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CAPÍTULO VII

Género
M.ª PILAR MATUD AZNAR

1. SEXO Y GÉNERO

Tanto en su uso científico como popular, existe bastante confusión y sola-


pamiento en el uso de los términos sexo y género. Aunque es una cuestión muy
compleja para la que aún no se ha encontrado una solución satisfactoria, mu-
chos autores usan sexo para referirse a los fenómenos biológicos asociados con
ser macho o hembra (Helgeson, 2002; Deaux, 1985; Unger, 1979; Winstead y
Derlega, 1993), mientras que con el término género se refieren fundamental-
mente a categorías sociales. Unger plantea que «El término género puede ser
utilizado para describir aquellos componentes no fisiológicos del sexo que son
considerados culturalmente como apropiados para hombres y mujeres.» ... «Se
refiere a la etiqueta social por la que distinguimos a dos grupos de personas»
(1979, pág. 1086). Añade que dicho término puede usarse para aquellos rasgos
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en los cuales el sexo actúa como una variable estímulo (es decir, cuando las di-
ferencias se sitúan en las personas con quienes el individuo interactúa), inde-
pendientemente de si dichos rasgos tienen su origen o no dentro del sujeto.
Plantea que género puede ampliarse para incluir tanto las atribuciones hechas
por otros como las asunciones y suposiciones acerca de uno mismo (la identi-
dad de género).
También Ashmore (1990) sigue este tipo de concepción de sexo y género.
Afirma que el término sexo se utiliza para denotar el gran y diverso conjunto de
factores biológicos y genético-evolutivos que contribuyen a las formas en que
mujeres y hombres piensan, sienten y se comportan. Y usa género para recono-

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cer el hecho de que «hombre» y «mujer» son construcciones culturales y que


cada persona es criada en una sociedad concreta, con un rico conjunto de creen-
cias y expectativas acerca de estas categorías sociales. Kessler y McKenna (1978)
afirman que el término género se ha usado tradicionalmente para designar los
aspectos psicológicos, sociales y culturales mientras que, generalmente, sexo
designa el componente biológico, aunque plantean que los factores biológicos
no pueden actuar de forma simple y directa sobre la conducta, sino que están
abiertos a interpretaciones culturales importantes.
Aunque la asociación de sexo con «lo biológico» y género con «lo cultural»
ha tenido una aceptación bastante amplia, actualmente se replantea que no es
posible una separación absoluta entre el sexo y el género y, además, parece pro-
ducir una dicotomía aún más profunda entre biología y cultura, creando así
una imagen dividida del ser humano. Se ha afirmado que la división sexo/géne-
ro parece replicar de alguna manera la separación cuerpo/mente.
Además, la diferenciación sexo/género no ha sido adoptada de forma uná-
nime, sino que muchos autores han seguido utilizando únicamente el término
sexo. Porque, no debemos olvidar que el término género no se utilizó hasta
prácticamente la década de los 70, habiéndose usado hasta entonces «sexo».
Y hay autores como Maccoby (1998) que afirman que sexo y género deben
usarse de forma intercambiable, ya que los aspectos biológicos y sociales pue-
den interactuar y es difícil distinguirlos. Porque no está tan claro que el sexo no
incluya factores culturales, ni que se pueda aislar el género (o la cultura) de la
base biológica del cuerpo concreto que experimenta y crea esa cultura. Así, al-
gunos autores como Butler (1990) han propuesto que también el sexo podría
tener componentes de construcción social. Se ha planteado que el sexo no pa-
rece tener una base biológica tan claramente distinguible en macho y hembra,
ya que en los seres humanos es el resultado de una secuencia acumulativa de
procesos interdependientes, pudiendo diferenciarse al menos cinco categorías
biológicas diferentes: sexo cromosómico, sexo gonadal, sexo hormonal, sexo
de los órganos internos, y sexo determinado por la apariencia y función de los
genitales externos (Unger y Crawford, 1992). Desde el momento de la concep-
ción, el sexo del individuo está determinado genéticamente, lo que da lugar a
que las gónadas indiferenciadas se desarrollen y conviertan en glándulas sexua-
les masculinas o femeninas. Éstas segregarán las hormonas que serán las res-
ponsables del desarrollo diferenciado de los órganos reproductores internos y
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los genitales externos. Aunque normalmente están muy correlacionadas, se han


detectado alteraciones, generalmente de tipo hormonal o genético, que hacen
que no coincidan todas las categorías de sexo.
La determinación genética del sexo se basa en la existencia de diferencias
entre hombres y mujeres en uno de los 23 pares de cromosomas que contiene
cada célula, denominándose este par que difiere XX en el caso de las mujeres
y XY en el de los hombres. Pero en algunas ocasiones surgen alteraciones en la
división celular que afectan a dicho par, pudiendo suceder que la persona sólo
tenga un cromosoma X (X0), o que tenga cromosomas X o Y adicionales (por
ejemplo, puede ser XXX o XXXY o XYY). Así, se dan una serie de síndromes

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como el de Turner, en los que la persona sólo tiene un cromosoma X, o el de


Klinefelter en el que los cromosomas del par 23 son XXY.
Los síndromes de tipo hormonal generalmente son hereditarios y se carac-
terizan por alteraciones en la secreción de andrógenos, o por la incapacidad ce-
lular de responder a sus efectos, en los períodos fetales en que se desarrollan las
estructuras de los genitales internos y externos, lo que conlleva que no coinci-
dan plenamente con los propios de su sexo genético. Condiciones que a veces
son reversibles de forma natural, como en el caso de los chicos con déficit de 5
alfa-reductasa, una enzima que ayuda a la conversión de testosterona en dihydro-
testosterona, que es la que produce la fusión del escroto y el crecimiento del
pene. Debido a esta deficiencia, al nacer los genitales externos son ambiguos
pero al llegar la pubertad se masculinizan por el efecto de la testosterona que
producen sus testículos.
Y, volviendo al género, encontramos que cada día se enfatiza más su ca-
rácter multidimensional. Para Barnett, Marshall, Raudenbush y Brennan (1993)
el género es un constructo consistente en sentidos biológicos, psicológicos y
sociales. Definen género como incluyendo, pero no limitado, al sexo biológi-
co, a las experiencias de socialización diferenciales, a las expectativas indivi-
duales de la definición social, a los roles de género específicos y a las actitu-
des de rol sexual. Aunque consideran que el género es, ante todo, el producto
de procesos culturales y sociales, por lo que varía con el tiempo y en las dis-
tintas culturas, ya que cada sociedad tiene sus propias normas acerca de
cómo deben comportarse mujeres y hombres. Plantean que la confusión sur-
ge cuando las diferencias entre mujeres y hombres, que reflejan una cultura y
tiempo concretos, son tratadas como diferencias de sexo, es decir, diferencias
naturales y, por tanto, invariables en el tiempo. Debido a que, desde el naci-
miento, las experiencias de socialización difieren para niños y niñas y los ro-
les sociales de mujeres y hombres son muy diferentes en la mayoría de las cul-
turas, es muy difícil separar las diferencias de género de las de sexo. Sólo
cuando mujeres y hombres tengan experiencias parecidas y sus vidas sean si-
milares se podrá esperar detectar diferencias de sexo. Por ello, afirman que
las demandas acerca de la esencia de la «masculinidad» y la «feminidad» son,
a menudo, inferidas. Esta línea de razonamiento sugiere que los repertorios
conductuales de mujeres y hombres son básicamente los mismos, pero las
diferencias en el contexto y en los períodos históricos influyen en la selec-
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ción de conductas de mujeres y hombres. Los roles familiares y laborales re-


flejan, por tanto, no diferencias innatas en los repertorios, sino diferencias en
la elección. Las diferencias observadas pueden derivar de potenciales simila-
res (Deaux, 1984).
Se plantea, por tanto, que no pueden usarse los términos sexo y género
para presentar conceptos diferentes y no superponibles (Lips, 2001), ya que
las expectativas culturales para mujeres y hombres (el género) no se pueden
separar de las observaciones del cuerpo físico de mujeres y hombres (el sexo),
y muchas de las diferencias son fruto de las interacciones entre la biología y
el medio.

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2. TÉRMINOS RELEVANTES EN EL ESTUDIO DEL GÉNERO

Aunque se ha intentado un acercamiento básico al concepto de género, es


necesario insistir en que se trata de un término que se ha usado de forma muy
diversa. Hawkesworth (1997) ha identificado al menos 25 usos diferentes, ha-
biéndose considerado, entre otros, como un atributo de las personas; como una
característica de las relaciones interpersonales; como un tipo de organización
social; en términos del simbolismo e ideología de una sociedad; como un efec-
to del lenguaje; o como una característica estructural de poder. Todo ello nos
indica su complejidad, así como el interés que su estudio ha despertado en las
últimas décadas. Pero, en todo caso, y aun reconociendo que no hay unanimi-
dad en sus definiciones y/o conceptualizaciones, hay una serie de términos que
parecen ser especialmente relevantes y que vamos a revisar a continuación.
En sentido amplio, la identidad de género se refiere al fenómeno por el que
los individuos se perciben a sí mismos como hombres o como mujeres (Frable,
1997; Golombok y Fivush, 1994; Hawkesworth, 1997; Spence, 1993). Se trata
de una definición tradicional, estando la mayoría de los autores de acuerdo en
que se produce en la infancia y que es relativamente inmutable, aunque más re-
cientemente algunos autores han cuestionado dichos supuestos y han ampliado
su contenido.
Según Barberá (1998) se trata de un proceso, que tiene lugar generalmen-
te en la infancia y cuyo desarrollo temporal presenta bastante variabilidad vin-
culándose, prácticamente desde el comienzo, con el aprendizaje de comporta-
mientos y actividades tipificadas y con los roles de género. Algunos autores
hacen referencia a su relevancia dentro del autoconcepto. Es el caso de Lips,
quien la define como «la experiencia privada del individuo del sí mismo como
hombre o mujer, un aspecto poderoso del auto-concepto que se forma tem-
pranamente en la infancia y que, en la mayoría de los adultos, es muy resisten-
te al cambio» (2001, pág. 54). Otros incluyen en la identidad de género, ade-
más de las características de tipo biológico, atributos personales y sociales,
capacidades e intereses, y conductas simbólicas (Frable, 1997). Ashmore la de-
fine como «el conjunto estructurado de identidades personales relativas al gé-
nero que surgen cuando el individuo asume la construcción social del género
y los “hechos” biológicos del sexo y los incorpora en su autoconcepto global»
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(1990, pág. 512).


La tipificación sexual (o tipificación de género) se refiere al proceso por el
que se adquieren preferencias, conductas, habilidades y autoconceptos consi-
derados culturalmente adecuados por el hecho de ser hombre o mujer. Así,
Bem (1981) afirma que el proceso por el cual una sociedad transmuta hombres
y mujeres en masculino y femenino se conoce como tipificación sexual. Como
señala esta autora, la distinción entre mujeres y hombres es un principio básico
de la organización de la cultura humana, y aunque las sociedades difieren en las
tareas específicas que asignan a hombres y mujeres, todas las sociedades distri-
buyen los roles adultos según el sexo y anticipan esta distribución en la sociali-

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zación de la infancia. Pero no sólo se espera que chicos y chicas adquieran las
habilidades específicas de su sexo, sino que también se espera que tengan o
adquieran autoconceptos y atributos de personalidad específicos según su
sexo, de modo que sean masculinos o femeninos tal como los define esa cultu-
ra concreta.
Spence, Deaux y Helmreich (1985), aunque reconocen que el término roles
sexuales se emplea con frecuencia en Psicología como una etiqueta categorial
para todas las características y conductas que, de forma estereotipada, distin-
guen a los hombres y mujeres en una sociedad dada, lo definen de forma más
restrictiva y en consonancia con los teóricos del rol como refiriéndose a «las ex-
pectativas normativas acerca de la división del trabajo entre los sexos, y a las re-
glas relacionadas con el género en las interacciones sociales que existen en un
contexto histórico-cultural concreto» (Spence y cols., 1985, pág. 150). Money y
Ehrhardt (1972) definen el rol de género como lo que una persona dice o hace
para indicar a los demás o a sí misma el grado en que es hombre, mujer, o am-
bivalente, incluyendo la reacción y las respuestas sexuales, aunque no se limita
a las mismas. Plantean que el rol de género es la expresión pública de la identi-
dad de género y ésta es la experiencia privada del rol de género.
Lips (2001) afirma que rol de género se refiere al conjunto de conductas de-
finidas socialmente como apropiadas para cada uno de los sexos. Así, se espe-
ra que las mujeres sean femeninas y los hombres masculinos. Y masculinidad y
feminidad se refieren a las diferencias en rasgos, conductas e intereses que la so-
ciedad ha asignado a cada uno de los géneros. Una matización interesante la
aporta Hawkesworth (1997) cuando define rol de género como el conjunto de
expectativas prescriptivas específicas de la cultura acerca de lo que es apropia-
do para hombres y mujeres. E identidad de rol de género como la medida en que
una persona aprueba y participa en los sentimientos y conductas considerados
como apropiados para mujeres y hombres.
Aunque la conducta de mujeres y hombres está influida por cómo las perso-
nas han interiorizado las actitudes de su cultura acerca de los roles de género,
puede suceder que las diferentes expectativas de un rol entren en conflicto entre
sí, es el conflicto intra-rol. O bien que las expectativas de un rol sean incompati-
bles con las de otro, lo que conlleva conflicto entre roles. Estos conflictos son una
de las causas que pueden llevar a que se violen las normas asociadas con los roles,
siendo sus consecuencias pequeñas o grandes según la relevancia que para el rol
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tenga la norma, y la medida en que la situación exija la adherencia al rol (Helge-


son, 2002). Las consecuencias de violar las normas de género parecen ser más ne-
gativas para los hombres que para las mujeres, ya que cuando éstas asumen carac-
terísticas masculinas se mueven hacia un mayor estatus, pero el hombre que
adopta características femeninas cambia a un estatus inferior.
Las actitudes de rol de género se refieren a las creencias sobre cómo debe-
rían comportarse mujeres y hombres. En cuanto a los diversos componentes de
las actitudes hacia la categoría de sexo, se denomina sexismo al componente
afectivo, y se refiere al prejuicio hacia las personas en función de su sexo. Al
componente cognitivo se le denomina estereotipo sexual o estereotipo de géne-

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ro, y se refiere a las creencias sobre las características biológicas o psicológicas


asociadas a ser hombre o mujer. Y al componente conductual de las actitudes
se le llama discriminación sexual, e implica el tratamiento distinto de las perso-
nas según su sexo. Como afirma Helgeson (2002), la discriminación sexual es,
con frecuencia, resultado del sexismo y de los estereotipos de género. Los hom-
bres que tienen sentimientos ambivalentes hacia las mujeres pueden manifestar
dos tipos de sexismo: el hostil, que se caracteriza por paternalismo dominante,
creencias despectivas sobre las mujeres y hostilidad heterosexual; y el benevo-
lente, caracterizado por paternalismo protector, la idealización de la mujer y el
deseo de relaciones íntimas (Lips, 2001). Pero, como señala esta autora, no to-
dos los sexismos son tan obvios, habiendo surgido una constelación de actitu-
des que se ha denominado neosexismo o sexismo moderno, que es más sutil y se
caracteriza por negar que las mujeres aún estén discriminadas, oponerse a las
demandas de las mujeres y la falta de apoyo a las políticas diseñadas para mejo-
rar las condiciones sociales de las mujeres.
Otros términos relacionados con el género recogidos por Hawkesworth (1997)
son sexualidad, que se refiere a las prácticas sexuales y a la conducta erótica; e
identidad sexual, que alude a designaciones tales como heterosexual, homose-
xual, bisexual, transexual o asexual. Un término similar es orientación sexual,
que indica la preferencia de una persona por parejas sexuales de su mismo o de
diferente sexo. Como señala Lips (2001), pese a que no siempre se ha conside-
rado así, la orientación sexual no necesariamente es un correlato de la identidad
de género ni del rol de género.

3. ESTEREOTIPOS DE GÉNERO

Consisten en un conjunto de creencias específicas acerca de las características


que se considera probable que tenga cada género (Deaux y La France, 1998).
Son creencias socialmente compartidas de que pueden atribuirse ciertas cuali-
dades a los individuos basándose en su pertenencia a la mitad hombre o mitad
mujer de la raza humana (Lips, 2001). Los estereotipos surgen de los procesos
de categorización cognitiva común ya que los individuos, en un intento de re-
ducir la complejidad del mundo social y facilitar el procesamiento de la infor-
mación, usan categorías para clasificar las conductas y actitudes de los demás
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(Fiske y Taylor, 1992). Dichas conductas y actitudes llegan a asociarse diferen-


cialmente con categorías concretas, llevando a la percepción e interpretación
de la conducta individual de los miembros del grupo basándose, más que en el
individuo, en el conocimiento generalizado y en las expectativas sobre el gru-
po. Las categorías se almacenan en la memoria como representaciones concep-
tuales, o esquemas, que consisten en un conjunto de creencias acerca de los
atributos personales de un grupo de personas. Y se ha encontrado que los este-
reotipos o esquemas tienen una serie de efectos, que afectan incluso a la infor-
mación a la que se atiende e influyen en cómo se construye, interpreta y proce-
sa la información (véase, por ejemplo, Devine, 1989).

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Los estereotipos sexuales tradicionales están codificados en estructuras de


conocimiento o esquemas que automáticamente, es decir, sin que se sea cons-
ciente de ello, interpretan y guían nuestras percepciones, inferencias, memorias
y tratamiento de las mujeres y de los hombres. Presentan una serie de caracte-
rísticas que les hacen ser especialmente relevantes, ya que se ha encontrado que
somos más capaces de observar, inferir y recordar la información consistente
con los esquemas; de considerarla más relevante, informativa y creíble; y de verla
como disposiciones de las personas. Además, con mucha frecuencia, no pode-
mos diferenciar la inferencia de la evidencia, y dan lugar a profecías auto-
cumplidas (Geis, 1993; Lips, 2001). La idea central de la profecía autocumpli-
da es que las creencias causan las conductas y las conductas causan las creencias
y consta de dos elementos básicos: 1) cognitivo, que consiste en conocimientos,
creencias, expectativas, sentimientos, actitudes, intenciones, metas y valores;
2) conductas observables, tales como acciones, palabras, expresiones faciales y
lenguaje corporal. Así, en la interacción social, solemos encontrar que el obser-
vador mantiene una determinada expectativa acerca de la conducta de la per-
sona con la que interactúa, comportándose según esta creencia; la otra persona
interpreta las acciones del observador y responde en consecuencia, lo cual es
utilizado a su vez por el observador para confirmar o reevaluar la expectativa
inicial. Si la conducta discrepa mucho de la percepción original, el observador
puede atribuirla a la situación, o incluso puede terminar la interacción para evi-
tar la información contraria a sus expectativas. Se trata de un proceso muy in-
fluyente en las creencias estereotipadas respecto al género, ya que se ha obser-
vado que es más probable que se produzcan las diferencias hombre/mujer en
situaciones de interacción social que en las más individuales (Maccoby, 1990).
Y también se ha constatado que existe una cierta motivación a ser evaluado de
forma positiva por los demás habiéndose observado que, tanto mujeres como
hombres, se comportan de forma más o menos estereotipada en función de las
expectativas y preferencias que creen que tiene la persona con quien van a in-
teractuar. Aunque también hay datos de que otras variables de la situación pue-
den afectar, tales como la meta de la interacción, el poder del observador sobre
la persona que actúa, y la fuerza y certidumbre de éste respecto a las expectati-
vas del observador (Deaux y Major, 1987).
Geis (1993) analiza las implicaciones de la profecía autocumplida en los ro-
les, estatus y autoridad. Plantea que las creencias estereotipadas acerca de mu-
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jeres y hombres causan sesgos y distorsiones perceptivas, incluyendo discrimi-


naciones de rol y estatus. Y las diferencias resultantes de dichos sesgos y
distorsiones en la conducta y el logro parecen confirmar que las expectativas
iniciales eran verdaderas. Primero vemos a las mujeres y a los hombres como
poseedores de los rasgos estereotípicos (tanto si los tienen como si no), confir-
mando erróneamente las profecías en nuestra mente. En segundo lugar, los tra-
tamos como si poseyesen los citados rasgos. Debido a que las personas tienden
a cumplir con las expectativas de los que las perciben, las profecías son confir-
madas y los estereotipos adquieren una parte de verdad. Y, en tercer lugar, los
estereotipos nos llevan a preferir a los hombres porque ocupan con mayor fre-

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cuencia posiciones de autoridad, mientras que esperamos un estatus más su-


bordinado en la mujer. Así, la conducta implicada en roles de autoridad apare-
ce como característicamente masculina, y la que requiere una posición subordi-
nada como femenina. Por tanto, los estereotipos de género tradicionales son,
en realidad, características de estatus que, además de reflejar las diferencias, las
perpetúan. Porque, no podemos olvidar que los estereotipos se interrelacionan
de forma muy estrecha con los prejuicios (Devine, 1989). De hecho, como se-
ñala esta autora, muchas teorías clásicas y contemporáneas han sugerido que el
prejuicio es una consecuencia inevitable de los procesos de categorización or-
dinarios. Generalmente, en nuestra cultura, los hombres han tenido más poder
que las mujeres y, dado que una de las funciones de los estereotipos es reforzar
el statu quo, no es sorprendente que los grupos dominantes hayan sido consi-
derados como más competentes e inteligentes que los subordinados, y que es-
tos sean valorados como más emocionales e incompetentes. Y, muchas veces,
los estereotipos son perpetuados simplemente porque justifican el prejuicio
contra los grupos subordinados (Lips, 2001).
Como señala Barberá, en la representación mental que todos construimos
sobre el mundo que habitamos, se constata con frecuencia «cómo los universos
masculino y femenino se representan como dos ámbitos desiguales, sesgados y
en donde las mujeres reciben, a menudo, un tratamiento y consideración discri-
minatorios» (1991, pág. 145). Pero también los hombres sufren discriminacio-
nes debido a los estereotipos de género, ya que su consideración como frío,
agresivo y no emocional puede conllevar a que se le trate de una forma violen-
ta e incluso alienante. Esto ha supuesto, por ejemplo, que la sociedad haya jus-
tificado que los hombres tengan que morir en las guerras. Además, como seña-
la Franklin (1988), los roles tradicionales del hombre como exclusivamente
protector y proveedor le ha sido dañino y lo ha deshumanizado. Y la sociedad
ha caracterizado la paternidad de una forma muy restrictiva, ofreciendo poco
apoyo social a los hombres que pretenden alejarse del patrón típico. También,
recientemente, se han planteado otros riesgos para la salud asociados a la mas-
culinidad tales como, por ejemplo, no realizar conductas preventivas de la en-
fermedad, no cuidarse de forma adecuada, o llevar a cabo conductas de riesgo
(véase, por ejemplo, Courtenay, 2000, o Good, Sherron y Dillon, 2000).
Muchos de los estereotipos sexuales se basan en la noción de opuestos, lo que
implica que cualquier alejamiento de los estereotipos de un grupo supone, por
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definición, el acercamiento al otro grupo; y que hombres y mujeres deberían es-


tar separados en una variedad de contextos. Por ejemplo, a un hombre que actúe
de forma menos racional que lo dictado por el estereotipo masculino no sólo se
le considera como menos masculino, sino también como más femenino; y una
mujer que actúe de forma menos emocional que el estereotipo femenino es con-
siderada no sólo como menos femenina, sino como más masculina. Y puede su-
ceder que a un hombre solo o a una mujer sola en un grupo de personas del sexo
opuesto se le haga sentir como un invasor, o se le excluya (Lips, 2001).
Respecto al contenido de los estereotipos de género, generalmente se ha
considerado a las mujeres como sumisas y dependientes, más emocionales y

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centradas en los sentimientos y en las relaciones. Otros atributos han sido co-
munión, sociabilidad y nutricia. Por el contrario, a los hombres se les atribuyen
cualidades como autonomía, confianza en sí mismos, asertividad, instrumenta-
lidad, y agencia, es decir, que están orientados hacia metas y centrados en el éxi-
to y logro individual. En general, se les considera como más racionales y centra-
dos en los problemas. Las expectativas, percepciones, roles diferenciados y las
conductas que conllevan están consensuadas en la sociedad, definiéndolas
como verdaderas y considerándolas como un valor. De ello se deriva que muje-
res y hombres se esfuercen por presentar los atributos deseables, y que aquellos
que violan los estereotipos causen aversión. Se trata de un sistema que se auto-
perpetúa y está mantenido por procesos sociales y mentales sesgados (Geis, 1993).
También Brody (1997) destaca la dificultad de modificar los estereotipos erró-
neos por varias razones: en primer lugar, porque funcionan como profecías au-
tocumplidas, ejerciendo una gran presión para que mujeres y hombres se com-
porten según los estereotipos, además de la valoración social negativa que
implica el no seguir sus dictados. En segundo lugar, porque los estereotipos re-
lacionados con el género influyen en nuestra propia identidad, se adquieren
desde etapas evolutivas tempranas y son relevantes a través de todo el desarro-
llo. Y, finalmente, porque solemos usar los estereotipos para aumentar nuestra
autoestima, valorando de forma más favorable las características típicamente
asociadas con nuestro sexo, y devaluando las del sexo opuesto. Recientemente
se ha propuesto la existencia en algunas personas de diferentes «tipos» de hom-
bres y de mujeres, con lo que las creencias estereotipadas de mujeres y hombres
son complementadas con otras más específicas sobre mujeres y, en menor me-
dida, de hombres. Así, existen imágenes claramente definidas en función de la
profesión, por ejemplo de las amas de casa (las «marías»), o en torno a imáge-
nes sexuales, tales como «la vampiresa» o «el ligón».
Desde las teorías más clásicas se ha planteado que los estereotipos de gé-
nero se adquieren a lo largo del proceso de socialización, especialmente a tra-
vés de la presión que una determinada generación ejerce sobre las siguientes.
Y, desde la perspectiva de la cognición e interacción social, también se desta-
ca que, desde muy temprano, los niños y niñas están inmersos en un proceso
continuo de socialización en el que van a desarrollar pensamientos, creencias
y expectativas diferenciales sobre los comportamientos adecuados según el
sexo, a partir del cual construirán su propia idea de identidad de género, que
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actuará como guía fundamental en sus acciones futuras (Barberá, 1991). Así,
se postula que los estereotipos de género se aprenden desde muy pronto a tra-
vés de la enseñanza directa o de la observación de los roles y responsabilidades
asociados al género, se mantienen y refuerzan en la escuela, en el trabajo y a
través de los medios de comunicación social; o por los sesgos cognitivos tales
como la correlación ilusoria o por la perseverancia de las creencias (Cross y
Markus, 1993).
Recientemente, se ha planteado que los estereotipos de género son multifa-
céticos, comprendiendo diversas expectativas acerca de la apariencia física y de
cómo actúan, piensan y sienten las personas. Deaux y Lewis (1984) distinguen

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cuatro componentes de los estereotipos de género: rasgos, conductas de rol,


ocupaciones y apariencia física, los cuales pueden, en alguna medida, variar de
forma independiente, aunque en ausencia de datos adicionales, la información
sobre un componente influye en la suposición de los otros. Encontraron que, a
la hora de estimar la probabilidad de rasgos u ocupaciones masculinos o feme-
ninos, en general, las personas se basaban más en las conductas de rol masculi-
no/femenino que en la etiqueta mujer/hombre. También constataron que, pese
a no existir evidencia de que estén relacionados la preferencia sexual de una
persona y la conducta de rol de género, los estereotipos de género estaban aso-
ciados a los de la homosexualidad, con una probabilidad del 40 por 100 de que
un hombre con conductas de rol femenino fuera considerado homosexual.
Una visión algo diferente y más dinámica de los estereotipos la presentan
Diekman y Eagly (1999). Plantean que, de acuerdo con los supuestos de la teo-
ría del rol social, es la conducta de rol de los miembros del grupo la que confor-
ma el estereotipo, y los grupos tendrán estereotipos dinámicos en la medida en
que perciban que sus roles sociales típicos cambian con el tiempo. Y encuen-
tran evidencia experimental de que las diferencias entre mujeres y hombres es-
tán cambiando debido a que sus roles son cada vez más similares, y de que los
estereotipos femeninos son particularmente dinámicos, ya que los roles de las
mujeres han cambiado más que los de los hombres. En consecuencia, dado que
las creencias estereotípicas de mujeres y hombres son dinámicas y dependen
del contexto social, es probable que los ideales de masculinidad y feminidad va-
ríen a través de diferentes culturas y períodos históricos.
En todo caso, no hay que olvidar el componente limitador y homogeneiza-
dor de mujeres y hombres que presentan los estereotipos, ya que ignoran las di-
ferencias individuales intragrupo. Las personas tenemos diferentes historias de
socialización y ocupamos diferentes roles, los cuales pueden ser determinantes
más importantes de la conducta que el sexo biológico. Además, no tienen en
cuenta que la conducta de hombres y mujeres depende de la situación particu-
lar en que tiene lugar, entendiendo por situación tanto el contenido como los
participantes de la misma. En la medida en que el estatus puede explicar las di-
ferencias en los estereotipos de género y en cómo las mujeres y los hombres se
perciben a sí mismos, se podrá encontrar que los cambios en estatus llevarán a
cambios en la percepción individual y social. Así, y dado que los cambios socia-
les de las últimas décadas están disminuyendo las diferencias de género, se es-
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pera que las percepciones de mujeres y hombres sean menos diferentes.

4. PRINCIPALES TEORÍAS DE LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO

En la cultura occidental, las primeras teorías acerca de las diferencias entre


mujeres y hombres se remontan a Platón y Aristóteles, y aunque el primero en
algunas de sus obras reconoció la igualdad de ambos géneros, la tendencia ge-
neral era considerar a la mujer como inferior al hombre. Por su parte, Aristóte-
les planteaba que lo femenino era una versión menor de lo masculino, siendo la

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razón de esta imperfección la ausencia del calor vital. Esta consideración de la


mujer como inferior al hombre se mantuvo a lo largo de los siglos y se puede
constatar en la obra de Huarte de San Juan, quien consideraba que la mujer te-
nía menor talento que los hombres porque era «fría y húmeda» y para el talen-
to se requería sequedad. Y también se puede observar esta tendencia en la obra
de otros autores, incluso del siglo XX, como Freud.
Aunque las primeras investigaciones sobre las diferencias entre mujeres y
hombres no se acompañaron de avances teóricos relevantes, con el paso del
tiempo y, sobre todo en las últimas décadas, se han elaborado diferentes mode-
los explicativos. Las teorías difieren en varias dimensiones importantes, que
Bussey y Bandura (1999) agrupan en tres:
1) El énfasis relativo en los determinantes psicológicos, biológicos y socio-
estructurales. Como señalan dichos autores, las teorías de orientación psi-
cológica como la de Freud y la de Kohlberg enfatizan los procesos intrap-
síquicos que gobiernan el desarrollo del género, mientras que las teorías
más sociológicas, como la de Eagly (1987) se centran en los determinantes
socio-estructurales del desarrollo y funcionamiento del rol género. Y, se-
gún las teorías de orientación biológica, al desarrollo y a la diferenciación
del rol de género subyacen las diferencias que emergen de los diferentes
papeles biológicos que en la reproducción tienen mujeres y hombres.
2) La naturaleza de los modelos de transmisión. Siguiendo el legado del énfa-
sis en la identificación con los progenitores propuesto por Freud, las teorías
psicológicas típicamente enfatizan la construcción cognitiva del género y
de los estilos de conducta dentro de un modelo de transmisión familiar.
También las teorías conductistas enfatizan la relevancia de los padres en el
modelado y regulación de la conducta asociada con el género, mientras
que las teorías de orientación sociológica resaltan la construcción social
de los roles de género, sobre todo a nivel institucional. Y, mientras que la
teoría social-cognitiva integra los determinantes psicológicos y socioes-
tructurales, las teorías de orientación biológica reconocen la relevancia
de los genes como agentes de la diferenciación de género a través de las
generaciones.
3) El alcance temporal del análisis teórico. La mayor parte de las teorías psicoló-
gicas consideran que el desarrollo del género es un fenómeno que tiene lu-
gar en la primera infancia. Así, las teorías del desarrollo de Freud y de
Kohlberg se han centrado en los primeros años de vida. Pero, dado que las
reglas de la conducta de rol de género varían en alguna medida con los
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contextos sociales y los diferentes períodos vitales, posteriormente se ha


considerado que el desarrollo y funcionamiento del rol de género no se res-
tringe a la infancia, sino que se va reajustando a lo largo de todo el ciclo vi-
tal. Así, la teoría del aprendizaje social y la social-cognitiva siguen esta pers-
pectiva del ciclo vital.

Aunque desde la perspectiva psicodinámica se han formulado diferentes


concepciones de la organización del género en el individuo, en todas ellas se
considera el proceso de identificación como prioritario en la estructuración psí-
quica. Pero sus planteamientos han sido criticados por carecer de base empíri-

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ca, no habiendo sido verificada empíricamente ni siquiera la propia teoría de


base, la identificación del niño/a con el progenitor del mismo sexo.
La teoría cognitivo-evolutiva fue promovida por Kohlberg a mitad de la dé-
cada de los 60, y subraya el papel activo del niño en la organización de las per-
cepciones y las concepciones relativas a su rol, su cuerpo y su mundo. Basándo-
se en la teoría de Piaget, plantea que los/as niños/as se conciben a sí mismos/as
con una identidad sexual inmodificable a la misma edad en que son conscien-
tes de la inmodificabilidad de los objetos físicos, proceso que, aunque comien-
za con el surgimiento de la identidad de género alrededor de los 3 ó 4 años, no
culmina hasta los 6, tratando entonces de comportarse de forma congruente
con su autoidentificación. Pero tampoco estos postulados han sido probados
empíricamente habiéndose encontrado, por ejemplo, que la identidad de géne-
ro es suficiente para la diferenciación de género, no siendo necesaria la constan-
cia de género (Yee y Brown, 1994).
Otros autores se han centrado en el desarrollo del esquema de género
(véase Martín y Halverson, 1981; Bem, 1981; o Markus, Crane, Bernstein y Si-
ladi, 1982). Los dos primeros se han centrado en los aspectos evolutivos del de-
sarrollo y funcionamiento del esquema de género, mientras que el resto ha op-
tado por una aproximación que se centra en las diferencias individuales en el
esquema de género. Bem (1981) plantea que los conceptos de masculinidad y
feminidad son meramente las construcciones de un esquema cultural (o «len-
tes») que polarizan el género. Posteriormente elaboró y aplicó su teoría para
analizar cómo las prácticas sociales polarizadas según el género transfieren sus
asunciones sobre el sexo y el género de la cultura al individuo (Bem, 1993).
Aunque la noción del género como un esquema se utiliza ampliamente por su
valor heurístico para comprender su importancia en la organización y procesa-
miento de la información, presenta una serie de deficiencias tales como la falta
de evidencia de que el esquema de género sea una identidad monolítica que ac-
túe independientemente de las situaciones. Además, y al igual que sucede con
la teoría cognitivo-evolutiva, no especifica los mecanismos mediante los cuales
se adquieren las concepciones relativas al género y se transforman en conduc-
tas asociadas al género (Bussey y Bandura, 1999).
Varios autores han aplicado la teoría del aprendizaje social al género, plan-
teando que la adquisición y práctica de una conducta tipificada según el géne-
ro puede realizarse según los mismos principios de aprendizaje que cualquier
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otro tipo de conducta. Consideran que el desarrollo del rol del género se pro-
mueve a través de un amplio sistema de influencias sociales que implican la es-
tructuración y calificación de las actividades de forma diferencial para hombres
y mujeres, facilitando así la cultura el aprendizaje de los roles tradicionales y
considerando el modelado como un mecanismo básico del proceso de tipifica-
ción social (Bandura, 1969; Mischel, 1966). Estas primeras formulaciones se
han ampliado y especificado, dando gran relevancia al refuerzo positivo y nega-
tivo, es decir, a las consecuencias, cambios y reacciones de las conductas, y han
enfatizado que el modelado o imitación de conductas estará influido por facto-
res como la disponibilidad de modelos, la similitud con uno/a mismo/a o el po-

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der que posean. Dado que tales factores parecen ser relevantes tanto para la eje-
cución de la conducta como para su mantenimiento, se plantea que la socializa-
ción de género es un proceso continuo, que dura toda la vida y que refleja los
cambios en las circunstancias y experiencias (Lott y Maluso, 1993). Pero, como
señalan estas autoras, el género será un predictor fiable de la conducta social
sólo bajo ciertas condiciones: cuando la situación implique expectativas impor-
tantes para la conducta relacionada con el género; cuando las oportunidades
anteriores para practicar la conducta hayan producido habilidades diferencia-
les asociadas al género; y cuando existan consecuencias diferentes para mujeres
y hombres por lo que hacen y/o por lo que dicen. Aunque, en general, se ha re-
conocido la evidencia del papel que el aprendizaje social tiene en el desarrollo
de los roles de género, esta teoría ha sido criticada por considerar a las perso-
nas como seres pasivos sometidos a las leyes del aprendizaje. Recientemente,
Bussey y Bandura (1999) han planteado una teoría social-cognitiva del desarro-
llo y diferenciación de género que, aunque comparte muchas de las caracterís-
ticas del aprendizaje social, insiste más en el papel activo y constructivo de la
persona y en su capacidad de autocontrol. Se trata de una compleja teoría que
pretende explicar el desarrollo y funcionamiento del género especificando
cómo, a partir de experiencias complejas y diferentes, se construyen las concep-
ciones de género y cómo funcionan, junto con los mecanismos motivacionales
y de autorregulación, para guiar, a través del ciclo vital, la conducta relaciona-
da con el género.
La sociobiología y la teoría evolucionista son extensiones de la teoría de se-
lección natural de Darwin, y la idea básica de su aplicación al análisis de las di-
ferencias de género es que mujeres y hombres han desarrollado conductas
diferentes porque tienen un valor adaptativo para la supervivencia. La Psico-
logía evolucionista plantea que las diferencias de género surgen de la adapta-
ción ancestral a los diferentes retos y demandas reproductivas a las que se han
tenido que enfrentar mujeres y hombres, analizando los orígenes de las diferen-
cias en términos de las preferencias de selección de pareja, las estrategias repro-
ductoras, la implicación parental en la descendencia y la naturaleza agresiva de
los hombres (Buss, 1995). Pero esta teoría ha sido muy criticada, ya que aunque
algunas de las diferencias de género son consistentes con sus predicciones, tam-
bién pueden explicarse por otras teorías como la del aprendizaje social, o por
otros mecanismos como la división sexual del trabajo (Eagly y Wood, 1999).
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Tampoco explica las diferencias que a lo largo del tiempo han experimentado
las concepciones y las conductas asociadas a un determinado género. Además,
actualmente la mayor parte de las prácticas reproductoras tienden a ir en con-
tra de la teoría evolucionista (Bussey y Bandura, 1999).
Al explicar las diferencias entre mujeres y hombres en cognición, conducta
e, incluso, roles de género, también se ha aludido a una serie de variables de
tipo biológico tales como genes, hormonas y la estructura y funcionamiento del
cerebro. Dado que se trata de una investigación abundante pero cuyos resulta-
dos son bastante contradictorios, aquí solamente haremos referencia a las defi-
ciencias metodológicas que caracterizan este tipo de estudios, tales como tama-

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ños de las muestras muy pequeños, o incluir en las muestras personas que ha-
bían muerto por problemas neurológicos o con otros problemas de salud. Ade-
más, como señala Fausto-Sterling (1994), el encontrar diferencias en personas
adultas no nos indica su origen, ya que también el ambiente podría influir en ta-
les diferencias. Porque, como señala Rogers (2001), nuestra biología incluye
nuestros genes y sus influencias, pero es configurada por nuestra experiencia,
existiendo amplia evidencia de que ésta puede cambiar la biología del cerebro
y de otras partes del cuerpo, siendo el aprendizaje un ejemplo de ello. Así, la
relevancia de los factores biológicos en las diferencias entre mujeres y hom-
bres en capacidades cognitivas y conducta social aún no ha sido probada ya
que, como señala Fausto-Sterling «hay muy pocas diferencias de sexo absolu-
tas, y sin una completa igualdad social no podremos conocer con seguridad las
que hay» (1994, pág. 264).
Las teorías socioculturales y estructurales del género enfatizan, no los me-
canismos a través de los cuales los niños/as desarrollan la identidad de género
o adquieren los roles de género, sino las estructuras y organizaciones sociales
que definen y apoyan el género. Plantean que el origen de la diferenciación de
género está más en las prácticas sociales e institucionales que en las caracterís-
ticas invariantes de la persona. Varios autores afirman que la mayor parte de las
diferencias entre los roles de género masculino y femenino surgen del mayor
poder y estatus que el hombre tiene respecto a la mujer en la mayor parte de las
sociedades, ya que es un fenómeno bastante generalizado que haya más hom-
bres que mujeres en los lugares más altos de la jerarquía social, fenómeno que
es evidente tanto en la economía como en la política o en el empleo. Existen
claras diferencias de género en la división del trabajo entre mujeres y hombres,
con profesiones y sectores que se consideran «masculinos», tales como, la cons-
trucción y la minería; otras en las que predominan las mujeres, como en la en-
fermería o el trabajo social; y es mucho más frecuente que la mujer no acceda
al mundo laboral, sino que se quede en casa cuidando de su familia y realizan-
do las tareas domésticas. Eagly (1987) formuló la teoría del rol social, que pro-
pone que las diferencias de género podrían explicarse por los roles de géne-
ro, definidos como aquellas expectativas compartidas acerca de la conducta
apropiada según el sexo identificado socialmente. Plantea que las expectati-
vas de que las mujeres tengan alto niveles de atributos relacionados con co-
munión, tales como ser simpática, abnegada, preocupada por los demás y
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emocionalmente expresiva, mientras que a los hombres se les considere agén-


ticos (independientes, asertivos, dominantes y competentes desde un punto de
vista instrumental) surgen de las distribuciones de mujeres y hombres en roles
específicos, especialmente en los roles sociales y familiares. Estas teorías tam-
bién han sido criticadas, ya que aunque está claro que las estructuras sociales
imponen limitaciones y proporcionan recursos y oportunidades para el desa-
rrollo y funcionamiento de la persona, hay que tener en cuenta que los seres hu-
manos no somos meramente un producto pasivo de las influencias externas,
sino que somos tanto productores como productos de los sistemas sociales
(Bussey y Bandura, 1999).

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Las teorías constructivistas y postmodernas del género cuestionan las asun-


ciones científicas en las que se basa el análisis empírico del género, consideran-
do que el género no es un rasgo de los individuos, sino un constructo que iden-
tifica las transacciones que se valoran como apropiadas para un determinado
género (Bohan, 1993). El género se considera como una construcción dinámi-
ca que caracteriza las interacciones sociales (Deaux y La France, 1998), afir-
mando que uno no «tiene» un género, sino que uno «hace» género. Plantean
que la cuestión de si mujeres y hombres son similares o diferentes es una pre-
gunta errónea, ya que lo que debería plantearse es cómo las instituciones, la cul-
tura y el lenguaje contribuyen al género y a las interacciones relacionadas con
éste (Helgeson, 2002).

5. GÉNERO Y CICLO VITAL

El desarrollo del género es una cuestión fundamental, ya que algunos de los


aspectos más determinantes de las vidas de las personas, tales como las capaci-
dades que cultivan, las concepciones que mantienen acerca de sí mismas y de
las demás, las oportunidades socio-estructurales y los límites que van a encon-
trar, así como la vida social y las tendencias ocupacionales que persigan, están
en gran medida prescritas socialmente por la tipificación de género (Bussey y
Bandura, 1999). Como señala Maccoby (1998), pese a que en muchos aspectos
el desarrollo de mujeres y hombres es similar, también hay divergencias impor-
tantes. Desde el momento del nacimiento (o quizá desde que los padres ya co-
nocen el sexo de su futuro bebé) ya va a ser relevante, y no cabe duda de que
las diferentes etapas del ciclo vital suponen una serie de retos y experiencias di-
ferentes para mujeres y hombres, ya que ambos son presionados para mantener
los valores tradicionales de la cultura. Pero en un mundo tan cambiante y con
tal profusión de información como el actual, cada vez resulta más insostenible
el pensamiento único de los valores tradicionales de género. Ilustrará al respec-
to una revisión breve de aquellas características que parecen ser más relevantes
en cada período.

Infancia
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El desarrollo del género en la infancia es una de las áreas del género que
más se ha estudiado en Psicología, habiéndose propuesto, como se ha visto, di-
ferentes modelos explicativos de tipo biológico, ambiental y cognitivo que,
aunque no son mutuamente excluyentes, enfatizan diferentes facetas del desa-
rrollo, si bien su valor explicativo y su evidencia empírica es muy diferente.
Existen múltiples estudios y publicaciones que ofrecen resultados un tanto
contradictorios. Ante tal multiplicidad de datos es necesario destacar la exis-
tencia de algunas asunciones teóricas comúnmente aceptadas que han guiado
las investigaciones sobre el desarrollo del rol de género (Katz y Ksansnak, 1994).

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La primera planteaba que la adquisición del género tenía lugar antes de entrar
en la escuela, por lo que la mayor parte de los estudios se centraban en prees-
colares. La segunda afirmaba que los padres eran los agentes socializadores
primarios del aprendizaje del género. La tercera era la creencia de que la ad-
quisición de las conductas clásicas de tipificación sexual era normativo y de-
seable. Y dado que se consideraba que las medidas de los esquemas de géne-
ro en la infancia eran relativamente intercambiables, en muchos estudios se
usaban medidas únicas. Pero, como plantean Katz y Ksansnak (1994), las in-
vestigaciones de las últimas décadas han ampliado la conceptualización sobre
el desarrollo del rol de género y han llevado a los investigadores a cuestionar-
se muchas de las primeras asunciones. Por ejemplo, se ha propuesto que el de-
sarrollo del rol de género es un proceso continuo que se da a lo largo del ciclo
vital, habiéndose enfatizado la relevancia de otros agentes socializadores ade-
más de los padres, tales como los hermanos/as, amigos/as, profesorado y los
medios de comunicación. Y también se ha puesto en duda la deseabilidad de
los patrones tradicionales de tipificación sexual, ya que pueden no ser adapta-
tivos en un mundo tan cambiante como el actual, existiendo evidencia empíri-
ca de que su transgresión se asocia, generalmente, más con consecuencias po-
sitivas que negativas.
Los padres son la primera fuente de aprendizaje del género, existiendo evi-
dencia de que tanto el padre como la madre mantienen y comunican diferentes
expectativas a los hijos y a las hijas. Así, en varios estudios se ha encontrado que
ya desde el nacimiento, e incluso desde que ven la imagen de su bebé a través de
la ecografía, se dan diferencias en cómo los califican (véase, por ejemplo, Swee-
ney y Bradbard, 1988). En un estudio de Rubin, Provenzano y Luria (1974), don-
de entrevistaron a 30 padres y madres 24 horas tras el nacimiento de sus hi-
jos/as, encontraron que consideraban a las niñas como más suaves, finas y
delicadas que a los niños; y a éstos los veían como más firmes, fuertes, mejor
coordinados, robustos y más despiertos, diferencias que fueron más acusadas
en los padres que en las madres. Ello, pese a que no había diferencias significa-
tivas en las medidas objetivas del tamaño y salud en función del sexo, lo que in-
dica que la percepción de los padres estaba influida por los estereotipos de gé-
nero. Y la sociedad fomenta en los padres la visión estereotípica, como se
muestra en las diferencias en función del sexo que aún persisten en los jugue-
tes, ropa y muchos objetos relacionados con el bebé.
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Los resultados de hasta qué punto los estereotipos influyen en la percep-


ción y expectativas de los hijos/as, una vez que ya han interactuado con ellos/as
y conocen su forma de ser, son contradictorios. Y tampoco son unánimes los
resultados sobre las diferencias en socialización en función del género del des-
cendiente. En un meta-análisis de 172 estudios sobre los diferentes patrones de
socialización de los padres en función del género, no se encontraron diferencias
significativas en la mayor parte de variables relacionadas con la forma en que
los padres trataban a sus hijos e hijas, tales como cantidad de interacción, disci-
plina, o calidez en el trato; aunque se encontró una cierta tendencia a más cas-
tigo físico en el caso de los niños que en las niñas, y a una menor estimulación

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motriz en éstas respecto a los niños, siendo los padres los que tendían a diferen-
ciar más la conducta en función del género (Lytton y Romney, 1991). Pero tam-
bién hay evidencia de que padres y madres juegan e interactúan de forma dife-
rente con hijos e hijas, aunque muchas veces no son conscientes del trato
diferencial, siendo justamente en las áreas relacionadas específicamente con las
expectativas de género donde se dan más diferencias. Así, a pesar de que las di-
ferencias tienden a ser cada vez menores, siguen vistiendo a niños y niñas de
forma distinta, dándoles juguetes diferentes y asignándoles tareas diferencia-
das. Como puede comprobarse simplemente observando a las personas que
nos rodean, yendo a las tiendas de juguetes o viendo la televisión en diciembre,
sigue siendo bastante común que a las niñas se les compren muñecas y juguetes
relacionados con las tareas del hogar; y a los niños coches, juegos relacionados
con el deporte, la guerra y animales vivos. Y es más frecuente que las niñas vis-
tan de rosa o con colores múltiples y que sus habitaciones estén decoradas con
flores y lazos, existiendo evidencia empírica de que los medios en que están in-
mersos los niños y niñas menores de dos años es muy diferente (Lips, 2001).
En general, parece ser que a los niños se les presiona más que a las niñas
para desarrollar conductas típicas de su género siendo, además, más censura-
dos cuando desarrollan conductas inapropiadas. Y todo parece indicar que los
padres establecen más diferencias que las madres en función del género de sus
hijos/as, respondiendo con reacciones más negativas cuando realizan conduc-
tas tipificadas que no corresponden a su género. Frente a la evidencia del trato
diferencial, algunos autores han sugerido que las diferencias son generadas por
el propio niño/a, pero la mayoría de los estudios que han analizado esta cues-
tión tienen deficiencias metodológicas y los resultados son bastante contradic-
torios. En todo caso, no podemos olvidar la relevancia de otros agentes sociali-
zadores, sobre todo la escuela y los medios de comunicación social, en especial
la televisión, así como el efecto del lenguaje, que es un mediador importante de
la mayoría de la relaciones sociales. Las diferentes pautas de socialización de ni-
ños y niñas parece ser común en la mayoría de las culturas. Así, en estudios
transculturales se ha encontrado que es bastante frecuente que los padres pres-
ten más atención a los niños que a las niñas, que interactúen de una forma más
sociable con las niñas, y que enfaticen más el logro, la autoconfianza y la auto-
nomía en los niños (véase, por ejemplo, Zern, 1994). Pero también se encuen-
tran importantes diferencias entre las culturas y entre las clases sociales de una
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misma cultura.
Otras variables que se han analizado son la tendencia a la segregación según
el género en la infancia, la preferencia por juegos distintos y las diferentes acti-
vidades e intereses que parecen tener niños y niñas, habiéndose detectado pa-
trones diferenciales (cfr. Maccoby, 1998). Pero también se ha constatado que
hay muchas diferencias intragrupo en preferencias, actitudes y conductas, y
que el grado en que chicos y chicas presentan conductas sexualmente tipifica-
das depende, en buena medida, del contexto (Powlishta y cols., 2001). Así, por
ejemplo, se ha encontrado que cuando se les observa y evalúa cuando están so-
los, las diferencias entre niños y niñas son mínimas, surgiendo las diferencias en

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las situaciones sociales, diferencias que dependen de la composición respecto al


género de las parejas y los grupos (Maccoby, 1990). Niños y niñas aprenden a
tener diferentes expectativas respecto a las relaciones con los demás: a las niñas
se les enseña que las relaciones personales son prioritarias y se les anima a de-
sarrollar capacidades como la empatía, la nutricia, la expresividad y la sensibi-
lidad ante los demás, teniendo que tener en cuenta sus necesidades cuando ha-
cen sus planes y se plantean sus metas. Por el contrario, a los niños se les anima
más a ser independientes, confiar en sí mismos, ser asertivos y a estar más orien-
tados hacia el logro (Lips, 2001). Como señala esta autora, estas diferencias en
énfasis probablemente estén relacionadas con las expectativas tradicionales
para hombres y mujeres, considerando estas que el éxito y la seguridad depen-
den de su capacidad para establecer y mantener relaciones con los demás,
mientras que en los hombres se basan en su logro individual.

Adolescencia

La adolescencia implica una serie de cambios importantes, tanto a nivel


biológico como psicológico y social. A nivel biológico, normalmente se en-
cuentra que los chicos alcanzan la pubertad dos años más tarde que las chicas
y esta diferencia también parece darse a nivel conductual, siendo menos rele-
vante para los muchachos adolescentes que para las chicas cuestiones tales
como el atractivo físico, el ser deseado o la sexualidad (Trew y Kremer, 1998).
Además, el alcanzar de forma temprana la madurez física tiene implicaciones
diferentes para ambos géneros (Lips, 2001). Como señala esta autora, en las
chicas el desarrollo prematuro del pecho y de la madurez sexual se asocia ge-
neralmente con una mayor presión para adoptar el rol femenino tradicional,
siendo más probable que sus progenitores le sometan a más restricciones en su
conducta y los chicos mayores la presionen sexualmente, recibiendo más re-
fuerzo por seguir los papeles femeninos tradicionales y teniendo, por tanto,
menos posibilidades de explorar otras alternativas y desarrollarse profesional-
mente.
Algunos autores plantean que la adolescencia puede ser un período parti-
cularmente importante para investigar los roles de género ya que la maduración
física, el aumento de la capacidad cognitiva abstracta y la formación de la identi-
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dad pueden influir en el aprendizaje del rol de género (Katz y Ksansnak, 1994).
Una cuestión interesante es la medida en que la orientación hacia los roles de
género tradicionales o flexibles pueden cambiar a lo largo de este período, ha-
biéndose planteado varias posibilidades. Algunas teorías postulan que al co-
mienzo de la adolescencia se da una intensificación del rol de género, ya que se
hace progresivamente más tradicional a partir del final de la infancia. Otros au-
tores afirman que durante la adolescencia disminuirá esta concepción tradicio-
nal del género, debido a la mayor flexibilidad cognitiva del adolescente. Y otra
posibilidad es que se de una relación curvilínea entre las conductas tradiciona-
les de género y la edad, habiéndose formulado dos alternativas: la primera es

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que los/as adolescentes tengan mayor apertura cognitiva hacia roles de género
más flexibles que los más jóvenes, pero que se vuelvan más tradicionales al fi-
nal de la adolescencia como consecuencia del final del proceso y de las expec-
tativas laborales. Y la otra plantea que al final de la adolescencia puede apare-
cer una liberalización de los patrones de género tradicionales. Curiosamente, se
ha encontrado algún tipo de evidencia empírica para cada una, aunque ello
deja de ser sorprendente si se tiene en cuenta que, debido al aumento de sus ca-
pacidades cognitivas, el/la adolescente es más capaz de analizar y comprender
las presiones e ideologías sociales (Tolman y Brown, 2001) por lo que pueden
darse diferentes patrones. Pero, además de la edad, hay otros factores como el
género, el nivel socioeconómico y la estructura familiar que pueden influir en el
desarrollo del rol de género en este período, habiéndose encontrado que las
chicas son más flexibles que los chicos en las preferencias respecto a sí mismas
y en sus actitudes hacia los demás (Katz y Ksansnak, 1994).
También se ha planteado que las bases de la identidad parecen ser en algu-
na medida distintas en función del género, estando la de los chicos más centra-
da en cuestiones relacionadas con el conocimiento y la competencia individual,
mientras que la de las chicas se centra en la relación con otros (Kahn, Zimmer-
man, Csikszentmihalyi y Getsel, 1985). Y también las bases de la autoestima
pueden diferir en alguna medida en función del género. Dada la relevancia de
la sexualidad en la mitad y al final de la adolescencia, las citas con las personas
del sexo opuesto se convierten en preocupaciones importantes. Puesto que se
considera que es la chica la que debe atraer a los chicos, la apariencia física pa-
rece ser un factor más relevante respecto a la atracción del otro sexo para és-
tas, por lo que son más vulnerables a este tipo de problemas. Y aunque tam-
bién a los chicos les preocupa el resultar atractivo para las chicas, el desarrollo
de relaciones heterosexuales no es su única prioridad, recibiendo múltiples re-
fuerzos por otras actividades, tales como el deporte o los logros académicos
(Lips, 2001). También la sexualidad parece representar más problemas para las
chicas ya que, además del riesgo de embarazo, todavía persiste la doble moral
para la conducta sexual de chicas y chicos (Maccoby, 1998). Aunque, de nue-
vo, es necesario destacar la variabilidad intragrupo y la relevancia del contexto
en la conducta.
Todo ello hace que no parezca sorprendente el mayor riesgo de depresión
en el género femenino que se da a partir de la adolescencia. Aunque no hay di-
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ferencias de género en las tasas de depresión antes de la pubertad, o es más


probable que sean los niños los que experimenten sintomatología depresiva, a
partir de los quince años las niñas y las mujeres tienen el doble de probabili-
dad de tener sintomatología depresiva que los niños y los hombres (Cyranows-
ki, Frank, Young y Shear, 2000; Hankin, Abramson, Moffitt, Silva, McGree y
Angell, 1998; Nolen-Hoeksema y Girgus, 1994). También es más frecuente
que las adolescentes tengan trastornos de ansiedad, si bien tales diferencias
de género parecen darse desde la infancia, existiendo datos retrospectivos
que indican que a los seis años las niñas ya tienen el doble de riesgo que los
niños de sufrir trastornos de ansiedad (Lewinsohn, Gotlib, Lewinsohn, Seeley

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y Allen, 1998). Y también hay evidencia empírica de menor autoestima y una


imagen corporal más negativa en las chicas adolescentes (Allgood-Merten, Le-
winshon y Hops, 1990).

Período adulto

En las sociedades occidentales, las relaciones entre mujeres y hombres han


cambiado de forma irreversible durante los últimos 30 años (Gilbert y Rader, 2001).
Las mujeres tienen oportunidades educativas y laborales y cada vez más pueden
decidir sobre sus propias vidas, siendo el matrimonio y la maternidad una opción
y no una imposición. Porque, aunque en la sociedad preindustrial la familia era la
unidad laboral y tanto hombres como mujeres se comprometían con actividades
de trabajo familiar por las que se conseguían bienes, con la revolución industrial
y la tendencia hacia las sociedades urbanas, el modelo de familia evolucionó ha-
cia una separación del trabajo como fuente de ingresos y el del propio del hogar.
Generalmente, el hombre asumía el rol público y productivo, accediendo al mun-
do laboral, y la mujer el no remunerado de realizar las tareas del hogar y cuidar
de los demás miembros de la familia. Esta división conllevó que la mujer estuvie-
se subordinada al hombre en poder y en influencia en la comunidad. Pero, hasta
bastante recientemente, este reparto de roles fue considerado por los científicos
sociales como no problemático, cuando no inevitable desde el punto de vista bio-
lógico, o imperativo divino (Spence y cols., 1985).
La incorporación de la mujer al mundo laboral le ha supuesto el desempeño
de un nuevo rol, junto con los ya tradicionales de esposa y madre. Pero, dado que
la mayoría de las mujeres con empleo siguen ocupándose de las múltiples tareas
implicadas en el cuidado del hogar y en la crianza de hijos e hijas, se ha conside-
rado que este nuevo rol supondría una fuente de estrés y, por tanto, de malestar
y/o de enfermedad para la mujer. Tanto las teorías funcionalistas, que afirmaban
que el funcionamiento familiar se optimizaba cuando los hombres se dedicaban
al empleo y las mujeres se ocupaban del trabajo doméstico; como las teorías psico-
analíticas, que plantean que la identidad masculina y femenina son muy diferen-
tes; como los evolucionistas, que postulan la existencia de diferencias entre muje-
res y hombres múltiples y «naturales», han justificado la división de roles fami-
lia/trabajo entre mujeres y hombres (Barnett y Hyde, 2001). Así, las teorías
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sobre la vida de la mujer han asumido que sus prioridades y compromisos más
importantes no estaban en los roles laborales, por lo que se consideraba que la
implicación en éstos, que requiere compromiso, conllevaría tensión y conflicto
(Barnett, 1993). Se asumía que los roles asociados con el hogar (esposa, madre y
ama de casa) eran algo «natural» que no causaban estrés a la mujer, mientras que
se consideraba el trabajo remunerado como un rol «añadido» en el caso de las
mujeres casadas, o un rol sustituto en el caso de las solteras. Por ello, los concep-
tos de sobrecarga de rol y conflicto de rol se utilizaron para analizar las complica-
ciones que el empleo puede causar a mujeres casadas o madres, mientras que se
ignoraban los conflictos inherentes a los roles familiares. Pero la evidencia empí-

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rica no ha mostrado que las mujeres con más roles tengan peor salud, sino que
son las mujeres con empleo las que tienen menor número de enfermedades. Aun-
que en estudios más recientes se ha encontrado que, más que la cantidad, lo rele-
vante es la calidad de los roles, siendo mejor predictora del estrés y de diferentes
índices de salud que el número de roles.
Pero la incorporación de la mujer al mercado laboral no ha supuesto en la
misma medida el aumento de la realización de las tareas domésticas por parte
del hombre (Coltrane, 2000). Aunque, como señala este autor, la distribución
equitativa de las tareas domésticas influye en una mayor percepción de justicia
en la mujer, experimentando menos depresión y disfrutando de una mayor sa-
tisfacción marital, las investigaciones sobre la distribución del trabajo domésti-
co indican que la desigualdad entre mujeres y hombres es la norma en las fami-
lias. Aunque en los últimos años se ha venido observando una tendencia a la
disminución de las horas dedicadas por las mujeres al hogar, en la mayoría de
los casos no se reparten las tareas domésticas de forma equitativa entre los
miembros de la pareja, aunque existen importantes diferencias individuales,
dándose una cierta influencia de factores como la clase social, con mayor contri-
bución en los hombres de clase media respecto a los de clase baja (Burr, 1998).
Otros predictores son el tipo de empleo de ambos y el tiempo dedicado al mis-
mo, los ingresos, las creencias sobre el género y la familia, así como otras varia-
bles relacionadas con el ciclo vital, tales como el tamaño de la familia, la edad y
la presencia de hijos/as.
También en los hombres los múltiples roles son beneficiosos. Tras una revisión
de varias investigaciones, Barnett y Hyde (2001) afirmaron que, en general, los
múltiples roles son beneficiosos para mujeres y hombres, tal y como se refleja en la
salud física, mental y social. Estos efectos parecen ser fruto de varios procesos, ta-
les como el aumento de los ingresos, el apoyo social, las oportunidades para obte-
ner éxito, la ampliación del marco de referencia, la similitud de experiencias y la
ideología sobre los roles de género. Pero también reconocen que hay ciertas con-
diciones bajo las cuales los múltiples roles son beneficiosos, siendo determinante
su número y el tiempo que demanda cada uno, existiendo ciertos límites tras los
cuales puede darse sobrecarga y malestar ya que, aunque los múltiples roles ofre-
cen oportunidades de éxito, también pueden producir fracaso o frustración.
Pero tampoco en el empleo hay igualdad, siendo mayor el índice de desem-
pleo femenino y mostrando las estadísticas que las mujeres ocupan con menor
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frecuencia puestos directivos y tienen salarios más bajos que los hombres, in-
cluso realizando el mismo trabajo (véase, por ejemplo, los datos publicados por
el Instituto Canario de Estadística, 2001). Además, se tiende a infravalorar los
trabajos que suelen realizar las mujeres, los cuales se caracterizan por una me-
nor autonomía y control, junto con menos oportunidades de promoción labo-
ral (Chafetz, 1989). Ello se ha intentado justificar en términos del miedo al éxi-
to de las mujeres, a su falta de motivación, o a su menor asertividad, que les
impide llegar a los puestos más altos y mejor pagados. Pero se trata de formu-
laciones simplistas, que ignoran factores sociales importantes y que, además,
culpabilizan a las mujeres por tal situación (Burr, 1998).

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En todo caso, como afirman Gilbert y Rader (2001), parece claro que el traba-
jo y la familia van a ser la norma tanto para mujeres como para los hombres, situa-
ción que representa un cambio muy importante en el desarrollo y en cómo la so-
ciedad del siglo XXI debería preparar a mujeres y hombres para sus roles de adulto.
El género está profundamente entretejido en la jerarquía social y en el li-
derazgo, porque los estereotipos de género contienen creencias respecto al es-
tatus, que asocian mayor mérito y competencia al hombre que a la mujer (Rid-
geway, 2001). Los hombres tienen más poder que las mujeres, particularmente
en las áreas públicas, en el control de los recursos materiales, y en las posicio-
nes de liderazgo, incluyendo el poder político (Pratto y Espinoza, 2001). La
mujer tiene, en la mayoría de los contextos, menores niveles de estatus y poder
que el hombre, y estas diferencias surgen, además de los estereotipos, de los di-
ferentes roles desempeñados típicamente por mujeres y hombres (Carli, 2001).
Las personas de un mismo nivel organizacional pueden tener muy distintos
grados de poder, debido al diferente acceso a los recursos, a sus características
personales (incluyendo el género), y a los subordinados con los que trabajan.
Pero parece ser que ni la mayor formación ni la mayor participación de las mu-
jeres en el mercado laboral han propiciado que las mujeres puedan acceder a
los niveles más altos de responsabilidad y toma de decisiones, y todavía se dan
diferencias de género en la posibilidad de acceder a los niveles más altos de la
vida pública y profesional, fenómeno que se ha denominado «techo de cris-
tal», ya que les permite ver hasta dónde podrían llegar, pero se les impide al-
canzarlo.
Otra dimensión de participación pública donde también se dan importantes
diferencias de género es en la política, especialmente en los puestos más eleva-
dos. Esta circunstancia se da tanto a nivel mundial como nacional y de Comuni-
dades Autónomas. Así, según los datos aportados por el Instituto Nacional de
Estadística (2002), en España en el año 2000 las mujeres representaban el 28,29
por 100 del Congreso de los Diputados y el 24,16 por 100 del Senado. Algo más
alta (el 30,46 por 100) era la participación en los Parlamentos Autonómicos
en 2001, aunque ninguna ocupaba el puesto de Presidencia del Gobierno. El por-
centaje de mujeres en el Parlamento Europeo en 1999 era de 29,71. Y, según la
misma fuente, aunque en el año 2001 las mujeres funcionarias suponían el 45,75
por 100, sólo el 16,38 por 100 ocupaban altos cargos en la Administración. Ade-
más, el porcentaje de mujeres en el Poder Judicial en 2000 era del 36,37 por 100
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y en el 2002 sólo representaban el 18,75 por 100 de los Ministros/as.

Envejecimiento

Aunque este período no ha sido estudiado hasta muy recientemente, ya que


se consideraba que el desarrollo terminaba en la adolescencia o en la juventud,
algunos autores destacan que el género también es relevante en esta etapa de la
vida. Su estudio supone una serie de retos para poder dar cuenta de la comple-
jidad del proceso de envejecimiento de la población masculina y femenina

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Género 173

(Freixas, 1997), población que, dado los bajos índices de natalidad en nuestro
país y el aumento en la esperanza de vida, cada vez va a ser más numerosa.
Generalmente, los estudios han analizado el envejecimiento desde plantea-
mientos que, o bien consideran que hombres y mujeres envejecen de forma si-
milar, por lo que se analizan los procesos de forma indiferenciada para ambos
sexos; o reconocen diferencias específicas en el envejecimiento de mujeres y
hombres. Pero, en ambos casos, las explicaciones están muy restringidas a los
estereotipos de género. Así, en el caso de la mujer se ha estudiado casi exclusi-
vamente la menopausia y el «síndrome del nido vacío» y, en el hombre, la jubi-
lación y el uso del tiempo libre.
Pero, como señalan Sinnott y Shifren (2001), muy pocos trabajos se han cen-
trado en el análisis de las diferencias de género en esta población sino que, más
bien, los datos se han obtenido de forma secundaria y sin teorías explicativas que
guiasen la investigación. En todo caso, estos autores destacan la existencia de po-
cas diferencias significativas entre hombres y mujeres, predominando la variabili-
dad intragrupo. Así, en los estudios que han analizado las diferencias de género
en funcionamiento cognitivo, personalidad, salud y cuidados no se ha encontra-
do evidencia suficiente de diferencias, aunque sí se han encontrado interacciones
complejas entre género y edad. Canetto (2001) plantea que las mujeres al final de
la vida adulta tienen una serie de ventajas pues, además de su mayor esperanza
de vida, tienen menos problemas emocionales que las mujeres más jóvenes, y es
menos probable que experimenten problemas físicos o emocionales tras quedar-
se viudas que en el caso de los hombres teniendo, además, mayor número de re-
laciones íntimas y mayor proximidad familiar que éstos. Pero también tienen
otras desventajas, tales como el tener que realizar muchas actividades de cuidado
de los demás, mientras que es más difícil que las cuiden a ellas, aun estando casa-
das. Además, tienen menos recursos para hacer frente a sus problemas de salud
que los hombres y es más probable que vivan solas o tengan que ir a institucio-
nes. Y en las mujeres de edad avanzada aumentan los problemas económicos, so-
ciales y de salud, habiéndose encontrado que cuando tienen enfermedades termi-
nales reciben menos ayuda de su familia y de sus amistades.
Otro tipo de estudios se han centrado en el desarrollo del género en este
período de la vida y, aunque son necesarios estudios más rigurosos y complejos,
se ha encontrado que para continuar la construcción de la identidad y sentido
de las personas de edad avanzada, su desarrollo del rol del género parece impli-
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car la transformación e incluso la trascendencia de dichos roles, al menos tal y


como se conceptúan en la juventud (Sinnott y Shifren, 2001).

6. CONCLUSIONES
En los últimos años se ha reconocido que la identidad de género es un fe-
nómeno social complejo y dinámico, y se ha planteado que para comprender la
relevancia del género en la conducta humana es necesario estudiar diversas va-
riables simultáneamente (Hurtado, 1997). Así, se han realizado varias aproxi-
maciones a su estudio, que Trew y Kremer (1998) agrupan en cuatro:

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1) Las aproximaciones multifactoriales, que consideran la identidad de géne-


ro como la categorización de uno mismo dentro de un constructo multifa-
cético que incluye diferentes categorías de atributos, actitudes, preferen-
cias y conductas, siendo un ejemplo de esta aproximación Spence (1993).
2) Las aproximaciones esquemáticas, que consideran el género como un es-
quema para la categorización de sí mismo. Plantean que las mujeres y los
hombres que están esquematizados según el género han desarrollado una
fuerte identificación con el rol sexual, que les ha llevado a adquirir y pre-
sentar una serie de rasgos, actitudes y conductas esperadas de su género,
según las expectativas en que han sido socializados. Y el género les sirve
como un principio organizador que usan en el procesamiento de la infor-
mación de sí mismos y del mundo. Una de las figuras más destacadas de
esta aproximación es Sandra Bem (1993).
3) Las aproximaciones de identidad social, que plantean que el género es una
categoría social y un atributo personal, siendo la identidad de género no
únicamente el etiquetarse como mujer u hombre, sino el proceso de iden-
tificación del sí mismo/a con quienes se comparte tal clasificación. Postu-
lan que el género es una de las muchas categorías sociales que tienen rela-
ciones de poder y estatus, las cuales son usadas por los individuos para
definirse a sí mismos. En este contexto, definirse como hombre o mujer
acentúa las similitudes entre uno mismo y los demás del mismo género y,
por otro lado, exagera las diferencias respecto al «sexo opuesto». Repre-
sentantes serían, por ejemplo, Yee y Brown (1994).
4) Las aproximaciones auto constructivas, que plantean que el género tiene
un importante impacto en cómo uno considera o comprende la naturaleza
del propio yo (Trew y Kremer, 1998). Cross y Madson (1997) proponen
que muchas diferencias de género en cognición, motivación, emoción e in-
teracción social pueden ser explicadas por las autoconstrucciones de mu-
jeres y hombres. Así, muchas pueden atribuirse a la tendencia del hombre
a definirse a sí mismo como independiente o separado de otros, y a la ten-
dencia, al menos parcial, de las mujeres de definirse en términos de cerca-
nía a otras personas.

Pero aunque representan progresos importantes, y al igual que sucede con


el resto de las teorías expuestas, ninguna es capaz de explicar de forma adecua-
da todos los aspectos relativos al género, pero es indudable que algunas se ade-
cuan más a la evidencia que otras. En todo caso, no es posible olvidar que el gé-
nero es construido socialmente y la relevancia que la situación tiene en la
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conducta de mujeres y hombres.

LECTURAS RECOMENDADAS

BARBERÁ, E., Psicología del género, Madrid, Ariel, 1998.


Libro en el que se abordan de forma un tanto sintetizada los principales as-
pectos históricos, conceptuales y metodológicos que caracterizan a la Psico-
logía del género, incluyendo dos capítulos sobre teorías del género.

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Género 175

FERNÁNDEZ, J. (coord.), Género y Sociedad, Madrid, Pirámide, 1988.


En este libro se recogen las aportaciones al estudio del género de varios/a
autores/as, incluyendo temas que van desde las aproximaciones de la Psico-
logía diferencial, hasta el análisis de las interacciones entre los sexos, y los este-
reotipos de género.

JAYME, M. y SAU, V., Psicología diferencial del sexo y el género, Barcelona,


Icaria, 1996.
Manual en el que se describen y analizan, desde diferentes perspectivas
teóricas, las diferencias de sexo y género. De especial relevancia para este
capítulo es la primera mitad del libro, donde trata los diferentes conceptos
relacionados con el sexo y el género y algunas teorías sobre la adquisición
del género.

MACCOBY, E. E. (ed.), The development of sex differences, Stanford, Stan-


ford University Press, 1966. (Trad. El desarrollo de las diferencias sexuales, Ma-
drid, Marova, 1972.)
Libro pionero donde se exponen las aportaciones de varios autores al estu-
dio del género. Particularmente relevantes para el tema que nos ocupa son los
capítulos donde Mischel y Kohlberg exponen sus teorías.

MATUD, M. P., RODRÍGUEZ, C., MARRERO, R. J. y CARBALLEIRA, M., Psico-


logía del género: implicaciones en la vida cotidiana, Madrid, Biblioteca Nue-
va, 2002.
En este libro, además de tratarse conceptos clásicos de la aproximación di-
ferencial al género y los principales conceptos y teorías de la adquisición del gé-
nero, se revisan y sintetizan otros tópicos como trabajo, género y poder, y géne-
ro y comunicación. Además, se dedican dos capítulos a diversos tópicos
relacionados con género y salud, donde se incluye una breve revisión sobre
múltiples roles y salud.

CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN
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1. Actualmente se reconoce que el término sexo:


a) También es susceptible de interpretaciones culturales.
b) Se refiere exclusivamente a categorías culturales.
c) Ninguna alternativa es correcta.

2. Actualmente, algunos autores como Barnett y cols. (1993) plantean que el


género:
a) Es unidimensional.
b) Excluye los factores biológicos.
c) Incluye aspectos biológicos, psicológicos y sociales.

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176 M.ª Pilar Matud Aznar

3. El sexismo se refiere a:
a) El tratamiento diferencial de las personas en función de su sexo.
b) El prejuicio hacia las personas según su sexo.
c) Las prácticas sexuales.
4. Los estereotipos de género se refieren a:
a) Las creencias sobre las características biológicas o psicológicas asocia-
das al hecho de ser hombre o mujer.
b) La medida en que una persona aprueba y participa en los sentimientos
y conductas de un determinado género.
c) El conjunto de conductas definidas socialmente como apropiadas para
un género.
5. Los estereotipos de género son fuente de discriminación para:
a) Las mujeres.
b) Los hombres.
c) Mujeres y hombres.
6. Generalmente, los medios de comunicación:
a) Mantienen y refuerzan los estereotipos de género.
b) No son relevantes para las cuestiones implicadas en el género.
c) Ayudan a superar los estereotipos de género.
7. Las teorías de orientación psicológica como la de Freud o la de Kohlberg:
a) Enfatizan los determinantes biológicos del género.
b) Enfatizan los procesos intrapsíquicos que gobiernan el desarrollo del
género.
c) Se centran en los determinantes socio-estructurales del género.
8. Recientemente, se considera que el desarrollo y funcionamiento del rol de
género:
a) Se restringe a la infancia.
b) Se va reajustando a lo largo del ciclo vital.
c) Está determinado biológicamente.
9. Los teóricos que han aplicado la teoría evolucionista al género plantean
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que las diferencias de género surgen de:


a) La identificación con el progenitor del mismo sexo.
b) La adaptación ancestral a los diferentes retos y demandas reproductivas
de mujeres y hombres.
c) El refuerzo diferencial de la conducta.
10. A la hora de explicar las diferencias entre mujeres y hombres, las teorías
biológicas:
a) Muestran la relevancia de los factores genéticos asociados al sexo en las
diferencias en cognición, conducta y roles de género.

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Género 177

b) Muestran la relevancia de los andrógenos en las diferencias en cogni-


ción, conducta y roles de género.
c) No han sido probadas, caracterizándose sus investigaciones por defi-
ciencias metodológicas importantes.
11. Las teorías socioculturales y estructurales del género enfatizan:
a) Las estructuras y organizaciones que definen el género.
b) El modelado.
c) El refuerzo diferencial de la conducta.
12. Las teorías constructivistas del género plantean que éste es:
a) Un rasgo de los individuos.
b) Un esquema individual.
c) Una construcción dinámica que caracteriza las interacciones sociales.
13. La teoría del rol social propuesta por Eagly (1987) plantea que las diferen-
cias de género pueden explicarse por:
a) Los roles de género.
b) Las hormonas.
c) Los genes.
14. Una de las críticas realizadas a la teoría del aprendizaje del género es que:
a) Carece de base empírica.
b) No especifica los procesos.
c) Considera a los humanos como seres pasivos sometidos a las leyes del
aprendizaje.
15. Recientemente, autoras como Rogers (2001) han resaltado que:
a) Nuestra biología puede ser configurada por nuestras experiencias.
b) Las diferencias biológicas entre mujeres y hombres en la estructura y
funcionamiento cerebral son las responsables de las diferencias de género
en cognición y conducta.
c) Ambas alternativas son falsas.
16. Los estudios de Rubin y cols. (1974) sobre las valoraciones de hijos e hijas
recién nacido/as mostraron que:
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a) Los padres calificaban a sus bebés independientemente de su género.


b) La percepción de sus hijos/as estaba influida por los estereotipos de género.
c) Las madres estaban más influidas por los estereotipos que los padres.
17. Los estudios observacionales sobre niños y niñas han mostrado que su
comportamiento:
a) Es similar en todas las situaciones.
b) Es diferente en todas las situaciones.
c) Es muy similar cuando están solos/as, pero difiere en las situaciones so-
ciales.

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18. Los estudios han mostrado que, generalmente, al llegar a la adolescencia:


a) Se intensifica el rol de género, haciéndose más tradicional.
b) Disminuye la concepción tradicional del rol de género, ya que se tiene
mayor flexibilidad cognitiva.
c) Ambas alternativas parecen tener algo de verdad, ya que se ha encon-
trado alguna evidencia empírica para ellas.

19. Las estadísticas muestran que:


a) Hombres y mujeres tienen las mismas oportunidades laborales.
b) Las mujeres sufren discriminaciones en el salario, teniendo una media
inferior a la de los hombres.
c) Las tasas de paro son similares en mujeres y hombres.

20. Los estudios recientes han mostrado que los múltiples roles:
a) Siempre son beneficiosos para las mujeres.
b) Siempre son beneficiosos para los hombres.
c) En general, son beneficiosos para mujeres y hombres, aunque depende
del número y del tiempo que demanda cada uno.

SOLUCIONES AL CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN

Ítem 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20
Solución ACBACABBB C A C A C A B C C B C
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