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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
PRÓLOGO
I. ¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?
1. ¿POR QUÉ ES IMPORTANTE QUE HABLEMOS DE ANSIEDAD?
2. LA ANSIEDAD Y YO
3. ¿ES CIERTO TODO LO QUE SE DICE SOBRE LA ANSIEDAD?
II. ¿CÓMO SE EXPRESA LA ANSIEDAD EN MÍ?
4. LA ANSIEDAD Y LO QUE PIENSO
5. LA ANSIEDAD Y LO QUE SIENTO
6. LA ANSIEDAD Y LO QUE HAGO
III. ¿POR QUÉ VIVO CON ANSIEDAD?
7. ¿CUÁL ES LA CAUSA DE LA ANSIEDAD?
8. ¿QUÉ PENSAMIENTOS PUEDEN PROVOCARME ANSIEDAD?
9. ¿CÓMO ME PROTEJO DE LA ANSIEDAD?
10. ¿EN QUÉ TIPO DE SITUACIONES PUEDO SUFRIR
ANSIEDAD?
IV. ¿CÓMO ME AFECTA LA ANSIEDAD?
11. ¿CÓMO IMPACTA LA ANSIEDAD EN MI VIDA?
12. ¿CUÁNDO SE CONVIERTE LA ANSIEDAD EN UN
PROBLEMA?
V. MI CAJA DE HERRAMIENTAS PARA LIDIAR CON LA ANSIEDAD
13. ¿CÓMO PUEDO LIDIAR CON LA ANSIEDAD?
14. LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA: CONTROLANDO EL
NERVIOSISMO
15. LA RELAJACIÓN MUSCULAR PROGRESIVA: LIBERANDO
TENSIONES
16. MINDFULNESS: VIVIENDO EL MOMENTO PRESENTE
17. LA IMAGINACIÓN GUIADA: EVOCANDO ESCENAS
AGRADABLES
18. EL DEBATE RACIONAL: CONOCIENDO Y CUESTIONANDO
MIS PENSAMIENTOS NEGATIVOS
19. LA DESCATASTROFIZACIÓN: AJUSTANDO MIS
EXPECTATIVAS PERSONALES
20. LA SOLUCIÓN DE PROBLEMAS: TOMANDO LAS MEJORES
DECISIONES
21. LA HORA DE PREOCUPARSE: CONTROLANDO EL
MOMENTO
22. LA ESCRITURA EMOCIONAL: CONVERSANDO CON MIS
SENTIMIENTOS
23. LA ACEPTACIÓN INCONDICIONAL: AMÁNDOME TAL Y
COMO SOY
24. LA LÍNEA DE LA VIDA: ENTENDIENDO EL CAMINO QUE HE
RECORRIDO
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
Créditos
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Sinopsis

Cómo aprender a gestionar la ansiedad paso a paso.


La ansiedad es uno de los grandes problemas de nuestra época
y, sin embargo, la gran mayoría de las personas, pese a sufrirla,
sabemos poco de ella y de qué función tiene. En Volver a ser tú, el
doctor en psicología clínica Joaquín Mateu-Mollá nos ayuda a
comprender de dónde procede y cómo lidiar con la experiencia de
sentirla, ahondando en el significado que tiene para cada uno según
nuestra particular experiencia vital. Con esta lectura aprenderemos
sobre sus aspectos más positivos: cómo vivirla como una fortaleza y
ser conscientes de muchos de los mitos que la rodean para
desmontarlos.
Mateu-Mollá también nos enseña paso a paso, y a través de
valiosos y detallados ejercicios de mindfulness con útiles
ilustraciones, cómo desarrollar estrategias que nos ayuden a vivir
una vida mejor y a enfrentarnos a las situaciones de ansiedad que
puedan sobrevenirnos en el futuro.
VOLVER A SER TÚ
Claves para entender y superar la ansiedad

Joaquín Mateu-Mollá
A todas las personas que me confiaron su tiempo y de las
que tanto pude aprender
PRÓLOGO
Empieza el viaje

Imaginemos por un momento un paraje glaciar de la última edad de hielo,


viajando 45.000 años atrás en el interminable fluir del tiempo. En aquellos
días pretéritos, en los que la supervivencia era la mayor de las
preocupaciones para nuestros ancestros, el planeta entero quedó sepultado
bajo una atmósfera gélida y sofocante. Las amplias estepas y los frondosos
bosques dieron paso a paisajes desolados y yermos, alterando
profundamente el perfil de la vida en la Tierra. Muchos animales
(incluyendo el ser humano) se vieron obligados a peregrinar distancias
extraordinarias para hallar un lugar en el que sobrevivir, huyendo tanto de
las temperaturas intempestivas como del hambre.
Intentemos visualizar con todo lujo de detalles a ese pequeño grupo de
cazadores y recolectores asentados sobre una montaña de lo que hoy sería
Etiopía, contemplando desde las alturas cómo su antiguo hogar quedaba
sepultado bajo un horizonte gris y blanco. Las elevaciones naturales del
terreno salvaguardaron el ecosistema y ofrecieron la oportunidad para la
continuidad de la especie, a cambio de uno de los mayores sacrificios
adaptativos de su larga y pedregosa existencia. Ya en aquel momento,
nuestros antepasados experimentaron en su propia piel el miedo y la
ansiedad ante la amenaza más atávica: la muerte. Y abanderando a la propia
muerte acabarían llegando otros peligros, como los depredadores, los
accidentes naturales o la incertidumbre sobre el desarrollo y el crecimiento
de las cosechas en los nuevos asentamientos.
¿Qué habría pasado si, durante esta compleja transición, los seres
humanos no hubieran tenido la virtud de sentir miedo? ¿Acaso quedaría hoy
alguien capaz de escribir, o de leer, estas líneas? Con mucha probabilidad,
hubiéramos permanecido impasibles ante el incesante arreciar de la
naturaleza, forzando un fin precipitado para la historia de nuestra curiosa
especie. ¿Podemos concluir entonces que esta emoción básica, a veces
difícil de tolerar e injustamente etiquetada como negativa, fue un aliado
inestimable para la supervivencia? La respuesta es, siguiendo esta lógica,
evidente. Y lo cierto es que seguiría ayudándonos en muchos otros
momentos que sucederían más adelante: al atisbar movimientos inesperados
en la maleza o al descubrir cómo la tierra temblaba bajo nuestros pies.
Sigamos con nuestro periplo histórico, observando cómo se despliega
frente a nuestros atónitos ojos la historia del género humano, desde la
prehistoria hasta la actualidad. Podremos ver cómo los grandes hitos de
nuestra evolución están jalonados por momentos de gran dificultad: guerras
o hambrunas, pandemias y desastres naturales. Advertiremos también que
ha habido prolongados periodos de paz, aunque habitualmente
interrumpidos por disputas o tragedias, y que son estas últimas las que
constan en los libros como referencias temporales mediante las que
entendernos a nosotros mismos. No ha sido un viaje sencillo: la transición
de los bosques a las ciudades supuso un camino repleto de sacrificios, en
los que prácticamente nunca pudimos dar otro día más por sentado... El
miedo que emergió en las vidas extremas de nuestros ancestros se mantuvo
durante los milenios subsiguientes, esculpiendo nuestro sistema nervioso y
definiendo la forma en que interactuamos con las amenazas del entorno. La
ansiedad, como verás a lo largo de este libro, tiene mucho que ver con todo
ello.
Por el momento quizá sea suficiente con alzar la vista de estas líneas y
asomarnos a la ventana más cercana: la mayoría nos daremos de bruces con
alguna pared de hormigón garabateada, y quizá unos pocos afortunados
podrán contemplar sin obstáculos la línea del horizonte, como el testigo
inalcanzable de un tiempo remoto. Con la industrialización, las junglas
inhóspitas pasaron a ser laberintos de cemento, y, consecuentemente, las
amenazas también se transformaron: hoy ya no tememos que algún dientes
de sable aceche nuestro dormitorio en la oscuridad de la noche, ni tampoco
que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. El miedo es más sutil y ni
siquiera suele responder a una situación presente ni objetiva. Lo
proyectamos hacia un momento del futuro, lo dotamos de significados
complejos y lo transformamos en un monstruo diseñado a medida. Y es
precisamente en el momento presente, tras tan evidente transformación,
cuando el miedo adquiere otro nombre y rostro: la ansiedad.
El lector que decida adentrarse en las próximas páginas descubrirá qué
es la ansiedad y por qué puede poseer un valor adaptativo. Comprenderá los
mecanismos que la explican y llegará a tener un conocimiento más preciso
sobre las diversas formas en las que puede expresarse. Será capaz de
identificar las situaciones concretas que puedan desencadenarla en su caso
particular, y desarrollará una serie de destrezas para lidiar con sus efectos
más perjudiciales e invalidantes. También podrá reconocer cuándo la
ansiedad se convierte en algo patológico, y quizá tomar la decisión de
consultar a un profesional sanitario si lo considera necesario. El propósito
de estas líneas no es otro que ofrecer unas coordenadas precisas mediante
las que identificar la ansiedad, para que entiendas un poco mejor qué te
sucede y por qué.
Te doy la bienvenida a este apasionante viaje.
I
¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?
1

¿POR QUÉ ES IMPORTANTE QUE HABLEMOS


DE ANSIEDAD?

Aunque la ansiedad es una experiencia que ha acompañado al ser humano


desde los albores de su existencia, en los últimos años se ha revelado como
una auténtica epidemia que afecta a personas de todas las edades,
circunstancias y orígenes. Cada día son más las que se aventuran a
reconocer que viven sumidas en una ansiedad persistente, y que la
identifican como un problema que limita sus vidas y sus posibilidades de
emprender actividades gratificantes. Quizá tú, que te adentras ahora en este
libro, la hayas podido sentir en el pasado o estés viviéndola ahora. No sería
nada raro: créeme, muchas de las personas con las que te cruzas cada día
están pasando por esto desde hace tiempo. El porqué de este incremento tan
extraordinario nos es esquivo, aunque podría tener que ver con los grandes
retos a los que nos estamos enfrentando: incertidumbre sobre el futuro,
crisis económicas, dificultades para concretar un plan de vida que nos
permita ser felices... La amenaza hoy en día no es un depredador con garras
afiladas y gigantescos dientes, sino una mucho más sutil, escondida en los
vericuetos mismos de la cotidianidad.
La ansiedad se proyecta hacia el futuro y responde a lo que valoras como
una potencial amenaza para ti o para las personas a las que más quieres. Por
tanto, no surge frente a una situación inmediata ante la que debas actuar
rápidamente, sino que lo hace ante un peligro subjetivo que moldeas a partir
de tus íntimas inseguridades. Quizá la has notado en situaciones tan
variopintas como una entrevista de trabajo, una cita con alguien que te gusta
o una exposición ante un auditorio, lo que te impide disfrutar de
experiencias tan enriquecedoras como estas u otras muchas. Además, debes
tener en cuenta que la ansiedad se expresa de forma diferente en cada uno
de nosotros y que puede extenderse durante mucho tiempo: días, semanas o
meses antes o después de que ocurra lo que te angustia. Quizá en tu caso
sea muy diferente a la ansiedad de alguien que conoces bien y que te ha
hablado muchísimas veces acerca de cómo se siente. Conocer cómo es tu
ansiedad será uno de los objetivos más importantes que deberás asumir,
pues a partir de este primer paso podrás escoger qué estrategias son más
apropiadas en tu caso para convivir con ella o para suavizar su impacto.
Más allá de la profunda subjetividad que caracteriza a la ansiedad,
existen ciertas situaciones en las que la mayoría la experimentaremos
irremediablemente. Hablamos aquí de las transiciones existenciales, que
suponen el cierre de un capítulo y el comienzo de otro en la obra de
nuestras vidas: la muerte de nuestros seres queridos, las rupturas
sentimentales, los inicios en el mundo del trabajo, la llegada de la
jubilación, la enfermedad... Todas, incluso las que en apariencia puedan
parecerte positivas, implican la necesidad de adaptarse a cambios e
imponen un revés en las dinámicas de lo que fue tu existencia hasta ese
preciso instante. La incertidumbre y la duda son ingredientes fundamentales
en estos casos, como podrás imaginar. Por decirlo en palabras sencillas, son
situaciones inexploradas ante las que deberás abrirte camino como si fueras
un aventurero atravesando una selva frondosa e inhóspita. ¿Sientes que a
veces el futuro te resulta abrumador? ¿Notas una sensación constante de
angustia y no sabes bien qué la puede causar? ¿A veces te sacude una súbita
e irresistible hiperactivación que te impide ser y estar como querrías? Todos
son posibles rostros que la ansiedad puede mostrarte.
Una pequeña advertencia antes de proseguir: no debes olvidar que la
ansiedad también tiene propiedades adaptativas. Son muchas las situaciones
que requieren un proceso previo de reflexión o la elaboración de un plan, y
que por tanto no pueden resolverse si solo las atiendes cuando sus
consecuencias son irreversibles: tienes que anticiparte y preocuparte. En
este sentido, la ansiedad puede ayudarte, pues si sabes gestionarla permitirá
que te adelantes a los acontecimientos con un margen prudente y que
selecciones las mejores vías de acción. Por este motivo no tiene sentido
erradicarla, como quien se desprende de algo inútil o perjudicial, sino que
será más provechoso reflexionar sobre en qué momento empezó a
convertirse en un problema para ti y qué puedes hacer con ella ahora
mismo. Lo que voy a contarte puede hacerte arquear las cejas: es mejor una
ansiedad moderada bien gestionada que una total ausencia de ansiedad.
Entender esto es uno de los objetivos clave de este libro: aunque no le veas
demasiado sentido a la ansiedad, cuando aprendas a cabalgar sus bravas
aguas podrá ser una fantástica aliada.
Suele decirse que la ansiedad solo es problemática si nos limita a la hora
de realizar aquello que es relevante para nuestro plan de vida, y también si
nos resulta tan intensa que nos bloquea o abruma; es decir, cuando te
impide hacer las cosas que te gustan o que te hacen feliz. Es entonces
cuando una herramienta potencialmente útil se transforma en un
impedimento para vivir con plenitud, que además puede agravarse si pasa el
tiempo e invade todo lo que eres. Por ejemplo, no es raro que con los años
la ansiedad bascule hacia la tristeza o hacia el agotamiento emocional, e
incluso que conviva con episodios puramente depresivos. Y es que la
ansiedad patológica puede enmarañarse hasta convertirse en un auténtico
quebradero de cabeza para quien la sufre, un puzle aparentemente
irresoluble que te obliga a desandar parte del camino recorrido para
entenderte a ti mismo.
Conocer bien la ansiedad es la mejor forma de afrontarla y uno de los
propósitos fundamentales del libro que te dispones a leer. Si convives con la
ansiedad, probablemente podrás sentirte identificado o identificada a lo
largo de las próximas páginas, las cuales espero sinceramente que te
brinden la oportunidad de reflexionar sobre tu experiencia particular.
También encontrarás muchas breves historias inspiradas en casos reales,
pero que podrían sucedernos a cualquiera de nosotros ahora o en el futuro.
Al hablar sobre un tema tan importante como este pretendo darte
herramientas que te sean útiles para hacer frente a las dificultades que la
ansiedad te haya impuesto, sea en el ámbito personal, académico, social o
laboral, sea en cualquier otro. Permíteme que aproveche la ocasión para
recomendarte que, en el caso de que estimes que necesitas ayuda de un
profesional de la salud mental, des un valiente paso adelante y contactes
con uno que merezca tu confianza. Aunque muchas personas crecen bajo la
errónea premisa de que pedir ayuda sugiere debilidad, lo verdaderamente
cierto es que identificar la necesidad de recibirla y tomar la decisión de
buscarla es una señal de compromiso con el autocuidado y con la búsqueda
de la felicidad. Es, por tanto, un gesto de responsabilidad.

¿QUÉ PUEDES ESPERAR DE ESTE LIBRO?

Verás que el libro se divide en varias partes y capítulos. Cada uno de ellos
visita lugares distintos —aunque estrechamente conectados— e irán
mostrándote paisajes que forman parte de toda vida humana. Están
concebidos para leerse en el orden en que te los presento, pero puedes
revisitar las diferentes secciones según creas que se adaptan a lo que puedas
necesitar en cada momento de tu viaje. Así, encontrarás palabras que apelen
a lo que estás viviendo ahora y otras que podrían servirte más adelante o
que te ayudarán a entender a quienes te rodean y sus circunstancias. Mi
objetivo es compartir contigo muchas de las cosas que aprendí
acompañando a tantas y tantas personas que me confiaron sus inquietudes
en los momentos más difíciles. A ellas, por supuesto, quisiera enviarles mi
agradecimiento y respeto.
En los capítulos de la primera parte te explicaré qué es la ansiedad y las
diferencias que existen entre esta y otras emociones que a veces puedes
experimentar, incluso simultáneamente, fundiéndose en un sentimiento
cuyos matices no son fáciles de identificar. También me detendré en los
mitos y equívocos que continúan presentes en nuestra sociedad, y sobre
cómo estos pueden limitar la vida de quienes padecen ansiedad. Tratar este
asunto es crucial, pues probablemente has tomado la decisión de leer este
libro tras librar muchas y muy duras batallas contra tus síntomas y ahora
albergas la sensación de que nada funcionará. Mi objetivo es mostrarte un
enfoque diferente, una mirada menos punitiva para todo lo que estás
viviendo.
En la segunda parte te enseñaré a reconocer la ansiedad, dado que no
siempre es fácil ni es algo que todos vivamos de la misma forma. Te contaré
cómo son sus tres caras (cognitiva, fisiológica y motora) y te ofreceré
claves para que sepas cómo se expresa en tu caso concreto. Con ello
expandirás tu conocimiento sobre la ansiedad, lo cual posee en sí mismo
gran valor, y además tendrás una referencia para escoger (llegado el
momento) las técnicas que te sean más útiles. Y es que no es lo mismo
permanecer todo el tiempo preocupado que sufrir ataques de pánico
repentinos, o incluso que ocurran ambas cosas a la vez. Aquí aprenderás
cómo interactúan tus pensamientos, tus sensaciones, tus emociones y tus
conductas cuando vives con ansiedad. Tendrás, por tanto, una visión
privilegiada de qué ocurre dentro de ti y de cómo encajan las piezas del
puzle que tratas de resolver.
Una vez que hayas concretado los conceptos clave y reflexionado sobre
cuál es tu perfil de ansiedad, en la tercera parte llegará el momento de
explorar una de las muchas preguntas que quizá ya te hayas hecho: ¿cuál es
el motivo de que me sienta así? En estos capítulos descubrirás cosas
interesantes y a veces inesperadas. La primera será que la ansiedad no tiene
una única causa, sino muchas, y la segunda es que tu forma de interpretar
las experiencias puede estar en los cimientos del problema. Aprenderás
sobre los orígenes de la ansiedad y entenderás por qué todos, sin excepción,
podemos pensar de manera irracional algunas veces. Además, también
descubrirás situaciones en las que puedes sentir ansiedad, ahondaré en sus
características más concretas y te proporcionaré ejemplos con los que
puedas identificarte. Por último, repasaré contigo todo lo que puede
ayudarte a minimizar el riesgo de que tus síntomas degeneren en un
trastorno propiamente dicho.
En la cuarta parte caminaremos juntos por los parajes más áridos de la
ansiedad. Primero veremos cuáles pueden ser sus consecuencias, esto es, las
piedras en el camino que más frecuentemente tendrás que sortear. Te
hablaré de tristeza, de soledad, de incomprensión, de tensión física, de
insomnio, de problemas sexuales, de desesperanza e incluso del
cuestionamiento del sentido de la propia vida. Después te contaré cuáles
son los trastornos ansiosos que podemos padecer, de forma que tengas
capacidad para reconocerlos en caso de que estuvieras atravesando uno de
ellos. Aunque puedes aprender a conversar de manera constructiva con tu
ansiedad, también puede complicarse y hacértelo pasar realmente mal. Aquí
entenderás los mecanismos por los que esto puede ocurrirte y desarrollarás
un conocimiento más profundo para leer, con perspectiva abierta y
esperanzadora, el último de los bloques.
Tanto si padeces un trastorno de ansiedad como si percibes que esta
empieza a condicionar de alguna forma tu vida, conocer cuáles son las
técnicas más útiles para combatirla te abrirá las puertas a un nuevo universo
de posibilidades. Y este es, precisamente, el contenido de la última parte del
libro. Primero te hablaré de la naturaleza benigna de la ansiedad cuando su
intensidad está dentro de los límites tolerables, y de los psicofármacos que
se recetan para el tratamiento de los trastornos ansiosos; después nos
adentraremos en las técnicas de relajación, la atención plena, el debate de
los pensamientos irracionales que te provocan ansiedad, la
descatastrofización, las estrategias para solucionar los problemas, la gestión
eficiente del tiempo que dedicas a preocuparte, la escritura emocional, la
aceptación incondicional de quién eres y la revisión de tu trayectoria vital.
Todos estos procedimientos cuentan con amplia evidencia científica y
complementan lo que habrás aprendido en las páginas anteriores. Estoy
seguro de que te resultarán muy interesantes y de que te ayudarán
muchísimo.
¡Empezamos!
2

LA ANSIEDAD Y YO

¿QUÉ ES LA ANSIEDAD?

Todavía lo recuerdo claramente. Por aquel entonces estaba estudiando la


licenciatura en Psicología. Como muchas otras mañanas antes que aquella,
me vestí con cierta prisa y salí escopetado hasta la estación de trenes de mi
pueblo. Era tan pronto que ni siquiera había salido el sol, pero aún me
esperaba un largo trecho hasta llegar a la facultad, que estaba en la capital:
más de una hora sumando metro y tren. Aproveché el tiempo para repasar
los últimos detalles de una charla que tenía que ofrecer a mis compañeros
de clase, pues con los años me había acostumbrado a leer con el vaivén del
vagón sin marearme demasiado. Por fin llegué hasta la facultad y enfilé las
escaleras hasta el segundo piso, esperé a que llegara mi turno de
intervención y me preparé para hablar sobre el libro El señor de las moscas.
Todo transcurría como de costumbre, con normalidad, aún no era consciente
de que me esperaba una pequeña sorpresa, algo que seguiría recordando
años después y de lo que pude aprender mucho, por muy desagradable que
fuera en aquel momento.
Me planté frente a mis compañeros y, no sé bien por qué, me quedé
observando cómo me miraban. Parecía que esperaban palabras interesantes,
con sus ojos expectantes, pero de repente no estaba seguro de que pudiera
ofrecérselas... ¿Y si me quedaba en blanco?, ¿y si no encontraba la forma de
transmitir ideas con coherencia? La luz fluorescente zumbaba sobre mi
cabeza y confería a la habitación un aspecto lúgubre... Era como si toda ella
me resultara completamente ajena, pese a haber estado allí cientos de veces.
Mi estómago (todavía en ayunas) empezó a rugir. Me invadió la certeza de
que trastabillaría al hablarles, de que haría el ridículo, de que no satisfaría
su curiosidad... Cuando pronuncié mi primera palabra apenas brotó un
hilillo de voz, como si miles de manos invisibles me aferraran del cuello.
Mi corazón empezó a latir con fuerza, retumbando contra las sienes y
oscureciéndome la visión. Algunos cuchicheos afloraron en el aire. ¿Por
qué estaba viviendo algo tan desagradable así, tan de repente? La verdad es
que me asusté tanto que la exposición acabó siendo un desastre y me sentí
mal por ello durante bastantes días. O quizá semanas. No sería hasta
muchos años más tarde cuando pude valorar la experiencia de una manera
constructiva y aprender de ella, sin caer en la tentación de erradicarla de
mis recuerdos.
Pese a ser una experiencia común en la vida de cualquier ser humano, la
ansiedad puede resultar tremendamente desagradable si alcanza una
intensidad muy elevada o si invade situaciones relevantes para ti. Las
personas que tienen ansiedad se mantienen en constante alerta, como si una
amenaza incierta se cerniera todo el tiempo sobre su cabeza. Probablemente
tú también lo has vivido, o has conocido a alguien a quien le ha pasado, y
por tanto sabes perfectamente a qué me refiero. En caso contrario, quizá
pueda servirte la conocida anécdota moral de la espada de Damocles, que
pese a carecer de rigor histórico, resulta ilustrativa cuando se habla del
miedo particular que acompaña a la ansiedad.

LA ESPADA DE DAMOCLES: UNA ANSIEDAD OCULTA EN LAS APARIENCIAS


Damocles era un cortesano del rey Dionisio I de Siracusa que solía adular al
monarca con el fin de ganarse su favor. Hastiado de su actitud y de la
hipocresía que rezumaban sus intenciones, el rey decidió ofrecerle un trato
en apariencia ventajoso: intercambiarían sus vidas por un día, de forma que
Damocles pudiera disfrutar durante ese breve tiempo de lo que tanto
parecía desear y Dionisio, a su vez, de la existencia tranquila de quien vive
sin la necesidad de guiar al reino y a sus gentes. Damocles aceptó la
proposición sin dudar y efectivamente gozó de privilegios inimaginables
para el común de los mortales: desfilaron frente a sus atónitos ojos danzas
de los rincones más remotos del reino y su piel acarició sedas que no podría
haber pagado ni con cien jornadas de durísimo trabajo. Todo parecía
perfecto, como siempre había imaginado que sería, pero... ¿era realmente
así? ¿Era una perfección ilusoria? Algo oculto acechaba al pobre Damocles,
pero él todavía no lo sabía.
En mitad de una copiosa comilona, y de forma totalmente casual,
Damocles advirtió que sobre su cabeza (encima del trono) pendía una
afiladísima espada. Aquella hoja se sustentaba tan solo por un pelo de crin
de caballo, y se balanceaba ligeramente hacia uno y otro lado al son de la
brisa que se colaba por los ventanales. Era una representación elocuente de
las tramas que se urdían en las estancias del palacio, de los susurros y
rumores que se disolvían tras sus gruesos muros de piedra, presagiando
todo tipo de desastres... Acabó dándose cuenta de que por mucho que
intentara disfrutar de la abundancia que lo rodeaba, su mirada rehuía una y
otra vez todos los lujos para clavarse en el plateado filo que temblaba cerca
de él. Entendió que, en esas circunstancias, era totalmente imposible gozar
de los privilegios extraordinarios que se le concedían.
Obviamente, nuestro angustiado protagonista decidió volver rápidamente
a su lugar en la corte y a la existencia anodina que hasta entonces había
repudiado. ¿Acaso tú no habrías hecho lo mismo en su situación? ¿Cuánto
vale para ti la tranquilidad de sentirte seguro en tu día a día? Pues
precisamente esto es lo que puede arrebatarnos la ansiedad, y el motivo por
el que podemos acabar aborreciéndola si no sabemos comunicarnos de
manera adecuada con ella.
La ansiedad se expresa como una sensación de desasosiego flotante, que
suele describirse como la angustiosa certeza de que algo no va como
debería. Por este motivo, tus recursos emocionales y fisiológicos se
encuentran activados de forma continuada si la padeces, como si el peligro
invisible ante el que responde estuviera presente durante días, semanas,
meses o incluso años. Esta forma de vivir implica una experiencia
estresante que va más allá de la situación que pueda estar preocupándote,
pues pese a que todavía no haya ocurrido, su anticipación te hace vivirla de
algún modo en el presente. Dicho con otras palabras: tu cuerpo se mantiene
expectante ante la caída de la espada y se prepara todo el tiempo para un
golpe que quizá nunca vaya a suceder. Esta es sin duda una de las peores
cualidades de la ansiedad, pues el organismo no está diseñado para
someterse a tanto estrés sin pagar las consecuencias.
En situaciones cotidianas, el estrés se activa ante un hecho que te impone
una exigencia que debes atender con rapidez. En el caso de nuestros
ancestros más remotos se trataba de imprevistos ubicados en el presente que
requerían soluciones inmediatas, tras las cuales todo volvía a la normalidad
y se recuperaba el equilibrio. En caso de que no pudieran ofrecer una
respuesta rápida y eficaz, las consecuencias solían ser realmente dramáticas,
e incluso implicaban la muerte (o lesiones graves, en el mejor de los casos).
Dado que nuestro organismo sigue siendo prácticamente idéntico al de
aquellos seres prehistóricos... ¿cómo podría responder hoy en día ante los
problemas cotidianos, que además son más ambiguos y suelen durar mucho
tiempo? ¿Acaso la experiencia de estrés o ansiedad puede acabar
perjudicándote? Seguramente, mientras vas andando por la calle no
encontrarás tigres, leones ni mamuts, aunque sí peligros sutiles. Pues ante
estos, tu cuerpo reacciona de manera parecida a la de tus parientes lejanos
cuando se topaban con una bestia de trescientos kilos.
La mayoría de las personas que sufre ansiedad vive con ella mucho
tiempo antes de buscar la ayuda de un profesional. Se trata de una situación
que se perpetúa por un montón de motivos diferentes: desde la reticencia a
parecer vulnerable hasta el recelo ante lo que podrían pensar de ti al
desvelarlo. También hay quienes creen que la ansiedad es una parte
irrenunciable de la propia personalidad, pues han permanecido junto a ella
tantos años que la sienten como una forma de vida de la que no pueden
desligarse.
Por otra parte, la ansiedad puede hacer que te embarques en el periplo de
intentar solucionarla sin ayuda, muchas veces sin éxito, lo que no hace más
que agravar la frustración. Si alguna vez te has sentido así, debes saber que
siempre es posible actuar para cuidarte, y que puede que tu ansiedad no sea
más que una inercia a la que te has acabado acostumbrando, pero no una
parte inseparable de ti.

¿QUÉ EXPERIENCIAS SE PARECEN A LA ANSIEDAD, PERO NO LO SON?

Hay algunas experiencias que a menudo se confunden con la ansiedad, pese


a que no se expresan del mismo modo ni se desencadenan ante las mismas
situaciones. Es importante aprender a identificarlas y darles nombre, pues
así podrás entender mejor qué te está sucediendo y por qué. Todas las
vivencias que describiré aquí suelen percibirse como molestas o
indeseables, y la mayoría luchamos por huir de ellas o evitarlas, pese a que
ello implique renunciar a actividades que considerábamos valiosas. Lo
primero que debes tener en cuenta es que todas forman parte del repertorio
de experiencias humanas y que por tanto tienen un propósito claro, pese a
que a veces no sepas cuál es. Cuando aprendas más sobre ellas,
probablemente descubras que hasta este momento las habías vivido y
confundido con la ansiedad.

EL MIEDO: UNA EMOCIÓN LEGÍTIMA

Las emociones son fundamentales para nuestras relaciones sociales, para


solucionar problemas y para dar sentido a los episodios que atravesamos a
lo largo de nuestra vida. Durante la evolución de nuestra especie, las
emociones nos permitieron trascender los rigores de la naturaleza hostil que
nos rodeaba y seguir adelante, al menos un día más. La alegría, el asco, la
ira, la tristeza, la sorpresa y el miedo son las más básicas, y en conjunto
representan experiencias familiares para casi todos los seres humanos en
cualquier lugar del planeta.
El miedo es quizá una de las más estudiadas, pues puede dejar huellas
profundas en tu memoria. Su función es evidente: al igual que la ansiedad,
te avisa de una amenaza para tu integridad con el fin de que orquestes una
respuesta de lucha o de huida (fight or flight). Por ejemplo: imagina por un
momento que levantas la mirada de estas líneas y atisbas un león agazapado
detrás de la puerta... ¡Más te valdría sentir pavor y salir corriendo para
ponerte a salvo de él! He aquí la principal diferencia entre el miedo y la
ansiedad: el primero se desencadena ante un peligro inminente y tangible,
mientras que la segunda surge en situaciones abstractas ubicadas en el
futuro. La ansiedad siempre nos plantea escenarios hipotéticos e
imaginados, por lo que la construimos mediante frases condicionales como
«y si...». Eso sí, la vivimos muy claramente en el aquí y ahora.
En prácticamente todo lo demás, el miedo y la ansiedad se parecen
muchísimo. Las sensaciones físicas son casi las mismas, e incluso el modo
en que responde el cerebro. Quien tiene miedo orienta su atención a lo que
cree que lo ha provocado, abstrayéndose de lo que ocurre a su alrededor
mientras su cuerpo se prepara para reaccionar: las pupilas se dilatan, los
músculos se tensan y el corazón late con fuerza para nutrir de sangre a todas
las extremidades. Incluso el modo en que percibimos el paso del tiempo
cambia, hasta parecernos que de repente todo discurre más despacio (es
probable que lo hayas vivido más de una vez). Estos cambios físicos y
subjetivos tienen como finalidad que actúes de forma que puedas mejorar
tus opciones de sobrevivir en una situación de emergencia, lo que requiere
actos poco reflexivos pero inusitadamente rápidos. En el caso del león, por
ejemplo, lo más probable es que trates de escapar por la puerta o la ventana
más cercana, sin detenerte a pensar en los detalles (como que vives en un
quinto piso, por ejemplo). En este proceso queda excluido el lóbulo frontal,
una parte del cerebro fundamental para razonar (pararse, pensar y actuar),
pues sería más importante hacer las cosas con urgencia que hacerlas bien.
Precisamente por ello las decisiones que tomas en situaciones de miedo
extremo pueden tener efectos indeseados o hacerte sentir avergonzado
cuando las recuerdas más adelante. Todos tenemos más de una en nuestro
pasado, párate a pensar un momento y seguro que la encuentras.
A veces, cuando estamos inmersos en una situación horrorosa, podemos
reaccionar con una parálisis total de nuestro cuerpo (freeze). No son pocas
las personas que dicen haberse quedado completamente inmóviles en
momentos en los que su vida corría grave peligro, incluso con tintes
traumáticos, que recuerdan después con confusión y pavor. El saber que
esta reacción es normal puede ayudarnos a comprender mejor lo vivido y a
reinterpretar por qué actuamos de esa forma en particular, ya que la culpa es
un sentimiento desgraciadamente común en estos casos («¿por qué no salí
corriendo?», «¿por qué tuve que quedarme tan paralizado?»...). Más
adelante te hablaré de este tema con más detalle.

EL ESTRÉS: LIDIANDO CON LA VIDA


La palabra estrés es una de las más comunes para definir de alguna manera
los tiempos que vivimos. El mundo se mueve de forma incesante y nuestras
responsabilidades se acumulan, lo que hace difícil desconectar y relajarse.
A pesar de eso, el estrés no debe entenderse como negativo en sí mismo,
pues ya sabes que nuestro cuerpo está preparado para superar sus
embestidas.

Si una situación te desborda o te hace sentir desprotegido, existe el riesgo de


padecer trastornos ansiosos y del estado de ánimo en algún momento. Es
entonces cuando hablamos de distrés, no de estrés.

Para entender el estrés es esencial saber que, al enfrentarte a cualquier


situación demandante, en tu cabeza ocurrirán dos procesos casi al mismo
tiempo: una valoración primaria y una valoración secundaria. Así lo
señalaron Lazarus y Folkman, los dos investigadores más importantes en
esto del estrés. La primera te sirve para identificar lo más objetivamente
posible las características de la situación a la que te enfrentas y para sopesar
si estás o no personalmente implicado en ella, esto es, si para ti es
conveniente actuar o si es preferible no hacer nada. La segunda te sirve para
analizar los recursos de los que crees disponer para salir airoso. Cuando
ambas valoraciones se armonizan (el problema es relevante para ti y crees
tener lo necesario para lidiar con él) sientes la necesidad de actuar y pones
en marcha conductas con las que restablecer el equilibrio que habías
perdido con la llegada del problema. La verdadera dificultad surge cuando
percibes que absolutamente nada de lo que hagas servirá para aliviar la
situación en la que estás inmerso. Hablamos entonces de la sensación de
desesperanza, fundamental para entender la depresión y la ansiedad.
Otro detalle que has de tener en cuenta es que la mayoría de las personas
piensa que el estrés solo depende de las características de la situación a la
que se están enfrentando. Por ejemplo, si algo resulta muy novedoso,
requiere tiempo o tiene resultados imprevisibles, la mayoría no dudará en
catalogarlo como estresante. Lo cierto es que esto no es realmente así: para
hablar de estrés debemos considerar siempre a la persona que se enfrenta al
hecho, pues la situación tendrá que ser analizada desde el filtro de su propia
experiencia. Si tu autoestima no es demasiado sólida o has pasado por
muchos tropiezos en el pasado ante situaciones semejantes a la que ahora se
te presenta, es más probable que te veas súbitamente sacudido por el distrés.
Aunque te parezca mentira, esto esconde una buena noticia: si fortaleces la
manera en que te percibes como individuo, reflexionando sobre el camino
que has recorrido y las experiencias que han moldeado tus miedos más
íntimos, hallarás una nueva forma de relacionarte con la adversidad. Y esto
podrás lograrlo en cualquier momento de la vida, no importa lo joven o
mayor que creas ser.

LA ANGUSTIA: EL VACÍO Y LA INCERTIDUMBRE

La angustia es un sentimiento complejísimo. Los seres humanos hemos


intentado comprenderla desde hace tiempo, pero su significado se nos
escapa. Se trata de un rincón profundo de la experiencia que a menudo
describimos como desesperación o sobrecogimiento. Quizá uno de los
referentes artísticos más reconocidos sobre la angustia lo encontramos en El
grito, de Edvard Munch. Se dice de este autor que vivió una vida difícil,
pues cuando apenas estaba adentrándose en la cuarta década de su vida ya
había perdido a la mayoría de las personas a las que había amado. Afligido
por una soledad terrible, acompañada de ideas suicidas e incluso
alucinaciones, dio forma a una pintura que hoy se alza como un icono del
sufrimiento psicológico y que expresa como ninguna otra el horror de
asomarse a una realidad que nos sobrepasa y oprime. Todos podemos
evocar su mirada desorbitada, su boca desencajada, atónita sobre un paisaje
extraño que se retuerce en sí mismo. Las pinceladas de Munch sobre el
lienzo ilustran a la perfección la desesperación de quien se descubre
desprovisto de significado o trascendencia, en una soledad infinitamente
más densa que la de aquel que tan solo carece de compañía.
La angustia tiene matices físicos, psíquicos y filosóficos. De hecho, son
muchas las personas que utilizan esta palabra para describir la sensación
que florece en su pecho cuando se enfrentan a pérdidas extraordinarias o
cuando se están planteando cuál es el propósito de su vida. Esta forma de
definirla conecta con la visión de otro gran pensador: Sören Kierkegaard. Él
entendía la angustia como una experiencia que surge en nosotros al
reconocer nuestra propia finitud en comparación con la perpetuidad del
tiempo y del inabarcable universo que nos rodea, algo que acabamos
descubriendo cuando pensamos detenidamente acerca de nosotros mismos y
de nuestra importancia en términos cósmicos. Implica la conciencia de la
propia irrelevancia frente a la abrumadora magnitud de las cosas
imperecederas, y suele brotar al exponernos a una transición importante,
como tener un hijo, perder a un ser querido o romper con la monotonía en la
que una vez nos instauramos.

La angustia supone un cuestionamiento de la posición que ocupas en el


mundo, de las tareas a las que dedicas el tiempo y del uso que haces de tu
libertad. Pese a que estos asuntos pueden generarte también ansiedad a
veces, debes diferenciarlos de la desnudez existencial que supone la propia
angustia.

LA INDEFENSIÓN: AUSENCIA DE CONTROL

La indefensión, o desesperanza, es esencial para entender por qué sufrimos


trastornos del estado de ánimo y de ansiedad. Se trata de una experiencia
dolorosa y difícil de gestionar, que aparece cuando sientes que no dispones
de los recursos necesarios para cambiar una situación vital que deteriora tu
bienestar o el de tus seres más queridos. La indefensión se vive como
desamparo y frustración, y es una advertencia clara de que necesitas la
ayuda de un profesional de la salud mental. Si has sufrido ansiedad durante
mucho tiempo, puedes estar sintiéndote indefenso en este momento.
Los primeros estudios sobre la indefensión se hicieron en el siglo pasado
y utilizaron métodos que hoy en día serían, como mínimo, controvertidos.
Viajemos brevemente en el espacio y el tiempo para conocerlos. Ocurrió a
finales de los sesenta. Martin Seligman, un reputado psicólogo
estadounidense que más tarde fue pionero de la Psicología Positiva,
empezaba en aquel tiempo a estudiar el fenómeno que posteriormente se
conocería como desesperanza aprendida. Su objetivo era entender los
motivos por los que un ser humano podía sufrir depresión mayor; esto es,
desentrañar por qué a veces la tristeza rebasaba el umbral de lo que
consideramos tolerable. Para ello diseñó una investigación en la que se
utilizaron perros, encerrados en jaulas, como sujetos experimentales.
Las jaulas tenían como base dos plataformas independientes conectadas
a un aparato que emitía descargas eléctricas fuertes, aunque no letales, que
forzaban a los pobres animales a buscar una salida en el momento en que
las sentían. Además, planeó dos situaciones de laboratorio: en la primera
solo se electrificaba una de las plataformas, mientras que en la segunda se
aplicaban descargas a ambas, por lo que no había lugar al que escapar.
Seligman y su equipo descubrieron que en la primera condición
experimental el animal se limitaba solo a moverse: se desplazaba a la mitad
de la jaula donde no había electricidad y lo repetía tantas veces como fuese
necesario. En la segunda esto cambiaba: el perro (que ya había aprendido
cómo resolver el problema) intentaba cambiar de plataforma, pero no
lograba librarse del dolor. Al poco tiempo acababa desplomándose en el
metal electrificado y perdiendo todo interés por mejorar su estado. Esta
respuesta de apatía se comparó con la depresión de los seres humanos y
sirvió para entender un poco mejor cómo las situaciones de sufrimiento
persistentes e irresolubles podían generar este tipo de trastornos en nuestra
especie.
Este experimento (afortunadamente inviable en nuestro tiempo) puede
extrapolarse a los seres humanos en situaciones distintas a las del
laboratorio de Seligman, aplicándose a aquellas adversidades de la vida ante
las que nos sentimos incapaces o impotentes. Si construyes la creencia de
que todos tus posibles esfuerzos resultarán insuficientes, se desencadenará
una miríada de respuestas fisiológicas y emocionales que contribuirán a que
desarrolles algún trastorno mental. En esta ecuación es importante tener en
cuenta que tu percepción tiene un papel clave, pues basta con considerar
que no puedes afrontar el hecho para que se desencadene la indefensión y
las consecuencias asociadas, con independencia de que en realidad sí
dispongas de apoyos y destrezas para salir adelante.
El concepto con el que podría resumirse todo esto es el de control: si
juzgas que el hecho negativo es inevitable, o que su efecto rebasará tus
recursos y capacidades, surgirá en ti una sensación de vulnerabilidad que
abonará el terreno para la ansiedad y la depresión. Antes de que tales
problemas se presenten, no obstante, atravesarás por un periodo más o
menos largo en el que predominarán sensaciones de estar atrapado, de
impotencia y frustración. Ser sensible a lo que ocurre dentro de ti te
permitirá identificarlo a tiempo para romper los eslabones de la cadena y
proteger tu salud mental.
3

¿ES CIERTO TODO LO QUE SE DICE SOBRE LA


ANSIEDAD?

Ahora que ya sabes más sobre qué es la ansiedad, y también sobre otras
emociones y sentimientos que se le parecen, llega el momento de que
revisemos los mitos que recaen en ella. Los mitos son una de las
consecuencias del pobre conocimiento que la sociedad tiene aún sobre salud
mental, así como del desgraciado estigma que padecen quienes pasan por
dificultades psicológicas. Vale la pena detenerse a reflexionar y debatir
estos mitos, especialmente si los has acogido como propios o si estás
pasando por un mal momento. Este ejercicio te ayudará a comprender mejor
a quienes te rodean y a proporcionarles un apoyo emocional de calidad
cuando lo necesiten. Dicho esto, te voy a contar un poco más sobre qué hay
realmente tras estas percepciones erróneas.

MITO 1: TENER ANSIEDAD ES ALGO MALO E INDESEABLE

¿Alguna vez has sentido vergüenza o recelo cuando has intentado contarle a
otra persona que tienes ansiedad? ¿Te has topado con un muro de
incredulidad o de rechazo al expresarlo? Pues ambas cosas son
consecuencia de este mito.
Como probablemente sabrás, la ansiedad es una experiencia
eminentemente humana y absolutamente normal, el resultado de habitar un
mundo complejo e impredecible. Esto no ha evitado que muchas personas
tengan una idea errónea de ella, una visión que contribuye a mantener
ciertos estigmas. Por ejemplo, la creencia de que la ansiedad es algo
indeseable puede conducirte a ocultarla ante los demás, a entenderla como
un reverso tenebroso de tu identidad y a fingir que te encuentras
perfectamente cuando en realidad tu cuerpo está sumido en una agitación
extrema. De tanto disimularla, la soledad se acaba convirtiendo en el último
reducto donde puedes ser quien eres, sin imposturas.
En definitiva, estas creencias olvidan que cualquier persona puede
padecer ansiedad, sin importar sus cualidades o experiencias acumuladas.

El temor a revelar la ansiedad

Tras mucho tiempo dándole vueltas, Julia había tomado la decisión de contarle a
su mejor amiga que vivía sumida en una ansiedad que la sobrepasaba. Ya
estaba harta de fingir ser otra persona cuando salían juntas; de simular divertirse
en una discoteca cuando en realidad solo tenía ganas de volver a casa y alejarse
de toda aquella gente, ruido y miradas. Le envió un mensaje por teléfono para
decirle que necesitaba hablar con ella de algo, y que la esperaría en el café de
siempre. No volvió a mirar el móvil, pero sabía que su amiga estaría preocupada
y que le habría insistido en que le adelantase algo, lo que fuera. No obstante,
prefería hacerlo cara a cara, de amiga a amiga, sin la tecnología como
intermediaria. Para ella era algo esencial, como una especie de catarsis. Ya
sentada en el lugar acordado, oteaba la calle intranquila, esperando verla doblar
la esquina en cualquier momento... ¿Cómo reaccionaría?, ¿se burlaría de ella o
intentaría restarle importancia?, ¿la entendería o usaría una de esas manidas
frases de autoayuda («solo tienes que relajarte», «la ansiedad está solamente en
tu cabeza»...) que no hacen más que empeorar las cosas? Fuera como fuese,
pronto iba a descubrirlo. Tragó saliva y tomó un sorbito de café.

MITO 2: LO MEJOR ES EVITAR LAS SITUACIONES QUE PROVOCAN ANSIEDAD


¿Alguna vez has dejado de hacer cosas que te gustaban solo porque te
sentías abatido o porque tenías miedo de que pudiera pasarte algo como
consecuencia de intentarlo? ¿Esto te ha permitido reducir tus niveles de
ansiedad o tus reticencias? La mayoría de las personas que se alejan de lo
que les apasionó para evadir la ansiedad acaban sintiéndose todavía más
tristes.
Es evidente que la ansiedad nos provoca sensaciones que percibimos
como difíciles, incómodas e incluso perturbadoras, por lo que la reacción
que surge espontáneamente es evitarlas o escapar de ellas. No obstante, a
veces es imposible dejar de lado las situaciones que te generan ansiedad sin
erradicar de tu vida otras cosas que son importantes para que siga siendo
gratificante, divertida o estimulante, como ocurre al renunciar a
comunicarnos con los demás por temor a ser rechazados. Es muy posible
que a medida que vayas evitando situaciones que juzgas como
potencialmente problemáticas acabes distanciándote más y más de lo que es
importante para ti, corriendo entonces el riesgo de sufrir problemas
emocionales como resultado de las pérdidas acumulativas (unas más
pequeñas y otras más grandes).
Otra cuestión que debes considerar es que cada vez que evitas o escapas
de alguna situación de este tipo aumentas el riesgo de seguir haciéndolo en
el futuro, cuando vuelvas a enfrentarte a otras parecidas. Esto se debe a que
el resultado de la evitación es un alivio inmediato del malestar, algo que en
psicología se conoce como refuerzo negativo (el placer al quitarnos de
encima lo que nos desagrada o nos disgusta). Además, evitando estas
situaciones te niegas la posibilidad de aprender a afrontarlas, esto es, vas
socavando la confianza que puedas tener en ti para lograrlo.

Cuando decides dejar de evitar lo que temes puedes descubrir que el


monstruo no era tan fiero como lo pintabas, y que probablemente le habías
atribuido uñas y dientes mucho más afilados que los que realmente posee.
La decisión de aislarse

Era casi medianoche. Había decidido quedarse en casa, igual que la semana
anterior. Todas sus amigas iban a salir a celebrar por todo lo alto el cumpleaños
de dos de ellas, que nacieron el mismo día y año. No se trataba solo de bailar,
era un momento en el que compartían la amistad que las unía y en el que
estrechaban lazos que se remontaban a los primeros años de universidad, donde
se conocieron por algo tan trivial como un trabajo grupal de una asignatura que ni
recordaban. El tictac del reloj le resultaba sofocante en medio de aquella soledad,
aunque ella misma la hubiera elegido. Recordaba con claridad cómo algunos
meses atrás esta soledad autoimpuesta le proporcionaba calma y alivio: la idea
de evitar las aglomeraciones le resultaba tranquilizadora, pues tenía miedo a que
en mitad de una pudiera empezar a sentirse mal y no tuviera ocasión de escapar.
No obstante, aquel alivio empezaba a dejar paso a la pena y la preocupación.
Cuando se hiciera de día... ¿qué cosas se habría perdido?, ¿a cuántas
experiencias habría renunciado por temor a lo que pudiera sucederle con su
ansiedad? A medida que el tiempo pasaba iba sintiéndose más incapaz de
revertir una situación que empezaba a pesarle demasiado.

MITO 3: LA ANSIEDAD IMPLICA ALGÚN DEFECTO O DEBILIDAD

¿Alguna vez te has preguntado si el hecho de sufrir ansiedad significa que


eres débil o que tienes una forma equivocada de sentir? Pues bien: la
respuesta es, radicalmente, no.
Experimentar ansiedad sugiere precisamente lo opuesto a debilidad o
error: significa que tu sistema nervioso funciona de manera adecuada y que
se activa ante lo que percibes como una amenaza para tu integridad o
bienestar. Muchas personas sufren, han sufrido o sufrirán ansiedad en algún
momento de la vida. Todos somos susceptibles de padecerla si las
circunstancias se alinean (estrés, ausencia de recursos para afrontarla, malas
rachas...), por lo que no tiene sentido ocultarla por miedo a que alguien nos
juzgue como inapropiados.
Tu organismo funciona como un engranaje en el que deben armonizarse
pensamientos, palabras y acciones, por tanto, fingir lo que sientes implica una
contradicción que agrava la situación y que te puede llevar a pensar que estás
siendo deshonesto contigo mismo.

Puede suceder, a veces, que si creciste padeciendo ansiedad en los


primeros años de vida acabes percibiéndola como una parte más de aquello
que eres. En estos casos es probable que, si mantienes al mismo tiempo la
absurda creencia de que la ansiedad sugiere debilidad o inadecuación,
tengas también la dolorosa certeza de que tú mismo eres inherentemente
débil o inadecuado. No es raro que estas ideas arraigadas tengan sus
orígenes en la educación que recibiste en casa o en la escuela, en contextos
clave de la infancia donde la expresión de los sentimientos o inseguridades
se pudo considerar negativa. Replantearte estas cuestiones implica revisar
tus aprendizajes más antiguos, algo que requiere conocimientos y
sensibilidad. Este libro pretende ofrecerte ambos.

El cuestionamiento de la invulnerabilidad

Manuel se puso frente al espejo, como cada mañana, y ajustó el nudo de su


corbata. Siempre se preocupaba por lucir un aspecto impecable, ya que su
trabajo lo requería, y desde hacía mucho tiempo se había convertido en el chico
de moda de la oficina. Todos admiraban sus logros y lo consideraban un ejemplo,
alguien tan competente que no se le podía reprochar nada. La situación llegó
hasta el punto de que ya era el confidente de más de uno de sus compañeros y
compañeras, que recurrían a él para exponerle todo tipo de incertidumbres sobre
cómo sería el futuro de una empresa como la suya, que estaba constantemente
en la cuerda floja. Lo veían tan fuerte que no reparaban en la posibilidad de que
él mismo albergara miedos sobre el futuro. No sabían que desde hacía casi
medio año no pegaba ojo: las preocupaciones sobre todo tipo de asuntos
relacionados con el trabajo parecían acecharle en el momento en que apagaba
las luces y no lo abandonaban hasta que, con los primeros rayos del sol, lo
acunaba un sopor irresistible... ¿Con quién iba a contar si desde siempre había
sido el irrompible? El silencio y sus miedos, ocultos tras un traje bien planchado,
empezaban a devorarlo poco a poco.

MITO 4: LA ANSIEDAD SE EXPRESA DE FORMA IDÉNTICA EN TODAS LAS PERSONAS

¿Alguna vez te has parado a pensar en cómo es tu ansiedad exactamente?


¿Crees que todas las personas la sienten de la misma manera? ¿Piensas que
lo que a otra persona le funcionó también deberá funcionarte a ti?
La ansiedad tiene muchas aristas. En los próximos capítulos te contaré
con detalle cómo afecta a tu mente (rumiación, preocupación...), a tu cuerpo
(aceleración del ritmo cardíaco, sudoración...) y a tu forma de hacer las
cosas (evitación, escape...), y verás que todas pueden estar presentes en
diferentes grados en cualquiera de nosotros. Así pues, la ansiedad puede
combinar distintos tipos de síntomas, y no es posible afirmar que la forma
concreta en que alguien la vive vaya a ser idéntica a la tuya, ni tampoco que
la fórmula que le resultó eficaz lo sea también para ti. Por ejemplo, hay
quienes se preocupan excesivamente por el futuro pero no sufren molestias
físicas de ningún tipo, mientras que otros sienten su cuerpo constantemente
acelerado y evitan todas las situaciones en las que creen que las cosas
podrían empeorar. Para saber cómo es tu ansiedad es fundamental detenerte
a escucharla con atención y paciencia. Así también será más sencillo atajar
su impacto sobre tu vida.

Si detectas un predominio de síntomas físicos, deberías enfatizar el uso de


técnicas como la relajación, mientras que si destacan los cognitivos, el debate
o la solución de problemas será más eficaz.

¿Esto es ansiedad?
Tras preguntar a muchas otras personas que decían sentir ansiedad, Julián no
acababa de estar convencido de que su problema fuera precisamente ese...
Llevaba mucho tiempo muy preocupado por un montón de cosas del día a día,
algunas totalmente rutinarias y otras que no dependían de él en absoluto, por lo
que empezó a sospechar que su salud mental no estaba tan bien como solía
estar. Cuando se interesaba por saber algo más acababa buscando en internet y
leyendo una retahíla de síntomas fisiológicos, como los temblores y las
taquicardias, que nunca había sentido en su propia piel. Lo de los ataques de
pánico le resultaba totalmente ajeno, pero un par de amigas le insistían en que
para ellas eran experiencias casi cotidianas y que acudir a un psicólogo las había
ayudado mucho a asumir otra vez el control. ¿Cómo podía ser que tanto ellas
como él padecieran ansiedad si lo que sentían no se parecía en nada? ¿Acaso
estaba teniendo otro tipo de problema distinto, uno más grave? Obviamente, esta
posibilidad hizo que se preocupara todavía más... y es que a veces se sorprendía
a sí mismo preocupándose por estar preocupado, perdido en un ciclo infinito de
incertidumbre.

MITO 5: LA ANSIEDAD ES INCURABLE

¿Has convivido tanto tiempo con la ansiedad que has llegado a pensar que,
simplemente, forma parte de ti? ¿Has dedicado mucho tiempo y esfuerzo a
erradicarla de tu vida sin éxito, y piensas que nada podrá funcionarte?
¿Crees que la ansiedad es una enfermedad y que tiene que tratarse como
tal?
Para hablar de si la ansiedad tiene o no cura, primero deberíamos
reflexionar sobre si se trata o no de una enfermedad. Como podrás deducir
de lo que te he dicho hasta ahora, la ansiedad no se puede considerar mala
en esencia, sino que más bien se trata de una respuesta compleja para la que
tu cuerpo está preparado y que puede incluso ayudarte en ciertos momentos.
Aun centrándote en el caso de que tus síntomas cumplan los criterios
diagnósticos para algún trastorno, tampoco podríamos decir que sea una
enfermedad, en el sentido en que esta palabra suele usarse. Aunque se ha
intentado encontrar causas orgánicas, la realidad es que no existe evidencia
científica suficiente para afirmar que el funcionamiento del cerebro o la
actividad de un neurotransmisor pueda ser la razón absoluta de todo lo que
implica. La ansiedad surge como consecuencia de las interacciones que
despliegas en el medio en que vives; depende, por tanto, del contexto.
Entender qué pensamientos se asocian a tu malestar, los mecanismos a
través de los cuales tratas de solucionar los problemas, los hábitos que
forman parte de tu cotidianidad o las dinámicas de tu respiración son
aspectos cruciales para definir su origen. El concepto de cura se aplica
solamente al ámbito de la medicina, y por tanto no puede extrapolarse a
muchos problemas asociados a la salud mental.

Los cambios que hagas en tu vida y las experiencias que puedas


proporcionarte te permitirán convivir plácidamente con niveles saludables y
adaptativos de ansiedad.

La ansiedad es parte de mí

Ni siquiera recuerda cuándo empezó. Probablemente fue poco a poco, de forma


tan discreta que cuando quiso darse cuenta se había acomodado por completo
en su vida interior. Le habían comentado sus amigos y familiares que quizá algún
profesional podría ayudarla a sentirse mejor, aunque Esther se negaba en
rotundo a invertir su dinero en algo que era incurable. Para ella era tan suyo
como los dedos de sus manos, como el cabello que poblaba su cabeza o como la
nariz que observaba al otro lado del espejo. Su ansiedad era una parte
inseparable de sí misma, por lo que cualquier pequeño cambio que hubiera en
ella pondría en riesgo el equilibrio de su personalidad al completo. Sería como
mover una carta ubicada en la base de una pirámide de naipes, o como quitar un
engranaje del mecanismo de un reloj. Tras mucho tiempo pensando que aquello
era para siempre, se veía ahora frente a una psicóloga de rostro amable, a la que
había decidido ir a ver por la insistencia de su familia. La escuchaba con genuino
interés y le trasladaba una realidad que nunca antes había notado: que tras el
estrépito incesante de su mente había algo más, una Esther con posibilidades de
ser más feliz. Quizá era posible vivir de forma distinta a como lo había hecho
desde que tenía memoria. Solo necesitaba reconocerse a sí misma en el barullo,
en el ruido atronador, y confiar en su capacidad para aprender cosas nuevas. No
era cuestión de curar, sino de buscar un equilibrio diferente.

MITO 6: NO EXISTEN TRATAMIENTOS EFICACES PARA LA ANSIEDAD

¿Alguna vez has pensado que la terapia psicológica no es para ti? ¿Crees
que te costaría mucho abrirte ante alguien a quien no conoces y consideras
que hacerlo no te ayudaría? ¿Te sueles sentir indefenso ante los síntomas de
ansiedad?
Aunque he insistido en que la palabra cura no es la más apropiada para
describir qué podemos hacer con la ansiedad, eso no significa que estemos
indefensos ante ella. No es una enfermedad que pueda erradicarse con una
cirugía, por ejemplo, sino algo que has ido construyendo a lo largo de la
vida y que requiere desandar el camino. Cuando llega a perturbar
profundamente el día a día, y por tanto a alzarse como un problema que
requiere una solución, puedes aprender muchos procedimientos y técnicas
eficaces para controlarla. En el último capítulo de este libro te explico con
detalle algunos de los más importantes, y te ofrezco una guía sobre cómo se
aplican y por qué funcionan. A veces puede ocurrir que requieran el
acompañamiento de un profesional de la salud mental que te guíe durante
este proceso. Si crees que ese es tu caso, no lo dudes: hay siempre un
camino para mejorar tu calidad de vida si la ansiedad ha hecho mella en
ella. En caso de que necesites el uso complementario de fármacos, el
médico valorará la dosis mínima eficaz y el tiempo necesario que debes
mantenerla. ¡No olvides esto último!
El proceso terapéutico es siempre compartido, y debe avanzar a partir de
los consensos. Es esencial una relación fluida entre tú y el profesional en la
que se ensalce la honestidad y en la que se habilite un espacio seguro para
compartir la intimidad.
Descubriendo que sí se puede

Lo había intentado de muchas maneras. Había probado casi todo lo que se suele
recomendar, y hasta aquel momento seguía sin obtener resultados. ¿Cómo era
posible que cada vez que tenía que conocer a alguien nuevo, exponerse en
público o acudir a alguna entrevista de trabajo la abrumara exactamente la
misma sensación? Lo de imaginarse a todo el auditorio completamente desnudo
parecía más una patraña que otra cosa. Incluso hacía que se sintiera todavía
más incómoda. Con el devenir del tiempo, Ana había llegado a pensar que
simplemente era así, que no le gustaba relacionarse con otras personas y que
forjar amistades no estaba hecho para ella. Como iba acumulando un «fracaso»
tras otro en sus esfuerzos por sentirse mejor, también había ido aumentando la
dolorosa sensación de que era incapaz de solucionar sus problemas. Aquella
tarde, no obstante, algo había cambiado: acababa de leer un libro en cuyas
páginas descubrió que ciertas formas de interpretar las situaciones y de actuar
podían estar tras un malestar que mantenía ya durante demasiados años. ¿Se
abría para ella una nueva oportunidad? Con la ilusión de quien se embarca en
proyectos nuevos, en un viaje trepidante de autodescubrimiento, atisbó un
camino fascinante por explorar.

MITO 7: EL ORIGEN DE LA ANSIEDAD ES SIEMPRE UN SUCESO TRAUMÁTICO

¿Crees que la ansiedad siempre es el resultado de algo muy abrumador?


¿Piensas que no es razonable sentir ansiedad ante las cosas pequeñas del día
a día, que se van acumulando?
Es cierto que los problemas de ansiedad pueden hundir sus raíces en una
situación dura que en algún momento tuvimos que vivir, como las fobias
específicas o el trastorno por estrés postraumático, pero existe todo un
universo de motivos que pueden estar tras ellos. Desde la estructura de tu
personalidad hasta el modo en que piensas sobre quién eres y la realidad
que te rodea, pasando por el sentimiento de estar desbordado por la
exigencia de una situación a la que te enfrentas o ante la acumulación de
problemas en apariencia más pequeños. El análisis de los orígenes de tu
ansiedad requiere estudiar qué ha podido contribuir en tu caso, pues así
tendrás un esquema claro de los botones que puedes pulsar para recuperar
tu sentido de autoeficacia y sentirte mejor con tu vida. El concepto de
autoeficacia fue desarrollado por Albert Bandura a finales de los años
setenta y tiene que ver directamente con la percepción que tienes sobre tu
capacidad de hacer cosas con éxito. Puede aplicarse a la ansiedad si la
atribuyes exclusivamente a un hecho traumático vivido en el pasado, pues
entonces estarás ubicando el resorte para cambiar la situación en un punto
fuera de ti y en coordenadas espaciotemporales ya inaccesibles. Lo mejor es
pensar: ¿qué puedo hacer hoy por mí mismo?

Si localizas lo que hoy en día puedes cambiar y avanzas día a día en el


proceso de lograrlo, progresivamente desarrollarás una mayor confianza en
tus posibilidades y se afianzará una autoeficacia fuerte y constructiva. Este es
el punto de partida para trazar expectativas más optimistas respecto a lo que
te depara el futuro, lo que tendrá un impacto emocional extraordinario.

Decir que no para cuidarse uno mismo

Se sentó a la mesa de la cocina en plena noche. Se había ido a la cama con


intención de dormir, pero un montón de pensamientos sobre todo cuanto tendría
que hacer al día siguiente la atenazaron hasta el punto de que le resultaba
imposible pegar ojo. De alguna forma tenía que organizar sus ideas, escribirlas
en un papel para apresarlas por un momento, como si fueran bandoleros que
aprovechaban la penumbra y el silencio para hacer de las suyas y desbaratar su
tranquilidad. Su mano se movía muy rápido, pues estaba tan inmersa en sus
reflexiones que en cierto punto se había acabado aislando del mundo exterior.
Tenía que hacer esto, encargarse de lo otro y ayudar después a unos amigos en
algo que le habían pedido días atrás y para lo que todavía no había tenido
tiempo. ¿Cómo iba a hacer todo aquello sin desfallecer en el intento? Necesitaba
días de cuarenta y ocho horas... Su corazón empezó a acelerarse. Ya estábamos
otra vez... Aquel frenesí la había puesto aún más nerviosa: puso en orden todas
sus tareas pendientes, pero eran tantas que se abrumó. ¿Por qué no podía
negarse nunca a nada de lo que le pedían? ¿Qué clase de magia le impedía
pronunciar un «no»? Completamente desbordada, entregada a largas horas en
vela, se dijo a sí misma que algo debía cambiar.
MITO 8: EL TRATAMIENTO PSICOLÓGICO PARA LA ANSIEDAD ES LARGO Y COSTOSO

Muchas personas con ansiedad, especialmente las que tratan de evitarla o


las que la interpretan como algo absolutamente catastrófico, programan su
vida con el fin último de eludir su presencia. Piénsalo por un momento: ¿a
cuántas cosas has tenido que renunciar por tu ansiedad? Si tu respuesta es
que «a muchas», podría tratarse también de tu caso. Esta forma de actuar
hace que se instalen cambios dramáticos en tu cotidianidad y que afloren
consecuencias que van moldeando tu autoestima y provocando trastornos en
tu estado de ánimo. Llegados a este punto, el tratamiento deberá empezar
por una cálida acogida y por una desescalada sensible de todos aquellos
pasos en falso que fuiste dando en el pasado. Esto requiere bastante tiempo
y es uno de los objetivos terapéuticos que supone más esfuerzo por parte del
profesional de la salud mental y de nosotros mismos cuando buscamos
ayuda. Y es que no se centra solo en el abordaje de los síntomas ansiosos, lo
que puede ser algo relativamente sencillo muchas veces, sino que requiere
un acompañamiento atento al proceso de redefinición de uno mismo, para
que puedas volver a ser tú.
II
¿CÓMO SE EXPRESA LA ANSIEDAD EN MÍ?
4

LA ANSIEDAD Y LO QUE PIENSO

Hasta este momento te he hablado de algunos sentimientos que se parecen


mucho a la ansiedad pero que no lo son, como el miedo, el estrés, la
angustia y la indefensión. También he dado las primeras pinceladas para
entender lo básico de la ansiedad, tratándola como una experiencia
universal y legítima que a veces puede desbordarte, y hemos reflexionado
juntos sobre los principales mitos que lamentablemente todavía la rodean...
Ahora me gustaría profundizar un poco más contigo en la forma en que la
ansiedad puede expresarse, para que puedas reconocerla en ti e identificar
cada una de estas sensaciones con su propio nombre. Este paso es
importante, porque te ayudará a traducir en palabras cosas que no son
sencillas de expresar (a otros o a ti mismo). Al fin y al cabo, hablar sobre lo
que te preocupa o te duele tiene un efecto terapéutico, sea con un psicólogo,
sea con cualquier otra persona que merezca tu confianza y esté dispuesta a
escuchar de forma sincera.
A menudo pensamos en la ansiedad como sensaciones corporales
molestas o difíciles de tolerar. Y es verdad que pueden ocurrirte, claro que
sí, pero también suele ser algo más que eso. Podría decirte sin temor a
equivocarme que hay tantas ansiedades como personas que viven con ella, y
que si somos capaces de observarla con cierta serenidad podremos entender
cuál es la nuestra. Las hay que se preocupan por su futuro, mientras que
otras sienten en sus cuerpos taquicardias o dificultades para respirar. En las
páginas siguientes intentaré que sepas más sobre ello. ¡Estoy seguro de que
su lectura te va a ayudar a entenderte un poco mejor!

ANSIEDAD COGNITIVA: QUÉ PIENSO

El ser humano es un animal cognitivo. Pasamos la mayor parte del tiempo


tratando de encontrar el significado de lo que nos ocurre, yendo más allá de
la superficie o de las apariencias con el propósito de comprender el mundo
que nos rodea. Esto puede explicar muchos de los problemas emocionales
con los que podemos encontrarnos a lo largo de nuestra vida: la realidad
que habitamos es tan inabarcable que, para apresarla, debemos reducirla a
términos sencillos pero manejables. Es la única forma de que el sistema de
procesamiento (nuestro cerebro) pueda forjar una explicación para los
hechos y anticiparse a ellos. A esta forma de gestionar la información la
conocemos como heurístico; esto es, una simplificación o atajo mediante el
que reinterpretamos la infinitud para hacerla digerible (a expensas de perder
precisión durante el proceso). Se trata de un recurso imprescindible para
lidiar con el día a día: si no fuera por los heurísticos, no podrías vivir sin
zozobrar en el tenso océano de la sobreinformación. Si te detienes a
pensarlo por un momento, uno de los atributos que más nos ha beneficiado
como especie, que nos ha permitido transformar el mundo para adaptarlo a
nuestras necesidades, es también uno de los que puede generarnos más
problemas emocionales: nuestra capacidad para crear símbolos. ¿Las
palabras que empleas para nombrar las cosas son equivalentes a las cosas en
sí mismas? Efectivamente: no. Son solo símbolos, letras y sonidos que
hemos aprendido a lo largo de la vida como resultado del contacto con
nuestros padres y otras personas, a los que además hemos añadido
connotaciones según la experiencia que tuvimos con ellos. Así, la palabra
perro tendrá un significado distinto para quien trabaja en una protectora de
animales que para quien experimentó el ataque de uno en su niñez.
Cuando tratas de entender una situación, de manera inconsciente la
condimentas con tus vivencias pasadas y con tus expectativas de futuro, por
lo que le acabas añadiendo matices subjetivos que van más allá de lo que
era originalmente. Es parecido a lo que una persona que confecciona
prendas de ropa hace con ellas: las transforma para adaptarlas a tus medidas
exactas. Esto se expresa en el caso de la ansiedad con discursos internos
incesantes y persistentes («pensar, repensar y requetepensar») que pueden
ajustarse o no a la realidad, y que hacen que para cada uno de nosotros una
situación idéntica tenga significados radicalmente diferentes. Quizá puedas
evocar ahora mismo una situación en la que suelan acudirte pensamientos
como «no puedo hacer nada para solucionarlo» o incluso «lo hago todo
mal», especialmente comunes si tu autoestima está dañada o si albergas
grandes dudas sobre tus capacidades. Con esta forma de pensar, lo más
probable es que sientas emociones difíciles de gestionar y evites enfrentarte
a lo que sea que desencadenó los pensamientos, pues todos priorizamos lo
que nos hace sentir cómodos o nos proporciona placer.

Tomando como referencia errores pasados o interpretaciones desactualizadas


de quiénes somos, moldeamos negativamente nuestra conducta para
boicotear nuestras oportunidades.

Lo peor es que esta forma de pensar puede llegar a servirte como una
guía, lo que haría que sin querer acabaras actuando de forma que las cosas
discurrieran de la peor de las maneras, lo que a su vez te serviría para
confirmar (erróneamente) lo que ya venías temiendo sobre tu valía. Este
ciclo envenenado te puede arrastrar a un abismo de desesperación en
cascada: me percibo de manera pesimista, actúo en consonancia con ello,
obtengo resultados desfavorables, confirmo la visión negativa de mí mismo,
me siento todavía peor, y vuelta a empezar.
A continuación te cuento algunas de las formas que puede adoptar esta
ansiedad de tipo cognitivo. Al mismo tiempo que lees sobre ellas, trata de
comprobar si te resultan o no familiares. Es la mejor forma de que te
conozcas a ti mismo.

LAS PREOCUPACIONES: ADELANTARNOS (EXCESIVAMENTE) A LOS

ACONTECIMIENTOS

La preocupación es, sin duda, una de las características más reconocibles de


la ansiedad. Quien se siente preocupado anticipa una situación problemática
mucho antes de que esta haya tenido lugar, lo que le genera malestar
durante días, semanas, meses o años. Repasa por un momento la relación
que hasta ahora has tenido con la ansiedad: ¿en algún momento te ha
parecido que preocupándote estabas encargándote de las cosas más
importantes y te ha costado mucho dejar de hacerlo, incluso cuando estabas
pasando días en los que podías permitirte descansar?, ¿te ha costado
conservar la calma pese a que todavía faltaba mucho tiempo para que algo
sucediera? Si tu respuesta es positiva a cualquiera de estas preguntas, es
posible que debas replantearte el rol que tienen en tu vida las
preocupaciones y si están consumiendo en exceso tu energía y tu salud.
Y es que, aunque parezca paradójico, puedes llegar a vivir el ruido
mental de las preocupaciones como positivo, a valorarlas como algo útil
para anticiparte a las desgracias temidas..., aunque la probabilidad de que
sucedan sea casi nula o directamente nula. Cuando finalmente nada ocurre,
es común que pienses algo como: «¡Qué oportuno fue que me preocupara a
tiempo! ¡Si no lo hubiera hecho, ahora mismo estaría enfrentándome a un
problema terrible!».

Es comprensible que quienes tienden a preocuparse mucho en su día a día se


resistan a dejar de hacerlo, puesto que sería como abrir la puerta a un mundo
incontrolable y lleno de peligros.

Cuando analices el contenido de las preocupaciones ansiosas, verás que


tienen un evidente matiz negativo: te planteas qué podría ocurrir si cierta
situación tuviera lugar («y si...»), elaborando expectativas de las supuestas
consecuencias negativas que desbordan toda previsión razonable. Además,
estas preocupaciones tienden a encadenarse las unas con las otras, de
manera que los últimos eslabones de la cadena poco o nada tienen que ver
con los primeros, desde un punto de vista lógico. Por ejemplo, imagina a
una mujer muy preocupada ante la posibilidad de quedarse en blanco
durante una exposición en público. La concatenación de ideas podría ser, en
su caso, parecida a esta: «Me preocupa quedarme en blanco. Si me quedo
en blanco pareceré tonta. Si parezco tonta nadie querrá estar conmigo. Si
nadie quiere estar conmigo es porque soy indeseable. Si soy indeseable mi
vida definitivamente carece de sentido». Estas ideas y su forma de
relacionarse tienen una conexión evidente para ella, pero no son objetivas.
Piénsalo: ¿hay una relación lógica entre quedarse en blanco al hablar y que
la vida carezca de sentido? Seguro que podrás responder que no. No
obstante, algo que nos parece tan claro ahora mismo no es fácil de razonar
en mitad del frenesí de emociones que nos desbordan.

El miedo nos impide sopesar la realidad mediante la razón. Y esto es algo que
no debería preocuparte, pues forma parte de la naturaleza de esta emoción,
aunque sí resulta importante ser consciente de ello.

LA RUMIACIÓN: LA MENTE QUE NO SE DETIENE

Muchos de los pensamientos relacionados con la ansiedad son automáticos:


aparecen e impactan en la vida emocional tan rápido que suelen pasar
inadvertidos. Llegan, provocan la emoción y desaparecen de nuestro punto
de mira. Es el motivo de que a veces te resulte difícil saber qué estabas
pensando antes de que te atenazara un sentimiento doloroso. Esta propiedad
fugaz de los pensamientos automáticos dificulta que los conozcas bien, y
también que puedas saber cuánto contribuyen a lo que sientes en cada
momento. La consecuencia evidente de su velocidad es que atribuyas las
emociones al suceso vivido —que es algo mucho más tangible—, pese a
que en realidad sea posible que tu forma de interpretarlo fuera la verdadera
«culpable» (destaco aquí la importancia de las comillas).

Si la situación en sí misma fuera la causa, ¿acaso no nos sentiríamos todos


de la misma manera ante hechos idénticos o parecidos? Nuestra experiencia
personal nos dice que no, que cada cual reacciona de manera diferente en
función de sus experiencias vitales e incluso de su personalidad, por lo que es
una idea que podemos empezar a desterrar.

Estos pensamientos negativos, cuando además son insistentes e


inflexibles, reciben la etiqueta general de rumiación. No es extraño, por
ejemplo, que una persona con ansiedad social dedique mucho tiempo a
revisar mentalmente una conversación que acabó hace semanas, en una
búsqueda extenuante de posibles meteduras de pata, y que precisamente
encuentre cada vez que lo hace nuevos detalles que la hagan sentir
avergonzada o insegura de cara a su futuro. Lo más probable es que el
interlocutor ni siquiera reparara en lo que para esta persona es ahora tan
bochornoso, pero la bola de nieve va haciéndose cada vez más grande y
pesada. Al final es algo parecido a un sesgo de confirmación: si crees que
hay algo en ti que no es correcto, que no eres válido, acabarás encontrando
los motivos que respalden esa idea y que la mantengan en el tiempo.

Una de las formas más comunes que adopta la rumiación es que te


cuestionas la propia valía y tu capacidad para solucionar las situaciones que
se avecinan, lo cual cristaliza en afirmaciones duras como «algo no funciona
en mí como debería» o «soy absolutamente incapaz de hacerlo bien».
La rumiación también se dispara cuando quieres hacer algo importante
pero acabas retrasándolo por cualquier motivo, y entonces se transforma en
un pensamiento incómodo que te recuerda sin parar que deberías estar
haciendo algo distinto a lo que ocupa tu tiempo en este momento. Es algo
bastante molesto, pero casi seguro que te resulta familiar. Para entender la
rumiación siempre me ha parecido oportuna la metáfora de un ordenador:
sería como si mantuvieras abiertos un montón de programas en segundo
plano mientras intentas utilizar una aplicación que cada vez funciona más
lenta y torpemente. No estás manejando todos los programas en ese preciso
momento ni son en absoluto útiles para lo que pretendes hacer, y puede que
ni siquiera seas consciente de que están activos, pero siguen consumiendo
tus recursos y haciendo que nada funcione tan bien como podría hacerlo.
Sabemos que la rumiación suele retozar en hechos que quedaron atrás.
Cuando una persona con ansiedad anticipa el futuro, decimos que se
preocupa (pre-ocupa), pero lo que ocurre justo después de que el futuro se
convierta en presente pertenece al reino de la rumiación. Con toda
seguridad podrás recordar alguna experiencia de tu vida en la que, después
de que tuviera lugar un hecho importante para ti, te quedaste mucho tiempo
dándole vueltas sin poder centrarte en nada más (qué te dijeron, en qué tono
o con qué intención, cuáles fueron tus palabras, si resultaron oportunas o si
no...). Incluso es posible que, mientras seguías enfrascado en esos
pensamientos, otras personas se comunicaran contigo y ni siquiera te dieras
cuenta de lo que te decían o de lo que les decías. Es como si de repente la
rumiación sobre algo que ya pasó absorbiera todos tus recursos
atencionales, sumergiéndote en un pozo profundo desde el cual es difícil ver
o escuchar lo que ocurre en el exterior.

LA INTERPRETACIÓN CATASTRÓFICA: ANTICIPANDO LO PEOR


La interpretación catastrófica es, sin duda, una de las compañeras
inseparables de la preocupación. Se expresa como una visión
exageradamente negativa de las consecuencias que una situación podría
tener para ti o para los demás; esto es, ponerse siempre «en lo peor». Esta
forma de anticipar las cosas se encuentra cercana al pesimismo, pero solo
en las situaciones críticas para ti. Por ejemplo, imagina que padeces
ansiedad social y que tienes que exponerte a un acto donde otros juzgarán tu
desempeño. Es probable que anticiparas el fracaso y unas consecuencias
mucho peores de las que realmente habría incluso en el más oscuro de los
escenarios posibles. Así, sobredimensionarías la relevancia de titubear ante
una pregunta o de vacilar al hablar, pensando que tanto una cosa como la
otra serían pruebas de que eres incompetente o estúpido. En el caso de que
tengas una visión muy negativa de ti mismo, nutrida por pensamientos
como los que te detallaré más adelante, cualquier señal de aparente
desaprobación (el bostezo de un espectador, una mirada especialmente
inquisitiva...) servirá para alimentar tu miedo.
Ten en cuenta también que la interpretación catastrófica resuena en las
expectativas que depositas sobre ti mismo. Cuando tiendes a pensar en estos
términos, desconfías de tu capacidad de afrontamiento, lo que te hace actuar
de manera que aumentas la probabilidad de que las cosas pasen de forma
contraria a tus intereses. Este fenómeno se conoce como profecía
autocumplida y puede sabotearnos con mucha más frecuencia de lo que
creemos.

LA INTOLERANCIA A LA INCERTIDUMBRE: EL VÉRTIGO DE NO SABER

Si vives con ansiedad puedes tener dificultades para hacer frente a


problemas ambiguos, o que no tienen una forma inequívoca de resolverse,
por lo que ves agravados sus síntomas cuando intentas controlarlos como si
fuera posible. Si te sientes identificado con esta forma de luchar contra los
imprevistos, también estarás familiarizado con el concepto de
reaseguración, que consiste en preguntar con insistencia a los demás qué
piensan sobre cierto asunto que te preocupa o comprobar muchas veces si
has actuado correctamente. Esta intolerancia a lo incierto también hace
difícil tomar decisiones importantes, pues en los problemas del día a día
nunca hay soluciones perfectas: tendrás que conformarte con aquellas que
proporcionen más beneficios y menos inconvenientes. Y es que los
entuertos cotidianos tienen características angustiantes para quien padece
un trastorno de ansiedad, como puedan ser su novedad y la falta de
instrucciones cuando irrumpen en nuestra vida.

Mientras que en el enunciado de un problema matemático nos dan todo lo


necesario para emitir una respuesta, en los del día a día tenemos que buscar
nosotros mismos las claves y confiar en que cierta forma de actuar tendrá
éxito, mientras hacemos malabares con otras situaciones que van surgiendo y
entrelazándose con aquellas de las que ya nos estábamos ocupando.

Algunos ejemplos de estas situaciones son los conflictos con otras


personas, las decisiones sobre tu futuro laboral o académico y los dilemas
en los que una alternativa impide que puedas escoger otras que también te
parecen atractivas. ¡Y es que incluso cuando tienes que elegir entre dos
opciones aparentemente buenas debes enfrentarte a la incertidumbre!
Al fin y al cabo, muchas veces decidir implica no solo que te decantes
por algo, sino también que renuncies a otra cosa por ser incompatible.
Además, todos tomamos decisiones fijándonos más en los riesgos que en
los beneficios, por lo que si esta actitud se vuelve muy rígida podemos
acabar convirtiéndonos en personas demasiado conservadoras. La
capacidad de arriesgar, de entregarnos a lo incierto, es crucial en
determinados momentos.
Alcanzar el equilibrio al sopesar los pros y los contras es una de las grandes
tareas para quienes buscan alcanzar el bienestar emocional. Implica asumir
pérdidas y peligros como una parte más de la vida. Obviamente, esto puede
ser una tarea todavía más ardua para las personas que conviven con
trastornos de ansiedad.

Cuando hablamos de fricciones sociales, de decisiones laborales o


académicas importantes o de otros imprevistos con los que puede
sorprendernos la vida, raramente podemos tomar decisiones con la
seguridad con la que aplicamos una fórmula o las premisas de un silogismo.
Las aristas son tan diversas, y existen tantas variables implicadas directa o
indirectamente, que en nuestras acciones siempre deberemos dejar un
resquicio razonable para la duda. La duda apela a los aspectos de la
situación que son ajenos a nuestro control o que dependen por completo del
azar. Así, es posible que tomes una decisión y en el camino acabes
descubriendo que desde el principio no había ninguna posibilidad de
resolver el problema. Vivir implica cierta disposición a adentrarse en
parajes impredecibles, y esto incluye la posibilidad de errar.

Aceptar la incertidumbre frente a las situaciones que nos depara la vida puede
convertirse en una tarea titánica, hasta el punto de preferir una existencia
extremadamente monótona para sentirnos seguros a cambio de renunciar a la
riqueza que podría aguardarnos.

LA PERCEPCIÓN DE IRREALIDAD: UN MUNDO EXTRAÑO

Una de las sensaciones más perturbadoras que acompañan a la ansiedad,


especialmente común si estás en mitad de un ataque de pánico, es la
percepción de que el mundo se ha vuelto irreal. Se trata de un síntoma que
puede expresarse de dos formas diferentes: sintiéndote distanciado de tus
propios pensamientos y emociones (despersonalización) o distorsionando la
impresión que el entorno provoca en ti, ya que de repente se vuelve muy
extraño (desrealización). En este último caso suele decirse que se parece al
de siempre, pero que tiene un matiz diferente que no resulta sencillo
descifrar.
Lo que hace aún más difícil esta experiencia es la creencia de que estas
percepciones podrían llevarte a perder la cordura o el control de tu cuerpo o
tu mente. Afortunadamente, en el caso de que alguna vez te suceda algo así,
debes tener en cuenta que lo más probable es que acabe rápidamente y no
llegue a tener mayor trascendencia que el susto. Eso sí, si se mantiene
durante demasiado tiempo o te provoca malestar excesivo, deberás buscar la
ayuda de un profesional.

Hoy en día sabemos que el estrés mantenido durante la infancia aumenta la


probabilidad de atravesar esta experiencia de percepción de irrealidad: si
tuviste que vivir situaciones muy desagradables durante la niñez, existe un
riesgo mayor de que te ocurra.
5

LA ANSIEDAD Y LO QUE SIENTO

Al hablar de ansiedad, la mayoría de las personas dedica muchísimas


palabras a describir lo que sucede en su cuerpo. Y es que las sensaciones
que se le asocian pueden llegar a ser verdaderamente molestas, lo que hace
que intentes por todos los medios que no vuelvan a ocurrir. Lo más
frecuente es que te asusten tantísimo que pasen a un primer plano de tu
atención, pues incluso se llegan a confundir con problemas médicos graves.
Si en algún momento del pasado experimentaste un ataque de pánico,
sabrás que es algo profundamente desagradable.
Todas las sensaciones corporales propias de la ansiedad están
relacionadas con el sistema nervioso autónomo, una parte del sistema
nervioso que se ocupa de todas las acciones involuntarias del cuerpo, como
los latidos del corazón o la sudoración de la piel. Se divide a su vez en dos
partes, con funciones que se oponen entre sí: la simpática y la
parasimpática. La primera tiene que ver con la activación del cuerpo
durante los episodios agudos de ansiedad, mientras que la segunda se asocia
a estados de relajación y descanso. Si aprendes técnicas para estimular la
rama parasimpática, como las de respiración controlada, lograrás aliviar la
ansiedad (al menos la física). De hecho, solo respirando de manera
consciente puedes lograr efectos más o menos rápidos.
Absolutamente todas las sensaciones de ansiedad son normales y no
entrañan peligro alguno para la vida, pues el organismo está preparado para
soportarlas. Desde hace miles de años los seres humanos experimentamos
ansiedad, y así seguirá siendo en los próximos miles que estén por venir. Solo
en el caso de que suframos una condición grave de salud habremos de
preocuparnos razonablemente.

Dicho esto, voy a contarte detalladamente qué cosas pueden ocurrir en tu


cuerpo como resultado de la ansiedad y los motivos exactos por los que
ocurren. Si conoces estas sensaciones y las entiendes bien podrás
arrebatarles los matices catastróficos que les hayas atribuido a partir de tus
propias vivencias. ¡Vamos allá!

VISIÓN BORROSA: EL HORIZONTE EN BRUMAS

Son muchas las personas que, en los momentos en que la ansiedad se torna
demasiado intensa, notan que su visión se nubla o pierde agudeza. También
las hay que sienten muchas molestias al estar en espacios intensamente
iluminados, sobre todo si la luz procede de fuentes artificiales como
bombillas o tubos fluorescentes. La tendencia a fruncir el ceño en este caso,
por ejemplo, también puede contribuir a las cefaleas que a menudo
acompañan a la ansiedad. Estos dolores de cabeza suelen ser de tipo
tensional y puedes sufrirlos cuando tus músculos (espalda, mandíbula,
frente...) están contraídos durante demasiado tiempo, como ocurre si te
mantienes expectante ante un peligro (real o imaginado) durante casi todo el
día.
La causa de la visión borrosa es la dilatación de las pupilas, una parte de
nuestro ojo cuya función es regular la entrada de luz, y que debe ajustarse
siempre a las condiciones ambientales en que te encuentres. Así, si estás en
un lugar oscuro, las pupilas tendrán que aumentar su tamaño para apresar la
poca luz que haya alrededor. Por este motivo, si te acostumbras a la
oscuridad te resultará desagradable que se enciendan las luces de tu
habitación súbitamente y tardarás un rato en adaptarte. Pues bien, la
ansiedad hace que tus pupilas se abran de par en par, con independencia de
si es de día o de noche, haciendo que entre mucha más luz de la que
necesitas. ¿Puedes imaginar ahora por qué es tan molesto?
La ansiedad, recuerda, se asemeja mucho al miedo. La diferencia
fundamental radica en que en la primera la amenaza se localiza en algún
punto distante del futuro, mientras que en el segundo responde a un peligro
inminente y objetivo. Tanto en un caso como en otro percibes
vulnerabilidad ante una situación que crees que puede provocarte un daño
físico o psicológico, hasta el punto de verte arrastrado por la imperiosa
necesidad de explorar el entorno en busca de un indicio o evidencia de
amenaza.

La dilatación pupilar, conocida también como midriasis, persigue el propósito


de rastrear el entorno, pues expande el campo visual para captar un rango
más amplio de estímulos y que no se nos escape nada. El resultado es algo
así como una fotografía panorámica, pero con la resolución de una
videocámara antigua.

Recuérdalo: si en algún momento sufres una crisis de ansiedad y


empiezas a ver borroso, no se trata de un problema que deba preocuparte
demasiado (a no ser que se mantenga durante mucho tiempo). Lo más
probable es que todo mejore cuando las sensaciones fisiológicas vayan
aliviándose.

BOCA SECA: UN DESIERTO EN LA GARGANTA

La salivación es necesaria para la digestión, en concreto para la primera


parte del proceso, en la que debes masticar, desmenuzar y tragar la comida.
Las glándulas salivares son las responsables de producir saliva, un líquido
con consistencia ligeramente espesa e ideal para preparar el bolo
alimenticio. Sin ella, el procesado de los alimentos sería costoso y tu
organismo se vería obligado a hacer esfuerzos importantísimos para extraer
los nutrientes necesarios para la vida. ¿Sabías que un hábito tan sencillo
como el de cocinar (y usar el fuego) pudo ser uno de los responsables de
que nuestro cerebro se desarrollara hasta lo que es hoy, al permitir que
invirtiéramos parte de la energía necesaria para la digestión de alimentos
crudos en otros procesos fundamentales? Es algo fascinante que seguimos
intentando descifrar.
Si observas con curiosidad a los animales que viven en libertad en la
naturaleza, te darás cuenta de que solo comen o se acicalan si se sienten
completamente seguros. A los humanos nos ocurre algo parecido. Al fin y
al cabo, son conductas que requieren mucho tiempo, y mientras las hacemos
podríamos quedar desprotegidos en caso de vernos obligados a enfrentar
peligros que exigieran actuar rápidamente. Si juzgamos lo que percibimos
como una amenaza, la alimentación y otras conductas de cuidado pasan a
un segundo plano, pues no son compatibles con la lucha o con la huida que
deberíamos desplegar para salir airosos si irrumpiera súbitamente la
necesidad de escapar. Recuerda que la ansiedad es una característica
puramente humana, mediante la que reelaboras la emoción de miedo para
proyectarla hacia un futuro más o menos distante. Cuando estás inmerso en
ella, se activa tu fisiología de forma similar a como lo haría ante una
amenaza real, por lo que solo se pondrán en marcha procesos necesarios
para sobrevivir en el aquí y ahora. Comer, a corto plazo, no es uno de ellos.

Prácticamente todo lo que te hace feliz (jugar, practicar un deporte, charlar


con tus seres queridos...) no es esencial para la supervivencia inmediata, por
lo que cuando estás sometido a un miedo intenso y persistente queda
relegado a un segundo plano, haciendo tu vida más anodina e irrelevante.
Como la ansiedad implica un estado de alerta persistente, es normal que
haya una reducción en la producción de saliva, que se te quede la boca seca.
De esta manera, y sobre todo si te expones a menudo a una intensa
activación, es normal que la notes espesa. Muchas personas se quejan de
que esta repentina sequedad les hace difícil hablar correctamente, lo que
resulta peliagudo en los casos de ansiedad social, donde las interacciones
con los demás son motivo de preocupación. A largo plazo, además, también
puede provocar la aparición de halitosis (mal olor en el aliento).

HIPERVENTILACIÓN: LA ASFIXIA PARADÓJICA

La aceleración de la respiración es común durante un episodio de ansiedad


aguda, como los que ocurren durante un ataque de pánico. Como resultado,
consumes más oxígeno del que tu cuerpo necesita para funcionar con
normalidad, lo que puede provocarte un desequilibrio en el intercambio
gaseoso. Para muchas personas, este síntoma, también conocido como
taquipnea, es un indicio de que están sufriendo una crisis ansiosa, así como
el aumento del ritmo cardíaco (taquicardia), por lo que se asustan
muchísimo cuando los sienten. Por decirlo de forma más sencilla: les
advierte de que algo podría estar ocurriendo en su cuerpo y dispara la
preocupación más extrema y la necesidad de escapar. Hay que tener en
cuenta que el miedo puede hacer que desarrollemos una gran sensibilidad
hacia las sensaciones internas y que acabemos percibiéndolas como
peligrosas, cuando en realidad son totalmente inocuas. Esto último es
importante y puede ser uno de los puntos en los que debas trabajar para
mejorar tus síntomas físicos de ansiedad. El debate racional, que veremos
más adelante, te ayudará a lograrlo.
Al hiperventilar, la cadencia de nuestras inhalaciones y exhalaciones
aumenta más allá de lo que suele ser habitual. Esto puede hacer que tengas
la angustiante y paradójica sensación de que te estás asfixiando. No
obstante, lo que precipita este malestar no es la carencia de oxígeno
precisamente, sino algo distinto: la reducción de los niveles de dióxido de
carbono. Esto es lo que en última instancia provoca las sensaciones que te
resultan desagradables al atravesar una crisis de ansiedad, como las
perturbaciones de la vista, la pérdida de sensibilidad en las extremidades, el
temblor... y la sofocación o necesidad de tomar grandes bocanadas de aire.
Es esencial que recuerdes siempre que estas sensaciones son normales y que
tu cuerpo está preparado para soportarlas, por lo que jamás entrañarán
riesgo para ti si tu estado de salud es bueno. Si intentas respirar más
rápidamente para contrarrestar este síntoma, lo más probable es que la
sensación de asfixia se acentúe, y entonces te adentrarás en un bucle difícil
de parar. Moderar conscientemente el ritmo de tu respiración es clave.
También es útil la archiconocida estrategia de respirar dentro de una bolsa,
puesto que hacerlo ayuda a mantener estables los niveles de dióxido de
carbono.

ACELERACIÓN DEL RITMO CARDÍACO: EL LATIDO TREPIDANTE

Las palpitaciones son uno de los síntomas de ansiedad más conocidos y


temidos por las personas que conviven con ella. La mayoría de las veces se
localizan en el pecho, pero hay quienes las notan en prácticamente todo el
cuerpo, especialmente al dedicar tiempo a relajarse y a adentrarse en un
estado de quietud. Lo peor de todo es que suele funcionar como un resorte:
siento los latidos, interpreto que son una señal de que está pasando algo
malo dentro de mí, me pongo nervioso, mis latidos aumentan de ritmo,
confirmo que algo terrible está a punto de suceder y se desencadena una
crisis aguda de ansiedad.

Reconocer esta cadena de sucesos y ser capaz de detenerla (modificando los


pensamientos negativos que la sustentan, por ejemplo) es fundamental para
minimizar el riesgo de que se produzca la escalada. Una forma más ajustada
de interpretar las palpitaciones sería, simplemente, pensar que son necesarias
para que nuestro organismo pueda funcionar de manera correcta.

Lo cierto es que existen algunas diferencias entre los síntomas de un


infarto agudo de miocardio y los de un episodio agudo de ansiedad, y
conocerlas puede ayudarte a entender qué está sucediendo en realidad en tu
cuerpo. La primera tiene que ver con la localización del dolor, pues
mientras que en la crisis de pánico suele ubicarse en el pecho, en un
episodio cardíaco se desplaza a otros lugares muy diferentes, como la
mandíbula, la espalda o los brazos. Además, suele haber matices distintos
en la sensación: punzante para la ansiedad y opresiva para el infarto. Por
otra parte, los ataques de pánico tienen una duración más bien limitada
(empiezan a suavizarse a partir de los siete u ocho minutos, aunque a veces
pueden extenderse más allá), mientras que los infartos son más duraderos y
su intensidad tiende a aumentar progresivamente. La respiración, la
relajación u otras formas de abordar los síntomas de ansiedad no son
efectivos para el dolor que surge en los infartos de miocardio, que se
muestra persistente y cada vez más incapacitante. De hecho, si no se atiende
a tiempo, el infarto puede generar lesiones cardíacas irreversibles (algo que
no ocurre con la ansiedad).

Hay que tener siempre en cuenta que la ansiedad persistente puede provocar
molestias difusas y difíciles de describir, sobre todo cefalea y dolores de
espalda, que muchas veces nos obligan a visitar al médico de cabecera o a
los especialistas (traumatólogo, neurólogo, reumatólogo...).

La valoración de posibles causas orgánicas es importantísima en estos


casos, por supuesto, pero en el momento en que se descarte cualquier
problema de este tipo es crucial que el tratamiento se oriente hacia los
aspectos psicológicos que podrían estar detrás (especialmente los trastornos
de ansiedad).

SUDORACIÓN: UN MAR EN TU PIEL

La sudoración es una respuesta natural del organismo cuya función es


refrigerarlo por completo cuando se expone a un calor intenso. También
puede ocurrir como resultado de estar ansiosos, de tener miedo o vivir
sometidos a mucho estrés, porque en todos los casos se estimula el sistema
nervioso simpático. Si bien todo el cuerpo suda, es más evidente en zonas
como la frente, las manos o los pies, donde la piel es lampiña (carece de
pelo). Para las personas con ansiedad, el sudor puede ser uno de los
síntomas más preocupantes, porque facilita que los demás puedan advertir
el nerviosismo que intentamos ocultar. Otras posibles consecuencias, como
el olor o la sensación de estar desaliñado, también son perturbadoras para
quienes transpiran al estar nerviosos. Sea como fuere, no debes olvidar que
sudar es una respuesta fisiológica completamente adaptativa, pues en el
fragor de toda lucha o huida la temperatura corporal asciende y se necesitan
mecanismos eficaces para regularla.

MAREOS: EL MUNDO QUE DA VUELTAS

La sensación de mareo es uno de los síntomas más frecuentes de entre todos


los que pueden acompañar a la ansiedad, aunque aparece también cuando
estás demasiado estresado. Suele vivirse como una sensación de
movimiento que procede del interior o del exterior, y que produce la
impresión de que todo alrededor da vueltas o de que el cuerpo se balancea
de una forma extremadamente desagradable. En alguna ocasión puede
acompañarse de problemas visuales, como la pérdida de agudeza o el
oscurecimiento de la visión periférica (alrededor del campo visual), así
como presentarse junto a latidos inusualmente intensos que retumban en las
sienes o entre los ojos. En la mayoría de las ocasiones buscamos un punto
de apoyo firme, como una pared en la que sostenerse o una silla en la que
sentarse, pues tememos que la conciencia pueda diluirse en cualquier
momento. Los sudores gélidos y los escalofríos también hacen aquí acto de
presencia, y con frecuencia puede llegarse al vómito o a un intenso malestar
digestivo.
Hay que tener en cuenta que un porcentaje elevado de las personas que
atraviesan periodos prolongados de ansiedad aprenden a identificar que los
mareos son un indicio de que podrían sufrir inmediatamente un ataque de
pánico, por lo que los interpretan de manera catastrófica aun siendo
inocuos. Esto sucede, por ejemplo, en quienes tienen la tensión arterial baja
y sufren episodios de inestabilidad al cambiar rápidamente de postura
(hipotensión ortostática) o en quienes sufren una afectación del oído
interno. En ninguno de estos casos los mareos están vinculados a la
ansiedad directamente, pero podrían actuar como un resorte para la misma
si se perciben como peligrosos.
6

LA ANSIEDAD Y LO QUE HAGO

Ahora que ya conoces los matices fisiológicos y cognitivos de la ansiedad,


el paso natural con el que seguiremos será entender qué hacemos con ella
cuando su presencia nos abruma. Ya te he contado que tanto los
pensamientos como las emociones propias de la ansiedad pueden
considerarse desagradables, y que las personas tenemos una tendencia
natural a alejarnos de lo que creemos que podría dañarnos. Esto hace que
muy a menudo decidamos escapar o que tratemos de evitar dichos
pensamientos o emociones, aun cuando esta forma de proceder suponga
renunciar a muchas de las actividades que nos llenaban en el pasado.
La tendencia a evitar los síntomas de ansiedad contribuye a que el
problema se prolongue en el tiempo mediante el mecanismo que se conoce
como refuerzo negativo: al alejarnos de la situación en la que anticipamos
que podrían brotar los síntomas ansiosos (visitar un lugar concurrido,
utilizar un ascensor, hablar con desconocidos...) experimentamos una rápida
sensación de alivio, lo que aumenta dramáticamente la probabilidad de que
decidamos repetirlo en el futuro cuando nos encontremos ante retos
parecidos. No obstante, este efecto aparentemente beneficioso afecta solo al
corto plazo, pues a largo plazo tiene consecuencias muy negativas. Por
ejemplo, imagina que padeces ansiedad social y te invitan a una fiesta en la
que prácticamente no conoces a nadie. Sería una oportunidad fantástica para
entablar nuevas amistades..., probablemente con personas que podrían
aportarte mucho. Aun sabiéndolo, la tentación de elucubrar excusas para
quedarse en casa sería grande, pues empezarías a visualizarte titubeando al
hablar y quedando mal, desde tu punto de vista, ante los demás. En el
momento en que cedas y decidas no acudir te sentirás inmediatamente
mejor, pues te quitarás de encima esa sensación de desasosiego, pero
también habrás perdido la ocasión de practicar tus habilidades sociales y
ganar confianza para revertir la imagen negativa que puedas tener de ti
mismo. A medida que el tiempo vaya pasando y repitas la estrategia, se irá
consolidando y te resultará más difícil romper con esta dinámica.
Como ves, este asunto es importante y vale la pena que nos detengamos
en él. Es el momento de revisar qué es lo que a veces hacemos al vivir con
ansiedad y cómo influye negativamente en cómo la sentimos y en cómo nos
relacionamos con ella.

LA EVITACIÓN Y EL ESCAPE: ALEJÁNDOME DE LO QUE TEMO

La evitación es una forma de actuar muy común en la ansiedad. De hecho,


seguro que si en algún momento la has padecido o si estás atravesando
ahora mismo una época en la que está muy presente, podrás recordar cómo
en algún momento preferiste no hacer ciertas cosas solo para eludir una
situación cuya expectativa te provocaba miedo o inseguridad. Al final son
decisiones voluntarias dirigidas a no enfrentarte a situaciones que juzgas
como potencialmente generadoras de ansiedad (ansiógenas es la palabra
más técnica), incluyendo por supuesto aquellas en las que se podría
presentar un estímulo temido (una reunión con personas a las que conoces
poco, una presentación oral, un animal o un lugar que te genera rechazo...).
La evitación puede empeorar la vida de las personas con ansiedad de
muchas formas diferentes. No obstante, puede ocurrir que lo temido se
presente con una probabilidad tan baja que apenas sea necesaria
modificación alguna en las rutinas si te empeñas en evitarlo, por lo que no
llegarás a sentir su peso en el día a día. Imagina a una persona que tiene un
pánico atroz a los tiburones, pero vive a cientos de kilómetros del océano o
del mar; para ella sería suficiente con no viajar a la playa, o, en el caso de
hacerlo, quedarse tomando el sol sin meter los pies en el agua o nadar solo
hasta donde no le cubra. Seguramente nunca tomará la decisión de consultar
con un profesional ni tendrá que alterar de forma sustancial su estilo de
vida, simplemente le bastará con hacer una discreta renuncia sin mayores
consecuencias (a no ser que sueñe con hacer surf, pues entonces sería un
sacrificio más grande...).
Pero ¿qué ocurriría si, por ejemplo, esta misma persona tuviera miedo al
color rojo? Obviamente tendría que planificar bien qué hace y adónde va, y
ni siquiera así lograría evitarlo siempre. Otro caso común es la fobia a las
cucarachas. Quienes la padecen suelen sentirse bien prácticamente todo el
año, pero su miedo se agudiza al llegar el verano y en especial por la noche,
o cuando andan por calles sucias y húmedas. A veces incluso prefieren
quedarse en casa y cerrar las ventanas a cal y canto para evitar que uno de
estos insectos se cuele en el espacio seguro de su hogar, aunque tengan que
soportar el calor y la escasa ventilación. Como se puede ver, las fobias son
más o menos invalidantes según lo frecuente o infrecuente que sea aquello
que tememos, pues a partir de esta premisa tendremos que hacer más o
menos cambios para poder vivir una vida en la que nos sintamos seguros.
Algo en lo que pocas veces reparamos es que aquello que puede
provocarnos miedo no siempre está en el exterior, sino que a veces puede
proceder de dentro. Sería el caso de los pensamientos recurrentes, esos que
te perturban mucho y parecen dispararse en el momento en que te enfrentas
a ciertas situaciones críticas. El problema es que, al intentar eliminar el
pensamiento, este se hace más fuerte e insistente, como si súbita y
paradójicamente se activara la red que lo nutre en tu cerebro: si trato de
evitar el pensamiento me siento peor porque se hace más presente, pero lo
mismo ocurre si lo dejo fluir libremente como un elefante en una
cacharrería.

Algunos trastornos, como la ansiedad generalizada o el obsesivo-compulsivo,


nos exponen a este dilema: ¿cómo puedo huir de algo que no está fuera, sino
dentro de mí? Es un matiz que puede hacer que estos problemas de salud
mental se vivan de un modo más invasivo que otros.

En esencia, la huida es similar a la evitación. La única diferencia es que


aquí ya estás sumergido de lleno en la situación que te genera malestar. Lo
que suele pasar es que la ansiedad aumenta de forma progresiva hasta que
sientes el deseo irresistible de abandonar el lugar en que te encuentras, pese
a que esto te pueda perjudicar de alguna forma. Puedes ver un ejemplo en
quien decide bajar del autobús mientras intenta superar la tensión que siente
al viajar en él o en quien abandona inesperadamente una ponencia que
estaba impartiendo, para sorpresa de su audiencia. La huida también puede
darse en personas que están recibiendo un tratamiento de exposición, una
forma de psicoterapia fundamental para superar fobias de todo tipo, pero
que puede ser un poco dura si no se organiza de manera cabal por parte del
terapeuta.
La decisión de escapar puede hacerte sentir frustrado e incluso
decepcionado contigo mismo, pero en realidad debes entenderlo como parte
del proceso y no rendirte. Un detalle que vale la pena conocer: a veces el
miedo a exponerte a lo temido puede disuadirte de acudir a un especialista
que te ayude a superarlo. Pues bien, tienes que saber que existe la
posibilidad de empezar estos ejercicios primero en tu imaginación
(evocando escenas que te generan ansiedad de manera progresiva mientras
usas técnicas de relajación), de forma que en el instante en que tomes la
decisión de enfrentarte cara a cara a lo que temes puedas hacerlo sintiéndote
más seguro.
Al final del proceso de evitación o huida la realidad se acaba desvirtuado tanto
que ni siquiera adviertes que has creado un monstruo donde nunca lo hubo.
Hasta que no seas capaz de abrirte a la incertidumbre y enfrentarte a él,
seguirá acechándote en silencio cada día.

LA PARÁLISIS O FREEZING: EL HORROR Y LA INMOVILIDAD

Ante una situación de miedo intenso algunas personas reaccionan


quedándose totalmente paralizadas, hasta el punto de parecer que su cuerpo
no responde a las instrucciones que se le dan o a su voluntad de huir. Se
trata de una conducta aparentemente paradójica, porque... ¿qué sentido tiene
que dejemos de movernos precisamente cuando nos estamos enfrentando a
una situación que se percibe como peligrosa y que podría hacernos daño?
La respuesta a la pregunta, como a tantas otras cuestiones relativas a la
ansiedad, la encontramos en la evolución de nuestra especie, revisando
aquellos días en que no éramos más que primates bípedos organizados en
pequeños grupos, muy distintos a los de hoy en día. En aquel pasado remoto
la naturaleza albergaba para nosotros un abanico interminable de lugares en
los que podíamos ocultar nuestra presencia. Los riscos escarpados y los
bosques frondosos eran nuestro hábitat natural, aunque en ellos moraban
también otros animales capaces de devorarnos en un abrir y cerrar de ojos.
Ante la presencia de estos, y más si estábamos completamente solos o
sumidos en la oscuridad de la noche, tanto la lucha como la huida podían
ser actos imprudentes y con desenlaces catastróficos: si confrontábamos
físicamente la amenaza, solíamos sucumbir al equipamiento más
contundente de nuestros rivales (garras, colmillos...), y si salíamos
corriendo podíamos ser cazados en el acto o acabar despeñándonos por
cualquier acantilado. Ante esta tesitura, por fortuna, existía una tercera vía:
la parálisis (o freezing).
Imagina por un momento a ese ser humano pretérito, desnudo y
pertrechado solo de una frágil lanza con una punta de piedra o de hueso, de
pie frente a un enorme oso que olisquea el terreno en busca de algo para
desayunar. Al calcular sus opciones de sobrevivir barajaría que un
enfrentamiento físico resultaría fatal, y recordaría quizá experiencias
previas sobre cómo bestias similares a aquella perseguían y daban caza
fácilmente a cualquier individuo como él. El miedo sería tan profundamente
intenso que quizá quedarse inmóvil sería la opción realista, pues ese
monstruo peludo podría confundirlo con otros elementos del entorno o, en
el peor de los casos, creer que solo se trataba de un cadáver que no
convenía mordisquear. Pero esto no solo ocurría en aquel entonces. Si nos
desplazamos a otro tipo de jungla, a las ciudades actuales, también
podremos hallar ejemplos de parálisis ante el peligro.

¿Nunca te ha ocurrido que has intentado cruzar una carretera completamente


despistado y tras un frenazo o el sonido de un claxon te has quedado
paralizado, sin poder moverte hacia delante o hacia atrás? Pues aunque
parezca extraño, se trata de una respuesta programada en tus genes para
lidiar con amenazas inminentes.

Hasta este momento hemos profundizado en las dimensiones de la


ansiedad, de forma que ya sabes que no es algo tan sencillo como
sensaciones en el cuerpo o pensamientos que van y vienen. Has aprendido
que se trata de una sensación natural, similar a otras que también puedes
experimentar en la vida, como el miedo o la angustia. En la próxima parte
te explicaré las causas de la ansiedad, en especial para que reflexiones sobre
ellas si has podido vivirlas en el pasado o si están ocurriéndote ahora
mismo.
III
¿POR QUÉ VIVO CON ANSIEDAD?
7

¿CUÁL ES LA CAUSA DE LA ANSIEDAD?

La ansiedad puede ocurrirte por muchos motivos: unos tienen que ver con
la manera en que percibes las cosas que ocurren en tu cuerpo, otros con las
situaciones que hayas podido vivir o estés viviendo, y otros con el modo en
que afrontas los problemas. También la forma en que procesas la realidad
puede tener un papel muy importante, por supuesto.

No podemos trazar una causa exacta por la que sucede o se agrava la


ansiedad, sino que existe una serie de factores de riesgo que aportan su
granito de arena. Cuantos más factores de riesgo presentes, mayor será la
probabilidad de que en algún momento la intensidad de tu ansiedad aumente
y condicione tu vida.

A continuación voy a hablarte de todos aquellos factores que pueden


hacer que se dispare tu ansiedad. El propósito es que aprendas sobre
experiencias que hayas vivido en el pasado o que te resulte más fácil
ponerte en la piel de alguien que la sufre. En definitiva, para que seas
menos punitivo contigo mismo o más comprensivo con los demás.

LA PERSONALIDAD: NUESTRA FORMA DE SER EN EL MUNDO


La personalidad define tu forma de ser y de estar en este mundo, esto es, el
modo en que sueles pensar y actuar. Aunque a menudo usamos
peyorativamente la expresión «carece de personalidad» para describir a
quien no tiene las cosas claras, lo cierto es que todos tenemos una que se va
construyendo durante la niñez y que se consolida en la adolescencia o los
primeros años de la adultez, cuando el cerebro madura completamente (lo
que ocurre alrededor de los veinticinco años). También pueden darse
cambios importantes más tarde, por supuesto, ya que ciertos rasgos tienden
a suavizarse un poco a medida que transcurren los años como una parte
natural del desarrollo. Una cosa es innegable: se trata de una joya que todos
atesoramos, fraguada tanto al fuego de las experiencias como de la genética.
La personalidad es clave para entender cómo te sientes ante las situaciones
difíciles, el tiempo que tardas en recuperar tu estado emocional tras un
revés, tu tendencia a comunicarte con los demás, el grado de
responsabilidad que asumes en tus tareas e incluso lo amable que eres en tus
relaciones.
Han sido muchos los investigadores que se han esforzado por determinar
cuáles son los rasgos básicos que conforman la personalidad humana, una
suerte de paleta de colores con la que cada uno esboza el lienzo de su forma
de ser. Obviamente, cada combinación será diferente a la de los demás, y la
gama cromática asumirá un espectro infinitamente amplio de matices o
formas. El resultado final, pese a estar compuesto por una serie más o
menos identificable de pigmentos, será completamente único e irrepetible.
¡Ahí está la clave de la diversidad humana! Pese a que te puedas parecer a
alguien de tu familia o tus amigos, en realidad hay algo dentro de ti que te
hace diferente a todos ellos.

En función de la intensidad con la que los rasgos de personalidad estén


presentes implicarán (o no) efectos importantes sobre cómo te sientes y
actúas. Algunos rasgos se asocian directamente con experiencias que vivirás
como positivas, mientras que otros amplifican las que valoras como negativas.
Por ejemplo, el neuroticismo es un rasgo que describe una tendencia a
sentir emociones difíciles a menudo, las cuales además durarán mucho más
de lo razonable y se dispararán por situaciones que en apariencia no son
demasiado importantes. Quienes poseen un alto neuroticismo también
tienen más probabilidad de padecer un problema de ansiedad, por el modo
en que procesan sus experiencias íntimas. Lo contrario ocurre con la
extraversión, que describe cómo nos relacionamos con los demás
(acercándonos, alejándonos...) y conecta con las emociones que nos resultan
más agradables. Quizá ya hayas oído hablar de ambas, pues son bastante
conocidas y las usamos en el lenguaje coloquial. ¿Alguna vez te has
preguntado cómo serán en tu caso? ¿Sabías que la combinación de un alto
neuroticismo y de una baja extraversión es la que se asocia a más problemas
de salud mental?
Además de estas dos, que son las más importantes, también hay otras
dimensiones de la personalidad que todos tenemos en mayor o menor
medida. El modelo Big Five (cinco grandes), que idearon Costa y McCrae,
destaca estas:

La responsabilidad: sentido del deber y voluntad de ajustarnos a las


normas en nuestro día a día.
La apertura a la experiencia: deseo de ir más allá de lo ordinario y de
abrazar la novedad sobre la rutina.
La amabilidad: cordialidad en el trato.

Como te he comentado, todos albergamos los cinco factores en mayor o


menor medida, pero en combinaciones virtualmente infinitas que nos hacen
ser quienes somos y sentir como sentimos. Por supuesto todo esto puede
moldearse con los aprendizajes que vayas cosechando, pues si sientes un
genuino interés por construir un futuro mejor irás recabando estrategias
mediante las que gestionar emociones, conocer tus distorsiones cognitivas,
resolver tus problemas o proveerte de momentos de disfrute que alegren tu
día a día. Aunque la personalidad se mantiene más o menos estable a lo
largo del tiempo, con sutiles cambios, siempre puedes aprender cosas para
vivir una buena vida aprovechando en tu beneficio los rasgos que puedas
tener.

Las experiencias tempranas y la genética son las responsables de moldear tu


personalidad, pero no debes entenderla como una pesada carga en el caso de
que tu patrón no sea el mejor posible. Siempre hay margen para aprender,
templar su expresión y construir un día a día que te haga sentir realizado.

EL APRENDIZAJE FAMILIAR: QUÉ APRENDÍ DE QUIENES ME RODEAN

Aunque pudiera parecerte sorprendente, uno de los factores de riesgo más


relevantes para sufrir trastornos ansiosos o del estado de ánimo es que tus
padres también los padecieran, especialmente durante tu infancia. Esto ha
intentado comprenderse desde muchos ángulos: hay quienes proponen un
bagaje genético a partir del que se transmite una vulnerabilidad, mientras
que otros subrayan el aprendizaje social como un mecanismo a través del
cual los niños observan y repiten las conductas o las actitudes adquiridas en
casa. Obviamente no son raíces excluyentes, sino puramente
complementarias.

La influencia de la genética o del ambiente dependerá del trastorno del que se


hable. Así, por ejemplo, la carga genética será mayor en la esquizofrenia que
en cualquiera de los trastornos de ansiedad.

Es innegable que la familia ejerce una influencia crucial en el desarrollo,


pues durante los primeros años de tu vida se alza como el ejemplo de cómo
sería correcto que actuaras y sintieras. En función de las experiencias que
pudiste vivir, tanto amorosas como todo lo contrario, irás fraguando una
visión del mundo que afectará a tus relaciones futuras con los demás y
contigo mismo. Esta circunstancia es una pura cuestión de suerte, pues no
elegiste la familia en que nacer ni muchos otros aspectos que condicionan
tu futuro. No lo determinan, por supuesto, pero pueden plantearte un reto al
que deberás enfrentarte si las condiciones en que creciste no fueron las
mejores.

En ocasiones acabamos repitiendo todo lo vivido entre las paredes de nuestra


casa, mientras que otras veces desarrollamos la capacidad de analizar
críticamente lo aprendido para desecharlo y sustituirlo por lo que entendemos
correcto en nuestro fuero interno. Son muchos los factores que pueden
contribuir a que ocurra esto último, pero los más relevantes son el entorno
social que construyamos como adultos y la capacidad de regulación
emocional que poseamos.

En ocasiones, las estrategias que los padres emplean para resolver sus
problemas (preocuparse todo el tiempo, encerrarse en una habitación a cal y
canto ante las dificultades, adoptar una posición cabal y sopesada...), o el
modo en que actúan para afrontar lo que les provoca miedo (escapar,
encararlo...), pueden aprenderlas los hijos mediante un proceso conocido
como aprendizaje vicario. Los niños entenderían aquí que la forma que
tienen sus padres de hacer las cosas es un ejemplo adecuado para resolver
los problemas que podrían ocurrirles en el futuro o que ya están presentes
en sus vidas, y se convertirán en un hábito que sumarán a su repertorio y
que mantendrán muchas veces hasta la adultez. Saber esto puede ayudarte a
entender mejor por qué se repiten patrones entre generaciones: se pueden
aprender ciertas conductas sin la necesidad de haberlas practicado nosotros
mismos, solo a través de la observación de qué hacen los demás y de las
consecuencias que sus actos tienen para ellos. Por ejemplo, en las familias
donde se recurre a la violencia como forma de coacción existe la
posibilidad de que los más pequeños de la casa la interioricen como normal
y recurran a ella a las primeras de cambio.
Si fuiste víctima de abuso infantil, pudo ocurrir que se alteraran los
circuitos cerebrales que conectan las regiones más profundas del cerebro
(allá donde se procesa la experiencia emocional) y las superficiales, como
la corteza prefrontal, donde residen muchas de las capacidades que nos
caracterizan como seres humanos (razonamiento, simbolización...). Como
resultado de esto puede aparecer cierta tendencia a ser impulsivos, algo que
tiene sus consecuencias en el contexto académico, familiar y social. De
hecho, la impulsividad se ha propuesto como un rasgo que predice el
fracaso de los niños en los primeros retos a los que habrán de enfrentarse en
sus vidas, además de ser el resorte que conecta la frustración y la agresión.
Estas conexiones, no obstante, se pueden restablecer a través de
experiencias cotidianas y de relaciones saludables, tanto durante los
primeros años de vida como más allá de estos.
Si fuiste hijo de personas que utilizaban la violencia y la amenaza
constantemente, puede recaer sobre ti la responsabilidad de reinterpretarlas
y darles un significado diferente de ahora en adelante, pues de lo contrario
podrías acabar perpetuándolas en tu día a día. Como padres, por otra parte,
debemos ser conscientes de qué enseñamos a nuestros hijos, pues en su más
tierna niñez albergan una irrepetible capacidad para aprender. Así, seremos
el primer ejemplo de qué es vivir en sociedad, de qué es comunicarse y de
qué es amar.

Ni una pizca de amor en la infancia

Cuando apenas era un niño, Juan estaba acostumbrado a las malas palabras en
casa. Sus padres lo castigaban por prácticamente cualquier cosa y nunca le
explicaban demasiado bien el motivo. Se limitaban a decirle que debía obedecer
a los mayores cuando le hablaban. Llegó un momento en que pensó que
simplemente era la forma que tenían de deshacerse de él, que molestaba y que
no lo querían en absoluto. Estas experiencias lo llevaron a ver la vida como algo
bastante impredecible, y a no saber qué hacer para poder salir con los amigos un
rato o ver la televisión. También pensó de sí mismo que era malo y que
simplemente no merecía nada bueno de lo que pudiera pasarle.
Se fue de casa tan pronto como pudo. Tomó la decisión de no estudiar para
encontrar un trabajo que lo mantuviera y alquilar una casa en la que vivir. Quería
hacer de aquel lugar un espacio en el que sentirse seguro, en el que construir un
día una familia y en el que sanar las heridas de su pasado. La verdad es que el
camino no fue fácil: en el instante en que puso un pie fuera de donde vivían sus
padres empezaron con sus reproches. Lo acusaban de ser mal hijo, de no
preocuparse por ellos, de no llamarlos y de no visitarlos ni siquiera en los días
más señalados del año. Lo cierto es que cada vez que iba a verlos lo hacía por
mera obligación, y encima tenía que tragarse todas sus acusaciones, indirectas y
agravios. ¡Incluso de vez en cuando lo extorsionaban echándole en cara todo lo
que habían hecho por él cuando era un niño! Le permitieron sobrevivir, por
supuesto, pero no recibió jamás ni una pizca de amor.
Esa mañana, al despertar, encontró a su hijo a los pies de la cama. Parecía
preocupado. Era uno de los primeros días del invierno y a aquellas horas el frío
se clavaba como una aguja. Temblaba mucho, no sabía si de miedo o de
nerviosismo..., o quizá por la temperatura. Se incorporó y lo miró a los ojos con la
ternura de un padre. Le preguntó qué había pasado, por qué estaba allí, tan
acongojado, a esas horas. Entre titubeos, el niño le dijo que se acababa de hacer
pipí en la cama. Ya hacía algunos meses que lo controlaba bastante bien, pero
con la reciente noticia del embarazo de mamá estaba pasándole otra vez. Papá
sonrió en un gesto que inmediatamente lo reconfortó. Se levantó y le dio un
abrazo. «No pasa nada, cariño, ¿ayudas a papá a limpiarlo?»

LA EVITACIÓN EXPERIENCIAL: EL MIEDO A TENER MIEDO

Ya te hablé en algún momento de que todas las emociones son útiles, de que
tienen una función que facilitó nuestra supervivencia en tiempos pretéritos
y de que hoy en día nos sirven de guía en muchos momentos de la vida. La
mayoría de las personas es capaz de reconocer esto cuando se le pregunta
directamente, pero en el uso coloquial que hacemos del lenguaje seguimos
definiendo como positivas o negativas las emociones a las que nos
enfrentamos a tenor de lo fácil o de lo difícil que nos resulte transitar por
ellas. Y puesto que en la naturaleza de todo ser vivo reside la premisa de
que es preferible acercarnos a lo placentero y alejarnos de lo incómodo, es
normal que tengas la tentación de evitar las experiencias internas que te
provoquen sufrimiento psicológico.
De hecho, encontramos esta idea en las frases absurdamente sencillas de
autoayuda con las que se nos bombardea a diario, y que incluso nos animan
a lucir una sonrisa cuando en nuestro fuero interno no hay más que una
marejada embravecida. Quizá también pueda residir en el uso creciente de
psicofármacos, que prometen cambios en cómo nos sentimos sin pasar por
el trance de revisar el abismo de nuestros malestares. Es importante que
descubras qué es para ti la felicidad y que la persigas con sosiego, día a día,
paso a paso, a tu ritmo. No caigas en la tiranía de la felicidad que muchas
veces intentan imponernos, pues, paradójicamente, es una fuente inagotable
de frustración emocional y te empuja a rechazar todo lo que no sea
«placentero».

Aunque la medicación es a veces necesaria, sobre todo en ciertos trastornos,


no olvides que la psicoterapia es el recurso más valioso si pretendes
profundizar en quién eres y por qué te ocurre lo que te ocurre. Es aquí donde
se abre la oportunidad de adquirir o de potenciar tus fortalezas individuales. El
tratamiento psicológico puede ser difícil, pues invita a mirar hacia dentro
cuando probablemente te asuste hacerlo, pero te ayudará a seguir
avanzando.

Cuando evitas tus experiencias internas, como los pensamientos y las


emociones, puede ocurrir algo curioso: que acaben aumentando, paradójica
y sorprendentemente. Es algo similar a lo que ocurre si insistes en aquello
de «no pienses en gambas bailando una jota» y de repente tu mente se llena
de estos simpáticos (y exóticos) crustáceos: cuanto más intentas alejar algo,
más fuerte parece hacerse. Y es que puede ser mucho más costoso tolerar
una emoción que valoras como inapropiada que simplemente abrazarla tal y
como es, pues además de su propio peso te verías obligado a cargar con la
apariencia de actuar de una manera completamente diferente a la que
verdaderamente sientes y necesitas. Por ejemplo, si sientes tristeza pero
intentas ocultarla para que pase inadvertida ante los ojos de los demás, por
considerarla inapropiada o por no causar preocupación, lo que ocurrirá es
que se te hará más difícil de soportar.

Por si no fuera suficientemente duro el hecho mismo de estar triste, la


autocensura emocional te hace cargar con algo todavía peor que el
sentimiento en sí mismo.

Puede decirse que si vives desde la evitación experiencial dejas de estar


abierto a experimentar la paleta entera de emociones para las que tu cuerpo
y mente están preparados, fundamentalmente como resultado de la presión
(autoimpuesta o procedente del entorno social) que relaciona este tipo de
vivencias con debilidad o vulnerabilidad. Se trata de una tendencia habitual
en trastornos mentales como los de ansiedad, y que supone un rechazo hacia
aspectos legítimos de tu vida. A veces esto se extiende desde nosotros hacia
las personas del entorno, hasta acabar pretendiendo que no sientan o
expresen sus emociones incluso en los momentos más difíciles («no estés
triste», «no llores»...). No sería justo tachar esta actitud de egoísta, pero sí
denota cierta dificultad para reconocer que los sentimientos son parte de
nosotros y que puede ser constructivo simplemente dejarlos fluir. Además,
con el paso del tiempo esta forma de relacionarnos hace que los demás no
se sientan totalmente libres de actuar frente a nosotros de la forma en que se
sienten, con el fin de evitar una situación que pueda importunar.
Por otro lado, frente a la evitación experiencial también puede darse la
aceptación, que con frecuencia se ha malinterpretado y confundido con la
resignación. La resignación aflora cuando concluyes que no hay nada que
puedas hacer para resolver alguna situación indeseada que querrías cambiar,
por lo que tiene bastante que ver con la desesperanza aprendida de la que te
hablé en un capítulo anterior. Cuando te resignas te sientes también
emocionalmente abatido y puedes dejar de esforzarte por lo que estabas
persiguiendo, y terminar conformándote con vivir de forma francamente
insatisfactoria. La aceptación es algo distinto, un acto mucho más sosegado
y comprensivo contigo mismo y con el momento en el que estás, pero sin
cerrar la puerta a que las cosas puedan ser diferentes en el futuro.

La aceptación surge de la convicción de que tu experiencia dolorosa merece


acomodarse entre las demás que has vivido, y permitirte el espacio necesario
para sacar de ella todo cuanto pueda ser constructivo. La aceptación supone
dejar de luchar contra lo que sientes en un momento dado, y poder convivir
con ello sin que te resulte perturbador o insoportablemente doloroso.

EL POBRE AUTOCONCEPTO: QUERIENDO QUERERME

El autoconcepto es, básicamente, la impresión que tienes de ti mismo. Es la


manera en que te valoras como ser humano, con tus cualidades y tus
defectos, por lo que influye de manera decisiva en tu autoestima y en el
modo en que te relacionas con los demás y con el mundo. También impacta
en la percepción que tienes respecto a tu capacidad para hacer las cosas. A
menudo va fraguando a través de tu historia de aciertos y de errores, de
encuentros y desencuentros, pero también a partir de lo que los demás
piensan de ti.

Durante la niñez, cuando carecías de recursos necesarios para comprenderte


a ti mismo, ciertas frases proferidas por las personas relevantes de tu entorno
podían inmiscuirse en lo más hondo de tu autoconcepto, cristalizando con los
años y mezclándose con los atributos que elegiste para describirte. Una parte
importante de quién eres es el resultado de cómo te trataron, para bien o para
mal, lo que hace difícil discriminar aquello que genuinamente te pertenece de
lo que otros te asignaron.

Uno de los aspectos más importantes del autoconcepto es que no es


unitario, sino que depende de los roles que adoptas respecto a los demás.
Así, puedes tener una visión más o menos positiva de quién eres como
padre, madre, hermano, hijo, pareja, amigo... Esta percepción que
mantienes de ti mismo te sirve como una brújula para orientarte en el
extenso océano de las relaciones personales, por lo que no solo te permite
reflexionar sobre quién eres, sino también sobre quién eres para los demás.
Por ello el duelo por la pérdida de un ser querido es un proceso en el que
llegas a cuestionarte a ti mismo, buscando un sentido nuevo para las partes
del autoconcepto en las que la persona ausente tenía un papel clave. Puede
ser algo tan profundo que muchas personas reconocen que tras despedirse
del ser querido no volvieron a ser las mismas.

Eres un ser en perpetuo cambio, que no puede ser juzgado a partir de una
imagen estática, del error que cometiste en algún momento del pasado o de la
decisión que finalmente no te atreviste a asumir.

Cuando la autoestima duele

Cogió su violín y se sentó en la primera fila, donde correspondía a los


instrumentos de cuerda. A menudo se preguntaba por qué no tuvo que gustarle
alguno de los de percusión, y así quedarse escondida atrás del todo, donde
menos ojos pudieran posarse sobre ella. El telón seguía cerrado, pero a través
de su tejido escarlata escuchaba a su inminente audiencia tomando asiento y
charlando sobre asuntos triviales. En secreto había deseado decenas de veces
antes de aquel momento que no hubiera nadie al otro lado, aunque careciera de
sentido para alguien que quería vivir de la música. A Carolina le apasionaba, pero
odiaba ser el centro de atención allá donde pudiera estar. Miró por un momento
alrededor: todos parecían seguros de lo que estaban haciendo. Ordenaban las
partituras sobre sus atriles con un gesto acostumbrado, en apariencia
concentrados en lo que estaba a punto de ocurrir. ¿Estarían fingiendo que todo
iba bien o es que simplemente habían alcanzado una serenidad que para ella era
imposible?
Todos tenían muchísimo más talento que ella, habían nacido para estar allí; lo
suyo solo había sido suerte y sobreesfuerzo. Agarró el arco con tantísima fuerza
que, de haber acariciado el violín en aquel preciso instante, hubiera sonado como
un gato rabioso. Iba a hacerlo fatal, ya lo sabía. Las horas y horas de ensayo
estaban a punto de estrellarse contra la realidad de su mediocridad. Seguía
escuchando en su cabeza muchas palabras hirientes que otros le habían
dedicado con los años y que había creído a pies juntillas: su profesora de solfeo
subrayando cualquier error en sus ritmos, su madre recriminándole que no se
esforzaba lo suficiente...
La luz cambió y adquirió un tono suave. Después, un par de focos se
encendieron a ambos lados y el silencio empezó a extenderse por el auditorio,
como un velo invisible. El telón se abrió de par en par: allí no quedaba ni un solo
asiento libre, al menos hasta allá donde alcanzaba su vista. El paréntesis
acústico entre aquel momento y los primeros movimientos del director se le
hacían siempre eternos. La batuta sonó tres veces (tac, tac, tac) y empezaron a
vibrar notas suaves. Relajó los dedos y acomodó el instrumento en su cuello:
ojalá tuviera la misma suerte que había tenido muchas veces antes de aquella y
el mal trago, afortunadamente, pasara sin percances.

¿QUIÉN SOY YO REALMENTE? COMPARACIÓN CONSTANTE CON LOS DEMÁS Y EL


VALOR DE LOS OTROS

Vivimos en una sociedad hipercompetitiva. A medida que vamos


desarrollándonos aprendemos a compararnos con las personas cercanas a
nosotros, como nuestros hermanos o los compañeros del colegio, y más
tarde serán otros los que ocuparán su lugar. Buscamos en ellos un espejo,
una referencia para juzgar lo que somos. En el peor de los casos, sobre todo
durante la adolescencia, perdemos de vista nuestras metas y asumimos
como propias las que otros fijaron para sí mismos y proyectaron en
nosotros. Por ejemplo, puede haberte ocurrido que tus propios padres
(bienintencionadamente) te orientaran a un trabajo o a unos estudios
concretos y que estos acabaran convirtiéndose en tu máxima aspiración, sin
haber pensado antes qué te proporcionaba felicidad a ti. Por este motivo a
menudo descubrimos tarde que invertimos tiempo en una carrera
profesional que jamás llegó a satisfacernos, pese a haber logrado todo tipo
de reconocimientos y méritos a través de ella.
Puede ser difícil darse cuenta, pero a menudo asumimos grandes decisiones
en un momento en el que aún no éramos plenamente capaces de sopesar su
alcance, lo que más tarde nos obligará a replantearnos todo lo que habíamos
creído. Lograrlo, eso sí, puede ser un punto de inflexión y transformarnos en
lo más íntimo.

Como te decía, compararte con los demás puede hacerte tomar


decisiones que no corresponden a tus principios o valores. Lo más
conveniente es asumir que la principal referencia no puede ser otra que tú
mismo en un momento previo de tu vida. ¿En cuántas ocasiones has ido
desmereciendo progresivamente un logro importante a medida que se iba
acercando el día de alcanzarlo? ¿Acaso cuando se llega a este tramo final se
pierde la capacidad de juzgar con perspectiva el pedregoso camino que
tuvimos que recorrer? Es como si de repente no quisieras valorarte o
carecieras de tiempo para regocijarte o para sentir satisfacción, pues lo que
un día fue una meta significativa para ti pasó a no ser más que un trámite
para seguir avanzando hacia lo nuevo. Pero lo cierto es que también ese
algo nuevo pasará pronto a perder su valor y se verá sustituido por otra cosa
diferente cuando estés a punto de conquistarlo. Como ves, corres el riesgo
de aventurarte en una carrera sin fin en la que nunca nada será suficiente,
una fuente de constante frustración.

Ser capaz de detenerte a observarte es un hábito poco arraigado en general,


pues tendemos a pensar en los demás como ejemplo a seguir y en el futuro
como lo único que realmente importa. Sentirte orgulloso no tiene nada que ver
con la vanidad, solo es un principio de justicia emocional.

Lo primero y más importante para valorarte a ti mismo como el ejemplo


a seguir es disponer de un plan de vida coherente con tus deseos y
aspiraciones, algo así como unas líneas maestras que te sirvan de
«referencia existencial». La ansiedad que surge cuando careces de este tipo
de propósito es parecida a la angustia de la que te hablé en el primer
capítulo, y a menudo se descubre ante tus ojos como el dilema entre
explorar un nuevo horizonte o la seguridad de mantener los logros
alcanzados sin replantearte nada más. Será tu capacidad de renunciar, y la
disposición a afrontar el riesgo y la incertidumbre, lo que acabará
decantando esta balanza.

LA ADVERSIDAD DESBORDANTE: ROMPER NUESTRA SEGURIDAD

La palabra trauma procede del griego clásico y se traduce como herida. No


obstante, en este caso no te hablo de lesiones que afectan al cuerpo, sino de
brechas en la salud mental, de situaciones que son sentidas como una
amenaza tan grande que acaban provocando una ruptura en el tejido de tu
propia existencia y de la forma en que entendías el mundo hasta el preciso
instante en que tuvieron lugar.

En cuanto a los traumas, lo primero que debes tener claro es que es posible
superar sus consecuencias. Aunque te sientas profundamente hundido y
tengas la sensación de que el mundo se ha detenido completamente, la
capacidad de todo ser humano para trascender el dolor es extraordinaria.

Todas las personas podemos vivir situaciones traumáticas, con


independencia de nuestro origen o de otras circunstancias de nuestra vida, y
sus resonancias pueden ser importantes en cualquier periodo en que nos
encontremos. Aun así, sabemos que las situaciones difíciles que tienen
lugar en la infancia pueden dejar huellas duraderas, pues es el momento en
que construimos nuestras primeras expectativas sobre el mundo y sobre
quienes nos rodean. También es un periodo en el que el cerebro está sumido
en cambios trepidantes, configurando decenas de millones de redes neurales
mediante procesos de enorme complejidad que pueden verse entorpecidos
como resultado de experiencias tempranas de estrés. Por ejemplo, estas
vivencias pueden comprometer las conexiones entre la amígdala, el
hipocampo y la corteza prefrontal, lo que daría lugar a problemas para
gestionar los impulsos en la vida adulta. Cuando un niño ve amenazada su
integridad física y no hay nadie alrededor que pueda protegerlo, suele
construir una visión funesta del mundo y de las personas, en especial si la
sensación de vulnerabilidad prevalece demasiado tiempo. Por ello hay que
ser particularmente cuidadosos en la protección de la infancia.
Como ya te he comentado, una situación traumática siempre se percibe
de manera amenazante: puede que sientas en peligro tu integridad física,
pero también la psicológica. A veces el miedo traumático no surge porque
viviste en primera persona los hechos, sino porque fuiste testigo de ellos en
alguien querido o porque escuchaste relatos especialmente truculentos que
hicieron volar tu imaginación. Sea como fuere, el trauma abre una grieta en
la fachada de seguridad con la que vivimos la mayoría de las personas,
inmersas en la sensación de que nada terrible puede ocurrir en nuestras
vidas.

Cuando la situación traumática llega, resulta tan abominable que no puede ser
integrada dentro de la autobiografía, como la pieza de un puzle que no encaja
en ningún lugar. Una que no llegará a ser ubicada coherentemente en el
conjunto de la vida, al menos a corto plazo, pero cuya presencia provoca un
intenso desasosiego.

No todos los sucesos traumáticos son iguales ni nos afectan de la misma


forma. Por ejemplo, existen traumas limitados en el tiempo, como los
accidentes de tráfico o los robos con violencia, y otros que se extienden
años y que van corroyendo progresivamente nuestros cimientos. También
los hay perpetrados por la voluntad de otro ser humano y otros que
obedecen a circunstancias ajenas a él, como las catástrofes naturales. No
obstante, sabemos que si el trauma se mantiene meses (o años), y además
fue provocado deliberadamente por alguien, las consecuencias serán peores
y más duraderas. Un ejemplo sería, por supuesto, los abusos sexuales o el
maltrato en el entorno familiar. A esto habría que sumar el tristemente
común encubrimiento de estos hechos desgraciados, que revictimiza a
quienes los sufrieron y siembra una semilla destructiva de culpabilidad, lo
que puede precipitar trastornos mentales importantes.
Algo que debes tener en cuenta es la posibilidad de sentirte indefenso
ante aquello que te ocurrió o que te está ocurriendo. Si te sientes sometido,
despojado de control, las consecuencias serán mucho peores que si crees
tener la posibilidad de enfrentarte con éxito a tus circunstancias. Por este
motivo las violaciones o los secuestros acarrean un riesgo adicional para la
salud mental, que se ve multiplicado exponencialmente por la
incertidumbre con la que ambos actos se suelen vivir. Además, si quien está
implicado es un familiar o una pareja, algo que resulta demasiado habitual,
el impacto es más extraordinario si cabe. Una de las evidencias más
difíciles de soportar que arrojan las estadísticas es que, en casos de abuso
sexual infantil, el perpetrador suele ser alguien muy cercano a la víctima.
Los traumas pueden revivirse meses o incluso años después de que
llegaran a tu vida, en forma de sueños o recuerdos tan realistas que
prácticamente te trasladan en el tiempo. Tampoco es infrecuente sufrir
pesadillas recurrentes en las que vuelves a adentrarte en aquella experiencia
tan dolorosa, lo que hace que puedas temer el momento de irte a dormir o
incluso que padezcas insomnio.

El principal problema que se asocia a la reexperimentación de un trauma es


que te puede hacer sentir de forma parecida a como te sentiste en aquel
momento, mientras estabas inmerso en lo que fuera que lo provocó, por lo
que, cada vez que te ocurre, el cuerpo se ve abruptamente sometido a niveles
de estrés que no son en absoluto saludables.
Algunos especialistas buscan que evoquemos estos recuerdos en un
espacio seguro, como el de la propia consulta, para despojarlos de sus
matices dolorosos y resolverlos poco a poco. Con este tipo de técnicas
parece que el sistema nervioso va integrando lo vivido mucho mejor, hasta
encajarlo de alguna manera. Eso sí, para que todo fluya con naturalidad
necesitamos forjar una alianza fuerte con nuestro psicólogo o psiquiatra,
algo que suele requerir paciencia y tiempo.

Un trauma en el paraíso

Tras muchos años ahorrando, por fin habían podido hacer el viaje de sus sueños.
Allí estaban los dos, una pareja de recién casados disfrutando de un domingo
especialmente soleado. Pedro miró el cielo completamente despejado de la
mañana y la línea del mar, que, allá a lo lejos, dibujaba filigranas con la espuma.
La vida no podía ser mejor de lo que era en aquel momento... La paz había
llegado por fin a su existencia.
De repente, un montón de gritos lo arrancaron de sus sueños. La gente corría
desesperada tierra adentro y un rugido profundo llenaba el aire. Miró delante de
él y se extrañó por lo distante que parecía la orilla. Pero fue entonces cuando lo
vio y entendió lo que pasaba: el horizonte estaba retorciéndose como una
serpiente, desdibujando su perfecta línea horizontal. El mar parecía reptar hacia
sus entrañas, dejando centenares de pececillos chapoteando a pocos metros de
donde estaban. Miró alrededor y encontró a Mireia aún tumbada, ajena a lo que
estaba ocurriendo delante de sus narices: una ola imposible amenazaba a lo
lejos con engullir todo cuanto se pusiera frente a ella mientras avanzaba
desaforadamente hasta donde se encontraban. Gritó tan fuerte que despertó a su
mujer, que se revolvió en un sobresalto sobre la toalla y se giró para descubrir
una pesadilla muy real.
Los acontecimientos se precipitaron: un grupo de nadadores rezagados
braceaba intentando escapar de una garganta oscura que los arrastraba hacia lo
desconocido, la gente gritando y apiñándose a las puertas de prácticamente
todos los edificios, los coches haciendo sonar sus cláxones en un intento
desesperado por escapar de allí... En cierto momento el cielo empezó a
oscurecerse como si de repente se hubiera hecho de noche, y una lengua líquida
se estrelló en la primera línea de hoteles. El estallido fue tan fuerte que
centenares de alarmas saltaron al mismo tiempo en una cacofonía. El caos era
absoluto y empezaron a sucederse escenas inenarrables, el resultado inevitable
de la desesperación humana en su lucha por sobrevivir.

POBRE ASERTIVIDAD: APRENDIENDO A RESPETARME Y A RESPETAR

La asertividad es un estilo de comunicación a través del que logras trasladar


tus ideas a los demás de forma adecuada y respetuosa, asumiendo la
responsabilidad de tus propias necesidades y velando también por las de
quienes te rodean. Al expresarte asertivamente consigues que los
componentes verbales (palabras) y los no verbales (gestos) de tu discurso
sean coherentes (que digan lo mismo), lo que te hace muchísimo más
convincente y reduce el riesgo de malentendidos.

En general, si la ansiedad procede de conflictos interpersonales que no


pudiste resolver, la asertividad te permite dar pasos adelante en una dirección
común en la que nadie queda atrás ni se siente infravalorado.

Dicho esto, la asertividad no debe limitarse a recitar automáticamente


frases de cortesía más o menos educadas, sino que requiere profundizar
sensiblemente en las grietas y desperfectos que han ido afeando con los
años la fachada (o incluso los interiores) de tus relaciones sociales.
Tampoco tiene absolutamente nada que ver con arrojar a la cara de los
demás todo lo negativo que piensas sobre ellos, profiriendo opiniones que
nadie te pidió, con la excusa de una supuesta sinceridad. Requiere un
equilibrio en el que tanto los acuerdos como los desacuerdos son
importantes y se respetan para armonizar la relación. La asertividad se
encuentra en el punto intermedio de una línea cuyos extremos son la
pasividad y la agresividad.
La comunicación pasiva se expresa en forma de silencios
autoimpuestos cuando en realidad querrías dejar patente que no estás
de acuerdo o que algo te ha dolido o molestado, sobre todo por la
necesidad de evitar conflictos. A esta negación de tus propias
necesidades se une un patrón de gestos en los que destacan la mirada
huidiza, la posición defensiva del cuerpo (ligeramente orientado hacia
la puerta por la que podrías escapar de la habitación, por ejemplo) y un
empleo del espacio que te hace sentir frágil o indefenso. Estoy seguro
de que puedes evocar decenas de ejemplos de personas a las que,
cuando no les parece bien alguna cosa, prefieren callarse a manifestar
el porqué de su desacuerdo.
El estilo agresivo pretende imponer la propia perspectiva de las cosas
desde la manipulación, el chantaje o la amenaza. Las personas que lo
usan elevan el volumen de su voz al hablar y mantienen una mirada
incisiva en los ojos del otro, desafiante y autoritaria. El propósito es
convencer aludiendo al miedo más irracional. Seguramente puedan
acudir a tu mente personas que reaccionan abruptamente a cualquier
contrariedad, como si se sintieran ofendidas todo el tiempo, optando
por gritar para defender su postura y por no escuchar en ningún
momento lo que los demás tienen que decir. Por supuesto, estas
actitudes acaban haciendo que quienes están más cerca no les lleven
jamás la contraria, pero no porque confíen en ellas o comulguen con
sus palabras, sino porque las temen o no quieren invertir tiempo y
esfuerzo en quienes podrían faltarles al respeto.
Tanto la comunicación pasiva como la agresiva interrumpen el intercambio
entre las personas y dificultan que las necesidades puedan revelarse, por lo
que deterioran poco a poco la calidad de nuestros vínculos.

Además de estos dos estilos, existe un tercero que los combina: el


pasivo-agresivo. Sin duda, se trata del más difícil de soportar. Quienes
hacen uso de él emplean amenazas veladas, chantajes disimulados, silencios
milimétricamente calculados y acusaciones que apelan al sentimiento de
culpa, por lo que acaba resultando una actitud perturbadora para quienes la
reciben. Buscan que el otro se atribuya de forma exclusiva toda la
responsabilidad en un conflicto que realmente no depende de él, al menos
no por completo, y todo sin hacer uso de palabras mediante las que dejar
claro el motivo real del enfado o de la aparente disconformidad. Si padeces
actitudes pasivo-agresivas puedes acabar dedicando mucho tiempo a
descifrar por qué la otra persona se comporta como lo hace.

Tanto los estilos pasivos como los agresivos y los pasivo-agresivos son
contrarios a la asertividad y conducen a conflictos en tus relaciones, así como
a vivir con más ansiedad. Afortunadamente, la asertividad se compone de
destrezas y actitudes que pueden aprenderse en cualquier momento de la
vida.

PROBLEMAS AL AFRONTAR EL ESTRÉS: CUANDO LA TENSIÓN ME SOBREPASA

Dado que todos vivimos al menos un poco de estrés en nuestra vida,


aprender estrategias para afrontarlo con éxito es esencial para capear los
temporales con los que te puedas encontrar al navegar en ella. Cuando te
expones a una situación difícil, todo tu cuerpo despliega una reacción de
alarma en la que se ve de algún modo alterado. Este esfuerzo requiere tanto
del cuerpo como de la mente, claro está, y más en concreto que seas capaz
de poner en marcha conductas dirigidas a solucionar el problema desde sus
cimientos o a mitigar la manera en que este impacta en tus emociones.
Aprenderlas o fortalecerlas es primordial para que el estrés no se
descontrole y te provoque problemas importantes de salud mental, algo que
esconde también un reverso optimista: tienes la capacidad de cambiar la
situación si dispones de las herramientas apropiadas; no eres un títere en
manos del azar.
Tienes que tener en cuenta, por supuesto, que raramente existe un
camino que sea totalmente perfecto, por lo que en el mejor de los casos solo
podrás decantarte por aquel que maximice los beneficios y minimice los
inconvenientes. A lo largo de este proceso de toma de decisiones debes
estar dispuesto a renunciar a cosas que consideres deseables en pos de un
beneficio mayor, aunque muchas veces no tan inmediato como te gustaría.
Para aprender a afrontar el estrés deberás prestar atención tanto a ti
mismo (como persona que lidia con el estrés) como a las características de
la situación a la que te enfrentas, pues de la interacción entre ambos
dependerá la forma en que actúes y pienses. Todos tenemos un bagaje de
experiencias y de aprendizajes, un repertorio de destrezas y de habilidades
que nos hace únicos, como viste cuando te hablé de la personalidad. A
partir de ello puedes evaluar la situación, sopesar qué demanda de ti y
valorar si tienes (o no) los recursos apropiados para solucionarla. Uno de
estos recursos es el que te permite discriminar qué cosas puedes cambiar y
cuáles no, pues en función de ello tendrás que incidir en el problema o más
bien en las emociones que te provoca. Las personas que tienen dificultades
para identificar este matiz en apariencia tan sencillo se pueden ver inmersas
en un esfuerzo extenuante que no les dará el resultado anhelado, o incluso
acabar asumiendo una actitud pasiva ante algo que podría resolverse
fácilmente con esfuerzo y planificación.

Tratar de cambiar lo que no depende de ti, o abandonarlo cuando en realidad


sí podrías hacer algo al respecto, es uno de los errores más comunes que te
pueden conducir a la ansiedad.

En lógica con todo esto, se pueden distinguir dos estrategias distintas al


afrontar una dificultad: las centradas en el problema y las orientadas a la
emoción. Ninguna de ellas es mejor que la otra; podrían entenderse como
los colores de los que dispone un pintor cuando asume el reto de dotar de
vida un lienzo en blanco. Elegir entre ellas requiere de sabiduría y
experiencia, por lo que suele ser normal que te equivoques de vez en
cuando, sobre todo si el problema es ambiguo o nuevo para ti. No obstante,
cada vez que superas una situación difícil adquieres competencias de las
que no disponías antes, lo que te fortalece ante otras dificultades que se
presentarán con seguridad en el futuro. Ahí reside, de hecho, una de las
grandes ventajas de la psicoterapia en comparación con el uso exclusivo de
psicofármacos: la capacidad de crear en la propia consulta experiencias
significativas y eventualmente transformadoras que se mantendrán con los
años.

Desbordada por el estrés

Se decía a sí misma que era solo una época. Que todo pasaría pronto y que
tendría el tiempo que tan urgentemente necesitaba para ella. A veces se
sorprendía fantaseando en un día totalmente despreocupada: iría al spa nuevo
del centro comercial, se reuniría con todas las amigas a las que hacía mucho que
no veía y al caer la noche haría una ruta desde el primero hasta el último de los
garitos de la ciudad. La alarma sonó con su soniquete habitual. Programaba una
cada sesenta minutos para descansar diez, pues alguien le había dicho que así
gestionaría mejor sus recursos atencionales. Y es que, francamente, era
demasiada información... Frente a ella se apilaba una columna de medio metro
formada por dosieres, carpetas, archivadores y papeles grapados, tan bien
ensamblada como una muralla medieval. Las oposiciones eran durísimas y este
era el tercer año consecutivo que intentaba sacarlas adelante. En el primero
quedó lejos de conseguir la plaza y en el segundo se acercó bastante, pero
tampoco pudo ser. Estuvo a punto de tirar la toalla por aquel entonces, pero sacó
fuerzas de flaqueza y decidió volver a intentarlo una última vez.
Si por ella fuera se hubiera apuntado a una academia, como hacían muchas
otras personas en su situación, pero era inviable. Y es que no podía dejar de
trabajar mientras estudiaba. Y además era madre soltera, por lo que no era una
opción conformarse con media jornada. Entraba a trabajar a las ocho de la
mañana y solía estar en casa más o menos a las seis, a las seis y media si había
mucho tráfico. Comía cualquier cosa en lo que había tenido a bien llamar
«despacho» (que no era más que un rincón improvisado para tener el máximo
silencio posible) y dejaba de leer cuando, en algún momento, acababa
desmoronándose sobre la Constitución española. Sus ojos empezaban a pesar
tanto que parecía tener dos yunques pegados a los párpados. Y entonces, para
su sorpresa, Lidia entró en la habitación. Abrió la puerta tan despacito que no se
enteró de que estaba allí hasta que llegó a su lado. «Mamá, ¿qué haces?»
Sabía que cuando le hacía esa pregunta simplemente necesitaba un poco de
su madre. Un gesto cariñoso, contarle una anécdota del cole o quejarse de que
estaba un poco sola. No tenía tiempo para nada, pero era su hija y tenía que
dedicárselo. Era la prioridad. Miró su reloj de pared, que marcaba las 22.39. No le
importaba pasar otra noche despierta, pero era suficiente con querer hacerlo para
que la invadiera una somnolencia irresistible a los tres minutos de sentarse a
estudiar. Curioso, porque cuando su intención era dormir le pasaba todo lo
contrario: acababa con la mirada clavada en la pared. «Es que tengo mucha
hambre», dijo. ¿Cómo? De repente todo su cuerpo se quedó congelado. ¡Con el
trabajo acumulado se le había olvidado preparar la cena!
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¿QUÉ PENSAMIENTOS PUEDEN


PROVOCARME ANSIEDAD?

El mundo en que vivimos es complejo y virtualmente inabarcable. Es tan


extenso que incluso a una máquina tan potente como tu cerebro le resulta
imposible apresar todos sus matices, comprender las causas y
consecuencias de todo cuanto sucede para predecir qué sucederá más
adelante. Esto no significa que seas poco inteligente ni nada parecido: se
trata de una dificultad común a todos los seres humanos, con independencia
de su experiencia y aprendizajes. La incertidumbre, por tanto, es una parte
más de la vida con la que habrás de convivir. Así que, lo primero de todo:
no te sientas culpable por el hecho de que puedas tener pensamientos que
no te gustan, esto es completamente natural. Lo importante es ser
comprensivo contigo mismo y entender que ciertas cosas que te ocurren no
tienen nada de malo. A partir de esto, todo lo demás adquiere otro color.
Esta barrera cognitiva contrasta con nuestra tendencia natural a buscar
constantemente el significado de las cosas que suceden. No en vano, las
grandes preguntas que nos planteamos como especie giran alrededor de una
incógnita fundamental: ¿por qué? Por qué esto, por qué lo otro, por qué lo
de más allá... Y cuando hallamos una respuesta que nos satisface, enseguida
llegan nuevas preguntas que reinician el ciclo. Al final, pasamos mucho
tiempo tratando de no perder el rumbo en el oleaje de nuestra vida. Aunque
no te des cuenta mientras ocurre, la infinidad del mundo te obliga a usar
atajos para interpretarlo, simplificando las cosas para hacerlas digeribles y
permitiendo que las emociones influyan en procesos que creías totalmente
racionales.

Este proceso de reducción de la información puede llevarte a caer con


frecuencia en lo que llamamos «distorsiones cognitivas». Y estas distorsiones
son, a su vez, una de las principales fuentes de ansiedad.

Las distorsiones cognitivas son pensamientos que surgen en ciertas


situaciones y que se relacionan con el malestar que estas pueden provocarte.
Son la materia prima del sufrimiento emocional, por lo que muchos
psicólogos se esfuerzan por detectarlas junto a sus pacientes y hacérselas
conscientes para que elaboren explicaciones alternativas ante lo que les ha
correspondido vivir. Lo más característico de estos pensamientos es que
acaban haciéndose automáticos y silenciosos, como una especie de rutina
mental. Dado que no nos damos cuenta de su presencia, la tristeza o la ira
que los acompañan suelen atribuirse de forma equívoca al hecho, pero no a
lo que pensamos sobre él. Esto hace que olvidemos que la forma en que
percibimos la realidad tiene mucho que ver con los sentimientos que afloran
en nuestro interior. A veces más que la cosa en sí misma.
Estas distorsiones cognitivas tienen cuatro rasgos que pueden ayudarte a
diferenciarlas de otros pensamientos:

Son poco objetivas, no se ajustan a la realidad de los hechos con


precisión suficiente.
Son inútiles de cara a resolver los problemas de tu vida cotidiana.
Precipitan emociones que te desbordan.
Están hilvanadas con palabras rígidas o inflexibles, incluso crueles.
A veces solo poseen una de estas cualidades, pero otras veces las
acumulan y te conducen a vivir en un estado constante de preocupación o
de zozobra. A menudo, las distorsiones o pensamientos irracionales adoptan
la forma de un «debería» absolutista, por lo que actúan más como
imposiciones que como deseos legítimos que contribuyan a nuestra
felicidad. Ya sabes, convierten las cosas buenas en cosas necesarias, las
preferencias en obligaciones, los deseos en imposiciones. Además, pueden
implicarte tanto a ti mismo (desvalorizas tus capacidades) como al entorno
en que vives (lo juzgas injusto o malvado), e incluso al futuro que te espera
(trazas expectativas oscuras sobre cómo discurrirá todo). Las distorsiones
cognitivas son especialmente comunes en los trastornos de ansiedad, por lo
que reconocerlas es clave para abordar el problema. Voy a mostrarte las más
importantes, con ejemplos para hacerlas más comprensibles.

PERSONALIZACIÓN: «LA CULPA ES MÍA»

La personalización es un sesgo cognitivo común en las personas que


padecen depresión mayor o trastornos de ansiedad. Consiste en la
autoatribución de responsabilidad al explicar las causas de hechos adversos
en los que objetivamente no tuviste participación directa, o en los que esta
fue discreta o irrelevante. El sesgo ignora muchos de los elementos que sí
pudieron contribuir a que el acontecimiento ocurriera, para obcecarse de
manera excesiva (o exclusiva) en lo que hiciste. Esta forma de entender el
porqué de las cosas suele asociarse a una visión pesimista de ti mismo y a la
creencia de que sueles actuar inapropiadamente, por lo que tras ella hay con
frecuencia una autoestima dañada. Si se mantiene demasiado tiempo, abre
la puerta a sentimientos de culpa sin ninguna base, los cuales condicionarán
tus relaciones con los demás y contigo mismo. También, por cierto, impide
que expreses tu desacuerdo ante situaciones que te desagradan.
Una persona puede caer en la personalización si, por ejemplo, ha sufrido
durante mucho tiempo situaciones de abuso. En estos casos suele sentirse
responsable del enfado de los demás, incluso cuando es evidente que no ha
tenido nada que ver, y se pregunta constantemente qué ha podido hacer para
provocarlo, hasta el punto de comportarse servilmente para compensar.

RAZONAMIENTO EMOCIONAL: «SI LO PIENSO ASÍ ES PORQUE ES ASÍ»

El razonamiento emocional es un sesgo también muy frecuente. Consiste en


la creencia de que si algo te resulta ofensivo o difícil de tolerar, y por tanto
provoca emociones que te cuesta gestionar, seguramente sea porque es
repudiable y quien lo ha dicho o hecho habrá de ser censurado o atacado sin
miramiento. Si bien es cierto que todas las sensibilidades deben ser
respetadas, también debemos ser conscientes de que nuestra historia de vida
puede hacernos particularmente sensibles a ciertos temas o situaciones que
no tienen por qué ser perversos o reprochables por sí mismos. Y también,
por supuesto, habremos de distinguir entre los argumentos y la persona que
los usa, la cual puede seguir aprendiendo y cambiando a lo largo de toda su
vida en el caso de estar equivocada en un momento dado.
Al dejarnos llevar por las emociones de ira o indignación, o cuando lo
hace la otra persona, reaccionamos airadamente y hacemos más difícil que
la conversación discurra por el cauce del mutuo entendimiento. Y lo cierto
es que no es sencillo detener esta dinámica, pues solemos pensar que quien
actúa relajadamente está dando su brazo a torcer y cediendo la razón a su
adversario en el debate, como si reconociera estar errado. Lo cierto es que
nada más lejos de la realidad. Solo de esta manera podremos entender cómo
es el mundo interior de quienes abanderan ideas que aborrecemos. La
dificultad está en templar las emociones hasta que podamos dar el primer
paso adelante, hablando con calma y escuchando lo que tengan que
decirnos con plena apertura. No es una destreza fácil de conquistar, pero
puede ser tremendamente valiosa.
Además de lo que acabo de comentarte, el razonamiento emocional
también es un sesgo a partir del cual puedes llegar a interpretar la realidad
basándote solo en aquello que sientes. Por ejemplo, hay quienes por el
hecho de sentir tristeza en un momento concreto interpretan que todo
cuanto les ha pasado en la vida ha sido desgraciado. Y es que al sentirnos
así es más fácil recordar lo negativo y anticipar que todo cuanto nos
ocurrirá será también malo.

LOS «DEBERÍA» ABSOLUTOS: «TENDRÍA QUE SER DIFERENTE»

Los «debería» absolutos son uno de los sesgos cognitivos más invalidantes
de todos los que hoy en día se conocen. Se basan en la difuminación de la
línea imaginaria que separa el deseo de la necesidad, por lo que ambos se
confunden y acabamos considerando obligatorio algo que solo es preferible.
Si te dejas llevar por tus «debería» absolutos sueles imponerte rígidamente
formas concretas de actuar, por lo que también esperarás que los resultados
se den de la forma prevista sin tolerar demasiado los imprevistos. Como
podrás imaginar, acabas perdiendo la capacidad de improvisar y te vuelves
tan perfeccionista que acabas frustrándote fácilmente.
Los «debería» pueden aplicarse tanto a uno mismo como a los demás o
al mundo que nos rodea. Cuando te impones un «debería» absoluto trazas
para ti mismo un código férreo de conducta o pensamiento que no puede
vulnerarse bajo ninguna circunstancia, por lo que tus más que posibles
deslices se vivirán con desasosiego y desesperación. Por ejemplo, «debo ser
siempre amable con todos o me despreciarán», «no debo sentirme tenso en
situaciones como esta» o «debo obtener siempre la mejor calificación de la
clase o de lo contrario seré un fracasado». Como puedes ver, en todos estos
casos se actúa de forma injusta con las propias necesidades y con nuestra
tendencia a la imperfección, llegándonos a plantear exigencias imposibles
de satisfacer que socavan nuestra autoimagen poco a poco. Es más que
evidente que no todas las personas van a agradarte siempre o que habrá días
en que sentirás nerviosismo y algo no saldrá tan bien como esperas, y no
pasa absolutamente nada por ello. Relájate y disfruta de poder equivocarte.
Cuando los «debería» se imponen a otras personas se pasa a exigir que
actúen siempre de la forma exacta a como esperaríamos de ellas. En el caso
de que alguien hiciera algo distinto a lo previsto se desencadenarían
pensamientos sobre la injusticia o la maldad, y probablemente se le juzgaría
con una dureza extrema. Algunos ejemplos los encontramos en
pensamientos como «todas las personas deberían ser buenas conmigo» o
«es terrible que alguien pueda opinar como tú lo haces».

Los «debería» proyectados a los demás resultan especialmente


controvertidos, porque traen consigo conflictos en nuestras relaciones sociales
y demandan a quienes nos rodean que se adecúen a formas de vivir que no
decidieron por sí mismos, lo que puede aumentar la distancia emocional y
hacerles sentir poco aceptados.

ETIQUETADO: «SOY ANSIOSO»

El etiquetado puede llegar a ser algo realmente injusto. Implica que te


asignes a ti mismo o a los demás una cualidad que contamina todo cuanto
eres o son, a menudo empleando una palabra que tiene connotaciones
negativas y que se ensancha hasta definirlos (o definirte) por completo. Por
ejemplo, ante cualquiera de los desaciertos en los que todos incurriremos a
lo largo de nuestra vida, podríamos decir de nosotros que somos
«estúpidos», «incapaces» o «fracasados», incluyéndonos en una categoría
permanente por haber cometido un error puntual. Supone confundir el ser
con el estar, entendiendo que una equivocación debe ser necesariamente la
consecuencia de que somos perversos, débiles o algo peor, cuando
realmente pudo deberse a circunstancias ajenas a nuestra voluntad o nuestro
control. Es algo parecido al conocido efecto halo, que consiste en partir de
un atributo arbitrario para hacer una generalización de qué o cómo es la
persona. Por ejemplo, pensar que quienes son físicamente agraciados
también son necesariamente mejores personas (o al revés), una idea
sorprendentemente extendida entre la gente.
Más allá de que el etiquetado se adentra de manera muy profunda en tu
autoestima, desdibujando lo que realmente eres, también tiene la capacidad
de condicionar el modo en que actuarás en el futuro. Tras haberte impuesto
la etiqueta, esta te servirá para explicar todo cuanto pudiera ocurrirte. Por
ejemplo, si te dices que eres estúpido y suspendes un examen, la etiqueta
será suficiente para interpretar que el motivo de esta mala calificación fue la
pobreza de tu intelecto (obviando la dificultad de la prueba, el tiempo que
dedicaste a su estudio...). Además, la etiqueta también puede actuar
proactivamente: si consideras que eres estúpido, puedes renunciar a tus
aspiraciones de cursar una determinada titulación o lograr cierto empleo,
pues tendrás tan presente el fracaso que carecerá de sentido ni siquiera
intentarlo. Al renunciar a tus deseos reduces la probabilidad de que se
cumplan, pues dejas de actuar para hacerlos posibles. Esto no tiene nada
que ver con el karma ni otras energías misteriosas; tiene que ver solo con el
hecho de que toda conducta nace, en primer lugar, de un pensamiento que le
da forma.
Debes tener en cuenta que siempre buscamos la coherencia entre lo que
pensamos de nosotros mismos y lo que hacemos en nuestro día a día, de
manera que si nos percibimos negativamente facilitaremos experiencias que
así lo corroboren. Es, pues, un sesgo de confirmación.

Piénsalo un momento: no solo actúas según cómo te sientes, sino que te


sientes de cierta manera por el modo en que actúas.
CATASTROFISMO: «VA A OCURRIR UN DESASTRE»

El catastrofismo es un sesgo cognitivo que se da si prevés constantemente


que todo lo que ocurrirá será terrible e insoportable, exagerando
dramáticamente las consecuencias que tendría en ti o en los demás. Por
ejemplo, se da en el caso de una estudiante que siempre está anticipando
que suspenderá sus exámenes y que será algo catastrófico, pues como
consecuencia de ello no podrá tener el trabajo de sus sueños y acabará
siendo una desgraciada. También puede habitar tras la decisión de mantener
relaciones insatisfactorias por el miedo a la soledad que supuestamente nos
embriagaría si las abandonáramos. Esta distorsión puede forzarnos a actuar
de modo distinto al que legítimamente querríamos por el hecho de pensar
que, de lo contrario, sería un auténtico desastre. El miedo, como ves, nos
empujaría a actuar solo para evitar lo malo y nunca para buscar lo bueno.
Este sesgo convierte amenazas pequeñas o inexistentes en monstruos,
ante los que percibimos que no podremos luchar. Por ello es común en la
ansiedad, sobre todo cuando magnificamos las consecuencias de un ataque
de pánico o de las sensaciones naturales del cuerpo, de la exposición al
estímulo temido o a cualquier situación que nos preocupe.

FALACIA DE CONTROL: «NECESITO SABER QUÉ VA A PASAR»

La falacia de control es una de las distorsiones cognitivas clave para


entender la ansiedad y cómo esta puede alterar tus expectativas y
emociones. Quien la sufre cree que debe tener absoluto control de las cosas
que suceden a su alrededor, para así anticiparse con precisión milimétrica a
lo que le depare el futuro. Lo cierto es que, como sabes, la vida cotidiana
está influida por tantas variables que es imposible tenerlas todas en cuenta,
pues no eres un ordenador que hace cálculos exclusivamente sobre premisas
lógicas. Así, la falacia de control puede conducir al desasosiego y la
indefensión, como si estuvieras siempre expuesto a los vaivenes de un azar
insoportable. Esta distorsión está en la base de trastornos como la ansiedad
generalizada y se asocia a la pérdida de espontaneidad en tus relaciones.
Algunos ejercicios, como los que verás cuando te hable del mindfulness,
persiguen que te replantees esta férrea necesidad de saber qué hacer y cómo
actuar.
Otro problema relacionado directamente con la falacia de control es la
dificultad para tolerar lo imprevisto o lo novedoso, y la necesidad de
mantener una regularidad total en la forma en que actúas, creyendo que así
impedirás aquello que temes (o facilitarás lo que anhelas).

La falacia de control es, al final, una forma de interpretar la realidad que


resulta incoherente con la naturaleza de la vida y del mundo, ya que estos
están siempre en constante movimiento.

MAXIMIZACIÓN Y MINIMIZACIÓN: «ESTO NO TIENE NADA DE BUENO»

La maximización y la minimización son sesgos cognitivos que distorsionan


la forma en que juzgas las cualidades de una persona o de una situación. Si
observas objetivamente la realidad te darás cuenta de que necesariamente
tendrá tanto cualidades positivas como negativas, aspectos que consideras
deseables y otros que quizá podrían mejorar. Quienes hacen uso de estos
sesgos al procesar la información sobreestiman los primeros e infravaloran
los segundos, para acabar formándose una opinión limitada y parcial. El
enamoramiento lo demuestra con meridiana claridad: se trata de una etapa
fugaz al inicio de las relaciones de pareja en la que eres consciente de las
virtudes del otro, mientras que no reparas en igual medida en aspectos que
no son tan brillantes como te gustaría. Por supuesto, tarde o temprano esta
ilusión se desmorona, descubriéndose el ser amado frente a tus ojos (y tú
ante los suyos) tal y como es. El peligro aquí está en sentirte decepcionado
por haber creado expectativas irreales. Además de esto, algunas personas
creen que lo que sienten mientras están enamoradas es el verdadero amor, y
se desilusionan cuando su relación se adentra en aguas más mansas.

Algo que debes saber sobre los sesgos de maximización y minimización es


que pueden provocar inconvenientes muy graves cuando afectan a las
grandes decisiones de tu vida, como la elección de consolidar una relación o
la de optar a un puesto de trabajo. Así, podrías escoger una opción sin
sopesar los pros y contras con claridad, y equivocarte y verte obligado a
afrontar problemas nuevos e imprevistos.

LECTURA DEL PENSAMIENTO: «NO HACE FALTA QUE ME LO DIGAS»

La lectura del pensamiento afecta a las relaciones interpersonales y tiene


mucho que ver con la dificultad para comunicarte en las distancias cortas,
como la que pudieras tener con tu pareja o un buen amigo. Implica la
creencia de que sabes con certeza lo que el otro piensa sin necesidad de
preguntarle por ello, lo que puede conducir a malentendidos. Por ejemplo,
puede ocurrir que interpretes una mala cara como el indicio de que esa
persona está enfadada por algo que hiciste, infiriendo su pensamiento sin
más fundamentos que tu percepción de las cosas. En cambio, es posible que
en realidad solo tuviera un mal día o que esté molesta por algo que no tiene
nada que ver contigo.
Recuerdo ahora un ejemplo muy gracioso que tuve la ocasión de vivir en
mi propia piel hace algunos años. Nos reunimos en casa con una pareja de
buenos amigos que acababan de regresar de sus vacaciones de verano.
Ambos parecían entusiasmados y tenían muchas cosas que compartir con
nosotros: nos esperaba una de esas tardes viendo fotos entre risas y
anécdotas... Al acabar, cuando tuve la oportunidad de reunirme a solas con
él, me confesó que realmente no le apetecía nada viajar al lugar que
finalmente fue su destino, pero que se conformaba porque sabía que a ella
le hacía ilusión conocerlo desde hacía mucho tiempo. Lo que no sabíamos
ni él ni yo en aquel entonces es que también ella le comentó exactamente lo
mismo a mi pareja: jamás hubiera visitado un sitio como ese de no ser
porque a él le encantaba. ¡Al final los dos pasaron sus días de descanso
donde ninguno quería ir, solo por satisfacer el deseo que creían que tenía el
otro!

La solución radica, por supuesto, en buscar los espacios propicios para una
conversación equilibrada, abierta y sincera. Para ello es necesario desarrollar
tu escucha activa, esto es, mostrar apertura a lo que el otro tenga que decirte,
evitando juicios y comprendiendo su marco de referencia.

SOBREGENERALIZACIÓN: «SI ME PASÓ UNA VEZ, ME VOLVERÁ A PASAR»

La sobregeneralización hunde sus raíces en algo de lo que ya te hablé unas


páginas antes: nuestro sistema cognitivo, con el que procesamos
información del mundo, es limitado. Por eso a veces confiamos demasiado
en la experiencia pasada para entender cómo será la actual, ahorrando la
energía que precisa comprender el presente tal y como es en este preciso
instante. Esta forma de anticipar las cosas esconde el peligro de incurrir en
sesgos con consecuencias más o menos graves, pues cada momento es (en
esencia) único. Es posible que una persona cometiera un error en el pasado
y hubiera aprendido lo suficiente para no repetirlo más, por lo que sería
injusto torturarla constantemente con lo contrario. Si tiendes a
sobregeneralizar, mantienes vivos los sentimientos de culpa por haber
hecho algo mal y sientes que volverás a repetirlo si la ocasión se asemeja lo
suficiente a la que viviste. Además, también puede ocurrirte si tus
relaciones acabaron decepcionándote en algún momento y te quedaste
atascado en la creencia de que volverán a hacerlo una y otra vez.
Puedes incurrir en este sesgo fácilmente en el caso de que sufrieras una
infidelidad o una traición, y a partir de ese instante empezaras a desconfiar
de las personas con las que inicias nuevas relaciones. Por lo tanto, la
sobregeneralización es un sesgo que conduce a formas injustas de valorar
las situaciones y a las personas, a las que se añadirían etiquetas que muy
probablemente no les corresponden.

PENSAMIENTO DICOTÓMICO: «O CONMIGO O CONTRA MÍ»

El pensamiento dicotómico es increíblemente común, tanto que con mucha


frecuencia se acaba extendiendo a otros de los sesgos que hemos visto hasta
ahora. Alude a la importancia de cómo usas el lenguaje al describir las
cosas que te suceden, pues según las palabras que elijas al narrar una
historia podrás dotarla de un matiz u otro. En el caso de esta distorsión, se
optará por incluir términos extremos para describir la frecuencia con la que
te pasa algo o tu capacidad para hacerle frente («todo», «nada», «siempre»,
«nunca»...). A veces, si ocurre un inconveniente, tendemos a lamentarnos
con frases como «siempre me pasa a mí» o «no valgo para nada». Tales
afirmaciones hacen que un suceso casual, o poco frecuente en el marco de
tu vida, se perciba como algo que depende enteramente de ti y que nunca
podrá cambiar, por lo que te afectará de forma más profunda que si lo ves
con ojos más justos.
El pensamiento dicotómico es muy frecuente en personas que padecen
depresión, por dos motivos diferentes: el primero porque su autoestima está
habitualmente dañada (haciendo que se atribuyan responsabilidad sobre los
hechos de un modo desproporcionado) y el segundo porque su percepción
de las cosas está condicionada negativamente por el estado de ánimo. Dado
que cada vez que revisan el pasado tienen facilidad para evocar los fracasos,
y cuando analizan el presente prestan una atención especial a todo lo
adverso, resulta más sencillo extraer conclusiones absolutas sobre uno
mismo y el camino recorrido hasta ahora.
Más adelante, cuando trate el debate racional (en el capítulo 5 del libro),
podrás usar lo que has aprendido en este capítulo para poner en duda los
pensamientos irracionales que puedas tener y buscar alternativas para ellos,
con todo lo positivo que esto implicará para tu salud mental.
9

¿CÓMO ME PROTEJO DE LA ANSIEDAD?

En los dos capítulos anteriores te he descrito qué situaciones y


pensamientos se relacionan con la ansiedad, y probablemente te hayas
sentido identificado en algún punto. Ha llegado el momento de prestar
atención a la otra cara de la moneda: a las cosas que te ayudan con la
ansiedad que puedas estar sufriendo ahora mismo o prevenir que degenere
en un problema de salud mental. Eso sí, ya sabes que todos somos
imperfectos y que no es razonable pensar que debes cumplir a rajatabla
todas las indicaciones que verás aquí. Lo importante es saber que todas
pueden de algún modo aprenderse o reforzarse, especialmente mediante la
práctica de ejercicios como los que encontrarás en la última parte del libro.
No te angusties por pensar que todavía te queda camino por recorrer, es
parte de la aventura. Mientras todo va llegando como resultado natural de tu
desarrollo como persona en constante cambio, te propongo algunos recursos
que pueden protegerte del malestar emocional.

LA PERSONALIDAD RESISTENTE (HARDINESS): LAS RAÍCES FUERTES

La personalidad resistente es un concepto que se acuñó a finales de los años


setenta y que también se conoce como hardiness. La personalidad resistente
se construye con rasgos que te permiten mantener una buena salud
psicológica pese a la inevitabilidad del estrés, pues nace de la idea de que
más allá de la adversidad reside una oportunidad para el descubrimiento
individual. Las características principales de este recurso protector son el
desafío, el control y el compromiso, y todas pueden adquirirse como
resultado de tus experiencias personales.
El desafío alude a tu capacidad para reinterpretar el significado de una
situación que te provoca estrés. Ante circunstancias difíciles podrías sentir
que te estás enfrentando a una amenaza que socavará tu felicidad o, por el
contrario, contemplar la posibilidad de aprender algo valioso como
resultado de haberlas vivido. Pensar de una u otra forma afectará a cómo te
acercas al problema (con esperanza, con resignación, con miedo...) e
incluso a cómo vives las consecuencias de fracasar al acometerlo. Algo
muy relacionado con esto explicó Viktor Frankl cuando afirmó que toda
adversidad es más fácilmente tolerable si somos capaces de otorgarle un
sentido.

El optimismo realista, no el desproporcionado, es una cualidad que ilustra


excelentemente bien el significado del desafío desde este punto de vista: una
perspectiva de vida en la que se afronta la dificultad con la apertura necesaria
para aceptarla y aprender de sus rigores.

Esta actitud facilita que te pertreches de conocimientos prácticos y


destrezas emocionales a lo largo del camino, que serán el resultado de
abrazar las experiencias plenamente, tal y como son. En definitiva, irás
convirtiéndote en un experto en vivir con el paso de los años, y adquirirás la
capacidad de ayudarte a ti mismo y a los demás en caso de necesidad.
La segunda característica de este recurso protector es el control. Sobre el
control tienes que saber que, al igual que sucede con muchas otras cosas, en
el término medio está la virtud. Si convives con una ansiedad persistente
puedes llegar a pensar que todo se te escapa de las manos, por lo que
también tenderás a sentir desprotección ante los imprevisibles vaivenes del
azar. Como respuesta defensiva surgiría la necesidad de fiscalizar la propia
vida, de forzarla a discurrir por el imposible sendero de lo predecible,
invirtiendo mucha energía en no ceder ni un centímetro a la suerte u otras
influencias que siempre van a estar ahí.
La última característica es el compromiso, entendido como la capacidad
de asumir la porción justa de responsabilidad que te corresponde en los
conflictos a los que te enfrentes, distinguiéndola con claridad de las que
puedan tener quienes te rodean. Implica mantener vivo el esfuerzo por
resolver un entuerto o lidiar con obstáculos sobrevenidos, pese a todo lo que
se oponga. Es crucial hacer un apunte importante aquí: la responsabilidad es
una palabra que se suele confundir con la culpa, cuando en realidad no se
parecen en nada. La primera implica reconocer qué papel tuviste en
situaciones actuales o pasadas que te hacen o te hicieron daño, mientras que
la segunda posee connotaciones negativas que torpedean la línea de
flotación de tu autoestima («he hecho algo horrible y merezco lo que me ha
pasado»). La culpa puede ser un sentimiento válido si has provocado un
daño profundo a otro ser vivo, pero es invalidante cuando aflora ante
prácticamente cualquier desencuentro. De hecho, en este caso raramente
responde a criterios objetivos o racionales y omite el hecho de que, detrás
de la mayoría de los conflictos, suele haber más de una persona implicada.
Asumiendo responsabilidad te dotas a ti mismo de la capacidad para mediar
en las situaciones que juzgas importantes, pues te convences de que al
menos cierta parte de los resultados depende de tus esfuerzos y tu voluntad.

La personalidad resistente reúne armónicamente el desafío, el control y el


compromiso. Aunque esté acuñada con el término personalidad, que para
muchos representa lo inamovible y constante, lo cierto es que sus tres
componentes pueden desarrollarse si se propician las experiencias
adecuadas.
LA RESILIENCIA: LA FIRMEZA ANTE EL ESTRÉS

La resiliencia es un concepto que procede de la física y que se aplica a la


resistencia de algunos materiales, como metales o plásticos, cuando son
sometidos a una fuerza externa. En concreto describe la capacidad de
doblarse y cambiar su forma original sin llegar a romperse, para volver a su
estado original cuando cede la presión. En psicología se usa
metafóricamente como la cualidad de atravesar las grandes dificultades de
la vida sin sufrir consecuencias emociones irreparables, o incluso
cosechando aprendizajes valiosos con los que sortear nuevas situaciones
estresantes que pudieran llegar en el futuro. Es una de las capacidades que
más atención está recibiendo en el panorama científico actual, aunque a
veces no se entiende qué es en realidad y se distorsiona su alcance, hasta el
punto de haberse ganado injustamente la etiqueta de «acientífica». Se ha
usado también para explicar cómo la mayoría de las personas que viven un
hecho difícil acaban superándolo con la ayuda necesaria, e incluso de forma
aparentemente espontánea.
La resiliencia requiere que, primero, seas consciente de cuáles son tus
potencialidades y cuáles tus puntos débiles, y que comprendas que tanto
unas como otros son parte de ti. En ese sentido, implica también confiar en
tus propias cualidades y sentir que podrás afrontar lo que surja, o de que,
como mínimo, tendrás herramientas potentes mediante las que intentarlo.
Así, cuando finalmente llegue un momento difícil podrás aprender de él y
desarrollar nuevas fortalezas que contribuyan a reducir el riesgo de padecer
problemas de salud. Ser resiliente no significa ser una persona austera o
espartana, una máquina que no reacciona emocionalmente ante el dolor:
quienes lo son se permiten llorar tanto como sea necesario y no dudan en
buscar ayuda en su entorno. De hecho, como suelen priorizar las amistades
equilibradamente optimistas, reciben un apoyo social muy valioso.
La flexibilidad, la creatividad y el humor también son cualidades que suelen
vincularse a menudo con la resiliencia: todas ellas son estrategias a través de
las cuales procesas la información de manera constructiva. Aunque ahora
percibas ajenas estas cualidades, siempre existe margen para mejorar.

EL APOYO SOCIAL: EL VALOR DE UNA MANO AMIGA

El apoyo social es, sin duda, uno de los recursos más relevantes para
protegerte ante el sufrimiento emocional. Puede aliviar el estrés de tu vida,
al permitirte redistribuir la carga que llevas sobre los hombros entre
aquellas personas que te quieren y a las que quieres, y que hará más ligeros
los avatares y desencantos. Es fundamental entender que el apoyo social no
se reduce al número de personas que te rodean, pues puedes sentirte
profundamente solo entre la multitud o íntimamente acompañado con un
solo amigo al lado. La soledad es en realidad una percepción que parte de la
subjetividad, y que por tanto no puede ser cuantificada como si tuviera peso
o longitud propias. Podemos definirla como la sensación de no estar
conectado con otros seres humanos, como si fueras una isla solitaria en la
inmensidad del océano, y puede sufrirla cualquier persona que decida callar
siempre lo que piensa y siente. Cuando te sumerges en la soledad, las
heridas afectivas resultan más profundas y estás en especial riesgo de sufrir
problemas de salud mental, incluyendo los trastornos ansiosos y los del
estado de ánimo.

Forjar relaciones auténticas y de calidad, que te permitan compartir objetivos e


inquietudes desde la recíproca aceptación, es algo muy terapéutico.

El apoyo social no es genérico o simple, sino que tiene muchas formas


de expresarse que pueden ser valiosas en determinados momentos de tu
vida:

Por un lado tenemos el apoyo instrumental, que consiste en ofrecer o


recibir los medios necesarios (económicos, materiales...) para
solucionar algún problema, como cuando estás apurado de dinero y lo
precisas para algo urgente.
También existe un apoyo informativo, con el que se ofrecen o reciben
consejos y opiniones basados en la experiencia para reducir la
ambigüedad de la situación. Eso sí, si eres tú quien lo presta, solo
debes hacerlo si te lo solicitan expresamente, pues de lo contrario se
suele percibir como una intromisión en la intimidad.
La última forma de apoyo, y quizá también la más importante, es la
emocional.

En su forma más pura, el apoyo emocional consiste en ofrecer, o recibir,


tiempo y escucha activa a otra persona: te conviertes en un vehículo para
que pueda expresar las inquietudes que la aquejan. También puede ser más
elocuente: abrazos, besos, caricias u otras formas de proximidad. El apoyo
emocional transmite a los demás la idea de que no están solos en su
sufrimiento y que pueden contar con el espacio propicio para encontrar
comprensión. Esta forma de ayuda requiere de la capacidad de aceptar al
otro como es, sin intención de cambiarlo para que se ajuste a lo que te
gustaría.
Han sido muchos los investigadores que han dedicado su vida a descifrar
los misterios del apoyo social, tratando de averiguar por qué resulta tan
importante para nuestra salud mental. Y es que si nos remontamos a nuestro
pasado remoto, comprobarás que ya las primeras comunidades y grupos de
individuos se proporcionaban cuidados y se intercambiaban bienes, lo que
acababa fraguando sentimientos de pertenencia y familiaridad y, en
consecuencia, una sociedad. Así aumentaban las opciones de sobrevivir,
pues las personas que se perciben interconectadas suelen ayudarse
mutuamente. Un concepto interesante para entender esto es el de
endogrupo. El endogrupo abraza a todas aquellas personas con las que te
sientes identificado por compartir un rasgo común: el haber nacido en la
misma familia, el ser aficionado al mismo equipo de fútbol o incluso el
haber estudiado en el mismo colegio o universidad. El término es esencial
para entender por qué y cómo te relacionas con los demás, para comprender
el sentido de la amistad y de la familia, pero también puede ser un eje sobre
el que orbitan problemas como el racismo u otras formas de discriminación:
las personas solemos creer que nuestros conocidos son más distintos entre sí
que las personas a las que no conocemos, que pasan a ser una masa
homogénea de desconocidos. Es más fácil deshumanizar a quienes son
distintos a nosotros atendiendo a criterios tan peregrinos como su color de
piel o su país de origen, pese a que quizá en el fondo se nos asemejen más
en lo importante que aquellos a quienes nos vinculamos por costumbre.

Las conductas prosociales y altruistas son más frecuentes dentro de la familia


y de las amistades que fuera de ella, tanto para bien como para mal.

También puede suceder que dispongas de un entorno rico y encantado de


proporcionarte apoyo, pero que por cualquier motivo te sientas incapaz de
demandarlo cuando lo necesitas. El orgullo, la autosuficiencia, la creencia
de que has de sacrificarte «por no molestar» pueden estar detrás de todo, y
te impedirían disfrutar de la calidez emocional de las personas a las que
quieres. Un paso ineludible es reconocer tu vulnerabilidad y entonces
asumir (aunque te cueste) el rol de receptor en el intercambio emocional y
material que tiene lugar a tu alrededor, y no limitarte únicamente a dar hasta
quedarte vacío o romperte. Esta posición te permitirá equilibrar la balanza
entre lo que ofreces y lo que recibes, por lo que minimizará el riesgo de
sentirte quemado en tus relaciones.
Debes tener en cuenta que a medida que transcurren los años y tu actitud
sacrificada se mantiene, las personas que te rodean construyen expectativas
de que así será siempre. Por lo tanto, cuando tomes la decisión de buscar
ayuda tras mucho tiempo sin hacerlo, encontrarás resistencias y obstáculos.
Al fin y al cabo, todos los grupos (familia, amistad...) funcionan como
sistemas en los que cada una de sus piezas está indivisiblemente engranada
con las demás por la costumbre y por los hábitos, por lo que cuando una
sola de ellas cambia deberán hacerlo también todas las demás de una forma
u otra (por incómodo que les resulte). Son estas mismas resistencias las que
pueden hacer difícil la transición de un estado que nos está perjudicando a
otro que anhelamos. Es fundamental aceptar tu necesidad de ser ayudado de
vez en cuando y desarrollar una forma de comunicación que fomente la
confianza.

Cuando una situación se puede modificar, debes priorizar la búsqueda de


apoyo material para facilitar las cosas, mientras que cuando no puede
cambiarse resultará más apropiado el apoyo emocional. Así pues, ninguno de
los dos es mejor que el otro: su utilidad depende de las características del
problema al que te estés enfrentando.

LA REGULACIÓN EMOCIONAL: EL EQUILIBRIO PSICOLÓGICO

Los problemas para regular lo que sientes, esto es, para cuidar tus
emociones cuando se están transformando en algo que te perjudica, son
comunes a los trastornos de ansiedad y del estado de ánimo: hacen que la
tristeza haga mella en ti o que el enfado te haga estallar violentamente
contra ti mismo o contra quienes están más cerca. Esto ocurre sobre todo si
consideras intolerable sentir ciertas cosas y prefieres renunciar a escucharte
cuando te ves abrumado por ellas. Al dejar de mirar hacia dentro en los
momentos críticos acabas siendo incapaz de saber qué estás sintiendo
exactamente, de diferenciar unas emociones de otras parecidas y de verlas
con la claridad suficiente para aprender de ellas. En definitiva, pierdes de
vista una parte fundamental de quién eres y de tus potencialidades
psicológicas.
Veámoslo con un ejemplo: como ya sabes, la tristeza es una emoción
legítima y no se parece en nada a lo que sentimos durante una depresión.
No obstante, uno de los síntomas fundamentales de esta última es (junto a la
dificultad para experimentar placer) una tristeza desbordante y que te
impide hacer las cosas que te importan. Pues bien, la transición de esta
tristeza adaptativa a la propia del trastorno del estado de ánimo depende en
parte de tu capacidad para regular emociones. Así, si tienes dificultad para
hacerlo puedes ceder al aislamiento que promueve la tristeza y renunciar a
las cosas que siempre te proporcionaron placer, lo que te impedirá realizar
actividades agradables que te servirían para amortiguar el efecto
psicológicamente perjudicial de las pérdidas que se van sumando con cada
uno de estos abandonos. Dado que la tristeza te abrumaría, te resultaría más
fácil ignorarla que hacer algo al respecto (pese a que esta continúe
erosionando tu felicidad poco a poco).

Si convives con un trastorno ansioso puede ocurrir que una emoción, como el
miedo o la tristeza, te resulte difícil de soportar. Esto hace que cada vez que
intentes aproximarte a ella te sientas abrumado, para al final optar por
arrinconarlas en una esquina por la que transites lo menos posible.

Para entender cómo elaboras tu experiencia emocional debes conocer,


primero, cómo se organiza tu cerebro. En su interior hay estructuras que
tienen como objetivo principal procesar emociones y otras que te permiten
conducirte bajo los principios de la lógica. Una de las más importantes es la
amígdala, conocida por su asociación con el miedo, aunque no es ni mucho
menos el único afecto en el que participa. La amígdala tiene como
peculiaridad que madura pronto, para hacer que desde tu más tierna infancia
puedas sentir muchas cosas e incluso almacenarlas en un sustrato profundo
de tu autobiografía. Esto propicia un fenómeno curioso cuyos mecanismos
todavía no conocemos bien: a lo largo de la niñez podemos vivir situaciones
difíciles que dejan improntas emocionales que se prolongan durante años,
aunque seamos incapaces de recordar qué fue lo que pasó exactamente
cuando de adultos tratamos de evocarlo. Por ejemplo, imagina que uno de
tus familiares tuviera la costumbre de darte sustos como forma de divertirse
contigo. Ya sabes, cosas como ponerse una máscara para acecharte por las
esquinas o perseguirte impostando una voz monstruosa. Los niños (sobre
todo los pequeños) son sensibles a los cambios súbitos en el ambiente, por
lo que lo más probable es que esa supuesta diversión acabara
transformándose en sobresaltos y miedo. Pues bien, algo tan inocente como
esto podría hacer que años después sintieras antipatía hacia el adulto que te
lo hizo, pese a que no pudieras recordar por qué. Este fenómeno tan
sorprendente también ocurre en situaciones graves: abuso físico,
psicológico, sexual...
Aunque las emociones que dependen de la amígdala son esenciales para
tomar buenas decisiones, no siempre debes dejarte llevar por ellas sin
meditar antes tus acciones, pues podrías actuar de forma impulsiva en
situaciones donde sientes miedo o ira. Para este fin existe un mecanismo
cerebral de contención, que permite bloquear tus respuestas precipitadas en
momentos en los que el enfado podría jugarte una mala pasada. Este
mecanismo se halla en la corteza prefrontal, y cuando se daña (por lesión o
enfermedad) nos hace actuar de manera errática, desorganizada e
imprudente. Además, hay que tener en cuenta que cuando estás muy
enfadado puede desconectarse temporalmente, en cuyo caso lo mejor es
retirarte durante algún tiempo y esperar a que la tempestad amaine. Existe
un síndrome grave que surge a consecuencia de una mala gestión de la
impotencia o de la ira en los padres de bebés: el síndrome del niño
zarandeado. Al sentirse desbordados por el llanto de su hijo, y ante la falta
de recursos para aliviarlo, en cierto momento sus padres o cuidadores optan
por cogerlo y agitarlo violentamente entre sus brazos. Al hacer esto,
desplazan su cerebro en el interior de la bóveda craneal, lo que produce
sangrado e inflamación como consecuencia de los microimpactos. No se
necesita mucho tiempo: apenas unos cinco o seis segundos. En uno de cada
diez niños que han pasado por esto se produce una muerte prácticamente
instantánea. En los otros nueve se generan lesiones irreversibles que van
desde la discapacidad intelectual hasta la epilepsia. Y todo ello,
desgraciadamente, por problemas para regular la emoción...
Para acabar, quisiera destacar que la amígdala y la corteza prefrontal son
esenciales para entender el engranaje de la regulación emocional. La
primera te permite procesar las emociones para convertirlas en experiencias
con sentido, mientras que la segunda facilita su identificación,
diferenciación, transformación y contención. Uno de los objetivos del
mindfulness es precisamente conquistar este equilibrio de fuerzas, como
verás más adelante en el libro. De hecho, muchos estudios científicos
muestran que la práctica de esta forma de meditación puede cambiar tu
cerebro de manera profunda, ¡tanto en su estructura como en su función!

LA AUTOCOMPASIÓN: COMPRENDIENDO NUESTRA IMPERFECCIÓN

La autocompasión es una palabra que a menudo se asocia a concepciones


erróneas, prejuicios e imprecisiones, probablemente incluso te ha ocurrido a
ti ahora, tras acabar de leerla. Al escucharla puedes pensar que no es más
que mera condescendencia hacia tu persona o tus circunstancias, como si
estuvieras compadeciéndote por errores que cometiste o por la forma en que
crees ser. Lo cierto es que incluso si vives en entornos profundamente
hostiles (o quizá todavía más en este caso) no suele haber crítico más cruel
que tú mismo: asignamos a nuestras acciones reprobables etiquetas
horribles que no osaríamos atribuir ni al peor de nuestros enemigos,
anticipamos de manera pesimista los resultados de nuestro esfuerzo y nos
tratamos sin miramiento alguno cuando actuamos de una manera que
consideramos injusta. Esto acaba convirtiéndose en un discurso interno (lo
que te dices sobre ti mismo) constante y destructivo, en un juicio inflexible
sobre tu forma de ser y de actuar que moldea poco a poco cómo te
autopercibes. Al final, puedes forjar una imagen tan oscura de ti mismo que
acabas sintiéndote indigno de cariño o de aprecio. Esto es, precisamente, lo
opuesto a la autocompasión.
La autocompasión es un concepto arraigado en la tradición budista más
ancestral, y que ha sido recuperado recientemente. Y es que vivimos en una
sociedad tan lastrada por la competitividad, tan acelerada y exigente que a
veces nos asaltan dudas sobre nosotros mismos y nuestra capacidad para
sobrevivir en ella. Se nos bombardea con modelos de conducta heroicos,
físicos espectaculares (a veces directamente imposibles) y logros
estratosféricos, los cuales se promocionan y divulgan a través de las nuevas
tecnologías forjando expectativas implacables sobre cómo deberías ser. Son
referencias inalcanzables que se convierten dolorosamente en metas. Así
pues, si tu cuerpo no encaja al completo en el estereotipo de belleza
dominante, si cometes actos que otros consideran negativos o si
simplemente tropiezas en tu esfuerzo por lograr un objetivo significativo,
surgen de inmediato pensamientos de fracaso e inadecuación
desproporcionados que conducen a la desesperación.

En el océano social de la apariencia resulta sencillo naufragar, flotar a la


deriva y sentir insatisfacción, así como olvidar del todo cuáles eran tus
motivaciones cuando emprendiste el viaje de vivir.

Es entonces cuando entra en juego la autocompasión. Con ella no


pretendemos mirar hacia otro lado con nuestras imperfecciones para
simplemente hacerlas desaparecer, sino que las tratamos como una parte
más de la naturaleza humana y de nosotros mismos. Todos los seres
humanos estamos formados por un abanico tan variado de cualidades que es
imposible que todas puedan considerarse perfectas, y más cuando el propio
concepto de perfección está sujeto a una importante subjetividad (lo que
para algunos lo es, para otros no). La búsqueda de esta supuesta perfección
implica someternos al tamiz de la norma, a lo que los otros consideran
bueno o deseable, sin plantearnos ni siquiera nuestra posición al respecto.
Solo si eres capaz de aceptarte plenamente, de tener una visión integrada y
amable de tus puntos fuertes y de los débiles, te posicionas en el punto
idóneo para cambiar lo que genuinamente no te agrada (si acaso lo
consideras justo).
Uno de los principios básicos que dan forma a la autocompasión es la
amabilidad hacia nosotros mismos. Esto no significa otra cosa que tratarte
como si fueras tu mejor amigo: ser capaz de proporcionarte auxilio y
buenas palabras incluso si cometes errores a menudo. Es una forma de
dirigir el discurso interno a pensamientos constructivos, desprovistos del
tono nocivo con el que solemos castigarnos al ser víctimas de las
distorsiones cognitivas que vimos en capítulos previos. Uno de los ejemplos
más claros lo encontramos en quienes sufren de depresión mayor y
atribuyen cualquier desliz a factores internos y permanentes («soy así y
nunca podré hacer nada para mejorar») y sus aciertos a variables externas y
fluctuantes («lo conseguí porque en realidad era fácil»). Estas
conversaciones contigo mismo, que se debaten en tu fuero interno al
enfrentarte a ciertas situaciones, pueden mantener en el tiempo los
problemas de salud mental e incluso hacerlos más graves. Por ello, la
amabilidad actúa como un resorte para convertirlos en interpretaciones
ajustadas a los hechos y emocionalmente más saludables.
Otra dimensión importante de la autocompasión es la de la humanidad
compartida. En ocasiones, cuando te sientes abatido por un error que
cometiste o por no haber logrado las metas que pretendías, puedes tener la
sensación de que la decepción es tan grande que ni siquiera puedes
compartirla con los demás. Es como si lo que sintieras tuviera matices
enrevesados que impidieran traducirlo a palabras sencillas. La primera
consecuencia es que decides callar y simplemente seguir adelante. La
segunda es el aislamiento, el vacío interior y la soledad indeseada, los
cuales llegarán a medida que pase el tiempo. La humanidad compartida te
da una visión distinta de los sucesos cotidianos: te permite aceptar que
todos sufrimos por el hecho de existir y que habrás de aceptarlo para que tu
experiencia sea plena. También te hace entender que el error es necesario
para aprender y construir habilidades con las que afrontar la adversidad.
Dicho con otras palabras: te permite reinterpretar lo que sucede en tu
interior para despojarte del sentimiento de culpa y para poder percibirte
entonces como parte de una especie que naturalmente sufre, lucha, llora... y
que todo eso está, sencillamente, bien. Cuando se interioriza la idea de la
humanidad compartida, rápidamente irradia a los demás en nuestra forma
de relacionarnos, volviéndonos más pacientes y comprensivos.
La última característica de la autocompasión es la atención plena, o la
capacidad de apreciar el mundo y todo lo que en él sucede sin limitarlo a
adjetivos valorativos, tan solo observándolo tal y como es. No es raro que al
asomarte dentro de ti descubras emociones que no solo te duelen, sino con
las que sueles identificarte: si te sientes triste puedes llegar a pensar que
eres depresivo, sin reparar en la posibilidad de que una emoción así sea
coherente con aquello a lo que te enfrentas y que por tanto se trate de un
estado pasajero (como todas las emociones). Esta atención plena permite
dar nombre a lo que sientes, rastrear su origen y comprender su causa. Te
ubica en una posición privilegiada desde la que entender que las emociones
forman parte de ti, pero que no son tú.

La autocompasión no tiene nada que ver con lamentarte por lo que eres ni se
conecta en modo alguno con una supuesta debilidad, sino que te proporciona
estrategias para un mejor cuidado de tu propia vida.
10

¿EN QUÉ TIPO DE SITUACIONES PUEDO


SUFRIR ANSIEDAD?

Al llegar a este punto del libro ya sabes mucho sobre la ansiedad. No solo
sobre cómo se expresa, sino también sobre qué puede protegerte de ella y
qué puede aumentar la probabilidad de que te abrume. Ahora quisiera
dedicar este capítulo a otro aspecto fundamental en tu camino de
autoconocimiento: conocer situaciones vitales especialmente críticas, en las
que de manera natural puede florecer la ansiedad en ti o en las personas que
quieres. A lo largo de estas páginas haremos un viaje por algunos de los
rincones más difíciles que depara la existencia, pues conocerlos te dará
herramientas importantes para lidiar con ellos en el caso de que tengas que
vivirlos. En el último de los bloques de este libro también aprenderás
técnicas concretas que pueden aplicarse a estas y otras adversidades.
Todo lo que leerás a continuación son experiencias íntimamente
humanas. Es posible que no estés viviendo ninguna de ellas, pero me
encantaría que recordaras o retomaras lo que aquí te cuento si la vida te
lleva por estos derroteros alguna vez. En todo caso, espero sinceramente
que te ayuden y te sirvan de consuelo.
LA DESPROTECCIÓN: LA DESNUDEZ FRENTE A UN MUNDO HOSTIL

El ser humano es un animal extraordinario. Tenemos destrezas sin parangón


en el universo conocido y hemos logrado avances inimaginables gracias a
un sistema nervioso con el potencial de imaginar y crear como ningún otro.
Aunque muchas de nuestras decisiones como sociedad están lejos de la
perfección, albergamos el potencial de generar cambios positivos y
duraderos para el devenir del planeta. Paradójicamente, todos llegamos al
mundo en situación de extrema vulnerabilidad, mayor a la de otros seres
vivos, que empiezan a caminar o trepar pocos minutos después de haber
nacido. Es por ello que al principio necesitamos ayuda para sobrevivir, y
serán nuestros padres u otros cuidadores quienes habrán de ofrecérnosla.
Sin el afecto de los allegados en esos primeros compases, sin su cariño y sin
su calor, es imposible adentrarnos en el mundo sin miedo.
La curiosidad, que batalla con el miedo, es uno de nuestros rasgos
distintivos. Tan pronto como alcanzamos la más mínima autonomía nos
sentimos embriagados por el deseo de explorar todo el entorno, lo que
implica participar en actividades de juego simbólico con otros niños. Este
ocio inofensivo es esencial para el desarrollo saludable del cerebro y supone
un primer acercamiento a lo que más adelante serán las responsabilidades
adultas. También es el contexto idóneo para nutrir la imaginación, la
generosidad, la creatividad y las normas del intercambio social. A menudo
los más pequeños actúan imitando lo que aprendieron de los adultos con los
que conviven, desplegando con naturalidad su visión del mundo y de las
relaciones. Si te detienes a observar con atención cómo juegan, serás testigo
de actos de solidaridad, egoísmo, violencia, compañerismo y respeto, en un
escenario donde podrán comprobar de primera mano la reacción que los
demás tienen ante sus actos.
¿Qué suelen hacer los niños cuando se sienten desvalidos al jugar o
cuando, por ejemplo, se dan un golpe o sufren otro percance parecido? Por
supuesto, cuando sucede algo así corren entre llantos hacia las figuras sobre
las que depositan mayor confianza, con la expectativa de que les
proporcionen el apoyo o la ayuda que requieren para volver a sentirse bien.
Al menos esto es así si han llegado a forjar un vínculo seguro, algo que
tristemente no siempre ocurre. En el momento en el que se aferran a los
brazos de la persona con la que se sienten cómodos su sufrimiento suele
aliviarse, y con ello fortalecen el vínculo y aprenden la importancia del
apoyo social. ¡Incluso existen estudios sólidos que nos cuentan cómo las
caricias y los abrazos liberan oxitocina!, una hormona estrechamente
relacionada con la experiencia de placer y bienestar.
Lamentablemente, no todas las personas han tenido la oportunidad de
crecer en un entorno de amor y comprensión. Las hay que han tenido que
enfrentarse a situaciones muy injustas desde los inicios mismos de su vida,
a circunstancias de negligencia o abuso que contribuyeron a formar una
visión sombría de sí mismas y del mundo que las rodeaba. Esta sensación se
experimenta como una profunda indefensión y afecta al modo en que se
conforman los vínculos con los demás o a cómo nos valoramos. Si has sido
víctima de este tipo de maltrato, es muy posible que abraces la vida con
congoja, anticipando situaciones ominosas cuando te asomas a la natural
incertidumbre del mundo. Por suerte, estas dinámicas suelen cambiar si van
llegando otras relaciones a tu vida y te aportan cimientos sólidos con los
que construir una mayor confianza en tus opciones y en el apoyo que los
demás puedan genuinamente ofrecerte. Un buen amigo, tu pareja, un hijo...
Aunque durante mucho tiempo pudiste vivir con la sensación de que te
rodeaban miles de peligros, conocer a las personas adecuadas en el
momento oportuno puede devolverte la seguridad que no pudiste recibir
durante los primeros años.
La sensación de desprotección puede ser muy invalidante, porque altera
incluso la forma en que valoras el futuro. Quienes se sienten desprotegidos
no solo tendrán más dificultades para transitar por las experiencias difíciles
actuales, sino que también evitarán las que les depare el futuro por un temor
cerval a no tener las herramientas suficientes para lidiar con ella o a
tropezar y no tener a nadie en quien confiar. Por este motivo viven en una
amenaza constante y su cuerpo permanece siempre activo y reactivo ante la
expectativa de que algo catastrófico pueda suceder en un momento
inesperado, como un niño que se asoma con vértigo a la pendiente
pronunciada de un tobogán interminable y destartalado. Obviamente, este es
un terreno abonado para la aparición de problemas graves de ansiedad.

La inseguridad de quien se siente desprotegido

Su infancia no fue nada fácil. Marina pasó gran parte de sus primeros años
viviendo en casas de acogida y orfanatos. Cuando apenas era un bebé la
encontraron a las puertas de una iglesia con una nota escrita a mano donde su
madre biológica explicaba que no podía hacerse cargo de ella, por lo que fue
cuidada por muchas personas diferentes hasta que un día cumplió la mayoría de
edad. Esto no hubiera sido problema de no ser porque tuvo la mala suerte de que
nunca coincidió con nadie que le diera el cariño que necesitaba y anhelaba, a
veces tras la apariencia de chiquilla malhumorada. Percibía que sus vínculos
siempre habían sido frágiles y que jamás llegaba a construir una imagen segura
del mundo ni de sí misma. Había aprendido que el amor era condicional y que, si
se «portaba mal» o no cumplía las expectativas de quienes la rodeaban, la
abandonarían de nuevo. «Otra vez», pensaba, y su corazón se llenaba de
tristeza.
Aquella tarde había salido antes del trabajo: era Nochebuena, y podría
disponer de unas horas más para cenar junto a su familia. Había logrado
construir una familia pequeña pero acogedora con sus propias manos y con las
de su mujer, habían adoptado dos niños y les había podido dar todo el afecto del
que ella careció tantos años... No obstante, a veces, cuando veía a otras madres
junto a sus hijos, no podía dejar de sentir cierta envidia. No estaba segura de que
fuera la palabra que mejor describía ese sentimiento, pero era la que había
decidido usar a falta de otra que se ajustara más. Tenía a quien querer y se
sentía querida, pero le faltaba una pieza para completar el puzle: cuando el
mundo era un páramo hostil, no hubo nadie que la abrazara con la sinceridad de
quien ama desinteresadamente a otra persona, y sentía que ese vacío profundo
no podía llenarse con nada.
Estaba segura de que muchas de las dificultades por las que había tenido
que atravesar se explicaban precisamente por esta carencia. Por ejemplo, nunca
tuvo demasiada seguridad cuando se tenía que decantar por un camino si la
línea de su vida se bifurcaba, pues sentía que todo el peso de una equivocación
recaería solo sobre ella. Era cauta, quizá demasiado, y tenía mucho miedo a
perder todo lo que había construido. A menudo prefería callarlo, no decir nada,
incluso a su pareja y a sus mejores amigos. Era como si el mundo entero se
tambaleara bajo sus pies, a pesar de que sabía bien que estaba rodeada de
personas que la querían y que le prestarían toda la ayuda del mundo. También
eso le costaba mucho, precisamente: pedir que alguien le echara una mano.

EL RECHAZO SOCIAL: EL DOLOR DE LA SOLEDAD INDESEADA

El temor al rechazo es universal: todos lo sufrimos en algún grado.


Prácticamente sin excepción, nos sentimos bien cuando alguien nos expresa
su aprecio o si nos hacen saber que les parecemos agradables. No en vano,
este es el mecanismo que usan todas las redes sociales para afianzarse como
herramientas de comunicación y uno de los motivos por los que tantas
personas se acaban enganchando a ellas. Hay quienes se empeñan en
agradar a los demás a toda costa, lo que dificulta que se expresen tal y como
son. Al fin y al cabo, si haces cosas solo para ser aprobado por personas que
habitualmente tienen puntos de vista y expectativas incompatibles acabarás
siendo incoherente o viviendo una tensión insoportable, y lo que es todavía
peor, traicionándote a ti mismo como ser único y con derecho a sentir como
estimes oportuno. ¿Cómo vas a quedar bien con absolutamente todos si
cada una de las personas que hay a tu alrededor tiene expectativas
absolutamente diferentes respecto a ti? Decepcionar no es solamente lo
normal, sino también algo necesario si quieres ser fiel a ti mismo.
El rechazo puede generar cicatrices duraderas en la autoestima, pues
atenta contra una de nuestras necesidades más básicas. En su jerarquía de
las necesidades humanas, el psicólogo estadounidense Abraham Maslow
llegó a describir las que corresponden a la socialización por encima de las
fisiológicas (alimentarse, dormir...) o las de seguridad (vivir con la certeza
de que la vida no corre peligro), y justo por debajo de las más complejas
(reconocimiento y autorrealización). Así, si una persona está desprovista del
apoyo social que precisa, no solo se siente sola y sufre una profunda
ansiedad, sino que también puede tener problemas para disfrutar de una
vida plena y significativa. Aunque hoy en día muchos psicólogos
cuestionan la validez científica de esta archiconocida pirámide de
necesidades, la mayoría reconoce que la ayuda del entorno es uno de los
principales engranajes en el complejo mecanismo del bienestar.
Si te rechazaron, es fácil que germinara en tu interior la idea de que no
eres válido, de que algo en ti es inaceptable y que debería provocarte
vergüenza. Esta sensación afecta profundamente a tu capacidad de
relacionarte, pues puedes preferir ocultar lo que consideras reprobable a
exponerte tal y como en realidad eres. Sin embargo, esta ficción de ti
mismo acabará derrumbándose más pronto que tarde, pues las máscaras
sociales son una pesada carga emocional. Las auténticas amistades siempre
parten del reconocimiento de la mutua imperfección y del compromiso de
acompañarse pese a que en ocasiones no seamos exactamente lo que el otro
querría que fuéramos. Solo así se podrá consolidar la auténtica intimidad.
Obviamente, sigue siendo importante reconocer que los vínculos pueden
transformarse inesperadamente y acabar resultando perjudiciales, ante lo
que hay que estar afectivamente preparados para exponer lo que sentimos o
incluso para romper la relación.

LA SOBRECARGA EN EL TRABAJO Y EL ABUSO LABORAL

El trabajo es importante en la vida de cualquier adulto, pues ocupa una


parte grande de nuestro tiempo y nos permite desarrollar inquietudes e
intereses cuando lo vivimos como algo más que una rutina para ganar
dinero. Supone un espacio privilegiado para iniciar o mantener relaciones
de amistad duraderas y en ocasiones aporta mucho a nuestro proyecto de
vida. Otras veces, por supuesto, el empleo no satisface las expectativas que
depositamos en él y acaba suponiendo solo un esfuerzo titánico que no
compensa para nada. Es más, se va convirtiendo en un recordatorio
constante de nuestra frustración y de nuestro fracaso. Si este último es tu
caso, que espero sinceramente que no, levantarte de la cama cada mañana
puede ser una auténtica tortura.
Además de esto, existen situaciones relacionadas con el trabajo que
pueden desencadenar sentimientos difíciles. Una de ellas es la sobrecarga,
que sucede si percibes que las demandas de tu puesto (o las que te asignan)
exceden tus recursos para resolverlas, o cuando hay barreras de algún tipo
que te impiden satisfacerlas en buenas condiciones (cortocircuitos en la
comunicación, tareas incompatibles, procedimientos ambiguos o
cambiantes...). Si te expones continuamente a esto, es natural que surja
ansiedad y desasosiego, por supuesto, así como que poco a poco vayas
desconectando de todo. En el mismo sentido, el burnout es otro concepto
que define el problema nítidamente: describe las consecuencias
emocionales más nefastas que puedes sufrir por mantenerte en un trabajo
insatisfactorio.
Para identificar si padeces burnout, lo primero que debes preguntarte es
si sigues de algún modo motivado por continuar trabajando donde lo haces
y como lo haces. Puedes llegar a descubrir que madrugas para acudir
puntualmente a tu puesto sin deseo de hacerlo, arrastrado solo por la
necesidad de satisfacer deudas u obligaciones. En este caso tu motivación
sería extrínseca, pues estaría alimentada solo por la recompensa económica
que obtienes a final de mes. Esta forma de motivación, opuesta a la
intrínseca (que depende del placer que aporta el simple hecho de hacer una
tarea), no persiste mucho tiempo y puede hacerte vivir desapasionadamente.
No es de extrañar que en algún momento te asalten sensaciones de fracaso
personal que vayan dañando tu autoestima, pues lo que haces en el trabajo
puede ser importante para describirte como persona.
Los trabajadores que atraviesan por situaciones de burnout también
pueden sentir despersonalización. La despersonalización se expresa en
forma de trato indiferente hacia los demás, como si de repente no nos
importara que se sintieran cómodos trabajando con nosotros, lo que
degenera en situaciones profundamente desagradables para todos. Puede
afectar a la manera en la que nos relacionamos con los compañeros, los
clientes, los jefes o los proveedores. Al final, las necesidades ajenas se
descuidan hasta el extremo y se pierde el interés por satisfacerlas:
únicamente se busca acabar la jornada tan rápido como sea posible y volver
a casa para olvidarse de todo. Aunque pueda parecer que no, las personas
que trabajan en estas circunstancias viven sumidas en una ansiedad y un
nerviosismo profundos, a veces incluso en la tristeza. La situación suele
requerir cambios radicales en la vida laboral o incluso la búsqueda de
nuevos horizontes, por lo que resulta fundamental que te detengas a pensar
si algo así podría estar sucediéndote.
Otra circunstancia que suele provocar ansiedad en el contexto laboral es
el mobbing, concepto que resume las situaciones abusivas que todos
podemos vivir mientras trabajamos (o de las que podemos participar, a
veces sin darnos cuenta). Llega a adoptar expresiones muy diferentes: en
algunos casos como un vacío deliberado por parte de los compañeros y en
otros como conductas hostiles, tanto física como emocionalmente. El
mobbing es siempre tremendamente perturbador para quien lo vive, pues
genera tanta confusión respecto a su porqué que la víctima puede acabar
atribuyéndose la culpa de todo: «Algo habré hecho, sin darme cuenta, para
que me traten así...». Todo se agrava si los compañeros que no están
implicados directamente se limitan a observar con indiferencia lo que
ocurre, aceptándolo implícitamente con sus silencios cómplices o incluso
aportando su granito de arena para legitimarlo. También empeora si se
forman grupos en los que se urden todo tipo de agresiones, fuera y dentro
del horario laboral.

La culpabilidad del trabajador que sufre mobbing acaba convirtiéndose en


distorsiones cognitivas que impactan profundamente en la emoción y que
pueden adoptar formas dañinas: erosión del autoconcepto, culpabilización
irracional...

La pesada losa del trabajo

Le costó mucho lograrlo, pero Paula se sentía orgullosa de sí misma. Algunos


años atrás su jefa le hizo la vida imposible, y tras bregar mucho con sus
emociones, ahora ya se sentía mejor, más fuerte. Empezó siendo algo sutil, pero
poco a poco se fue volviendo más grave. Ambas trabajaban como profesoras con
niños de preescolar, un oficio que requiere de mucho conocimiento y sensibilidad,
aunque llegó un momento en el que Yolanda, su jefa, incluso se atrevía a
cuestionar su buen hacer (sin motivo aparente) frente a padres y madres.
También delegaba en ella las tareas menos gratificantes y se esforzaba tanto
como podía por hacer que se sintiera mal, negándole sistemáticamente todas sus
peticiones e iniciativas con el argumento de que eran ridículas o estrambóticas,
antes de ni siquiera contemplarlas. Lo cierto es que no entendía por qué estaba
ocurriendo todo aquello y se preguntaba si estaba haciendo algo mal, pues
empezaba a afectarle. Una vez se armó de valor y llegó a tratar el tema con ella
en una de las pausas para el café, pero no le respondió más que con improperios
y evasivas. Afortunadamente, llegó un día en el que (con la ayuda de un buen
psicólogo) entendió que la situación nada tenía que ver con ella. A veces,
simplemente, estas cosas podían pasar. E incluso era común que las sufrieran
personas especialmente competentes y preparadas.
Un día, por necesidades de la empresa, aquella mujer fue trasladada a otro
centro en una ciudad distinta. Con la nueva situación todo mejoró de manera
evidente: las compañeras de toda la vida, que en el pasado le hicieron el vacío
por miedo a que la inquina de la exjefa acabara afectándoles también, estaban
mucho más cerca de ella en todos los sentidos, proponía ideas brillantes que
acababan siendo aceptadas por el claustro (y aplaudidas por la dirección) e
incluso tenía el respeto de los padres y las madres. Parecía que aquello estaba
ya olvidado, como si hubiera sido solo una pesadilla, por lo que la ansiedad y la
depresión que antaño la consumían empezaban a disolverse como un azucarillo
en el café. No podía decir que no las sintiera, pues algo aún quedaba después de
toda la experiencia vivida, pero al menos acudía a la escuela con ilusión. Ya no
tenía miedo y había recuperado la confianza en sí misma.
Esa mañana, no obstante, recibió una noticia terrible. La peor de todas. Al
parecer, su exjefa iba a reincorporarse otra vez a su anterior puesto. Las cosas
no estaban yéndole bien en el nuevo y la dirección había tomado una decisión
drástica respecto a ella: volvería a asumir las funciones que antaño le
correspondieron y otra persona tendría que encargarse del proyecto al que la
habían destinado. Cuando se enteró a través de una de sus compañeras, que se
lo contó sabiendo lo duro que podía ser para ella, sintió que algo se removía en
su interior. ¿Cómo iba a afrontar de nuevo ese tipo de situaciones injustas?,
¿volvería a sentirse sola y humillada?, ¿cómo responderían sus compañeras,
que ahora valoraba como amigas, ante el regreso de quien la acosó?

LOS GRANDES CAMBIOS EXISTENCIALES: EL OCÉANO EMBRAVECIDO

El concepto de transición existencial engloba aquellas situaciones que


irrumpen en tu cotidianidad para sacudirla desde los cimientos, obligándote
a afrontar una etapa más o menos larga de crisis personal tras la que acaba
llegando una nueva estabilidad. Pese a que el vendaval amaine, se trata de
momentos tan complejos que pueden cambiarte para siempre o transformar
de una manera extraordinaria tus prioridades vitales. A priori no te hacen ni
mejor ni peor, solo te cambian. Te obligan a hacer cosas a las que no estabas
en absoluto acostumbrado, a poner en marcha tu creatividad, a desarrollar
habilidades nuevas y a entender la existencia de otra forma. En definitiva: a
romper tus costumbres de manera drástica. Y por supuesto esto no es nada
fácil: tendemos a aferrarnos con fuerza a la familiaridad, por lo que los
golpes de timón suelen estar motivados por la inevitabilidad más que por la
voluntad.
Y así es como generalmente discurre la existencia de cualquier persona:
en busca de estabilidad, pero eventualmente azotada por marejadas
indómitas durante las cuales deberá agarrarse con todas sus fuerzas a una
frágil sensación de seguridad para poder seguir a flote, esperando que el sol
luzca de nuevo y pueda proseguir su rumbo en aguas mansas. No existe
ningún viaje de vida sin tormentas, sin bruma opaca en el horizonte, sin el
embate de las olas contra la orilla. Es quizá esta la naturaleza misma de
existir: el cambio y la necesidad de adaptarse.
Los grandes cambios de la vida generan estrés, pues ejercen presión
sobre nuestros recursos de afrontamiento. Y cuando hablamos de todos, son
efectivamente todos. No solo los que podamos juzgar de forma negativa,
sino también los que parecen afortunados cuando llegan. Por ejemplo,
afianzar una relación o tener hijos son transiciones porque implican dar
forma a una nueva familia y asumir responsabilidades que hasta el
momento no habían formado parte de tu vida, por lo que hay que aprender y
equivocarse muchas veces. Lo mismo se puede decir del logro de un
empleo o de la ganancia súbita de una fortuna que nos libera de estrecheces.
Son periodos que te obligan a redefinirte, a encajar nuevos roles de manera
coherente con el propio autoconcepto sin que este se resquebraje. ¿Cómo
puede sentirse quien pasa de estar soltero a casado, de no tener
descendencia a concebir mellizos o de la pobreza a la riqueza? Es cierto que
el adagio dice que somos lo que hacemos, pero estas situaciones implican
hacer tantas cosas en periodos tan cortos que no es sencillo seguir siendo
quien alguna vez fuimos.

LA SENSACIÓN DE FRACASO: HUNDIÉNDONOS EN EL ERROR

La sensación de fracaso surge cuando piensas que no has alcanzado las


metas más importantes de tu vida, pero también si inviertes tu tiempo en
actividades que no te hacen sentir satisfecho, y muy en especial cuando no
las elegiste tú. Cuando estás enfrascado en un trabajo poco gratificante o
mantienes un vínculo con alguien a quien no amas ni aprecias, también
puedes acabar sintiéndote así. De hecho, el fracaso tiene muy poco que ver
con los méritos objetivos que hayas conquistado durante tu vida, sino que es
el resultado de una ecuación entre lo que finalmente hiciste y lo que
hubieras querido hacer. Y esta confrontación, esta mirada crítica en el
espejo de tus propias decisiones, es algo a lo que tarde o temprano deberás
enfrentarte. Por ello se suele decir que la principal causa de arrepentimiento
al final de la vida es no haber perseguido nuestros auténticos propósitos, no
habernos mostrado ante los demás como somos, no haber elegido el camino
que queríamos recorrer.
A medida que vamos desarrollándonos como seres humanos forjamos
una imagen ideal de nosotros mismos, un modelo al que aspiramos y que
sirve de estímulo para todos nuestros esfuerzos en el día a día. Esta versión
idealizada con que nos medimos adopta distintas formas, algunas realistas y
accesibles, otras distorsionadas e inabarcables. En gran medida dependerá
de la presión que ejerzas sobre ti mismo (o la que ejerzan otros) y de tu
rigidez al valorar el resultado de tus acciones. Cuando este modelo toma
como referencia un ideal imposible (lucir cuerpo perfecto, alcanzar el
estatus social de una estrella del rock...) es frecuente que acabes sintiendo
insatisfacción o que te veas obligado a ajustar tus expectativas para
mantener una autoimagen saludable. La atmósfera de éxito que se transmite
desde los medios de comunicación y las redes sociales contribuye a la
creación de modelos desproporcionados que no se ajustan a la realidad,
pues en estos espacios las personas tienden a mostrar de sí mismas
exclusivamente los aspectos que consideran socialmente deseables o que
levantarán la admiración del público, pero no los aburridos, rutinarios o
incluso desgraciados. Esto puede tener consecuencias dramáticas para
quienes se exponen a ello sin una visión objetiva, en especial si todavía no
han definido claramente quiénes son y hacia dónde avanzar. ¿Por qué a los
demás siempre les ocurren cosas buenas y yo, en cambio, tengo una vida
tan poco excitante?
Para hacerte una idea aproximada de cómo funciona este tipo de fracaso,
ten en cuenta que todos hacemos comparaciones constantes. Lo común es
que sean otros los que se alcen como criterio para sondear nuestro éxito; es
decir, nos guiamos por los logros ajenos para valorar los propios. Este
patrón hace que equipares tus circunstancias individuales con las de
personas cuyo origen y condiciones no tienen por qué parecerse a los tuyos,
y llegues a sacar conclusiones equivocadas sobre quién eres o sobre qué has
logrado realmente. Otras veces el criterio de comparación eres tú mismo,
pero a partir de un ideal hipertrofiado por la asimilación que hiciste de
metas desproporcionadas.

Reconocer cuáles son tus verdaderas metas requiere que desandes parte del
camino recorrido y analices con honestidad tu vida, lo que implica cierto
sufrimiento y la posibilidad de que debas afrontar la incertidumbre de un
nuevo cambio.

Un ejemplo ilustrativo de esto puedes verlo en el archiconocido


síndrome del impostor, común en personas muy competentes que alcanzan
lo que socialmente se considera la cima del éxito académico, profesional o
familiar. Si lo sufres, puedes sentirte atenazado constantemente por el temor
a que otros acaben descubriendo que todo lo positivo que perciben en ti es
solamente una fachada, pensando para tus adentros que si te conocieran en
profundidad se sentirían decepcionados. Esta visión oscura de lo que eres
contrasta con la que tienen la familia, los amigos y los compañeros, hasta el
punto de convertirse en una disonancia difícil de resolver: «¿Acaso no se
dan cuenta de que soy un fracaso? ¿Seguirán apreciándome cuando lo
descubran?». Al final acabas sobreesforzándote en tus responsabilidades
cotidianas (o asumiendo algunas que no te corresponden) para alcanzar las
supuestas expectativas de tus allegados, lo que a su vez hace que te sientas
progresivamente más desbordado. Con el paso de los años lo común es que
brote una sensación de fracaso paradójico: habrás conquistado muchas
metas exclusivamente para no decepcionar, pero no porque realmente te
apasionaran.
La sensación de fracaso, que no siempre tiene que ver con el fracaso real
(si es que existe alguna definición que se pueda ajustar a todas las
personas), puede generar ansiedad. Cuando comparas tu yo ideal (formado
por proyectos, expectativas...) con tu yo real (tal y como lo percibes en un
momento dado) puede haber una discrepancia más o menos grande. Cuanto
más grande sea la distancia entre ambos, peores serán tu autoestima y tu
autoeficacia, entendiendo esta última como el conjunto de expectativas que
albergas sobre tu capacidad de llevar a cabo una tarea de forma correcta.
Así pues, la sensación de fracaso se puede desencadenar tanto si eres
excesivamente perfeccionista como si te autopercibes de forma muy
pesimista, por lo que tendrás que explorar cuál de estas dos es la que está
perjudicando tu salud mental. En ocasiones, puede que incluso las dos. No
obstante, si alcanzas una saludable autocompasión contribuirás a que tus
errores naturales se perciban como una oportunidad, un acicate para aspirar
a la coherencia entre lo que quieres ser y lo que crees que eres.

EL ABUSO Y EL MALTRATO: LA INJUSTICIA A FLOR DE PIEL

Las situaciones de abuso o maltrato pueden ocurrir en prácticamente


cualquiera de los lugares en los que haces tu día a día, como la escuela o el
trabajo, e incluso el propio hogar (un espacio en el que esperarías estar a
salvo). Son experiencias difíciles en las que se produce un daño sobre tu
cuerpo, un ataque a tus valores, una intromisión ilegítima en tu intimidad,
una humillación o una transgresión de tus libertades individuales. Se suelen
vivir con terror, desasosiego e indefensión, y todo empeora si se mantienen
en el tiempo, cuando acaban derivando en hechos tan normalizados que ni
siquiera te planteas que la situación podría ser diferente. En este caso
hablamos de estresores crónicos, y pueden tener efectos sobre tu organismo
y tu salud psicológica incluso mucho tiempo después de que en apariencia
cesen. Las consecuencias a veces resultan atroces, y dependen en gran
medida de los recursos emocionales y sociales de los que dispongas.

En el peor de los casos, las situaciones de abuso o maltrato perjudican


gravemente tu estado de ánimo, lo que propicia trastornos (como el estrés
postraumático) que deben tratarse en la consulta de un profesional.

El maltrato puede ser doloroso en cualquier momento de nuestra vida,


pero lo es especialmente cuando ocurre en los primeros años, en los que el
sistema nervioso central está en efervescente maduración y requiere de
cuidados por parte de quienes están cerca. En este punto, la violencia tiene
efectos persistentes que van más allá de lo emocional y que comprometen
incluso las funciones cognitivas. Esto último parece relacionarse con las
conexiones cerebrales entre las regiones límbicas y las prefrontales, que
quedarían afectadas y que son necesarias para regular emociones, para
planificar y para organizarse. Así pues, aumenta el riesgo de vivir acuciados
por la impulsividad y por la dificultad para gestionar las tendencias a la
agresión (física-verbal), con el consiguiente lastre para muchas relaciones.
Es importante que observes si algo así puede haberte ocurrido también a ti,
en cuyo caso debes saber que se trata de aprendizajes reversibles y que
siempre existe la opción de mejorar.
Otra forma de abuso, que lamentablemente pasa inadvertida muchas
veces, es el psicológico o emocional. Sus consecuencias no son evidentes
sobre el cuerpo, como los moretones o los cardenales, pero puede dañar la
autoestima y la capacidad de confiar en los demás. Tanto es así que suele
precipitar diferentes trastornos mentales, sobre todo los del estado de ánimo
y los de ansiedad. El maltrato psicológico tiene como particularidad que se
va instalando poco a poco en la vida, entremezclándose con las situaciones
cotidianas. No se limita a los insultos o los desprecios genéricos, sino que el
que lo comete hace un uso perverso de su conocimiento sobre la persona de
la que abusa para elaborar mensajes confeccionados a medida y sabotear así
su autoconcepto. Por ejemplo, puede explotar vulnerabilidades para
pervertir la confianza y beneficiarse de ella hasta extraer todo lo que pueda
para sus intereses. Lo más común es que la víctima no se dé cuenta de qué
está pasando hasta que es ya demasiado tarde, pues va construyendo
pretextos para explicarse a sí misma las situaciones que está viviendo («me
lo merezco», «si fuera diferente a como soy no me trataría así de mal»...).
En el caso de que hayas sufrido este tipo de situaciones, debes saber que
el principal peligro es que las palabras hirientes que te dedicaron acaben
calando en la definición que tienes de ti mismo, hasta el punto de
confundirse con los atributos que un día te asignaste a partir de un
autoconocimiento honesto. Lo peor de la violencia psicológica es que
resulta extraordinariamente sutil y tiene efectos acumulativos, por lo que
cuando la víctima acaba estallando pueden acusarla de exagerada o
irracional.
El maltrato físico también puede empezar siendo leve, progresando hasta
agresiones que ponen en riesgo la vida. Cuando ocurre en el propio hogar y
el agresor es alguien en quien la víctima deposita su confianza, lo más
común es que los episodios de violencia se vayan intercalando con los de
perdón y redención, lo que puede hacer que esta se sienta realmente
confundida: la misma persona que unos minutos antes me golpeaba
encolerizada empieza ahora a sollozar apelando a mi comprensión y
prometiendo que jamás volverá a repetirse en el futuro. Lo cierto es que
todos estos intentos de reconciliación no conducen a ninguna parte, pues se
van haciendo más breves y vacíos de contenido, mientras que la violencia
deviene más y más severa. Otro fenómeno frecuente es la aparición de
sentimientos de culpa, pues quien sufre la violencia puede acabar
atribuyéndose responsabilidad sin evidencia alguna: «¿Acaso he hecho algo
para que actúe así conmigo? ¿Es culpa mía?». Con el paso del tiempo, el
miedo anida como la emoción dominante, desencadenada ante estímulos tan
aparentemente inocuos como la voz del agresor, el tintineo de sus llaves
cuando llega a casa o su sola presencia.

Hay que tener en cuenta también que la violencia física puede expresarse de
muchas formas, sin que se manifieste necesariamente el ciclo de agresión-
perdón-luna de miel-agresión. Lo importante aquí es saber reconocerla con
rapidez para actuar antes de que dañe gravemente tu visión del mundo.

El escalofriante sonido de las llaves en la puerta

Tenía la tarde libre y estaba solo en casa, por lo que decidió que jugar con
videojuegos era la mejor forma de pasar su tiempo. A Mateo le encantaban,
porque de alguna manera le ayudaban a no pensar demasiado en los problemas
que tenía en su vida. Lo entretenían tanto como un buen libro de aventuras, pues
leer era su otra gran afición. Prefería divertirse en casa solo que salir a la calle
con sus amigos del colegio, que últimamente empezaban a pensar más en las
chicas o los chicos que en aquello que siempre los había unido. Suponía que era
tímido, pero tampoco le importaba mucho devanarse los sesos con esa cuestión.
Con los mandos en sus manos las horas pasaban volando, hasta el punto de que
se había quedado a oscuras en el comedor sin notarlo siquiera.
En un momento especialmente intenso en que se encontraba luchando contra
uno de los enemigos principales, escuchó el sonido de las llaves en la puerta.
Pausó la partida y vio que sí, que su padre estaba llegando a casa. En realidad
salía de trabajar mucho antes, pero siempre se pasaba por uno de los muchos
bares de la ciudad a beber el último trago antes de volver. O el penúltimo:
siempre había tiempo y espacio para otro más. La forma en que le costaba
encontrar la cerradura no presagiaba nada bueno: se había pasado otra vez. El
ruido de las explosiones y de la música electrónica había dado paso a un
paréntesis silencioso, roto solo por aquel tintineo metálico. Cuando por fin logró
abrir, el olor a alcohol llegó a su nariz en pocos segundos. Era un hedor
nauseabundo que se mezclaba con sudor, y que ya distinguía muy bien. Tras
unos instantes la puerta se cerró tras él.
Nunca le había puesto la mano encima, pero Mateo le tenía verdadero miedo.
Cuando llegaba a casa en estas condiciones su actitud era siempre hostil, como
si todo le molestara, y acababan discutiendo por alguna tontería. Lo vio andar
vacilante hasta el baño y notó que apenas lograba atinar a coger el pomo. A
veces se preguntaba por qué sentía ese temor si nunca le había hecho daño
físico, y se cuestionaba si era o no razonable que lo embargara una sensación
tan desagradable. Allí, expectante ante lo que pudiera pasar a continuación,
intentó hacerse el dormido.

LA ENFERMEDAD Y EL DOLOR: LOS MOMENTOS MÁS DIFÍCILES

El diagnóstico de una enfermedad grave o crónica es un motivo habitual de


ansiedad, y también de depresión, lo que ejemplifica bien la relación
estrecha que existe entre la salud física y la psicológica. El camino no es
sencillo: desde que aparecen los primeros síntomas hasta que recibimos la
noticia por parte de los médicos, pasando por los tiempos de espera para
recibir los resultados de las distintas pruebas que habrán de realizarnos...,
todo acaba convirtiéndose en una auténtica odisea. Sufrir un problema de
salud importante implica un cambio extremo en el modo en que estábamos
viviendo nuestra vida, no solo porque se hace muy evidente una finitud en
la que no solemos pensar demasiado, sino también por la sensación de
vulnerabilidad y de incertidumbre que la acompaña. En el fondo es una
experiencia de duelo en la que lo perdido es el bienestar o la capacidad para
desarrollar actividades diarias con autonomía, y por lo tanto requerirá un
gran esfuerzo de adaptación. Este esfuerzo no está exento de momentos de
dolor y sufrimiento, que a veces parecen mudar en enfado hacia los demás o
hacia nosotros mismos, y que tendremos que sobrellevar de la mejor
manera posible. Al fin y al cabo, es en estos momentos de especial
necesidad cuando uno se da cuenta de que el mundo que lo rodea parece
estar diseñado solamente para quienes se encuentran perfectamente. Incluso
puede ocurrir que, sobre todo en los primeros compases de la enfermedad,
los consejos que te proporcione gente completamente sana te resulten
frustrantes y artificiales. Por este motivo suele ser beneficioso acudir a un
grupo de ayuda en el que compartir experiencias con quienes están viviendo
lo mismo que tú.
El impacto de una enfermedad tampoco se limita a la persona que la
sufre, sino que se extiende a toda la familia y las amistades. De hecho, los
allegados pueden sentir ansiedad como resultado de que un ser querido esté
atravesando un momento delicado de salud, y aún peor si se prevé un
desenlace fatal. Esto es todavía más importante en el caso de los niños, pues
muy a menudo los adultos piensan que no serían capaces de comprender la
situación y optan por ocultarles su gravedad o edulcorarla con detalles que
no se ajustan a la realidad. Este es el resultado de creencias obsoletas sobre
que los niños son incapaces de gestionar las emociones o que estas pueden
perturbar su normal desarrollo, algo que paradójicamente los deja sin el
apoyo que necesitan y a la deriva en un mar de incertidumbre.
Ante momentos de sufrimiento familiar, los pequeños de la casa pueden
volverse especialmente sensibles a todos los indicios de que se les oculta
algo, imaginando consecuencias todavía peores a las objetivamente
esperables. Además, su periodo evolutivo tiene una peculiaridad que atañe a
cómo procesan la información: el pensamiento mágico. El pensamiento
mágico es similar a las distorsiones cognitivas que expliqué unos capítulos
atrás, pero tiene sus raíces en la incompleta maduración del cerebro y en la
escasa experiencia con la vida. Implica una formulación de causas y efectos
que no se adhiere a los principios lógicos del adulto y que bajo ciertas
condiciones puede tener un impacto negativo, como sucede cuando se
forjan sentimientos de culpa respecto al sufrimiento de los padres, los
abuelos, las mascotas... («esto tan malo les está pasando porque me porto
muy mal» o «porque el otro día me enfadé con ellos y les dije que ya no los
quería»).
Se necesita una comunicación sincera y adaptada al nivel de
comprensión para que puedan ser partícipes de la situación y no se sientan
aislados de las dinámicas familiares. Lo importante es mantener el
equilibrio, evitando también una comunicación excesivamente compleja o
la atribución de roles y de responsabilidades que exceden aquellos que
corresponden a su nivel madurativo (como que deban priorizar las tareas del
hogar sobre las responsabilidades académicas). Así pues, si en tu familia
estáis viviendo un momento delicado por un asunto de salud, también los
niños habrán de saber (en la medida de sus posibilidades) qué está pasando,
y se les deberá explicar todo con el cariño y con la paciencia que necesiten.
Lo mismo puede decirse respecto a las personas mayores. Un principio
esencial de la comunicación de malas noticias es que estas deben ajustarse
no solo a las capacidades cognitivas de quien va a recibirlas (en estos casos
pueden estar perfectamente conservadas), sino también a su voluntad de
conocer. Es esencial sondear las inquietudes de la persona mayor enferma y
si desea tener referencias detalladas de su estado de salud: siempre
habremos de respetarla y proporcionar una explicación de lo que quiera
saber. Mantenerla al margen de sus propios problemas puede motivar una
suspicacia emocionalmente dolorosa e implicará con seguridad una
búsqueda en solitario de aclaraciones. Además, ocultárselo también es una
forma de edadismo, al infantilizar al adulto mayor por creerlo incapaz de
entender lo que está ocurriendo.

Conocer cuál es su estado de salud, su gravedad, su pronóstico o el


tratamiento que tendrá que recibir permite a la persona mayor zanjar asuntos
inconclusos, priorizar las tareas que considera pendientes y organizar su
futuro, lo que dará calma y la dotará de mayor sensación de control.

EL DUELO Y LA MUERTE: EL PESO DE LAS DESPEDIDAS

Las situaciones de duelo son, sin duda, de las más difíciles que debemos
atravesar a lo largo del ciclo vital. Se suele pensar que el duelo solo se vive
al morir una persona a la que queremos, un familiar o un amigo, pero lo
cierto es que puede darse ante todo tipo de pérdidas significativas para
nosotros. Por ejemplo, cuando nuestra salud está amenazada por una
enfermedad grave, cuando se ha deteriorado una función básica del cuerpo,
cuando perdemos un trabajo, cuando dejamos de participar en una actividad
gratificante o cuando una relación de pareja acaba. En definitiva, son
situaciones en las que debes buscar un nuevo significado antes de proseguir
con la vida en ausencia de algo que en gran parte la definía. También fuerza
una reinterpretación de quién eres, en la medida en que vas construyendo tu
identidad a partir de lo que haces día a día y las relaciones que forjas con
quienes te rodean. Si estás viviendo ahora mismo cualquiera de estos
duelos, tienes que saber que nadie tiene derecho a decirte cómo deberías
sentirte y cuándo deberías dejar de sentirte como te sientes.
La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross dedicó una parte muy importante de
su vida a describir el proceso a través del cual nos adaptamos a la pérdida,
enfatizando la de la propia vida o la de las personas queridas. En su
anatomía de estos momentos, que todos habremos de visitar en un momento
u otro, diferenció varias fases por las que transitamos mientras avanzamos
hacia la aceptación. Se desencadena primero un shock, prácticamente
inmediato tras tener conocimiento de la situación. En este punto nuestros
recursos atencionales quedarían desbordados por emociones de una
intensidad tal que entorpecerían el procesamiento de la información y
dificultarían el entendimiento de la magnitud del problema. Por ello, si vas
a dar una mala noticia, debes hacerlo con extraordinaria sensibilidad,
respetando los ritmos de asimilación y siendo paciente al hablar con la
persona o personas implicadas. Por mi trabajo, a lo largo de los últimos
años he conversado con mucha gente que por desgracia se enfrentaba a
situaciones difíciles, y todavía me queda mucho por aprender sobre cómo
hacerlo del mejor modo posible. Es un arte realmente difícil de conquistar y
que requiere de toda nuestra humanidad.
En el momento en que la información accede al sistema de
procesamiento, y por tanto empieza a ser integrada, puede surgir lo que
conocemos como negación. Es aquí donde se dan las primeras resistencias a
aceptar la realidad y donde pueden elaborarse explicaciones alternativas
para ella («debe de ser un error», «esto no puede estar ocurriéndome»...). La
negación tiene mala prensa, pues retrasa el que nos pongamos en marcha
para solucionar un problema cuando todavía existen opciones de revertirlo
o mejorarlo, pero también nos ayuda a asimilar poco a poco algo que de
otra forma sería emocionalmente indigesto. Es como acercarse paso a paso,
con calma, a un abismo que se abre frente a nosotros y cuya presencia no
nos queda otra que aceptar. Eso sí, si seguimos negando la realidad durante
mucho tiempo tendremos que hacer un esfuerzo por reorientarnos
amablemente hacia el hecho y desplegar las estrategias más adecuadas, pues
de lo contrario las cosas se pondrán más difíciles. Quizá el ejemplo más
claro sea el de postergar una visita con el médico por temor a que pueda
diagnosticarnos una enfermedad grave y acabar yendo más tarde, cuando
los síntomas son insoportables y el avance de la misma mucho mayor.
Tras la negación, surge la negociación. La negociación es una etapa en la
que nos apoyamos en creencias espirituales o en la credibilidad que nos
merecen los profesionales de la salud con el objetivo de trazar un propósito
de enmienda y revertir la situación. Algunas personas religiosas rezan y
hacen pactos con Dios para seguir viviendo hasta cierto momento que
entienden como muy importante, mientras que las que no creen en seres
superiores hacen algo parecido con el equipo médico que las intenta curar.
Se trata de un punto en el que cobran relevancia las creencias íntimas y que
estimula la búsqueda de un sentido metafísico de la propia existencia, lo
que al mismo tiempo arroja luz frente a lo desconocido que se pueda
avecinar. Y es que parece que albergar un sentido de trascendencia para la
vida tiene efectos positivos cuando poco a poco se acerca el final, sea por la
creencia en un Dios o por la confianza en que todo cuanto se hace tiene un
sentido allende los límites materiales del tiempo durante el que habitamos el
mundo. Por este motivo muchas personas desarrollan algún interés en este
tipo de asuntos al final de su vida o cuando parte alguien a quien quieren.
Cuando la realidad de la situación se impone, y empieza a agravarse de
un modo aparentemente inevitable, puede surgir una fase en la que la ira se
expresa con gran vehemencia. Esta emoción es el resultado de la
frustración, entendida como la respuesta que brota al desear algo que cada
vez parece más distante y esquivo. Es habitual que en este punto del
proceso estemos irritables, que decidamos comunicarnos menos con el
entorno e incluso que nos aislemos del todo. Es un momento doloroso tanto
para quienes pasan por el proceso como para la familia, pues plantea
muchas dudas sobre qué hacer para ayudar de la mejor manera. Aquí se
suelen manifestar también síntomas de ansiedad intensos, más densos que
los que del shock inicial, y que lindan con los sentimientos de angustia de
los que te hablé al principio del libro. Debemos considerar que la ira
también se puede dirigir hacia uno mismo, expresándose como desprecio o
reproches.

Son muchos los dolientes que se culpan a sí mismos de todo lo sucedido, aun
cuando no existen indicios que sustenten esta atribución de responsabilidad.

A medida que la ira evoluciona acaba convirtiéndose en abatimiento o


tristeza, como si nos fuera dejando agotados, hasta llegar a lo que se conoce
como fase depresiva. En esta empiezan a aflorar sentimientos de pena o
desasosiego y puede acentuarse la necesidad de aislarse del mundo; como
resultado, se abandonan muchas de las actividades gratificantes y se percibe
un progresivo distanciamiento de todo. Esta no es en sí misma una
respuesta patológica, pues el duelo es un proceso de adaptación que no tiene
nada de malo, pero sí puede desembocar en trastornos adaptativos y del
estado de ánimo si se mantiene demasiado tiempo o si la situación se
complica por otros motivos. Es el tramo final de un proceso arduo.
Solo cuando finalmente la experiencia se procesa completamente, y se
integra en la vida como un episodio más de la propia narrativa, se puede
abrir paso la aceptación. Esta aceptación no equivale al olvido ni tampoco
consiste en desprenderse de lo que se perdió, sino que es un acto en el que
podemos volver a recordar sin sentirnos abrumados por la tristeza o la ira.
No obstante, son muchas las personas que boicotean esta parte del proceso
por entender que es una falta de respeto hacia quien ya no está o por temor
a la separación definitiva, y se sabotean para volver a sentir un dolor,
paradójicamente, reconfortante.

Es clave tener en cuenta que cuando se pierde a una persona los vínculos no
se disuelven: siguen transformándose de forma constante y adquiriendo
matices de todo tipo, incluso cuando hace décadas que partió.

El proceso que acabamos de describir, que comienza en la negación y


avanza poco a poco hasta la aceptación, no es en absoluto lineal ni requiere
que todos sus puntos ocurran en una secuencia exacta. Muchos no llegamos
a atravesar por alguno de ellos o volvemos a fases que ya creíamos
superadas, por lo que tampoco debes tomarlo como una guía rígida sobre lo
que pasará. También hay personas que necesitan más tiempo que otras para
adaptarse a la pérdida. Esto hace que puedan sentirse presionadas a
sobreesforzarse y pasar página para encajar en un supuesto modelo normal,
lo que a menudo las lleva a ocultar a los demás sus verdaderos sentimientos
y fingir que están mejor. Lo único cierto es que el duelo es único para cada
uno de nosotros, y cada cual deberá vivirlo a su propio ritmo.

Los duelos son momentos clave en los que deberemos respetar las
emociones propias y las de los demás, simplemente permitiendo que sean tal
y como son, sin forzar en tiempo ni en forma.

Decir adiós: el abismo de la muerte


Vanessa había dedicado los últimos seis años a cuidar de su madre. Pese a que
tenía dos hermanas y un hermano, ninguno se había mostrado demasiado
interesado en pasar tiempo con ella en el tramo final de su vida. Solo iban de vez
en cuando a comer y pasar la tarde, contarle un par de batallitas y despedirse
para no volver por allí en semanas. Ella aguantó los peores momentos: las
noches en las que el dolor no la dejaba dormir, los ingresos urgentes en el
hospital, las recaídas físicas y emocionales y una infinidad de situaciones
dolorosas. De hecho, tuvo que dejar su trabajo y había olvidado la mayoría de
sus aficiones, algo que hacía sentir culpable a su madre y triste a ella. No fueron
buenos años, pues el cáncer puede ser una enfermedad terrible cuando nos
muestra el peor de sus rostros, pero no se arrepentía para nada. Había tenido
con ella largas conversaciones en las que pudo saber más de quién era la mujer
que la había traído al mundo y estrecharon el vínculo que las unía hasta hacerlo
indisoluble.
Una noche, mientras todos dormían, su madre abandonó este mundo. La
ingresaron porque se sentía sofocada y acabaron diagnosticándole una
neumonía resistente a los antibióticos. Todo fue muy rápido. Los días previos al
desenlace fueron una montaña rusa, con esperanzadoras mejorías seguidas de
abruptos empeoramientos, por lo que Vanessa había acabado psicológicamente
devastada. Lo que llegaría después, como informar al seguro o avisar a los
familiares lejanos, le pareció extrañamente frívolo. No podía creerse que el
mundo continuara girando en ausencia de la que fue la persona más importante
de su vida. Recuerda que se quedó sola por la noche en el velatorio, pues todos
acabaron marchándose a casa para descansar hasta el entierro del día siguiente,
y que pudo hablar con el cuerpo de su madre entre lágrimas. Le contó todo
cuanto quiso contarle, las intimidades que jamás se había atrevido a revelar, y
sintió que algo se le había roto por dentro.
Hoy, dos años después, sigue acordándose de ella a diario. Cuando se
aproxima el aniversario, todo se vuelve especialmente difícil. A medida que va
acercándose el día la recorre una sensación de vértigo difícil de trasladar a
palabras, como si resbalara por un tobogán que se hunde en un lugar oscuro y
terrible. Son muchos quienes le dicen que tiene que mirar ya hacia delante, que
aún es joven y le quedan muchas cosas por hacer, pero todavía le cuesta mucho
recordarla sin sentirse tan triste; solo le apetece volver a casa y quedarse a
solas. Alberga en su corazón la intención y la esperanza de evocar las
experiencias vividas de manera diferente algún día, pero siente que todavía va a
necesitar mucho tiempo para lograrlo.
LA PÉRDIDA DE SENTIDO: LA RUPTURA DE NUESTRA BRÚJULA

Los seres humanos somos animales sedientos de significado: no podemos


vivir una vida carente de él. Nuestro cerebro está concebido para interpretar
las situaciones presentes a las que nos enfrentamos, cotejarlas con las
pasadas y predecir las futuras, pues de lo contrario la existencia no sería
más que un montón de escenas inconexas y sin valor personal. Para lograrlo
tienes que desarrollar expectativas sobre cómo querrías que fueran las
cosas, esforzarte para aumentar la probabilidad de que sucedan y construir
metas personales para evitar el vacío. Con el paso de los años otras
personas se irán sumando a tus proyectos y acabarás asumiendo roles tan
dispares como el de hermano, hija, padre, madre, pareja... Cada uno de ellos
te dota de un significado respecto a quienes te rodean, de forma que
progresivamente irás tejiendo una red invisible que entrelaza tus propósitos
y los suyos. El sentido de tu vida no es nunca independiente, sino que en él
también se incluye a quienes más quieres y te acompañan.

Tanto el sentido que forjamos para nosotros mismos como el que asumimos
respecto a otros son potentes estímulos para vivir y nos motivan a seguir
haciéndolo a pesar de las adversidades.

Eso sí, en ocasiones pueden suceder contratiempos que alteran


profundamente nuestros planes de futuro. Ocurre cuando pierdes un rol
clave (acabas una relación de pareja, pierdes el empleo, abandonas
forzosamente algo que te gusta hacer...), cuando logras un objetivo al que
dedicaste mucho tiempo o cuando se rompe un vínculo por causas ajenas a
tu voluntad (muerte, mudanza que te separa de los allegados...). Estas
situaciones representan una tempestad en lo cotidiano, de forma que cuando
irrumpen quedas a la deriva y desorientado. Es en este contexto cuando
surge la incertidumbre, una sensación desconcertante ante la pérdida de
rumbo. Si ahora estás en una situación de este tipo, seguro que podrás
encontrar en estas páginas palabras de aliento y más de una técnica que te
ayudará a reencontrarte con el sentido de tu vida.
IV
¿CÓMO ME AFECTA LA ANSIEDAD?
11

¿CÓMO IMPACTA LA ANSIEDAD EN MI VIDA?

Ahora que ya conoces las principales situaciones en que puedes sentir


ansiedad, quisiera hacer un alto en el camino que estamos recorriendo para
hablar de las consecuencias que puede tener en tu vida. En este caso no se
trata de trastornos mentales, pero sí de retos importantes con los que podrías
encontrarte y que desencadenarán dudas, inquietudes e incluso tristeza. Te
invito a que leas las próximas líneas mientras reflexionas sobre tu vida y
sobre cómo te sientes ahora mismo.

LA INCOMPRENSIÓN Y LA CULPA: EL DEDO ACUSADOR

La ansiedad, si te desborda por su intensidad o por lo inoportuno del


momento en que se dispara, puede ser un problema de salud mental que
limite tu capacidad para ser feliz. En este caso es posible que las cosas
importantes del día a día se te hagan cuesta arriba o que simplemente
decidas evitarlas por sentirte indispuesto para afrontarlas. Esto se puede
hacer más complicado por el hecho de que mucha gente sigue pensando que
el miedo, la preocupación u otras circunstancias que te puede imponer la
ansiedad son en el fondo una cuestión de debilidad de carácter, sin
detenerse a reflexionar sobre las dificultades por las que has podido
atravesar para que te estén sucediendo. Esta forma de distorsionar el
sufrimiento ajeno es muy dolorosa para quienes conviven con un trastorno
de ansiedad y no solo agrava su ya de por sí profunda sensación de soledad,
sino que también precipita sentimientos de culpa que no les corresponden ni
merecen. También puede impedir que reciban la ayuda que necesitan.
Por desgracia, en muchos países hay todavía una pobrísima educación en
salud mental. De hecho, es tristemente común que se traten estos problemas
tan importantes desde el desconocimiento más abrumador, incluso en los
medios de comunicación, y que en el mejor de los casos se hable con
condescendencia de quienes sufren un trastorno ansioso. La efervescencia
de mensajes desproporcionadamente positivos en la televisión y las redes
sociales, que mercantilizan e imponen la felicidad como la única forma
digna de vivir, impide que reconozcamos serenamente el sufrimiento y la
búsqueda individual de una existencia plena. El aislamiento del entorno, o
la secreta creencia de que la ansiedad es inadecuada y peligrosa son
consecuencias más comunes de lo que pensamos.

Sufrir de ansiedad mientras mantienes la idea de que solo la viven personas


débiles o que carecen de valor es la receta perfecta para que se desmorone tu
autoestima, una complicación que convierte la experiencia en algo todavía
más difícil de sobrellevar.

Lo cierto es que las emociones que entiendes como difíciles, entre ellas
la tristeza o el miedo, son facetas de la vida que no sugieren debilidad ni
nada semejante. Forman parte del repertorio de experiencias que todos
podemos legítimamente sentir en distintos momentos. Comprender esto es
fundamental, pues te permitirá desarrollar una saludable autocompasión
hacia ti mismo y confrontar la adversidad desde una mejor posición.

LA TRISTEZA: UNA LÁGRIMA EN LA AGITACIÓN


A medida que el tiempo conviviendo con un trastorno de ansiedad va
pasando, y especialmente si no encuentras la ayuda necesaria para lidiar con
él, corres el riesgo de que irrumpa una sensación de tristeza. Esta puede
tener muchos motivos, aunque el principal sería el abandono de actividades
que en otro momento fueron importantes para ti, especialmente las que
compartías con personas a las que aprecias y te aprecian. No olvides que
muchos trastornos de ansiedad implican evitar lo que te hace sentir mal y se
extienden a situaciones diversas, incluyendo las de esparcimiento o que te
permitían conquistar metas relevantes de tu vida. Sea como fuere, todos
estos abandonos acaban ejerciendo un efecto acumulativo sobre la vida
emocional y pueden ser experiencias de duelo importantes en sí mismas,
por lo que sería razonable que desembocaran en sentimientos de zozobra o
desesperanza. En definitiva, sin darte cuenta acabas desprendiéndote de
todo cuanto te hacía feliz y la consecuencia lógica de esto, por supuesto, es
la tristeza. Encontrar el momento para hacer actividades agradables es, por
cierto, una estrategia tremendamente útil para ir saliendo poco a poco de
estas dinámicas.
La tristeza es una emoción que suele valorarse como negativa, aunque
sabemos que más allá de sus apariencias tiene numerosas utilidades. Por
ejemplo, cuando te sientes triste puedes asumir una actitud introspectiva,
como una retirada de todo cuanto te rodea con el propósito de redescubrir el
sentido que tu vida parece haber perdido temporalmente. También puede
suceder que, como consecuencia de la expresión de tu rostro al estar triste,
se estimule la empatía de quienes te observan para que te presten su ayuda.
En resumidas cuentas: las personas decimos con la cara lo que intentamos
callar de otras formas.

Decirle a alguien «no llores» revela más la inseguridad de quien habla que la
inadecuación de quien escucha. Si obedeces cuando percibes la necesidad
de derramar algunas lágrimas, solo conseguirás que tus emociones empeoren
todavía más.
La tristeza no tiene nada de malo: como el resto de las emociones,
advierte de que algo importante ha ocurrido y requiere que le prestes
atención. Hay personas que se sienten más tristes al llegar ciertas estaciones
y otras incluso notan cambios en su estado de ánimo en diferentes
momentos del día sin saber ni siquiera por qué. Y es que no somos seres
que viven impasiblemente: nuestro interior está siempre bajo la influencia
de multitud de estímulos. A no ser que fluctúes hacia los extremos de la
euforia y la tristeza, o que tus vaivenes emocionales supongan obstáculos
que te impidan vivir bien, es mejor entenderlos como una parte más del
cambio que te rodea y que habita también en ti.
Dicho esto, queda por señalar un aspecto fundamental: aun siendo la
tristeza una emoción totalmente saludable, debes ser consciente de que si
cedes ante ella con frecuencia correrás el riesgo de que avance
progresivamente a estados mucho más dolorosos para tu vida emocional.
Así pues, debes valorarla como una buena consejera y dejarle su espacio,
pero sin permitir que se expanda sin control a cada segundo de cada día. En
el último bloque del libro te mostraré estrategias útiles para lograrlo.
Habiendo aclarado qué es exactamente la tristeza, debemos diferenciarla
de los trastornos del estado de ánimo, tales como la depresión mayor.
Mientras que aquella es una reacción natural y coherente en momentos de
pérdida, esta última es un problema de salud con enorme capacidad para
limitar tu calidad de vida. Además, está asociada a la anhedonia, una
palabra técnica que describe la incapacidad para sentir placer. La depresión
también puede expresarse como un enlentecimiento generalizado del
pensamiento y los movimientos, y causar tanto problemas para dormir y
comer como ideas suicidas y aislamiento.

La tristeza en la gran ciudad


Magdalena llevaba mucho tiempo lidiando con demasiadas cosas. Para empezar,
se estaba mudando a una nueva ciudad, y dejaba atrás a todos los amigos que
tenía. Además, también estaba dando sus primeros pasos en la universidad y
desconfiaba un poco de su capacidad para adaptarse. Algunos días los pasaba
completamente sola, viajando en metro de aquí para allá y llegando a casa tan
tarde que el estómago le rugía de hambre. Otros, prefería no salir de casa para
nada. Echaba de menos la vida junto a su familia y esperaba con ansia los fines
de semana en que podía volver al pueblo. Parecía que últimamente se
presentaba un problema tras otro, hasta el punto de que llevaba como mínimo un
par de años sintiendo un vértigo existencial muy grande. Pensaba que la vida
estaba exigiendo de ella mucho más de lo que en ese momento podía ofrecer.
Aquella mañana llovía. Se había levantado más tarde que de costumbre y
sentía la cabeza embotada. Se sentó en el borde de la cama, agotada de casi
todo, mirando el cielo claro del mediodía. Se sorprendió sintiendo pena de sí
misma, ¿acaso algún día las cosas cambiarían o tendría que seguir así para
siempre, saltando de preocupación en preocupación? Añoraba tiempos lejanos
en los que todo parecía fácil, en los que jugar era su máxima prioridad. ¿No era
eso la auténtica vida?, ¿por qué tras esa época feliz todo se acababa torciendo y
se hacía insoportable?, ¿por qué nadie avisaba de que eso ocurría, como una ley
inevitable a la que todos obedecemos sin darnos cuenta? Había sufrido estrés
durante tanto tiempo que ahora solo le apetecía quedarse allí, iluminada por la
claridad de la ventana, pensando en aquellas cosas. Descolgó el teléfono y
marcó el número de su madre, se lo sabía de memoria desde hacía años. Los
segundos que tardó en responder le parecieron eternos, pero al escuchar su voz
se sintió infinitamente reconfortada.
Tan pronto como empezó a pronunciar palabras, su madre (que tenía la
sabiduría de todas las madres) notó que algo no iba bien. Que su hija quizá
estaba pasando por un momento difícil, allí en la ciudad, y que, al igual que había
hecho siempre, prefería guardárselo para ella misma. Así pues, cortó la
conversación, que discurría por senderos demasiado rutinarios, e hizo la
pregunta más importante de todas: «¿Cómo estás?».

LA ACTIVACIÓN PERSISTENTE: UN CUERPO QUE NO PARA

Como expliqué en capítulos previos, la ansiedad puede hacer que te


mantengas constantemente activado, como si estuvieras siempre atento a un
peligro inminente. La mayoría de quienes tienen ansiedad dicen sentirse
mal en situaciones que implican un juicio por parte de terceros o en las que
podría aparecer algo que temen profundamente. No obstante, otras veces
también pueden estar en tensión física y emocional aun cuando no hay nada
que temer, incluso sobresaltarse por cambios sutiles a su alrededor. Y es que
las personas con trastornos ansiosos con frecuencia ven alterada la
respuesta de su cuerpo al sorprenderse por hechos inesperados, que en lugar
de resultar agradables se convierten en un angustioso espanto.
La hiperactivación autónoma continuada es un problema importante,
puesto que tu cuerpo solo está preparado para soportar brevemente la
cascada de reacciones fisiológicas que tienen lugar al estresarte. Una de las
consecuencias más comunes de esta tensión persistente son las molestias
físicas difusas, sobre todo las musculares y las digestivas, que pueden
llegan a hacerte dudar de si tienes un problema físico que requiera acudir al
médico. Al ser síntomas comunes a muchas enfermedades y al haberte
acostumbrado a la ansiedad hasta el punto de prácticamente ni percibirla,
puedes acabar buscando una causa orgánica que nunca llegará a
concretarse. Esta incertidumbre («¿me estará pasando algo malo y nadie
sabe decirme qué es?») suele ser otra causa adicional de preocupación, que
se suma a todas las que ya pudieras haber padecido antes. Como podrás
imaginar, el ciclo se fortalece y los problemas se agravan.
También se sabe que esta activación constante es el caldo de cultivo
perfecto para sufrir episodios de ansiedad en un momento inesperado, como
son los ataques de pánico. Sabemos que la mayoría de las personas que
experimentan esta forma abrumadora de ansiedad por primera vez no
pueden predecir cuándo volverá a ocurrirles ni tampoco identificar por qué
sucedió, pero sí reconocer que cuando todo empezó atravesaban momentos
de dificultad (duelos, separaciones o divorcios, situaciones de
desempleo...). Esto podría recordarte la historia de Damocles que vimos al
principio del libro, la incertidumbre y el desasosiego de quien se siente
amenazado por un enemigo invisible e inestable. Por tanto, es realmente
importante que cuando estés en un mal momento seas especialmente
cariñoso contigo mismo, que te dediques instantes de paz en la medida de lo
posible y que intentes hacer cosas divertidas o que te gusten. Aunque te
parezca difícil, estos tiempos intempestivos suelen ser propicios para
recuperar esas aficiones que dejaste sepultadas bajo el peso de las
responsabilidades.
La activación continuada también puede hacer que te cueste memorizar o
prestar atención a aquello que te pasa, lo que vuelve penoso estudiar o
trabajar. Esta experiencia tan desagradable tiene que ver con la dificultad
para regular los niveles de cortisol que segrega la glándula suprarrenal, una
hormona asociada al estrés y entre cuyas funciones se encuentra la de
gestionar los recursos (físicos, sociales...) para adecuarlos a las demandas
ambientales. Las situaciones de estrés prolongado alteran los mecanismos
naturales para equilibrar el cortisol y hacen que todo el cuerpo quede
inundado, desplegando entonces sus efectos nocivos sobre distintos tejidos.
Uno de los más conocidos sucede en las neuronas del hipocampo, una
estructura cerebral que participa en la consolidación de la información en la
memoria a largo plazo y sin la cual no podemos construir recuerdos.
Cuando tales neuronas se dañan, o no funcionan como deberían, puede
resultar difícil recordar o almacenar nuevos datos sobre lo que sucede cada
día (aprender). Afortunadamente, si la situación se aborda a tiempo y de
forma oportuna, estas nefastas consecuencias suelen mitigarse con éxito y
se recuperan las capacidades que antaño tuviste. La clave está en reconocer
cuándo el estrés está haciendo mella en tu salud y tomarlo muy en serio,
pues siempre solemos aplazar estas decisiones para otros momentos que
raramente llegan.

Recordemos que cierto nivel de estrés es inevitable e incluso positivo, pero


que si te sobrepasa puede ser peligroso. Como todo en esta vida, en el punto
medio está la virtud.
EL INSOMNIO: LA NOCHE EN VELA

La calidad del sueño es un indicador preciso de tu salud física y mental, por


lo que dormir bien es una de las mejores cosas que puedes hacer por tu
bienestar. Cuando el sueño se altera durante mucho tiempo (tardas más en
dormirte, te despiertas varias veces en mitad de la noche, cambias
radicalmente tus horarios...) puede que quizá detrás haya un problema
emocional, como la ansiedad o la depresión, que son los sospechosos
habituales. Además, el no dormir también afecta a tu estado de ánimo, por
lo que la relación entre los dos es bidireccional. Un ejemplo lo encontramos
en quien dice algo como «estoy pasando por una etapa en la que me siento
emocionalmente abatido y esto me está causando problemas para dormir».
Además, el insomnio agrava todavía más el malestar que en principio lo
provoca, lo que acaba alimentándolo con el paso del tiempo.
Más allá de todo esto, ya suficientemente importante en sí mismo, las
personas con problemas del sueño sufren agotamiento mental, y la memoria
y la atención se ven afectadas negativamente. Uno de los ejemplos más
evidentes lo vemos en quienes deciden pasar una o más noches en vela para
estudiar ante un examen que se aproxima... Haciendo esto solo consiguen lo
contrario, ¡que su rendimiento se desplome irremediablemente!

No olvides que, al dormir, el cerebro descarta lo más irrelevante y consolida lo


importante que hayas aprendido durante el día, como si ordenara una
habitación abarrotada y caótica. También ayuda a eliminar los productos de
desecho derivados de tu actividad cerebral, lo que te protege de problemas
tan graves como las demencias.

Existen muchas formas de insomnio. Algunas personas tienen


dificultades para dormirse, por lo que permanecen mucho tiempo en la
cama hasta que finalmente lo logran, mientras que otras se desvelan más
temprano de lo que desearían. También hay algunos casos en los que el
proceso natural de sueño se interrumpe constantemente, con molestísimos
desvelos a lo largo de la noche que alteran los ciclos que naturalmente se
suceden mientras descansamos. Un detalle que debes tener en cuenta es que
estos ciclos de sueño requieren aproximadamente noventa minutos para
completarse, a lo largo de los cuales se pasa por distintas etapas en las que
las ondas cerebrales transitan desde las propias de la vigilia hasta las del
sueño profundo, con momentos en los que la actividad cerebral se asemeja a
la de cuando se está despierto (fase REM). Si interrumpes este delicado
equilibrio impidiendo que se complete (en condiciones normales puedes
pasar por cuatro o cinco ciclos completos en una noche) te despertarás
agotado por la mañana, pese a que aparentemente hayas estado muchas
horas en la cama. Por si te preguntas qué puede haber tras estas
interrupciones tan fastidiosas, las preocupaciones y la rumiación son dos de
las causas habituales.

En los momentos de estrés parece que los asuntos que nos acongojan llaman
con mayor insistencia a la puerta de nuestra vida mental, y hasta pueden
echarla abajo como una manada de bisontes.

¿Te ha pasado alguna vez que, justo al meterte en la cama, se dispara la


ansiedad y se inflaman los problemas? El silencio y la oscuridad de la
habitación conforman un espacio en el que apenas hay estímulos que
atender, por lo que la mente se permite divagar en el vasto océano de
nuestra vida interior. Es en ese preciso momento cuando te puedes ver
desagradablemente sorprendido por pensamientos molestos, insistentes y
negativos, que versan sobre cosas que ya pasaron o preocupaciones respecto
al futuro y que se abigarran hasta hacerse insoportables. Estos contenidos
mentales (imágenes, palabras...) a menudo se encadenan los unos con los
otros, igual que cuando sacas una cereza de un cesto repleto de ellas,
formando eslabones en una cadena que carece de final y que no conduce a
ninguna parte realmente productiva. A medida que te vas sumergiendo en
su discurso interminable y repetitivo, el sistema nervioso autónomo se va
activando y tu estado fisiológico se acelera hasta hacerte imposible dormir.
Como imaginarás, resulta extenuante y no ayuda en absoluto a solucionar el
problema que lo motiva.
La situación empeora con el tiempo, cuando desarrollas la convicción de
que no podrás dormir y anticipas el momento de meterte en la cama con
angustia y desasosiego. Esto puede suceder especialmente si has tenido
problemas para lograrlo varias noches consecutivas, y suele acompañarse
de la imposición acuciante de que las cosas no pueden continuar así. Esta
forma de forzar el sueño hace que permanezcas atento al reloj mientras te
lamentas de seguir despierto, y que te preocupes por el cansancio que
sentirás al salir de la cama cuando sea de día. En estos casos lo mejor es
salir del dormitorio y dedicar tiempo a una actividad relajada hasta que la
somnolencia llegue de manera natural. Recuerda que también es clave
seguir las normas básicas de higiene del sueño, entre las cuales están no
cenar demasiado tarde, no exponerte a luces intensas en las horas previas a
acostarte (esto incluye móviles y tabletas), no practicar ejercicio intenso al
final del día, hacer siestas breves, evitar el consumo de alimentos excitantes
y garantizar la comodidad de la habitación. Por cierto, aprovecho para
contarte una curiosidad: en psicología existe una técnica conocida como
intención paradójica, y que en este caso consistiría en comportarnos como
si realmente no quisiéramos dormirnos. Puede que te parezca extraño...
¡pero a muchas personas les funciona!

El uso de sustancias como el alcohol o el cannabis para inducir el sueño no es


sano y puede estar sugiriendo un uso abusivo. Dormir es un proceso
fisiológicamente natural y debe desplegarse sin la necesidad de ayudas
externas. Esto es aplicable también al consumo de ansiolíticos, pues si se
toman durante demasiado tiempo se acaba desarrollando tolerancia a sus
efectos hipnóticos.
Otra noche en vela

Abrió los ojos, solo un poquito, para no desvelarse demasiado. Sobre la mesita
de noche el reloj seguía su curso inexorable. Marcaba las 03.17, una hora en la
que ya todo el mundo debía de dormir a pierna suelta. La calle estaba
completamente silenciosa, con la excepción de algún tren lejano que se dirigía a
un lugar desconocido, seguramente transportando mercancías. Aquel sonido
solía relajarle: empezaba como un zumbido, y en cierto punto llegaba a su
máxima intensidad para luego disolverse en la nada. Le gustaba imaginar a las
personas que lo conducían mientras descansaba en su cama mullida, cálida,
guarecida del frío y las inclemencias. No obstante, esa noche todo era distinto:
tenía que dormirse ya, cuanto antes, pues de lo contrario acumularía dos noches
en vela. Volvió a abrir los ojos: ya eran las 03.19.
Decidió darse la vuelta y quedarse mirando la pared, algo mucho más
aburrido que el reloj de la mesita. Intentó imaginar algo relajante. Se visualizó
andando descalza en un lugar precioso, bajo la sombra de un roble y cerca de un
riachuelo. En su mente se acercó al agua clara que discurría por él y hundió
ambos pies hasta tocar los guijarros con los dedos. Se concentró en todas las
sensaciones y, de repente, regresó un pensamiento: «¿Qué haces? A ver si vas
a dormirte más tarde de lo que deberías y mañana no te despiertas a tiempo para
la cita... A lo mejor vale la pena que te pongas a hacer otras cosas y ya lo
intentarás en otro momento». Se revolvió, respiró bastante molesta y se quedó
mirando el techo. Vio las sombras proyectándose en él... «Cierto, ¿qué hago?
Son las 03.27.» La abrumó una sensación horrible al darse cuenta de que no
había dormido nada en muchas horas, y se preguntó si eso podría perjudicarla de
alguna forma. Ya había leído mucho sobre lo que ocurre en el cerebro en estos
casos, sobre todo un artículo reciente en el que se afirmaba que dormir reducía
los productos de desecho de la actividad cerebral y servía para prevenir las
demencias. Ahora que lo pensaba un momento, últimamente le costaba
concentrarse y la memoria le fallaba...
«¡Deja de pensar, tienes que dormir!» Se sentó de un brinco en el borde de la
cama y se agarró la cabeza entre las manos. Inspiró y espiró, pero no de manera
relajada. Estaba irritada, enfadada y harta. También tenía hambre, pero sabía
que comer a esa hora no le serviría de ayuda. Lo intentó una vez más, tapándose
hasta la cabeza. «Uf..., no puedo respirar.» Lo que quedaba de noche pasó como
una estampida: cientos de pensamientos contradictorios bombardearon su mente
y se estamparon frenéticamente unos con otros, estallando en frases repetitivas
sobre sus preocupaciones cotidianas. Al final, a través del velo de sus párpados,
adivinó los primeros rayos del sol.
LA DESESPERANZA: EL FUTURO OSCURO

La desesperanza ocurre cuando llegas a la absoluta convicción de que nada


de lo que hagas solucionará un problema que para ti es relevante y que está
afectando a tu vida. Se trata de un estado de ánimo que puede encontrarse
tras problemas de salud tan profundos como la depresión mayor, aunque
sobreviene con frecuencia también en los trastornos ansiosos. A menudo las
personas que viven con ansiedad tratan por todos los medios de aliviar su
malestar informándose sobre cómo hacerlo, aunque lamentablemente no
siempre lo consiguen. A medida que el tiempo transcurre se va acumulando
una sucesión de fracasos que enturbian la percepción que tienen de sí
mismas y de sus capacidades, así como de las expectativas sobre la
ansiedad, que se vuelven más oscuras. No es infrecuente que la primera
visita a un profesional de la salud mental se desarrolle con pesimismo, pues,
tras no avanzar prácticamente nada durante mucho tiempo con la intuición
como única guía (o por lo que encuentran en internet), acaban pensando
erróneamente que no tienen solución. En estos casos pueden ser necesarias
varias sesiones para desenredar la madeja y recuperar una visión más
optimista de quiénes son y de lo que pueden lograr.
Cuando surge la desesperanza hay un riesgo importante de que tu
autoestima se vea también perjudicada. Esto es así porque, ante la evidencia
de que nada te ha funcionado, es fácil acabar atribuyendo el origen de tu
situación a factores internos y permanentes («soy totalmente incapaz»,
«siempre me quejo por todo»...). Si esto sucede, creerás inevitablemente
que hay algo en ti que no está bien, por lo que concluirás que en tus manos
nada servirá (ni siquiera aquello que a otros les resultó útil). Una
puntualización aquí: a veces puedes adoptar como propias ciertas formas de
actuar solo porque a otros les fueron bien, cuando en realidad lo mejor sería
descubrir tus necesidades y tus particularidades para elegir las que se
ajusten a tus cualidades y tus circunstancias. Si este es tu caso, mi
recomendación es que busques la ayuda de un profesional de la salud
mental con el que puedas desarrollar un vínculo de confianza. Se trata de
encontrar a la persona con la que sientas comodidad y seguridad, en cuya
presencia tengas la libertad de expresar con palabras los rincones más
áridos de tu experiencia. A veces los consejos que leemos en internet o las
palabras que llegan a nuestros oídos a través de ciertos gurús de la felicidad
resultan más perjudiciales que provechosos, por lo que deberá ser un
profesional con los conocimientos y con la actitud necesarios quien te
ofrezca las herramientas que, quizá, todavía no habías contemplado.
De todas las secuelas que pueden asociarse a la desesperanza, la peor es
con mucho la pérdida de significado. El significado es el resultado de
orquestar un plan para tu vida en el cual te sientes protagonista de los
acontecimientos, de modo que tu esfuerzo y tus decisiones estén alineadas
con tus valores y metas. Con frecuencia, estos planes precisan de muchos
años para concluirse, pero te proporcionan coherencia entre lo que haces y
lo que anhelas. Cuando el sentimiento de desesperanza se extiende y se
generaliza, algo que ocurre habitualmente, invade por completo tus
expectativas de futuro y destruye el significado de tu plan de vida. Esta
situación es profundamente dolorosa y explica por qué muchas personas
que mantienen la ansiedad en el tiempo se sienten abatidas o desisten en su
esfuerzo, lo que trae consecuencias nefastas sobre su salud mental.

ALTERACIONES DE LA SEXUALIDAD: LA CAMA FRÍA

Al igual que el sueño, la sexualidad es una faceta de la vida que requiere la


armonía de tu salud física y emocional. El sexo es una vía privilegiada de
comunicación que trasciende las palabras: los cuerpos establecen un diálogo
de hondo calado emocional inspirado en los gestos y el contacto piel a piel.
Sucede, además, algo interesante: cuando dos personas se atraen sienten la
necesidad de una cercanía cuyo máximo exponente es la intimidad del sexo,
mientras que el propio sexo aumenta también el bienestar en la relación y el
deseo de mantenerse juntos. Esto es así porque las caricias, los besos, los
abrazos y los orgasmos liberan oxitocina, una hormona que contribuye a
construir vínculos de amor en toda su expresión (no solo los románticos).
Cuando los problemas de ansiedad dificultan que el sexo se despliegue de
manera natural puede embriagarte la frustración, que además se agrava en
el caso de que te fuerces a que todo cambie abruptamente. La
hipervigilancia de tu propio rendimiento es uno de los motivos más
comunes por los que puedes sufrir problemas en la erección, la lubricación
o el tiempo que te demoras en alcanzar el cénit del placer.
Para hablar de sexualidad primero es importante conocer el
complejísimo proceso fisiológico y afectivo que hay detrás de ella, que
puede dividirse en cinco etapas: deseo, excitación, meseta, orgasmo y
resolución. El deseo es la primera parada en este viaje, aunque
curiosamente fue la última que despertó el interés de los científicos, por lo
que no sabíamos casi nada de ella hasta hace relativamente poco tiempo. Es
la más subjetiva e incluye la atracción física y la emocional, de las que
surge la voluntad de buscar proximidad (abrazar, besar...) con el otro. El
deseo es un pilar de cualquier relación de pareja y depende mucho de la
calidad del vínculo, por lo que puede quedar dañado si existen conflictos sin
resolver o insatisfacción. Este momento es perfecto para subrayar algo
importante: cuando estás enamorado puedes distorsionar el modo en que
valoras a la persona amada, ensalzando sus atributos positivos y
prácticamente ignorando los negativos (siempre hay de los dos). Eso sí, con
el paso del tiempo esta venda tenderá a deslizarse de tus ojos para dejar al
descubierto a quien te acompaña tal y como realmente es. Es entonces
cuando surge un amor más sosegado, o cuando te das cuenta de que quizá
no estás con la persona más apropiada para ti.
Los problemas sexuales asociados a la ansiedad pueden ser muchos y
variados. En algunos casos su origen radica en la exageración de un defecto
físico que impacta directamente en la intimidad (tamaño del pene o de los
pechos, proporción de las caderas, estrías, asimetrías...) que nos hace sentir
avergonzados de nosotros mismos y temer cómo reaccionará el otro frente a
nuestra desnudez. La dismorfofobia, conocida a veces como trastorno
dismórfico corporal, es con seguridad el caso más extremo. Implica una
sobrevaloración de pequeñas imperfecciones, a veces del todo inexistentes,
lo que provoca una angustia extrema ante la mera expectativa de mantener
relaciones sexuales o incluso de conocer a personas. Quien la sufre revisa
su reflejo constantemente en el espejo y advierte desviaciones extremas
respecto al ideal de belleza que tiene interiorizado y le sirve de referencia,
hasta convertirse en una de sus mayores preocupaciones. La situación puede
llegar a ser angustiante, e incluso forzar una soledad sentimental indeseada.
Otro caso particularmente común se da en los hombres y mujeres que
depositan unas expectativas irreales sobre cómo habrían de actuar durante
el sexo. Forjan una perspectiva rígida sobre la forma en que deben
proporcionar placer a su pareja, hasta el punto de que se imponen prácticas
que no disfrutan plenamente. Es entonces cuando surge la frustración y la
creencia de que uno es incapaz de satisfacer al otro, lo que tiene resonancias
profundas en la autoestima. En tal caso puede ser importante la consulta con
un profesional de la salud mental que ayude a explorar las creencias tras el
problema y a resolverlas mediante un saludable cuestionamiento de las
convicciones que las mantienen. Por último, cabe señalar que determinados
contenidos pornográficos no representan lo que el sexo realmente es, e
incluso muestran escenas que pueden resultar degradantes o humillantes a
los ojos de algunas personas, lo que también fomentaría ideas
distorsionadas sobre la cuestión. Recurrir a estos contenidos (en solitario o
acompañados) no tiene nada de malo, pero no olvides que al final se trata de
una película: busca satisfacer la curiosidad, alimentar las fantasías privadas,
pero no enseñar cómo hacer las cosas. ¿O es que acaso empezarías a saltar
por los tejados o a iniciar una persecución en coche tras ver una película de
acción? Pues algo parecido ocurre también aquí.

Imponernos una forma restrictiva de hacer el amor, especialmente por


priorizar la satisfacción del otro, restringe gravemente la calidad de nuestras
experiencias.

Un monstruo al otro lado del espejo

Era un chico guapísimo, tanto tanto que Mireia no podía creer que tuviera algún
interés en ella. En realidad todavía no se habían conocido en persona, pero eso
era algo que se solucionaría esa misma noche. ¡Qué nervios! Llevaban ya
bastante tiempo insistiendo en que sería fantástico verse, en especial porque
ambos vivían en la misma ciudad y en las muchas horas de conversación
telefónica que habían compartido había quedado muy claro que tenían un
montón de cosas en común. Se gustaban mucho. A los dos les encantaban los
bailes de salón y los animales, habían trabajado como voluntarios en refugios
diferentes y tenían mascotas que estarían encantadísimas de ser buenas amigas.
Todo parecía perfecto, como si un guionista de cine hubiera escrito cómo sus
vidas se hallaban a punto de colisionar..., pero aun así se sentía intranquila.
Había pasado la mañana con tanta angustia que no había salido más de cinco
minutos del baño, y empezaba a preguntarse si sería buena idea enviarle un
mensaje de texto y fingir que se encontraba mal. Seguramente lo entendería,
pues era alguien comprensivo, pero sería una forma pésima de empezar la
relación. Si es que... ¡ya estaba construyendo castillos en el aire pensando en
«una relación»!
Se miró en el espejo. De cerca, de lejos. De frente, de perfil. Hacía apenas un
par de días que un grano inoportuno había aparecido en la punta de su nariz y
todavía podía verse la sombra oscura que había dejado. Era un tema
especialmente peliagudo. Para Mireia su nariz era, con seguridad, la parte que
menos le gustaba de sí misma. Había ideado todo un sistema de espejos y
ángulos con los que verse de lado y siempre que lo hacía sentía un repentino
horror. Lo que veía allí no le gustaba. Solía consolarse pensando en lo que
algunos decían: que todos solemos vernos raros en el espejo. Pero ella no se
veía rara, qué va: se veía francamente horrible. El puente era demasiado
pronunciado para su gusto y formaba un ángulo un tanto exótico, seguramente
resultado de un accidente que sufrió hace un montón de años con el columpio de
un parque. Además, el grano, ese maldito grano... era como un puntero láser que
gritaba: «¡Eh, estoy aquí, mírame bien!». Este defecto físico ya le había jugado
malas pasadas antes, hasta el punto de impedirle salir con amigas a más de un
lugar, pues en secreto pensaba que era la acompañante fea que debe haber en
todos los grupos para darles una razón de ser. Ahora, incluso era un monstruo
peor.
Miró el teléfono, lo cogió y lo volvió a dejar en el sitio. Ni el mejor maquillaje
del mundo disimularía aquello. Vaciló un poco. Al final buscó el nombre de aquel
chico y le envió un mensaje corto: «¿Estás?». Pocos segundos después vio que
estaba conectado, que leyó lo que le había escrito y que le respondió junto a
varios emojis: «Sí, y con muchísimas ganas de verte».

LAS IDEAS Y LA CONDUCTA SUICIDA: EL VALOR DE VIVIR

El suicidio es uno de los problemas más trágicos a los que nos enfrentamos
como sociedad. Se aborda muy poco en los medios de comunicación,
amparándose en la creencia obsoleta de que hablar sobre él aumenta el
riesgo de que suceda. La mayoría de las veces la conducta suicida no ocurre
como un acto aislado, impulsivo e imprevisible, sino que se va fraguando
sibilinamente mediante ideas pesimistas sobre la falta de sentido que acaban
por dominar cada segundo de cada día. Y aunque lo más habitual es que
quien las vive advierta a los más allegados de sus emociones y de su
intención, desgraciadamente puede no ser creído o incluso ser señalado
como un manipulador.
Las personas que finalmente deciden quitarse la vida suelen enfrentarse
primero a dificultades ante las que no pueden responder del modo que
querrían. En ningún momento esto es un indicio de debilidad ni mucho
menos de cobardía, pues las circunstancias que conducen a este punto son
tan profundamente únicas que no hay lugar para opiniones genéricas ni
reduccionistas. Entender por qué una persona llega a este punto requiere
una extraordinaria empatía y un enorme autocontrol emocional, algo que en
los últimos años ha venido a llamarse ecpatía (sí, con «c»). Recuerda que
sin ese autocontrol todas las ventajas de ser empático pueden irse al traste, e
incluso volverse directamente un rasgo contraproducente para ti, pues
acabarías contagiándote de los sentimientos difíciles de los demás.
Lo más habitual es que al final de este sinuoso sendero las experiencias
internas difíciles se extiendan hasta apoderarse de todo. Empiezan siendo
pequeñas, casi indetectables y en apariencia poco preocupantes, pero en
algún momento se convierten en una pesada losa de la que no es sencillo
desprenderse.

Al contrario de lo que se suele creer, estas ideas no versan solo sobre la


voluntad de «quitarse de en medio», sino que esconden el deseo íntimo de
una forma diferente de estar en el mundo, una sin tanto sufrimiento y dolor.

Los pensamientos suicidas pueden emerger en muchos trastornos de


ansiedad, sobre todo si se cronifican y limitan durante demasiado tiempo la
capacidad para vivir la vida. También son comunes en otros problemas de
salud mental en los que se da sintomatología ansiosa, como la depresión
mayor o el estrés postraumático, junto a ciertos trastornos de personalidad y
conductas adictivas. Lo peor es que a veces permanecen silenciosos,
velados por miedo a que nos tachen de exagerados o a ser rechazados por el
entorno, minimizados, ridiculizados o frivolizados. No en vano sigue siendo
frecuente la creencia infundada de que las verdaderas intenciones suicidas
nunca se expresan, y que si en algún momento son verbalizadas es porque
se trata de una simple llamada de atención que no debería ser escuchada o
atendida. Lo cierto es que la gran mayoría de las personas que deciden dejar
de vivir informan primero a su círculo cercano sobre lo que sienten y
pretenden, en una búsqueda desesperada de consuelo o de afecto. El
rechazo que pudiera suscitar la negación deliberada de ayuda no hace más
que alimentar la idea de ser una persona no válida, así como aumentar una
expectativa más oscura sobre su futuro. Imagínalo por un momento:
buscamos a alguien para compartir algo tan profundamente íntimo y nos
encontramos un muro de silencio. ¿Cómo te sentirías tú en una situación
así?

Algo fundamental que siempre debes tener en cuenta: si alguna vez te sientes
tan mal que acabas pensando en poner fin a todo, lo mejor será encontrar a
alguien que pueda prestarte tiempo para escucharte.

Para conocer bien estas ideas es prioritario detenerse en la evolución que


siguen y en su forma de encadenarse las unas con las otras en eslabones de
creciente complejidad. Al brotar por primera vez no suelen ser demasiado
llamativas, y de hecho se confunden con otras ya establecidas sobre nuestra
pobre valía. Aunque no resultan evidentes para quien las vive, suponen un
primer cuestionamiento sobre el sentido de permanecer vivos ante una
situación difícil que se ha alargado demasiado, que se percibe como
desbordante o que no tiene visos de cesar en algún momento del futuro.
Con frecuencia, las personas que se sienten así no pueden traducir este
cúmulo de sensaciones en palabras que abarquen su magnitud, e incluso
temen que si encuentran los términos adecuados estos resulten demasiado
dolorosos para quien habrá de recibirlos. Así es como se acaba perdiendo
un tiempo valiosísimo entre que aparecen los primeros pensamientos y el
punto en que adoptan una forma más nítida, cuando este último implica un
riesgo mayor de concretarse en actos suicidas. Por esta razón, los
profesionales de la salud deben dejar sus miedos atrás y preguntar, con
sensibilidad, sobre su existencia. También tú, si conoces a alguna persona
cercana que está en esta situación, puedes ofrecerle tu escucha sincera. En
la mayoría de las ocasiones no es necesario que descubras algo así como las
palabras secretas que vayan a solucionar su problema, es más que suficiente
con permanecer cerca y hacerle saber que te importa lo que siente.
Cuando se analiza la forma y el contenido de los primeros pensamientos
suicidas, se puede apreciar que son difusos, muy poco claros, como una
idea pasajera que ha llegado para acabar yéndose más pronto que tarde. No
reflejan un método ni un momento, sino que describen la vaga intención de
morir. Se trata de ideas que muchas personas han tenido en algún momento
del ciclo vital, pero que afortunadamente no evolucionan hasta convertirse
en algo complejo ni profundo. El peligro está cuando, con el paso del
tiempo, germinan y extienden sus raíces. Llega entonces el momento en que
se alzan firmes sobre el suelo y se hacen invasivas, trazando el porqué, el
cómo y el cuándo del instante de la propia muerte. Al tratarse de una
decisión obviamente definitiva, a menudo compite con el deseo de
continuar viviendo y genera una disonancia cognitiva importante (un
choque entre dos ideas que se oponen), lo que se traduce en sentimientos de
ansiedad y de angustia. Y es que las personas que viven abrumadas por
ideas suicidas no tienen la voluntad inequívoca de morir, sino que oscilan
entre esta y el deseo de vivir de una forma diferente, sin el dolor con el que
cohabitan cotidianamente. Cuando este anhelo abraza la indefensión
aprendida, el riesgo aumenta.
La ansiedad que presenta una persona con ideas suicidas es realmente
angustiosa y evoca una sensación de vacío que no es fácil de describir. No
obstante, al resolverse la contradicción entre vivir y morir se produce un
alivio súbito, tanto para bien como para mal... Muchas personas que
finalmente se quitaron la vida mostraron una actitud alegre en los días
previos al acto sin que pasara nada bueno que pudiera explicarlo, o como
mínimo recuperaron la vitalidad que sus familiares y amigos no veían en
ellas desde hacía mucho tiempo. Es el resultado de conciliar las intenciones
opuestas entre el vivir y el morir, que se puede decantar en un sentido u
otro. Por ello, la resolución de esta duda es el periodo en el que debería
agudizarse la atención que le dedicamos a la persona, y también el más
idóneo para habilitar espacios donde tratar con sensibilidad qué está
ocurriendo en su fuero interno. Tenlo en cuenta siempre, pues puede
ayudarte a identificar en qué momento es más importante que pidas ayuda o
que la proporciones.
Mención aparte merecen las personas que se enfrentan a un proceso de
duelo por la muerte de su ser querido si este decidió quitarse
voluntariamente la vida. Se trata de uno de los factores de riesgo más
conocidos para el duelo complicado, esto es, para que el proceso acabe
llevándonos a la depresión mayor o a los trastornos ansiosos (o a ambos).
En este contexto, es frecuente que la familia se culpe por no haber sido
suficientemente sensible o no haber estado lo suficientemente atenta a las
necesidades de la persona fallecida, o incluso por haber dicho o hecho algo
determinante para que el acto se precipitara. Tal sensación de culpa acaba
convirtiéndose en pensamientos invasivos, recurrentes e intensamente
dolorosos, que se deslizan en la cotidianidad como ávidas serpientes en la
maleza. Si el ser querido fallecido dejó una carta de despedida, algo que
sucede a menudo, esta acaba convirtiéndose en una especie de enigma que
contiene sus últimas palabras y que puede interpretarse de formas diversas y
en ocasiones sesgadas. Al final construyen con sus propias manos un
laberinto imposible, del que salir puede ser realmente costoso y prolongarse
durante años.
Así pues, la ansiedad es importante en el ámbito del suicidio, tanto para
la persona que barrunta sobre el hecho de quitarse la vida como para
quienes están emocionalmente próximos a ella. La principal misión de los
familiares consiste en abrir espacios propicios para conversar sobre asuntos
que pueden perturbarles, y para los cuales necesitarán desarrollar toda una
serie de destrezas interpersonales.

Es esencial comunicar con un profesional de la salud mental y no


menospreciar las advertencias sobre la muerte o la vida que alguien nos
confíe, pues estas suponen una ocasión privilegiada (y a veces única) para
proporcionar apoyo y comprensión.

Cuestionándose el sentido de vivir


Todo había ocurrido demasiado rápido. Su mujer siempre tuvo una salud
envidiable. Era una de esas señoras que en apariencia parecía más joven de lo
que en realidad era, vital y con infinitos proyectos por hacer. Él, una persona que
la amaba con tanta profundidad que no podía imaginar un futuro sin ella.
Ahora miraba el vacío que había dejado al otro lado de su cama como si fuera
un abismo insalvable. Su enfermedad se detectó cuando era demasiado tarde, y
pese a que los médicos hicieron por ella todo lo que estuvo en sus manos, ni
siquiera pudieron mantenerla con vida lo suficiente para ver nacer a su tercer
nieto. Nunca imaginó que tuviera que despedirse así del verdadero amor de su
vida, e incluso diría que siempre tuvo el egoísta consuelo de que por la edad de
ambos se marcharía antes que ella y no tendría que enfrentarse a este momento.
Lamentablemente, las cosas a veces suceden de manera imprevisible, y así fue
en su caso.
Todavía recuerda el momento en que le dieron la noticia. Él estaba sentado
en la sala de espera de la unidad de cirugía con el corazón en un puño,
aguardando a que los médicos le informaran sobre cómo había discurrido una
operación que entrañaba grandes riesgos y que ya se alargaba demasiado. Pese
a que las palabras que le dedicaron para trasladarle que no había conseguido
superar la intervención fueron cálidas, cayeron sobre él como una losa de
cemento. Una de las cosas que más siguen doliéndole es que no quiso dedicar
tiempo a despedirse de ella justo cuando pasaba a quirófano: intentó hacer de
ese momento una especie de trámite, convertirlo en algo rutinario como si fueran
a verse en pocos minutos. Ahora daría lo que fuera por poder abrazarla un rato
más en ese instante.
Durante algún tiempo estuvo pensando en que la vida carecía de sentido e
incluso se planteó la posibilidad de quitársela. Al principio era solamente una idea
pasajera, pero poco a poco se fue haciendo más presente y ocupando más
tiempo de su día a día. Soñaba muchas noches que daba ese paso y se reunía
con ella, y se despertaba con una tristeza tan profunda que apenas la podía
soportar. Un domingo de primavera por la tarde decidió contárselo a su hija, pese
al miedo que tenía a cómo pudiera reaccionar. En aquella conversación algo muy
poderoso ocurrió: tuvo la oportunidad de relatarle todo cuanto había en su mente
y, pese a que al principio estaba con una actitud cautelosa, la aceptación
absoluta con la que recibía sus palabras lo animó a decir todo cuanto tenía que
decir. Por un momento pudo adivinar, tras el brillo de los ojos atentos de su hija, a
la mujer que tanto amó.
12

¿CUÁNDO SE CONVIERTE LA ANSIEDAD EN


UN PROBLEMA?

Llegó el momento de adentrarnos en el rincón más oscuro de la ansiedad,


aquel en el que efectivamente esta deviene un auténtico problema para
nuestra salud mental. Hablamos de los trastornos de ansiedad, que tienen en
común su capacidad de limitar la vida de muchas formas diferentes. Debes
saber que estos trastornos son los más comunes de todos los que alguna vez
ha descrito la psicología, y que son muchas las personas que los padecen sin
saberlo. Este capítulo representa, por tanto, la excepción al mensaje que te
he trasladado desde que empezaste a leer, puesto que he estado insistiéndote
todo el tiempo en que la ansiedad no es algo negativo ni problemático en sí
mismo. Aquí es cuando me veo obligado a añadir un pero, como todos los
peros que habitan tras las grandes verdades.
Veamos con calma ejemplos de estos trastornos y sus características
principales.

LAS FOBIAS ESPECÍFICAS: EL MIEDO INCONTROLADO

El nacimiento del primer pavor


Apenas tenía siete años. Como muchas otras tardes antes de aquella, Marta
había salido a jugar a un parque cercano bajo la atenta mirada de su abuela, que
la vigilaba con disimulo mientras charlaba con una vecina. Le tranquilizaba
escuchar su voz, pues significaba que la distancia que las separaba no era
insalvable en el caso de que tropezara o cayera, y que podría recibir su ayuda si
la necesitaba. Quizá por ello se aventuraba sin dudar en todas las atracciones,
trepando como un mono o arrastrándose como una serpiente, impulsada por la
aparentemente infinita energía de la infancia. De vez en cuando corría hacia su
abuela y tiraba de su falda para hacerla testigo de alguna hazaña: del descenso
por la pendiente del tobogán o de cómo ascendía con su columpio hasta rozar el
cielo con la punta de los pies.
Marta brincó dentro del cajón de arena y hundió sus diminutos dedos en el
interior, sintiendo la calidez de un verano inminente. Allí jugaban otros niños de
edad similar a la suya, horadando la tierra y construyendo una compleja red de
túneles que comunicaban los unos con los otros. Le recordó por un breve
instante aquel libro de cuentos que solían leerle justo antes de dormir, que
hablaba de historias de enanos y su destreza para construir ciudades enormes
en las entrañas del mundo. Casi podía escuchar el sonido de las mazas
retronando contra los yunques en cuevas repletas de riquezas imposibles. Pese a
que siempre la vencía el cansancio antes de escuchar el final, su imaginación le
permitía concluirlas en el inhóspito territorio de los sueños.
Se agachó frente a uno de aquellos agujeros y escrutó su interior,
preguntándose cómo sus bóvedas podían soportar tantísimo peso sin
derrumbarse. Si se empeñaba, alcanzaba a escuchar el rumor de las corrientes
subterráneas y el rugido de un dragón confundiéndose entre ellas, oculto en una
caverna de aquel improvisado laberinto. El túnel que se descubría frente a ella
era larguísimo, pues surcaba de extremo a extremo la montaña de arena y
quedaba atravesado por otros mucho más pequeños, como si fuera una avenida
principal de la que irradiasen discretas callejuelas. Reparó por un momento en la
luz que se filtraba desde el otro lado, en cómo destellaba al acariciar las
piedrecitas rojas que salpicaban sus paredes aquí y allá. Su curiosidad hizo que
se acercara tanto a aquel agujero que, para cuando quiso darse cuenta, el
mundo exterior había desaparecido. Se visualizó a sí misma danzando en
galerías grabadas con martillo y cincel, mientras sus pasos reverberaban en la
oscuridad. Estaba ensimismada, como si se hubiera colado de repente en alguna
de sus ensoñaciones. La algarabía de los niños y los coches cercanos era como
un eco sordo e irreal. Y entonces sucedió todo, rápida e imprevisiblemente.
Marta no sabría precisar cuánto tiempo transcurrió, pero llegado cierto
momento notó un dolor insoportable en una de sus piernecitas, y pensó: «¡Es el
dragón! ¡Me ha encontrado!». Se revolvió como un gato acorralado mientras una
fuerza salvaje tiraba de ella hacia atrás, más allá de la caverna de los enanos,
hacia la noche oscura. El silencio mutó en un escándalo súbito, una tormenta de
voces alarmadas que se atropellaban de forma desordenada, caótica: «¡Me va a
engullir!». Su frágil cuerpecito se arrastró por la arena y sintió cómo se rasgaba la
piel de sus codos y de sus rodillas. Gritó: «¡Abuela!». Pero todo se fundió, la
realidad se desplomó tras el telón de la conciencia y tras ella se descubrió un
escenario impenetrable.
Más adelante le contarían que su dragón carecía de escamas y alas. Que en
su lugar tenía pelo y un par de colmillos agudamente afilados: los de un perro
cegado por una imprevista e intensísima rabia. Desde aquel momento la mayoría
de sus sueños se veían interrumpidos por su silueta negra, agazapada y
silenciosa, desdibujando así lo que hasta entonces fue su reino de fantasía. Su
rugido se convirtió en el leitmotiv de su miedo, y desde aquel día no pudo
acercarse sin sentir ansiedad a otros animales que se asemejaran mínimamente
a aquel. Aunque a menudo otros le reprochaban que su temor era exagerado, y
que incluso su propia razón le sugería esto mismo, no podía evitar sentirse
abrumada por él. Todavía hoy, mientras rememora aquella escena, una lágrima
se desliza por sus mejillas. Señala la cicatriz que prueba la realidad de aquel
hecho perdido en la garganta del tiempo, como una huella indeleble en su pie
izquierdo y en su historia.

Las personas con fobias específicas experimentan un miedo intenso ante


situaciones concretas, o si se topan con determinados animales, objetos o
lugares en su vida real. A menudo el miedo es tan invalidante que resulta
difícil de soportar, pues despierta una serie de sensaciones muy semejantes
a las que pueden ocurrir durante un ataque de pánico. Existen distintos tipos
de fobia según sea lo que provoca el miedo, hasta el punto de que se han
acuñado cientos de palabras con las que designarlas. Me centraré aquí en las
más importantes.
Las personas con fobia específica de tipo situacional experimentan un
miedo atroz cuando están expuestas a situaciones tan variadas como
conducir un vehículo o ir de acompañante (amaxofobia), subir en avión
(aerofobia) o hablar en público (glosofobia). Se trata de contextos que
promueven una sensación de inseguridad, así como la expectativa de que
ocurra algún peligro para la propia seguridad o para la de otros, como
quedarse atascado entre dos plantas de un edificio o estrellarse contra el
suelo desde las alturas. Por otra parte, la fobia ambiental implica un temor
cerval a estar en espacios elevados (acrofobia) o estrechos y cerrados
(claustrofobia), así como a ciertos fenómenos naturales, entre otros las
tormentas (astrafobia) y la oscuridad (nictofobia). Por último, existe
también una fobia específica subtipo animal: aquella que emerge en
presencia de seres vivos, como perros, gatos, aves o insectos. ¡Estoy seguro
de que habrás conocido más de un caso de cada uno de estos tipos en tu
círculo cercano!
Una modalidad de fobia especialmente llamativa es la de sangre-
inyección-daño (¡vaya nombre tan largo!), que surge en situaciones como la
administración de una vacuna o una extracción de sangre para una analítica,
y también en el caso de tener o ver una herida abierta. Al contrario que en el
resto de las fobias, en esta se produce una reducción de la tensión arterial,
llegando al punto de marearse o perder el conocimiento. Si la padeces,
habrás comprobado de primera mano que puede ser una experiencia
tremendamente desagradable, que quizá también conozcas como síncope
vasovagal.
Cuando se revisa la historia de vida de las personas que sufren alguna
fobia, a menudo es posible detectar un episodio concreto en el que
probablemente se adquirió. Se trata de momentos vividos con profunda
angustia o desasosiego, que suscitaron emociones difíciles de soportar y la
necesidad de escapar. También hay algunos casos en los que no se
experimentaron estos hechos en propia piel, sino que otros los describieron
como testigos o relataron historias en las que lo temido representaba una
amenaza para los protagonistas principales o los secundarios, como ocurre
en ciertos cuentos clásicos o en las fábulas moralizantes que se transmiten a
los niños cuando se «portan mal». ¡Algunos pueden ser realmente
aterradores, incluso las versiones que adaptaron para que pudiéramos verlas
y disfrutarlas en nuestra infancia! Cuando el problema empieza a instalarse
definitivamente, serán los esfuerzos por evitar las sensaciones que lo
acompañan los que acabarán manteniéndolo a largo plazo. De hecho, sin el
tratamiento adecuado, las fobias tienden a persistir de forma crónica, lo que
condiciona el modo en que vivimos y nos relacionamos con los demás.
Muchas personas creen que las fobias son exclusivas de los niños, pero
no es cierto. A lo largo de la evolución del ser humano existieron temores
que demostraron ser útiles para la supervivencia, y que por tanto pueden
considerarse adaptativos. Según la teoría de la preparación, propuesta por
Seligman, podemos desarrollar miedos más fácilmente hacia ciertos
estímulos por las experiencias que hemos compartido como especie. Por
citarte un ejemplo ilustrativo: es más probable tener miedo a los rayos que a
los enchufes de pared, pese a que las consecuencias de exponernos a unos u
otros son semejantes (descargas eléctricas). En este sentido, en los primeros
meses es normal que un bebé llore desconsoladamente ante sonidos fuertes
o tormentas, ya que en tiempos remotos ambos anticipaban calamidades.
Con los años estos temores van atenuándose y sustituyéndose por otros,
como las personas desconocidas o los seres imaginarios, que requieren un
procesamiento cognitivo más sofisticado. En última instancia, ya en la
adolescencia, los miedos se orientan hacia el fracaso o el rechazo. Este
proceso puede entenderse como algo razonable, por lo que no se considera
fóbico salvo en los casos en los que se mantenga más allá de lo previsible o
limite la capacidad para vivir una buena vida. Es un ejercicio interesante
que puedas detenerte un momento a analizar los miedos que alguna vez
tuviste y cómo, de forma natural, lograste superarlos con el paso del tiempo.
¡Y es que todo lo que una vez aprendimos, incluso los propios miedos,
puede desaprenderse si nos procuramos las experiencias adecuadas!

Las fobias raramente motivan la consulta con el especialista en salud mental,


pues aprendemos a evitar lo temido sin mayor dificultad. A menudo se acaban
descubriendo al buscar ayuda por otros problemas diferentes o cuando la
evitación se convierte en una tarea imposible, y es entonces cuando pueden
recibir la atención que merecen.

EL TRASTORNO DE PÁNICO

Quedarse sin aliento

Abrió el libro por la página 37, tal y como la profesora acababa de señalar. No era
una asignatura que le gustara demasiado, por lo que las clases transcurrían
lentamente, como si reptaran en un lodazal. A veces dejaba la mirada clavada en
el reloj de la pared y se evadía observando cómo sus manecillas se movían en
pequeñísimos saltos, con la cadencia de segundos que se antojaban una
eternidad. Cada vuelta completa era una victoria contra el hastío que lo
consumía. En otras ocasiones miraba por la ventana, fascinado ante las idas y
las venidas de quienes paseaban por la calle, ajenos a la libertad de la que
podían disfrutar. A aquella hora la ciudad estaba vetada para adolescentes como
él, que debían permanecer en el instituto incluso en contra de su voluntad. Se le
hacía raro pensar que el mundo continuaba girando allá fuera. Recordó alguna
ocasión en la que tuvo que ausentarse del colegio por citas con el médico u otros
compromisos parecidos. Cuando ocurría, andaba por las calles como si fuera un
astronauta deambulando por un planeta inhóspito.
Lo cierto es que, desde hacía semanas, se sentía abrumado. No le apetecía
hacer las tareas que le exigían en el instituto y tampoco sabía demasiado bien
hacia dónde encaminaría sus pasos cuando todo aquello acabara. Sus padres
esperaban de él que fuera a la universidad, pues no en vano había obtenido
calificaciones excelentes toda su vida y consideraban equivocadamente que
cualquier otra opción sería un desperdicio de su talento. Pero los últimos
boletines de notas amenazaban con un suspenso inminente, lo que lo acercaba
peligrosamente a su primer fracaso. Mentiría si dijera que no le preocupaba cómo
reaccionarían sus padres al enterarse de que su hijo no era tan brillante como
creían, de que últimamente pensaba más en los amigos que en las ecuaciones o
en las conjugaciones de verbos. Los imaginaba con un gesto grave, negando con
la cabeza mientras sus ojos se desplazaban incrédulos sobre el papel que
certificaba la caída en desgracia de su hijo perfecto. Y a veces, en los momentos
en que se distraía como lo hacía en aquel instante, acababa sintiéndose culpable
y con una sensación de pesadez que le oprimía el pecho. ¿Por qué no podía
centrarse en lo realmente importante? Debía encontrar la manera de aterrizar en
la realidad, ponerse a estudiar y olvidarse de las fantasías que nublaban su juicio.
Tomó aire y el zumbido en que se habían transformado las palabras de la
profesora adoptó una forma reconocible para sus oídos. Hablaban de la
Revolución francesa y sobre su impacto en el mundo actual. El silencio, por lo
demás, era absoluto... Observó al resto de sus compañeros, en apariencia
concentrados en la lección, y se preguntó por qué era incapaz de actuar como
ellos. Imaginó el instante en que empezaran a repartir los exámenes y el titubeo
de la profesora antes de dejar caer el suyo con un perfecto cero en el margen
superior derecho del folio. También ella, que ya le había impartido otras
asignaturas en el pasado, alucinaría con su declive. Pero ¿cómo podría arreglar
las cosas? Su mente tiraba de él hacia una dirección, pero su corazón lo hacía en
la contraria.
Mientras permanecía inmerso en aquellos pensamientos, advirtió que su
corazón se aceleraba y retumbaba contra las sienes con tanto vigor que parecía
latir en el interior de su cabeza. Con cada palpitación su visión parecía nublarse
más y más, hasta el punto de que la luz temprana que entraba por la ventana se
le hizo insoportable. Parecía que alguien estuviera proyectando un foco
potentísimo desde el otro lado, inundando el aula de blanco radiante. Apoyó las
temblorosas manos sobre la mesa y notó cómo su humedad las mantenía
ligeramente pegadas a la madera. Todo ocurrió de repente y parecía agravarse
por momentos. ¿Estaba sufriendo un ataque o perdiendo la cabeza? El terror que
brotó ante esta idea aceleró su respiración, y en un arrebato desesperado se
puso en pie, como quien reacciona ante el peligro de asfixiarse. Todo su cuerpo
oscilaba, como si estuviera en un barco a la deriva. O quizá fuera el aula, que no
paraba de dar vueltas. De repente se hizo el silencio.
«¿Julián? ¿Qué ocurre?», preguntó la profesora. Escuchó el sonido de las
sillas moviéndose alrededor, pero apenas podía distinguir nada. El mundo y él
mismo parecían contaminados de irrealidad, una sensación perturbadora que
nunca había experimentado. Se vio invadido por un horror profundo, por un dolor
punzante que se clavaba en su pecho como un puñal. Y sintió el vértigo de caer a
un abismo sin fondo.

El trastorno de pánico es, sin duda, uno de los problemas de ansiedad


más difíciles de soportar. Provoca sensaciones corporales muy intensas y un
temor incontrolable a que se repitan en cualquier momento, algo que
además resulta prácticamente imposible de predecir... ¿Recuerdas un
capítulo anterior en el que describí los síntomas fisiológicos de la ansiedad?
Pues todos ellos pueden ocurrir durante los episodios agudos de un
trastorno de pánico. Además, padecer este trastorno hace que prestes
especial atención a todo lo que pasa en tu cuerpo, como si estuvieras
siempre a la espera de sufrir un ataque o de que te ocurriera algo terrible.
Esta hipervigilancia se acaba convirtiendo en un quebradero de cabeza y te
roba el tiempo que deberías dedicar a otras actividades.
El matiz que vuelve realmente angustiosa la situación es la valoración
catastrófica que a veces hacemos de las sensaciones, motivo por el cual
debemos conocerlas bien y atribuirles el significado que realmente tienen.
Una de las interpretaciones más comunes es que la aceleración del ritmo
cardíaco o la sensación que se concentra en el pecho te está advirtiendo de
un infarto, o que las distorsiones en el modo en que percibes el entorno son
una señal de estar perdiendo la cordura. En ambos casos se produce una
avalancha de pensamientos negativos que te sume en un estado de terror y
desencadena una escalada en la intensidad de los síntomas. Al final puedes
acabar desbordado, con dificultades para respirar y desesperado. Si tienes
experiencias de este tipo sabrás con toda seguridad lo agobiante que puede
ser.
Otra cosa que debes tener en cuenta es que estos episodios se prolongan
durante como mucho treinta minutos, y que alcanzan su cénit
aproximadamente a los diez. No obstante, en algunos casos se pueden
alargar. Por último, un porcentaje alto de quienes pasan por un trastorno de
pánico acaban desarrollando también agorafobia, lo que plantea nuevas
dificultades. Precisamente sobre la agorafobia voy a hablarte ahora.

LA AGORAFOBIA

El horror de salir al mundo


Se sentó en el borde de la cama y apoyó los pies en el suelo, sintiendo su
frialdad en la piel. La brisa de los estertores de la primavera inundó súbitamente
la habitación, anunciando la próxima llegada del verano. Era temprano, por lo que
las calles permanecían en un silencio absoluto, apenas quebrado por el trino de
unos pajarillos jóvenes más allá de la ventana. Desde hacía tiempo ese orificio
rectangular en la pared se había convertido en su única vía de acceso al mundo.
Pasaba horas contemplando las idas y las venidas de gente anónima, inmersa en
sus responsabilidades o simplemente paseando, hasta que la llegada de la noche
devolvía al mundo su silencio natural. Inexorablemente, como al margen de todas
las cosas, el tiempo transcurría. Los días eran semanas y las semanas, meses.
Nada parecía detenerse en su forzosa ausencia.
Desde que sufrió el primer episodio de pánico, nada había sido igual. Al
principio tenía dificultad para ir al instituto, temeroso de que pudiera volver a
ocurrirle durante una clase. Al poco tiempo decidió que no quería reunirse con
sus amigos por las tardes por si acaso le sorprendía una crisis de ansiedad. Al
final, el simple asomarse a la puerta de la calle implicaba para él un esfuerzo
sobrehumano. La ciudad que antaño le resultaba tan familiar escondía ahora
amenazas secretas en todas sus esquinas. Invisibles, pero reales. Aquellos
lugares en los que se concentraban muchas personas eran especialmente
críticos, sobre todo las salas de cine y las colas de los conciertos, por lo que
había dejado de ver películas que esperaba desde hacía años y no había
acudido a ningún festival el verano anterior. Tampoco iría a los nuevos, temía.
Tenía miedo de que aquello tan desagradable pudiera volver a ocurrirle en
cualquier lugar: que su corazón se acelerara, sus manos temblaran y el mundo
se viera cubierto por un velo de irrealidad. Era una sensación tan desagradable
que prefería mantenerse seguro entre sus cuatro paredes, que si bien
cercenaban su libertad con cadenas inmateriales, le proporcionaban el alivio que
no hallaba en ningún otro sitio. Las llamadas de teléfono de sus amigos y sus
amigas se habían vuelto cada vez más infrecuentes, como si el olvido mismo lo
hubiera engullido y digerido. Aquella soledad era lo peor, pero tampoco sabía qué
hacer para que desapareciera. Se resignaba a aceptarla.
La noche, no obstante, tenía el poder de dotarlo de una enorme valentía. En
las horas más profundas de la que dejaba atrás, cuando no lograba conciliar el
sueño por mucho que lo intentara (o quizá por intentarlo demasiado), se vio
sorprendido por un súbito arrojo para enfrentarse a la situación de una vez por
todas. De pisar con firmeza la acera y adentrarse nuevamente en el mundo. Así
pues, arengado por la misteriosa fuerza de los insomnes, envió un mensaje de
texto a su mejor amigo y le pidió que lo acompañara en su gesta. Fue con los
primeros rayos de luz cuando recibió un escueto «OK» como respuesta. Desde
entonces se había quedado inmóvil en la cama, albergando la esperanza de que
los bostezos de la mañana no destruyeran su plan. Cuando su habitación pasó
de caoba a dorado, se puso en pie.
Se vistió rápidamente y enfiló las escaleras hasta la puerta de entrada. Sin
pensarlo demasiado, se calzó las zapatillas de deporte. «El momento es ahora»,
pensó. Y abrió la puerta. Una gélida sensación trepó por su espalda, como si mil
inviernos lo hubieran atravesado. Tragó saliva y, con el entusiasmo de quien se
despoja de una carga imposible, echó a andar.

La agorafobia es común entre las personas que padecen un trastorno de


pánico, y solo raramente aparece de forma aislada. Es el resultado de crear
una expectativa de que podría ocurrirles una crisis ansiosa en situaciones
cotidianas donde sería peligrosa o podría avergonzarlos. Los lugares más
frecuentes son los transportes públicos, las aglomeraciones, los espacios
cerrados u otros en los que no estén seguras de que podrían huir en caso de
necesidad. Pese a que se suele creer que la agorafobia consiste en un miedo
intenso a los espacios abiertos, lo cierto es que, como ves, se trata de algo
más complejo.
El mayor riesgo asociado a la agorafobia es el aislamiento que puedes
imponerte a ti mismo si la sufres, sobre todo cuando el tiempo va pasando
sin encontrar soluciones efectivas y van aumentando progresivamente las
situaciones potenciales que temes. Es muy importante tener en cuenta que
la mayoría de las personas con agorafobia son capaces de enfrentarse a su
temor siempre y cuando lo hagan en compañía de un ser querido o de
alguien de confianza, aunque a expensas de soportar mucho sufrimiento en
el proceso. Una vez que se familiarizan con la exposición, pueden empezar
a afrontarlo con autonomía. No obstante, si te encuentras en esta situación
debes valorar los avances que vayas haciendo (con o sin ayuda), por
pequeños que estos puedan parecerte. Solo de esta manera podrás ir
logrando otros más grandes.

LA ANSIEDAD SOCIAL
El miedo a la mirada de los demás

Ya llevaba varios días dándole vueltas. Se imaginaba a sí misma abriendo la


puerta de un gran despacho con muebles de madera oscura, de ébano, tan
amplio como los salones del mismísimo Odín. Sobre su cabeza flotaría el sonido
insistente de un viejo reloj de cuco, marcando cada segundo como una
advertencia. Podía visualizar nítidamente los amplios ventanales a cada lado y la
enorme mesa al fondo, tras la cual se parapetarían tres hombres vestidos de
impecable franela. Sentía sus miradas analizando cada movimiento, cada gesto,
atentos al más insignificante error para abalanzarse sobre ella y clavarle los
dientes hasta dar con los huesos de sus inseguridades. Se acercaría presa de un
pavor inenarrable, hasta ocupar el centro mismo de aquel espacio infernal. Al
llegar allí, las tres figuras se estirarían como sombras proyectadas por el fuego,
atravesándola y extendiéndose más allá de donde alcanzaba la vista.
Se sentiría pequeña, vulnerable y frágil. Se mirarían entre ellos
preguntándose con incredulidad qué diablos hacía una chica tan joven
pretendiendo trabajar en su empresa. Con algo de suerte, quizá simplemente la
tomarían como un chiste y la despedirían entre carcajadas. Ni su currículum ni
sus muchos años de experiencia bastarían para convencerlos de que podía ser
un buen fichaje, pues se limitarían a ojear superficialmente su contenido y a mirar
por encima de las gafas trazando una mueca cruel. Cuando le hicieran la
pregunta de rigor, sabía que su voz se atascaría, que empezaría a sudar a mares
y que su piel blanca se teñiría de escarlata. Sin duda pensarían que su cabeza
no aportaba demasiado, y el rechazo llegaría en forma de un portazo en las
narices. ¡Bum! Que pase el siguiente.
Cada mañana, mientras desayunaba, ojeaba el calendario que colgaba de la
pared de su nevera. Un día menos. Y otro. Y es que aquello no era nuevo para
Julia. Siempre que exponía algún trabajo en clase pasaba semanas sufriendo
solo por la expectativa, imaginándose a sí misma bajo la mirada silenciosa de sus
compañeros. Como en la película Los pájaros de Alfred Hitchcock, escrutando
con sus ojos brillantes el ridículo que tenían ante sí. Y cuando por fin el momento
llegaba y todo acababa, no podía dejar de sentirse fatal, repasando mentalmente
cada segundo de vacilación y el instante exacto en que se hacía evidente que no
tenía ni idea de lo que hablaba.
Y le sorprendía porque, sin excepción, siempre la felicitaban tanto sus amigos
como los docentes. Según ella, en un esfuerzo condescendiente por amortiguar
su fracaso. Un gesto de cortesía de quien solo siente pena.
«¿Julia García?», dijo alguien a su espalda. Cuando se giró vio a una mujer
de expresión cálida y agradable, que sujetaba una carpeta entre las manos: era
la persona encargada de entrevistarla... No se la había imaginado así, desde
luego. Llevaba una blusa muy sencilla, de un color tan azul como el del cielo del
verano, y un pantalón vaquero ajustado. «Pasa conmigo, hablamos dentro.» Y
entonces señaló la puerta, esbozando la sonrisa más bonita que había visto en
su vida.

Las personas con ansiedad social temen sobre todo aquellas situaciones
en las que podrían ser juzgadas. Más allá de lo que suele pensar mucha
gente, la ansiedad social no tiene nada que ver con la incompetencia social,
ya que un porcentaje muy importante de quienes la sufren dispone de las
habilidades necesarias para comunicarse con éxito. Lo que realmente
importa en estos casos son los pensamientos sobre la propia inadecuación,
cuyas raíces pueden ser distintas a la experiencia individual de fracaso
social. Los mensajes negativos de la familia o de los profesores, las
experiencias de errores aislados o la inseguridad respecto a quiénes somos
pueden estar en la base. En el caso de que padezcas esta forma de ansiedad
es muy importante que sepas que probablemente tienes todo lo necesario
para poder relacionarte de la forma en que te gustaría hacerlo, pero que por
algún motivo existe un obstáculo emocional más o menos grande que de
momento te lo impide.
En la ansiedad social también es frecuente una anticipación aprensiva,
que adquiere la forma de expectativas pesimistas sobre cómo actuamos ante
los demás («van a darse cuenta de que estoy nerviosa», «voy a hacer el
ridículo y todos se darán cuenta» o «me quedaré totalmente en blanco y
pareceré tonto») y que se acompañan de emociones difíciles. Estas
predicciones pueden extenderse días, semanas o meses antes de que llegue
el momento temido, lo que acaba siendo un periodo muy angustioso en el
que pueden vivirse imágenes recurrentes de cómo se cree que serán las
cosas.
Si padeces ansiedad social y te encuentras inmerso en la situación
temida, orientas la atención en exceso hacia cómo te sientes, lo que
amplifica las sensaciones fisiológicas propias de la ansiedad. Las más
temidas son el rubor, el sudor y el temblor (los tres «ores»), pues son
difíciles de ocultar a la mirada ajena y hacen más que evidente que estás
pasando un mal trago. Esto se suma al hecho de que a menudo juzgas tu
rendimiento con dureza, mucho más de lo que lo hacen los demás cuando te
ven pasarlo realmente mal. Además, algo curioso es que si tienes la
oportunidad de verte a ti mismo con posterioridad (porque alguien te grabó
en vídeo o porque tu terapeuta utilizó esta técnica) eres capaz de valorarte
de una manera más equilibrada, y darte cuenta de que quizá habías
interpretado mal algún detalle y que en realidad no fue tan catastrófico
como parecía. Esto puede ser especialmente útil en la psicoterapia y ayuda
muchísimo a contrastar los pensamientos distorsionados sobre las
situaciones con la realidad de los hechos.
No olvides que todos sentimos algo de ansiedad al exponernos a
situaciones donde se nos está juzgando, pues durante la evolución de
nuestra especie el rechazo social podía implicar una fatal pérdida de apoyos
en momentos de necesidad. Es, por tanto, un miedo adaptativo. También es
cierto que las propias experiencias vividas, y el énfasis que nuestra actual
sociedad pone en las apariencias, también contribuyen de forma relevante a
esta forma de ansiedad.

LA ANSIEDAD GENERALIZADA

De preocupación en preocupación

Se dejó caer sobre la cama, abrumada. Había sido un día largo, ya que había
tenido que hacerse cargo de muchísimas tareas que tenía pendientes desde
hacía tiempo y no parecía que la situación fuera a mejorar a corto plazo. Su
agenda estaba repleta de pósits y papelitos entremezclados con las páginas, con
anotaciones aquí y allá, recordatorios de todo tipo de responsabilidades que iban
acumulándose irremisiblemente. Cuando acababa una brotaban, como setas,
tres más. Sabía que únicamente ella se anticipaba lo suficiente a los problemas
para resolverlos antes de que sus consecuencias fueran irreversibles. Si hubiera
tenido tiempo para pensar en ello habría sentido sobre sus hombros una
responsabilidad extrema, un lastre que cada día le pesaba más pero que no se
atrevía a soltar. Con el transcurso del tiempo había aprendido que solo cuando se
concentraba en sus problemas era capaz de resolverlos, y cuando intentaba
relajarse (yéndose de vacaciones) le invadía la sensación de que cualquier
desgracia podía sobrevenirle a ella o a sus seres queridos.
A primera hora de la mañana empezaba su retahíla de actividades. Las tenía
todas bien anotadas para no olvidar nada importante, si es que acaso había algo
que no lo fuera... A mediodía todavía permanecía vigilante, comprobando
concienzudamente que la lista se había completado con éxito. Solo cuando el sol
empezaba a declinar en el horizonte podía dedicar su tiempo a preocuparse por
lo que tendría que hacer a la mañana siguiente. Sea como fuere, siempre había
algo que requería su atención.
Desde hacía algunas semanas le rondaba la cabeza que sus dolores podrían
ser importantes, ya que empezaban a extenderse desde las cervicales hasta la
zona lumbar y en cierto punto parecían invadirla por completo, desde la cabeza
hasta los dedos de los pies. Tampoco sabría bien cómo describirlos ni creía
disponer del tiempo suficiente para acudir a su médico y someterse a pruebas
diagnósticas. Los problemas digestivos persistentes y el cansancio con el que
llegaba al final del día también eran un recordatorio constante de que quizá debía
cuidarse un poco más. Pero ¿quién se haría cargo de todo si no lo hacía ella?,
¿no se desmoronaría su mundo tan pronto como apartara la vista? Aprendió que
debía siempre anticiparse, mantener la mente ocupada en lo que pudiera ocurrir
a medio y a largo plazo, pues solo así dispondría de algún margen para
solucionarlo en caso de necesidad.
Entornó los ojos y observó el techo blanco de la habitación, inmaculado,
como un lienzo por el que desfilaban pensamientos tan invasivos como
familiares. ¿Cuánto tiempo podría seguir de esa manera, viviendo una vida
imposible? Suspiró y se acomodó en el colchón. Cinco minutos nada más. El
tictac del reloj, que llegaba a sus oídos desde la cocina, se le antojó una
amenaza silenciosa.

La ansiedad generalizada es uno de los problemas de salud emocional


más comunes, aunque no fue hasta hace relativamente poco tiempo cuando
empezó a ser considerado como una circunstancia que requería atención por
parte de los psicólogos. En sus inicios era una especie de etiqueta con la que
se describían las formas de ansiedad que no tenían cabida en ningún otro
lugar, como un cajón de sastre. De hecho, durante mucho tiempo se
consideró un rasgo de personalidad con difícil tratamiento y ante el cual
poco podía hacerse, más allá de resignarse. Afortunadamente hoy en día se
valora de modo diferente y existen multitud de tratamientos eficaces.
Las personas con ansiedad generalizada están preocupadas todo el
tiempo por un sinfín de situaciones cotidianas. Además, a menudo tienen
dificultades para tolerar la incertidumbre y se sienten forzadas a tener todo
bajo control, pese a que los problemas del día a día se caracterizan
precisamente por ser difíciles de predecir e incluso de describir. Todo ello
acaba traduciéndose en una sensación constante de desazón, así como en
una pérdida de la capacidad para relajarse y disfrutar de las cosas. Las
preocupaciones laborales, académicas, familiares... ocupan casi todo el día,
y lo más curioso es que al principio se suelen considerar útiles, pues se
piensa que a través de ellas se minimiza la probabilidad de que suceda algo
desgraciado. Este último fenómeno es uno de los que más interfiere en el
tratamiento, pues tan pronto como estas personas empiezan a dejarse llevar
por los vaivenes de la existencia sufren un miedo intensísimo a naufragar y
a ahogarse en ella. ¿Te sientes identificado con estos síntomas?
La actitud con la que se encaran los problemas es ambivalente, pues si
padeces este trastorno lo harás con preocupación, mientras que, al mismo
tiempo, hacerlo también te desbordará. Puede apreciarse aquí una
inflamación del sentido de la responsabilidad, de tal modo que podrías tener
dificultades para delegar tareas en otros por la posibilidad de que no las
resuelvan de la forma que tú consideras más apropiada. Así, acabarías
sintiendo ansiedad tanto si te enfrentas a los problemas como si decides
alejarte de ellos deliberadamente, hasta quedar en el centro de dos fuerzas
poderosas que tiran de ti en direcciones opuestas.
Un fenómeno muy curioso, que suele suceder cuando han transcurrido
muchos años entre tanta preocupación, es que empiezas a preocuparte por el
hecho mismo de estar preocupado. Es decir, ya no te preocuparían tanto los
problemas de la vida diaria como el hecho mismo de permanecer siempre
encadenado a ellos. Es en este punto precisamente cuando empieza a
cuestionarse la utilidad de las rumiaciones y de las preocupaciones, y
también cuando se suele dar el paso de pedir ayuda a un profesional de la
salud mental.

EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

Un miedo que deja huella

Como cada mañana, Silvia recorría el camino desde su casa hasta la oficina
absorta en todo tipo de pensamientos. Habían sido días difíciles para la empresa
en la que trabajaba, y sobre la mesa de su despacho empezaba a acumularse un
sinfín de expedientes que debía revisar con urgencia. A su alrededor la ciudad
rugía en el estrépito incesante de lo cotidiano: el ruido de los cláxones se
estrellaba contra las aceras y cientos de personas deambulaban mecidas por la
rutina. Parecía que unos raíles invisibles, hechos de responsabilidades y
obligaciones, guiaban a los transeúntes hasta sus inevitables destinos.
Se detuvo justo al llegar al borde de la acera, levantó la cabeza y miró a
derecha e izquierda. Los coches empezaban a enlentecer su ritmo ante la luz
ámbar del semáforo, como una manada de rinocerontes de metal. Junto a Silvia,
una docena de peatones avanzó por el paso de cebra.
Lo cierto es que fue todo demasiado rápido. Al principio el sonido parecía
proceder de algún lugar lejano, quizá del otro extremo de la ciudad, pero en
pocos segundos la alcanzó con una violencia extrema. Un golpe seco, el sonido
de cristales esparciéndose en el asfalto y un grito anónimo. Inmediatamente
después, el silencio. Uno lúgubre y ominoso. No sabría calcular cuánto rato había
transcurrido ni tampoco recordaría con demasiado detalle lo sucedido algún
tiempo después. A partir de ese momento el mundo se instaló en una bruma de
pesadillas, entre el ruido de sirenas y metal.
En el momento en que volvió en sí, notó que a su alrededor se arremolinaban
rostros sin nombre, que la observaban con una mezcla de curiosidad y pánico.
Aunque en un principio pensó que su alma estaba desprendiéndose del cuerpo,
enseguida comprobó que en realidad un par de sanitarios la estaban llevando en
camilla hasta una ambulancia cercana. En aquel doloroso trayecto pudo ver que
otros no habían tenido tanta suerte como ella: una hilera de sábanas blancas
ocupaba el margen de la calzada.
Abrió los ojos y dejó escapar un grito ahogado. Estaba muy confusa, tanto
que ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraba. Tardó algún tiempo en
reconocer su habitación, que se hallaba a salvo, guarecida por sábanas calientes
en una fría noche de invierno. De nuevo, aquel recuerdo horrible se había colado
en sus sueños. Aunque todo su cuerpo temblaba, intentó dormirse otra vez,
hipnotizada por la lluvia que se deslizaba tras el cristal de su ventana.

El estrés postraumático es un trastorno mental importante. Originalmente


su diagnóstico se reservaba a combatientes de guerra que hubiesen
sobrevivido a situaciones en las que su vida había corrido un riesgo extremo
(bombardeos, asedios, secuestros...). Con los años se fue extendiendo
también a un abanico más amplio de población y amparando situaciones
percibidas subjetivamente como traumáticas, más allá de las puramente
bélicas, las cuales podían ser tan dispares como un accidente de tráfico o un
intento de robo con amenaza. Por tanto, hoy en día se aplica a personas que
han vivido experiencias adversas durante las que sintieron que su cuerpo o
sus emociones estaban en peligro, o también a las que fueron testigos de
cómo le ocurría a un tercero (en especial si era alguien bien conocido).
También existe la posibilidad de padecer estrés postraumático tras escuchar
relatos o testimonios en los que se describen explícitamente escenas de
profundo sufrimiento, vejación y muerte, aunque es algo mucho más
infrecuente.
Las experiencias traumáticas suponen una ruptura súbita con la
continuidad de nuestra historia de vida. La mayor parte de la gente vive con
la sensación de que nada malo puede suceder; si bien es una visión bastante
cándida de la realidad, también es la mejor para sentirnos a gusto. Piensa en
ello: ¿vives tus días teniendo presente todo el tiempo que algún día morirás,
o más bien este es un asunto que tienes permanentemente en segundo
plano? Casi con toda seguridad tu respuesta será la segunda de estas
opciones. Y es que se trata de un sesgo cognitivo que nos permite vivir con
tranquilidad pese a lo incierto de existir, sin temor a que en cualquier
momento nuestros cimientos se tambaleen y se desmoronen. Cuando por
desgracia llega a ocurrirnos algo terrible se produce un desgarro en el tejido
de nuestras convicciones más profundas, como un bofetón de realidad, un
capítulo difícil de integrar sin generar un daño.
En líneas generales, las personas que padecen un trastorno de estrés
postraumático experimentan tres síntomas muy importantes e invalidantes:
la reexperimentación, la hiperactivación y la evitación. También es
frecuente que aparezcan problemas para dormir y alteraciones del estado de
ánimo. Todo se puede agudizar cuando la situación traumática estuvo
provocada por la voluntad humana y se prolongó durante largos periodos de
tiempo (abusos físicos y sexuales, asesinatos...), así como cuando concluyó
con la muerte de un ser querido. Veamos los síntomas con más
detenimiento.
La reexperimentación implica la vivencia reiterada e involuntaria del
suceso traumático, el cual se manifiesta en forma de sueños, recuerdos
intrusivos o flashback profundamente vívidos en los que puedes sentirte
casi como te sentías cuando los hechos ocurrieron. Se trata de experiencias
complejas y difíciles de gestionar, pues irrumpen en los momentos menos
esperados y acaban degenerando en una pérdida de control sobre tu
emoción y tu memoria. Al parecer, puede tratarse de un intento del sistema
nervioso por reintegrar algo que no se ha almacenado debidamente en la
autobiografía, como si la mente mostrara una pieza de puzle suelta que no
encaja en ningún lugar.
La hiperactivación es otro de los síntomas principales del estrés
postraumático. Se trata de una sensación constante de alerta, una
hipervigilancia incesante del entorno en busca de indicios de peligro ante
los que actuar rápidamente. En caso de que te haya sucedido, sabrás que tu
cuerpo permanece siempre en un estado de tensión durante el cual pueden
aparecer episodios de ansiedad aguda, como ataques de pánico. Esta
hiperactivación también tiene un impacto sobre las funciones fisiológicas
que favorecen el sueño o permiten la respuesta sexual, de modo que pueden
presentarse dificultades concretas en ambas áreas.
La evitación es el último de los síntomas del estrés postraumático. En
este caso se observa una tendencia a eludir todas las situaciones que
pudieran recordarte los hechos vividos. Esto incluye tanto a las personas
como los espacios físicos, y con frecuencia supone una pérdida de
oportunidades para culminar con normalidad tus planes de vida. Todo
empeora si tienes la sensación de que tu futuro se está acortando. Cuando
ocurre, parece que el pasado gana terreno al futuro y que se diluyen las
expectativas de que el destino pueda deparar algo bueno. Llegados a este
punto, la consulta con un profesional sanitario es crucial.
Afortunadamente, la enorme mayoría de las personas que experimentan
un suceso traumático no llegan a sufrir un trastorno como este. Existen
diversos factores protectores que contribuyen a que esto sea así, como la
calidad de nuestras relaciones sociales, la estructura de la personalidad, el
apoyo del cual podamos disponer (sobre todo de carácter emocional) y la
resiliencia, sobre los cuales ya aprendiste algunos capítulos atrás.

EL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO

La necesidad de comprobar que todo está bien

Uno, dos, tres. Julián abrió y cerró la puerta de su casa tres veces, como cada
mañana, hasta que el último de los portazos resonó en el aire con un estruendo
convincente. Como de bien cerrado. Se alejó andando casi de espaldas hasta el
ascensor tratando de retener en su memoria aquella imagen, a la que podría
acudir durante el día si se le planteaba la peregrina idea de que hubiera podido
dejar la puerta entornada o simplemente abierta de par en par. Alguna vez pensó
incluso en hacer una fotografía de la escena, pues el teléfono la almacenaba con
el día y hora en que se había tomado. Sería una prueba convincente, irrefutable,
que asfixiaría sus temores y lo dejaría vivir en paz.
Era una mañana tranquila, con un cielo límpido que anunciaba la llegada de
la primavera. Como tenía un trayecto largo hasta el trabajo, solía aprovechar
aquellos minutos para organizar todas las tareas que debía enfrentar a lo largo
del día: informes pendientes, clientes a los que llamar o nuevas oportunidades de
negocio. Cuando hubo andado un par de manzanas, se vio atropellado por un
pensamiento automático, una de aquellas obsesiones que solían enturbiar su
mente: ¿habré dejado los fogones encendidos? Justo después, como eslabones
de una cadena pesada e irrompible, se sucedieron un montón de imágenes
horribles y perturbadoras: la casa ardiendo, los vecinos observando las llamas
desde la acera con cara de asombro y los bomberos derribando la puerta y
sofocando el fuego. Trató de recuperar la imagen de los mandos apuntando a las
doce en punto, y lo logró. No obstante, ¿y si aquella imagen de su fogón no era
realmente reciente?, ¿y si quizá se escondía en algún rincón sórdido de su
memoria y había asomado a la conciencia solo para tranquilizarlo?
Se detuvo en seco. Su cabeza era un torbellino de dudas y desesperación,
incluso notaba el sonido de la sangre aplastándole las sienes. Quizá aún podría
deshacer la distancia recorrida, abrir y cerrar la puerta (un, dos, tres), comprobar
que todo estaba como debía estar en la cocina, abrir y cerrar la puerta (un, dos,
tres) y rehacer sus pasos hasta volver al punto en el que se encontraba. Echó un
vistazo rápido al reloj: las 9.17. Con el ritmo acelerado y el aliento entrecortado
emprendió el camino de vuelta a casa, resignado, preguntándose qué pensarían
los vecinos si lo encontraban yendo y viniendo por las calles como un pollo sin
cabeza. Con el corazón en un puño, oteando el horizonte en busca de alguna
columna de humo que corroborara sus temores, alcanzó nuevamente el punto de
partida. Abrió la puerta (un, dos, tres) y corrió por el pasillo hasta llegar a la
cocina.
Prefirió quedarse en el umbral, para no tocar nada en caso de que todo
estuviera bien. No podía arriesgarse a dejar la llave del gas abierta por descuido.
Desde allí aguzó la vista para comprobar que no había ningún problema, al
menos en apariencia. Todos los mandos marcaban las doce en punto. Suspiró
profundamente y la tensión abandonó su cuerpo. Se trataba de un alivio familiar
por tantas otras ocasiones en las que, como aquella, había salvado su hogar de
una destrucción inminente. Consciente de que iba apurado de tiempo, enfiló otra
vez el camino hacia la oficina, cerrando la puerta de casa (un, dos, tres) y
preparándose para afrontar sus responsabilidades cotidianas.
Al llegar al trabajo la jefa lo reprendió con un gesto desde la distancia,
golpeteando con el dedo índice la esfera de cristal de su reloj de muñeca. Julián
se disculpó tímidamente, con una mueca y una sutil elevación de hombros. Se
sentó frente a su ordenador y comprobó los papeles que se apilaban,
ordenadamente, sobre la mesa. Y justo en aquel instante, mientras organizaba
unos documentos importantes, lo asaltó de nuevo otro pensamiento. Parecía que
había estado agazapado en la maleza de sus distracciones mentales, preparado
para lanzarse sobre él en el momento más inoportuno: «¿Habré cerrado la puerta
de casa (un, dos, tres)?». Trató de recuperar la imagen de la puerta cerrada, del
sonido convincente del portazo, de sus pasos hacia el ascensor. Y lo logró, por
supuesto que lo hizo. Pero... ¿y si todo aquello solo era una recreación de su
primera salida de casa, pero no de la segunda?, ¿y si con el alivio de los fogones
apagados y las prisas se había descuidado? Aquel pensamiento dio paso a
muchos otros: unos encapuchados hurgando entre sus pertenencias, la
desolación de su salón completamente vacío. De nuevo su corazón se aceleró,
presa de una ansiedad intensa y desbordante.

El trastorno obsesivo-compulsivo es un problema importante de salud


mental que tiene consecuencias graves para la calidad de vida de quienes lo
padecen. Esta afirmación contrasta radicalmente con muchas obras de
ficción (películas, novelas...) que suelen exagerarlo o caricaturizarlo hasta
el extremo, haciendo que parezca gracioso o cómico cuando en realidad
puede imponer muchas dificultades. En líneas generales, puede expresarse
en quienes lo padecen como pensamientos intrusivos que generan inquietud
o malestar y que solo se apaciguan cuando se lleva a cabo una conducta
concreta (compulsión). Se han descrito muchas formas de TOC (son las
siglas por las que solemos conocer el problema), como la de la limpieza, el
orden o la comprobación, entre otras. Muchas veces se combinan entre sí, lo
cual complica bastante la vida a la persona que lo sufre y a su familia.
El pensamiento obsesivo surge súbita e inesperadamente. Puede saltar
como un resorte cuando se toca un objeto que se considera contaminado,
cuando se hace algo que se juzga inapropiado o cuando se observan objetos
alrededor que no están dispuestos en un determinado orden.
Inmediatamente la persona se siente abrumada por una procesión de ideas
insistentes, con contenido amenazante y que contribuye al repunte de la
ansiedad. Puede tener la certeza de que si no reproduce cierta conducta
inmediatamente podría suceder algo terrible. Así, construye poco a poco un
vínculo supersticioso entre la obsesión y la compulsión, una lógica carente
de objetividad y que la encadena a rituales que consumen muchísimo
tiempo y esfuerzo. De hecho, la mayoría de las personas con este problema
de salud mental pueden reconocer que no existe conexión alguna entre dar
una palmada y evitar que su hogar se queme, por ejemplo, pero también
afirman que les es difícil romper esa dinámica. Todo esfuerzo dirigido a
lograrlo causa mucha tensión emocional, y por eso suele requerir la ayuda
de profesionales bien formados.
Algunas personas con TOC comprobarán de manera recurrente que algo
se encuentra tal y como creen que debería estar, otras ordenarán
meticulosamente los objetos de una habitación y otras limpiarán con
pulcritud ciertas partes de su anatomía o de su hogar hasta erradicar la
sensación de estar sucias o contaminadas. También las hay que rezan
insistentemente, que se enzarzan en cálculos mentales (sumas, restas,
multiplicaciones...) o que repiten un mantra en voz alta o mentalmente.
Tanto las conductas manifiestas (que pueden observarse) como las
encubiertas (que no pueden observarse) pueden actuar como compulsiones
y pretenden reducir el nivel creciente de tensión que surge en estas personas
cuando se sienten acechadas por ideas obsesivas. Una vez hechas /
cumplidas / comprobadas, sienten un alivio que aumenta la probabilidad de
repetirlas en el futuro. De hecho, a medida que pasa el tiempo la relación
entre la obsesión y la compulsión se fortalece, lo que dificulta el reto de
desandar el camino.
Muchas de las compulsiones que se llevan a cabo en el contexto del
trastorno obsesivo-compulsivo tienen una naturaleza ritual, esto es, deben
ejecutarse de un modo muy concreto para que las consideren correctas y
experimenten una reducción de la tensión. Esto conduce a que muchas
veces surja la duda, pues se trata de actos tan cotidianos y automáticos que
no se suelen registrar en la memoria (lavarse las manos, apagar los
fogones...), lo que obliga a repetirlos hasta tener la certeza de que
efectivamente se han hecho (y que además se han hecho «bien»).
Es importante tener en cuenta que un porcentaje muy alto de personas se
pueden llegar a sentir identificadas con las características básicas del
trastorno obsesivo-compulsivo, pero lo cierto es que afortunadamente solo
una pequeña proporción lo padecen o lo padecerán. Solo se considera que la
situación es problemática si interfiere en la vida cotidiana o si produce un
intenso malestar subjetivo, en cuyo caso es esencial consultar con un
profesional de la salud mental.

Debes contemplar también la posibilidad de que los periodos de alto estrés


acentúen los síntomas propios del trastorno obsesivo-compulsivo, por lo que
aprender a gestionarlo tendrá un efecto muy positivo sobre tu vida.

LA ANSIEDAD DE SEPARACIÓN

El vértigo de cuando no estás

A su alrededor correteaban un montón de niños. Todavía no conocía a ninguno,


aunque su mamá le había explicado que allí podría hacer muchos amigos
nuevos. En realidad, había desconfiado de ello desde el primer momento, pues
tanto ella como papá parecían más preocupados que de costumbre y alguna vez
los había descubierto cuchicheando a escondidas. Entre susurros apenas
audibles le había parecido distinguir palabras como «pobrecito» o «nuevo
colegio», y todavía no entendía bien qué era lo que se avecinaba. Eso sí, era
evidente que algo iba a cambiar, y que probablemente no iba a ser nada bueno.
Mamá, que estaba muy cerca, le apretó la mano con fuerza. Como si alguien
fuera a llevárselo de un momento a otro.
De repente sonó una musiquilla alegre desde la megafonía y, con cierto
desorden, todos aquellos niños empezaron a alinearse uno tras otro. Enseguida
comenzaron a entrar en las clases, algunos llorando y otros riendo, pero
montando un escándalo que iba sofocándose poco a poco a medida que el patio
se quedaba desierto. Cuando no hubo nadie, una señora desconocida saludó a
mamá desde la distancia y ella le devolvió el saludo con la mano. La mujer se
acercó con paso rápido, mostrando una sonrisa amplia en el rostro, y tan pronto
como llegó delante de Samuel se arrodilló para recibirlo. «¡Bienvenido, Samu! Tu
mamá me ha dicho que eres muy bueno... ¡Tus nuevos amigos están deseando
conocerte!» Samuel la observó de arriba abajo, como si en cualquier momento
fuera a transformarse en un ser horrible y devoraniños.
De lo que vino inmediatamente después prácticamente no podría acordarse
en los días siguientes. Mamá y aquella señora hablaron distendidamente, pero
sus palabras se arremolinaban de una forma que le revolvió las tripas. Notó los
latidos de su corazón en la cabeza, palpitando justo detrás de sus sienes, y el
mundo entero pareció sumirse en una oscuridad tremenda. Estaba todo claro: iba
a quedarse solo. Mamá se marcharía, y quizá no volvería nunca más. Sintió
muchas ganas de vomitar y notó que se estaba poniendo cada vez más pálido.
El beso de mamá lo trajo de vuelta a la realidad, así como su fuerte abrazo.
Como si de un dique de contención se tratara, sus fuerzas se quebraron y un
caudal embravecido de lágrimas asomó a su rostro. «¡No te vayas, mamá! ¡No
me dejes solo!»

La ansiedad de separación es un problema bastante común en la infancia,


aunque puede ocurrir también en la adultez. Es esencial diferenciarlo de los
miedos naturales que surgen ante la ruptura o distanciamiento de las figuras
de apego, y que da forma a algunas preocupaciones pasajeras en niños y
niñas durante su normal desarrollo cognitivo. En el caso de este trastorno, si
los padres se ausentan, los pequeños se adentran en un estado de malestar
que puede entorpecer su participación en la escuela o incluso condicionar
las actividades de juego con los iguales.
Una de las señales más claras de que un niño está sufriendo ansiedad de
separación es el llanto inconsolable cuando las figuras de apego se alejan, y
también la negativa extrema a que pudiera suceder en el futuro o la
preocupación ante la expectativa de un distanciamiento inevitable. Con
frecuencia los papás también se sienten abrumados por estas reacciones
emocionales de sus hijos, lo que eventualmente puede conducirlos a una
sobreprotección que empeora la situación a largo plazo. También hay
algunos casos en que los niños simulan problemas físicos con el propósito
de quedarse en casa y permanecer cerca de sus seres queridos. Si eres papá
o mamá tienes que saber que es muy importante aprender a regular tu
propia ansiedad cuando tu hijo se enfrenta a este miedo, pues de lo
contrario puedes contribuir a hacerlo más grande.
Las quejas más comunes son las digestivas (dolor de tripa) y las cefaleas,
que se agravan o inician a medida que se acerca el momento de la
separación. Se trata de síntomas que hacen sospechar procesos infecciosos,
pero cuya evolución no es la prevista para esos casos. Los profesores
también suelen informar de que el niño muestra una actitud de retraimiento
respecto a sus compañeros, y que prefiere mantenerse al margen de todo
tipo de juegos, incluso mostrando evidencias de sentirse físicamente
indispuesto. A menudo la visita al psicólogo infantil acaba esclareciendo la
situación, incluyendo los factores que actúan como mecanismos de
mantenimiento. Será este profesional el que estudiará con detalle los
aspectos funcionales del problema, es decir, aquellas situaciones que actúan
como causas y aquellas que se erigen como consecuencias dentro o fuera
del hogar.

Es fundamental hacer cambios en las dinámicas del día a día que atajen y que
te permitan resolver la situación, lo que suele suponer adaptaciones en el
estilo de crianza y en la forma en la que emites refuerzos para la conducta del
menor.

La ansiedad de separación se ha relacionado estrechamente con las


teorías del apego que formuló John Bowlby en el siglo XX, y que describen
cómo los niños despliegan sus potencialidades (biológicamente
programadas) para crear vínculos fuertes con quienes cuidan de ellos.
Grosso modo, estos lazos pueden ser seguros o inseguros, dependiendo de
cómo se desarrollen las interacciones y de cuánto se satisfagan sus
necesidades físicas y afectivas. En el supuesto de que las figuras de
referencia (madre, padre...) se muestren insensibles a su dolor,
contradictorias en sus formas de proceder o abiertamente hostiles, se
asentarán estructuras inseguras que limitarán su vida en muchísimos
sentidos (con efectos que pueden extenderse hasta la edad adulta). La
mayoría de los niños y las niñas muestra un patrón de apego seguro, por lo
que se pueden distanciar con total entereza de sus padres cuando la
situación lo requiere, e imaginar el futuro reencuentro con alegría y con
todo tipo de muestras de cariño. No obstante, la ansiedad de separación es
más común en niños con un apego inseguro (ansioso, evitativo...).
Además de en los niños y las niñas, también algunas personas adultas
pueden tener problemas para separarse de sus más allegados, y
experimentar intensas preocupaciones anticipatorias y sensaciones
desagradables. Puede ocurrir en el contexto de ciertos trastornos de
personalidad, como el dependiente, aunque también se presenta
aisladamente en muchas ocasiones. En cualquier caso, puede resultar muy
importante su detección y abordaje terapéutico, pues se trata de una
situación que conecta directamente con otros problemas de ansiedad, como
el trastorno de pánico o la presencia de preocupaciones insistentes. Además,
suele promover relaciones poco saludables en las que se debe invertir un
saldo emocional extraordinario, con el consiguiente agotamiento para las
dos partes implicadas. Si percibes que te cuesta mucho separarte de las
personas a las que quieres, tienes que saber que existen soluciones eficaces,
y que aplicándolas podrás construir relaciones más saludables no inspiradas
en el miedo.
V
MI CAJA DE HERRAMIENTAS PARA LIDIAR
CON LA ANSIEDAD
13

¿CÓMO PUEDO LIDIAR CON LA ANSIEDAD?

Ahora que ya sabes todo lo necesario sobre la ansiedad, llega el momento


que quizá esperabas, el que te dará una respuesta para la pregunta principal
que te ha traído hasta aquí: ¿qué puedo hacer para lidiar con los síntomas de
la ansiedad? A ello dedicaremos el último de los bloques de este libro.
A lo largo de las próximas páginas descubrirás varias técnicas que
cuentan con eficacia más que contrastada y te explicaré cómo y por qué
funcionan, usando ejemplos prácticos y explicaciones sencillas. También
puedes repasar este contenido si estás recibiendo tratamiento ahora mismo y
quieres reforzar lo que ya aprendiste con la persona en quien depositaste tu
confianza. El propósito que persigo aquí no es otro que el de mostrarte que
siempre hay un camino para mejorar tu vida, aunque lleves mucho tiempo
conviviendo con tu ansiedad.
Dicho esto, quisiera empezar con unas consideraciones antes de
ponernos manos a la obra. Las expondré como ideas generales que debes
tener en cuenta durante los próximos pasos. A ellas dedicaré este breve
capítulo introductorio.

LA ANSIEDAD NO ES TU ENEMIGA
Una de las ideas cruciales que debes entender antes de enfrentarte a la
ansiedad es que no es, en absoluto, tu enemiga. Se trata de una respuesta
natural al exponerte a situaciones inciertas, al anticipar que algo malo pueda
ocurrirte en el futuro o al sentirte desbordado por un problema o un cúmulo
de problemas, y como tal es una experiencia legítima que te dejaría
desprovisto de algo fundamental en el caso de que la desterraras de tu vida.
La ansiedad solo se debe valorar como un trastorno cuando socava tu
calidad de vida o cuando coarta tu libertad o tu capacidad para implicarte en
actividades personalmente significativas. En tal caso, deberás buscar ayuda
para vivir armónicamente con ella. En cualquier otra circunstancia, la mejor
opción es abrazarla como una más de tus vivencias, cediéndole el espacio
que le corresponda entre aquellas que entiendes como legítimas.
Algunas personas son muy sensibles a la ansiedad, y juzgan como
insoportable cualquier atisbo de ella, por pequeño que sea. Así,
experimentan las sensaciones que la acompañan como dramáticas e
indicativas de que algo peligroso está ocurriéndoles, sin detenerse a
reinterpretarlas o a indagar en su posible causa y significado. Esto motiva
una lucha constante por escapar, que redunda en una hipervigilancia hacia
el propio cuerpo y hacia toda situación que se crea que pueda disparar los
síntomas.

Muchas personas consideran la ansiedad como un enemigo silencioso que


puede abalanzarse inesperadamente, y ante el que habrán de mantener una
guerra sin descanso. No es infrecuente que este miedo conecte con otras
ideas equivocadas, como que la ansiedad puede tener consecuencias
irreversibles para el cuerpo y para la mente, provocar accidentes
cerebrovasculares o incluso empujarnos a la locura.

Es precisamente esta actitud la que conecta más estrechamente con los


trastornos de ansiedad propiamente dichos, pues puede ser más perjudicial
la forma en que nos comportamos ante sus sensaciones que estas en sí
mismas. Piénsalo por un momento: ¿a qué has tenido que renunciar en tu
lucha por evitar la ansiedad a toda costa?

LA ANSIEDAD PARADÓJICA

La ansiedad paradójica es un fenómeno curioso que suele sorprender a la


gente cuando lo descubre, aunque seguro que si estás familiarizado con la
ansiedad no te resultará ajeno. Tiene que ver con la forma en que parece
hacerse más intensa cuando más te esfuerzas por apartarla, como si fuera un
búmeran: cuanto más lejos la lanzas, con más fuerza vuelve a ti. Y es que
hay quienes no solo sufren ansiedad, sino que también se sienten
angustiados ante el hecho de compartir el espacio con ella. Es uno de los
principales motivos por los que podemos tropezar una y otra vez cuando
tratamos de derrotarla, destruirla o machacarla. Al ser una parte más de
nosotros mismos, debemos aprender a acercarnos a ella con la intención de
comprender por qué está presente y de qué forma podemos gestionarla.
Quizá lo mejor es convencerte de que tendrás que convivir con la
ansiedad como un compañero más de viaje, aprendiendo a conocerla y a
aceptarla como es. Para ello has de comprender cuál es su lenguaje y su
propósito, de modo que puedas establecer unas pautas de comunicación.
Con ello quiero decirte que, mientras leas los distintos ejercicios que te
plantearé en esta parte del libro, no imagines la ansiedad como algo horrible
de lo que debes deshacerte. Trata de ser lo más comprensivo posible con
ella, pues de esta forma estarás siendo también más comprensivo contigo
mismo.

LOS FÁRMACOS PARA LA ANSIEDAD


La salud de nuestras sociedades ha avanzado mucho gracias al desarrollo de
fármacos que atajan un buen número de enfermedades que, hasta hace poco
tiempo, eran una amenaza para la vida. La salud mental no es una
excepción: son muchísimos los medicamentos de los que actualmente
disponemos para paliar la tristeza o para aliviar los síntomas de ansiedad.
Esta situación, en apariencia positiva, también plantea inconvenientes: a
veces, ante la expectativa de hacer frente al sufrimiento psicológico,
preferimos suprimirlo o anestesiarlo mediante una simple pastilla. Así, la
prescripción de psicofármacos ha alcanzado cifras sin parangón en la última
década y se prevé que esta tendencia continuará a lo largo de los próximos
años. Pero... ¿tiene esto sentido?, ¿podemos superar los avatares
emocionales sin ahondar en ellos?, ¿a qué se debe este uso masivo de
antidepresivos y ansiolíticos?
Para explicarlo tendríamos que fijarnos en el modo en que vivimos, en el
estrépito en que se ha convertido el día a día para la mayoría de nosotros y
en la errónea creencia de que la vida debe reducirse a momentos de paz y
bienestar. No solemos estar dispuestos a transitar paisajes emocionalmente
yermos, pero lo cierto es que al hablar de salud mental no existen remedios
rápidos o que puedan alcanzarse sin invertir tiempo y empeño. También es
crucial plantear una cuestión más: los sistemas sanitarios están tan
colapsados que tienen problemas para cubrir la demanda de apoyo
psicológico, hasta el punto de que podemos vernos obligados a recurrir a
profesionales privados cuyos honorarios exceden nuestras posibilidades
económicas. Ante este panorama, la prescripción farmacológica parece una
solución viable, pese a que no aborde en su totalidad la magnitud del
problema.
En el caso de los trastornos de ansiedad, los fármacos que con mayor
frecuencia se recetan son los ansiolíticos y los antidepresivos, dependiendo
de los síntomas que la persona tenga. Cuando predominan las sensaciones
físicas molestas se opta por los primeros, mientras que si destacan los
pensamientos intrusos o las preocupaciones se suelen elegir los segundos (o
una combinación de ambos). En general, todos los ansiolíticos inciden
sobre un neurotransmisor: el ácido gamma-aminobutírico (GABA). Este
GABA es una sustancia que se encuentra en el sistema nervioso central y
que es común a muchos animales, incluido por supuesto el ser humano.
Tiene propiedades inhibitorias, por lo que cuando sus receptores se activan
se reducen los impulsos nerviosos. Al actuar químicamente sobre él a través
del medicamento se produce una calma casi inmediata que aligera los
síntomas de los ataques de pánico u otros trastornos de ansiedad. La
mayoría de las ocasiones solo se usa el fármaco si se percibe que los
síntomas escapan a todo control, pero también puede ocurrir que se
programe una posología concreta. En el momento en que un facultativo
concluya (junto a la persona o su familia) la idoneidad de usar estos
compuestos, será absolutamente necesario seguir las indicaciones sin
alterarlas en modo alguno.
Los ansiolíticos generan tres efectos diferentes. En primer lugar, tienen
propiedades puramente relajantes, a través de las que se abordan síntomas
como la taquicardia o el temblor, que como sabes dependen de la activación
del sistema nervioso simpático. Además, generan efectos miorrelajantes, lo
que ayuda si la ansiedad propicia dolores difusos asociados a la tensión
muscular. Por último, también poseen efectos hipnóticos, por lo que
inducen el sueño ante los problemas para dormir. Estos beneficios suponen
una ventaja evidente, pero debemos tener en cuenta que a medida que
transcurre el tiempo aparece tolerancia a todos ellos. Si seguimos usándolos
más tiempo del razonable, los problemas empiezan a surgir.

Si mantienes el uso del medicamento durante mucho tiempo, los efectos que
notabas al principio se diluirán poco a poco hasta desaparecer, y deberás
aumentar la dosis para obtener el mismo resultado o incluso cambiar a otro
compuesto con una vida media distinta.
Este es uno de los motivos por los que jamás debería usarse un
ansiolítico más allá del tiempo prudencial, y que en cualquier caso su
prescripción debería combinarse con otras estrategias de intervención,
fundamentalmente la psicoterapia.
Otro problema que hay que tener en cuenta cuando se consumen estos
medicamentos es la probabilidad de que puedan provocar dependencia, la
cual se expresa como una necesidad de recurrir al fármaco para vivir con
normalidad o como la aparición de malestar cuando se está algo de tiempo
sin usarlos. Al igual que ocurría con la tolerancia, la dependencia es mucho
más probable si se mantiene el medicamento durante muchos meses o
incluso años.
En definitiva, el uso de los ansiolíticos debe acogerse a una serie de
normas muy estrictas: tomarlo solo cuando es totalmente necesario y
durante un tiempo prudencial, optar por la mínima dosis eficaz y retirarlo
progresivamente. Además, jamás ha de combinarse con bebidas alcohólicas,
pues podría ser muy peligroso (sus efectos se suman y aumenta el riesgo de
sobredosis). En el caso de personas mayores puede haber complicaciones
por cómo sus cuerpos metabolizan el compuesto (mareos, pérdida de
equilibrio, caídas...), y son necesarias, por tanto, precauciones
excepcionales.
Dicho esto, te invito a conocer algunas de las técnicas más útiles para
controlar tu ansiedad.
14

LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA:
CONTROLANDO EL NERVIOSISMO

LA (OBVIA) IMPORTANCIA DE RESPIRAR

Todas las personas que tienen experiencia con la ansiedad, y sobre todo con
las crisis de pánico, coinciden en que la respiración acelerada es uno de sus
síntomas más comunes y molestos. Otra cuestión importante es que, con
mucha frecuencia, las personas que padecen trastornos ansiosos respiran de
forma superficial en su día a día. Si te fijas en la anatomía de los pulmones
te darás cuenta rápidamente de dos de sus peculiaridades: la primera es que
en su interior cabe más aire del que habitualmente introducimos al inspirar,
y la segunda es que la distribución de los capilares está más concentrada en
su parte baja. Quienes respiran superficialmente suelen hacer inspiraciones
ligeras, rápidas e incompletas, por lo que su sistema respiratorio no explota
al máximo el propósito fisiológico para el que fue concebido: introducir
oxígeno y expulsar dióxido de carbono. Este patrón de respiración hace que
nos encontremos en una situación de vulnerabilidad ante la aparición de
episodios agudos de ansiedad, como los ataques de pánico, pues estos
suelen ocurrir en momentos especialmente estresantes en los que el cuerpo
se halla en tensión. Además, debes tener en cuenta que el hábito que
adquiriste en torno a cómo inspiras y espiras puede ser un obstáculo en el
proceso de aprender a relajarse. Si estás habituado a respirar mal, al hacerlo
correctamente puede que al principio te marees o que percibas sensaciones
molestas en las extremidades. Si esto te ocurriera, lo recomendable sería
interrumpir temporalmente el ejercicio y recuperarlo, con paciencia y plena
disposición, en otro momento. Si el impedimento perdura, lo mejor es, por
supuesto, que consultes a un profesional de la salud mental que pueda
orientarte.
También puede ocurrir que en el momento en el que te inicies en la
práctica de la respiración profunda, o diafragmática, notes un
empeoramiento de las sensaciones de ansiedad que te solían preocupar.
Suele ser algo bastante inesperado, pues al fin y al cabo estás relajándote,
pero tiene una explicación sencilla: es posible que durante los años
conviviendo con la ansiedad acabes relacionando ciertas sensaciones
corporales inofensivas con la inminente aparición de un ataque de pánico,
de forma que cuando las notes se dispare enseguida una interpretación
catastrófica que aumente tu nerviosismo y nutra el ciclo hasta sus últimas
consecuencias. Dado que la práctica de la relajación puede hacerte
súbitamente consciente de cómo funciona tu cuerpo, si tienes una
concepción equivocada de su lenguaje acabarás poniéndote nervioso y con
más problemas de los que tenías antes de empezar.

Es esencial que te adentres primero en un aprendizaje que te permita


comprender el significado de todas las sensaciones que pueden emanar de tu
cuerpo para así poder juzgarlas de forma ajustada a la realidad.

Si consigues separar las interpretaciones negativas y sesgadas de las


propias sensaciones no solo habrás avanzado mucho en el camino de
aprender a respirar, sino que también habrás conquistado una meta
fundamental para lidiar con la ansiedad.
Las personas que padecen ansiedad generalizada también pueden ver
agravadas sus preocupaciones cuando simplemente dedican una pequeña
porción de su tiempo a respirar y a relajarse. Esto es algo que puede
sucederte con muchísima frecuencia cuando eliminas distracciones
cotidianas y tu mente fluye allá donde las inercias la llevan, como en el
momento de irte a dormir o en los ratos de quietud. En estos casos, esos
momentos de placer se acaban convirtiendo en algo muy diferente, en
experiencias desagradables para tu cuerpo y tu mente.

QUÉ HACER ANTES DE EMPEZAR

Cuando empiezas a practicar esta respiración debes procurar una serie de


medidas sencillas para sentirte más cómodo. Durante la primera semana
reserva un momento en el que tengas la certeza de que no te interrumpirán,
como cuando te metas en la cama. Podrás ser bastante más flexible con el
momento y las circunstancias a medida que vayas familiarizándote con el
procedimiento. También es recomendable minimizar distracciones o
interferencias, como sonidos molestos o fuentes de luz demasiado intensas.
La ropa tendrá que ser lo más cómoda posible, por lo que optarás por
prendas holgadas y evitarás complementos que pudieran provocar presión o
molestias: pendientes, cinturones, relojes de pulsera... La temperatura
ambiental deberá fijarse en un punto que sientas adecuado, sin frío ni calor,
a tu gusto. En definitiva, la relajación requiere que veles por el máximo
confort en todos los sentidos.
La respiración diafragmática requiere también la adopción de una
postura corporal concreta, ya que es algo que servirá para prestar atención
al cuerpo durante la práctica, especialmente a los movimientos naturales del
diafragma al inspirar y al espirar profundamente. Lo más habitual es
hacerlo tumbado o cómodamente sentado, con la espalda lo más erguida
posible y sin cruzar las piernas. En el caso de decantarte por esta última
postura, los pies deberán mantenerse en contacto con el suelo. También
puede ser de ayuda cerrar los ojos, al menos mientras se afianza el hábito de
respirar, pues así eliminarás distracciones. En el momento en que te sientas
cómodo, colocarás la mano no dominante sobre el pecho y la dominante
sobre el abdomen, lo que facilitará que prestes atención a los pequeños
cambios que se dan en tu cuerpo mientras practicas (como la elevación sutil
de la tripa al inspirar y su descenso al espirar). Mientras tanto, la mano
colocada sobre el pecho se mantendrá lo más estable posible. Lo ideal es
que las inspiraciones se realicen a través de la nariz y las espiraciones a
través de la boca, hábito que previene la aparición de infecciones agudas en
las vías aéreas superiores. Esta dinámica es la más correcta desde un punto
de vista fisiológico, aunque acostumbrarse a ella requiere tiempo. Como el
objetivo que se persigue es también disfrutar la experiencia, puedes dejarlo
para más adelante en caso de que así lo decidas.
Los cambios corporales que ocurren en la relajación pueden provocarte
sensaciones como ingravidez en brazos y piernas, bostezos y lagrimeo. En
algún caso puedes sentirte somnoliento o incluso dormirte. Todas ellas son
absolutamente normales e indican que el cuerpo está liberándose de
tensiones gracias a la activación del sistema nervioso parasimpático. Si
notas molestias importantes tendrás que interrumpir el ejercicio o
posponerlo, y reintroducirlo de forma progresiva. Recuerda que la práctica
diaria es fundamental para que los beneficios se extiendan a la vida
cotidiana, por lo que no es razonable esperar que se noten inmediatamente.
Disfrutar del camino es lo más importante.

PRACTICANDO LA RESPIRACIÓN DIAFRAGMÁTICA

El diafragma es un músculo grande, con forma de paracaídas, ubicado


debajo de los pulmones. Tiene una participación crucial en la respiración,
junto a la musculatura intercostal y abdominal. Se contrae al inspirar
profundamente, lo que genera un vacío que hincha la caja torácica, mientras
que al espirar se relaja completamente con el fin de expulsar el aire del
organismo. Se trata de un ciclo rítmico que puede verse afectado por las
emociones que sientas en cada momento, pero que está automatizado hasta
el punto de no requerir atención de tu parte. Durante la respiración
diafragmática, no obstante, tratarás de respirar de manera controlada, atenta
y deliberada, para que puedas templar los síntomas fisiológicos propios de
la ansiedad. Al plantearte el objetivo de respirar debes tener en cuenta que
solo buscas un momento en el que sentir calma dentro de la vorágine
general en la que suele desarrollarse la vida, así como dedicar tu tiempo al
autocuidado.

No pretendas conquistar avances rápidamente: a medida que vayas


haciéndote cargo de tu salud mental con pequeños gestos cotidianos, irás
alcanzando mayores niveles de bienestar. Esta forma de proceder reducirá el
riesgo de que te frustres y de que acabes abandonando, sobre todo al
empezar, cuando es más probable.

Cuando prestes atención a la respiración, lo principal es abrazar las


sensaciones que la acompañan tal y como son, sin cambiarlas por otras
distintas. Uno de los muchos matices hacia los que puedes orientar tu
atención es la temperatura del aire cuando entra y sale de ti: lo percibirás
frío y seco en la nariz mientras inspiras, pero cálido y húmedo al escapar de
tus labios. También es muy posible que notes discretísimos cambios
posturales durante el ciclo de inspiración-espiración, como la elevación de
los hombros o el vaivén en la región abdominal. Ambos merecen ser
observados y enfatizan la sensación de estar presente. Por eso, si en algún
momento percibes que divagas o que te irrumpen preocupaciones
indeseadas, usarás estas sensaciones y movimientos como puntos de anclaje
mediante los que resistir esta tendencia natural de la mente. Teniendo todas
estas ideas en cuenta, puedes empezar con el ejercicio de respiración. ¡Lo
más importante es disfrutarlo!

PRIMERA PARTE

Tumbado sobre una superficie firme o una silla cómoda, coloca tus manos en la posición
que he comentado unas líneas atrás: la dominante sobre el abdomen y la no dominante
sobre el pecho. Deberás reducir la luz y el ruido al mínimo posible, y puede ser interesante
que dediques al menos unos minutos a tareas tranquilas que te resulten agradables. Si
aprovechas la noche para relajarte, algo muy común, lo mejor será que durante las últimas
horas solo hayas utilizado una iluminación indirecta y que hayan pasado como mínimo dos
horas desde que cenaste. Como puedes comprobar, son recomendaciones parecidas a las
que se ofrecen para cuidar la higiene del sueño, el principal método para combatir el
insomnio (por encima de los fármacos con propiedades hipnóticas).

Empezarás inspirando y espirando al ritmo natural, sin modificarlo, simplemente


prestando atención consciente al fluir incesante del aire dentro y fuera de tu cuerpo. Puede
ser un momento adecuado para asumir conciencia de tu corporalidad, del espacio que
ocupas en la habitación y de la posición que has adoptado allá donde te encuentras.
Dedica algunos segundos a observarte mentalmente, sin más pretensión, diferenciándote a
ti mismo de todo lo que te rodea. Puede que algunos días con esto sea suficiente para
aligerar la tensión emocional, que empezará a disolverse como un azucarillo en el café. Si
prestas atención podrás sentir el recorrido del aire en tu interior, como si viajara a través de
los recodos y de los meandros de tu anatomía, y quizá incluso puedas advertir que no
aprovechas la capacidad de los pulmones en su totalidad. Seguir por dónde fluye el aire es
tremendamente agradable para muchas personas, pues las hace conscientes de que están
vivas. Parece algo absurdo, pero se trata de una quietud que de algún modo nos reubica.

SEGUNDA PARTE

Cuando te sientas preparado y cómodo, empezarás con el ejercicio propiamente dicho.


Todos sabemos que en situaciones cotidianas existen dos fases al respirar, la inspiración y
la espiración, pero llegados a este punto añadiremos otras dos: las breves pausas que
aparecen justo en el momento en que acaba una y empieza la otra. Son tan sutiles que
apenas se aprecian, pero si las observas con interés genuino notarás cómo el aire queda
contenido por un instante en tus pulmones. El esquema de cuatro fases debe estar
presente durante todo el tiempo en que practiques, pues tendrás que dedicar una cantidad
específica de segundos a introducir el aire en el cuerpo y a expulsarlo.
Lo habitual es inspirar a través de la nariz durante aproximadamente tres-cinco
segundos y retener el aire brevemente en los pulmones. Es muy importante que no te
llenes hasta forzar la caja torácica, pues resulta muy incómodo, sino hacerlo solamente
hasta el límite que percibas agradable. Con el aire ya retenido te dirás mentalmente algo
reconfortante, como por ejemplo «estoy totalmente relajado» o «estoy en paz», aunque
también puedes usar una sola palabra, como «calma» o «tranquilidad». Esto resulta
particularmente útil, porque con el paso del tiempo la palabra escogida quedará asociada a
la práctica y adquirirá propiedades positivas que te ayudarán a profundizar más
rápidamente en el estado de relajación: bastará con que la uses como una llave en tu
práctica posterior. Al expulsar el aire lo harás de manera lenta y pausada, dedicando
aproximadamente el doble del tiempo que requirió la inspiración. Al vaciarte volverás a
quedarte suspendido durante unos instantes, pero sin dejar que te invada una
desagradable sensación de asfixia.

Tus manos, que estarán sobre el pecho y el abdomen, te servirán como guía
en todo el proceso: al inspirar tu tripa subirá y al espirar bajará. El pecho
permanecerá tan inmóvil como sea posible. Es suficiente con repetir esta
rutina cinco o seis veces en situaciones diferentes a lo largo del día.

TERCERA PARTE (VOLUNTARIA)

Algunas personas se sienten cómodas imaginando escenas relajantes mientras respiran, o


al finalizar la práctica. Una de las más habituales consiste en visualizar un barco en la línea
del horizonte en un mar amplio y despejado, que asciende y desciende sobre las olas
según el ritmo de la respiración. Puedes incluir los detalles que estimes más convenientes,
desde la apariencia del cielo hasta las dimensiones de la embarcación, según cómo te
sientas o te apetezca. Esta imagen puede servir para ilustrar mentalmente las sensaciones
físicas, y también puede ayudarte a reorientar la atención cuando aparezcan pensamientos
que te distraigan. Hay que tener en cuenta que, en determinadas situaciones
(especialmente si estás nervioso por algo que acaba de suceder), la práctica de la
respiración ofrece una evasión valiosa, aunque debes estar dispuesto a afrontar los
acontecimientos tan pronto como puedas. Respirar no debe convertirse jamás en una
estrategia evitativa mediante la que huir de tus problemas, sino ser una herramienta útil
para aprender a regular las dimensiones fisiológicas de los trastornos ansiosos. Además,
por supuesto, también te aportará quietud mental.

Una de las mayores críticas que suele recibir la respiración diafragmática es que
impone una excesiva presión sobre un proceso —respirar— que debe fluir de manera
natural. Por este motivo, algunos especialistas piensan que una alternativa todavía mejor
sería centrar simplemente la atención en la respiración, a la forma en que nutre el cuerpo,
pero sin modificar su ritmo. Sea como fuere, lo mejor siempre será que tú mismo pruebes
una y otra posibilidad, de modo que elijas la que se ajuste mejor a tus características y
necesidades.
15

LA RELAJACIÓN MUSCULAR PROGRESIVA:


LIBERANDO TENSIONES

LA TENSIÓN QUE SE ACUMULA EN NUESTRO CUERPO

La relajación muscular es un procedimiento muy sencillo cuyo objetivo es


hacerte consciente de la tensión que a menudo se acumula en tu cuerpo,
pues, como ya sabes, puede pasar inadvertida si te habitúas a su presencia
recurrente. Recordemos que uno de los síntomas más comunes en quienes
sufren ansiedad de larga duración es el dolor en regiones como el cuello o la
espalda, e incluso las cefaleas. Los dolores de cabeza suelen ubicarse en
zonas como la frente, las sienes o los espacios alrededor de las orejas,
además de la parte trasera del cuello e incluso las mandíbulas. Por otro lado,
ciertos hábitos, como el consumo de alcohol o tabaco, pueden aumentar su
intensidad notablemente.
A veces el dolor de cabeza empieza justo al despertar, algo que puede
ocurrir si apretamos los dientes durante la noche, un problema que se
conoce como bruxismo. Puede llegar a ser tan intenso que si alguien
duerme con nosotros escuchará el rechinar de madrugada. El bruxismo es
común en personas con ansiedad y puede acarrear problemas importantes
en las encías y los dientes, incluyendo su rotura. En los casos más graves
puede ocurrir mientras estamos despiertos y enfrascados en alguna tarea
que nos genera cierta aprensión emocional, como podrían ser los exámenes,
las entrevistas laborales o cualquier otro momento en que estemos
exponiéndonos a aquello que tememos. En estos casos, la musculatura de
las mandíbulas puede acabar doliendo mucho, e irradiar desde esta zona
hasta los ojos, la frente y la nuca. El bruxismo, obviamente, se acentúa
durante los periodos de estrés intenso y cuando estamos pasando por una
época de preocupación.

Con el paso del tiempo es posible que te acostumbres a vivir en un estado en


el que te domina una tensión emocional extraordinaria y que redunda en
dolores intermitentes y fluctuantes.

Las contracturas, los desgarros y la tendencia a padecer calambres


deberían disuadirte de practicar la relajación muscular progresiva, al igual
que las enfermedades que impliquen una alteración en el funcionamiento o
en la estructura de los músculos, ligamentos, tendones o nervios, al menos
hasta que el problema de salud que los provoca se resuelva. Como norma
general, debes tener en cuenta la opinión de tu médico sobre la práctica de
esta técnica, y animarte a probarla cuando tengas plenas garantías de que no
te perjudicará. En caso de que surja dolor o incomodidad durante la práctica
tendrás que parar inmediatamente, pues el objetivo que se persigue no es
otro que disfrutar la experiencia, y estas molestias pueden ser más
importantes de lo que a priori pudiera parecer. Como el procedimiento es
largo, puede ser útil grabar tu propia voz leyendo los distintos puntos y
reservar para más adelante la posibilidad de hacerlo sin esta guía.
A lo largo de la explicación de este procedimiento distinguiremos entre
fases de tensión (donde los músculos se contraerán) y fases de relajación
(donde se distenderán), las cuales deberás coordinar con la respiración de la
siguiente forma: inspirar profundamente al tensar y espirar suavemente al
relajar. Esta coordinación es totalmente necesaria y una de las piezas clave
para diferenciar correctamente entre ambos estados —la tensión y la
relajación—, por lo que deberás practicar hasta que surja espontáneamente.
Asimismo, es también esencial entender que no debes apretar los músculos
con todas tus fuerzas: es suficiente con hacerlo ligeramente, de manera que
puedas identificar los cambios que se producen durante la transición
tensión-relajación. En el momento en que relajes los músculos (al espirar el
aire) tendrás que soltarlos de golpe, nunca poco a poco, pues en ese caso te
resultaría más difícil notar el efecto que estás buscando. Para acabar, ten en
cuenta que es posible que tengas sensación de calor o de frío en las
extremidades, de ingravidez o de cosquilleo; en principio todas son inocuas
e inherentes a la relajación, y solo deben preocuparte si causan
incomodidad o molestias tan intensas que entorpezcan tu disfrute. Los
bostezos o el lagrimeo también pueden aparecer, pues resultan de la
activación del sistema nervioso parasimpático.

LA PRÁCTICA DE LA RELAJACIÓN MUSCULAR

Empezarás cerrando los ojos. Busca un lugar cómodo, sentado o tumbado, dejando que tu
cuerpo se relaje lo máximo posible. A continuación iniciarás una serie de rutinas que
repetirás dos o tres veces en cada caso, dejando un descanso de diez a quince segundos
entre ellas. Dividiremos las rutinas en cuatro grupos, según la zona implicada: cara /cuello /
hombros, brazos, piernas y tórax / abdomen / espalda. Al principio lo aplicaremos a un total
de dieciséis grupos musculares, pero a medida que vayas teniendo más experiencia
podrás ir reduciéndolos hasta cuatro, lo que te permitirá hacerlo en situaciones variopintas
sin la necesidad de dedicarle demasiado tiempo. Es algo que primero requiere práctica, por
supuesto, así que empezaremos con la versión completa. ¡Vamos allá!

Empieza arrugando la frente, sintiendo cómo se frunce el ceño en un gesto forzado


parecido al que adoptarías al preocuparte. Esta zona concreta del rostro suele cargar
con mucha tensión a lo largo del día, lo que contribuye decisivamente a los dolores
de cabeza, así que ahora vas a liberarla de su carga. Inspira al tensar los músculos y
espira al relajarlos, soltando de golpe (nunca poco a poco). Repite dos-tres veces,
esperando unos segundos entre cada una de ellas para notar la diferencia entre
estos estados. Es una experiencia agradable, en la que debes enfatizar la sensación
de laxitud en la musculatura. Al acabar, notarás la frente totalmente lisa, desprovista
de tensión.
Seguiremos ahora con los ojos. Para relajarlos, inspira profundamente y ciérralos con
fuerza moderada, sin apretarlos mucho, pues podría provocarte daño o molestias.
Mantén la tensión durante algunos segundos y libérala súbitamente mientras
expulsas el aire, dejando que ambos párpados se asienten grácilmente. Los puedes
imaginar como un par de cortinas que simplemente reposan sobre los globos
oculares, totalmente distendidas. Repítelo una o dos veces más.
Continuamos con la nariz. Para tensarla, inspira y al mismo tiempo arrúgala,
adoptando un gesto similar al de cuando olfateas algo desagradable. Concéntrate en
la sensación de tensión, que puede extenderse hasta el labio superior, y libera el aire
dejando que los músculos de la zona se relajen y recuperen su posición original.
Fíjate, como siempre, en qué te hace sentir la diferencia entre los estados de tensión
y relajación. Repítelo una o dos veces más.
Pasamos ahora a la boca. Esta zona se tensa de manera fácil e incluso divertida:
simplemente fuerza una sonrisa y siente cómo los labios tiran hacia los extremos.
Mantén la tensión durante unos segundos y expulsa el aire, relajándolos por
completo. Notarás cómo se separan levemente y cómo languidecen. Puede que
durante este ejercicio se vean implicados otros músculos faciales, dado que la
sonrisa requiere una coordinación compleja. Repítelo una o dos veces más.
Siguiendo la lógica que hemos usado hasta este momento, le toca el turno a la
lengua. Para tensarla empuja la punta contra el paladar, enfatizando las sensaciones
que emergen. Como de costumbre, es importante hacerlo con suavidad para no
provocar molestias. Después deja que el músculo, uno de los más duros del cuerpo,
repose en la base de la boca. Recuerda que habrás de repetirlo dos o tres veces,
como el resto de las rutinas.
El desarrollo del ejercicio nos lleva ahora hasta la mandíbula, una de las zonas más
problemáticas para quienes sufren trastornos de ansiedad, especialmente si conviven
con episodios de bruxismo. Para trabajar la zona tienes dos alternativas: o bien abrir
la boca tanto como te resulte posible, o bien apretar los dientes para sentir la tensión
acumulada, por lo que tendrás que ser cuidadoso tanto en un caso como en el otro;
nunca aprietes o fuerces más allá de lo razonable. Tras aplicar la que consideres
más cómoda, expulsa el aire y deja que la atención se centre en la distensión.
Puedes, por ejemplo, fijarte en cómo la boca se te queda entreabierta al librarse de la
tensión. Repítelo una o dos veces más, notando sobre todo los cambios que se dan
al transitar entre los estados.
Ahora abandonarás la zona del rostro para centrarte en otras que se encuentran
próximas a él y que actúan de puente con el resto de tu cuerpo. El cuello será la
primera. Es una parte de tu anatomía compleja y extremadamente frágil, por lo que
es totalmente necesario realizar los movimientos con mucha cautela. Así, inclina la
cabeza hacia delante, como si quisieras tocar el pecho con la barbilla, y nota la suave
presión que surgirá en la nuca. Mantén la tensión unos segundos y expulsa el aire de
forma abrupta, como de costumbre, dejando que la cabeza recupere la posición de
equilibrio. Repítelo una o dos veces más.
La siguiente parada será la parte superior de la espalda y los hombros. Al igual que
la mandíbula y la frente, esta parte del cuerpo tolera un nivel importante de tensión
en quienes viven con ansiedad desde hace mucho tiempo, por lo que precisa una
atención minuciosa. Para trabajar en ella debes inspirar y elevar los hombros, como
si quisieras cubrir con ellos los oídos o como si reprodujeras el clásico gesto de duda.
Mantén la posición unos segundos y libérala mientras expulsas el aire de los
pulmones. Deja que la espalda se acomode nuevamente sobre el respaldo tras
repetir el ejercicio una o dos veces más.

Cuando llegues hasta este punto revisa mentalmente, una por una, todas las zonas con
las que has estado trabajando hasta el momento. Se trata de un recorrido mental cuyo
propósito es hacerte consciente de cómo tu cuerpo se ha relajado completamente, y cómo
ahora parece que simplemente descansa sin atisbo de molestias. Tras este breve viaje, al
cual podrás dedicar el tiempo que consideres conveniente (pueden ser dos o tres minutos,
por ejemplo), pasaremos a la siguiente sección del ejercicio. Concretamente, a relajar los
brazos y las piernas.

Orienta la atención a los brazos y las manos, a ambos lados del cuerpo. Según la
posición en que estés se hallarán en contacto con los muslos o con las rodillas
(sentado), o con la cama (tumbado), extendidos paralelamente respecto al tronco.
Ahora es cuando llega el momento de relajarlos. Sin moverlos de donde estén,
aprieta los puños y ténsalos, sintiendo cómo la sensación se extiende por las manos,
los antebrazos y los bíceps. Mantén esta tensión unos segundos y justo entonces
expulsa todo el aire mientras dejas que los músculos reposen libres de toda carga
(recuerda: siempre debes soltar de golpe los músculos, no poco a poco). Lo más
importante, como ya sabes, es deleitarte en cómo varían las sensaciones al transitar
de un estado a otro, aprender a identificar las diferencias y a disfrutar de lo que
espontáneamente pueda ocurrir. Repite el movimiento una o dos veces más,
dedicándole tanto tiempo como necesites.
Vamos acercándonos al final del ejercicio. Llega el momento de relajar tanto las
piernas como los pies, extremidades que soportan el peso de nuestro cuerpo a lo
largo de todo el día y que requieren de nuestro cuidado. Al igual que ocurría con los
brazos, el ejercicio variará en función de si estás sentado o tumbado. En el supuesto
de que estés sentado, los pies deberán reposar planos sobre el suelo y con las
piernas sin cruzar, por lo que solo habrás de mantener el talón exactamente donde
está mientras levantas las puntas de los dedos hacia arriba, como si quisieras
acariciarte las espinillas con ellos. Si estás tumbado, deberás levantar los dedos de
los pies como si apuntaras hacia donde está tu cabeza. Sea como fuere, debes
percibir la tensión acumulándose en las pantorrillas y los muslos sin forzar
demasiado, pues de lo contrario podrías tener calambres u otras molestias similares.
Al acabar, simplemente expulsarás el aire y dejarás las piernas completamente
relajadas. Puedes repetir una o dos veces más.

De nuevo, nos detendremos un momento para repasar mentalmente todas las partes
de la cara, los brazos y las piernas, que se encontrarán ahora plenamente relajadas y
despojadas de tensión o malestar. Dedica unos minutos a simplemente disfrutar de estas
sensaciones y a respirar de un modo tranquilo y relajado, combinando las técnicas de
respiración que ya has aprendido. Entonces, cuando lo consideres oportuno, podrás
continuar con la última de las fases.

Por último, vas a relajar la espalda. Se trata de una estructura compleja desde un
punto de vista anatómico, y también susceptible de padecer dolor en circunstancias
diversas, sobre todo como resultado de hábitos posturales inadecuados o de
lesiones. De hecho, se trata de una de las molestias físicas que más habitualmente
padece la población en general, y también quienes sufren de ansiedad. Por
supuesto, es una parte del cuerpo particularmente sensible, por lo que deberás tener
cuidado al hacer el ejercicio. Primero inspira profundamente a través de la nariz
mientras empujas con ambos codos el respaldo de tu asiento o el colchón, curvando
ligeramente la espalda hacia el interior (el pecho se extenderá sutilmente hacia
fuera), y mantén la tensión durante unos segundos sin forzar la postura. Tras esto,
expulsa el aire por la boca y deja que los brazos y la espalda vuelvan a su posición
original, permitiendo que esta última pueda relajarse. Disfruta de la calma y quietud
que se extiende ahora por tu espalda, y repite una o dos veces más.

El ejercicio finaliza haciendo un repaso mental de todo el cuerpo, percibiéndolo


completamente relajado. Si adviertes alguna señal de tensión, aflójala deliberadamente. En
caso de que dispongas de tiempo, puedes aprovechar la ocasión para combinar otras
técnicas, como las de visualización, que veremos más adelante. Antes de incorporarte
tendrás que mover las manos y los pies trazando pequeños círculos, y levantarte sin prisa
para evitar los mareos asociados a cambios bruscos de posición. A medida que vayas
practicando te darás cuenta de que cada vez necesitas menos tiempo para relajarte con la
técnica, e incluso podría ser suficiente con hacer pequeñas tensiones y relajaciones de los
músculos para sentirte mucho mejor en todo tipo de situaciones.
16

MINDFULNESS: VIVIENDO EL MOMENTO


PRESENTE

LOS ORÍGENES DEL MINDFULNESS

El mindfulness ha ido ganando popularidad en los últimos años, hasta el


punto de que la mayoría de la gente ha escuchado hablar alguna vez sobre
él o sobre sus beneficios psicológicos y físicos. Se trata de una práctica que
procede de tradiciones con más de dos mil años de antigüedad y que nos
retrotrae a la búsqueda de la iluminación a la que muchos budistas aspiraron
y aspiran como meta espiritual última. Si ahondas en el origen de esta
palabra descubrirás que su significado proviene de sati, un término del
dialecto indio pali que alude al presente, a la realidad tal y como se
despliega frente a ti. El nombre inglés puede traducirse al español como
«conciencia plena» o «atención plena», algo bastante elocuente si tenemos
en cuenta su propósito y su esencia. Lo cierto es que el mindfulness cada día
gana más seguidores en el mundo, pero... ¿tiene sentido?, ¿es útil para
alcanzar la quietud interior? Vamos a conocerlo un poco mejor repasando
los principios que lo fundamentan.
LOS PRINCIPIOS BÁSICOS DEL MINDFULNESS

PRINCIPIO 1: LA CONCIENCIA FLUCTUANTE

Si te paras un momento a pensarlo, te darás cuenta de que son muy pocos


los momentos de la vida en que estás plenamente atento a lo que está
ocurriendo. Pese a que todos estamos hechos de recuerdos, avanzamos con
la mirada fija hacia delante (sobre todo en nuestra juventud) o atrapada en
lo que no tiene solución. Tenemos la capacidad de evocar recuerdos
remotos y de reinterpretarlos, como ya sabes, así como de imaginar un
futuro que querríamos habitar. En ocasiones usamos esta capacidad para
hallar consuelo si las cosas se vuelven difíciles, esbozando días mejores o
deleitándonos en una experiencia que alguna vez nos hizo sentir felices.
Otras veces, las peores, tanto el pasado como el futuro parecen amenazas
que ahogan la vida e impiden disfrutar plenamente de un ahora que tarde o
temprano acabará siendo nuestro pasado.

Si te fijas en los problemas relacionados con la ansiedad comprobarás que


trastornos como el estrés postraumático implican un exceso de pasado
(reexperimentación) y un acortamiento del futuro, mientras que la ansiedad
generalizada se orienta de forma inflexible hacia aquello que todavía está por
suceder.

La capacidad de evocar el pasado e imaginar el futuro es puramente


humana, y nos ha permitido confeccionar nuestra historia como la de una
especie que trasciende (por testimonios y legados) los límites temporales de
una vida individual. También nos ha facilitado crear símbolos, consensuar
sonidos o letras que sirven para comunicarnos y establecer un proyecto
compartido como individuos pertenecientes a grupos más amplios (como la
familia). Esta herramienta tan útil deviene ocasionalmente un arma de doble
filo, pues también es uno de los resortes fundamentales de los trastornos de
ansiedad y de otros malestares que pueden azotarnos. Por ello es necesario
que conozcas cómo tu mente puede contribuir a ese dolor con el que quizá
convives, y desarrollar destrezas que te permitan aprovecharla en beneficio
de tu salud psicológica. Precisamente esto es lo que pretende el
mindfulness: hacerte consciente no solo de aquello que te rodea, sino
también de lo que sucede dentro mientras vives. En definitiva, sentir la vida
vibrando cada segundo sin dejar que la mente te dirija con su flujo incesante
de pensamientos.
Lo cierto es que el parloteo de nuestra mente no es fácil de dominar.
Hacemos interpretaciones de todo cuanto sucede, tamizando lo real con el
matiz de nuestras expectativas y miedos, lo que hace que poco a poco la
naturaleza de las cosas quede diluida por lo que pensamos de ellas. ¿Cuánto
tiempo hace que no te detienes a saborear alguna comida que te encanta, o a
escuchar una canción prestando auténtica atención a sus acordes o a su
ritmo? Es tristemente común que muchas de las cosas que nos apasionaron
acaben convirtiéndose en actividades que sirven para distraernos de otras
más tediosas, haciendo que perdamos de vista el motivo por el que
decidimos adentrarnos en ellas tiempo atrás: la pasión. Vivir con pasión
implica una capacidad para el abandono, no absoluto ni errático, pero sí
valiente y decidido: el abandono de quien se dispone a aceptar las cosas tal
y como llegan, sin forzarlas a ser diferentes y sin rechazarlas por no ser
como queremos que sean.
La práctica del mindfulness nos ubica frente al mundo con ojos nuevos,
atónitos, sin la urgencia de entenderlo. La supresión del juicio es una de las
premisas que guían esta forma de entender la vida, o lo que es lo mismo:
dejar de valorar todo el tiempo lo que te sucede o sientes, dejando de lado
lo que en esencia es. En el contexto de los trastornos de ansiedad, estas
valoraciones hunden sus raíces en bases crueles, rígidamente
perfeccionistas o insensibles a las necesidades propias. Por ejemplo, si
experimentamos sensaciones desagradables en alguna región del cuerpo
tendemos a atribuirles etiquetas, como dolor o picazón, que sirven para
comunicarlas a los demás, pero que no las representan en absoluto.

Con el mindfulness no solo percibes mejor lo que está pasando, sino que
también puedes aprender a identificar con más precisión los componentes de
tu experiencia para valorarla de un modo mucho más ajustado, manteniéndote
siempre próximo a la realidad.

PRINCIPIO 2: FLUIR Y DEJAR IR

Uno de los principios fundamentales del mindfulness consiste en dejarse


llevar por las experiencias de modo natural. Muchas personas tienen
problemas para simplemente soltar y seguir adelante en los momentos
difíciles, de modo que permanecen mucho tiempo atrapadas en los
recuerdos y la rumiación. Los barrotes de esta cárcel mental están
compuestos de culpabilidad, de orgullo o de odio, entre muchos otros
posibles sentimientos. Lo que finalmente pueden provocar es que el dolor
se extienda mucho más allá de los límites razonables, y prolonguen
emociones como el miedo o la ira, que están diseñadas para resonar solo
unos breves momentos. El fluir y el dejar ir suponen la apertura hacia todo
tipo de experiencias que en la vida pueden sucederte, con aceptación plena
y respetando su naturaleza cambiante y fugaz. En definitiva, ubicar los
hechos solo en las coordenadas que les corresponden, aprendiendo a
abandonarlos tan pronto como acaban. Quizá de este modo, cuando
eventualmente recurramos a ellos (pues la experiencia es siempre una
maestra), podamos hacerlo con la serenidad necesaria para reflexionar sobre
los aprendizajes que nos reportaron y no tanto para seguir sufriendo sus
consecuencias.
Es importante que no confundas esta forma de vivir con la negación de
sentimientos, pues es precisamente lo contrario: supone respetarlos y
abrazarlos tal y como son de modo compasivo, ubicándolos en el lugar
adecuado mientras la vida continúa discurriendo en su caudal incesante.

PRINCIPIO 3: LA ACEPTACIÓN

La aceptación es otra actitud central en el mindfulness, aunque no deberías


confundirla con la resignación. Como sabes, la resignación surge al asumir
que algo doloroso nunca podrá ser diferente ni hacerte sentir mejor, lo que
hace que abandones todo esfuerzo por cambiarlo y que aparezcan
emociones con un profundo calado negativo que limitan tu capacidad para
ser feliz. No obstante, cuando aceptas honestamente te muestras dispuesto a
vivir las situaciones que se te presentan tal y como son, y también a
entender a las personas que te rodean. No es para nada infrecuente, por
ejemplo, que permanezcamos junto a alguien únicamente por las
expectativas de que tarde o temprano cambiará y se asemejará a quien
realmente quisiéramos que fuera. Esta actitud implica un amor frustrado y
construido sobre ideales que no existen más allá de nuestra mente, y que
más pronto que tarde nos harán sentir mal. Algunos psicólogos, como Carl
Rogers, describieron a la perfección el significado genuino de la aceptación
al afirmar que «la curiosa paradoja es que cuando me acepto tal y como soy,
justo entonces, puedo cambiar».

PRINCIPIO 4: LA MENTE TESTIGO

Los seres humanos tendemos a identificarnos frecuentemente con aquello


que pensamos sobre nosotros mismos, pero lo cierto es que somos algo más
que nuestros pensamientos. Por ejemplo, cuando nos sentimos tristes
podemos interpretar que somos personas tristes, haciendo que un estado
realmente pasajero se convierta en uno de los rasgos que nos definen. En el
mismo sentido, es habitual confundir la realidad con aquello que pensamos
sobre ella, aunque nuestras impresiones siempre estén condicionadas por el
bagaje de experiencias que carguemos a la espalda.
La mente testigo pretende posicionarte en una perspectiva desde la que
seas capaz de observar qué ocurre dentro mientras vives la vida, y de sentir
cada emoción tal y como es, sin la interferencia de ideas preconcebidas y
expectativas. Esta forma de concebir las cosas requiere la humildad de
relegarte a ti mismo a un segundo plano en la ecuación, como si fueras un
espectador que aprecia el mundo con fascinación.

Uno de los principios que guía el mindfulness es asumir que la realidad


continúa desplegándose a nuestro alrededor incluso cuando la despojamos de
pensamientos con los que etiquetarla, como algo en continuo movimiento y
transformación. En este contexto, los seres humanos somos los testigos
privilegiados de algo frágil y efímero: el momento presente.

PRINCIPIO 5: LA PACIENCIA Y LA NO RESISTENCIA

La paciencia es, también, una actitud fundamental en el mindfulness. A


menudo vivimos nuestra vida buscando resultados inmediatos para nuestros
esfuerzos, lo que nos conduce a una carrera infinita por acumular logros sin
detenernos a apreciar el camino que nos conduce hasta ellos. Y es que
parece que el mundo está diseñado para trasladarnos la acuciante sensación
de que se nos agota el tiempo, haciendo de él un recurso que no puede
despreciarse con cosas inocuas. Son muchas las personas que transitan por
la vida con esta actitud acelerada, haciendo del día a día una fuente de
estrés inagotable. ¿La percibes también en ti?

En la meditación no debemos ansiar conquistas inmediatas, sino que debe ser


en sí misma la única meta a la que aspirar. Solo el hecho de detenerte a
pensar, de apearte (aunque sea brevemente) de la algarabía cotidiana, te
concede el privilegio de cuidarte a ti mismo.

Este autocuidado es valioso sin la necesidad de que reporte beneficios


espontáneos ante nuestros ojos o ante los de los demás. De hecho, el
apremio por conseguir avanzar es contraproducente mientras aprendes a
observar el mundo desde la conciencia plena, pues te ubica en un futuro al
que llegar cuanto antes, obviando lo que te sucede en el momento presente.
Podemos pensar en la mente como en una máquina con motor. Requiere
energía para funcionar y, al hacerlo, no se detiene inmediatamente con solo
pulsar el botón de apagado. Lo más habitual es que continúe dando vueltas
algún tiempo, lastrada por su costumbre de perpetuo movimiento. La
quietud solo llega cuando se agota esta inercia y adquiere un tono distinto al
que hasta entonces le era natural, mucho más relajado. Es posible que
tengas la tentación de creer que el mindfulness es estático o se reduce a
simplemente no hacer nada (dejar la mente en blanco, permanecer
tumbados e inmóviles...), pero lo cierto es que mantener una atención
orientada al presente requiere esfuerzo, habida cuenta de que nuestra mente
oscila con frecuencia entre lo que ocurrió y lo que ocurrirá. Si durante la
práctica observas que acabas distrayéndote y pensando en cualquier otro
asunto cotidiano, solo tendrás que adoptar una mirada comprensiva y
reconducir amablemente tu conciencia hasta el aquí y ahora.

Puede parecer paradójico, pero la actitud propia del mindfulness se instaura


más fácilmente en el momento en que dejes de esforzarte.

Es algo similar a lo que sucede cuando, por la presión del tiempo, nos
forzamos a dormir una noche en la que el sueño se nos resiste. Esta
imposición acabará traduciéndose probablemente en una nueva noche en
vela, pese a que permanecer sin dormir pueda tener un impacto
extraordinario sobre lo que habremos de hacer cuando despunte el sol.
PRINCIPIO 6: LA ACTITUD DEL PRINCIPIANTE

A medida que transcurren los años, todos vamos acumulando experiencia


sobre la vida. Cuantas más cosas suceden, más extenso es el libro que
vamos escribiendo. Obviamente esto es positivo, pues en ello se
fundamenta la sabiduría, pero podemos caer en el error de llevarlo al
extremo y convertirnos en personas inflexibles que optan por un futuro que
se asemeje tanto como sea posible al pasado. Nos transformamos en algo
así como expertos que saben mucho pero perciben lo diferente con
reticencia, sobre todo motivados por permanecer en un contexto familiar
que minimice la incertidumbre frente a lo novedoso o lo inesperado. La
peor consecuencia es la aparición de estereotipos sobre las cosas y las
personas, y también de prejuicios, los cuales se hallan en la base de muchos
de los males que azotan nuestra sociedad.

El desarrollo de la mente de principiante supone, precisamente, cuestionar los


fundamentos que nos han guiado hasta el momento, abriéndonos a la
posibilidad de adentrarnos en terrenos inhóspitos, pero potencialmente
gratificantes.

La mente de principiante se puede traducir, también, como la humildad


de quienes son capaces de cuestionarse a sí mismos y lo que creen saber. Y
es que a menudo aprender cosas nuevas nos resulta difícil no porque sean
complejas, sino por todos los aprendizajes previos que hemos ido
acumulando y que son incompatibles con las nuevas ideas que llegan hasta
nuestra vida, por muy positivas que pudieran ser para nosotros. El
principiante asume la posibilidad de trastabillar de forma natural, deja de
vestirse de arrogancia para aparentar dominio y se entrega apasionadamente
a lo desconocido. Aunque a priori pueda parecer ingenuo, la visión del
principiante alberga la certeza cálida de la propia incertidumbre y nos
posiciona en el lugar idóneo para resolverla.
Sirva como ejemplo el fenómeno conocido como Dunning-Kruger: las
personas incompetentes en cualquier área suelen sobrevalorarse a sí mismas
cuando se comparan con las demás, mientras que las más capaces son
comedidas al juzgarse. La mente de principiante no tiene nada que ver con la
ignorancia, sino probablemente con todo lo contrario.

PRINCIPIO 7: LA BONDAD

Otro de los principios fundamentales del mindfulness alude al término


metta, que procede del pali y que puede traducirse como «bondad
amorosa». La práctica de estas formas de meditación no puede reducirse
simplemente a una serie de ejercicios más o menos organizados, pues tiene
sus raíces en filosofías ancestrales que velan por el respeto a la naturaleza y
toda forma de vida que participe de ella. El practicante de mindfulness
debería sentirse cómodo con estos fundamentos y albergar en su fuero
interno la intención de contribuir al bienestar ajeno. Muchas veces, el ser
humano tiende a sentirse como una parte separada de todo cuanto lo rodea,
precisamente por el hecho de que sus destrezas cognitivas le han hecho
creerse distinto a otras especies animales y explotar insaciablemente los
recursos del planeta.

Más allá de las diferencias entre quienes habitamos la Tierra, todos tenemos
el mismo derecho a disfrutar de lo que pueda ofrecernos. Esta visión, que vela
por proteger el equilibrio entre seres vivos (y en particular entre humanos), es
el eje central alrededor del cual orbita el principio de bondad.

PRÁCTICA DE LOS EJERCICIOS MÁS IMPORTANTES DEL MINDFULNESS

PRÁCTICA 1: LA RESPIRACIÓN CONSCIENTE


La respiración es fundamental en el mindfulness, pues es un vehículo que
nos permite reorientar la atención al momento presente. La mayoría de estas
meditaciones, que pueden ser variadas y desplegarse en todo tipo de
situaciones cotidianas, requiere tomar consciencia de cómo el flujo del aire
penetra en el cuerpo y es expulsado de él. Recuerda que una de las premisas
del mindfulness es que debemos aceptar las cosas tal y como son en el
instante que habitamos, lo que significa que no deberemos modificar en
modo alguno el ritmo en que respiramos (esto lo diferencia de ejercicios
como la respiración diafragmática).

Nuestro objetivo es simplemente detenernos un momento a observar qué


ocurre con esta función tan esencial para la vida, así como con los pequeños
cambios que se dan en el cuerpo durante el proceso en un momento dado. Lo
más importante es disfrutar del instante, apeándonos brevemente del ajetreo
del día a día.

Empieza buscando un lugar que te sea agradable en todos los sentidos y adoptando una
postura cómoda. Las piernas no deben cruzarse en ningún momento, y en el caso en que
optes por hacerlo sentado (que es lo más frecuente), deberás plantar firmemente los pies
en el suelo. Las rodillas son el mejor lugar en el que reposar las manos, con las palmas
hacia abajo y en contacto directo con la ropa o la piel. La espalda debe permanecer recta
pero no forzada, evitando curvaturas incómodas e innecesarias, y la cabeza se sostendrá
con firmeza sobre los hombros (en una posición que te transmita dignidad). Recuerda que
es necesario retirar las prendas de vestir que pudieran incomodarte, como los cinturones o
el calzado, si es que acaso oprimen tu abdomen o tus pies. Si notas la necesidad de acudir
al baño es conveniente hacerlo antes de iniciar el ejercicio. Ahora sí: con todo preparado,
cierra los ojos y practica uno de los ejercicios meditativos centrales del mindfulness.
En primer lugar atenderás al fluir de la respiración tal y como es ahora mismo, sin
reparar en si es demasiado lenta, rápida, profunda o superficial. Simplemente te limitarás a
observarla con curioso detenimiento, rompiendo el automatismo inconsciente en que suele
discurrir. Aprecia el ritmo y la cadencia con mirada compasiva, y déjate llevar por todas las
sensaciones que te invadan al inspirar y al espirar. Por ejemplo, dirige tu atención a la
temperatura y humedad del aire cuando entra y sale de tu cuerpo, notando las diferencias y
matices entre ambos momentos. Quizá te des cuenta de algo realmente curioso, que pocas
veces advertimos en el día a día: justo en el instante en que la inspiración cesa y comienza
la espiración, se produce una breve pausa, como un paréntesis. Es sutil y requiere
atención. De la misma forma, podrás también profundizar en cómo tu cuerpo cambia
levemente de postura cada vez que lo llenas y vacías: los hombros se elevan de forma casi
inapreciable y el abdomen o el tórax se expanden y contraen. Observa todo, consciente
ahora de ser un organismo vibrantemente vivo.
Otro aspecto más hacia el que debes orientar tu atención son las sensaciones que
emergen en el cuerpo como resultado de su contacto con los elementos del entorno. Así,
por ejemplo, podrás notar la textura de la ropa o de la piel en la superficie de tus manos y
detenerte a explorar los matices que seas capaz de captar: ¿es una textura suave o más
bien áspera?, ¿su temperatura es cálida o fría? Con preguntas como estas y otras
parecidas irás autoguiándote poco a poco en este proceso, como si fueran pequeños
apeaderos en un viaje confortable hacia un lugar largamente anhelado. Seguramente las
palmas de tus manos estarán más calientes que el dorso, pues este se encuentra expuesto
al exterior, mientras que aquellas están en íntima conexión con tu cuerpo. Puedes tratar de
sentir las discrepancias entre las temperaturas e incluso la caricia de la brisa allá donde la
piel queda al descubierto. En algunos casos, sobre todo si convivimos con dolor o con otros
síntomas molestos, nos veremos tentados a elaborar juicios negativos sobre estos tan
pronto como los sintamos. Esta sería una ocasión privilegiada para desligarlos de los
términos pesimistas que usamos para describirlos, experimentándolos tal y como son sin
ponerles una etiqueta que permita entenderlos. Esta forma de despojar a las sensaciones
de sus connotaciones negativas es increíblemente valiosa, pero requiere tiempo y
esfuerzo.
Para acabar, vale la pena tener en cuenta una última cuestión: en caso de que un
sonido abrupto irrumpa mientras estás concentrado, o de que surjan otras distracciones
alrededor, evita nuevamente evaluarlas y vuelve pacientemente a centrar tu atención en la
perpetua respiración que nutre cada una de tus células. Esta forma de gestionar lo que
sucede estimula también tu flexibilidad cognitiva, una función que te permite reorientar la
atención a los distintos estímulos del entorno según lo que se necesite en cada momento, y
que puede encontrarse a veces alterada en quienes padecen un trastorno ansioso.
La respiración consciente que estimula el mindfulness no persigue generar un cambio
repentino; de hecho, ni siquiera deberíamos pretender relajarnos a través de ella. Las
expectativas suelen jugar un papel contraproducente, y aquí lo único importante es entrar
en contacto contigo mismo e incrementar la conciencia de tu corporalidad. Por ello no
buscamos cambiar lo que sucede, sino simplemente observarlo para ser testigos de los
detalles de nuestra vida que a menudo transcurren inadvertidamente. Son muchas las
personas que logran liberarse de la tensión acumulada con estos ejercicios sencillos, en
especial porque por sí mismos suponen una forma saludable de autocuidado. El tiempo
que decidas dedicarles dependerá de tu juicio y del tiempo del que dispongas.

A continuación te plantearé otros ejercicios de mindfulness. Es frecuente


que todos empiecen con una respiración similar a la que acabas de ver, por
lo que no la detallaré nuevamente. Tan solo mencionaré la importancia de
dedicar unos minutos previos a realizarla, para después proceder con el
resto de la experiencia. Vamos allá.

PRÁCTICA 2: LA MEDITACIÓN DE LA UVA PASA

La meditación de la pasa es un ejercicio clásico de mindfulness que está


diseñado para estimular todos los sentidos, orientándolos hacia algo
pequeño que puedas apresar entre tus manos con intención y atención plena.
Aunque tradicionalmente se utiliza una pasa, lo cierto es que puedes
practicarlo con cualquier objeto o alimento que te sea agradable, como una
cereza, una fresa... Así pues, aunque lo ejemplifiquemos aquí con la uva
pasa, siéntete libre de adaptar la descripción de cada uno de los pasos a lo
que finalmente hayas escogido. En cualquier caso, sería interesante que se
tratase de un elemento comestible, pues te permitirá ahondar mucho más en
los matices sensoriales (gusto, olfato...) y aprovechar al máximo la
experiencia. Algunas personas con trastorno obsesivo-compulsivo (o
simplemente muy escrupulosas) temen la contaminación que pueda haber
en sus manos al iniciar una práctica como esta, por lo que sería básico que
las limpiaran antes de empezar si con ello se sienten más cómodas; al final
manipularemos intensamente el objeto o alimento con el que vayamos a
experimentar, por lo que (al menos al principio) es recomendable que se
tomen las medidas oportunas para que la práctica discurra con las mínimas
interferencias posibles. Dicho esto, lo único que necesitarás serán un par de
pasas y un vaso de agua. ¡Pongámonos manos a la obra!

Empezaremos el ejercicio, como de costumbre, prestando atención consciente a la


respiración. Dedícale tanto tiempo como necesites, hasta que te sientas arrullado por la
calma. Una vez estés ya en armonía, abre los ojos y mantenlos abiertos durante todo el
ejercicio, pues es importante dejar que todas las sensaciones (incluso visuales) participen.
El primer paso consistirá en sostener con los dedos pulgar e índice una de las uvas y
acercarla lo suficiente a tus ojos para verla bien. Fíjate en la forma general que tiene, para
lo que podrás apoyarte también en la sensibilidad de tus dedos. Ubícala en posiciones
diferentes, de modo que aprecies todos sus matices y la forma en que la luz incide sobre
ellos. Distinguirás que su color es próximo al marrón oscuro, pero que también hay algunas
secciones donde adquiere tonalidades suaves que lindan con el dorado y con el rojo.
Detente también a observar las líneas sutiles que trazan las irregularidades de su piel, así
como a detectar cualquier transparencia que pudiera presentar al colocarla a contraluz.
Seguramente te percates de que al ahondar en ella eres consciente de tantos detalles que
sería imposible señalar una única gama cromática que la represente totalmente, algo que
pasa inadvertido ante un objeto tan aparentemente sencillo.
Sigue ahora tanteando con las yemas de los dedos cada uno de sus recovecos, al ser
estas partes de tu cuerpo especialmente sensibles. Muévela en tantas posiciones como
desees, palpando aquellos rincones que hasta el momento solo habías distinguido con la
vista. Podrás sentir su temperatura, las sensaciones que brotan al acariciar sus surcos y
sus protuberancias. Prueba también a rotarla y apretarla ligeramente, notando cómo su
superficie cede ligeramente sin resquebrajarse. Incluso sería buena idea acercarla a tu
nariz y discernir los aromas sutiles que se desprenden de ella, tenues por la delgada piel
que la recubre. Repara en todos los matices y déjate llevar por la posibilidad de que su
fragancia te traslade a un rincón remoto del pasado. En ocasiones, estos estímulos
olfativos tienen precisamente esta propiedad: nos hacen viajar a momentos perdidos en los
albores de nuestra vida para evocar experiencias cargadas de contenido emocional. Sea
como fuere, no rechaces ninguna sensación ni vivencia, sino que trata de aceptarlas tal y
como son sin emitir juicios. En última instancia, podrás también intentar escuchar la uva
pasa. Por supuesto, si la acercas al oído descubrirás un atronador silencio, pero si
presionas ligeramente el fruto es posible que oigas cómo su interior se agita de algún modo
o cómo su estructura parece cambiar. Acepta la posibilidad de que suceda y, cuando estés
satisfecho, avanza al siguiente paso.
Y es que ahora corresponde, precisamente, probar el sabor de la uva. Esta parte es, sin
duda, la que ofrece un espectro más rico de sensaciones. Hazlo con mucha paciencia y
con la intención de no tragarla muy rápido, pues lo prioritario será disfrutar la experiencia.
Una buena forma de empezar es mantenerla entre los labios, una zona extremadamente
sensible del cuerpo, y juguetear con ella. Te dará una perspectiva distinta de su dureza, y
probablemente sentirás el deseo de introducirla rápidamente en la boca y masticarla. Al
hacerlo, algo que ocurrirá cuando estimes oportuno, dedicarás un rato a desplazarla con la
lengua por toda la cavidad bucal. Podrás moverla a las regiones más rígidas, como la encía
o el paladar, aplastándola contra ellas. En todo momento habrás de dejarte llevar por la
experiencia, con apertura a posibles explosiones de sabor. Es probable que debas vencer
el impulso de morderla completamente, dado que la mecánica de comer se rige por
automatismos, por lo que cuando decidas masticarla habrás de hacerlo poco a poco,
aprovechando los incisivos y los caninos. Cuando haya transcurrido el tiempo suficiente,
usa los molares para romperla del todo, haciendo que su sabor se expanda con más
intensidad que nunca. Es el punto de la práctica en que la presencia del fruto se vuelve
más clara para la conciencia, más nítida, pero también sujeta a vaivenes en su intensidad
que podrás captar si prestas la suficiente atención. Finalmente la tragarás, tras lo que
notarás cómo va diluyéndose todo rastro de lo que en algún momento fue. Observa cómo
se extingue poco a poco, lo que puede requerir algunos minutos. En cierto momento, ya no
quedará nada.
Llegados hasta aquí, será el momento de repetir el ejercicio con la segunda de las
pasas, para lo que beberás primeramente el vaso de agua que habías preparado antes de
empezar. Deja que tu atención se centre también en las sensaciones que te proporciona
este líquido al beberlo, con énfasis en cómo disuelve cualquier atisbo de sabor que pudiera
quedar en tu boca. Podrás entonces volver a centrarte en la respiración, como hiciste al
principio, y dedicarle tanto tiempo como quieras.
En esta ocasión no solo deberás centrarte en las sensaciones inmediatas, como hiciste
con la primera de las uvas, sino que paralelamente deberás cuestionarte el origen del fruto
desde que fuera concebido hasta este momento. En esencia, el proceso sigue siendo el
mismo que antes, pero incorporando reflexiones sobre el lugar del que proviene y todo lo
que ha tenido que atravesar hasta llegar al presente. Se trata de preguntas que te formulas
a ti mismo para desentrañar la complejidad que reside tras la sencillez aparente de un
objeto nimio, aludiendo al cuidado que debió precisar durante su cultivo, a la luz y a la tierra
que requirió para germinar o incluso a los tratamientos que necesitó para su secado. El
propósito no es otro que dejar de lado todos los automatismos que impulsan a comer sin
reparos y apreciar no solo los sabores y las sensaciones, sino también aquellos aspectos
que conforman la naturaleza más profunda de la experiencia y que quedan ocultos tras las
prisas de cada día.

PRÁCTICA 3: BODY SCAN

El body scan, al igual que la meditación orientada a la respiración o la de la


uva pasa que acabas de ver, es uno de los ejercicios fundamentales en el
mindfulness. Con él se asume conciencia del cuerpo, de las sensaciones y
emociones que emanan de él en el presente, de forma que puedas ser
partícipe de tu existencia más intensamente. Antes de empezar con esta
práctica debes haber aprendido a interpretar cómo el organismo se
comunica contigo a través de las sensaciones, pues sabes que las personas
que sufren ansiedad pueden percibir como una amenaza algunas de ellas.
Las más comunes son las palpitaciones, el calor en la piel o la respiración,
así como la sudoración o el temblor. Todas pueden enfatizarse durante la
práctica del body scan, por lo que habrás de desposeerlas de la capacidad
que alguna vez les atribuiste para provocar episodios de pánico o malestar
emocional.

El body scan empieza con un ejercicio de respiración consciente cuyo propósito es ubicarte
en el escenario adecuado para tomar conciencia plena del cuerpo. Una vez hayas
concluido, adoptarás una posición cómoda (preferiblemente sentado, pero también se
puede hacer tumbado), aprovechando una silla, un sillón o incluso la cama. Al hacerlo, lo
más importante es que te sientas en sintonía con el espacio en que te encuentras, por lo
que al principio habrá de ser lo más familiar y seguro posible. En este momento, muchas
personas disfrutan agradeciendo mentalmente al cuerpo por su existencia y por permitirles
vivir las experiencias del día a día. Mantén la espalda recta, pero nunca rígida, y toma el
punto en el que estás como el centro de equilibrio sobre el cual pendula todo cuanto eres.
Comienza balanceándote suavemente adelante y atrás, una sola vez en cada ocasión, con
la mayor lentitud posible y sintiendo cómo tu cuerpo atraviesa gentilmente la posición
central de la que acabo de hablarte. Hazlo otra vez, pero oscilando en el plano horizontal
(de izquierda a derecha) y finalizando de nuevo en la posición original, justo en tu centro de
equilibrio. Aprecia cómo tus hombros y tu cabeza simplemente se acomodan, libres de
tensión y con entrega para el resto de la práctica.
Ahora céntrate de nuevo en la respiración y aprecia los cambios que se dan en tu
cuerpo: cómo el abdomen sube y baja, cómo tu caja torácica se expande y se contrae, o
cualquier otro detalle que te llame la atención. Al ser un ejercicio de atención consciente,
pueden ser muchos los que la reclamen en este momento...; simplemente, déjate llevar.
Fíjate en el aire saliendo y entrando de tu cuerpo hasta que consigas rebajar la tensión.
Justo entonces, cuando te sientas preparado, seguirás adelante.
Empieza con los pies y las piernas. Orienta hacia allí tu atención y fíjate, primero, en
todo cuanto ocurre en los dedos. Toda sensación merecerá ser amparada y escuchada:
¿notas frío o calor?, ¿percibes algún cosquilleo o más bien parece que no hay ninguna
sensación especial?, ¿notas acaso el contacto de tus dedos con los calcetines o con el
suelo? Si apuras un poco más, ¿llegas a percibir cómo alguno de ellos contacta también
con los que están a su lado? Una vez que te hayas adentrado lo suficiente en estas partes
de tu cuerpo, asciende (como si se tratara de una ola marina) por el resto de tus piernas.
Primero por las espinillas y las pantorrillas hasta alcanzar la articulación de ambas rodillas,
y justo después por los muslos y su parte posterior, que probablemente estén en contacto
con la silla o la cama (al igual que los glúteos). Algo útil puede ser que cambies
mentalmente de zona aprovechando las exhalaciones, como si el aire que espiras
desplazara el foco ligeramente. A lo largo del proceso fíjate en todas las sensaciones que
pueda haber: el contacto del cuerpo con los elementos exteriores, el ángulo de la rodilla...,
y recuerda: si aparece algún pensamiento que te distraiga, no te preocupes por él.
Reorienta amablemente tu atención hacia aquella parte de tu cuerpo que lo requiera en
cada momento.
Una vez que hayas asumido plena conciencia de tus pies y piernas, desplaza la
atención hacia el pubis y la parte baja del abdomen. Nota las sensaciones que haya allí y
poco a poco ve ascendiendo a la tripa, el pecho y la región anterior del cuello. En este
punto lo fundamental es fijarse en cómo tu respiración influye en cómo te sientes. Ábrete a
la experiencia notando cómo la musculatura de tus costillas se tensa y se relaja al ritmo en
que inspiras y espiras, de forma sutil y agradable. Déjate mecer por todo ello y recuerda
que si surge alguna sensación relacionada con la ansiedad, esta no tiene la capacidad de
hacerte ningún daño. Déjala ser, sin más. Cuando sientas que acabaste con esta zona,
mueve tu atención amablemente hasta la parte baja de la espalda (donde a menudo se
concentran muchas tensiones) y asciende, tan despacio como necesites, hasta la región
cervical (parte posterior del cuello). Observa cómo tu espalda en su conjunto se apoya en
el respaldo de la silla o la superficie de la cama, e interioriza cómo tu peso te hace
consciente del hecho de ocupar un espacio en el mundo. ¿Qué cosas ocurren en la amplia
extensión de tu espalda?, ¿cuál es la temperatura que irradia desde ella?, ¿es
exactamente igual en la parte alta y en la baja, o existen discrepancias?, ¿hay alguna
sensación que requiera que la ampares brevemente en este instante de calma que estás
dedicándote? Disfruta de sentirte plenamente vivo en el momento presente.
Al acabar, fíjate en tus brazos y en tus manos. Ambos deben estar suspendidos sin
ninguna tensión o cómodamente apoyados sobre la superficie de la cama. Primero
proyecta la atención hacia los dedos. ¿Qué sensaciones hay ahí?, ¿notas la diferencia de
temperatura entre la parte que está en contacto con la ropa o el suelo y la descubierta
hacia el exterior? Las yemas de los dedos son particularmente sensibles, por lo que seguro
que habitan en ellas experiencias que merecen ser atendidas amablemente. Continúa
desplazándote lentamente por los dorsos y por las palmas, por la articulación de la
muñeca, los antebrazos, los codos, los bíceps y los hombros. Es un viaje largo, pero estoy
seguro de que en cada una de sus paradas encontrarás algo que valga la pena y que
probablemente no habías notado hasta ahora. Recuerda que en el caso de que surjan
sensaciones molestas puedes tratar de experimentarlas tal y como son, despojándolas de
las palabras que usas para describirlas. Prueba a llevar la respiración hasta esos puntos
mientras los relajas, como si les enviaras una energía misteriosa que los reconforta.
También puedes aprovechar este momento o cualquiera de los anteriores o posteriores
para decirte algo como «estoy completamente tranquilo» o «estoy presente y atento a la
vida tal y como es en este momento».
Ahora que todo tu cuerpo está en calma, invierte tiempo en tu rostro y tu cabeza. Nota
las sensaciones que hay en ambos, en especial en cómo el aire entra en tu cuerpo por la
nariz y sale de él, preferiblemente por la boca. Experimenta la caricia que este ejerce sobre
la piel de tus labios, que estarán levemente separados entre sí, y las diferencias de
temperatura entre la inspiración y la espiración. ¿Cómo están tus ojos?, ¿qué sensaciones
te trasladan los párpados?, ¿notas cómo alguna brisa suave acaricia la piel expuesta de la
frente o de las mejillas?, ¿qué sensaciones tienes en el cuello como resultado de mantener
firme la cabeza?, ¿cómo es este equilibrio? Guíate con preguntas como estas o cualquier
otra que te surja y sirva para explorar estas regiones, y date el capricho de dedicarles
palabras amables que estimulen tu estado de ánimo. El agradecimiento es una parte
esencial del autocuidado, y quizá este sea un momento privilegiado para ello.
En cierto momento, verás que todo tu cuerpo y tu rostro han recibido ya la atención que
merecen. Libera cualquier tensión aprovechando el instante en que expulsas el aire y
dedica algunos minutos a contemplarte como un todo en plena armonía con lo que te rodea
y con lo que habita dentro de ti. La ausencia de sonido será un fantástico aliado, pues te
ayudará a centrarte en esta experiencia introspectiva y agradable. No obstante, si surgen
ruidos a tu alrededor habría que aceptarlos tal y como son, en consonancia con las
premisas fundamentales de las que debe partir todo practicante de la atención plena.
Invierte tanto tiempo como consideres conveniente en observarte, y cuando estés listo
vuelve a centrarte de nuevo en la respiración. Esta será como un ancla para transitar desde
el alboroto de lo cotidiano hasta la relajación de la que ahora mismo te estás proveyendo,
tanto para la entrada (al empezar) como para la salida (al acabar). Nota el aire entrando y
saliendo, nutriéndote, y poco a poco deja que tu atención vaya desplazándose al exterior.
En cierto momento podrás abrir los ojos y recuperar la conciencia del instante presente
y del lugar en el que estás. Puedes desperezarte, girar las muñecas o incluso caminar un
poco por el espacio en el que te encuentras antes de prepararte para el resto de las
actividades de tu día.
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LA IMAGINACIÓN GUIADA: EVOCANDO


ESCENAS AGRADABLES

LA IMPORTANCIA DE LA IMAGINACIÓN PARA LA SALUD MENTAL

La imaginación guiada nos sirve para identificar los ejercicios que nos
permiten traer a la mente escenas plácidas y sentir emociones agradables en
los momentos en que estamos desasosegados. El objetivo que se persigue
con su práctica no es el de erradicar una vivencia difícil que te esté
abrumando, sino que se puede recurrir a ella con el simple propósito de
proporcionarte un espacio para disfrutar y relajarte.

Recuerda que para superar un problema de ansiedad no debes obcecarte en


extirparlo de tu vida, sino que debes adquirir destrezas para promover
experiencias significativas y valiosas por sí mismas. Este tipo de ejercicios te
lo puede permitir.

En el contexto de los tratamientos para la ansiedad, la imaginación se ha


usado de muchas formas. Uno de los ejemplos más conocidos lo
encontramos en el abordaje de las fobias específicas, donde la exposición
(en imaginación) puede utilizarse antes de dar el paso de afrontar
directamente aquello que se teme, con el acompañamiento (al menos al
principio) del terapeuta o de una persona en la que se confíe plenamente. La
imaginación se ha adaptado también como entrenamiento en personas que
padecen ansiedad social, para poner en práctica las estrategias
comunicativas aprendidas o fortalecidas durante la terapia.
En general, estas técnicas requieren que seamos capaces de visualizar,
esto es, de generar mentalmente sensaciones (visuales, táctiles, sonoras...)
suficientemente vívidas. Existen grandes diferencias individuales en esta
capacidad, por lo que quizá debas dedicar tiempo a fortalecerla si sientes
que te cuesta demasiado. En el caso de que tengas experiencia con
relajaciones que impliquen la recreación de sensaciones corporales, tendrás
mucho avanzado. En cualquier caso, el autocuidado que te propongo no
debe percibirse como una carrera ni como una competición, sino como un
camino valioso cuyos beneficios acabarán llegando en algún momento. Sin
prisa.

La mayoría de las técnicas de relajación que emplean la imaginación


requieren respirar de una forma tranquila, por lo que es recomendable que te
familiarices con la respiración diafragmática antes de comenzar a practicarlas.

LA MEDITACIÓN DE LA MONTAÑA

Para llevar a cabo este ejercicio lo primero será buscar un lugar familiar en el que sepas
que no te van a interrumpir durante, como mínimo, quince minutos. Es preferible llevar ropa
y calzado cómodos e incluso descalzarte si así estás más a gusto. Adopta una postura
sentada, con la espalda firme (sin forzar) y con los pies apoyados en el suelo. No debes
cruzar las piernas. Las manos se apoyarán en los muslos o rodillas, mientras que la cabeza
permanecerá equilibrada sobre los hombros. Puede ser interesante que alces sutilmente la
barbilla, siempre y cuando hacerlo te resulte sencillo y agradable, asumiendo una posición
que evoque dignidad o solemnidad.
Empezaremos, como de costumbre, respirando. Primero céntrate en cómo surge la
respiración de manera espontánea, y tras algunos minutos realiza tres inspiraciones y
espiraciones profundas (aprovechando tu capacidad pulmonar natural). Mientras lo haces,
proyecta tu atención a las sensaciones que surgen en las fosas nasales y los labios (la
temperatura del aire, su humedad...) y en los discretos cambios de postura de tu cuerpo
(elevación de los hombros, vaivén del abdomen...). Como siempre, el objetivo es
proporcionarte un momento de tranquilidad sencillo, sin la pretensión de que sea de un
modo concreto. Dedica algunos minutos, tantos como consideres oportunos, a
simplemente observar cómo te nutres del aire que te rodea. Si en algún momento surge
algún pensamiento indeseado que te distrae, entiéndelo como algo totalmente normal y
reconduce la atención al ritmo de tu respiración. Por ejemplo, podrías visualizar esos
pensamientos indeseados como aves migratorias que atraviesan el horizonte marino hasta
desaparecer a lo lejos, fundiéndose en sus profundidades.
Cuando te sientas preparado, te visualizarás a ti mismo sentado en una roca o sobre el
suelo de un lugar completamente salvaje. Deléitate en tantos detalles como puedas,
estimulando la totalidad de los sentidos mediante la imaginación. No es necesario que se
trate de un lugar conocido: puedes recrear uno completamente nuevo y fantástico, siempre
que reúna las condiciones que te proporcionan paz. Repara en cómo los árboles se
distribuyen a tu alrededor, dejando filtrar la luz del sol entre sus ramas y hojas. Aprecia
también el color del cielo y el momento específico del día en que estás: puede ser un
firmamento estrellado en plena noche, uno límpido del mediodía u otro que anuncie una
tormenta inminente. Muchas personas se sienten cómodas imaginando el escenario en las
horas de transición entre el día y la noche, donde se mezclan tonos caoba y malva, lo que
enriquece mucho el conjunto. Si acaso adviertes una nube, céntrate en su densidad y en el
modo en que la luz incide en ella, formando jirones de colores variados. Como puedes
apreciar, lo realmente importante es que enriquezcas la escena tanto como sea posible,
incorporando muchos detalles visuales, colores y formas.
Además de lo visual, por supuesto, debes complementar la escena con otros detalles
auditivos. El sonido de un riachuelo cercano, el trinar de las aves o el murmullo de la hierba
al ser acariciada por el viento. Captar los matices del sonido contribuye a aumentar la
inmersión. En el caso de escenas nocturnas puedes acompañar el silencio con una brisa
suave o el canto de los grillos, o incluso con el crepitar de una hoguera próxima a donde te
encuentras. Los olores también tienen su importancia, pues la naturaleza emite un abanico
infinito de fragancias que puedes evocar en la memoria: el olor fresco de los pinos u otros
árboles, de las rosas o del agua al fundirse con la tierra. El sentido del olfato tiene un
vínculo potente con las emociones, por lo que puedes aprovecharlo para traer al presente
los recuerdos más entrañables por los que transitaste a lo largo de tu vida.

Tales recuerdos te permiten guarecerte en los momentos de mayor turbulencia


existencial y son recursos de enorme valor para afrontar las dificultades
inherentes al hecho de existir.
En este proceso de recrear una escena relajante, el tacto también tiene un papel clave.
Puedes evocar la temperatura del aire que roza tu piel o la manera invisible en que la
acaricia antes de desaparecer. Es también reconfortante cuestionarte su procedencia,
dejarte mecer por el vértigo de imaginar qué colinas habrá peinado hasta abrazar el
espacio que ahora ocupas. Por otra parte, estarás en contacto también con otras
superficies, como el suelo o la roca sobre la que te sientas, por lo que te ofrecerán
sensaciones adicionales en las que concentrarte (dureza, humedad...). Con las manos
podrás palpar objetos cercanos, reproduciendo su textura y otros detalles: ¿hay alguna
hoja a tu alcance? En caso afirmativo, ¿puedes deslizar los dedos por su superficie? Si se
trata de la hoja de un árbol caduco y has optado por representar una tarde de otoño, quizá
incluso cruja si la presionas suavemente. Aquí las opciones son virtualmente infinitas.
Cierto es que estimular el sabor puede resultar un poco más difícil, pero... ¿y si pruebas
alguna baya o cualquier otro de los frutos que te rodean? Al fin y al cabo, estamos
hablando de la imaginación, una parcela de nuestra experiencia en la que absolutamente
cualquier cosa es posible.
Tras algunos minutos de relajada visualización, atisbarás que frente a tus ojos se
descubre una enorme montaña. Puede tener los atributos que libremente desees otorgarle,
pero será fundamental que su apariencia resulte imponente. Quizá esté nevada y solo
muestre calvas rocosas en sus laderas, o puede que esté poblada por una exuberante
vegetación. Tanto una como otra son opciones válidas, así como cualquiera que se te
pudiera ocurrir, por lo que dependerá de ti darle forma. En el momento que aparezca habrá
de reclamar por completo tu atención, por lo que la enriquecerás con tanto detalle como
sea posible: su perfil recortado, sus irregularidades, las oquedades oscuras que se
observan en su superficie o el modo en que se asienta en la tierra. Sea como fuere, la
dotarás de una serie de características que le confieran majestuosidad (no es difícil
sentirse así ante semejante espectáculo natural): permanencia, fortaleza, solemnidad... Lo
importante es que la observes con fascinación, y también con la quietud del agua de una
laguna. En cierto momento permitirás que las estaciones del año se proyecten sobre la
escena e incidan directamente en la montaña, generando en ella cambios sutiles (pérdida
de vegetación, aparición de nieve en las zonas menos escarpadas, árboles con ramas
raquíticas...), pese a los cuales logra mantenerse siempre íntegra y completa. Aun
transcurriendo miles de años, sobrevive impertérrita a todas las inclemencias que la
acechan, erigiéndose sobre el paisaje con la fuerza y el vigor de antaño. Este es el modo
en que representamos su fuerza.
Tras algún tiempo deleitándote en la escena, pasarás a asumir el rol de la propia
montaña, visualizándote como si fueras ella. Esta transición debe ser suave y requiere
imaginación e inventiva, pues supone observar el mundo con una perspectiva nueva.
Desde las alturas contemplarás el entorno vibrante que te rodea, dejando que fluyan con
naturalidad todas las emociones que pudieran hacer acto de presencia. Fundamentalmente
debes aceptar como propias las cualidades y atributos de la montaña, de manera que
puedas apropiarte de su fortaleza para asumir los grandes retos a los que habrás de
enfrentarte en el curso de la existencia. A este objetivo podrás dedicar los minutos que
necesites, hasta que te sientas satisfecho.
Para acabar, abre los ojos despacio y prepárate para el resto del día. A veces puede
ser útil mover ligeramente las manos y los pies trazando pequeños círculos, de forma que
recuperen más cómodamente su estabilidad. En los momentos más difíciles de la jornada,
siempre podrás recordar por un instante lo que sentiste al contemplar el mundo desde tan
alto que cualquiera de tus problemas parecía insignificante.

LA MEDITACIÓN DEL NIÑO INTERIOR

La meditación del niño interior es una de las técnicas de visualización más


conocidas y profundas. Puede ser emocionalmente intensa, por lo que debes
estar dispuesto a asumir que en algunos casos, sobre todo si arrastras
heridas de la infancia o conflictos sin resolver, te puede resultar complicado
ponerla en práctica de una forma que te reconforte. Así, no es recomendable
ensayarla hasta sentirte preparado para ello, lo que probablemente llegue a
medida que vayas practicando otros de los ejercicios que te planteo en este
libro. También es adecuada cuando ya has atravesado un proceso
terapéutico con un especialista y estás en mejor disposición para
proporcionar cariño al niño o a la niña que fuiste alguna vez, y que puede
haber quedado sepultado tras un tsunami de responsabilidades adultas. Esta
recomendación es clave, pues adentrarte en la práctica puede ser
contraproducente si no es el momento apropiado para ti. Dicho esto, y
teniendo la precaución en mente, voy a describirla paso a paso.

Lo primero que debes hacer, como de costumbre, es buscar un lugar cómodo y tranquilo en
el que sentarte plácidamente y respirar con los ojos cerrados. Concéntrate en cómo el aire
entra y sale de tu cuerpo naturalmente, con algunas inspiraciones profundas si lo deseas.
Cuando estés sosegado, relajado a partir de una sencilla respiración atenta, darás inicio a
la visualización propiamente dicha.
Para ello habrás de trasladarte mentalmente a la que fue tu habitación en la infancia.
En el caso de que te mudaras muchas veces y tengas varias a las que recurrir, elegirás la
que te resulte más representativa. Debes imaginar todos los detalles posibles: la cama y la
colcha que la cubría, el armario, la mesita de noche, las lámparas y cualquier otra
decoración que seas capaz de recordar. No has de escatimar esfuerzos, todo debe ser tan
vívido como si estuvieras allí realmente: los colores, las proporciones, los juguetes que te
divirtieron... Eso sí, en el supuesto de que no logres recordar cómo era algo, habrás de
mantener la calma y no frustrarte innecesariamente. Simplemente seguirás adelante con el
resto de los pasos, con comprensión y con delicadeza. En cierto momento tendrás que
imaginarte a ti mismo ocupando ese espacio, jugando o haciendo cualquier otra actividad
con la que solías invertir el tiempo en aquel entonces. Te visualizarás tal y como te
recuerdas, algo que no siempre es sencillo.

El niño interior representa un periodo de tu vida muy relevante que sigue


latiendo dentro, aunque frecuentemente relegado a un segundo plano, como
si hubiera dejado de existir. En él sigue atesorándose la curiosidad y la
sencillez con la que vivíamos nuestra experiencia en los primeros años,
repletos de fascinación.

Ya como personas adultas, podemos acercarnos al niño que fuimos cargados de


aprendizajes y conocimientos de los que carecíamos en aquel periodo, con intención
reparadora y comprensiva. Reconocerás en el niño las dudas, inquietudes y miedos que te
atenazaban, y los ampararás para reconfortarte. Dedica tanto tiempo como desees a su
cuidado, abrazándote y proporcionándote palabras de apoyo que sirvan para enfrentar los
desafíos que hoy sabes que llegarán. Mediante esta actitud validarás las emociones que en
aquel momento sentías, y te darás el apoyo suficiente para hacer de la vida un espacio
seguro en el que estar. Tu sensibilidad es clave, por lo que habrás de elegir la interacción
que puedas soportar: las palabras y los gestos que selecciones deben ser coherentes con
tus necesidades, sin excederte más allá de lo que consideres apropiado.
La técnica del niño interior puede ser dolorosa si existen circunstancias que no
has superado todavía (situaciones de abuso, negligencia...), en cuyo caso la
mejor alternativa es dejar este procedimiento en manos de un profesional
cualificado.
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EL DEBATE RACIONAL: CONOCIENDO Y


CUESTIONANDO MIS PENSAMIENTOS
NEGATIVOS

SOBRE EL DEBATE RACIONAL Y SOBRE POR QUÉ TODOS PENSAMOS IRRACIONALMENTE


A VECES

Cuando hablamos de debate racional nos referimos a un proceso a través del


cual reflexionamos de manera consciente sobre ciertos pensamientos negativos,
muchos de ellos automatizados en nuestras vidas, que irrumpen en nuestra
mente condicionando la forma en la que nos sentimos y actuamos. El debate
racional parte de las aportaciones del psicólogo Albert Ellis, que ofreció al
mundo una guía para entender cómo nuestras interpretaciones de la realidad
afectan a la salud mental. Es probable que concibas el adjetivo racional como
una imposición que implica desprenderte de las emociones, pero en realidad no
tiene nada que ver con eso: se trata de una forma de introspección que te
permite adoptar el papel de un intrépido explorador que se cuela en su vida
interior para descubrir los recovecos profundos y misteriosos que allí habitan.
Quien desarrolla la costumbre de debatir sus pensamientos irracionales alcanza
un conocimiento profundo de cómo se despliega su vida mental, como si fuera
un topógrafo describiendo la orografía de un lugar inhóspito.
Desde la perspectiva de Ellis, los acontecimientos vitales carecen por sí
mismos de la capacidad para hacernos daño. La mayoría de las personas,
cuando se les pregunta, responde que la causa de su malestar es algún hecho
concreto que les ha ocurrido (una discusión familiar, un suspenso, un despido...)
y conecta directamente la situación vivida con sus emociones y su conducta
(sentirse triste, aislarse...). No obstante, si esta relación fuera cierta tendríamos
dos consecuencias inmediatas: todas las personas actuarían de la misma manera
ante circunstancias semejantes y nuestros sentimientos estarían sujetos
irremediablemente a la arbitrariedad de un mundo imposible de controlar.

Si lo piensas, te darás cuenta enseguida de que cada persona se siente y se


comporta de una forma muy diferente al afrontar una dificultad, y también que
siempre existe un margen de maniobra para actuar de manera distinta al dar
respuesta a un problema. Todo depende de la experiencia previa y de cómo
vivimos el presente.

La explicación es sencilla y cuenta con muchísima evidencia científica: los


pensamientos irracionales (según Ellis, ideas o creencias poco objetivas, inútiles
y radicales) son tan fugaces que resultan prácticamente inapreciables, hasta el
punto de que es habitual ignorarlos y creer que lo que sentiste se debe tan solo a
lo que pasó fuera de ti. Al fin y al cabo, lo que ocurre en el mundo exterior es
más evidente que lo que ocurre en el mundo interior, especialmente si durante
mucho tiempo decidiste vivir sin reparar demasiado en lo que pensabas y
sentías.

Cuando descubres que una parte importante de la tristeza, de la ira o del miedo
depende de ti mismo, el mundo se vuelve un lugar un poco menos amenazante.
Así pues, este debe ser el primer aprendizaje que deberás interiorizar de este
debate racional.

La dinámica de las emociones es mucho más compleja de lo que pudiera


parecer a priori, y suele ser más o menos así: te enfrentas a una situación que
actúa como detonante del pensamiento, mientras que es este, nutrido por
experiencias previas, es el que precipita las emociones y orquesta el modo en
que actúas. La relación entre pensamiento y emoción te ofrece la oportunidad de
descubrir cómo interpretas la realidad y de qué forma esto te afecta en la vida
diaria. Discernirlo es algo fundamental y ubica el foco de la experiencia interna
en algo que sí puedes cambiar con cierto esfuerzo: las distorsiones cognitivas en
las que sueles caer y lo que haces para lidiar con ellas. Probablemente acabarás
dándote cuenta de que tiendes a maximizar o a minimizar, a alcanzar
conclusiones precipitadas, a emplear términos extremos para juzgarte a ti
mismo, a razonar en exceso tu vida afectiva o a incurrir constantemente en un
perfeccionismo imposible de satisfacer. Cada uno de nosotros, sin excepción,
tendrá una particular forma de procesar la información y de relacionarse con el
mundo.
Es probable que en este momento te estés preguntando si esto de pensar de
un modo irracional es algo extraño, o si quizá implica que eres emocionalmente
débil. La respuesta a esta pregunta es sencilla: no. Todos, con independencia de
nuestro nivel intelectual o de nuestras experiencias vitales, podemos pensar de
manera irracional en ciertas situaciones, sobre todo cuando son personalmente
relevantes, pues sabemos que el cerebro está diseñado para elaborar
interpretaciones rápidas y económicas de los hechos que importan. Recuerda
que las capacidades humanas son limitadas en relación con el abrumador
entorno en el que vives, por lo que debes recurrir a atajos para tener la
impresión de que lo comprendes, de que puedes predecirlo y de que existe la
posibilidad de controlarlo. Por este motivo solemos dejarnos información en el
tintero, para guiarnos a menudo por las emociones que sentimos o por los
aprendizajes que hemos ido adquiriendo con los años. El resultado es que
caemos irremediablemente en las distorsiones cognitivas, de las cuales ya te
hablé en un capítulo anterior de este libro. Quizá ahora es importante releerlas,
pues es probable que identifiques cuáles son las más comunes en ti y
comprendas mejor cómo han limitado tu vida y tus relaciones con los demás.
Además dispondrás de una guía con la que empezar a trabajar en los distintos
pasos que dan forma a este ejercicio.
Para entender por qué sueles pensar irracionalmente o por qué en
determinadas situaciones te sientes emocionalmente vulnerable, debes revisar el
camino recorrido desde que naciste hasta que tus ojos se posaron en estas líneas.
Con toda seguridad, algunas de las ideas que hoy mantienes y te generan
problemas tenían sentido cuando fueron forjadas tiempo atrás, pues en aquellas
circunstancias suponían una forma razonable de adaptarte a las dificultades que
te tocó vivir. En definitiva, conservas una forma de pensar que funcionó en su
momento pese a que ahora ya no sirva en absoluto, porque la expectativa de
abandonarla te provoca vértigo. Por este motivo es injusto ser cruel contigo
mismo por pensar de cierta forma, o fustigarte cuando alguien te expresa su
desacuerdo con lo que sientes o haces.

Tu tarea consiste en analizar con sensibilidad aquellas facetas de tu vida en las


que consideres que vale la pena realizar cambios y asumir el tiempo que necesitas
para comprometerte con ellos.

Romper estas dinámicas tan consolidadas requiere tiempo y esfuerzo. Lo


principal es comenzar la tarea con la certeza de que no todo será perfecto desde
el principio, pero que poco a poco podrás conquistar avances que redundarán
positivamente en las áreas vitales que consideras relevantes. Hay que tener en
cuenta que el mantenimiento de los trastornos ansiosos gira, junto a la evitación
de lo temido, en torno a distorsiones cognitivas como el catastrofismo o la
sobregeneralización. Incidiendo en ellas apaciguarás la rumiación, las
preocupaciones, la anticipación ansiosa y la visión negativa de tu forma de
actuar ante los demás. No se trata de algo que puedas lograr en pocos días, sino
de un hábito nuevo que te permitirá ser más consciente de cómo algunos de tus
pensamientos están esculpiendo lo que sientes, de manera que puedas ir
desarrollándolo con el tiempo hasta que se instaure en ti de forma prácticamente
inconsciente.

¿CÓMO SON LOS PENSAMIENTOS IRRACIONALES?


Como ya sabes, no es fácil identificar los pensamientos irracionales, puesto que
son automáticos y fugaces. Por ello no es raro que te sientas emocionalmente
abrumado en situaciones concretas sin saber qué ha podido pasar por tu cabeza
para provocarlo. Lo más común en este caso es que acabes pensando que tienes
miedo o estás triste solo por lo que acabas de vivir, cuando también la manera
en que interpretaste el hecho pudo haber tenido algún papel. Esta conclusión no
tendría mayor trascendencia si no fuera porque muchas de las cosas que nos
ocurren escapan por completo a nuestro control. Si logras desentrañar el papel
del pensamiento en tus emociones se desplegará ante ti un universo de
oportunidades para el autocuidado psicológico, pues conociendo bien tus sesgos
habituales podrás debatirlos y ponerlos a prueba en el escenario de la
cotidianidad. Esto es, tendrás la capacidad de gestionar mejor lo que sientes.
Así pues, cada vez que surja una emoción que te abrume o te paralice,
tendrás una oportunidad para conocerte un poco mejor. Al menos eso será así si
tomas la decisión de mantenerte firme y no corres en una dirección opuesta a lo
que estás sintiendo, lo que sería un ejemplo perfecto de la evitación experiencial
de la que te hablé en otros capítulos. El autoconocimiento de tu vida emocional
ha de partir de preguntas que te formulas a ti mismo con curiosidad genuina,
como si estuvieras manteniendo una conversación con un amigo para entender
qué le está sucediendo. Así, ante un pensamiento que te provoque emociones
muy difíciles de soportar podrás cuestionarte cosas como:

¿Lo que me estoy diciendo tiene una base objetiva?


¿Qué pruebas tengo de que realmente sea cierto?
¿Esta forma de entender las cosas me está ayudando a afrontar la
situación?

Veamos cómo hacerlo.

¿CÓMO PUEDO SABER CUÁLES SON MIS PENSAMIENTOS IRRACIONALES MÁS COMUNES?

El debate racional es un proceso que requiere bastante práctica, así que no deberías tener prisa
cuando empiezas a conocerlo. Vamos a aprenderlo con un ejercicio en apariencia sencillo, pero
que puede ayudarte a entender tus pensamientos en momentos de dificultad. Al principio
podrías necesitar un papel para hacerlo más fácil, pero a medida que el tiempo transcurra
interiorizarás los pasos y se convertirá en un hábito saludable y espontáneo. Por decirlo en otras
palabras: acabará transformándose en un recurso que no exigirá atención ni tampoco esfuerzo,
pero que te aportará muchas cosas positivas. El proceso se inicia cuando identificas una
emoción intensa que te bloquea, momento en el cual deberás detenerte y observar dentro de
ti...

¿Cómo he interpretado los hechos para acabar sintiéndome así?


¿Existe alguna forma más adecuada de entender qué ha sucedido?
¿Qué es exactamente lo que ha pasado?
¿Qué es lo que he pensado al respecto?

Todas las respuestas a estas preguntas pueden anotarse, cuando dispongas de un momento
de calma para ello, en una matriz parecida a esta (con tantas filas como quieras):

Fecha y ¿Qué ha ¿Qué he pensado en ese ¿Cómo me he sentido y qué h


hora ocurrido? momento? hecho?

Muchas personas la preparan por las mañanas y se la guardan en un bolsillo


u otro lugar accesible para hacer uso de ella cuando les venga mejor,
convirtiéndola en una especie de diario abreviado de sus emociones que las
acompaña allá donde van. Otras pueden dedicarle un rato solo al finalizar el día,
cuando están tranquilas y disponen de tiempo, recapitulando lo vivido en las
últimas horas. Puedes elegir lo que te resulte más cómodo. Cada fila se dedicará
a una situación, pensamiento y emoción concretos. Veamos cómo completar
cada una de sus partes:
Fecha y hora: en esta primera columna únicamente deberemos hacer constar la fecha y la
hora aproximadas en que ocurrió el suceso que quieres estudiar.
A veces es posible que no tengas la ocasión de completar el registro en
el momento exacto en que pasó, bien porque estés demasiado ocupado,
bien porque te estás sintiendo emocionalmente indispuesto. En este caso,
busca la ocasión para hacerlo tan pronto como sea posible, pues a medida
que transcurren las horas o incluso los días resulta más difícil evocar los
detalles concretos. Además, debes tener en cuenta que la memoria tiene
propiedades reconstructivas, por lo que al recordar un pasado muy lejano
puedes (sin quererlo) incorporar matices que no estaban en la situación
original, contaminando definitivamente la escena y haciéndola más difícil
de analizar.
¿Qué ha ocurrido?: en esta segunda columna debes dejar constancia del suceso que has
vivido de la manera más objetiva posible, como si hicieras una fotografía con palabras.
Puedes centrarte en la persona o las personas que estaban implicadas, o
simplemente describir los hechos. Un ejemplo sería: «He coincidido por la
calle con un compañero del instituto y no me ha devuelto el saludo». Como
puedes ver, se trata de una frase sencilla en la que no se incluyen
pensamientos o sentimientos, solamente algo que viviste en un
determinado momento, separándolo muy claramente de lo que puedas
pensar o sentir al respecto. Este paso, aparentemente fácil, te permitirá
seguir avanzando en todos los demás.
¿Qué he pensado en ese momento?: esta parte del proceso suele ser la más difícil para la
mayoría de las personas, al menos al principio, cuando se están familiarizando con la
práctica.
En esta columna reflejarás lo que has interpretado de la situación que
viviste, esto es, qué pensamiento surgió mientras estabas sumergido en la
experiencia. Tal y como vimos al hablar del mindfulness, los hechos en sí
mismos son diferentes a lo que pensamos sobre ellos, aunque a menudo
tendamos a identificarlos erróneamente con la opinión que nos merecen.
En cualquier caso, la frase que escribas deberá expresar aquello que surcó
tu mente en el momento mismo, o inmediatamente después, de que te
enfrentaras al hecho que describiste en la columna de la izquierda.
Siguiendo el ejemplo, en el que un antiguo amigo no intercambió palabra
alguna contigo tras mucho tiempo sin coincidir con él, existiría la
posibilidad de que pensaras «me ha ignorado» o «soy una persona indigna
de ser recordada». Estas interpretaciones tan dolorosas son más comunes
de lo que podamos pensar y tienen un evidente impacto emocional.
Además, puedes creer a pies juntillas su contenido, sobre todo si tu
autoestima ya se encontraba muy dañada por otras circunstancias que
viviste en el pasado. En el caso de que las detectes, estas u otras parecidas,
tendrás que trasladarlas con precisión a este espacio de la matriz.
¿Cómo me he sentido?: en esta columna del registro debes dejar constancia de las
emociones o sentimientos que han surgido como resultado ya no de la situación, sino de
la forma particular en que la interpretaste.
Puedes acogerte a las emociones fundamentales que todo ser humano es
capaz de sentir (tristeza, enfado, miedo, asco, alegría y sorpresa) o
describir sentimientos más complejos (como la vergüenza, la envidia, la
desconfianza...). Sea como sea, debes tener en cuenta que es posible
experimentar una combinación amplia de emociones o sentimientos al
mismo tiempo, incluso aunque pudieran parecer incompatibles. Se trata de
una cualidad posible gracias a la complejidad de nuestro sistema nervioso
central, pero que hace todavía más difícil saber con claridad qué estás
sintiendo en cada momento. Un ejemplo lo encontramos en la nostalgia,
que florece al recordar experiencias distantes en la narrativa de nuestra
vida y que aúna armónicamente la alegría y la tristeza. Una vez
identificadas las emociones o los sentimientos, podrás asignarles una
puntuación de 0 a 10 atendiendo a su intensidad o a cómo alteran tu
equilibrio afectivo. Así, una valoración de 0 significaría que su efecto
sobre ti es prácticamente inapreciable o que te resulta perfectamente
tolerable, mientras que una de 10 sugeriría que te sientes desbordado.
Puede ser útil incorporar las conductas que llevas a cabo (escape,
aislamiento, evitación, discusión...), pues también se relacionan con lo que
sientes y tienen consecuencias sobre los demás y sobre ti mismo. En el
caso del ejemplo anterior, podrías manifestar tristeza, indignación o
voluntad de apartarte de todo, algo que sería totalmente razonable si
interpretaras que no eres digno de ser recordado o que te han ignorado por
completo.

Este sencillo ejercicio tiene la utilidad de que conozcas con mayor detalle
cómo sueles responder a determinadas situaciones de la vida: primero, qué es lo
que piensas con más frecuencia sobre ellas (cuáles son tus distorsiones
cognitivas), y segundo, qué sentimientos o emociones son más habituales en ti.
Puedes entenderlo como una herramienta para el autodescubrimiento personal,
la guía con la que bucear en el océano de tu vida interior. Conocer la relación
que hay entre los hechos, los pensamientos y las emociones es el aprendizaje
más valioso de la primera parte del debate racional. Cuando esté más o menos
dominado, podrás seguir adelante con la segunda parte, en la que aprenderás
qué puedes hacer con los pensamientos que identificaste.

¿QUÉ PUEDO HACER CON MIS PENSAMIENTOS IRRACIONALES?

Una vez que hayas estado practicando algún tiempo con la primera parte del debate racional
(un par de semanas aproximadamente, o algo más si así lo consideras), empezarás con la
segunda. En este punto ya deberías ser capaz de identificar más rápidamente lo que sucede y
los eslabones que existen en la cadena de tus experiencias (suceso-pensamiento-emoción /
conducta), por lo que habrás desarrollado un conocimiento útil con el que cuestionar
activamente tus pensamientos irracionales. Imagínate a ti mismo como un periodista o un
científico en busca de una verdad latente, oculta a las apariencias, a la que te aproximas paso a
paso mediante preguntas (al estilo socrático). Estas incógnitas deben formularse directamente al
pensamiento que te genera malestar, como si fuera un testigo al que estás interrogando, y
persiguen el propósito de poner a prueba la certeza de sus argumentos o testimonios. En
concreto, son cuatro las preguntas que deberás hacerte:

¿Tengo pruebas objetivas que confirmen que tal interpretación de los hechos es
inequívocamente cierta?
¿Está generándome el pensamiento alguna emoción demasiado intensa o que me
desborda?
¿Aferrándome a esta visión del problema, mejoro mis opciones de resolverlo?
¿Estoy empleando palabras demasiado categóricas para definir qué ha ocurrido?

Veámoslas en detalle:
Pruebas objetivas: imagina que estás frente a un juez, dirimiendo si una
persona es inocente o culpable de un hecho del que se la acusa. En el
contexto del debate racional actuarás como un fiscal para demostrar sin
ninguna duda razonable que el imputado, el pensamiento que te ha
atenazado, es responsable de cometer el delito de ser falso (distorsionado).
Como es obvio le asisten todos los derechos y disfruta de la presunción de
inocencia, por lo que te corresponde a ti probar si está diciendo la verdad.
Para este fin tendrás que recabar todas las evidencias posibles y hacer un
análisis profundo de ellas, recurriendo tanto al pasado como al presente.
Puede que el pensamiento te reproche que actúas siempre con desacierto o
te acuse de ser incapaz de hacer las cosas bien, en cuyo caso tendrás que
revisar tus pasos para comprobar si tiene las pruebas suficientes para hacer
esas afirmaciones. Recuerda que prácticamente nunca tenemos toda la
información necesaria para emitir juicios perfectos sobre las cosas y que
una de nuestras tendencias es llenar los vacíos de información con nuestras
incertidumbres e inseguridades, por lo que es probable que esté equivocado
o que sea impreciso. Por ello es necesario que seas cauto en el proceso, y
que aceptes la posibilidad de algún sesgo negativo que te haga evaluar con
pesimismo las distintas situaciones y que se exprese en esos pensamientos.
Al final, tu función será reconstruir argumentos lógicos con los que
cuestionar la automática certeza que acompaña a los pensamientos
distorsionados.
Emociones desbordantes: las distorsiones cognitivas tienen la capacidad de
generar un estado emocional tan intenso que puede llegar a percibirse
como insoportable. No obstante, los pensamientos ajustados a la realidad
motivan sentimientos más sosegados y gestionables. Esto no significa que
cambiando tu forma de pensar vayas a pasar de sentirte profundamente
triste a eufórico o radiante, sino que hallarás un equilibrio desde el que será
más sencillo regular la emoción antes de que esta te inunde por completo.
No olvides que determinadas cosas que hacemos cuando sufrimos
ansiedad, y que a la postre mantienen el problema a lo largo del tiempo,
tienen que ver con las dificultades para tolerar las sensaciones que
juzgamos como asfixiantes o intolerables. Buscando alternativas racionales
puedes mediar en la escalada de tus emociones, lo que al mismo tiempo
aumentará tu sensación de control y tendrá un eco positivo en tu
autoestima.
Utilidad: la forma en que piensas sobre una situación difícil debe servirte
de guía para resolverla, pues de lo contrario no te permitirá desplegar los
recursos necesarios para hacerle frente y aprender de ella. Las distorsiones
cognitivas no aportan nada significativo a tu capacidad de afrontamiento y,
de hecho, conducen muchas veces a la parálisis o al retraimiento. Así pues,
en el caso de que llegues a la conclusión de que cierta forma de pensar
respecto a algo que te ha ocurrido no es útil ni relevante, que solo te
conduce a un océano de más dudas e incertidumbre, deberás pensar en la
posibilidad de reinterpretarlo de forma diferente. La reinterpretación
positiva de las situaciones que te generan estrés, por ejemplo a través del
uso razonable del humor, puede ayudarte a desposeerlas de sus matices
dolorosos y a plantarles cara de mejor forma. No se trata de autoengañarte
o ceder a una actitud ilusa, sino de buscar un punto de partida más
favorable.
Uso de palabras absolutas: cuando construyes un pensamiento, palabras
como todo o nada y siempre o nunca esconden una trampa invisible y muy
peligrosa, pues ya sabes que todas las personas hacemos simplificaciones
para entender lo que nos rodea y tendemos a caer en generalizaciones
excesivas. Esta forma de hablarte a ti mismo irrumpe en el contexto de
intensísimos estados de frustración y está completamente alejada de la
realidad. Y es que todos nos equivocamos alguna vez, ya que es una parte
inevitable de cualquier proceso de aprendizaje, pero también acertamos y
vamos cosechando pequeños o grandes éxitos. Aun así, puede ocurrir que
al recordar tus errores caigas en la trampa de atribuirlos a factores internos
y estables, como a tu forma de ser, ignorando las circunstancias que te
rodeaban y que pudieron contribuir de algún modo. Es entonces cuando el
verbo estar muta en ser, destrozando tu esperanza de hacer las cosas mejor
algún día. Muchas personas que padecen trastornos del estado de ánimo o
de ansiedad emiten estos mismos juicios sobre sí mismas, desvirtuando su
propia realidad y tratándose de manera injusta.
Una vez desplegadas estas preguntas, dispondrás de la materia prima necesaria para
responder a preguntas como:

¿Es mi pensamiento original una distorsión cognitiva?


¿Sería posible plantearlo en otros términos diferentes, más ajustados a la realidad o que
me permitan afrontar mejor las cosas?

En caso de concluir que la interpretación que hiciste estaba sesgada, debes recordar que
absolutamente todos cometemos estos errores a menudo. No hay, pues, espacio aquí para la
culpa... Al contrario: estás aprendiendo los mecanismos explicativos de las emociones y cómo
aprovecharlas para vivir mejor. Se trata de un paso muy valiente que supone el reconocimiento
tácito de tu derecho a cometer una equivocación, lo que es en sí mismo un indicio inequívoco de
madurez.

¿CÓMO PUEDO ELABORAR UN PENSAMIENTO ALTERNATIVO?

Al llegar aquí debes postular una interpretación alternativa para el hecho, en la que seas
sensible al extraer conclusiones. Tendrás que velar por que en contraste con el pensamiento
irracional sea más objetiva (tengas pruebas que la apoyen), más útil (te facilite las bases para
actuar eficazmente respecto a la situación), más sosegada (te genere emociones más fáciles de
gestionar) y que no esté elaborada con palabras extremas. Cuando por fin la hayas encontrado,
podrás ponerla a prueba formulando otra vez las preguntas socráticas que vimos en un punto
anterior, las cuales te darán las pistas que necesitas para aceptarla o rechazarla. Esto es,
incidirás deliberadamente en tus dinámicas de pensamiento para identificar qué procesos
internos afectan negativamente a tu vida emocional y actuarás sobre ellas de forma consciente.
Es posible que la práctica del mindfulness ayude también, pues te proporcionará claridad y
permitirá adoptar una visión amplia de lo que ocurre dentro de ti mientras vives situaciones
cotidianas. En definitiva, son dos estrategias complementarias que permiten avanzar en la
misma dirección: asumir conciencia de la vida interior y de cómo esta influye en tus emociones y
conductas.
Ahora ya puedes enriquecer el registro con dos columnas adicionales, que resumen todo el
proceso llevado a cabo en este punto. Se trata de las reservadas a la interpretación alternativa
que hayas logrado formular y a los nuevos sentimientos o acciones que se desprendan de ella.
Veamos cómo queda entonces:

Fecha ¿Qué ha ¿Qué he pensado ¿Cómo me he Interpretación Nuevos


y hora ocurrido? en ese momento? sentido y qué he alternativa sentimientos
hecho? acciones
Interpretación alternativa: en esta nueva columna debes incluir la interpretación a la que
hayas llegado tras debatir la distorsión cognitiva detectada.
Esta habrá de tener una serie de características: adecuarse objetivamente a la situación
(disponer de pruebas que nos sirvan como sustento), generar emociones cuya intensidad
sea proporcional, resultar útil para resolver el problema y emplear palabras ajustadas (no
polarizadas ni absolutas). El proceso para encontrarla puede requerir tiempo y esfuerzo,
pero también te permitirá conocer más sobre ti mismo y hará las cosas más fáciles para el
futuro. En el ejemplo que hemos estado viendo hasta ahora cabría la posibilidad de
elaborar un pensamiento diametralmente distinto al de «me ha ignorado» o «soy indigno
de ser recordado», como «no se ha dado cuenta de que pasaba por allí», «estaba
enfrascado en sus propios pensamientos» o «no me ha reconocido». Los tres son, como
puedes observar, potencialmente viables. La sustitución de la interpretación anterior por
cualquiera de estas puede tener una profunda repercusión afectiva y conductual, extremo
que reflejarás debidamente en la última de las columnas, que vamos a ver ahora.
Nuevos sentimientos y acciones: se trata de la última columna del debate y el final del
proceso. Tiene como objetivo valorar el modo en que resuena el pensamiento alternativo
al que has llegado, esto es, el pensamiento racional que sustituye a las distorsiones
cognitivas que debatiste. Esta forma de reevaluarlas, que supera los filtros del análisis
socrático, tendrá consecuencias importantes para ti a diferentes niveles. Lo primero que
debes reflejar es la emoción que aflora como resultado de este nuevo pensamiento, que
puede ser parecida a la que se desprendía del pensamiento original (tristeza, miedo...) o
no asemejarse en absoluto (esto es más infrecuente), pero que en todo caso será mucho
más sencilla de gestionar. Puede que sigas manteniendo la tristeza, claro, pero que su
intensidad no alcance el umbral desbordante que tuvo antes.
Es posible que al leer esta técnica todo te parezca excesivamente obvio, o
que concluyas que no vale la pena intentarlo por lo evidente que parece. No
obstante, te diré algo: son pocas las personas que se detienen a analizar lo que
pasa por sus cabezas y que sin saberlo viven acongojadas o ansiosas por ideas
preestablecidas que podrían transformarse en otras más productivas. Espero que
la práctica de este procedimiento te traiga muchos descubrimientos y que te
permita conocerte mejor. ¡No desistas en el esfuerzo!
19

LA DESCATASTROFIZACIÓN: AJUSTANDO
MIS EXPECTATIVAS PERSONALES

LA ACTITUD CATASTROFISTA

Son muchos los trastornos de ansiedad en los que anticipamos el futuro de


una manera poco optimista, e incluso catastrofista. En este sentido, puedes
llegar a pensar que los acontecimientos devendrán por senderos terribles y
que tendrán consecuencias dramáticas para ti o para los demás. Esta
perspectiva pesimista suele mantenerse a menudo por la premisa de que así
«evitamos las decepciones», pero lo cierto es que únicamente aporta estrés.
Recuerda que para nuestro cerebro es difícil distinguir entre los sucesos
adversos que están ocurriendo en el momento presente y los que
simplemente imaginamos. También hay personas que consideran el
optimismo como una perspectiva ingenua de la realidad, evitando acogerse
a él a toda costa y prefiriendo una expectativa oscura disfrazada de
objetividad. Si bien es cierto que cuando nos forzamos a ser optimistas de
una forma inflexible e irracional podemos acabar empeorando la situación,
pues no nos preparamos correctamente ante la posibilidad de un escenario
negativo, tampoco es emocionalmente saludable caer justo en el extremo
opuesto. Y es que el pesimismo puede conducirnos a abandonar
rápidamente nuestros esfuerzos, por lo que acaba siendo contraproducente
si nos enfrentamos a situaciones realmente cruciales, como el diagnóstico
de una enfermedad grave o la pérdida de un ser querido. Esto último es lo
que conocemos como actitud catastrofista: una inflamación de las
expectativas negativas que nos impide advertir un mínimo atisbo de luz.

UN EJEMPLO DE LA VIDA COTIDIANA

El pánico a mostrarse ante los demás

María es una chica que teme intensamente hablar en público. Estudió Derecho,
pero durante su formación evitó todas aquellas asignaturas en las que sabía que
debería defender algún caso en el aula, frente a sus compañeros y docentes. En
muchas ocasiones se trataba de materias que despertaban en ella mucho
interés, pero a la hora de tomar la decisión pesaba mucho más el miedo que la
atenazaba. Se acercaba al final de su formación y empezaba a asomar una
amenaza terrible que hasta aquel momento había permanecido latente,
agazapada en su conciencia: debía defender su trabajo de fin de grado ante un
tribunal académico. Llevaba ya semanas con pesadillas horribles, en las que el
auditorio de la facultad se elevaba como una enorme boca desdentada, dispuesto
a devorarla. Esta escena tan desagradable se acompañaba del eco de las risas
de sus compañeros y de las expresiones ojipláticas de los profesores, que se
desternillaban ante su fracaso y su humillación. Se despertaba empapada en
sudor, con el corazón galopando en el pecho.
Si María se hubiera detenido un solo momento a pensar, habría comprobado
que sus temores se hallaban conectados entre sí bajo premisas concretas, a las
que podría haber llegado formulando en cadena una pregunta: «¿Qué pasaría
si...?». No es sencillo darse cuenta de esto enseguida, pues lo cierto es que los
miedos se imbrican unos con otros de forma bastante abstracta. Veamos estas
conexiones y si encajan con la realidad en el caso de María.
Podríamos preguntar a nuestra hipotética María algo como: «¿Qué pasaría si
hablaras en público ese día y las cosas no salieran tan bien como quieres?».
Probablemente respondería algo que mostraría a sus compañeros que está
haciendo el ridículo y no sabe de lo que habla. Dada esta respuesta, podríamos
insistir con: «Y ¿qué pasaría si hicieras el ridículo?», y esperar su réplica. Lo más
habitual es que esta encadenara ideas como que no la aceptarían, que
suspendería, que se quedaría sola o que se deprimiría mucho. Ante esta nueva
conclusión formularíamos otra pregunta similar a la anterior, como: «Y ¿qué
pasaría si suspendieras?» o «¿qué pasaría si no te aceptaran?». A medida que
fuéramos indagando en el proceso cíclico de cuestionamiento, explorando las
consecuencias que María atribuye a cada eslabón de la cadena, descubriríamos
algo importante: que existe un abismo entre la situación original que le generó
ansiedad y los temores profundos que la conectan, enlazados todos ellos por una
sucesión de razonamientos irracionales. Al final, podríamos encontrar una
posición idónea para preguntarle si existe una relación de causa y efecto entre
que las cosas no salieran tan bien como desearía (situación original) y el acabar
sufriendo depresión o quedarse sola (últimos niveles de la cadena). Esto es, le
plantearíamos si existe una conexión objetiva entre exponer un trabajo con
desacierto y que los demás la rechacen, que fracase en la vida, que se quede
sola o se deprima. Este procedimiento, conocido también como flecha
descendente, se puede aplicar a una variedad virtualmente infinita de situaciones
que generan ansiedad.

Cuando haces una interpretación catastrófica de algo es porque,


probablemente, has ido elaborando una abstracción compleja similar a la de
María. Para conocerla puedes hacerte una serie de preguntas, de manera que
vaya descubriéndose poco a poco el origen de tu temor. Es algo así como
desandar el camino que recorriste a lo largo de los años a medida que fuiste
confeccionando (como un sastre) aquello a lo que tienes miedo.
20

LA SOLUCIÓN DE PROBLEMAS: TOMANDO LAS


MEJORES DECISIONES

LA IMPORTANCIA EMOCIONAL DE RESOLVER PROBLEMAS

Uno de los motivos más frecuentes por los que podemos sufrir ansiedad es la
dificultad para resolver situaciones que nos generan estrés o que percibimos
como muy adversas. Pueden ser conflictos en nuestras relaciones importantes
(pareja, allegados o amigos) o dilemas ante los que debemos decantarnos
obligatoriamente por una alternativa renunciando a todas las demás, así como la
pérdida de algo que era realmente sustancial para nosotros o para nuestro
bienestar. Todas estas circunstancias requieren un esfuerzo de afrontamiento y
ponen a prueba nuestra capacidad para soportar el estrés. Si crees que no tienes
los recursos necesarios para lidiar con lo que te está afectando, el estrés se
convierte en distrés e invade tu vida emocional, alzándose como un factor de
riesgo para los trastornos de ansiedad y para la depresión.

La solución de problemas es útil para que aprendas a gestionar todos tus recursos,
sopesando tanto las exigencias de la situación como las herramientas de las que
dispones y las potencialidades que albergas, de forma tal que puedas orquestar
una solución eficaz.
Al igual que viste en otras técnicas antes de esta, una de las ventajas de la
solución de problemas (también llamada «entrenamiento en toma de
decisiones») es que puede facilitar que vivas experiencias de éxito, las cuales
contribuirán a mejorar tu autoestima y a cuestionar la posible creencia de que no
eres capaz de resolver tus conflictos. Pese a que se trate de un ejercicio que está
orientado principalmente a la acción, hallar y poner en práctica una estrategia
dirigida a mejorar las cosas puede mejorar también sustancialmente la visión
que tienes de quién eres en realidad.

¿QUÉ SUELEN HACER LAS PERSONAS ANTE LAS DIFICULTADES DE LA VIDA?

En líneas generales podríamos decir que existen tres formas de afrontar los
hechos, que pueden tener su origen en la estructura misma de nuestra
personalidad y en el cúmulo de aprendizajes que hemos adquirido a lo largo del
tiempo. Se trata de los estilos impulsivos, evitativos y racionales, y leyendo
sobre ellos probablemente puedas sentirte identificado con alguno. Pese a que
sientas que tal forma de actuar está irreversiblemente asentada en tu forma de
ser en el mundo, lo cierto es que siempre puedes mejorar, que es el objetivo
principal de la técnica que ahora nos ocupa.

Las personas impulsivas actúan precipitadamente, tan pronto como notan


que existe un problema, sin detenerse demasiado a pensar en su causa o en
sus posibles consecuencias. En el caso de la ansiedad, esta forma de actuar
puede ser el resultado de dificultades para tolerar cómo nos hace sentir o
perseguir el fin de reducir la incertidumbre sobre cómo evolucionará una
situación que nos preocupa. Con frecuencia se mantiene la costumbre de
actuar como lo hicimos en ocasiones parecidas del pasado, lo que hace que
obtengamos resultados idénticos a los de aquel entonces. Este estilo puede
ser eficaz si se trata de problemas ante los que has acabado desarrollando
cierta maestría a través del hábito, pero generalmente resulta
contraproducente cuando te encuentras ante una situación novedosa o
ambigua. Por ejemplo, las personas que en un momento de tensión con un
amigo o familiar le dedican palabras dolorosas de las que poco después se
acaban retractando y arrepintiéndose. En estos casos, la escala del enfado
se hace tan insostenible que olvidamos las buenas formas, el diálogo y la
actitud con la que llegaríamos a un consenso.
El estilo evitativo es propio de quienes prefieren demorar el momento en
que se ponen en marcha para solucionar sus problemas, con el fin de no
afrontar el malestar que se precipita cuando lo intentan. En ocasiones
albergan la esperanza de que el simple paso del tiempo mejore la situación
o incluso la resuelva, aunque lo más común es que tienda a complicarse
aún más. El resultado es que acabamos poniéndonos en marcha cuando las
consecuencias del problema son demasiado evidentes o incluso cuando ya
es tarde para hacer algo al respecto. Cuando hablamos de salud física o
mental, esta actitud resulta todavía más peligrosa, pues cuanto más tiempo
tardamos en hacer algo más difícil es después todo el proceso que
habremos de seguir. Para evitar patrones evitativos es clave proporcionar el
sustento emocional suficiente para tener confianza en nuestras
posibilidades y en los recursos de los que disponemos, pues a veces la
inseguridad también es un obstáculo que debemos vencer. Un ejemplo de
este estilo de afrontamiento lo podemos encontrar en quienes notan un
síntoma preocupante pero deciden no acudir al médico por miedo a que
descubra alguna enfermedad grave, retrasando con ello el diagnóstico y
poniendo en riesgo su propia vida.
El estilo racional describe los procesos cognitivos que guían a quienes son
especialmente eficientes al resolver sus problemas. Implica la capacidad de
detenerse y pensar en momentos de tensión psicológica, con el objetivo de
identificar claramente qué está sucediendo y cómo se puede afrontar.
También requiere una flexibilidad cognitiva suficiente para contemplar un
abanico amplio de posibles alternativas de acción ante una situación que se
quiere modificar, así como para sopesar sus beneficios y sus
inconvenientes. Muchas personas desarrollan naturalmente este patrón
como resultado de su experiencia a lo largo de la vida, o incluso por su
carácter más prudente o sosegado, pero la parte positiva es que también
puede enseñarse con relativa facilidad en cualquier momento (con
independencia de que con anterioridad hayamos sido impulsivos o
procrastinadores). Lo cierto es que si lo aprendemos nos resultará muy útil
cuando nos sintamos desbordados por la adversidad, y esto es algo
fundamental para aliviar la ansiedad.

En las próximas páginas hablaremos sobre un procedimiento sencillo y


estructurado para adquirir esta importante destreza. Al principio requiere tiempo
y parece demasiado simple, pero con la práctica descubrirás su potencial y
acabará consolidándose como una herramienta para solucionar tus problemas
más complejos. ¡Veámoslo!

¿QUÉ ES EL ENTRENAMIENTO EN TOMA DE DECISIONES?

Existen muchas técnicas dirigidas a estimular la capacidad de la persona para


tomar decisiones, una función compleja que puede entorpecerse si sufrimos
trastornos depresivos o ansiosos. Todas se centran en mejorar la capacidad de
inhibir los impulsos, de razonar e incluso de ser creativos, cosas que desde
luego son importantísimas en el día a día. Cuando nuestra capacidad de
solucionar problemas fracasa, nos hallamos indefensos en una realidad que nos
presiona cada día para que nos posicionemos en una inabarcable variedad de
asuntos, algunos importantes y otros no tanto. De hecho, aunque no te des
cuenta, en un solo día tomas tantas decisiones (relevantes o irrelevantes) que si
te parases un instante a pensar en ello acabarías con un buen dolor de cabeza.
Dado que sabemos que la dificultad para resolver problemas es una de las
principales causas de sufrimiento, diferentes autores han propuesto terapias
dirigidas a atajarla. En las siguientes líneas te ofreceré claves inspiradas en la de
Arthur M. Nezu y Thomas J. D’Zurilla, que tiene la ventaja de ser aplicable a
prácticamente toda situación a la que puedas enfrentarte. Se trata de un
programa estructurado y dividido en cinco etapas:

Orientación al problema.
Definición de la situación.
Generación de alternativas.
Valoración de las opciones.
Puesta en marcha.

La primera de las fases es la que suele requerir más tiempo, pues precisa un
análisis minucioso de la situación a la que te enfrentas, y en ese sentido es algo
diferente a las demás. Para empezar, solo se necesita un bolígrafo y una hoja de
papel. ¿Ya los tienes? ¡Pues vamos a ello!

PASO 1: ORIENTACIÓN AL PROBLEMA

Como he comentado, ante una situación difícil muchas personas optan por huir o por actuar de
una forma precipitada. Ambos estilos son comunes en el contexto de la ansiedad y raramente
producen resultados favorables, sobre todo porque el simple transcurso del tiempo no es
suficiente para resolver el problema y porque con las prisas dejamos en el tintero opciones que
hubieran podido ser útiles (algo totalmente previsible si actuamos desde la inercia de la
costumbre). La orientación al problema es una fase reflexiva en la que te dedicas a observar el
hecho estresante en el que estás inmerso, tratando de entender cuáles son sus causas y cómo
sus consecuencias resuenan en tu vida. Debes plantearte si se trata de una situación en la que
estás implicado directa o indirectamente (la valoración primaria que ahora ya conoces), y si por
tanto requiere tu esfuerzo activo o no. Es un momento valioso para sondear los recursos que
tienes a tu alrededor en términos humanos, materiales y temporales (valoración secundaria), por
lo que te puedes plantear interrogantes como: ¿tengo suficiente apoyo de quienes me rodean?,
¿cuánto tiempo debo invertir para mejorar las cosas?, ¿me siento motivado para seguir, pese a
los obstáculos? Todas estas preguntas tienen su importancia. Algo útil para la mayoría de las
personas es dedicar tiempo a escribir sobre todo esto en un diario, donde puedes dejar fluir lo
que sientes y todo lo que te preocupa. Al finalizar el proceso, que puede prolongarse tanto como
necesites, habrás avanzado varios pasos en dos direcciones: evitarás la impulsividad y
recabarás información detallada sobre las coordenadas del problema. Algo fundamental será
ahondar en cuestiones como:
¿El problema puede ser modificado con mi esfuerzo?
¿Es importante para mí solucionar esta situación? ¿Por qué?
¿Con qué ventajas parto?
¿Cuáles pueden ser los obstáculos más importantes con los que podría encontrarme?
A menudo esta etapa se combina con algunos de los ejercicios que hemos visto
anteriormente de reestructuración cognitiva, puesto que puede existir la creencia de que los
problemas no son en absoluto deseables, con la consiguiente tendencia a evitarlos a toda costa.
Es, por tanto, uno de los momentos más oportunos para revisar tu forma concreta de afrontar el
estrés, puesto que los pensamientos irracionales te pueden abrumar emocionalmente y
conducirte a un auténtico bloqueo psicológico. Debatir sus contenidos, buscando alternativas
realistas y factibles que los pongan en tela de juicio, te ayudará a observar la situación desde un
prisma optimista (aunque sin perder la perspectiva) y a desarrollar una mejor disposición de
afrontamiento. El debate te permite ubicar tu responsabilidad en un punto de equilibrio, sin
culparte ni desentenderte y sin caer en la desesperación o en el catastrofismo. Además, con el
análisis previo también esclarecerás si la situación es potencialmente modificable o si realmente
no lo es, algo básico para elegir alternativas de acción.
En el supuesto de que la situación sea modificable, deberás realizar el esfuerzo que
consideres oportuno para hacer algo al respecto, e intervenir directamente para cambiar el curso
de los acontecimientos (hablando con las personas implicadas, matizando la forma en que
estabas actuando...). En cambio, cuando no sea modificable deberás centrarte en las
emociones que el hecho te evoca (o en lo que piensas sobre él).

Si te equivocas en la estrategia, tratando de cambiar algo inamovible o limitándote


a reinterpretar situaciones que podrían ser mejores si les dedicases el tiempo y
esfuerzo que merecen, acabarás frustrado y abandonando prácticamente antes de
empezar.

PASO 2: DEFINICIÓN DEL PROBLEMA

Cuando hayas reflexionado con detalle sobre el problema, estarás en una


posición privilegiada para definirlo de manera sencilla y clara. La mayoría de
las situaciones difíciles de la vida se caracterizan por ser complejas, por estar
muy pobremente definidas y por tener unas raíces profundas que implican a
otras personas de alrededor. No se parecen al enunciado de un ejercicio de
matemáticas, donde disponemos de toda la información necesaria y solo existe
un resultado: aciertas o te equivocas. En este caso nos enfrentamos a hechos
ambiguos en los que las consecuencias de la acción son inciertas y difíciles de
prever. Nunca sabrás qué es lo que va a suceder inmediatamente después de que
decidas hacer algo, y esto es uno de los motivos principales por los que muchas
personas con ansiedad se sienten completamente paralizadas frente a las
situaciones que inciden directamente en sus inseguridades. El objetivo de esta
parada en el proceso de resolución de problemas no es otro que esclarecer y
dotar de orden a las cosas, para convertir la incertidumbre inicial en un paisaje
donde puedas moverte con soltura y seguridad.
El objetivo es formular una única frase, sintácticamente sencilla, que sirva de
síntesis o resumen del problema al que nos enfrentamos. La idea es convertir
este hecho en algo más tangible, fácil de identificar, evitando que se disuelva en
el vasto océano de otras situaciones que pueden estar sucediendo al mismo
tiempo en tu vida. Sería como hacer una fotografía en alta resolución, una en la
que se aprecien las aristas del problema de la forma más nítida posible. Esta
fase puede parecer absurdamente intuitiva, aunque lo cierto es que muchísimas
personas la obvian al hacer frente a aquello que les preocupa. Este ejercicio
supone un pequeño esfuerzo cognitivo y puede ser complejo si ha transcurrido
mucho tiempo desde que la situación empezara o se han sumado dificultades
imprevistas, por lo que debes ser paciente y tratar de iniciarlo en un momento
temprano. Además, si tu estado de ánimo no es el mejor posible tendrás otro
hándicap, pues los síntomas depresivos entorpecen la capacidad de anticipar,
planificar y resolver problemas. En estos casos la paciencia es una virtud
todavía más importante.
Para definir el problema solo necesitas una hoja de papel y un bolígrafo o
lápiz. Tras haber profundizado en sus características fundamentales en la fase
previa, habrás de hacer ahora un esfuerzo de síntesis y escribir una frase que
capte (en tan pocas palabras como te sea posible) la complejidad del hecho que
se te plantea. Es importante evitar construcciones gramaticales genéricas; mejor
recurre al detalle, pero sin excederte.

Imagina, por ejemplo, el caso de una mujer que dedicó toda su vida al trabajo y que ahora se
enfrenta a la jubilación. En sus años laborales priorizó las responsabilidades de su puesto por
encima de todo, excluyendo prácticamente a la familia, las amistades y el ocio. Como resultado
se encuentra en un momento en el que carece de personas cercanas en las que confiar de
verdad, y le preocupa muchísimo que este forzoso cambio de roles la relegue a una soledad
indeseada. A nivel humano es fácil prever que puede experimentar ansiedad ante la expectativa
de un horizonte totalmente nuevo y diferente, pero también es evidente que podría trazar un
abanico amplio de alternativas para convertir esta etapa de su vida en una fase repleta de
oportunidades.
Dispuesta a encontrar una solución, Marta (este será su nombre ficticio) se sienta y piensa
en una frase que pudiera servirle para moldear en palabras la situación que está viviendo.
Encuentra estas tres alternativas:

Opción 1: «Me voy a jubilar».


¿Es una definición adecuada? Debido a su brevedad, y a lo indefinida
que resulta, no se trataría de una opción correcta. Quedan muchos matices
que incorporar, como las emociones que la invaden o las consecuencias
más inmediatas de su jubilación. Es conveniente buscar una fórmula más
completa, con la cual pueda sentirse identificada rápidamente. Esta, en
particular, es demasiado genérica e impersonal.
Opción 2: «Me voy a jubilar y me quedaré sola».
¿Es una opción adecuada? Tampoco sería una alternativa perfecta. Es
cierto que aborda una de las consecuencias más temidas por Marta, pero
garantizando que va a ocurrir y sin prestar atención a que se trata de una
inquietud personal. En realidad desconocemos qué va a suceder, y
precisamente nos embarcamos en este proceso para que los sucesos se
desarrollen de manera favorable. Habrá que buscar algo más objetivo,
orientado al presente y a cómo son las cosas en el momento actual.
Opción 3: «Me voy a jubilar y me preocupa la idea de estar sola».
¿Es una opción adecuada? Sin duda se trata de una mucho mejor que las
dos anteriores, pues contempla la situación inminente y esboza los
sentimientos que nuestra imaginaria amiga está experimentando en este
momento, planteando las consecuencias más temidas en términos de
probabilidad. La extensión de la frase también es correcta y permite
visualizar el problema con una perspectiva amplia sobre la que poder
trabajar. Así pues, es un lienzo fantástico. Debes tener en cuenta, eso sí,
que podría no existir una forma exacta de escribir un problema concreto,
pues algunos de ellos entrañan una complejidad enorme. Será suficiente
con que te sientas satisfecho con cómo quedó finalmente y que se cumplan
las normas que hemos ido indicando hasta ahora.

Es esencial que te asegures de que la frase que has elegido tiene una capacidad descriptiva
suficiente del problema y de su impacto sobre ti, que resuma el proceso de reflexión que
realizaste en la etapa de orientación al problema. Tómate el tiempo que necesites y cuando ya
te sientas satisfecho con el resultado, sigue adelante con la siguiente fase.

PASO 3: BÚSQUEDA DE ALTERNATIVAS

Como sabes, ante un mismo problema las personas podemos actuar de formas
muy dispares, y es precisamente nuestra conducta la que hará que podamos
resolverlo de manera más o menos eficaz. Lo vimos cuando hablamos del
debate racional, al abordar la forma en que nuestra percepción de las cosas
define lo que sentimos y hacemos, y sigue siendo aplicable ahora. Una vez que
hayas definido el problema con una frase sencilla pero descriptiva, es necesario
empezar a pensar en las alternativas que están a tu disposición para darle
solución, para lo que deberás guiarte por tres criterios claros: la cantidad, la
variedad y la demora del juicio. Veamos qué significan.
Cuando te detienes a pensar en posibles vías de acción, lo más probable es
que desde el inicio vayas descartando las que por intuición te parecen
inapropiadas, sin darles la oportunidad de ser evaluadas. Esto puede suceder por
distintos motivos: porque realmente son absurdas (aunque esta palabra tiene
connotaciones más que cuestionables...) o porque tomas decisiones dejándote
llevar por la costumbre o por lo que en el pasado te funcionó más o menos bien.
Para evitar que esto último te impida desarrollar correctamente el ejercicio, en
esta etapa de exploración habrás de incluir todo aquello que acuda a tu mente
sin someterlo todavía a un análisis concienzudo. Como en el mindfulness: lo
aceptaremos tal y como viene, sin juzgar.

Lo más probable es que finalmente obtengas una lista con ideas de lo más
variopinto, algunas de las cuales podrán parecerte hilarantes a priori. Sea como
fuere, las mantendrás por ahora y las analizarás con detalle más adelante. Esta
forma de aceptar todas las ideas al principio es el fundamento de la demora del
juicio.

Los principios de cantidad y variedad aluden al número de alternativas que puedes imaginar y a
su diversidad, respectivamente. Esta tormenta de ideas no solo habrá de fundamentarse en la
aceptación incondicional de todo lo que acuda a tu cabeza, como ya has visto, sino que tendrás
que generar alternativas que se orienten tanto al problema en sí mismo como a las emociones
que despierta en ti. Una vez inmerso en este proceso acabarás llegando tarde o temprano hasta
un punto de saturación, en el que te habrás quedado vacío de ideas nuevas. Es en ese preciso
instante, y no antes, cuando tomarás la decisión de finalizar esta parte del ejercicio. Por fácil que
pudiera parecer, habrás puesto en marcha una de las funciones ejecutivas más importantes en
todo ser humano: la planificación y la creatividad. Solo te quedaría hacer una lectura general del
listado que has escrito y devanarte un poco más los sesos, por si acaso acabas encontrando
una última idea agazapada en algún rincón de tu imaginación.
Volviendo al ejemplo de Marta, se le podrían ocurrir muchas cosas diferentes, como:

Adoptar una mascota que me haga compañía.


Apuntarme al gimnasio o a otras actividades de interés.
No hacer nada, simplemente quedarme como estoy.
Invitar a mis antiguos compañeros a un viaje.
Hacer voluntariado.

PASO 4: VALORACIÓN DE LAS ALTERNATIVAS

En este momento lo más probable es que tengas frente a ti una lista muy extensa
de alternativas de afrontamiento para el problema y la tentación de empezar a
descartarlas sin darle demasiadas vueltas. No te abrumes. Lo mejor es no
precipitarse, ya que ha llegado el momento de sopesar qué es lo que puede
ofrecerte cada una y escoger las más adecuadas para ti en este momento. Para
lograrlo lo más útil es echar mano de un folio y dividirlo en cuatro segmentos
más o menos del mismo tamaño, cruzando para ello dos líneas por su centro:
una en horizontal y otra en vertical. La horizontal representa el tiempo en que la
alternativa tendrá sus consecuencias: a corto plazo (parte izquierda) y a largo
plazo (parte derecha), mientras que la vertical se centra en el impacto de cada
alternativa: los aspectos positivos (arriba) y los negativos (abajo). Dicho de otra
manera, dispondrás de cuatro espacios bien diferenciados para escribir las
ventajas a corto plazo (arriba a la izquierda), las desventajas a corto plazo
(abajo a la izquierda), las ventajas a largo plazo (arriba a la derecha) y las
desventajas a largo plazo (abajo a la derecha), y así deberás hacerlo con todas
las alternativas que hayas redactado en el paso anterior. Es probable que tengas
que invertir tiempo para completar la lista, pues deberás pensar en las
resonancias de cada decisión sobre tu propia vida y sobre la de los demás,
teniendo en cuenta además si dispones de recursos suficientes para cada una de
ellas (materiales, sociales...).

Veamos como ejemplo una de las alternativas de Marta: «Adoptar una mascota que me haga
compañía». Probablemente se te ocurran otros puntos fuertes y débiles también a ti, por lo que
puedes usarlos para practicar antes de centrarte en alguno de tus problemas. El resultado sería
lo que puedes ver.

Me hace salir a la calle. No estaré sola en casa.


Me da algo de lo que ocuparme. Lo veré crecer, eso me hace feliz.
Recibo un cariño incondicional.

Gasto de dinero en el veterinario. Es una responsabilidad muy grande.


Podría molestar a los vecinos.
No puedo conversar de mis problemas.

Tendrás que hacer exactamente esto con todas las alternativas que surgieran, hasta que se
agoten. Algo que debes tener en cuenta también es que, aunque dos alternativas tengan el
mismo número de puntos fuertes y débiles (en el ejemplo vemos cinco ventajas y tres
inconvenientes), es posible que una te resulte más convincente que otra por el hecho de que
sus ventajas inciden con mayor fuerza en tus necesidades o valores. Con este proceso
probablemente acabarás descubriendo que una alternativa que ni siquiera habrías contemplado
puede reportarte más beneficios de los que hubieras creído, o que algo que solías hacer por
simple costumbre tendría pocos resultados positivos en tu vida tal y como es ahora. En
cualquier caso, habrás dedicado un tiempo valioso a considerar tanto el problema como sus
potenciales vías de acción, y tendrás a tu disposición información detallada sobre tus opciones y
sobre lo que quieres conseguir: habrás aprendido más. También evitarás las consecuencias
negativas derivadas tanto de la impulsividad («ojalá lo hubiera pensado antes») como de la
evitación («debería haber hecho algo cuando aún estaba a tiempo»). Además, es posible que se
te ocurra una forma de combinar dos o más de las alternativas mejor valoradas, siempre y
cuando no sean incompatibles.

Dicho esto, llegó el momento crítico: poner en marcha la solución. Es el


instante exacto en que las cosas dejan de existir solo en tu cabeza, o sobre el
papel, para materializarse en la vida real. Aunque no puedes garantizar que la
solución elegida sea perfecta, pues ninguna lo es completamente, sí tendrás una
mayor seguridad en que te aportará más cosas positivas que negativas. En esta
parte final es fundamental trabajar con dos factores que pueden interferir: la
intolerancia a la frustración y la necesidad de percibir recompensas inmediatas.
Así, deberás estar dispuesto a mantener tu esfuerzo tanto tiempo como sea
necesario hasta resolver el problema, mientras lidias con las emociones que
necesariamente surgirán en los momentos de dificultad.

No olvides que el cambio en las dinámicas más consolidadas de tu vida está


siempre acompañado de algunas resistencias, procedentes tanto de ti mismo como
de los demás, y que debes estar preparado para hacerles frente.

PASO 5: PUESTA EN MARCHA

Es evidente que entre lo que pensamos sobre las cosas y lo que estas realmente
acaban siendo puede existir a veces un abismo enorme. En el camino que te ha
traído hasta aquí habrás estado pensando profundamente sobre la situación
problemática a la que te enfrentas, habrás sintetizado toda su complejidad en
una frase sencilla, habrás diseñado una lista amplia de opciones y habrás
sopesado cabalmente qué te puede ofrecer cada una. Queda solamente poner en
práctica la que sea más provechosa.
Debemos tener en cuenta que la mayoría de las personas somos capaces de
actuar de formas muy variadas, pues disponemos de todo tipo de herramientas
para cambiar lo que ocurre alrededor. No obstante, vamos limitando poco a
poco nuestro repertorio a aquello que en apariencia nos ha funcionado en el
pasado, haciéndonos cada vez más rígidos. Incluso puede llegar el momento en
que obviemos automáticamente alternativas y forjemos una zona de confort en
la que resulta sencillo navegar, pero que implica una restricción de nuestra
libertad y creatividad. Al final, todo cuanto va más allá de este horizonte acaba
convirtiéndose en un territorio indómito en los márgenes difusos del mapa de
nuestra experiencia, un peligro potencial al que decidimos no acercarnos. Esta
posibilidad hace que en ocasiones tengamos que conocer y trabajar en primer
lugar nuestras distorsiones cognitivas, pues de lo contrario el miedo a
determinadas situaciones o nuestras inseguridades individuales podrían
entorpecerlo todo. Debemos asumir el proceso con calma.
La aplicación de una solución, o de alguna combinación de soluciones
compatibles, debe acompañarse de una evaluación de resultados mientras está
teniendo lugar. Recuerda que al principio del proceso dejamos claros los
objetivos importantes que pretendimos satisfacer, por lo que nos preguntaremos:
«¿Lo que estoy haciendo ahora me permite acercarme poco a poco a lo que
deseo conseguir?» o «¿las consecuencias de aplicar la solución están siendo las
que esperaba?». A veces sucede que la práctica de una alternativa nos lleva por
senderos que no habíamos previsto en los momentos iniciales, y que además
acaban siendo perjudiciales para nosotros o para los demás. En este caso
conviene ser flexibles y no mantenerla más tiempo del que la prudencia te dicte.
En resumen, pueden ocurrir cuatro cosas:

Tu primera solución no funciona: tras llegar a la solución supuestamente


ideal, te pones manos a la obra y descubres que las consecuencias de
aplicarla no son las que esperabas. Tampoco parece que algo vaya a
cambiar pronto e incluso se podría decir que está empeorando las cosas. En
estos casos podrías elegir otra de las soluciones consideradas adecuadas y
aplicarla (la segunda o la tercera del listado, por ejemplo), analizando otra
vez los resultados tras un tiempo.
Tu segunda alternativa (o sucesivas) no funciona: puede ocurrir a veces
que nada mejore las cosas, que vayas probando opciones de tu listado y
ninguna ofrezca resultados positivos. Aunque pueda ser frustrante, no
desesperes. Es muy posible que durante el proceso de generación de
alternativas no contemplaras una que ahora podría ser interesante, y que
por tanto la lista original no fuera todo lo completa o profunda que debería
haber sido. Así pues, con el conocimiento acumulado que tendrás en este
instante (conocerás mucho mejor las características del problema por
haberlo tocado con tus propias manos), repetirás esta parte del proceso. En
definitiva, volverás a devanarte los sesos escribiendo alternativas y
evaluando su utilidad. ¡Es posible que con esto logres un arsenal
totalmente nuevo de opciones de afrontamiento!
Tu segundo listado no te ofrece soluciones viables: tras generar un nuevo
listado y aplicar las alternativas más apropiadas, descubres que tampoco
funciona. Parece que se van agotando las opciones y que la situación es
irresoluble... No obstante, todavía hay algo que podría explicar este
aparente fracaso: cuando definiste el problema por primera vez,
desconocías tanto de él que quizá no describiste con precisión sus
características...

¿Es posible que en este momento, tras haber adquirido una valiosa
experiencia lidiando con la situación, puedas verla desde un punto de vista
nuevo?

Si crees que esto puede ser así, lo mejor es empezar el procedimiento


desde el principio con la certeza de que con ello no estarás desechando los
logros que hayas conquistado hasta ahora. En cada una de tus experiencias
vas acumulando conocimientos y aprendiendo qué formas de acercarse a la
situación son más útiles, lo que te permitirá aumentar los recursos de
afrontamiento y convertirte en una persona más hábil. Además, también te
permitirá reinterpretar el término fracaso, pues con frecuencia lo usamos
para etiquetar los pequeños tropiezos que necesariamente ocurrirán en el
camino. Al final, todo esfuerzo por enfrentarse a los problemas será
dinámico y cambiante, por lo que deberás estar dispuesto a adaptarte a lo
inesperado.
La solución funciona: si ves que los resultados de tus acciones son como
esperabas, o incluso mejores, deberás persistir el tiempo necesario hasta
llegar a solventar del todo la situación problemática. Lo más importante es
mantenerse firme ante las presiones externas, especialmente ante el estrés
subjetivo que representa todo gran cambio que puedas llevar a cabo en tu
vida y las pequeñas (o grandes) resistencias que el entorno pueda
plantearte.
Es esencial que tus acciones se desarrollen bajo un sentido empático de la justicia
y que no priorices tus pequeños beneficios a cambio de los grandes perjuicios de
quienes te rodean. El equilibrio es siempre lo primero.
21

LA HORA DE PREOCUPARSE: CONTROLANDO


EL MOMENTO

EL PAPEL DE LA PREOCUPACIÓN EN LA ANSIEDAD

Uno de los rasgos característicos de la ansiedad es que implica la aparición


de pensamientos que te atenazan y acuden a tu mente en los momentos más
inesperados. Así, es posible que te sorprendan al dormir o cuando
simplemente dispones de un poco de tiempo para pensar en lo que se
avecina. Estos pensamientos negativos tienen la propiedad de atraer otros
similares, lo que te atrapa en una espiral de la que no es fácil salir. Cuando
parece que has dado con la solución definitiva para el problema más
inmediato, enseguida surge otro o se complica el que ya creías superado,
haciéndote mantener un esfuerzo mental durante todo el día (o incluso más
allá). Esta experiencia puede resultar familiar para quienes sufren ansiedad
generalizada, pues en su caso la preocupación deviene un síntoma
invalidante que impregna un abanico amplio de situaciones cotidianas y del
que resulta muy difícil desembarazarse. Son muchas las personas con
ansiedad generalizada que juzgan sus preocupaciones como un mecanismo
válido de afrontamiento, pues creen que si dejan de preocuparse ocurrirá lo
que tan profundamente temen. Existe, por tanto, una percepción
contradictoria de la situación: por un lado, se anhela más quietud mental,
pero por otro se recela ante la posibilidad de que al relajarnos un instante
nos abrume una estampida de desgracias.
Trabajar estas ideas mediante un debate racional es un paso clave antes
de iniciar el ejercicio que describiré ahora, pues requiere que seas capaz de
aparcar temporalmente este tipo de pensamientos. Así, puedes plantearte
preguntas como: ¿realmente todo sería tan horrible si fuera capaz de dejar
un solo momento de preocuparme? Con toda seguridad acabarás
concluyendo que no solo no pasaría absolutamente nada, sino que además
tendrías más tiempo para tu autocuidado emocional. Pero ¿cómo puedes
lograrlo? Veamos un ejercicio que resulta útil a muchas personas: la «hora
de preocuparse».
Los ejercicios que se engloban en la hora de preocuparse persiguen algo
que podría considerarse antiintuitivo, sobre todo teniendo en cuenta algunos
de los recursos que hemos visto en páginas anteriores. Concretamente
buscan que interrumpas temporal y voluntariamente tus rumiaciones, y que
reserves un momento más adelante para dejarte llevar por su corriente.
Supone el aprendizaje y despliegue de habilidades para orientar la atención
a tareas presentes que requieren de tu energía, priorizándolas sobre las que
podrían presentarse en un hipotético futuro o sobre las que jamás llegarán a
ocurrir. Con ello refuerzas los recursos cognitivos, emocionales y
psicológicos de los que dispones para regular tu emoción, sorteando la
fatiga mental que pueda abrumarte cuando no puedes dejar de dar vueltas a
un mismo tema. También facilita la gestión de este tipo de intrusiones si
irrumpen en momentos donde podrían ser contraproducentes, como
aquellos en los que debes estudiar o trabajar, o cuando solamente deseas
disfrutar junto a los demás de un rato tranquilo. Al principio puede ser
difícil de llevar a cabo, pues las preocupaciones tienen connotaciones
positivas y proporcionan una sensación ilusoria de control y de seguridad,
por lo que al permanecer alejado de ellas sentirás cierta desazón. Esto es
completamente natural y con el tiempo verás que irá reduciéndose poco a
poco. Dicho esto, veamos cómo hacer el ejercicio.

UN EJEMPLO PRÁCTICO

Lo primero que debes decidir es el momento exacto del día en que permitirás que la
preocupación te embriague. Habría de ser uno en el que tuvieras tiempo suficiente, en el
que no te vieras obligado a embarcarte en otros proyectos personales importantes, por la
mañana o por la tarde (aunque los síntomas ansiosos tienden a acentuarse en las últimas
horas del día). Sí es recomendable evitar hacerlo cuando falte poco tiempo para irte a
dormir, pues esto te activaría fisiológicamente y podrías tener dificultades para conciliar el
sueño. En cuanto al tiempo que habrás de dedicarle a la preocupación, dependerá de tu
criterio, aunque no habría de exceder los treinta minutos.
Con esto definido, intentaremos relegar las preocupaciones para más tarde cuando
ocurran durante las horas no previstas («ahora no tengo tiempo para esto, luego ya le daré
un par de vueltas...»), permitiéndoles existir, pero en un momento concreto y definido de
antemano. Así pues, no buscarás erradicarlas como si fueran el enemigo a batir, sino
dejarles su lugar amablemente. Puede parecer un ejercicio simple en su propuesta, pero
conocemos los principios básicos que explican por qué funciona en muchas personas: el
encapsulamiento, la habituación y la saciedad. Veámoslos.

El encapsulamiento te permite minimizar una de las características clave de la


preocupación: su capacidad para acaparar la vida mental durante muchas horas, a
veces todo el día. Con la hora de preocuparse orientas la atención hacia estímulos
importantes para ti en el momento en que surgen pensamientos ansiosos,
desarrollando mayor control sobre lo que ocurre en tu vida y fortaleciendo una
función ejecutiva esencial: la flexibilidad cognitiva. Una de sus ventajas más
llamativas (con la que evitarás que la preocupación se magnifique) es que no
pretendes erradicarla, sino solamente relegarla a un momento oportuno en el que no
entorpezca tus actividades importantes. El objetivo es reservar un espacio para que
siga existiendo, mientras que al mismo tiempo desarrollas la habilidad de inhibir
pensamientos indeseados exitosamente. Y es que la preocupación solo es perjudicial
cuando interfiere en las actividades que valoras como importantes o cuando satura
tus recursos cognitivos. Si le confías una parcela de tiempo podrás aprovechar las
ventajas que te brinda, como anticiparte a hechos objetivamente probables antes de
que sucedan o gestionar el esfuerzo con margen suficiente para que no te pille
desprevenido. Por supuesto, sin que otras facetas de tu vida queden afectadas.
La habituación describe cómo la intensidad de tus reacciones ante una situación,
como sería el hecho de preocuparse, acaba suavizándose poco a poco si te
mantienes expuesto a ella durante el tiempo suficiente. Es un efecto que los
psicólogos aprovechan para tratar fobias específicas, al exponer a las personas a
aquello que temen para que puedan acabar sintiéndose mejor incluso teniéndolo
cerca. A veces la preocupación nos hace sentir angustiados, tristes o enfadados, por
lo que el mecanismo de habituación permite que las emociones asociadas a ella
vayan debilitándose por la exposición continuada y cabalmente programada a los
pensamientos insistentes. Esto además minimiza sus propiedades intrusivas, lo que
también les resta potencial amenazante.
La saciedad, para finalizar, describe cómo algo que te resulta agradable puede dejar
de serlo si lo haces demasiado tiempo o si lo repites muchísimas veces en un
periodo corto. Es lo que ocurriría si, por ejemplo, todos los días de tu vida comieras
solo tu plato preferido: probablemente acabarías aborreciéndolo en menos de una
semana. La hora de preocuparse tiene el objetivo de atajar el problema partiendo de
la base de que la exposición masiva a los pensamientos en el momento previsto para
ello hará que vayan despojándose de sus connotaciones deseables, pues ya sabes
que las personas con ansiedad creen que esto las ayuda a vivir sin sobresaltos. De
hecho, las preocupaciones no se suelen juzgar como negativas hasta que nos
preocupamos por el hecho de preocuparnos, momento en el que su presencia deja
de compensarnos y buscamos desesperadamente cortarlas de raíz. Una
particularidad de la técnica es que, como al final del día habremos conseguido
mantenernos libres de preocupación en algún momento, descubriremos que la idea
de que debemos estar siempre dando vueltas a las cosas para evitar que ocurra algo
malo es realmente desproporcionada y merece ser desechada.

Otra de las ventajas evidentes que tiene la hora de preocuparse es que rompe nuestra
tendencia a darle vueltas a las cosas en el momento en que sucede algo que pudiera
precipitarlo, esto es, cuando nuestro estado emocional se encuentra perturbado (miedo, ira,
tristeza...) como consecuencia de lo que nos suscita un hecho concreto. Y es que al
obcecarte en pensamientos repetitivos como respuesta a situaciones adversas acabas
asociando ambas cosas rápidamente, por lo que se desencadena una avalancha de ideas
improductivas tan pronto como surjan dificultades a tu alrededor.

Reservar un único momento del día para la preocupación es una forma


sencilla de regular las emociones. También te permite romper asociaciones
que has ido forjando a lo largo del tiempo y asumir un mayor control sobre
cómo discurren tus propios pensamientos, dejando de sentirte impotente o
frustrado.
22

LA ESCRITURA EMOCIONAL: CONVERSANDO


CON MIS SENTIMIENTOS

EL DIARIO EMOCIONAL

Son muchas las personas que en algún momento de su vida han dedicado
tiempo a escribir sobre su día a día y sobre las experiencias emocionales
que las acompañaban. Y es que es una actividad que espontáneamente nos
reconforta, nos da tranquilidad y nos permite plasmar en palabras aquello
que tenemos problemas para expresar de otra manera. Si haces un esfuerzo
quizá recuerdes una libreta o un diario que se acabó convirtiendo en tu más
fiel confidente durante la niñez o la adolescencia, e incluso el modo en que
lo ocultabas lejos de la mirada no autorizada de tus padres o tus hermanos.
En estos diarios había páginas repletas de secretos inconfesables que
versaban sobre lo que era relevante en tu mundo: el primer amor, las
discusiones con los amigos, las expectativas de futuro, los deseos, las
inquietudes familiares... El acto de escribir, que surgía como catarsis ante la
turbulencia de las emociones, podía a veces llegar a la vida adulta y
convertirse en un fantástico hábito para conocernos mejor.
Por desgracia, no son pocos quienes toman la decisión de dejarlo a
medida que transcurren los años, al sentirse demasiado ocupados para
dedicar tiempo a algo que en apariencia no resuelve sus problemas
objetivos del día a día. No obstante, hay que tener algo claro: no todas las
situaciones requieren que nos enfundemos nuestro atuendo de
«solucionadores de conflictos», sino que a veces puede ser suficiente con
mantener un diálogo interno en el que amparemos nuestra emoción, sobre
todo si el hecho en sí mismo es imposible de cambiar. Esta sensibilidad nos
pone en contacto con nuestra parcela más vulnerable e íntima, con aquella
que solemos enterrar bajo una montaña de apariencias de fortaleza y que
querríamos ocultar ante miradas indiscretas. Por supuesto también estimula
nuestra capacidad de identificar, discriminar, describir y expresar los
estados afectivos, una serie de fortalezas que se resumen en el concepto
general de inteligencia emocional.

Puede que te preguntes: «Y ¿por qué es tan importante entender estas


etapas?». Pues precisamente porque muchos de nuestros sufrimientos
psicológicos se relacionan con la dificultad para gestionar las emociones, y es
un elemento común a muchos de los trastornos mentales que conocemos. ¡Si
lográsemos aprenderlo reduciríamos el riesgo de sufrir depresión mayor o
ansiedad!

LA ATENCIÓN A LAS EMOCIONES

Un factor básico para la regulación emocional es la atención que dedicas a


lo que sientes. Muchos deciden ignorar sus experiencias internas por
considerarlas un sinónimo de debilidad, en consonancia con aprendizajes
preestablecidos sobre lo inútil del llanto o lo inapropiado del miedo. No es
extraño que los adultos inculquen a sus hijos (aun con buenas intenciones...)
la creencia de que no se debe llorar ni siquiera en los momentos de intensa
angustia existencial, algo que acabará cristalizando en la represión de
emociones como la tristeza o la angustia. Tal conexión arbitraria entre la
emoción y la inadecuación conduce a que, durante la adultez o incluso
antes, decidamos desatender lo que ocurre en el interior. Reconocer su
simple existencia implica sentirnos seres fallidos, equivocados o indignos
de respeto, por lo que simplemente optamos por desoír el mensaje que la
emoción debería comunicarnos. Esta evitación, a medida que los años
pasan, se va transformando en un absoluto desconocimiento de nuestras
necesidades y en una ausencia de autocuidado, que quedaría supeditado al
deseo de ser aceptados como personas estables y productivas.

Existe la tendencia a pensar que las emociones introducen un factor de error


en la ecuación que nos sirve para tomar decisiones, como si fueran un
vestigio del pasado salvaje. En realidad, sabemos que son necesarias para
afrontar la adversidad eficientemente.

En oposición a esto, también hay quienes prestan una atención


desproporcionada a lo que sienten, como si permanecieran todo el tiempo
esperando a que se expresara un indicio mínimo de malestar. En este caso
puede haber una sensibilidad extrema a los cambios emocionales, por lo
que cuando surgen naturalmente se magnifican hasta convertirse en
experiencias insoportables. El resultado es que toda situación difícil
rebasará el umbral de la tolerancia y preferirán evitarla solo para seguir
sintiéndose más o menos bien. Uno de los fines de la escritura emocional
consiste precisamente en prestar una atención equilibrada a lo que ocurre
dentro, sin excederte ni quedarte a medias, facilitando una aproximación
sensible a todo lo bueno y lo menos bueno que habita en tu memoria. A
medida que vayas dedicando tiempo a reflejar en papel lo que sientes en los
momentos importantes, irás trazando lazos entre experiencias pasadas y
presentes e integrando el significado de tu historia personal. Estas
conexiones suelen surgir de forma espontánea y dotan de coherencia a lo
que piensas, sientes y haces, lo cual tiene una extraordinaria importancia en
sí mismo.
LA CLARIFICACIÓN DE LAS EMOCIONES

Otro matiz fundamental de la regulación emocional es el de la clarificación.


Como comentamos en un capítulo previo, los seres humanos somos capaces
de experimentar muchísimas emociones al mismo tiempo, lo que hace más
difícil distinguir unas de otras. Además, cuando tomamos conciencia de
ellas, y por lo tanto las interpretamos desde una perspectiva intelectual,
devienen sentimientos de mayor duración y profundidad. Es de esta forma
como pueden surgir reacciones tan complejas como la envidia, el orgullo o
el odio, cuya presencia define cómo nos relacionamos con nosotros mismos
y con los demás. Esta clarificación apela a la capacidad de detectar con
honestidad la existencia de un estado emocional, aceptarlo y separarlo de
otros que pudieran ocurrir a la vez. También sirve para discernir sus
orígenes, trazando causas y consecuencias o incluso comparaciones con
episodios previos de nuestra autobiografía en los que pudimos experimentar
algo similar. En resumen, mediante la clarificación alcanzamos una suerte
de sabiduría sobre las respuestas emocionales y construimos un
conocimiento esencial para afrontar los hechos que inciden directamente
sobre ellas.
Además, la clarificación enlaza con algunas de las modalidades clásicas
de las inteligencias múltiples, como la inteligencia intrapersonal y la
inteligencia interpersonal. La primera alude al conocimiento sobre qué
ocurre en tu interior y la segunda a la capacidad de reconocer emociones en
los demás, dos funciones imprescindibles para comunicarte con otras
personas en el contexto de una intimidad compartida. Es curioso que,
aunque hablamos de destrezas innegablemente útiles para vivir, ni siquiera
disponemos todavía de una definición consensuada sobre qué es
exactamente la inteligencia. Y es que no podemos reducirla a la habilidad
para resolver problemas complejos o para usar un lenguaje rico, sino que las
emociones y el modo en que las procesamos desempeñan un papel clave.
Puede que, entre las dimensiones que estoy planteando, precisamente sea la
clarificación la que te aporte una brújula para guiarte en el enfurecido oleaje
de la tristeza, la ira o el miedo.

LA REPARACIÓN DE LAS EMOCIONES

Para finalizar, la última dimensión de la regulación emocional sería la


reparación. Las emociones adaptativas se caracterizan por resultar útiles y
por expresarse con la intensidad adecuada para procesarse sin que nos
sobrepase. En el momento en que te desbordan y son causa de que no vivas
una vida satisfactoria pueden erigir los cimientos de un trastorno mental que
irá construyéndose silenciosamente con el paso del tiempo. La reparación
implica la capacidad de reinterpretar las emociones para sacar de ellas
alguna consecuencia positiva para ti, incluso cuando pudieran etiquetarse
como negativas. Para una adecuada reparación emocional debes ser capaz,
en primer lugar, de amparar lo que sientes en cada momento, sin juzgarte
por el hecho de sentirlo. Ya sabes que nos bombardean continuamente con
la absoluta necesidad de ser felices todo el tiempo, por lo que puede ser un
paso más difícil de lo que imaginas. A partir de este punto, en el que actúas
honestamente contigo, deberás aprovechar todo el potencial de la emoción
para transformarlo en actos coherentes que permitan resolverla: desde pedir
perdón hasta dar las gracias, o incluso tomar la difícil decisión de separar tu
camino del de otra persona que te hace un daño deliberado o cuyos pasos se
han alejado demasiado de los tuyos.

La reparación es, en definitiva, el conjunto de actos a través del cual puedes


dar una adecuada respuesta a lo que sientes, para que puedas evitar que ese
sentimiento se enquiste y te perjudique psicológicamente.
La escritura emocional implica plasmar tus inquietudes de manera que
seas capaz de reconocer el sentido autobiográfico del texto que has volcado
sobre el papel, evitando al mismo tiempo la autocensura y siendo lo más
sincero posible contigo mismo. El relato debe hacer énfasis en lo que
sientes sin usar etiquetas para sintetizarlo, ilustrando con ejemplos del día a
día tus vivencias y sin la necesidad de compartirlas con nadie más. A
medida que se instaura el hábito podrás hacerte consciente del cambio que
nos atraviesa a todos cuando vamos sumando capítulos en la obra de
nuestras vidas, apreciando que ningún sentimiento vibra para siempre y que
absolutamente todos están sujetos a una inevitable transitoriedad. Incluso
podrás revisar pasajes que dejaste atrás y darte cuenta de que el sufrimiento
o la alegría que en ellos había eran en realidad pasajeros, aunque en el
momento no lo pareciera en absoluto, y de cómo tu posición de espectador
en el presente te permite conectar puntos para hallar significados que
entonces se te escaparon.

Debes evitar la búsqueda de un sentido estético para tus palabras, o la


introducción de moralejas forzosas que pretendan dotar a la experiencia de un
valor aleccionador: el fin es únicamente traducir la complejidad del mundo
interno sin el filtro del convencionalismo ni de las apariencias.

En resumen: es una experiencia tan profundamente individual que para


cada cual será distinta, pero en todos los casos orgánica y libre. Solo podrás
conocerla experimentando con ella, ¡mucho ánimo!
23

LA ACEPTACIÓN INCONDICIONAL:
AMÁNDOME TAL Y COMO SOY

LA IMPORTANCIA DE ABRAZARSE

Es oportuno que, llegados a estos últimos capítulos del libro, revises uno de
los principios básicos que hay que tener presente si vives con ansiedad. Es,
sin duda, de las cosas más importantes que puedes aprender con él: la
ansiedad tiene una función, no es en absoluto algo que debas desdeñar
automáticamente y apartar de tu vida. Al igual que el miedo, la ira, la
tristeza u otras emociones, la ansiedad correctamente gestionada puede ser
una aliada valiosa. Si la erradicaras por completo, tu capacidad para
afrontar los retos cotidianos se vería seriamente perjudicada, pues serías
incapaz de anticiparte a ellos, de atribuirles la importancia que merecen o
de dedicar un tiempo a reflexionar sobre sus características y sobre la
oportunidad que representan. Vivir con cierto grado de ansiedad es
totalmente natural y no significa que seas débil o inseguro, y ni mucho
menos que algo esté mal en ti. El único posible problema reside en los
trastornos ansiosos, a los que dedicamos bastante espacio en un capítulo
previo. Se trata de casos en los que sí se aprecia que las sensaciones
ansiosas se agravan hasta niveles altísimos, que te desbordan e impiden
desarrollar facetas importantes. Será en estas circunstancias cuando se
habrá de optar por acudir a un especialista.
No obstante, durante mucho tiempo ha predominado una perspectiva
puramente médica para la ansiedad y para otras experiencias inseparables
de la realidad humana. Como si de peligrosas patologías se tratara, se ha
esparcido como un reguero de pólvora la absurda idea de que deben ser
evitadas a toda costa, y que tan pronto como aparecen hemos de desplegar
toda la artillería para hacerlas desaparecer, con énfasis en el uso de
fármacos. A lo largo de la vida experimentarás una impresionante variedad
de sentimientos y de emociones, para los cuales estás fisiológicamente
preparado. No debes renunciar a ellos bajo ningún concepto, pues tanto los
«positivos» como los «negativos» (nótense las comillas) son relevantes y
dignos de ser abrazados. Creer que existen emociones inherentemente
buenas o malas es un maniqueísmo irreal: todas brotan ante circunstancias
concretas y debes valorarlas en términos de sus consecuencias para tu vida,
no solo por lo que en apariencia parezcan ser. La lucha denodada por dejar
de experimentarlas solo conduce a dos posibles consecuencias: o bien que
evites todas aquellas situaciones en las que eres consciente de que podrían
irrumpir, o bien que trates de soterrarlas en los momentos en que hacen acto
de presencia. Tanto la una como la otra, nutridas por ideas ingenuamente
optimistas que proliferan en los medios de comunicación, conducen a la
frustración y a la pérdida de espontaneidad. Son decididamente injustas,
crueles con tus necesidades y ajenas a toda la evidencia científica conocida
sobre la emoción.

EL DOLOR POR OCULTAR LO QUE SIENTES

Un ejemplo evidente lo hallamos en quien se empeña en detener tu llanto


ante una situación que lo desborda emocionalmente. Llorar es un
mecanismo que sirve para aliviar el estrés y que surge cuando estás
sometido a un enorme pesar (también si te encuentras en una situación
hilarante, aunque esa es otra historia...), por lo que los esfuerzos por
frenarlo se traducen en un aumento paradójico del sufrimiento. Quizá la
persona que te ha sugerido que dejes de llorar (a veces con buena intención)
pueda sentir algún alivio momentáneo cuando efectivamente le haces caso,
pero la factura que habrás de abonar será desproporcionadamente mayor a
su comodidad. Y es que es urgente empezar a aceptar que el malestar que
puedas vivir en distintos momentos de la vida es totalmente válido, natural,
y una parte más de las muchas experiencias que te deparará el hecho de
existir.

Al fin y al cabo, ¿qué es vivir sino una sucesión de encuentros y


desencuentros? ¿Debes asumir que la vida será sencilla y previsible, que
siempre discurrirá por terrenos conocidos y que nunca hará tambalear tus
cimientos? Fortaleciendo la salud mental no solo te recuperas de un problema
que limita tu calidad de vida en este momento, sino que también desarrollas
fortalezas que te protegerán ante las inclemencias futuras.

Muchas veces, cuando analizas con detalle la ansiedad, te das cuenta de


que resulta más invalidante el esfuerzo que haces por evitarla que los
síntomas en sí. Por ejemplo, en la ansiedad social es frecuente que evites
muchas interacciones, lo que acaba traduciéndose en una pérdida de
oportunidades en muchos ámbitos (laboral, amistad...) o incluso en que se
deterioren tus destrezas interpersonales por ausencia de ocasiones en las
que practicarlas, lo que acaba haciendo más grande el problema. Por su
parte, en el trastorno de pánico puedes luchar por no exponerte a situaciones
en las que crees que podrías sufrir algún episodio agudo de ansiedad,
reduciendo con ello tu participación en actividades que anteriormente
resultaron gratificantes, lo que minimiza tus incentivos para vivir y
acrecienta la tristeza. Por ello, todo cuanto haces con la ansiedad es crucial
para entender cómo se mantiene e incluso cómo se asocia con otros
problemas de salud mental, pues ya sabes que los síntomas depresivos son
comunes a medida que el tiempo pasa sin una solución clara para ellos.
También cabría mencionar el estigma que aún afecta a la salud mental, que
nos impide expresar sinceramente qué nos atenaza o preocupa por miedo a
que los demás puedan considerarnos inapropiados. Al final, todo esto se
traduce en actos que empeoran nuestro estado psicológico, como renunciar
a beneficiarnos del apoyo social que naturalmente podría proporcionarnos
nuestro entorno más cercano.
Una de las terapias más importantes en la actualidad, que se incluye
dentro de los procedimientos de tercera generación, es la terapia de
aceptación y compromiso. En este contexto existe un concepto
particularmente ilustrativo: la evitación experiencial. Esta forma de
evitación describe precisamente lo que acabamos de mencionar, y sería uno
de los resortes fundamentales a abordar durante las sesiones con el
especialista en salud mental. Ya hablamos de ella antes, en otros capítulos
del libro, por lo que valdría la pena revisitarla.
24

LA LÍNEA DE LA VIDA: ENTENDIENDO EL


CAMINO QUE HE RECORRIDO

ECHAR LA VISTA ATRÁS

La mayoría de las personas vive su vida como si fuera un río: discurre entre
valles, mecida en un caudal continuo, impasible a los rigores de la
orografía. Lo cierto, no obstante, es que la existencia está sometida a
vaivenes que alteran su curso de forma imprevisible. Existen meandros,
pequeñas cataratas y zonas estancadas en las que el agua se vuelve turbia,
así como tramos en los que fluye cristalina y otros en los que se estrella,
iracunda, contra las rocas. Pese a que nuestra tendencia es flotar a la deriva,
a veces puede ser provechoso hacer un esfuerzo y remar a contracorriente
para recordar el camino que nos trajo hasta aquí. Precisamente en esto
podría resumirse el propósito de la tarea que nos ocupa: recapitular las
experiencias más importantes, desde donde nace la memoria hasta la
actualidad, o simplemente centrarnos en puntos concretos de la
autobiografía para comprenderlos mejor y cerrarlos definitivamente. Los
capítulos de la vida que permanecen abiertos pueden generar sufrimiento.
Por supuesto, se trata de una tarea que precisa mucha reflexión y tiempo.
ENTENDIENDO NUESTRA VIDA

El primer paso es localizar los grandes momentos que alguna vez viviste,
las conocidas transiciones experienciales, y escribirlos en una lista. Puede
tratarse de tu propio nacimiento (suceso con el que empieza la aventura),
pero también de una gran pérdida o de un logro extraordinario. Al
recabarlos, te darás cuenta inmediatamente de que eres el resultado de un
cúmulo de vivencias, de un bagaje existencial que te acompaña allá donde
vas y que has de acomodar. Incluso podrás brindarte la oportunidad de
entender que muchas cosas que hoy haces, por mucho que te preocupen o
que te resulten confusas, fueron útiles para adaptarte a situaciones del
pasado realmente difíciles. Realizando el ejercicio podrás observarte a ti
mismo con un entendimiento privilegiado, algo imprescindible si deseas
tratarte compasiva y amablemente. Veamos paso por paso cómo hacerlo:
Empieza reflexionando sobre los sucesos relevantes que marcaron tu vida: los
capítulos de la obra. Siéntate de la forma más cómoda posible y escribe en un papel
las situaciones que has vivido a lo largo de los años y que estimas relevantes para
entender quién eres hoy. No es una tarea fácil, pero vale la pena. Ni siquiera debes
organizar las experiencias por orden de relevancia ni tampoco cronológicamente. Lo
único que importa es que percibas estos hechos como intersecciones en tu camino,
desvíos a partir de los que se definió un nuevo horizonte. Pueden ser cambios
familiares (divorcios, enlaces, fallecimientos...), de salud (diagnóstico de una
condición grave, pérdida de una función de tu cuerpo...), académicos (inicio de
estudios universitarios, cambios de centro, obtención de un título...), laborales (primer
trabajo, ascensos, despidos...) o de cualquier otro tipo.
Traza una línea horizontal en una hoja de papel en disposición apaisada. Tal línea
representará el paso del tiempo desde algún momento vivido hasta la actualidad. El
lado izquierdo se reserva para el pasado, de manera que en su extremo pueda
ubicarse tanto el nacimiento como cualquier otro punto de la propia narrativa que
consideres como el comienzo de una etapa (en caso de que no desees remontarte al
inicio de todo). A medida que vayas desplazándote hacia la derecha te irás
acercando al momento presente, o hasta el instante en el que concluyó el periodo
que intentas comprender. Obviamente, cuanto más extenso sea el rango temporal
que uses, más complejo será el análisis, pero también más profundo y significativo.
Cuando exploras la vida desde sus inicios hasta la actualidad adquieres una
perspectiva mucho más rica del camino recorrido y del porqué de tus circunstancias.
No obstante, quizá la primera práctica puede ser más accesible si te limitas solo a un
pasaje reciente y breve, para posteriormente extenderlo tanto como desees. Deberás
ir poco a poco, como en todas las cosas que has ido aprendiendo a lo largo de este
libro.
Llegados hasta este punto dispondrás de dos elementos: una línea horizontal con
límites temporales claramente definidos y una lista de sucesos relevantes que
ocurrieron entre ellos. Lo que debes hacer ahora es ubicar estos momentos en el
segmento de la línea que les corresponda, guardando la proporcionalidad (distancias
entre todos ellos) de la mejor manera posible. Así, si tienes actualmente treinta años
y vas a enmarcar un acontecimiento que sucedió a los quince (la ruptura de una
relación sentimental, por ejemplo) sobre una línea que representa toda la existencia,
tendrás que ubicarlo aproximadamente a la mitad (de forma que divida el plano en
dos partes de igual longitud). Esta proporción es importante, porque muestra con
claridad la posición relativa de los sucesos (antes, después...) y la evolución que has
experimentado. Así podrás tener una visión nítida de cómo ciertas cosas que te
sucedieron en tiempos remotos pueden estar generando su efecto en el presente, e
incluso la posibilidad de que exista una relación de causa y efecto más o menos
definida. Esta forma de ordenar la propia vida facilita la comprensión de todo el
conjunto, pues, al igual que la solución de problemas, ilustra de manera visual algo
extraordinariamente complejo.
Al finalizar, tendrás una ordenación gráfica de tu vida y de sus transiciones
relevantes. Ahora podrás enriquecer cada una de ellas con un breve texto, en el que
detalles cómo te hizo sentir y qué significado tuvo para ti a nivel íntimo. Por ejemplo:

Pérdida de mamá (16 años): «El fallecimiento de mi madre fue la experiencia


más dolorosa que tuve que vivir hasta ese momento de mi vida. Además de
este sufrimiento, tuve que asumir nuevas responsabilidades familiares para las
que no estaba completamente preparado».
Logro del primer contrato de trabajo (21 años): «Momento de gran felicidad que
me permitió desarrollar una mayor autonomía y realización personal. Estas
nuevas circunstancias me permitieron adquirir mi casa y, con el tiempo, formar
una familia».
Primera ruptura sentimental (27 años): «Después de una relación de cinco
años, todo finaliza de una manera demasiado abrupta. Siento soledad, pero
también me sirve para reorganizar mis prioridades».
Veámoslo en esta línea, que pertenece a una persona que tenía treinta
años al empezar su ejercicio:

La inclusión de estos textos hace necesario organizar la información de la línea de


forma óptima. Una buena estrategia para lograrlo consiste en alternar cada escrito en la
mitad superior e inferior de la misma, siempre vinculados (con una línea, por ejemplo) al
acontecimiento correspondiente. Algunas personas añaden toques creativos a este
ejercicio, usando colores diferentes para escribir ciertos segmentos, siguiendo una lógica
completamente subjetiva (reseñando en color verde los momentos felices y en rojo los
difíciles, por ejemplo) o añadiendo dibujos y fotografías allá donde lo consideran pertinente.
La idea es que la línea de vida sea valiosa y significativa para quien la realiza, con
independencia de su grado de ajuste a criterios técnicos. Debe tener valor personal y hacer
que te sientas identificado con aquello que cuenta. Algo que puede ser tremendamente útil
es trazar una segunda línea por encima de la horizontal que represente el modo en que te
sentías en cada momento, lo que también te da una visión nítida de la evolución de tu vida
emocional. Podría ser parecido a esto:
Una vez que la termines, podrás usarla como una brújula en la marejada
de la existencia, como un recurso íntimo y valioso que podrás consultar
cuando te sientas perdido (algo que no significa en esencia nada negativo),
e incluso complementar con detalles adicionales.

La línea de la vida no es un mecanismo a partir del cual emitir un juicio


valorativo sobre quién eres o por qué. La idea es fundamentalmente
comprenderte dentro del marco de tus experiencias, y poder comprometerte
en decisiones de futuro mucho más coherentes y personalmente relevantes.
Esto es, construir un plan que tenga en cuenta tu punto de partida y que te
permita ser consciente de hacia dónde te diriges.
EPÍLOGO
El camino por delante

Quienes saben de estas cosas dicen que lo mejor de coronar el Everest no es


el esfuerzo que has tenido que invertir escalando sus paredes escarpadas,
superando sus innumerables peligros, sobreponiéndote a la fatiga o
sorteando las tormentas imprevistas. Tampoco el haber llegado hasta donde
solo unos pocos lo hicieron, el vanagloriarse por la conquista o el tener una
anécdota más de la que alardear... Parece que lo mejor está en la sencilla
pero abrumadora sensación que te inunda al contemplar desde las alturas el
camino que recorriste hasta llegar allí. Desde arriba todo tiene un matiz
distinto: el sendero tortuoso en que tus pasos vacilaron parece despejado, y
los vientos huracanados que arreciaban, infinitamente mansos. Es como una
serenidad que ruge desde las entrañas de ese coloso de piedra y nieve, que
se siente tan auténtica como pocas otras cosas en la vida. Y es que todo
viaje adquiere un significado especial si puedes detenerte a pensar en los
momentos que te proporcionó, tanto los alegres como los más duros, y no
solo en el destino al que inevitablemente te estaba conduciendo.
Podría decirse que el camino de lidiar con la ansiedad es similar al de
hacer cima en una montaña. Empiezas observándola desde su falda y te
sientes pequeño. Los primeros pasos no son en absoluto fáciles, pues en
poco tiempo acumulas tropiezos y heridas que te hacen dudar de todas y
cada una de las fibras de tu ser. Si en algún momento miras hacia abajo (y
observas que todavía no te alejaste demasiado del punto desde el cual
partiste), resulta extraordinariamente tentador deslizarse hasta que los pies
se posen sobre la anhelada tierra firme, recoger todos los bártulos y volver
allá donde te sientes más seguro (pese a que sea un lugar del que querrías
alejarte cuanto antes). Pero si te resistes a esa idea y sigues intentándolo,
tarde o temprano atesorarás logros: quizá empezarán siendo cosas en
apariencia irrelevantes, pero te proporcionarán la certeza de que en algún
lugar dentro de ti habita un escalador avezado. Sin prisas, irás aprendiendo
dónde y cómo colocar las manos para agarrarte a los riscos, cómo ajustar
correctamente la cuerda de seguridad y cuáles son los lugares más propicios
en los que simplemente descansar.
A cada paso irás familiarizándote con los peligros que comporta,
superarás las temperaturas bajo cero y conquistarás un metro tras otro.
Pasarás allí más de una noche, contemplando la belleza del cielo estrellado
en el más absoluto silencio, pensando durante largas horas cómo seguir
adelante. Y el día menos pensado habrás alcanzado la cima y tendrás a tus
pies un montón de recuerdos. Por supuesto, la experiencia acumulada te
hará sentir mucho más preparado para otros retos que podrían presentarse y
te darán la seguridad de que siempre fue posible.
En las últimas páginas de este libro albergo la ilusión de que la
experiencia que hemos compartido te haya hecho aprender mucho sobre tus
miedos, sobre sus orígenes y sobre las herramientas de las que dispones
para alzarte hasta la cima de tus propósitos. En lo referente al dolor
humano, recuerda que el abandono solo nos trae la desesperanza. Persiste,
aprende y sé feliz.
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