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LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA
ÍNDICE
Prólogo
Introducción general
1. Introducción
2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su
pueblo por medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible y
llama a la conversión
2.3. Los Salmos
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión
4. Conclusión
1. Introducción
3.1. Los Evangelios
3.2. Los Evangelios sinópticos
3.3. El Evangelio de Juan
3.4. Las cartas del Apóstol Pablo
3.5. El Apocalipsis
4. Conclusión
1. Introducción
4. Conclusión
Conclusión General
Prólogo
22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro
«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de
empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá
a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-
11).
INTRODUCCIÓN GENERAL
3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios en la
liturgia de la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística, podemos
afirmar que nosotros la escuchamos en un contexto teológico, cristológico,
soteriológico y eclesiológico. Dios ofrece la salvación, de modo definitivo y
perfecto en su Cristo, realizando la comunión entre Él mismo y sus criaturas
humanas, que son representadas por su Iglesia. Este lugar, que es el más
apropiado para la proclamación de la Sagrada Escritura, constituye también el
contexto más adecuado para estudiar la inspiración y la verdad. Como hemos
dicho, después de la proclamación de los correspondientes textos bíblicos se
afirma siempre que son «Palabra de Dios» (o «Palabra del Señor»). Esta
expresión puede ser entendida en un doble sentido: ante todo, como palabra que
proviene de Dios, pero también como palabra que habla de Dios. Estos dos
significados están íntimamente relacionados. Solo Dios conoce a Dios; en
consecuencia, solo Dios puede hablar de Dios de un modo adecuado y fiable. Por
ello solo una palabra que proviene de Dios puede hablar justamente de Dios. La
expresión «Palabra de Dios» invita a los fieles a tomar conciencia de lo que están
escuchando y a prestarle una atención correspondiente. Los fieles deben tener la
reverencia y la gratitud debidas a la Palabra que proviene de Dios, y deben estar
atentos para entender y comprender lo que esta Palabra comunica sobre Dios, y
entrar así en una unión cada vez más viva con Él.
La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos plantea
la misma Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir su calidad
de Palabra de Dios. Señalamos aquí en concreto dos de los retos que se plantean
al lector: el primero procede del enorme progreso que se ha producido en los dos
últimos siglos en los conocimientos relativos a la historia, la cultura y las lenguas
de los pueblos del Próximo Oriente Antiguo, que era el ambiente de Israel y de
sus sagradas Escrituras. No es raro que se presenten fuertes contrastes entre los
datos de estas ciencias y lo que encontramos en el relato bíblico, cuando se lee
este último según el modelo de una crónica que refiriera puntualmente los
acontecimientos, incluso en un orden escrupulosamente cronológico. Tales
contrastes constituyen una primera dificultad y suscitan interrogantes sobre la
fiabilidad histórica de los relatos bíblicos. Otro reto lo plantea el hecho de que no
pocos textos bíblicos están marcados por la violencia. Podemos citar, como
ejemplo, los salmos de imprecación y también el que Dios da a Israel de
exterminar poblaciones enteras. Los lectores cristianos se sienten incómodos y
desorientados ante esos textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a
los cristianos el hecho de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles,
acusándolos además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia.
La tercera parte del documento quiere afrontar estos y otros retos de
interpretación, mostrando, por un lado, cómo superar el fundamentalismo (cf.
PCB, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, LEV, Città del Vaticano 1993:
cf. EB 1381-1390), y, por otro, cómo evitar el escepticismo. Albergamos la
esperanza de que, eliminando tales obstáculos, quede expedito el acceso a una
recepción madura y adecuada de la Palabra de Dios.
Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que,
profundizando la comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la
Palabra de Dios sea acogida por todos en la asamblea litúrgica y en cualquier otro
lugar, de un modo cada vez más acorde con este singular don de Dios, en el que
Él se comunica a Sí mismo e invita a los hombres a la comunión con Él.
PRIMERA PARTE
1. Introducción
5. En un primer parágrafo examinamos cómo la Constitución dogmática Dei
Verbum del Concilio Vaticano II y la exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini entienden la revelación y la inspiración, es decir, las dos acciones divinas
que resultan fundamentales para cualificar la Sagrada Escritura como Palabra de
Dios. Mostramos luego el modo en que los escritos bíblicos muestran que
provienen de Dios; en el caso del Nuevo Testamento nos encontramos con la
particularidad de que la relación con Dios se establece sólo a través de Jesús.
Concluiremos con una reflexión sobre los criterios apropiados para indagar el
testimonio de los escritos bíblicos acerca de su proveniencia de Dios.
Volviéndonos a los libros bíblicos e indagando lo que ellos mismos dicen sobre
su inspiración, constatamos que en la Biblia sólo dos escritos del Nuevo
Testamento hablan explícitamente de la inspiración divina, que afirman para
escritos del Antiguo Testamento. En 2 Tim 3,16 se dice: «Toda Escritura es
inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para
educar en la justicia». Por su parte, 2 Pe 1,20-21 afirma: «Sabiendo, sobre todo,
lo siguiente: que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta
propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que,
movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios». La escasa
recurrencia rara del término «inspiración» comporta que no podamos limitar
nuestra búsqueda a un campo semántico tan restringido.
8. Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una
situación específica: la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en
ellos mediante la persona de Jesús. La causa de este fenómeno la expresa el
mismo Jesús de modo muy preciso. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6),
afirmación esta que se funda en el conocimiento singular que el Hijo tiene del
Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).
9. Se establece aquí, precisamente sobre la base del Evangelio de Juan, una
conexión íntima entre la naturaleza de la relación con Jesús y con Dios
(«inspiración») y el contenido del mensaje que es comunicado como Palabra de
Dios («verdad»). El mensaje central de Jesús, según el Evangelio de Juan, es
este: Dios Padre y su amor desbordante por el mundo, revelado en su Hijo (cf. Jn
3,16); lo cual corresponde a lo que afirma Dei Verbum, n. 2: Dios y su salvación.
Este mensaje no puede ser recibido y comprendido con enfoque cognitivo de
carácter únicamente intelectual o puramente memorístico, sino sólo mediante una
relación intensamente viva y personal, es decir, acorde con el tipo de relación con
la que Jesús formó a sus discípulos. De Dios y de su amor se puede hablar
siempre de manera formal y correcta, pero sólo la fe viva en Él y su amor hacen
posible recibir el don de Dios y dar testimonio de él. Constatamos, pues, que el
mensaje central («verdad») y el modo de recibirlo para atestiguarlo
(«inspiración») se condicionan recíprocamente: se trata siempre de la comunión
de vida más intensa y personal con el Padre, revelada por Jesús: comunión de
vida, que es la salvación.
En el caso de los evangelios (y más en general de los escritos apostólicos) los dos
elementos decisivos para la proveniencia de Dios son: la fe viva en Jesús (1) y la
persona de Jesús, que es la culminación de la revelación divina (2). En nuestro
estudio, dedicado a la proveniencia de Dios de los otros escritos bíblicos, nos
servirán estos dos criterios verificación: ¿qué fe personal en Dios (de acuerdo con
la fase específica de la «economía» de revelación) y qué forma de la revelación
divina se manifiestan en los diversos escritos? El escrito bíblico correspondiente
proviene de Dios mediante la viva fe de su autor en Dios y mediante la relación
de este autor con una forma determinada (o con diversas formas) de la revelación
divina. No es raro que un escrito bíblico se apoye en un texto inspirado
precedente y comparta así la misma proveniencia de Dios.
2.1. El Pentateuco
La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos del
Pentateuco sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así, en
momentos especialmente significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de
poner por escrito, por ejemplo, el documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o
el texto de su renovación (Ex 34,27); en otros lugares Moisés parece realizar el
significado de esas instrucciones poniendo por escrito otras cosas importantes
(Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la Torah (cf. Dt
27,3.8; 31,9). El libro del Deuteronomio valora en particular el papel específico
de Moisés, presentándolo como mediador inspirado de la revelación e intérprete
autorizado de la Palabra divina. Sobre esta base se ha desarrollado
armónicamente la idea tradicional de que Moisés es el autor del Pentateuco, de
modo que los libros de Moisés no sólo hablan de él, sino que además son
considerados obra suya.
Respecto al primer aspecto, el del Decálogo escrito por Dios mismo, debemos
notar que la transmisión y la recepción de este texto particular se afirman en la
tradición de la Sagrada Escritura independientemente de su soporte material,
constituido por las dos tablas de piedra. No son las tablas sobre las que Dios ha
escrito las que son preservadas y veneradas, sino que es el texto que Dios ha
escrito el que llega a formar parte de la Sagrada Escritura (cf. Ex 20; Dt 5).
Los diez mandamientos que Dios ha puesto por escrito y ha entregado a Moisés –
y aquí llegamos al segundo aspecto– apuntan a la relación especial entre Dios y
el hombre en lo que toca a la Sagrada Escritura. En efecto Moisés no es
constituido mediador por razón de un plan divino, sino que Dios cede a la
petición de los hombres (Israel) que solicitan un mediador. Una vez que Dios se
ha dirigido directamente al pueblo de Israel (cf. Ex 19), el pueblo pide a Moisés
una mediación, por tener miedo del encuentro inmediato con Dios (cf. Ex 20,18-
21). Dios cede luego a la voluntad del pueblo e instituye a Moisés mediador,
hablando con él y comunicándole detalladamente sus instrucciones (Ex 20,22-
23,33). Moisés, al final, pone por escrito estas palabras, porque Dios estipula
mediante ellas su alianza con Israel (Ex 24,3-8). Para confirmar este hecho, Dios
promete dar a Moisés las tablas sobre las que Dios mismo ha escrito (cf. Ex
24,12). No se puede expresar de modo más claro y más profundo el hecho de que
la Sagrada Escritura, transmitida a lo largo de las generaciones de la comunidad
de fe de los judíos y de los cristianos, tenga su origen en Dios también y
precisamente en el caso de que haya sido redactada por hombres. Este auto-
testimonio de la Sagrada Escritura alcanza su cumplimiento cuando se afirma, al
final del Pentateuco, que Moisés mismo pone por escrito la instrucción inculcada
al pueblo de Israel antes de entrar en la tierra prometida (cf. Dt 31,9),
entregándosela como programa de vida a seguir en el futuro. Solamente cuando
los humanos se dejan interpelar por esta palabra de la Sagrada Escritura, que se
dirige a ellos, pueden reconocerla y acogerla «no como palabra humana, sino,
cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los
creyentes» (1 Tes 2,13).
13. Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes
del Antiguo Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de
su contenido. En general, Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres
humanos: Moisés, el arquetipo de los profetas (Dt 18,18-22), en el Pentateuco;
los profetas, en los libros proféticos y en los libros históricos. Ahora se trata de
mostrar cómo los libros proféticos y los libros históricos afirman el origen divino
de su contenido.
Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que
éstos son de origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de la
palabra del Señor». Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula puede
resumirse en la afirmación: «la palabra del Señor vino a …», seguida del nombre
del profeta, receptor de la palabra (como en los libros de Jeremías, Ezequiel,
Oseas, Joel, Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces también del nombre de sus
destinatarios (como en Ageo y Malaquías). Estos títulos declaran además que el
contenido de los libros en cuestión, sea puesto en boca de Dios o en la de los
profetas, es todo él palabra de Dios. Los demás títulos de los libros proféticos
informan de que éstos refieren el contenido de visiones tenidas por personajes,
cuyos nombres son Isaías, Amós, Abdías, Nahún y Habacuc. El título del libro
de Miqueas yuxtapone la «fórmula del acontecimiento de la palabra del Señor» a
la mención de la visión. Aunque no se diga explícitamente, en el contexto de los
libros proféticos, la causa de las visiones no puede ser sino el Señor mismo. Éste
es por lo tanto el autor de los libros en cuestión.
Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son
Palabra de Dios. Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto
hacen otro tanto. La expresión más frecuente, la «fórmula profética» por
excelencia, es «así dice el Señor». Al abrir el discurso con esta fórmula, el
profeta se presenta como mensajero del Señor. Informa así a sus oyentes de que
el discurso que les dirige no se debe a él, sino que tiene al Señor como autor.
Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los
libros proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el Señor».
A diferencia de la primera de estas expresiones, llamada «fórmula del
mensajero», que introduce los discursos, las dos últimas los cierran. Sirviendo de
firma puesta al final de un escrito, atestiguan que el Señor es el autor del discurso
que precede.
14. De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que los
autores de los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13), Jeremías
(1,4-10), Ezequiel (1,3-3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías y de Ezequiel
tienen por marco una visión. Probablemente lo mismo vale para Jeremías. El
relato de la misión de Isaías es una buena muestra del género, porque está
bastante desarrollado, aunque al mismo tiempo es muy conciso. En el consejo
divino, al que Isaías asiste en la visión, el Señor, buscando un voluntario,
pregunta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?», e Isaías responde:
«Heme aquí, envíame». Aceptando la oferta de Isaías, el Señor concluye: «Ve y
tú dirás a este pueblo…». Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-10). Estructurado
por los verbos «enviar, ir, decir», el relato concluye en el discurso del Señor que
Isaías tiene la tarea de trasmitir al pueblo. Lo mismo vale para los otros tres
«relatos de envío profético» arriba citados, que concluyen, también ellos, con la
orden que da el Señor a su enviado de trasmitir el mensaje que le comunica (Ez
2,3-4; 3,4-11; Am 7,15). En el relato del envío de Jeremías el Señor insiste en el
carácter perentorio de su mandato (cf. también Am 3,8) y contemporáneamente
en la exactitud que debe caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor
me dijo: No digas: “soy joven” porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y
dirás todo aquello que te ordene…» (Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos
relatos fundan el papel de mensajeros del Señor que los libros proféticos
reconocen a sus respectivos autores y, consiguientemente, fundan también el
origen divino de su mensaje.
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible, y
llama a la conversión
15. En los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes el Señor toma frecuentemente
la palabra, como ocurre en los libros proféticos, a cuya colección pertenecen
también estos libros según la tradición judía. De hecho, en cada etapa de la
conquista de la Tierra Prometida, el Señor dice a Josué lo que debe hacer. En Jos
20,1-6 y 24,2-15 se dirige al pueblo por medio de Josué, quien cumple así la
función profética. En el libro de los Jueces, el Señor, o su Ángel, habla con
frecuencia a dirigentes, sobre todo a Gedeón, o al pueblo. El Señor actúa en
primera persona, salvo en Jue 4,6-7 y 6,7-9, cuando se sirve de la profetisa
Débora y de un profeta anónimo para dirigirse respectivamente a Barac y a todo
el pueblo.
Como en los textos de los que se ha hablado, así también 2 Re 17,7-20 sintetiza
la historia de Israel y de Judá en una sucesión de discursos que el Señor les ha
dirigido por medio de «sus siervos, los profetas». Sin embargo el contenido de
los discursos es diverso. El Señor no anuncia desgracias a Israel y Judá, sino que
los exhorta a convertirse. Puesto que los interesados se han obstinado en su
rechazo a las llamadas del Señor (vv. 13-14), Él acaba por arrojarlos lejos de su
rostro.
Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como
respuesta a su clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas de
Dios.
En lo que atañe a los orantes como beneficiarios de la ayuda de Dios, entre tantos
ejemplos posibles, tomemos la oración del Sal 30,9-13: «A ti Señor, llamé,
supliqué a mi Dios: […] Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto, en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te
cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío te daré gracias por siempre».
Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a
todo el pueblo mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación y
en la historia de Israel. El Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y
describe el modo en que hablan: «El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la
noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su
lenguaje». Corresponde al que ora comprender este lenguaje que habla de la
«gloria de Dios» (cf. Sal 147,15-20), y expresarlo con palabras propias.
El Sal 105 cuenta las obras de Dios en la historia de Israel y exhorta al individuo
y al pueblo: «Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de
su boca» (v. 5). En los salmos históricos cuentan estas «maravillas que hizo», que
son también «las sentencias de su boca». Las palabras de estos salmos, si bien
formuladas por hombres en términos humanos, están inspiradas por la gran
actuación del Señor. Esta voz del Señor continúa resonando en el hoy del orante
y del pueblo. Urge escucharla.
19. La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5;
147,5). Es Él quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal
51,8), volviendo al hombre sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como las
ve Dios. David poseía esta sabiduría e inteligencia desde el momento en que Dios
lo llamó para ser rey de Israel (cf. Sal 78,72).
El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la
sabiduría. En la parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la instrucción
del Señor («Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que
camine con lealtad; enséñame»: vv. 4-5), basándose en la disponibilidad de Dios
para donarla (vv. 8-9). El temor de Dios es la actitud indispensable para ser
beneficiarios de la enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay alguien que tema al
Señor? Él le enseñará el camino escogido» (25,12). A los que temen a Dios no
sólo se les indica el camino recto a seguir, sino que, como explicita el Sal 25,
también reciben una iluminación más amplia y profunda: «El Señor se confía a
los que lo temen, y les da a conocer su alianza» (v. 14); en otros términos, Él les
otorga una relación de amistad íntima y un conocimiento penetrante del pacto
que ha estipulado con Israel en el Sinaí. Vemos por tanto que la relación con
Dios expresada con la terminología del «temor de Dios» es la fuente inspiradora
de la que provienen muchos salmos sapienciales.
20. En los libros proféticos es Dios mismo quien habla por medio de los profetas.
Como hemos visto, Dios se dirige de diversos modos a las personas que ha
escogido como portavoces suyos en pueblo de Israel. En los Salmos es el hombre
quien habla a Dios, pero lo hace en su presencia y adoptando formas expresivas
que presuponen una comunión íntima con Él. En cambio en los libros
sapienciales los hombres hablan a hombres; sin embargo, el que habla y el que
escucha están ambos profundamente arraigados en la fe del pueblo de Israel en
Dios. Con frecuencia en el Antiguo Testamento la sabiduría es atribuida
explícitamente al Espíritu de Dios (cf. Job 32,8; Sab 7,22; 9,17; también 1 Cor
12,4-11). Estos libros son llamados «sapienciales» porque sus autores escrutan e
indican los caminos para una vida humana guiada por la sabiduría. En su
búsqueda son conscientes de que la sabiduría es un don de Dios porque: «Uno
solo es sabio, temible en extremo: el que está sentado en su trono» (Eclo 1,8). Al
querer ilustrar con precisión qué modalidades de relación con Dios atestiguan
estos escritos como base y fuente de lo que enseñan sus autores, hemos
concentrado nuestra investigación en el libro del Eclesiástico, debido a su
carácter sintético.
Desde el comienzo el autor es consciente de que «toda sabiduría viene del Señor
y está con él por siempre» (Eclo 1,1). Ya en el prólogo del libro el traductor
indica una vía mediante la cual Dios ha comunicado la sabiduría al autor: «Mi
abuelo Jesús –escribe– después de haberse dedicado asiduamente a la lectura de
la Ley, los Profetas y los otros escritos de los antepasados, y de haber adquirido
un gran dominio sobre ellos, se propuso escribir sobre temas de instrucción y
sabiduría». La lectura precisa y creyente de las Sagradas Escrituras en las que
Dios habla al pueblo de Israel ha unido al autor con Dios, ha llegado a ser la
fuente de su sabiduría, y lo ha llevado a escribir su obra. Se manifiesta así
claramente un modo por el que el libro proviene de Dios.
2.5 Conclusión
22. Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo
Testamento, que estos manifiestan la relación de sus autores con Dios solamente
a través de la persona de Jesús. En este sentido ocupan un lugar especial los
cuatro evangelios. La Dei Verbum habla, en efecto, de su «merecida
superioridad, pues son el principal testimonio acerca de la vida y doctrina del
Verbo encarnado, nuestro Salvador» (n. 18). Así, pues, tenemos en cuenta el
papel privilegiado de los evangelios; por ello después de una introducción que
expone lo que tienen en común, se explicitará en primer término el acercamiento
de los evangelios sinópticos y luego el que caracteriza al evangelio de Juan. De
los otros escritos neotestamentarios seleccionamos los más importantes, y nos
ocuparemos, en consecuencia, de los Hechos de los Apóstoles, de las cartas del
apóstol Pablo, de la carta a los Hebreos y del Apocalipsis.
23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada
Escritura porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch
1,1), y, al propio tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros que
debían propagar la Palabra de Dios revelada por él. Los evangelios, al presentar
la persona de Jesús y su relación con Dios, y a los apóstoles con la formación y la
autoridad que confirió Jesús, atestiguan la manera específica en que su texto
proviene de Dios.
Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en
determinadas líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran convergencia a
la hora de presentar la persona de Jesús y su mensaje. Aquí ofrecemos cierta una
síntesis que resalta los puntos principales.
Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo de
Dios, que entienden no sólo como título mesiánico, sino además como expresión
de una relación –única y sin precedentes– con el Padre celestial, con lo que
supera el papel salvífico y revelador de todos los demás seres humanos. Ello se
expone de la forma más explícita en el evangelio de Juan, tanto al comienzo, en
el prólogo (1,1-18), como en los capítulos sobre el Señor resucitado, primero en
el encuentro con Tomás (20,28) y luego en la última afirmación sobre el
significado inagotable de la vida y de la enseñanza de Jesús (21,25). Este mismo
mensaje se encuentra también en el evangelio de Marcos en la forma de una
inclusión literaria: al comienzo se declara que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios
(1,1) y al final se cita el testimonio del centurión romano sobre Jesús crucificado:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (15,39). El mismo contenido lo
atestiguan los otros evangelios sinópticos, en términos fuertes y explícitos, en
una oración de júbilo que Jesús dirige a su Padre (Mt 11,25-27; Lc 10,21-22).
Usando expresiones francamente únicas, Jesús no declara únicamente la perfecta
igualdad existente entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino que afirma
también que esta relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de
revelación: solo el Hijo puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al
Hijo.
24. Todos los episodios de los evangelios se centran en Jesús, que, sin embargo,
está siempre rodeado de discípulos. El término «discípulos» contempla un grupo
de seguidores de Jesús, cuyo número no se precisa. Todos los evangelios hablan
específicamente de los «Doce», un grupo escogido que acompaña a Jesús durante
todo su ministerio y cuyo significado es muy relevante. Los Doce forman una
comunidad, definida con precisión por los nombres personales de sus
componentes. Todos los evangelios dan cuenta de que este grupo fue elegido por
Jesús (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16; Jn 6,70); ellos lo siguieron y se
convirtieron en testigos oculares de su ministerio y asumieron el papel de
enviados dotados de plenos poderes (Mt 10,5-8; Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1-2; Jn
17,18; 20,21). Su número simboliza las doce tribus de Israel (Mt 19,28; Lc 22,30)
y significa la plenitud del pueblo de Dios que debe alcanzarse mediante su
misión de evangelizar a todo el mundo. Su ministerio no sólo transmite el
mensaje de Jesús a todas las personas de los tiempos venideros, sino que
también, cumpliendo la profecía de Isaías sobre la venida del Emmanuel (7,14),
hace que la presencia de Jesús permanezca en la historia según su promesa: «Y
sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt
28,20). Los evangelios, al atestiguar la formación especial de los Doce,
manifiestan el modo concreto en que provienen de Jesús y de Dios.
Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc
1,1-4; Hch 1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la tradición
apostólica. De ese modo considera su obra en el marco del proceso del testimonio
apostólico sobre Jesús y sobre la historia de la salvación, testimonio iniciado con
los primeros seguidores de Jesús («testigos oculares»), proclamado en la primera
predicación apostólica («ministros de la palabra») y continuado ahora de una
forma nueva mediante el evangelio de Lucas. De este modo Lucas muestra
explícitamente la relación de su evangelio con Jesús revelador de Dios y afirma
la autoridad reveladora de su obra.
Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el
Espíritu de Dios descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y corroboran
la actuación del Espíritu Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc 3,28-30).
Lucas, en particular, menciona repetidamente al Espíritu que anima a Jesús en su
misión de enseñar y curar (cf. Lc 4,1.14.18-21). Este mismo evangelista afirma
que, en un momento de gran conmoción, Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu
Santo» (10,21) y dijo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo» (Lc 10,21-22; cf.
también Mt 11,25-27).
Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular. En la
transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo, el amado;
escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de Cafarnaún, los
testigos de la primera enseñanza y del primer exorcismo de Jesús, exclaman:
«¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a
los espíritus inmundos y le obedecen» (Mc 1,27). En Mt 5,21-48 Jesús establece
autoritativamente un contraste entre su enseñanza y puntos clave de la ley:
«Habéis oído que se dijo a los antiguos […], pero yo os digo…». Él declara
además que es «Señor del sábado» (Mt 12,8; Mc 2,28; Lc 6.5). La autoridad que
ha recibido de Dios se extiende al perdón de los pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc
5,24).
c. Conclusión
33. El testimonio del discípulo resulta posible por el don del Espíritu Santo. En
su discurso de adiós (Jn 14,16) Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el
Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del
Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque
desde el principio estáis conmigo» (15,26-27). Los discípulos son los testigos
oculares de toda actividad de Jesús «desde el principio». Pero el testimonio de fe,
que conduce a creer en Jesús como Cristo e Hijo de Dios (cf. 20,31), se da por el
poder del Espíritu, que al proceder del Padre y ser enviado por Jesús, crea en los
discípulos la unión más viva con Dios. El mundo no puede recibir al Espíritu
(14,17), pero los discípulos lo reciben para su misión en el mundo (17,18). Jesús
precisa que el Espíritu da testimonio de él: «Será quien os lo enseñe todo y os
vaya recordando todo lo que os he dicho» (14,26) y «os guiará hasta la verdad
plena» (16,13). La obra del Espíritu queda referida enteramente a la actividad de
Jesús y se orienta a conducir a una comprensión cada vez más profunda de la
verdad, es decir, de la revelación de Dios Padre aportada por Jesús (cf. 1,17-18).
El testimonio de cada discípulo en favor de Jesús resulta eficaz únicamente por la
acción del Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir en relación con el cuarto
evangelio, que se presenta como el testimonio escrito por el discípulo amado de
Jesús.
El libro de los Hechos refiere la proclamación del Evangelio por parte de los
apóstoles, especialmente a través de Pedro y Pablo. Al principio del libro Lucas
ofrece la lista de los apóstoles, que incluye a Pedro y a los otros diez (Hch 1,13).
Estos Once forman el núcleo de la comunidad a la que se manifiesta el Señor
resucitado (cf. Lc 24, 9.33) y constituyen un puente esencial entre el evangelio de
Lucas y el libro de los Hechos (cf. Hch 1,13.26).
35. La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta la
múltiple relación de aquellos con Jesús.
También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los
milagros de Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22;
10,38). Él ha confiado esa tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos habla
genéricamente de “signos y prodigios” (2,43; 5,12; 14,3) cuando se refiere a las
obras de los apóstoles. Narra también milagros particulares como curaciones
(3,1-10; 5,14-16; 14,8-10), exorcismos (5,16; 8,7; 19,12), resurrección de los
muertos (9,36-42; 20,9-10). Los apóstoles realizan estas acciones en el nombre
de Jesús, con su poder y autoridad (3,1-10; 9,32-35).
El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc 24,49),
el bautismo «con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch
1,8). El día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos y «se llenaron
todos de Espíritu Santo» (Hch 2,4), Espíritu prometido por el Padre e infundido
por Jesús tras haber sido exaltado a la diestra de Dios (Hch 2,33). Con este
Espíritu «Pedro con los Once» (Hch 2,14) da valientemente el primer testimonio
público de la obra y la resurrección de Jesús (Hch 2,14-41).
Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la
tradición judía de lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su
inspiración. Al ser un hebreo creyente, los recibe como testimonio de la voluntad
y del plan salvífico de Dios para la humanidad. Con sus correligionarios, cree en
su verdad, en su santidad y en su unidad. Por medio de ellos Dios se nos
comunica, nos interpela y nos manifiesta su voluntad (Rom 4,23-25; 15,4; 1 Cor
9,10; 10,4.11).
Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías de
Cristo y de nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos, como
profecía de la salvación ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello mismo,
como profecías del Evangelio (Rom 1,2): las Escrituras están orientadas
cristológicamente y deben ser leídas como tales (2 Cor 3).
¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la
circuncisión– es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración del
Evangelio no puede proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se había
opuesto a ello ferozmente, y porque, si ahora anuncia lo contrario de lo que antes
pensaba, no es por incoherencia intelectual: de hecho todos sus correligionarios
conocían bien la firmeza de sus convicciones (Gál 1,13-14). Pablo muestra luego
que su Evangelio no puede proceder de los otros apóstoles, no solo porque él los
visitó mucho tiempo después del encuentro con Cristo, sino además porque no
vaciló en enfrentarse con Pedro, el más conocido de los apóstoles, cuando este
mantuvo una postura que convertía de hecho la circuncisión en un factor de
discriminación entre cristianos (Gál 2,11-14). En conclusión: que, puesto que su
Evangelio le había sido revelado, también él había tenido que obedecer lo que
Dios le había dado a conocer. Es por esta razón por lo que puede decir, al
comienzo de la misma carta a los Gálatas: «Pues bien, aunque nosotros mismos o
un ángel del cielo os predicara un evangelio distinto del que os hemos predicado,
¡sea anatema!» (Gál 1,8; cf.1,9).
Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago, Pedro
y Juan, los más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron que Dios
lo había constituido apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el único en
afirmar el origen divino de su vocación, ya que esta última fue reconocida por las
autoridades eclesiales de entonces.
Sin embargo, en relación con esto, hay dos pasajes de importancia excepcional:
1,1-2, donde al autor hace una síntesis de la historia de la revelación de Dios a los
hombres y muestra la conexión estrecha de la revelación divina en los dos
Testamentos, y 2,1-4, donde se presenta como perteneciente a la segunda
generación cristiana, como uno que había recibido la palabra de Dios, el mensaje
de salvación, no directamente del Señor Jesús, sino a través de los testigos de
Cristo, de los discípulos que lo escucharon.
Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco
común: Dios habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice «por
medio de» (Mt 1,22; 2,15; etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista la
presencia activa de Dios mismo en sus mensajeros. Es el único sentido adecuado
a la segunda expresión: «por el Hijo». A los profetas en sentido amplio, es decir,
a todos aquellos cuyas intervenciones nos cuenta la Biblia, sucede un último
mensajero que es «Hijo». La posición escogida para nombrarlo, al final de la
frase, concentra la atención en él. Una vez mencionado, no se hablará sino de él
(1,2-4). El encuentro de Dios con el hombre se efectúa solo en él. Anteriormente
Dios envió a «sus siervos los profetas» (Jer 7,25; 25,4; 35,15; 44,4); ahora, su
mensajero no es ya un simple siervo, es «el Hijo». Al hablar por medio de los
profetas, Dios se dio a conocer, pero indirectamente, por persona interpuesta;
ahora el encuentro con la Palabra de Dios se realiza en el Hijo. El que nos habla
ahora no es ya un hombre distinto de Dios, sino una persona divina, cuya unidad
con el Padre queda expresada con las fórmulas más fuertes que el autor pudo
encontrar: «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios
volverse a nosotros asumiendo nuestro lenguaje; viene En la persona de
Jesucristo vino Él mismo a compartir realmente nuestra existencia y a hablar no
sólo el lenguaje de las palabras, sino también el de la vida ofrecida y la sangre
derramada.
Los cristianos son invitados a prestar una atención mayor a la palabra escuchada.
No basta con escuchar el mensaje; es preciso adherirse a él ello con todo el
corazón y toda la vida. Sin una seria adhesión al evangelio, se corre el peligro de
andar fuera de ruta (cf. 2,1). Quien se aleja de Dios no puede sino perderse y
perecer. Mientras que quien se esfuerza en adherirse al mensaje escuchado, se
acerca Dios (cf. 7,19) y encuentra la salvación.
Después de haber introducido su tema (cf. 2,1), el autor lo desarrolla en una larga
frase (cf. 2,2-4). Basa su argumentación en una comparación entre los ángeles y
el Señor. El único elemento idéntico en las dos partes es la expresión «anunciada
por». La «palabra» fue anunciada por los ángeles; la «salvación» comenzó a ser
anunciada por el Señor.
3.7. El Apocalipsis
Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación,
interesante y detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del
Apocalipsis, del puro nivel de Dios al nivel concreto de un libro legible en la
asamblea litúrgica.
Constamos un primer enganche explícito con el nivel de Dios justo al inicio del
texto: la «revelación» es «de Jesucristo» (1,1a). Ahora bien, Jesucristo no es el
inventor de la revelación; lo es Dios, que, de acuerdo con el uso constante del
término en el Nuevo Testamento, debemos entender como «el Padre». La
revelación, que ha brotado del Padre y ha sido entregada al Hijo Jesucristo, y
que, por ello mismo, se encuentra, podríamos decir, en contacto íntimo con Dios,
recibe y mantiene una impronta divina.
Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos
encontramos con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra en
él, la «Palabra de Dios» viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres, se
presentará ante ellos, consiguientemente, como un testigo totalmente fiable, que,
en cuanto Hijo a nivel trinitario, es capaz de acoger plenamente el contenido del
Padre, de quien todo deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede comunicarlo
adecuadamente a los hombres.
La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una modalidad
particular: el Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa la revelación
«con signos» simbólicos que son percibidos, «vistos» por Juan y comprendidos
por él adecuadamente gracias a la mediación de un ángel que los explica. A su
vez, la revelación que ha llegado a adquirir la expresa Juan en un mensaje suyo a
las iglesias, y, llegada a este punto, la revelación se convierte en un texto escrito.
El contacto con el Padre y con el Hijo encarnado que ha dado origen al texto
sigue manteniéndose posteriormente y se convierte en una cualificación
permanente de la misma. Cuando, como último paso de su acontecer, la
revelación escrita se anuncie en la asamblea litúrgica, asumirá la forma de
profecía.
b. La trasformación de Juan obrada por el Espíritu con miras a Cristo (1,10;
4,1-2)
Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10), con
referencia a toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y con el
corazón en su comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día del Señor”,
propio de la asamblea litúrgica, una acción del Espíritu que se hace presente de
un modo nuevo: «El día del Señor fui arrebatado en Espíritu». El «ser
arrebatado» por medio del Espíritu y en contacto con él, implica para Juan una
transformación interior que, aun sin alcanzar necesariamente un nivel extático, lo
habilita para captar e interpretar el signo simbólico complejo que le será
presentado de inmediato. Ello producirá en Juan una nueva experiencia
existencial, cognoscitiva y afectiva, de Jesucristo resucitado, de quien recibirá
luego el encargo de enviar un mensaje escrito a las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).
49. De las observaciones que hemos venido haciendo se siguen, en relación con
nuestro tema, algunas cualificaciones fundamentales del texto del Apocalipsis. El
texto tiene un origen marcadamente divino, pues deriva directamente de Dios
Padre y de Jesucristo, a quien lo entrega Dios Padre. Jesucristo lo entrega a su
vez a Juan, insertando su contenido en «signos» simbólicos, que Juan, ayudado
por el Ángel intérprete, logrará percibir. Este contacto, inicial y directo, del texto
con el nivel de Dios es activado posteriormente, a lo largo de todo el libro, tanto
en la primera como en la segunda parte que lo componen, por el influjo particular
y propio del Espíritu, que renueva y dilata interiormente a Juan, produciendo
constantemente en él un salto cualitativo en el conocimiento de Jesucristo.
4. Conclusión
a. Breve síntesis
En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y
Dios se expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el
personaje instituido por Dios como único mediador de su revelación. En esta
parte de la Escritura encontramos la afirmación singular de que el mismo Dios ha
escrito el texto de los diez mandamientos y lo ha entregado a Moisés (Éx 24,12);
lo cual atestigua la proveniencia directa de este escrito de Dios. Luego Moisés es
encargado de escribir otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27), pasando a ser, en
definitiva, mediador del Señor para toda la Torá (cf. Dt 31,9). Los libros
proféticos, por su parte, conocen diversas fórmulas para expresar el hecho de que
Dios comunica su Palabra a mensajeros inspirados que deben trasmitirla al
pueblo. Mientras que en el Pentateuco y en los libros proféticos la Palabra de
Dios es recibida directamente por los mediadores escogidos por Dios, en los
Salmos y en los libros diversos encontramos una situación diversa. En los Salmos
el orante escucha la voz de Dios percibida sobre todo en los grandes
acontecimientos de la creación y de la historia salvífica de Israel, pero también en
algunas experiencias personales peculiares. De forma análoga, en los libros
sapienciales el estudio meditativo de la ley y de los profetas, inspirado por el
temor de Dios, hace de las diversas instrucciones una enseñanza de la sabiduría
divina.
Los otros escritos del Nuevo Testamento atestiguan también de modos diversos
su proveniencia de Jesús y de Dios. Mediante la estrecha conexión entre sus dos
obras (cf. Hch 1,1-2), Lucas da a entender que en los Hechos de los él refiere la
actividad post-pascual de los testigos oculares y ministros de la Palabra (cf. Lc
1,3) de los que depende en la presentación de las obras de Jesús en su Evangelio.
Pablo da testimonio de que ha recibido de Dios Padre la revelación de su Hijo
(Gál 1,15-16) y que ha visto al Señor resucitado (1 Cor 9,1; 15,8), afirmando el
origen divino de su Evangelio. El autor de la carta a los Hebreos depende, para el
conocimiento de la salvación revelada por Dios, de los testigos oyentes del
anuncio del Señor. Finalmente, el autor del Apocalipsis describe con finura y de
modo diferenciado cómo ha recibido la revelación que se encuentra definitiva e
inmutablemente en su libro: de Dios Padre por medio de Jesucristo en signos
percibidos con la ayuda de un ángel intérprete.
Así, pues, en los escritos bíblicos encontramos una amplia gama de testimonios
sobre su proveniencia de Dios, pudiendo hablar en consecuencia de una rica
fenomenología de la relación entre Dios y el autor humano. En el Antiguo
Testamento la relación se establece, de diversos modos, con Dios. En cambio en
el Nuevo Testamento la relación con Dios es siempre mediada a través del Hijo
de Dios, el Señor Jesucristo, en quien Dios ha dicho su Palabra última y
definitiva (cf. Heb 1,1-2). Ya en la introducción nos referíamos al hecho de no
poder distinguir claramente entre revelación e inspiración, entre comunicación de
los contenidos y asistencia divina en el acto de escribir. Es fundamental la
comunicación divina y la acogida creyente de los contenidos, que va luego
acompañada por la asistencia divina para el hecho de escribir. Es enteramente
excepcional el caso de los diez mandamientos, escritos por el mismo Dios y
entregados a Moisés (Éx 24,12); es también especial el caso del Apocalipsis, en
el que se detalla el proceso de la comunicación divina en la puesta por escrito.
a. Algunos ejemplos
Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del
cumplimiento de las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta
(escribiendo: «Como dice [ha dicho] el profeta»), sino que, explícita o
implícitamente, las asigna a Dios mismo, utilizando el pasivo teológico: «Todo
esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho [por el Señor] por
medio del profeta» (Mt 1,22: 2.15: 2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4); el profeta es
sólo el instrumento de Dios. Al presentar lo sucedido con Jesús como
cumplimiento de la antigua promesa da una interpretación cristológica de la
misma.
En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace
enfrentándose a sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para obtener la
vida eterna (Jn 5,39).
Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas relecturas
y de múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre igualmente
dentro de ciertas reagrupaciones literarias: así, en el caso de la Torá, las
recopilaciones legislativas más recientes proponen un desarrollo y una
interpretación de las leyes preexílicas; más todavía, en el libro de Isaías
encontramos huellas de desarrollos sucesivos y de una tarea literaria de
unificación.
Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos
antiguos; es lo que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que
identifica la Torá con la Sabiduría.
El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos
han integrado tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y
las expresiones litúrgicas de la primitiva comunidad cristiana: la carta a los
Corintios, por ejemplo, cita una antigua confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por otra
parte, los libros recogidos en el Canon del Nuevo Testamento reflejan un
desarrollo y una evolución en la elaboración teológica e institucional de las
primeras comunidades: así las cartas de Tito y a Timoteo atestiguan funciones
ministeriales y procedimientos de discernimiento más elaborados respecto a los
de las primeras cartas escritas por Pablo.
Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura
sincrónica: en la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado
entre el libro del Génesis y el Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a
comprenderlas como un todo, como un único relato que se desarrolla, desde la
creación hasta la nueva creación inaugurada por Cristo.
La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los
textos que la constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un libro
bíblico está inspirado significa reconocer que el mismo constituye un vector
específico y privilegiado de la revelación de Dios a los hombres, y que sus
autores humanos fueron impulsados por el Espíritu a expresar verdades de fe, en
un texto situado históricamente y recibido como normativo por las comunidades
creyentes.
Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores
respectivos. Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a
rememorar y aplicar la enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el
pasado (cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14; 3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en
que se refieren con insistencia a la muerte de los autores, funcionan
efectivamente como conclusión de la colección de las cartas respectivas.
59. En 2 Pe 3,2 Pedro indica el objetivo de sus dos cartas: «Para recordar los
mensajes emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador
transmitido por los apóstoles». Aunque el texto hable de palabras dichas por los
profetas, no cabe duda de que el autor está pensando en las Escrituras proféticas
(cf. 1,20). El término «mandamiento del Señor y Salvador» no designa un
mandamiento específico del Señor, sino que tiene el mismo significado que en el
pasaje precedente, en el que «el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo» es calificado como «el camino de la justicia» y «el mandamiento
santo que les había sido transmitido» (2,20-21). El término «mandamiento» (en
singular), acuñado análogamente al de Torá, tiene un significado casi técnico y,
conectado en 3,2 con un doble genitivo, designa la enseñanza de Cristo trasmitida
por los apóstoles, esto es el evangelio como nueva economía salvífica.
Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo cultural
de un determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje de aquella
sociedad, y se impone como modelo para los futuros escritores. Un libro se
convierte en clásico no porque lo decrete una autoridad, sino porque es
reconocido como tal por los más cultos del pueblo. También muchas religiones
tienen, por decirlo así, sus clásicos. En este caso se escogen los escritos que
reflejan las creencias de los seguidores de esas religiones, los cuales encuentran
en aquellos las fuentes de sus prácticas religiosas. Esto ocurre en el Próximo
Oriente Antiguo, en Mesopotamia, y también en Egipto. El mismo fenómeno se
ha dado también entre los judíos hebreos, quienes, por su conciencia especial de
ser el pueblo elegido por Dios, se identifican substancialmente con su tradición
religiosa. Entre los diversos escritos conservados en sus archivos los escribas
eligieron, por tanto, aquellos que contenían las leyes sagradas, el relato de su
historia nacional, los oráculos proféticos y la recopilación de los dichos
sapienciales en los que el pueblo hebreo podía verse reflejado y reconocer el
origen de su fe. Y lo mismo ocurrió entre los cristianos de los primeros siglos,
con los escritos apostólicos ahora contenidos en el Nuevo Testamento.
La época preexílica
La época postexílica
Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los
comienzos de la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los
Profetas y los Escritos (de naturaleza predominantemente sapiencial). Los que
habían vuelto de Babilonia necesitaban reencontrar su identidad como pueblo de
la alianza. Se hacía, pues, necesario codificar leyes, que reclamaban también los
persas dominadores. La recopilación de los recuerdos históricos los conectaba
con la Judea preexílica; los libros proféticos servían para explicar las causas de la
deportación, en tanto que los Salmos eran indispensables para el culto en el
Templo reconstruido. Y, puesto que se creía que la profecía había cesado desde el
reinado de Artajerjes (465-423 a.C.) y que el espíritu había pasado a los sabios
(cf. Flavio Josefo, Contr. Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-313), comenzaron a producirse
varios libros sapienciales compuestos por escribas cultos. Estos se encargaron de
recoger los libros que, en virtud de su antigüedad, veneración religiosa y
autoridad, podían proveer una identidad precisa a los regresados, también frente a
sus nuevos dominadores. Por lo tanto no se excluyen motivos políticos y sociales
en la formación inicial del Canon. Podemos entonces considerar el gobierno de
Nehemías como el terminus a quo de la formación del Canon. De hecho, 2 Mac
2,13-15 nos informa de que Nehemías fundó una biblioteca, recogiendo todos los
libros sobre los reyes y los profetas y los escritos de David, así como las cartas de
los reyes sobre ofrendas votivas. Además, lo mismo que en tiempos de Josías, el
escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad el libro de la Ley de Moisés (Neh 8).
Un nuevo problema se planteó cuando Antíoco IV manda destruir todos los libros
sagrados de los judíos. Se hacía necesaria una reorganización, lo cual condujo
al terminus ad quem de la época veterotestamentaria. En las primeras décadas del
siglo II a.C., el Sirácida clasificaba ya los libros sagrados como Ley, Profetas y
otros escritos posteriores (Prólogo). En Eclo 44-50 resume la historia de Israel
desde los comienzos hasta su época , y en 48,1-11 menciona explícitamente al
profeta Elías, en 48,20-25 a Isaías y en 49,7-10 a Jeremías, Ezequiel y los Doce
Profetas. Unos cincuenta años más tarde 1 Mac 1,56-57 nos informa de que los
Seléucidas, durante la persecución de Antíoco, habían quemado los libros de la
Ley y el libro de la alianza, pero 2 Mac 2,14 nos dice que Judas Macabeo recogió
los libros salvados de la persecución.
En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros
reconocidos por los judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43), los
cuales contenían leyes, tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha cifra se
explica porque muchos libros que van separados en nuestras ediciones de la
Biblia (p.ej. los Doce Profetas), cuentan como uno solo. El número 22 puede
indicar totalidad, porque corresponde a las letras del alfabeto hebreo. Hoy se
tiende a datar la conclusión del Canon rabínico en el siglo II d.c., o aún más
tarde, bien por razones internas al judaísmo, o bien para hacer frente a los libros
del Nuevo Testamento, considerados por los cristianos como Sagradas Escrituras.
Actualmente, sobre todo tras los descubrimientos de Qumrán, no se acepta la
distinción, habitual hasta ahora, entre un Canon palestino de 22 libros y otro más
amplio en la diáspora.
Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la
forma de rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según resulta
habitual hoy para un libro); ello contribuyó notablemente a la formación de
pequeños conjuntos literarios que podían ser recogidos en un solo tomo, como
ocurrió ante todo con los evangelios y las cartas de Pablo. Más tardías son las
alusiones a la constitución de un corpus johanneum y el de las cartas católicas.
Frente a lo que ocurre con el Canon veterotestamentario, los veintisiete libros del
Nuevo Testamento son considerados canónicos por católicos, ortodoxos y
protestantes. La recepción de estos libros por parte de la comunidad creyente
expresa el reconocimiento de su inspiración divina y de su condición de libros
sagrados y normativos.
SEGUNDA PARTE
62. En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los
escritos bíblicos atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción, en
una primera sección señalaremos cómo algunos libros del Antiguo Testamento,
presentan las verdad revelada por Dios, preparando la revelación evangélica
(cf. Dei Verbum [DV], n. 3); en una segunda sección mostraremos lo que algunos
escritos del Nuevo Testamento exponen sobre la verdad revelada por medio de
Jesucristo, que lleva a cumplimiento la revelación divina (cf. DV, n. 4).
1. Introducción
Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17, cita
en la nota 21 el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San Agustín,
quien excluye de la enseñanza bíblica todo aquello que no es útil para nuestra
salvación; y Santo Tomás, basándose en la primera cita de San Agustín, dice en
el De veritate q. 12, a. 2: Illa vero, quae ad salutem pertinere non possunt, sunt
extranea a materia prophetiae, («Sin embargo las cosas que no pueden concernir
a la salvación son extrañas a la materia de la profecía»).
65. La profundización que vamos a hacer del tema, centrada en algunos escritos
bíblicos, se basa en la enseñanza y la orientación de la Dei Verbum que
acabamos de señalar. Citamos antes que nada la frase con la que la antedicha
Constitución cierra el primer pasaje sobre la revelación: «La verdad íntima tanto
acerca de Dios como de la salvación humana transmitida por medio de esta
revelación, brilla para nosotros en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitiud de toda la revelación (cf. Mt 11,27; Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2 Cor 3,16
y 4,6; Ef 1,3-14)» (n. 2). No cabe duda de que la verdad que ocupa el centro de la
revelación y, en consecuencia, el centro de la Biblia en cuanto instrumento de
transmisión de la revelación (cf. Dei Verbum, nn. 7-10), tiene que ver con Dios y
con la salvación del hombre. Tampoco hay duda de que la plenitud de tal verdad
se manifiesta por Cristo y en Cristo. Él es, en persona, la Palabra de Dios (cf Jn
1,1.14) que viene de Dios y revela a Dios. Él, no sólo dice la verdad acerca de
Dios, sino que es la verdad acerca de Dios, aquel que afirma: «Quien me ha visto
a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 12,45). La venida del Hijo revela también la
salvación del hombre: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Unigénito, para que todo el que creen en él no perezca, sino que tanga vida
eterna» (Jn 3,16).
67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la
creación (Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de todo.
En cuanto «relatos de la creación» no informan sobre «cómo» ha comenzado el
mundo y el hombre, sino que hablan del Creador y de su relación con la creación
y con la criatura. Cuando estos textos de la antigüedad se leen según la
perspectiva moderna, se producen siempre grandes malentendidos, pues se
considera que son afirmaciones sobre «cómo» se han producido el mundo y el
hombre. Para responder más adecuadamente a la intención de los textos bíblicos
se hace necesario contrastar tal lectura, sin establecer una oposición entre sus
asertos con los conocimientos de las ciencias naturales de nuestra época. Estas no
eliminan la pretensión de la Biblia de comunicar la verdad, ya que la verdad de
los relatos bíblicos sobre la creación atañe a la coherencia, llena de sentido, del
mundo como obra creada por Dios.
Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el
conjunto canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia
cristiana. Pese a usar imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma verdad:
el mundo creado es un don de Dios y el proyecto divino se orienta al el bien del
hombre (cf. Gén 2,18), como se deduce, entre otras cosas, del recurso frecuente
al adjetivo «bueno» (cf. Gén 1,4-31). De este modo, la humanidad es situada en
una «relación de creación» frente a Dios: el don originario y gratuito del Creador
requiere la respuesta del hombre.
Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-4;
etc.), son la voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del verdadero
Dios en la complicada historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11): ellos
proclaman: “Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abraham tu bondad, como
antaño prometiste a nuestros padres” (Miq 7,20).
La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4),
enteramente fiable (Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se
podrán mantener firmes (Is 7,9) sin temor de perderse (Os 4,10).
72. Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien
entra en su alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a
cada uno que recorra el camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los
profetas, en el curso de la historia, son los heraldos de la justicia perfecta, la que
Dios realiza (Is 30,18; 45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof 3,5) y la que Él pide a los
hombres (Is 1,17; 5,7; 26,2; Ez 18,5-18; Am 5,24); aquellos no sólo recuerdan las
directivas del Señor, explicitando su sentido, sino que denuncian con valentía
cualquier desviación de la vía del bien por parte de los individuos y de las
naciones. De este modo llaman a la conversión, amenazando con el castigo justo
por los crímenes cometidos, y anuncian la catástrofe inevitable sobre aquellos
que, en su perversión, no quieren escuchar la amonestación divina (Is 30,12-14;
Jer 6,19; 7,13-15).
Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer
30,3.18; 31,23; Ez 16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del
mundo, pues anuncian nuevos cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer 31,22).
El acontecimiento del perdón divino, que va acompañado de una inaudita riqueza
de dones espirituales (Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-22; Jl 3,1-2) y se hace
visible en el florecimiento extraordinario del pueblo restaurado en formas
institucionales perfectas (Is 54,1-3; 62,1-3; Jer 30,18-21; Os 14,5-9), lo cual
ocurre de hecho en el acontecimiento definitivo de la historia, no podía ser
previsto ni imaginado por la mente humana: «Desde ahora –dice el Señor por
medio de Isaías– te hago oír cosas nuevas, secretos que no conocías. Solo ahora
son creadas, no desde antiguo ni antes de hoy; no las habías oído y no puedes
decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es el Señor, por medio de los profetas, quien
revela sus proyectos, infinitamente superiores a cuanto las criaturas pueden
concebir (Is 55,8-9); y es en la manifestación eficaz de la gracia como Dios da a
conocer la perfección de su verdad, llevando a cumplimiento el sentido de la
historia.
Esta Palabra de promesa es veraz precisamente porque se cumple (Dt 18,22; Is
14,24; 45,23; 48,3; Jer 1,2; 28,9): «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo,
y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla
germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será la palabra
que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará
a cabo mi encargo» (Is 55,10-11). El acontecimiento único y epocal produce una
alianza eterna (Is 55,3; Jer 32,40; Ez 16,60). De aquí brota la alabanza, efecto
último de la salvación: «Señor, tú eres mi Dios, te ensalzaré y alabaré tu nombre,
porque realizaste magníficos designios, constantes y seguros desde antiguo» (Is
25,1).
Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la
promesa (Hch 3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la
salvación (Hch 13,26): en la Pascua del Señor Jesús verán, con actitud adorante,
la manifestación plena del Dios fiel, justo y misericordioso.
74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial
sobre Dios y sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal,
sino una persona que escucha y responde. Cada israelita sabe que puede volverse
a Él en cualquier circunstancia de la vida: en la alegría y en el dolor. Dios se ha
revelado como el Dios presente (cf. Éx 3,14), que conoce a la persona que ora y
siente hacia ella el interés más vivo y benévolo.
La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como
respuesta al grito angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a
socorrernos!» (Sal 44,27). Dios es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2),
«alcázar» (vv. 8.12) para indicar el poder con el que protege a sus fieles reunidos
en Sión. Todos son invitados a reconocerlo: «Venid a ver las obras del Señor» (v.
9). Luego el Salmo precisa cuáles son estas obras: «Pone fin a la guerra hasta el
extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los
escudos» (v. 10). El Señor mismo se vuelve a los fieles, diciendo: «Rendíos,
reconoced que yo soy Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra» (v.
11). Los adversarios deben dejar de presentar batalla, deben reconocer al Señor y
su majestad universal, que alcanza a todas las gentes y toda la tierra. La
intervención poderosa de Dios en favor de Sión tiene un significado universal: Él
trae la paz no sólo a la ciudad de Dios (cf. v. 5), sino a todas las naciones, a toda
la tierra (cf. v. 11).
En realidad, los dos términos, que en un cierto sentido describen dos modalidades
(paterna y materna) del amor de Dios, se usan conjuntamente: «Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas» (Sal 25,6; cf. 103,13). Dios ama al
hombre –incluso si este es pecador– como una madre a su hijo; lo ama con un
amor que no es fruto de los méritos, sino totalmente gratuito, con un amor que
constituye una exigencia esencial del corazón. Al mismo tiempo lo ama como un
padre, con un amor generoso y fiel. Las dos dimensiones del amor de Dios
evocadas al comienzo de Sal 51 son como dos coordinadas de la justicia de Dios
que justifica al pecador. El Dios, que ama y es misericordioso (v. 3; cf. v. 20), es
al mismo tiempo el Dios que juzga (v. 6; cf. v. 16).
La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)
- La compasión o piedad amorosa: «Misericordia, Dios mío» (v. 3). Aquí se usa
el verbo «tener piedad / misericordia» (hanan) (cf. Sal 4,2; 6,3 y otros), que
indica un «volverse» gratuito del soberano hacia su súbdito. El que se ha
rebelado contra Dios y se ha hecho abominable a sus ojos pide hallar su
compasión. Esta le levantará de su miseria más profunda, que es la miseria del
pecado.
- La enseñanza interior: «Te gusta un corazón sincero y en mi interior me
inculcas sabiduría» (v. 8). Dios obra en la conciencia del pecador, obnubilada por
el pecado, e introduce en ella la luz de la verdad, que permite reconocer los
pecados, y la irradiación de su sabiduría, que abre los ojos a la recta conducta.
- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios, crea
en mí un corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante suplica
por tres veces recibir el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de «tu santo
espíritu», «un espíritu generoso» (vv. 12.13.14). Pide una renovación interior y
permanente, para la cual es decisiva la presencia del Espíritu de Dios, de quien
proviene «la alegría de la salvación» (v. 14).
77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido entre
los libros de la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su contenido es
muy singular. Reconocido como texto inspirado e integrado en el Canon
cristiano, ha dado lugar a una original interpretación cristológica. El Cantar es un
poema que celebra el amor conyugal como plenitud de la experiencia humana, es
decir, como amor que consiste en la búsqueda reciproca y en la comunión
personal entre el hombre y la mujer. Esta búsqueda y comunión contienen un
dinamismo fascinante e infinito que transfigura a dos criaturas humanas –un
pastor y una joven– en un rey y una reina, en una pareja real.
Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación a
los enemigos de su pueblo, el autor explica las razones de tal comportamiento.
Aun reconociendo que “bien podía tu mano omnipotente, que había creado el
mundo de materia informe, enviar contra ellos manadas de osos” (Sab 11,17),
añade: “Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los
pecados de los humanos para que se arrepientan” (Sab 11,23; cf. Sal 103,8-12;
130,3-4; Ex 34,6-7). La moderación con respecto a Egipto (Sab 11,15-12,2) no es
un signo de debilidad; todo lo contrario, Dios actuó así porque se compadece “de
todos” y porque quiere llevar los hombres a la conversión, de modo que,
renunciando a la maldad, alcancen la fe en él: “Por eso corriges poco a poco a los
que caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal,
crean en ti, Señor” (Sab 12,2). La omnipotencia de Dios no se manifiesta en su
fuerza, sino, todo lo contrario, en su misericordia. La potencia divina no es fuente
de juicio, sino de perdón (cf. Eclo 18,7-12; Rm 2,4). Lo que motiva la compasión
de Dios es precisamente su omnipotencia. La misericordia de Dios se manifiesta
también en el modo en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab 12,8): los
trata con benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal
78,39). Si Dios se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo
ha hecho por impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).
El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de todo
el Antiguo Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que
hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres indulgente
con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26).
Dios no puede no amar lo que Él mismo ha formado, porque su espíritu
incorruptible está en todas las cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha creado todas las
cosas para salvarlas, se compadece de todos en orden a la conversión y no quiere
destruir nada de lo que ha creado (Sab 11,26).
El amor de Dios por sus criaturas no es un amor estático, sino dinámico, se revela
en la acción. El hecho de que las criaturas permanezcan en la existencia y el
hecho de que se conserve su ser multiforme, activo, misterioso, son la prueba
más tangible del amor de Dios en acción.
80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como
omnipotencia y misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración
emocionados. Dios es omnipotente y en su providencia concede al escriba la
sabiduría (Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue de ella (Eclo 10,5); además da
al pobre la riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede igualmente el decreto sobre
la muerte de cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de Dios resalta su
misericordia: “¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién conseguirá narrar
sus misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de la criatura, hecha de
carne y de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha mostrado magnánimo con el
hombre, volcando su misericordia (Eclo 18,10) sobre “todo ser viviente” (Eclo
18,13; cf. Sab 11,21–12,18; Sal 145,9). Esta indulgencia de Dios no debe servir
para quitar responsabilidad al hombre, sino que es más bien una invitación a la
conversión: “Retorna al Señor y abandona el pecado, reza ante su rostro y
elimina los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la injusticia” (Eclo
17,25-26).
2.7.2. El libro de Job y el libro del Eclesiastés: la inescrutabilidad de Dios
Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al final
entiende que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que hace en el
mundo (Job 42,5). Mirando el universo y la humanidad con los ojos de Dios,
puede confesar su error de perspectiva y el hecho de haber ido demasiado lejos;
por ello dice: “Yo me retracto” (Job 42,6a). Para Job la sabiduría consiste ahora
en confesar que es posible reconocer que Dios es justo sin necesidad de
comprenderlo totalmente; y el hombre puede comprometerse en la fidelidad a Él
sin conocer “de principio a fin” (Ecl 3,11) el sentido de lo que Dios ha hecho.
Dios sigue siendo un misterio insondable para los humanos.
Conclusión
Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la
Sabiduría y del Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por otra,
son muy diferentes. De acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser
alcanzada mediante la razón y/o mediante el conocimiento de la Torá; el libro de
Job y del Eclesiastés insisten, por su parte, en la incapacidad humana para
comprender el misterio de Dios y de su actividad: sólo resta la confianza que los
creyentes tienen en el mismo Dios, pese a no comprender la lógica de los
acontecimientos y del mundo. El Nuevo Testamento cambia el horizonte de la
reflexión y muestra que la verdad va más allá de la comprensión que de ella tiene
la sabiduría de Israel y se manifiesta de forma plena y definitiva en la persona de
Cristo.
3.1. Los Evangelios
Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y
nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Jesús afirma una relación exclusiva de
conocimiento recíproco entre él y Dios. Dios conoce a Jesús como a su propio
Hijo (Mt 3,17; 17,5; Lc 3,22; 9,35) y Jesús conoce a Dios como a su propio
Padre, con el cual mantiene una relación absolutamente única. Este conocimiento
del Padre es la base de la capacidad singular de Jesús para revelar a Dios, para
dar a conocer su verdadero rostro. Por otra parte, la revelación que hace Jesús de
Dios como Padre implica siempre la revelación de sí mismo como Hijo. De esta
capacidad singular de Jesús se deriva que el objetivo principal de su misión es la
revelación de Dios. No sólo las palabras, sino también las obras y todo el camino
de Jesús revelan a Dios y requieren una atención continuada y vigilante a dicha
revelación.
La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se
explicita de un modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra
particularmente en el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a conocer a
sus oyentes que su Padre conoce sus necesidades antes de que se las pidan (6,8),
y les enseña a dirigirse a Dios llamándolo “Padre nuestro que estás en el cielo”
(6,9). Los instruye sobre la solicitud que Dios tiene por ellos y,
consiguientemente, sobre lo superfluas que resultan las preocupaciones humanas
(6,25-34). El Padre bueno con los buenos y con los malos (5,45) constituye el
modelo de su actuación: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto” (5,48). Sólo “el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los
cielos” (7,21) –dice Jesús– se halla en el camino adecuado y se libra del castigo
final (cf. 7,24-27). Los oyentes de Jesús son “la luz del mundo” (5,14) y tienen la
tarea de dar a conocer al Padre por medio de sus buenas obras, de modo que los
hombres “den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (5,16). Revelando al
Padre, Jesús encomienda también la tarea de dar a conocer al Padre.
86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios, constituye
un modelo siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las relaciones con
Dios Padre, que es la fuente de toda salvación.
La curación de enfermos y la liberación de endemoniados son una parte esencial
del ministerio de Jesús. Mateo pone el mismo sumario al principio (4,23) y al
final (9,35) del gran exordio de la actividad de Jesús (5,1–9,34), que, en la
segunda parte, expone una serie de sus intervenciones prodigiosas (8,1–9,34). En
dicho sumario se mencionan dos obras de Jesús: el anuncio del evangelio del
Reino y la curación de “toda clase de enfermedades y dolencias en el pueblo”
(4,23). En esta actividad se ponen de manifiesto tanto las dolencias y necesidades
de los hombres como la capacidad generosa y poderosa que tiene Jesús para
superar tales miserias. El heraldo del Reino de Dios otorga eficazmente la salud
del cuerpo y manifiesta la compasión de Dios por su criatura que sufre y su
voluntad de salvarla. Esta actividad de Jesús es acogida con entusiasmo; Mateo
dice: “Le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y
dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curó”(4,24). En no pocos
relatos se resalta que Jesús no impone la curación, sino que presupone la fe de los
que acuden a él (cf. Mt 8,10; 9,22.28; 15,28). La narración de su visita a Nazaret
se concluye con la observación de que “Y no hizo allí muchos milagros, por su
falta de fe”(Mt 13,58).
Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen el
objetivo del ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le explica a
José el significado del nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). La mayor miseria de los
humanos no son las enfermedades, sino los pecados, es decir, la alteración y la
ruptura de la relación con Dios y con el prójimo. Los hombres son incapaces de
salir de esta mísera condición y tienen necesidad de un salvador poderoso que los
reconcilie con Dios. El nombre “Jesús” significa “el Señor salva”; en la persona
de su Hijo Jesús Dios ha mandado el Salvador de Israel y de toda la humanidad.
Jesús se acerca a los pecadores no como juez, sino como médico lleno de
misericordia, para sanarlos, y los llama a la conversión (Mt 9,12-13). El da “su
vida en rescate por muchos” (Mt 20,28; Mc 10,45). Su sangre es “la sangre de la
alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28).
El sacrificio de su vida sella la alianza nueva y definitiva de Dios con Israel y con
la humanidad, la reconciliación de Dios con los humanos. Esta es un don gratuito
de Dios. Depende de la libre decisión de los hombres aceptar la invitación a
salvarse o bien rechazarla y perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).
87. En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad
sobre Dios y la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn 3,16:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que
cree en él, no perezca sino que tenga vida eterna”. Dios manda a su Hijo para
salvar a los hombres, pero precisamente con este envío se da a conocer a sí
mismo, revelando su relación con el Hijo y su amor al mundo. Se determina de
este modo para los humanos una correlación intrínseca entre su conocimiento de
Dios y su salvación. De hecho, sobre la vida eterna en que consiste la salvación
plena afirma Jesús: “Esta es la vida eterna:que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”(17,3). El mediador es Jesús, Verbo de Dios
e Hijo de Dios hecho carne (1,14). Él revela al Padre (1,18) y trae la salvación de
los hombres; mejor dicho, revelando al Padre, revela la salvación.
Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo
con el Padre; la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los
hombres a la salvación.
88. El rasgo fundamental y más característico de la relación del Hijo con el Padre
es su perfecta unidad. Jesús dice: “Yo y el Padre somos uno” (10,30) y: “El Padre
está en mí y yo en el Padre” (10,38; cf. 17,21.23). Esta unión se expresa como
íntimo conocimiento recíproco y como amor sublime: “El Padre me conoce y yo
conozco al Padre”, dice Jesús (10,15); el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17;
15,9; 17,23.24.26) y el Hijo ama al Padre (14,31).
La orientación salvífica de esta múltiple dependencia del Hijo respecto del Padre
es evidente. En virtud de la vida que posee en sí mismo y conforme a la voluntad
del Padre, el Hijo resucita a los muertos en el último día (6,39-40). Las palabras
que ha oído del Padre son la doctrina que Jesús comunica a los hombres (cf. 7,16;
17,8.14). Las obras que aprende del Padre son los signos que constituyen el
núcleo de su actividad y que, escritos y transmitidos en el Evangelio, son la base
para la fe de las futuras generaciones (20,30-31). Así resulta claro que no
podemos abordar la relación entre el Padre y el Hijo sin considerar el significado
de dicha relación para la salvación del hombre; es evidente que la relación entre
el Padre y el Hijo posee una cualidad salvífica intrínseca.
Ya en el diálogo con Nicodemo dice: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente
en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15para que todo el que
cree en él tenga vida eterna” (3,14-15). En otro pasaje dice: “Cuando levantéis en
alto al Hijo del hombre, sabréis que ‘Yo soy” (8,28); es decir, los hombres
comprenderán la verdadera identidad de Jesús como Hijo de Dios. Sobre sí
mismo elevado en la cruz dice igualmente Jesús “Atraeré a todos hacia mí”
(12,32). Él será “el grano de trino” que “cae en la tierra” y, muriendo, “da mucho
fruto” (12,24). Su elevación sobre la tierra es al mismo tiempo su glorificación
(cf. 12,23.28; 17,1.5), es decir, la plena revelación, tanto de su amor al Padre que
se expresa en la obediencia al envío y a la voluntad del Padre (14,31; cf. 4,34),
como del amor ilimitado que manifiesta el Padre enviando y entregando a su Hijo
para salvar al mundo (3,16). Aceptando la hora que ha sido determinada por el
Padre, Jesús lleva su amor a los suyos “hasta el extremo”, hasta el final (13,1). Y
su última palabra, que precede a su muerte en la cruz, es: “Está cumplido”
(19,30). Muriendo en la cruz, cumplió la obra que el Padre le había confiado para
la salvación de los hombres; reveló, no sólo de palabra, sino también con las
obras, su amor y el amor del Padre hacia los hombres.
Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre, Jesús
revela el significado salvífico de su persona especialmente en las frases que
comienzan con la afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe entenderse
a la luz de la revelación de Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14)–, Jesús
expresa que Dios Padre está presente en su persona y, al mismo tiempo, concreta
el efecto salvador de dicha presencia. La locución “Yo soy” sin ningún
complemento la usa Jesús en tres ocasiones: cuando camina sobre las aguas
(6,20), respecto de sí mismo elevado sobre la cruz (8,28) y en el aserto solemne:
“En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy” (8,58); en
estos casos afirma siempre su presencia salvífica fundada en su perfecta unión
con el Padre. En otros siete casos la expresión “Yo soy” va seguida de un
complemento que introduce la referencia a realidades fundamentales de la vida
humana. Sólo podemos aludir brevemente al significado de las afirmaciones
correspondientes.
En la primera Jesús dice: “Yo soy el pan de vida” (6,35.48.51). Es preciso añadir
inmediatamente que el término “vida” aparece de forma explícita en otras dos
declaraciones (11,25; 14,6), y de manera implícita se halla presente en todas. La
vida terrena es el bien fundamental, la base de todos los demás bienes. Jesús
revela que la vida eterna, que consiste en la unión más viva y completa con Dios
(cf. 17,3), es el bien más alto, es la salvación perfecta. La sentencia de Jesús
relativa al pan contiene tres afirmaciones dobles: 1. El pan os mantiene en la vida
terrena. De mí recibís la vida eterna. 2. Dependéis del pan (del alimento) para
vivir; sin el pan la vida se acaba. Dependéis de mí para obtener la vida eterna; no
podéis obtener esta vida por vosotros mismos. 3. Para poder vivir debéis comer el
pan; quien no come muere. Para poseer la vida eterna debéis creer en mí; quien
no cree perece.
Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se
estructuran de forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con ella
en cuanto a su significado salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno de los
signos de Jesús y/o se encuentran en el marco de una instrucción extensa; el
contexto aclara el significado.
La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina
en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35). Caminar en
tinieblas, sin luz es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera meta (cf. 8,14), el
Padre; él busca el camino justo y lo muestra a los discípulos. Con la frase
siguiente, “Yo soy la puerta” (10,7.9), Jesús dice que Él es el verdadero
acceso hacia las ovejas (10,7): los verdaderos y auténticos pastores del pueblo de
Dios son solo las personas a las que Jesús ha encargado de serlo y que vienen en
su nombre (cf. 21,15-17). Jesús es además la puerta para las ovejas: solo por
medio de él encuentran los fieles un alimento bueno y abundante para tener vida
en plenitud (10,10). Al mismo ámbito parabólico pertenece la otra afirmación de
Jesús: “Yo soy el buen pastor” (10,11.14); en ella se resalta el cuidado solícito de
Jesús por los suyos, el cual llega hasta entregar la propia vida y se caracteriza por
una familiaridad recíproca (10,14-18).
La última afirmación, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (15,5; cf. 15,1),
resume de algún modo la relación entre Jesús y los hombres: los sarmientos sólo
pueden vivir y dar fruto si permanecen en la vid. La pregunta: “¿Qué deben hacer
entonces los hombres para estar unidos a Jesús”? nos lleva a la consideración que
abordamos en el punto siguiente.
90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él (sus
palabras y su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en
vosotros…” (15,7), y: “Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de Jesús
comprenden toda la revelación que él ha traído. Tienen su origen en el Padre (cf.
14,10; 17,8) y permanecen en el que las acepta creyendo en Jesús (cf. 12,44-50).
Éste es el núcleo de la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en
mí”(14,11). Por otra parte, en el amor de Jesús se permanece acogiéndolo con
gratitud viva y teniendo confianza total en él; pero también, observando su
mandamiento: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (15,12; cf.
13,34). Creer en Jesús, en sus palabras y en su amor, y amar a los otros son la
forma de permanecer en él, de mantener la unión con él, que es la vid, es decir, la
fuente de toda vida y salvación (cf. 1 Jn 3,23).
91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento; refieren la
verdad que Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de Dios,
Jesucristo, ha sido llevada a cumplimiento y anunciada más allá de los límites del
pueblo elegido, de modo que “no hay griego ni judío” (Gal 3,28). A diferencia de
los Evangelios, todos los cuales son posteriores a su epistolario, Pablo no
considera tanto el pasado cuanto la actuación y el futuro de la vida en Cristo de
las comunidades cristianas, fundadas por él o por otros, pero unidas todas por la
misma respuesta de fe y de amor.
Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante
escasos. Conviene señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los
títulos que atribuyen los evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta,
hijo de David, Hijo del hombre), mientras que prevalecen los que se refieren
directamente al Resucitado, tales como Señor (Fil 2,11), Cristo (con la tendencia
a emplearlo como nombre propio de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.), Hijo de Dios (Rm
1,4; Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor 4,4) y otros. El interés personal y
pastoral de Pablo se concentran de forma casi exclusiva en la muerte y la
resurrección del Señor y en los efectos salvíficos que proceden de ellas. El
Apóstol vive “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal
2,20). Por ello se enfrenta encarnecidamente con quienes deforman esta “verdad
del Evangelio” (Gal 2,5), y se opone incluso a “Cefas” (Gal 2,11). En cierto
sentido Pablo comienza donde terminan los Evangelios.
Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las otras
Iglesias, y pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de Dios de
entre vosotros o ha llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta Iglesia hay
muchas divisiones: grupúsculos que, incluso polémicamente, se remiten a
diversas personalidades eclesiales (cap. 1–4); celebraciones de tinte “clasista” de
la misma Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones por los carismas más
aparentes (cap. 12–14). Tal situación de división explica el amplio alcance del
saludo inicial de Pablo: “A la Iglesia de Dios en Corinto, a los… llamados santos,
con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Precisamente a esta comunidad, amenazada
por tantos peligros de disgregación, la exhorta Pablo a recordar los muchos
importantes factores de unidad: Cristo indiviso (1,13); el bautismo en un solo
Espíritu (12,13); la eucaristía (10,14-17; 11,23-34); el amor (8,1; 13; 16,24).
Pero “la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm 6,9). Aquí debemos notar
además que Pablo no presenta nunca la resurrección como un hecho
independiente de la cruz. Entre el crucificado y el resucitado hay una identidad
absoluta, es decir, no se interrumpe la continuidad entre el que “se humilló a sí
mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”, y aquel a quien
“Dios exaltó y le concedió un nombre sobre todo nombre”, es decir, el nombre de
“Señor” (Kyrios: Flp 2,8-9.11). Si se mirara solo al crucificado, no se encontraría
ninguna diferencia entre Jesús y los otros dos malhechores que fueron
condenados junto con él, ni siquiera con el heroico crucificado Espartaco. Por
otro lado, si se tuviera en cuenta solo al resucitado, se acabaría en una religión
abstracta, alienante, que se olvidaría de la vía (crucis) que es preciso recorrer
antes de llegar a la gloria. En cualquier caso, fue el encuentro con Cristo
vencedor de la muerte lo que hizo que Pablo entendiera la vitalidad del
crucificado, y no al revés. Esto ha sido posible tanto por la experiencia personal
del Apóstol (Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1; 15,8), como por la mediación de la Iglesia
(1 Cor 11,23; 15,3: “Porque yo os transmití… lo que también yo recibí”).
Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el uso
de dicha metáfora, Pablo había señalado ya la fuente originaria de esta unidad:
“Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se subraya
hasta qué punto las diferencias, armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan la
unidad divina originaria, en la que se hallan enraizadas. Lo da a entender
igualmente la preciosa bendición final de 2 Cor 13,13: “La gracia del Señor
Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con
todos vosotros”. Este augurio de Pablo no comienza hablando de Dios Padre,
sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha introducido en el misterio trinitario (Rm
8,39). Finalmente, debemos notar así mismo el papel de crear comunión que se
atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a él realizar la obra de la salvación
a través de los siglos: “Para que la bendición de Abrahán alcanzase a los gentiles
en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por la fe la promesa del Espíritu” (Gal
3,14). Así todos han sido embebidos del mismo Espíritu (1 Cor 12,13), y forman
una comunidad fraterna, diversificada pero unánime. El don inestimable de esta
unidad, que ha superado incluso la antigua división entre “judío y griego” (Rm
10,12; 1 Cor 1,24; 12,13; Gal 3,28), obliga a caminar “en una vida nueva” (Rm 6,
4), “en la novedad del Espíritu” (Rm 7,6) de modo que, “si alguno está en Cristo,
es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).
Pablo no ofrece ninguna descripción de esa vida, sino que afirma simplemente:
“Estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17; cf. 2 Cor 5,8). Reconoce en esta fe
y en esta esperanza una gran fuerza de estímulo y de consuelo y, al final del
pasaje, dice a los cristianos de Tesalónica: “Consolaos, pues, mutuamente, con
estas palabras” (1 Ts 4,18). Considerando su propia muerte, Pablo afirma:
“Deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor” (Fil 1,23). Estar
con Cristo, que está con el Padre; es decir, la definitiva y perfecta comunión de
vida con Él y, en Él, con todos los miembros de su Cuerpo, se presenta como la
plenitud de la salvación (cf. 1 Cor 15,28; anche Jn 17,3.24).
3.5. El Apocalipsis
Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto en
general y, específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano
frente a las iniciativas hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar,
pensando en el Reino de Dios, la certeza de su plena actualización. El Reino se
realizará en la tierra, en la zona del hombre, con toda la plenitud con que fue
proyectado en el nivel altísimo de Dios.
Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el
conjunto de su contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su formación
concreta. Los dos aspectos, unidos, se suman, ofreciendo un panorama cautivador
y unitario del Reino de Dios y de su desarrollo. Esta es la verdad revelada típica
del Apocalipsis, que ahora pasamos a considerar en detalle.
La primera de las cuatro atribuciones del término “veraz” a Dios Padre se refiere
a él personalmente. Los mártires, que se encuentran ya en contacto directo con
Dios, constatando la presencia persistente del mal en el mundo, dirigen a Dios
una pregunta crucial y cargada de emotividad, gritando en voz alta: “¿Hasta
cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra
sangre de los habitantes de la tierra?” (Ap 6,10-11). Los mártires, contemplando
a Dios directamente, perciben la omnipotencia absoluta que lo hace “soberano”
de todo; ven a Dios “santo” y, en cuanto tal, contrapuesto radicalmente al mal y
con el impulso irresistible a eliminarlo; ven a Dios “veraz”, con una coherencia
absoluta entre todo lo que es en sí mismo y su acción en la historia, y le
preguntan, turbados, hasta cuándo se va a retrasar su actuación. Y Dios responde
asegurándoles que su actuación para superar el mal se producirá infaliblemente,
pero se realizará de forma gradual de acuerdo con su plan. Mientras, los mártires
reciben inmediatamente una participación directa en la resurrección de Cristo
simbolizada en las “túnicas blancas” (Ap 6,11) que se les entregan.
99. En el paso de don desde Jesucristo a los hombres, propio del proyecto del
Reino de Dios, se inserta tres veces el término “verdadero”(Ap 3,7.14; 19,9),
introduciendo una comprensión más completa del propio Reino y de su
desarrollo.
En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap 3,7),
situándose así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían gritado:
“Santo y veraz” (Ap 6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el Padre, la
plenitud de la divinidad. Cuando el Padre y Jesús entran en la historia de los
humanos, son calificados de veraces, en el sentido, ya indicado, de que existe una
correspondencia perfecta entre su divinidad y su implicación en la historia. Su
contacto con los hombres, en el gran proyecto de Dios, no se producirá a un nivel
reducido.
Mirando a Jesucristo implicado con los hombres, surge otro aspecto de su
presencia en la concretización de la historia: el testimonio del Padre del que es
portador. Como “Palabra viva” ve directamente al Padre en su inmensidad; como
“Palabra encarnada” está en contacto de adhesión con el hombre,
comprendiéndolo hasta el fondo. Su testimonio podrá poner así al alcance de los
hombres, sean como sean y se encuentren donde se encuentren, la riqueza infinita
del Padre, a quien él ve. Al definirse a sí mismo como “el testigo fiel y veraz”
(Ap 3,14), subraya que su testimonio “fiel” se corresponde completamente con la
riqueza infinita del Padre y está al mismo tiempo en un contacto de adhesión con
el hombre. Además, con el calificativo de “veraz” se explicita que Jesucristo
compromete en su testimonio la plenitud de su divinidad y de su humanidad. La
riqueza infinita del Padre que se nos revela, así, en Jesucristo da cuerpo y espesor
a la verdad revelada del gran proyecto del Reino. La revela y la da.
100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9), el
Ángel intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas
palabras verdaderas son de Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos en el
Apocalipsis son todas, en su raíz, palabras propias de Dios, pasan y se condensan
en Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde Jesucristo y por mediación del
Espíritu se irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son llamadas “verdaderas”
porque son capaces de llevar y de aplicar al hombre que las acoge toda la riqueza
de Cristo y de Dios de la que son portadoras.
El segundo uso tiene una formulación literaria más compleja. En el texto
correspondiente se alternan una intervención directa de Dios, una continuación
del discurso por parte del ángel intérprete y, una vez más, una intervención de
Dios que concluye: “Y dijo el que está sentado en el trono: ‘Mira, hago nuevas
todas las cosas’. Y dijo (el ángel intérprete): ‘Escribe: estas palabras son fieles y
verdaderas’. Y me dijo (Dios sentado en el trono): ‘Hecho está. Yo soy el Alfa y
la Omega, el principio y el fin…’”(Ap 21,5-6). La afirmación solemne que hace
Dios, a quien se presenta “sentado en el trono” y que es contemplado como el
principio determinante de todo el desarrollo de la verdad revelada, de todo el
devenir del Reino, manifiesta el objetivo constante que lo mueve: quiere
imprimir en todas las cosas, comenzando por el hombre, la novedad de Cristo. La
reanudación del discurso que el ángel intérprete dirige a Juan subraya el valor de
lo que se pondrá por escrito: todas “estas palabras” de Dios (cf. Ap 19,9),
comenzando por las que acaba de pronunciar, son “fieles”, es decir, corresponden
adecuadamente al objetivo de Dios, que las destina al hombre a través de
Jesucristo. Puesto que tienen, además, un contenido dinámico plenamente
coherente con las exigencias de Dios y las aspiraciones del hombre, se dice de
ellas que son “verdaderas”, pues son portadoras de toda la “novedad” de Cristo y
capaces de comunicarla.
4. Conclusión
102. El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al
lector al encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y
manifestación última de la verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías
diversas.
Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo
Testamento y el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al
vocabulario de la “necesidad” y al del “cumplimiento” (o del
“perfeccionamiento”) para expresar el modo en el que la vida y la obra de Cristo
se refieren a las tradiciones del Antiguo Testamento (cf. Mt 26,54; Lc 22,37;
24,44). El contenido de las Escrituras, para que sea verdadero, debe cumplirse
necesariamente, y este cumplimiento se ha realizado plenamente en la vida,
muerte y resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24; Hch 1,16). La misma persona
de Cristo otorga su sentido último a tradiciones muy distintas: lo vemos, por
ejemplo, en el relato del capítulo 24 del Evangelio de Lucas, en el que Jesús en
persona muestra cómo su historia individual ilumina las tradiciones de la Torá,
de los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es así la respuesta a las
esperanzas de Israel y cumple la revelación de Dios. Cristo “recapitula” las
principales figuras de la primera alianza y establece un vínculo de unión entre
ellas: Él es el Siervo, el Mesías, el mediador de la nueva alianza, el Salvador.
Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que se
había revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el
contexto de la primera alianza. La verdad de Cristo se consigna en las tradiciones
neotestamentarias, que vinculan de manera inseparable el testimonio ocular de
los primeros discípulos con la recepción, en el Espíritu, de aquel testimonio por
parte de las primeras comunidades cristianas.
¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género humano,
que constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y definitiva
expresión en Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en la actuación
de Jesús. Él revela al Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19), al Dios
que es y vive en sí mismo la comunión perfecta. Jesús llama a sus discípulos a la
comunión de vida consigo en el seguimiento (Mt 4,18-22) y les encomienda
hacer discípulos suyos a gente de todos los pueblos (Mt 28,19). Expresa, además,
su mayor deseo cuando pide al Padre: “Que también ellos estén conmigo donde
yo estoy y contemplen mi gloria” (Jn 17,24). Esta es la verdad revelada por y en
Jesús: Dios es comunión en sí mismo y Dios ofrece la comunión con él por
medio de su Hijo (cf. Dei Verbum, n. 2). La inspiración, cuyo carácter trinitario
hemos reconocido en los autores del Nuevo Testamento, se presenta como el
camino adecuado para la comunicación de esta verdad. Entre la inspiración y la
verdad de la Biblia hay correspondencia.
TERCERA PARTE
1. Introducción
Tenemos que profundizar este último aspecto. También hoy la verdad contenida
en una novela difiere de la de un manual de física; hay diversas modalidades de
escribir la historia, que no siempre es una crónica objetiva; la poesía lírica no
expresa lo que se encuentra en un poema épico, etc. Lo mismo vale para las
literaturas del Próximo Oriente Antiguo y del mundo helenista. En la Biblia
encontramos diversos géneros literarios que estaban en uso en aquel área cultural:
poesía, profecía, narración, dichos escatológicos, parábolas, himnos, confesiones
de fe, etc.; cada uno de ellos tiene su propia forma de presentar la verdad.
El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista de
la tierra de Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los
Macabeos contienen ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una
crónica histórica del pueblo de Israel. En la historia de la salvación el
protagonista no es Israel ni los hombres, sino Dios. Los relatos bíblicos son
narraciones teologizadas. Su verdad –que en las secciones precedentes se ha
ilustrado con algunos textos– se deduce de los hechos narrados, pero sobre todo
de la finalidad didáctica, parenética y teológica buscada por el autor que ha
recopilado estas antiguas tradiciones o elaborado el material contenido en los
archivos de los escribas, con el fin de transmitir una intuición profética o
sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para su generación.
105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y
palabras intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la
salvación” no existe sin un núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la
inspiración abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento “con todas sus partes” (n.
11), no podemos eliminar ningún pasaje de la narración; el exegeta debe
esforzarse por encontrar el valor que tiene cada inciso en el contexto de todo el
relato por medio de los distintos métodos enumerados en el documento de la
Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Chiesa[4].
Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas
(sobre el Éxodo y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo pueblo
siente, en efecto, la necesidad de conocer y de expresar, para sí mismo o para
otros, de dónde viene, su procedencia geográfica y temporal, en otras palabras, su
origen. Lo mismo que los pueblos de su entorno, los israelitas de los siglos V-IV
a.C. comenzaron a contar su pasado. Lo hacían en relatos que retomaban
tradiciones antiguas, no sólo para decir que tenían un pasado más o menos rico,
como lo tenían los otros pueblos, sino también para interpretarlo y valorarlo con
la ayuda de su fe.
108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte
esencial de las lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de
Pascua. Dicho relato se basa en una antigua tradición que recuerda la liberación
del pueblo reducido a esclavitud. Esa tradición oral, puesta por escrito, fue objeto
de múltiples “relecturas” y, por último, fue insertada en la narración del Éxodo y
en la Torá. En este marco la liberación de Israel es presentada como una nueva
creación. Lo mismo que Dios creó el mundo separando el mar de la tierra seca,
así “creó” al pueblo de Israel trazando para él un camino por la tierra seca a
través del mar. Así, pues, el relato une estrechamente una antigua tradición
narrativa a una interpretación teológica basada en la teología de la creación.
Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad
didáctica y edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la tradición
sapiencial. Es una composición literaria con el conocido esquema –redoblado por
el paralelismo entre Tobit y Sara– del comportamiento del justo que, afligido por
las tribulaciones, ora al Señor, el cual le envía la salvación.
110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de
los Doce Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue
considerado muy pronto como un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que habría
que colocar históricamente en el contexto del dominio asirio, supuesto por el
relato, antes de que los babilonios y los medos destruyeran Nínive en el año 612
a.C. Tal consideración parece confirmarla el hecho de que el mismo Jesús remite
al episodio más llamativo del relato sobre el profeta, los tres días y las tres
noches en el vientre del cetáceo, como signo “histórico” que prefigura el
acontecimiento de su propia resurrección (Mt 12,39-41; Lc 11,29-30; Mt 16,4).
Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una ciudad
tan inmensa que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)– pueden ser
considerados hipérboles; entre los elementos estructurales son inverosímiles, por
el contrario, el pez que se traga a Jonás y lo mantiene vivo tres días y tres noches
en su vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así como la pretendida conversión de
todos los ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras cosas, no hay ninguna huella en
los documentos asirios.
111. Sólo Mateo y (1–2) y Lucas (1,5–2,52) antepusieron a sus respectivas obras
un llamado “evangelio de la infancia”, en el que se exponen los orígenes y el
comienzo de la vida de Jesús. En este caso podemos señalar grandes diferencias
entre los dos relatos, así como la presencia de hechos extraordinarios que causan
admiración, como la concepción virginal de Jesús. De aquí surge la cuestión
sobre la historicidad de tales narraciones. Exponemos las diferencias y las
convergencias que se descubren entre los dos relatos y tratamos de determinar el
mensaje de los mismos.
a. Las diferencias
b. Las convergencias
112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de
Jesús, era prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David (Mt
1,20; Lc 1,27). Los dos no viven juntos antes de la concepción de Jesús, que
ocurre por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el padre
natural de Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc 1,34). El nombre de Jesús lo comunica un
ángel (Mt 1,21; Lc 1,31), junto con su significado salvífico (Mt 1,21; Lc 2,11).
Jesús nace en Belén en tiempos del rey Herodes (Mt 2,1; Lc 2,4-7; 1,5) y crece
en Nazaret (Mt 2,22-23; Lc 2,39.51). Los dos evangelistas tienen en común los
datos fundamentales sobre las personas, los lugares y el tiempo. Una importancia
particular tiene su convergencia sobre la concepción virginal de Jesús por obra
del Espíritu Santo, la cual excluye que José sea el padre natural de Jesús.
c. El mensaje
Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente y
al que corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23). Dios
decide el nombre de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su misión
salvadora: “salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21). Jesús es el Cristo de la
casa de David (1,1.16.17.18; 2,4), “que será el pastor de mi pueblo, Israel” (2,6;
cf. Mi 5,1), el rey último y definitivo que Dios da a su pueblo. La venida de los
magos muestra que la misión de Jesús va más allá de Israel y concierte a todos
los pueblos (2,1-12). La amenaza mortal, que proviene del rey de aquella época
(2,1-18) y continúa con su sucesor (2,22), hace presagiar la pasión y la muerte de
Jesús. El enraizamiento de Jesús en el pueblo de Israel está presente en todo el
relato y se concentra en la genealogía (1,1-17) y en las cuatro citas de
cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-18.23; cf. 2,6).
114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del
Espíritu Santo y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la
acción de Dios, sin intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el anuncio
del nacimiento de Jesús va unido al de su misión salvadora: el que salvará a su
pueblo de sus pecados y lo reconciliará con Dios, el que es “Dios con nosotros”,
tiene origen divino. El Salvador y la salvación proceden únicamente de Dios, son
un don de su gracia. En Lc 1,35 se señala la consecuencia de la concepción
virginal de Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios”.
En la concepción virginal de Jesús se revela su relación con Dios. En cuanto
“santo”, pertenece totalmente a Dios, de modo que también según su existencia
humana Dios es su único padre. La concepción virginal de Jesús tiene un
profundo significado tanto para su relación con Dios como para su misión
salvadora en favor de los humanos.
116. Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios lo
ha creado todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas en la
existencia y en la vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con todas
sus maravillas, como efecto de la acción puntual de Dios, tanto en lo que se
refiere a las realidades ordinarias, como en lo que se refiere a las realidades
extraordinarias: todo es un continuo y gran milagro. Todo es un mensaje de fe,
que se resume muy bien en estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes
maravillas: porque es eterna su misericordia” (Sal 136,4).
Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son
significativos. Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación de
Jesús (cf. Mt 9,33; Lc 9,43; 19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un término
que corresponda a nuestro “milagro” (que significa “obra que causa admiración”.
Los sinópticos hablan de “obras de poder” (dynameis), mientras que el Evangelio
de Juan usa el término “signos” (semeia). Esta diferencia terminológica es muy
significativa. En todas las acciones extraordinarias realizadas por Jesús se
constata inmediatamente la superación de una situación de necesidad
(enfermedad, peligro, etc.) Por otra parte, Jesús con su actuación manifiesta que
esta intervención extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere que “Jesús se puso a
recriminar a las ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros,
porque no se habían convertido”(cf. Lc 10,13). No basta admirar y agradecer al
taumaturgo; es preciso convertirse a su mensaje.
Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las
acciones extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un
sábado (5,1-18), Jesús explica (5,19-47) que su actuación depende de la de Dios:
“Las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan
testimonio de mí: que el Padre me ha enviado” (5,36; cf. 10,25.37-38; 12,37-43).
El término “obras” acentúa otra característica de las acciones de Jesús. Estas son
“signos” para los hombres y además son “obras” que corresponden a la actuación
de Dios; por ello son un testimonio de que Jesús ha sido enviado por Dios Padre.
118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los signos
y obras de Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la obra de
Dios Padre, porque “Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm 10,9; cf.
Gal 1,1; etc.). La resurrección de Jesús no fue vista por nadie, pero fue dada a
conocer a los discípulos, que son testigos de ella (cf. Hch 10,41), a través de las
apariciones de Cristo resucitado. La finalidad de los signos y de las obras
realizadas por Jesús era revelar su relación con Dios y mostrar su misión
salvadora, misión que se expresa como socorro a las miserias humanas y
comunicación de vida. Todo esto se cumple en su resurrección. Esta revela y
confirma la unión estrechísima de Dios con Jesús, significa la superación de la
muerte y de todas las enfermedades, realiza el paso a la vida perfecta en la
comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de Jesús con la
convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a
nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).
a. El terremoto
120. El hecho de que solo Mt 28,2 se refiera a un terremoto no significa que los
otros Evangelios, al no mencionarlo, lo nieguen. Una deducción de este tipo no
sería segura, pues se apoya exclusivamente en un argumento e silentio. Por otra
parte, el “terremoto” parece formar parte del estilo teológico de Mateo. De hecho,
solo este evangelista menciona un terremoto –unido a otros fenómenos
extraordinarios– tras la muerte de Jesús (27,51-53), y lo presenta como el motivo
por el que el centurión y sus soldados se llenan de miedo y confiesan la filiación
divina de Jesús crucificado (27,54). En relación con esto se debe tener en cuenta
que, en las descripciones de las teofanías que encontramos en el Antiguo
Testamento, el terremoto es uno de los fenómenos en los que se manifiesta la
presencia y la actuación de Dios (cf. Ex 19,18; Jue 5,4-5; 1 Re 19,11; Sal 18,8;
68,8-9; 97,4; Is 63,19). En el Apocalipsis el terremoto indica simbólicamente un
movimiento que tiende provocar el derrumbamiento del “sistema terrestre”,
constituido por un mundo que, construido al margen de Dios y en oposición a Él,
llega un momento en que se derrumba (cf. Ap 6,12; 11,13; 16,18).
Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando el
terremoto, quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son hechos
ordinarios, sino acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios actúa y
realiza la salvación del género humano. El significado específico de la acción
divina debe deducirse del contexto del evangelio: la muerte de Jesús lleva a
plenitud el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios (cf. Mt 20,28;
26,28), y en su resurrección Jesús vence la muerte, entra en la vida de Dios Padre
y se le otorga el poder sobre todo (cf. 28,18-20). Así, pues, el evangelista no
habla de un terremoto cuya fuerza pudiera medirse de acuerdo con los grados de
una determinada escala, sino que quiere despertar la atención de sus lectores y
dirigirla a Dios, resaltando el dato más importante de la muerte y resurrección de
Jesús: su relación con la potencia salvífica de Dios.
121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las
mujeres al mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron
huyendo del sepulcro, pues estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a
nadie, del miedo que tenían”. Los otros evangelistas no se refieren a un
comportamiento así. Lo mismo que el terremoto es uno de los fenómenos que
acompañan la manifestación del poder de Dios, el temor constituye la reacción
humana habitual a aquella manifestación. Una característica del evangelio de
Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para expresar la naturaleza y la
calidad de los hechos a los que aquellos han asistido. (cf. 1,22.27; 4,41; 5,42;
ecc.). La reacción más fuerte y resaltada que nos refiere en su evangelio es la de
las mujeres después de haber escuchado el mensaje pascual que les transmite el
mensajero de Dios. Mediante la reacción de las mujeres el evangelista subraya
que la resurrección de Jesús crucificado es la mayor manifestación del poder de
Dios. El evangelista comunica no sólo el hecho en cuanto tal, sino que muestra
además el significado que tiene para los humanos y el efecto que produce en
ellos.
c. La fuente del mensaje pascual
122. Los evangelios presentan de diversos modos la fuente del mensaje pascual.
Según los sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) las mujeres que van a la
tumba de Jesús y la encuentran vacía, reciben el mensaje de la resurrección de
uno o dos enviados celestiales. Frente a esto, según Jn 20,1-2 Maria Magdalena,
después de haber encontrado la tumba vacía, va adonde estaban los discípulos y
les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto”. Esta explicación sobre la tumba vacía la repite dos veces más (20,13.15)
y solo tras la aparición del mismo Señor resucitado (20,14-17) lleva a los
discípulos el mensaje de la resurrección (20,18). Nos podemos preguntar si
Mateo, Marcos y Lucas, al referirse al descubrimiento de la tumba vacía,
anticipan la verdadera interpretación de este hecho, en contraste con la ya
mencionada, ofrecida por María Magdalena en Jn 20,2.13.15 (cf. además Mt
28,13). Poniendo esta explicación en labios del mensajero celeste, los tres
evangelistas la caracterizan como un conocimiento sobrehumano, que solo puede
venir de Dios. Pero la fuente efectiva de dicha interpretación es el mismo Señor
resucitado que se aparece a los testigos escogidos. No hay duda de que el
fundamento más sólido de la fe en la resurrección de Jesús son sus apariciones
(cf. también 1 Cor 15,3-8).
Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una
armonización histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias
constituyen para nosotros un verdadero estímulo para comprenderlas de modo
más adecuado. El estudio de sus tres diferencias principales –el terremoto, la
huida de las mujeres y el mensaje celestial– ha puesto de manifiesto un
significado común, es decir, dar testimonio de Dios y de la intervención decisiva
de su poder salvador en la resurrección de Jesús. Este resultado, si bien nos
libera, por una parte, del tener que descubrir en cada detalle del relato –no sólo de
los de Pascua, sino del conjunto de los evangelios–el dato preciso de una crónica,
por otro nos anima a estar abiertos y atentos al significado teológico presente, no
sólo en las diferencias, sino en todos los detalles del relato.
123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son
esencialmente una crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan
una reseña puntual. Semejante idea se basa en la convicción adecuada de que la
fe cristiana no es una especulación ahistórica, sino que está fundada en hechos
realmente ocurridos. Dios actúa en la historia y se ha hecho presente de forma
eminente en la de su Hijo encarnado. Sin embargo, una concepción que ve en los
evangelios únicamente una especie de crónica puede perder de vista su
significado teológico y descuidar, por ello, toda su riqueza precisamente en
cuanto palabra que habla de Dios. La Pontificia Comisión Bíblica, ya en su
Instrucción Sancta Mater Ecclesia de 1964 sobre la verdad histórica de los
Evangelios, afirmaba:“Dado que las recientes investigaciones han mostrado que
la doctrina y la vida de Jesús no fueron simplemente relatadas con el único fin de
recordarlas, sino que fueron ‘predicadas’ de modo que ofrecieran a la Iglesia el
fundamento de su fe y sus costumbres, el intérprete, escrutando incansablemente
el testimonio de los evangelistas, será capaz de iluminar con mayor profundidad
el perenne valor teológico de los Evangelios y de sacar a plena luz cuán necesaria
y cuán importante es la interpretación de la Iglesia” (EB 652).
Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo
crónicas de los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas pretenden
expresar también, según el módulo narrativo, el valor teológico de aquellos
acontecimientos. Esto significa que, en todo lo que nos cuentan, no pretenden
relatar únicamente datos de una crónica, sino que quieren hacer además un
“comentario” teológico a los hechos que narran y expresar su valor teológico, es
decir, poner de relieve la relación con Dios.
Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para
favorecer el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es
como el freno que evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no
indica solo la vía de la justicia que cada cual es llamado a seguir como un deber,
sino que prescribe también lo que hay que hacer frente al culpable, en orden a
extirpar el mal (Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir a las víctimas y promover
paz. Un sistema así no puede calificarse de violento. La sanción punitiva es de
hecho necesaria, porque no sólo pone en evidencia la iniquidad y peligrosidad del
crimen, sino que, además de constituir una justa retribución, pretende que el
culpable se enmiende y, al infundir el temor a la pena, ayuda a la sociedad y al
individuo a evitar el mal. Abolir completamente el castigo equivaldría a tolerar el
mal y hacerse cómplice del mismo. El sistema penal, regulado por la llamada
“ley del talión” (“ojo por ojo, diente por diente”: Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21),
constituye de este modo una modalidad razonable de realización del bien común.
Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a sus aspectos coercitivos y a
algunas de sus modalidades sancionadoras, es asumido de hecho, con ajustes
oportunos, por los ordenamientos jurídicos de cualquier época y país, porque
idealmente se basa en la proporción equitativa entre delito y sanción, entre daño
provocado y daño sufrido. En lugar de la venganza arbitraria se fija la medida de
una justa reacción al acto malo.
Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos del
Antiguo Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la
flagelación: Dt 25,1-3; o de la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se refiere a la
pena de muerte, prevista para los delitos más graves es cuestionada
mayoritariamente en la actualidad. En estos casos, el lector de la Biblia debe
reconocer, por una parte, el carácter histórico de la legislación bíblica, superada
por una mejor comprensión de los procedimientos de justicia más respetuosos
con los derechos inalienables de la persona; por otra parte, las antiguas
prescripciones pueden servir, en cualquier caso, para señalar la gravedad de
ciertos crímenes que exigen medidas apropiadas que eviten la difusión del mal.
En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de estas
páginas difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición literaria que
acabamos de mencionar es el de la conquista, entendida como expulsar a los
habitantes de un lugar para instalarse en él. No resulta convincente, sin duda,
apelar al derecho que asiste a Dios de distribuir la tierra favoreciendo a sus
elegidos (Dt 7,6-11; 32,8-9), porque de ese modo se desconoce las legítimas
pretensiones de las poblaciones autóctonas. El propio texto bíblico nos ofrece de
hecho otras pistas de explicación más convincentes. En primer lugar, el relato
pone en juego el conflicto entre dos grupos de diversa capacidad económica y
militar: por una parte, el de los cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm
13,33; Dt 1,28; Am 2,9; etc.), y por otra el de los israelitas, débil e inerme; así,
pues, no se narra –como modelo ideal– la prevalencia del prepotente, sino todo lo
contrario, el triunfo del pequeño, de acuerdo con una “figura” bien atestiguada en
toda la Biblia hasta el Nuevo Testamento (Lc 1,52; 1 Cor 1,27). Se expresa así
una lectura profética de la historia, que en la victoria de los mansos, en una
guerra “santa”, descubre la realización del Reino del Señor sobre la tierra.
Además, según el testimonio bíblico, Dios considera a los cananeos culpables de
crímenes gravísimos (Gén 15,16; Lv 18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.), entre
otros el de asesinar a sus propios hijos en rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-12).
Así, pues, el relato contempla la realización del juicio divino en la historia. Josué
se manifiesta como “siervo del Señor” (Jos 24,29; Jue 2,8) cuando asume la tarea
de ejecutar la justicia: sus victorias son atribuidas una y otra vez al Señor y a su
poder sobrehumano. El motivo literario del juicio sobre las naciones comienza,
pues, en los relatos de los orígenes, pero, como documentan los profetas y los
escritos apocalípticos, se extenderá a los diversos pueblos cada vez que una
nación –y, consiguientemente, también Israel– sea considerada por Dios
merecedora de sanción.
131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación de
naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones históricas
habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la situación descrita en los
Samos (de lamentación) es por lo general estereotipada; el lenguaje es
convencional y frecuentemente voluntariamente metafórico, de modo que pueda
aplicarse a diversas circunstancias y a diferentes clases de sujeto. Por ello es
necesario un acto “profético”, de interpretación en el Espíritu, para descubrir
cómo las palabras del salmista se aplican a la vida concreta de quien recita un
Salmo de lamentación y reconocer en esta historia concreta quien es el enemigo
que amenaza (como en Hch 4,23-30).
En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo
pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos
griegos y judíos, según los cuales las mujeres tenían un estatuto social inferior al
de los hombres. La exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se declara que
en la iglesia no debe haber discriminaciones, ni entre judíos y griegos, ni entre
libres y esclavos, ni entre hombres y mujeres.
Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y
eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la
Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo
y único Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo haya podido comprometerse
con valores mundanos. En realidad él no propone nuevos modelos sociales, sino
que, sin modificar materialmente los de su época, invita a interiorizar relaciones
o reglas sociales declaradas estables y duraderas en una determinada época –la
del siglo primero–, de modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.
Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya
afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el
estatuto social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente el
único posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría podido ser
acusado de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a los maridos no
ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.
Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más
arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más
bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una interpretación
problemática de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior
porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la mujer
en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn 3 se
encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como por ejemplo, en el escrito
judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en su traducción
griega. La mujer se dejó engañar por la serpiente, pecó y fue responsable de la
muerte de toda la especie humana; por ello debe comportarse modestamente y no
pretender dominar al hombre. Esta lectura está influida claramente por el modo
en el que se concebía y se justificaba entonces el respectivo estatuto social del
hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible con 1 Cor 15,21-22 e Rm
5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que era preciso encontrar
argumentos de autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de no
poder ejercer dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto
que esta lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias del siglo
primero. Sin embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico –aquí, de
Gn 2–3– debe asumir y respetar la l’intentio textus.
4. Conclusión
El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que una
lectura que se interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se
incapacita para comprender la intención y el contenido de dichos textos. En el
caso de Génesis 15 y de Éxodo 14, los hechos narrados no pueden ser verificados
puntualmente por la ciencia histórica. Para quienes narran estos textos es un
hecho histórico la supervivencia plurisecular de su pueblo, y es decisiva su fe en
Dios en sus circunstancias y experiencia (época del exilio). Sus relatos dan
testimonio de que la actitud fundamental es la fe incondicional en Dios y en
poder salvífico ilimitado. En el caso de Tobías y Jonás, se percibe que estos
textos no relatan hechos realmente ocurridos y que, pese a ello, se trata de relatos
llenos de significado edificante, didáctico y teológico.
Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha mostrado
que no basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es necesario prestar una
gran atención al significado de lo que se cuenta. En el caso de los evangelios de
la infancia no es posible verificar históricamente todos los detalles, mientras que
se afirma claramente la concepción virginal de Jesús. Estos relatos constituyen
una introducción al resto del escrito correspondiente y presentan las
características principales de la persona y de la obra de Jesús. Los milagros
(obras poderosas, signos), por su parte, aparecen en todas las tradiciones sobre la
actividad de Jesús. Su significado no se agota, sin embargo, en su condición de
obras extraordinarias. En los evangelios sinópticos señalan la presencia salvífica
del Reino de dios en la persona y en la obra de Jesús; en Juan revelan la relación
de Jesús con Dios y conducen a la fe en Jesús (cf. también Mt 8,27; 14,33). Los
relatos pascuales, debido precisamente a sus divergencias, muestran que no son
simple crónica de los hechos, y centran la atención en el valor teológico de los
detalles de la narración.
Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas
(historiografía, filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la
comprensión de los textos bíblicos más compleja y parece proponer resultados
menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las exigencias de nuestra época e
interpretar los textos de la Biblia al margen de su contexto histórico: debemos
leer en nuestra época, con y para nuestros contemporáneos. La pista seguida en
este Documento muestra que la búsqueda del significado de los textos que supera
la preocupación por fijar exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce
a una comprensión más adecuada y profunda de su sentido.
CONCLUSIÓN GENERAL
137. La Iglesia católica, con un pronunciamiento solemne y normativo (en el
Concilio de Trento, EB 58-60), ha recibido el Canon de los libros sagrados,
definiendo de ese modo los parámetros fundamentales de su creer. La Iglesia ha
explicitado qué textos deben ser considerados “escritos por inspiración del
Espíritu Santo” (Dei Verbum, n. 11), y, en consecuencia, indispensables para la
formación y edificación del creyente y de la entera comunidad cristiana (cf. 2 Tm
3,15-16). Si, por un lado, se tiene plena conciencia de que tales escritos han sido
compuestos por autores humanos, los cuales han dejado en ellos el sello de su
genio literario particular, por otro, se les reconoce igualmente una cualidad divina
del todo especial, atestiguada de diversos modos por los textos sagrados y
explicada también de diversos modos por los teólogos a lo largo de la historia.
139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los libros
“con todas sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto inspirado y
tienen al mismo Dios “como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun admitiendo que
cada palabra del texto sagrado puede ser calificada de Palabra de Dios, coherente
con todas las demás, la Iglesia ha reconocido siempre el aspecto múltiple de esas
palabras, el cual podría oponerse aparentemente a su origen divino único.
Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que,
según una venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como enviados
por Dios y dotados del carisma de la inspiración. Así, durante muchos siglos y
hasta la época moderna, no se cuestionó la paternidad literaria, atribuido en
bloque a Moisés, ni la de los diversos libros proféticos y sapienciales, que,
cuando no tenían un título específico, se atribuían a autores bien conocidos
(como David, Salomón, Jeremías, etc.).
144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la
fundamental de atestiguar la verdad, entendida no como una suma de
informaciones exactas sobre diversos aspectos del conocimiento humano, sino
como revelación de Dios mismo y de su plan de salvación. La Biblia da a
conocer, en efecto, el amor de Dios, manifestado en el Verbo hecho carne, quien
por medio del Espíritu conduce a la perfecta comunión de los hombres con Dios
(Dei Verbum, n. 2).
De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como
objetivo la salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el pasado y
recurrentes aún hoy– debido a inexactitudes, contradicciones de orden
geográfico, histórico, científico, más bien frecuentes en la Biblia, objeciones que
pretenden cuestionar la fiabilidad del texto sagrado y, en consecuencia, su mismo
origen divino, son rechazadas por la Iglesia con la afirmación de “que los libros
de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y sin error, la verdad que Dios, por
nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras” (Dei
Verbum, n. 11). Esta es la verdad que da plenitud de sentido a la existencia
humana y esto es lo que Dios ha querido dar a conocer a todas las gentes.
Verdad multiforme
Esta polifonía de voces sagradas le se ofrece como modelo a la Iglesia, para que
asuma en el presente la misma capacidad de conjugar el mensaje que debe
transmitir a los hombres con el necesario respeto a la variedad multiforme de las
experiencias individuales, de las culturas y de los dones otorgados por Dios.
Verdad canónica
148. Se hace aquí una alusión a la forma en que hay que comprender la relación
entre la Sagrada Escritura y las tradiciones literarias de otras religiones. Tal
cuestión es de una apremiante actualidad para el diálogo interrelioso; su solución
no es ciertamente cómoda, puesto que se debe conjugar el principio irrenunciable
de la “unicidad y universalidad del misterio de Jesucristo y de la Iglesia” (como
reza el título de la Declaración “Dominus Iesus” de la Congregación para la
Doctrina de la Fe) con el justo aprecio justo por los tesoros espirituales de otras
religiones. El presente Documento no ha explicitado las líneas, que, a partir de la
Sagrada Escritura, podrían sugerirse a la atención teológica y pastoral de la
Iglesia. Con todo baste evocar la figura de Balaán (Nm 24) para evidenciar que la
profecia (inspirada) no es prerrogativa del pueblo de Dios, y recordar que S.
Pablo, en el discurso del Areópago, expresión una adhesión convencida a las
intuiciones de los poetas y filósofos griegos (cf. Hch 17,28). Por otra parte, se
reconoce plenamente que la literatura del Antiguo Testamento es deudora en
buena medida de cuanto se había escrito en Mesopotamia y Egipto y que también
los libros del Nuevo Testamento se nutren ampliamente del patrimonio cultural
del mundo griego. Las semina Verbi se hallan esparcidas en el mundo y por ello
mismo no pueden quedar encerradas en el solo texto de la Biblia. La Iglesia ha
definido lo que considera inspirado, pero no se ha manifestado negativamente
sobre todo el resto. Sin embargo, la Palabra de Dios transmitida en las Escrituras
canónicas, en particular en la parte de la misma que atestigua directamente al
Verbo hecho carne, constituye el principio de discernimiento de la verdad de
cualquier otro testimonio religioso, bien sea en la Iglesia o bien en las diversas
tradiciones de los diferentes pueblos de la tierra.
De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas
sobre la tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus
filones literarios parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por
representar concepciones judías superadas, costumbres o prácticas jurídicas
discutibles o incluso reprobables, relatos que parecen carentes de fundamento
histórico. De ello se sigue un descrédito difuso del texto sagrado y una
desconfianza larvada sobre su utilidad pastoral, hasta el punto de cuestionar la
misma inspiración de ciertas partes de la Biblia y consiguientemente su verdad.
Por todo ello no basta afirmar, de modo genérico, que en el Antiguo Testamento
se encuentran “cosas imperfectas y adaptadas a su época” (Dei Verbum, n. 15), o
recordar que también los escritores del Nuevo Testamento fueron deudores de la
mentalidad de su tiempo; si es justo reafirmar el principio de la encarnación,
aplicándolo de forma análoga a la puesta por escrito de la Revelación divina,
también es obligado señalar que, en esa debilidad humana resplandece en
cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco basta eliminar, en nombre de una
prudente solicitud pastoral, suprimir de la lectura pública en las asambleas
litúrgicas los pasajes problemáticos; quien conoce todo el texto podrá incluso
recelar de una reducción del patrimonio sagrado o acusar a los pastores de ocultar
de forma indebida los aspectos difíciles de la Biblia.