en la historia de su pueblo Israel. Dios, que lo ha creado todo y actúa en la
creación, actúa también en la historia (cf. Sal 106.135.136). Su actuación se
revela particularmente prodigiosa y extraordinaria en haber liberado a Israel de la
esclavitud de Egipto y haberlo conducido a la tierra prometida. Moisés,
encargado y capacitado por Dios, realiza los hechos milagrosos de los que hablan
el libro del Éxodo y otros muchos textos (entre ellos también Sal 105,26-45). Se
puede constatar la gran influencia que tuvo el proceso de la liberación de Israel
en las tradiciones hasta su relectura en Sab 15,14–19,17. Pero no es posible
individuar con seguridad los hechos realmente acaecidos En estas tradiciones se
recuerda, se expresa y se reconoce que Dios actúa en la historia y que ha guiado y
salvado y guiado a su pueblo con poder y fidelidad.

b. Los milagros de Jesús

117. Los cuatro Evangelios refieren una serie de acciones extraordinarias


realizadas por Jesús. Las más frecuentes son las curaciones de enfermos y los
exorcismos. Se cuentan además tres resurrecciones (Mt 9,18-26; Lc 7,11-17; Gv
11,1-44) y algunos “milagros sobre la naturaleza”: la tempestad calmada (Mt
8,23-27), Jesús que camina sobre las aguas (Mt 14,22-33), la multiplicación de
los panes y de los peces (Mt 14,13-21), y la transformación del agua en vino (Jn
2,1-11). Lo mismo que la enseñanza en parábolas, también la realización de
acciones extraordinarias por parte de Jesús pertenece a su ministerio y es
atestiguado de muchas maneras. Estos relatos no constituyen un añadido
posterior a la tradición original sobre el ministerio de Jesús.

Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son
significativos. Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación de
Jesús (cf. Mt 9,33; Lc 9,43; 19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un término
que corresponda a nuestro “milagro” (que significa “obra que causa admiración”.
Los sinópticos hablan de “obras de poder” (dynameis), mientras que el Evangelio
de Juan usa el término “signos” (semeia). Esta diferencia terminológica es muy
significativa. En todas las acciones extraordinarias realizadas por Jesús se
constata inmediatamente la superación de una situación de necesidad
(enfermedad, peligro, etc.) Por otra parte, Jesús con su actuación manifiesta que
esta intervención extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere que “Jesús se puso a
recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros,
porque no se habían convertido”(cf. Lc 10,13). No basta admirar y agradecer al
taumaturgo; es preciso convertirse a su mensaje.

En los evangelios sinópticos, el Reino de Dios es el centro del anuncio de Jesús


(cf. Mt 4,17; Mc 1,15; Lc 4,43). Las obras de poder deben confirmar y evidenciar
que la realidad salvífica de este Reino se ha acercado y se ha hecho presente.
Jesús dice sobre su actuación: “Si yo expulso a los demonios por el Espíritu de
Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Mt 12,28; cf. Lc 11,20).
Estas obras, en su diversidad, no sólo manifiestan los diferentes aspectos de la
potencia salvadora del Reino de Dios, sino que tienen además una función
reveladora respecto a la identidad de Jesús. Después de que se haya calmado el
mar tempestuoso, los discípulos se preguntan: “¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y
el mar le obedecen!” (Mt 8,27). La pregunta de Juan Bautista: “¿Eres tú el que ha
de venir?”, la provocan “las obras del Mesías” (Mt 11,2-3). Jesús responde a la
pregunta enumerando sus obras poderosas (11,4-5).

En el Evangelio de Juan, las acciones extraordinarias de Jesús son llamadas


“signos”: es decir, deben llevar a otra realidad. Sobre la primera acción
extraordinaria, la transformación del agua en vino en Caná, el evangelista dice:
“Este fue el primero de los signos que Jesús realizó…; así manifestó su gloria y
sus discípulos creyeron en él” (Jn 2,11). El sentido y la finalidad de los signos es
revelar la gloria de Jesús, que consiste en su relación con Dios y es “gloria como
del Hijo único del Padre”(Jn 1,14) y conducir a la fe en Jesús. Con frecuencia a
los signos va unida una instrucción de Jesús, que señala un aspecto específico de
su significado salvífico. En la multiplicación de los panes (6,1-58) Jesús se revela
como “el pan de vida” (6,35.48.51); en la curación del ciego (9,1-41), como “la
luz del mundo” (9,5; cf. 8,12; 12,46); en la resurrección de Lázaro (11,1-44),
como “la resurrección y la vida” (11,25). En la primera conclusión de su
evangelio Juan pone de relieve los signos de Jesús, y se dirige directamente a los
lectores: “Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo
de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (20,31). Los
discípulos (20,30) son los testigos oculares y todos los demás dependen de su
testimonio. Los signos atestiguados y escritos tienen como objetivo conducir a la
fe en Jesús, no vaga, sino claramente determinada, y, por lo tanto, a la vida que
procede de él.

Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las
acciones extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un
sábado (5,1-18), Jesús explica (5,19-47) que su actuación depende de la de Dios:
“Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan
testimonio de mí: que el Padre me ha enviado” (5,36; cf. 10,25.37-38; 12,37-43).
El término “obras” acentúa otra característica de las acciones de Jesús. Estas son
“signos” para los hombres y además son “obras” que corresponden a la actuación
de Dios; por ello son un testimonio de que Jesús ha sido enviado por Dios Padre.

118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los signos
y obras de Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la obra de
Dios Padre, porque “Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm 10,9; cf.
Gal 1,1; etc.). La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, pero fue dada a
conocer a los discípulos, que son testigos de ella (cf. Hch 10,41), a través de las
apariciones de Cristo resucitado. La finalidad de los signos y de las obras
realizadas por Jesús era revelar su relación con Dios y mostrar su misión
salvadora, misión que se expresa como socorro a las miserias humanas y
comunicación de vida. Todo esto se cumple en su resurrección. Esta revela y
confirma la unión estrechísima de Dios con Jesús, significa la superación de la
muerte y de todas las enfermedades, realiza el paso a la vida perfecta en la
comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de Jesús con la
convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a
nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).

2.6. Los relatos pascuales

119. Una dificultad específica respecto a la verdad histórica de los relatos


pascuales la crea el hecho de que en ellos encontramos muchas divergencias que,
situándonos al nivel de la pura dimensión factual, no es fácil armonizar.

El acontecimiento mismo de la resurrección de Jesús no lo describe ningún texto


del Nuevo Testamento: queda sustraído en efecto a los ojos humanos y pertenece
exclusivamente al misterio de Dios. Tenemos, en cambio, dos tipos de relatos
pascuales que cuentan lo que ocurrió después de la resurrección: la visita de
algunas mujeres a la tumba de Jesús y las diversas apariciones del Señor
resucitado (cf. además 1 Cor 15,3-8), que se mostró vivo a los testigos escogidos
por él. La visita a la tumba es el único acontecimiento pascual para el que
encontramos una narración semejante en los cuatro evangelios, si bien con
numerosas variantes de detalle.

Vamos a considerar en particular tres de las diferencias que se descubren en los


cuatro evangelios: a. Solo Mt 28,2 habla de un terremoto antes de hablar de la
llegada de las mujeres a la tumba de Jesús. b. Solo Mc 16,8 habla de la huida de
las mujeres, de su temor y silencio tras el encuentro con el mensajero celestial. c.
Según los Sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) el mensaje de la
resurrección de Jesús fue comunicado a las mujeres por uno o más mensajeros de
Dios; según Jn 20,14-17, por el contrario, María Magdalena, aun viendo dos
ángeles en la tumba (Jn 20,12-13), recibe el anuncio de la resurrección
directamente de Jesús.

a. El terremoto

120. El hecho de que solo Mt 28,2 se refiera a un terremoto no significa que los
otros Evangelios, al no mencionarlo, lo nieguen. Una deducción de este tipo no
sería segura, pues se apoya exclusivamente en un argumento e silentio. Por otra
parte, el “terremoto” parece formar parte del estilo teológico de Mateo. De hecho,
solo este evangelista menciona un terremoto –unido a otros fenómenos
extraordinarios– tras la muerte de Jesús (27,51-53), y lo presenta como el motivo
por el que el centurión y sus soldados se llenan de miedo y confiesan la filiación
divina de Jesús crucificado (27,54). En relación con esto se debe tener en cuenta
que, en las descripciones de las teofanías que encontramos en el Antiguo
Testamento, el terremoto es uno de los fenómenos en los que se manifiesta la
presencia y la actuación de Dios (cf. Ex 19,18; Jue 5,4-5; 1 Re 19,11; Sal 18,8;
68,8-9; 97,4; Is 63,19). En el Apocalipsis el terremoto indica simbólicamente un
movimiento que tiende provocar el derrumbamiento del “sistema terrestre”,
constituido por un mundo que, construido al margen de Dios y en oposición a Él,
llega un momento en que se derrumba (cf. Ap 6,12; 11,13; 16,18).

Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando el
terremoto, quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son hechos
ordinarios, sino acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios actúa y
realiza la salvación del género humano. El significado específico de la acción
divina debe deducirse del contexto del evangelio: la muerte de Jesús lleva a
plenitud el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios (cf. Mt 20,28;
26,28), y en su resurrección Jesús vence la muerte, entra en la vida de Dios Padre
y se le otorga el poder sobre todo (cf. 28,18-20). Así, pues, el evangelista no
habla de un terremoto cuya fuerza pudiera medirse de acuerdo con los grados de
una determinada escala, sino que quiere despertar la atención de sus lectores y
dirigirla a Dios, resaltando el dato más importante de la muerte y resurrección de
Jesús: su relación con la potencia salvífica de Dios.

b. El comportamiento de las mujeres

121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las
mujeres al mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron
huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a
nadie, del miedo que tenían”. Los otros evangelistas no se refieren a un
comportamiento así. Lo mismo que el terremoto es uno de los fenómenos que
acompañan la manifestación del poder de Dios, el temor constituye la reacción
humana habitual a aquella manifestación. Una característica del evangelio de
Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para expresar la naturaleza y la
calidad de los hechos a los que aquellos han asistido. (cf. 1,22.27; 4,41; 5,42;
ecc.). La reacción más fuerte y resaltada que nos refiere en su evangelio es la de
las mujeres después de haber escuchado el mensaje pascual que les transmite el
mensajero de Dios. Mediante la reacción de las mujeres el evangelista subraya
que la resurrección de Jesús crucificado es la mayor manifestación del poder de
Dios. El evangelista comunica no sólo el hecho en cuanto tal, sino que muestra
además el significado que tiene para los humanos y el efecto que produce en
ellos.
c. La fuente del mensaje pascual

122. Los evangelios presentan de diversos modos la fuente del mensaje pascual.
Según los sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) las mujeres que van a la
tumba de Jesús y la encuentran vacía, reciben el mensaje de la resurrección de
uno o dos enviados celestiales. Frente a esto, según Jn 20,1-2 Maria Magdalena,
después de haber encontrado la tumba vacía, va adonde estaban los discípulos y
les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto”. Esta explicación sobre la tumba vacía la repite dos veces más (20,13.15)
y solo tras la aparición del mismo Señor resucitado (20,14-17) lleva a los
discípulos el mensaje de la resurrección (20,18). Nos podemos preguntar si
Mateo, Marcos y Lucas, al referirse al descubrimiento de la tumba vacía,
anticipan la verdadera interpretación de este hecho, en contraste con la ya
mencionada, ofrecida por María Magdalena en Jn 20,2.13.15 (cf. además Mt
28,13). Poniendo esta explicación en labios del mensajero celeste, los tres
evangelistas la caracterizan como un conocimiento sobrehumano, que solo puede
venir de Dios. Pero la fuente efectiva de dicha interpretación es el mismo Señor
resucitado que se aparece a los testigos escogidos. No hay duda de que el
fundamento más sólido de la fe en la resurrección de Jesús son sus apariciones
(cf. también 1 Cor 15,3-8).

Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una
armonización histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias
constituyen para nosotros un verdadero estímulo para comprenderlas de modo
más adecuado. El estudio de sus tres diferencias principales –el terremoto, la
huida de las mujeres y el mensaje celestial– ha puesto de manifiesto un
significado común, es decir, dar testimonio de Dios y de la intervención decisiva
de su poder salvador en la resurrección de Jesús. Este resultado, si bien nos
libera, por una parte, del tener que descubrir en cada detalle del relato –no sólo de
los de Pascua, sino del conjunto de los evangelios–el dato preciso de una crónica,
por otro nos anima a estar abiertos y atentos al significado teológico presente, no
sólo en las diferencias, sino en todos los detalles del relato.

d. El ‘valor teológico de los Evangelios’

123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son
esencialmente una crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan
una reseña puntual. Semejante idea se basa en la convicción adecuada de que la
fe cristiana no es una especulación ahistórica, sino que está fundada en hechos
realmente ocurridos. Dios actúa en la historia y se ha hecho presente de forma
eminente en la de su Hijo encarnado. Sin embargo, una concepción que ve en los
evangelios únicamente una especie de crónica puede perder de vista su
significado teológico y descuidar, por ello, toda su riqueza precisamente en
cuanto palabra que habla de Dios. La Pontificia Comisión Bíblica, ya en su
Instrucción Sancta Mater Ecclesia de 1964 sobre la verdad histórica de los
Evangelios, afirmaba:“Dado que las recientes investigaciones han mostrado que
la doctrina y la vida de Jesús no fueron simplemente relatadas con el único fin de
recordarlas, sino que fueron ‘predicadas’ de modo que ofrecieran a la Iglesia el
fundamento de su fe y sus costumbres, el intérprete, escrutando incansablemente
el testimonio de los evangelistas, será capaz de iluminar con mayor profundidad
el perenne valor teológico de los Evangelios y de sacar a plena luz cuán necesaria
y cuán importante es la interpretación de la Iglesia” (EB 652).

Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo
crónicas de los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas pretenden
expresar también, según el módulo narrativo, el valor teológico de aquellos
acontecimientos. Esto significa que, en todo lo que nos cuentan, no pretenden
relatar únicamente datos de una crónica, sino que quieren hacer además un
“comentario” teológico a los hechos que narran y expresar su valor teológico, es
decir, poner de relieve la relación con Dios.

Dicho en otros términos, el objetivo de anunciar a Jesús, Hijo de Dios y Salvador


de los hombres, –un objetivo que se puede llamar “teológico”– es prevalente y
fundamental en los Evangelios. La referencia a los hechos concretos que
encontramos en los Evangelios se inserta en el marco de este anuncio teológico.
Esto implica que, mientras que las afirmaciones teológicas sobre Jesús tienen un
valor directo y normativo, los elementos puramente históricos tienen una función
subordinada.

3. Segundo desafío: Problemas éticos y sociales

124. Un desafío a la interpretación lo representan también otros textos bíblicos,


de diversa naturaleza. Son los que narran comportamientos claramente inmorales,
que expresan sentimientos de odio o de violencia, o parecen promover
condiciones sociales que hoy se consideran injustas. Estos textos pueden
escandalizar y desorientar a los cristianos, los cuales pueden ser acusados a veces
por gente no cristiana de tener en su libro sagrado rasgos de una religión que
enseñan la inmoralidad y la violencia. En relación con esta difícil problemática
hemos decidido escoger, en el caso del Antiguo Testamento, la cuestión de la
violencia, expresada en concreto en la ley del exterminio y en los salmos que
piden venganza; en el caso del Nuevo Testamento, centraremos nuestra atención
en el estatuto social de las mujeres según el epistolario de Pablo.

3.1. La violencia en la Biblia


125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra
inspirada lo constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de
manifestaciones repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos
por Dios, en otros muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en otros
atribuidas directamente a Él por el autor sagrado.

No se puede minimizar el malestar del lector contemporáneo ante ello. De hecho


ha llevado a algunos a asumir una actitud de rechazo frente a los textos
veterotestamentarios, que consideran superados e inadecuados para alimentar la
fe. La propia jerarquía católica ha percibido el reflejo pastoral de este problema y
ha dispuesto que, en la liturgia pública, no se lean pasajes bíblicos enteros y que
se omitan sistemáticamente los versículos que podrían resultar ofensivos para la
sensibilidad cristiana. De ello se podría concluir indebidamente que una parte de
la Sagrada Escritura no goza del carisma de la inspiración y que en concreto no
resultaría “útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia”
(2 Tm 3,16).

Por ello se considera indispensable señalar algunas líneas de interpretación que


permitan una aproximación más adecuada a la tradición bíblicas, precisamente en
relación con sus textos más problemáticos, los cuales deberán interpretarse, en
todo caso, en el contexto global de la Escritura, y en consecuencia a la luz del
mensaje evangélico del amor incluso a los enemigos (Mt 5,38-48).

3.1.1. La violencia y sus remedios legales

126. Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en la


sociedad humana (Gén 4,8.23-24; 6,11.13), siendo su matriz el rechazo de Dios
que se manifiesta en la idolatría (Rm 1,18-32). La Sagrada Escritura denuncia y
condena toda forma de abuso, desde la esclavitud a las guerras fratricidas, desde
las agresiones personales a los sistemas de opresión, bien sea entre las naciones o
bien dentro de Israel (Am 1,3–2,16). Poniendo ante los hombres las terribles
consecuencias de las perversiones del corazón (Gén 6,5; Jer 17,1), la Palabra de
dios tiene función profética; y así invita a reconocer el mal para evitarlo y
combatirlo.

Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para
favorecer el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es
como el freno que evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no
indica solo la vía de la justicia que cada cual es llamado a seguir como un deber,
sino que prescribe también lo que hay que hacer frente al culpable, en orden a
extirpar el mal (Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir a las víctimas y promover
paz. Un sistema así no puede calificarse de violento. La sanción punitiva es de
hecho necesaria, porque no sólo pone en evidencia la iniquidad y peligrosidad del
crimen, sino que, además de constituir una justa retribución, pretende que el
culpable se enmiende y, al infundir el temor a la pena, ayuda a la sociedad y al
individuo a evitar el mal. Abolir completamente el castigo equivaldría a tolerar el
mal y hacerse cómplice del mismo. El sistema penal, regulado por la llamada
“ley del talión” (“ojo por ojo, diente por diente”: Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21),
constituye de este modo una modalidad razonable de realización del bien común.
Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a sus aspectos coercitivos y a
algunas de sus modalidades sancionadoras, es asumido de hecho, con ajustes
oportunos, por los ordenamientos jurídicos de cualquier época y país, porque
idealmente se basa en la proporción equitativa entre delito y sanción, entre daño
provocado y daño sufrido. En lugar de la venganza arbitraria se fija la medida de
una justa reacción al acto malo.

Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos del
Antiguo Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la
flagelación: Dt 25,1-3; o de la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se refiere a la
pena de muerte, prevista para los delitos más graves es cuestionada
mayoritariamente en la actualidad. En estos casos, el lector de la Biblia debe
reconocer, por una parte, el carácter histórico de la legislación bíblica, superada
por una mejor comprensión de los procedimientos de justicia más respetuosos
con los derechos inalienables de la persona; por otra parte, las antiguas
prescripciones pueden servir, en cualquier caso, para señalar la gravedad de
ciertos crímenes que exigen medidas apropiadas que eviten la difusión del mal.

Así, pues, cuando en la Sagrada Escritura se atribuye a Dios o a un juez humano


la manifestación de la ira concretada en la actuación de la justicia punitiva, no se
contempla un comportamiento impropio; de hecho es un deber que el mal no
quede impune y está bien que las víctimas sean socorridas y resarcidas. Por otra
parte, la Sagrada Escritura, incluido el Antiguo Testamento, completa la visión
de Dios en cuanto garante de la justicia con el recuerdo repetido de su gran
paciencia (Ex 34,6; Nm 14,18; Sal 103,8; ecc.), y sobre todo con la apertura
constante al perdón hacia el culpable (Is 1,18; Gén 4,11), perdón concedido
cuando se manifiestan sentimientos y actos de verdadero arrepentimiento (Gén
3,10; Ez 18,23). El modelo divino, que atempera el rigor necesario en la
disciplina con la mansedumbre y la perspectiva del perdón lo propone la Biblia
para que sea imitado por las personas responsables de la justicia y la concordia
social.

3.1.2. La ley del exterminio


127. En el libro del Deuteronomio, en particular, leemos que Dios ordena
desposeer a las naciones cananeas y entregarlas al exterminio (Dt 7,1-2; 20,16-
18); la orden es ejecutada fielmente por Josué (Jo 6–12) y puesta en práctica en la
primera época de la monarquía (cf. 1 Sam 15). Este conjunto literario es bastante
problemático, más incluso que las guerras y masacres narrados en el Antiguo
Testamento; hacer de ello un programa de conducta política nacionalista,
justificando sobre su base la violencia contra otros pueblos, debe rechazarse en
cualquier caso sin medias tintas, porque malinterpreta el sentido de los textos
bíblicos.

Es preciso señalar, desde el principio, que estos relatos no ofrecen las


características de una crónica histórica: de hecho, en una guerra real, las murallas
de una ciudad no se derrumban al sonido de las trompetas (Jos 6,20); tampoco se
entiende cómo puede hacerse reamente una distribución pacífica de las tierras
mediante sorteo (Jos 14,2). Por otro lado, la normativa del Deuteronomio que
prescribe el exterminio de los Cananeos toma forma escrita en un momento
histórico en el que aquellas poblaciones no eran ya identificables en la tierra de
Israel. Se impone por ello la necesidad de reconsiderar cuidadosamente el género
literario de estas tradiciones narrativas. Como habían sugerido ya los mejores
intérpretes de la tradición patrística, el relato de la epopeya e la conquista debe
ser considerado como una especie de parábola, que pone en escena personajes
que tienen valor simbólico. A su vez, la ley del exterminio exige una
interpretación no literal, lo mismo que se hace, por otra parte, con el mandato del
Señor de cortarse la mano o sacarse un ojo si son ocasión de escándalo (Mt 5,29;
18,9).

En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de estas
páginas difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición literaria que
acabamos de mencionar es el de la conquista, entendida como expulsar a los
habitantes de un lugar para instalarse en él. No resulta convincente, sin duda,
apelar al derecho que asiste a Dios de distribuir la tierra favoreciendo a sus
elegidos (Dt 7,6-11; 32,8-9), porque de ese modo se desconoce las legítimas
pretensiones de las poblaciones autóctonas. El propio texto bíblico nos ofrece de
hecho otras pistas de explicación más convincentes. En primer lugar, el relato
pone en juego el conflicto entre dos grupos de diversa capacidad económica y
militar: por una parte, el de los cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm
13,33; Dt 1,28; Am 2,9; etc.), y por otra el de los israelitas, débil e inerme; así,
pues, no se narra –como modelo ideal– la prevalencia del prepotente, sino todo lo
contrario, el triunfo del pequeño, de acuerdo con una “figura” bien atestiguada en
toda la Biblia hasta el Nuevo Testamento (Lc 1,52; 1 Cor 1,27). Se expresa así
una lectura profética de la historia, que en la victoria de los mansos, en una
guerra “santa”, descubre la realización del Reino del Señor sobre la tierra.
Además, según el testimonio bíblico, Dios considera a los cananeos culpables de
crímenes gravísimos (Gén 15,16; Lv 18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.), entre
otros el de asesinar a sus propios hijos en rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-12).
Así, pues, el relato contempla la realización del juicio divino en la historia. Josué
se manifiesta como “siervo del Señor” (Jos 24,29; Jue 2,8) cuando asume la tarea
de ejecutar la justicia: sus victorias son atribuidas una y otra vez al Señor y a su
poder sobrehumano. El motivo literario del juicio sobre las naciones comienza,
pues, en los relatos de los orígenes, pero, como documentan los profetas y los
escritos apocalípticos, se extenderá a los diversos pueblos cada vez que una
nación –y, consiguientemente, también Israel– sea considerada por Dios
merecedora de sanción.

Pues bien, es en esta línea como se entiende la ley del “exterminio” y la


aplicación puntual que hacen de ella los fieles del Señor. Esa normativa se inspira
en una interpretación sacra del pueblo de la alianza (Dt 7,6), el cual debe
expresar, incluso con actitudes extremas, su radical diferencia frente a los
gentiles. Dios no ordena, ciertamente, cometer un atropello que se justificaría por
motivos religiosos, sino que pide se obedezca a un deber de justicia, análogo a la
persecución, a la condena y a la ejecución del reo de un crimen capital, sea este
un individuo o una colectividad. Tener compasión del criminal, perdonándolo, se
considera un acto de desobediencia e injusticia (Dt 13,9-10; 19,13.21; 25,12; 1
Sam 15,18-19; 1 Re 20,42). Incluso en este caso, el acto aparentemente violento
debe interpretarse, pues, como la solicitud por eliminar el mal y de salvaguardar
así el bien común. Esta corriente literaria es corregida por otras –entre ellas, la
llamada sacerdotal– que, a propósito de los mismos hechos, sugieren, por el
contrario, líneas de un pacifismo explícito. Por esta razón debemos entender el
conjunto de la conquista como una especie de símbolo, análogo al que leemos en
algunas parábolas evangélicas de juicio (Mt 13,30.41-43.50; 25,30.41; etc.); las
peripecias de la conquista debe ser, pues, integrada –lo repetimos – en el
conjunto de otras páginas bíblicas que anuncian la compasión divina y su perdón
como horizonte y finalidad de toda la actuación histórica del Soberano de toda la
tierra, y como modelo de la actuación justa de los seres humanos.

3.1.3. La oración pidiendo venganza

128. La manifestación de la violencia resulta especialmente incorrecta cuando se


desarrolla en la oración; pero es un hecho que precisamente en el Salterio
encontramos expresiones de odio y deseos de venganza que representan un
contraste radical con los sentimientos de amor hacia los enemigos que el Señor
Jesús enseñó a sus discípulos (Mt 5,44; Lc 6,27.35). Aun respetando la decisión
prudente de omitir en la liturgia lo que resulta motivo de escándalo, parece
oportuno ofrecer alguna indicación que permita a los creyentes hacer suyo, hoy
lo mismo que en el pasado, el entero patrimonio de la oración de Israel.

El modo principal de explicar y acoger las expresiones difíciles de los Salmos es


la de comprender su género literario; esto significa que las formas de decir que
leemos en ellos no deben tomarse al pie de la letra. En las oraciones de súplica y
lamentación, hechas por alguien que sufre persecución, aparece frecuentemente
el motivo “imprecatorio”, que se presenta como invocación apasionada dirigida a
Dios pidiéndole que salve al orante eliminando a los enemigos. En algunos
Salmos (como el 59) este deseo de venganza resulta insistente e incluso
preponderante. Cuando las expresiones usadas por el salmista son
lingüísticamente moderadas (como por ejemplo: “retrocedan y sean humillados
quienes traman mi derrota”: Sal 35,4), pueden ser integradas fácilmente en la
oración; por el contrario, resultan problemáticas e insoportables las imágenes
brutales (tales como: “Por tu fidelidad dispersa a mis enemigos”: Sal 143,12; o:
“Babilonia, […] ¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!”: Sal
137,8-9). En relación con ello es preciso tener en cuenta tres cosas:

a. El sujeto orante: la persona que sufre

129. El género literario de la lamentación se sirve de expresiones exageradas y


exasperadas, tanto en la descripción del sufrimiento, que es siempre extrema
(“han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos”; Sal
22,17-18; “Más que los pelos de mi cabeza son los que me odian sin razón”: Sal
69,5), como en la petición de soluciones, que se desea sean expeditivas y
definitivas. Esto lo determina el hecho de que tal oración expresa la vivencia
emotiva de quien se encuentra en una situación dramática; sus sentimientos no
pueden estar marcados por la timidez; sus palabras parecen más bien un rugido
(Sal 22,2). En cualquier caso las imágenes usadas tienen valor metafórico:
“romper los dientes a los malvados” (Sal 3,8; 58,7) expresa el deseo de que cese
la desvergüenza y la avidez de los prepotentes; “estrellar a los niños contra la
peña” quiere decir aniquilar la fuerza maligna de quien destruye la vida sin
posibilidad de que vuelva a reproducirse en el futuro; etc. Además, quien ora con
el Salterio utiliza las palabras escritas por otra persona, en circunstancias
diversas; por ello debe hacer siempre una trasposición para aplicarlas a su
vivencia personal: una actualización así será tanto más lograda cuando la persona
asuma el lamento no (solo) como expresión de su propia situación, sino como la
voz y el dolor de las víctimas de toda la historia, como el grito de los mártires
(Ap 6,10) que piden a Dios que la “bestia” violenta desaparezca para siempre.

b. ¿Qué pide la persona orante? “Líbranos del mal”


130. En la plegaria imprecatoria no se realiza una acción mágica que tuviera una
eficacia directa contra los enemigos; ocurre más bien que el orante confía a Dios
la tarea de hacer justicia, cosa que nadie en la tierra puede hacer. Ello implica
renunciar a la venganza personal (Rm 12,19; Eb 10,30) y, además, se expresa así
la confianza en una acción del Señor adecuada a a gravedad de la situación y
plenamente conforme con la naturaleza misma de Dios. Las expresiones usadas
por la persona que ora parecen dictar a Dios la forma de actuar; pero, entendidas
correctamente, manifiestan sólo el dese de que el al sea aniquilado, de forma que
los humildes accedan a la vida. Se pide que esto acontezca en la historia, como
revelación del Señor (Sal 35,27; 59,14; 109,27) y, por esto, instrumento de
conversión para los mismos violentos (Sal 9,21; 83,18-19); de hecho, las
persecuciones contra el orante es considerada en algunos casos como una
agresión contra Dios (Sal 2,2; 83,3.13), acompañada con frecuencia por el
desprecio hacia el Señor (Sal 10,4.13; 42,4; 73,11).

c. ¿Quién son los enemigos del orante?

131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación de
naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones históricas
habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la situación descrita en los
Samos (de lamentación) es por lo general estereotipada; el lenguaje es
convencional y frecuentemente voluntariamente metafórico, de modo que pueda
aplicarse a diversas circunstancias y a diferentes clases de sujeto. Por ello es
necesario un acto “profético”, de interpretación en el Espíritu, para descubrir
cómo las palabras del salmista se aplican a la vida concreta de quien recita un
Salmo de lamentación y reconocer en esta historia concreta quien es el enemigo
que amenaza (como en Hch 4,23-30).

En la identificación del enemigo se da un progreso cuando se descubre que este


no es sólo quien atenta contra la vida física o la dignidad de la persona, sino más
bien quien asedia la vida espiritual (Mt 10,28). ¿Cuáles son las fuerzas hostiles a
las que se debe enfrentar el orante? ¿Quién o qué es el “león rugiente”? (Sal
22,14; 1 Pt 5,8) ¿o los de “lenguas como serpientes” (Sal 140,4), por quienes hay
que sentir un odio implacable (Sal 26,5; 139,21-22) y cuya aniquilación se pide a
Dios (Sal 31,18)? “Nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso”,
escribe San Pablo (Ef 6,12); el orante pide que la poderosa misericordia de Dios
lo libre del “maligno”, que es “legión” (Mc 5,9), como a través de un exorcismo.
Y, como en todo exorcismo, las palabras son duras, porque expresan la hostilidad
absoluta entre Dios y el mal, entre los hijos de Dios y el mundo del pecado (St
4,4).

3.2. El estatuto social de las mujeres


132. Algunos pasajes bíblicos, particularmente paulinos, invitan a reflexionar
sobre lo que, en el Canon del Antiguo Testamento, pero también en el Nuevo
Testamento, hay que considerar como permanente y lo que, ligado a una cultura,
a una civilización e incluso a las categorías de una época determinada, habría que
relativizar. El estatuto de las mujeres en el epistolario paulino plantea este tipo de
cuestiones.

a. La sumisión de la mujer a su marido

En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo
pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos
griegos y judíos, según los cuales las mujeres tenían un estatuto social inferior al
de los hombres. La exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se declara que
en la iglesia no debe haber discriminaciones, ni entre judíos y griegos, ni entre
libres y esclavos, ni entre hombres y mujeres.

En los textos de Efesios y Colosenses la sumisión de la mujer no se basa en


normas sociales vigentes en aquella época, sino en la actuación del marido,
actuación que tiene su origen en el agape, cuyo modelo es el amor del mismo
Cristo por su Cuerpo, la Iglesia. Pese a ello, se ha acusado a Pablo de invocar
este ejemplo sublime para mantener con mayor facilidad el sometimiento de la
mujer y, al hacerlo, de someter los cristianos a los valores del mundo; dicho en
otros términos, ¡de alejarse del Evangelio!

A estas objeciones se responde diciendo que Pablo no insiste en la sumisión de


las mujeres –las motivaciones correspondientes son brevísimas–, sino más bien
en el amor que el marido debe mostrar a la mujer, un amor que para Pablo es la
condición, no solo de la unión y de la unidad del matrimonio, sino también de la
sumisión y de la veneración de la mujer por el marido. La superioridad del
estatuto social del marido, que constituye la primera motivación (Ef 5,23),
desaparece totalmente del horizonte al final de la argumentación. Lo que se debe
mantener es, pues, el modo en el que, independientemente del papel que la
sociedad de entonces fijaba para cada uno de los cónyuges, Pablo quiere
favorecer la renovación del comportamiento del marido, cuyo estatuto era
socialmente superior. Por otra parte, la sumisión de la mujer al marido no debe
separarse de Ef 5,21, donde Pablo afirma que todos los creyentes deben
“someterse unos a otros”.

Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y
eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la
Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo
y único Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo haya podido comprometerse
con valores mundanos. En realidad él no propone nuevos modelos sociales, sino
que, sin modificar materialmente los de su época, invita a interiorizar relaciones
o reglas sociales declaradas estables y duraderas en una determinada época –la
del siglo primero–, de modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.

Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya
afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el
estatuto social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente el
único posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría podido ser
acusado de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a los maridos no
ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.

b. El silencio de las mujeres en las asambleas eclesiales

133. También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades, porque


Pablo pide a las mujeres que callen durante las asambleas: “Como en todas las
Iglesias de los santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está
permitido hablar; más bien, que se sometan, como dice incluso la ley. Pero si
quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues es indecoroso
que las mujeres hablen en la asamblea”. Estos verículos pareen contradecir lo
afirmado en 1 Cor 14,31 (“podéis profetizar todos”) y 1 Cor 11,5, donde se haba
de mujeres que profetizan en las asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor
14,34-38 deben ser contextualizados, es decir, interpretados en relación con los
versículos precedentes sobre la profecías. Pablo no pretende decir, ciertamente,
que las mujeres no están autorizadas a profetizar (cf. 11,5), sino que no deben
valorar ni juzgar en la asamblea (v. 29) las profecías de sus maridos. Los
principios que subyacen a una prohibición como esta son los del respeto, la
concordia entre los cónyuges y el buen orden en las asambleas. Si estos
principios siguen siendo válidos aún hoy, su aplicación depende evidentemente
del status de las mujeres en las respectivas civilizaciones y culturas. Pablo no
hace del silencio de las mujeres un valor absoluto, sino que lo considera un
medio adecuado a la situación de las asambleas de entonces. Y hoy no debemos
confundir los principios con su aplicación, que está siempre determinada por el
contexto social y cultural.

c. El papel de las mujeres en las asambleas

134. Más difícil y menos defendible, si se entiende como un principio absoluto,


es el modo en que 1 Tm 2,11-15 justicia el estatuto inferior de las mujeres en el
ámbito social y eclesial: “Que la mujer aprenda sosegadamente y con toda
sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni que se arrogue autoridad sobre el
hombre, sino que permanezca sosegada. Pues primero fue formado Adán;
después, Eva. Además, Adán no fue engañado; en cambio, la mujer, habiendo
sido engañada, incurrió en transgresión, aunque se salvará por la maternidad, si
permanece en la fe, el amor y la santidad, junto con la modestia”. El contexto
sigue siendo el de las asambleas eclesiales compuestas de hombre y mujeres.
Pablo no pide a las mujeres que callen ni les impide que profeticen; la
prohibición se refiere únicamente a la enseñanza y a los carismas de gobierno. La
idea es más o menos la de los casos precedentes: la enseñanza y el gobierno
estaban reservados en aquella época a los varones, y Pablo quiere que se respete
este orden social, considerado entonces como natural (cf. Ya 1 Cor 11,3: “la
cabeza de la mujer es el varón”).

Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más
arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más
bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una interpretación
problemática de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior
porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la mujer
en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn 3 se
encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como por ejemplo, en el escrito
judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en su traducción
griega. La mujer se dejó engañar por la serpiente, pecó y fue responsable de la
muerte de toda la especie humana; por ello debe comportarse modestamente y no
pretender dominar al hombre. Esta lectura está influida claramente por el modo
en el que se concebía y se justificaba entonces el respectivo estatuto social del
hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible con 1 Cor 15,21-22 e Rm
5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que era preciso encontrar
argumentos de autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de no
poder ejercer dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto
que esta lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias del siglo
primero. Sin embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico –aquí, de
Gn 2–3– debe asumir y respetar la l’intentio textus.

4. Conclusión

135. La afirmación de que la Biblia comunica la Palabra de Dios parece


desmentirla no pocos pasajes bíblicos. Hemos considerado dos clases de textos:
relatos que parecen inverosímiles e incapaces de soportar una investigación
histórico-crítica seria, y textos que no solo proponen, sino que imponen
comportamientos inmorales o que van en contra de la justicia social. Presentamos
ahora una breve síntesis de los resultados de nuestra investigación e intentemos
formular algunas consecuencias para una lectura más adecuada y una
comprensión más justa de los textos bíblicos.
a. Breve síntesis

El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que una
lectura que se interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se
incapacita para comprender la intención y el contenido de dichos textos. En el
caso de Génesis 15 y de Éxodo 14, los hechos narrados no pueden ser verificados
puntualmente por la ciencia histórica. Para quienes narran estos textos es un
hecho histórico la supervivencia plurisecular de su pueblo, y es decisiva su fe en
Dios en sus circunstancias y experiencia (época del exilio). Sus relatos dan
testimonio de que la actitud fundamental es la fe incondicional en Dios y en
poder salvífico ilimitado. En el caso de Tobías y Jonás, se percibe que estos
textos no relatan hechos realmente ocurridos y que, pese a ello, se trata de relatos
llenos de significado edificante, didáctico y teológico.

Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha mostrado
que no basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es necesario prestar una
gran atención al significado de lo que se cuenta. En el caso de los evangelios de
la infancia no es posible verificar históricamente todos los detalles, mientras que
se afirma claramente la concepción virginal de Jesús. Estos relatos constituyen
una introducción al resto del escrito correspondiente y presentan las
características principales de la persona y de la obra de Jesús. Los milagros
(obras poderosas, signos), por su parte, aparecen en todas las tradiciones sobre la
actividad de Jesús. Su significado no se agota, sin embargo, en su condición de
obras extraordinarias. En los evangelios sinópticos señalan la presencia salvífica
del Reino de dios en la persona y en la obra de Jesús; en Juan revelan la relación
de Jesús con Dios y conducen a la fe en Jesús (cf. también Mt 8,27; 14,33). Los
relatos pascuales, debido precisamente a sus divergencias, muestran que no son
simple crónica de los hechos, y centran la atención en el valor teológico de los
detalles de la narración.

La explicación de la ley del exterminio y de la oración que pide venganza ha


situado los textos correspondientes en su raigambre histórica y literaria,
permitiendo comprender mejor su significado y su utilidad. Las precisiones sobre
el estatuto de la mujer en el epistolario paulino ponen de relieve la necesidad de
distinguir entre los principios que determinan el comportamiento cristiano justo y
su aplicación en el contexto cultural y social de su época.

b. Algunas consecuencias para la lectura de la Biblia

136. A primera vista, muchos textos de la Biblia crean la impresión de que


pretenden ser una crónica que cuenta lo que ha ocurrido realmente. A esta
impresión corresponde un modo de leer la Biblia que en todo lo narrado descubre
hechos realmente acontecidos. Esta forma de leer parece favorecer una
aproximación al contenido de la Biblia que es sencillo, inmediato, accesible a
todos y con resultados claros y seguros.

Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas
(historiografía, filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la
comprensión de los textos bíblicos más compleja y parece proponer resultados
menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las exigencias de nuestra época e
interpretar los textos de la Biblia al margen de su contexto histórico: debemos
leer en nuestra época, con y para nuestros contemporáneos. La pista seguida en
este Documento muestra que la búsqueda del significado de los textos que supera
la preocupación por fijar exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce
a una comprensión más adecuada y profunda de su sentido.

Existe el peligro –que se debe evitar cuidadosamente– de que el no descubrir en


los relatos bíblicos la crónica de los hechos narrados, lleve a concluir que todo en
la Biblia es una invención y el producto de ideas y creencias humanas. Dios se
revela en la historia, su “plan de la revelación se realiza con hechos y palabras
intrínsecamente conexos entre sí” (Dei Verbum, n. 2). La Biblia transmite estos
hechos y palabras. Una lectura serie y adecuada de la Biblia debe estar atenta a
estos hechos y palabras.

La presencia de la ley del exterminio y de otros textos semejantes pone de


manifiesto otro elemento importante para la lectura de la Biblia. Esta cuenta la
historia de la revelación de Dios y, al mismo tiempo, la historia de la moral
revelada. Lo mismo que la revelación de Dios, también la revelación del
comportamiento humano justo alcanza su plenitud en Jesús. Del mismo modo
que no podemos encontrar en cada pasaje bíblico la revelación plena de Dios,
tampoco podemos encontrar en ellos la perfecta revelación de la moral. Por ello
no se debe aislar o absolutizar los distintos pasajes de la Biblia, sino que deben
comprenderse y valorarse en su relación con la plenitud de la revelación en la
persona y en la obra de Jesús, en el marco de una lectura canónica de la Sagrada
Escritura. Resulta muy útil comprender profundamente estos textos en sí mismos;
así se manifiesta el camino que ha seguido la revelación en su historia.
Finalmente es fundamental que al leer la Sagrada Escritura se busque lo que esta
dice sobre Dios y sobre la salvación de los hombres. De este modo, aunque el
lector no obtenga siempre una comprensión adecuada del texto en cuestión,
seguirá avanzando en el conocimiento de la verdad de la Biblia, en la sabiduría
espiritual que es camino para la plena comunión con Dios.

CONCLUSIÓN GENERAL
137. La Iglesia católica, con un pronunciamiento solemne y normativo (en el
Concilio de Trento, EB 58-60), ha recibido el Canon de los libros sagrados,
definiendo de ese modo los parámetros fundamentales de su creer. La Iglesia ha
explicitado qué textos deben ser considerados “escritos por inspiración del
Espíritu Santo” (Dei Verbum, n. 11), y, en consecuencia, indispensables para la
formación y edificación del creyente y de la entera comunidad cristiana (cf. 2 Tm
3,15-16). Si, por un lado, se tiene plena conciencia de que tales escritos han sido
compuestos por autores humanos, los cuales han dejado en ellos el sello de su
genio literario particular, por otro, se les reconoce igualmente una cualidad divina
del todo especial, atestiguada de diversos modos por los textos sagrados y
explicada también de diversos modos por los teólogos a lo largo de la historia.

138. No es tarea de la Comisión Bíblica, a quien se ha pedido manifestarse sobre


esta temática, ofrecer una doctrina sobre la inspiración, que pretendiera competir
con lo que se presenta habitualmente en los manuales de teología sistemática.
Mediante este Documento la Comisión pretende mostrar que la misma Sagrada
Escritura muestra el origen divino de sus afirmaciones, convirtiéndose así en
mensajera de la verdad de Dios. Nos situamos, pues, en un ámbito de fe:
acogemos de hecho lo que la Iglesia nos entrega como Palabra de Dios y de esta
obtenemos elementos de comprensión que favorezcan una recepción más madura
de esa herencia divina.

139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los libros
“con todas sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto inspirado y
tienen al mismo Dios “como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun admitiendo que
cada palabra del texto sagrado puede ser calificada de Palabra de Dios, coherente
con todas las demás, la Iglesia ha reconocido siempre el aspecto múltiple de esas
palabras, el cual podría oponerse aparentemente a su origen divino único.

La distinción entre Antiguo y Nuevo Testamento es la expresión más llamativa


de las importantes diversidades que se encuentran en la Biblia. En las antiguas
basílicas cristianas había dos ambones para la lectura de los textos sagrados, lo
cual se ordenaba a señalar la distinción y la complementariedad de uno y otro
Testamento, ambos necesarios para testimoniar el evento único de la Revelación
definitiva, consistente en el misterio de Cristo Señor. Por ello, también en esta
contribución nuestra hemos respetado la naturaleza propia de cada una de las
partes constitutivas de la Sagrada Escritura, poniendo de manifiesto cómo su
diversidad no sólo no se opone, sino que más bien enriquece el testimonio veraz
del único Verbo de Dios.

Dentro de las dos grandes partes de la Biblia también es particularmente evidente


la variedad de géneros literarios, categorías teológicas, visiones antropológicas y
sociológicas. De hecho, Dios ha hablado “de diversos modos” (Heb 1,1) no sólo
en los tiempos antiguos, sino también después de la venida del Hijo que ha
revelado plenamente al padre (cf. Jn 1,18). Por ello en este Documento ha
parecido necesario ilustrar con oportunas catas una diversidad tan rica de
manifestaciones, animadas todas por la certeza común de expresar la verdad
divina.

1. El origen divino del escrito bíblico

140. La comunidad creyente vive de una tradición: de hecho se considera


constituida por la escucha de la palabra de Dios, puesta por escrito en algunos
libros, que han sido transmitidos como normativos, por cuanto que llevan en sí
mismos el sello de su autoridad.

Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que,
según una venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como enviados
por Dios y dotados del carisma de la inspiración. Así, durante muchos siglos y
hasta la época moderna, no se cuestionó la paternidad literaria, atribuido en
bloque a Moisés, ni la de los diversos libros proféticos y sapienciales, que,
cuando no tenían un título específico, se atribuían a autores bien conocidos
(como David, Salomón, Jeremías, etc.).

Esta forma de recepción tradicional se asumió también en relación con los


escritos del Nuevo Testamento, todos los cuales se consideraba procedían del
círculo de los Apóstoles. En nuestros días y debido a investigaciones
convergentes realizadas con metodologías literarias e históricas no podemos
mantener la misma perspectiva que los antiguos; la ciencia exegética ha
demostrado, en efecto, con argumentos convincentes, que los distintos libros
bíblicos no son el producto exclusivo del autor indicado en el título de la obra o
reconocido como tal en la tradición. La historia literaria de la Biblia postula, por
el contrario, una pluralidad de intervenciones y consiguientemente una
colaboración de diversos autores, la mayoría anónimos, a través de una historia
redaccional bastante larga e incluso complicada. Esta obligada asunción de un
modelo interpretativo relativo al origen de los escritos sagrados no se opone
diametralmente a la concepción tradicional, a la que a veces se tacha con ligereza
de ingenuidad hermenéutica. De hecho la Iglesia, en la paciente y rigurosa tarea
de discernimiento que ha durado varios siglos ha reconocido siempre que podía
acoger como inspirado aquel escrito que estaba en consonancia con el depósito
de la fe custodiado sólidamente y fielmente por la comunidad creyente,
garantizado por aquellos a quienes Dios había antepuesto como pastores y guías
de los fieles. El Espíritu que actúa en la Iglesia, con la fuerza de inteligencia que
le es propia, posibilitaba separar lo que era auténtica comunicación divina de las
formas engañosas o no suficientemente fundantes. Se rechazaba, en algunos
casos, un texto, atribuido en su título a un hombre inspirado, mientras se acogía
con veneración otro escrito que, pese a no estar garantizado por la firma de un
autor reconocido, llevaba, sin embargo, el sello inconfundible del mismo. Con
una percepción extraordinaria de la verdad de la Revelación, la Iglesia se auto-
constituye en el reconocimiento obediente de la Palabra de Dios, de la que ella
vive.

La consonancia con el Verbo

141. La Iglesia basa su discernimiento en la experiencia vida del Señor Jesús,


recibida en la palabra de los testigos que lo conocieron y que reconocieron en él
el cumplimiento de la Revelación divina. A partir de lo que proclamaron los
Apóstoles y Evangelistas se fue estableciendo gradualmente el Canon de los
libros sagrados, y la Iglesia reconoció, en sus diversos testimonios, el carácter de
la verdad auténtica, por ser concorde con el testimonio sobre el Hijo de Dios.
Así, pues, el simple hecho de presentarse con la pretensión de ser Palabra de Dios
no hacía que un determinado escrito fuera leído en las asambleas litúrgicas como
fundamento de la fe; era preciso que dicho escrito consonara, en su expresión,
con el Verbo, del cual constituía una explicitación adecuada. Es
esta concordancia, incluso en la variedad expresiva y en la pluralidad teológica,
la que pretende ser ilustrada en las páginas del presente Documento, mediante la
exploración de los diversos testimonios que ofrecen los libros de la Sagrada
Escritura.

Dicha consonancia no se limita a una convergencia genérica en algunas doctrinas


fundamentales. Ello significaría marginar el respeto por la diversidad de
perspectivas, por la complementariedad irreducible de las distintas aportaciones,
por la historia literaria de estos libros, que nacieron mediante la asimilación y re-
propuesta innovadora de contenidos antiguos. De hecho el escritos sagrado,
según el testimonio del propio Jesús, saca de su tesoro lo nuevo y lo antiguo (cf.
Mt 13,52). Lo cual significa que los escritos que la Iglesia ha reconocido como
inspirados, no sólo reivindican de un modo más o menos explícito su origen
divino, sino que al propio tiempo atestiguan la autenticidad de los escritos que los
han precedido. Los profetas convalidan la Torá, y los escritos sapienciales
reconocen el origen divino de la Ley y de los profetas; de forma análoga, el
testimonio de Jesús consagra toda la tradición escrita del pueblo judío y los
escritos del Nuevo Testamento se confirman recíprocamente, asumiendo
radicalmente y concordemente todas las tradiciones de la antigua Escritura.

La pluralidad de las formas de acreditación


142. Es este uno de los principales resultados obtenidos sobre la base del análisis
de distintos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento realizada en este
Documento. Junto a este aspecto de convergencia sustancial se ha manifestado
además, de forma evidente, la pluralidad de las experiencias religiosas y de las
formas de expresión que las han transmitido. No es posible retomar aquí de
manera detallada y exhaustiva las formas en las que los distintos autores bíblicos
ofrecen un testimonio del origen divino de su locución; baste señalar algunos
modelos que, con acentos diversos, se encuentran en los distintos libros de la
Sagrada Escritura.

La modalidad de auto-testimonio más importante es la expresada en los relatos de


vocación profética y en las distintas formas que se hallan sembradas en las
páginas de los profetas. Aquí se presenta formalmente explicitada la realidad de
la inspiración, expresada como la conciencia íntima de algunos hombres que
declaran haber sido capaces de escuchar las palabras de Dios y haber recibido la
orden de transmitirlas fielmente. Este modelo, por su fuerza sugestiva, fue
asumido por algunos autores sagrados de la tradición legislativa (como Moisés),
sapiencial (como Salomón) y apocalíptica (como Daniel), hasta el punto de crear
una especie de uniformidad general, casi como un sello de garantía que
confirmase para los lectores la cualidad del escrito, que se hacía remontar a una
única fuente divina.

143. De una forma igualmente difundida la Biblia pone de manifiesto que el


hombre inspirato cuenta con la participación activa de colaboradores, dotatos de
competencia literaria y de total confianza, los cuales no sólo ayudaron a los
autores principales, sino que además recogieron nuevos materiales, adaptaron los
ya existentes a las nuevas necesidades de los destinatarios y realizaron,
generación tras generación, un imponente trabajo redaccional de importancia
decisiva para la calidad del texto bíblico. El carisma profético estuvo ciertamente
activo en estos redactores anónimos, los cuales atestiguan indirectamente su
conciencia de transmitir las palabras del Señor en el acto mismo de transmitir el
escrito marcado por su contribución específica.

Los estudiosos de la Biblia han propuesto la hipótesis razonable de la existencia


de corrientes, escuelas o grupos religiosos capaces de custodiar, de forma vital,
tradiciones literarias consideradas sagradas que confluyeron luego en el cauce de
la Sagrada Escritura, de modo que, aun reconociendo la utilidad de elaborar una
historia de la composición de los textos bíblicos, no se puede y no se debe
atribuir un valor distintos ni una autoridad diversa a lo que era “originario” frente
a lo que tiene un origen secundario.
Efectivamente, en muchos casos no poseemos las ipsissima verba del profeta
(inspirado por Dios) más que en las palabras de sus discípulos. Esto se realiza de
forma emblemática en los Evangelios, cuya inspiración está fuera de toda
discusión; en este género de escritos el autor (es decir, los evangelistas) se
presenta como un testigo fiel del Maestro y en algunos casos como discípulo de
sus primeros discípulos (no siendo mencionado en la lista de los Apóstoles).

De estas indicaciones se deduce que, a partir de lo que la Biblia dice de sí misma,


es necesario, asumir una definición más amplia y más matizada del concepto de
inspiración. Pero no en el sentido de que en el texto sagrado habría partes
insignificantes y faltas de valor, sino más bien en el sentido de que el carisma
inspirador se ha desplegado de forma diversificada; en cualquier caso es posible
y obligado prestar el homenaje de la atención obediente de manera privilegiada a
todo aquello que atestigua con mayor claridad a Cristo y su perfecto mensaje de
salvación. En lugar de disminuir la adhesión creyente a la Palabra que procede de
Dios, la perspectiva delineada de este modo propicia una manifestación más
madura de dicha adhesión, pues se inclina con sentimiento de reconocimiento al
hecho de que Dios se haya entregado en la historia y adora al Espíritu que ha
actuado por medio de los profetas (cf. Zac 7,12; Neh 9,30) a través de los muchos
siglos de la historia de la salvación. Por otra parte, ello permite comprender
mejor que este Espíritu no ha dejado de actuar tras la muerte de los Apóstoles,
puesto que se le ha dado a la Iglesia para que esta pueda seleccionar y adoptar los
libros inspirados; ese Espíritu se halla hoy activo en el acto de la “escucha
religiosa de la Palabra de Dios” (Dei Verbum, n. 1), pues, –de acuerdo con la
enseñanza de la Dei Verbum, n. 12– la Escritura hay que “leerla e interpretarla
con el mismo Espíritu con que se escribió”. De nada sirve la Palabra inspirada si
quien la recibe no vive del Espíritu que es capaz de percibir y gustar el origen
divino de la página bíblica.

2. La verdad de la Sagrada Escritura

144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la
fundamental de atestiguar la verdad, entendida no como una suma de
informaciones exactas sobre diversos aspectos del conocimiento humano, sino
como revelación de Dios mismo y de su plan de salvación. La Biblia da a
conocer, en efecto, el amor de Dios, manifestado en el Verbo hecho carne, quien
por medio del Espíritu conduce a la perfecta comunión de los hombres con Dios
(Dei Verbum, n. 2).

De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como
objetivo la salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el pasado y
recurrentes aún hoy– debido a inexactitudes, contradicciones de orden
geográfico, histórico, científico, más bien frecuentes en la Biblia, objeciones que
pretenden cuestionar la fiabilidad del texto sagrado y, en consecuencia, su mismo
origen divino, son rechazadas por la Iglesia con la afirmación de “que los libros
de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y sin error, la verdad que Dios, por
nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras” (Dei
Verbum, n. 11). Esta es la verdad que da plenitud de sentido a la existencia
humana y esto es lo que Dios ha querido dar a conocer a todas las gentes.

El presente Documento confirma esta misma perspectiva hermenéutica; su


contribución, innovadora solo en parte, es mostrar mediante un recorrido
ilustrativo realizado en los distintos libros de la vida y en diversas formas
literarias, como se presenta la verdad que Dios ha pretendido revelar al mundo
por medio de sus siervos los escritores sagrados.

Verdad multiforme

145. Una primera característica de la verdad bíblica es la de hallarse expresada en


muchas formas y en diversos modos (Heb 1,1). Habiendo sido transmitida por
muchos hombres y en épocas diversas, tiene esencialmente un carácter múltiple,
tanto en lo que concierne a las afirmaciones doctrinales y las disciplinas
normativas, como en lo que se refiere a las formas literarias. Los autores del texto
sagrado exponen cuanto, en su momento histórico y según el don de Dios, podían
comprender y transmitir; y lo que había dicho el Señor en el pasado era
combinado con nuevas y diversas revelaciones divinas. La verdad bíblica asume
además una gran variedad de géneros literarios, por lo que no existe únicamente
la proposición dogmáticamente relevante, sino también la verdad propia del
relato, la de la norma legislativa o de la parábola, la del texto de oración y la de
un poema de amor como el Cantar, la de las páginas críticas de Job y el
Eclesiastés y la de los libros apocalípticos. Por otra parte, dentro de estos mismos
géneros literarios, todos pueden constatar la pluralidad de puntos de vista,
indudablemente más evidente que la simple convergencia repetitiva.

Esta manifestación multiforme de la verdad divina no se restringe sólo a la


literatura del Antiguo Testamento, sino que se descubre también en la revelación
testimoniada en el Nuevo Testamento, donde tenemos formas narrativas y formas
discursivas que no se pueden sobreponer sin más, y donde constatamos
divergencias significativas en la presentación del mensaje. Tenemos, en efecto,
cuatro Evangelios, y la Iglesia ha rechazado como algo indebido la tentativa de
una solución concordista; lo que está escrito “según Lucas”, por ejemplo, debe
ser respetado y aceptado, aunque no coincida inmediatamente con lo que dice
Marcos o Juan. Es más, mientras que en el caso de los Evangelios el mensaje se
basa esencialmente en la vida de Jesús y en sus palabras, en el caso de Pablo la
verdad de Cristo se arraiga de forma casi exclusiva en el acontecimiento de su
muerte y resurrección. Por otra parte, la diversidad de planteamiento entra la
carta a los Romanos y la carta de Santiago resulta paradigmática en relación con
la pluralidad mediante la cual la Escritura atestigua la verdad de Dios.

Esta polifonía de voces sagradas le se ofrece como modelo a la Iglesia, para que
asuma en el presente la misma capacidad de conjugar el mensaje que debe
transmitir a los hombres con el necesario respeto a la variedad multiforme de las
experiencias individuales, de las culturas y de los dones otorgados por Dios.

Verdad en forma histórica

146. Una segunda característica importante de la verdad bíblica se expresa en su


haberse ido configurando en forma histórica. Algunos libros de la Escritura
llevan la indicación de la época en la que fueron escritos; en los otros casos la
ciencia exegética los sitúa de manera plausible en distintas épocas históricas. El
arco temporal abarcado por la literatura bíblica es sin duda amplísimo, pues
supera el milenio; en él se revela necesariamente el legado de ideas ligadas a una
época particular, de oipiniones fgruto de experiencias y preocupaciones
características de un momento específico del pueblo de Dios. La labor
desarrollada por los redactores en orden a dar cierta coherencia doctrinal y
práctica al texto sagrado no ha eliminado en modo alguno las huellas de la
historia, desvelando sus titubeos y sus imperfecciones, tanto en el ámbito
teológico como en el antropológico. Deber del intérprete es, pues, evitar la
lectura fundamentalista de la Escritura y situar de este modo las diversas
formulaciones en su contexto histórico, según los géneros literarios entonces al
uso. Es acogiendo esta modalidad de la Revelación divina como seremos
conducidos al misterio de Cristo, manifestación plena y definitiva de la verdad de
Dios en la historia de los hombres.

Verdad canónica

147. La perspectiva católica en la interpretración de la Biblia sostiene además


que la verdad de Dios debe ser acogida en la integridad de la Revelación,
atestiguada en el Canon de las Sagradas Escrituras. Esto significa que la verdad
revelada no puede ser limitada a una parte del patrimonio sagrado (rechazando,
por ejemplo, el Antiguo Testamento, para afirmar el Nuevo), ni ser restringida a
un núcleo homogéneo, que eliminaría el resto o lo relativizaría como poco
significativo. No sólo todo lo que es inspirado es necesario para la plena
revelación de Dios, sino que cada una de las partes debe leerse en relación con
las otras, según un principio de armonía que no identifica con la uniformidad,
sino más bien con la suave convergencia de los elementos diversos.
Resulta claro, sin embargo, que, en la perspectiva cristiana, la verdad del escrito
bíblico se da en el testimonio sobre el Señor Jesús, “mediador y plenitud de toda
la revelación” (Dei Verbum, n. 2), Él que se define “Camino, Verdad y Vida” (Jn
14,6). Esta centralidad esencial del misterio de Cristo no excluye, sino que más
bien resalta las tradiciones antiguas, que, como afirma el mismo Cristo, hablan de
Él (cf. Jn 5,39) y de la salvación definitiva que se realizó en su muerte y
resurrección Cristo es, en su infinito misterio, el centro que ilumina toda la
Escritura.

Las tradiciones literarias de otras religiones

148. Se hace aquí una alusión a la forma en que hay que comprender la relación
entre la Sagrada Escritura y las tradiciones literarias de otras religiones. Tal
cuestión es de una apremiante actualidad para el diálogo interrelioso; su solución
no es ciertamente cómoda, puesto que se debe conjugar el principio irrenunciable
de la “unicidad y universalidad del misterio de Jesucristo y de la Iglesia” (como
reza el título de la Declaración “Dominus Iesus” de la Congregación para la
Doctrina de la Fe) con el justo aprecio justo por los tesoros espirituales de otras
religiones. El presente Documento no ha explicitado las líneas, que, a partir de la
Sagrada Escritura, podrían sugerirse a la atención teológica y pastoral de la
Iglesia. Con todo baste evocar la figura de Balaán (Nm 24) para evidenciar que la
profecia (inspirada) no es prerrogativa del pueblo de Dios, y recordar que S.
Pablo, en el discurso del Areópago, expresión una adhesión convencida a las
intuiciones de los poetas y filósofos griegos (cf. Hch 17,28). Por otra parte, se
reconoce plenamente que la literatura del Antiguo Testamento es deudora en
buena medida de cuanto se había escrito en Mesopotamia y Egipto y que también
los libros del Nuevo Testamento se nutren ampliamente del patrimonio cultural
del mundo griego. Las semina Verbi se hallan esparcidas en el mundo y por ello
mismo no pueden quedar encerradas en el solo texto de la Biblia. La Iglesia ha
definido lo que considera inspirado, pero no se ha manifestado negativamente
sobre todo el resto. Sin embargo, la Palabra de Dios transmitida en las Escrituras
canónicas, en particular en la parte de la misma que atestigua directamente al
Verbo hecho carne, constituye el principio de discernimiento de la verdad de
cualquier otro testimonio religioso, bien sea en la Iglesia o bien en las diversas
tradiciones de los diferentes pueblos de la tierra.

Según se sigue de estas últimas consideraciones, la Iglesia vive de un virtuoso


círculo hermenéutico; saca de la escucha de las palabras de la Escrituralos
principios de su fe e, iluminada por esta fe, es capacitada, no sólo para interpretar
correctamente lo que lee como su libro sagrado, sino además para decidir sobre el
valor de cualquier otro testimonio que pretenda ser escuchado. Es propio del
Espíritu ser el principio de verdad que pone en movimiento y lleva a plenitud el
proceso creyente, en una apertura indefinida al manifestarse de Dios en la historia

3. La interpretación de páginas difíciles de la Biblia

149. Así, pues, la Iglesia, cuerpo vivo de lectores creyentes, intérpretes


autorizados del texto inspirado, es la mediación de la acogida y la proclamación
de la verdad de la Escritura en cualquier momento histórico y,
consiguientemente, también hoy. Puesto que la Iglesia está dotada del Espíritu
Santo, es realmente “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15), en la
medida en que transmite fielmente al mundo la Palabra que la constituye. Su
misión se desarrolla anunciando con franqueza (parrhesia) a Cristo Jesús como
Salvador único y definitivo (Hch 4,12); pero es también deber de la Iglesia, en su
condición de maestra, ayudar a los fieles y a los hombres que buscan la verdad a
interpretar correctamente los textos bíblicos, mediante metodologías oportunas y
presupuestos hermenéuticos apropiados. En esto ha sido especialmente útil un
anterior Documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre La interpretación de
la Biblia en la Iglesia, del año 1993.

De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas
sobre la tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus
filones literarios parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por
representar concepciones judías superadas, costumbres o prácticas jurídicas
discutibles o incluso reprobables, relatos que parecen carentes de fundamento
histórico. De ello se sigue un descrédito difuso del texto sagrado y una
desconfianza larvada sobre su utilidad pastoral, hasta el punto de cuestionar la
misma inspiración de ciertas partes de la Biblia y consiguientemente su verdad.
Por todo ello no basta afirmar, de modo genérico, que en el Antiguo Testamento
se encuentran “cosas imperfectas y adaptadas a su época” (Dei Verbum, n. 15), o
recordar que también los escritores del Nuevo Testamento fueron deudores de la
mentalidad de su tiempo; si es justo reafirmar el principio de la encarnación,
aplicándolo de forma análoga a la puesta por escrito de la Revelación divina,
también es obligado señalar que, en esa debilidad humana resplandece en
cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco basta eliminar, en nombre de una
prudente solicitud pastoral, suprimir de la lectura pública en las asambleas
litúrgicas los pasajes problemáticos; quien conoce todo el texto podrá incluso
recelar de una reducción del patrimonio sagrado o acusar a los pastores de ocultar
de forma indebida los aspectos difíciles de la Biblia.

150. La iglesia no puede eximirse de la tarea humilde y tenaz de interpretar, de


manera respetuosa, toda la tradición literaria que define inspirada y,
consiguientemente, expresión de la verdad de Dios. Ahora bien, para interpretar
se requiere ante todo disponer de principios claros que ayuden a comprender que
el sentido de cuanto ha sido transmitido no se identifica inmediatamente con la
“letra” del texto. Por otra parte, es necesario actuar puntualmente, afrontando uno
tras otros los nudos que es preciso deshacer, de forma que se exprese el
compromiso obligado del creyente de hacer suya la palabra de Dios de acuerdo
con el don de entendimiento que el Espíritu otorga en cada momento de la
historia.

Este Documento de la Pontificia Comisión Bíblica ha seleccionado por ello


algunos de los mayores problemas que plantean actualmente alguna dificultad al
lector y ha sugerido algunas pistas para una interpretación posible de los mismos,
en el marco de nuestra fe. Es posible que la brevedad del tratamiento no guste a
todos, pero los principios hermenéuticos expuestos y algunas indicaciones
concretas a cuestiones específicas no dejarán de ser útiles.

Más que un examen definitivo y exhaustivo de las problemáticas difíciles que


plantea el texto se formula aquí un posible recorrido hermenéutico, en el intento
de suscitar una reflexión ulterior en diálogo con otros intérpretes del texto
sagrado. En el esfuerzo común de búsqueda, el camino hacia la verdad resultará
más humilde y, al mismo tiempo, más luminoso, al estar impregnado por la
escucha recíproca del mismo Espíritu.

[1] La traducción de textos del Concilio se ha tomado de la edición de la BAC


(NdT).

[2] Cf., sobre este punto, PCB, Biblia y moral. Raíces bíblicas del


comportamiento cristiano, BAC, Madrid 2009, n. 20.

[3] Ver antes p.XXXX.

[4] Città del Vaticano 1993 (cf. EB 1259 - 1560).

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