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ARROGANTE MONSTRUO

LA BRATVA VLASOV
LIBRO 1
NICOLE FOX
ÍNDICE

Mi lista de correo
Otras Obras de Nicole Fox
Arrogante Monstruo

1. Kinsley
2. Kinsley
3. Daniil
4. Kinsley
5. Daniil
6. Kinsley
7. Kinsley
8. Daniil
9. Kinsley
10. Daniil
11. Kinsley
12. Daniil
13. Kinsley
14. Daniil
15. Kinsley
16. Daniil
17. Kinsley
18. Daniil
19. Kinsley
20. Daniil
21. Kinsley
22. Daniil
23. Kinsley
24. Daniil
25. Kinsley
26. Daniil
27. Kinsley
28. Daniil
29. Kinsley
30. Daniil
31. Kinsley
32. Daniil
33. Kinsley
34. Daniil
35. Kinsley
36. Daniil
37. Kinsley
38. Daniil
39. Kinsley
40. Daniil
41. Kinsley
42. Daniil
Copyright © 2022 por Nicole Fox
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la Bratva Romanoff
Inmaculada Decepción
Inmaculada Corrupción
ARROGANTE MONSTRUO
BRATVA VLASOV LIBRO 1

¿Cómo fue que terminé actuando como la falsa prometida


de un criminal fugitivo?
Bueno, permítanme comenzar con el día de mi boda.

Se suponía que me casaría hoy, pero esa es otra historia.


La parte importante es que tomé el coche y corrí,
todavía en mi vestido de novia.
Muy pronto estrellé el coche contra un puente y, cuando
salgo para revisar el daño…
Me tropiezo y caigo justo río abajo.

Eso debería haber sido todo para mi pequeño yo.


Buenas noches. Cierren las cortinas. Muestren los
créditos.
Ahogada por mi propio vestido de novia… Qué
morbosamente apropiado.

Pero luego alguien me salva.


No cualquier alguien, sino el alguien más hermoso que
vi en mi vida.

Sin embargo, resulta que mi alguien no es solo un buen


samaritano aleatorio.
Es un fugitivo en huída.
Y quiere que yo sea su coartada.

Así es como termino mintiéndole a la policía, haciéndonos


pasar por recién casados: el Sr. y la Sra. Alguien, en camino
hacia nuestro felices por siempre.
Así es como termino pasando la noche en el bosque, con
un convicto fugado.

Y luego, por la mañana…


Él se ha ido.

O eso creí.
Pero, diez años después, ahí está de nuevo: mi esposo
por una noche.
Y, aunque él aún no lo sabe…
El padre de mi bebé.

Arrogante Monstruo es el Libro 1 del dueto Bratva


Vlasov. La historia continua en el Libro 2, Arrogante
Equivocación.
1
KINSLEY

Hoy aprendo algo nuevo: huir de tu boda es difícil.


Las películas siempre lo muestran como si fuera fácil.
Despreocupado, a cámara lenta, con una gran música
dramática de fondo. Pero en la vida real no es nada de eso.
Es desordenado. Es feo. Es difícil.
Es difícil bajar corriendo por las escaleras del lugar en el
que se suponía que ibas a intercambiar votos con tu pareja
para toda la vida.
Es duro subirse al coche de luna de miel, que se suponía
que compartirías con él, dirigiéndose a comenzar una
nueva vida compartida.
Es difícil—debido a tus tacones y tu falda—alcanzar el
acelerador para poner la mayor distancia posible entre tú y
él, y es difícil ver el camino a través de tu velo de lágrimas,
y es difícil encontrar los pañuelos en la guantera para
limpiarte la sangre, el sudor y el maquillaje de la cara para
no manchar el encaje blanco, que alguna vez te dio tantas
esperanzas y ahora no alberga más que pesadillas.
Pero no hubo elección para esta novia fugitiva.
Así que bajé corriendo por las escaleras.
Me subí al coche.
Y conduje.
Ahora estoy arrasando con la carretera. Cien, ciento
diez, ciento veinte millas por hora. Las líneas del asfalto se
difuminan detrás de lágrimas frescas.
Al verme en el espejo, me estremezco. La mujer que me
mira es horrible.
El delineador de ojos negro y el labial rojo colorean mis
mejillas como pintura de guerra, y se mezclan con la arena
que se desmorona de mi base. Mi cabello se cae de sus
intrincadas trenzas y se encrespa alrededor de mi cabeza
en una especie de halo retorcido.
Es difícil no odiarme a mí misma por haber terminado
aquí. Si hubiera sido un poco más consciente, solo un poco
antes, no estaría corriendo por este tramo solitario de la
carretera, mirando hacia atrás por encima del hombro cada
pocos segundos. Todo esto se podría haber evitado. Si yo
tan solo …
Otro bocinazo largo y el destello cegador de los faros
acercándose me fuerzan a volver la atención de nuevo al
frente. Mis manos tiemblan sobre el volante. Es la tercera
vez en tantos minutos que alguien tuvo que recordarme
que estoy conduciendo y que debo prestar atención. Ojos
hacia delante, no hacia atrás.
Pero no puedo dejar de mirar mi espejo retrovisor. Si
bajo la velocidad, existe la posibilidad de que él pueda
alcanzarme.
Y si él me alcanza…
Una vez que pasa este último coche, la carretera vuelve
a parecer desierta. Pronto anochecerá. No se ve nada más
que pinos y olmos altos a ambos lados. Ruta por delante y
ruta por detrás. Nada que viva y respire, a excepción de los
últimos jadeos de los animales atropellados apilados en el
arcén, tan negros, rojos y magullados como yo.
Probablemente haya una metáfora muy conmovedora en
alguna parte, pero estoy demasiado traumatizada para
entenderla.
RRRING. Mi teléfono comienza a chillar y yo salto en mi
asiento. Miro la pantalla por instinto, pero ya sé quién es.
Incluso la idea de atender su llamada me revuelve el
estómago.
Cuando vuelvo a mirar hacia el parabrisas, me doy
cuenta de que una vez más me estoy desviando hacia la
carretera opuesta. No hay tráfico aproximándose, pero sí
hay un puente más adelante. Actualmente estoy en camino
de estrellarme contra las vigas de acero que lo sostienen.
Jadeo, golpeo los frenos y giro bruscamente a la
derecha.
Demasiado brusco.
Mientras azoto mano sobre mano para corregir el
rumbo, mi brazalete queda atrapado entre los pliegues de
mis faldas. El volante gira fuera de control. Los neumáticos
chillan. Los motores chillan. Yo chillo.
Veo el costado del puente, que se asoma como un
monstruo en un sueño. Se siente como si el chirrido de los
frenos viniera desde mi interior, y el hedor a goma
quemada huele como algo salido del infierno.
Esto es todo, pienso. Así termina todo este estúpido día.
Es casi apropiado.
Hay un crujido de metal y el grito torturado de las
ruedas humeantes. Pero, por algún milagro, el coche se
detiene.
Estoy bien.
Después de todo ese ruido, es inquietante lo rápido que
se hace el silencio. El bosque a ambos lados se traga cada
gota de sonido.
—Joder —susurro en medio de todo ese silencio—. Joder.
Joder. Joder.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el volante, aunque
incluso ese pequeño contacto me arde y me duele. Solo
respira, Kinsley, me entreno a mí misma. Todo va a estar
bien si puedes simplemente—
¡RRRING! ¡RRRING!
Agarro mi teléfono cuando comienza a sonar de nuevo y
lo golpeo con fuerza contra el tablero. Rebota y aterriza
justo donde estaba, en el asiento del pasajero. Un pequeño
entramado de grietas se extiende por el frente.
Pero al menos deja de gritarme. Gracias a Dios por las
pequeñas misericordias.
Me recuesto en mi asiento y sollozo hasta que no puedo
inhalar. Pasé de Solo respira a Solo llora y ahora estoy a
punto de pasar a Solo hazte una bolita y muere cuando
decido que un segundo más en este coche es demasiado.
Empujo la puerta y salgo al asfalto agrietado del puente,
tirando de mi cola de tela conmigo.
Afuera inhalo grandes ráfagas de aire, pero en realidad
no ayuda. Nada ayuda. Nada reduce el peso de esta losa de
concreto de vergüenza en mi pecho, y nada parece borrar
esos últimos momentos de mi mente. Los momentos que me
hicieron huir de mi propio felices para siempre.
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
Escucho algo más allá del puente, en algún lugar entre
la espesura de los árboles, y tengo la sensación de que lo
que sea que haya hecho ese ruido me está mirando.
Paranoia, me digo. Es solo mi mente evocando miedos
irracionales.
No hay nadie más aquí. Solo el cielo y el puente y el río
que corre tres metros y medio más abajo.
Miro por el borde. El agua parece tranquila desde donde
estoy parada. Pero la ráfaga de la corriente me avisa de las
fuerzas que se arremolinan bajo su superficie.
Los ecos en mi cabeza siguen reverberando. ¡Perra
tonta! había gritado él. ¿Por qué diablos no puedes sonreír
el maldito día de tu boda?
Lo intenté. Realmente lo intenté. Pero nunca fui muy
buena jugando a fingir. Ese era más el juego de mis padres,
no el mío.
Hundo los dedos en los pliegues delanteros del corpiño,
pero no alivia la presión. Está demasiado apretado. Hay
demasiada tela. Siento que el vestido está intentando
tragarme por completo.
Mi vista es atravesada por un momentáneo mareo, y el
agua parece que se retorciera en un remolino.
Da un paso atrás, Kinsley. Estás demasiado cerca del
borde.
Doy un paso atrás. Al menos creo que lo hago. Pero, en
algún punto del camino, también arruino eso—¿No puedes
hacer nada bien, puta estúpida?— y supongo que tropiezo o
me resbalo o algo así, no estoy segura, todo sucede tan
rápido. Pero entonces siento el grito del viento en mi cara y
sé que estoy cayendo, cayendo, cayendo.
Un segundo después, siento el frío abrazo del río.
Cuando abro la boca para gritar, el agua se precipita.
Las corrientes que sospeché desde arriba están aquí, ahora
y son reales y fuertes. Se aferran a mi vestido y me
arrastran hacia abajo.
No puede terminar así, pienso miserablemente para mí
misma. Se suponía que yo tendría una vida mejor que ella.
Pateo mis piernas debajo de mí, pero simplemente se
enredan en la tela gruesa e implacable de mi falda. El
vestido me pesa. Me está hunde. Qué morbosamente
apropiado—asesinada por mi propio vestido de novia. Qué
manera de morir.
Veo a mi madre tomar forma en el turbio submundo
acuático, o tal vez es solo mi cerebro hambriento de
oxígeno jugándome una mala pasada. Sin embargo,
realmente no importa si es real o una alucinación, porque
mi reacción sería la misma en cualquier caso.
No. Demonios, no.
Pateo tan fuerte como puedo y, maldita sea, salgo a la
superficie. Doy un enorme y jadeante suspiro. Es el aire
más dulce que he probado en mi vida.
Luego, los dedos helados del río se cierran alrededor de
mi tobillo y me tiran hacia abajo.
Mi vestido es demasiado pesado ahora que está
empapado de agua, y el río es demasiado profundo y
rápido. Cada vez resulta más difícil patalear, moverse,
luchar.
Sobre todo, cada vez es más difícil hacer que me
importe.
Veo otro espejismo que toma forma frente a mí. Ahora
estoy segura de que estoy alucinando, porque es un
hombre demasiado hermoso para ser real. El cabello
oscuro fluye alrededor de las líneas afiladas de su rostro.
Me alcanza y mis ojos se cierran. El dolor agudo sigue ahí,
pero ya no importa. Él me tiene.
Y luego estamos pateando juntos, y hay aire otra vez y
estoy vomitando agua, y mis ojos arden por las lágrimas.
2
KINSLEY

Morir, por lo que puedo notar, realmente apesta. No es que


esperara desvanecerme con gracia en un lecho de rosas o
algo así de parecido a un cuento de hadas. Pero ¿no
debería haber aunque sea un poco más de dignidad en el
acto? Vomitar todo con suciedad debajo de las uñas no
parece serlo.
—Sácalo todo.
Puedo sentir algo en mi espalda. Una mano fuerte me
mantiene erguida mientras más agua turbia del río sale de
mí. Cuando dejo de escupir líquido, miro hacia el costado.
El hombre está agachado a mi lado, los ojos con el
entrecejo permamentemente fruncido. Algo en su mirada
me mantiene quieta, y no es solo el intenso azul cobalto de
sus iris, que brillan como si estuvieran iluminados desde
adentro.
Es una seguridad inquebrantable, al borde de la
arrogancia. Es una mirada que dice quédate ahí. Obedezco
sin pensar.
—¿Estás bien? —pregunta con una voz profunda, grave,
áspera. Es como si no hubiera hablado en semanas y no le
gustase el sonido de sus propias palabras.
—El coche… —susurro, mirando hacia el puente sobre
mi cabeza. Puedo ver los faros atravesando las sombras y,
cuando sopla el viento, oigo el tintineo y el susurro de las
latas que mi mejor amiga Emma ató a la parte de atrás,
justo debajo de la pancarta pintada a mano que dice Recién
Casados.
—El coche está bien. Tú, no tanto.
—Estoy bien —digo sin aliento. Pero es la fuerza de la
costumbre. Repítete una mentira a ti mismo el tiempo
suficiente y comenzará a sentirse verdadera. O eso, o
simplemente te vuelves demasiado ciego para seguir
notando la diferencia.
—¿Realmente lo estás?
—Yo… no sé cómo estoy —tartamudeo.
Sueno débil. Sueno aquello en lo que juré que nunca me
convertiría: una víctima.
Los ojos del hombre recorren mi cuerpo. Todavía no
llegué a la parte en la que le pregunto de dónde diablos
salió y qué diablos está haciendo en medio de un tramo de
bosque anodino a las afueras de Hartford, Connecticut.
Podría ser un vicioso asesino con hacha, un extraterrestre,
un espejismo. Quizá los tres.
Pero no hay nada más que curiosidad en esos ojos
azules. Sin embargo, es un tipo nuevo de curiosidad. Su
mirada no me hace sentir incómoda. No de la forma en que
me he sentido cuando otros hombres me miran, al menos.
Como si fuera un premio a reclamar. Una comida para
devorar. Como si no fuera más que un medio para un fin.
—Tienes que respirar —observa él de repente.
O quizás no es repentino en absoluto. Pero parece que
en las últimas horas todo se estuvo sucediendo en una
horrible cámara lenta, y ahora recupera la velocidad
normal. El efecto es como una bofetada abrupta en la cara.
Parpadeo. —¿Qué?
Se inclina un poco más cerca. Sus ojos son realmente
extraordinarios. Es un tono de azul tan puro. Nada que lo
enturbie. Solo un cielo abierto, un océano profundo, el
mismísimo corazón de un zafiro.
—Tienes que respirar —repite.
Hay un chasquido en su voz que lleva un mando natural.
Pero no es cruel. Aunque sospecho que solo se necesitaría
un poco de esfuerzo de su parte para cambiar eso.
—Estás en shock. Abre la boca.
Arrugo la frente. —¿Qué?
Lo vuelve a decir. Observo sus labios moverse en una
especie de desapego embrujado. Estoy flotando por encima
de todo esto, observándolo desde lejos.
—Abre —dice, levantando su dedo a mis labios—. La.
Boca.
En el momento en que la punta de su dedo toca mi labio
inferior, mi boca se abre. Se siente como si me hubiera
hechizado. No recuerdo haber decidido hacerle caso.
Solamente lo hago.
—Buena chica. Ahora respira —murmura.
El aire llena mis pulmones. Siento que mi pecho se
expande y el mundo se precipita con él. Puedo oler los
aromas amaderados de la tierra, el almizcle, el asfalto y los
animales.
Oh, dulce, dulce niño Jesús. Puedo respirar.
Deja caer su dedo a un costado. Siento una chispa de
decepción por la ausencia de su toque, lo que no tiene el
más mínimo sentido.
—¿Quién eres? —pregunto en voz baja.
—Creo que la mujer manchada de sangre con el vestido
de novia mojado debería responder esa pregunta primero.
Frunzo el ceño, preguntándome por un momento salvaje
de qué diablos está hablando. Luego, miro hacia abajo y
veo las cascadas de seda blanca fluyendo. Ahora con una
generosa capa de suciedad de río en el dobladillo inferior.
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
El recuerdo se abalanza sobre mí de la nada. Intento
alejar mi cabeza de eso, pero los ojos furiosos de Tom se
vuelven más y más grandes, y el sonido de los vidrios rotos
se hace más y más fuerte.
Me obligo a levantarme, decidida a no quedarme en el
suelo para siempre. Eso solo confirmaría lo que sospecho
que siempre he sido: una cosa rota. Pero, cuando trato de
ponerme de pie, me resbalo.
—Cuidado.
El hombre se mueve más rápido de lo que creía posible,
me agarra del brazo y justo así ya no me resbalo.
Justo así me sostiene.
Justo así estoy condenada.
Me empuja hacia arriba. No hay distancia entre nosotros
ahora. No hay espacio para mantenerme cómoda. Solo está
mi cuerpo contra el suyo y sus ojos que me miran.
¿Cuándo fue la última vez que un hombre me agarró así?
Tom lo hacía, cuando empezamos a salir. Pero su cuerpo se
sentía diferente. Insustancial, de un modo extraño. Este
hombre está hecho de músculo. De presencia. Irradia
fuerza.
La forma en que me agarra también es distinta. Tom
buscaba algo cada vez que me tocaba. Este hombre no pide
nada.
En cambio, me está dando todo lo que nunca supe que
necesitaba.
—Soy Kinsley —digo.
—El placer es todo mío, Kinsley.
—¿Tienes un nombre?
—Todo el mundo tiene un nombre.
Arrugo la frente. —Eso no es una respuesta.
Él no sonríe. Y puedo entender por qué. Sus
características son especialmente adecuadas para la
melancolía. Su nariz es tan recta que quiero colocar mi
dedo en la parte superior y pasarlo por el puente.
—Estás herida —observa.
Vuelve a levantar la mano. Esta vez, roza el dorso de sus
dedos contra mi mejilla derecha. Todo lo que puedo sentir
es el hormigueo cálido que se extiende por mi cara.
—Alguien te golpeó —dice de nuevo con esa voz que
suena como las rocas contra el acero—. Dejó una marca.
Cualquiera que fuera el hechizo bajo el que me tenía, se
rompe contra esas palabras. Retrocedo ante él y él deja
caer sus manos al instante. Como para probar que me
estaba tocando porque necesitaba el apoyo, no porque
realmente quisiera hacerlo.
El corazón me salta a la garganta. Me siento atrapada y
asustadiza, como si se me hubiera ocurrido que nada de lo
que ha sucedido hoy se siente real y que necesito largarme
para poder despertar de esta pesadilla.
—Nadie me golpeó —digo como autómata.
No tengo idea de por qué lo estoy negando. Pero sé que
no se trata de proteger a Tom. Tal vez se trate de
protegerme a mí.
La gente solía mirar a mi madre como este hombre me
mira a mí, y yo siempre lo odié. Juré que yo sería diferente
y, aunque el destino me haya arrastrado al mismo lugar
exacto en el que ella sufrió, sigo siendo obstinadamente
desafiante. ¡A mí no! Le grito al universo. ¡No me harás lo
que le hiciste a ella!
—Nadie me golpeó.
—Ya lo dijiste —justo así, su tono cambia. Se vuelve
oscuro, feroz. Se fractura en una docena de pedazos
diferentes, y cada uno de esos fragmentos se dirige
directamente a mi viejo y vulnerable yo.
—Yo… me caí —tartamudeo estúpidamente.
Su expresión no cambia. No sé por qué siento la
necesidad de explicarle algo a este hombre. Es un extraño.
Un extraño que salió del bosque como la aparición de un
sueño. Pero sus ojos exigen una explicación y, Dios me
libre, se la estoy dando.
—Estaba… bajando las escaleras —continúo—. Y me
tropecé. Me caí.
Miro hacia abajo, mi cara arde rojo escarlata. Puedo
verlo en el borde de mi visión, sigue mirándome impasible.
—Da igual —agrego—. Tengo que irme.
—¿Tarde a una boda? —pregunta inexpresivo.
Tardo mucho en darme cuenta de que está bromeando.
Luego se me ocurre demasiado, demasiado tarde, que toda
esta interacción es extraña más allá de las palabras. —¿De
dónde saliste? ¿Estabas… acampando, o algo así?
Niega con la cabeza, pero no me ofrece más nada.
—Nunca me dijiste tu nombre —le recuerdo.
—No, no lo hice —él mira hacia el puente—. Iré a echar
un vistazo a tu coche. A ver si tiene arreglo.
Empieza a caminar por la curva inclinada y rocosa que
da al puente. Vacilo por solo un segundo antes de empezar
a ir tras él. El vestido es tan pesado que necesito de toda
mi energía para seguir moviéndome, y el suelo embarrado
no me hace ningún favor. Cuando llego al coche, él ya está
cerrando el capó.
—Funcionará. Ningún daño duradero —elige sus
palabras con cuidado, como si solo quedara una cantidad
finita y no quisiera usarlas todas de una sola vez.
—Así que… ¿puedo entrar e irme?
Él me mira. —¿Estás pidiendo permiso?
Me río con amargura. —No. Solo que, a veces, creo que
mi vida sería más fácil si alguien solo me dijera qué hacer y
cómo hacerlo.
Espero a que me mire como si estuviera loca, más
probablemente con una conmoción cerebral, aunque loca
también funcionaría como una explicación plausible, pero
su expresión no cambia.
—Eso… eso fue algo extraño de decir…, ¿no? —murmuro
con torpeza.
—Si así te sientes, no es extraño.
—Nadie dice nunca cómo se siente en realidad. No a un
completo extraño.
—Tal vez deberían empezar.
Intento mirarlo como él me mira a mí. Sin parpadear. Sin
pedir disculpas. El contacto visual se intensifica, pero
todavía me niego a romperlo.
Las sirenas lo hacen por mí.
Jadeo cuando el primer gemido canta a través del aire.
Dirijo mi mirada hacia el camino vacío detrás de nosotros.
—Ambulancia —supongo.
Niega con la cabeza. —No. Policía.
Él asiente una vez, como si estuviera deliberando.
Luego, abre la puerta del lado del pasajero y me hace un
gesto para que entre.
—Es hora de irse —dice con un tono casual.
Miro al asiento del pasajero y luego a él. —¿Tú vas a
conducir?
—Sí. Tú no estás en condiciones de conducir y yo no
estoy interesado en dar otro salto al próximo río que
encontremos. Pero, si quieres quedarte, eres bienvenida.
Hay mucho allí con lo que podría discutir. Mucho allí con
lo que debería discutir. Pero cometo el error de mirar sus
ojos azul cobalto, y eso es lo que cierra el trato.
Me meto en el coche y arrancamos.
3
DANIIL

Han pasado catorce meses desde que he visto a una mujer.


Esta valió la espera.
Está desplomada sin fuerzas contra su asiento, la piel
fantasmal, la mirada perdida. Se ve casi sin vida. Una
muñeca de porcelana que se movería a donde la pusiera. El
cabello está pegado a los lados de su cara, y las gotas de
agua todavía brillan en la parte superior de sus senos. Está
empapando el asiento, pero no parece darse cuenta.
—Cinturón de seguridad —le digo.
Se gira, mirando a través de mí más que a mí. —¿Eh?
Me inclino para agarrar el cinturón de seguridad y
ponérselo. Huele a lilas y champán, y la polla se me pone
rígida en los pantalones casi instantáneamente.
Sería fácil decir que esto me ocurriría con cualquier
mujer que viera hoy. Más de un año de cautiverio reduce al
hombre a sus instintos más animales. Pero sé hasta la
médula que eso no es cierto.
No es porque sea una mujer.
Es porque es esta.
Labios rosados, suaves como una nube. Mejillas
sonrojadas. Ojos verdes pálidos, como la hoja más alta de
un árbol, justo cuando empieza a despuntar el alba.
El pestillo del cinturón hace clic en su sitio. Mi mano
roza su pecho mientras lo retiro. Está ceñida con
demasiadas capas de encaje y tela para que sea sexual en
lo más mínimo, pero algo en ese leve contacto me hace
temblar a pesar de todo.
Ella se limita a mirarme todo el tiempo con el rostro
inmutable.
Tengo suerte de haberla encontrado en este estado.
Aterrorizada, vulnerable, rota. Ella huye tanto como yo,
aunque de formas muy, muy diferentes. Tengo que
aprovechar este momento tanto como pueda, antes de que
empiece a despertarse.
Antes de que empiece a contraatacar.
Así que saco el coche y continúo conduciendo en la
misma dirección en la que ella iba. El vehículo gime y se
estremece al principio, pero se nivela a medida que
aumentamos la velocidad. Las sirenas se hacen más
fuertes.
Tarda unas pocas millas, pero la chica recupera
lentamente sus sentidos. Ella ve mis ojos revoloteando
entre el espejo retrovisor y el camino por delante y,
finalmente, hace la conexión.
—¿Esas sirenas son por ti? —pregunta en voz baja. El
único otro sonido es el zumbido de la carretera.
Mantengo la vista al frente. —Sí.
Puedo sentirla mirándome. No de la forma en que lo hizo
cuando nos conocimos, de ese modo atónito y
cautelosamente esperanzado en que una persona dormida
descubre a su alrededor el contenido de su sueño. Esta vez,
sus ojos son agudos y críticos. Incluso cínicos. Han visto
cosas que la quebraron y ahora siempre están preparados y
listos para ver más de lo mismo.
—¿Qué hiciste? —pregunta. Más suave esta vez. Más
cautelosa.
—Desobedecí a un hombre al que no le gustaba que lo
desobedecieran.
Detrás nuestro veo los primeros destellos de luces rojas
y azules contra el dosel. Están muy lejos, pero se acercan
rápido. Las sirenas se hacen más y más fuertes con cada
segundo que pasa. Tengo que hacer un movimiento.
Rápido.
Disminuyo la velocidad del coche. Estoy buscando, estoy
buscando—perfecto.
El pequeño ramal apenas visible de un camino lleno de
tierra conduce al bosque. La entrada del camino, marcada
por dos robles del grosor de mi cintura, es lo
suficientemente ancha como para dejar pasar a este coche
golpeado hasta la muerte.
Giro la rueda suavemente hacia la derecha. Kinsley
grita, pero la ignoro. Estoy perfectamente controlado. Una
llanta abandona la carretera, luego dos, tres, cuatro, luego
seguimos dando tumbos y dejando atrás las luces de la
carretera. El bosque nos engulle.
Llego un cuarto de milla adentro, con suerte lo
suficientemente adentro como para que ningún faro
delantero se refleje en el coche. Apago el motor y me siento
en silencio. Puedo escuchar a Kinsley tragar.
—¿Que estamos haciendo? —ella traga saliva.
—Silencio —vuelvo a mirar por el espejo retrovisor.
Apenas visible a través de fila tras fila de pinos, veo pasar
una caravana de coches de policía. Cuando se han ido,
vuelve el silencio.
Siento los ojos de Kinsley sobre mí y me vuelvo para
mirarla. A la luz de la luna, que se filtra a través de las
copas de los árboles, es etéreamente hermosa. Sus ojos
brillan y el suave susurro de su respiración es erótico de
una manera que no sabía que se podría ser.
Lo más extraño de todo es que no está tan aterrorizada
como esperaba. O tal vez lo está, pero ya no tiene la
capacidad de sentir ese nivel de miedo. Descansa la mano
sobre una estufa caliente durante demasiado tiempo y
perderá toda sensación en ella. Tengo la sensación de que
está huyendo de un terrible dolor.
—¿Por qué te buscan? —pregunta.
—Quieren volver a meterme en una celda.
El verde de sus ojos brilla. Estoy medio tentado de
estirar la mano y limpiar la sangre costrosa de la comisura
de su labio, pero mantengo las manos en mi regazo.
—¿Tú… quieres decir… que estabas en prisión?
—Lo estaba. Ya no. Y no voy a volver.
Ella escruta mi ropa. Oscura, crujiente y anónima, ha
visto días mejores, aunque llamarla “mía” es una
exageración. Estaba en la bolsa de lona que me esperaba
en el primer punto de contacto después de mi fuga. Tuve el
tiempo justo para desenterrarla antes de que ese plan se
fuera a la mierda, y terminé vagando por el bosque
buscando una nueva forma de libertad.
Maldito Petro. Mi mejor amigo podría haber elegido una
muda de ropa que se pareciera un poco menos a un saco de
papas. Estoy seguro de que le pareció gracioso.
—No tienes que tenerme miedo —le digo a Kinsley—.
Solo tienes que cooperar.
El miedo embotado en su rostro retrocede por un
momento antes de ser reemplazado por indignación. —
¿Qué quieres decir? —pregunta—. Si no coopero, ¿entonces
tengo todas las razones para tenerte miedo? Eso es una
amenaza, no un consuelo.
—No te equivocas.
Ella se pone rígida y se inclina lejos de mí. No entiendo
bien qué esperaba: se subió al coche con un hombre del
bosque que la doblaba en tamaño. Tiene suerte de seguir
respirando.
Sus ojos parpadean hacia la manija de la puerta, donde
está la cerradura.
—Yo no correría, si fuera tú —le aconsejo.
—¿Porque me perseguirías?
—Porque te tropezarías. Otra vez.
—Corro mejor de lo que crees —espeta.
—Creo que eso es más cierto de lo que tú crees,
princesa.
Su boca se cierra. El maquillaje negro que bordea sus
ojos se volvió vetas furiosas en su rostro. Es hermoso a su
modo. Siempre me sentí atraído por las cosas rotas.
—Todo lo que necesito es llegar a mi próximo punto de
recogida —explico—. Una vez que llegue allí, no tendrás
que verme ni saber nada de mí nunca más.
—¿Para qué me necesitas en absoluto? —pregunta.
—Vas a ser mi coartada.
RRRING.
Nuestras cabezas se mueven al unísono hacia su
teléfono. Ni siquiera lo había notado debajo de toda esa
tela mojada. Lo busca, pero yo lo agarro antes de que lo
logre.
—Me temo que no puedo permitir que respondas eso.
Veo una llama oscura iluminar sus ojos. Parecía dócil
cuando se subió al coche por primera vez. Pero, pensándolo
bien, todavía estaba empapada en los efectos secundarios
del shock.
Así que quizá no es tan mansa como pensaba. Eso solo
hace que mi dolorida polla sea más difícil de ignorar.
Me mira fijo, sus labios se separan muy levemente. ¿Lo
hace a propósito? ¿Sabe lo mucho que distrae eso? Mi polla
se contrae erráticamente, como si fuera un hombre
hambriento que huele carne por primera vez en catorce
meses interminables.
—Me estarán buscando —dice en voz baja—. La
búsqueda los traerá directamente hacia ti. Déjame atender.
—¿Para que puedas entregarme? No lo creo.
—Para que pueda quitármelos de encima.
—Me habré ido mucho antes de eso —le aseguro—. Pero,
si significa tanto para ti, vale, te permitiré tomar la
llamada.
Presiono “ACEPTAR” y pongo el altavoz. Luego, coloco el
teléfono en el tablero entre nosotros.
La voz de un hombre llena el coche. —¿Kinsley? —chilla
—. ¡Kinsley!
—Tom —responde ella en voz baja—. Estoy aquí.
—¿Aquí? —repite él—. No, no lo estás. Claramente no
estás aquí, joder.
—Quise decir…
—¿Dónde diablos estás? —exige.
Ella lanza una mirada tentativa en mi dirección. —Solo
necesitaba… algo de espacio.
—¿Así que tomaste el puto coche de bodas y huiste? ¿En
qué diablos estabas pensando?
—¡No estaba pensando! —chasquea. Por extraño que
parezca, me alegra oír que alza la voz en su propia defensa
—. Estaba asustada, Tom.
—Ay, por el amor de Dios. Fue una maldita pequeña riña.
Pasa todo el tiempo. Solo estás siendo demasiado
dramática, para variar.
Solo el sonido de su voz está desencadenando una
cascada de reacciones en ella. Su pecho sube y baja
rápidamente. Sus ojos están enrojecidos por la ira. Sus
dedos tiemblan mientras mira la pantalla negra. Parece
haberse olvidado de que estoy aquí.
—Tú… tú… —ella mira hacia arriba y me mira a los ojos.
Sus mejillas se tiñen de color—. Me asustaste hoy —dice
finalmente—. La forma en que la te comportaste, la forma
en la que reaccionaste…
—Sí, sí, he oído la triste historia. Pero yo no soy tu
maldito padre, Kinsley. Así que deja de cargarme eso.
—Esto no es sobre él.
—¡Todo esto es sobre él! —replica—. Asumes que
terminaremos como tus padres. Dios sabe que me
arrastraste a una cantidad suficiente de jodidas sesiones de
terapia de pareja para dejar toda esa mierda perfectamente
clara.
Observo mientras se remueve inquieta en su asiento. Su
rodilla rebota arriba y abajo, arriba y abajo, y la luz de la
luna refleja la sangre seca en su rostro.
Pero no llora.
Admiro eso.
—Voy a colgar —dice al fin.
—¿Sí? —se burla él—. ¿Y luego qué, Kinsley? ¿A dónde
irás?
—No sé. A algún sitio nuevo. Algún lugar lejos. Da igual.
—Vale, porque te irá muy bien por tu cuenta. ¿A quién
tienes, Kinsley? —pregunta con saña—. Sin amigos, sin
familia. Yo soy todo. Soy todo tu mundo. Sin mí, tú no eres
nada.
Eso lo admiro menos.
Hora de intervenir.
Recojo el teléfono y lo sostengo cerca de mi boca. Quiero
asegurarme de que este hijo de puta realmente me
escuche. Kinsley jadea y hace un intento de agarrar el
teléfono, pero es poco entusiasta. Todo lo que necesita es
una mirada fulminante para replegarse en su asiento.
—Tom, de un hombre a otro, déjame decirte esto: vete a
la mierda.
Lo escucho balbucear en un silencio atónito. Se extiende
durante unas cuantas respiraciones largas antes de
finalmente sacar lo suficiente como para volver a hablar.
—¿Quién diablos es? —escupe
—No te preocupes por Kinsley. Está conmigo ahora.
—¿Qué diablos? ¿Quién eres?
Sonrío. —El hombre con el que Kinsley seguirá adelante.
Luego, cuelgo y vuelvo a colocar el teléfono entre
nosotros con delicadeza. Ella lo mira por un momento antes
de mover su mirada hacia mí.
—Yo… no puedo creer que hayas hecho eso. Él es… él es
mi prometido.
—Creo que “gracias” es la frase que buscas. Y no es tu
prometido: es tu ex prometido. Lo abandonaste,
¿recuerdas? Porque te golpeó. ¿O es que te caíste? No
recuerdo dónde terminamos esa discusión.
Ella frunce el ceño y se estremece al mismo tiempo.
Parece el paso del tiempo de una flor que se marchita. La
barbilla cae, la cara cae, el hombro cae, toda ella se
derrumba sobre sí misma.
—Las cosas se subieron de tono —susurra hacia las
tablas del suelo—. Él no quiso hacerlo. Fue la primera vez…
—Hoy mentiroso, mañana ladrón —entono sin piedad—.
Hoy abusador, mañana asesino. Si empiezas a justificarlo
ahora, pasarás el resto de tu vida justificando todo lo que te
haga. Cada cicatriz, cada maldición, cada moretón que
nadie más puede ver. Tomaste la decisión correcta al irte.
Ella suspira profundamente. La tensión le silba por cada
poro. —Sé que lo hice.
Escucho el aullido de otra sirena. El tiempo se acorta y
no podemos quedarnos aquí para siempre. Pronto buscarán
en el bosque.
Miro a Kinsley. —Puedes irte si quieres.
—¿Realmente tengo opción?
—Siempre tienes una opción.
—Si voy contigo, estaré ayudando e incitando a un
criminal, ¿no?
Asiento con la cabeza. —Entre otras cosas. Pero toda
buena historia comienza con un salto de fe, princesa.
¿Quieres saltar?
Ella traga saliva. Eso lo sella. Cuando me mira, veo la
determinación en sus ojos. —A la mierda. Vamos.
Comienzo a dar marcha atrás con el coche a través el
camino de tierra. —Ese es el espíritu.
—¿Qué dirás si nos atrapan? —ella reflexiona.
—Simple —respondo—. Toda novia necesita un novio. Y
tú estás en el mercado para uno nuevo. Así que… hasta que
la muerte nos separe, princesa.
4
KINSLEY

—No te ves exactamente como un novio —observo,


examinándolo de pies a cabeza.
Mis ojos se fijan en sus manos. Son enormes, como el
resto de su cuerpo. Ásperas también. Callosas y venosas,
cubiertas de arena y pequeñas cicatrices como estrellas
fugaces. Tatuajes hacen una telaraña en la parte posterior
de los nudillos.
—¿Cómo me veo? —pregunta.
—Como un hombre a la fuga.
Él revolea los ojos. —Maldito Petro…
—¿Eh?
—Nada. Parezco lo que soy. Está bien.
—Hay una maleta en el baúl —le espeto—. Este era… Se
suponía que era el coche que conduciríamos a nuestra luna
de miel. Se suponía que nos iríamos después de la
ceremonia. De todos modos, preparamos una maleta para
el viaje. Probablemente Tom tenga algo de ropa que te
quede bien.
Me observa por un largo momento. Esos fríos ojos azules
pasan sobre mí como si estuvieran viendo cosas que nunca
quise mostrarle. Luego asiente, detiene el coche justo antes
de que volvamos a entrar en la autopista y sale.
Observo por el espejo lateral mientras él camina y abre
el maletero. Oigo el doble chasquido de los pestillos de la
maleta al abrirse, luego el susurro de la ropa.
Hay un tipo extraño de ansiedad que se revuelve en mis
entrañas cuando comienza a desabotonarse la camisa.
Aparecen los primeros cortes de su pecho. Dos
abdominales, cuatro, seis. Una pizca de vello oscuro en el
pecho.
Se la quita y la arroja al bosque, revelando unos bíceps
atravesados por una gruesa vena verde. Desabrocha la
hebilla de sus pantalones, comienza a sacudírselos por las
caderas… y luego mira directamente al espejo.
Me sonrojo como una señal de alto, y bajo la mirada
rápidamente. Podría jurar que escucho una risa divertida,
aunque podría ser solo mi imaginación hiperactiva.
Mantengo los ojos fijos en mi regazo, incluso cuando
escucho el maletero cerrándose de golpe, el crujido de las
botas sobre la grava y luego la puerta del conductor que se
vuelve a abrir. Recién cuando el hombre todavía sin nombre
se aclara la garganta, levanto la vista.
Tiene los pantalones demasiado cortos doblados sobre
los tobillos, y las mangas de la camisa demasiado pequeña
de Tom arremangadas de una manera que, de algún modo,
resulta inexplicablemente elegante. La tela se adhiere a él
como una segunda piel. Puedo rastrear cada curva de sus
abdominales, el camino de cada vena de sus antebrazos. Es
un gráfico anatómico andante.
—Te queda —murmuro innecesariamente.
—No del todo —dice deslizándose detrás del volante—.
Pero servirá por ahora.
—¿Y ahora qué? —pregunto.
—Ahora —dice siniestramente—, decidimos qué vamos a
hacer contigo.
Mis ojos se agrandan con pánico. —Tú… dijiste que no
me harías daño.
—No seas tan dramática. Estaba hablando de tu cara.
Bajo la sombrilla y abro el espejo de bolsillo en la
superficie. Mi cara me devuelve la mirada, irreconocible y
rota.
Traté de limpiarme al principio, cuando salí a la
carretera, aunque no lo notarías al verme. El sudor, el
maquillaje, las lágrimas y las gotas de sangre se
acumularon formando una imagen grotesca de un día de
boda trunco. Parezco salida de una pesadilla.
Y así como así, estoy avergonzada. No solo por cómo me
veo. También porque afuera combina con adentro. Este
extraño del bosque me está viendo en el punto más bajo de
mi vida.
Bueno, uno de ellos, de cualquier modo. Es más un caso
de “elige el que quieras”. Hay un montón de puntos bajos
para elegir.
—Me veo terrible.
Muevo mi cara de lado a lado. Cada ángulo es peor que
el anterior. Estoy tan absorta en autocompasión que no lo
veo alcanzarme hasta que toca la parte inferior de mi
barbilla.
Jadeo y me alejo. Él solo suspira, agarra mi barbilla de
nuevo y me jala hacia adelante.
—Quédate quieta.
Él busca en la guantera y saca una caja de toallitas
húmedas. Luego acerca una a mi cara y comienza a
pasármela a lo largo de la piel. Huelo el sabor del alcohol y
la fragancia de limón.
Me encuentro queriendo explicar. Decirle que no es así
como me suelo ver, cómo suelo actuar. Este es el resultado
de una serie de duras realizaciones y malas decisiones.
Este es el rostro de una mujer desesperada que decidió que
tenía que hacer un cambio drástico para evitar convertirse
en lo que siempre temió ser.
—Normalmente no uso tanto maquillaje —digo antes de
lograr morderme la lengua. Él no hace ninguna señal que
demuestre que me ha escuchado, pero el silencio es tan
fuerte que empieza a doler, así que sigo hablando, solo para
mantenerlo a raya—. La madre de Tom es la que insistió en
un maquillador para hoy. Simplemente le seguí la corriente
para hacerla feliz. Hago mucho eso, creo. Demasiado.
Siempre estoy tratando de…
—Deja de hablar.
Cierro los labios con fuerza. Más vergüenza quema mis
mejillas. Ya es bastante malo estar cayendo a pedazos el día
de tu boda. Es peor hacerlo frente a un hombre como este.
Me gira de un lado a otro, luego asiente. —
Suficientemente bien.
Me miro en el espejo de nuevo. Mi piel está mayormente
desnuda ahora, aunque si miro de cerca, todavía puedo ver
los sitios en los que las lágrimas y la sangre se juntaron
para formar un solo camino sinuoso.
—Gracias —murmuro.
Asiente de nuevo. Un hombre de pocas palabras, este.
Luego enciende el motor y nos lleva de regreso a la
carretera. Conducimos durante otros diez minutos en un
silencio estéril, hasta que doblamos una curva ancha…
Y vemos policías esperando en un control de carretera
más adelante.
El corazón me salta a la garganta y trata de ahogarme.
Estoy lista para cualquier cosa: que él nos saque de la
carretera otra vez, que conduzca a través del bloqueo y
manche el parabrisas con los mejores del condado de
Hartford. Demonios, estaría lista para que le brotaran alas
y despegara como un águila. Así de irreal ha sido este día.
Pero nada de eso sucede. Simplemente se detiene a
donde el oficial está señalando y baja la ventanilla. Escucho
el repiqueteo de botas sobre el asfalto cuando el oficial se
acerca al coche.
Y luego, justo antes de que llegue a nosotros, soy testigo
de la transformación más loca. La mano del hombre
encuentra mi muslo, ahuecándome como si lo hubiera
estado haciendo toda la vida. Sus hombros se funden en
una postura cómoda, su rostro se relaja en una cálida
sonrisa y la siempre presente tensión inquietante en su
frente se desvanece.
Es jodidamente astuto. En el espacio de un respiro, pasa
de ser un monstruo en el bosque a estar felizmente recién
casado.
—Buenas noches, oficial —dice casualmente, con un leve
acento campechano—. No iba acelerado, ¿verdad?
El policía no responde a la pregunta y se agacha para
examinarnos a los dos. —Recién casados, ¿eh? —gruñe. Su
bigote se contrae.
Mi salvador sonríe ampliamente, un orgullo
inconfundible irradiando de él. —Todavía tenemos el brillo
de recién casados, ¿eh? Solo han pasado unas pocas horas,
así que supongo que veremos cuánto dura.
El oficial asiente. Su rostro es adusto, pero ese bigote
aún se contrae. No puedo decidir si es una buena o mala
señal. También estoy más que ligeramente distraída por su
mano en mi muslo. Enorme, caliente y pesada.
—Vale, felicidades a los dos —dice el oficial brevemente
—. Para responder a tu pregunta, no, no ibas acelerado.
Estamos haciendo controles de rutina a lo largo de este
tramo de carretera.
—¿Cuál parece ser el problema, oficial? —Su tono es
impecable. Su expresión es toda preocupada. Está
actuando su parte a la perfección.
—Hay un convicto fugado suelto —nos informa—. Se
supone que está armado y es extremadamente peligroso,
con un rastro de cuerpos a su paso. Así que no hace falta
decirles que, si ven algo raro, repórtenlo. No queremos que
se encuentren con algún tipo de asesino monstruoso.
Y así nomás todo se vuelve mucho, mucho más serio.
5
DANIIL

La siento tensarse bajo mi palma. Me resisto a mirarla


porque ya sé lo que veré: miedo grabado tan claro como el
agua en esos bonitos ojos verdes.
Aprieto su muslo. Lo suficientemente suave como para
que el policía no lo note, pero lo suficientemente fuerte
como para que Kinsley capte el mensaje.
No te atrevas a joder esto.
—Señora —dice el oficial de pronto—, ¿está bien?
Kinsley mueve la cabeza hacia el tablero para mirarlo,
como si acabara de darse cuenta de que no estamos solos.
Su sonrisa no es convincente. Mi agarre sobre ella se
intensifica.
—Estoy bien —grazna.
La expresión del oficial cambia ligeramente. Solo un
sutil tic en la dirección equivocada. —¿Está deseando llegar
a su luna de miel?
Es obvio lo que está haciendo: probando las aguas,
buscando puntos débiles. Tratando de involucrar a Kinsley
en una conversación que llevará al éxito o al fracaso la
pequeña farsa que estamos representando.
—¿Señora?
—Lo siento —tartamudea Kinsley—, ¿qué dijo?
—Le pregunté si estaba deseando llegar a su luna de
miel.
—Ah, sí. Totalmente. Por supuesto, no puedo esperar.
Pero ella se oye demasiado débil e insegura. Veo que el
oficial—McPherson, según su placa—se vuelve cada vez
más suspicaz.
—Háganme un favor y quédense un momento, amigos —
McPherson retrocede y comienza a susurrar en la radio que
lleva atada a su hombro.
—Lo siento —dice Kinsley rápidamente, como si tuviera
miedo de que me abalance sobre ella—. No… no estoy
acostumbrada a esto.
—Acostúmbrate —gruño con los dientes apretados—.
Rápido.
Ella se estremece debajo de mi toque cuando McPherson
vuelve a subir y se inclina contra el coche de nuevo.
—Parece que golpeaste el parachoques delantero de tu
coche —señala.
—Puedes culpar a mi hermano menor por eso —me río,
girando los ojos con falsa exasperación—. Decidió dar un
paseo por el hotel antes de la ceremonia. Supuso que nadie
se daría cuenta. El chico ingresó a Yale el mes pasado, pero
uno pensaría que estaría más preparado para recoger
basura al costado de la carretera, en cuanto a su madurez.
—Sí, bueno, dicen que los niños crecen lento.
Me río con buen humor. Kinsley, mientras tanto, me mira
fijamente, como si estuviera tratando de resolver un
problema matemático complejo. McPherson lleva su mirada
desde mí hacia ella.
—¿Cómo estuvo la boda, señora? —pregunta.
Me pregunto si ya pidió refuerzos. Eso haría las cosas
significativamente más difíciles. Pero no imposibles.
—Estuvo… —Kinsley se detiene en seco y suspira
profundamente—. Lo siento, sé que debo parecer un poco
extraña para una mujer que se acaba de casar.
Mis nudillos están blancos en su muslo en este
momento. ¿A dónde diablos va con esto?
—Solo estoy un poco angustiada —continúa Kinsley—.
Mi madre falleció hace unos años. Y sigo pensando en ella.
A ella le habría encantado estar allí. Estuve bien durante la
ceremonia. Supongo que todo me está golpeando al mismo
tiempo ahora.
Durante una pausa significativa, me pregunto si exageró
su papel. El rostro de McPherson, escondido detrás de ese
tupido bigote, resulta casi ilegible.
Luego se tranquiliza. —Muy bien, amigos. Disfruten su
viaje. Mantengan los ojos abiertos, como les dije —ese
bigote sigue retorciéndose de un lado a otro.
—Lo haremos. Gracias, oficial —digo.
Subo la ventanilla y reinicio el motor. Kinsley mira al
frente y se pasa las manos por la falda de seda. Otro policía
nos indica que atravesemos el bloqueo y empezamos a
acelerar de nuevo. Pasa un minuto de silencio antes de que
tomemos una curva en el camino y desaparezcan de
nuestra vista.
—¿Es cierto? —espeta Kinsley de repente.
—¿Si es cierto qué?
Sus ojos saltan en mi dirección. —La parte en la que
aparentemente estoy en un coche con un asesino.
Ella me mira esperando una respuesta. Pero sé que no
podré darle una que la satisfaga. Ciertamente, no una
corta.
—Esa no es la razón por la que me metieron en la cárcel
—digo al fin.
Ella frunce el ceño. —Realmente odias responder
preguntas, ¿no?
—Una mujer inteligente dejaría de hacerlas.
—Supongo que no soy tan inteligente.
—¿Qué eres entonces, Kinsley?
—Estoy tratando de entender eso —su voz gana fuerza a
medida que habla—. Puede que no sepa quién soy, pero sé
quién no soy. Y no soy una mala persona.
—Se siente como si estuvieras diciendo que yo sí lo soy.
—Estás huyendo de la policía. Así que la evidencia no
está a tu favor.
—Fui acusado injustamente.
—Sí, bueno, ¿quién no?
Giro los ojos y vuelvo a agarrar el volante. —No jugaré
estos juegos contigo. Créeme o no. Es tu decisión. No me
importa, de todos modos.
Por el rabillo de mis ojos, veo que los suyos se estrechan.
—No intentarás convencerme de nada, ¿cierto?
—Creo que eso es una pérdida de tiempo.
—¿Porque no te importa lo que yo piense?
—No lo tomes personal —le digo con frialdad—. No me
importa lo que nadie piense.
—Me imagino —murmura.
No debería involucrarme. Sería mejor si esta situación
de casi rehén fuera silenciosa. Pero he pasado el último año
y medio en una celda húmeda, rodeado de brutos feos y
violentos. En comparación, Kinsley se siente como un soplo
de aire fresco. No puedo evitar respirarla.
—¿Qué te imaginas? —pregunto.
Ella se cierra y carga con su respuesta. —Si te importara
lo que piensa la gente, no harías cosas horribles. No
preocuparte te permite hacer lo que te dé la gana sin sentir
culpa.
—Desperdicié gran parte de mi vida sintiéndome
culpable. He terminado con eso ahora.
Me mira con curiosidad. —¿De qué te sentías culpable?
Vuelvo a mirarla. —De responder las preguntas de la
gente, por ejemplo.
Ella revolea los ojos y yo giro el coche hacia otro camino,
que conduce al bosque. —¿A dónde vamos? —pregunta
nerviosamente.
—Aquí mismo.
Conduzco hasta lo más lejos que puedo llegar antes de
que la carretera se convierta en senderos ramificados a los
que no se puede acceder con un vehículo.
—Pero ¿por qué?
—¿Qué acabo de decir sobre hacer demasiadas
preguntas?
Ella cruza los brazos sobre su pecho. No me pierdo de
cómo empuja sus pechos hacia arriba en ese corsé
desatado. —Creo que tengo derecho a saber qué estamos
haciendo y por qué.
Suspiro y me desplomo en el asiento. —Nos detenemos
aquí porque todos los hijos de puta pomposos con una
placa están alineados en la carretera de aquí a California,
buscando a un hombre como yo. Tuvimos suerte allá atrás.
No volverá a suceder. Así que pasaremos la noche aquí y,
por la mañana, encontramos una nueva salida.
Ella se queja, pero parece mayormente satisfecha con
esa explicación. Hago una mueca y me froto la garganta. Es
la mayor cantidad de palabras que he dicho en los últimos
seis meses juntos.
Su teléfono comienza a sonar de nuevo. —No es él —dice
en voz baja, leyendo mi expresión oscura—. Es mi mejor
amiga.
Veo el nombre EMMA y la imagen de una morena
sonriente en su pantalla. Para mi sorpresa, Kinsley lo
silencia sin atender.
Ella mira a una distancia media, justo más allá del
parabrisas. Sigo su línea de visión, pero no hay nada que
ver ahí fuera. Solo acres y acres de bosque oscuro.
—El oficial dijo que estabas armado —murmura.
Extiendo mis manos ampliamente. —No deberías creer
todo lo que escuchas.
Ella suspira, luego comienza a pellizcar incómodamente
las pocas bandas del corsé que aún tiene apretadas
alrededor de su pecho.
Ve a cambiarte —le digo—. Hay una maleta en el baúl.
Casi se le escapa una risa, pero la sofoca. Abriendo la
puerta, sale tambaleándose y cojeando alrededor del coche
hacia el maletero. Mantengo un ojo en ella a través del
espejo retrovisor, tal como ella lo hizo conmigo, mientras
revisa la maleta y saca un par de jeans y una camisa negra.
La única diferencia es que, cuando ella mira hacia arriba
para ver si estoy viendo, no lo oculto. Solo la sigo
observando.
Incluso desde aquí y en la oscuridad, puedo ver sus
mejillas rojas.
Comienza a quitarse el vestido. Baja una cremallera,
suelta un lazo. Pero, al llegar a la parte trasera, no puede
alcanzarla.
No te involucres, Daniil, me gruño internamente. Es una
mala idea, una jodidamente mala…
Pero ya estoy levantado y en movimiento.
Doy la vuelta a la parte trasera del vehículo. —Detente
—digo con una voz áspera. Ella se congela de inmediato, es
como un ciervo en los faros.
Agarro sus caderas y la hago girar. Luego, tomo sus
muñecas en mis manos y planto cada una de ellas en el
techo del coche. —Quédate ahí. —Mi voz está entrecortada.
Se empaña en el aire fresco del bosque.
Desato los lazos de uno en uno. Con cada desato, suspira
más profundo. Cuando los lazos están listos, empiezo con
los botones. Cuando eso también está listo, empiezo a
quitar la pesada tela de su piel pálida.
No llego lejos antes de que ella se aleje. —Puedo seguir
sola, gracias.
Sonrío y retrocedo. Pero sigo mirando. No puedo parar.
Mantiene su espalda hacia mí mientras se baja el vestido
por el torso. Debajo lleva una fina camisola blanca que
sigue siendo parcialmente transparente por el sudor y su
zambullida improvisada en el río. Puedo ver las líneas
suaves de su cuerpo, pidiendo a gritos ser tocadas y
acariciadas.
Siento un sonido gutural acumulándose en la parte
posterior de mi garganta. La bestia enjaulada dentro de mí
ruge para ser liberada. Estoy duro como una piedra, pero
aprieto mis manos en puños y me abstengo de tocarla.
Nada bueno puede salir de eso.
Se gira y espero que agarre la ropa que sacó de la
maleta. En lugar de eso, ella se limita a mirarme. Ninguno
de los dos dice una palabra. Pero la tensión es lo
suficientemente densa como para ahogarme.
Ella podría ser la cosa más frágil que he visto en toda mi
vida. Una fuerte ráfaga de viento haría pedazos su corazón.
Un beso podría hacer lo mismo.
6
KINSLEY

Si no lo sabía antes, lo sé con certeza ahora: estoy rota.


Porque solo una mujer rota miraría a un asesino a los
ojos y desearía más.
Él ladea la cabeza hacia un lado. —¿Quién te defraudó?
—reflexiona—. Además del bastardo que dejaste en el altar.
No creo que seas tan tonta como para dejar que eso te
lastime. No de ninguna manera que realmente importe.
Niego con la cabeza. —No importa ahora. Todos se han
ido.
—Lo que le dijiste al oficial de policía… era cierto, ¿no?
Sobre tu madre.
Asiento con la cabeza. —Sí. Excepto por la parte en la
que dije que desearía que ella hubiera estado aquí hoy. No
estoy segura de que ver a su hija como una novia fugitiva
hubiera estado en lo más alto de su lista de deseos —me
muevo inquieta en mi lugar por un momento, antes de dejar
escapar la última de una línea continua de preguntas
estúpidas—. ¿Qué hubieras hecho si la policía nos detenía?
—Los mataba a todos, te dejaba a un lado de la carretera
y me iba.
Su fría indiferencia me hace temblar literalmente. El
hecho de que todavía esté usando solo una camisola sudada
y empapada no ayuda.
—No estás bromeando, ¿verdad?
—Otra vez con las preguntas. No siempre quieres las
respuestas, lo sabes. Incluso cuando crees que sí.
—Eres bueno en esto, ¿no?
—Sí. ¿A qué parte en particular te refieres?
—Encantando a la gente —digo, agitando una mano en el
aire—. Manipulándola. Convenciéndola de hacer cosas que
ni en un millón de años pensarían hacer.
—¿Como convencerte de subir al coche conmigo? —
pregunta.
—Sí —digo, entrecerrando los ojos hacia él—. Como eso.
—Realmente no tuve que esforzarme mucho.
Me tenso, mis puños se cierran con fuerza. —Acababa de
huir de mi propia boda. Con un hombre con el que creí que
iba a pasar el resto de mi vida. Estaba asustada y
confundida. Estaba vulnerable. Elegir venir contigo… no
tuvo nada que ver contigo.
—Nunca dije que lo tenía.
Su tono es agudo. Solo le toma una o dos palabras por
oración reducirme. Y lo hace todo sin dejar de ser tan
distante, tan desinteresado. No sabía que existían hombres
así, para ser honesta. Hombres que cabalgan tan alto sobre
el mundo que todos los demás les parecen hormigas.
—Mentí por ti allá atrás —señalo.
—Soy consciente. Bien hecho. Todavía haremos de ti una
asesina.
—No da risa —me cruzo de brazos—. Lo menos que
podrías hacer es decirme tu nombre.
—Podría darte un nombre —dice—. ¿Qué te hace pensar
que será el verdadero?
—Supongo que tendré que confiar en ti.
Ante eso, para mi sorpresa, sonríe. Por primera vez
desde que se zambulló en un río embravecido y me arrastró
fuera de él y me salvó la vida, las comisuras de su boca se
curvan en una sonrisa. Una sonrisa real, no una falsa o
afectada, sino la auténtica calidez de un ser humano
conectando con otro. Estaba empezando a preguntarme si
él sabía cómo hacer eso.
También me doy cuenta de algo más, mientras el calor
de esa sonrisa calienta todo mi cuerpo, que su furia fría y
melancólica ha convertido en hielo: estoy jodida.
—Daniil —dice. La sonrisa desaparece y la grava vuelve
a su voz—. Mi nombre es Daniil.
—Daniil —repito. Es el tipo de nombre que vale la pena
esa repetición—. Encantada de conocerte.
Siempre he sido una de esas chicas tontas e ingenuas
que creen en el destino. Quemaba salvia en la casa cada
vez que Tom estaba de viaje de negocios, y buscaba
esperanza todas las mañanas en mi horóscopo. Sabía que
era ilógico, pero no podía dejarlo pasar. La idea de Dios se
sentía demasiado descabellada y la falta de Dios se sentía
demasiado sombría. Así que dividí la diferencia, deposité
mi confianza en los astros y esperé que fuera suficiente.
Todavía no estoy segura de que lo sea.
—Espera aquí.
Arrugo la frente. —No soy un perro.
—No —coincide—. Pero sí vas a escuchar.
Se aleja y, a pesar de mi determinación, me quedo. No
como un perro. Como una mujer que nunca antes se había
encontrado con un hombre como él.
Un hombre que manda sin ser condescendiente. Un
hombre que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo. Un
hombre que tiene un trasero que podría hacer a una monja
abandonar sus votos.
Lo observo hasta que desaparece detrás de los árboles.
Luego termino de cambiarme y vuelvo mi atención al
coche. Ahí es cuando me doy cuenta de que mi teléfono
está iluminado otra vez. Miro la pantalla, con miedo de que
sea Tom devolviéndome la llamada.
Pero es Emma. Me dejo caer en el asiento y respondo
rápidamente antes de que se dé por vencida.
—¡Jesús, Kinz! —jadea tan pronto como me oye respirar
—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —le aseguro—. Estoy a salvo —miro por la
ventanilla del coche, pero ya no puedo ver a Daniil. Solo
una oscuridad ininterrumpida—. Gracias por ayudarme a
salir de allí.
—Por supuesto —dice Emma—. ¿Para qué están las
damas de honor, sino para ayudar a escapar a la novia?
—Eres una amiga increíble.
—Una amiga más increíble te habría convencido de que
rompieras con ese maldito gilipollas antes del día de la
boda.
—Yo no habría escuchado.
—Debí haberlo intentado de todos modos.
—Realmente ya no importa. Lo hice. Me fui. ¿Qué… qué
está pasando allí?
—Ay, ya sabes —lanza—. Solo caos general. Tom golpeó a
uno de los meseros. No estoy segura de por qué. Solo sé
que perdió la cabeza cuando se dio cuenta de que te habías
ido.
—Él me llamo.
Ella toma una respiración aguda. —¿Y tú en serio
respondiste?
—Tenía que saber que no iba a volver.
—Eres demasiado amable.
Respiro largamente para calmar mis nervios. —Cuando
la costa esté despejada, volveré a mi apartamento a buscar
mis cosas. ¿Está bien si paso unos días contigo?
—Por supuesto. Eres bienvenida todo el tiempo que
necesites, nena. Tú lo sabes.
—Eres la mejor.
—Y tú eres mi maldita heroína. ¡No solo dejaste al
gilipollas, sino que te llevaste el coche de la boda!
Legendario.
—¡Esa fue tu idea! —le recuerdo con una risa.
—Claro, pero no pensé que realmente escucharías. Tal
vez ahora comenzarás a escuchar más mis buenas ideas.
Tengo muchas.
Yo sonrío. —Escucha, te llamaré más tarde, ¿vale?
—Espera, ¿dónde estás ahora?
Levanto la vista hacia el bosque aún silencioso que me
rodea. —Es una larga historia.
—Ay, estoy intrigada. Déjame hacer palomitas de maíz
rapidito.
—Tengo que…
Antes de que pueda terminar la oración, el teléfono es
arrebatado de mi mano. —¡Oye! —grito, pero él ya cortó la
línea.
Daniil me mira con fijeza, sus ojos azul cobalto brillan
con un fuego helado. —¿Revelaste nuestra ubicación?
—¡Claro que no!
Revisa mi registro de llamadas antes de apagar el
teléfono. —Si los policías están en camino…
—Nadie está en camino —le espeto, elevando mi voz lo
suficientemente fuerte como para crear un eco
espeluznante debajo del dosel—. No dije nada.
—¿Como puedo estar seguro?
—Supongo que solo tendrás que confiar en mí —siseo—.
Como yo confié en ti.
Sus ojos se entrecierran dubitativos. No dice nada.
—No eres bueno en eso, ¿verdad? —presiono—. La
confianza.
—No confío en la confianza.
—A veces no te queda otra.
—Yo hago mis opciones, princesa.
—Ah, ¿sí? Vale, ¿qué eligirás ahora? —exijo—. ¿Dejarme
aquí?
Se acaricia la barba. —Podría.
—Pero no lo harás —le digo con confianza, aunque me
estoy quedando sin humo y confiando en la esperanza, y
ninguna de esas es una buena manera de llegar a donde
quieres ir.
—¿Eso es cierto? —pregunta—. ¿Y cómo llegaste a esa
conclusión?
—Confío —respondo—. Es todo lo que algunos de
nosotros tenemos para seguir adelante.
7
KINSLEY

—Estás resultando ser extremadamente ingenua —dice,


mientras se sube al coche y cierra la puerta de un golpe.
—Y tú estás resultando ser un gilipollas furioso —
respondo, sintiéndome de repente lo más batalladora que
me sentí desde el momento en que me sacó del río—.
Apuesto a que eras un viejo Sr. Simpatía regular en prisión.
Deja de hablar, Kinsley. Probablemente debería. Pero es
gracioso lo fácil que es ignorar la voz en mi cabeza, incluso
cuando tiene razón. Tal vez hasta especialmente cuando
tiene razón. De hecho, esa es una gran explicación de por
qué terminé con un vestido de novia empapado de sangre
hoy.
Él se acomoda en su asiento y, cuando su brazo se
mueve hacia un lado, me tenso de inmediato, esperando ver
la boca negra de un revólver apuntada directamente hacia
mí.
—¿Pasa algo, princesa? —pregunta.
—Pensé… Olvídalo.
—Pensaste que te iba a apuntar con un arma.
—El policía dijo que estabas armado.
Exhala una bocanada de aire burlona. —Simplemente
están desesperados. No es que necesite un arma. He hecho
cosas peores con menos. Mucho peores.
Mira hacia el dosel de oscuridad, como si estuviera
reviviendo un recuerdo enterrado hace mucho tiempo.
Quiero saber qué hay detrás de esos ojos oscuros y
enmascarados. Un mundo de secretos del que ni siquiera
he comenzado a rascar la superficie.
Ni deberías desearlo.
Es la parte rota de mí la que habla. La parte que más me
inclino a escuchar, últimamente.
No hago ni pío, pero él se gira de pronto para mirarme.
Casi como si pudiera escuchar mis pensamientos.
No seas ridícula, Kinz. No seas tan paranoica.
Demasiado tarde para ambas.
Su mirada me recorre una vez, rápidamente, pero no se
detiene. Sin embargo, cuando mira hacia otro lado, siento
una extraña sensación de pérdida en su ausencia.
—¿Qué dijo tu amiga? —pregunta—. En el teléfono.
—Solo llamaba para ver cómo estaba. Quería saber si
estaba bien.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Qué pasó con lo de confiar el uno en el otro?
Él no dice nada. Solo una estoica y melancólica bola de
silencio, cada vez más irritante.
Revoleo los ojos. —Si quieres saberlo, me llamó para
decirme que estaba orgullosa de mí. Por escapar.
—Supongo que no era fan de tu prometido.
—No, no era fan —admito.
—Aprenderá a amarlo, estoy seguro.
Tomo una respiración aguda. —¿Qué estás tratando de
insinuar?
—Creo que lo sabes.
—No voy a arrastrarme de vuelta al hombre que me
golpeó. —Mi voz es aguda y crepitante, pero casi
demasiado. Sobrecompensación, tal vez.
Daniil se encoge de hombros. —Si tú lo dices. Así es
como funcionan la mayoría de las relaciones abusivas.
—En primer lugar, nunca volveré con él. Y segundo, no
fue una relación abusiva.
Los ojos de Daniil se deslizan sobre los míos. Mantiene
el contacto durante dos segundos y se aleja de nuevo, como
si estuviera aburrido. Una vez más, no puedo evitar sentir
que me quitó algo y que lo quiero de vuelta.
—Nunca me había golpeado antes —agrego en voz baja.
Casi vergonzosamente.
Se ríe con crueldad. —Entonces, como solo lo hizo una
vez, ¿está limpio?
—Yo no dije…
—Si yo mato a un hombre, ¿tengo un pase libre hasta la
segunda vez que mate? ¿La tercera? ¿Qué tan lejos van los
números?
—¡Basta! —grito. Mis puños están apretados a los
costados—. Todo lo que quise decir es que hay matices en
cada situación. Los dos estábamos muy emocionados,
estábamos peleando…
—Si adquieres el hábito de inventar excusas para él
ahora, también encontrarás una excusa para volver con él.
—No voy a volver con él —le digo con firmeza.
Para mi sorpresa, parece aceptarlo. —Vale. Te obligaré a
ello.
Espero un suspiro tenso antes de hacer una pregunta
que ha estado ardiendo en mi cabeza desde que
comenzamos este camino de interrogación. —¿Por qué te
importa?
Reclina un poco su asiento y posa una mano detrás de su
cabeza. —No me importa —sus ojos se cierran como si
realmente no pudiera importarle menos. Es una locura que
un gesto tan pequeño pueda sentirse literalmente como
una bofetada en la cara.
Me pongo rígida, sintiéndome estúpida por hacerlo. —
Qué descaro tienes, sermoneándome sobre toda esta
mierda cuando literalmente has matado gente.
No parece en lo más mínimo preocupado. —La gente que
mato merece morir.
—Ah, claro —digo sarcásticamente—. Eso hace toda la
diferencia. Eres un héroe. Que el mundo erija estatuas en
tu honor.
Gira la cabeza hacia un lado y me mira. Esos ojos azules
deberían ser criminales. Supongo que lo son, literalmente
hablando, pero estoy divagando.
—¿Quién eres? —gruño en el tenso silencio.
Él se ríe, un sonido como de cemento que rompe vidrio.
—Confía en mí, princesa: no quieres saberlo.
—Teniendo en cuenta que me estoy escondiendo contigo,
de la policía, nada menos, creo que sí quiero saber, en
realidad.
—Saldrás viva de esto. ¿No es eso suficiente?
—Tú lo creerías —digo en voz baja—. ¿Me dijiste que
estabas en la cárcel por desobedecer a alguien?
—Sí.
—Este hombre era… ¿tu jefe?
—Podría decirce.
—¿Qué dirías tú? —pregunto impaciente.
—Un gilipollas —dice rápidamente—. Diría que él era un
gilipollas.
—Eso realmente no me dice mucho.
—Eso no es accidental.
Lo miro con ira, pero no me sirve de nada. Tiene los ojos
cerrados de nuevo y la cara inclinada hacia el techo del
coche.
Quédate en silencio, Kinsley. El silencio no puede
lastimarte. Un buen consejo de la voz en mi cabeza, una
vez más. Pero resulta que es terriblemente difícil escuchar
tus instintos cuando has pasado la mitad de tu vida
ignorándolos.
—¿Cómo lo desobedeciste? —presiono.
—Intervine cuando debí haberme quedado al margen.
—Eres un verdadero poeta, ¿verdad? —digo
sarcásticamente.
—No es lo peor que me han dicho —comenta—. Pero
tampoco lo mejor.
—¿Qué tienes contra los poetas?
—Los poetas son personas que pasan tanto tiempo
sintiendo que en realidad nunca experimentan nada en la
vida.
—¿Y lo sabes por todos los poetas que has conocido? —
pregunto, un poco nerviosa por la rapidez y la brutalidad
con la que salió esa respuesta.
—Había algunos en prisión —un ojo se abre un instante
después. Veo un toque de diversión allí—. Fue una broma,
por cierto.
—Ah. No me di cuenta de que las hacías.
—Hay muchas cosas de mí de las que no te das cuenta y
nunca te darás cuenta, sladkaya.
—No me estás dando exactamente mucho con lo que
trabajar —le respondo—. Me tomaste como rehén.
—No es así como lo recuerdo.
—Dime entonces: ¿cómo lo recuerdas?
—Recuerdo saltar a la jodida agua helada para salvarte
de morir en manos de tu propio vestido de novia.
Me sonrojo ante el recuerdo. Mi piel todavía está
parcialmente azul por la experiencia, como si mi cuerpo se
aferrara a su roce con la extinción. —Claro, vale, está bien.
Sí lo hiciste. Sin embargo, solo para que conste, sé nadar.
—Por supuesto que sabes. Parecías una gran nadadora.
Solo salté porque necesitaba un buen lavado después de mi
tiempo en prisión.
Sus ojos están abiertos de nuevo. Me miran fijamente,
con un enfoque nítido.
Sin parpadear.
Hipnóticos.
Increíblemente, jodidamente frustrante.
—Esa fue otra broma —agrega.
—Eres un bufón regular de la corte, ¿lo sabías?
—Yo era el payaso en mi bloque de celdas.
—¿En serio? —pregunto estúpidamente.
Sus ojos azules se vuelven oscuros. —No.
Me sonrojo y me giro hacia el parabrisas. La oscuridad
me parpadea de vuelta. El dosel superior tapa la luna y la
mayoría de las estrellas, y los faros del coche están
apagados, por lo que la única luz son los pequeños
fragmentos que pueden bajar del cielo nocturno.
Quédate en silencio, Kinsley. El silencio no puede—
—Así que ¿es justo asumir que tu jefe es un hombre
poderoso?
Supongo que soy una idiota.
Él suspira. —¿Todavía estamos en eso? Sí, mi jefe es un
hombre poderoso.
—¿De cuánto poder estamos hablando? —pregunto—.
¿Como un gánster empedernido? ¿Capo narco? ¿Magnate
de negocios corrupto?
Él levanta una ceja gruesa. —Ves demasiadas películas.
Me quejo. —No solo mi prometido me abofeteó y salí
corriendo de mi boda, sino que también choqué mi coche,
me caí de un puente y casi me ahogo en un río. Si eso no
fuera suficiente por un día, ahora estoy atrapada en medio
del bosque en la oscuridad de la noche con un delincuente
bastante grosero y buscado. Por quien, debo agregar,
recientemente mentí a la policía, convirtiéndome en
cómplice la fuga como mínimo. ¿No puedes hacer una
excepción conmigo y responder algunas preguntas?
Murmura algo en un lenguaje áspero que no puedo
descifrar, ¿ruso, tal vez?, y luego agrega en inglés—: Debí
haberme quedado en la puta prisión.
—Así que, ¿es eso? ¿Uno de esos? ¿Gánster, capo,
magnate?
—Digamos que todas las anteriores.
Asiento con la cabeza. —Tiene sentido. ¿Y tú eres uno de
sus secuaces?
Su mirada furiosa me hace retroceder en el asiento. —
No soy secuaz de ningún hombre. Hice mi trabajo. Hasta el
día en que decidí que las consecuencias de hacer mi
trabajo no valían la pena.
Sus palabras de antes flotan en mi memoria. Intervine
cuando debí haberme quedado al margen…
—Él estaba lastimando a alguien —dice en voz baja,
haciendo que se me ponga la piel de gallina en los brazos y
las piernas—. Ella estaba indefensa y gritando. Y yo…
—Interviniste —murmuro, tomando las palabras de su
boca.
—Sí. Intervine.
Ahora mi voz es silenciosa y sombría. —Así que, ¿sabes
algo sobre las relaciones abusivas, entonces?
—Más de lo que me gustaría. No es un ciclo fácil de
romper.
Trago saliva y asiento. —Vi a mi padre golpear a mi
madre. Una y otra vez. Ella se escapó un par de veces. Pero
siempre terminaba de vuelta en esa casa. De vuelta con él.
Vuelvo a sentir ese momento. El momento en que miré a
Tom a los ojos y vi a mi padre mirándome. Su bofetada
apenas me había dolido. Pero me quebró por dentro. Me
partió por la mitad, y el tipo de sangre negra, coagulada y
podrida que he pasado años acumulando salió a
borbotones. No había nada que pudiera hacer para
frenarlo.
Todo lo que podía hacer era tratar de dejarlo atrás.
—Sin embargo, yo no soy como mi madre —protesto.
Pero es un poco débil, y creo que él puede sentirlo.
—El tiempo dirá.
Mis ojos parpadean hacia los suyos. Quiero que vea en
mí la lucha, el fuego. Quiero que vea que no soy solo otra
damisela indefensa que necesita que la cuiden.
—¿La salvaste? —pregunto abruptamente.
—No. No lo hice.
Las palabras cortantes envían un escalofrío a través de
mi espalda. Busco en su rostro alguna emoción, alguna
apariencia de dolor o arrepentimiento. Pero está demasiado
sereno. Demasiada práctica en el secreto. Es como esperar
a que una piedra empiece a llorar. Estarás esperando para
siempre.
—Lo lamento.
—¿Por qué? —pregunta bruscamente.
—No debiste haber sido encarcelado por tratar de salvar
a alguien que necesitaba ser salvado. Eres una buena…
—Para —pinchazos de una especie de luz amenazadora
brillan en sus iris. Podría haberme atemorizado si no
hubiera empezado a sentir un tipo de emoción
completamente diferente—. No me conoces.
Trago saliva. —¿Qué si sí lo hago? En parte, al menos.
¿Eso te asusta? Que tal vez, solo tal vez, podría saber cómo
se siente ser tú. Peor aún, ¿que podría entenderte?
Su risa es un ladrido grueso y gutural, mezclado con
incredulidad y condescendencia. —No entiendes una
mierda, princesa —dice furioso—. He hecho cosas que te
harían orinarte encima del miedo.
Intenta hacerme retroceder con su ataque. Pero lo veo
por lo que es, porque he visto exactamente lo mismo en mí.
—No me asustas —digo orgullosa.
Se endereza en su asiento reclinado. Me mira fijamente
a los ojos, el azul de sus iris se endurece hasta convertirse
en hielo picado. —Pasé los últimos catorce meses en
prisión, Kinsley —dice. Mi piel zumba de placer por el mero
sonido de mi nombre en sus labios—. Durante la mayor
parte de esos meses, estuve en confinamiento solitario. Son
semanas, jodidas semanas interminables, sin ver ni
escuchar a otro ser vivo. Ni un hombre, ni un ratón. Y,
definitivamente, no una mujer.
Sus ojos bajan hacia los tirantes de mi vestido, hacia mis
pechos. No desvía la mirada. No esta vez.
—Así que dime: ¿qué crees que haría un hombre en mi
posición con una chica en la tuya?
Trago de nuevo. Es un sonido casi ensordecedor en la
densa quietud del coche, del bosque. No puedo negar que
mi piel está sonrojada y que mi corazón late con fuerza
contra mi caja torácica.
Tampoco puedo negar todo el calor que se agita entre
mis piernas.
—¿Ahora estás asustada? —pregunta.
—Sí —susurro.
Porque sí tengo miedo.
Pero no de la forma que él cree.
Más que cualquier otra cosa, tengo miedo de lo que
estoy a punto de hacer.
Me levanto de mi asiento y alzo mi pierna sobre la
palanca de cambios. No es tan fluido ni tan seguro como
me hubiera gustado, pero al final llegué a donde quería
llegar.
Me siento a horcajadas sobre su regazo. Mis muslos
agarran su cintura y puedo sentir el calor de su cuerpo que
quema el aire mientras viene por mí. Huele a río y almizcle.
—Cuidado —advierte con un gruñido profundo que
puedo sentir más que escuchar—. Ya sabes lo que dicen
sobre jugar con fuego.
—Tal vez yo soy el fuego.
Él sonríe. Es fantasmal. Débil, prácticamente
inexistente.
Pero es suficiente para encender el fósforo.
Mis dedos se posan en el cuello de Daniil, rozando las
finas curvas de un tatuaje que sale del cuello de la camisa
de mi ex prometido.
Cuando lo beso, siento un zumbido caliente, agudo y
poderoso desde mis labios hasta el centro.
Sus manos aterrizan en mi espalda y recorren toda mi
columna hasta llegar a mi trasero. Aprieta fuerte,
haciéndome gritar. Pero luego su toque se derrite de
agresivo a suave.
Me devuelve el beso con fuerza. Apasionado, pero no
exigente. Separa mis labios con solo un leve empujón. Su
lengua se enrolla con la mía sin problemas. Como si
hubiéramos hecho esto innumerables veces antes, y
simplemente estuviéramos volviendo a encontrar nuestro
ritmo.
Coloca los dedos de una mano en mi garganta. Puedo
sentir los cinco puntos trazando líneas por mi piel hasta
llegar a mi pecho. Él acaricia allí con suavidad,
convirtiendo mis pezones en granito bajo su palma.
Puedo sentir su hambre, su necesidad de estar dentro de
mí. Pero se está conteniendo. Está tratando de darme la
liberación que yo necesito primero.
Cuando sus dedos empujan más allá de mis bragas y se
deslizan dentro de mí, jadeo, apartando mi cara de la suya
y rompiendo nuestro beso.
Pero no me deja ir muy lejos. Su otra mano agarra mi
mandíbula para obligarme a mirarlo fijamente. Me
mantiene donde quiere mientras me folla con sus dedos. —
No mires hacia otro lado —gruñe.
—Oh, Dios… —jadeo—. No pares.
Mi voz suena ajena a mis propios oídos. ¿Quién es esa
mujer que acaba de hablar? Cierto como el infierno que no
la reconozco. Suena como alguien que desea esto. Que está
dispuesto a arriesgarlo todo por tenerlo. Suena como el
tipo de mujer que es lo suficientemente valiente como para
entregarse en el asiento delantero de un coche… en medio
del bosque… a un convicto fugitivo… el día en que se
suponía que debía casarse con otro hombre.
Detalles, detalles.
La lengua de Daniil se desliza a lo largo de mi clavícula.
Sus dedos me empujan hacia arriba el tiempo suficiente
para desabrocharse los pantalones y liberar su polla.
Es asombrosamente masiva. Pero no tengo tiempo para
preguntarme si cabrá dentro mío antes de que retire los
dedos, se alinee en mi entrada y luego, con un gemido
estremecedor, tire de mí hacia él.
La primera embestida me quita el aliento. El suyo
también, por lo que parece. Una exhalación baja y ronca
escapa a través de sus dientes apretados. Empieza a
acelerar el ritmo. Quiero decirle algo, rogarle que vaya
despacio, quizás, o tal vez exactamente lo contrario, en
realidad, rogarle que vaya tan rápido y tan fuerte como
pueda, para poder desmoronarme, mientras pretendo por
exactamente la duración de un orgasmo que todo lo que he
hecho hoy está bien, pero no puedo pronunciar una sola
palabra.
Es demasiado.
Es demasiado, joder.
Su lengua lame un pezón, luego el otro, mientras me
convence con sus manos para que salte arriba y abajo
sobre él, más y más rápido. Y luego más y más rápido, y
más y más rápido, hasta que estamos sudando y es un
borrón de movimiento y gruñidos y respiración mezclada y
luego…
—¡Oh, Dios… oh por Dios!
Toca mi clítoris, solo un leve roce, pero es suficiente. Me
vengo con mi frente contra la suya, corcoveando tan fuerte
sobre su polla que siento que estoy en peligro real de
partirme en pedazos.
—Joder —gruñe. Es una clase magistral de autocontrol
que eso sea todo lo que dice.
Siento sus dientes raspar la piel de mi cuello. Luego
siento el calor, su calor, que me llena. Dos bombas duras.
Una estocada jadeante y final.
Y luego se queda quieto.
Beso su frente, aunque reconozco que aún no hemos
alcanzado ese nivel de intimidad, y me estremezco tan
pronto como aparto mis labios. Me digo a mí misma que al
menos esto sucedió de noche. Por la mañana podré fingir
que nada de esto fue real.
Está en silencio mientras me deslizo de él y vuelvo al
asiento del pasajero.
—Duerme —es todo lo que dice mientras se acomoda y
se recuesta en su asiento.
Casi ladro una carcajada incrédula. Dormir se siente
imposible. Pero, cuando me recuesto y cierro los ojos, el
cuerpo todavía palpitando de pies a cabeza, siento que me
invade el sueño. Resulta que huir de tu boda, chocar tu
coche y casi ahogarte es más agotador de lo que hubiera
pensado.

L O SIGUIENTE QUE sé es que me estoy despertando con dolor


de espalda y el foco del amanecer atraviesa los árboles.
Hay luz de día.
Y Daniil se ha ido.
8
DANIIL
DIEZ AÑOS DESPUÉS

—¿Te gustan mis aretes?


Observo los rubíes rojo oscuro que cuelgan de las orejas
de Alisha. Tienen forma de lágrimas y están rodeados de
diamantes. Absolutamente predecible. A las mujeres como
ella les encanta gritar Mírenme en todos los sentidos
menos con sus palabras.
—Están bien.
—“¿Bien?” —frunce el ceño—. ¿Quieres decir que no los
recuerdas?
Esto es lo que sucede por pedirle a Petro que compre
regalos en mi nombre. No es que haya elegido mal: mi
segundo al mando tiene buen gusto. Esta noche está
vestida para exhibir esos rubíes. Un vestido escotado color
vino fino y unos tacones negros que le dan otros cinco
centímetros a su ya escultural figura. Todo a cortesía de
este servidor, por así decirlo.
—Alisha —digo con un suspiro—, relájate. Tómate otra
copa de vino.
—Esa es tu estrategia, ¿no? —exige—. ¿Me das vino
hasta que me olvide de que estoy perdiendo el tiempo
contigo?
Inclino la cabeza hacia un lado. —¿Es así como te
sientes?
—Sí —dice ella, volteando el cabello rubio rojizo sobre su
hombro—. Bueno, a veces.
—Ciertamente no quiero que te sientas de esa manera.
Sus ojos se suavizan de inmediato. Se lanza hacia
adelante y coloca su mano sobre la mía. —Dani, solo quiero
estar más cerca tuyo. Quiero sentir que estamos
avanzando.
Mis ojos miran sin parpadear a los suyos. Me he vuelto
cada vez menos capaz de simpatía últimamente. No es que
fuera particularmente bueno en eso en un comienzo. —Si
sientes que estás perdiendo el tiempo conmigo, siéntete
libre de avanzar. Tal vez eso sería lo mejor para ambos.
Se congela, su mano se aprieta sobre la mía antes de
apartarse. —¿Qué?
Le hago señas a uno de los mozos. —Pediremos la cuenta
ahora —le digo.
—En seguida, señor.
Cuando me vuelvo hacia Alisha, su mandíbula está
abierta de par en par. —¿Cómo puedes ser tan… cruel? —
susurra.
—Nunca pretendí ser otra cosa.
—Pero… pero me enviaste regalos esta mañana —dice
con los ojos llorosos—. Lencería de seda. Perfumes Louis
Vuitton. Diamantes Chopard.
—Eso fue generoso de mi parte —digo arrastrando las
palabras.
Sus ojos se vuelven planos cuando la realización le
golpea. —Petro —escupe—. Petro me envió esos regalos,
¿no?
—Yo pagué por ellos. Seguramente eso vale algo.
Ella mira hacia otro lado por un momento. Sus pómulos
son realmente hermosos. Fueron lo primero que noté en
ella. Es un perfil impecable en un entorno impecable.
Pero no hay comparación con la vista que ha estado
grabada en mi mente durante diez largos años: las mejillas
de una novia enrojecidas por la lujuria, mientras nuestro
aliento empaña un coche perdido en lo profundo del
bosque.
—Siempre me presentas por mi nombre —espeta de
pronto.
Levanto una ceja. —Así es como funcionan las
presentaciones.
—Lo que quiero decir es que nunca me presentas como
tu novia —aclara—. Siempre soy solo Alisha Diego. Punto.
Suspiro y no digo nada. No tiene sentido. Se está
alterando, lo cual está bien, si eso es lo que desea. Pero no
quiero participar.
Mientras observo, una sola lágrima en forma de
diamante cae por su mejilla.
—No desperdicies lágrimas conmigo —le recuerdo. No
es la primera vez en la última década que le digo esas
palabras a una mujer. Probablemente no será la última.
—Tú… tú me hiciste creer…
—No —la interrumpo con dureza. Su boca se cierra de
golpe y la atrapo en mi mirada—. No te hice creer una sola
maldita cosa. Fui honesto contigo desde el principio. Nunca
mentí sobre quién soy o sobre lo que quería. Tú elegiste
creer en algo que nunca te ofrecí.
El mesero aparece con la cuenta y me la entrega. No me
molesto en mirar, solo le doy mi Amex Black y lo despido,
sin apartar los ojos de Alisha ni una sola vez. Ella se está
desmoronando justo delante de mí.
—Creo que es hora de que te lleve a casa. Estás
angustiada.
Me pongo de pie, pero ella permanece sentada,
aparentemente conmocionada. Cuando finalmente me mira,
veo la desesperada amenaza de realización allí.
—Alisha —digo con firmeza—. Ven.
Se levanta aturdida y me sigue por el restaurante. Salgo
a la fresca brisa otoñal. El valet se detiene en ese momento
en mi Rolls Royce. Dejo que le abra la puerta, le doy una
propina y luego me pongo al volante. En el momento en
que la puerta de Alisha se cierra, acelero el motor y salgo a
toda velocidad del estacionamiento odiosamente llamativo
de Le Grand. Jodidos topos ornamentales con forma de
animales de la jungla hasta donde alcanza la vista. Me
irrita.
—¿Hay alguien más? —Alisha espeta en el primer
semáforo que encontramos.
—No. No hay nadie más.
Nadie que haya visto en diez años, al menos.
—¿Entonces qué es? —exige—. No me digas que tienes
miedo al compromiso como todos los demás hombres. Eso
sería tan… aburrido.
—Quizá solo eres tú.
Su cabeza se rompe para mirarme boquiabierta con
incredulidad. Espera a que retíreme desdiga. Cuando no lo
hago, se retuerce en su asiento como si quisiera saltar del
coche. —¡Eres un gilipollas!
—Como te he dicho varias veces, nunca pretendí ser otra
cosa.
Con una sincronización exquisita, me detengo frente a
su edificio de apartamentos. Se ve bien. Demasiado caro,
pero agradable. No es que haya estado dentro el tiempo
suficiente para formar una opinión. Yo no paso la noche.
—Buenas noches, Alisha. Buena suerte por ahí.
No parece que me haya escuchado. Ahogo un suspiro. A
veces, un chico solo quiere un poco de tiempo a solas. Una
buena copa de brandy y…
Una chica rota en un vestido de novia.
No. Joder, no.
De vuelta al presente, Alisha me mira con un brillo
desesperado en los ojos. —¿Vas a entrar? —pregunta ella,
su pecho subiendo y bajando con fuerza.
—No.
Es extraño cómo una noche puede consumir toda una
vida, mientras diez años pueden pasar en un instante.
Siento que esas escasas horas en el bosque duraron más
que la década siguiente.
El punto es que dos años pueden sentirse como algo
para Alisha. Pero, para mí, es solo el tiempo que pasó entre
la respiración de Kinsley y sus gemidos.
El brillo de los rubíes de Alisha vuelve a llamar mi
atención. Parecen gotas de sangre congelada.
Quita su mano de la mía, pero la coloca sobre mi
entrepierna. —Todo el mundo necesita algo —dice
cambiando el tono. Está destinado a ser atractivo, pero
resulta forzado y grotesco—. Dime lo que quieres y te lo
daré.
—No puedes darme lo que quiero.
Ella debería saberlo ahora. Tal vez sea mi culpa por no
hacer que lo entendiera antes. No tengo nada que darle,
salvo regalos caros y orgasmos cuando tengo tiempo. Tal
vez por eso se aferra con tanta fuerza, incluso a expensas
de su dignidad.
—Pruébame —dice, apretando entre mis piernas—. Sé
que quieres hijos. Déjame tener a tu bebé. Déjame darte un
hijo.
Le devuelvo la mirada con indiferencia, esperando a que
se dé cuenta y retire la mano. No lo hace. Solo se
desespera cada vez más, mientras intenta engatusar a mi
polla para que cobre vida.
—Déjame…
—Alisha —le digo, quitando su mano de encima mío—, es
hora de decir buenas noches.
Sus ojos se abren decepcionados. Aparta la mano como
si quemara y se queda mirando el parabrisas. —¿Te veré de
nuevo? —pregunta sin mirarme.
—Probablemente no.
—Así que estos últimos dos años… ¿no significaron nada
para ti?
—Fue una buena distracción.
Escucho su jadeo y el susurro de su movimiento al
mismo tiempo. Suspiro con cansancio. Esperaba que no
fuera tan predecible. Supongo que estaba equivocado.
Efectivamente, su mano se precipita a través del coche
en un curso de colisión con mi cara. Extiendo la mano y la
detengo en seco antes de que pueda asestar el golpe. Mis
dedos aprietan su muñeca lo suficientemente fuerte como
para bloquear el flujo de su circulación.
—No quieres hacer eso, Alisha.
—Me estás lastimando —jadea.
—Te haré mucho más daño si seguimos juntos —
prometo. Luego la dejo ir.
Aparta la mano de nuevo y forcejea con la manija de la
puerta del coche. Le toma un momento, pero la abre y sale
corriendo hacia su edificio. Sus tacones repiquetean
furiosamente contra el pavimento.
El portero que bajo el toldo le dice algo, pero ella lo
ignora y se vuelve hacia el coche. No me molesto en
esperar sus últimas palabras, sin duda mordaces. Solo
conduzco lejos. Probablemente no sería inteligente, de
todos modos.
Exhalo mientras el motor ruge debajo de mí y me aleja
de los restos de otra relación que apenas quise comenzar.
Mañana a primera hora tendré una charla con Petro
sobre su libertad con mis putas tarjetas de crédito.
¿Lencería de seda, perfumes y diamantes? Ha perdido la
maldita cabeza.
Tomo la salida a la autopista. Es un largo camino a casa.
Ventoso y oscuro, especialmente con la tormenta eléctrica
que apenas comienza. Pero todas esas cosas se adaptan a
mi estado de ánimo. Enciendo el sistema de sonido y el
crujido agresivo de la música de metal sale de los altavoces
para sacudir mis huesos.
Me adapto a la velocidad del coche. Me inclino con los
giros y presiono más fuerte el pedal. El camino se despliega
como una cinta negra en la noche. Sin luces. Sin ninguna
otra alma viva.
Hasta que tomo una curva demasiado pronunciada y veo
el resplandor de los faros que se aproximan…
En mi lado del camino.
Todo sucede tan rápido. El otro conductor parece darse
cuenta de cuán desviado está, porque entra en pánico y
gira el coche hacia la derecha. Pero corrige de más. Un
neumático, luego dos, luego los cuatro salen de la
carretera, y no hay forma de recuperarse de eso. Me hago a
un lado, justo a tiempo para evitar su parachoques
coleando. A través de mi espejo retrovisor, veo el coche que
choca de frente contra uno de los postes de luz apagados
ubicados como centinelas a lo largo de la carretera.
Aprieto los frenos y me deslizo hasta detenerme a cien
metros por la carretera. —Maldito imbécil —murmuro con
impaciencia, mientras salgo de mi coche y camino hacia la
farola.
Los relámpagos atraviesan el cielo. Antes de llegar al
coche, la puerta del conductor se abre de par en par, y veo
el grueso tacón de una bota negra que golpea la grava del
camino.
—¿Qué diablos estabas…?
La mujer que sale del coche se detiene en seco, con los
ojos muy abiertos por la incredulidad. Me congelo,
observando sus rasgos lentamente, asegurándome de
hacerlo bien esta vez.
Me he cruzado con cientos de mujeres con cabello
castaño en los últimos diez años. Algunas de ellas con la
piel pálida como la leche. Algunas menos con ojos del tono
correcto de verde.
Ninguna de ellas ha sido ella.
Pero siempre ha habido un momento, una pequeña
fracción de segundo de búsqueda, cuando pensé que podría
serlo. Es inevitablemente una decepción, que entierro muy
dentro junto con todo lo demás.
Hasta ahora.
—Oh, Dios mío… —respira.
Y lo sé al instante.
Es ella.
9
KINSLEY
UNA HORA ANTES

EMMA: ¿Cómo te va?


Me aseguro de que mi cita siga ocupada viendo a la
chica con el tatuaje de mariposa de la mesa de al lado,
antes de responder rápidamente al mensaje de texto de
Emma, con mi teléfono en el regazo fuera de la vista.
KINSLEY: Volveré a casa pronto. ¿Todo bien?
EMMA: Ay, no. ¿Qué tiene de malo?
Miro hacia arriba. Liam le sonríe a la mesera ahora. La
de las tetas grandes y los dos botones superiores abiertos.
Eso no es una coincidencia por ningún tramo de la
imaginación, es casi como si cualquiera con una copa B o
más pequeña fuera invisible para él.
KINSLEY: Es asqueroso. Mira como súper
pervertido a todo lo que pase con un útero.
EMMA: ¿Es consciente de que está en una cita con
la mejor dueña de úteros de todo el país? Quizás solo
no lo estás involucrando en esas brillantes bromas de
Kinsley que todos conocemos y amamos.
KINSLEY: ¿Estás tratando de ser fastidiosa o te sale
natural?
Se limita a responderme con dos emojis, uno con un halo
y otro guiñando un ojo. Me río de mi inconteniblemente
pícara mejor amiga, salgo de nuestro hilo de conversación
y vuelvo mi atención al Sr. Mirada Deambulante.
—¿Seguimos la fiesta en el bar de al lado? —sugiere
Liam.
Me estremezco. —Ah, em, gracias, Liam, pero realmente
debería irme a casa. Tengo un comienzo temprano en la
mañana.
—Y pensar que estaba a punto de invitarte a mi casa. —
Él sonríe como un lobo, de una manera que me va gustando
cada vez menos a medida que pasa la noche. No me
gustaba mucho en primer lugar.
Le ofrezco una sonrisa tensa, que espero que interprete
como un rechazo educado. —Lo siento, esta noche no.
—Ah, ya veo —dice, moviendo sus cejas demasiado
pobladas—. Otra noche, entonces.
Y ahí se va el rechazo educado. —Ay, guau, ¿es esa la
hora? —exclamo, evitando su pregunta por completo—.
Realmente me tengo que ir —es un poco exagerado, pero
tengo la sensación de que Ojos Saltones aquí no es el
cliente más exigente de la cuadra.
—No es tan tarde —él frunce el ceño—. No seas
aguafiestas.
—Normalmente estoy en la cama a las nueve —digo,
poniéndome de pie y echando mi bolso al hombro—. Así
que esta es una noche larga para mí.
—Baja la velocidad de tus caballos. Ni siquiera hemos
pagado todavía, socia.
Fuerzo una sonrisa ante las malas metáforas mezcladas
y el peor acento sureño, mientras me hundo en mi asiento.
—Ah. Sí. Disculpa.
Le chasquea los dedos al mesero, que está ocupado
tomando el pedido de otra mesa, y pide imperiosamente el
“chequee”. Sé que lo deletrea así en su cabeza, porque lo
dice con dos sílabas, así. Error número billón de la noche
para el Sr. Liam Griffith, vendedor de seguros de vida, DJ
aficionado, perdedor total. Error número cuatrillón para mi
carrera de citas.
El mesero suspira y va a buscar la cuenta,
presumiblemente para poder perdernos de vista más
temprano que tarde. Luego, Liam me mira y sonríe como
un loco. Sabes que una cita es mala cuando te encuentras
esperando que él empiece a mirar a otras mujeres otra vez.
—¿Alguien te ha dicho alguna vez que tienes unos ojos
extraordinariamente llamativos? —dice, inclinándose lo
suficiente para que pueda oler el kétchup en su aliento.
Las mesas de este restaurante son pequeñas. Dejan
mucho espacio para toneladas de golpes de codos y
rodillas, lo que ha sucedido con tanta frecuencia que estoy
empezando a pensar que encuentra excitante el contacto
entre apéndices dignos de moretones. Giro mi cuerpo hacia
un lado para apuntar mis piernas hacia las puertas. O sea,
el lugar hacia el que realmente me gustaría caminar.
—Tú lo hiciste, de hecho —le recuerdo—. Cuando nos
conocimos.
—Así es. Así es como conseguí que accedieras a tener
una cita conmigo.
Más como la creciente comprensión de no haber tenido
una cita en más de dos años. No me molesto en corregirlo.
—Sin embargo, no te he visto en el gimnasio desde ese
día —señala.
—Es que mi amiga tiene una membresía en Toned.
Estaban ofreciendo sesiones gratis de pedaleo para los
amigos de los miembros, y Emma pensó que podría
disfrutarlo.
—¿Y lo hiciste?
—Prefiero correr.
—¿Corres a menudo?
—Tan a menudo como puedo. —De hecho, pienso para
mis adentros, me encantaría salir corriendo de aquí ahora
mismo. Sería buena también.
Pero también en un sentido más amplio y cósmico.
Huyendo de mi pasado. Huyendo de mis demonios. No soy
tan buena en eso, aunque no por no haberlo intentado.
—Bueno, estás en muy buena forma —dice deslizando
sus ojos sobre mi cuerpo con aprobación—. Supuse que
prácticamente vivías en el gimnasio. Yo también lo hago.
Lleva la mano detrás de su cabeza y de veras flexiona
hacia mí. Tengo que alcanzar mi vaso de agua, solo para
esconderme por unos segundos y no reírme en su cara.
—¿Dónde está ese mesero? —murmuro.
—Estás apurada —dice, y la sonrisa desaparece de su
rostro.
—¿Ltengo estoy? Yo solo, eh… no me gusta conducir en
la oscuridad.
Eso no es mentira. Pero ciertamente no le explicaré a
este tipo por qué los coches en la noche me asustan. Por
qué me han asustado durante diez años, en realidad.
—Podría haberte recogido —me regaña—. Pero insististe
en que me encontrarías aquí. Lo entiendo, lo entiendo,
Señorita Independiente. A ti y a todas las demás mujeres
de hoy en día.
—Bueno, es una primera cita —le digo con una risa
temblorosa.
Él frunce el ceño. —¿Es porque eres paranoica o porque
eres conservadora? —pregunta.
En tu caso, simplemente desinteresada. —Un poco de
ambas, tal vez.
Sus cejas se juntan, pero se las arregla para ocultar su
decepción detrás de una sonrisa. Prefiero que no sonría. Es
mucho menos espeluznante.
—Aquí tiene, señor —dice finalmente el mesero, dejando
caer la cuenta en el centro de la mesa.
La alcanzo al mismo tiempo que lo hace Liam, pero se
las arregla para quitármela de la mano. —De ninguna
manera —dice con firmeza—. Yo pago.
—Por favor —insisto—. Vamos a dividirlo.
—De ninguna manera, vaquera —dice, recurriendo de
nuevo a esa abominable voz de vaquero que tanto le gusta
—. Esta la pago yo.
Introduce su tarjeta de crédito que, observo, tiene el
nombre de su padre, y se la entrega al mesero con una
sonrisa satisfecha. —Gracias, buen hombre.
Tengo que resistir el impulso de poner los ojos en
blanco.
—Buen restaurante, ¿eh? —comenta. Sus ojos siguen a
una rubia tetona que se pasea de la mesa al baño.
—Muy lindo —concuerdo. De pronto mi tenedor me
parece fascinante.
—Un poco caro —bromea Liam—, pero sabía que valías
la pena.
Mis ojos están fijos en el mesero. Está en el mesón
ahora, deslizando la tarjeta de Liam. —¿Lo sabías? —
pregunto distraída.
—He estado yendo a ese gimnasio durante años. Nunca
he conocido a una mujer ni la mitad de bonita que tú. Y,
confía en mí, he buscado.
—Ah, ¿sí? ¿Qué más buscabas?
—¿Disculpa? —pregunta, al parecer confundido.
—Estoy segura de que había otras cosas que buscabas
en una mujer, además del atractivo.
—Ah —se ríe—. Nada tan importante —su sonrisa se
marchita cuando al notar que no me estoy riendo con él—.
Fue un chiste.
Asiento con gravedad. —Me reí. Ah, mira, aquí está el
mesero.
Estoy fuera de mi asiento antes de que Liam haya
firmado sobre la línea punteada. Sé que estoy siendo
demasiado crítica, después de todo, él pagó la comida, y
fue una buena comida, y ni siquiera fue tan gilipollas, solo
un poco molesto y fastidioso.
Pero no se puede escapar del hecho de que me sentí
presionada a esta cita desde el principio. Además, por
mucho que desearía que fuera cierto, aún no hemos llegado
al final.
De hecho, ya puedo ver sus labios preparándose. Me
trago ese sabor acre de estás-a-punto-de-vomitar en mi
boca.
Él apoya su mano en la parte baja de mi espalda
mientras salimos del restaurante como si estuviéramos
atravesando un club lleno de gente, aunque hay diez pies
de espacio en cualquier dirección. Cuando salimos, me
alegro de ver que he aparcado en el extremo opuesto del
aparcamiento que él.
—Allá estoy —le digo, señalando mi Mini Cooper azul—.
Supongo que se acabó la diversión.
—Déjame acompañarte a tu coche.
—Realmente no tienes que hacer eso.
—Será un placer.
Está diciendo todas las cosas correctas. Está haciendo
todo lo correcto. Entonces, ¿por qué diablos no puedo
saltar a bordo y simplemente divertirme?
Me lanza esa sonrisa lasciva suya y siento mi piel
retroceder.
Ah, sí. Por eso.
—Lindo coche —comenta.
Doy un paso atrás, fuera del alcance de los besos. —
Muchas gracias por la cena, Liam.
Él me persigue. Su mano acaricia mi cadera mientras
respira en mi cara. —Sé que esta parte de la noche puede
ser un poco incómoda…
—¡No tiene que serlo! —grito, un poco
desesperadamente.
Se ríe demasiado alto. —Las grandes mentes piensan
igual, Kelsey.
Ese no es mi nombre, pero prefiero salir de la zona
explosiva que corregirlo. —Hm, sí que lo hacen. Vale,
buenas…
Oh-oh. Los labios son inminentes. Están secos,
arrugados y apuntados directamente hacia mí como el
asteroide que mató a los dinosaurios. Sus ojos también
están cerrados, lo cual es bueno, en el sentido de que no
puede ver el horror en mi rostro; y malo, en el sentido de
que realmente no le gustará lo que encuentra en tres, dos,
uno…
Salto fuera del camino. Falla por completo, mete la
lengua en el aire y luego se tambalea unos pasos hacia
adelante hasta chocar contra la parte trasera de una
camioneta estacionada en el lugar para discapacitados.
—¡Buenas noches, Liam! —saludo desde donde estoy
parada, un metro a su derecha.
Abre los ojos. Casi me río a carcajadas ante la sorpresa
pura y sin adulterar en su rostro. En todos sus sueños más
salvajes, nunca vio venir este resultado final.
No sé qué decir, así que hago lo que mejor me sale:
corro.
Salto a mi coche y enciendo el motor. Cambio a conducir,
le doy un saludo incómodo y salgo del estacionamiento. —
Jesús —murmuro al ver su cuerpo bajo y regordete
desvanecerse azul en la oscuridad—. Realmente hiciste un
desastre ahí, Kinz.
Cuanto más me alejo de Liam y del restaurante, más
puedo finalmente empezar a respirar de nuevo. Entonces,
recuerdo que hay una porción de helado de galletas en el
refrigerador y mi estado de ánimo mejora
considerablemente.
Lo único malo es que el camino a casa desde esta parte
de la ciudad apesta. Toda la franja de luces de alto voltaje a
lo largo del costado de la carretera está quemada, y el
condado está demasiado arruinado o demasiado obstinado
para arreglarlas, por lo que es como conducir a través de
una cueva oscura. Siempre subo la música más alto cuando
paso por esa parte.
—A ver —me digo a mí misma, tratando de encontrar
una estación para instalarme—. Viejos clásicos, no. Música
clásica, no esta noche. Heavy metal, no, ninguna noche.
Todavía estoy hojeando las estaciones cuando un
relámpago zigzaguea por el cielo. Al mismo tiempo, miro
hacia arriba y me doy cuenta de algo…
Me he desviado hasta el otro carril.
Y alguien más se dirige directamente hacia mí.
Siempre he sido una conductora bastante terrible, pero
esto es malo, incluso para alguien con mi historial. Estoy
completamente en dirección al coche que se aproxima.
Dicho esto, debe estar yendo al menos a ciento cincuenta
millas por hora. Se siente como si sus faros me gritaran. La
estación sigue emitiendo heavy metal estruendoso, otro
relámpago y el sonido del trueno que lo acompaña hacen
que mi cabeza dé vueltas, y estoy enloqueciendo,
paralizándome como siempre lo hago, y luego cierro los
ojos, la otra cosa que siempre hago, porque si no lo veo,
entonces no puede hacerme daño y así…
PUM.
Mis manos son más inteligentes que yo. En el último
segundo, frené a fondo y giré el volante lo suficiente como
para pasar chirriando por un lado al otro conductor.
Desafortunadamente, clavé rápidamente mi coche en uno
de esos postes de luz rotos que mencioné antes. La
vibración del impacto sacude todo mi esqueleto. El cerebro
da vueltas en mi cráneo.
Cuando recobro mis sentidos, apago el motor. El sonido
del humo escapando por debajo del capó es como el de las
uñas contra una pizarra. Por el retrovisor veo que el otro
conductor se ha hecho a un lado de la carretera, a unos
cien metros de distancia.
También veo su silueta que camina hacia mí. Otro
relámpago lo ilumina brevemente. Alto, cincelado, tan
moreno y de ojos oscuros como la noche a su alrededor.
Trago saliva, repentinamente nerviosa, y luego me
preparo y salgo del coche. Ya está gritando—: ¿Qué diablos
estabas…?
Entonces me paro en seco. Él se acerca. Más
relámpagos. Esta vez estoy lo suficientemente cerca para
ver que su rostro brilla.
La memoria me está jugando una mala pasada otra vez.
Tiene que ser eso.
Porque conozco esa cara. Conozco a ese hombre. Es
diferente ahora, pero desde luego, pasaron diez años. Por
supuesto que estaría diferente. Estoy segura de que yo
también lo estoy.
Es todo lo que ha permanecido igual lo que me convence
de quién es él. Esos hombros anchos, ese andar confiado.
Esos ojos azul cobalto.
—Ay, Dios mío…
Da un paso hacia mí, su frente se arruga con el mismo
inquietante reconocimiento que tiene sus garras en mí. Su
chaqueta negra ondea con la repentina ráfaga de viento.
—Vale, vale —dice—. Encantado de verte de nuevo,
princesa. ¿Me extrañaste?
Mi mandíbula cuelga en algún lugar, alrededor de mis
rodillas. —Tú… —murmuro como una estúpida.
—Sigues siendo una conductora de mierda —observa.
Desearía poder responder algo, pero estoy abrumada
más allá de lo creíble por el cruce de caminos más
improbable en la historia de los cruces de caminos.
Desafortunadamente, no parece que esté teniendo el
mismo efecto en él.
Finalmente, encuentro mi voz. —¡Tú… yo… tú conducías
como un maníaco!
Él frunce el ceño. La melancolía… Lo recuerdo muy bien.
Me hace temblar ahora, como lo hizo cuando lo vi por
primera vez. —Yo estaba en mi lado de la carretera.
—¡Claro, yendo como diez veces el límite de velocidad!
¡Podrías haberme matado!
—Luces bastante viva.
—¡No gracias a ti!
Él simplemente se queda allí, con ese desapego
tranquilo que es su arma preferida. Es odiosamente
efectivo. Quiero correr hacia él de frente y tirarlo al suelo.
Él mira hacia mi coche. —Tu coche, por otro lado, ha
visto días mejores.
—Es nuevo —espeto—. O al menos lo era. Cristo, esto me
costará una fortuna.
—Tienes que respirar —aconseja.
—Lo que necesito es que hombres como tú dejen de
conducir como si fueran dueños de toda la maldita
carretera.
—¿Hay alguna razón por la que estás tan enojada? —sus
ojos astutos recorren mi cuerpo como si registraran todo lo
nuevo sobre mí en cuestión de momentos.
—Ay, no lo sé. ¡Supongo que me cabreo un poco cuando
un gilipollas rico en un coche elegante me saca de la
carretera!
Giro sobre mis talones y pisoteo de vuelta a mi coche.
—¿A dónde vas? —él llama.
—¡Lejos de ti! —siento una gota de lluvia en mi mejilla,
pero apenas noto la cosecha de nubes de tormenta que se
cierne sobre mi cabeza.
Tengo cosas más importantes de las que preocuparme
que unos pocos rayos.
—No puedes simplemente irte, Kinsley.
Me detengo, me estremezco y trago. El sonido de mi
nombre en sus labios… Me hace algo poderoso.
—¿Por qué no puedo? —pregunto, dándome la vuelta
para mirarlo de nuevo. Las diversas iteraciones de
discursos que he preparado en mi cabeza durante la última
década desaparecen por completo. Probablemente porque
nunca creí que tendría la oportunidad de usarlos—. Te
fuiste sin decir adiós. ¿Por qué yo no puedo?
10
DANIIL

Su cabello oscuro es más largo de lo que recuerdo. Más


lacio, también. Sus ojos verdes están rodeados de carbón,
pero el maquillaje que lleva es sutil y discreto.
Es distinto de la última vez, cuando corría en manchas
de sangre, rímel y agua de río por su rostro.
—¿Te lastimé? —pregunto en voz baja.
Frunce el ceño, tratando de negar lo que ya ha admitido
con todo menos con sus palabras. —No te halagues a ti
mismo.
—Me pareció que sería más fácil así. Que te despiertes y
descubras que me había ido.
—Patrañas —espeta ella—. Fue más fácil para ti irte
antes de que me despertara. No finjas que tu decisión tuvo
algo que ver conmigo.
—Supuse que te olvidarías de mí y seguirías con tu vida.
—Lo hice —espeta ella—. Lo he hecho.
Levanto las cejas, pero no digo nada. Está ocupada
rechinando los dientes y fallando miserablemente en la
tarea de mantener sus emociones enjauladas. Si no fuera
por el trueno que retumba sobre nuestras cabezas, habría
podido oír el rechinar de sus muelas. Resoplando, se da la
vuelta y hace otro intento de volver a su coche.
—Esta vez no se puede conducir —le digo, acercándome
—. Necesitas ayuda.
—No quiero ninguna ayuda tuya —dice y me mira a
través de su ventana abierta—. He tenido suficiente de tu
“ayuda” para toda la vida.
—Entonces te tendrás que quedar aquí por un tiempo.
Me encojo de hombros y emprendo la caminata de
regreso a mi coche. Estoy a apenas veinte metros cuando
escucho la puerta de su coche que se cierra de nuevo.
Cuando miro hacia atrás por encima del hombro, ella está
mirando el guardabarros roto y el delgado hilo de humo
que sale del capó.
Ella me mira, y en el momento exacto en que hacemos
contacto visual, empieza a llover. Duro.
—Joder —se queja. El repiqueteo de la lluvia sobre el
asfalto casi ahoga su suave quejido—. ¿Qué diablos
hacemos ahora?
—Sube a mi coche.
—Claro que no haré eso —espeta ella. Se da la vuelta y
empieza a tirar de la puerta de su coche de nuevo. Pero el
metal debe haberse desmoronado de un modo que lo
mantiene cerrado esta vez, porque no consigue nada.
—No seas niña —le respondo—. Entra.
La agarro por el brazo y la tiro, pataleando y forcejeando
todo el tiempo, hasta donde mi coche está parado en el
arcén. A la mitad, se da por vencida y me deja arrastrarla
como a una muñeca sin vida.
La lanzo al asiento del pasajero y camino hacia el lado
del conductor. En el momento en que cierro la puerta, el
sonido de la lluvia se corta a la mitad. Adentro, la radio
sigue burbujeando silenciosamente.
Sus ojos se estrechan cuando giro la llave en el
arranque. —¿A dónde vamos? —exige.
—No podemos quedarnos aquí. Estamos en medio de la
carretera. Pasaremos la tormenta en algún lugar cómodo.
—Ah, ¿así que un coche ya no es lo suficientemente
bueno para ti?
La miro y reprimo una risita. —He ascendido en el
mundo.
Mira la chaqueta de mi traje de Tom Ford. —Claramente.
—Nunca te consideré del tipo crítico.
—Sí, bueno, muchas cosas pueden cambiar en diez años
—dice con dureza, mirando con determinación por la
ventana. No miro a ningún lado más que a ella—. No iré a
ningún lugar lejos. Escoge el primer sitio techado que veas
y nos detendremos.
—También has mejorado mucho en ladrar órdenes —
observo.
Toda su respuesta es una mirada furiosa. Vuelvo a la
carretera y recorremos un par de millas bajo la lluvia.
—Allí —dice ella, señalando hacia un bar con luces de
neón en la esquina de la calle—. Puedes parar allí.
Parece un lugar bastante decente, así que detengo el
coche justo afuera de las instalaciones. Es un corto
recorrido desde aquí hasta el toldo que cuelga sobre las
puertas del bar.
Tengo un paraguas en la parte de atrás, pero Kinsley no
espera a que se lo ofrezca. Abre la puerta en el momento
en que me detengo y corre para ponerse a cubierto.
Suspiro y la sigo.
Cuando entro, ella está sentada en el bar y hurga en su
teléfono.
—¿Hola? —dice ella, presionando el teléfono contra su
oído—. ¿Hola?… Maldita sea.
—La recepción aquí no vale nada, señora —le dice el
cantinero con simpatía—. Especialmente con esta
tormenta.
Ella me ignora cuando me siento en el taburete junto al
suyo. —¿Hay un teléfono fijo aquí que pueda usar?
El cantinero apunta la cabeza hacia un pasillo en el otro
extremo del bar. —Encontrarás un teléfono público justo
antes del baño de damas. Pero tampoco estoy seguro de
que funcione. La cosa ha estado descompuesta durante
años.
Ella salta del taburete y se dirige en busca del teléfono
público. Niego con la cabeza. Todavía terca. Algunas cosas
nunca cambian.
—Brandy —le digo al cantinero.
El hombre asiente y toma una botella del estante
superior, mientras tararea junto a la máquina de discos. Es
un tipo fornido, grande en todas direcciones, con una barba
haciendo juego.
—¿Algo para tu amiga?
—La dejaré elegir su propia bebida, o habrá un infierno
que pagar.
—Inteligente —se ríe, deslizando el brandy sobre el
mesón hacia mí—. Soy Chester.
Me vacío la bebida de un trago y luego devuelve el vaso.
—Otro.
Kinsley emerge del pasillo. Es obvio por su expresión
agria que no tuvo mucha suerte con el teléfono del bar.
—¿Remolque en camino? —pregunto amablemente.
Ella me lanza una mirada que podría descascarar
pintura, justo cuando Chester pone el segundo vaso de
brandy frente a mí. —¿Qué es eso? —pregunta, alcanzando
el vaso antes de que pueda responder.
—Brandy —responde Chester por mí—. Lo mejor de la
casa. Su hombre aquí no parece tener gustos baratos.
Ella pone los ojos en blanco. —Ay, que el cielo no
permita que obtenga algo menos que lo mejor. Tomaré un
café, por favor. Negro. No todos podemos pasar de prisión
a príncipe en una década.
Enarco una ceja. —Ni siquiera me tomó un cuarto de
década, en realidad.
Chester toma la sabia decisión de irse a la parte de atrás
en busca de café en lugar de quedarse a escuchar la
conversación.
—¿Cómo está Tom? —pregunto en un tono casual.
—¿Se supone que es una prueba o algo así?
—Dije que te obligaría a cumplir. Soy un hombre de
palabra. ¿Y tú?
Ella coloca ambos codos en el mesón. —No volví con él.
Lo vi una vez, para devolverle el anillo y el coche. Eso fue
todo.
—Impresionante.
—Si hubieras estado allí, probablemente no lo pensarías
—dice secamente.
Ella ha cambiado. Puedo escuchar los años en su voz.
Me pregunto si yo sumé al timbre envejecido. —¿Por qué
dices eso?
—Esperaba una disculpa de su parte.
—Ah. Sin éxito, supongo.
—¿Me vas a regañar? —pregunta con cautela.
—¿Por ser optimista?
—Creo que la palabra que estás buscando es “ingenua”
—mantiene la mirada desviada, pero noto que sus hombros
se tensan. El cabello mojado se pega a los lados de su cara,
las puntas pasan de marrón oscuro a negro oscuro—.
Cometí muchos errores ese día.
—¿Crees que dejar a tu prometido en el altar fue uno de
ellos?
Sus ojos se clavan en los míos. —Por supuesto que no.
—Bien.
—Buenas noticias, señora —dice Chester,
materializándose desde la puerta de la cocina—. Hay una
taza de café caliente dirigiéndose hacia usted.
—Kinsley —dice ella—. Y gracias.
Él asiente amablemente, pero me doy cuenta de la forma
en que sus ojos se detienen en su rostro. Aprecia a una
mujer bonita. El problema es que esta mujer en particular
está aquí conmigo.
Parece darse cuenta de eso en el segundo en que mi
mirada se fija en él. Es una comunicación primitiva. De
hombre a hombre. De bestia a bestia. Lo entiende y
rápidamente mete la cola entre las piernas.
Volviendo a mover la cabeza, se gira y se ocupa de
limpiar un juego de vasos que ya estaban limpios. —
Háganme saber si les puedo conseguir algo —murmura sin
levantar la vista.
Kinsley presiona su frente contra la fría superficie de
madera del bar. —Todo lo que quiero es tener suficiente
señal en el celular como para poder llamar a Triple A y
hacer que remolquen mi coche —mira a través de las
ventanas oscurecidas. Es un aguacero torrencial afuera—.
Sin embargo, no parece que eso vaya a suceder pronto.
Chester podría no ser tan inteligente como creí, porque
se vuelve hacia nosotros y sonríe. Le faltan algunos dientes.
—¿Tienen un niño en casa esperándolos? —pregunta.
Kinsley se pone tensa. Su espalda se endereza en una
línea áspera. —No estamos juntos.
Chester levanta las cejas. —¿Ah?
Niega con la cabeza. —Este es el tío que casi choca
contra mi auto y me obliga a salir de la carretera. Él es la
razón por la que necesito una grúa, en primer lugar.
Chester se pasa una mano por el pelo. —Eh. ¿Qué tal
eso? Asumí que ustedes dos se conocían. Tienen una forma
de interactuar, ¿sabes? Como, química. Chispas.
Siempre he disfrutado de un silencio incómodo. Puedes
notar mucho sobre las personas cuando las haces sentir
incómodas. Kinsley, por ejemplo. Ella sigue revisando su
teléfono compulsivamente. No quiere hacer contacto visual
conmigo, pero tampoco puede evitar mirarme cada pocos
segundos. Es como si la preocupara que vuelva a
desaparecer.
—No hay…
—Han pasado diez años desde la última vez que nos
vimos —interrumpo suavemente—. Kinsley aquí está un
poco molesta por cómo dejamos las cosas.
Ella me hace un agujero con la mirada en un costado de
mi cara.
—Fuimos juntos a la escuela secundaria —digo,
elaborando una historia en el acto, solo para divertirme.
Tomo un sorbo de brandy—. Kinsley estaba enamorada de
mí.
Sus ojos brillan con fuego verde. —¡Ja! El Sr. Rey del
Baile siempre tuvo el ego más grande de cualquier niño en
la escuela. Me alegra ver que algunas cosas no cambian.
—Algunas cosas no necesitan cambiar.
Ella gira los ojos. —Cierto, por supuesto que no. ¿Para
qué mejorar lo perfecto?—. Pregunta sarcásticamente.
Kinsley se vuelve hacia Chester—. Jesucristo. Debí haber
pedido alcohol en lugar de café.
La puerta de la cocina se abre. —¡Hablando de Roma! —
ríe Chester cuando un joven grasiento con un delantal
blanco aparece con una taza humeante en la mano—.
Gracias, Duffy. Aquí tienes, Kinsley. Puedo agregar un poco
de algo, si decides que quieres una potencia extra.
—Estoy bien por ahora, gracias —suspira.
Chester se inclina sobre el bar con sus codos fofos y
tatuados. —Entonces, ¿qué pasó, chicos? —sondea—. Estoy
intrigado ahora. ¿Ustedes dos tuvieron una aventura
caliente y pesada, que terminó en lágrimas y corazones
rotos?
—Un corazón roto implicaría que mi corazón alguna vez
estuvo involucrado —dice bruscamente—. Y en cuanto a
Daniil… bueno, él no tiene un corazón que pueda romperse,
para empezar.
Chester se vuelve hacia mí con las cejas arqueadas y una
mirada que dice: Tendrás las manos ocupadas con esta.
Sonrío. —Culpable.
—Todos los hombres tienen uno —dice Chester. Le está
hablando más a Kinsley que a mí.
—No este hombre —dice ella. Sus ojos se desvían hacia
mí por un momento—. Lo conozco.
—¿Lo haces, Kinsley? —pregunto—. ¿Me conoces?
Toma un sorbo de su café y se estremece ante su
amargura. Sus ojos verdes están llenos de acusación. —
Honestamente, es tan poco original. El atleta seguro de sí
mismo, que se sale con la suya de un maldito asesinato
literal, solo porque tiene una bonita línea de mandíbula. —
Se vuelve hacia Chester—. Todo es solo un espejismo. Para
confundir a los débiles y a los vulnerables.
Chester está empezando a darse cuenta de que se ha
metido en un nido de avispas. —Parece que ustedes dos
tienen algunos problemas por resolver —dice
incómodamente, llenando mi brandy de nuevo.
—El único problema que quiero resolver es el que se
relaciona con mi coche —dice Kinsley con firmeza—. No
tengo ningún interés en arreglar nada más.
—Vale —dice, alejándose de nosotros dos—. Creo que me
voy a deslizar hacia el otro extremo del bar, antes de que la
tensión sexual entre los dos estalle y me arrastre con
ustedes, jeje.
Se acerca al hombre solitario sentado en el extremo
opuesto del bar con una cerveza medio llena entre las
manos.
Cuando estamos solos, ella se retuerce en su asiento. Es
entretenido verla librar una guerra dentro de su propia
cabeza. De alguna manera, ambos lados están perdiendo.
Ella me mira y sus ojos se estrechan. —Estás disfrutando
esto, ¿no?
—Nunca esperé encontrarte más sensible de lo que
estabas hace diez años.
—Mucho puede cambiar en una década —sus ojos
parpadean sobre mi ropa—. ¿A quién asesinaste por ese
atuendo?
—Nadie que no mereciera morir.
—Vale —dice con sarcasmo—. El criminal noble. El
asesino con un código moral invulnerable.
—Nunca pretendí tener moral. Pero sí tengo un código
que sigo.
—Te pediría que me lo explicaras, pero probablemente
dirás algo cliché y predecible.
—Adivina.
—Si me lo dices, ¿tendrás que matarme? —sugiere.
—Tienes razón. Demasiado cliché.
—¿Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas?
—Demasiado comercial.
—¿Nadie tiene por qué saber dónde están enterrados los
cuerpos?
Niego con la cabeza. —De hecho, encuentro útil
compartir esa información. No puedo pretender recordar
dónde están enterrados todos los cuerpos.
Pasa por media docena de expresiones diferentes en un
abrir y cerrar de ojos. Una risa, un ceño fruncido, una ceja
levantada, un labio entreabierto.
—¿Aún no puedes notar si bromeo o no?
Ella se decide por el ceño fruncido. —Lo captaré
eventualmente.
—Es mejor que no —digo.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Porque saberlo pondría mi
vida en peligro?
—No. Porque, si lo sabes, todo el misterio que tanto
amas desaparecerá.
Ella gira los ojos. —Créeme, renuncié a los tipos
misteriosos y melancólicos hace mucho tiempo —toma otro
gran sorbo de su café—. Justo cuando me dejaste sola en el
bosque, sin una explicación o un adiós —luego se pone de
pie—. Permiso. Voy a intentar con Triple A de nuevo.
Ella camina hacia la habitación que está cerca del baño.
Miro hacia las ventanas. Hemos estado sentados aquí
veinte minutos, y la lluvia finalmente ha disminuido.
Chester aparece y limpia la copa de brandy vacía frente
a mí. —Maldito infierno, hombre —dice en voz baja,
mirando hacia donde acaba de ir Kinsley—. ¿Harás algo al
respecto o qué?
Oh, haré algo al respecto.
Solo que todavía no sé qué.
11
KINSLEY

El agua que me echo en la cara está lo suficientemente fría


como para espabilarme, pero, en lugar de ayudar, me está
arrastrando de vuelta a la agónica nostalgia.
Nostalgia. ¿Es siquiera la palabra correcta? ¿Puedes
anhelar algo que en realidad nunca tuviste, para empezar?
Recuerdo esa sensación de vértigo justo antes de
caerme del puente. La caída en mi estómago al comprender
que me precipitaba hacia el agua. El vestido de novia,
envolviéndome y asfixiándome y arrastrándome hacia
abajo. Es una memoria repleta de metáforas que no estoy
dispuesta a analizar. La conclusión es que estoy
encaminándome muy por encima de mi cabeza aquí.
Joder. Esa también es una metáfora, ¿no?
Miro hacia el ovalado espejo descolorido que descansa
sobre el lavabo. Mi expresión es de cautela, pero mis ojos
parecen desgarradoramente vivos. Como si me hubiera
sacado del agua de nuevo.
—Para —le espeto a mi reflejo.
—¿Que pare qué?
Una de las puertas del cubículo detrás de mí se abre, y
una mujer se acerca al lavabo al lado mío. Lleva un traje de
negocios, por extraño que parezca, con brillantes ojos color
caramelo que observan con curiosidad mi reflejo.
—Lo siento —murmuro—. No me di cuenta de que había
alguien.
Arquea una ceja de forma perfecta hacia mí. —¿Estás
bien, cariño? —pregunta—. Pareces un poco en el borde.
En el borde. De nuevo con las metáforas. Jesucristo,
universo, ya paren.
—Sí, podría decirse.
—¿Tiene algo que ver con ese alto vaso de agua con el
que estás sentada en el bar?
Sonrío dolorosamente. —¿Es tan obvio?
—Aja. Mi mamá solía decírmelo todo el tiempo: los
hombres lindos vienen con un montón de problemas. Era
una dama inteligente.
Excelente. Si ese es el caso, entonces estoy jodida.
—Hay excepciones a cada regla, ¿no es así?
Ella se ríe musicalmente. —Ay, Dios te bendiga, querida.
Eres del tipo ingenua.
Me estremezco. —Prefiero pensarme como optimista.
—Más poder para ti, entonces —comenta sacando una
barra de lápiz labial color moca de su elegante bolso negro
—. Sin embargo, no te culpo por querer ser optimista en
este caso —dice, hablando entre capas de lápiz labial—.
Esa mandíbula es suficiente para hacerme considerar
cambiar de bando.
—Yo que tú no lo haría —le digo—. Tu madre
probablemente tenía razón sobre todo el asunto del montón
de problemas.
—Por lo general la tenía. Que tengas una buena noche,
muñeca.
Me guiña el ojo y sale del baño. Hago una respiración
profunda y vuelvo a mi reflejo. No me veo más compuesta
que cuando entré aquí por primera vez.
Ping. Ping. Ping. Casi hago un baile feliz cuando escucho
que mi teléfono comienza a vibrar. La señal debe haber
vuelto. Mi pantalla de inicio muestra tres textos: uno de
Emma, dos de Liam. Abro primero el de Emma.
EMMA: El cachorro está durmiendo y yo bebiendo
vino en tu sofá. Supongo que, como todavía no has
llegado a casa, ¿te vas a revolcar? Por el amor de
Dios, sinceramente espero que sí. ¡Recuerda usar
condones!
Revoleo los ojos y abro los otros mensajes.
LIAM: Hola, sexy. No he podido dejar de pensar en
ti desde que llegué a casa.
LIAM: Una mujer como tú merece ser besada. A
menudo. Y en todas partes. Dame la oportunidad de
mostrarte cuánto aprecio tu hermoso cuerpo.
Hay una imagen adjunta, que ninguna cantidad de
dinero en la galaxia podría hacerme abrir. —Guácala —
murmuro, borrando sin responder e inmediatamente
eliminando eso de mi memoria.
Marco el número de Triple A y espero nerviosamente a
que me atienda una operadora. Suena y suena, y luego…
—Triple A. ¿Cómo puedo ayudarle?
Dulce niño Jesús, gracias, rezo en silencio. Al teléfono,
digo—: Hola, mi nombre es Kinsley Whitlow. Tuve un
accidente en la Ruta 320, cerca de Big Horn Bar, y mi
coche necesita un remolque.
Puedo oír el sonido de la operadora frunciendo los
labios. —Podemos enviar una grúa en los próximos veinte
minutos. Costará aproximadamente… quinientos setenta y
tres dólares llevarla de allí al taller mecánico más cercano.
Me estremezco con el número. —¿Y eso es solo para el
remolque?
—Sí, señora. El mecánico tendrá que evaluar los daños
cuando traigan el coche. Luego le hará un presupuesto.
—Vale —hago una mueca—. Quinientos setenta y tres
dólares serán.
Cuelgo, guardo mi teléfono y me limpio la cara con una
toalla de papel. Luego me aseguro de que mi maquillaje no
esté muy corrido antes de salir del baño.
Daniil todavía está sentado en el bar, recostado
casualmente en su traje negro y su confianza
inquebrantable. Se ve aún más en control ahora, si eso es
siquiera posible.
—¿Lograste llamar a Triple A?
Me giro hacia Chester, que ahora está pegado al extremo
opuesto del bar. —Eh, sí —digo incómodamente—. Me va a
costar un brazo y una pierna, pero se están ocupando.
—Diles que no lo hagan. Yo lo haré.
—¿Te encargarás de esto?
Él asiente. —Déjamelo a mí.
—¿Dejártelo a ti?
Toma un sorbo de su brandy. —Si vas a repetir todo lo
que digo, es posible que estemos aquí mucho tiempo.
—Teniendo en cuenta nuestra experiencia pasada, creo
que preferiría manejar esto yo misma.
Se encoge de hombros, como si no le importara un
carajo de cualquier forma. —Como quieras.
—No tienes que quedarte aquí conmigo, sabes —le digo
—. Puedes irte cuando quieras. Como ahora, por ejemplo. O
ahora. O ahora.
—No estoy aquí por ti.
Puedo sentir el rubor caliente en mi piel, pero lo ignoro
y vuelvo a mi café. Aunque no tengo ganas de terminarlo.
Solo quiero mantener mis manos ocupadas.
—¿Por qué te quedas, entonces?
Él levanta su vaso. —No soy de los que desperdician el
alcohol.
—¿Simplemente desperdicias mi tiempo, entonces?
Espero una respuesta aguda. Pero, en lugar de eso, se
inclina hacia adelante. Así de cerca, el azul de sus ojos es
hipnótico.
—No creo que esté desperdiciando tu tiempo en absoluto
—dice en voz baja—. De hecho, tengo la sensación de que
me has estado esperando todos estos años.
Retrocedo y bufo. —¿Es esa la vibra que estoy emitiendo,
Daniil? ¿Eres realmente tan egoísta que crees que he
pasado la última década añorándote?
—Dime que me equivoco.
Probablemente me esté tendiendo algún tipo de trampa,
pero estoy demasiado furiosa para verla. —Sí, estás
jodidamente equivocado —espeto—. No te añoré. Más bien
estuve maldiciendo tu nombre.
Alza una ceja. Sigue siendo espesa y confiada. Sigue
siendo capaz de expresar tanto con tan poco.
Aprieto los dientes, de repente anhelo la bebida más
fuerte posible. Un té helado de Long Island, o tal vez solo
alcohol etílico directamente de la botella. —Apareciste en
un momento vulnerable de mi vida —termino—. Eso es todo
lo que fue.
Sigue sin decir nada, y maldita sea, eso es lo más
exasperante que podría hacer.
Lo observo a pesar de mis mejores instintos, tratando de
descubrir alguna pista sobre cómo el criminal con harapos
prestados ha cambiado todo. Solo el traje debe haber
costado una pequeña fortuna, y el reloj en su muñeca vale
más de lo que ganaré en toda mi vida. La esfera del reloj es
negra, pero en lugar de números…
—¿Son esmeraldas?
Sigue mi mirada y observa su reloj por un momento. —
Sí.
—Los diamantes eran demasiado llamativos para ti, ¿eh?
—pregunto sarcásticamente.
—Soy partidario del color verde. —Él sonríe—. Desde
hace unos… diez años, más o menos.
Mi corazón da este pequeño salto extraño, que no he
sentido en… ay, no sé. Diez años, más o menos.
Oh, no. Oh, no. Oh, no. No está pasando. Esto no puede
estar pasando.
—Debería irme —le espeto, saltando del taburete. Mi
codo golpea mi taza de café medio vacía y salpica un
costado del bar—. ¡Mierda!
Empiezo a buscar servilletas para limpiar el desorden,
pero mi cerebro está en medio de un colapso total de
picante. ¡ABORTA! ¡VETE! ¡ESCÁPATE AHORA! ¡CORRE
MIENTRAS PUEDAS!
Él no se ha movido de su taburete, y no parece que vaya
a moverse pronto. No me importa. De hecho, mejor para
mí.
Mejor si no intenta seguirme. Porque he seguido
adelante.
Me lo repito a mí misma: he seguido adelante. No suena
mucho mejor la segunda vez.
—¿Cómo planeas llegar a casa?
—Es este gran invento llamado taxi.
—No —se limita a decir.
Arqueo una ceja incrédula. —¿No?
—No, no vas a tomar un taxi. Yo te llevaré.
—No te molestes —digo—. Ya has hecho suficiente por
una noche. Suficiente para toda la vida, en realidad —abro
mi aplicación de viaje compartido y llamo a un Uber de
inmediato—. Mi conductor estará aquí en cuatro minutos —
anuncio.
Transcurren treinta segundos silenciosos. Daniil no
aparta la mirada de mí ni una sola vez.
Es curioso cómo cuatro minutos pueden parecer toda
una vida cuando hay un par de ojos azules, helados, que
observan cada uno de tus movimientos.
Chester se acerca mientras evito cuidadosamente la
mirada de Daniil. —¿Ya se van? —pregunta.
Me pongo de pie y calzo mi bolso al hombro. —Yo sí. No
puedo hablar por él —empiezo a buscar mi billetera, pero
Daniil saca la suya más rápido que yo y deja caer
doscientos dólares en el mesón manchado de café como si
nada.
Pienso en decirle que se meta su generosidad en el culo,
pero bueno, me abandonó en el bosque en el peor día de mi
vida, así que, tal vez, comprarme un café sea lo menos que
pueda hacer ahora. Me giro y me encamino hacia la puerta.
—No voy a agradecerte —le advierto mientras me sigue
como un fantasma.
Él se ríe. —Me sorprendería si lo hicieras.
Veo los faros de un Toyota Camry entrando en el
estacionamiento. —Ese es mi taxi —lo miro, apoyado
estoicamente contra un pilar del toldo—. Nunca te volveré
a ver después de esta noche. Así que adiós, o lo que sea.
—Nunca se sabe, princesa. Es un mundo pequeño.
Ignoro el escalofrío que esas palabras envían a través de
mi piel, y le doy al conductor un saludo alegre. Cuando se
detiene frente a mí, camino hacia la puerta trasera del
sedán y la abro. Solo vete, grita la voz en mi cabeza. Súbete
al coche y vete.
Pero no puedo resistirme a la pregunta que ronda mi
cabeza desde que entramos a este bar.
—¿Qué le pasó a tu jefe? —llamo a Daniil, que no se ha
movido—. ¿El que te encerró?
—Él está cerca. Pero ya no es mi jefe.
—Ahora eres tu propio jefe.
Él asiente. —Siempre lo fui. Solo tenía que recordármelo
a mí mismo.
—Adiós, Daniil.
—Buenas noches, Kinsley.

—¿E S aquí, señora? —pregunta el conductor media hora


más tarde.
Miro por la ventana y veo la fachada blanca desteñida de
mi casa de un piso. Estoy usando el término “mi”
vagamente, considerando que la casa es alquilada.
—Ah. Lo siento. Sí, lo es —tartamudeo—. Gracias.
Salgo y me dirijo a la puerta principal. La luz está
encendida en la sala de estar, lo que significa que Emma
probablemente se ha quedado dormida frente al televisor.
Pero, cuando entro, está despierta y hojea ociosamente una
revista de cotilleos en el sofá.
—¡Ahí estás! —bosteza Emma, retirando la manta de sus
rodillas—. Empezaba a preocuparme.
—Lo siento —digo, sentándome en el sofá al lado de las
piernas extendidas de Emma—. Larga noche.
Ella se empuja a sí misma en posición vertical. —¿Todo
bien? ¿Pasó algo en tu cita?
—¿Cita?
—Em, sí. La cita en la que fuiste esta noche. ¿Con ese
chico del gimnasio…?
—Mierda. Liam. Cierto.
—Vale, ahora definitivamente estoy preocupada —dice
Emma, agarrando mi brazo—. Jesús, ¿se te pone la piel de
gallina? ¿Es Liam, como…
—Ay, Dios, no —interrumpo apresuradamente,
arrugando la nariz—. La cita fue una pesadilla. Él no es
para mí.
—No creí que lo fuera. Pero pensé que podría ser una
buena práctica.
—Él no era bueno en nada más que en mirar a otras
mujeres —suspiro y dejo caer mi cabeza hacia atrás en el
sofá—. Tuve un pequeño accidente de camino a casa.
Las cejas de Emma saltan sobre su frente. —¡¿Qué?! —
su pequeña nariz de botón tiembla. Siempre es
extrañamente expresiva. La llamo Bugs Bunny cuando
exagera la tensión dramática.
—No te preocupes tanto —la regaño en broma—. Estoy
aquí. Todo salió bien, al final.
—Entonces, ¿por qué luces como si acabaras de ver un
fantasma?
—Yo… conocía al tipo del otro coche. El que casi me
chocó.
Sus cálidos ojos marrones están llenos de preocupación.
—¿Quién era?
—Era… era él.
—¿Él? —repite confundida. Luego entiende—. Espera.
¿Te refieres a él, él?
Solo asiento.
Emma se santigua. —Señor, ten piedad de todos
nosotros.
—¡Chito! —la reprendo, mientras miro hacia la puerta
cerrada al final del pasillo.
—¡Olvida eso! —espeta Emma—. Dime lo que pasó.
Quiero cada detalle. ¿Lo reconociste de inmediato? ¿Él te
reconoció? ¿Qué dijo? ¿Cómo se veía? Le dijiste…
—Em, más despacio. Todavía estoy procesando.
—Vale. Aburrido, pero vale. ¿Puedo traerte algo? —
pregunta—. ¿Vaso de agua? ¿Copa de vino? ¿Botella entera
de vino?
Tomo una respiración profunda, la primera buena
inhalación que hago desde que Daniil se materializó desde
fuera de las sombras. —¿Chocolate?
—Muy por delante de ti —dice Emma, agarrando la
media barra de chocolate de la mesa de café y
entregándomela.
—Que Dios te bendiga.
—No necesito bendiciones. Necesito información.
Doy un gran mordisco a la golosina y suspiro de nuevo.
—Lo reconocí de inmediato. Él también me reconoció. Todo
sucedió tan rápido. Salí de mi coche, todavía un poco
conmocionada, y… boom. Él.
—¿Luciendo…?
—Luciendo tan malditamente bien que debería ser
criminal —termino. Luego giro los ojos ante mi propio
doble sentido involuntario—. Conociéndolo, probablemente
lo fue.
—¿Y qué hay de Isla? —pregunta Emma—. ¿Le dijiste
que tiene una hija?
—No —digo con firmeza—. Y no planeo hacerlo.
12
DANIIL

—Joder, esto está bueno —dice Petro mientras se llena la


cara con un trozo de chuletón que gotea mantequilla de
trufa. Me mira por primera vez desde que la comida llegó a
la mesa—. ¿No tienes hambre?
—Tú tienes suficiente hambre por los dos.
Los rizos oscuros de Petro se balancean cuando alcanza
su cerveza. —Ni siquiera has tocado tu bebida.
—Ni lo pienses. ¿Revisaste la matrícula que te di?
Mi segundo al mando me ofrece una sonrisa de
comemierda. —Ah, ya veo el problema. La razón por la que
no estás siendo muy conversador. Sabía que la tenías en el
cerebro.
Giro los ojos. —Olvidaba que esperas toda mi atención
cuando estamos juntos.
—Nuestro tiempo juntos es sagrado, amigo. Nunca
olvides eso.
—Estás a punto de que te golpeen en la cabeza con un
ala de pollo —le advierto, colgándole una en su cara.
Él solo sonríe, tan implacable como siempre. —
¿Realmente lo tirarías, sin embargo? —reflexiona—. Parece
un desperdicio. Se ve jugoso.
—Cómelo tú mismo.
Petro se levanta de su silla y se abalanza sobre el pollo
como si no hubiera visto comida en años. Uno creería que
era un jugador de línea de ataque de unos 130 kilos, no el
dolor en mi la piel y los huesos de mi trasero que en
realidad es.
—Eres tan malhumorado cuando no tienes sexo, hombre
—comenta mientras se dispone felizmente a arrancar la
carne del hueso.
—¿Qué te hace pensar que no tuve sexo?
—Porque rompiste con Alisha, y supongo que ella no
estaba de humor para darte nada después de eso. Aunque,
conociéndote, podrías haberla convencido, diablo de lengua
plateada.
—Es por eso que te mantengo cerca —digo lentamente
—. Me conoces bien.
Petro me guiña un ojo. —Lo suficientemente bien como
para saber que esta chica significa algo para ti, incluso si te
niegas a admitirlo.
—¿Qué chica?
Suspira con tristeza incluso mientras muerde la pata de
pollo de nuevo. —“Qué chica”. Qué chica, dice. La pequeña
Señorita Novia Fugitiva, por supuesto.
Lo miro con frialdad. —Olvidas con quién estás
hablando, Petro.
Mi mejor amigo niega con la cabeza. —No, tú eres el que
olvida. He estado aquí por mucho tiempo, hermano. El
tiempo suficiente para saber que esta chica, ¿esta Kinsley?
Ella no es solo nada.
—Nunca dije que lo fuera. La última vez, ella era solo
una coartada conveniente.
—¿Y esta vez?
—Un dolor en el culo, más que nada. No muy diferente a
ti.
Petro sonríe. —¿Cómo se veía?
—Molesta.
Se encoge de hombros, como si eso tuviera sentido. —Te
esfumaste sin una palabra. No puedo culpar a la mujer.
Pongo los ojos en blanco y agito mi licor en el vaso sin
beberlo. De repente no estoy de humor para comer o beber.
—Suenas como ella.
—¿Realmente lo admitió? Vaya. Debes haber causado
una impresión, grandullón. Lo cual es una sorpresa, si me
preguntas.
—Yo no…
—Porque —continúa como si no hubiera hablado—, eres
el hijo de puta más malhumorado que he conocido. Para ser
honesto, fue una decepción para mí la primera vez que nos
conocimos.
—Teníamos doce —le recuerdo.
—Y no compartías tu almuerzo conmigo —dice
solemnemente—. Nunca he olvidado eso.
—Creo que lo compensé con creces al compartir todo lo
demás en mi vida contigo desde entonces.
Él sonríe con picardía. —¿Esa política de compartir se
extiende a la Señorita Whitlow?
Mis ojos parpadean en los suyos con una promesa de
dolor. —¿Quieres mantener tu polla guardada?
Se cruza de brazos triunfante. Me maldigo por caer en
su trampa con tanta facilidad. —Dime otra vez que ella no
significa nada para ti —dice—. Adelante, dilo.
—Ella fue la primera mujer con la que follé después de la
cárcel. Sí, la recuerdo. Demándame.
—Tan romántico —dice Petro con una expresión de
ensueño en su rostro—. Así que, básicamente, lo que me
estás diciendo es que perdiste tu virginidad de prisión con
ella. Lo entiendo, en cualquier caso, lo entiendo. He estado
allí.
Giro los ojos de nuevo. Están haciendo bastante ejercicio
esta noche. Petro está raro. —Pasaste una noche en la
cárcel por multas de estacionamiento impagas, idiota.
—Porque mi mejor amigo convenientemente “olvidó”
pagar la fianza —responde—. Un skinhead tatuado casi me
arranca la pierna.
—Ojalá lo hubiera hecho. Tengo la sensación de que
serías mucho menos hablador.
—Dios me libre —ensarta otro bocado de bistec y se lo
mete un segundo después de tragarse el pollo. Luego
agarra su cerveza, lo traga todo con un gran sorbo y se
recuesta en su asiento para exhalar satisfecho y frotarse la
barriga—. Estoy lleno. Deberíamos comer en el comedor
más a menudo.
El comedor de mi mansión es un largo salón rectangular,
flanqueado a lo largo de las paredes con retratos,
cerámicas de valor incalculable y armas medievales.
Algunas las heredé. Algunas las compré yo mismo. Algunos
son regalos que me dieron viejos amigos en busca de hacer
nuevas alianzas.
—No hay “nosotros” aquí —gruño irritado—. Solo estoy
yo. Mi casa, mi comedor…
—Tu novia fugitiva —finaliza Petro—. Sí, sí, sí. Entiendo.
Sabes, eres todo grande, malo y bien vestido ahora, pero en
el fondo, sigues siendo el niño malo de doce años que no
me daría un bocado de su sándwich.
—¿Me recuerdas otra vez por qué te mantengo cerca?
Petro sonríe. —Por mi buena apariencia.
—No es eso.
—¿Por mi sentido del humor?
—Intenta otra vez.
Él suspira. —Porque soy útil.
—Demuéstralo.
—Gilipollas —murmura, lo suficientemente alto como
para que pueda escuchar. Luego, saca su teléfono y lo hojea
—. Sí, Don Vlasov, señor, rastreé el número de placa que
me dio.
—¿Y?
Él lee su teléfono. —Matrícula KNX482, registrada a
nombre de la Srta. Kinsley Jane Whitlow. Actualmente se
encuentra recluido en un taller de carrocería de propiedad
privada en Hartford, de nombre Milson’s Spare Parts. El
coche fue remolcado a última hora de la noche.
—Ya era hora de que empezaras a hacer tu trabajo —
digo, poniéndome en pie.
—Espera —protesta Petro—, ¿a dónde vas?
—¿A dónde crees?
Petro toma su cerveza y sale corriendo del comedor
detrás de mí. —¿Irás allí ahora?
—Parecería que sí.
—Pero, ¿por qué? No es como si ella fuera a estar allí.
—Eres penosamente miope, amigo mío.
—Usar palabras como “penosamente” no te hace más
inteligente que yo, gilipollas.
Me río mientras salimos al camino circular de grava,
donde mi Mercedes azul favorito está estacionado, listo y a
la espera. Petro todavía está hablando sin parar.
—Así que vas a… espera, no lo digas, déjame adivinar:
¿robar su coche y luego dejarle una serie de pistas que la
llevarán directamente a tu puerta? —sugiere.
—Una de tus peores ideas hasta la fecha, amigo mío. Y
eso es algo —me subo al coche.
Petro sigue hablando, así que bajo la ventanilla. Será un
irritante e interminable viaje si no le dejo decir la última
palabra. —…puedo ver por qué está tan enojada contigo —
se queja—. Eres fastidioso.
—Trata de no molestarme durante las próximas dos
horas —le aconsejo.
—¿Dos horas? ¡Tienes una reunión con los griegos en
dos horas! —dice, asustado.
—Si llego tarde, haz tiempo.
—Se realista. Daniil, ¿vas a ignorar a la mafia griega por
una mujer que apenas conoces? ¿Daniil? ¡Daniil!
Me río y atravieso las puertas. Cuando llego a la
autopista, tengo el taller de carrocería conectado a mi
sistema de navegación. Las calles están vacías; el cielo está
despejado.
Todo está sucediendo justo de la manera en que lo
planeé.

M ILSON ' S S PARE Parts es exactamente el agujero de mierda


tosco y ruinoso que esperaba. Dos grandes cobertizos de
hojalata corrugada con las puertas enrolladas, revelando
un absoluto desastre de partes de automóviles aceitosas, y
los armazones de vehículos destrozados levantados sobre
plataformas. Reconozco el coche de Kinsley de inmediato.
En el momento en que me detengo, todos los ojos están
puestos en mí. O más bien, todos los ojos están puestos en
mi Mercedes. No fue mi elección más discreta, pero este es
uno de esos casos en los que vale la pena presumir.
—Eso es una belleza, hombre —comenta uno de los
mecánicos mientras se acerca. La grasa en su camiseta gris
opaca palidece en comparación con la grasa en su cabello y
barba. Es un peligro de incendio ambulante—. Sin
embargo, no pertenece a este basurero. Solo le haríamos
daño.
—Este coche no es la razón por la que estoy aquí —digo
—. En realidad, estoy buscando otro coche. Aquel.
Se gira en la dirección de mi dedo. —¿El Mini?
—Ese.
Se ve sorprendido por eso. —Bueno, mierda. Mi papá fue
quien aceptó la llamada para remolcarlo aquí —dice—. ¿Tal
vez debería ir a buscarlo?
—Hazlo.
Grasiento regresa unos segundos después, seguido de
una versión más vieja de sí mismo.
—Hola —dice el hombre mayor, ofreciéndome su mano
—. Soy Gregory Milson. Este es mi hijo, Peyton.
Les doy un asentimiento a ambos y señalo detrás de
ellos. —Estoy aquí por el Mini Cooper.
El anciano mira el coche, como si no supiera de cuál
estoy hablando. —¿Aquel? —se aclara la garganta
bruscamente—. ¿Qué tiene que ver ese coche con usted, si
no le importa que se lo pregunte? La dueña estuvo aquí
esta mañana. Ella no mencionó nada sobre enviar a un tío.
—Tiene esa obsesión de ser completamente
independiente —digo suavemente. No es del todo una
mentira—. Pero no es tan buena con los coches —eso
tampoco es mentira.
Gregory intercambia una mirada con su hijo. —¿Qué es
exactamente lo que quiere de mí, señor?
—Quiero que me entregues el coche.
—¿E… entregárselo?
—Mi equipo estará aquí momentáneamente para
recogerlo.
—Yo… bueno, me temo que no puedo hacer eso, señor —
tartamudea Milson—. No sin autorización de su dueña.
—La dueña es terca —digo—. Yo lo sé bien. Soy su
marido.
—¿Marido? —interviene Grasiento—. No vi ningún anillo
en su dedo.
Me giro hacia él, asegurándome de que capte toda la
fuerza de mi mirada. —Pasaste mucho tiempo mirándola,
¿verdad?
Grasiento se pone pálido, y de hecho da un paso atrás.
Debe ser mayor que yo. Más cerca de los cuarenta que de
los treinta. Pero parece un niño asustado que sabe que está
en problemas.
—Yo, eh… eso… bueno…
—Jesús —le espeta Milson a su hijo—. Contrólate,
Peyton.
—No es un crimen mirar —protesta.
Doy un paso adelante, sin romper nunca el contacto
visual. —Eso depende de la mujer a la que estés mirando.
Mi tono es agradable.
Mi intención es todo lo contrario.
—No quise hacer ninguna f-falta de r-respeto —
tartamudea Grasiento.
—Me alegra oírlo. Ahora, sé un buen chico y corre
mientras hablo con tu padre.
Es un despido insultante para un hombre adulto, pero él
es lo suficientemente inteligente como para alejarse, en
lugar de intentar salvar su orgullo.
Sin embargo, el Milson mayor parece menos que
emocionado. Esa expresión de desilusión en su rostro
golpea demasiado cerca de casa.
Se parece a mi propio padre.
—Debería llamar a la dueña y consultar con ella primero
—murmura.
—No.
Titubea un poco, sus ojos se deslizan hacia mi Mercedes.
—¿Puede probar que es su esposo?
—Tampoco.
Hace una pausa, todavía inseguro de qué manera girar.
Decido ponérselo fácil. Abro mi billetera y rebusco entre la
pila de dinero verde que hay allí. Sus ojos se iluminan, pero
luego lo cierro de golpe y llamo su atención hacia mí.
Traga saliva. —¿Qué pasa con la ley, señor? Podría
meterme en problemas por algo como esto.
Me burlo. —¿Te parezco el tipo de hombre que se
preocupa por la ley?
Su mirada se dirige una vez más a mi Mercedes. —
Cuatrocientos dólares —dice—. Y lo entregaré. Sin
preguntas.
Repaso los billetes, mirando su rostro todo el tiempo.
—Él no la tocó, sabes —dice Milson rápidamente—. Mi
hijo, quiero decir. Él no tocó a su esposa. Si eso es lo que
estaba pensando.
—Si pensara eso, tu hijo estaría sangrando boca abajo en
el suelo, respirando por última vez —le informo, justo
cuando mis chicos llegan en una grúa amarilla brillante.
Kostya, uno de mis lugartenientes, me saluda desde el
asiento del conductor mientras baja la ventanilla.
—Señor —saluda con frialdad.
Señalo el coche de Kinsley. —Aquel. Llévalo al garaje y
arréglalo.
—Sí, señor.
Él y otros tres hombres de Bratva saltan de la grúa y se
ponen a trabajar. Milson los mira fijamente mientras entran
en su garaje, tomando el espacio como si les perteneciera.
Nadie pelea.
—¿Quién diablos eres? —pregunta Milson con asombro.
Sonrío. —No es importante que lo sepas.
Con eso, mi trabajo aquí está hecho. Doy la vuelta y me
dirijo hacia mi coche. A mitad de camino, escucho a
Gregory gritar. —Señor, una pregunta más.
Suspiro y me detengo en el lugar, sin darme la vuelta. —
Pensé que habíamos acordado no hacer nada de eso.
Lo escucho moverse nerviosamente en la tierra. —¿Qué
le digo a la señora cuando venga a buscar su coche?
Me giro y lo enfrento. Sostengo el silencio durante
mucho tiempo. —Dile que vuelva al principio —digo al fin—.
Encontrará su coche allí.
Luego, doy la vuelta una vez más y termino la caminata
hacia mi coche. Me río para mis adentros mientras acelero,
enviando una cola de tierra y grava que vuela sobre los
hombres de Milson, conmocionados detrás de mí.
Que vuelva al principio.
Sí, eso definitivamente la enfadará.
13
KINSLEY

—Disculpa, no entiendo —digo con incredulidad, mirando al


dueño de la tienda a la cara—. ¿Qué quieres decir con que
“mi coche no está aquí”?
Mira por encima de ambos hombros, como si esperara
refuerzos. No hay nadie cerca. —Em, su, eh… tu esposo
vino y se lo llevó —se mueve incómodo de un pie al otro.
—¿Mi… mi… mi qué?
El hombre, corpulento y peludo, parpadea como un
mono colocado. —Su esposo, señora.
Todo hace clic de repente, como si mis oídos se taparan
en un avión y de repente pudiera oír de nuevo. —¿Era alto?
¿Guapo? ¿Tenía un aura de “gilipollas rico”?
—Así que sí lo conoce —se ríe.
—Desafortunadamente —rechino los dientes—. ¿Dijo a
dónde llevaría mi coche?
—No, señora. Bueno, no precisamente. Sin embargo,
dejó un mensaje. Él dijo, eh… —mira hacia abajo, a una
nota pegada detrás del escritorio—. Él dijo: “Vuelve al
principio. Encontrarás tu coche allí”.
La sangre que retumba en mis oídos es ensordecedora.
—Repítelo.
—“Vuelve al principio. Encontrarás tu coche allí” —
repite con un poco más de confianza la segunda vez.
—Ay, Dios mío —lloriqueo—. Tienes que estar
haciéndome una jodida broma.
Una vez lo llamé poeta. Con sarcasmo, por supuesto.
Parece que tiene la intención de ponerse a la altura del
título ahora.
Saco mi teléfono e intento llamar a otro Uber cuando
una llamada comienza a vibrar.
—Hola —gruño.
—Vaya, ¿algo anda mal? ¿Te jodieron el coche? ¿Está
bien el Semental Azul? —Emma larga las preguntas sin
detenerse a respirar—. Te dije que ese lugar parecía
dudoso. ¿Qué tanto la cagaron?
—Bueno, perdieron mi coche. Así que diría que bastante
mal.
—Vale, eh… vale. Guao. Bueno, podemos demandar. O
cometer un incendio provocado. Sr. Agente del FBI, si está
escuchando esta llamada, solo estoy bromeando. —En un
susurro escénico, agrega—: No estoy bromeando.
Eso es lo que me encanta de Emma: adopta mis
problemas instantáneamente como si ella no tuviera
suficiente con los suyos. Nunca es un problema “mío”,
siempre es un problema “nuestro”. Tenga o no algo que ver
con ella.
—No, suelta los fósforos, Em. Solo una parte de la culpa
es del garaje.
Puedo oírla fruncir los labios. —Vale, bueno, claramente
me estoy perdiendo una parte de la historia. Ponme al día.
Exhalo y aprieto el puente de mi nariz para evitar la
migraña que se avecina. —Le entregaron mi coche ayer a
un hombre que decía ser mi esposo.
—A menos que te hayas casado sin decírmelo… entonces
¿están mintiendo?
—No —suspiro—, el hombre que dijo ser mi esposo es el
que mintió. No es de extrañar, en verdad. Obviamente, es
bueno en eso.
—Espera… no crees…
—Claro que es él —digo—. ¿Quién más podría ser?
—Él… él no lo haría. ¿Lo haría? Él no lo haría. No, no lo
haría.
—“Vuelve al principio. Ahí es donde lo encontrarás”.
—¿Disculpa?
—Es el mensaje que me dejó. Aparentemente está
tratando de atraerme a una búsqueda del tesoro, o algo así.
—Ay. ¡Qué adorable!
—¡Emma!
—Vale, vale —se corrige rápidamente—. Lo odiamos. Grr.
¿Sabes dónde está el “principio”?
—Tengo una idea.
—Fabuloso. ¿Dónde estás ahora mismo?
—Sigo en el taller de carrocería. Tendré que pedir otro
taxi. Dejé ir al primero.
—No te molestes. Yo paso y te busco.
—¿Y el trabajo?
—Trabajo, trabajo —descarta—. Soy una mesera con un
jefe que quiere meterse en sus pantalones, como, con unas
ganas estúpidas. Estaré allí en diez.
Dejo escapar un suspiro cansado. —Eres un ángel.
—Culpable de todos los cargos.
Cuelgo y me doy la vuelta para descubrir que el dueño
de la tienda sigue rondando detrás de mí, nervioso y
sudoroso. —Por curiosidad —le pregunto—, ¿cuánto te
pagó?
Se congela en su lugar. —Señora…
—Relájate. No voy a hacer nada. Solo estoy interesada.
El hombre suspira, sonando tan cansado como yo. —
Cuatrocientos dólares —dice, dirigiendo su respuesta hacia
sus pies.
Me río con amargura. —Pudiste haber obtenido diez
veces más.
Con eso, me quedo sin nada que decir. Empujo la puerta,
me alejo y voy a esperar a Emma a la esquina. Camino de
un lado a otro, ansiosa y exhausta al mismo tiempo.
Vuelve al principio. Dios, eso es cruel.
El principio es lo que quise dejar atrás desde el
momento en que me desperté con un coche vacío y un
bosque en silencio.
El principio es aquello de lo que he estado huyendo
durante diez años.
El principio es el último lugar en la Tierra en el que
quiero estar.

E MMA LLEGA DIEZ MINUTOS DESPUÉS , con las ventanillas


bajadas y la música a todo volumen desde el interior del
coche. Bon Jovi, It’s My Life.
—La banda sonora perfecta para esta pequeña búsqueda
de tesoro, ¿eh? —pregunta, mostrándome una sonrisa
entusiasta.
—Actitud equivocada —frunzo el ceño mientras camino
hacia el asiento de pasajero—. Se supone que debes sentir
furia y resentimiento. No… lo que sea esto.
—¿Emoción? —ella observa mi mueca y me golpea en el
hombro—. Ay, vamos. ¿Ni siquiera estás un poco
emocionada?
—¿Qué parte debería emocionarme?
—Verlo de nuevo, duh.
Mi cuerpo me traiciona con punzadas de hormigueo que
van desde mi cabeza hasta los dedos de mis pies. Aunque
sea es invisible a simple vista. Fácil de negar. Hasta para
Emma.
—No —respondo—. Definitivamente no.
—Muy enfática. Muy creíble.
—¿Me creerías si dudara?
Se aparta el pelo de la cara. —Solo digo que ningún
hombre te ha alterado así antes.
—Porque ningún hombre ha sido tan exasperante antes.
—¿En serio? —Emma pregunta con escepticismo—. ¿Qué
hay del respirador bucal con la colección de muñecas de
porcelana?
Me giro hacia ella con el ceño fruncido. —Tú saliste con
ese tío, no yo.
—Sí, bueno. No pude pensar en ningún bicho raro con el
que salieras. De hecho, es difícil pensar en alguien con
quien hayas salido.
—Liam.
—Liam fue hace tres días, y eso hace que la palabra
“salir” se dificulte, cariño. Tuve que obligarte a salir con él
y no piensas volver a verlo. Así que no, eso no cuenta.
—¿Cuál es tu punto? —pregunto miserablemente.
—Mi punto es que realmente no te has abierto a eso,
Kinz. Y creo que este tipo podría ser la razón.
—Por favor…
—Olvidas que estuve allí contigo en Los Tiempos
Oscuros.
Los Tiempos Oscuros. Así llamamos a los días después
de la boda, antes de saber que estaba embarazada. No es
un período de mi vida al que quiera volver.
—No me lo recuerdes.
—Necesitas que te lo recuerden —dice Emma
suavemente—. Estabas tan…
—No lo digas.
—…desconsolada —termina. La miro con ira, pero ella
solo encoge los hombros, desafiantemente—. No lo he
mencionado en una eternidad y media. Siempre pensé, ¿por
qué mencionar algo que nunca podrías resolver? ¡Pero
ahora es tu oportunidad!
—¿Mi oportunidad para qué?
—Para resolver esto. Para pasar la página. Para obtener
algunas respuestas.
—Han pasado diez años, Emma. Él ha cambiado. yo
también.
—¿Qué pasa con Isla?
Me pongo rígida, a la defensiva. —Isla me tiene a mí. Y a
ti.
—Claro, soy su tía cool, divertida, moderna e
increíblemente sexy —asiente Emma, mostrándome una
sonrisa—. Pero definitivamente no soy su papá. Y tú
tampoco.
Me desplomo contra el reposacabezas. —No entiendes.
No puedo dejarlo entrar en mi vida. En nuestras vidas.
—¿Por qué no?
—Porque… porque él nos consumirá —tomo un respiro
para tratar de detener mi espiral descendente, pero no
estoy segura de que sirva de algo—. Es peligroso. No estoy
segura de haberlo comprendido completamente en ese
momento. O, al menos, no estaba en el estado de ánimo
adecuado para darme cuenta. Pero ahora lo entiendo. Él es
peligroso. Es un tipo malo y ha hecho cosas malas en el
pasado y hará cosas malas en el futuro. Si lo dejó, me hará
cosas malas a mí.
Emma apoya una mano en mi muslo. —Mira, te escucho,
de verdad. Pero tú misma lo dijiste mil millones de veces:
algo extraño sucedió esa noche. Tal vez sea un mal tipo. No
lo reconocería parado al lado de Adán. Pero tú sí que no lo
pensaste en ese entonces —ella hace una mueca de
frustración—. Estoy haciendo un gran lío con esto, pero
supongo que lo que estoy tratando de decir es, ¿y si él no
es peligroso para ti?
La miro, avergonzada por la forma en que mis ojos están
llorosos por toda esta emoción que me supera. Pero, si hay
una persona con la que no me importa compartir mis
lágrimas, es ella.
—Ya no soy la chica ingenua que accedió a casarse con
Tom, Em —susurro—. Dejé atrás esa versión de Kinsley
hace mucho tiempo. Y no voy a caer hacia atrás solo porque
él decidió aparecer de nuevo.
—¿Qué pasa con Isla? ¿No crees que merece saber quién
es su padre?
—Por supuesto que sí. Y, si fuera cualquier otro hombre,
podría haber considerado hablarle de ella —insisto—. Pero
no es un hombre cualquiera. Él es… él es…
Me cuesta encontrar las palabras que busco. Cuando
levanto la vista, Emma me mira con simpatía.
—Él es el único hombre por el que realmente sentiste
algo —adivina en voz baja.
Tomo una respiración profunda. Mis lágrimas saben
amargas al pasar por mis labios. —¿Quién sabe lo que
sentía? Todo está revuelto ahora. Estaba tan asustada ese
día. Y confundida, infeliz y un billón de otras cosas a la vez.
Construí una fantasía y viví en ella durante mucho más
tiempo del que debí. Todo lo que sucedió fue solo porque
me sostuvo un espejo y me obligó a mirarme. A mi vida, mis
errores, todas esas cosas—. Me aclaro la garganta—. Sin
embargo, al final del día, él fue solo el extraño que me sacó
de un río. Le di más significado del que debería tener.
Estamos en silencio por un tiempo. Entonces, Emma se
acerca y me da una palmadita en la mano solo una vez. Eso
es todo lo que necesita hacer o decir. Hemos sido amigas
durante tanto tiempo que en este punto las palabras son en
su mayoría innecesarias. Una palmadita en la mano es
suficiente.
Suspirando, vuelve a agarrar el volante. —Vale, cariño.
Todavía tenemos que recuperar tu coche. ¿Sabes dónde
está “el principio”?
—Sí —digo—. Creo.
—Entonces, nos vamos —dice Emma alegremente,
volviendo a poner el coche en la carretera—. Sin embargo,
tendrás que guiarme. El navegador no entenderá “el lugar
donde Kinsley se folló a un convicto”.
M E TENSO cuando veo que el camino de tierra se desvía de
la carretera. ¿Estaba allí esa vid antes? ¿Ese arbusto, esa
roca? No puedo recordar. Pero esa boca de oscuridad, lista
para tragarnos en las entrañas del bosque, eso no ha
cambiado ni un poco.
—Reduce la velocidad —le digo a Emma—. Justo allí. Es
allí.
Dirige el coche hacia donde señalo, estaciona y se vuelve
hacia mí. —¿Ahora qué?
Sonrío tan cálidamente como puedo, lo cual no es tan
convincente. —Gracias por el viaje, Em.
Ella retrocede, sobresaltada. —¿Quieres que me vaya?
—Puedo encargarme desde aquí.
—¡Desde luego que no! Literalmente me acabas de decir
que este tipo es peligroso. Tuviste un discurso completo
sobre eso y todo.
—Y tú acabas de decirme que él no es peligroso para mí.
—Dije que es una posibilidad, no un hecho.
—Bueno, no puedo seguirte el ritmo. Estoy recibiendo un
latigazo emocional aquí.
—Kinz…
—Estaré bien. Lo juro. En el momento en que vea mi
coche, te lo haré saber.
—Sería la peor mejor amiga del mundo si te dejara ir
sola al bosque.
Me estiro y agarro su mano. —Yo solo… necesito hacer
esto sola, Emma. Sé que suena tonto, y tal vez lo sea. Pero,
¿por favor?
Me mira con recelo durante mucho tiempo antes de
suspirar. —Vale. No me gusta, pero está bien. ¿Me
prometes que me llamarás en cuanto recuperes el coche?
—Lo prometo.
Me da un breve asentimiento. —Vale, la mejor de las
suertes para ti. Si se pone tocón…
—Le daré una patada en los huevos y huiré.
—Claro, está bien —se encoge de hombros—. O puedes
aprovecharte de él. Lo que te parezca más apropiado.
La empujo lejos de mí. —Estás enviando algunos
mensajes realmente contradictorios hoy.
Ella se ríe. —Envíame un mensaje de texto, ¿vale?
—Vale. Lo haré.
Salgo del coche y la veo alejarse, revisando sus espejos
laterales todo el tiempo. Luego me encamino al bosque.
De vuelta al principio.
14
DANIIL

La oigo antes de verla. Sus pasos se mezclan con los


animales que se deslizan y el susurro del viento entre los
árboles. Es de día, pero aquí abajo se siente como el
anochecer. Los árboles están agrupados con una densidad
que alcanza para ocultar la mayor parte de la luz.
Pero queda suficiente para proyectar sombras. Noto su
silueta pisando el lecho de hojas caídas en el suelo del
bosque.
Y así, me transporto diez años al pasado.
—Supongo que recibiste mi mensaje —gruño, ignorando
cómo mi pecho se contrae con fuerza con su olor, su
proximidad.
—Sí —resopla—. Resuelto el caso. Perdón por no
celebrar. Ahora, ¿dónde están las llaves de mi coche?
—Aquí mismo —levanto la mano y hago vibrar el llavero
—. Ven y cógelas, princesa.
—Siempre me hablaste como si fuera un perro —frunce
el ceño—. “Quédate. Ven. No” —resopla y sacude su cabello
sobre el hombro—. Tírame las llaves. No voy a ir.
—No muerdo.
Kinsley resopla de nuevo. —Lo dudo mucho, mucho.
—Ya se fue toda la confianza que construimos —comento
casualmente—. Sabes, sladkaya, estoy empezando a sentir
que hay algunos problemas sin resolver entre nosotros.
—Lo único que queda por resolver entre nosotros es la
transferencia de las llaves del coche a mis manos —
responde ella.
Miro hacia abajo, al llavero gastado. —¿Quién se supone
que es? —pregunto, pinchando la pequeña figurita que
cuelga allí—. ¿La Mujer Maravilla? Nunca me pareciste una
fanática de los superhéroes.
—No soy realmente una fanática. Pero Isl…
Se detiene en seco, congelándose en una palabra que no
logra salir de sus labios aún carnosos, aún rosados, aún
atractivos.
—¿Pero…? —insto.
Toma una respiración profunda. —No me arrastraste al
bosque solo para ponerme al día con la última década,
Daniil. Así que, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué tomarías
mi coche, en primer lugar?
—Viste el agujero de mierda al que lo llevaste. Hubiera
pensado que la respuesta era obvia.
—¿Es esa tu versión de una disculpa? —pregunta
incrédula. Detrás de ella, un pájaro carpintero golpea el
tronco de un árbol. Rap-tat-tap-rap, una y otra vez.
—No me disculpo.
—Imagina mi sorpresa. Tampoco das explicaciones,
apuesto. Debe ser agradable —dice, escaneando mi traje
Brioni lentamente—. Vivir tu vida de esa manera. Nosotros,
la gente normal, no nos damos ese lujo.
—Algo me dice que no tuviste prisa por explicarle a
nadie lo que pasó entre nosotros.
Frunce el ceño y golpea un dedo contra sus labios. —
¿Estás hablando de la mañana en que me desperté en un
coche vacío, en medio del bosque, el día después de que se
suponía que me casaría? Supongo que no —toca el suelo
con la punta del pie. Una nube de polvo seco se eleva en el
aire—. Después de darme cuenta de que no ibas a volver,
conduje hasta mi apartamento y empaqué una maleta.
Luego me mudé a la casa de mi amiga, para no tener que
lidiar exactamente con ese tipo de explicaciones.
—Emma es una buena amiga.
—Sí, ella… —se interrumpe y me mira con incredulidad
—. ¿Me estás acosando? ¿Cómo sabes de Emma? No la
mencioné en absoluto.
—No esta vez, no —acuerdo—. Pero la última vez sí lo
hiciste. Llamó para ver cómo estabas después de tomar el
coche y salir corriendo de tu boda.
Su rostro se afloja al darse cuenta, pero el shock
persiste. —Tú… recuerdas su nombre.
—Recuerdo muchas cosas.
Ella se traga su sorpresa. —Entonces, ¿no me has estado
acosando?
Sonrío. —Soy un hombre ocupado ahora, Kinsley. No
tengo tiempo para seguirte de la mañana a la noche. A
pesar de lo fascinante que puede ser tu agenda —me
acerco a ella—. ¿Eso te decepciona?
—Lo que estás viendo es alivio, no decepción.
—No estoy tan seguro de que me estés diciendo la
verdad, sladkaya.
Lo que dice a continuación me toma por sorpresa. —
Perestan’ nazyvat menya tak.
Deja de llamarme así.
Siento la sacudida de alguna necesidad carnal
inexplicable ante el sonido de esas palabras en sus labios.
En mi lengua materna, nada menos. El acento es atroz,
pero lo entiendo todo.
—Hablas ruso.
—No lo hacía en ese entonces —dice con calma—. Y no
pretendo hablarlo correctamente ahora. Lo suficiente para
ayudarme a mantener una conversación sencilla. Me
llamaste esa palabra un par de veces. Sladkaya. Quería
saber qué significaba, así que lo busqué. Aprendí algunas
cosas en el proceso. Lo que sea —termina, sacudiendo la
cabeza para despejar los pensamientos—, ya terminé de
discutir contigo. Dame mis llaves.
—No, no creo que lo haga.
Ella aprieta los dientes. —Olvidé lo malditamente
exasperante que eres.
—Y arrogante. No lo olvides.
—Créeme, no lo he hecho. Esa parte está sellada en mi
cerebro —su mirada recorre mi ropa, mi postura, el reloj
Hublot que brilla en mi muñeca—. ¿Cómo hiciste todo esto,
de todos modos? ¿Ordenaste un atuendo de “Gilipollas
Rico” de algún catálogo de pedidos por correo?
—Siempre fui rico —le informo.
Ella se ríe. —Si eso fuera cierto, nunca habrías sido
encarcelado, en primer lugar. Los hombres ricos nunca ven
el interior de una celda.
No extraño la nota de amargura en su voz. La palomita
ha aprendido algunas cosas más sobre el mundo desde la
última vez que nos cruzamos. Tampoco cosas bonitas.
—El hombre al que hice enojar era aún más rico que yo.
Ella lo considera por un momento. —¿Tu jefe?
—Así es.
—¿Intentó ir tras de ti?
—En un modo de decirlo.
Gira los ojos. —Olvidé cuánto te gusta hablar en
acertijos. ¿Es eso algo subconsciente o es puramente para
mi beneficio?
—Tú decide.
Ella vuelve a girar los ojos. Por ahora, bien podría
dejarlos allí.
—Mi jefe nunca estuvo interesado en encerrarme para
siempre —explico—. Quería asegurarse de tener mi lealtad
sin insubordinación después de que me liberaran.
Ella resopla. —Yo podría haberle dicho que eras una
causa perdida.
—No era necesario.
Me mira con los ojos entrecerrados, tratando de
descifrar cómo encajan todas estas piezas del
rompecabezas. —Así que te escapaste. Volviste con él por
unos segundos. ¿Y…?
—Construí mi propio imperio. Mi propio legado.
Desafiarlo fue solo el comienzo.
—¿Y qué hay de la mujer a la que interviniste para
defender? —pregunta vacilantemente, como si supiera que
es una mala idea aventurarse por esta madriguera de
conejo, pero simplemente no puede detenerse—. ¿Quién
era?
—Su esposa.
—Ah —suspira Kinsley. Su mirada se desplaza
inconscientemente hacia el lugar exacto en el que
habíamos estacionado la última vez que estuvimos en este
rincón del bosque. Como si hubiera evidencia de esa noche
todavía entrelazada en los árboles.
—Tú lo elegiste, entonces —decide, regresando sus ojos
a los míos—. Podrías no haber hecho nada. La mayoría de
la gente no habría hecho nada.
—La mayoría de la gente es cobarde.
Ella asiente y se muerde el labio inferior. —Dime algo
que no sepa. Había mucha gente que sabía que mi madre
estaba siendo violentada, incluso antes de que yo lo dijera.
No hicieron una mierda. Simplemente era más conveniente
no hacerlo. Fingir que todo estaba bien.
Sus ojos se han suavizado considerablemente. Su tono
verde es cálido bajo el dosel y capta los colores del otoño.
Ella mira su coche y, esta vez, realmente lo mira. —
Arreglaste el parachoques —señala con sorpresa—. ¿Dónde
está la trampa?
—Sin trampa.
—Siempre hay una trampa. Los hombres como tú nunca
hacen nada sin una razón —dice con firmeza. Mira la hora
en su sencillo reloj de pulsera negro—. Bueno, esto ha sido
predeciblemente horroroso. Pero tengo que volver a mi
vida.
—Buena suerte con eso.
Parpadea hacia mí con expectación. —Necesitaré las
llaves de mi coche para poder hacerlo —dice, su tono es tan
frágil como las hojas secas bajo nuestros pies.
—Aquí están —digo, levantándolas de nuevo. Ella
comienza a alcanzarlas, pero luego levanto mi mano
demasiado alto como para que pueda llegar—. Aunque,
ahora que lo pienso, hay una cosa más de la que debemos
ocuparnos primero.
—No —responde ella—, creo que todo está bien.
—Tu vehículo no estaba asegurado —le digo.
—Guao, gracias, Papá —dice furiosa—. ¿También me vas
a mostrar cómo cambiar una llanta ponchada? ¿Enseñarme
a lanzar una pelota de béisbol?
Ignoro sus golpes. —Me encargué de eso por ti.
Se detiene en seco, con los ojos muy abiertos. —
¿Disculpa?
Asiento con la cabeza. —Tendrás que recoger los papeles
cuando estén listos. No deberían ser más que unos pocos
días.
Ella me mira con la boca abierta. De la nada, me
pregunto cómo reaccionaría si deslizara mi dedo entre sus
labios. Una parte de mí piensa que ella chuparía
instintivamente. La otra parte, más sabia, de mí piensa que
probablemente intentaría morderlo.
—¿Quién diablos eres? —susurra en estado de shock y
de asombro.
Sin embargo, no es realmente una pregunta para que yo
responda. Es solo ella tratando de descubrir cómo debe
cambiar su mapa del mundo ahora que ha visto mi
verdadero lugar en él.
Puedo ver sus provocadores pezones a través de la
camiseta azul ajustada que lleva puesta. O es el aire frío o
soy yo. Estoy dispuesto a poner dinero en este último.
—Soy tu esposo, ¿recuerdas? —digo con un guiño.
Kinsley frunce el ceño, me quita las llaves de la mano y
se va.
15
KINSLEY

—¿Srta. Whitlow? Pensé que le había dado el día libre.


Me giro hacia el director Bridges y le ofrezco una
sonrisa que espero sea convincente. —Lo hizo. Terminé mis
diligencias antes de lo esperado e Isla no terminará hasta
dentro de media hora, así que pensé en venir a buscar
algunos trabajos para corregir en casa.
—Solo trabajo y nada de juego hacen de Jack un niño
aburrido —recita con voz cantarina y guiñando un ojo.
Luego cambia a la voz baja y preocupada que usa con los
estudiantes cuando cree que están pasando por algo en
casa y pregunta—: ¿Estás bien, Kinsley?
—Por supuesto —miento mientras intento ocultar mi
mueca—. ¿Por qué no lo estaría?
Odio como sueno. Falso y alegre, cuando mis entrañas
son un revoltijo de emociones que no tienen nombre.
—¿Has hablado con la Srta. Roe? —pregunta Bridges.
Me tenso inmediatamente. —Pensé que los problemas de
Isla en clase estaban… ¿resueltos?
—No estoy seguro de que sea el tipo de cosas que se
pueden resolver con una conversación y un par de días
fuera de la escuela, Kinsley —dice con suavidad—. Isla
está… luchando.
—Ella está bien.
No lo está.
—En la superficie, tal vez —reconoce Bridges con
simpatía—. Pero algo parece estar molestándola
últimamente. Está inquieta, desenfocada. Creo que te
beneficiaría hablar de nuevo con la Srta. Roe sobre su
progreso en clase.
Asiento y trago saliva. —Gracias, Sr. Bridges. Lo haré.
—Por favor hazlo, Kinsley. —Me mira por encima del
borde de sus gafas—. Todos queremos lo mejor para ti y tu
hija.
Sus palabras flotan en el aire por un momento. Luego
asiente como si estuviera satisfecho, se da la vuelta y se
aleja.
Cuando desaparece por la esquina, me meto en la sala
de profesores para agarrar un par de cosas de mi casillero.
Dado que el segundo turno está en clase, el salón está
prácticamente desierto. La única otra persona aquí es
Martha Levinson, la siempre presente maestra sustituta,
que parece más vieja que el mismísimo tiempo.
—Hola, Sra. Levinson —le digo, saludándola con la
mano. Me aseguro de hablar muy alto. Ella no oye muy
bien.
Me observa a través de sus gafas increíblemente
grandes, increíblemente gruesas. —Ay, hola, querida. Kelly,
¿no es así?
—Kinsley. Casi.
—Así es. Disculpa, no soy buena con los nombres. Recibo
tantos diariamente. Riesgos laborales de ser sustituta.
Sonrío amablemente, luego me acerco a mi casillero, lo
abro y me aferro a la puerta como si fuera lo único que me
mantiene de pie. Con el rostro oculto a la vista, cierro los
ojos y trato de respirar.
Respira profundo, Kinsley. Dentro y fuera. Respiraciones
buenas y profundas. Todo va a estar bien.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta la Sra. Levison,
dándose cuenta de que he estado mirando un casillero
medio vacío por una incómoda cantidad de tiempo.
—Por supuesto —digo tan brillantemente como puedo.
Cierro de golpe mi casillero—. Todo está bien.
Todavía me tiemblan un poco las piernas, así que me
siento en una silla a la derecha de la Sra. Levinson y finjo
que no acabo de tener esta conversación alarmantemente
inquietante con el padre de mi hija. A quien no he visto en
diez años. Quien tampoco tiene idea de que tiene una hija,
en primer lugar.
Respira, me repito.
Un simple consejo, en teoría. Muy difícil de hacer en la
práctica.
—Tienes una hija en la escuela, ¿no?
Asiento con la cabeza. —Isla. Está en quinto grado, en la
clase de la Srta. Roe.
—Srta. Roe —dice la Sra. Levinson, rodando los ojos. Me
ve reprimiendo una risa y me guiña un ojo—. Pareces una
chica sensata. Sabes a qué me refiero.
—Trabajo aquí a tiempo completo, Sra. Levinson. Es
peligroso ofrecer mis opiniones honestas sobre mis colegas.
Crea problemas, ¿sabe?
Ella se ríe, suena como un viejo sillón que escupe polvo.
—Ah, entiendo. Solía ser igual para mí, antes de jubilarme.
¿Cuánto tiempo has trabajado en la Academia Crestmore?
—Bueno, en el pasado, yo estudiaba aquí, en realidad.
Pero he estado trabajando aquí desde que inscribí a Isla —
respondo—. Cuatro años ya.
—Ah, claro. Un asunto familiar. Es una buena escuela.
—Sí —digo en voz baja—. Lo es. La mayor parte del
tiempo.
En mi cabeza, añado, Era más agradable para mí cuando
Louisa estaba aquí.
Pero ella se fue hace mucho tiempo. Uno pensaría que ya
me habría acostumbrado a eso. Algunas heridas
simplemente nunca terminan de sanar, supongo. Las
cicatrices en mis muñecas son prueba de eso, entre otras
cosas.
Mi mirada se desvía hacia un tablero de anuncios detrás
de la cabeza de la Sra. Levinson. Es un desorden colorido,
empapelado con volantes y avisos. Ventas de pasteles y
reuniones de padres y similares. Pero, cuando veo un cartel
de color flamenco, el corazón se acelera en mi pecho.
—Tendrán un baile pronto —murmuro.
—¿Disculpa?
Me levanto y me acerco al tablero. El diseño del cartel
es simple. Solo la silueta de una niña, bailando sobre las
piernas de su padre. Pero duele como un cuchillo en el
estómago.
—Baile de padre e hija —leo con un extraño graznido.
—¡Ay! Qué maravilloso. Tu pequeña debe estar muy
emocionada.
—De alguna manera, lo dudo —digo, arrastrando las
palabras por lo bajo.
—¿Ah?
Echo un vistazo y de repente me doy cuenta de que la
Sra. Levinson no es tan vieja y polvorienta como solía
suponer. Hay un brillo agudo y perceptivo detrás de esos
anteojos. Ella ve mucho más de lo que muestra.
—Ella no… Es decir, no estoy casada.
—Otra joven divorciada —dice la Sra. Levinson con
pesar—. Parece que el divorcio es una tendencia, en estos
días.
—No. En realidad, nunca me casé.
—Ah, la otra tendencia —dice ella—. ¿Y el padre de Isla?
—Él no es parte de la escena. Nunca lo fue.
Algo comienza a zumbar en mi bolsillo. Alcanzo mi
teléfono vibrando y miro la pantalla. Es un mensaje de
texto de Emma. ¿¿¿¿Y???? ¿¿¿¡Qué pasó!???
¡Cuéntamelo todo! ¿¿¿Recuperaste tu coche???
—Tendrá que disculparme —le digo a la Sra. Levinson—.
Tengo que ir a recoger a Isla.
Antes de que pueda responder, agarro mi bandolera, me
la coloco sobre un hombro y salgo corriendo de la sala de
profesores. Camino a través de los pasillos todavía
silenciosos y salgo al patio principal por donde corren los
niños al final del día.
Saco mi teléfono de nuevo y le envío un mensaje de texto
rápido a Emma. Recuperé mi coche. Él estaba ahí.
Su respuesta es inmediata. Por supuesto que estaba
allí. ¿Qué dijo? ¿Qué dijiste tú? ¿Cómo terminó?
¿Reparó el coche?
La campana suena en ese momento y es ensordecedora.
Escucho la creciente marea de niños que ríen y gritan,
pisan fuerte, mochilas que se abren y se cierran. Las
puertas se abren de golpe para liberar la inundación. Busco
entre los rostros a mi hija, pero todavía no la veo.
Miro mi teléfono cuando suena de nuevo, y me doy
cuenta de que accidentalmente envié una serie de emojis
sin sentido.
EMMA: ¿¡EMOJI DE BERENJENA!? ¿¡TUVISTE
SEXO CON ÉL!?
—Jesús —murmuro, antes de comenzar a enviar
mensajes de texto rápidamente. ¡Por supuesto que no! Ni
siquiera me di cuenta de que lo envié. fue accidental.
Ella me envía un emoji de ojos en blanco. Envía
mensajes de texto con responsabilidad, maldita sea.
Cinco minutos desde que sonó la campana, y sigo
esperándola. Otros niños se filtran en sus pequeños mini
rebaños, pero no puedo encontrar a mi hija en ninguno de
ellos. Lentamente, el flujo de niños se reduce a nada.
Todavía no está Isla.
Frunciendo el ceño, voy a su salón de clases. Cuando
asomo la cabeza por la puerta, la veo. Está sentada en el
rincón más alejado, garabateando en un cuaderno de
bocetos, con un grado de concentración envidiable.
Una voz detrás del escritorio me sobresalta.
—Hola, Srta. Whitlow —dice la Srta. Roe adustamente—.
Esperaba que vinieras hoy.
—¿Qué está pasando? —pregunto mirando hacia Isla,
que todavía no parece haberse dado cuenta de que estoy
aquí.
—Isla necesitaba un momento de tranquilidad —explica
Heather, mirándome con una expresión sombría—. Ella
quería estar en el salón de clases mientras tú terminabas.
Miro hacia mi hija. Su cabeza está tan inclinada sobre su
escritorio que parece que está durmiendo la siesta. Como si
quisiera acurrucarse y desaparecer de este mundo.
—¿Cómo estuvo hoy?
—Aún no colabora mucho —suspira Heather—. Se niega
a participar en actividades grupales. Prefiere sentarse en
un rincón y soñar despierta.
—Ella solo necesita algo de tiempo. Eso es todo.
Otra mueca que no me gusta para nada se desliza por el
rostro de Heather. Elige sus palabras con cuidado. —
Escucha, Kinsley… El Sr. Bridges me habló de ir lento con
Isla, pero no estoy segura de que ese sea el enfoque
correcto.
Siento que se me erizan los pelos. —¿Y cuál crees que
sería el enfoque correcto?
—Los niños son acosados todo el tiempo —dice Heather
encogiéndose de hombros—. Por lo general, no reciben un
trato especial por eso. Isla solo necesita desarrollar una
piel más gruesa. No creo que le estemos haciendo ningún
favor mimándola.
Me trago mi ira y me recuerdo a mí misma que Heather
Roe será la maestra de Isla durante seis meses más. No
puedo permitirme ponerme en su lado malo. —Heather,
tiene nueve años. Y también es una niña muy sensible…
—Todos los niños son sensibles —dice,
interrumpiéndome.
—¿En serio? —pregunto—. ¿Qué pasa con la chica que
empujó a Isla hace unos meses y la llamó “mierda fea”?
¿Ella también es sensible?
—No ayuda a nadie que te enojes, Kinsley.
—¡Es mi hija, Heather! Y está siendo intimidada. Lo cual
es algo que tú, como su maestra, deberías haber evitado.
—Ya va, espera…
—¿Mamá?
Me giro hacia Isla, que finalmente se ha dado cuenta de
que estoy aquí. Me alejo de Heather y ocupo el escritorio
junto al de Isla. —Hola, cariño. ¿Qué tienes ahí?
Empuja el cuaderno de bocetos hacia mí. Ha dibujado
una silueta. La silueta de una niña bailando a los pies de su
padre. Lo mismo que vi en la sala de profesores.
Justo así, siento que mi corazón se hunde directamente
en el ácido de mi estómago.
—Cariñ…
—¿Podemos ir a casa ahora? —ella espeta—. Ya no
quiero estar en la escuela.
Asiento derrotadamente. —Por supuesto. Vamos.
Ayudo a Isla a recoger sus cosas y luego salimos del
salón de clases. Al salir, le lanzo a Heather una mirada que
no puede malinterpretar.
Sé que no estoy manejando bien esto, pero han sido unos
días emocionalmente forjados, y es más difícil ser madura
cuando ya estás haciendo tanto esfuerzo para mantener la
calma.
—¡El coche ha vuelto! —dice Isla cuando ve el Semental
Azul estacionado en mi lugar designado para maestros del
estacionamiento.
—El coche volvió —digo con una sonrisa conflictuada—.
Como nuevo.
Por mucho que me molestó la intrusión no deseada en mi
vida, Daniil hizo un buen trabajo reparándolo. El
guardabarros brilla bajo el sol de la tarde. Entramos y
empiezo a conducir, devanándome el cerebro en busca de
cosas para decirle que la hagan sonreír.
—¿Qué tal si horneamos unas magdalenas esta noche? —
sugiero. Esa solía ser una forma segura de animarla.
—No, gracias.
Miro a mi niña sombría. Ha intentado peinarse el cabello
castaño rizado hacia atrás en una cola de caballo. Pero su
cabello está enredado en las esquinas de la gomita,
creando nudos que sé que la harán sufrir más tarde.
—Deberías mantener tu cabello suelto, cariño —le digo.
—Es demasiado rizado. No me gusta.
Reprimo un suspiro. No estoy segura de cuándo se puso
tan crítica sobre su apariencia. Lo esperaba a los dieciséis.
Pero ¿a los nueve? Se siente desgarradoramente pronto.
—Tu cabello es hermoso.
Ella frunce el ceño. —No, no es. Y, para que conste, no
ayuda que me mientas.
—¡Isla!
Se encoge de hombros, aprieta el labio superior y vuelve
a mirar por la ventana. Llegamos a la casa sin decir una
palabra más. El silencio se siente especialmente pesado
hoy.
En el momento en que abro la puerta principal, Isla sale
disparada directamente a su habitación. Prácticamente vive
allí ahora. Las únicas veces que se la puede convencer de
salir es cuando viene la tía Emma.
—¿Qué tal un bocadillo? —grito antes de que pueda
cerrar la puerta de su dormitorio.
—No tengo hambre.
—Isla, tienes que comer algo…
PORTAZO. Sin respuesta.
Exhalo ruidosamente. Todo se ha convertido en una
lucha con ella últimamente. Cada decisión tiene que ser
negociada. Cada conversación termina en lágrimas.
De mi lado más a menudo que del de ella.
Puede que ella no tenga hambre, pero yo me muero de
inanición. Pico zanahorias y papas y las pongo a hervir en
una olla. Luego, extiendo un poco de hojaldre y lo meto en
el horno para hornear a ciegas.
La cocina siempre ha sido mi espacio favorito en esta
casa. Es la habitación más grande, lo que no dice mucho,
pero es amplia y luminosa. Me gusta mantener las puertas
del jardín abiertas para que entre la brisa. Justo hoy no hay.
Qué sorpresa.
Tomo un poco de jugo de naranja de la nevera. Cuando
la puerta se cierra, me detengo y la miro, sintiendo que mi
corazón sigue bajando. Estará nadando en mis zapatos a la
hora de acostarme, a este ritmo.
La puerta del refrigerador está empapelada con dibujos
de Isla y fotografías antiguas que he coleccionado a lo largo
de los años. Pequeñas instantáneas de nuestras vidas. El
primer gateo de Isla. El primer día de Isla en el jardín de
infantes. El primer día de Isla en la playa. El día en que
perdió su primer diente. El día que se puso…
Observo la nevera y me doy cuenta de que la foto de Isla
con su primer juego de frenillos ya no está.
Dejo el jugo de naranja, voy por el pasillo y toco
suavemente a su puerta. La abro un momento después,
para verla inclinada sobre su escritorio, con su cuaderno de
bocetos y lápices. Últimamente, parece preferir su
compañía antes que la mía. Sin embargo, no dejaré de
intentar abrirme paso.
—Isla, ¿qué pasó con la foto que estaba en el
refrigerador? —pregunto—. ¿La de los frenillos?
—La quité —dice sin levantar la vista.
—¿Por qué?
—Porque odio mis frenillos.
Eso también es nuevo. Ella parece odiar todo en estos
días. El vestido nuevo que le compré en un mercadillo. Los
mercadillos. Los vestidos.
Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que “Mamá” se
sume a su lista.
Tomo asiento a su lado y pongo mi mano sobre la suya.
Ella levanta la vista alarmada por el toque, como si yo no
hubiera hecho ese mismo gesto durante, ay, no sé… toda su
vida.
—Chiquilla —le digo en voz baja—, ¿qué te pasa?
Sus cejas se juntan y su labio tiembla ligeramente. Es
obvio que mi pregunta la está desmoronando, pero lucha
por mantenerse entera. Como si no quisiera mostrarle al
mundo, ni siquiera a mí, una pizca de debilidad.
¿De dónde saca ese orgullo?
Creo que sé la respuesta. Simplemente no quiero decirlo
en voz alta.
—Solo quiero dibujar —dice en voz baja.
Trago saliva y avanzo de todos modos. —Cariño, sé que
estás pasando por un momento difícil en la escuela
últimamente. Y no tengo una buena explicación para darte,
excepto: bueno, los niños son malos a veces. Pero no tiene
nada que ver contigo.
—No se siente así —murmura.
Tengo que morderme la lengua para evitar que mis
propias lágrimas se derramen. —Lo sé. No es justo.
Saca su mano de debajo de la mía. —¿Vas a ver a ese
hombre de nuevo? —pregunta de repente.
Por un momento impactante, creo que está hablando de
Daniil. No le he dicho nada sobre él, por muy buenas
razones. —¿Qué hombre?
Isla parpadea. —El hombre con el que saliste en una
cita.
—Ah. Él.
—¿No te gustó?
—No es eso. Él estaba… bien.
—¿Pero…?
Le ofrezco una sonrisa. —Simplemente no éramos el uno
para el otro.
—Dices eso de todos los hombres.
Arrugo la frente. —¿Lo hago?
Isla asiente. —La tía Emma dice que es porque esperas a
alguien más.
Siento la conmoción congelarse en mi rostro. Isla vuelve
a su bloc de dibujo y yo me quedo sentada allí, sintiéndome
extrañamente inquieta.
¿Estoy esperando a alguien más? No se siente bien, no
se siente bien en mi cabeza.
Aparto los pensamientos. Isla vuelve a dibujar, como si
yo hubiera dejado de existir. Con una mueca, me retiro a la
cocina para sacar el pastel del horno y verter las verduras
hervidas. Espolvoreo un poco de romero, agrego la cubierta
de hojaldre sobre la mezcla de vegetales y la vuelvo a
meter en el horno.
Una vez hecho esto, salgo al jardín con mi teléfono y
abro el hilo de la conversación con Liam. Me ha enviado
dos mensajes más desde nuestra cita. He dejado ambos sin
responder. En el último, me invita a salir de nuevo.
Respiro hondo y empiezo a responder.
Hola, Liam, siento haber estado un poco
desaparecida. He estado ocupada estos días. En
cuanto a la cena del sábado… me encantaría.
Observo las palabras en la pantalla durante unos
segundos. Luego elimino las últimas dos, las cambio a
sería lindo, y presiono enviar antes de perder los nervios.
Porque no estoy esperando a nadie más.
No lo estoy.
Y voy a demostrarlo.
16
DANIIL

—Demonios, sí. Dame uno de esos puros.


Cierro la caja justo en la mano de Petro. Grita y
retrocede, llevándose los dedos magullados a los labios
para aliviar el dolor.
—Pareces una niña de diez años secándose el esmalte de
uñas —le informo.
—Casi me cortas la punta de los dedos, gilipollas.
—Si tuviera que cortar algo, no sería la punta de tus
dedos.
Petro se deja caer en el asiento a mi lado y levanta los
pies sobre la mesa central de madera gruesa frente a
nosotros. —Si lo he dicho una vez, lo he dicho cien veces:
necesitas echar un polvo.
—El sexo es tu respuesta a todo.
—Porque lo soluciona todo —insiste—. Vale, la mayoría
de las cosas, en cualquier caso.
—Esa es la primera vez que escucho esa advertencia
particular de ti. Siento una historia.
Suspira amargamente. —Morgan me pilló con Stephanie.
Bufo de la risa. —Déjame adivinar: ¿no terminó en un
trío?
—Sí planteé la idea —admite Petro con una sonrisa
infantil—. Pueden o no haber respondido con violencia.
—Bien por ellas. Te lo mereces.
—Soy inocente —protesta—. Puro como la nieve que cae.
Me río y me recuesto en mi sillón. —Espero que les
hayas dicho eso.
—Ya me habían abofeteado —dice Petro, mirándome—.
Puede que sea un bastardo cachondo, pero no soy estúpido.
Ahora, ¿vas a seguir siendo un gilipollas o me puedo fumar
un puro?
—Depende.
—¿De qué? —pregunta con un suspiro cansado.
—De si hiciste o no la búsqueda que te pedí que hicieras.
Petro hace un puchero al instante. —Jesús, estás
obsesionado con esta chica —dice—. Estoy empezando a
creer que te podría gustar más ella que yo.
—¿Recién ahora estás empezando a creer eso?
—Gilipollas —murmura—. Sí, Su Santidad, hice la
búsqueda que me pidió. Ahora, ¿puedo tomar un puro, por
favor y gracias?
Giro los ojos y abro la caja de nuevo. Agarra un puro
como si estuviera preocupado de que cambie de opinión y
vuelva a cerrar la tapa en sus dedos. En su defensa, lo
estoy considerando.
Lo enciende, da una larga calada y exhala con un suspiro
de satisfacción. —Joder, sí, esto está bien. ¿Tenemos buena
ginebra por ahí?
—Ya te estás pasando.
Una vez más, murmura algo que suena sospechosamente
como “gilipollas”. Lo ignoro deliberadamente. —Supongo
que quieres saber lo que descubrí —ice.
—Eres perceptivo, ¿no?
Él sonríe. —Bueno. Lo que encontré es… nada.
—Nada —repito dubitativamente—. ¿Nada?
—Ni una maldita cosa. Ella es una buena chica de pies a
cabeza. No obtener un seguro de automóvil fue
probablemente lo más arriesgado que ha hecho en toda su
vida —hace una pausa por un momento antes de agregar—:
Aparte de acostarse contigo, obviamente.
—Espero que no estés demasiado apegado a tus dedos —
digo arrastrando las palabras—, porque estás a punto de
perderlos.
Petro mete cuidadosamente su mano detrás de una
almohada, como si eso fuera a detenerme. —Ella vive en
una casa alquilada en los suburbios. Trabaja en la
Academia Crestmore como maestra. En lo que respecta a
una vida personal, no parece tener una. Sin redes sociales,
sin clubes sociales, nada. La chica es un fantasma.
Hm. Me acaricio la barbilla y considero lo que eso podría
significar.
Petro me ve pensando y se inclina hacia adelante. —
¿Qué pasa con esta chica? —pregunta con genuina
curiosidad.
Si tan solo lo supiera yo mismo.
—Ella es una distracción —digo en voz alta.
Petro entrecierra los ojos, sin creer mi mierda por un
segundo. —Sabes, te he visto con mujeres a lo largo de los
años. Sé cuándo eso es verdad y sé cuándo no lo es.
—Guarda el psicoanálisis para alguien que realmente lo
necesite, Petro. No te pago para que seas Freud.
—Quizá deberías —dice—. Te vendría bien un terapeuta.
—Por favor. Rompería a un terapeuta antes de que
llegara al fondo de mis problemas.
—¿Así que admites que tienes problemas?
—Mi problema principal eres tú.
—Por favor. Soy el amor de tu vida —se ríe Petro—.
Seamos realistas, hermano: las mujeres van y vienen.
Ninguno de nosotros es un cartel de compromiso, ¿sabes?
Giro mi cigarro apagado una y otra vez en mis manos. —
Crees que me conoces tan bien.
—Sí —afirma Petro con confianza—. Esta chica se
destaca porque solo la tuviste esa noche. Si hubieras
aguantado más, ella se habría convertido en cualquier otra
mujer que hayas follado y olvidado: historia antigua.
—Gracias, doctor. Lo tendré en mente —giro los ojos y
arrojo el cigarro sobre la mesa de café—. Envíame su
dirección —le digo—. Ah, y ¿finalizaste los papeles del
seguro para su coche?
—Te enviaré todo en una hora —dice—. ¿Quieres que
ponga a Vlad o a Kon en el trabajo?
—¿Qué trabajo?
—¿Para seguirla…? —dice lentamente, como si yo fuera
tan tonto que ya lo había olvidado.
Niego con la cabeza. —No. Yo mismo me encargo de eso.
—¿Incluso ahora? —pregunta Petro, enderezándose.
Parece haber olvidado el cigarro aún encendido que cuelga
de sus dedos—. ¿Con los lobos a nuestras puertas?
—Sabes que odio cuando te pones dramático.
Pero Petro se adelanta, manteniendo la urgencia en su
tono. —Recibimos otro mensaje de los Semenov.
—Quémalo.
—¡Daniil!
—Quémalo y entierra las cenizas —gruño—. No
mantendré ningún tipo de correspondencia con ese equipo
de malditos matones.
—Así has dicho…
—Entonces, ¿por qué me haces repetir, sobrat?
—Porque esta vez… —Saca una carta de su bolsillo
trasero— …la escribió él mismo.
Eso me hace frenar. Tomo la carta de Petro y frunzo el
ceño ante la escritura en la parte posterior del sobre.
Gregor usó su propia papelería personal para esto. El
escudo de Semenov brilla desde la solapa en verde y rojo.
Doy la vuelta a la carta en mis manos. —¿Cuánto tiempo
planeabas sentarte sobre esto?
—Solo llegó hace una hora, justo antes de que entrara
aquí buscándote. El plan era ponerte de buen humor antes
de entregártelo.
—¿Qué quieres decir? —exijo—. ¿Crees que debería
aceptar su solicitud de una reunión?
Petro suelta un suspiro cansado. —Creo que al menos
deberías leer la carta, Daniil.
Paso mi pulgar sobre el sello, sintiendo el relieve. Me
pone los pelos de punta con solo verlo. Demasiados
recuerdos grabados en ese puto símbolo maldito.
Agarro el encendedor de la mesa y enciendo una llama
que baila azul.
Petro se pone tenso. —Daniil, tranquilo. Vale, hombre.
Piénsalo.
—No hay nada que pensar. El hijo de puta me metió en la
cárcel.
—Él quiere hacer las paces —dice Petro, mirando la
llama abierta con cautela—. ¿No vale eso algo?
—Quiere a mis hombres, mis contactos, mi imperio —
digo bruscamente—. Él no está tratando de hacer las paces.
Está tratando de tomar lo que he construido.
—No sabrás eso hasta que abras esa carta —dice,
sabiendo muy bien que soy capaz de quemar la carta hasta
que quede crujiente sin siquiera romper el sello—. Él
mismo te escribió.
Bufo. —Solo le llevó diez años.
—Se está quebrando.
—No, está mintiendo.
—El hecho de que él haya escrito…
—Es una prueba de que se está poniendo viejo y
desesperado —interrumpo—. Lo desafiamos, Petro. Lo
traicionamos. Él no olvidará eso.
—Podría —dice Petro deliberadamente—. Si…
—No. Respuesta final.
Petro me conoce lo suficientemente bien como para
guardar silencio de inmediato. Pongo la llama en el papel, y
observo cómo el fuego se enrosca alrededor de los bordes
de la carta antes de devorarla por completo.
Tiro los restos ennegrecidos sobre la mesa y me
recuesto en los cojines. —Organiza reuniones con los
nuevos distribuidores. Terminaremos lo que empezamos el
día que escapé de esa maldita celda.
—Hemos llegado bastante lejos, hermano. ¿No crees…?
—Aún me queda más por recorrer. Y lo haré todo por mi
cuenta.
Petro deja caer su cabeza entre sus manos, consternado
por mi terquedad. No es la primera vez, y no será la última.
—Siempre el camino de mayor resistencia contigo, ¿no es
así?
Sonrío. —¿Qué hay de divertido en hacerlo de otro
modo?
17
KINSLEY

Arrugo la nariz con disgusto por el reflejo en el espejo.


Demasiado escote. Quiero hacer un esfuerzo esta noche.
Pero no quiero que Liam se haga una idea equivocada, y el
vestido rojo que llevo puesto es demasiado bomba para mi
gusto.
—¡Vaya, chica!
Me estremezco de sorpresa cuando Emma se invita a sí
misma a mi habitación. Ella procede a tirarse de lado en mi
cama, una bolsa de gusanos dulces de goma agria en su
mano como de costumbre.
—Ese vestido es fuego —agrega—. Emoji babeante,
emoji de berenjena, etcétera.
—Ese es el problema —digo sombríamente, bajando la
cremallera que comienza donde termina el escote en V—.
Envía el mensaje equivocado.
—¿Que eres joven, vibrante y sexy? —pregunta Emma,
metiéndose un largo gusano gomoso en la boca—. Dios no
lo quiera.
—Que soy fácil —corrijo.
—Por favor —dice Emma rodando los ojos—. Nadie
podría acusarte de ser “fácil”.
La fulmino con la mirada mientras me quito el vestido
rojo y lo arrojo a la pila de “no”. —Simplemente, no quiero
que haga suposiciones sobre esta noche.
—La gente tiene sexo en la primera cita todo el puto
tiempo, Kinz —responde Emma—. Justo la otra noche, me
acosté con este chico y ni siquiera supe su nombre.
—Eso no es una cita, eso es un ligue. Otro juego
totalmente diferente.
—Entonces, tal vez sea eso lo que tú también necesitas.
Un “ligue” agradable, divertido y sin ataduras —dice,
moviendo las cejas hacia mí.
Me dirijo a mi armario y rebusco entre el resto de las
perchas. Pero son pocas opciones. Tengo pantalones de
chándal, ropa de trabajo y muy poco en el medio. Haciendo
una mueca, me dejo caer sobre la otomana que uso como
un cesto, y pongo mi cabeza entre las manos.
—Esto es un desastre inminente —murmuro.
—¡Oye! Nada de esa negatividad aquí —dice Emma.
Escucho la cama chirriar cuando ella se levanta y camina
hacia donde estoy sentada. Tomando mis manos entre las
suyas, dice—: Mírate, Kinz. Eres hermosa. ¿Quieres un
chico? Boom, lo tienes. Es fácil. Eres bonita, inteligente,
valiente y especial. Y no quiero ser demasiado lasciva ni
nada, pero tus tetas son fantásticas.
Ahogo una risa y pongo los ojos en blanco. —Todo
gracias a Victoria —murmuro.
—Esa perra y sus secretos, en serio —se ríe Emma.
Aprieta mis manos de nuevo—. Aunque lo digo en serio.
Cualquier hombre que quieras. Así que si Liam es ese
hombre…
Me pongo rígida, quito mis manos de su agarre y
empiezo a hurgar en el armario de nuevo, con la esperanza
de que algo adecuado haya aparecido milagrosamente en
los últimos minutos.
Emma me mira desde su asiento en la alfombra. —Vale
—comenta—, me parecía. Entonces, ¿por qué aceptaste una
segunda cita con él?
—Tú eres quien me convenció de salir con él en primer
lugar —le recuerdo.
—¡Porque quería que te expusieras! Él solo estaba
destinado a ser una cita de práctica. Se suponía que no
debías seguir castigándote a ti misma si no estabas
interesada.
—Bueno, no aclaraste eso —digo, fingiendo ignorancia
mientras me pongo el vestido azul que ya me he probado
dos veces—. De todos modos, tienes razón. Necesito
exponerme más.
—Y estoy feliz por eso. Pero ¿Liam? Dijiste que era
espeluznante.
—¿O quizás solo estaba siendo demasiado juzgona? —
sugiero, tratando de convencerme a mí tanto como a ella—.
Quizás ya estaba mal predispuesta con esa cita antes
incluso de ir. Quizás necesito darle una segunda
oportunidad.
Emma lo considera con esa expresión de cachorrito con
la cabeza hacia un lado que siempre usa cuando sospecha
de mí. —Eso es un montón de quizás. Pero vale, tiene
sentido.
—¿Ves? Estoy creciendo. Aprendiendo. Evolucionando.
—Hm.
Volteo y llego a captar apenas la expresión, que se
desvanece en su rostro —¿Qué fue eso? —exijo.
—¿Qué fue qué? —pregunta con inocencia.
—Esa mirada que acabas de hacer —la acuso—. Y ese
sonido que acabas de hacer. “Hm”. ¿Qué tipo de “hm” fue
ese?
—No fue ningún tipo de “hm” en absoluto.
—Patrañas —digo bruscamente—. Dímelo.
Emma me ofrece una sonrisa tímida. —Solo creo que la
sincronización es un poco sospechosa. No estoy segura si
esta segunda cita con Liam no se trata más de… alguien
más.
Entrecierro los ojos con enojo, pero Emma simplemente
levanta las manos en defensa propia. —¡No me mires así!
No dije una palabra sobre él. No se mencionaron nombres.
—No tenías que hacerlo. Eres tan sutil como un niño de
tres años con la mano en el tarro de galletas.
Emma se ríe y suspira con cariño. —Ay, hombre, ataque
de recuerdos. Era tan lindo cuando Isla hacía eso. Todavía
tengo esas fotos guardadas en alguna parte.
—No voy a salir con Liam para demostrar nada —digo
definitivamente—. A nadie.
—Hm. Vale —dice Emma con una sonrisa molesta—. Si
tú lo dices.
Respiro hondo y subo la cremallera del costado del
vestido azul. —¿Y bien? —pregunto—. ¿Qué tal este?
Emma entrecierra los ojos para ver el atuendo. —¿Ese es
tuyo? —pregunta—. ¿O de tu abuela?
Frunzo los labios. —Un simple “no” habría sido
suficiente.
—¿Dónde está la diversión en eso? —responde Emma
con un guiño. Se deja caer sobre su espalda y se mete otro
gusano gomoso en la boca—. Dulce bebé Jesús, son
adictivos.
—¿Cómo encontraste mi escondite?
Emma se ríe. —Isla me dio el escondite.
—¿Isla sabe dónde está?
—Por supuesto —se ríe Emma—. Ella es una niña
inteligente. Está al tanto de todo.
—Sí —murmuro, bajando la cremallera del vestido y
deslizándolo por mi cuerpo—. Eso es lo que me asusta.
—¿Qué dijiste?
—Nada —digo, tirando el vestido azul y girándome hacia
mi armario—. ¿Tal vez debería probarme los pantalones de
nuevo?
—¡No! —grita Emma—. Nada de pantalones. No otra
vez. Sé que Gap aprecia tu leal patrocinio a lo largo de los
años, pero si intentas usar esos jeans de mamá fuera de la
casa una vez más, voy a gritar o cometer un incendio
provocado. Probablemente ambas.
—Vale, ya, está bien —me quejo—. Caramba. Tenemos
que trabajar en tu manera de tratar a las personas.
Emma suspira, deja sus gusanos de goma en el suelo y
se acerca a mi armario. —Vale, hazte a un lado. Creo que
necesitas mi experiencia para esto.
—Hazlo —digo, renunciando al control y colapsando en
el lugar de mi cama que Emma acaba de desocupar.
Miro el techo y trato de fingir que no puedo oírla
murmurar mientras busca en mi armario. —No… no… ay,
por el amor de Dios. Diablos, no… —Después de un minuto,
anuncia—: En serio, tenemos que ir de compras.
Gimo y cierro los ojos. —No puede ser tan malo.
—Sí, lo es. Acabo de encontrar una camiseta que solías
usar en la escuela secundaria.
Siento un pequeño puntito de tristeza. —¿Es blanca con
rayas naranjas?
—Como Tigger de Winnie the Pooh, sí. Y es demasiado
grande para ti.
—Era de Mamá.
—Ah, mierda. —Emma palidece y se gira hacia mí, con
una mirada de horror en su rostro—. Lo es. No puedo creer
que lo olvidé. Lo siento mucho.
Me encojo de hombros. —No te culpo. Fue hace mucho
tiempo.
—Kinz…
Niego con la cabeza. —Está bien. Lo prometo —señalo
de nuevo el armario—. Solo… decide mi vida por mí. Por
favor y gracias. No puedo ir a cenar en ropa interior.
Ella arquea una ceja diabólica. —Bueno…
—Ese es un no rotundo —digo, reprimiendo una risa.
—Tan aburrida —murmura Emma mientras vuelve a
examinar mi ropa—. ¡Ajá! ¿Qué hay de este? —saca un
vestido blanco sin tirantes, con un corpiño ajustado y una
falda acampanada, que es lo suficientemente corta como
para darle un poco de ventaja.
—No lo creo —digo, arrugando la nariz.
—¿Por qué no?
—Estaba destinado a ser mi vestido de baile de
graduación, ¿recuerdas? —le digo.
—Cierto. Pero no terminamos yendo al baile de
graduación.
—No, ciertamente no lo hicimos.
—Espera, ¿entonces nunca lo has usado?
—No. Siempre quise regalarlo, en realidad. Pero
simplemente… nunca llegué a hacerlo.
—Lo que significa que realmente no querías deshacerte
de él —dice Emma con seguridad—. Creo que esta noche es
la noche, Kinz.
—No me parece.
Emma se acerca a mí y empuja el vestido en mi cara. —
Es esto o vuelves a forzar tus tetas en ese sexy número
rojo. Tú eliges —cuando no respondo, ella asiente triunfal
—. Me parecía. Ahora, deja de ladrar y empieza a vestirte.
No dispuesta a prolongar la batalla, me pongo el vestido.
Emma me sube la cremallera por detrás. Encaja
notablemente bien, teniendo en cuenta que he adquirido
trece años y una hija desde que lo compré.
—¿Estás segura de que no es demasiado? —pregunto
nerviosa, intentando y fallando en volver a meter mis
pechos debajo del escote—. ¿No muestra demasiada teta?
—Muestra la cantidad perfecta de teta. Estará babeando
en el cheque.
Me río. —Creo que ofreceré a pagar por este.
—Por supuesto que lo harás —se queja Emma—. Déjalo
pagar, Kinsley. Si realmente significa tanto para ti, la
próxima vez que salgamos a cenar, puedes pagar por mí.
Bufo. —Qué sugerencia tan brillante.
—Estoy llena de soluciones fáciles.
—Eso en realidad no resuelve el problema, pero vale.
Simplemente no quiero aprovecharme de nadie, Em.
Emma agita su mano en mi cara. —No te estás
aprovechando. Él quiere salir contigo. Definitivamente
quiere follarte. ¿Y si quiere pagar? Yo digo que lo dejes.
Insultarás su honor masculino si no lo haces. Los
cromosomas Y ellos se alteran mucho por ese tipo de cosas.
Paso un cepillo por mi cabello y entrecierro los ojos
frente al pequeño espejo de pie de mi tocador. —Ya
veremos.
—Solo por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que
tuviste sexo?
Casi me atraganto con el lápiz labial ante la pregunta
inesperada.
—¿Kinz? —Emma persiste. Ella nunca ha sido de las que
deja pasar nada. Como un perro con un hueso cuando se
trata de… bueno, todo.
Dejo caer el tubo rojo brillante en el cajón, me limpio los
restos y voy a buscar otro color. —¿Qué piensas de este? —
pregunto, sacando un bonito gris pardo—. ¿Demasiado
discreto?
—Estás ignorando mi pregunta.
—Meticulosamente —digo con una sonrisa traviesa—. ¿O
este? Se llama rosa caramelo. Suena tan seductor. El
equipo de marketing realmente se lució.
Emma se cruza los brazos y me lanza una mirada que
dice sé-muy-bien-lo-que-estás-haciendo. —Ve con el rosa
caramelo, y luego responde la maldita pregunta.
—¿Qué importa? —protesto.
—Recuerdo vagamente a este chico rubio con una dulce
sonrisa. Tad o Ted, o algo así de estúpido. Pero no es
posible que haya sido tu experiencia sexual más reciente,
porque eso fue hace unos años, como mínimo.
Suspiro. —Era Thad. Y fue hace cinco años.
—Espera —dice Emma, con los ojos muy abiertos—. ¿Me
estás diciendo que Thadley fue la última vez? ¡Jesucristo,
Kinsley!
—No es como si lo echara de menos.
Eso es una gran mentira. Tengo un vibrador muy usado y
un paquete de baterías de respaldo de tamaño familiar
medio vacío que pueden dar fe de eso. Por supuesto, Emma
lo nota. —Vale, mi medidor de patrañas está rompiendo
récords. No hay forma de que eso sea cierto.
—Yo solo… no puedo, Em. No puedo hacerlo a menos
que… sienta algo.
Emma se detiene en seco y sé de inmediato, según la
expresión de su rostro, que me arrepentiré de esa
declaración en cualquier momento.
—¿Así que sí hubo una conexión? —ella infiere—. ¿Entre
tú y el melancólico Príncipe No-Tan-Encantador?
Sí, ahí está. Lamento con creces. Eso no tomó mucho
tiempo.
—Yo, bueno… la cosa es…
—No puedes retirarlo.
Pongo los ojos en blanco. —Sí, está bien, vale. Tuvimos
una conexión. Pero claramente fue unilateral, porque me
desperté a la mañana siguiente y él se había ido. Y luego
todas estas cosas ahora. Así que… sí. Unilateral.
—¿Quizá volvió más tarde? —sugiere.
—¿Y esperaba encontrarme sentada allí, esperándolo? —
me río a carcajadas, sueno un poco desquiciada al hacerlo
—. Gran posibilidad.
—Los hombres pueden ser un poco obtusos, por decir lo
menos.
—Este es cualquier cosa menos estúpido, Em —le
aseguro.
—Ay, cielos. Se pone más delicioso cada vez.
Niego con la cabeza hacia ella. —Tú no tienes remedio.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Porque creo en el amor
verdadero?
—¿Amor verdadero? —me resisto—. Confía en mí, esto
es lo más alejado de eso.
—Has pasado los últimos diez años comparando a cada
tipo que conoces con él. La palabra “capricho” no alcanza.
Estás obsesionada.
—Yo…
Ella levanta una mano para interrumpirme. —Ni siquiera
empieces. Te conozco, Kinsley. Estuve allí para todo. Los
Tiempos Oscuros. Viviste conmigo durante seis semanas
después de todo el desastre, ¿recuerdas?
Yo suspiro. —Ojalá pudiera. Es mayormente un borrón.
—Porque estabas angustiada. Y no por tu boda fallida, o
tu prometido abusivo —afirma Emma con firmeza—.
Estabas angustiada porque pensabas que no volverías a ver
a Daniil.
Arrugo la frente. —No recuerdo haber dicho eso nunca.
—No tenías que hacerlo. Podía verlo en tu cara, la forma
en que describías esas horas con él, la forma en que
hablabas de él. El hecho de que, cuando soñabas, gritabas
su nombre.
—¿Lo hacía? —jadeo, horrorizada por haberme
entregado tan fácilmente.
—Lo hacías —confirma Emma—. Él significó más para ti
de lo que estabas dispuesta a admitir en ese entonces. Y
más de lo que estás dispuesta a admitir ahora mismo. Pero
eso no cambia el hecho de que, en realidad, significa algo
para ti.
Tengo que plantar mis manos en el mostrador del baño
para no desmayarme. —Él… me encontró en uno de los
puntos más vulnerables de mi vida —susurro—. Y supongo
que, sin siquiera saberlo, yo estaba buscando algo… más —
levanto mis ojos para encontrarme con los suyos en el
espejo sobre el lavabo—. Pero, cuando me desperté a la
mañana siguiente y él se había ido…, supongo que me
recordó todas las veces que alguien importante para mí
simplemente se fue. Y me hizo sentir…
—¿Como una niña abandonada nuevamente?
Asiento y trago el nudo en mi garganta. —Creo en el
destino —digo—. Todo sucede por una razón, y todo eso. Así
que creo que me lo enviaron por una razón. Pero él nunca
fue mío para quedármelo. Lo entiendo ahora.
Emma parece que quiere estar en desacuerdo. Pero, al
final, solo me dedica una sonrisa triste. —Te ves hermosa,
por cierto. Dejaré que termines de prepararte.
Luego, se da la vuelta y se escapa.
Me miro de nuevo al espejo y aplico una capa de lápiz
labial. Emma tenía razón: el rosa caramelo era una buena
elección. —Listo —me digo a mí misma—. Estoy lista.
Cuando salgo del baño, encuentro mi habitación vacía.
Pero hay un par de tacones negros con tiras y un chal
cerúleo dispuestos cuidadosamente sobre el edredón para
mí. No puedo evitar sonreír. Ella es luchadora y espinosa, y
le encanta presionarme. Pero Emma es la mejor amiga que
podría pedir.
Me estoy abrochando los zapatos cuando Isla entra
furtivamente a mi habitación. Ya está en pijama. —Te ves
muy bonita, Mami.
—Gracias, amor —digo, poniéndome de pie para darle un
giro muy principesco y una risita.
Los ojos de Isla recorren el vestido de arriba abajo con
aprecio. Aterrizan en mi cara, y noto que la tristeza vuelve
a filtrarse en sus ojos.
—Ojalá fuera tan bonita como tú.
Me congelo inmediatamente. La gente siempre dice “se
me heló la sangre”, pero es una locura experimentar
exactamente eso. Es como si mis huesos temblaran en lo
profundo, aunque el aire de la habitación es cálido.
Isla se queda en la puerta por un momento más, con esa
distancia melancólica en sus ojos. Me tambaleo y me hundo
en la cama, desconfiando de repente de mis piernas. Cada
célula de mi cuerpo me grita que vaya tras ella, pero sé que
necesita tiempo para calmarse. Perseguirla y obligarla a
hablar conmigo solo creará un resentimiento que podría
durar para siempre.
Así que me siento, inútil y agitada. Me quedo en silencio
por un rato, mientras intento estabilizar mi respiración.
Luego oigo un susurro en la puerta. Miro hacia arriba para
ver a Emma, de pie en el umbral, con un collar de oro que
cuelga de la punta de sus dedos.
—Solo venía a ver si querías usar esto —dice en voz baja.
Asiento. —Gracias. ¿Escuchaste?
—Sí —suspira ella—. La escuché.
—Le estoy fallando, Em —susurro—. Ni siquiera sé qué
decir. Me dijo que se cree fea el otro día. ¿Cómo le digo que
las cosas que la lastiman ahora son las cosas más hermosas
que tiene?
—Le dices exactamente eso —insiste Emma, mientras se
acerca y se sienta a mi lado—. No le estás fallando a nadie,
Kinsley. Esa niña te adora. Solo sigue intentando. Sigue
amándola. Eso es todo lo que tienes que hacer. Todo lo
demás se arreglará solo con el tiempo.
Yo suspiro. Eso se siente tan inadecuado. Hay una niña
pequeña en una habitación que está sufriendo de una
manera que me rompe el corazón, y no me deja acercarme
lo suficiente para ayudar. Sé que Emma tiene razón: de una
forma u otra, lo superaremos. Pero, cuando estás atrapado
en medio de una tormenta, cada rayo se siente como el fin
del mundo.
Un DING fuerte me saca de mis pensamientos. Emma
agarra mi mano con fuerza. —Llegó —anuncia, un poco
innecesariamente.
Me pongo de pie, tiro el chal sobre mis hombros y
agarro mi bolso. —Deséame suerte —murmuro.
—¡Buena suerte! Recuerda usar condones.
Pongo los ojos en blanco y voy por el pasillo. Cuando
abro la puerta principal, Liam está parado allí, con un ramo
salvaje de peonías medio marchitas en la mano.
—Hola —digo con timidez.
Hace una doble toma y me mira desvergonzadamente. —
Maldita sea —silba, los ojos se le salen de sus órbitas—. Te
ves jodidamente sexy.
—Ah —cualquier punto que haya ganado con las flores
se va a la basura. Es una lucha mantener la sonrisa en mi
rostro—. Gracias. Tú también te ves bien.
—Ten —empuja las flores en mi cara.
—Iré a poner esto dentro muy rápido —le digo. Las tomo
y me apresuro a ir a la cocina para dejarlas en el primer
contenedor que veo, que resulta ser un vaso con la fecha de
mi baile de cuarto año de la secundaria impresa en el
costado.
Cuando vuelvo a la puerta principal, encuentro a Liam
justo donde lo dejé. —¡Lista para irnos! —lo anuncio tan
brillantemente como puedo fingir.
Pero me da la espalda y no se voltea.
—¿Liam?
Entonces, me doy cuenta de que está mirando algo a lo
lejos. Una silueta oscura y elegante. Es un coche. Puedo
notar que es un buen coche, aunque no sé nada sobre ellos,
como lo atestigua mi experiencia en el taller de carrocería.
Pero este grita lujo. Grita poder. Grita Ni siquiera
PIENSES en joderme.
Y el hombre que abre la puerta del conductor y sale grita
exactamente lo mismo.
18
DANIIL

Estuve sentado en la oscuridad durante veinte minutos,


observando al hijo de puta de pelo grasiento en el Lexus
mirando porno en su teléfono, antes de que llegara la hora
acordada y se arrastrara hasta la casa de Kinsley con una
colección de tristes flores en la mano, como si simplemente
las hubiera arrancado del patio trasero de una abuela
desprevenida.
Gruño con disgusto. Luego, su puerta se abre y me
olvido de ese desventurado idiota.
Porque Kinsley parece un maldito ángel.
Lleva un mini vestido blanco, con una falda acampanada
y un escote pronunciado que la lleva de dulce a sexy. Su
cabello fluye y la luz de la sala de estar detrás suyo brilla
alrededor de su cabeza como un halo. Incluso desde aquí
puedo ver el brillo en sus ojos. La vida. El fuego.
El idiota le lanza las flores, como un gato que le trae a su
dueño un pájaro muerto como ofrenda.
Ella las coge a regañadientes, luego entra en la casa por
un momento y las deja fuera de la vista. Veo su silueta
proyectarse hacia el escalón cuando vuelve a emerger.
Esa es mi señal.
Abro la puerta y salgo a la noche. Tanto Kinsley como el
baboso cabrón que se aferra a ella me miran con la boca
abierta.
Su expresión es incrédula.
La de él es de idiota.
—D-Daniil —tartamudea Kinsley, recuperándose mucho
más rápido que su tonta cita—. ¿Qué… qué estás haciendo
aquí?
Mantiene su tono calmado, pero puedo escuchar la
tensión que esconde debajo. Está nerviosa. Muy nerviosa.
No hay premio por adivinar el motivo.
—Solo vine a entregar los papeles de tu seguro —digo,
sacándolos del interior del bolsillo de mi abrigo.
—¿Papeles del seguro? —pregunta el idiota, dando un
paso adelante con el pecho en alto—. ¿Qué tipo de tío de
seguros hace entregas a domicilio a las ocho un sábado, eh,
amigo?
Jesús. Llamar idiota a este payaso es un insulto para los
idiotas de todas partes.
—¿Te parezco un vendedor de seguros? —pregunto.
Kinsley se tensa. —Te lo dije antes, puedo manejar mis
propios asuntos. Y también obtendré mi propio seguro.
—Toma los papeles, Kinsley.
Observo cómo se le mueve la garganta mientras traga.
Su miedo es palpable. Quiero lamerme los labios para
saborearlo.
A pesar del desgano, se acerca y toma el fajo de papeles
de mi mano.
—Buena chica —le digo—. Creo que “Gracias, Daniil” es
la frase que estás buscando.
—Disculpa —bale el idiota, todavía moviéndose frente a
mí como si no estuviera seguro de si pelear o correr—. ¿Me
estoy perdiendo de algo? ¿Quién diablos eres tú?
—Nadie —dice Kinsley rápidamente—. Él es solo…
—Un amigo —interrumpo. Ella me mira y niega con la
cabeza, pero yo solo le devuelvo una sonrisa—. Kinsley y yo
somos viejos amigos. Necesitaba ayuda para obtener una
póliza de seguro para su coche.
Él frunce el ceño. —No parece que ella quiera tu ayuda,
amigo.
—Kinsley puede no querer mi ayuda —estoy de acuerdo,
mi mirada se desvía de su rostro al de ella—. Pero la
tomará, a pesar de todo.
—Realmente deberíamos irnos, Liam —insiste, tratando
de terminar la conversación antes de que se salga de
control.
Demasiado tarde, sin embargo. Se salió de control hace
diez años. No va a mejorar en el futuro inmediato.
—Sí —canta su cita con una sonrisa satisfecha—.
Deberíamos irnos. Tenemos una reserva a las 8:30 en
Conte.
Arqueo una ceja. —¿Ah, sí? Mundo pequeño. Yo también.
Kinsley no lo cree ni por un segundo. —¿Tú? —hierve—.
Qué divertido.
—Sí. Una divertida coincidencia.
—No existen las coincidencias.
—Por una vez —digo—, tú y yo estamos de acuerdo.
—Eh, ¿Kinsley, nena? —dice el idiota, envolviendo su
mano carnosa alrededor de su codo—. Vámonos.
Necesito de todo mi autocontrol para no romper todos
los dedos de esa maldita mano.
—Liam, ¿te importaría esperarme en el auto, por favor?
—pregunta Kinsley, su voz tensa.
—¿Qué? —chasquea él.
Ella se vuelve hacia él y parpadea, como si estuviera
procesando conscientemente el hecho de su existencia. —
Solo dame un segundo, Liam —dice suavemente—. Por
favor.
Su expresión se agria mientras mira su reloj. —Ya son
las 8:15 —gruñe, su voz es anormalmente áspera—. Hazlo
rápido. Es una putada conseguir una mesa en Conte.
Camina hacia su Lexus y se sube. Puedo ver los puntos
gemelos de sus ojos que me observan furiosamente desde
el interior de su coche de niño grande. Le doy la espalda.
—Ay, él es una joya —comento.
Ella lo ignora. —Así que no me acosas, ¿eh?
—Tenía que darte los papeles.
—En primer lugar, no quería los papeles.
—Necesitas un seguro.
—Y lo tendré. Pero no por ti —resopla el flequillo de su
cara—. Este no es tu problema, Daniil. Así que, ¿por qué lo
conviertes en tuyo?
Ignoro cuidadosamente el aroma de su perfume, que
baila en la suave brisa nocturna. —Digamos que estoy
interesado.
—¿En qué, exactamente? —exige—. Realmente, no hay
nada en qué interesarse. Ahora tengo mi propia vida. He
seguido adelante.
Bufo. —Necesitas elevar tus estándares, entonces.
Sus ojos se deslizan hacia el Lexus, luego de nuevo hacia
mí, como si no fuera a notar su vacilación. —Él no es un
mal tío.
—¿Pero es bueno?
Ella resopla burlonamente. —Ah, ¿y tú lo eres?
—Por supuesto que no. Pero no estamos hablando de mí.
Ella niega con la cabeza, confundida. —No sé lo que
quieres de mí. ¿Es esto culpa? ¿Es eso lo que es esto? ¿Te
sientes culpable por cómo te fuiste esa mañana y estás
tratando de hacer las paces? ¿O es solo lástima?
—Si digo que sí, ¿dejarás de ser terca?
—Prefiero que lo digas porque es la verdad.
Le frunzo el ceño. —La verdad es que no quiero que te
desangres a un lado de la carretera mientras algún
representante de piratería de cualquier compañía de
seguros de mierda que decidas que puedes pagar vacila
sobre si vives o mueres. Esa es la verdad. Haz con ella lo
que te plazca.
Hace una pausa larga y cargada. —Así que sí te importa
—dice en voz baja. Rechina los dientes—. Me vuelves loca,
¿lo sabías?
—¿En serio? —digo sarcásticamente—. Lo escondes tan
bien.
—Me voy —se vuelve hacia el coche, pero me doy cuenta
de que se resiste a dejarme aquí, frente a su casa. Ella mira
hacia sus ventanas.
—¿Alguien en casa? —pregunto.
Definitivamente está inquieta. —Emma —responde ella
—. A veces se queda a pasar la noche.
—Ustedes dos necesitan hombres.
—¿Por qué? —se burla—. Según mi experiencia, los
hombres suelen ser buenos para correrse demasiado
pronto, dejar el asiento del inodoro levantado y
desaparecer por la mañana.
Sus palabras son mordaces, aunque su tono es todo lo
contrario. Suena demasiado cansada para reunir el nivel
adecuado de ira.
—¿Y el imbécil sentado en el Lexus de allí es con el que
quieres andar? —pregunto.
Desprecio cómo estoy sonando en este momento.
Amargo, hastiado de maneras que no puedo explicar. Pero
no puedo controlar la feroz sensación de protección que me
abruma cada vez que estoy cerca suyo. La idea de la mano
de ese hijo de puta en la muñeca de Kinsley todavía me
pone la visión roja.
—Buenas noches, Daniil —dice con frialdad.
Luego da media vuelta y se marcha, sin esperar mi
respuesta. Se sube al coche y pasan al lado mío, los ojos del
idiota fijos en los míos todo el tiempo. Permanezco en mi
lugar hasta que las luces traseras desaparecen a la vuelta
de la esquina.
Cuando se han ido, saco mi teléfono de mi bolsillo y
marco un número al que no he llamado en mucho tiempo.
—¿Ocupada? —pregunto cuando atiende.
—¿Para ti, guapo? Nunca.
—Vale. Encuéntrame en Conte. Quince minutos.
19
KINSLEY

—¿Quién diablos era ese tipo? —jadea Liam con


incredulidad.
Envuelvo el chal con fuerza alrededor de mis hombros
mientras la oscuridad se traga a Daniil detrás de nosotros.
—Solo… alguien que solía conocer.
—Parece que todavía lo conoces.
—Nos encontramos recientemente —admito—. Y ha
decidido ayudarme con este asunto del seguro.
Liam se burla. —Él no está aquí para ayudarte, cariño —
dice, continuando con esta tendencia reciente y alarmante
de llamarme con un nombre cariñoso que nunca, nunca
pedí—. Él está aquí porque quiere follarte. Lo del seguro es
una excusa. Solo quiere meterse en tu…
—Lo entiendo, Liam —espeto—. No hay necesidad de
reformular. Pero realmente no creo que eso sea lo que es
esto.
—Escucha, cariño, conozco a los tíos, ¿de acuerdo?
Este…
—Solo porque un hombre quiera meterse en mis
pantalones no significa que lo haga —le digo con enojo—.
Yo decido quién se mete en mis pantalones. Yo. Nadie más.
Espero que lo deje, pero después de un minuto de
silencio continúa, como un toro en una cacharrería.
Realmente no puede evitarlo. —Entonces ¿nunca ha pasado
nada entre ustedes dos?
Demasiadas cosas pasaron entre nosotros dos, quiero
decir. En cambio, todo lo que digo es—: Realmente no
quiero hablar de eso. Tengamos una buena noche, ¿sí?
Pero sigue parloteando, como si yo ni siquiera hubiera
hablado. —Tío grande. Buen coche. Tendría sentido, eso es
todo lo que digo.
Aprieto los dientes. —¿Qué tendría sentido, Liam?
—Solo digo que las chicas siempre buscan todo eso.
—Espero que no pienses que soy tan superficial. O así de
fácil.
Un hombre sabio lo habría dejado allí. Liam, cada vez es
más obvio, no es muy sabio.
—Entonces… ¿no lo eres?
Me trago mi molestia. —Cuando conocí a Daniil por
primera vez, vestía ropa prestada y ni siquiera tenía coche.
—Hizo algo de sí mismo desde entonces, ¿verdad?
—Diablos si lo sé. Realmente, no sé lo que hizo en los
últimos diez años. Y, para ser completamente honesta, en
verdad no me importa. No estoy interesada en continuar
una relación con él. De cualquier tipo.
Liam gruñe, pero afortunadamente no dice nada más
hasta que llegamos al restaurante diez minutos después.
Intento con todas mis fuerzas no escanear el lugar
mientras entramos, pero, de vez en cuando, siento que mis
ojos se deslizan. Buscando. No es difícil adivinar qué.
En el momento en que nos sentamos, Liam pide vino sin
pedir mi opinión. Sé que está tratando de impresionarme
con su conocimiento, pero apenas escucho mientras
reprende al mesero por su lista de tintos “vergonzosamente
inadecuada”.
Pasa un hombre de traje y casi me atraganto con el
agua. Pero no es Daniil. Solo otro tipo elegantemente
vestido con abundante dinero en efectivo para gastar.
—Nos pedí un buen Merlot —anuncia Liam una vez que
finalmente deja de acosar al pobre mesero.
—Suena genial —digo. Estoy tratando de sonreír, pero
estoy bastante segura de que parece más una mueca, así
que bajo la cabeza y me concentro en el menú.
Pero eso no mejora. Leo la misma línea quince o veinte
veces seguidas, sin avanzar más. Filete de coliflor. Filete de
coliflor. Filete de coliflor. Después de un tiempo, comienza
a sonar como un galimatías.
—¿Qué estás pensando? —pregunta Liam.
Lo miro. El vino ya le tiñe los labios, la lengua y los
dientes de un púrpura revolvedor de estómagos. —El, eh…
el bistec de coliflor, supongo.
Arruga la nariz. —Asco.
Fuerzo una risa. —¿Entonces no debería ofrecerte un
poco de mi plato?
—Oh, definitivamente me gustaría probar tu plato —
dice, moviendo las cejas sugestivamente.
Guácala. Casi había olvidado este lado de él. O me forcé
a olvidarlo, al menos.
Cada vez que las puertas se abren, mis ojos van
directamente en su dirección. Es patético, hasta yo lo sé.
Tan patético como aún poder sentir la esquina del fajo de
papeles del seguro que Daniil me entregó haciéndome
cosquillas en mi muslo desnudo donde los doblé y los metí
en mi bolso.
—Entonces… ¿a qué te dedicabas? —pregunta mientras
se sirve una segunda copa de vino.
—Soy maestra, ¿recuerdas?
—Ah. Eh, sí.
Él asiente, y puedo ver por la expresión vidriosa de sus
ojos que tiene tanto interés en mi trabajo como yo en su
rutina de gimnasia, o sus pensamientos sobre los méritos
de Sangiovese versus Cabernet Sauvignon.
—Esa amiga tuya, la que va a mi gimnasio… ¿Ustedes
son cercanas?
—Emma. Sí, muy. Es mi amiga más antigua. Después de
la muerte de mis padres, ella fue mi única familia.
—Ambos padres fritos, ¿eh? —dice—. Eso es duro.
Realmente, no tenía la intención de que esto se
convirtiera en una conversación sobre mis padres o mi
infancia. Odio hablar de ambas cosas. Sobre todo con
extraños.
—Es lo que es.
—¿Cómo murieron?
Alcanzo mi vaso de agua y tomo un sorbo. —Em,
realmente preferiría no hablar de eso, si está bien.
Se encoge de hombros y empieza a parlotear de nuevo
sobre su superespecial entrenamiento de bíceps, del que
hablamos hasta la saciedad la última vez. Miro el techo, los
otros clientes, las costuras en la servilleta en mi regazo,
cualquier lugar menos la puerta. Trato de convencerme de
que no estoy esperando en ascuas para ver si Daniil me
estaba mintiendo o no.
—¿Estás bien? —pregunta Liam, y me doy cuenta de que
no he estado escuchando durante diez minutos seguidos.
—Por supuesto. Disculpa. Solo un poco… cansada.
—¿Día difícil en la escuela?
Estoy a punto de recordarle que es sábado cuando suena
la puerta.
Y esta vez no me decepciona.
Es al menos un pie más alto que cualquier otro hombre
en este restaurante. Ocupa el espacio con toda la confianza
de un hombre que sabe que es la persona más importante
del lugar. El reloj brilla en su muñeca mientras se quita el
abrigo y lo lanza sobre su hombro. Luego, se da la vuelta.
Sigo la dirección de su media sonrisa…
Y veo a una mujer entrar detrás de él.
Sin embargo, “mujer” se siente como si la estuviera
subestimando. Es una diosa, lisa y llanamente. Alta como
una modelo de pasarela, con un cuerpo de modelo de
Instagram, un deslumbrante vestido cobrizo y acres de piel
bronceada. Ondas de lujoso cabello rubio fresa fluyen por
su espalda. Las perlas envueltas alrededor de su cuello y
colgando de sus orejas parecen brillar con luz propia.
—¿Qué estás…? —Liam se retuerce en su asiento para
descubrir qué es lo que llamó mi atención. Se detiene en
seco al ver Daniil.
Ya somos dos.
—Vale —dice Liam, volviéndose hacia mí—, tiene buen
gusto, se lo concedo.
No me molesto en responder. ¿Qué puedo decir? Liam ni
siquiera está equivocado.
Lo que empeora toda la situación es que Daniil nunca
mira hacia acá. Estoy segura de que sabe que lo he visto—
él no se pierde nada. Pero no da ninguna indicación de que
le importe verme.
En el mismo centro del restaurante, el mejor asiento de
la casa, el maître d’ está sentando a Daniil y su
acompañante. Él saca la silla para ella, lo cual es
sorprendente en sí mismo. Lo que es más sorprendente es
cómo, antes de que él se siente, ella coloca la mano sobre
su brazo. Es un pequeño gesto, pero se siente íntimo.
Realmente no debería importarme, de cualquier manera.
No me importa.
No me puede importar.
20
DANIIL

—Tienes suerte de que no haya comido todavía.


Kinsley está ubicada en la mesa detrás de nosotros, a
solo dos pulgadas a la derecha de la cara de Charlize desde
mi punto de vista. Cada vez que la pequeña kiska se
estremezca hacia acá, lo sabré.
—Me sorprende oír que comes —le respondo a Charlize
con una sonrisa—. Supuse que subsistías a base de
despecho y dinero.
Ella me ofrece una sonrisa halagada. —El negocio me
mantiene ocupada, pero una reina siempre debe encontrar
tiempo para darse gustos.
—Supongo que las cosas van bien.
—A la gente le gustan las drogas, querido —ronronea
Charlize—. Se venden solas.
Es una mujer impresionante. Y no porque sea el
equivalente humano de una hiena, toda sonrisa hasta que
te arranca la garganta. Una vez que su padre murió,
desafió a su medio hermano por el trono y dejó al pobre
bastardo farfullando solo en un hospital psiquiátrico.
Incluso después de eso, nadie creyó que una mujer
podría hacerse cargo del infame imperio del cártel de
Rodrigo Alcanzara y hacerlo florecer. Nadie más que yo,
claro.
Como de costumbre, tenía razón. Y resulta que la
palabra “florecer” le está haciendo un flaco favor al trabajo
de Charlize: se propagó como un reguero de pólvora. Ella
tiene las ganancias y los enemigos muertos para probarlo.
Como dije: una hiena.
—Recuerdo una época en la que querías huir de todo —
reflexiono.
—Eso fue cuando pensé que mi padre viviría para
siempre —se ríe con cómoda indiferencia—. Cuando solo
iba a ser su hija de trofeo.
—Él estaría orgulloso de lo que has hecho.
—¿Orgulloso? —se burla—. No, se estaría revolcando en
su tumba. “Hija de trofeo” no es una forma de hablar, es
exactamente lo que él quería. La gracia de un trofeo es la
de mostrarse, no usarse. Habría odiado que ahora yo sea el
rostro de su legado.
Tomo un sorbo de mi copa de vino. —Bueno, tú lo
conociste mejor que yo.
—Sí lo hice —dice ella—. Y disfruto pensando en él
revolcándose en su tumba. A veces, lo visito solo para
contarle cosas que sé que lo enfadarán.
Niego con la cabeza mientras me río. —Eres única en tu
especie, Charlize Alcanzara.
Miro por encima de su hombro para ver cómo está
Kinsley. La pequeña sladkaya desvía la mirada de
inmediato, pero veo el rubor que serpentea por sus
mejillas.
Ella realmente parece un sueño húmedo esta noche. Es
irritante saber que está vestida así para ese imbécil.
Ella solo debería verse así para mí.
—¿Está lista para ordenar, señora? —pregunta el
mesero, materializándose entre nosotros y bloqueando la
vista de Kinsley. Empuño mi cuchillo y trato de contener mi
tentación de usarlo contra él.
Hacemos nuestros pedidos y desaparece tan rápido
como llegó.
—Me sorprende que hayas elegido este restaurante,
cariño —dice Charlize cuando él se ha ido, recogiendo su
copa de vino y girando el contenido con mano experta—.
No es exactamente tu estilo.
—No —coincido—. No lo es.
—Digo, no me malinterpretes, es agradable —dice,
mirando a su alrededor—. Pero, ¿desde cuándo “agradable”
es suficiente para Daniil Vlasov?
—Pensé estar en los barrios bajos con la gentuza esta
noche —le digo—. ¿Siempre eres tan desconfiada?
—Una chica nunca puede ser demasiado cautelosa.
—Estoy de acuerdo —digo—. Hablando de ser
cauteloso… ¿Cómo está Harwin?
Ella se echa a reír. —Mi media naranja está muy lejos de
la cautela.
—Parece temer por su vida cada vez que lo veo. Pero,
bueno, está saliendo contigo.
Ella revolea los ojos. —Es un buen hombre. Y, más
importante, puedo confiar en él.
—Ese es un bien escaso, en estos días.
—Él no es parte de este mundo —admite en un tono
diferente, más vulnerable—. En lo que a mí respecta, esa es
su mejor cualidad.
Me encuentro mirando una vez más a Kinsley por
encima de la cabeza de Charlize. Intenta
desesperadamente parecer interesada en lo que tiene para
decir su cita idiota. Pero su sonrisa no es en absoluto
convincente.
—Puedo entender eso —murmuro. No es parte de este
mundo. Solía pensar que era una marca en contra. Ahora,
no estoy tan seguro.
—¿Puedes? —pregunta ella, todavía escéptica.
Vuelvo a centrar mi atención en Charlize. —¿Por qué no?
—Simplemente no me pareces el tipo de hombre que
estaría interesado en alguien fuera de la vida.
—Dentro o fuera no me importa. Quiero algo simple.
—Buena suerte con eso —resopla ella—. Las relaciones
son complicadas, sin importar quién esté involucrado.
—Por eso las evito por completo.
Charlize me fija una mirada inquisitiva que busca
respuestas. —Parece que no puedo entender a qué juegas
esta noche, Daniil. Los hombres suelen ser
deslumbrantemente obvios. Pero tú, Sr. Vlasov, eres único
en tu especie, robando una frase.
Me río. Por el rabillo del ojo, noto que Kinsley me mira.
Rápidamente, deja caer su cuchara directamente en su
sopa y ahoga un grito mortificado.
—Aquí tienen, señor, señora —interrumpe el mesero,
dejando nuestros platos frente a nosotros—. Disfruten de su
comida.
Se aleja y Charlize vuelve sus ojos de águila hacia mí. —
Ahora, ¿por qué no me dices quién es esa linda chica de
cabello castaño detrás de mí? ¿Y por qué estoy aquí, para
empezar?
Le sonrío. —Realmente eres una mujer increíble, ¿lo
sabías?
Ella me devuelve la sonrisa, mostrando esos dientes
impecablemente blancos. —En el momento en que
comienzas con los halagos, sé que tengo que mantener la
guardia alta.
Presiono una mano contra mi pecho en fingida ofensa. —
Me hieres.
—Y estás soñando si crees que voy a dejar que te vayas
de este restaurante sin una explicación. Vine cuando
llamaste, ¿no? Me debes la historia.
Tomo un sorbo de mi vino y suspiro. —Su nombre es
Kinsley —concedo—. Y estás aquí porque ella lo está.
—Me imaginaba. ¿Quién es el asqueroso con el que está
sentada?
—Si alguien me dijo su nombre, ya lo olvidé —digo—. Él
es su cita.
—Entonces, tengo que cuestionar su gusto.
—No te preocupes. Ella no está realmente interesada en
él. Solo está con él porque está tratando de negar sus
sentimientos hacia mí.
Las cejas de Charlize se borronean en su frente. —Vale,
vale —se ríe, recostándose en su asiento—. Ciertamente
estoy contenta de haber venido esta noche. Cena y
espectáculo. Te gusta esta chica.
—Yo no iría tan lejos.
—Por supuesto que no lo harías —dice Charlize, su tono
crepita con alegría—. Porque nunca te has enfrentado a
tener sentimientos por nadie ni por nada en toda tu vida
adulta. Es por eso que esto es tan emocionante. Estás
tratando de ponerla celosa. Caramba.
—Estoy tratando de enojarla —aclaro—. Si la pongo
celosa en el proceso… bueno, eso es solo una ventaja.
—¿Y por qué estás tratando de enojarla?
—Porque es extremadamente, jodidamente terca —
gruño.
—¿Quieres decir que ella no sigue tus órdenes como un
caniche entrenado? —los ojos de Charlize brillan—. ¿Es eso
lo que la hace tan especial? ¿O es otra cosa?
Reprimo una mueca. Esto se está convirtiendo en una
sesión de compartir sentimientos. No es el tipo de cita para
cenar a la que suelo ir.
—No puedo decírtelo —admito—. La conocí
inesperadamente. Comenzó como un encuentro casual y
una coartada conveniente.
—¿Y se convirtió en…?
—Eso aún está por verse.
—Fascinante. —Charlize mueve su cuerpo hacia un lado,
de tal manera que puede volver a mirar a Kinsley sin que
sea obvio—. Es bonita —reconoce con generosidad—. En
esa forma de chica simple —eso es menos generoso, pero
estoy dispuesto a dejarlo pasar.
—Me aseguraré de hacerle saber que lo dijiste —digo
arrastrando las palabras.
Los ojos de Charlize brillan de nuevo. Ojos de hiena en
un rostro impecable y simétrico. —¿Cómo la conociste? —
pregunta—. ¿Y qué coartada necesitabas que te pudiera
proporcionar?
—Es una larga historia.
Ella se ríe musicalmente. —Me necesitas, bebé. Así que
habla.
Le cuento la historia a regañadientes. La fuga, el casi
ahogamiento, la noche en el bosque. Cuando todo termina,
el brillo en los ojos de Charlize se ha duplicado en
intensidad.
—Eso es una comedia romántica, si alguna vez vi una —
declara.
—Fue un error —corrijo—. No tenía lugar en mi vida
para alguien como ella.
—¿Y ahora? —pregunta Charlize deliberadamente.
Miro una vez más hacia Kinsley. Está mirando su plato
como si tuviera algo más interesante que decir que el
hombre sentado frente a ella. Todo su cuerpo está rígido
por la incomodidad. Es un animal enjaulado, esperando la
oportunidad de huir.
—Ahora… nada ha cambiado.
—Y, sin embargo, aquí estás. Sentado, mirando a una
mujer por la que dices no tener sentimientos, fingiendo
hablar conmigo mientras fantaseas con ella. Hablas mucho,
Don Vlasov —dice Charlize—. Pero no te creo ni por un
segundo. Veo esto por lo que es: lo imposible ha ocurrido.
El rey se ha enamorado de la plebeya.
Pongo los ojos en blanco. —¿Ser demasiado dramática es
una parte de ser reina?
—Puede serlo —dice ella con un delicado encogimiento
de hombros—. Y¿sabes lo que hará esta reina ahora?
—Soy todo oídos.
—Te ayudará —se inclina y empieza a pasar sus dedos
por mi brazo. Despacio. Seductoramente.
Convincentemente—. ¿Está mirando?
Miro por encima del hombro de Charlize una vez más, y
confirmo lo que ya sabía en el fondo de mis huesos.
—Apenas puede apartar la mirada.
21
KINSLEY

Debo haber cabreado a algún ser celestial hoy. Porque el


universo está siendo innecesariamente cruel.
Mientras observo, la diosa se inclina y susurra algo al
oído de Daniil. Sus dedos acarician casualmente su brazo.
No es un gesto posesivo. Pero, bueno, no es necesario que
lo sea.
Ella no tiene competencia.
Eligió esa mesa a propósito, ahora estoy segura. Tengo
una vista de pájaro y es imposible para mí no mirarlos
boquiabierta.
Nunca había visto una pareja tan perfecta, tan
compatible. El cabello oscuro de él contra los brillantes
mechones rubios de ella. Su alta y tormentosa melancolía
contra su confianza ágil y esbelta.
Adonis y Afrodita en carne y hueso.
Me hace preguntarme qué vio en mí hace diez años. La
respuesta es obvia, por supuesto: estaba arruinado.
Aprovechándose de la primera mujer que veía en más de un
año.
—¿Estás bien? —pregunta Liam, su tono se vuelve hosco.
Esta es la segunda vez que me atrapa mirando en su
dirección. Me he vuelto más y más callada a lo largo de la
comida. Me sorprende que se haya dado cuenta, en
realidad. En algún lugar entre la rutina de bíceps y las
historias de sus días de bebedor en la universidad, perdí el
hilo de la conversación.
—Estoy bien. Ha sido una semana larga.
—¿Lo ha sido? —se queja—. Parece que, cada vez que
tenemos una cita, has tenido un mal día o una semana
larga.
Me estremezco. —Disculpa.
—¿Más vino?
—Mejor no.
—Un poco más de alcohol podría ayudarte a relajarte.
—No soy una persona muy relajada en estos días —
murmuro—. Con o sin alcohol.
Ni siquiera se molesta en ocultar su decepción y, llegado
este punto, no puedo culparlo. A pesar de mis intenciones,
no he sido exactamente una gran cita esta noche.
Tampoco es que él haya sido encantador. Pero eso no
viene al caso.
—No —está de acuerdo—. No lo eres. Pero ¿sabes qué?
Siempre puedes… compensarme.
Me está mirando con esos ojos astutos de Pepé Le Pew,
que me ponen la piel de gallina. Honestamente, estoy
sorprendida de que no esté lamiendo activamente sus
chuletas.
Estoy a punto de cortar de raíz este desvío que me
provoca escalofríos, pero luego la diosa se ríe y me saca del
momento. Mis ojos se deslizan hacia su mesa como si se
estuvieran conduciendo sin mi control. Ella se ha movido
aún más cerca de él. Prácticamente está en su regazo.
Me corrijo de inmediato. Daniil no es nadie para mí.
Excepto el padre de tu hija.
He sido muy buena sacando ese pequeño detalle de mi
cabeza en los últimos años. Pero ahora que está aquí, en
deslumbrante Technicolor, es más difícil de ignorar. Más
difícil de evitar.
Y no me lo está poniendo fácil, precisamente.
—¿Quieres unirte a ellos? —escupe Liam de repente. Su
fino velo de tolerancia ciertamente se ha caído bien—.
Porque claramente no estás interesada en estar aquí
conmigo.
—Yo… yo solo…
—Vamos, Kinsley. No me tomes por tonto. Obviamente
estás loca por ese gilipollas.
—Yo… yo no… yo solo… —estoy balbuceando
estúpidamente, mintiendo tan descaradamente que incluso
el ayudante de mesero que friega los platos en la cocina
probablemente pueda darse cuenta, pero no me atrevo a
admitirlo. Es una lata de gusanos que he pasado diez años
sellando. No me atrevo a abrirla ahora.
—¿No? —desafía él con sarcasmo—. Porque te ves
bastante molesta de que él esté sentado allí con otra mujer.
De hecho, pareces francamente celosa.
—Escucha, me tomó por sorpresa esta noche, ¿vale? —
digo, tratando de evitar que esto se convierta en una
escena completa—. No esperaba volver a verlo nunca más,
y mucho menos hoy.
—Vale, ¿y…?
—Y… tenías razón. Antes, digo. Tenemos historia. Pero
no es lo que piensas. Está en el pasado, y definitivamente
no quiero un futuro con él.
—Así no es como se ve desde donde estoy sentado.
Dejo que mi barbilla caiga sobre mi pecho. Es
extrañamente difícil respirar de repente. Como si el aire se
hubiera vuelto espeso cuando prestaba atención. ¿Qué es
eso que dicen, de sentir como si un elefante estuviera
sentado en tu pecho?
—¿Me disculpas por un segundo? —murmuro—. Yo, eh…
necesito usar el baño.
Liam pone los ojos en blanco. —Siéntete como en casa.
Tengo que pasar justo por donde están de camino al
baño. Siento un hormigueo nervioso en la piel cuando paso
por su mesa, pero ninguno de los dos siquiera me mira.
El baño está misericordiosamente vacío cuando entro.
Orino primero, luego me paro frente al lavabo y observo mi
expresión abatida. Parezco Igor.
—¿Qué sucede contigo? —le susurro a mi reflejo—. ¿A
quién le importa con quién está aquí? ¿A quién le importa
él en absoluto?
Oigo el confiado clic-clic-clic de unos tacones que se
acercan, así que abro rápidamente el grifo para fingir que
no estoy hablando sola en un baño público.
La puerta se abre y me siento palidecer como un
fantasma cuando vislumbro un largo cabello rubio rojizo y
un vestido reluciente que me hace tragar el estómago.
La diosa no entra en uno de los baños. Toma el lavabo a
mi lado y saca un tubo de lápiz labial de su elegante
cartera Gucci.
Sus ojos se deslizan hacia los míos en el espejo. Ahí es
cuando me doy cuenta de que la estoy mirando.
No puedo controlar el rubor que me sube a la cara, así
que me giro con determinación hacia el lavabo. Pero es
demasiado tarde.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta.
—Sí. Estoy bien. Gracias.
—Te ves un poco pálida.
Todo lo que puedo pensar es que ella volverá y le
contará a Daniil sobre esto, y él pensará que me tiene.
Deposito todas mis esperanzas en que el suelo se abra bajo
mis pies y me trague por completo.
—Ah… Me acaba de llegar el período y no tengo un
tampón. Eso es todo. Mal momento.
Suave, dice la voz de aprobación en mi cabeza. Muy
indiferente. Bien hecho.
—Ay, odio cuando eso sucede en la naturaleza —
murmura la diosa. Ella rebusca en su pequeño bolso
elegante y saca un tampón—. Aquí tienes. Siempre llevo
extras.
La cita de Daniil me ofrece un tampón. “Raro” ni
siquiera comienza a cubrirlo.
—Ah, eh, gracias —digo quitándoselo—. Eso es muy
dulce.
—No hay por qué.
Vuelve a su reflejo y se retoca los labios. Me quedo de
pie, jugando con el tampón como si fuera la batuta de una
banda de música, mientras mis pensamientos se
arremolinan fuera de control. Debería salir de aquí. Pero
algo tiene mis pies arraigados en el suelo. Una habilidad
autodestructiva, tal vez. O, si eso es demasiado
melodramático, tal vez solo un fetiche por avergonzarme a
mí misma.
La diosa se retoca los labios y vuelve a mirarme. —Me
gusta tu vestido —dice amablemente. No hay rastros de
sarcasmo en su voz.
—Gracias —respondo, sonrojándome como un alhelí—.
Me gusta tu… todo.
Ella ríe. —Gracias, cariño. Disfruta tu noche.
Le doy un asentimiento incómodo y una sonrisa aún peor
y me encamino de nuevo al restaurante. Mi mesa está
vacía. Liam debe haber pagado y salido. Está bien. Genial,
en realidad. Casi fantástico.
Todo lo que tengo que hacer es atravesar el restaurante
y salir por la puerta y esta pesadilla llegará a un desenlace
misericordioso. Ni siquiera tengo que mirar a Daniil o a la
diosa. Puedo poner un pie delante del otro, mantener la
vista en alto y…
Maldita sea. Miré.
—¿Disfrutando de tu cita?
Me congelo. Está a un par de metros de distancia,
sentado solo en su mesa, pero su voz es suave e íntima
como si me estuviera ronroneando al oído.
—¿Tú disfrutas de la tuya? —replico.
Sonríe y se encoge de hombros, como si la respuesta
fuera evidente. —Ya viste a Charlize.
Charlize. Hecha para la vida con un nombre como ese.
Con un cuerpo haciendo juego.
—Sí, la he visto —digo sin gracia—. ¿Se convierte en una
calabaza a medianoche?
Me estremezco tan pronto como las palabras salen de mi
boca. ¿Qué me ha hecho Charlize? Ni una maldita cosa,
excepto sonreírme y ser útil con una emergencia falsa.
Sin embargo, su sonrisa… Tengo tantas ganas de
borrarla de su cara.
Pero no tengo nada que decir. A decir verdad, no tenía
nada que decir hace diez años, y no he vuelto a
abastecerme desde entonces.
Así que vuelvo al Plan A y hago lo mejor que puedo para
salir del restaurante sin que sea demasiado obvio que estoy
huyendo presa del pánico.
La calle está vacía cuando salgo. Miro a mi alrededor
con desconcierto en busca de Liam. Honestamente, me
merezco que me deje aquí para encontrar mi propio camino
a casa. He sido desinteresada en el mejor de los casos, y
francamente grosera en el peor. Y, sin embargo, ¿sería lo
peor si me abandonara…?
Me debato entre el alivio y la indignación extrema
cuando…
—Oye, sexy.
Me doy la vuelta y veo a Liam encorvado en el amplio
callejón empedrado entre el restaurante y el edificio de al
lado. Está apoyado contra la pared, con una pierna
doblada, con un cigarrillo colgando de sus labios. Ni
siquiera sabía que fumaba.
—Disculpa —murmuro—. No te vi allí.
—¿Pensaste que te había dejado? —ve mi cara y suelta
una carcajada—. Realmente lo hiciste.
Suspiro. —Vale, sí. Por un segundo, lo hice.
—¿Me habrías culpado?
—No, supongo que no —admito—. Gracias por la cena,
por cierto. Realmente tenía la intención de pagar esta
noche, lo juro.
—No te molestes —dice perezosamente ofreciéndome su
cigarrillo—. ¿Quieres una jalada?
Niego con la cabeza. —No, gracias. No fumo.
—Yo tampoco —se ríe—. Es más un placer culpable.
Algo en su tono me pone tensa de inmediato. —Liam…
—Está bien —interrumpe antes de que pueda terminar
—. He decidido que está bien. No me importa que me
utilicen.
El mordisco de ira en su voz empieza a ponerme
nerviosa. También la mirada hambrienta en sus ojos.
—No fue mi intención utilizarte, Liam —le digo
cuidadosamente—. Esa definitivamente no era mi intención.
—Las intenciones no cuentan para una mierda —dice
sombríamente. Se aparta de la pared y acaricia mi cadera
antes de que pueda bailar fuera de su alcance—. Ese tipo
atraviesa a las mujeres. Pero, si quieres ponerlo celoso,
estoy de acuerdo con eso.
—¿Qué estás…?
Sus dedos se aprietan contra mi cadera y me jala hacia
él con fuerza.
—¡Liam!
Sus labios vienen por mí. Yo giro la cara hacia un lado
justo a tiempo para poder evitarlos. —¡Basta! —grito,
tratando de apartarlo de mí.
—Ay, vamos —gruñe—. No estés tan jodidamente tensa.
Es fuerte. Muy fuerte. Lo empujo con todas mis fuerzas,
pero no parece hacer ninguna diferencia. Agarra mi mano y
la sujeta detrás de mi espalda.
En ese momento, mi indignación se convierte en miedo.
El tipo de miedo que te devuelve a un mal recuerdo y te
congela allí. Cuando un momento se derrumba en otro que
pensaste que habías dejado atrás, pero resulta que ha
estado al acecho en el fondo todo el tiempo, esperando
para mostrarte que la vida en realidad no cambia, en
realidad nunca cambia, simplemente permanece igual, los
peores momentos se repiten una y otra y otra vez…
Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos.
—Basta, Liam —suplico, odiando lo débil y asustada que
suena mi voz—. ¡Quítate de encima de mí! Por favor… por
favor…
—¿De verdad crees que acepté otra maldita comida por
nada? —gruñe en mi oído—. Eres una calientapollas.
Obtendré lo que pagué esta noche.
Me retuerzo inútilmente, demasiado aterrorizada para
las palabras ahora.
—Si ayuda —ofrece repugnantemente—, simplemente
cierra los ojos e imagina que soy él.
22
DANIIL

—Es linda —comenta Charlize, sentándose de nuevo en su


asiento—. Entiendo tu fascinación —estrecho mis ojos hacia
ella. Ella solo me devuelve una sonrisa—. Tuvimos una
pequeña charla en el baño de damas.
Maldita sea. Eso es lo que me preocupaba.
—¿Te dijo lo transformador que fue, follarme? —digo
arrastrando las palabras.
—Bingo —bromea Charlize—. Me dijo que deberían
erigir estatuas de tu polla, para que las mujeres de todo el
mundo puedan rendirte homenaje. Serían estatuas
enormes, por supuesto.
—¿Terminaste? Ya pagué. Podemos irnos.
—Encantador como siempre, Daniil —ella se levanta de
nuevo con gracia desinteresada. Todos los hombres del
restaurante están obsesionados con ella—. ¿Nuestro
trabajo aquí está hecho, supongo?
Me pongo de pie para unirme a ella. —Algo así.
—¿Lograste todo lo que viniste a buscar?
—Ella está pensando en mí esta noche. Así que sí, misión
cumplida.
Niega con la cabeza, mientras mantengo la puerta
abierta para ella. —Eres un bastardo cruel, pero
inteligente.
Le guiño un ojo y la sigo hasta la calle. —Déjame ir a
buscar el…
—¡No! ¡Suéltame, bastardo!
Su voz aterrorizada me golpea como pinzas sujetas a mis
bolas. Me giro y veo dos sombras retorciéndose en las
profundidades del callejón al lado del restaurante. Incluso
antes de haber procesado conscientemente lo que está
sucediendo, me estoy moviendo.
Él tiene sus labios en su cuello. Muerde, mastica. Como
si fuera un trozo de carne, no una persona. Lo agarro por la
parte de atrás de su cuello y lo arranco de ella. La
adrenalina y la ira me recorren como un chute de heroína.
Me siento vivo. Cada centímetro de mí arde con una furia
violenta.
Lo jalo hacia atrás el tiempo suficiente para apuntar.
Luego, mi puño entra en contacto con su cara y escucho el
crujido satisfactorio de un cartílago que se rompe. Puede
haber un grito, pero estoy demasiado indignado para que
me importe.
El hijo de puta se tambalea hacia atrás, agarrándose la
cara con ambas manos en un grotesco cuadro de oración.
Sus ojos están desorbitados por la conmoción, el dolor, la
confusión.
Luego aterrizan sobre mí, y entonces veo lo que estaba
buscando.
Miedo.
Le doy un puñetazo de nuevo, solo para asegurarme de
dejarle la nariz rota. Otro chasquido, este más arenoso.
Bien. Quiero convertirlo en jodidos escombros a fuerza de
golpes.
Se derrumba a mis pies, gimiendo algo profano. Me paro
sobre él, con toda la intención de entregarlo a su creador.
Levanto una bota sobre su lastimoso cráneo. Listo.
Preparado. Un verdugo dispuesto.
Luego—: ¡No!
Sus manos se envuelven alrededor de mi brazo
levantado. Me giro hacia esos salvajes ojos verdes y me
detengo.
—No, Daniil —ruega Kinsley con la voz temblorosa—. Él
no vale la pena.
—Él merece morir.
Un escalofrío pasa por su rostro. Ella sabe que lo digo en
serio. Sabe que, si retrocediera ahora, lo mataría sin
remordimientos.
—Por favor —dice ella—. Por favor, no lo hagas. Es
suficiente.
—No es suficiente. Te habría violado si no lo hubiera
detenido.
—Lo sé, pero no quiero esto. No quiero su muerte en mis
manos, Daniil.
—Vale. Ponla en las mías.
—Tampoco quiero eso para ti.
Aprieto los dientes. Ella no lo entiende. Si lo matara, no
enfrentaría consecuencias. Su cuerpo desaparecería, solo
otra persona desaparecida, perdida en las arenas del
tiempo. Si tuviera a alguien que lo amara, lo buscarían por
un tiempo. Luego llorarían. Luego se olvidarían.
Y, mientras tanto, el mundo estaría mejor porque él no
no lo ocuparía.
—Kinsley…
—Daniil.
Me giro hacia la segunda voz. Charlize. Había olvidado
que ella estaba aquí. Su expresión es tranquila, práctica.
No espero menos.
—No delante de ella —aconseja en voz baja.
—¡No! —grita Kinsley de inmediato—. En ningún lugar.
En absoluto.
Luego hace algo que no espero. Levanta la mano y la
coloca contra mi mejilla. Atrae mi mirada con ese pequeño
e íntimo gesto.
—Daniil —susurra—. Prométemelo. En absoluto.
Nunca me han persuadido a mostrar misericordia
cuando he decidido la muerte. Ni una sola vez.
Pero, ante sus suaves ojos verdes…, cedo.
Y, por ese único momento, el alivio en sus ojos lo vale.
Luego deja caer su mano de mi cara, y la arena y la
maldad de mi mundo vuelven a entrar. Está bien, él vivirá.
Pero no lo disfrutará.
Me agacho al lado del pedazo de mierda que se retuerce.
Al ver mi cara, deja escapar un sonido que es mitad
chillido, mitad gemido.
Agarro su rostro sangrante con fuerza. —La mujer que
trataste de violar acaba de salvarte —siseo—. Le debes la
vida. Por poco que eso valga.
Clavo mis dedos un poco más fuerte. La sangre corre
espesa y caliente de su nariz arruinada. Luego, con asco, lo
empujo y se encharca contra los adoquines, como un
muñeco de trapo.
Me pongo de pie, agarro la mano de Kinsley y la hago
girar hacia la carretera.
El agudo clic-clac de los tacones de Charlize nos sigue
hasta el estacionamiento. Abro la puerta del pasajero para
Kinsley, cuyos ojos se desvían hacia Charlize por un
momento. Casi como si pidiera permiso.
—Entra —gruño.
Por una vez, ella no discute.
Charlize se sube atrás. Cierro la puerta de Kinsley, luego
doy la vuelta y me subo al asiento del conductor. Conduzco
rápido por las calles, sin prestar atención a los semáforos
ni a los límites de velocidad. A Kinsley se le pone la piel de
gallina en los brazos, pero esta noche dudo que tenga algo
que ver con mi forma de conducir.
—¿Qué diablos estabas pensando al salir con un maldito
cerdo como ese? —gruño.
—Daniil —dice Charlize en voz baja.
Eso es todo lo que dice. Un amable recordatorio de que
es posible que Kinsley no pueda lidiar con lo que estoy a
punto de soltar.
¿Sí? Bueno, a la mierda con eso.
—Sí que sabes elegirlos, ¿no? —chasqueo—. Primero un
golpeador, ahora un puto violador.
—Cálmate, Daniil…
—“¿Cálmate?” —repito furioso—. ¿Él se habría
“calmado” con ella?
—¿Crees que elijo gilipollas a propósito? —explota
Kinsley de repente—. ¿Crees que ando buscando hombres
que me lastimen?
—Así me parece a mí.
—Vale, por supuesto que sí. Porque en realidad no me
conoces. Solo crees que lo haces.
—Sí, sigue diciéndote eso, Kinsley. Tal vez algún día
realmente te lo creas.
—En realidad, ¿sabes qué? ¡Tienes razón! Sí elijo
gilipollas. Tú el que más.
Noto que sus dedos tiemblan y, por un momento, solo un
pequeño momento, me siento mal. Entonces, pienso en lo
que ese hijo de puta le habría hecho si yo no hubiera estado
cerca y mi conciencia se aclara.
—Es lindo que creas que me elegiste.
—Cierto, claro. Porque nada sucede fuera de tu control,
¿verdad, Daniil? Debe ser bonito hacer las reglas. Ser la
gran polla oscilante, el mandamás. Nadie te dice qué hacer,
¿verdad? Eres perfecto. Intocable.
—La perfección es aburrida, Kinsley —intercede Charlize
con una risa suave—. Es mucho más interesante tener
defectos.
—Bueno, entonces supongo que soy jodidamente
interesante.
—Al menos eres consciente de ello —gruño.
Sus ojos se clavan en los míos. —¿Qué quieres de mí,
Daniil?
—Quiero que empieces a prestar atención, o un día de
estos vas a terminar muerta. A manos de un hombre o de
un coche, o Dios sabe de qué más.
—¿Y? ¿A quién le importa?
—¿Disculpa?
—¿Estás tratando de decirme que realmente te
importaría si vivo o muero?
Mis manos se aprietan alrededor del volante. —Esa es
una pregunta condenadamente tonta —escupo. En mi
cabeza, sin embargo, todo lo que pienso es: Por supuesto
que me importaría.
Me detengo con un chirrido frente a la casa de Kinsley.
Mira a su alrededor con sorpresa, como si no tuviera idea
de cómo llegamos aquí en primer lugar.
Hay una luz encendida en la ventana delantera.
Lentamente, ella gira hacia mí. Noto que sus dedos todavía
tiemblan.
Me inclino hacia delante y le desabrocho el cinturón de
seguridad, que vuelve a cruzar su pecho. El estallido
parece sacarla de su aturdimiento.
—Gracias —susurra Kinsley en voz baja. Su mirada se
dirige a mí por un momento, y luego agarra su bolso y sale
del coche rápidamente.
La observo todo el camino hasta la puerta. Sus curvas en
ese vestido. Su cabello a la luz que se filtra por la ventana.
La forma en que pone un pie cuidadosamente delante del
otro, consciente en algún nivel de que está tan
peligrosamente cerca de caer por un precipicio que nunca
podrá volver a subir.
—¿Puedo sentarme en el asiento delantero ya? —bromea
Charlize cuando se va.
Le lanzo una mirada con ira silenciosa y salgo del coche.
—Kinsley —llamo antes de que pueda llegar a la puerta
principal.
Se congela en el acto y se vuelve hacia mí con cautela.
Escucho el doble golpe de las puertas del coche cuando
Charlize se cambia al asiento delantero.
—Deberías irte —ladra Kinsley—. Te está esperando.
—Seguirá esperando.
Sus ojos se estrechan una fracción. —Buenas noches,
Daniil.
—Kinsley —digo bruscamente—. Eso fue… Cristo, joder
—gruño sin palabras en mi pecho. Luego, saco una tarjeta
de negocios y se la entrego—. La próxima vez que necesites
ser salvada, solo llámame. Ahórranos a ambos el problema.
Y la comida de mierda.
Mira fijamente la tarjeta negra brillante con mi número
impreso en plata en el centro.
—No hay ningún nombre aquí. —Su expresión se vuelve
curiosa—. ¿Quién eres?
—No puedo creer que te haya tomado tanto tiempo
hacer esa pregunta.
—Creo que intenté hacerla antes. Nunca respondiste.
—Entonces, ¿para qué romper la tradición?
Ella suspira. —Todo este asunto de hombre misterioso se
está poniendo viejo, Daniil.
La ignoro. —Solo prométeme que usarás ese número
cuando lo necesites.
—¿Por qué?
Observo sus rasgos suaves e inocentes. Tan hermosa y ni
siquiera es consciente de ello. Ella piensa que su fragilidad
la hace débil.
Está tan, tan equivocada.
—Porque, lo sepas o no, me necesitas, Kinsley. Y un día
le dispararás a tu orgullo en la cara y lo admitirás.
El silencio suena como un latido de corazón a nuestro
alrededor. La noche está presionando por todos lados,
empujándola hacia mí y a mí hacia ella. Se siente como si
estuviéramos encerrados en un globo de nieve oscuro, solo
ella y yo. Es extrañamente reconfortante.
Suelto un largo suspiro. —Buenas noches, Kinsley.
Ella asiente como si apenas estuviera conteniendo las
palabras o las lágrimas o ambas cosas, luego gira sobre sus
talones y sube los peldaños. La observo mientras se acerca
a su puerta. Mientras pasa la llave. Mientras gira la
manilla.
Pero, antes de abrirla, se vuelve hacia mí una vez más.
—¿Daniil?
—¿Sí?
—Gracias.
Sostiene mi mirada por un segundo más. Luego entra.
La puerta se cierra de golpe. Solo entonces observo el
movimiento que vi en la ventana derecha.
En el momento en que mi mirada cambia, las cortinas se
cierran rápidamente, ocultando a la persona que espía
nuestro pequeño intercambio.
—Bueno… —dice Charlize cuando vuelvo al coche, con
una sonrisa fantasmal jugando en sus labios. Sus ojos están
llenos de pensamientos, y sé por experiencia que no van a
permanecer ocultos por mucho más tiempo.
Pero no estoy de humor para bromas. Vuelvo a poner el
coche en la carretera y empiezo a conducir.
—Debo decir que resultó ser una noche mucho más
emocionante de lo que esperaba.
—Me siento insultado —murmuro.
—No lo estés —abre el espejo y revisa su reflejo, aunque
ambos sabemos que no hay nada que necesite arreglo—.
Vale —pregunta ella—, ¿vas a cumplir tu palabra sobre el
bastardo miserable que dejaste lloriqueando en el callejón?
—¿Tú qué crees?
—Ayer habría dicho que no. Daniil Vlasov no dejaría que
un objetivo quede libre, con o sin promesa. Pero ciertos
eventos en el ínterin me han hecho verte bajo una nueva
luz.
—Genial —escupo—. Misión cumplida.
—Ese hijo de puta merece morir —entona—. Tú y yo lo
sabemos —su voz cae en el registro más profundo que usa
cuando hablamos de negocios—. Pero no vas a matarlo,
¿verdad?
Suspiro y exprimo la mierda viviente del volante. —No,
no lo haré.
Y me hierve desde adentro hacia afuera.
Charlize se ríe. —Nunca esperé sentir celos de otra
mujer —admite—. Nunca.
—No estás celosa de Kinsley.
—Lo estoy, en serio —dice ella—. No porque me gustes,
no te halagues así, sino solo porque nunca antes había
estado en presencia de una conexión como esa. Ni siquiera
estaba segura de que existiera.
—Harwin y tú…
—Amo al hombre, por muy débil y servil que sea —dice
ella—. Pero soy realista en los asuntos del corazón. Lo
nuestro es un amor cómodo. No es un gran amor.
—Esto no es amor —digo con frialdad.
Ella ríe. —Sigue diciéndote eso, cariño. Tal vez algún día
realmente te convenzas de ello.
23
KINSLEY

En el momento en que entro en la sala de estar, Emma está


allí frente a mi cara, con los ojos desorbitados por la
emoción. Me agarra de los hombros y me sacude.
Me sentía extrañamente entumecida al cruzar la puerta.
Pero la presión de sus manos sobre mí está devolviendo las
sensaciones a mis extremidades.
—Ay. Mi. ¡Dios! —dice una y otra vez—. Por favor, dime
que era Daniil.
—¿Lo viste? —pregunto haciendo una mueca.
—Escuché que el coche se detenía y decidí espiarte —
admite con descaro—. Supuse que estaría viendo un
incómodo hockey de amígdalas de buenas noches con Liam,
o Leo, o como se llame. Pero eso fue, o sea, un billón de
veces mejor.
Giro los ojos y miro encima de ella, hacia la habitación
de Isla. —¿Está durmiendo?
—Por supuesto que está durmiendo. Es más de la
medianoche y soy una niñera responsable. ¿Por qué
cambias de tema?
—¿Preguntar por mi hija es cambiar de tema?
—¡Sí! —ella prácticamente sisea—. Ese era Daniil, ¿sí o
no?
—Sí.
Entro en la cocina. Emma me sigue, mordiéndose las
uñas. —¿Por qué estás actuando tan casual? —pregunta—.
Algo claramente pasó esta noche. Te recogió un tipo y te
dejó otro. Quien, debo agregar, puede ser el hombre más
hermoso que jamás haya visto.
—¿Te comiste otra bolsa de gusanos de goma tú sola?
—¿Por qué estamos hablando de gusanos de goma?
—Porque claramente estás drogada con algo. Como no
tengo marihuana en la casa, asumo que es un subidón de
azúcar.
Los ojos de Emma se aplanan en rendijas. —Ja-ja-ja.
—¿Me equivoco?
—Puede o no que me haya comido otra bolsa de gusanos
de goma —dice con desdén—. Pero eso no es ni aquí ni allá,
y ciertamente no es lo que impulsa mi entusiasmo en este
momento.
—Daniil, ¿no?
—Bingo. Él es hermoso.
—Él es mucho más que eso —murmuro con sarcasmo.
Los ojos de Emma se salen de sus órbitas. —¿Quieres
decir que hay más?
Le cuento la primera mitad de la historia. Daniil
apareciendo fuera de la casa, los papeles del seguro, el
drama con las reservas para la cena.
Ella niega con la cabeza. —Esta mierda es mejor que una
telenovela.
—No estoy segura de que te sientas así una vez que
termine.
Emma frunce el ceño. —Vale, me reservaré el juicio
hasta el final. ¿Qué pasó en el restaurante?
—Digamos que no podía concentrarme en Liam, porque
sabía que Daniil aparecería. Y lo hizo… con la mujer más
hermosa que he visto en mi vida.
—Ay, Dios —jadea Emma—. ¡Giro en la trama!
—Obviamente, estaban sentados justo al lado de
nosotros. Y, obviamente, yo no podía dejar de mirarlos. Y,
más obviamente, ella siguió tocándole el brazo y riéndose,
como si él fuera la cosa más divertida del mundo.
—¿Qué hay de él? ¿Cómo actuaba?
—Igual que siempre. Melancólico, demasiado cool para
la vida, tipo dejaré-que-ella-venga-a-mí.
—Tan sexy.
—Basta, te lo ruego. —Clavo la palma de mi mano en mis
ojos doloridos—. De todos modos, pasé la totalidad de la
cita obsesionada con ellos dos, y luego Liam finalmente me
llamó la atención.
—Sí, bueno, él es un gilipollas. ¿A quién le importa lo
que él piense?
—A mí, aparentemente. Me disculpé…
—Ay, por el amor de Dios. Eres demasiado buena gente,
Kinz.
—Sí, sí, sí. El punto es que estaba un poco angustiada
por dentro, así que fui al baño para recuperarme. Y
entonces, por supuesto, ¿quién entra sino la mujer misma?
—¡¿La otra mujer?!
Me río, aunque duela. —Ella no es la otra mujer, Emma
—señalo—. Yo lo soy.
—Tonterías —dice Emma indignada—. ¡Él es el padre de
tu hija!
Mis ojos se disparan en dirección a la habitación de Isla.
—¡Baja la voz!
—Esa niña está noqueada por la noche. No te preocupes
—dice con un movimiento de su mano—. Así que,
¿realmente hablaste con ella?
—Estaba tratando de calmarme cuando ella entró.
Claramente no iba tan bien, porque me preguntó si estaba
bien.
Emma se ríe con incredulidad. —¿Y tú dijiste…?
—Entré en pánico y afirmé que me acababa de llegar el
período. Ella me dio uno de sus tampones. Tropecé con un
triste gracias y luego salí de allí. Encontré a Liam fumando
un cigarrillo en el callejón al lado del restaurante. Y… fue
entonces cuando pasó de una mala cita a una verdadera
pesadilla.
Emma se queda quieta, la alegría se disipa de su rostro.
—¿Qué dices? ¿Te lastimó?
Las palabras que siguen son difíciles de pronunciar. —
Trató de… forzarme.
—¡¿QUÉ?!
—¡Silencio! Isla está durmiendo.
Emma se aferra con fuerza a mi muñeca con ambas
manos. —Kinsley, ¿intentó violarte?
—Yo… no sé si en realidad habría llegado hasta el final…
—Kinsley Jane Whitlow.
Suspiro y entierro mi rostro en el hombro de Emma. —
Fue traumático, y esos músculos del gimnasio resultaron
ser efectivos. Traté de quitármelo de encima, pero seguía
diciendo cosas horribles.
Me estremezco ante el recuerdo, sus palabras
serpentean en mi cabeza y dejan pequeñas cicatrices donde
aterrizan. Mil duchas no me quitarán el hedor de su aliento.
Eres una calientapollas.
Cierra los ojos e imagina que soy él.
—Preferiría no repetir nada —digo al fin, sentándome
erguida. —Pero al final no sucedió. Por… por Daniil.
La mandíbula de Emma literalmente cae. —Estás
bromeando.
Niego con la cabeza. —Fue tan real que se volvió
surreal, ¿sabes a lo que me refiero? Apartó a Liam de mí y
reorganizó su rostro.
—Este tío me gusta más y más a cada minuto.
—No lo sé, Emma —le digo en voz baja, dándome cuenta
de que ni siquiera he comenzado a procesar lo que sucedió
esta noche—. Fue aterrador.
—Por supuesto que fue…
—No, quiero decir, ver a Daniil darle una paliza a Liam
fue aterrador.
—Ya va. Por favor, no me dirás que sentiste pena por ese
pedazo de mierda.
—No, no por Liam —admito—. Yo solo… Hubo un
momento en que parecía que Daniil realmente iba a
matarlo. Vi su rostro. Escuché lo que decía.
—La gente dice cosas salvajes en el calor del momento,
Kinsley.
—Nunca le he deseado la muerte a nadie, y no voy a
empezar ahora —digo con firmeza—. Pero estaba
preocupada por Daniil en ese momento. No quería que
cometiera este error colosal, que lo perseguiría por el resto
de su vida.
Emma todavía sostiene mi mano y la aprieta
suavemente. —Siento mucho que hayas tenido que pasar
por eso.
—Tal vez es mi culpa.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Tengo un mal historial, eso es todo lo que digo.
Emma hace un sonido de burla desde lo más profundo de
su garganta. —A la mierda con eso. Las mujeres eligen a
los hombres equivocados todo el tiempo. Incluyéndome.
Eso no significa que merezcamos que nos lastimen por
elegirlos. Esa es una lógica de mierda, Kinz.
Suspiro. —Lo sé.
—¿Dónde estaba la novia glamorosa mientras todo esto
sucedía?
—Estaba allí. Parada detrás de nosotros, observando
todo.
—Espera, ¿ella no llamó a la policía? —pregunta Emma
—. ¿911?
—No. De hecho parecía completamente impertérrita con
todo el asunto.
—¿Impertérrita? —repite Emma—. ¿Qué quieres decir?
—Estaba tan serena. Como si ella viera situaciones así
todo el tiempo. Observó a Daniil darle una paliza a Liam y
no dijo ni una palabra.
—Eh. Qué interesante.
Navego a través de mi memoria, captando pequeños
detalles que ahora parecen evidentes. —Cuando estaba
tratando de convencer a Daniil de que retrocediera, ella
dijo algo. Pero no le pidió que se detuviera. Ella dijo: “No
delante de ella”.
—“¿No delante de ella?” —repite Emma—. ¿O sea, no
delante de ti?
Asiento con la cabeza. —Parecía que ella estaba bien con
la parte del asesinato; solo estaba tratando de evitar que lo
hiciera donde yo pudiera ver.
—¡Guao! ¿Quién es esta chica?
—No es solo ella. Son los dos. Sean quienes sean, viven
en el mismo mundo.
—¿Qué mundo crees que es ese?
—No tengo ni idea —suspiro—. Un mundo donde un
hombre blanco rico puede salirse con la suya.
—Em, odio decírtelo, chica, pero también nosotras
vivimos en ese mundo —resopla Emma—. —Luego ¿qué?
Daniil le está sacando la mierda a Liam, la mujer cyborg
psicópata ni siquiera pestañea, tú intervienes, ¿y luego…?
—Supongo que logré convencerlo de que lo dejara en
paz. O tal vez ella lo hizo. Ni siquiera estoy segura.
Simplemente, me agarró y me metió en su coche. Y me
trajo aquí.
—También te siguió fuera del coche —enfatiza Emma.
—Para darme su tarjeta.
Emma toma la elegante tarjeta negra y le da la vuelta en
la mano. —No hay ningún nombre aquí.
—No.
—¿Solo su número?
—Sí.
Ella suspira soñadoramente. —Tan jodidamente cool.
—No es cool; da miedo. Siempre supe que era peligroso
—admito—. Pero pensé que era un tipo diferente de peligro.
Como, fraude-fiscal-más-una-palmada-en-la-muñeca-
sentencia-de-cárcel, ese tipo de peligro. No el tipo de
peligro de golpear-a-un-extraño-hasta-la-muerte-con-sus-
propias-manos.
Respiro hondo y tomo la tarjeta de la mano de Emma. —
De todos modos, le dije que aceptaría su estúpida póliza de
seguro siempre que pudiera reembolsarla. No quiero
caridad.
—Jesús. Kinsley, no es caridad. Has criado a su hija tú
sola durante nueve malditos años. ¿Por qué no deberías
tomar algo de él?
—Porque no es así como quiero vivir mi vida.
—Te das cuenta de que no puedes darte el lujo de ser tan
orgullosa, ¿verdad? Tienes facturas que pagar. Bocas que
alimentar. Como la mía, por ejemplo. Con gusanos de goma.
—Soy dolorosamente consciente —digo—. Pero no quiero
su dinero ni su ayuda. Especialmente si es peligroso.
—Pero él no es peligroso para ti —dice Emma
enfáticamente—. Esta es la segunda vez que te ha salvado
la vida.
Eso me golpea de forma extraña. La piel de gallina
estalla en mi cuerpo por segunda vez esta noche. Ni
siquiera puedo negarlo… porque Emma tiene razón.
—Todo esto es tan abrumador —suspiro, dejando caer mi
rostro entre las manos.
—Oye, ya… —Emma envuelve su brazo alrededor de mis
hombros—. Necesitas descansar un poco.
—Dudo que pueda dormir esta noche.
Emma asiente. —Bueno, entonces podemos quedarnos
despiertas juntas.
—No tienes que hacer eso.
—No tengo otro sitio en el que estar. Podemos dormir
hasta tarde y hacer algo divertido mañana. Algo que te
ayudará a distraerte de todo —Emma me ofrece una
sonrisa tonificante—. ¿Puedo hacerte una pregunta, sin
embargo? ¿Quieres volver a ver a Daniil?
La pregunta del millón.
—Tengo que devolverle el dinero.
—Eso no es lo que pregunté.
Yo suspiro. —Él tiene su propia vida y yo tengo la mía —
señalo, dolorosamente consciente de que es solo otra forma
de evadir su pregunta.
—Kinz. Vamos. Sé honesta conmigo. Soy tu mejor amiga.
Trago el sabor amargo del miedo en mi garganta. —Ni
siquiera se trata de él. Sigo pensando en Isla. Siento que le
falta algo en su vida. ¿Qué pasa si es esto? ¿Y si es él?
—¿Esto es por ese baile de padre e hija?
—¿Ella te lo mencionó? —pregunto, porque sé con
certeza que yo no lo he hecho.
Emma asiente de mala gana —pudo haber surgido.
—Así que, ¿ella sí se siente mal por eso?
—Isla nunca admitiría tanto, ni siquiera conmigo. Pero,
si tuviera que adivinar, diría que creo que es otra cosa de la
que ella se siente excluida.
—¿Ves? —digo—. Esto es de lo que hablo. ¿Tengo
derecho a privar a Isla de su padre? ¿Tengo derecho a
privar a Daniil de su hija? Antes era diferente, cuando no
sabía dónde estaba ni cómo contactarlo. ¿Pero ahora?
Ahora, no hay excusa.
—No —dice Emma con una firmeza sombría, sosteniendo
la tarjeta en alto como una pistola humeante—. La pelota
está en tu cancha ahora.
24
DANIIL

—Queremos hacer negocios con usted, Don Vlasov.


El hombre sentado frente a mí, Ribisi, es flaco como un
hueso y tiene un vello facial ralo como un jardín mal
desmalezado. Su cuerpo larguirucho está encorvado sobre
mi mesa, y sus ojos siguen deslizándose hacia la barra en la
esquina de la escasa sala de conferencias en la que tiendo a
hospedar a los hombres que están desesperados por abrir
camino hacia mis buenas gracias.
—Todos quieren hacer negocios con Don Vlasov —dice
Petro con una sonrisa satisfecha—. No significa que todos
puedan hacerlo.
Ribisi asiente y traga. Es tan delgado que veo cada
movimiento de su garganta. Esa manzana de Adán que
sube y sorbe. Es repulsivo.
—Creo que seremos grandes socios —dice Ribisi,
dirigiéndose solo a mí.
Eso es un error. La forma más segura de obtener toda la
atención de Petro es ignorándolo. Ya puedo ver sus ojos
zumbando con diablura.
—¿Por qué piensas eso? —pregunto, aburrido.
—Porque tenemos un enemigo en común —dice Ribisi.
Ping. Mi teléfono vibra en la mesa.
—No es ningún secreto que se niega a trabajar con
cualquier persona asociada con los Semenov —continúa el
hombre—. Y con razón, considerando lo que el viejo
bastardo le hizo…
Se detiene en seco cuando mis ojos se posan en él. Es
una advertencia silenciosa. No finjas que conoces mi
pasado. No finjas que entiendes una sola maldita cosa.
Tomo mi teléfono y leo el mensaje.
KINSLEY WHITLOW: En primer lugar, solo quiero
darte las gracias por ayudarme la otra noche.
Han pasado tres días desde que la dejé en su pequeña
casucha decrépita. Tres días de silencio autoimpuesto. Me
niego a dar el siguiente paso. Ella tendrá que hacerlo.
Sería fácil descartar el texto como simple cortesía. Pero
puedo ver la desesperación gritando entre líneas. La
gramática, las frases forzadas: sé muy bien que pasó horas
y horas escribiendo y borrando y volviendo a escribir esta
mierda, tratando de lograr el equilibrio perfecto entre la
indiferencia y el no-me-jodas.
Mi atención se vuelve hacia su imagen de perfil. Está
parada en un puente, irónicamente, dado su irregular
historial en ese ámbito. Ella mira a lo lejos, pero está claro
que sabe que la cámara la está viendo, porque su sonrisa es
un poco tímida, un poco cohibida.
El ángulo de la imagen es lo que llama mi atención. Está
descentrado. Incómodo de una manera que no puedo
explicar. El ángulo se toma desde abajo, mirándola. Casi
como si hubiera sido tomada por…
Me encojo de hombros y dejo de lado mis sospechas. La
suya es una cara bonita sin importar de qué forma la
captures. Mi polla está ciertamente de acuerdo.
Ping. Otro mensaje de texto.
KINSLEY WHITLOW: Agradezco que hayas
intentado ayudarme con la póliza de seguro. Pero es
muy cara, y no puedo hacer que los números
funcionen. ¿Hay alguna manera de que pueda
cancelarlo?
Soy consciente de que el silencio en la habitación se
prolonga de manera incómoda y todos los ojos están
puestos en mí, pero me importa una mierda mientras
escribo.
DANIIL: No tienes que pagarlo. Me he ocupado de
todo.
KINSLEY: Pensé que había dejado en claro que no
acepto la caridad.
DANIIL: Finge que es una disculpa.
Las burbujas de su escritura activa aparecen y
desaparecen varias veces. Levanto la vista de mi teléfono
para encontrar a Petro sonriéndome.
—¿Algo más importante ocupa tu atención, jefe? —él
pregunta.
Pongo los ojos en blanco y lo ignoro. Es mejor no
alimentarlo cuando está irritado. Si le das una galleta a un
ratón, o cualquiera que sea la puta expresión.
—Ribisi —gruño—, mis fuentes dicen que has trabajado
para los Semenov en el pasado. Moviendo armas para ellos.
Negociando acuerdos para ellos. Limpiando después de
ellos. La lista sigue y sigue, al parecer.
—Todo es cierto —dice, sus ojos se tensan de inmediato
—. No lo niego.
—Sin embargo, no nos diste la información
voluntariamente, ¿verdad?
Ping. Me las arreglo para mantener mis ojos en Ribisi.
Apenas.
—Tal vez no fui tan comunicativo como debería haber
sido, pero nunca mentí, Don Vlasov. Simplemente, no tengo
la costumbre de ofrecer información que pueda reflejar mal
las perspectivas de una relación fructífera entre nuestras
organizaciones. Estoy seguro de que lo entiende.
Lo observo con atención. Sus palabras son lo
suficientemente razonables: nunca puedes confiar en un
hombre que no opera con una buena dosis de interés
propio. Pero hay algo inefablemente serpenteante en él.
Una baba en la que no confío.
—El punto es que ya no tengo nada que ver con los
Semenov —insiste Ribisi.
—¿Gregor sabe eso?
—Me salí de nuestra última reunión, así que sí, estoy
bastante seguro de que sabe cuál es mi posición.
—¿Te saliste y él te dejó ir? —pregunto—. En mi
experiencia, darle la espalda a Gregor Semenov es la mejor
manera de garantizar un cuchillo enterrado en tu columna.
—Yo también tengo hombres de mi lado —dice Ribisi
orgulloso.
—No te saliste de ninguna mierda, ¿verdad? Te botó
pateándote el culo hasta la acera.
Ribisi se pone rígido, y sé que he dado en el clavo. —
Trabajé con él durante nueve años y todo ese tiempo fui
leal. Eligió no apreciar esa lealtad. Así que decidí encontrar
a alguien que sí lo hiciera.
—Y ahora estás aquí —comento con apatía—. ¿Porque
querías trabajar para mí o porque sabías que sería la forma
más fácil de vengarte de Gregor?
Alza las cejas, pero al darse cuenta de que hablo en serio
su expresión se aplana. —Lo último.
Le dedico una sonrisa de tiburón. —Me gusta un hombre
honesto. En palabras, si no en hechos.
—Para que conste, Don Vlasov, su reputación lo precede.
Miro a Petro, que examina a Ribisi con una mirada
estudiosa. Puedo ver cómo se agitan sus pensamientos,
cómo zumban y rechinan los engranajes en su cabeza.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, exactamente? —
pregunto sin rodeos.
—No soy tonto —dice—. No pretendo vengarme de
Gregor Semenov. El hombre sigue siendo formidable. Ir
cara a cara con él sería un suicidio.
Miro mi teléfono y abro el último mensaje de Kinsley. Tú
y yo sabemos que no eres el tipo de hombre que se
disculpa.
Tengo que ahogar una risa divertida.
—Entonces ¿viniste aquí a usar a Don Vlasov para que
peleae tus batallas por ti? —pregunta Petro, haciendo el
papel de policía peor para mi policía malo—. De ninguna
manera. En primer lugar, nunca deberías haber aparecido
aquí. Qué pérdida de tiempo ha sido esto. Mi decepción es
inconmensurable y mi día está arruinado.
—¡No vine aquí para ser insultado por un lacayo! —ruge
Ribisi.
Levanto la vista a tiempo para verlo catapultarse fuera
de su asiento, sus fuertes músculos apretados y listos para
la acción. Petro también se pone de pie, pero hay mucha
menos urgencia en sus movimientos. Es perezoso,
despreocupado, sabe muy bien que tiene la sartén por el
mango.
Bastardo arrogante.
—Siéntense los dos —digo con calma. Los hombres se
hunden a regañadientes en sus asientos—. Ribisi, cuando
pediste esta reunión, pediste una audiencia justa. Y estoy
preparado para dártela.
Ping. Mantengo mis ojos fijos en el hombre flaco al otro
lado de la mesa.
—Aceptarte en el redil será interpretado por los
Semenov como una bofeteada en la cara —continúo—.
Quiero estar seguro de que valgas la pena.
Los ojos de Ribisi se estrechan como rendijas. —Valgo la
pena, se lo prometo.
—Soy el único que vale cualquier puta pena en esta
Bratva, Ribisi —sisea Petro.
Los ojos de Ribisi se vuelven hacia mí. —¿No tiene un
bozal para el perro?
Petro se echa a reír. Es una de las razones por las que lo
mantengo cerca. Puede que tenga toda la arrogancia del
hombre a cargo, pero los insultos no le queman la piel de la
misma manera. Simplemente alimentan su fuego.
—Los bozales no funcionan con él —admito con tristeza
—. Lo he intentado.
Petro le guiña un ojo a Ribisi. —Eres bienvenido a venir
a descubrir por ti mismo cómo se compara la mordedura
con el ladrido.
—Eres un…
—Haremos esto por etapas —interrumpo—. Estoy
dispuesto a darte un período de prueba, Ribisi. La
confianza se gana una pieza a la vez.
Ribisi me mira cuidadosamente por un momento. —
Espero que no le importe que se lo diga, Don Vlasov, pero
se parece mucho a Gregor.
—Él fue mi mentor. Aprendí mucho de él.
—Un poco demasiado, en mi opinión —murmura Petro
en voz baja.
—Recibe un informe diario sobre usted, ¿lo sabe? —dice
Ribisi abruptamente.
Eso llama mi atención.
Ribisi asiente, notando mi interés. —Tiene hombres que
siguen la pista de sus movimientos. No espías, como tales.
Solo… espectadores. Si llega a un nuevo acuerdo comercial
o adquiere un nuevo terreno, se le informa. Lo ha seguido
diligentemente durante años. Lo frustra y lo enoja con
frecuencia, pero creo que una parte de él está orgullosa.
Siente que puede atribuirse el mérito del don en el que se
convirtió.
El impulso de recordarle quién es responsable de quién
crepita caliente en mi pecho, pero lo reprimo. —Me has
dado mucho en qué pensar, Ribisi —digo lugar de eso—.
Estaré en contacto pronto.
El hombre asiente y se pone de pie, comprendiendo el
despido. Inclina su cabeza hacia mí, e incluso hace un
movimiento casi respetuoso de la barbilla en dirección a
Petro. Luego sale, con sus dos silenciosos guardaespaldas
detrás.
Tan pronto como la puerta se cierra, Petro mueve su silla
giratoria hacia mí.
—Muéstrame los mensajes de textos, pendejo —dice,
tendiéndome la mano.
Miro mi teléfono. KINSLEY: Por favor. Hay una
dirección en la póliza, así que iré allí mañana. Solo
dime con quién debo hablar y lo resolveré yo misma.
Ni siquiera tienes que involucrarte.
—Nadie —le digo a Petro.
—No le mientas a un mentiroso, D. Era alguien, vale.
Alguien bonita y sexy y… ¿de cabello castaño? Elegiré
“¿Quién es Kinsley Whitlow?” por $1000, Alex.
Lo ignoro y le respondo a ella. Muy bien. Les
informaré que irás. El gerente resolverá las cosas a tu
entera satisfacción.
Cuando se envía, cierro la conversación y vuelvo a dejar
mi teléfono sobre la mesa. Miro hacia arriba para ver a
Petro que me observa con una sonrisa omnisciente.
—Ay, definitivamente es ella. Tienes la expresión tonta,
corazón-en-los-ojos que estoy empezando a asociar con esa
pequeña y voluptuosa irritante.
Suspiro, me recuesto en mi silla y paso una mano por mi
cabello. —Quiere cancelar la póliza de seguro que compré
para ella. Aparentemente es demasiado cara.
Arruga la nariz. —Ella no es la que paga por eso.
—Quiere serlo.
—Eh. Raro. Ella se da cuenta de que tienes dinero, ¿no?
—Diría que eso ha quedado muy claro.
—¿Y todavía quiere pagarlo ella misma?
—Eso parece.
—Guao. Una chica con orgullo, dignidad, principios.
Puedo ver por qué estás obsesionado —dice,
aparentemente pensativo de pronto—. No puedo recordar
la última vez que una mujer se negó a dejarme pagar por
algo.
—Eso es porque las mujeres con las que te relacionas
están acostumbradas al efectivo.
—Ah —Petro bufa imperiosamente—, así que ¿ahora
discriminas a las trabajadoras sexuales? Qué vergüenza,
Daniil Vlasov. Esta era en la que vivimos es una era
progresista. Ponte al día.
—Ahórrate los comentarios culturales —digo arrastrando
las palabras.
Él sonríe. —¿La pequeña descarada sabe en lo que se
está metiendo?
—Por supuesto que no.
Petro se ríe. —Te estás divirtiendo, ¿verdad? Nunca te
había visto tan animado en una reunión de negocios —
frunce el ceño y añade—: Hablando de eso, ¿realmente vas
a darle una oportunidad a Ribisi?
—Voy a examinarlo primero. No se ganará la marca de la
noche a la mañana.
—Tendrá dos marcas —señala Petro en tono de
advertencia.
Levanto las cejas y me subo la manga de la camisa. —
Difícilmente podemos criticarlo por eso —digo, revelando la
marca de los Semenov que descansa en mi antebrazo junto
a la cresta del Vlasov Bratva.
Petro se remueve en su asiento con incomodidad. —
Teníamos una buena razón para irnos.
—Cada uno tiene sus razones —señalo—. Ribisi incluido.
—Esto enojará al viejo bastardo. Nadie de tan arriba ha
desertado jamás. Excepto nosotros, obviamente.
—Por eso lo estoy aceptando. Con condiciones.
—¿Hay alguna razón por la que estás antagonizando al
viejo ahora?
—Todos los últimos diez años se han tratado de
antagonizarlo —respondo—. Pero no tenía la fuerza o la
mano de obra para enfrentarme cara a cara con él. Ahora
sí.
—Ribisi tiene razón, lo sabes. A veces me recuerdas al
viejo Greggy.
Vuelvo a revisar mi teléfono, pero no hay mensajes
nuevos. Petro se aclara la garganta deliberadamente,
obligándome a mirarlo.
—Solo por curiosidad, ¿cuál es tu objetivo en lo que
respecta a esta chica? Quiero decir, ya te la has follado.
—Hace diez años.
—Ah. Entonces, ¿una follada más por los viejos tiempos?
¿Es eso?
No, no es eso. Ni por asomo.
Pero a Petro le digo—: Algo así.
A veces, es más fácil mentir.
25
KINSLEY

El teléfono está en mi mano con el último mensaje de texto


de Daniil aún en la pantalla.
El gerente resolverá las cosas a tu entera
satisfacción.
Eso fue más fácil de lo que pensé que sería. Lo que me
hace sospechar un poco, pero bueno, a caballo regalado no
se le miran los dientes, ¿verdad?
Su imagen de perfil es, como era de esperar, un fondo
negro puro. Sin imágenes, sin texto. Solo más misterio.
Típico.
—Mamá, no puedo alcanzar las chispas de chocolate.
Guardo mi teléfono y me acerco a Isla, que está de
rodillas en el mostrador, estirada para alcanzar el gabinete
superior. Mi escondite de azúcar.
Ni siquiera puedo mantener eso en secreto.
Me subo al taburete y saco la bolsa de chispas de
chocolate. Solíamos hornear mucho juntas cuando Isla era
más pequeña. Pero, en algún momento, la tradición se
quedó en el camino.
Pero hoy he decidido revivirla. ¿La mejor parte? Isla está
entusiasmada. Ya casi nunca se entusiasma con nada, así
que tomaré lo que pueda. A hija regalada no se le miran los
dientes, o lo que sea.
Isla comienza a verter chispas de chocolate en nuestra
espesa masa para galletas, que ya sé que es deliciosa,
porque he probado demasiado antes de que la horneemos.
—¿Es suficiente? —pregunta Isla.
La masa ha desaparecido bajo un mar de chispas de
chocolate. Pero agito mi mano. —Ay, adelante. Solo se vive
una vez.
Isla sonríe y agrega algunas fichas más. —Esto es
divertido.
—¿Sí? —digo emocionada—. Tienes razón. Es divertido.
Deberíamos hacerlo más seguido.
Ella asiente y me siento más liviana al instante.
—¿Has dibujado algo nuevo últimamente? —pregunto
mientras ella empieza a revolver el chocolate.
—Algunas cosas —dice con timidez, sus ojos parpadean
hacia el cuaderno de bocetos.
—¿Te importa si echo un vistazo?
Me da un tímido asentimiento y agarro el cuaderno de
bocetos. Los primeros dibujos ya los he visto. Es el último
set el que me resulta nuevo.
—Cariño, eres muy talentosa.
Ella se sonroja. —Gracias.
Todo el mundo piensa que su hijo es especial, dotado,
único. Pero podría jurar que hay una madurez en el arte de
mi niña que supera con creces sus pocos años en este
planeta. Es imaginativo y colorido, y hace que mi corazón
se derrita cada vez, porque puedo ver cuánto de sí misma
se vierte en él.
Luego, paso la página y me congelo.
Este es diferente a los demás. Sombrío de una manera
que no puedo identificar. Es el boceto detallado de una niña
que se parece casi exactamente a Isla. La nariz y los ojos
son iguales, al igual que los labios en forma de arco y la
curva de sus cejas.
Pero su cabello no es rizado. Es lacio.
Su piel no tiene pecas-. Está lisa.
Sin anteojos ni frenillos, nada del tinte castaño rojizo
que amo en sus mechones. Es como si hubiera borrado
todas las partes de sí misma que odia.
Y justo así, me dan náuseas.
—Cariño… —digo, mirándola mientras contengo las
lágrimas que amenazan con derramarse.
—¿No te gusta? —pregunta, su cara cayendo.
—No, no es eso. Por supuesto que no es eso —estoy
luchando por averiguar qué decirle sin arruinar por
completo su confianza en sí misma. La que le queda, de
todos modos—. Es un dibujo precioso. Solo me preocupa…
su significado.
Ella se encoge de hombros. —Así es como me vería, si
fuera bonita.
Lo que más duele es lo natural que suena. Como si fuera
un hecho innegable. El cielo es azul. El césped es verde. Así
como soy soy fea.
—Isla, eres hermosa.
Sus ojos se entrecierran. —No, no lo soy. Mentir no está
bien.
—No estoy mintiendo, cariño. Yo nunca te mentiría —me
trago mi angustia y mi frustración—. ¿Quién te dijo que no
eras bonita?
Se encoge de hombros de nuevo, pero comete el error de
apartar la mirada al mismo tiempo. Dato claro de que nos
estamos acercando peligrosamente a algún lugar donde
ella ha resultado gravemente herida. —Solo un grupo de
chicas en la escuela. Son estúpidas la mayor parte del
tiempo. No importa.
Esto es lo máximo que ha admitido en voz alta. No
quiero romper el cono de confianza en el que estamos. Pero
quiero presionar. Tengo que presionar.
—Parece que son estúpidas todo el tiempo.
Casi sonríe ante eso. —Tal vez.
—Isla, cariño…
—No te voy a decir quiénes son —interrumpe con
brusquedad—. La última vez, hablaste con el director
Bridges y eso empeoró las cosas.
Me detengo en seco. —¿Lo hizo?
Ella asiente. —Ahora son muy amables conmigo frente a
la Srta. Roe, pero son realmente malas cuando nadie les
presta atención. Que es la mayor parte del tiempo.
—Esas pequeñas perras.
—¡Mamá!
—No lo voy a retirar.
Ella me mira con sus grandes ojos marrones por un
momento. Luego sonríe. Una verdadera sonrisa. Una
grande. Y quiero gritar obscenidades y llorar, todo al mismo
tiempo.
Tomo una respiración profunda y luego agarro la
cuchara de helado. Hago una bola de masa para galletas y
la pongo sobre la tabla de pan entre nosotras.
—Adelante.
—¿En serio?
—Valdrá la pena el dolor de estómago —digo—. Y creo
que este momento requiere un poco de masa cruda para
galletas, ¿no?
Duda un momento y, ahí mismo, esa timidez, ese miedo,
esa incertidumbre, todo eso me destroza el corazón de
nuevo.
Luego, suspira y sonríe y puedo volver a respirar.
Aunque todavía duele. Me pregunto si alguna vez no dolerá
ver a mi bebé sufriendo.
La observo masticar pensativamente, su rostro todo
brillante por el subidón de azúcar. Algunos días me resulta
incomprensible que tenga nueve años, porque fácilmente
podría tener mil. Luego están los momentos en que la miro
y veo a una niña pequeña asustada, que todavía necesita a
su madre.
Excepto cuando se siente como si necesitara algo más.
Un padre.
—¿Así que todavía te molestan? —digo luego de unos
minutos de comer en silencio.
—Algunos días, sí. Algunos días, no —admite—. Pero
recientemente… —se calla y se concentra en su masa para
galletas.
—¿Ha empeorado? —presiono, esperando que ella no se
cierre frente a mí.
—Sí. Por el… el baile.
Casi dejo caer la cuchara de helado al suelo. —¿El baile
de padre e hija? —digo con la garganta ahogada.
—Se burlan de mí por no tener uno. O sea, un padre,
quiero decir. Dicen que mi papá se fue porque yo era muy
fea.
Mi cuerpo está helado de furia. Todo lo que quiero hacer
es ir a la escuela y conseguir los nombres de todas las
chicas de la clase de Isla. Luego quiero sacudirlas a todas y
cada una de ellas hasta encontrar a las culpables. Luego…
bueno, luego podría pedirle a Daniil algunos consejos sobre
qué hacer a continuación.
Es bueno que mi hija me necesite más en este momento.
Porque lo que siento, esta violencia, esta ira… no sería
bueno si estuviera lo suficientemente cerca de ellas para
dejarlo salir.
—Suenan como un montón de pequeños demonios
miserables y asustados —le digo, mi voz vibra por el
esfuerzo de mantener la calma—, que ataca para sentirse
mejor.
Isla se encoge de hombros de nuevo. —Al menos todas
tienen papás.
Mi corazón cae una vez más. No sabía que podía caer
tan bajo. El miedo y la tristeza, las náuseas y la rabia, todo
está ahí en abundancia. —No me di cuenta de cuánto te
faltaba esa presencia en tu vida.
—¿Tú no extrañas a tu papá? —pregunta, levantando
esos ojos de cierva hacia los míos.
—Mi papá era… un tipo diferente de hombre.
—¿Qué significa eso?
—Significa que no era muy agradable.
—¿Mi papá no era un hombre muy agradable? —
pregunta.
Estoy perpleja por un momento. Daniil es ciertamente un
hombre confiado. Es un hombre poderoso. Es seguro y
melancólico. Puede ser arrogante, casi posesivo.
Pero también puede ser amable. Considerado.
Perceptivo.
—Él… yo no… quiero decir, no conocí a tu padre tan bien
—admito. Si ella se está abriendo a mí, es justo que yo me
abra a ella.
Ella frunce el ceño. —¿Quieres decir que tuviste una
aventura de una noche?
Mis ojos se abren alarmados. —¿Cómo sabes qué es eso?
—Escuché a algunos de los niños mayores hablar sobre
eso. Sé que significa sexo. Así es como nacen los bebés.
Tengo que respirar a través del shock, pero me las
arreglo bastante bien. Al menos, eso creo. —Yo no lo
llamaría así —digo, aunque técnicamente cumple todos los
requisitos—. Tu padre y yo no nos conocemos desde hace
mucho tiempo, pero tuvimos una… conexión. Nos
entendíamos. No desde el principio, pero era fácil hablar
con él. Supongo que buscaba un amigo.
—¿Dónde estaba la tía Emma?
—Em, bueno, ella estaba en la boda.
—¿La boda de quién?
Sonrío. —Es una historia muy larga.
—Igual me gustaría escucharla.
Observo a mi pequeña y me doy cuenta de que ya no es
tan pequeña. En algún lugar del camino se transformó en
una jovencita, y apenas me di cuenta.
—Vale. Supongo que te estás acercando a la edad
suficiente. Bueno, una vez estuve comprometida.
A Isla se le saltan los ojos. —¿Lo estuviste?
Asiento con la cabeza. —Fue una mala decisión, cariño.
El hombre con el que me iba a casar… Definitivamente no
era un buen tipo. Y no me di cuenta hasta el último minuto.
Decido ahorrarle los detalles sangrientos. Vidrio roto.
Furia salvaje en sus ojos. A pesar de lo sabia que parece a
veces, todavía quiero preservar lo que queda de inocencia
en ella.
—Así que la tía Emma creó una distracción y yo tomé el
coche de la boda y me fui.
—¡Guau!
Sonrío ante la expresión fascinada en su rostro. Es como
si ella también me viera diferente. Más como una ruda y
menos como su anciana y aburrida madre. Y, a través de
sus ojos, yo me veo diferente.
Lo que hice fue valiente, ¿no? Fue estúpido e
imprudente y cambió todo para siempre, pero aun así fue
valiente. Una de las pocas cosas verdaderamente valientes
que he hecho.
—La cosa es que estaba muy sensible. Y muy asustada.
Tuve un pequeño accidente en un puente a las afueras de la
ciudad y, cuando salí del coche, tropecé y me caí. Justo en
un río.
—¡No puede ser!
Asiento con la cabeza. —Llevaba este enorme vestido de
novia y me tiraba hacia abajo. Y luego… alguien me salvó.
Su mandíbula cae. —¿Fue mi papá?
Asiento con la cabeza. —Fue tu papá. Saltó al río y me
sacó. Y luego hablamos durante mucho tiempo. Hasta muy
entrada la noche.
—Y luego ¿qué pasó?
—Luego me desperté, a la mañana siguiente y él
simplemente… se había ido.
—¿Ido?
—Tuvo que irse. Pero nunca supo que existías, Isla. Si lo
hubiera hecho, estoy segura de que se habría quedado.
El labio inferior de Isla se frunce un poco. —Igual debió
haberse quedado —murmura.
Me trago una década de amargura. —Sí —grazno—. Tal
vez. Pero…, bueno, él tenía una vida a la que volver. Y yo
tenía que arreglar mi propia vida. No nos habíamos hecho
ninguna promesa. No fue fácil, pero saber que tú vendrías
hizo que todo fuera un poco más brillante.
—¿Entonces él realmente no sabe que yo nací?
—Me temo que no.
Siento ese pequeño y molesto pinchazo de culpa cuando
mi conciencia despierta nuevamente. Una cosa era cuando
no tenía idea de dónde estaba Daniil. Pero ¿ahora? Ahora,
es una mentira, lisa y llanamente.
—¿Cómo era él? —pregunta Isla.
—Era… un hombre muy interesante.
Es una respuesta conservadora. Increíblemente
prudente. Pero eso es todo lo que puedo permitirme en este
momento. La póliza de seguro que me dio la otra noche
está haciendo un agujero en mi bolso y, antes, necesito
arreglar eso. Necesito cortar todos los lazos, antes de que
pueda llevarme de regreso a su mundo.
No puedo permitir que eso suceda.
—De todos modos, la hora del cuento ha terminado —
anuncio—. Pongamos esto en el horno. Tienes natación en
una hora.
Isla asiente, pero no hace ningún movimiento para
ayudarme. —Si supiera que existo, ¿crees que vendría
conmigo al baile de padre e hija?
Me giro hacia ella, sorprendida. —Cariño…
Se encoge de hombros, pero puedo notar que ha estado
reflexionando mucho sobre esto. —Sería agradable sentirse
como todos los demás, a veces. Un poco como si yo fuera…
normal.
—Sí eres normal, cariño. Muchos niños no tienen papás.
—Pero tienen padrastros —señala Isla—. Y, si no tienen
papás en absoluto, al menos tienen fotos. Tienen recuerdos.
Tienen una historia.
Está inquieta. Me pregunto si algunas emociones son
demasiado grandes para los niños. No están equipados
para manejar el dolor, o la pérdida, o la ausencia que chupa
el alma donde debería estar un padre. Tengo muchas ganas
de quitarle algo de eso para que no tenga que cargarlo
más.
Pero, cuanto más crece, menos sé cómo hacerlo.
—Tengo una idea —digo de repente, tratando de
compensar las malas decisiones de mi vida—. ¿Qué tal si yo
voy al baile contigo?
Isla frunce el ceño. —Pero tú no eres mi papi.
—Seré como una sustituta.
—No puedes sustituir a alguien que no viene.
—Ay, cariño…
—Está bien —dice ella, saltando de su asiento—.
Probablemente sea mejor si no voy.
—¿Por qué dices eso?
Sus ojos marrones se alejan de mí. —Todas las chicas
van a Geraldi’s a buscar sus vestidos. Simplemente, se
burlarán de todos los que usan algo diferente.
—¿Quiénes son estas chicas? —gruño.
—No importa.
—¿Y si te compro un vestido de Geraldi’s? —ofrezco—.
Así, no podrán burlarse de ti.
Ella niega con la cabeza. —Es una pérdida de dinero.
Pero sé lo que realmente quiere decir. No podemos
costearlo.
Tomo aire y le doy un beso en la frente. —¿Por qué no
vas a empacar tu bolso para la práctica de natación? Voy a
terminar las galletas y luego podemos irnos.
Isla asiente y se escabulle hacia su habitación.
Inmediatamente entro en mi computadora portátil y busco
Geraldi’s. Aparece la tienda y me desplazo por los vestidos
formales para niños que tienen a la venta.
—Jesús —respiro. Los precios son astronómicos.
Mis ojos vagan hacia el fajo de papeles del seguro que
sobresale de mi bolso. Si antes estaba al menos una
fracción insegura, ahora no lo estoy. Me muero por
cancelarlo.
¿Quién necesita un seguro, de todos modos? Tomaré las
autopistas a velocidad de caracol por el resto de mi vida,
olvidaré que el carril izquierdo existe, conduciré a todas
partes con mis luces de precaución parpadeando. Lo que
sea necesario para darle a mi hija lo que necesita para ser
feliz.
Lo he hecho.
Lo haré.
Nunca dejaré de intentarlo.

D ESPUÉS DE DEJAR a Isla en su clase de natación, me dirijo a


la dirección que figura en la póliza. El letrero sobre el
edificio dice SEGURO GLOBAL en neón azul brillante. Un
nombre extrañamente anónimo para una empresa, pero
está bien.
La recepcionista del interior es una pelirroja
impresionante, con un elegante traje de vestir verde. Su
cabello está peinado hacia atrás en un nudo apretado en la
parte posterior de su cabeza, y sus ojos azul oscuro me
miran a través de unos marcos redondos de moda.
—¿Puedo ayudarla, señora?
—Sí, mi nombre es Kinsley Whitlow. Me enviaron aquí
para hablar con… En realidad, no sé con quién.
—Un segundo, lo comprobaré por usted —dice con
cortesía. Ella investiga algo en su computadora, luego toma
su teléfono y marca. Observo mientras escucha a alguien al
otro lado de la línea—. Hm. Hm. Sí, señor. La enviaré
adentro —ella cuelga y se pone de pie—. Por aquí, Srta.
Whitlow.
La sigo por un pasillo de cristal reluciente. Se siente
como si estuviéramos caminando a través de una nave
espacial. Al final del pasillo hay un ascensor gigante,
asegurado con un teclado. La recepcionista marca un
código y las puertas del ascensor se abren. Ella se hace a
un lado para dejarme pasar primero.
Sin embargo, cuando me doy la vuelta, todavía está al
otro lado de la puerta. —El ascensor la llevará hasta el
trigésimo piso —explica—. Allí habrá alguien que la
ayudará. ¡Gracias por visitarnos!
Suena un timbre y el ascensor se cierra. Me muevo
nerviosamente en mi lugar mientras me levanta, tan suave
y silencioso que apenas me doy cuenta de que se mueve.
Cuando llego al trigésimo piso, tengo que agrandar la
boca y mover la mandíbula para que se me destapen los
oídos. Las puertas se abren para revelar la que podría jurar
que es exactamente la misma mujer de abajo. Los mismos
ojos azules, el mismo cabello sorprendentemente rojo.
Pero, mientras que la de planta baja tenía una etiqueta
que decía RAQUEL, la de esta dice RACHEL. Gemelas con
nombres gemelos. Escalofriante.
—Hola —digo—. Estoy aquí para encontrarme con, eh…
alguien. Él me está esperando. O ella. No estoy muy segura
de lo que está pasando, para ser honesta.
Raquel sonríe. Es igual de deslumbrante como su
hermana. —Justo por aquí, señorita —dice con exactamente
la misma entonación. Sigo su paso confiado hasta unas
puertas de caoba. Con todo este cristal brillante por todas
partes parece la boca de una cueva ártica.
Espero a que abra las puertas, algo me dice que ese es
el protocolo adecuado en esta situación, pero Rachel se
queda parada allí, con las manos cruzadas a la espalda.
—Puede entrar cuando esté lista, señora —dice ella.
Trago saliva, repentinamente nerviosa. Hay un extraño
crujido en el aire. —Ah. Gracias.
Tomo otra respiración profunda, luego agarro la manilla
de metal. Es extrañamente fría al tacto. Los ojos de Rachel
están fijos en mí mientras la abro con esfuerzo, luego me
deslizo a través del delgado espacio.
Se cierra de golpe detrás de mí con un sonido que
resuena. La oficina interior es tan oscura como el exterior
era brillante. Los paneles de madera de caoba se tragan la
luz en todas partes. Los únicos muebles son un escritorio
de metal y dos sillas de metal, todo es oscuro.
Y detrás de ese escritorio…
—Ay, Dios —jadeo.
Daniil sonríe. —Hola, sladkaya.
26
DANIIL

Es una maravilla lo mucho que esos ojos pueden transmitir.


Conmoción, incredulidad, ira, miedo—todo está ahí. Una
corriente de emociones pintada en infinitos tonos de verde.
—Daniil.
—Pensé que ya lo habrías descubierto.
—¿Que eras el dueño de la compañía de seguros? —
pregunta—. Seré honesta, no estaba en lo alto de mi lista
de hipótesis.
Me río. —Siéntate.
—No quiero sentarme —espeta ella.
—Como quieras. ¿Puedo traerte algo? —pregunto—.
¿Café, té, o algo más fuerte?
—Esta no es una visita social, Daniil.
Me encojo de hombros. —Viniste a hablar de negocios
conmigo. Así empiezo mis reuniones de negocios.
—No, vine a hablar de negocios con la persona a cargo
de mi póliza de seguro.
Mi sonrisa se amplía. —Presente y representado.
—Jesús —escupe, rodando los ojos—. Eres irreal. Y antes
de que digas algo sarcástico, no, eso no es un cumplido.
—Luces estresada, sladkaya.
—Te dije que dejaras de llamarme así —sus puños están
apretados a los costados y tiembla de pies a cabeza.
—¿Qué de toda nuestra historia te hace pensar que te
haré caso?
Ella hace una mueca. Luego se acerca a una de las sillas
frente a mi escritorio y se deja caer. Pero permanece en el
borde, como si pudiera hartarse en cualquier momento y
tratar de apagar mis luces de un puño.
Lleva una ajustada camiseta sin mangas, blanca, metida
en una falda verde militar de cintura alta. Sus botas son de
un beige sobrio y sigue golpeando con su talón derecho
contra los pisos de madera.
—Este lugar… —dice, mirando a su alrededor.
—¿Te gusta?
—No precisamente.
Sonrío. —¿Por qué no?
—Es descolorido —dice ella—. Impersonal. Sin carácter.
Es solo madera y metal, y no mucho más. ¿Dónde está la
vida? ¿Dónde está el arte?
—Hay un cuadro justo ahí —digo, señalando la pared
detrás de ella.
Se ríe a carcajadas cuando gira en su asiento para verlo.
—Es la imagen de un gran punto negro sobre un fondo
blanco.
—Es minimalista.
—Es aburrido —responde ella—. Algo que nunca habría
esperado de ti.
Inclino la cabeza hacia un lado. —Estoy encantado de
saber que me encuentras interesante.
Ella levanta la nariz. —Daniil… —luego, sus ojos se
encuentran con los míos y su frase se apaga débilmente—.
Ya sabes lo que voy a decir.
—Tengo una suposición bastante buena.
—Lo digo en serio —insiste—. Quiero cancelar la póliza.
—Porque no la puedes costear.
—Así es.
—Pero yo sí.
Ella suspira. —Me siento incómoda aceptando este tipo
de cosas de ti. Es demasiado. Y también es innecesario.
—Lo has dejado claro.
Kinsley levanta las manos con frustración. —Eres
imposible, ¿lo sabías?
—Me han dicho eso en alguna ocasión.
—¿Qué piensa tu novia de esto? —pregunta.
Tengo que sofocar una risa más fuerte. Mi novia. La
pobre y pequeña kiska frente a mí está amenazada de
muerte por una mujer que no sabía que existía hasta hace
unos días.
Podría decirle la verdad: que Charlize no es nada de eso.
Pero es más divertido verla retorcerse.
—Tú has visto a Charlize —digo—. ¿Te parece el tipo de
mujer que se siente amenazada fácilmente?
Otra vez: su cara cae. Pero esta vez tiene que esforzarse
más para recuperarla. Me dan ganas de patear el escritorio
a un lado para poder tomar la ruta más rápida hacia ella y
deslizar mis dedos sobre sus labios.
—Yo… no estoy aquí para hablar de Charlize —dice
finalmente, reuniendo toda la determinación que le queda.
—¿Por qué no? —le pregunto—. ¿Celosa?
Ella frunce el ceño. —Soy muchas cosas, Daniil.
Obstinada, a veces. Ingenua, definitivamente. Asustada, la
mayoría de los días. Pero no soy estúpida. Así que no trates
de tomarme por tonta.
Sonrío, sintiendo mi polla subir con mi respeto por ella.
Tiene fuego en abundancia. Me gusta eso.
—Suficientemente justo —digo—. Quizás te interese
saber que Charlize y yo no estamos juntos. Nunca lo hemos
estado. La verdad, no creo que duraríamos ni una sola
noche en la misma cama. Nos arrancaríamos las gargantas
mucho antes que la ropa.
Kinsley parpadea rápidamente mientras se esfuerza por
procesar todo lo que digo. —Em, guau… Vale. Realmente no
sé qué responder.
—No estás obligada a decir nada. Solo pensé en
ofrecerte la verdad, como muestra de buena fe.
—Pero… querías que creyera que ella era tu novia.
—Me pareció que sería más divertido así.
—Claro —espeta con acidez, su tono es una vez más
cortante y resentido—. Resultó ser una noche realmente
“divertida”. Cena y una violación. Clásico.
—Él no te violó, Kinsley —le recuerdo en voz baja—. No
dejaría que eso sucediera.
Ella asiente y se mira las palmas de las manos. —No, lo
sé. No sé por qué dije eso —se obliga a sí misma a volver a
mirarme—. Te agradecí por eso, ¿no?
—Dijiste lo justo.
Dejo que el silencio se prolongue por un momento.
Parece que lo necesita. Finalmente, ella levanta la vista. Un
poco sobresaltada, un poco insegura, un poco perdida.
Pero no está perdida. Está exactamente donde tiene que
estar.
—¿Por qué vine aquí, Daniil? —ella pregunta—. Más
concretamente, ¿por qué me trajiste aquí? ¿Realmente soy
tan patética? ¿Soy una perdedora tan grande a tus ojos que
sientes esta necesidad de… ser mi salvador?
—Nunca intenté ser el salvador de nadie —doblo mis
manos frente a mí y la miro en la suave penumbra de la
oficina—. Me parece que te estás aferrando a algo de ira,
Kinsley. ¿Todavía se trata de Charlize o te pasa algo más?
—¿Quién te enseñó a ser tan gilipollas? ¿Tu jefe? ¿Quién
fue exactamente? —exige—. ¿Algún hombre de negocios
idiota, que estafaba a la gente para ganarse la vida y aparte
golpeaba a su esposa?
—No —digo en voz baja—. Él no estaba involucrado en
esta empresa.
—Entonces, ¿en qué estaba involucrado?
—En cosas malas.
Ella se estremece. —¿Pero tú no lo estás?
—Nunca dije eso.
—¿Ves? —ella dice—. Nunca una respuesta directa.
Hablas en acertijos. También te comportas en acertijos.
Sé lo que hace. Hemos tenido esta conversación antes, y
ella ya conoce estas respuestas. Pero se desvía, se esconde
detrás de lo seguro y lo cómodo. Porque la única otra
opción es lanzarse de cabeza hacia el futuro oscuro y
arremolinado. No puede obligarse a hacer eso.
Al menos, todavía no.
—Así que esto es sobre lo que pasó hace diez años —
infiero en voz baja. Se pone rígida al instante, una
confirmación física—. Todavía estás enojada conmigo por
haberme ido.
—Sé que nunca me prometiste nada —susurra—. Pero
ese día, esa noche… Hablamos. Me abrí a ti de una manera
que nunca antes me había abierto a un completo extraño.
Nunca hablo de mis padres con nadie, incluso con personas
que conozco desde hace años. Pero me abrí a ti. Te hablé
de mi padre. De mi madre. Confié en ti lo suficiente como
para contarte mis secretos más vulnerables. Y la cosa es
que pensé que lo habías entendido. Se sentía como si
pudieras relacionarte de alguna manera. Tal vez esas
conversaciones no significaron una mierda para ti, pero lo
hicieron para mí.
Más silencio. Esta vez, se siente empalagoso. Opresivo.
Como si se abriera paso por nuestras gargantas, los dos al
mismo tiempo. Mi polla está dolorosamente dura,
incómodamente, pero la opresión en mi pecho es incluso
peor.
—¿Qué querías de mí, Kinsley?
Ella suspira. —Quería tu respeto, Daniil. Ahora lo
entiendo, solo se trataba de sexo para ti. Pero, para mí,
significó algo más.
Sus ojos vuelven a su regazo. Odio eso. Estoy consumido
de nuevo por el deseo de lanzar este escritorio a través de
la puta ventana, levantarla y mostrarle que su cabeza debe
estar en alto, su pecho orgulloso. Se odia a sí misma por
ser vulnerable.
Pero si hay algo que he aprendido en este mundo es que
es fácil ser duro. Es fácil ser violento.
Es mucho más difícil ofrecerse a los lobos.
—¿Sabes qué? Ya no importa —dice, sacudiendo la
cabeza—. Tienes razón, fue hace mucho tiempo. Y yo solo
era tu coartada. Como dije, a veces puedo ser ingenua. Sin
embargo, lo era más hace diez años que ahora. Estoy
aprendiendo.
—Kinsley…
—Mi punto es que no quiero tu póliza, Daniil. No quiero
nada de ti. Ya no. Así que te pido, te lo ruego, de verdad,
por favor déjame salirme.
Se pone de pie y se da vuelta para irse, pero me lanzo y
la atrapo del brazo antes de que pueda hacerlo. La jalo
hacia adelante, hacia mí, y sus ojos se encuentran con los
míos. Nos quedamos allí, apenas una pulgada de espacio
entre nosotros.
La tensión se acumula.
El calor se acumula.
Las cosas que no tienen nombre se acumulan, acumulan
y acumulan.
—Sladkaya, tú…
BRIIIINGGG. Un chillido ensordecedor corta el aire.
Kinsley grita y saca su teléfono de su bolso.
—¿Hola? Hable. Sí… sí… Dios mío… —su rostro se
quiebra. Puedo ver el pánico y la preocupación que ondulan
a través de ella como ondas de choque—. No, por supuesto.
¿Está herida? Estaré ahí pronto. Gracias por llamar.
Ella cuelga y corre directamente hacia la puerta. Justo
antes de llegar, se detiene en seco y se vuelve hacia mí. —
Yo… tengo que irme.
—¿Qué pasó?
Sus ojos se tuercen con secreto. —Emma ha tenido un
accidente. Tengo que ir a asegurarme de que esté bien.
Mentira. Puedo olerlo a una milla de distancia. No digo
nada mientras ella gira y sale corriendo. Pero estoy seguro
de una cosa: por quienquiera que Kinsley acaba de salir
corriendo de aquí, definitivamente no era Emma.
27
KINSLEY

Tardo veinte minutos en llegar a la piscina donde practica


Isla. Veinte minutos de más, en lo que a mí respecta.
Estoy corriendo hacia la piscina cuando alguien dice mi
nombre. Me giro y veo a la entrenadora Gracie sentada con
Isla en la esquina. Tiene una gran toalla azul envuelta
alrededor de sus hombros.
—¡Isla, cariño! ¿Estás bien? ¿Estás enferma? ¿Qué pasó?
¿Está todo bien?
Sé que voy a una milla por minuto, pero tuve demasiado
tiempo para alarmarme durante el viaje en coche hasta
aquí. Hasta ahí llegó mi voto solemne de conducir como
una abuela, también. Promedié unos cuarenta por encima
del límite de velocidad todo el camino, y rocé mi espejo
lateralmente en un seto denso para empezar.
Menos mal que tengo un seguro caro.
—Ella está bien —me asegura Gracie—. Solo nos dio un
susto.
Mantengo los ojos fijos en mi hija. Isla no ha levantado la
vista ni una sola vez. Los otros niños todavía chapotean en
la piscina con los otros entrenadores. El sonido de sus
vítores hace doler la cabeza.
—¿Qué pasó? —ahora estoy más tranquila, aunque
todavía siento la punzante oleada de ansiedad debajo de mi
piel.
—Los niños estaban practicando su buceo e Isla se
zambulló. Pero no volvió a subir. Pude ver la lucha en el
fondo de la piscina. Así que salté y la atrapé. No necesitó
reanimación cardiopulmonar ni nada. Nada tan serio. Pero
ella preguntó por ti.
Tomo una respiración profunda y asiento. —Gracias,
entrenadora. Ya me encargo yo.
Gracie me brinda una sonrisa tonificante y vuelve a su
clase en la piscina. Me siento al lado de Isla. Aun así ella no
levanta la cabeza. Su gorro de natación está puesto, pero
sus gafas están sentadas a su lado, en el banco mojado.
—Cariño, ¿quieres hablar conmigo?
—No.
—Solo dime esto: ¿estás bien?
—Estoy bien.
Frunzo los labios. Ella no me está dando mucho, y
entrometerse hará más daño que bien en este momento.
Así que dejo de hablar y envuelvo un brazo alrededor de
ella.
—Estoy mojada —me advierte.
—Entonces, yo también me mojaré.
Ella me mira y suspira. —Quiero ir a casa.
—Es una buena idea. ¿Por qué no agarras tu bolso y vas
a cambiarte? Te esperaré aquí.
Mientras se dirige a uno de los vestidores, Gracie vuelve
hacia mí. Nunca antes había visto a una mujer más cómoda
en traje de baño. Ella lo usa como yo uso mis pantalones
cortos en casa.
—¿Cómo está? —pregunta, con el ceño fruncido por la
preocupación.
—No pude sacar mucho de ella —admito—. Parece un
poco conmocionada.
Gracie mira hacia el vestidor. —Para ser honesta, ha
estado distraída durante las últimas dos semanas, Kinsley.
—Ella está pasando por un momento difícil en la escuela.
Algunas de las otras chicas la acosan.
Las cejas de Gracie vuelan sobre su frente. Aprecio su
sorpresa. —¿En serio? Dios, los niños pueden ser unos
pequeños bastardos a veces.
Me río y sollozo. —Estoy totalmente de acuerdo.
—Pero sucede —reconoce Gracie—. Incluso aquí. Es
importante que los maestros sepan cómo cortar ese tipo de
cosas de raíz.
—No estoy tan segura de que la maestra de Isla en la
escuela comparta la misma mentalidad.
Gracie pone los ojos en blanco. —Ya la odio.
—¿Isla te dijo algo, por casualidad?
—No, me temo que no. Siempre está bastante callada en
clase, incluso en sus mejores días. Solía relacionarse con
los otros niños, pero últimamente… no sé. Es como si
estuviera retrocediendo más y más en sí misma. Espero que
no suene demasiado melodramático.
Pero así suena. Envía un rayo de miedo que me recorre.
Se siente como si Gracie estuviera describiendo a mi
madre. Marchitándose como una flor, hambrienta de amor.
¿Cómo sucedió esto? ¿Cuándo empezó? ¿Cómo lo detengo?
—La llevaré a casa ahora, Gracie —mi pulso es
superficial y rápido, y no me gusta ni un poco cómo se
siente.
—Por supuesto. ¿Me mantendrás al tanto?
—Definitivamente.
Nos despedimos y, unos minutos después, Isla sale del
vestidor con un par de pantalones cortos y una camiseta
que le queda un par de tallas más grande.
—Estoy lista para irme —murmura.
Paso mis dedos por su cabello mojado. Por una vez, a ella
no parece importarle. Salimos juntas, mientras me exprimo
el cerebro para pensar en la mejor manera de hacer que se
abra conmigo. Solo hay una cantidad de lotes de galletas
que podemos hacer. Aunque…
—¿Qué tal si vamos por un poco de helado? —sugiero—.
Hace mucho tiempo que no vamos a Carino’s. Podríamos
pasar por una bola de helado antes de irnos a casa.
Si veta esta idea, no sé cuál será mi plan alternativo. Por
suerte para mí, asiente. —Vale.
—Genial. Estoy pensando en un remolino de fresa, o uno
de mantequilla de maní.
Ella no sonríe, aunque murmura—: Aún no lo he
decidido.
—Tómate tu tiempo, cariño.
Conducimos en silencio hasta Carino’s. Siempre ha sido
nuestra heladería favorita. Emma, Isla y yo solíamos venir
religiosamente todas las semanas. Los domingos eran para
nadar y hacer picnics y tomar helado antes de la cena. No
puedo recordar cuándo se terminó eso.
En algún momento, el mismo tiempo en el que Isla
comenzó a perder su sonrisa, probablemente.
Resulta extrañamente nostálgico entrar a la tienda. Los
colores son todos iguales, solo que un poco desteñidos. Las
cabinas están justo donde las dejamos, solo un poco
empeoradas por el uso.
Isla serpentea alejándose de mí, su cabello empapando
la parte posterior de su holgada camisa.
—Hola, señora —saluda alegremente la adolescente
detrás del mostrador—. ¿Qué puedo ofrecerles a ustedes
dos?
—Remolino de fresa para mí. Isla, ¿tú qué piensas?
—Masa de galleta con chispas de chocolate.
Sonrío. —Todo de masa de galletas en estos días, ¿eh?
Tomaremos dos bolas de cada uno.
—Enseguida.
Una vez que tenemos nuestro helado, llevo a Isla a una
mesa junto a la ventana. Se sienta frente a mí y toma su
helado sin levantar la vista ni una sola vez.
La dejo tomarlo. Mi mirada revolotea entre el mundo
que pasa junto a nosotras y la niña sombría frente a mí.
—¿Estás bien? —pregunto tras diez minutos completos
de silencio.
Ella se limita a asentir.
Cuando termina con su helado, lo empuja lejos de ella y
toma una servilleta. Le ofrezco de mi taza. —¿Quieres
probar?
—No, gracias.
—Cariño…
—No quiero hablar de ello.
Quiero tragarme mi frustración, pero cada vez es más
difícil. —Está bien, entonces —digo—. ¿Qué tal si eliges
algo de lo que te gustaría hablar? Lo que quieras, lo que
sea.
Ella lo piensa por un rato. —¿Por qué nunca hablas de
tus padres?
Me estremezco. Fue directo a la yugular. —Oh, vaya.
Debo decir que eso no es lo que esperaba.
—Nunca hablas de ellos. Quiero saber por qué.
—Porque vivieron vidas tristes, cariño —digo, tratando
de ser lo más delicada que puedo—. Y supongo que hablar
de ellos también me entristece.
—Ni siquiera he visto una foto de ellos.
Sé que no lo ha hecho. La última vez que nos mudamos
tomé mi caja de recuerdos de mi infancia y la tiré. Estaba
destinado a ser un paso poderoso. Una limpieza, por así
decirlo.
Resulta que desechar cosas viejas no elimina los
recuerdos. El pasado no es tan fácil de borrar.
—Bueno, tu abuela era una mujer hermosa —comienzo
—. Era alta y tenía el cabello largo y castaño.
—¿Como el tuyo?
—Era del mismo color, pero el de ella era completamente
lacio. Y mucho más largo. Bajaba por toda su espalda. Solía
dejarme cepillarlo por ella, de vez en cuando.
—Como tú solías dejarme hacer por ti.
Sonrío ante el recuerdo de una pequeña Isla pasando un
cepillo por mi cabello. Ella también solía sentarse en el
mostrador del baño y verme maquillarme por las mañanas,
sus pequeños pies regordetes se balanceaban de un lado a
otro en el aire. A veces cantábamos juntas.
Solo pensar en esos días me hace doler el corazón.
—¿Tal vez es mi turno de cepillarte el cabello? —sugiero
—. No lo hacemos hace mucho.
Niega con la cabeza. —Mi cabello es demasiado rizado —
dice—. Solo atraparías nudos.
Ahí lo dejo. No quiero repetir conversaciones que ya
tuvimos. Sé tan bien como cualquiera que algunos dolores
no mejoran con atención, simplemente duelen mucho más
cada vez que los tocas.
—¿Cómo era ella? —pregunta Isla—. La abuela, quiero
decir.
—Ella era muy… callada. Le gustaba coser y dibujar…
—¿Dibujar? —Isla jadea, sus ojos se abren de par en par
por la emoción.
Asiento con la cabeza. —Era bastante buena artista. En
realidad, nunca la vi dibujar, pero vi sus cuadernos de
bocetos. Tenía un montón de ellos.
—¿Por qué no te dejaba verlo?
Jugueteo con el brazalete en mi muñeca. —Era… bueno,
no éramos tan cercanas —digo en voz baja—. Era difícil
conectar con mi madre. Era tan callada. Vivía en su propia
cabeza la mayor parte del tiempo.
—Tal vez ella también vivía en su cuaderno de bocetos.
Como yo.
Sonrío con fuerza. —Probablemente tengas razón.
Apuesto a que ustedes dos se habrían llevado muy bien.
Isla asiente. —Yo también lo creo. Ojalá la hubiera
podido conocer —ella golpea sus dedos contra la mesa—.
Mamá, ¿cómo murió?
Si la primera pregunta me tomó con la guardia baja, esta
me sorprende. Tartamudeo estúpidamente durante
demasiado tiempo. Mentir sería tan fácil. Solo decir algo
triste y simple: cáncer o un accidente de coche o un ataque
de tiburón. Rápido. Brutal. Pero sencillo
Pero, ¿la verdad? La verdad es una bestia con mente
propia.
Y hoy quiere salir.
—Dijiste que podíamos hablar de lo que yo quisiera —
acusa Isla cuando hago una pausa demasiado larga—. Esto
es de lo que quiero hablar. Ya no soy una bebé.
Suspiro. —Simplemente no estoy segura de que puedas
entenderlo.
—Soy más inteligente de lo que crees.
Levanto mis cejas. —Creo que eres increíblemente
inteligente. Esto no tiene nada que ver con tu inteligencia.
—Entonces, dime.
Tomo una respiración profunda. Aquí va.
—Se suicidó, cielo —digo en voz baja—. Tomó muchas
pastillas para dormir y nunca más se despertó.
Una pareja mayor nos pasa por al lado justo cuando digo
las palabras en voz alta, y estoy bastante segura de que
recibo algunas miradas cuestionadoras. ¿Qué clase de
madre le habla a su hija de nueve años sobre el suicidio?
Una mala, aparentemente, a sus ojos. Ni siquiera estoy
segura de que se equivoquen.
Isla parece atónita por un momento. —¿Por qué lo hizo?
Me he estado haciendo esa pregunta durante años, cielo.
Ofrezco la única respuesta en la que he pensado.
—Supongo que porque sintió que no tenía escapatoria.
—¿De qué?
—De su vida —digo—. Mi padre no era un buen hombre.
No trataba bien a tu abuela. De hecho, la lastimaba.
Mucho.
Su rostro cae. —Por eso no hablas de él.
—Correcto. Y tu abuela… Fue una víctima, pero a veces
también me enfado mucho con ella.
—¿Por abandonarte?
Sonrío, aunque solo sea para contener las lágrimas en
mis ojos. —Realmente eres inteligente, chiquilla.
—A veces, yo también me enojo con mi papá —dice en
voz baja—. Por no estar ahí para nosotras. Pero ahora que
sé que él no sabe nada de mí, estoy tratando de no
enojarme tanto con él. Es solo que a veces siento que
estamos solas.
—Isla…
—Es verdad —interrumpe ella—. Ni siquiera puedes
decir que no lo es. Todos los demás tienen familia. Abuelas
y abuelos, primos y tías, hermanas y hermanos. Yo ni
siquiera tengo un papi —se muerde el labio por un
momento. Luego me mira—. Hoy, en la práctica de
natación, fui al fondo de la piscina. Y supongo que solo…
me preguntaba cómo sería si no volviera a subir.
Necesito cada gramo de fuerza de voluntad a mi alcance
para evitar que se me caiga la mandíbula. No tengo idea de
qué hacer con eso. Mis dedos tiemblan tanto que tengo que
entrelazarlos para evitar que Isla lo note.
—Eso es realmente peligroso, bebé.
—Lo sé.
—Qué bueno que la entrenadora Gracie te atrapó.
—También lo sé.
—Cielo —saco mi mano de debajo de la mesa y se la
ofrezco. Ella duda, pero desliza sus dedos en los míos—. No
puedes volver a hacer eso nunca más, ¿vale?
Ella asiente, el labio inferior le tiembla. —Vale.
—Si alguna vez sientes que la vida es demasiado, tienes
que venir y decírmelo.
—Ya tienes suficiente de qué preocuparte, Mamá.
—No, no lo tengo —digo fervientemente—. Lo único,
literalmente, lo único por lo que debo preocuparme eres tú.
Ese es mi trabajo de tiempo completo. Así que, por favor, si
necesitas ayuda, ven a mí. ¿Vale?
Ella asiente. —Vale.
—Te amo. ¿Cuánto te amo?
Ella sonríe ante el viejo juego de pregunta y respuesta
que solíamos hacer todas las noches antes de acostarnos.
Después de cepillarnos el cabello y cantar juntas, yo
preguntaba—: ¿Cuánto te amo? Y ella canturreaba de
vuelta…
—No voy a mentirte.
Juntas, terminamos las palabras. —¿Qué tan profundo es
el océano? ¿Qué tan alto es el cielo?
Cuando terminamos, miro a mi hija, y mi hija me
devuelve la mirada y, durante al menos un respiro, todo
está bien en el mundo.
28
DANIIL

Sus ojos están ocultos tras unas gafas redondas. Tiene el


pelo salvaje y rizado. Frenillos gruesos. Un polvo de pecas
que visibles incluso desde mi distancia.
Desde ciertos ángulos se parece a Kinsley. Desde otros,
se parece a mi madre. Muy pocas cosas me han impactado
en mi vida. Pero esto…
¿Estoy encontrando mi perdición en el sombrío rostro de
esta niña?
El teléfono vibra en mi bolsillo. Respondo sin quitarles
los ojos de encima a las dos. Han estado sentadas junto a la
ventana de la heladería durante los últimos cuarenta
minutos.
—¿Qué?
—Hola a ti también —dice Petro con su alegría habitual
—. ¿Dónde estás?
—Frente a Carino’s.
—¿El don es goloso? ¿Quién lo hubiera pensado?
—¿Conoces el lugar?
—¿Lo conozco? ¿Que si lo conozco? ¡Solo tiene el mejor
Rocky Road de toda la maldita ciudad! No puedo creer que
hayas ido allí sin mí. Podríamos haber compartido un
banana split.
Me pellizco el puente de la nariz. Como de costumbre,
Petro tarda menos de quince segundos en irritarme como el
demonio. —¿Por qué llamas, sobrat?
—Para recordarte la reunión. Con el don griego y su
variopinto grupo de gilipollas.
—Puedes manejarlo solo.
—Tienes que estar allí. Eres el gran jefe. No querrán
ceder en un trato conmigo.
—Bueno, hoy van a tener que arreglárselas.
—Vale, se acabó: ¿qué está pasando? —exige—. Nunca te
has perdido una reunión de negocios antes. Y nunca me has
pasado las riendas sin quejarte de eso sin parar.
Hago una mueca y reviso mi reflejo en el espejo
retrovisor. —Surgió algo.
—¿Algo que es más importante que la Bratva? —No
respondo. Después de un momento, Petro deja escapar un
silbido largo y bajo—. ¿Este algo que ha surgido tiene algo
que ver con la linda de cabello castaño que parece que no
puedes sacar de tu mente?
—Podría.
—Ay, Jesús, ¿qué ha pasado ahora? —pregunta—.
¿Crimen pasional? ¿Cuántos cuerpos?
—Tienes que dejar de hablar.
—Lo que tengo que hacer es…
—Lo que tienes que hacer es una investigación profunda
de Kinsley Whitlow —ordeno—. Quiero fechas y detalles.
Quiero una línea de tiempo de su vida frente a mí. Si
alguna vez recibió una multa de estacionamiento o le
llenaron una caries, quiero saberlo.
—Vale —dice, su voz suena como un ceño fruncido—. Eso
es un poco vago, incluso para tus estándares habituales de
poca utilidad. ¿Puedo saber qué es lo que estoy buscando,
específicamente? ¿O está destinado a ser, como, un desafío
de programa de juegos peculiar?
—La estoy viendo ahora.
—No estoy seguro de si eso es espeluznante o
pervertido, y definitivamente no responde…
—Tiene una niña con ella.
—Ah —el sonido de su sorpresa es como el aire que silba
fuera de un globo—. ¿Una niña? ¿Como, una persona joven?
Estamos hablando de un ser humano, ¿verdad?
—Alrededor de los nueve años. Se parece a mi madre.
Lo último de la alegría restante se desvanece de su voz.
Lo escucho tragar fuerte. —¿Me estás diciendo lo que creo
que me estás diciendo, Daniil?
—Eso todavía está por verse. Necesitaré confirmarlo
primero. Por lo tanto, una investigación profunda.
—¿Qué dice tu instinto?
—Que es mía.
—Mierda.
Me río sombríamente. “Mierda” ni siquiera empieza a
describirlo.
—¿Qué vas a hacer? —Petro respira.
—Encuéntrame la información primero. Entonces,
decidiré.
—Vale, lo haré de inmediato. Dame un chance.
Él cuelga. Dirijo mi atención a Kinsley y…
En realidad, ni siquiera sé su nombre. Mi hija. Ella tiene
un nombre y no lo sé. Por alguna razón, eso me rompe por
dentro.
Estaban sentadas mayormente en silencio mientras
tomaban su helado. Pero ahora están hablando. No parece
el tipo de conversación que esperarías tener con un niño de
nueve años. No hay muchas risas o sonrisas. El rostro de
Kinsley está tenso, es solemne.
La niña también parece estar seria. Hay algo en sus ojos.
Tristeza, tal vez. Otra cosa que no me gusta.
Cuando terminan y salen de la heladería, no me molesto
en agacharme. Si me ve, me ve. Su expresión me dirá todo
lo que necesito saber.
Sin embargo, Kinsley está demasiado atenta en la niña.
Se suben al coche y empiezan a conducir. Las sigo. Espero
que vayan directamente a casa, pero se desvían y terminan
en un gran parque. Las sigo subrepticiamente. Hay otras
dos mamás allí con sus hijos, un par de niños pequeños que
ríen alegremente.
Aparco en las sombras y bajo la ventanilla. Estoy lo
suficientemente cerca como para poder escucharlas.
—…Te encantaban esos columpios —dice Kinsley.
—Soy demasiado grande para ellos ahora.
—Podrías engañarme. Parece que te encantaría
intentarlo.
La niña—mi niña, jodidamente sé que lo es, es mía,
maldita sea—mira con añoranza los columpios. —Las otras
chicas se burlarán de mí.
Me aprieto con un instinto protector que nunca supe que
tenía. No sé su nombre, pero iré a la guerra por ella aquí y
ahora sin pensarlo dos veces.
¿Qué me está pasando?
—No las veo aquí —le asegura Kinsley—. Y te prometo
que no lo diré. Ni una palabra, mis labios están sellados,
todo ese lio. Si quieres columpiarte, cariño, solo
colúmpiate.
Los ojos de la niña se iluminan, solo un poco, pero
todavía parece insegura. —Quiero llegar a la cima de los
pasamanos —admite—. Nunca he estado allí.
—Lo sé. Siempre estuviste demasiado asustada.
—Ya no tengo miedo.
—¿No? Demuéstralo.
Por primera vez, la veo sonreír. Tiene esa calidad
estremecedora y rápida de alguien que prefiere ocultar su
alegría antes de que se la puedan arrebatar.
Ella deambula hacia los pasamanos. Observo a Kinsley
mirándola.
Mi teléfono suena. Subo la ventanilla por un momento.
—Vale —dice Petro tan pronto como contesto—. Así que,
versión de SparkNotes: hay un registro del nacimiento de
una niña de la Srta. Kinsley Jane Whitlow. 11 de noviembre
en el Hospital St. Michael. La fecha en el certificado de
nacimiento es hace nueve años, tres meses, seis días. Padre
no registrado.
Una ira irracional surge a través de mí. —Ella no me iba
a decir.
—Nunca se sabe —intenta sugerir Petro—. Ella podría
haber estado, ya sabes, simplemente… esperando el
momento adecuado.
—Seguramente hubo uno o dos de esos, en los últimos
diez años —gruño.
—Bueno, todo lo demás es bastante sencillo. Ha
cambiado de dirección tres veces desde que nació la bebé…
—¿Nombre?
—¿Qué?
—El nombre de la niña —gruño—. ¿Cuál es?
—Ah. Isla Matilda Whitlow.
—Isla —repito en un susurro reverente—. Isla.
—Bonito nombre. Lindo.
—Te llamare luego.
—Espera. ¿Cuál es tu posición en todo lo de la reunión
de esta noche?
—El mismo lugar en el que estaba antes. Manéjalo tú
mismo. Llegaré allí cuando llegue allí. Si llego.
—Vale, pero…
Cuelgo y dejo caer mi teléfono en el asiento del pasajero.
Salgo del auto. Ahora solo hay una madre además de ella
en el parque. Su hijo está ocupado empujando arena en el
arenero. Mientras observo, trata de comerse un puñado. No
es la bombilla más brillante, al parecer.
Kinsley está sentada en el banco, mirando a Isla, que
ahora llegó a la parte superior de los pasamanos.
Un pensamiento extraño y orgulloso pasa por mi cabeza
como una estrella fugaz: Esa es mi hija.
Me acerco, justo cuando un tipo con una sudadera Nike
sin mangas pasa caminando con su perro atado. Ve a
Kinsley y sus ojos se vuelven depredadores. Él cambia de
dirección y se sienta justo a su lado, su sonrisa es
demasiado amplia para ser inocente.
—Espero que no te moleste —dice con una risita
desconfiada. Gruño bajo mi aliento mientras le muestra a
Kinsley sus blancos nacarados.
—No —dice Kinsley con incertidumbre, mirando a su
alrededor a la otra media docena de bancos que podría
haber elegido—. Por supuesto que no.
—Muy apreciado. Soy Jason, por cierto. Y este de aquí es
Barney —el bulldog parece molesto de que su paseo se
haya visto interrumpido para que su dueño pueda intentar
mojar la polla. Jason ignora sus gemidos—. ¿Estás aquí con
un bebé peludo o uno de verdad?
—¿Son las únicas dos opciones?
—Bueno, podrías estar aquí sola, supongo.
Ella se ríe, aunque suena forzado a mis oídos. —No lo
estoy. Esa de allá es mi hija.
Ya sé tanto. Pero escucharla admitirlo en voz alta, tan
casualmente, con tanto orgullo… Se me mete debajo de la
piel de un modo que no esperaba.
—¡No puede ser! —silba el hombre—. ¿Esa es tu hija?
La boca de Kinsley se inclina hacia un ceño fruncido. —
¿Por qué suenas tan sorprendido?
—Porque te ves demasiado joven para tener una hija tan
grande —dice. Su sonrisa jactanciosa dice que ella caminó
directamente hacia esa pequeña línea de seducción
desafortunada—. ¿Cuántos años tiene? ¿Siete, ocho? Debes
haber sido una adolescente cuando la tuviste.
—Lo suficientemente cerca —murmura Kinsley.
—Todavía no me has dicho tu nombre. No estoy tratando
de entrometerme ni nada, pero Barney tiene curiosidad. A
él le gusta las mujeres bonitas.
Ella se ríe de nuevo. Cada risa que le ofrece a este
estúpido hijo de puta me pone los pelos de punta. —Debes
hacer esto mucho, ¿eh? —pregunta ella con suspicacia.
—¿Hacer qué?
—Usar a tu perro para ligar mujeres.
Sacude la cabeza y hace una especie de mueca de dolor
al mismo tiempo. Me parece tan practicado y pulido. El hijo
de puta tiene su oficio perfeccionado.
—Para nada. Digo, no me malinterpretes, sería bueno
conocer a alguien. Pero… soy tímido. Y un poco nevioso, en
realidad.
—Me parece difícil de creer.
—Palabra de honor —jura—. Me estoy recuperando de
un duro desamor. Así que se necesita mucho para que me
acerque a una mujer. Y por mucho quiero decir que tiene
que ser realmente hermosa. El tipo de mujer que no puedes
simplemente cruzar por un lado sin pasar la próxima
semana pateándote por no intentarlo al menos —hace una
pausa, respira hondo como si estuviera reuniendo el coraje,
lo cual es una completa y absoluta tontería, veo a través de
sus malditas patrañas, luego se aventura a decir—: ¿Sería
extraño para ti aceptar a una cita con tu hija justo allí?
—No —objeta Kinsley—. Sin embargo, es extraño para
mí aceptar a una cita con un completo desconocido.
—¿No son todos extraños hasta que les das una
oportunidad?
—Escucha, Jacob… —suspira.
—Es Jason.
—Mierda. Disculpa. Jason. Pareces un buen muchacho.
Me río para mí mismo. ¿Ahora quién miente?
—…Pero no me veo saliendo con nadie en este momento.
Jason no se inmuta. —No querrás decepcionar a Barney,
¿verdad? Él quiere volver a verte. ¿Qué tal si
simplemente…?
—Oíste lo que dijo, gilipollas —gruño, saliendo de la
oscuridad para que ambos puedan verme—. Vete a caminar.
La mandíbula de Kinsley cae al suelo. Sus ojos brillan
con puro miedo y, antes de poder detenerse, mira a
Isla.Excelente. No hay necesidad de gastar en la prueba de
paternidad. Toda la verdad que necesito está escrita en su
rostro.
El bulldog comienza a gruñirme de inmediato, pero le
doy una mirada que silencia a la criatura al instante. Aún
no he conocido un perro al que no pueda asustar. Se trata
de establecer quién es el alfa.
Los perros y los hombres no son tan distintos en ese
sentido.
—¿Quién diablos eres tú? —pregunta Jason, poniéndose
de pie como si tuviera oportunidad en un mano a mano.
—Confía en mí, no quieres saberlo. Ella no está
interesada. Quítate de mi cara.
Pero aparentemente Jason es tan tonto como el niño que
come arena. Se vuelve hacia Kinsley, como si ella pudiera
ayudarlo. —¿Conoces a este tío?
Sus ojos están fijos en mí. Se las arregló para tragarse el
miedo, pero de ninguna manera está relajada.
—Deberías irte, Jason —dice en voz baja, sin apartar los
ojos.
El idiota mira de un lado a otro entre los dos, mientras
su perro tira de su correa, tratando de escapar. El animal
es más inteligente que el dueño. No es una sorpresa.
—Última oportunidad —le advierto—. No voy a volver a
pedirlo.
Y finalmente se va. Lanzándome una mirada sucia por
encima del hombro y una mirada arrepentida a Kinsley. Por
supuesto, ella se pierde ambas miradas mientras se
catapulta a sus pies. No me pierdo la forma en la que su
mirada se desliza más allá de mí hacia el parque antes de
volver hacia mi cara.
—Esto se está yendo de las manos —escupe, llena de
fanfarronería y bravuconería forzada—. Estás
completamente acechándome ahora. No tenías derecho a
entrometerte en…
—¿En qué? —exijo—. ¿Tu brillante conversación con el
absoluto lerdo?
Ella se tensa. Sabe lo que está en juego aquí. Si no
conscientemente, entonces en el fondo de sus huesos,
donde el miedo ha vivido en ella precisamente durante
nueve años, tres meses y seis días. —¿Cuánto escuchaste?
—Suficiente para saber que puedes hacerlo mejor.
—Como ¿con quién? —pregunta ella, brillando con
energía—. ¿Contigo?
—Solo si apuntas alto.
—Tienes que irte, Daniil. ¿Por qué siquiera estás aquí?
¿Qué puede ser lo que tengas que decirme?
—No tengo nada que decirte —le digo con frialdad—.
Pero hay algo que quiero preguntarte.
Podría haber dejado de respirar. Es difícil de decir. Una
cosa que sé con certeza es que está tratando muy, muy
duro de evitar que sus ojos se desvíen. Si no me equivoco,
Isla aún está en los pasamanos, felizmente inconsciente del
hecho de que su madre está peleando con su padre.
—Qué descaro tienes, tratando de hacerme preguntas
cuando tú no me has dado respuestas.
—¿Qué te gustaría saber?
Ella sopla un flequillo suelto lejos de su frente. —¿Por
qué pareces estar obsesionado conmigo? ¿Por qué no
puedes simplemente dejarme en paz? ¿Qué diablos quieres
de mí?
—Tienes algo que es mío.
Se pone pálida y sus pestañas revolotean de un lado a
otro. Está tratando de decidir cómo jugar a esto: ¿no decir
nada y esperar mantener su secreto oculto un poco más?
¿O simplemente decir la verdad y admitirla?
Ella solo me mira, esperando que caiga el martillo. Lleva
diez años esperando este momento. Sabía que se acercaba,
tiene que haberlo sabido, pero ahora que está aquí, a pesar
de todo ese tiempo para practicar y prepararse, está casi
sin palabras.
Así que hago el trabajo sucio por ella.
—Es una niña linda, sladkaya. ¿Quién es el padre?
29
KINSLEY

Vuelvo a mirar a Isla. Sigue en los pasamanos, pero ahora


me mira, preguntándose qué está pasando.
—Por favor, Daniil… —susurro.
Su voz sale en un gruñido bajo, atravesado por barras de
acero de advertencia. —Sé específica. ¿Qué me estás
pidiendo?
—Te estoy pidiendo que no hagas una escena frente a…
—No hago escenas —dice, tranquilo y estoico como
siempre—. Simplemente trato de tener una conversación
contigo.
—No es momento.
—¿Cuándo sería el momento adecuado?
—Nunca —arremeto—. Excepto eso, diría que cuando
Isla duerma.
—¿No quieres que me conozca?
Hace la pregunta de manera casual, pero hay un borde
subyacente en este tira y afloja que me pone nerviosa. Que
es, probablemente, lo que me impulsa a mentir.
—Sé lo que estás pensando —respiro—, pero estás
equivocado.
—Adelante, kiska —me persuade—. Dime lo que estoy
pensando.
—Su edad es comprobable. Probablemente ya hayas
hecho los cálculos. Pero no es tuya.
Él arquea una ceja, nada más. Está tan increíblemente
tranquilo que solo me desconcierta. Lo está haciendo a
propósito; estoy segura. Hay una amenaza en su
compostura que es diez veces peor que si estuviera
gruñendo y gritando.
—Después… después de que me dejaste en el bosque
conocí a alguien más. Tuvimos algunas citas y nunca lo
volví a ver. Pero quedé embarazada.
—¿Cuál era su nombre?
—No estaba interesada en su nombre, ¿vale? —chasqueo
—. Solo quería… olvidar.
—Olvidarme a mí.
Asiento como el cabezón más estúpido del mundo. —Sí.
Entre otras cosas.
—Déjame asegurarme de que entiendo —murmura—. Se
suponía que te ibas a casar. En cambio, huiste de tu boda y
te acostaste conmigo. Luego, una semana después, porque
estabas tan devastada por la forma en que me fui,
presumiblemente, te acostaste con un maldito al azar cuyo
nombre no puedes recordar, y quedaste embarazada.
Aprieto los dientes. —No tienes derecho a aparecer de
repente en mi vida y empezar a hacer preguntas. No tienes
ningún puto derecho.
—Si esa niña es mía, entonces tengo todo el derecho.
—Ella no es tuya —digo tan ferozmente como nunca he
dicho nada.
—Sus ojos dicen otra cosa.
Eso me voltea. Parpadeo confundida. —¿Qué?
—Lo reconozco, Kinsley. Intenta ocultarlo todo lo que
quieras, pero me veo en ella.
—Entonces, estás viendo lo que quieres ver —espeto,
todavía agitándome para evitar la culpa y la obviedad de
mis mentiras—. Porque ella no es tu hija.
—¿Mamá? —viene una voz tímida.
Mis ojos se agrandan con urgencia. —Por favor, Daniil —
siseo—. Ahora no. Te ruego que no hagas esto ahora.
Se queda quieto por un momento que se extiende por la
eternidad. Sus ojos son brasas ardientes en la noche. Justo
cuando estoy segura de que va a rechazar mi súplica y
hacer estallar mi vida entera en un acto, asiente.
—Estaré en contacto.
Sus ojos se detienen en Isla por un momento.
Luego, se da vuelta y se aleja.
Cuando se va, Isla corre hacia mí. —¿Quién era ese? —
pregunta.
—Nadie —respondo automáticamente—. Él solo estaba…
Necesitaba direcciones.
—Parecía que te conocía.
—¿Qué te hace decir eso?
—Dijiste su nombre cuando lo viste. Daniel, o algo así.
Joder. Estaba escuchando. —Debes haber oído mal,
cariño.
Su boca se tuerce hacia abajo y me siento horrible. Sabe
que estoy mintiendo. Es un momento desafortunado,
considerando que acabábamos de tener una conversación
bastante honesta. Había sido un largo camino para
restaurar una relación que necesitaba un soplo de vida.
Pero no sé cómo manejar esto. Nunca pensé que tendría
que hacerlo. Eso suena tonto, incluso para mis propios
oídos. Supongo que, a medida que pasaban los años, uno
tras otro, logré convencerme de que el peor de los casos
nunca sucedería.
Estúpido de mi parte. Tan, tan estúpido.
—¿Nos vamos a casa?
Isla asiente y caminamos juntas hacia el auto. Me
mantengo alerta, esperando a que Daniil salte hacia
nosotras inesperadamente. No se lo ve por ninguna parte,
pero, por alguna razón, no creo que se haya ido.
Todavía está aquí, en alguna parte.
Mirándome.
Mirándonos.

M IENTRAS CONDUCIMOS , pongo un tono brillante y alegre, con


la esperanza de que podamos pasar por alto el momento en
el parque. —Así que estaba pensando que podríamos ir al
centro comercial este fin de semana y…
—¿Por qué? —espeta Isla.
—Bueno, pensé que podríamos ir a la tienda de vestidos
y elegir algo para que te pongas en el baile.
—No quiero nada.
—Pero pensé…
—En realidad, lo que realmente quiero es que dejes de
mentirme.
Mis manos aprietan el volante. Ahí va el pasar por alto el
momento. —Cariñ…
—No soy una bebé, ¿sabes? —resopla—. Puedes
contarme cosas. Me acabas de contar sobre mis abuelos.
¿O eso también fue una mentira?
¿Cómo se transformó en una adolescente en solo los
últimos cinco minutos? Es demasiado pronto para esto. Una
cosa más en la que pensé que no tendría que pensar
durante mucho tiempo.
En el momento en que estaciono el coche en la casa, sale
corriendo hacia la puerta principal. Claro, tiene que
quedarse allí y esperar a que yo llegue con la llave, pero
me trata con frialdad todo el tiempo. Tan pronto como está
desbloqueada, se apresura a entrar en su habitación. La
puerta se cierra de golpe.
—Genial —murmuro para mí misma—. Simplemente
genial.
Ping.
DANIIL: Ella no parecía estar feliz contigo.
Escribo furiosamente. Jesucristo, ¿me estás
acechando?
DANIIL: Si no me dices la verdad, entonces la
encontraré por mí mismo.
KINSLEY: Como si merecieras la verdad.
DANIIL: Si soy su padre, eso es exactamente lo que
merezco.
KINSLEY: Lástima que no lo eres.
DANIIL: Toma una muestra de su mejilla y
compruébalo.
KINSLEY: Déjame en paz. Estás loco.
DANIIL: Estaré parado afuera de tu puerta a las
8:30 esta noche. Si no respondes, entraré igual.
KINSLEY: Llamaré a la policía, lo juro.
DANIIL: Llámalos. No me importa tener esta
conversación con una audiencia.
Le grito a mi teléfono y resisto el impulso de lanzarlo al
otro lado de la habitación. Luego lo dejo caer de mis dedos
flojos a los cojines del sofá. En la cocina, preparo una
cafetera, principalmente para hacer algo con las manos. La
cafeína es lo último que necesito en este momento.
Estoy empezando a entrar en pánico. A lo grande.
Llamo a Emma cuando la cafetera empieza a burbujear.
—Hola, nena —saluda ella—. ¿Qué pasa?
—Tengo un problema. Daniil apareció.
—Jesús, José y María. ¿Dónde?
—En el parque —explico, apoyándome en el mesón—.
Llevé a Isla. Estaba sentada allí, viéndola jugar en los
pasamanos cuando este tío vino y se sentó a mi lado.
—¿Daniil?
—No, no, fue este tío al azar, en realidad. Jack o Jacob o
algo así. Tenía este bulldog. No recuerdo cómo se llamaba
el perro. Barry, ¿tal vez? No, no era eso. ¿Bradley?
—Dios mío, Kinz, ¿a quién le importa cómo se llame el
perro? —escupe Emma—. ¡Llega a la parte buena!
—Vale. Sí, tienes razón. Lo siento. Me desvié.
—Estabas diciendo…
—¡Barney!
Puedo oír su frustración. —¿Estás teniendo un derrame
cerebral?
—Lo siento. Acabo de recordar el nombre del perro. Era
Barney.
—¡Concéntrate, chica! ¿Cuándo aparece Daniil en esta
historia?
—Ah. Vale. Unos minutos después de que no-sé-quién
comenzara a coquetear conmigo, Daniil apareció de la nada
y básicamente le dijo que se fuera.
—Apuesto a que el tío se fue.
Casi me río del recuerdo, pero se me seca la garganta. —
Estaba un poco conmocionado, diría yo.
—Yo también lo estaría si me enfrentara a un sexy trozo
de hombre como el Gran Papi D.
—Realmente te estás perdiendo el punto aquí, Em —me
quejo.
—¡Porque no llegas a él! —ella grita de vuelta.
—De todos modos, se fue con Barney…
—Espera, ¿quién?
—El bulldog.
—Por el amor de Dios, suficiente sobre el bulldog. No es
una parte integral de la historia. ¿Qué pasó con Daniil?
Suspiro, el sonido del aliento escapa silbando entre mis
dientes de una manera que me parece extrañamente triste.
—Me preguntó quién era el padre de Isla. Bueno, en cierto
modo dijo que lo sabía, en realidad. Realmente no hace
preguntas. Simplemente dice cosas y te desafía a estar en
desacuerdo.
—Maldición. Eso es pesado. Especialmente en un parque
infantil. ¿Cómo reaccionó?
—¿A qué?
—Esto es como sacar un diente, lo juro —hace una
mueca. Enunciando claramente, ella dice—: ¿Cómo
reaccionó Daniil ante la confirmación de que él es, de
hecho, el padre de Isla?
—¡Obviamente no se lo dije!
—Eh, ¿por qué no? ¿Qué hay de obvio en eso? La única
parte obvia es que él ya lo sabe.
—Pero él no tiene pruebas —respondo—. Así que le dije
que no era suya —prácticamente puedo escuchar su juicio y
me estremezco—. ¿Crees que… cometí un error? Solo
pensé que sería… ya sabes. O sea, cambiaría todo.
Emma se queda callada por un momento. —¿Para bien o
para mal? —pregunta finalmente.
—No sé —cambio de mano el teléfono—. Ese es
exactamente el motivo por el que quiero mantener las
cosas como están.
—Creo que eso se ha ido al infierno ahora, cariño —dice
Emma con suavidad—. Es hora de trabajar en el Plan B.
—¿Cómo sería eso?
—Para empezar, decirle a Daniil la verdad.
Niego con la cabeza con fervor. —No. Fuera de cuestión.
No puedo exponer a Isla ante él.
—¿Por qué no?
—¡Porque todavía no sé nada sobre él o lo que hace! Es
súper cauteloso sobre su pasado y su vida. Y, de todos
modos, me abandonó una vez. ¿Y si se lo vuelve a hacer a
Isla?
—Supongo que apareció porque quiere ser parte de la
vida de Isla —sugiere—. Ese no es precisamente el
comportamiento de un padre holgazán.
—Por ahora, claro —concedo—. ¿Qué tal en seis meses,
sin embargo? ¿Qué tal dentro de un año? ¿Cinco años?
¿Diez? No tengo tanta confianza.
—Puede que estés pensando exageradamente, cariño.
—¿Por qué alientas esto? —exijo—. Por qué quieres…
—¡Porque te sacó de un río! ¡Porque te salvó la vida!
¡Porque arregló y aseguró tu automóvil sin esperar nada a
cambio! También te dio a Isla, y esa niña es lo máximo.
—Él no tuvo nada que ver con Isla —espeto.
—Em, estoy bastante segura de que él tuvo que correrse
dentro de ti para que eso sucediera, en primer lugar.
—Guácala. Qué asco en múltiples niveles.
—No es “asqueroso” si es ciencia.
Suspiro y me deslizo por los gabinetes hasta sentarme
en el piso de la cocina. —Deberían poner eso en una taza —
murmuro.
—Realmente deberían hacerlo. Estoy llena de grandes
citas como esa. ¿Pruebo con otra?
—Por favor, no lo hagas. Ya me duele la cabeza.
Emma se ríe. —Parece legítimo, Kinz. ¿Realmente
puedes permitirte tomar esta decisión por Isla? Ahora tiene
la edad suficiente para opinar.
—Solo tiene nueve años —protesto débilmente.
Hay una parte de mi pequeña niña a la que no estoy
dispuesta a renunciar todavía. Pero se siente como si Daniil
y Emma y todo el puto mundo estuvieran conspirando para
arrebatármela.
—Físicamente, tal vez —dice Emma—. Pero mental y
emocionalmente es mucho mayor. Es hora de darle un poco
de crédito, Kinz. Intentar protegerla podría resultar
contraproducente para ti.
—Simplemente no quiero que la lastime —suspiro en la
cocina silenciosa—. Mierda.
La palabra suena lastimosamente insuficiente en la
habitación silenciosa. Observo la tostadora. Hasta eso
parece que juzgarme en este momento.
—Sí —dice Emma con simpatía—. Mierda, ciertamente.
Así que termina tu historia. ¿Dónde dejaste las cosas con
Daniil?
—Le pedí que se fuera. Le dije que hablaríamos más
tarde. Luego me envió un mensaje de texto y me dijo que
estaría en mi puerta a las 8:30 de la noche.
—¿Puedo estar allí también?
—¿Para qué? Y es mejor que la respuesta no sea para
poder comértelo con los ojos.
—Ah. Bueno, vale, ¿puede ser una respuesta en dos
partes?
Pongo los ojos en blanco. —Adiós, Em.
—Vale. Aguafiestas.
—Gracias por el consejo, sin embargo. Lo aprecio.
—Cuando quieras, cariño. Déjame saber lo que pasa. Te
amo.
La cafetera suena para indicar que está lista. Me sirvo
una taza que realmente no quiero, la llevo a la mesa de la
cocina y me siento, bebiendo apáticamente mientras
observo los años de nuestras vidas registrados en las
fotografías del refrigerador. Años que pasaron sin ver ni oír
ni pensar en Daniil. Años felices, en su mayoría. Duros,
pero felices.
¿Por qué parece que nuestra pequeña burbuja está a
punto de estallar?
Tomo aire y voy a la habitación de Isla. Toco un par de
veces, pero cuando no obtengo respuesta, abro la puerta y
entro.
Está sentada en su escritorio, enfocada en su cuaderno
de bocetos, completamente perdida en su propio mundo. La
concentración es admirable.
—¿Cariño?
Ella salta alrededor de un pie en su silla.
—Lo siento. Toqué la puerta.
Isla simplemente se encoge de hombros, se estremece y
vuelve a su dibujo.
—Cariño, tienes razón. No estaba siendo del todo sincera
contigo sobre el hombre con el que estaba hablando.
En ese momento deja sus lápices. —¿Así que lo conoces?
Me agacho frente a ella. —Te explicaré todo —le digo—.
Lo prometo. Pero solo necesito que me des un poco de
tiempo.
—¿Por qué?
—Porque supongo… que todavía estoy resolviendo las
cosas —admito.
Ella frunce el ceño. —¿Qué hay que resolver?
—Cuál es la elección correcta y cuál es la equivocada,
para empezar.
Ella vuelve a su bloc de dibujo. —Solo quiero dibujar
ahorita.
—Vale. Me iré.
Pero, cuando me vuelvo a poner de pie, me doy cuenta
de la cara que ha dibujado. No es exacta, pero hay un
parecido. Su mandíbula fuerte, sus pómulos hundidos, sus
ojos intensos.
—¿Estás… dibujándolo? —pregunto en voz baja, tratando
de filtrar la emoción tensa de mi voz.
Ella asiente. —Me gustó su cara.
No sé cómo sentirme al respecto. ¿Feliz? ¿Asustada?
¿Celosa? ¿Preocupada? Supongo que iré a lo seguro y haré
malabares con todas las emociones. Porque ya no se puede
negar.
Nuestra burbuja ya estalló.
30
DANIIL

Estoy fuera de la casa con tres minutos de sobra.


Las luces están encendidas en la sala de estar y en la
cocina, pero las ventanas están cerradas y las cortinas
corridas. No puedo evitar sonreír.
Me está esperando.
No anticipé que necesitaría este tiempo, este momento
de calma antes de la tormenta. No para recomponerme, he
estado sereno desde el día en que salí de esa celda
abandonada de la mano de Dios, sino para empaparme del
momento. Dejar que su peso se asiente sobre mis hombros.
Se siente bien.
Cuando el reloj marca las 8:30, me acerco a la puerta y
llamo. Sin respuesta. Molestamente predecible. Camino
alrededor de la casa y salto la cerca para llegar al patio
trasero.
Es claustrofóbicamente pequeño. Un montón de cajas
empujadas contra una pared de la casa tiene una capa de
polvo que dice que han estado allí por un tiempo. En la
ventana de arriba, veo una cortina con un patrón de
estrellas esparcidas sobre ella.
La habitación de mi hija. Mi hija. Que puto concepto.
Todavía estoy envolviendo mi cabeza alrededor de eso.
Las luces de la cocina están encendidas, pero no hay
movimiento. Luego—: …Em, te devolveré la llamada…
Vale… Vale… Adiós.
Observo a través de la ventana mientras Kinsley aparece
a la vista. Cuelga y deja el teléfono en la encimera de la
cocina. Sus ojos se desvían hacia una pared que no puedo
ver, donde estoy seguro de que un reloj le anuncia que
ahora son las 8:36.
Ella suspira y se vuelve hacia la ventana. Al principio,
está ocupada lidiando con una cafetera. Pero, cuando
levanta los ojos, me ve parado allí.
Grita inmediatamente y se lleva las manos a la boca. La
cafetera se estrella contra el suelo.
—Despertarás a Isla —llamo suavemente a través de la
hierba, sonriendo.
—¡Joder! —maldice. Se sacude lejos del desastre y se
aleja pisando fuerte.
Un momento después, la puerta trasera se abre de
golpe. El aire es frío esta noche, y ella solo lleva una
camiseta blanca delgada. Es un poco grande para ella, por
lo que se cae de un hombro. Tampoco lleva sostén. Si la
vista de su hombro desnudo no me hubiera alertado, sus
duros pezones ciertamente lo habrían hecho.
—Te dije que vendría.
—Pensé que te referías a la puerta principal.
—Toqué. No respondiste.
—Porque estaba… haciendo cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas de mamá —espeta ella—. Recoger la cena, lavar
la ropa, limpiar la sala de estar. No es que sepas nada
sobre la vida de un padre soltero.
—Parece que tú lo elegiste.
Ella entrecierra los ojos. —Me estás juzgando.
Realmente lo haces. Es increíble.
—No juzgo a nadie. Solo intento aclarar la historia.
—No es una historia —responde ella—. Es lo que pasó.
—¿Toda la verdad y nada más que la verdad?
—Eso es chistoso, viniendo de ti —se burla, sus ojos
revolotean hacia las cortinas en la esquina de la casa—.
¿Desde cuándo me has dado la verdad? ¿Sabes qué? No
importa. No me importa la mierda que tengas guardada
para esta noche. Isla no es tu hija. Tuve una aventura de
una noche una semana después de que desapareciste y…
—¿Una aventura de una noche? Es gracioso. Porque
antes dijiste que saliste con el padre de Isla varias veces
antes de terminar con él.
Ella se sonroja con fuerza. —Debí haberme expresado
mal.
Doy un paso cauteloso hacia ella. Retrocede para
coincidir conmigo, como si bailáramos. —Tendré que, por
supuesto, hacer una prueba de paternidad para
asegurarme de que puedo descartarla como mía.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —pregunto incrédulo—. ¿De verdad crees
que soy el tipo de hombre que le daría la espalda a su
propia hija?
—Me diste la espalda a mí. No es un gran salto asumir
que también le darías la espalda a otras cosas.
—Ya sabes lo que dicen sobre asumir cosas, sladkaya.
Nos miramos el uno al otro por un momento. Tiene la
piel de gallina en sus brazos y un escalofrío en la piel.
Envuelve sus brazos alrededor de su cuerpo, lo que
presiona sus pechos sobre el cuello de su camiseta. Distrae
de una forma molesta.
Concéntrate, Daniil.
—Si ella es mi hija, merezco saberlo —digo con voz
áspera—. Y ella también.
Tal vez sean mis palabras. Tal vez sea mi tono. Pero
cualquiera que sea la causa, Kinsley se ablanda un poco y
la resolución desaparece de su rostro.
Debajo hay una mezcla confusa de emociones.
Esperanza, tal vez. Miedo, definitivamente.
Antes de que pueda entenderlo por completo, se da la
vuelta bruscamente y camina hacia el árbol larguirucho y
calvo que se cierne en la esquina del jardín. Se esconde en
las sombras, pero cuando me mira sus ojos brillan. Claros.
—Tienes razón —murmura—. Ambos lo merecen.
—Ella es mía, ¿no es así?
—Sí. Lo es.
Estoy aliviado por la admisión y enfurecido por lo mismo.
—Realmente no ibas a decírmelo.
Suspira y se apoya contra el tronco. —Te fuiste. No te vi
durante diez años enteros. Y, cuando reapareciste
milagrosamente, eras un hombre diferente. ¿Cómo podría
confiarte a mi hija? En realidad no te conozco. Y, seamos
realistas: incluso en ese entonces no tenías el mejor
historial.
—Sabes por qué me encarcelaron, en primer lugar.
—¿Lo sé? —exige—. ¿De verdad, Daniil? Solo sé lo que
me dijiste. Podrías haber inventado alguna historia para
quedar como un héroe.
—No me interesa hacerme ver como nada.
—Claro, porque no te importa lo que piense la gente. Lo
has dejado muy claro. Pero la cosa es que necesitabas una
coartada en ese entonces, y aparecí yo con mi estúpido
vestido de novia y te di la coartada perfecta. ¿Quién puede
decir que no estabas dispuesto a mentir para obtener lo
que necesitabas?
—No fue una mentira —entono en la noche tranquila.
—¿Así que tu poderoso jefe te encarceló porque evitaste
que golpeara a su esposa? —pregunta—. ¿Esa es la
historia? Vamos. Seamos realistas.
—Es la verdad.
—¿Sabes cuál es la parte loca? En ese entonces, lo creí
—dice en voz baja—. Porque era lo suficientemente ingenua
como para creer cualquier cosa si se decía de manera
suficientemente convincente. Pero ahora espero más.
Ella ha cambiado. Puedo ver eso en la confianza de su
postura, la forma en que ocupa el espacio como si tuviera
derecho a él. Entre eso y sus duros pezones, mi polla no
tiene posibilidad de dormirse.
—Podrías haber estado en prisión por asesinato, hasta
donde yo sé —termina.
—Nunca negué haber matado hombres.
—Jesús —dice con un estremecimiento de horror—. No
puedes decir cosas así tan casualmente.
—Sin embargo, eso no es por lo que me metieron en la
cárcel.
—Vale. ¿Incendio provocado? ¿Robo? ¿Cruzaste la calle
ilegalmente demasiadas veces frente al policía equivocado?
—No seas tonta, Kinsley. —Se sacude ligeramente ante
el áspero latigazo de mi voz—. Tienes instinto. Tienes
inteligencia. Dime, ¿realmente crees que te estoy
mintiendo?
Ella sabe lo que estoy preguntando. —No —dice ella—.
No lo creo.
—Entonces, deja de intentar convencerte de tonterías.
Mira los hechos. Están justo en frente de tu cara.
—Vale —dice ella, sus ojos brillan con intensidad—. Ni
siquiera me importa, honestamente. Es irrelevante. El
hecho importante es que no estabas. Te fuiste. Sin
palabras. Ni siquiera sabía tu apellido. Si lo hubiera hecho,
tal vez habría tratado de contactarte.
—De alguna manera, lo dudo.
Ella me mira por un largo tiempo, buscando a tientas
qué y cuánto decir. Ni siquiera creo que me esté mintiendo
en este momento. Creo que ella realmente no sabe dónde
termina el cuento de hadas y empieza la vida real.
—¿Quieres saber qué es vergonzoso? —ella murmura—.
Solía volver a ese lugar de vez en cuando. Supongo que una
parte de mí esperaba que estuvieras allí algún día.
—Me buscabas.
—Sí —dice ella con un tímido asentimiento—. Supongo
que lo hacía.
—Por Isla.
Ella duda. —Sí, por Isla. ¿Crees que quería ser madre
soltera? ¿Crees que quería criar a una bebé yo sola? ¿A los
veinte? Estaba jodidamente aterrorizada, Daniil. Y pensé
que tal vez si estuvieras cerca, estaría menos aterrorizada.
Pero cada vez que volví a ese lugar estaba vacío. No
estabas allí y me traía de vuelta esa… esa horrible
sensación.
—¿Qué sensación?
—Ser abandonada.
No es difícil ver el patrón. Su padre. Su madre. Su
prometido. Yo. Todos los que alguna vez amó o trató de
amar la dejaron en la estacada, aferrándose frenéticamente
mientras las aguas frías se cerraban sobre su cabeza.
Soy el único que la sacó de ese río oscuro.
Quizá por eso mi traición la lastimó más.
—Sé que éramos extraños —continúa—. No me debías
nada y no me engañaste a hacer nada que no estuviera
dispuesta a hacer. Me acosté contigo esa noche porque
quería y no me arrepiento de eso. Pero, a medida que
pasaron los años, empecé a darme cuenta de que era mejor
así. Estaba mejor sola, criando a Isla de la manera que me
parecía mejor.
Aprieto los dientes. —Y es “mejor” para ella vivir en este
barrio de mierda, en esta choza, sin padre, mientras tú
luchas por poner comida en su mesa. ¿Es eso lo que me
estás diciendo?
Se eriza, tan orgullosa y feroz como siempre. —¿Perdón?
Presiono más cerca, acorralándola contra el árbol. —
Puedo cuidarla, Kinsley. Puedo cuidarlas a ambas. Puedo
comprarte una casa adecuada. Un hogar adecuado.
—No hay nada malo con este lugar. Puede que no
seamos ricas, pero al menos somos felices.
—Patrañas.
La palabra se tuerce y se contorsiona para significar
tantas cosas a la vez. Ella parpadea hacia mí, su expresión
es compleja y confusa. —¿Qué quieres decir?
—Las observé a ti y a Isla en la heladería hoy —explico
—. Ella no parece una niña normal de nueve años.
Los ojos de Kinsley brillan con ira y se lanza hacia mí
con un dedo en mi cara. —¿Cómo te atreves? ¿Crees que
puedes aparecer, irrumpir en nuestras vidas y pensar que
sabes lo que es mejor para mi hija? ¿Cómo te atreves?
¿Cómo mierda te atreves? No sabes nada de nosotras. De
ninguna de las dos.
No me conmueve su rabia. —Tengo la intención de
aprenderlo.
—Tengo una idea: ¿qué tal si vuelves a vivir tu vida
miserable, para que nosotras podamos continuar con la
nuestra?
—¿De verdad crees que eso es lo mejor para Isla? —
pregunto—. Evitar que ella conozca a su padre. ¿Crees que
eso le hará mejor?
El argumento vive y muere en su lengua sin salir nunca.
Es fácil ver cómo la mitad del trabajo se hizo solo. Tenía
razón sobre la tristeza en los ojos de Isla. Tenía razón sobre
la tensión en los hombros de Kinsley.
Me necesitan más de lo que jamás admitirá.
Las dos.
—Deja de intentar alejarme, Kinsley —le digo—. Deja de
intentar castigarme por irme.
Ella entrecierra los ojos. —Por supuesto que lo harías
todo sobre ti.
—Todavía estás enojada por lo que pasó entre…
—Eso es lo que realmente piensas, ¿no? —Ella se ríe
como una loca—. ¿Crees que esa noche fue tan
orgásmicamente transformadora para mí que me arruinó
para otros hombres por siempre? ¿Y que he pasado la
última década añorándote?
—Si el zapato calza.
Ella se pone justo en mi cara. Su aroma llena mi nariz,
embriagador y delicioso. —Yo confié en ti esa noche. Tú me
escupiste en la cara. Así que sí, estoy un poco resentida al
respecto. Mi hija no necesita saber lo que se siente ser
abandonada.
—Nunca te prometí nada, sladkaya.
La ira de Kinsley parece marchitarse un poco. Como si lo
hubiera estado soportando durante tanto tiempo que
simplemente se cansó de la carga. Mira hacia la ventana de
Isla y luego hacia mí.
—No pedía nada más que un adiós —dice en voz baja—.
¿Era realmente mucho pedir?
No, digo en mi cabeza.
En voz alta, digo—: Yo no me despido.
—¿Qué haces entonces, Daniil? —pregunta—. Porque
parece que no te relacionas y no das ni respuestas ni
explicaciones. Entonces, ¿qué sí haces?
En respuesta, la agarro por la cintura y la acompaño
hacia las sombras. Ella golpea su espalda contra el tronco
del árbol y grita suavemente.
—Basta —exige ella. Pero es débil, incierto. Poco
convincente.
—Podría follarte —le susurro—. Podría follarte y sacarte
un poco el resentimiento.
—Es un gran ego el que tienes. Diez años no le han
hecho mella —ella se retuerce en mi agarre—. Suéltame.
—Oblígame.
—Eres un maldito gigante. ¿De verdad esperas que yo te
quite de encima mío?
—¿Así que ni siquiera vas a intentarlo? —me burlo—.
Suena más como una excusa, para mí.
Empuja contra mí con todo su cuerpo, pero eso solo
logra endurecerme más. Dios, esta mujer se siente tan
malditamente bien. Pensarías que acabo de salir de la
cárcel otra vez, por lo delirantemente hambriento que me
pone. Quiero saborear cada centímetro de ella hasta que
esté temblando en mi lengua, en mis dedos, en mi polla.
—Tú eres el que tiene todas las excusas, Daniil —me
espeta.
—Ya no hay excusas —digo—. Para ninguno de los dos.
Quiero conocer a mi hija.
Sus ojos se vuelven planos y nublados.
—No estoy pidiendo permiso, sladkaya.
Luego, inclino mis labios hacia su cuello. Ella jadea y se
estremece cuando mi beso roza su piel, pero deja de luchar.
Me alejo y miro sus bonitos ojos verdes. Hay anhelo en
ellos. Hay lujuria. Hay necesidad.
Y podría satisfacer cada uno de esos deseos. Mi polla
está desesperada por darle todo lo que ella se niega a
pedir.
Pero no puedo. Todavía no.
—Volveré —le susurro—. Sabes lo que espero cuando
regrese.
31
KINSLEY

Me paro frente al espejo para revisar el lugar en mi


garganta en el que me besó. Todavía se siente caliente,
como si me hubiera marcado de alguna manera. No hay
rastro real de él, ningún rastro visible al menos, pero su
olor todavía está aferrado a mí y el escalofrío que dejó
atrás no se irá pronto.
Cuando suena el timbre, me apresuro a contestar. El
hormigueo en la nuca permanece exactamente donde está,
un recordatorio constante de qué y quién estuvo aquí.
—¡Em! —grazno.
—Hola —dice ella, entrando a la casa y mirando
alrededor en las esquinas, como si Daniil todavía pudiera
estar allí—. ¿Dónde está Isla?
—Durmiendo.
—Así que, ¿ no lo vio?
—No mientras él estuvo aquí, no.
—Vale, eso… ¿está bien? ¿Diríamos que eso es bueno?
Lanzo mis manos al aire. —Ya ni siquiera sé —me quejo
—. Lamento haber llamado. Sé que tienes que levantarte
temprano mañana.
—Ay, por favor —dice Emma rechazando la disculpa—.
Apenas son las diez, abuela. Vamos.
Pasamos a la sala de estar, donde tengo una bandeja con
galletas, café y gusanos de goma. Emma echa un vistazo a
la configuración y se vuelve hacia mí con una sonrisa
conmovida.
—¿Te dolió cuando te caíste del cielo? —ella suspira
soñadoramente. Agarra la bolsa de gomitas y se sumerge
en el sofá—. Si tan solo fuéramos lesbianas. Me casaría
contigo y viviría feliz para siempre.
—Eso en realidad suena bastante bien, en este momento.
Me siento a su lado y toco mi cuello instintivamente.
Todavía puedo oler su aroma a roble y madera. Tan
primitivo. Tan masculino.
—Pero en serio no tenías que hacer todo esto —dice
Emma, mirando la bandeja—. Se siente un poco extremo,
en realidad. Incluso para ti. ¿Me estás engordando para
comerme?
Cojo una galleta y me apoyo en el sofá mordisqueando
los bordes. —Tenía mucha energía nerviosa que necesitaba
salir. También tengo un plato de queso en la nevera, si te
interesa.
—El día que le diga que no al queso es el día que me
empujarás por un precipicio, amante.
Me río, voy a buscar el plato de queso y me reúno con
Emma en el sofá. Nos enfrentamos y cruzamos las piernas,
con el plato de queso bellamente dispuesto entre nosotras.
—Deberíamos hacer esto más a menudo —dice Emma,
alcanzando un trozo de gouda.
—En realidad, esto es algo que prefiero evitar.
—Vale. Olvidé por un segundo que tienes un gran drama
en marcha.
—Desafortunadamente no tengo el lujo de olvidarlo.
Ella pone cara de asco. —Para que conste, no
recomiendo gusanos gomosos con gouda. Genial la mezcla
de letras. No tanto los sabores —toma un sorbo de café
para enjuagar el sabor, luego me mira con severidad—.
Bueno. Cuéntamelo todo. ¿Qué pasó?
Suspiro, mis hombros caen hacia adelante. —Apareció
exactamente cuando dijo que lo haría. Fingí que no lo
escuché tocar la puerta.
Emma alza las cejas. —¿De verdad pensaste que eso iba
a funcionar? ¿Algo del tipo avestruz-con-la-cabeza-en-la-
arena?
—Estaba desesperada —espeto.
—Déjame adivinar: entró igual.
—Se coló por la parte de atrás y me asustó muchísimo.
Estaba parado afuera en el jardín. Solo, o sea, melancólico.
—Como un vampiro sexy, ¿eh?
Estrecho mis ojos hacia ella. —Em. Enfócate. Necesito tu
cara seria.
Ella se estremece. —Lo siento. Estuve escuchando
Crepúsculo en audiolibro de camino al trabajo. Es lo más
reciente que tengo en la mente. De todos modos, sigue.
—Bueno —digo—, tuve que admitirlo.
Sus ojos saltan. —¡Espera! ¿Confirmaste que Isla es
suya? Pensé que irías con una negación dura, sin importar
qué.
—Yo también lo pensé —digo miserablemente.
—¿Pero…?
—Él… él tiene ojos realmente intensos.
Emma sonríe y hace un pequeño chillido y contoneo. —
¡Ay, Dios mío, lo deseas! ¡Lo deseas totalmente!
La caída de mis hombros se vuelve un poco más
pronunciada. —Me estoy esforzando mucho para no
hacerlo. Es una mala noticia, Em. No sé exactamente cómo.
Pero eso sí lo sé.
—Él es el único chico que alguna vez te ha hecho sentir
algo —responde ella, masticando alegremente una galleta
untada con queso brie.
—Eso no es cierto.
—Dijo ella a la defensiva.
Estrecho mis ojos hacia ella. —Sabes que odio cuando
haces eso.
—Dijo ella con frustración.
—¡Em!
—Lo siento —dice, tragando la galleta y alcanzando las
uvas—. Solo estoy emocionada por ti.
—¿Qué parte exactamente te emociona? —exijo—. Esto
es serio, Em. Quiere conocer a Isla. Quiere ser parte de su
vida.
—¿Y qué? ¡Esa es la parte que me emociona!
—¡Eso significa que será parte de mi vida!
—Ah —reflexiona sabiamente—. Así que de eso se trata
en realidad.
Me detengo en seco. —Em… ¿te importaría aclarar?
Emma mueve un dedo de regaño en mi cara. —Tienes
miedo de que, una vez que él esté siempre cerca, tus
sentimientos por él empeoren y empeoren. Hasta que te
derrumbes y lo folles sin parar.
Si sólo fuera así de simple. —No es eso —digo en voz
alta.
—Hm. Vale, entonces, ¿qué te preocupa?
—No es que no esté preocupada por exactamente esa
situación —admito, sonrojándome—. Pero si solo se asoma
en el fondo como un… como un…
—Vampiro sexy —interviene ella, extremadamente inútil.
—Como el maldito hombre del saco —escupo—,
entonces, ¿cómo puedo seguir con mi vida? ¿Y si él sigue
con su vida luego de un tiempo? ¿Qué pasa si él…? Mierda,
todo esto está saliendo mal. Si vieras a Charlize lo
entenderías. Si él no estaba dispuesto a comprometerse
con esa mujer, entonces no tengo ninguna oportunidad en
todo el puto infierno. No es que yo, tú sabes, quiera…
Intento salvar las apariencias, pero Emma ya me está
mirando con una cuarta parte de simpatía y tres cuartas
partes de sonrisa emocionada. Lo que me hace querer
meterme el pie en la boca.
—Cariño, ¿olvidas con quién estás hablando? —
pregunta, luego avanza como un torbellino sin dejarme
hablar—. No tienes que fingir conmigo. Ya sé cuál es tu
posición con Daniil. Has estado enamorada de él durante
diez años. ¿Qué te hace pensar que eso simplemente
desaparecerá ahora que él está aquí?
Has estado enamorada de él durante diez años. No es
tan fácil de negar en mi cabeza. Lo que significa que no es
fácil de negar en absoluto. Porque el hecho es que no suena
mal. Ni siquiera un poquito.
Duele, como solo las cosas verdaderas pueden doler.
—Puede que no sea… ya sabes, esa palabra que acabas
de usar.
—¿Amor?
Me estremezco. —Vale. Puede que no sea eso.
—¿Tienes otra explicación?
—Falta de cierre —digo con falsa confianza. Suspiro y
tomo una galleta y algunas nueces—. ¿Cómo se volvió mi
vida tan malditamente complicada?
—Creo que comenzó cuando decidiste ponerte juguetona
con un delincuente en medio del bosque.
—Estábamos en un coche.
—¿Qué?
Me sonrojo ferozmente. —No estábamos rodando por la
tierra y las hojas. Estábamos en un coche.
—Ah. Cierto, mucho más elegante.
La miro y ella se ríe. —No lo entiendes, Em. Él… él
ocupa espacio.
Ella frunce el ceño. —¿Qué significa eso?
—Quiero decir que él es solo una presencia. Él es… más
grande que la vida —ese regocijo en su rostro aumenta otro
grado, y niego con la cabeza—. Esto está saliendo mal.
—O tal vez está saliendo exactamente bien. ¿Cuándo fue
la última vez que un hombre te hizo sentir como él lo hizo?
—ella reflexiona.
—No importa. Irrelevante.
—¡Como el infierno que es relevante! Mira, cariño, si hay
algo que aprendí de la reina Stephenie Meyer es que el
propósito de la vida es encontrar a esa persona que te hace
sentir todo. Mariposas y otros insectos variados en la boca
del estómago. He estado buscando ese sentimiento desde
que tenía catorce años. Todavía no lo he encontrado.
Sonrío y me muerdo la risa. —Me da miedo, Em.
—Como, ¿te sientes físicamente amenazada?
—No, no. Así no.
—Entonces, creo que es seguro decir que te está dando
el tipo de miedo que es saludable.
—No llamaría “saludable” a lo que siento, en ningún
sentido de la palabra.
—Solo porque tienes miedo de las consecuencias de este
sentimiento —proclama—. Lo cual es una forma indirecta
de decir que tienes miedo de salir lastimada.
—Ya no soy solo yo —señalo—. También tengo que
pensar en Isla.
Luego, escucho un sonido y dejo de hablar.
Emma se queda quieta. —¿Qué está sucediendo? —
susurra—. ¿Está el aquí?
No le respondo. —¿Isla?
Durante unos segundos, no hay sonido. Tampoco hay
respuesta. Luego, doblando la esquina, aparece Isla con su
pijama de algodón a rayas.
—Oye, chiquilla —digo con voz áspera, de repente
cargada de emoción.
—No podía dormir —murmura adormilada.
Emma se retuerce en el sofá. —¡Hola, señorita! ¿Cuánto
tiempo te has estado escondiendo allí?
—Solo un minuto.
Emma finge jadear. —¿Un minuto entero, y sin venir a
darle amor a la tía Emma? —levanta los brazos e Isla corre
hacia ellos. Se acurruca contra el pecho de Emma y me
mira. Veo ese brillo en sus ojos y lo sé: ha oído más de lo
que debería.
—¿Sigues enojada conmigo? —le pregunto a mi hija.
Ella niega con la cabeza. —No.
—¿Tuviste una pesadilla?
—No. Simplemente no podía dormir.
Emma y yo intercambiamos una mirada por encima de
su cabeza. Los rizos de Isla vuelan sueltos en todas las
direcciones. Parece como si hubiera pasado la última hora
dando vueltas en su cama.
¿Nos vio a Daniil y a mí afuera en el patio trasero?
¿Lo vio besar mi cuello?
¿Qué escuchó?
Respiro hondo y me doy cuenta de que estoy tratando de
mantener el control de una situación sobre la que ya he
perdido el control. Tal vez solo necesito un cambio de
perspectiva. Tal vez solo necesito… soltar.
—Cariño —le digo mientras se sienta junto a Emma y
alcanza una rodaja de queso—. Hay algo que necesito
decirte.
Emma se tensa de inmediato y sus ojos encuentran los
míos con pánico. ¿Estás segura? me gesticula con la boca.
La respuesta a eso es que no, no estoy segura. No estoy
segura de tener suficientes recursos emotivos para
transmitir lo que siento ahora. No estoy segura de poder…
No. Tengo que hacer esto ahora, o correré el riesgo de
perder la confianza de mi hija.
—Es un poco difícil para mí hablar de esto, pero creo
que deberías saberlo, de todos modos.
Isla asiente como alguien que le dobla la edad. —Puedo
soportarlo.
Yo sonrío. Ella me enorgullece, incluso cuando me rompe
el corazón al mismo tiempo. Emma aprieta los hombros de
Isla. —¿Recuerdas la historia de cómo conocí a tu padre? —
le digo.
Ella asiente.
—Bueno, todo eso era cierto. Estuvimos juntos esa
noche, y luego él se fue a vivir su vida y yo me fui a vivir la
mía. Pero recientemente nos encontramos de nuevo, por
casualidad.
Los ojos de Isla se agrandan. —¿En serio? ¿Era ese
hombre que estaba en el parque hoy? —pregunta—. ¿El
muy alto?
Me estremezco. Sin embargo, me alegro de que salga
más temprano que tarde. Algunos secretos pueden pudrirte
desde adentro hacia afuera. —Sí, cariño. Era él.
—¡Lo sabía! —dice con orgullo, como si hubiera
descifrado algún tipo de código secreto—. Sabía que era
alguien importante. Alguien especial.
Emma me mira y sonríe. —Bueno, tenías razón.
—Siento haberte mentido antes —continúo—.
Simplemente no estaba preparada para verlo, y la verdad
es que, en ese momento, él no sabía nada de ti.
—¿Quieres decir que no le dijiste?
—Bueno, quería asegurarme de que podía confiar en él.
—Pero… él es mi papi.
—Lo sé, cielo. Pero no es tan simple como eso. Puede
que sea tu padre, pero también puede ser… muchas otras
cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Supongo que solo quiero decir que me asusté cuando
lo volví a ver. Me preocupaba cómo podría afectarte su
presencia.
—Pero quiero conocerlo —insiste—. ¿Él quiere
conocerme?
Tan audazmente como ella hace la pregunta, puedo
sentir la tenue vulnerabilidad allí. Tiene miedo de ser
rechazada. Le da terror darle la razón a sus bravucones.
Mi corazón se rompe otra vez.
—Sí quiere —le digo—. De hecho, no puede esperar para
conocerte.
Ella sonríe ampliamente. Es la felicidad más externa que
he visto de ella en mucho tiempo. Me avergüenza lo celosa
que estoy de saber que Daniil logró sacar esa sonrisa
cuando yo he fallado una y otra vez en los últimos meses.
Y todavía ni siquiera la ha conocido.
—Vale. Guau. ¿Cuándo podré conocerlo?
—Pronto —le prometo—. Dijo que me contactaría en los
próximos días, así que estoy segura de que tendrás la
oportunidad de verlo cara a cara.
Isla mira a Emma. —¿Lo conoces, tía Em?
—Desafortunadamente, no —confiesa Emma—. Pero lo
espero con ansias.
—Es muy guapo —le informa Isla con orgullo.
Emma le guiña un ojo. —Eso escuché.
Sin embargo, Isla parece preocupada de repente. —
Mamá, ¿qué me pongo para verlo por primera vez?
—Lo que te haga sentir cómoda, amor. No importará lo
que te pongas. Él te va a amar de cualquier manera.
Pero puedo ver que Isla ya está empezando a
inquietarse. Se está tirando de las uñas y chasqueando la
lengua contra los frenillos. Son tics nerviosos que
desarrolló hace unos años.
Me inclino hacia adelante y agarro sus manos, las beso y
la miro a los ojos. —No tienes absolutamente nada de qué
preocuparte, ¿vale? Él te va a amar.
—Pero… ¿y si no lo hace? —pregunta suavemente—. Lo
vi hoy. Él es realmente guapo. Entonces, ¿cómo es que…
cómo es que me veo así?
—Vamos, linda —interrumpe Emma con desdén—. ¡Eres
un bombón!
Fuerzo una sonrisa en mi rostro. —Lo que la tía Em
quiere decir es que eres hermosa, cielo. No es que el amor
y la belleza estén intrínsecamente vinculados, de ninguna
manera. Si alguien te ama simplemente porque eres
hermosa, entonces no es amor verdadero.
Isla lo considera por un momento. —¿Me dirás cuándo
puedo verlo? —pregunta nerviosa.
—Por supuesto.
Asiente. —Vale. Entonces me iré a la cama. Buenas
noches, Mamá. Buenas noches, tía E.
Estoy bastante segura de que estará dibujando hasta
altas horas de la madrugada, pero no estoy de humor para
pelear. Su puerta se cierra con un clic, y Emma y yo
dejamos escapar exhalaciones de cansancio simultáneas.
Emma exhala profundamente. —Guau. Eso fue una
montaña rusa. Sin embargo, creo que salió bastante bien.
—Eso espero —murmuro—. Lo que sigue no será más
fácil.
Emma me empuja en el hombro juguetonamente. —Yo
también quiero conocerlo, ¿sabes?
—Urgh.
Ella ríe. —No será tan malo.
—¿Cómo lo sabes?
—Fe —dice con orgullo. Una palabra. Como si esa fuera
la respuesta a todo.
Fe.
Lástima que la mía la dejé toda en el fondo de un río.
32
DANIIL

Cirque es el último lugar en el que quiero estar ahora


mismo.
Petro tiene suerte de que aparecí, porque no estoy de
humor para este club nocturno odioso y ostentoso.
Especialmente, no ahora. No con Isla en mi mente y Kinsley
en mis labios.
La sección VIP está acordonada. Las luces se han
atenuado y emiten un resplandor mercurial, que resuena a
través de la barra al final del área alfombrada, reservada
solo para los más ricos e influyentes.
—Hola, guapo.
Una de las camareras se pavonea hacia mí. Lleva un
sostén negro que apenas oculta sus pezones. Su falda tiene
un dobladillo corto y le cae sobre las caderas, lo
suficientemente bajo como para revelar las tiras de una
tanga negra haciendo juego. Como si eso no fuera
suficiente, también lleva una cadena corporal que se
engancha alrededor de su cuello como un collar delgado, se
sumerge entre sus senos, luego baja hasta su estómago y
se enrolla alrededor de su cintura.
Ella es el epítome del sexo, en todos los sentidos de la
palabra.
Y, sin embargo, parece que no puedo generar el más
mínimo interés.
—Tus muchachos están justo allá. ¿Qué tal si te
acompaño?
—Puedo encontrar mi propio camino —la dejo atrás sin
siquiera mirarla a la cara.
Los hombres de la Bratva están repartidos en tres sofás.
Petro se sienta en el medio, con los soldados tumbados a
ambos lados y las mujeres apoyadas en el regazo como
adornos resplandecientes.
—¿Es una reunión de negocios o una fiesta? —exijo.
Los ojos de Petro se desvían hacia los míos y sonríe. —
Oigan, el jefe está aquí.
Los hombres parecen bastante idos en este punto. El
olor a humo, alcohol y sexo contamina el aire. Veo a dos
parejas follando en la esquina del espacio. Técnicamente
están en habitaciones privadas, pero a ninguno le pareció
necesario cerrar las cortinas de gasa.
—Ven y únete a nosotros —dice Petro haciéndome señas
—. Siéntate a mi lado. Seguro querrás a Nessa o a
Constance. Ambas son jodidamente sexys. Sin embargo, la
completa revelación es que me follé a Constance esta
noche.
Me quedo parado donde estoy. —Petro, te pedí que
manejaras el negocio. No que te pongas a tontear.
Me frunce el ceño. —Todo listo y sacudido.
—Entonces muéstrame los contratos.
—Eh… ¿contratos?
—Jesucristo, maldito idiota —gruño. Luego me doy la
vuelta y me dirijo a una de las habitaciones privadas
desocupadas, para escapar del hedor y el libertinaje.
Petro no tarda mucho en seguirme. Antes de que pueda
cerrar el telón, otra de las azafatas aparece en el umbral.
Esta lleva un vestido con una abertura lateral que casi le
llega al coño, con un escote hasta el ombligo.
—¿Quieren privacidad, muchachos? —pregunta haciendo
un pequeño guiño—. ¿O quieren que me deslice entre
ustedes dos?
Petro echa un vistazo a su largo cabello pelirrojo y se
vuelve hacia mí. —¿Cara o culo?
Me siento en el centro del sofá y cierro los ojos. —
Déjanos.
Ella resopla de decepción, pero se va sin un escándalo.
En el momento en que se va, Petro se vuelve contra mí. —
¿Por qué la despediste? Ahora ella creerá que somos
nosotros los que follamos. Mantendré la puta cortina
abierta.
Está a punto de dejarse caer en el sofá cuando levanto la
mano. —No.
Él duda. —¿No?
—Permanecerás de pie hasta que yo diga lo contrario.
—Ah, mierda —dice, recuperando la sobriedad
rápidamente. Sabe que estoy enojado.
—Te dejé a cargo esta noche —me aseguro de mirarlo
directamente a los ojos para que pueda ver lo serio que soy.
—Para ser justos, te dije que no era una buena idea.
—Se supone que eres mi mano derecha. Mi Vor más
cercano. Si no puedo confiar en ti para manejar toda la
mierda cuando yo no puedo, ¿en quién diablos se supone
que debo confiar?
—Daniil…
—Don —espeto—. En este momento, no soy tu amigo.
Soy tu jefe y maestro. ¿Ponyal?
Él inclina la cabeza. —Da, Don. Prostita menya.
Bufo. —Mi perdón no es tan fácil.
Petro me mira con cautela. —No logré firmar el contrato.
La cagué. Pero estuvieron de acuerdo…
—Lo que acordaron esta noche no significa nada si no
pueden recordarlo por la mañana. Tendremos que hacer
todo esto de nuevo.
—Yo me encargo, señor.
—¿Puedes? ¿Puedes encargarte de esto?
—Lo haré —dice con determinación—. Solo me… desvié
esta noche.
—Coño y alcohol —gruño—. Serán tu muerte.
—Y qué manera de irse —dice con una sonrisa tentativa.
Pongo los ojos en blanco. —Siéntate y calla.
Una sonrisa cruza su rostro mientras se sienta en el otro
extremo del sofá. —¿Cómo te fue?
Me encojo de hombros. —Tengo cosas entre mis manos.
Solo le estoy dando un poco de tiempo para procesar. Antes
de precipitarme.
Los ojos de Petro se estrechan de inmediato. —Nunca le
has dado a ninguna otra mujer, borra eso, a ninguna otra
persona, esa oportunidad antes.
—Ella es… diferente —respondo evasivamente—. Es la
madre de mi hija.
—Joder —respira Petro—. Me da escalofríos cuando lo
dices así. Estoy prácticamente completamente sobrio de
nuevo.
—Lo dudo mucho.
—Tienes una hija —murmura como si estuviera probando
el concepto—. Tienes una niña —sacude la cabeza y se
encuentra conmigo, con una mirada atónita—. ¿Qué diablos
sabes tú sobre las niñas, sobrat?
—Ni una maldita cosa.
—Estás tan jodido. Mega jodido.
—Me escapé de la cárcel —le recuerdo—. Puedo lidiar
con una niña de nueve años.
Justo en ese momento, la chica de antes vuelve a circular
y asoma la cabeza en la habitación. —¿Cambiaron de
opinión, muchachos, sobre algo de compañía? —pregunta,
asegurándose de exhibir un trozo de muslo.
—No —gruño—. Pero puedes traernos algunas bebidas.
Ginebra. Y whisky.
—De inmediato, guapo.
—Jesucristo —gime cuando ella se ha ido—.
¿Rechazando coño fácil? Ya estás azotado. Esto cambiará
todo.
—No cambia nada —respondo—. Kinsley es la madre de
mi hija. Eso es todo.
—¿Y no quieres convertirla en nada más? Como, ah,
digamos… ¿tu esposa?
Bufo. —No seas ridículo.
—Es una pregunta justa. Ya la has visto en vestido de
novia. Quizá te gustó lo que viste.
—Estás muy cerca de recibir un puñetazo en la cara,
amigo mío.
—¿Has pensado sobre eso? —persiste.
—¿Golpearte en la cara? Todos los malditos días de mi
vida.
—Si has pensado en el matrimonio, estoy preguntando.
—Jesucristo. Eres un niño.
—¡Exactamente! —Petro cacarea—. ¿Para qué necesitas
otro? —me giro hacia él y titubea un poco bajo mi mirada—.
No sé cómo lidiar con las relaciones, ¿vale? —él admite—.
O con los niños. Y ahora, parece que tú tienes ambos.
—Anímate, hombre —le espeto—. Esto no cambia nada.
Él suspira. —Yo no estaría tan seguro. ¿Has pensado en
las consecuencias de que esta información salga a la luz?
¿Consecuencias que llevan el nombre de Gregor Semenov?
—¡Ja! Ese viejo cabrón está cagado de miedo de mí. No
intentará nada, aunque se entere.
—“¿Aunque se entere?” —Petro hace eco—. Vamos,
Daniil. Definitivamente se va a enterar. Es solo cuestión de
tiempo. Especialmente, si planeas desempeñar un papel
activo en la vida de esta niña.
—Es mi hija. Por supuesto que voy a desempeñar un
papel activo en su vida.
—Exactamente ese es mi punto. Así que él puede usarla
para vengarse de ti.
—¿Por hacer qué exactamente? —exijo—. ¿Salir de
debajo de su pulgar? ¿Hacer las cosas a mi manera?
—Ambas —dice Petro—. Tomaste sus secretos y…
—¿Sus secretos? —exploto—. Hice todo lo que me pidió,
cada vez que me lo pidió. ¿Quería un títere? Yo era eso para
él. ¿Quería un asesino? Yo también era eso. Pero hubo
ciertas líneas que no debería haber cruzado.
—Estoy de acuerdo. Claramente. Es por eso que
abandoné el barco contigo.
Dejo que mis puños se aflojen. —Lo recuerdo.
—Hice eso porque siempre supe que él era la mitad de
don de lo que eras tú. Y ni siquiera una fracción del don en
el que te convertirías.
Lo miro con recelo. —¿Hay alguna razón por la que estás
tratando de endulzarme?
—Me puse sentimental por un segundo —reflexiona—.
Sobre los viejos tiempos. Tiene sentido, considerando que
la vida está a punto de cambiar a lo grande. Quiero decir,
siempre supe que tendrías un hijo. Alguien tiene que
continuar con el legado familiar. Pero, ¿así? No puedo decir
que alguna vez lo haya visto venir.
Con un suspiro, me desplomo en mi asiento. —No es tu
trabajo preocuparte por esta mierda.
Se encoge de hombros. —Es mi trabajo cuidar tu
espalda. Eso es lo que estoy haciendo. No quiero que este
nuevo desarrollo nuble tu juicio.
—Nada está nublado. Puedo ver las cosas más claras que
nunca. Ahora tengo una responsabilidad mayor.
Petro parece nervioso. —¿Has pensado en la transición
para ellas, Daniil? —pregunta—. Son civiles. ¿Saben
siquiera quién eres realmente? ¿Lo que realmente haces?
—Lo averiguarán cuando sea importante.
—Ju, chico. Se va a armar la gorda.
—Puedo lidiar con Kinsley.
—¿Y Gregor? —pregunta Petro sin rodeos—. ¿Estás
preparado para su movimiento cuando descubra esto?
—Déjalo moverse. No me esconderé ¿El viejo bastardo
quiere venir a mí? Que así sea. Será mejor que dispare a la
cabeza.
Petro se queja. —No esperaría menos de él. Jesús, tienes
agallas. Realmente espero que sepas lo que estás haciendo,
hermano.
Yo sonrío. —No te preocupes. Siempre lo hago.
33
KINSLEY

DANIIL [2:14 AM]: Pasaré mañana a las tres de la


tarde para ver a Isla.
Eso fue todo.
He estado abriendo ese texto durante todo el día y me
limité a mirarlo una y otra vez. No es de gran ayuda para
calmar mis nervios.
—¿Señorita Whitlow? Me pica la nariz.
Miro a Avery, uno de mis pequeños alumnos. Está
sentado en su mesita redonda, con las manos
absolutamente cubiertas de pegamento azul y brillos.
El día de las artes y las manualidades siempre sale un
poco mal cuando hay toda una camada de niños de seis y
siete años provocando el caos. El pegamento se lo comen,
lo tiran y se pega en todos los orificios. El día que les
permití usar brillantina sigue siendo uno de los días más
inquietantes de toda mi vida.
—Ay, Avery, cariño. Espera. Vamos a arreglarte.
Acudo a su rescate y lo llevo al baño para limpiarlo
mientras Kendall, mi maestra asistente, supervisa el salón
de clases en mi ausencia.
Cuando vuelvo, Kendall les está ordenando que guarden
sus suministros. —Empaquen sus cosas, niños —dice ella—.
La campana está a punto de sonar.
Libero un silencioso Gracias a Dios. Ha sido un día largo.
Llevamos a los niños a sus lugares de recogida para que
sus padres puedan buscarlos. Uno por uno se van, hasta
que por fin estamos misericordiosamente fuera de servicio.
Cuando regresamos al salón, Kendall me mira con
extrañeza. —¿Estás bien? —pregunta preocupada, jugando
con las puntas de su larga trenza rubia.
—Claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces realmente distraída hoy.
—¿Yo?
—Y revisaste tu teléfono como quinientas veces. Nunca
tocas tu teléfono durante el horario escolar.
Maldita sea. —Solo estoy… esperando una llamada —
miento.
¿Cómo se supone que debo explicar que he estado
mirando un mensaje de texto del criminal perdido-hace-
mucho-tiempo padre de mi hija? Casi me río a carcajadas
cuando pienso en comenzar toda la historia desde el
principio. Se suponía que me iba a casar…
—Ah —dice ella—. Pensé que habías conocido a alguien.
Me río. —No, no, nada de eso.
—Sabes, si estás interesada, conozco a un tipo
realmente genial con el que podría emparejarte…
Sonrío tan agradablemente como puedo. —Gracias,
Kendall. Eso es dulce de tu parte. Pero en realidad no estoy
saliendo en citas en este momento.
—Llevo más de un año trabajando aquí. Esa ha sido tu
respuesta estándar todo el tiempo.
—¿Lo ha sido?
—Definitivamente. Cuando ese sustituto te invitó a salir,
lo rechazaste en seco.
Arrugo la frente. Ni siquiera recuerdo eso. —¿Sustituto?
¿Qué sustituto?
—¡Dios mío, estás bromeando! Connor Reynolds. Ciento
ochenta y cinco centímetros, hombros anchos… —baja un
poco la voz y agrega—: Un trasero realmente lindo.
Me sonrojo y vuelvo a hacer cualquier cosa para
mantener mis manos ocupadas. —No me suena.
—Vale, si no recuerdas al Sr. Reynolds es porque
claramente tienes ganas de otra persona. Así que habla.
¿Quién es el tío?
—No hay ningún tío —insisto débilmente—. Solo mucho
drama en mi vida. Solo… estoy realmente preocupada por
Isla, en realidad.
Kendall frunce el ceño. —¿Sigue teniendo problemas?
Pensé que se había resuelto.
Me hundo en un asiento en el borde de mi escritorio. —
Yo también pensé lo mismo. Resulta que las chicas que la
acosan solo se volvieron más inteligentes sobre cómo lo
hacen.
—Urgh. Los niños de nueve años son los peores. A
excepción de Isla, por supuesto.
Sonrío, pero vacila después de un momento. —Ella ya no
quiere quedarse en esta escuela —confieso—. Quiere un
cambio y, sinceramente, creo que se lo merece.
—Pero… ¿qué significaría eso para ti? —pregunta
Kendall—. ¿Seguirías trabajando aquí?
—No creo que eso tenga sentido. Trataría de conseguir
un trabajo en cualquier escuela a la que Isla entre.
—¡Nooo! No puedes dejarme aquí.
—No te preocupes —le aseguro—. Si me voy, seguiremos
en contacto. Tomaremos unos tragos después del trabajo
cada semana, o algo así.
Kendall sonríe. —¿Sí? Suena divertido —muy
amablemente olvida mencionar que he rechazado todas las
invitaciones para salir después del trabajo que he recibido
desde que empecé a trabajar aquí.
—Pero, mientras tanto, creo que tengo que volver a
hablar con Heather sobre Isla.
Kendall arruga la nariz. —¿Tú crees? —ella pregunta—.
Quiero decir, no conozco muy bien a Heather, pero
parece… fría.
—Eso es mucho mejor que la palabra que yo hubiera
usado —nos reímos juntas por un momento. Luego suspiro
—. Adelante, vete. Yo termino de limpiar.
—¿Segura? —pregunta Kendall.
—Afirmativo. Ve. Vive tu vida. Tengo que ir a buscar a
Isla, de todos modos.
—Gracias, cariño —dice ella. Me toca una vez en el codo
y deja que su mirada permanezca demasiado tiempo, sus
cejas muy fruncidas por la preocupación.
No me gusta que la gente se preocupe por mí. Se siente
peligrosamente cercano a la lástima.
Luego, el momento termina y ella recoge sus cosas y
sale por la puerta. Ordeno el salón de clases y preparo las
cosas para la mañana, luego abro mi computadora. Los
alumnos de quinto grado son los últimos en salir, así que
utilizo el tiempo hasta la última campana para comenzar a
investigar otras escuelas en el área.
Termino con una avalancha de información y un dolor de
cabeza creciente. Todas las escuelas públicas aquí son
pozos negros, y cualquiera de las escuelas privadas que
valen la pena son obscenamente caras, escandalosamente
selectivas o ambas cosas. ¿Cómo le voy a decir a mi hija
que su salud mental no es realmente propicia para el saldo
de mi cuenta bancaria?
Una voz desagradable y cínica en mi cabeza interviene.
En el peor de los casos, siempre puedes morder tu orgullo y
pedirle ayuda a Daniil.
Pero el solo pensamiento me hace temblar.
Especialmente, con sus palabras todavía retumbando en
mis venas. Puedo cuidar de ella, Kinsley. Puedo cuidar de
las dos.
Cierro la computadora de un golpe y me encamino al
salón de clases de Isla. La encuentro sentada en el suelo
del pasillo, garabateando con tanta atención que no se da
cuenta de que me acerco hasta que prácticamente estoy
encima de ella.
—Hola, cariño —digo en voz baja.
Se sobresalta. —¡Ah! Hola, Mamá.
—¿Te importaría sentarte aquí afuera durante unos
minutos? —pregunto—. Solo quería decirle unas palabras
rápidas a la Srta. Roe.
Isla se ve inmediatamente nerviosa. —¿Por qué?
—Solo cosas aburridas del trabajo —le digo, cada vez
más preocupada por la velocidad a la que le estoy
mintiendo a mi hija de nueve años. Sin embargo, en el gran
esquema de las cosas, una pequeña mentira piadosa no
impedirá su crecimiento ni nada de eso. Al menos, no creo
que lo haga—. No tardaré mucho, ¿vale?
Ella asiente con incertidumbre y vuelve a su dibujo.
Cuando entro en su salón de clases, Heather está
sentada en su silla, con los pies apoyados en la mesa. —
¡Oh! —exclama al verme—. Kinsley.
—Lamento molestarte, pero quería hablar contigo sobre
algo.
Sus cejas se levantan y ya puedo ver su desgano. —¿A
ver?
—Se trata de Isla. La cosa es que ella me dijo que
todavía la acosan.
Los ojos de Heather se aplanan. —¿Lo hizo?
—Las chicas que la acosan son más sutiles al respecto.
Pero definitivamente que aún está sucediendo. Solo
esperaba…
—No puedo cuidar a tu hija, Kinsley —dice Heather
abruptamente—. No recibirá un trato especial. Tengo
veintiocho estudiantes en esta clase, y no puedo vigilar a
todos en todo momento. No es humanamente posible.
—Entiendo eso, pero…
—Isla solo tiene que ser más asertiva. Es una buena
chica, pero es callada y antisocial. Eso no le cae bien a los
otros estudiantes.
—¿Así que esto es su culpa? —exijo, poniéndome a la
defensiva al instante—. ¿Es eso lo que estás tratando de
decir?
—No claro que no…
—Porque Isla solo está siendo ella misma. No debería ser
castigada por ser quien es.
—Eso no es lo que estoy diciendo…
—Ella es “callada y antisocial”. ¿No es eso lo que acabas
de decir? “No le cae bien a los otros niños”. ¿Qué diablos se
supone que debo sacar de eso?
Se sienta erguida, con los pelos de punta ahora. —Srta.
Whitlow, necesitas calmarte.
—¡Y un infierno! —me enojo—. ¿Cómo te atreves a
culpar a mi hija por ser acosada? Culpando a la víctima.
¿Es así como funciona tu salón de clases, Heather?
—Estás tergiversando mis palabras.
—¿Te haces llamar a ti misma una maestra? —siseo, sin
dejarme intimidar por sus protestas—. Se supone que
debes estar cuidando a estos niños. No traicionarlos
cuando más te necesitan.
Sus ojos brillan amenazadoramente. —Vale, ahora,
escúchame…
—No, no lo creo —gruño, dando un paso hacia ella—.
Creo que es hora de que tú me escuches a mí. Mi hija
quiere cambiar de escuela por todo esto. No es feliz aquí,
Heather. Y eso es culpa tuya.
—No seré culpada por los defectos de tu hija. Puede ser
su culpa o puede ser la tuya, pero seguro que no es mía.
No lo digas. No lo digas. No lo digas.
—Ah, maldita perra.
Listo. Lo dije.
Cualquier esperanza de una conversación profesional
entre colegas se va por la ventana. Heather salta de su
asiento tan rápido que su silla rodante se estrella contra la
pared detrás de ella, enviando al suelo media docena de
proyectos de ciencia sujetados con alfileres.
—¡¿Disculpa?!
¡Detente ahora, tonta! ¡Detente mientras aún puedes!
—Perra. P-E-R-R-A. ¿Quieres que escriba eso en tu
maldita pizarra?
Heather solo me mira en estado de shock. En algún
lugar entre las tensiones del silencio, me doy cuenta de que
acabo de cruzar una línea. En parte porque he estado tensa
todo el día, y en parte porque estoy genuinamente
frustrada con esta mujer.
Sí, ella es una maldita perra. Pero sigue siendo la
maestra de Isla y mi colega, y no debí haberle dicho todo
eso en la cara.
Sin embargo, es demasiado tarde para retractarme de
mis palabras. Cualquier disculpa parecerá poco sincera,
especialmente porque el sentimiento aún está ahí, incluso
si mi elección de palabras no estuvo a la altura. Así que
hago lo único que puedo hacer: dar la vuelta y salir.
—Vamos, cariño —le digo a Isla bruscamente, cerrando
la puerta detrás de mí—. Vamos a casa.
Soy consciente de que camino rápido hacia el auto y ella
apenas puede seguirme, pero solo quiero alejarme de esta
maldita escuela. Isla espera hasta que ambas estemos
acomodadas para preguntar—: ¿Qué pasó?
—Nada —digo rápidamente—. Como dije, solo algunas
cosas de trabajo de las que quería hablar con la Srta. Roe.
Nos conduzco fuera del estacionamiento.
Recientemente, me di cuenta de que mi ansiedad se
multiplica por diez cada vez que estoy detrás del volante.
Me digo a mí misma que solo estoy siendo cautelosa por la
mala suerte que tuve al conducir últimamente, pero sé la
verdad: es la voz burlona de Daniil en mi cabeza lo que me
sostiene con alfileres y agujas.
—¿Mamá? —dice Isla desde atrás—. ¿Vendrá… él vendrá
a verme hoy?
Pongo una sonrisa falsa en mi cara. —Sí, bebé. Él
vendrá. Estará en casa a las tres en punto.
Sus ojos se agrandan, pero no dice nada. Se queda
callada por mucho tiempo después de eso. Solo cuando
estamos estacionadas frente a la casa puedo realmente
mirarla y estudiar su expresión.
Se muerde el interior de la mejilla durante mucho
tiempo mientras estamos inactivas en el camino de
entrada. Luego, ella mira hacia arriba. —Mamá, ¿y si no le
gusto?
Hago una doble toma. —¿Qué quieres decir? ¡Eres
increíble!
—Tú y la tía Em son las únicas que piensan así.
—Porque somos las personas más inteligentes del
mundo. Confía en mí, cariño: él te amará. —Sus pequeñas
mejillas se tambalean un poco y, por primera vez en mucho
tiempo, parece pequeña para su edad. Agarro su mano y la
sostengo contra mi pecho—. Mi querida niña, no tienes idea
de lo especial que eres. O lo hermosa.
—No soy ninguna de esas cosas, mamá —murmura.
—Por supuesto que lo eres. Eres…
Ella arranca su mano de la mía. —No, no lo soy. Obtuve
una C y una D+ en mis dos últimas pruebas. Y no soy
hermosa. Tengo ojos. Puedo verlo por mí misma.
—Entonces, no estás viendo bien —le digo con firmeza.
Ella mira hacia su regazo. —Ojalá me pareciera más a ti.
—Sí te pareces mucho a mí —le digo—. Tienes mi nariz y
mis orejas. Tienes mi color de cabello y mis rodillas
huesudas. Tienes una marca de nacimiento en el estómago,
que es una copia al carbón de la mía. Y tienes mi sonrisa.
Aunque ya no lo veo a menudo.
Eso provoca la más pequeña de las sonrisas.
—Ojalá te vieras como yo te veo —agrego—. Soy tu
mamá. Te conozco mejor.
—Pero él no —señala—. Puede ser mi papá, pero es un
extraño.
—Por ahora —suspiro y resisto el impulso de tocarla de
nuevo—. ¿Qué tal si entramos y hacemos unos sándwiches?
Ella asiente distraídamente y nos dirigimos adentro.
Preparo una taza de café y le paso a Isla una caja de jugo,
mientras nos ponemos a trabajar en los sándwiches para el
almuerzo.
Ya son las 2:20 PM. Si es puntual, eso significa que
tenemos menos de una hora antes de que Daniil toque a
nuestra puerta principal.
—¿Cómo es él? —pregunta Isla abruptamente, mientras
continuamos con nuestra pequeña línea de producción. Yo
unto mostaza y mayonesa. Isla apila el queso y la carne.
Me estremezco. Jesús, esa es una pregunta capciosa,
pienso para mis adentros.
—Es… un hombre muy interesante —digo en voz alta—.
Misterioso. Como un espía.
Isla se ve emocionada. —¿Él es un espía?
—No, dije que es como un espía. A decir verdad, no
tengo idea de lo que realmente hace.
—Ah. Sin embargo, sería cool si lo fuera —ella reflexiona
sobre eso por un momento, y luego pregunta—: ¿Crees que,
si él fuera un espía, nos lo diría?
—No me parece. Eso anularía todo el propósito de ser un
espía, ¿verdad?
—Creo que nos diría —responde Isla con confianza—.
Pero todavía no. Esperaría para asegurarse de que puede
confiar en nosotras y luego nos lo diría. Y podríamos
ayudarlo.
—¿Ayudarlo?
—Sí, ayudarlo a hacer su trabajo de espionaje.
Me río. —Estoy bastante segura de que sería el tipo de
espía que trabaja solo.
DING. El timbre se siente como un picahielo en el
tímpano. Para Isla, sin embargo, es más como los fuegos
artificiales del 4 de julio. Deja caer una loncha de jamón al
suelo y corre a la vuelta de la esquina, para mirar el reloj
en la pared de la sala.
—¡Mamá! —chilla—. ¡Mamá, son las tres en punto!
—Ese es él, entonces —digo, sintiendo que se me pone la
piel de gallina en todo el cuerpo—. ¿Vamos a abrir la puerta
juntas?
—No, hazlo tú —dice ella, tímida de pronto.
Luego procede a correr directamente a su habitación.
Respiro hondo y me dirijo a la puerta principal, rezando por
no haber cometido un gran error al aceptar esto.
Ya he cometido suficientes errores.
34
DANIIL

—Hola, sladkaya.
Kinsley está rígida como un poste, mirándome con una
expresión entre cautelosa y llorosa. —¿Viniste solo? —
pregunta, como si estuviera aquí por algún turbio negocio
de drogas.
—¿Con quién más estaría aquí?
No responde. Sus ojos están en mi cara, pero es obvio
que está distraída. —Adelante.
La casa es pequeña, aunque Kinsley ha hecho todo lo
posible para convertirla en un hogar. Las cosas de Isla
están tiradas por todas partes, sus dibujos enmarcados en
casi todas las paredes.
—Es una artista —observo.
Toda la cara y la postura de Kinsley se suavizan. —Sí, lo
es. Empezó a dibujar cuando tenía un año, y nunca ha
dejado de hacerlo.
Me detengo frente a una acuarela enmarcada, de un
dragón con las alas extendidas. —Es buena.
—Lo sé. Últimamente, todos sus dibujos han sido
realmente fantásticos. Creo que es su escape.
—¿Necesita un escape?
Kinsley se encoge de hombros. —¿No lo hacemos todos?
Es muy distinto de mi casa. Hay mucho más color aquí.
Color en las cortinas, las alfombras, el sofá, las paredes.
Veo un atrapasueños colgando en una esquina y el móvil de
juguete que cuelga en la otra.
Nada coincide. Y tal vez por eso todo encaja. Un revoltijo
de caos y brillo, sin ninguna razón detrás de nada más que
hacer que una, la otra o ambas sonrieran.
Me gusta eso.
—¿Admirando mis habilidades de decoración? —
pregunta con una risa nerviosa.
—Es… lindo.
Ella pone los ojos en blanco. —Dime lo que realmente
piensas, ¿por qué no lo haces?
—Dije que es lindo.
—Suena como código para “mal gusto”.
—Si fuera de mal gusto, lo habría dicho.
Casi sonríe ante eso. —Sabes, en verdad creo que lo
harías.
Deambulo hasta la nevera, que está empapelada con
fotografías. Muchas de Isla. Algunas de Isla y Kinsley
juntas. Algunas incluyen a Emma también.
Pero, aparte de ellas tres, nadie más adorna las
imágenes. Parece que es una sociedad cerrada.
—¿Dónde está ella?
—En su habitación —explica Kinsley—. Escuchó el
timbre de la puerta y salió corriendo.
—¿Sabe quién soy?
—Le dije.
No esperaba eso. Me giro hacia ella, sorprendido.
—Tenía que hacerlo —dice Kinsley nerviosa—. Es una
chica inteligente, Daniil. Se dio cuenta.
—¿Ella descubrió que yo era su padre con una sola
mirada en un parque?
—Bueno, para ser justos, le había contado la historia
antes.
Arrugo la frente. —¿Una versión o la verdadera?
—La verdadera —dice en voz baja—. Sentí que le debía
la verdad, así que le dije la verdad. Hui de mi propia boda,
tuve un accidente automovilístico, perdí el rumbo y caí a un
río. Tú me salvaste.
—¿Y la parte que sigue?
—Le dije que hablamos y… pasamos la noche juntos.
Luego te fuiste a la mañana siguiente.
Tengo algunos problemas con su historia, pero los
hechos están en orden, más o menos. —¿Qué pasa con la
parte en la que estaba huyendo de la policía?
—Obviamente, dejé esa parte fuera.
—¿Por qué?
Ella me mira incrédula. —¿Por qué?
Asiento con la cabeza. —¿Por qué no le dijiste sobre esa
parte?
Sus ojos se nublan por un momento y se aparta de mí. —
Quizá sentí que tenía suficiente que procesar. Y…
Se corta de repente, despertando mi curiosidad. —¿Y?
—No importa.
—Sladkaya.
—¿Realmente tienes que llamarme así todo el tiempo?
—Termina tu pensamiento.
Ella suspira, pero sabe que no vale la pena dar algunas
batallas. —La parte “y” es que ella realmente necesita
creer que su padre era… es… un buen tipo.
—¿Quién dice que no lo soy?
Ella me mira fijamente a los ojos y resopla. —Claro.
—¿Todavía estamos atascados en todo eso de irme-al-día-
siguiente? —pregunto—. Porque tienes que superarlo.
Ella entrecierra sus ojos en mi dirección. —No me
conoces muy bien. Pero, con el tiempo, te darás cuenta:
guardo rencor.
Pongo los ojos en blanco. —Y aquí estaba yo, pensando
que eras diferente de todas las otras mujeres con las que
he salido antes.
Ella vuelve a resoplar. —Creo que la palabra “salir”
queda grande en esa oración, amigo.
Me cruzo de brazos y me apoyo en el mesón de la cocina.
—¿Cuál sería el término más apropiado?
—“Follar”, probablemente —dice sin rodeos—. Seamos
sinceros. No sales con mujeres. Te acuestas con ellas.
Luego te olvidas de ellas inmediatamente después —mira
hacia abajo, donde sus manos se retuercen frente a su
regazo. Luego, me mira y dice—: Tiene que ser diferente,
Daniil. No puedes olvidarte de ella. No te dejaré.
Sus ojos arden con una feroz protección. Y sé que lo dice
en serio. Este es un rencor que soltaría.
—No tengo la intención de olvidarla en ningún momento,
sladkaya. A ninguna de las dos.
—Vale —dice ella—. Porque, si lo haces… te mataré.
¿Prometiendo matarme por amor? Es realmente una
mujer tras mi propio corazón.
Le sonrío. —Te creo.
—Vale. Porque lo digo en serio.
—Sé que lo haces. Ahora, ¿vamos a seguir charlando en
tu cocina, o puedo conocer a mi hija?
Ella me mira con ira. —Solo para que quede claro —dice,
dando un paso hacia mí, su dedo pinchando mi pecho—,
ella fue mi hija primero.
—Y me matarás si la lastimo, estoy seguro.
—Maldita sea, sí que lo haré. Sin un puto parpadeo.
Está tan mortalmente seria que no puedo evitar empezar
a reír. Justo en su cara.
Me rechina los dientes. —¡Esto no es una broma, maldita
sea!
—Entonces, deja de hacerme reír. Hagamos algo: iré a
buscarla yo mismo —sin esperar una respuesta, salgo de la
cocina y empiezo a caminar por el pasillo. Me detengo en la
puerta encalada de la izquierda y toco dos veces.
Escucho el correr de los pies. Luego se abre, y me
encuentro mirando a una niña pequeña de ojos grandes con
la cara llena de pecas.
Es la cosa más hermosa que he visto.
Parece atónita al verme. —Hola, Isla —digo tan
suavemente como un hombre como yo puede hacerlo—. Soy
Daniil.
Sus ojos se agrandan detrás de sus anteojos redondos de
abuela. —H… hola.
Ella mira detrás de mí, buscando a su madre. Pero no
voy a llamar a Kinsley ahora. Este momento se trata de
nosotros dos. —Tu mamá está pasando el rato en la cocina.
Esperaba que tú y yo pudiéramos hablar.
Sigue sin decir nada. Le tiemblan las manos a los
costados, aunque puedo notar por su respiración pausada
que está tratando de controlarse.
—Vi tus dibujos —agrego—. Son increíbles.
Eso es lo que finalmente lo logra. Su rostro se ondula de
placer. —¿Te gustaron?
—Son perfectos.
Ella sonríe. Es pequeña, todavía nerviosa y muy, muy
tímida. Pero transforma toda su cara. Ahora parece una
niña, en lugar de la adusta mini adulta que me abrió la
puerta.
—¿Puedo entrar?
Ella asiente y se hace a un lado para dejarme pasar. La
puerta hace clic detrás de mí, y miro alrededor de su
pequeña habitación. Solo es lo suficientemente grande para
una cama individual, un pequeño armario verde y un
escritorio lleno de bolígrafos, papeles y media docena de
cuadernos abiertos. Al igual que el resto de la casa, su arte
está pegado a cada centímetro de pared disponible.
—Es una habitación bastante cool.
Ella no parece saber a dónde ir. No la culpo. En el
momento en que entré, el aire aquí se volvió
considerablemente más delgado.
Al final, camina a mi alrededor y se sienta en la silla
frente a su escritorio. No hay otro lugar para sentarse, así
que voy por su pequeña cama individual con sábanas rosas
de algodón de azúcar.
—¿Tú hiciste todos estos dibujos? —pregunto, señalando
la pared justo detrás de ella.
—La mayoría de ellos —murmura.
—¿Es esto lo que quieres hacer cuando seas grande? —
pregunto—. Dibujar, quiero decir.
—Quiero ser caricaturista de películas —recita de
inmediato.
Sonrío. La seriedad de su ambición es como mirame en
un espejo. —Entonces, estoy seguro de que eso es
exactamente lo que harás.
Se vuelve alta y orgullosa por un segundo. Luego, sus
hombros caen hacia adelante. —Eres la primera persona,
además de mi madre y la tía Em, que ha dicho eso —
susurra—. Todos los demás dicen que no es realista.
Es difícil no estudiar su melancolía. Es una niña, y su
rostro y su cuerpo sugieren exactamente eso. Pero sus
modales, su tono, sus palabras, todo transmite la
profundidad y la madurez de alguien mucho mayor. Alguien
que ha visto demasiado.
—Olvídate de lo que digan los demás. Nada parece muy
realista hasta que sucede. Pero yo me aferraría a los sueños
poco realistas. Son los únicos que vale la pena cumplir.
Ella sonríe y otro pequeño nudo de tensión en su rostro
se disipa. Me gusta hacer eso: hacerla respirar, hacer que
se relaje, hacer que se afloje, incluso si es solo una fracción
a la vez.
—¿Eres un espía? —espeta de repente. Tan pronto como
las palabras salen de su boca, se sonroja de nuevo—. Si no
puedes decírmelo, lo entenderé.
Reprimo una sonrisa. Hago un gran espectáculo de
mirar por la ventana y hacia la puerta, luego me inclino
hacia ella, pongo mi mano sobre mi boca y susurro—: Sí.
Pero no puedes decírselo a nadie.
—¿En serio? —jadea, sus ojos se agrandan con asombro.
No es tan buena guardando secretos, esta. Eso también me
hace reír—. ¿A quién espías?
—A hombres que no traman nada bueno.
—¿Es por eso que dejaste a mi mamá esa mañana? —
pregunta—. ¿Estabas encubierto en una misión y tuviste
que volver a ella?
Reprimo una mueca. Es dulce su predisposición a
indultar mis pecados pasados. Su esperanza es contagiosa.
Me traga en la historia revisionista que está creando por
mí.
No es solo una artista. Es una escritora. Ella ve un
mundo mejor.
Quiero hacerlo cobrar vida para ella.
—Eso es exactamente correcto. Yo tenía una misión —le
digo—. Y tuve que volver.
—¿Tuviste éxito?
Bajo la mirada hacia mi traje Armani azul marino. —De
hecho, sí. Es por eso que ahora puedo vestirme para el
papel.
Ella se ríe. —¿Es emocionante? Apuesto a que es muy
emocionante. Creo… creo que yo también quiero ser un
espía, algún día.
—Caricaturista de día y espía de noche. Puedo verlo.
Ella retuerce sus dedos, tratando de exprimir sus
nervios. Ninguno de los dos se ha dirigido al elefante en la
habitación. No voy a dejarlo en manos de la niña de nueve
años.
—Estoy muy feliz de conocerte, Isla.
Sonríe de nuevo, vuelve a ponerse un poco más tímida.
—He querido conocerte toda mi vida.
—Lamento no haber aparecido antes de ahora.
—No sabías de mí antes.
—Cierto. Pero aun así debería haber buscado.
Eso la confunde, pero no me presiona. Solo se sienta allí,
tratando de averiguar qué debe decir a continuación. —
¿Puedo hacerte una pregunta? —dice una vez que ha
reunido el coraje suficiente.
Asiento solemne. —Me puedes preguntar lo que sea.
—¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de mí?
Me apoyo en un codo. Qué maldita pregunta. —Me sentí
conmocionado al principio —le digo con honestidad—. Y
luego sentí… emoción.
Otro rubor. Tan dulce e inocente como su madre, en los
momentos de luz de la luna antes de que le quitara la
esperanza.
—¿Estabas feliz?
—Más feliz que nunca en mi vida, Isla —inclino mi
cabeza hacia un lado para mirarla desde un nuevo ángulo
—. ¿Y tú? ¿Cómo te sentiste?
—Como si fuera el momento adecuado —responde
rápidamente—. Siempre me he preguntado por ti. Pero
Mamá en realidad no hablaba mucho de ti. Entonces,
finalmente, lo hizo. Me dijo que la salvaste de un río.
Me río. —Eso es cierto. Lo hice.
Isla se desliza un poco más cerca de mí. —¿Qué pensaste
sobre Mamá cuando la viste por primera vez? —pregunta
Isla—. Cuando viste su rostro por primera vez.
Yo sonrío. —Si ser caricaturista no funciona, creo que
tienes un futuro prometedor como periodista. Haces las
preguntas más contundentes.
—Solo quiero saber cómo llegué aquí.
—Eso es algo muy sabio en lo que pensar, malyshka. Vi a
tu madre y pensé: ahora, eso es un choque de trenes.
Isla parpadea lentamente. —¿Un… un choque de trenes?
—Ella era un desastre. Parecía algodón de azúcar
blanco, con la cara llena de maquillaje. Parecía miserable y
aterrorizada. Tuve que saltar detrás de ella. Sabía que no
podía dejarla morir con esa pinta.
Isla me mira por un momento más y luego se echa a reír.
—¡Pensé que ibas a decir otra cosa!
—La verdad siempre es mucho más entretenida que la
ficción —le digo—. Lo aprenderás muy pronto.
—¿Pensaste que era hermosa? —presiona Isla.
Yo sonrío. —Una vez que le quité toda esa suciedad de la
cara, sí, era hermosa. Lo sigue siendo.
Por alguna razón, eso hace que a Isla se le caiga la cara.
—Solía pensar que me parecía a mi papi —admite—. Porque
Mamá siempre ha sido tan bonita. Pero, ahora que te he
conocido, no sé a quién me parezco.
—Te pareces a los dos. A lo mejor de los dos.
Ella piensa en eso por un rato. Sus ojos van de mí a sus
paredes y luego de vuelta a mí.
Está pensando mucho. Simplemente no sé lo que hay en
su mente. Finalmente, su mirada aterriza en mí y se queda
ahí. Otro rubor sube por sus mejillas y sigue tirando de sus
dedos.
—Me gustas —admite, dejando al descubierto su alma
como solo puede hacerlo una niña de nueve años.
Solo puedo sonreír. Es el mejor cumplido que he recibido
en mi vida.
35
KINSLEY

Estoy cocinando pasta por una razón y solo una razón: es


casi imposible de arruinar. Teniendo en cuenta lo dispersos
que están mis pensamientos en este momento, es
exactamente lo que necesito.
Recito el viejo mantra que Emma y yo solíamos cantar
cuando vivíamos juntas—: En caso de dudas… añade queso.
Y así, siguen gotas de salsa blanca y una capa gruesa de
queso parmesano. Luego una capa más, solo por si acaso.
Meto el plato en el horno precalentado y miro, quizás por
enésima vez, en dirección de la habitación de Isla.
Han estado allí durante casi una hora. No puedo
distinguir palabras individuales, solo el retumbar de la voz
de bajo de Daniil y el parloteo de Isla que se desliza por
encima. Incluso escucho risas—de ambos. No estoy segura
de cuál de las risas es más milagrosa.
Me deslizo por el pasillo para escuchar más de cerca,
pero sus risas siguen estando frustrantemente
amortiguadas. Así que me acerco más y más de puntillas y,
justo cuando no puedo soportarlo más y estoy a punto de
irrumpir para ver qué es tan divertido, suena mi teléfono.
Vuelvo a la cocina a toda velocidad y presiono Responder
sin ver quién llama. —¿Qué?
—Uy, ¿mal momento?
—Ah. Em. Hola. Sí, podrías decir eso. Casi me delatas.
Emma se ríe. —¿Los estabas espiando?
—Intentaba.
—El primer paso para escuchar a escondidas es silenciar
tu teléfono, boba. ¿Nunca has visto, ay, no sé… cualquier
película?
—Cállate.
Ella se ríe un poco más. —Sin embargo, en serio, ¿cómo
va eso?
—De mil maravillas.
Vaya. Eso sonó amargo. Un minuto. ¿Estoy amargada?
—Tranquila —dice Emma, que arranca el pensamiento
de mi cabeza—. ¿Estás bien?
—Lo siento. No sé de dónde salió eso.
—Es perfectamente natural sentirse un poco insegura.
—No estoy insegura.
—La actitud defensiva también es perfectamente
comprensible. Fue casi terapeuta, ¿sabes?
—¿Puedes dejar de intentar psicoanalizarme? Aprobar
apenas dos clases de psicología en la universidad no te
convierte en terapeuta.
—No, casi lo hace. Como dije.
Pongo los ojos en blanco. —Qué suerte la mía.
—Respira, ¿vale? ¿Dónde están ahora?
—En su habitación. Han estado allí durante una hora.
—¿Y tú dónde has estado todo ese tiempo?
—En la cocina, preparando la cena.
—¿Se queda a cenar? Dios mío, la trama se complica —
debe escuchar cómo camino en círculos cerrados alrededor
de la isla de la cocina, porque agrega—: Es tierno, ¿sabes?
Lo nerviosa que estás. Como una adolescente en su
primera cita.
—Esto no es una cita.
—Era una broma, Kinsley Jane —prácticamente puedo
ver a Emma sonriendo de oreja a oreja mientras se mueve
entre distraerme de mis ansiedades y enfurecerme como
una condenada—. Solo estoy aquí para hacerte saber que lo
que sea que estés sintiendo es completa y totalmente
aceptable.
Respiro profundamente, pero me aferro a mi obstinada
negación. —Estoy bien.
—¿E Isla? ¿Cómo está ella?
—Está pasando el mejor momento de su vida, si la risa
que escucho desde su habitación es una indicación.
—Risas, ¿eh? —pregunta Emma con incredulidad—. No
puede ser. Genial. Lo necesitaba.
—Joder. Tienes razón —dejo de caminar y descanso mi
frente en la fría mesada—. Ay, Dios, ¿qué me pasa? Quiero
que esto vaya bien, de verdad. Pero, ¿por qué me siento
tan… desubicada? Oírla reír me hace parecer un gran
fracaso. Está tan desconsolada todo el tiempo cuando solo
somos ella y yo. Luego entra él y boom, ella no para de reír.
Emma suspira. —Él es su padre. Y, aceptémoslo, Kinsley:
ella lo ha estado esperando por mucho tiempo.
Yo suspiro. —Lo sé.
Yo también.
—Debería irme —le digo—. Te llamaré más tarde y te
haré saber cómo va.
—Te amo, Kinz.
—Te amo, Em.
Cuelgo, pongo mi teléfono en silencio siguiendo las
instrucciones de Emma, y esta vez lo dejo sobre la mesa de
la cocina. Voy de puntillas por el pasillo y me paro lo
suficientemente cerca de la puerta para escuchar sin
necesidad de apoyarme en ella.
Isla está hablando. —…¿Realmente me parezco a ella?
—Sí. Su viva imagen. Tendré que desenterrar algunas
fotos para ti.
—¿Cómo era ella? —pregunta Isla.
—Callada. Orgullosa. Muy introspectiva. A ti te gusta
dibujar y a ella le gustaba tejer. Tejía cojines, suéteres,
bufandas… La lista sigue y sigue.
—¿Tienes algo que ella haya hecho?
—Ya no, no.
—¿Por qué no?
—No soy una persona sentimental —admite Daniil—. Lo
que guardo son recuerdos.
—Eso es realmente bonito.
—Tu madre me acusó de ser poeta, una vez.
Prácticamente, puedo escuchar a Isla fruncir el ceño. —
No creo que le gusten mucho los poetas.
—¿Por qué dices eso?
—Ella siempre dice que los poetas son personas que
pasan tanto tiempo sintiendo que, en realidad, nunca
experimentan nada en la vida.
Me muerdo el labio con fuerza, pensando en el aspecto
de Daniil al decirme esas palabras por primera vez. Espero
que no lo recuerde, aunque estoy absolutamente segura de
que sí lo recuerda.
—Bueno —reflexiona—, una persona muy sabia debe
habérselo dicho.
Sí, ahí va eso de no recordar.
—¿Tú y mi mamá son amigos? —pregunta ella de
repente.
Tengo que esforzarme para escuchar la frase, porque
habla muy bajo. Presiono mi oreja contra la puerta porque
no quiero perderme la respuesta de Daniil.
—Creo que lo somos —dice—. Solo que tu mamá
simplemente no lo sabe.
Isla se ríe. Una risa que suena como si en realidad
perteneciera a una niña de nueve años. Luego escucho el
crujido de los resortes de la cama, y tardo tres segundos en
darme cuenta de que caminan hacia la puerta contra la que
tengo la oreja presionada.
Me lanzo hacia atrás y trato de huir, pero la puerta ya se
está abriendo y Daniil me observa directamente a la cara.
—Acechando en el pasillo, ya veo —señala divertido.
Trato de mantener mi actitud al mínimo, considerando
que hoy tenemos público. —Solo pasaba. ¿Ustedes dos
tuvieron una buena charla?
Isla está justo detrás de Daniil, mirándonos con
curiosidad de un lado a otro. Luego olfatea el aire,
momentáneamente distraída. —¿Vamos a cenar pasta?
—Sí, señora —confirmo.
—¡Hurra! Tengo hambre.
Asiento con la cabeza, tratando de no derramar una
patética lágrima por lo bueno que es verla feliz por algo tan
pequeño y simple. —Vale. ¿Por qué no vas a poner la mesa
para la cena?
—Daniil —dice ella mirándolo. Tiene que estirar bastante
el cuello—. Te quedarás a cenar, ¿verdad?
Ni siquiera se molesta en mirarme. —Sería un honor.
La sonrisa de Isla hace brillar todo su rostro. Salta hacia
la cocina, pero Daniil se queda allí, mirándome. Sus
intensos ojos son de un azul profundo, casi gris, bajo la luz
apagada del estrecho pasillo.
—Eres demasiado grande para esta casa —observo.
Él sonríe y camina el resto del camino hacia el pasillo,
obligándome a retroceder contra la pared opuesta. Su
aliento es cálido y mentolado en mis fosas nasales, y tal vez
haya una pulgada de espacio entre mi cuerpo y el suyo. Soy
abrumadoramente consciente de esa pequeña pulgada
solitaria.
—Así que, eh… —me tropiezo—, ¿cómo te fue?
Solo actúa casual. No dejes que él tenga la ventaja.
Pero es obvio que estoy peleando una batalla perdida.
Una batalla contra su altura, la anchura de sus hombros.
Contra la profundidad de esos ojos y la carnosidad de esos
labios.
—Me fue bien —murmura Daniil—. Estoy seguro de que
oíste bastante cuando estabas escuchando a escondidas —
me ve hacer una mueca y abrir la boca para mentir. Antes
de que pueda hacerlo, dice—: Ni te molestes, sladkaya. Te
vi saltar hacia atrás cuando abrí la puerta.
—¿Estás tratando de demostrar un punto, o algo así? —
exijo, tratando de infundir algo de una confianza muy
necesaria en mi voz—. ¿O hay alguna razón por la que no
estás respetando mi espacio personal?
Él sonríe y arquea una ceja mientras me mira fijamente.
Es un combo devastador. —Ese es un lindo vestido —
comenta.
Miro el vestido blanco de algodón que llevo puesto. Los
tirantes son finos, el cuerpo entallado y el escote corazón
profundo, sin dejar ser modesto.
Arrugo la frente. —¿Qué estás tratando de lograr con
una línea como esa?
—Estoy tratando de halagarte.
—Si estuvieras parado un poco más lejos de mí, te
creería —digo lentamente—. Pero, dada la proximidad
entre nosotros, se siente más como… más como un… una…
—¿cuál es la palabra? —Como una amenaza.
Me mira un rato más, todavía sin decir nada. Jadeo
cuando sus dedos rozan el costado de mi vestido. Ni
siquiera me ha tocado realmente y, aun así, el calor se
extiende por mis piernas.
—¿Qué estás haciendo? —tartamudeo.
—Estoy en un conflicto interno desde que llegué aquí.
—¿Y ese conflicto es…?
—No sé qué parte de ti quiero probar primero.
Ay, por el amor de Dios.
Más calor. Más palpitaciones. Más nervios
hormigueantes que me hacen sentir como una maldita
adolescente. Abro la boca para decir algo, pero no sale
nada.
Agarra un puñado de mi vestido y comienza a levantarlo
hasta mi cintura. Y yo me quedo allí, incapaz, no,
incapacitada, no, las dos cosas, de pedirle que se detenga.
Sus dedos se deslizan a lo largo de la piel desnuda de mi
muslo, lo suficientemente cerca de mi cadera para que
pueda sentir el tirante de mi ropa interior de algodón.
—Aquí, tal vez —reflexiona—. Este es un buen lugar.
El peso de las yemas de sus dedos es ligero como una
pluma y también es lo único en lo que puedo concentrarme.
Solo está tocando la parte exterior de mi pierna, y ya está
saltando a la parte superior de la lista de las cosas más
calientes que me han pasado en los últimos diez años.
Mi cuerpo se siente como en llamas. Mi centro se siente
como en llamas. Un centímetro más arriba y podría
empezar a derretirme.
—¡Mamá! —llama una voz desde la cocina—. ¡Mamá!
Jadeo y me alejo de él. Mi falda vuelve a caer en su
lugar, como si nada hubiera estado mal para empezar.
—¿Mamá? —repite Isla asomándose en la esquina—. La
mesa está puesta.
—Ya vamos, cariño.
Ni siquiera puedo mirar a Daniil, en caso de que me
delate sonrojándome. Solo sigo a Isla a la cocina, donde la
mesa ha sido puesta para la cena mejor que nunca.
Me pongo los guantes para hornear y tomo el plato de
lasaña del horno. Cuando lo dejo sobre la mesa, Daniil e
Isla están sentados.
—Adelante —murmuro, deslizándome en la silla vacía
frente a Daniil.
No hago contacto visual, pero puedo sentir sus ojos en
mí. El hombre es tan frío como un glaciar. Completamente
imperturbable. Yo, por otro lado, apenas me mantengo
entera.
Tomo un asiento trasero en la conversación y escucho la
charla entre Daniil e Isla. En su mayoría son pequeñas
cosas: lo que le gusta dibujar, cómo se las arregló para
aprender por su cuenta. Qué películas le gusta ver. Cuáles
son sus sabores de helado favoritos.
Él nunca luce aburrido. Ella nunca se ve triste. Incluso
cuando la comida se acabó hace mucho tiempo, se sonríen
como nunca antes había visto a ninguno de los dos.
Cuando Isla se excusa para ir al baño, me doy cuenta de
que no puedo evitar su mirada por más tiempo. Miro hacia
arriba, solo para descubrir que él me está mirando a mí.
El silencio es peligroso. Cualquier cosa puede suceder
en el silencio.
—Eres bueno con ella —grazno a través de una extraña
garganta ahogada.
—Dudabas de que lo sería.
—Tal vez un poco.
—¿Por qué?
Me encojo de hombros. —No me pareces el tipo de
hombre que es muy amigable con los niños.
—Esto es diferente. Ella es mía.
Tan posesivo ya. Debería aterrorizarme. Pero, en
cambio, tiene otro efecto más curioso, más preocupante: el
hormigueo en mis piernas se extiende hacia arriba.
—Has hecho un gran trabajo con ella, Kinsley. Deberías
estar orgullosa.
Trago saliva. Me equivoqué: la conversación es mucho
más peligrosa que el silencio.
36
DANIIL

—¿Puedo quedarme despierta diez minutos más? —suplica


Isla.
—Ya te di diez. Y es… —Kinsley mira su reloj—. … una
hora después de tu hora de dormir. Solicitud denegada,
señorita.
—¡Pero ya casi hemos terminado con el ala oeste del
castillo!
Kinsley se vuelve hacia el enorme castillo de Lego que
ocupa la mayor parte de su mesa de café y hace una mueca
—. Urgh, ¿por qué acepté dejarlos usar la mesa de café?
—Porque necesitaba un centro de mesa —sugiere Isla
con amabilidad.
Kinsley le lanza una mirada irónica. —Un centro de mesa
no se supone que ocupe toda la mesa. Se supone que debe
estar solo en el centro.
—Bueno, cuando empezamos iba a ser una casa. Luego
se convirtió en un castillo. Y los castillos son grandes.
—Cierto. Grandes. Un poco como el error que cometí
cuando dije que sí a esto.
Isla se ríe. Puedo ver el rostro de Kinsley suavizarse ante
el sonido. —Diez minutos —cede—. Ni un segundo más.
—¡Hurra! —Isla se vuelve hacia mí emocionada—.
Podemos terminar la torre.
—Y luego, la hora de dormir —le advierto—. Tu madre
tiene razón.
La pequeña nariz de botón de Isla se arruga
adorablemente. —¿Ustedes dos van a estar en contra de mí
ahora? —pregunta, alcanzando un bloque azul.
—Que estemos de acuerdo el uno con el otro no significa
que estemos en tu contra —responde Kinsley mientras se
estira en el sofá frente a mí.
Sus pies descalzos se presionan contra los suaves cojines
y su cuerpo se reclina mientras observa nuestro progreso.
Cada pocos segundos, sus ojos revolotean hacia mí y luego
se apartan de nuevo. Es lindo cómo piensa que no me doy
cuenta.
—¿Es este el primer castillo de Lego que has hecho? —
me pregunta Kinsley.
—Sí.
—¿En serio? —Isla jadea con horror abyecto ante el
mero pensamiento.
—En serio. Tenía un tipo diferente de juguetes a tu edad.
—¿Cómo qué?
—Armas, en su mayoría.
Isla realmente no reacciona, pero los ojos de Kinsley se
agrandan con alarma. —Te refieres a armas de juguete,
¿verdad? —pregunta—. ¿Verdad?
Sonrío plácidamente. —Claro. Armas de juguete.
Resisto el impulso de guiñarle un ojo. Se ve muy bien
con ese vestido blanco. La tela es lo suficientemente
transparente como para dejarme distinguir el leve contorno
de sus piernas, la hinchazón de sus senos. No estaba
mintiendo antes en el pasillo: realmente me está costando
mucho decidir qué parte de ella me gustaría probar más.
—¿Tienes hermanos o hermanas? —pregunta Isla.
—No —respondo, volviendo mi atención a mi hija—. Solo
soy yo.
—Como yo —dice Isla—. Y Mamá. Todos somos hijos
únicos.
—Tú todavía tienes tiempo —murmuro. Levanto mis ojos
hacia los de Kinsley un segundo después, pero ella desvía
la mirada al instante. Ahora puedo reconocer ese
movimiento: está luchando contra un sonrojo.
—¿Qué más te gustaba hacer a mi edad? —pregunta Isla.
—Más que todo, observaba.
Es una respuesta extraña, pero Isla no pestañea. En
cambio, ella me sonríe. —¡Oye, yo hago lo mismo! Por eso
los niños me llaman bicha rara en la escuela.
La reacción de Kinsley es más pronunciada que la de
Isla. Se pone rígida de la cabeza hasta los pies, y su mirada
se tambalea hacia Isla. Ella no dice una palabra, solo
contiene la respiración con tanta fuerza que comienza a
parecer dolorosa.
Isla capta la tensión y se encoge de hombros. Intenta
actuar con indiferencia al respecto, probablemente para
impresionarme, pero la profundidad de su dolor es obvia.
—¿Y lo eres? —pregunto en voz baja.
Ella parpadea hacia mí, como si el concepto de esa
pregunta nunca se le hubiera ocurrido antes.
—Por supuesto que no es una bicha rara —interrumpe
Kinsley de inmediato. Siempre la leona merodeando
alrededor de su cachorro. Sostengo su mirada por un
momento, lo suficiente para dejar en claro que estoy
esperando una respuesta de Isla, no de su madre.
—Yo… no creo que lo sea —dice finalmente Isla—.
Quiero decir, a veces me siento como una, por las cosas que
me dicen. Pero, cuando estoy dibujando, no me siento como
una.
—Bien. Confía en tus propios instintos, Isla —le digo—.
Nunca te fallarán si escuchas con atención.
Ella frunce el ceño. —Eso no es tan fácil como suena.
Me río. —Muy cierto. Si lo fuera, todos estarían seguros
todo el tiempo.
Ella reflexiona sobre eso por un momento. —¿Alguna vez
te han acosado?
Odio que se haya visto obligada a soportar esto. Odio
que haya tenido que mirarse en el espejo y preguntarse qué
la hace rara. Por qué fue a ella a quien eligieron.
—No —respondo sucintamente—. No lo hicieron.
Ella asiente, como si hubiera esperado la respuesta. —Sí,
a Mamá tampoco. Porque ella es hermosa y tú eres guapo.
—Hay más en la vida que verse de cierta manera, Isla.
Con el tiempo, te darás cuenta de que en realidad es muy
aburrido parecerse a los demás.
—No me importa ser aburrida si eso hace que me dejen
en paz.
—Eso no es mucho pedir.
—No lo sé. Algunos días, parece mucho —susurra.
Puedo sentir los nervios de Kinsley que irradian desde el
otro lado de la mesa de café. Su pierna sigue rebotando
hacia arriba y hacia abajo, volcando la almohada que
colocó contra su rodilla.
—Bueno, te verás mejor que todos los demás en el baile
—dice Kinsley—. Te lo prometo.
Los ojos de Isla se aplanan. —Te lo dije, Mamá, no iré a
eso. Me prometiste que podría cambiar de escuela.
—Acordamos hasta el final del semestre, cariño.
—Lo sé. Pero no tiene sentido ir al estúpido baile si me
iré de todos modos.
Kinsley suspira. —Yo lo pensaba al revés. Si te irás de
todos modos, ¿por qué no vas y te diviertes? —sugiere—. ¿A
quién le importa lo que piensen esos mocosos?
Isla mira su regazo por un momento. Mejor hubiese
gritado, A mí. A mí me importa lo que piensen. Kinsley
parece darse cuenta de lo mismo, porque exhala en
silencio.
—Te compraré cualquier vestido que quieras —dice ella
—. Podemos elegirlo juntas.
—No importa lo que me ponga. Seguiré siendo yo.
Prácticamente, puedo oír como rechinan los molares de
Kinsley. —Hablaremos de esto más tarde, ¿vale? —dice.
—No hay nada de qué hablar —responde Isla—. No
quiero ir —luego se levanta, anuncia que tiene sed y
desaparece en la cocina para tomar un vaso de agua.
Me estiro y pongo mi mano en la pierna de Kinsley. Se
detiene en seco, con los ojos muy abiertos ante el contacto
inesperado. Se obliga a mirarme.
—No la presiones —le digo en voz baja, para que solo
ella pueda escucharme.
Aparta la pierna con enojo, pero, antes de que pueda
replicar, Isla vuelve a la habitación. —Cariño —dice Kinsley
—, creo que es hora de decir buenas noches.
Isla asiente. —Fue un placer conocerte, Daniil —me dice,
repentinamente tímida.
—Fue un placer, Isla.
Ella camina directo a mis brazos y la abrazo, mirando
sus rizos oscuros. Se siente tan natural, tan jodidamente
bien. Estoy anonadado por el calor que me recorre.
—¿Puedo verte de nuevo? —pregunta retrocediendo.
—Cuando quieras.
Ella sonríe. —Hurra. Buenas noches.
—Buenas noches, Isla.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, cielo.
Isla se va a su habitación. Kinsley se pone de pie
automáticamente. Pero, antes de que pueda seguir a Isla a
su habitación, le pongo una mano en el hombro.
—Déjala respirar, Kinsley.
Ya está en la cúspide de la ira. Eso simplemente la
empuja al límite. —¿Quién crees que eres? —exige—.
¿Diciéndome cómo criar a mi hija después de estar aquí
una maldita tarde?
—Me parecía mucho a ella cuando tenía esa edad.
—¿Y?
—Así que tal vez la entiendo un poco mejor que tú.
Ella grita como si la hubiera golpeado. —¿Sí? ¿Sabías
que es alérgica a los cacahuetes? ¿O que odia a los
payasos? ¿Sabías que su película favorita es E.T.? ¿Sabías
que tenía la cabeza llena de cabello cuando nació?
Me quedo en silencio, vigilante. Dejándola respirar.
—Sí —presiona Kinsley—. No lo creí. No sabes nada de
esa niña. Te fuiste antes de que pudiera decirte que ella
existía. Te fuiste incluso antes de que yo supiera que ella
existía.
—Estoy al tanto de la línea de tiempo, Kinsley.
—¿Lo estás, acaso? Porque actúas como si hubieras
estado aquí todo este tiempo. Actúas como si estuvieras ahí
para nosotras desde el principio —sus ojos brillan con
intensidad. Son de un verde inquietante y siniestro esta
noche—. Estás actuando como si tuvieras derecho a
decirme cómo criar a mi hija. Noticia de última hora: no lo
tienes.
Sus mejillas están sonrojadas. También el lugar entre
sus senos.
—Debe haber sido difícil para ti —reflexiono
sombríamente—. Ser madre soltera. Sufrir en silencio.
Eso la toma desprevenida. Está tan acostumbrada a
nuestra energía combativa y crepitante que este pivote la
está haciendo perder el control. La ira lucha por la
superioridad por un momento, y luego muere.
—Sí —dice ella, desplomándose hacia adelante—. Lo fue.
Se hunde de nuevo en el sofá, olvidando por completo
que se suponía que debía seguir a Isla a su habitación.
—¿Estuviste sola cuando nació?
Ella me mira. —¿De verdad te importa?
Aparto algunos de los bloques de construcción que
ensucian la mesa de café y me siento en ella para estar
cara a cara. Lo suficientemente cerca para que nuestras
rodillas rocen.
—Si no me importara, no preguntaría.
Veo su garganta subir y bajar mientras traga. —Emma
estaba conmigo —susurra—. La dejaron entrar a la sala de
partos porque… bueno, porque no tenía a nadie más. Me
sostuvo la mano todo el tiempo. Me dijo que podía hacerlo.
Ella fue genial durante todo el proceso.
—Pero no era a quien querías allí contigo, ¿verdad?
Mira hacia otro lado. —No importa a quién quisiera. Yo
tenía a Emma. Y todo salió bien. O al menos tan bien como
puede salir ese tipo de cosas cuando rechazas la epidural.
—Jesús. ¿Masoquista?
Su risa es amarga. —Quería estar al tanto de todo.
Quería estar presente para que, cuando Isla me preguntara
la historia años después, yo pudiera contarle exactamente
lo que sucedió. Aún no me ha preguntado.
—Quizá lo recordaste por mi bien, entonces.
Kinsley se estremece, se sonroja y me mira, todo al
mismo tiempo. Es realmente impresionante. Luego, suspira
y vuelve a flotar en los recuerdos. —Era una bebita
quisquillosa. Lloraba por todo. Pero también se reía mucho.
Fuerte. Es por eso que nunca esperé que se convirtiera en
esta niña triste y melancólica.
—¿Has abordado el tema del acoso?
—Por supuesto —espeta ella—.Quiero decir, lo intenté.
He hablado con el director y con su maestra, varias veces.
—¿Y?
—Afirman haberse ocupado de eso. Pero, según Isla, las
bravuconas se han vuelto más astutas. Pequeñas perras.
—¿Y la maestra no está captando nada de esto?
—Sinceramente, no creo que le importe —admite Kinsley
—. La mujer es una perra total.
—Te creo.
—Le prometí a Isla que buscaría otra escuela para ella.
Una escuela mejor. Pero no estoy ni cerca de decidir dónde.
Y, mientras tanto, no sé qué diablos hacer.
Su preocupación es palpable. Hace que mi piel se erice
de la forma más extraña. Como si ella sintiéndose así fuera
una afrenta personal para mí. Algo que me pide a gritos
que lo arregle, que la proteja de ese dolor.
Dejo eso a un lado por ahora. —Háblame de este baile.
Ella sonríe. —Es un baile de padre e hija.
—Ah. Bueno, mi sincronización ha sido siempre
impecable.
—La escuchaste. No quiere ir.
—Eso es porque aún no se lo he pedido yo.
—¿Qué te hace pensar que eso hará una diferencia? —
solo levanto las cejas y ella pone los ojos en blanco—. ¿Ese
pozo de confianza alguna vez se seca?
—No desde el día en que nací.
—Podrías haberle pasado esos genes a Isla —dice con
ironía.
Sonrío. —Los tiene, no te preocupes. Tomará algún
tiempo hasta que se dé cuenta de lo que tú y yo ya
sabemos.
—¿Que es qué, exactamente?
—Que ella es extraordinaria.
Kinsley me mira con nueva apreciación y quizá con una
ternura que se ha esforzado por negar u ocultar. —Ella
realmente lo es, ¿no es así?
Asiento con la cabeza. —Déjame el baile a mí. Yo la
llevaré. Y pondré a esas bravuconas en su lugar mientras lo
hago.
Ella se estremece. —Espero que eso solo sea mucho
decir. Cualquier otro tipo hace ese tipo de declaración y
sabes que está bromeando. Pero contigo… nunca estoy
segura.
—Bien. Me gusta así.
Ella pone los nudillos blancos en la almohada en su
regazo. —No, no está “bien”, Daniil. Sigue siendo la escuela
de Isla.
—De la cual aparentemente se irá muy pronto. Yo digo
que quememos los puentes.
Kinsley lo analiza en silencio por un rato. Entonces, me
mira. —¿De verdad jugabas con armas a su edad?
—Mis padres eran, digamos, menos que ortodoxos.
—Todavía no sé nada sobre ellos —me recuerda—. Pero
tú sabes todo sobre los míos.
—Solo sé que tu padre era un bastardo abusivo y que tu
madre murió.
—Se suicidó —corrige con firmeza, como fuera un gran
paso en su proceso de curación—. De hecho… se lo admití a
Isla la otra noche. Todavía me pregunto si eso fue lo
correcto.
—No creo que sea bueno proteger a los niños de las
duras realidades. Cuanto antes te des cuenta de que el
mundo es un lugar feo, antes podrás prepararte para
luchar por abrirte camino en él.
Ella asiente, como si viera la sabiduría en eso pero igual
deseara que fuera distinto. Sin embargo, nunca he visto el
sentido de desear algo así. La vida es lo que es. O le das la
forma que quieres o dejas que el peso te aplaste. No hay
otras opciones.
—Sin embargo, mentí un poco —confiesa—. Le dije que
fue una sobredosis de pastillas para dormir.
—¿Y qué parte era mentira?
—Se cortó las venas —su rostro palidece visiblemente al
hablar de eso, probablemente recordando el momento
exacto en que entró en esa escena. Imagino que no es algo
que se pueda olvidar con facilidad. El diablo sabe que
tengo un montón de recuerdos empapados de sangre,
grabados a fuego en mi cerebro.
Uno en particular me ha perseguido durante doce
interminables años.
Los ojos de Kinsley se nublan. —No fue como nada que
haya experimentado antes. Como si estuviera atrapada en
una horrible pesadilla de la que no podía despertar.
Probablemente me quedé allí durante minutos,
simplemente… mirando.
Ella parpadea y una lágrima rueda por su mejilla. La
atrapa antes de que llegue a la base de su barbilla y la
limpia, avergonzada.
—Fue hace mucho tiempo. No sé por qué siquiera lo
menciono —sus ojos verdes se suavizan por un momento, y
capto esa gran vulnerabilidad que tanto se esfuerza por
ocultar. Se sienta erguida como si eso corrigiera su estado
de ánimo, pero el movimiento la coloca justo en la V entre
mis piernas. Ella parece darse cuenta de eso un segundo
demasiado tarde.
—Bueno, es tarde. Deberías irte. Viniste a ver a Isla y
ella se fue a la cama. Así que…
Ella queda atrapada en mis labios. Sus ojos se
desenfocan mientras mira.
—Pareces estresada —observo con una corriente de risa.
—Me pregunto por qué.
—Me imagino que es porque nadie te ha hecho correrte
en mucho tiempo.
Le toma un segundo registrar esa declaración. Cuando
lo hace, sus ojos se abren de sorpresa y luego de
indignación. —Yo… Eso es… Tú… —sus ojos se endurecen
—. Me cuido sola, muchas gracias.
—Necesitas relajarte, sladkaya.
—Tú necesitas irte.
—Lo haré —le digo—. Pero primero tendrás que correrte
para mí.
No pierdo el tiempo esperando que esa frase se asiente.
Simplemente, la agarro y la empujo a lo largo del sofá. Su
delgado vestido blanco se desliza hacia arriba por sí solo.
—Isla…
—Está durmiendo —respondo deslizando mi mano por su
falda, hasta la suave tersura entre sus muslos.
Ella se estremece debajo de mí, sus manos agarran mis
bíceps. Apenas se concentra en mis palabras. Mis dedos
rozan sus bragas. Suave y blanda. Igual que su vestido.
Igual que su piel.
—Eso es solo… oh, Dios…
Sus ojos giran en sus órbitas. Su pinza en mis brazos es
fuerte, como si se estuviera asegurando de que soy real.
Empujo a un lado su ropa interior, paso mis dedos por su
raja y atrapo la humedad.
—Creo que estás lista para mí —gruño.
—Estoy pensando en otro.
Me río y bailo un dedo a media pulgada dentro de ella.
Se retuerce hasta que la inmovilizo con mi peso encima de
ella. —Respira, sladkaya —le aconsejo—, o te correrás
demasiado rápido.
—Joder, odio cuando me llamas así.
—¿Por qué?
—Probablemente porque me gusta demasiado.
Me río y doblo mis labios hacia su cuello. El mismo lugar
exacto que besé la última vez que estuvimos debajo del
árbol, en su lamentable intento de patio trasero. Su cuerpo
se arquea hacia mí, y puedo sentir cómo empuja sus
caderas contra mis dedos. Huele tan dulce. Como
madreselva y galletas recién horneadas.
Con dos dedos dentro de ella, presiono mi pulgar contra
su clítoris y empiezo a girar. Sus ojos ruedan hacia atrás en
su cabeza. —Oh, Dios… oh, Dios… oh, Dios…
—Puedes llamarme Daniil.
Se ahoga entre la risa y la lujuria. Redoblo la presión,
cierro sus labios en los míos y capturo la primera
exhalación de su orgasmo. Ella se corre casi
instantáneamente, con un jadeo, un grito y un gemido que
hace que la polla palpite dolorosamente en mis pantalones.
Pero esto no se trata de mí. No esta noche.
Se trata de ella.
Aplico presión con la palma de mi mano, para ayudarla a
bajar a tierra. Me permito darle otro beso justo en la nuca,
para que su dulzura permanezca zumbando en mis labios
mucho después de irme.
Luego, retiro mis dedos y me pongo de pie, apenas un
cabello fuera de lugar.
En comparación, Kinsley parece una mujer arruinada. Su
vestido está arremangado alrededor de su cintura y sus
bragas, que se quedaron puestas todo el tiempo, están
manchadas con sus jugos. Los finos tirantes de su vestido
se le han caído de los hombros.
Ella me mira como si fuera un espejismo que no puede
comprender.
Yo la miro como si fuera exactamente lo mismo.
37
KINSLEY

Lo miro fijamente, amortiguada por las secuelas gloriosas y


delirantes, mientras los últimos restos de placer crepitan a
través de mí como un relámpago de calor.
Luego, un sonido chirriante atraviesa mi aturdimiento.
Me levanto de un tirón, y toda esa bondad cálida y
hormigueante se desvanece. Daniil parece enojado al coger
su teléfono y atender.
Cuando se aleja de mí, noto el bulto en su entrepierna.
Estoy tan concentrada en eso que me pierdo la primera
parte de la conversación. No es hasta que el tono de Daniil
se tuerce de ira que empiezo a prestar atención.
—…no me importa una mierda… Ya sabes cuál es mi
posición.
Está de espaldas a mí, pero puedo ver las hendiduras de
sus músculos debajo de su camisa.
—Él quiere lo que no puede tener… Sí, soy consciente…
Se detiene en seco cuando la persona en la otra línea
comienza a hablar rápidamente. Las palabras son borrosas,
pero el pánico es obvio.
Y, no por primera vez, me pregunto…
¿Quién diablos eres, Daniil Vlasov?
—Petro —interrumpe Daniil con dureza—. On khochet
svoyego naslednika. On umret razocharaovannym. Ne
bespokoy menya snova —justo después de eso, cuelga. Mi
ruso no es tan bueno como para descifrar lo que dijo.
—¿Todo bien? —pregunto. Sus ojos se posan en mis
hombros, donde están los tirantes de mi vestido, caídos.
—Bien. Solo negocios.
—Vale. Por supuesto. Déjame adivinar: no puedes
decirme de qué se trata.
Él suspira. —Tenía la esperanza de tener una buena hora
libre de sarcasmos antes de que los efectos secundarios del
orgasmo desaparecieran.
Estrecho mis ojos hacia él. —La llamada aceleró la línea
de tiempo prematuramente.
—Maldito Petro —murmura.
—Petro —repito—. ¿Quién es ese? ¿Tu perro faldero?
Resopla de la risa. —Me gusta. Me aseguraré de decirle
que tiene un nuevo título —se pasa una mano por el cabello
perfectamente despeinado—. Es un amigo —dice—. Y
también trabaja para mí.
—Un colega.
—No. Eso implicaría que somos iguales.
La sonrisa arrogante está de vuelta en su rostro.
Mientras tanto, no estoy más cerca de entender quién es, o
qué hace. Realmente empieza a alterarme.
—¿Por qué eres tan reservado? —exijo—. Eres, como,
¿un mafioso o algo así?
Su silencio es revelador de la manera más extraña.
Me levanto de golpe. —Espera —jadeo—. ¿Realmente lo
eres?
—Soy ruso.
Arrugo la frente. —¿Eres un… mafioso ruso? Estoy
confundida. ¿Es esto como un juego de improvisación?
Me sonríe como le sonreirías a un niño pequeño que no
comprende la situación. —Está la mafia italiana. Está la
Bratva rusa. Yo soy lo último.
—Ay, Dios mío —murmuro—. Yo estaba bromeando. Tú
no.
Me siento como una idiota ahora, por no haberlo visto
antes. La forma en la que lidió con la policía hace diez
años. La forma en que me salvó de Liam. El aura de
intocable. No es una actuación, él realmente es intocable.
—Esas armas con las que jugabas de niño —digo—. No
eran pistolas de agua, ¿verdad?
Él niega con la cabeza. —No. No lo eran.
—Jesucristo —me pongo de pie de un salto. Me mira con
calma desde donde está sentado, pero no dice una palabra
—. Eres un criminal. Eres un criminal. En serio eres un
verdadero literal criminal de la vida real.
—Sigues repitiendo lo mismo.
—Porque estoy tratando de procesarlo. Siempre supe
que eras algo sospechoso, pero esto… Mencionaste que
habías matado hombres cuando nos conocimos. Me dijiste
que los hombres que mataste merecían morir —digo,
recordando débiles fragmentos de nuestra conversación.
—La esperanza de vida de los hombres en mi línea de
trabajo es bastante corta.
—Ay, Dios mío —jadeo por enésima vez, mientras
empiezo a caminar por la habitación.
Acabo de correrme en la mano de un asesino.
Acabo de correrme en la mano de un asesino.
Mis labios y pies trabajan más rápido que mi cerebro en
este momento. Todo lo que puedo hacer es vomitar
fragmentos de recuerdos por la mitad, tratando de unirlos
en una imagen completa.
—Así que el hombre para el que trabajabas…
—Don Gregor Semenov —completa Daniil—. Le serví
fielmente la mayor parte de mi vida. Fui entrenado para
obedecer. Y, cuando me detuve, decidió darme una lección.
—Metiéndote en la cárcel. Jesucristo —tiro
nerviosamente de las raíces de mi cabello—. ¿Debería
preocuparme, Daniil? —es lo único que arde en mi mente,
ahora que estoy lo suficientemente tranquila como para
pensar en las preguntas correctas.
Él, por otro lado, se ve completamente relajado. —Tú e
Isla están bajo mi protección ahora. No les pasará nada, a
ninguna de las dos. No mientras yo respire.
Eso debería aterrorizarme. No debería consolarme.
¿Pero adivina qué opción va con mi química cerebral
jodida?
—Pero, ¿existe la posibilidad de que nos lastimen? —
presiono de todos modos—. ¿Tienes, como… enemigos?
—Un don siempre tiene enemigos.
—Este tal Semenov, tu antiguo jefe —digo—. ¿Es él uno
de ellos?
Daniil sonríe por dentro. —Yo no lo llamaría enemigo.
—Te metió en la cárcel. No parece que sea un amigo.
—Créeme, lo recuerdo. Pero su intención nunca fue
alienarme.
Lo miro con incredulidad. —¿Cuál era su intención,
entonces?
—Quería volver a ponerme en mi sitio. Recordarme que,
mientras él viviera, él era el don, y que no toleraría la
insubordinación de nadie. Incluso de los más cercanos a él.
—Sí, bueno, eso funcionó muy bien para él, ¿no?
Se ríe, sigue tranquilo, como si estuviéramos teniendo
una charla normal. —Igual nunca fui muy bueno recibiendo
órdenes. Era solo cuestión de tiempo antes de que me
rompiera.
—Me dijiste que interrumpiste una pelea entre él y su
esposa.
—No fue una pelea —corrige con disgusto—. Una pelea
implicaría que ella estaba contraatacando. Estaba tendida
en el suelo, con la cara magullada y ensangrentada,
mientras él la seguía pateando.
Me estremezco ante la imagen que evoca. Es tan
inquietantemente vívido, y eso es porque he vivido esa
misma escena antes.
Excepto que, cuando veo a la mujer acostada en posición
fetal en el suelo, tiene la cara de mi madre. Y el hombre
que está de pie junto a ella, pateándola, tiene la de mi
padre.
—Yo… nunca te pregunté qué pasó.
—Lo que pasó es que me interpuse entre ellos. Lo
empujé hacia atrás con tanta fuerza que tropezó y cayó.
Todavía recuerdo la forma en que cayó. Ahora que lo
pienso, en realidad, ese fue un punto crucial en mi vida.
—¿Cómo?
Los ojos de Daniil están nublados por los recuerdos. —
Me di cuenta de que podía caerse. Él no era invencible. Era
solo un hombre, igual que cualquier otro. Y si lo empujabas,
se caería.
Sus palabras cuelgan pesadas en el aire. —¿Te metió en
la cárcel por eso?
—No, me metió en la cárcel por romperle la mandíbula.
Mis ojos casi se salen de sus órbitas. —¿Qué hiciste qué?
Él sonríe. —Tú habrías hecho lo mismo.
Me río con ironía. —No —digo con sombría certeza—, no
lo habría hecho.
Toda la vergüenza y toda la culpa que no he permitido
aflorar durante los últimos años brotan a borbotones. Se
vuelve más fácil de enterrar cuando han pasado suficientes
años. Por lo menos, se siente así. Pero luego se libera
cuando menos te lo esperas.
Daniil se pone de pie y se acerca a mí. Yo levanto mis
ojos hacia los suyos de mala gana. —Sé que no lo haría,
porque no lo hice. Vi a mi padre golpear a mi madre pero
no intervine. Simplemente, me escondía en la parte
superior de la escalera y esperaba a que se detuviera.
—Eras una niña.
—Claro, la primera vez. Pero crecí y no se detuvo. Lo
máximo que hice fue bajar y rogarle que la dejara en paz.
Nunca me interpuse entre ellos. Y, ciertamente, nunca le di
un puñetazo en la cara.
—Estabas asustada.
Asiento, parpadeando para contener las lágrimas de
vergüenza. —Sí. Estaba aterrada.
—A mí nunca se me permitió tener miedo, sladkaya —
explica en voz baja—. Viví en un mundo en el que no se
toleraba el miedo en un niño. Si tenía miedo, mataba ese
miedo y seguía adelante.
Vuelvo a reír, aunque esta vez la risa es ahogada por un
sollozo. —No puedes matar tus sentimientos. Créeme, lo he
intentado.
—Me acerqué lo suficiente —dice—. Hasta…
Está callado durante mucho, mucho tiempo. Se siente
como si las estaciones pasaran fuera de la ventana
mientras sus ojos azul plateado brillan con una docena de
fuentes de luces diferentes, cada una más etérea que la
anterior. No podría apartar la mirada aunque quisiera. Y,
durante la mayor parte de ese tiempo, tampoco puedo
hablar.
—¿Hasta qué? —grazno finalmente.
No parpadea, ni siquiera una vez. —Hasta que llegas tú.
Entonces me sonríe. Es una sonrisa estrecha y casi
melancólica, de una manera que no puedo explicar. Sus
ojos ondulan una vez más con la luz más extraña hasta el
momento.
Luego asiente una vez, me roza la mejilla con el pulgar y
dice—: Nos vemos pronto, sladkaya.
Su mano cae de mi cara y se va.
Me quedo allí unos minutos después de que la puerta se
cierra detrás suyo, atrapada en un momento que ya me ha
abandonado. Atado ahí por el calor de su toque que
persiste.
Podría haberme quedado allí toda la noche, si mi
teléfono no hubiera comenzado a vibrar desde donde cayó
entre los cojines del sofá. Lo busco y encuentro una larga
cadena de mensajes de Emma sin responder.
10:00 PM: ¿Cómo te fue? ¿Ya se fue?
10:30 PM: Asumo que Isla ya está en la cama. Así
que, o estás dormida tú también, o estás
entreteniendo al caballero negro.
10:53 PM: ¿Estás dormida? Estoy ejerciendo el
máximo autocontrol para no correr a tu casa en este
momento. Merezco una medalla.
11:31 PM: Esperando que todo haya ido bien.
11:44 PM: ¡¡¡¡Jesús, Kinsley!!!!!
La llamo antes de que tenga un aneurisma. Ella contesta
de inmediato. —¡Oh, gracias a Dios! Estaba discretamente
preocupada de que tú e Isla hubieran sido asesinadas, o
algo así.
—Tus mensajes de texto no sonaban tan discretos —digo
arrastrando las palabras.
—Sí, bueno, no soy realmente un tipo de persona
discreta. ¿Cómo te fue? —pregunta ansiosamente.
—Bien —digo, con una voz que realmente no se siente
como la mía—. Bien.
—Ay, chica. Conozco ese tono.
Arrugo la frente. —No hay ningún tono.
—Absoluta y jodidamente, hay un tono. Algo pasó. Puedo
sentirlo.
—No pasó nada. De hecho, fue mucho más suave de lo
que jamás creí posible.
—¿Él fue bueno con ella?
—Fue genial con ella. Hasta el punto en que me sentí un
poco… celosa.
Emma chilla, encantada y sorprendida. —No puede ser.
—Parece que se entienden. Incluso le dijo que la acosan
en la escuela.
—Guau, ¿en serio? Ni siquiera te lo dijo a ti durante
mucho tiempo.
—Vaya, gracias por señalar eso.
—Mala mía —dice Emma, claramente sin arrepentirse en
absoluto—. Pero esto es algo realmente bueno, ¿verdad?
Quiero decir, ¿ el mejor de los casos, y todo eso?
—Sí. Tal vez.
—¿No suenas… segura?
—Como de costumbre, es complicado —juego con las
puntas de mi cabello—. Él… se abrió un poco a mí esta
noche.
—Oh, sí, eso está bien. ¿Tú, ya sabes, te abriste a él? —
dice con una carcajada sugerente.
—No así, Em.
—Meh. Aguafiestas.
Me recuesto en el sofá y sigo pasando los dedos por mi
cabello, pensando en mi madre mientras lo hago. —Me dijo
que es un… O está en, tal vez… como, una Bratva. Una
mafia, pero rusa. Estuvo en otra, pero ahora dirige esta, o
algo así, y luego está este tío para quien él solía trabajar
que… que… Mierda, ni siquiera lo sé. Es mucho.
Hay mucho silencio y respiración en la otra línea.
Luego… —¡¿Qué?!
Asiento con la cabeza. —Sí. Lo sé.
—Vale, no me juzgues, pero este chico se volvió mucho
más sexy.
—¡Emma!
—¡Te dije que no me juzgaras! ¿No te excita en lo más
mínimo que sea un chico malo certificado y sexy?
—No. Para nada. Estoy aterrorizada, en realidad.
—Kinz. Vamos. Es atractivo, se lleva bien con Isla, es
genial en la cama…
—Genial con sus dedos —corrijo. Luego me estremezco
de inmediato, sabiendo que Emma nunca dejará pasar ese
tipo de anzuelo.
Efectivamente, grita tan fuerte que tengo que alejar el
teléfono de mi oído. Cuando lo devuelvo, está diciendo—: …
¡Lo sabía! Lo sabía, lo sabía, lo sabía. Pequeña zorra, Dios,
te amo.
No puedo evitar reírme con ella. Es la única forma de
abordar toda esta situación, de verdad. Si no me río, podría
romper en llanto. —Eres ridícula.
—Culpable. Pero resulta que también tengo razón en
este caso. Vale, me alegro de que lo hayamos sacado al
aire. Pero vayamos a cosas más importantes. Olvídate del
orgasmo. Tienes sentimientos por este chico, ¿no?
Estoy en silencio, mordiéndome el labio.
—Conozco el sonido de ese silencio, Kinz. No te
preocupes, no te haré decir nada en voz alta. Pero, ¿mi
consejo? Explora esto. Ve lo que podría ser.
—Podría ser una gran angustia. Eso es lo que podría ser.
—Cualquier cosa que valga la pena hacer es un riesgo,
Kinz. Es hora de dejar de desperdiciar tu vida en viejos
recuerdos y hacer algunos nuevos.
—Pero Isla…
—Dale algo de crédito a Isla. Esa niña es tremenda. Al
igual que su mamá. Al igual que su padre también, según
parece —ella exhala—. Solo… solo piénsalo, ¿sí?
—Sí.
Puedo escuchar su sonrisa a través del teléfono. —Suena
como un verdadero rompecorazones.
—Sí —murmuro de vuelta—. Eso es precisamente lo que
me preocupa.
38
DANIIL

—Don Vlasov.
Ribisi se queda a un lado, esperando que lo invite a
sentarse. Solo le doy una mirada casual y alcanzo mi
whisky.
—Supongo que estás aquí porque tienes noticias para
mí.
—Sí, señor. Don Semenov está desesperado por reunirse
con usted.
—Eso no es noticia —le digo, mirándolo—. Es de
conocimiento común. ¿Estás tratando de engañarme para
que crea que eres leal a mí?
—No, mi don.
—Aún no soy tu don —le recuerdo con dureza—. Sigo
decidiendo qué hacer contigo. Fuiste su criatura durante
demasiado tiempo.
—Y aún lo sería —coincide Ribisi—, si no me hubiera
escupido en la cara.
Petro pone los ojos en blanco. —Yo también voy a
escupirte en la cara, amigo, si sigues aburriéndome con la
misma vieja historia de sollozos. Y no del tipo de “paga
extra porque eso es lo que te gusta”.
El rostro de Ribisi se amarga, pero se mantiene firme.
Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que se rompa
bajo las humillaciones de Petro. Si acepta el insulto en el
pecho, entonces estoy dispuesto a explorar su potencial en
mi Bratva. Pero, si se rompe como sospecho que podría
romperse, no me arriesgaré con alguien tan reaccionario.
Si puede desertar y venir a mí, puede desertar de nuevo
e irse al viejo con la misma facilidad.
—Tengo noticias adicionales, que no son de
conocimiento común —agrega Ribisi.
—Bueno, ¿qué diablos estás esperando, entonces? —
pregunta Petro, señalando a una de las sirvientas del
Cirque. Ha tenido sus ojos en este espécimen en particular
toda la noche. Cabello rubio. Ojos azules. Tetas grandes. El
Especial de Petro, como lo llamamos.
—Tiene sus espías sobre ti —confiesa Ribisi,
acercándose poco a poco—. Están observando todos tus
movimientos. Además, llegará aquí pronto, con la
esperanza de atraparte para conversar.
Arqueo una ceja. —¿Él vendrá aquí? ¿Esta noche?
Eso sí son noticias para mí. También es sorprendente.
Gregor Semenov solía pensar que estaba por encima de las
visitas a domicilio. Los tiempos han cambiado, al parecer.
Petro me lanza una mirada intrigada desde atrás de
Ribisi. Él sabe tan bien como yo que este es un giro
interesante de los acontecimientos.
—Como dije, está decidido a hablar contigo.
—Me las he arreglado para evadir esa conversación
durante diez años —señalo—. Puedo hacerlo por otros diez,
si es necesario —tomo un sorbo de mi bebida de nuevo—.
Te llamaré de nuevo si te necesito. Déjanos.
Ribisi inclina la cabeza y desaparece tan
subrepticiamente como apareció.
Petro quita los brazos de la rubia de su cintura y la
despide con un movimiento de su mano. Su rostro se tuerce
con molestia, pero se va. Él sirve otra bebida y se deja caer
a mi lado, derramando la mitad en el proceso.
—Ese bastardo me pone los pelos de punta.
—¿Semenov o Ribisi?
—Un poco de esto, un poco de aquello —admite.
Me río. —Ay, ¿el pobrecito Petro se siente asustado?
Su cara es amarga. —Él era mi don. Y lo traicioné por ti.
Ese es un tipo de elección que exige represalias, si alguna
vez se acerca lo suficiente para reclamarlo.
—No fue una traición. Y él era un don de mierda.
—Era un don decente —dice Petro cuidadosamente—.
Era una persona de mierda. Hay una diferencia.
Él no está equivocado, por mucho que odie admitirlo. Yo
asiento y me recuesto en el sofá. —Por cierto, antes de que
puedas preguntar: no nos iremos.
Petro palidece. —¿Hablas en serio? Ya escuchaste a
Ribisi. ¡Vendrá aquí esta noche! No traerá exactamente
regalos de fiesta, sobrat.
—Lo escuché. Creo que es hora de que tengamos esa
conversación.
—¿Qué pasó con lo de “Lo he evitado durante diez
años”?
Me encojo de hombros. —Cambié de opinión.
Petro frunce el ceño y cruza los brazos sobre el pecho
mientras toma su bebida. Más azafatas pasan volando por
el borde de nuestra área VIP, simplemente rogando ser
llamadas, pero, por una vez, él las ignora por completo.
—¿Puedo hacerte una pregunta rara? —espeta de
pronto.
—Todas tus preguntas son raras.
Él frunce el ceño. —¿Lo extrañas?
—¿Si extraño qué, exactamente?
—Ser el que está en el asiento del pasajero, en vez del
hombre que toma todas las decisiones. No tener que lidiar
con toda la mierda.
No necesito tiempo para decidirme por una respuesta. —
No —resoplo—. No lo extraño en absoluto.
Petro suspira. —Sí, no lo pensaba —se acaricia la barba
de tres días, sumido en sus pensamientos—. Él realmente
debería haberlo visto venir.
—¿La fuga o la desobediencia?
—Ambas —responde—. Fue jodidamente atrevido.
—También lo fue dejar su Bratva para unirte a la mía —
señalo—. Lo que significa que eres mi cómplice, amigo mío.
El ceño de Petro se profundiza. —Sí, bueno, eso es lo que
me asusta. ¿Te das cuenta de que no nos hemos encontrado
cara a cara con el hombre en diez años?
—He sido dolorosamente consciente de cada segundo
que ha pasado desde ese día, Petro. Así que, sí, puedo decir
con seguridad que me doy cuenta.
—¿Y realmente crees que reunirte con él es una buena
idea? ¿Incluso con tu… nueva situación?
Levanto una ceja. —¿Estás realmente preocupado por mi
“nueva situación”, o solo estás tratando de encontrarle una
salida a esto porque eres un cobarde?
—¿No pueden ser ambas? —agarra su vaso con ambas
manos y se inclina más hacia mí—. Es el tipo de hombre
que guarda rencor, Dan.
—¿Sí? Qué divertido. Yo también.
—Créeme que lo sé —murmura en voz baja—. Sin
embargo, mantengo mi pregunta.
—Nadie sabe sobre Kinsey e Isla, excepto tú y yo —digo
—. Seguirá así.
—Vale, pero escuchaste a Ribisi. El viejo Greggy tiene a
sus espías detrás de ti. ¿Qué pasa si se topan con tu nueva
familia?
—Ese hijo de puta arrugado no tendrá las agallas para
hacer nada al respecto.
—Te estás arriesgando —advierte—. A lo grande.
—Toda mi vida ha sido un riesgo, Petro —señalo—. ¿Por
qué parar ahora?
Ping. Miro hacia abajo y veo un mensaje de texto de
Kinsley.
KINSLEY: Pensé que te gustaría ver esto.
Ping. Ping. Ping.
—¿Quién es? —pregunta Petro.
Lo ignoro y abro nuestro hilo de conversación. Me ha
enviado tres fotos de Isla. La primera es ella recién nacida,
con la cara rosada y arrugada, envuelta en una manta
amarilla que solo deja ver su cara redonda, y un solo
mechón de cabello rizado que le cae sobre la frente.
En la segunda foto, tiene al menos seis meses. Lleva un
mono de pana y la cara manchada de glaseado de tarta. Sus
pecas brillan como una constelación de estrellas.
La última muestra a una pequeña Isla dando vueltas con
lo que deben ser algunos de sus primeros pasos. Su vestido
es azul y de algodón, acampanado alrededor de muslos
regordetes como masa de bollo. Esa sonrisa es
incuestionable.
—… ¿Hola? ¿Tierra a Daniil?
—¿Eh? —pregunto, mirando hacia arriba.
—¿Tienes algo más importante que el destino de
nuestras vidas allí? —arrebata mi teléfono y mira
boquiabierto la pantalla. Luego, me mira en estado de
shock—. Estas son… fotos de bebés.
—Eres inteligente, amigo mío —toco mi barbilla
pensando—. Es Isla.
—Ah —dice Petro, mirando hacia abajo al teléfono—. Ah.
—A veces puedes ser tan tonto como para que cuestione
mi decisión de mantenerte cerca. Devuélveme mi teléfono.
—Dame un segundo —argumenta Petro, alejándose de
mi alcance y desplazando las imágenes—. Tengo que decir,
ella es linda. Se parece a su mamá, afortunadamente.
—Lo único afortunado aquí es que no estoy
reorganizando tu cara con mi puño.
Se ríe con buen humor y me devuelve el teléfono. —
¿Supongo que las cosas van bien, entonces?
—El tiempo dirá. Por el momento, ambos lo estamos
intentando.
Ciertamente lo intentaba anoche, cuando se corrió en
mis dedos como una buena kiska.
—¿Eso significa que te la follaste? —entrecierro los ojos
y él me sonríe con complicidad—. ¿Fue la segunda vez tan
buena como la primera?
—No pasó nada.
Él frunce el ceño. —Habría pensado que dejaría de
hacerse la difícil ahora —se le ocurre algo y frunce el ceño
todavía más—. ¿Es por eso que estás tan distraído con la
chica? ¿Ella no te deja meterte entre sus piernas, así que la
deseas más?
—Ya he estado entre sus piernas —le recuerdo con
frialdad. —Así es como se hacen los bebés.
—Claro, cuando era joven y vulnerable —responde Petro
—. Ahora es una Mujer con M mayúscula. No es tan
probable que caiga en tus tonterías.
—Las tonterías son lo tuyo, no lo mío.
Un movimiento de costado me llama la atención. Echo
un vistazo y lo veo venir. Petro nota mi cambio de postura
al instante. Los pelos erizados, los puños apretados, la
mandíbula tensa.
—Ay, joder, joder, joder. ¿Está aquí?
No me molesto en responder. Este momento ha tardado
diez años en llegar. Ahora que está aquí, soy consciente de
cada pequeño e intrascendente detalle, como si el tiempo
mismo se desacelerada.
La forma en que las luces parecen atenuarse, agudizarse
y desdibujarse, todo al mismo tiempo.
La forma en que la música cae bajo y pesado, golpeando
lo necesario para sacudirme los huesos.
La forma en que los hombres se tensan a mi alrededor
antes de saber lo que está pasando. Los asustados se
encogen. Los inteligentes se esfuman.
No he visto al viejo bastardo en diez años. Antes de eso,
lo vi todos los días durante décadas. Parece que nuestra
relación solo existe en los extremos.
Luego, Gregor Semenov entra en un haz de luz y veo al
don que dejé atrás.
Ha envejecido bien. Es completamente calvo ahora, pero
le sienta. Las luces destellantes de la pista de baile rebotan
en su cráneo. Lleva puesto un traje, por supuesto, oscuro y
cruzado, con gemelos de diamantes que atrapan las luces.
Su reloj tachonado de diamantes hace lo mismo.
Sus ojos llorosos se posan en mí unos segundos después
de que entra en la sección VIP, flanqueado por un séquito
de al menos una docena de hombres.
—¿Ya nos ha visto? —sisea Petro—. ¿Debería irme?
—Si querías irte, deberías haberlo hecho hace diez años,
hermano —le digo con frialdad—. Él está aquí.
—Buenas noches, Daniil.
Petro traga y luego se recompone. Habla como un
cobarde, pero lo conozco mejor que eso: en el fondo, es un
guerrero. Es la única razón por la que tolero sus mierdas.
Se pone de pie y los nervios desaparecen de su rostro,
justo antes de volverse hacia Gregor.
—Para ti es Don Vlasov —corrige a su antiguo don—.
Muéstrale el respeto que se merece.
—Puto Petro Maximov —gruñe Gregor—. Tienes cojones
para pararte ahí y mirarme a los ojos.
—Lo he evitado en la medida de lo posible, te lo aseguro
—responde Petro.
Los dientes de Gregor rechinan con furia, igualando el
destello furioso pero controlado de sus ojos. Se sienta
ignorando a Petro, mientras sus hombres se deslizan a su
alrededor, desplegándose a ambos lados. A algunos de ellos
los reconozco. La mayoría son nuevos para mí.
—¿Trajiste a todos estos amigos a verme? —pregunto—.
No estoy seguro de si debería estar asustado o halagado.
—Un hombre sabio estaría asustado —responde Gregor
—. Pero tú nunca has sido tan sabio.
Tiene un tic en el ojo izquierdo. Se vuelve más
pronunciado a medida que hablamos. Me pregunto si es un
hábito nervioso que desarrolló a lo largo de los años, y me
río para mis adentros al pensar que quizás yo lo causé. Sea
lo que sea, lo hace parecer humano. Una parte de mí
siempre dudó que lo fuera.
Hasta que lo empujé y se cayó. Eso nunca la olvidaré.
—Es una manera interesante de pasar a lo que has
venido a discutir conmigo —digo.
Su ceño se frunce. —¿Cómo sabes lo que he venido a
discutir?
—Intuición. Inteligencia. Conjetura afortunada. Tú elige.
Cruza una pierna sobre la otra y se recuesta en su
asiento para mirarme. Sus hombres se erizan por todas
partes a su alrededor, un bosque de idiotas con trajes
baratos.
—Una alianza —dice, en voz tan baja que casi no lo
escucho—. Ambos necesitamos una línea de sucesión. Esto
alivia esa necesidad por el momento. Serías un tonto si lo
dejaras pasar.
—Creo que me acabas de llamar tonto, muy
graciosamente.
—Daniil —gruñe, su ira lo supera por un momento—,
esto no es una puta broma.
—No me estoy riendo.
Nos miramos fijamente y los años se reducen a nada. Él
sigue siendo el hombre que quiere control y obediencia
total. Yo sigo siendo el hombre que se niega a darle eso.
—Perdiste tu tiempo viniendo aquí hoy —le digo
sucintamente—. Quédate con tu Bratva y tu legado. No lo
quiero. He construido la propia.
—Podría destruirla, si quisiera —advierte.
—¿Hemos pasado a la parte de la noche donde ya se
intercambian amenazas? —pregunto en un tono casual—.
Supongo que han pasado diez años. Ya no tiene sentido dar
vueltas.
—Exactamente. Diez años. Diez putos años, Daniil.
Levanto mis cejas. —Dices eso como si fuera mi culpa.
No es así como lo recuerdo.
—Tu maldito orgullo y tu terquedad nos llevaron a esto
—dice con el ceño fruncido—. Ella no era tuya para
protegerla. Ella era mía para hacer lo que me diera la gana.
—Así tampoco es como recuerdo esa parte.
Él hace una mueca y se frota el ojo izquierdo, que está
tiembla como si lo estuviera irritando. —Debería haberte
enviado a arder en el infierno.
—Lo intentaste. También habría escapado de allí.
Con eso, he terminado de intercambiar palabras con este
dinosaurio. Me pongo de pie, enderezo mis puños y me
alejo.
39
KINSLEY

—¿La llamaste una P-E-R-R-A? —me pregunta el director


Bridges.
Duda incluso en deletrear la palabra. Estoy dividida
entre encogerme de vergüenza y reírme a carcajadas. Si no
responder fuera una opción, me quedaría en silencio
durante todo el día. Pero Heather está preparando una
tormenta justo afuera de la oficina, y sé que no hay forma
de que me deje salir del apuro tan fácilmente.
—¿Habría… habría alguna diferencia si dijera que se lo
merecía? —aventuro.
—Srta. Whitlow.
Suspiro y dejo que mis hombros caigan hacia adelante.
—Sé que me porté terriblemente. Nunca debí enfrentar a
Heather de esa manera. Debería haber… Honestamente, ni
siquiera estoy segura de lo que debería haber hecho.
—Ella afirmó que la llamaste una “palabra con M,
palabra con P” —dice con severidad—. Y que tú… —revisa
sus notas en el bloc de notas amarillo que lleva a todas
partes—. Que tú le preguntaste si deberías “deletrearlo en
su pizarra para ella”.
—Quería asegurarme de que ella entendiera —murmuro.
Se ríe, al menos, creo que lo hace, aunque rápidamente
se transforma en una tos sibilante. Se aclara la garganta y
cruza las manos frente a él. —Kinsley, esto es serio.
Me compongo y asiento. —Lo sé.
—Entiendo que estabas molesta por Isla y que querías
protegerla. Pero buscar una pelea con su maestra no es la
manera de hacerlo.
—No, no lo es. Estoy completamente de acuerdo.
—La Srta. Roe solicita tu despido ante el abuso verbal
que recibió.
Palidezco inmediatamente. —Director Bridges, yo…
—No voy a hacer eso —interrumpe con una sonrisa tensa
—. Eres una excelente maestra, Kinsley. Y eres una buena
madre. No quiero castigarte con demasiada dureza por
tratar de proteger a tu hija. Pero tengo que hacer una
declaración aquí. Por eso, te suspenderé sin goce de sueldo
durante las próximas dos semanas.
Tomo una respiración profunda, la última de muchas
desde que me llamó a esta oficina abarrotada y mohosa, y
ordeno las próximas palabras en mi cabeza. Está siendo
generoso y soy plenamente consciente de ello. Por eso, me
siento el doble de mal por tener que decirle lo que estoy a
punto de decir.
—Colin, voy a renunciar.
Sus ojos se agrandan. —¿Qué? Srta. Whit… Kinsley, eso
no es necesario.
Niego con la cabeza. —No es por esto. Es… bueno, sí es
por esto, pero no de la forma en que piensas.
—¿Qué quieres decir?
—Isla me dijo que realmente no es feliz aquí. Ella quiere
cambiar de escuela al final de este semestre. Con estas
cosas acumuladas, será más fácil para todos si me voy con
Isla. Tanto por razones prácticas como personales. Así que
aquí estoy, entregando mi renuncia con cuatro meses de
anticipación.
Su rostro cae. —Me molesta mucho escuchar eso. Louisa
también estaría molesta, ¿sabes?
Mi rostro se tuerce en una mueca ante la mención del
nombre de Louisa. Tantos años después, todavía duele. El
espacio en mi corazón que ocupa su ausencia está en carne
viva, irregular y sangrando.
Colin tiene un agujero en su propio corazón a juego con
el mío; lo sé. Pero es difícil reconocer el terreno común en
este momento. El escritorio entre nosotros es demasiado
grande, demasiado serio.
—Hiciste lo que pudiste por ella —gruño—. Y por mí.
Pero creo que ella alcanzó un límite. No me habría pedido
irse si no fuera así.
Suspira. —¿Y no hay nada que pueda hacer o decir para
hacerte cambiar de opinión?
—No, realmente no —se ve derrotado. Me siento mal por
haberlo puesto en esta posición—. Realmente has sido un
jefe maravilloso, Colin.
Él sonríe con tristeza. —Me alegra oírte decir eso. Pero
siento que le he fallado a Isla.
—Eso solo comprueba que eres un educador dedicado. A
diferencia de la mujer que se sienta afuera en este
momento.
—Vale —dice, sus ojos brillan con determinación—. Así
es como lo daremos vuelta.
Arrugo la frente. —¿Dar vuelta qué?
—Heather no tiene por qué conocer los detalles. Le diré
que has sido despedida, a partir del final de este período.
Eso debería calmarla por un tiempo.
—No tienes que hacerlo.
—Quiero hacerlo —insiste—. Te daré una excelente
referencia cuando te vayas. No tendrás problemas para
encontrar otro trabajo.
—Eres una joya. Gracias, Colin —digo mientras ambos
nos ponemos de pie.
Me devuelve una sonrisa de gratitud, rodea su escritorio
y toma mi mano entre las suyas. —Ella estaría orgullosa de
la mujer en la que te has convertido, Kinsley. Sé que es así.
Le devuelvo la sonrisa y asiento, sin confiar en mí misma
para hablar en este momento.
Él asiente. —Entonces, creo que hemos terminado. Haz
pasar a Heather cuando salgas, por favor.
Salgo de la oficina de Colin. Heather se pone de pie de
inmediato. Intenta pasarme por un lado sin hacer contacto
visual, pero la bloqueo. —Heather, antes de que entres,
¿puedes darme un minuto?
Ella olfatea con la nariz en alto. —Supongo que sí.
—Solo quería disculparme contigo. Sinceramente.
—¿Por gritarme y llamarme maldita perra, quieres decir?
Igual lo decía en serio, dice la mezquina voz en mi
cabeza.
—Sí. Me pasé de la raya y nunca debí haberte dicho esas
cosas.
En voz alta, al menos.
Considera mi disculpa por un momento y asiente, con
otro sollozo de indignación. —Solo estoy haciendo lo mejor
que puedo aquí, ¿sabes? Ya es bastante difícil tratar con los
niños, y mucho más con sus padres. Deberías entender eso
mejor que nadie.
—Bueno, yo nunca permitiría que se produjera ese tipo
de acoso en mi salón de clases —le digo, incapaz de
morderme la lengua con esto.
—Yo tampoco. No ha habido acoso en mi salón de clases
—dice a la defensiva.
—¿Entonces lo que estás diciendo es que Isla se lo está
inventando?
Sus ojos se estrechan. —A algunos niños les gusta la
atención.
La voz en mi cabeza se vuelve loca. ¡Maldita PERRA!
Pequeña esnob, arrogante inadecuada…
Pero me las arreglo para controlarme. En su lugar, le
ofrezco a Heather una sonrisa tensa. —Tú dices llamar la
atención. Yo lo llamo un grito de ayuda. Pero supongo que
nuestros estilos de enseñanza son muy diferentes.
Luego, antes de que pueda decir algo más, me alejo.
Encuentro a Isla esperándome en el patio exterior. Está
encorvada sobre su bloc de dibujo, con una tortícolis de
ciento ochenta grados en el cuello, que probablemente
hace que todos los quiroprácticos del condado se babeen.
—Oye, chiquilla. ¿Acaso estás cómoda?
Se encoge de hombros. —Solo hago garabatos. ¿Qué dijo
el director Bridges?
—Nada terriblemente interesante.
—¿Solo trabajo administrativo? —pregunta
deliberadamente.
Yo sonrío. Es tan perceptiva. —Vale, ¿quieres la verdad?
Me pidieron que me disculpara con la Srta. Roe.
—¿Por qué?
—Em, puede que la haya llamado una palabra no tan
agradable.
A Isla se le salen los ojos de las órbitas y se le cae la
mandíbula al suelo, al más puro estilo Looney Tunes. —¡¿Lo
hiciste?!
—No me enorgullece —insisto, esperando que Isla no se
dé cuenta de la mentira, porque en verdad estoy bastante
orgullosa de defender a mi hija—. Estaba muy
conmocionada, y ella me estaba irritando de la manera
equivocada.
—Era sobre mí, ¿no?
—Tal vez.
Parece feliz por el hecho de que no le mienta. —Vaya. No
puedo creer que hayas llamado perra a mi maestra, mamá.
—¡Grosera! Solo porque yo lo dije que no significa que tú
puedas. De todos modos, fue un lapso momentáneo de
juicio. Solo estaba preocupada por ti.
—No tendrás que preocuparte al final del semestre.
Asiento con la cabeza y envuelvo mi brazo alrededor de
sus hombros, mientras nos dirigimos al coche. —Así que
tengo una pequeña sorpresa para ti.
—¿Para mí? —pregunta—. ¿En serio?
Asiento. —Iremos a casa a dejar el coche, y luego al
centro comercial. Para hamburguesas y batidos, y un poco
de compras.
—¿Podemos ir a la papelería y a la tienda de artículos de
arte?
Me río. Cada vez que vamos al centro comercial, esos
son los dos lugares que tenemos que visitar sí o sí. Se ha
convertido una en rutina, a este punto.
—Podemos pasar por allí también, si quieres. Pero
pensaba que tú y yo podíamos elegir un vestido para el
baile.
Se abrocha el cinturón de seguridad y se vuelve hacia mí
cautelosa. —¡Mamá! Te dije que no quería ir al estúpido
baile.
—Pero tienes a alguien a quien llevar, ahora.
—Te lo dije, es raro si voy contigo.
—No estoy hablando de mí —digo—. Estoy hablando de…
—¿Daniil? —jadea Isla—. ¿Él realmente quiere llevarme?
—Por supuesto. Fue su idea.
Se ve conmocionada y muy emocionada al mismo
tiempo. —Oh… —ella me mira, sus hermosos ojos
magnificados por la fuerza de sus lentes recetados—.
Podemos ver algunos vestidos —reconoce.
Sonrío feliz. —Me parece bien.

D ANIIL YA ESTÁ ESTACIONADO en el frente cuando Isla y yo nos


detenemos frente a la casa. Está apoyado en su coche,
parece un modelo de campaña publicitaria. Ni siquiera
estoy segura de lo que estaría modelando. ¿El coche
estúpidamente caro? ¿La chaqueta cool sin esfuerzo que
tiene puesta? ¿Él mismo?
Isla se desabrocha y salta del coche. Vuela hacia Daniil,
que se endereza y le da un abrazo. Se ven tan fáciles
juntos, tan naturales. Hace que mi corazón haga
movimientos divertidos en mi pecho.
Salgo y me acerco a los dos. —¿Listos para ir al centro
comercial? —pregunto, sintiéndome un poco como si me
estuviera entrometiendo en su momento.
—¿El centro comercial? —se burla Daniil, arrugando la
frente con disgusto.
Le lanzo una mirada por encima de la cabeza de Isla. —
Cariño —le digo—, aquí está la llave. ¿Por qué no metes la
mochila dentro, te cambias y te encuentras con nosotros
aquí en cinco?
En el momento en que ella está en la casa, me dirijo a
Daniil. —No quieres mezclarte con la chusma, ¿eh? —me
burlo.
Frunce el ceño. —Isla se merece algo mejor que un
vestido de centro comercial.
Entrecierro los ojos. —El tal “vestido del centro
comercial” que tengo en mente cuesta doscientos dólares.
Que es mucho más de lo que puedo permitirme pagar.
—No te preocupes por el costo hoy. Yo me encargo.
—No tienes que…
—No, Kinsley, tienes razón —dice con desdén—. No
tengo que hacerlo. De hecho, no tengo que hacer nada —
luego, su voz cae en registro y se vuelve menos agresiva,
más tierna—. Pero quiero. Has asumido la carga financiera
todos estos años, sola. Así que ahora déjame tomar algo del
peso. No pensaré menos de ti por eso.
Abro la boca para responder, luego dejo que se cierre de
nuevo. Mientras tanto, tiro de mis uñas, preguntándome si
dejarlo tener esto sería admitir la derrota de alguna
manera.
Basta. Esto no se trata de orgullo. Se trata de Isla. Lo
que sea mejor para Isla.
—Vale, está bien. Pero Isla tiene la última palabra.
—No lo haría de otra forma.
—¡Lista! —Isla llama desde el pórtico, mientras cierra la
casa con llave y salta hacia nosotros dos, con una camiseta
limpia y pantalones cortos. Daniil le abre la puerta y ella se
desliza directamente al asiento trasero.
Luego, camina hacia la puerta del lado del pasajero para
abrirla por mí. Dudo, lo miro. Ese ceño fruncido, ese
destello en sus ojos, incluso el tatuaje que se asoma por
encima de su cuello, todo grita Peligro. De repente, me
consume una extraña necesidad de agarrar a mi hija y
correr gritando hacia las colinas.
Luego, su labio se inclina hacia arriba en una sonrisa
irónica. —¿Preferirías manejar las puertas tú misma,
sladkaya? —se burla.
Hago una mueca y entro. Riéndose, cierra la puerta
detrás de mí.
Terminamos manejando durante casi treinta y cinco
minutos antes de que Daniil se detenga frente a una
enorme tienda con frente de vidrio llamada… En realidad,
no hay letreros en el frente. No hay señalización en ningún
lugar a la vista, en realidad. Es solo un océano de espejos
unidireccionales alrededor del exterior del edificio,
reflejando de vuelta hacia nosotros los suaves contornos
del coche.
—Esto no es un centro comercial —observo.
Él suspira. —No se te escapa nada, ¿verdad?
—Tampoco hay nombre.
—No —concede—. No lo hay —baja del coche y camina
hacia el frente, sin esperar a ver si lo estamos siguiendo.
Tomo la mano de Isla en la mía, y subimos a
regañadientes hasta donde Daniil está metiendo una
combinación de números en un teclado sutilmente
colocado. Hay un tono de marcado, y él dice su nombre en
un tono de barítono profundo y retumbante. Luego, suena
una campana suave y la puerta se abre hacia adentro en
silencio.
Espeluznante.
—¿Vienen? —llama por encima del hombro. Una vez
más, no se detiene para asegurarse.
Los primeros veinte pies son un pasillo angosto,
bordeado con luces alternas entre carmesí y doradas, y
extraños arreglos de ramas estériles con aspecto futurista.
El aroma de las flores es embriagador.
Daniil desaparece por la esquina izquierda. Seguimos
sus pasos y luego…
Justo así, la tienda se abre. De repente no se trata de
una roja iluminación espeluznante: es un blanco brillante
por todas partes, con bordes dorados, lirios en jarrones de
vidrio soplado a mano que parecen demasiado delicados
para ser reales. Un pequeño ejército de deslumbrantes
mujeres rubias con vestidos blancos a juego flota alrededor
del perímetro, todas mostrando la misma deslumbrante
sonrisa blanca.
Isla se acerca un poco más a mi lado.
—Daniil —siseo—. Estamos mal vestidas.
Sus ojos me recorren y se detienen en mis piernas por
un momento. —Hm. Supongo que lo están. Eso se puede
remediar fácilmente.
Se da vuelta y se aleja antes de que pueda preguntarle
qué diablos quiere decir con eso. Isla me mira, nerviosa e
intrigada en partes iguales.
—¡Sr. Vlasov! Qué gusto verlo — canta una voz angelical.
La mujer que habla es delgada y alta. Como las demás, es
rubia, con chapa y Botox, aunque no por ello es menos
hermosa.
La elegante Barbie desvía su mirada hacia Isla y hacia
mí. —¿Y a quién tenemos aquí? —pregunta con amabilidad.
—Juliette, esta es Kinsley —presenta Daniil—. Y esta es
Isla.
Frunzo el ceño, extrañamente perturbada por lo casual
que es al decirlo. De alguna manera, solo ofrecer su
nombre no parece una presentación suficiente. Mi hija no
es un inconveniente para ser barrido debajo de la alfombra.
Pero, si Daniil nota mi irritación, la ignora por completo.
—Tenemos que encontrarle a Isla un vestido para su baile
escolar —le explica a la muñeca Barbie—. Y, mientras tanto,
compraremos ropa nueva para ambas. Fuera el viejo
guardarropa, adentro el nuevo.
—¡Qué adorable! —dice ella, aplaudiendo—. Iré a reunir
algunas opciones que creo que se adaptarán perfectamente
a ti —dice ella. Le sonríe a Isla.
—¿Por qué no vas con ella, cariño? —insto a Isla—. Para
que puedas decirle lo que te gusta y lo que no.
Isla parece vacilar, pero yo asiento alentadoramente y la
Barbie elegante ofrece su mano para que Isla la tome. —
Vamos, princesa. Será divertido.
En el momento en que las dos se van a otra habitación
de la tienda, me dirijo a Daniil, que se ha desplomado en un
sofá cercano. —¿Qué diablos crees que estás haciendo?
—Tengo la sensación de que estás a punto de decírmelo
tú.
Como siempre, Daniil es exasperantemente
imperturbable. Quizá por eso es que yo soy tan inestable.
Yin y yang, o algo así de molesto.
Mi ceño se frunce. —¿Hay algún momento en el que no
estés glacialmente tranquilo?
—¿Preferirías que no lo estuviera?
—¡Sí! Me tranquilizaría saber que, de hecho, eres
humano.
Su sonrisa solo se ensancha. —Te aseguro que, de
hecho, soy humano. Pero, si necesitas asegurarte, siempre
puedes venir aquí y explorarme.
Me estoy sonrojando mucho y, al mismo tiempo, deseo
que la sociedad vuelva a los estándares de belleza de la era
victoriana de base blanca espesa, para que no pueda ver la
llama en mis mejillas.
Me obligo a respirar profundo. Tengo un punto que
marcar aquí. Solo necesito concentrarme lo suficiente para
lograrlo.
—Este viaje era para encontrarle a Isla un vestido para
el baile.
—Vale.
—No comprarnos a ninguna de las dos un “nuevo
guardarropa”.
Se encoge de hombros. —Mencionaste que estaban mal
vestidas.
—Fue un comentario improvisado, en respuesta a este…
este… lugar al que nos has traído. No esperaba algo tan
elegante. Y seguro que no te pedí que me vistieras como si
estuvieras jugando con muñecas.
—No estoy tratando de vestirte como una muñeca,
sladkaya.
—Entonces, ¿qué estás tratando de hacer? Adelante, soy
todo oídos.
—Estoy tratando de comprarte ropa —explica, con más
paciencia de la que creí que tendría—. Si no quieres
probarte nada, no tienes por qué hacerlo. Solo me pareció
que podría ser algo que tú e Isla disfrutarían. Juntas.
Me estremezco. De todos los momentos para empezar a
ser razonable y dulce, bueno, algo dulce; lo que pasaría por
dulzura en él, si nada más, ¿por qué ahora?
Retiro lo que dije acerca de que su imperturbabilidad es
lo más irritante de él.
No, lo más irritante de Daniil Vlasov es que sabe
exactamente qué hacer en cada ocasión para alterarme.
Miro a mi alrededor con timidez, preguntándome si
alguno de los ángeles amazónicos que se mueven por la
tienda puede ver el humo saliendo de mis oídos. Pero
seguimos solos, más o menos. Las pocas empleadas que
accidentalmente se aventuran en este pequeño nicho
desvían la vista y se aventuran a retirarse.
Finalmente, mi mirada se vuelve a posar en Daniil. Esa
media sonrisa todavía baila en su rostro. Exasperante, por
supuesto, pero también desesperantemente tentador.
—¿Siempre escupes en la cara de un regalo? —él pide.
—Puedo comprar mi propia ropa.
—Esa no fue mi pregunta.
Miro a mi alrededor de nuevo, nerviosa. Sin embargo,
Isla y la Barbie elegante no se ven por ninguna parte. Y
empiezo a pensar que estar a solas con Daniil no es una
buena idea.
—Tú… no tienes que darme nada —le digo, tropezando
torpemente con mis palabras—. La póliza es suficiente.
—¿Entonces la aceptas?
—Bajo coacción.
Él asiente. —Entendido.
Un momento de tenso silencio nos engulle. Bueno, por lo
menos es tenso para mí. Daniil parece que podría cerrar los
ojos y tomar una siesta pacífica en este momento, si
quisiera.
—¿Daniil? —digo—. Sobre lo que pasó la otra noche…
—¡Mamá!
Me alejo de él como si fuera culpable de algo atroz
cuando Isla dobla la esquina. La elegante Barbie la sigue
con un perchero rodante, lleno de vestidos haciendo un
arcoíris.
—Este lugar tiene los vestidos más increíbles, mamá.
Deberías verlos. También elegí algunos para ti. Juliette me
ayudó.
—Eso fue muy amable de su parte, pero no me probaré
nada hoy.
—Ay, ¿por qué no?
Las palabras se sienten espinosas en mis labios mientras
miro a mi hija. Está tan animada hoy, tan resplandeciente
de vida. Esta es la primera vez en mucho tiempo que actúa
como una niña.
—Cariño, ya tengo muchos vestidos.
—No como estos —señala Isla—. ¡Vamos! Daniil dijo que
tú también podías elegir uno.
—¿Qué tal si te conseguimos a ti un vestido primero? —
sugiero, sintiendo el calor de la sonrisa de Daniil por el
rabillo del ojo.
Isla asiente emocionada y saca un vestido azul ahumado,
con una capa de tul sobre la falda. Un patrón de cisnes
nada alrededor del dobladillo. Es el vestido de cuento de
hadas del que se enamoraría una niña de nueve años.
—Es este. Este es el indicado —dice, tan solemnemente
que necesito de todo mi ser para no reírme a carcajadas.
Pienso que los adultos a veces olvidan lo serias que
pueden ser las cosas del mundo cuando eres joven. Las
cosas que no importan parecen importar más que nada, y
las cosas que sí importan no importan en absoluto.
Los vestidos son vida. ¿Padres ausentes y madres con el
corazón roto? Eh, eso es normal.
—¿Ya elegiste? —pregunto.
—Sí. No necesito probarme nada más. Esos vestidos son
para ti.
Ay, vaya. —¿Por qué no te pruebas el tuyo primero? —
ofrezco—. Quiero verte en él.
Ella asiente y la elegante Barbie lleva a Isla a uno de los
vestidores. Me muevo hacia el elegante sofá blanco en el
que Daniil está recostado, aunque con cuidado me bajo a
un asiento en el extremo más alejado de él.
—No tienes que estar tan suspicaz, sladkaya. El mundo
no quiere atraparte. Ni a tu hija.
—No soy una mascota ni una muñeca —espeto—. Más
importante aún, ella tampoco. No se trata solo de vestirla y
comprarle cosas bonitas. Ser padre es mucho más que eso.
—Tengo la sensación de que estás tratando de decirme
algo —dice lentamente. Me doy cuenta de que hay un filo
en su tono. No del todo a la defensiva, pero al borde.
—Cuando entramos aquí, no presentaste a Isla como tu
hija.
Él asiente. —Y crees que estoy tratando de ocultar ese
hecho —no es una pregunta.
—Bueno, ¿lo haces?
—Si lo hago, es por una buena razón.
Mi ceño fruncido se profundiza. —Eso no es un no.
—Porque no estoy negando nada. Tienes razón, no
presenté a Isla como mi hija. Eso fue intencional.
—¿Porque te avergüenzas de ella? —exijo—. ¿O de mí?
—Esa es una gran suposición.
—Responde a la puta pregunta.
—Haz la pregunta correcta y quizá lo haga —se sienta
derecho ahora, vibra con intensidad. Sus cejas están juntas
y su mandíbula está hecha de líneas afiladas e implacables.
—¿Qué opinas? —gorjea Isla mientras sale del vestidor
con su vestido azul de hada.
—¡Cariño! —digo, aplaudiendo—. Te ves preciosa.
Realmente lo está. Tengo la sensación de que esta es la
primera vez en mucho tiempo que Isla se siente bien. La
sonrisa en su rostro me lo dice, es cegadora si la miro
demasiado cerca. Pero no puedo obligarme a mirar hacia
otro lado.
—Estás increíble, Isla —dice Daniil con una sonrisa fácil.
Ella gira un poco, riendo mientras la falda fluye a su
alrededor. —¿Estás segura de que no quieres probar otros?
—pregunto.
—Cien por ciento segura.
Daniil asiente. —Me gusta una chica que sabe lo que
quiere.
No estoy segura si es mi imaginación o no, pero siento
que sus ojos se deslizan hacia mí al decir eso. Isla nos da
otra vuelta, y luego vuelve a los vestidores para volver a
ponerse la ropa de calle.
—Escucha, Daniil, yo solo…
—Sabes quién soy ahora, Kinsley —dice con frialdad. La
forma en que dice mi nombre me pone los pelos de punta.
Se siente tan formal, tan distante—. Sabes que tengo
enemigos. Por el momento, ninguno de ellos sabe que Isla
existe, y la razón por la que quiero que siga así es para
protegerla. Y a ti, si me dejas. Así que sería bueno si
pudieras darme el beneficio de la duda. Por una vez.
Tengo que admitir que me siento realmente mal de
pronto. Sus intensos ojos se oscurecen cuando se posan
sobre mí, haciéndome sentir más culpable, más pequeña y
mucho más como una mierda.
—Yo… lo siento —susurro.
Él me mira. —¿Qué dijiste?
—Dije que lo siento.
—Una vez más.
Estrecho mis ojos hacia él. —Me escuchaste
perfectamente la primera vez.
La frialdad se desvanece de repente y me dedica una
media sonrisa. —Pensé que pasaría un tiempo antes de
recibir otra disculpa tuya. También podría estirar esta.
—Gilipollas.
—Y justo así, volvemos al statu quo.
Reprimo una sonrisa y saludo a Isla que se acerca a
nosotros. La Barbie elegante la sigue, con el vestido azul
tirado sobre su brazo.
—Srta. Kinsley, creo que es su turno.
—Ah, no… —empiezo a protestar.
—¡Ay, vamos, mamá! He visto todos tus vestidos de fiesta
taaaantas veces. Deberías tener uno nuevo tú también.
Ella zumba de alegría. Era en serio lo que le dije a
Daniil: es mi trabajo proteger eso. Mantener su inocencia
sin manchas mientras el mundo me lo permita.
Así que, si probarme algunos vestidos que cuestan más
que mi casa es suficiente, está bien. Me probaré todos los
malditos vestidos de la tienda.
40
DANIIL

Isla es quien abre la puerta cuando llego unos días después


para recogerlas para el gran baile. Ya lleva puesto su
vestido azul y se ha peinado hacia atrás, en un esfuerzo por
domar algunos de sus rizos más rebeldes.
—¡Guao! —dice, en el momento en que me ve en mi traje
—. Te pareces a James Bond.
Me río. —Te ves maravillosa, printessa.
—Mamá me dejó ponerme un poco de lápiz labial —
admite con un tímido sonrojo—. Pero solo color piel —su
rubor se profundiza de una manera que se parece casi
exactamente al de su madre. Kinsley simplemente esconde
sus miedos en algún lugar más profundo.
—¿Dónde está tu mamá? —pregunto.
—En su habitación, poniéndose los zapatos. Saldrá
pronto.
La sigo a la sala de estar, que parece la escena de un
crimen. —¿Que pasó aquí?
Isla se ríe. —Mamá y yo hicimos un fuerte en la sala de
estar, con nuestras viejas bufandas y mantas.
—Tal vez necesiten algunas lecciones de arquitectura —
digo lentamente en voz baja.
Isla no me oye. —Esta es mi vieja manta de bebé —
anuncia, recogiendo una manta verde desteñida del sofá—.
La usé hasta los seis años.
—¿Tu mamá la guardó?
—Ella se queda con todo.
—¿Con qué me quedo yo?
Me doy la vuelta para encontrar a Kinsley de pie en el
umbral entre la sala de estar y la puerta principal, y mi
puto aliento se queda atrapado en mi pecho.
Lleva puesto el vestido que le compré a la fuerza en
nuestro pequeño viaje de compras. Sin embargo, es la
primera vez que se lo veo puesto. La prenda es un midi con
hombros descubiertos, con una falda de línea A y un
intrincado trabajo de pedrería a lo largo de toda la
longitud. El material es una seda suave, en un verde
profundo y rico. Sus ojos brillan como algo de otro mundo.
Lleva su cabello oscuro suelto, recogido sobre un
hombro desnudo, en cascada hasta su pecho derecho. No
lleva joyas, pero le queda bien. Solo distraería la atención
del brillo.
—Te ves deslumbrante, sladkaya —murmuro con la
misma voz que usaría para rezar, si eso fuera algo que
hubiera hecho en mi vida.
Ahí está el rubor.
—Gracias —murmura Kinsley—. Te ves… muy guapo tú
también.
Inclino la cabeza en una sutil reverencia. —¿Estamos
todos listos para irnos?
—Mamá, ¿puedo usar un poco de tu perfume antes de
irnos?
—Claro, cariño. Sabes donde esta.
Isla corre a la habitación de su madre, mientras Kinsley
hace todo lo posible por evitar mi mirada. Pasa unos diez
segundos jugueteando con el dobladillo de su falda antes
de mirarme.
—Lindo traje.
—Me vestí bien para ti.
Sonríe tímidamente. —Gracias por esto. Ha estado muy
emocionada toda la semana.
—No tienes que agradecerme. Quería hacerlo.
—Lo sé. Pero igual. No pensé que ella alguna vez
aceptaría ir. Me alegro de que finalmente esté emocionada
por eso. Se lo merece.
—Ella se merece el mundo. Hablando de eso, si señalas a
las pequeñas mierdas que la están haciendo pasar un mal
rato, también les daré su merecido.
—Eso tiene un nuevo significado, ahora que sé quién y
qué eres —dice con una risita ahogada y el ceño fruncido al
mismo tiempo.
Sus ojos siguen parpadeando sobre mí, como si no
quisiera mirar demasiado tiempo, pero no puede evitarlo.
Yo soy mucho menos asustadizo sobre observarla.
Principalmente, porque se necesitaría un equipo de
caballos salvajes para arrancarme los ojos de encima de
ella.
No solo es preciosa, e incluso “deslumbrante” no le hace
justicia. Es un sueño dentro de una visión dentro de un
espejismo. Es hermosa. Irradia. Quiero romper ese vestido
en pedazos, y luego besar cada centímetro de piel
descubierta.
No es solo el vestido o el cabello, tampoco. Es la luz en
sus ojos. El rubor en sus mejillas, no un rubor de
vergüenza, sino un destello de orgullo. De esperanza. De,
me atrevo a decir… felicidad.
Le queda bien.
Los dos nos giramos ante el repiqueteo de pasos que
regresan por el pasillo. Espero una Isla de ojos brillantes y
cola tupida, pero, cuando nos alcanza, se demora insegura
en el umbral. Se retuerce las manos delante de ella, una y
otra vez.
—¿Cariño? —Kinsley dice—. ¿Estás bien?
Isla asiente y traga. —Estoy un poco nerviosa de
repente.
Doy un paso adelante y me arrodillo frente a Isla antes
de que Kinsley pueda hacerlo. Tomo las manos de mi hija
entre las mías y la miro directamente a los ojos. —
Escúchame —gruño—. El miedo es solo otra cosa que
notamos en nosotros mismos. Eres demasiado fuerte para
dejar que te impulse, printessa.
Ella niega con la cabeza. —No sé nada de eso.
—Yo sí. Eres mi hija.
Ella se muerde el labio inferior. —Sin embargo, no soy
como tú —dice en voz baja—. Tú eres James Bond. Y yo
soy… solo soy yo.
Sonrío y pongo tanta fuerza como puedo en mis palabras
sin asustarla. —Esa es la mejor persona que puedes ser,
Isla. Si tienes miedo esta noche, está bien. Solo recuerda
que estoy contigo. Siempre estaré contigo.
Le toma un momento asimilar eso. Observo su rostro,
pero ¿puedes realmente entender la mente de una niña? El
mundo toma formas extrañas desde su perspectiva. Las
sombras parecen más oscuras. Los hombres de la bolsa son
reales.
Pero, cuando me pongo de pie y le ofrezco mi mano, ella
la toma.
Eso es valentía.
Me enderezo y mantengo su mano en la mía. Nos
dirigimos hacia la puerta con Kinsley siguiéndonos, todavía
sin decir nada. Puedo sentir sus ojos en mi espalda,
observando cada uno de mis movimientos.
Afuera, me dirijo a Kinsley después de ayudar a Isla a
sentarse en el asiento trasero. Su expresión es cuidadosa y
serena.
—En lo que respecta a las charlas de ánimo, eso no
estuvo mal —murmura.
—Qué gran elogio. Todo va a subir directo a mi cabeza,
¿sabes?
Ella me da una sonrisa exigua y se desliza en el asiento
del pasajero. Cierro la puerta detrás de ella y voy a tomar
mi lugar al volante.
La ruta es mayormente silenciosa. La radio y el viento se
filtran a través del auto e Isla canta en voz baja. Kinsley
juguetea con las pulseras que no lleva puestas, sin duda
deseando tener algo en que ocupar las manos.
Cuando llegamos a la escuela, estaciono mi descapotable
y subo la capota, y los tres entramos. El camino está
señalizado con carteles luminiscentes y decenas de globos
rosas y azules. Hay un par de maestros flanqueando las
puertas delanteras del auditorio. Kinsley los saluda, pero
Isla se detiene a unos metros de la puerta.
—¿Isla? —llama Kinsley con suavidad.
Ella nos mira a los dos. Veo lágrimas que brotan de sus
ojos como rocío fresco. —No quiero entrar —susurra.
—Ay, cariño…
Tomo la mano de Isla. —No vas a entrar sola —le
recuerdo—. Vamos, princesa. No puedo disfrutar de este
baile de padre e hija sin ti. Eres la mitad del equipo.
Ella me ofrece una tenue sonrisa y mira hacia Kinsley. —
Mamá, ¿tú también estarás cerca?
—Por supuesto. No te preocupes por mí. Estaré justo
detrás de ustedes.
Isla asiente y me aprieta la mano con tanta fuerza que
sus uñas se clavan en mi palma. Luego, entramos al
gimnasio. Escucho susurros detrás de mí, pero me
concentro solo en Isla. Nadie más importa.
El auditorio es una masa arremolinada de papás
sudorosos e incómodos y sus hijas vestidas con acres de tul.
La música golpea agradablemente desde los altavoces
dispuestos alrededor de la habitación.
Me giro y miro a mi hija. —¿Me permite el primer baile?
—pregunto con formalidad.
Isla se ríe y asiente. Más ojos nos siguen mientras nos
deslizamos hacia la pista de baile. Tomo sus manitas entre
las mías y comenzamos a balancearnos al ritmo de la
música.
La parte más loca de todo esto…, un don en un baile
escolar, una niña pequeña asustada con un vestido de diez
mil dólares, manadas de civiles mirándome como si Pie
Grande acabara de entrar en su auditorio…, es que quiero
estar aquí. De hecho, no hay otro maldito lugar en la tierra
en el que desee estar. Dame dinero, amenázame de muerte,
me importa una mierda.
Aquí es donde debería estar.
Aquí es donde pertenezco.
—Creo que necesito algo de ponche —decide Isla una
vez que termina la canción.
—Buena idea. Bailar es un asunto que da sed.
Miro a mi alrededor en busca de Kinsley mientras vamos
a la mesa de refrescos, pero no se la ve por ninguna parte.
La mujer que trabaja en la ponchera nos pasa las dos tazas.
Pasan unos niños con sus padres. Varios de ellos le dicen
hola a Isla. Los más tímidos saludan con la mano.
—¿Amigos tuyos? —pregunto.
Ella niega con la cabeza. —Connor y Malcolm no son
realmente mis amigos, pero no son malos conmigo. Lo
mismo con Jess y Reese. Pero Lucy y Rachel no son… tan
amables conmigo todo el tiempo.
Ah. Las pequeñas mierdas que buscaba.
Observo a las dos niñas de las que está hablando. Ambas
se ven dulces como ángeles, aferradas a los brazos de sus
padres. Lo que no daría por caminar hasta allí ahora mismo
y asustarlas, para que ni siquiera piensen en acosar a mi
hija nunca más.
Cuando vuelvo a mirar a Isla, me doy cuenta de que está
mirando a una niña sentada sola en los bancos. Tiene el
cabello castaño y lacio, y lleva un vestido demasiado
grande para ella, en un desafortunado tono rosa chicle.
—¿Esa es otra de los no tan agradables? —pregunto con
los pelos de punta.
Ella niega con la cabeza. —No. Esa es Molly. Ella está en
mi grado, pero está en una clase diferente. Escuché a
algunos de los niños siendo malos con ella también.
Frunzo el ceño, fijándome en su expresión. —Luces
culpable, Isla.
—Yo… debería haberlos detenido —dice en voz baja—.
Pero no lo hice. Simplemente me alejé, porque tenía miedo
de que si decía algo…
—Se volvieran contra ti.
Ella asiente. —Pero ahora desearía haberla defendido.
—Sabes, eso se puede corregir —señalo.
—¿Cómo?
—Acércate a ella ahora —le aconsejo—. Dile hola. Hazte
su amiga.
Sus ojos se agrandan. —¿Ahora mismo?
—¿Por qué no?
Mira a la niña y luego a mí con incertidumbre. —¿Qué
pasa si ella no quiere hablar conmigo?
—No lo sabrás hasta que lo intentes.
Cambia su peso de un pie al otro. Automáticamente, su
mano se desliza en la mía. Es un gesto tan dulce y
vulnerable. Lo siento en mi pecho, como si ella alcanzara
mi caja torácica y apretara mi corazón.
—Vale —decide ella—. Lo voy a intentar.
Le guiño un ojo para alentarla. Drena su ponche y se
acerca de puntillas a la niña. Isla se ve incómoda al
principio, pero la niña parece apreciar el esfuerzo. En
cuestión de segundos, están hablando. Poco después de
eso, están sonriendo.
—¡Hola! ¿Eres el padre de Isla?
La mujer detrás de la ponchera es la que habló. Es rubia,
menuda, con demasiado maquillaje alrededor de los ojos.
Supongo que es una de las mamás.
—Lo soy.
—Qué maravilloso conocerte. Es extraño pensar que he
tenido a Isla en mi clase durante casi todo un semestre y
nunca te conocí.
—¿Eres su maestra?
—Heather Roe —dice, ofreciéndome su mano.
Mis dientes se aprietan automáticamente. Puta Heather
Roe. Conozco ese nombre.
—Me alegro de que hayas podido venir esta noche —
continúa, ajena a las nubes de tormenta que se arremolinan
detrás de mis ojos.
—Costó un poco de convencimiento —le digo—. Isla no
estaba dispuesta a venir esta noche, por todo lo que le pasa
en la escuela.
Su sonrisa se tambalea. —Bueno, en ese frente, puedes
estar seguro de que hago todo lo posible para asegurarme
de que Isla se sienta segura y cómoda.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto. Me tomo la enseñanza muy en serio.
Sin embargo, el efecto se pierde cuando se ríe justo
después de esa declaración. Ella se inclina un poco para
dar efecto, asegurándose de que pueda ver su escote bajo
los focos.
—¿Quieres bailar? —pregunta—. Han abierto la pista de
baile para todos ahora.
Vuelvo toda la fuerza de mi mirada hacia ella y me
aseguro de pronunciar mis palabras con excesiva
tranquilidad. —Preferiría no bailar con la maestra cobarde
que se niega a hacer su puto trabajo.
Las palabras tardan un momento en llegar, pero, en el
momento en que lo hacen, sus ojos se agrandan por la
sorpresa y su boca se abre.
—Ahora —agrego—, si me disculpas, tengo que ir a
buscar a mi otra cita de esta noche.
Resulta que no tengo que mirar muy lejos, porque
Kinsley está parada unos metros detrás de mí. Por la
expresión de su rostro, estoy bastante seguro de que
escuchó mi intercambio con la Srta. Roe.
—¿Quieres bailar, sladkaya?
Ella ni siquiera intenta rechazarme. Simplemente, toma
mi mano y caminamos juntos hacia la pista de baile.
—Eso fue…
—Condenadamente sexy —sugiero.
Ella sonríe. —Vale, podemos decirlo así. ¿Dónde está
Isla?
—Por allá —digo, girando a Kinsley en la dirección de
Isla—. Hizo una nueva amiga esta noche.
—Oh, guau, eso es… eso es genial. ¿Tuviste algo que ver
con eso?
—Un mago nunca revela sus secretos.
Ella se ríe y, por primera vez desde que regresé a toda
velocidad a su vida, no suena tan agobiada. Suena libre.
—Se están riendo ahora —observa, mirando por encima
de mi hombro—. Parece que va bien.
Giro a Kinsley para que me mire de nuevo. —Deja de
estresarte. Ella encontrará su camino —tomo sus manos y
empezamos a girar lentamente, mientras una suave
canción suena en los parlantes.
—Eres realmente bueno con ella —susurra.
—Parece que tengo un don con las mujeres Whitlow.
Ella se sonroja y esconde su rostro por un momento. —
Entonces, ¿qué piensas de la Srta. Roe? —pregunta una vez
que se ha calmado, en un intento obvio de cambiar de
tema.
—Predeciblemente fastidiosa. Rastrera. Demasiado
maquillaje.
Ella levanta las cejas, impresionada. —Diría que abordas
todos los aspectos más destacados de manera bastante
sucinta.
—No soy nada si no sencillo.
—Estaba prácticamente babeando cuando te vio. ¿Te
invitó a bailar?
—Lo hizo.
—¿Y le dijiste que se metiera la invitación por donde no
llega el sol?
Sonrío. —Algo así.
Los ojos de Kinsley flotan sobre la multitud. —No es de
extrañar que esté haciendo pucheros en la esquina ahora —
observa con una sonrisa de satisfacción. Ella me vuelve a
mirar con ojos brillantes. Ojos esperanzados. Ojos abiertos.
Y, cuando la acerco más a mi cuerpo, me deja.
41
KINSLEY

¿Quién hubiera pensado, cuando nos encontramos en la


gélida orilla del río bajo ese puente abandonado de la mano
de Dios en medio de la nada, que dentro de diez años nos
encontraríamos en el gimnasio de una escuela, bailando
lento al ritmo de Michael Bublé y echando miradas furtivas
a nuestra hija, que aún está sentada en los bancos,
riéndose de algo que acaba de decir su nueva amiga?
Daniil me pilla mirando. —¿Siempre estás así de
nerviosa? —pregunta divertido.
—Cuando se trata de Isla, sí. Mil por ciento.
—Dale más crédito a la chica. Es inteligente. Se las
arreglará.
—Ella no lo hizo en todo este tiempo. Hasta que… —
suspiro y lo miro a los ojos—. Hasta que entraste en
escena.
Los labios de Daniil forman una sonrisa. —¿Cómo me lo
agradecerás? —murmura, acercándome a él.
Presiono una mano en su pecho y me río. —Este es un
baile familiar, pervertido.
—Tenemos que darles un espectáculo, ¿no?
Me burlo mientras miro a mi alrededor, atrapando una
docena de miradas furtivas en caras boquiabiertas. —Ya
están observando bastante fijamente, diría yo.
—Es tu culpa. Es culpa de tu vestido, para ser más
específico.
—Difícilmente —digo, tratando de reprimir el sonrojo—.
Tú eres a quien observan, Sr. Bond.
Él sonríe. Una sonrisa sexy y torcida, que envía un rayo
de emoción desde mi corazón hasta donde se encuentran
mis muslos. —Tu archienemiga también está mirando.
Pongo los ojos en blanco. —Vernos bailar probablemente
la esté comiendo por dentro.
—Imagina cómo sufriría si te beso ahora mismo.
El nudo en mi garganta de repente se siente enorme. —
Mucho, probablemente —digo, esperando sonar casual al
respecto—. Pero tú nunca serías tan cruel.
Levanta las cejas. —Claramente, no me conoces muy
bien.
—Podrías haberme engañado. ¿Eres cruel?
—Puedo serlo cuando la situación lo exige —reflexiona—.
Y, en este caso, creo que la situación definitivamente lo
exige.
—Daniil…
Ni siquiera llego a enmarcar mi pensamiento antes de
que sus labios rocen los míos y mi mente se queda en
blanco.
Santo cielo.
En cuanto a los besos refiere, es uno casto. El más suave
de los roces, una ligera presión y la insinuación de algo
más persistente fuera de su alcance. Luego se retira, sus
ojos brillan intensamente bajo las luces baratas.
—¿Quieres un recorrido por la escuela? —espeto—.
Podría mostrarte mi salón de clases.
Él asiente. —Guíame.
Deja caer su toque de mi cintura, pero sigue agarrando
mi mano mientras nos deslizamos por el gimnasio, hacia la
salida. Lanzo una mirada rápida por encima del hombro a
Isla. Pero está absorta en una conversación con su nueva
amiga. Ni siquiera se da cuenta de que nos vamos.
—¿Crees que estará bien? —pregunto ansiosamente,
mientras entramos en el pasillo oscuro y silencioso.
—Por supuesto que lo estará. Es mitad tú y mitad yo.
Ojos nos siguen fuera del gimnasio, pero de repente me
doy cuenta de que no me importa. No estoy preocupada ni
estresada por esta noche. Acabo de cruzar al territorio de
“Me importa una mierda”. Y se siente absurdamente
liberador.
Lo conduzco por el pasillo y doblo a la derecha. Los
latidos de mi corazón se aceleran con cada esquina que
damos vuelta, con cada paso de distancia entre el gimnasio
y nosotros. El silencio me presiona por todos lados. Pero en
el buen sentido, como si estuviera envuelta en mantas en
una noche fría. Soy intensamente consciente de la
presencia de Daniil a mi lado. Su calor. Su olor.
—Así que —dice, su voz resuena por los pasillos vacíos—,
esta eres tú en tu elemento.
Me río. —Algo como eso. Es una profesión infernal. Pero
el corazón quiere lo que el corazón quiere, supongo.
—¿Y tu corazón quería enseñar?
—Algo así. En realidad, yo quería ser Louisa.
Su frente se arruga. —¿Quién es esa?
—Ella es la única razón por la que quise ser maestra, en
primer lugar —explico—. Sra. Louisa Horton, la maestra de
estudios sociales de Crestmore cuando yo era niña. La
amaba como…, como de esa manera en que solo los niños
pueden amar a alguien que les muestra lo mejor de sí
mismos. “Aprende de la historia para que no te veas
condenado a repetirla”. Así terminaba cada clase, con esa
voz tonta, de barítono y dramática, que siempre me hacía
reír. Siempre fue bastante dramática, en realidad.
Simplemente amó lo que hacía. Era contagioso. Y luego…
Está callado y contemplativo, esperando que retome el
hilo de la historia.
—Y luego estuvo allí para mí tras el suicidio de mi
madre. Ella era la única maestra que realmente entendía. O
trataba de entender, de todos modos.
La solemnidad silenciosa de Daniil es reconfortante de
un modo extraño. Quizá sea porque la gente normalmente
se desvive por decirme lo mucho que siente lo de mi madre.
Pero siempre es falso, porque en realidad no les importa
consolarme, solo quieren que piense que son buenas
personas.
Pero a Daniil no podría importarle menos lo que pienso
de él. Sabe exactamente lo que es y me ofrece fuerza, no
lástima. Eso se siente mucho mejor que los buenos deseos
de compromiso.
—¿Todavía estás en contacto con ella? —retumba.
Niego con la cabeza. —No. Murió dos años después que
mi madre.
Él asiente. Una vez más, no es simpático ni efusivo. Él
simplemente lo toma en silencio. Me gusta eso cada vez
más.
—Cáncer de mama —digo—. Estuvo en remisión por un
tiempo y pensamos que lo había vencido, y luego volvió más
fuerte que nunca. Incluso después de que renunció a la
escuela solía ir a visitarla a su casa. Su marido era muy
agradable. Hacia el final, apenas la dejaba caminar a
ninguna parte. La cargaba arriba y abajo de los dos tramos
de escaleras.
Lo miro por el rabillo del ojo. Estamos deambulando sin
rumbo ahora, lo cual está bien para mí. Solo quiero estar a
solas con él. Entre el silencio, la oscuridad y la soledad,
siento que finalmente puedo decir cosas que he estado
esperando mucho tiempo para decir.
—A veces parece que la vida es tan injusta. Los malos se
salen con la suya y los buenos viven vidas trágicas y tienen
muertes trágicas. ¿Cómo puede estar bien eso?
—No lo está —coincide Daniil—. Pero al mundo no le
importa lo que pensemos de él.
Nos paramos fuera del laboratorio de biología. Una
corriente de aire fresco y relajante sale por debajo de la
puerta. Me deslizo adentro, Daniil detrás de mí.
—Odiaba biología en la escuela —admito mientras
deambulo lentamente entre las mesas—. No sé
exactamente por qué. Supongo que se sentía tan intrusivo.
Cortar ranas abiertas y esas cosas. ¿No debería todo ser
vivo tener derecho a la paz después de morir? La vida es
bastante dura. La muerte no debería ser más difícil.
Inclina la cabeza hacia un lado y reflexiona. —Me
gustaba biología. Me enseñó lo vulnerables que somos
todos. Todo lo que se necesita es una arteria pellizcada, un
nervio amputado, y todo lo que conocías se detiene en seco.
Me estremezco. —Esa es una versión extremadamente
inquietante del tema. Supongo que debería haberlo
esperado de ti.
Se ríe suavemente. —Mi educación fue probablemente
muy diferente a la tuya.
—Nunca te pregunté cómo terminaste en una Bratva en
primer lugar —digo—. O cualquier cosa sobre tu pasado, en
realidad. ¿Cómo eran tus padres?
Se queda en silencio durante un buen rato, acariciando
con un dedo el polvo que se acumula en las mesas del
laboratorio, formando remolinos. —Mi madre era una mujer
rota —dice al final—. Triste, perdida y solitaria. Mi padre la
hizo así.
—Parece que estás describiendo a mis padres —
murmuro amargamente.
Los rayos de luna se filtran a través de las ventanas. El
vidrio de doble hoja le da a todo un tono ahumado y etéreo.
Todo es suave y turbio y hace que todo se sienta como un
sueño.
—No debieron tenerme, en primer lugar —dice. A pesar
de las palabras, su tono y su expresión no son duros. Lo
dice con simpleza, es un hecho, no hay resentimiento.
Me estremezco. —Lo siento —digo, luego me odio por
eso. Daniil tomó mis tragedias con calma, pero dice una
cosa un poco triste sobre su propia vida e inmediatamente
estoy haciendo todas las cosas que odié cuando otras
personas me las hicieron a mí.
Pero él no parece notarlo. —No lo sientas. Me hizo más
fuerte.
—Supongo que esa es otra cosa que tenemos en común
—digo—. Padres no preparados para asumir la
responsabilidad de tener hijos.
Él serpentea hacia mí, manteniendo una mesa de
laboratorio entre nosotros, lo que se siente como una
extraña misericordia de su parte para mi beneficio. El rayo
de luna cae sobre su rostro, proyectando mitad de sombra,
mitad de luz.
—Tú lo has hecho mejor que tus padres —dice en voz
baja—. Has hecho lo correcto con ella.
Sonrío sin humor. —La vara estaba muy baja. —Alzo mis
ojos hacia él, y estoy bastante segura de que puede ver las
lágrimas que nadan en ellos—. Siento que le he fallado,
Daniil. Me he esforzado mucho, y yo… Parece que no puedo
sacar la cabeza del agua. Cada día siento que se está
alejando más y más de mí.
—No puedes proteger a tus hijos de todo —dice.
—Entonces, ¿por qué tengo la sensación de que tú sí
podrías?
—Kinsley, tú…
No dejo que termine la frase. Doy la vuelta a la esquina
de la mesa y salto directo a sus brazos, antes de acercar
sus labios a los míos.
Puede que lo haya tomado por sorpresa por una vez,
porque le toma unos segundos relajar su cuerpo contra el
mío. Deja escapar un gruñido bajo cuando desliza las
manos debajo de mi trasero. Mis piernas parecen haberse
convertido en gelatina. El silencio fresco y cercano de
repente se siente fundido y vivo cuando nuestra respiración
se mezcla en la pequeña franja de espacio entre nuestras
caras.
—Levanta las manos —ordena depositándome en la mesa
más cercana.
—¿Eh?
—Levanta. Tus. Manos.
No estoy en condiciones de discutir con mi cerebro en
cortocircuito, así que hago lo que dice. Lanza el vestido
sobre mi cabeza y lo arroja a un lado con un movimiento
suave. Me estremezco ante la avalancha de aire frío, pero
luego su boca está sobre mis pezones desnudos y el jadeo
se vuelve gemido.
Me levanta de la mesa, me voltea y planta una enorme
mano entre mis omoplatos. Me doblo fácilmente por la
mitad, mi mejilla presionada contra la mesada mientras me
baja las bragas hasta los tobillos.
—Te ves hermosa así, sladkaya —murmura. Su bulto me
presiona desde arriba. Soy tragada por él en todos los
sentidos posibles. Me aparta el cabello de la cara mientras,
entre mis piernas, frota la punta de su polla contra mi
abertura empapada—. Eres un jodido espectáculo bañada
por la luz de la luna. Ahora quiero oírte hacer sonidos que
sean tan hermosos como tú.
Muerdo mi labio inferior y me preparo para lo que he
estado esperando volver a sentir durante diez años. Mis
ojos están apretados y cerrados y estoy lista para eso, lo
estoy esperando…
Luego, en lugar de llenarme, Daniil se arrodilla detrás
de mí y pasa su lengua por mi coño.
—¡Oh, Dios! —jadeo. Me habría doblado al suelo si sus
fuertes manos no estuvieran sosteniendo mis muslos. Mi
visión se oscurece en los bordes mientras él me lame.
Cuando agrega dos dedos, la respiración se queda atrapada
en mi pecho.
Balbuceo y agradezco a Dios que él no pueda verme la
cara en este momento, porque soy un desastre. Soy un
completo y absoluto desastre. No puedo respirar y no
puedo pensar y no puedo moverme. Todo lo que puedo
hacer es tratar de sobrevivir a lo que me está haciendo.
—Joder, tienes un pequeño dulce coño —gruñe.
Luego, siento su lengua en mi clítoris y enloquezco por
completo. Mi cuerpo gira de placer y me sacudo hacia
atrás, directo a su cara.
Me corro así, inclinada sobre una mesa, mientras el
hombre que creía perdido para siempre me come por
detrás.
Algo cae ruidosamente al suelo con lo último de mi
contorsión, pero no podría importarme menos qué es. Soy
vagamente consciente de que Daniil se aleja. Se para. Se
alinea contra mí y luego—: Oh, puto Cristo —se desliza todo
el camino a casa.
Es más profundo de lo que nadie ha llegado antes. Se
siente como si estuviera follando hasta mi alma, y no supe
hasta ahora cuánto lo necesitaba.
Cualquier ternura de antes se desvanece pronto. La luz
de la luna atrapa gotas de mi sudor que manchan la mesa,
mientras él se me mete adentro una y otra vez.
Sus embestidas son duras, furiosas. Su respiración viene
en ráfagas cortas y determinadas. Sus dedos se fijan en mis
caderas, clavándome en él con brutalidad.
Recoge mi cabello en una cola de caballo suelta, y tira
como riendas mientras aumenta la velocidad de sus
embestidas. Es solo un poco doloroso, y hace que el placer
sea mucho más intenso en contraste.
Sé que voy a correrme de nuevo cuando su mano se
desliza alrededor de mi torso para tocar mis senos. Un
ligero roce de mi pezón y vuelvo a explotar.
Esta vez, me derrumbo. Me agarra y caemos juntos
sobre el suelo de baldosas, en un lío de extremidades llenas
de sudor. El corazón me golpea fuerte contra el pecho.
También el suyo. Y, durante mucho tiempo, es lo único que
puedo escuchar.
Para mí, está bien.
42
DANIIL

Estoy tirado en el suelo con la mano enganchada detrás de


mi cabeza. Kinsley descansa junto a mí sobre su costado,
apoyada sobre el codo. Ella mira mi pecho, mientras traza
patrones en mis músculos.
—Me gustan tus tatuajes. Sin embargo, este es un poco
violento —observa, presionando su dedo contra la espada
que parte la cabeza de un toro por la mitad—. ¿Qué te hizo
el pobre toro?
—El toro era el símbolo de la Bratva Semenov —explico
—. La espada es el símbolo que elegí para la mía.
Todavía está desnuda, pero se puso el vestido sobre el
cuerpo como una sábana. Me molesta muchísimo, así que
me acerco y lo arranco. ¿Por qué alguien querría cubrir ese
cuerpo? Ella es una obra de arte. Quiero memorizar cada
maldita pulgada.
Kinsley se estremece, pero me deja hacerlo sin protestar.
—A veces, Daniil, me asustas muchísimo.
Acaricio su cadera desnuda. Su piel de gallina estalla
con de mi toque. —No tienes que tenerme miedo, sladkaya.
No hay mucha gente a la que le haya dicho eso.
—Me dijiste algo similar en ese entonces. Cuando nos
conocimos.
—¿Ves? Es una promesa sellada durante una década.
—¿Eso es lo que es? —pregunta—. ¿Una promesa?
—¿Qué hay de malo en eso?
—Las promesas pueden ser peligrosas —dice
encogiéndose de hombros—. Son fáciles de hacer y más
fáciles de romper.
Frunzo el ceño cuando sus ojos verdes se nublan con el
recuerdo. —¿Quién te dijo eso? —pregunto, acercándola
más a mi cuerpo.
—Mi madre —admite Kinsley—. Casi todas las otras
cosas que alguna vez me dijo son borrosas, pero recuerdo
eso. Solía decirlo a menudo.
—¿Se refería a tu padre?
—Asumo. Nunca se molestó en aclararlo, ni siquiera
cuando le pregunté. Ella solo decía algo loco y desaparecía.
Cuando era más joven, realmente esperaba que no volviera
algún día. Pensaba que desaparecería para siempre y que
nunca la volveríamos a ver. Pero siempre regresaba.
—Tal vez ella volvía por ti.
Kinsley frunce el ceño. —Lo dudo. Dios sabe que
desearía que eso fuera cierto. Yo… yo la amaba tanto,
Daniil. Había días en que parecía la madre perfecta. Se reía
y bailaba en la cocina, mientras horneaba galletas y hacía
helado con soda. Nos quedábamos despiertas hasta tarde
viendo películas antiguas, y construíamos fuertes de
almohadas en la sala de estar…
Pienso en el fuerte de almohadas que vi en la sala de
estar de Kinsley. Quizá estemos realmente condenados a
repetir nuestras propias historias, como decía su maestra.
Tal vez esté codificado en nuestro ADN. Tal vez luchar
contra eso solo garantiza que todo suceda de la manera en
la que estaba destinado.
Pero esta mierda… su mierda, mi mierda, nuestra
mierda… no se repetirá. No lo permitiré.
—Luego, ella y mi papá comenzaban a pelear y
terminaban con un puñetazo, una patada o una caída. Y se
quedaría en silencio durante días, semanas. Salía de la casa
y, cuando regresaba, volvía a ser la misma de antes. O más
cerca de su antiguo yo, al menos.
—Eso debe haber sido confuso.
—No era confuso, era enfurecedor. Pero ¿sabes cuál es
la parte más loca? —reflexiona—. No era con él con quien
estaba tan enojada, incluso cuando era él quien lastimaba.
Estaba enojada con mi madre. La odiaba.
—¿Por qué?
—Ella nunca se fue —dice Kinsley en voz baja—. Quiero
decir, tenía una hija. ¿No debería haberlo dejado? ¿No
debería haberme tomado y huido?
Trazo círculos alrededor de su espalda. —Algunas cosas
dan más miedo que el dolor, Kinsley.
—¿Cómo qué?
—La soledad.
Ella lo considera por un momento. Sus ojos están
nublados de memoria y de tristeza. Luego, se vuelve hacia
mí y la neblina se aclara. Me ofrece una sonrisa pequeña y
tensa, ausente de toda calidez. —Sabes, creo que esa es la
razón por la que acepté casarme con Tom, en primer lugar.
Ya estaba sola. Supongo que no quería tener que enfrentar
eso durante el resto de mi vida.
—Tenías a Emma.
—Sí —dice en voz baja, con un tono de auto decepción
en su tono—. Pero yo era demasiado joven y demasiado
estúpida para darme cuenta de que la amistad alcanzaría.
Me aferraba a la idea del amor verdadero. Me aferraba a la
idea de un hombre que me proteja. Incluso cuando toda la
evidencia de lo contrario me gritaba en la cara.
Una extraña inquietud se revuelve en mi pecho cuando
dice eso. La necesidad de tranquilizarla. De abrazarla y
transmitirle con exactitud con cuánta ferocidad la
protegeré.
—¿Crees en el amor? —susurra en mi cuello, su cuerpo
se desliza un poco más cerca.
—Nunca he pensado en eso.
—Bueno, ¿y ahora? —la miro preguntándome qué espera
de mí. Parece darse cuenta de cómo ha aterrizado su
pregunta, y se apresura a reformularla—. Yo… no quiero
decir…, no estoy preguntando por ti y por mí. Solo tenía…
curiosidad —cuando sigo sin decir nada, ella mira hacia
otro lado, sus mejillas arden—. Probablemente no, ¿verdad?
Un hombre como tú probablemente no cree en el amor en
absoluto.
—¿Qué es “un hombre como yo”?
Ella se encoge de hombros. —Alguien cuya vida gira en
torno al poder, la violencia y el control. El amor es la única
moneda que no es transaccional. Es completamente sincero
y completamente desinteresado.
—Parece que debería contarte como un creyente,
entonces.
Kinsley me suelta una risita avergonzada. —Me temo
que sí. Quizá sigo siendo la misma niña ingenua que
sacaste de ese río —suspira y apoya su cabeza en mi pecho
—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Puedes preguntarme lo que sea. No puedo prometer
una respuesta siempre.
Ella pone los ojos en blanco ante mi carácter críptico,
pero avanza de todos modos. —El día que nos conocimos,
¿cuál era tu plan?
Suspiro y recuerdo, aunque no tengo que pensar
demasiado: ese día ha quedado grabado en algún lugar
permanente de mi cerebro. —Realmente, no tenía uno.
Estaba improvisando. Necesitaba llegar al lugar de
recogida que Petro había arreglado. Pero, como la policía
estaba en alerta máxima, necesitaba pasar desapercibido
por un tiempo. Mi única otra opción era…
—Una coartada.
Asiento con la cabeza.
—Así que estuve en el lugar equivocado en el momento
equivocado.
Me encojo de hombros y acaricio un mechón de cabello
caído de su rostro. —Prefiero pensar que estuviste en el
lugar correcto en el momento correcto.
Kinsley frunce los labios mientras piensa en eso. —Una
pregunta más —dice tras un rato de solo respirar y pensar
—. A la mañana siguiente… ¿consideraste decir adiós?
Tampoco tengo que pensarlo mucho. —Yo no me despido.
Ella asiente de nuevo, un poco seca y profesionalmente,
como si todavía le doliera, pero lo estuviera esperando esta
vez. —Yo nunca me despedí de mi padre. Antes de irme,
quiero decir.
Alzo las cejas. —¿Tu padre está vivo? —pregunto—.
Supuse que había muerto.
—No, papá sigue tambaleándose. Viviendo en la misma
casa, en el mismo trabajo. Ahora está semi retirado.
—Te mantienes al tanto.
—No sé por qué lo hago —admite—. Supongo que una
parte de mí todavía se siente culpable por haberme ido
como me fui.
—Él no se sintió mal por golpear a tu madre mientras tú
mirabas —señalo—. ¿Por qué deberías sentirte mal por
dejarlo sin mirar atrás?
—Lo sé. Es por eso que, cada vez que me siento culpable
por haberme ido, termino sintiéndome culpable por
sentirme culpable. ¿Tiene sentido?
—No. Pero lo entiendo.
Ella sonríe. Luego, lentamente, la sonrisa se escapa de
su rostro. —En cierto modo, irme así era la única forma a
mi alcance para hacerle saber lo mucho que odiaba lo que
le había hecho —dice—. No tuve las agallas para pelear con
él como hubiera querido. Podría haber… —ella me mira a
los ojos, desesperada por una absolución que no puedo
darle—. Me sentía tan impotente en esa casa. A veces
todavía tengo esa sensación. Sobre todo con Isla.
—Isla hará su propia felicidad. Es solo que no lo sabe
todavía.
Los ojos de Kinsley brillan con fiereza. —Soy su madre.
Debería ser capaz de mantener feliz a mi propia hija.
Quería hacerlo mucho mejor que mis padres. No quería
repetir viejos errores.
—No lo harás.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estás tan preocupada por eso —me apoyo en
mi codo y la miro—. Hablo por experiencia, Kinsley. Cargo
mis propios demonios. A algunos los he matado, y a otros
todavía no.
Debería decirle más. Demonios, una parte de mí quiere
decírselo, aunque solo sea por un extraño sentido de
justicia. Ella me ha contado toda la historia de su vida en
pocas palabras, y yo le ofrezco migajas a cambio.
Se inclina y besa un lado de mi cuello, todavía
gloriosamente desnuda y cada vez más cómoda con ese
hecho.
—Si no quieres decir…
¡RIIIING!
Kinsley se aleja con un grito ahogado. —¡Mi teléfono! —
exclama—. Joder, mi teléfono…
—En tu bolso —digo, señalando el bolso que está tirado
justo debajo de su vestido.
Ella lo agarra y saca el teléfono que suena. —¿Hola? —
dice sin aliento—. ¿Sí? ¿Qué quieres decir…? No, ella no
está con nosotros… No…, estaré ahí enseguida.
Ella cuelga, sus ojos llenos de pánico.
Y, justo así, mi corazón se parte en dos.
—Isla se ha ido —susurra—. Su amiga… la niña con la
que estaba… están diciendo… están diciendo… —rompe en
un sollozo de pánico.
La agarro. —Respira. La encontraremos. Vístete e
iremos a buscar a nuestra hija.
Se pone de pie temblorosamente, pero soy yo quien
tiene que volver a ponerle el vestido. Ella no está en
posición de hacer nada más que temblar.
—Vamos —le digo una vez que está vestida, tomándola
de la mano y sacándola del laboratorio.
Corremos por los pasillos de regreso al gimnasio al otro
lado del edificio. Kinsley no dice ni una palabra, pero puedo
sentir su miedo. Late como un tambor en mi cabeza,
ahogando cualquier otro pensamiento.
Podría ser un simple malentendido.
O podría ser el único demonio que escapó de mi bala.
Irrumpimos en el gimnasio, pero la escena ha cambiado
significativamente. La mayoría de los voluntarios y el
personal se congregan a la izquierda del espacio, sus
expresiones son graves. Kinsley me sacude la mano y vuela
hacia un hombre mayor, en el centro de la multitud.
—¡Colin! —grita Kinsley—. Isla… ¿dónde está?
En ese momento, noto a la niña con la que hablaba Isla
cuando Kinsley y yo salimos del gimnasio. Mientras Kinsley
habla con el director, me acerco a la niña, que llora en
silencio entre sus palmas. Sus padres están sentados a
ambos lados de ella, con expresiones sombrías, haciendo
todo lo posible por consolar a su hija.
Me agacho sobre una rodilla. —Soy el papá de Isla.
¿Cómo te llamas?
—M-M-Molly —tartamudea entre lágrimas.
—No está en condiciones de volver a explicar esto —dice
la madre de Molly con firmeza.
Miro directamente a la mujer. —Solo necesito escuchar
el relato de Molly sobre lo que sucedió. No tomará más que
un minuto.
Los padres intercambian una mirada, y luego la madre
asiente. —Molly, cariño, ¿le dirás al papá de Isla lo que
pasó?
—Realmente no lo sé —solloza Molly—. Fuimos juntas al
baño. Escuché a Isla salir de su cabina y comenzar a
lavarse las manos. Y luego… la escuché gritar.
Me estremezco y cierro los ojos. Ya sé a dónde va esto.
La historia se repite. El eco de un dolor que he sentido
antes, hace doce largos años.
Molly se estremece y continúa. —Escuché un portazo y
luego… me asusté. Así que no salí de mi cabina durante
mucho tiempo. Cuando salí, Isla se había ido.
Me paro, con los puños temblando por la emoción
reprimida. —Gracias, Molly —gruño. Luego, doy media
vuelta y me alejo.
Mientras me voy, saco mi teléfono de mi bolsillo. Mis
dedos encuentran lo que estoy buscando instintivamente,
automáticamente, aunque ha pasado mucho, mucho tiempo
desde la última vez que llamé a este número. Una parte de
mí siempre supo que lo necesitaría algún día.
Ring. Ring. Ring. Ring.
—Vamos —le gruño al teléfono—. Atiende, hijo de puta.
—Daniil, ¿a quién llamas? —pregunta Kinsley detrás de
mí. La ignoro.
Ring. Ring… Clic.
—Daniil.
—¿Tú la tienes, bastardo? —gruño tan pronto como
escucho su respiración entrecortada.
Gregor Semenov se limita a reír. —Se han cometido
errores, hijo. Sobre todo tú.
Luego, la línea se corta.
Continuará

L A HISTORIA de Daniil y Kinsley continúa en el Libro 2 del


dúo de la Bratva Vlasov, Arrogante Equivocación.

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