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Capítulo Vii
Capítulo Vii
Género
M.ª PILAR MATUD AZNAR
1. SEXO Y GÉNERO
en los cuales el sexo actúa como una variable estímulo (es decir, cuando las di-
ferencias se sitúan en las personas con quienes el individuo interactúa), inde-
pendientemente de si dichos rasgos tienen su origen o no dentro del sujeto.
Plantea que género puede ampliarse para incluir tanto las atribuciones hechas
por otros como las asunciones y suposiciones acerca de uno mismo (la identi-
dad de género).
También Ashmore (1990) sigue este tipo de concepción de sexo y género.
Afirma que el término sexo se utiliza para denotar el gran y diverso conjunto de
factores biológicos y genético-evolutivos que contribuyen a las formas en que
mujeres y hombres piensan, sienten y se comportan. Y usa género para recono-
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zación de la infancia. Pero no sólo se espera que chicos y chicas adquieran las
habilidades específicas de su sexo, sino que también se espera que tengan o
adquieran autoconceptos y atributos de personalidad específicos según su
sexo, de modo que sean masculinos o femeninos tal como los define esa cultu-
ra concreta.
Spence, Deaux y Helmreich (1985), aunque reconocen que el término roles
sexuales se emplea con frecuencia en Psicología como una etiqueta categorial
para todas las características y conductas que, de forma estereotipada, distin-
guen a los hombres y mujeres en una sociedad dada, lo definen de forma más
restrictiva y en consonancia con los teóricos del rol como refiriéndose a «las ex-
pectativas normativas acerca de la división del trabajo entre los sexos, y a las re-
glas relacionadas con el género en las interacciones sociales que existen en un
contexto histórico-cultural concreto» (Spence y cols., 1985, pág. 150). Money y
Ehrhardt (1972) definen el rol de género como lo que una persona dice o hace
para indicar a los demás o a sí misma el grado en que es hombre, mujer, o am-
bivalente, incluyendo la reacción y las respuestas sexuales, aunque no se limita
a las mismas. Plantean que el rol de género es la expresión pública de la identi-
dad de género y ésta es la experiencia privada del rol de género.
Lips (2001) afirma que rol de género se refiere al conjunto de conductas de-
finidas socialmente como apropiadas para cada uno de los sexos. Así, se espe-
ra que las mujeres sean femeninas y los hombres masculinos. Y masculinidad y
feminidad se refieren a las diferencias en rasgos, conductas e intereses que la so-
ciedad ha asignado a cada uno de los géneros. Una matización interesante la
aporta Hawkesworth (1997) cuando define rol de género como el conjunto de
expectativas prescriptivas específicas de la cultura acerca de lo que es apropia-
do para hombres y mujeres. E identidad de rol de género como la medida en que
una persona aprueba y participa en los sentimientos y conductas considerados
como apropiados para mujeres y hombres.
Aunque la conducta de mujeres y hombres está influida por cómo las perso-
nas han interiorizado las actitudes de su cultura acerca de los roles de género,
puede suceder que las diferentes expectativas de un rol entren en conflicto entre
sí, es el conflicto intra-rol. O bien que las expectativas de un rol sean incompati-
bles con las de otro, lo que conlleva conflicto entre roles. Estos conflictos son una
de las causas que pueden llevar a que se violen las normas asociadas con los roles,
siendo sus consecuencias pequeñas o grandes según la relevancia que para el rol
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3. ESTEREOTIPOS DE GÉNERO
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centradas en los sentimientos y en las relaciones. Otros atributos han sido co-
munión, sociabilidad y nutricia. Por el contrario, a los hombres se les atribuyen
cualidades como autonomía, confianza en sí mismos, asertividad, instrumenta-
lidad, y agencia, es decir, que están orientados hacia metas y centrados en el éxi-
to y logro individual. En general, se les considera como más racionales y centra-
dos en los problemas. Las expectativas, percepciones, roles diferenciados y las
conductas que conllevan están consensuadas en la sociedad, definiéndolas
como verdaderas y considerándolas como un valor. De ello se deriva que muje-
res y hombres se esfuercen por presentar los atributos deseables, y que aquellos
que violan los estereotipos causen aversión. Se trata de un sistema que se auto-
perpetúa y está mantenido por procesos sociales y mentales sesgados (Geis, 1993).
También Brody (1997) destaca la dificultad de modificar los estereotipos erró-
neos por varias razones: en primer lugar, porque funcionan como profecías au-
tocumplidas, ejerciendo una gran presión para que mujeres y hombres se com-
porten según los estereotipos, además de la valoración social negativa que
implica el no seguir sus dictados. En segundo lugar, porque los estereotipos re-
lacionados con el género influyen en nuestra propia identidad, se adquieren
desde etapas evolutivas tempranas y son relevantes a través de todo el desarro-
llo. Y, finalmente, porque solemos usar los estereotipos para aumentar nuestra
autoestima, valorando de forma más favorable las características típicamente
asociadas con nuestro sexo, y devaluando las del sexo opuesto. Recientemente
se ha propuesto la existencia en algunas personas de diferentes «tipos» de hom-
bres y de mujeres, con lo que las creencias estereotipadas de mujeres y hombres
son complementadas con otras más específicas sobre mujeres y, en menor me-
dida, de hombres. Así, existen imágenes claramente definidas en función de la
profesión, por ejemplo de las amas de casa (las «marías»), o en torno a imáge-
nes sexuales, tales como «la vampiresa» o «el ligón».
Desde las teorías más clásicas se ha planteado que los estereotipos de gé-
nero se adquieren a lo largo del proceso de socialización, especialmente a tra-
vés de la presión que una determinada generación ejerce sobre las siguientes.
Y, desde la perspectiva de la cognición e interacción social, también se desta-
ca que, desde muy temprano, los niños y niñas están inmersos en un proceso
continuo de socialización en el que van a desarrollar pensamientos, creencias
y expectativas diferenciales sobre los comportamientos adecuados según el
sexo, a partir del cual construirán su propia idea de identidad de género, que
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actuará como guía fundamental en sus acciones futuras (Barberá, 1991). Así,
se postula que los estereotipos de género se aprenden desde muy pronto a tra-
vés de la enseñanza directa o de la observación de los roles y responsabilidades
asociados al género, se mantienen y refuerzan en la escuela, en el trabajo y a
través de los medios de comunicación social; o por los sesgos cognitivos tales
como la correlación ilusoria o por la perseverancia de las creencias (Cross y
Markus, 1993).
Recientemente, se ha planteado que los estereotipos de género son multifa-
céticos, comprendiendo diversas expectativas acerca de la apariencia física y de
cómo actúan, piensan y sienten las personas. Deaux y Lewis (1984) distinguen
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otro tipo de conducta. Consideran que el desarrollo del rol del género se pro-
mueve a través de un amplio sistema de influencias sociales que implican la es-
tructuración y calificación de las actividades de forma diferencial para hombres
y mujeres, facilitando así la cultura el aprendizaje de los roles tradicionales y
considerando el modelado como un mecanismo básico del proceso de tipifica-
ción social (Bandura, 1969; Mischel, 1966). Estas primeras formulaciones se
han ampliado y especificado, dando gran relevancia al refuerzo positivo y nega-
tivo, es decir, a las consecuencias, cambios y reacciones de las conductas, y han
enfatizado que el modelado o imitación de conductas estará influido por facto-
res como la disponibilidad de modelos, la similitud con uno/a mismo/a o el po-
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der que posean. Dado que tales factores parecen ser relevantes tanto para la eje-
cución de la conducta como para su mantenimiento, se plantea que la socializa-
ción de género es un proceso continuo, que dura toda la vida y que refleja los
cambios en las circunstancias y experiencias (Lott y Maluso, 1993). Pero, como
señalan estas autoras, el género será un predictor fiable de la conducta social
sólo bajo ciertas condiciones: cuando la situación implique expectativas impor-
tantes para la conducta relacionada con el género; cuando las oportunidades
anteriores para practicar la conducta hayan producido habilidades diferencia-
les asociadas al género; y cuando existan consecuencias diferentes para mujeres
y hombres por lo que hacen y/o por lo que dicen. Aunque, en general, se ha re-
conocido la evidencia del papel que el aprendizaje social tiene en el desarrollo
de los roles de género, esta teoría ha sido criticada por considerar a las perso-
nas como seres pasivos sometidos a las leyes del aprendizaje. Recientemente,
Bussey y Bandura (1999) han planteado una teoría social-cognitiva del desarro-
llo y diferenciación de género que, aunque comparte muchas de las caracterís-
ticas del aprendizaje social, insiste más en el papel activo y constructivo de la
persona y en su capacidad de autocontrol. Se trata de una compleja teoría que
pretende explicar el desarrollo y funcionamiento del género especificando
cómo, a partir de experiencias complejas y diferentes, se construyen las concep-
ciones de género y cómo funcionan, junto con los mecanismos motivacionales
y de autorregulación, para guiar, a través del ciclo vital, la conducta relaciona-
da con el género.
La sociobiología y la teoría evolucionista son extensiones de la teoría de se-
lección natural de Darwin, y la idea básica de su aplicación al análisis de las di-
ferencias de género es que mujeres y hombres han desarrollado conductas
diferentes porque tienen un valor adaptativo para la supervivencia. La Psico-
logía evolucionista plantea que las diferencias de género surgen de la adapta-
ción ancestral a los diferentes retos y demandas reproductivas a las que se han
tenido que enfrentar mujeres y hombres, analizando los orígenes de las diferen-
cias en términos de las preferencias de selección de pareja, las estrategias repro-
ductoras, la implicación parental en la descendencia y la naturaleza agresiva de
los hombres (Buss, 1995). Pero esta teoría ha sido muy criticada, ya que aunque
algunas de las diferencias de género son consistentes con sus predicciones, tam-
bién pueden explicarse por otras teorías como la del aprendizaje social, o por
otros mecanismos como la división sexual del trabajo (Eagly y Wood, 1999).
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Tampoco explica las diferencias que a lo largo del tiempo han experimentado
las concepciones y las conductas asociadas a un determinado género. Además,
actualmente la mayor parte de las prácticas reproductoras tienden a ir en con-
tra de la teoría evolucionista (Bussey y Bandura, 1999).
Al explicar las diferencias entre mujeres y hombres en cognición, conducta
e, incluso, roles de género, también se ha aludido a una serie de variables de
tipo biológico tales como genes, hormonas y la estructura y funcionamiento del
cerebro. Dado que se trata de una investigación abundante pero cuyos resulta-
dos son bastante contradictorios, aquí solamente haremos referencia a las defi-
ciencias metodológicas que caracterizan este tipo de estudios, tales como tama-
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ños de las muestras muy pequeños, o incluir en las muestras personas que ha-
bían muerto por problemas neurológicos o con otros problemas de salud. Ade-
más, como señala Fausto-Sterling (1994), el encontrar diferencias en personas
adultas no nos indica su origen, ya que también el ambiente podría influir en ta-
les diferencias. Porque, como señala Rogers (2001), nuestra biología incluye
nuestros genes y sus influencias, pero es configurada por nuestra experiencia,
existiendo amplia evidencia de que ésta puede cambiar la biología del cerebro
y de otras partes del cuerpo, siendo el aprendizaje un ejemplo de ello. Así, la
relevancia de los factores biológicos en las diferencias entre mujeres y hom-
bres en capacidades cognitivas y conducta social aún no ha sido probada ya
que, como señala Fausto-Sterling «hay muy pocas diferencias de sexo absolu-
tas, y sin una completa igualdad social no podremos conocer con seguridad las
que hay» (1994, pág. 264).
Las teorías socioculturales y estructurales del género enfatizan, no los me-
canismos a través de los cuales los niños/as desarrollan la identidad de género
o adquieren los roles de género, sino las estructuras y organizaciones sociales
que definen y apoyan el género. Plantean que el origen de la diferenciación de
género está más en las prácticas sociales e institucionales que en las caracterís-
ticas invariantes de la persona. Varios autores afirman que la mayor parte de las
diferencias entre los roles de género masculino y femenino surgen del mayor
poder y estatus que el hombre tiene respecto a la mujer en la mayor parte de las
sociedades, ya que es un fenómeno bastante generalizado que haya más hom-
bres que mujeres en los lugares más altos de la jerarquía social, fenómeno que
es evidente tanto en la economía como en la política o en el empleo. Existen
claras diferencias de género en la división del trabajo entre mujeres y hombres,
con profesiones y sectores que se consideran «masculinos», tales como, la cons-
trucción y la minería; otras en las que predominan las mujeres, como en la en-
fermería o el trabajo social; y es mucho más frecuente que la mujer no acceda
al mundo laboral, sino que se quede en casa cuidando de su familia y realizan-
do las tareas domésticas. Eagly (1987) formuló la teoría del rol social, que pro-
pone que las diferencias de género podrían explicarse por los roles de géne-
ro, definidos como aquellas expectativas compartidas acerca de la conducta
apropiada según el sexo identificado socialmente. Plantea que las expectati-
vas de que las mujeres tengan alto niveles de atributos relacionados con co-
munión, tales como ser simpática, abnegada, preocupada por los demás y
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Género 165
Infancia
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El desarrollo del género en la infancia es una de las áreas del género que
más se ha estudiado en Psicología, habiéndose propuesto, como se ha visto, di-
ferentes modelos explicativos de tipo biológico, ambiental y cognitivo que,
aunque no son mutuamente excluyentes, enfatizan diferentes facetas del desa-
rrollo, si bien su valor explicativo y su evidencia empírica es muy diferente.
Existen múltiples estudios y publicaciones que ofrecen resultados un tanto
contradictorios. Ante tal multiplicidad de datos es necesario destacar la exis-
tencia de algunas asunciones teóricas comúnmente aceptadas que han guiado
las investigaciones sobre el desarrollo del rol de género (Katz y Ksansnak, 1994).
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La primera planteaba que la adquisición del género tenía lugar antes de entrar
en la escuela, por lo que la mayor parte de los estudios se centraban en prees-
colares. La segunda afirmaba que los padres eran los agentes socializadores
primarios del aprendizaje del género. La tercera era la creencia de que la ad-
quisición de las conductas clásicas de tipificación sexual era normativo y de-
seable. Y dado que se consideraba que las medidas de los esquemas de géne-
ro en la infancia eran relativamente intercambiables, en muchos estudios se
usaban medidas únicas. Pero, como plantean Katz y Ksansnak (1994), las in-
vestigaciones de las últimas décadas han ampliado la conceptualización sobre
el desarrollo del rol de género y han llevado a los investigadores a cuestionar-
se muchas de las primeras asunciones. Por ejemplo, se ha propuesto que el de-
sarrollo del rol de género es un proceso continuo que se da a lo largo del ciclo
vital, habiéndose enfatizado la relevancia de otros agentes socializadores ade-
más de los padres, tales como los hermanos/as, amigos/as, profesorado y los
medios de comunicación. Y también se ha puesto en duda la deseabilidad de
los patrones tradicionales de tipificación sexual, ya que pueden no ser adapta-
tivos en un mundo tan cambiante como el actual, existiendo evidencia empíri-
ca de que su transgresión se asocia, generalmente, más con consecuencias po-
sitivas que negativas.
Los padres son la primera fuente de aprendizaje del género, existiendo evi-
dencia de que tanto el padre como la madre mantienen y comunican diferentes
expectativas a los hijos y a las hijas. Así, en varios estudios se ha encontrado que
ya desde el nacimiento, e incluso desde que ven la imagen de su bebé a través de
la ecografía, se dan diferencias en cómo los califican (véase, por ejemplo, Swee-
ney y Bradbard, 1988). En un estudio de Rubin, Provenzano y Luria (1974), don-
de entrevistaron a 30 padres y madres 24 horas tras el nacimiento de sus hi-
jos/as, encontraron que consideraban a las niñas como más suaves, finas y
delicadas que a los niños; y a éstos los veían como más firmes, fuertes, mejor
coordinados, robustos y más despiertos, diferencias que fueron más acusadas
en los padres que en las madres. Ello, pese a que no había diferencias significa-
tivas en las medidas objetivas del tamaño y salud en función del sexo, lo que in-
dica que la percepción de los padres estaba influida por los estereotipos de gé-
nero. Y la sociedad fomenta en los padres la visión estereotípica, como se
muestra en las diferencias en función del sexo que aún persisten en los jugue-
tes, ropa y muchos objetos relacionados con el bebé.
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motriz en éstas respecto a los niños, siendo los padres los que tendían a diferen-
ciar más la conducta en función del género (Lytton y Romney, 1991). Pero tam-
bién hay evidencia de que padres y madres juegan e interactúan de forma dife-
rente con hijos e hijas, aunque muchas veces no son conscientes del trato
diferencial, siendo justamente en las áreas relacionadas específicamente con las
expectativas de género donde se dan más diferencias. Así, a pesar de que las di-
ferencias tienden a ser cada vez menores, siguen vistiendo a niños y niñas de
forma distinta, dándoles juguetes diferentes y asignándoles tareas diferencia-
das. Como puede comprobarse simplemente observando a las personas que
nos rodean, yendo a las tiendas de juguetes o viendo la televisión en diciembre,
sigue siendo bastante común que a las niñas se les compren muñecas y juguetes
relacionados con las tareas del hogar; y a los niños coches, juegos relacionados
con el deporte, la guerra y animales vivos. Y es más frecuente que las niñas vis-
tan de rosa o con colores múltiples y que sus habitaciones estén decoradas con
flores y lazos, existiendo evidencia empírica de que los medios en que están in-
mersos los niños y niñas menores de dos años es muy diferente (Lips, 2001).
En general, parece ser que a los niños se les presiona más que a las niñas
para desarrollar conductas típicas de su género siendo, además, más censura-
dos cuando desarrollan conductas inapropiadas. Y todo parece indicar que los
padres establecen más diferencias que las madres en función del género de sus
hijos/as, respondiendo con reacciones más negativas cuando realizan conduc-
tas tipificadas que no corresponden a su género. Frente a la evidencia del trato
diferencial, algunos autores han sugerido que las diferencias son generadas por
el propio niño/a, pero la mayoría de los estudios que han analizado esta cues-
tión tienen deficiencias metodológicas y los resultados son bastante contradic-
torios. En todo caso, no podemos olvidar la relevancia de otros agentes sociali-
zadores, sobre todo la escuela y los medios de comunicación social, en especial
la televisión, así como el efecto del lenguaje, que es un mediador importante de
la mayoría de la relaciones sociales. Las diferentes pautas de socialización de ni-
ños y niñas parece ser común en la mayoría de las culturas. Así, en estudios
transculturales se ha encontrado que es bastante frecuente que los padres pres-
ten más atención a los niños que a las niñas, que interactúen de una forma más
sociable con las niñas, y que enfaticen más el logro, la autoconfianza y la auto-
nomía en los niños (véase, por ejemplo, Zern, 1994). Pero también se encuen-
tran importantes diferencias entre las culturas y entre las clases sociales de una
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misma cultura.
Otras variables que se han analizado son la tendencia a la segregación según
el género en la infancia, la preferencia por juegos distintos y las diferentes acti-
vidades e intereses que parecen tener niños y niñas, habiéndose detectado pa-
trones diferenciales (cfr. Maccoby, 1998). Pero también se ha constatado que
hay muchas diferencias intragrupo en preferencias, actitudes y conductas, y
que el grado en que chicos y chicas presentan conductas sexualmente tipifica-
das depende, en buena medida, del contexto (Powlishta y cols., 2001). Así, por
ejemplo, se ha encontrado que cuando se les observa y evalúa cuando están so-
los, las diferencias entre niños y niñas son mínimas, surgiendo las diferencias en
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Adolescencia
dad pueden influir en el aprendizaje del rol de género (Katz y Ksansnak, 1994).
Una cuestión interesante es la medida en que la orientación hacia los roles de
género tradicionales o flexibles pueden cambiar a lo largo de este período, ha-
biéndose planteado varias posibilidades. Algunas teorías postulan que al co-
mienzo de la adolescencia se da una intensificación del rol de género, ya que se
hace progresivamente más tradicional a partir del final de la infancia. Otros au-
tores afirman que durante la adolescencia disminuirá esta concepción tradicio-
nal del género, debido a la mayor flexibilidad cognitiva del adolescente. Y otra
posibilidad es que se de una relación curvilínea entre las conductas tradiciona-
les de género y la edad, habiéndose formulado dos alternativas: la primera es
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que los/as adolescentes tengan mayor apertura cognitiva hacia roles de género
más flexibles que los más jóvenes, pero que se vuelvan más tradicionales al fi-
nal de la adolescencia como consecuencia del final del proceso y de las expec-
tativas laborales. Y la otra plantea que al final de la adolescencia puede apare-
cer una liberalización de los patrones de género tradicionales. Curiosamente, se
ha encontrado algún tipo de evidencia empírica para cada una, aunque ello
deja de ser sorprendente si se tiene en cuenta que, debido al aumento de sus ca-
pacidades cognitivas, el/la adolescente es más capaz de analizar y comprender
las presiones e ideologías sociales (Tolman y Brown, 2001) por lo que pueden
darse diferentes patrones. Pero, además de la edad, hay otros factores como el
género, el nivel socioeconómico y la estructura familiar que pueden influir en el
desarrollo del rol de género en este período, habiéndose encontrado que las
chicas son más flexibles que los chicos en las preferencias respecto a sí mismas
y en sus actitudes hacia los demás (Katz y Ksansnak, 1994).
También se ha planteado que las bases de la identidad parecen ser en algu-
na medida distintas en función del género, estando la de los chicos más centra-
da en cuestiones relacionadas con el conocimiento y la competencia individual,
mientras que la de las chicas se centra en la relación con otros (Kahn, Zimmer-
man, Csikszentmihalyi y Getsel, 1985). Y también las bases de la autoestima
pueden diferir en alguna medida en función del género. Dada la relevancia de
la sexualidad en la mitad y al final de la adolescencia, las citas con las personas
del sexo opuesto se convierten en preocupaciones importantes. Puesto que se
considera que es la chica la que debe atraer a los chicos, la apariencia física pa-
rece ser un factor más relevante respecto a la atracción del otro sexo para és-
tas, por lo que son más vulnerables a este tipo de problemas. Y aunque tam-
bién a los chicos les preocupa el resultar atractivo para las chicas, el desarrollo
de relaciones heterosexuales no es su única prioridad, recibiendo múltiples re-
fuerzos por otras actividades, tales como el deporte o los logros académicos
(Lips, 2001). También la sexualidad parece representar más problemas para las
chicas ya que, además del riesgo de embarazo, todavía persiste la doble moral
para la conducta sexual de chicas y chicos (Maccoby, 1998). Aunque, de nue-
vo, es necesario destacar la variabilidad intragrupo y la relevancia del contexto
en la conducta.
Todo ello hace que no parezca sorprendente el mayor riesgo de depresión
en el género femenino que se da a partir de la adolescencia. Aunque no hay di-
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170 M.ª Pilar Matud Aznar
Período adulto
sobre la vida de la mujer han asumido que sus prioridades y compromisos más
importantes no estaban en los roles laborales, por lo que se consideraba que la
implicación en éstos, que requiere compromiso, conllevaría tensión y conflicto
(Barnett, 1993). Se asumía que los roles asociados con el hogar (esposa, madre y
ama de casa) eran algo «natural» que no causaban estrés a la mujer, mientras que
se consideraba el trabajo remunerado como un rol «añadido» en el caso de las
mujeres casadas, o un rol sustituto en el caso de las solteras. Por ello, los concep-
tos de sobrecarga de rol y conflicto de rol se utilizaron para analizar las complica-
ciones que el empleo puede causar a mujeres casadas o madres, mientras que se
ignoraban los conflictos inherentes a los roles familiares. Pero la evidencia empí-
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Género 171
rica no ha mostrado que las mujeres con más roles tengan peor salud, sino que
son las mujeres con empleo las que tienen menor número de enfermedades. Aun-
que en estudios más recientes se ha encontrado que, más que la cantidad, lo rele-
vante es la calidad de los roles, siendo mejor predictora del estrés y de diferentes
índices de salud que el número de roles.
Pero la incorporación de la mujer al mercado laboral no ha supuesto en la
misma medida el aumento de la realización de las tareas domésticas por parte
del hombre (Coltrane, 2000). Aunque, como señala este autor, la distribución
equitativa de las tareas domésticas influye en una mayor percepción de justicia
en la mujer, experimentando menos depresión y disfrutando de una mayor sa-
tisfacción marital, las investigaciones sobre la distribución del trabajo domésti-
co indican que la desigualdad entre mujeres y hombres es la norma en las fami-
lias. Aunque en los últimos años se ha venido observando una tendencia a la
disminución de las horas dedicadas por las mujeres al hogar, en la mayoría de
los casos no se reparten las tareas domésticas de forma equitativa entre los
miembros de la pareja, aunque existen importantes diferencias individuales,
dándose una cierta influencia de factores como la clase social, con mayor contri-
bución en los hombres de clase media respecto a los de clase baja (Burr, 1998).
Otros predictores son el tipo de empleo de ambos y el tiempo dedicado al mis-
mo, los ingresos, las creencias sobre el género y la familia, así como otras varia-
bles relacionadas con el ciclo vital, tales como el tamaño de la familia, la edad y
la presencia de hijos/as.
También en los hombres los múltiples roles son beneficiosos. Tras una revisión
de varias investigaciones, Barnett y Hyde (2001) afirmaron que, en general, los
múltiples roles son beneficiosos para mujeres y hombres, tal y como se refleja en la
salud física, mental y social. Estos efectos parecen ser fruto de varios procesos, ta-
les como el aumento de los ingresos, el apoyo social, las oportunidades para obte-
ner éxito, la ampliación del marco de referencia, la similitud de experiencias y la
ideología sobre los roles de género. Pero también reconocen que hay ciertas con-
diciones bajo las cuales los múltiples roles son beneficiosos, siendo determinante
su número y el tiempo que demanda cada uno, existiendo ciertos límites tras los
cuales puede darse sobrecarga y malestar ya que, aunque los múltiples roles ofre-
cen oportunidades de éxito, también pueden producir fracaso o frustración.
Pero tampoco en el empleo hay igualdad, siendo mayor el índice de desem-
pleo femenino y mostrando las estadísticas que las mujeres ocupan con menor
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frecuencia puestos directivos y tienen salarios más bajos que los hombres, in-
cluso realizando el mismo trabajo (véase, por ejemplo, los datos publicados por
el Instituto Canario de Estadística, 2001). Además, se tiende a infravalorar los
trabajos que suelen realizar las mujeres, los cuales se caracterizan por una me-
nor autonomía y control, junto con menos oportunidades de promoción labo-
ral (Chafetz, 1989). Ello se ha intentado justificar en términos del miedo al éxi-
to de las mujeres, a su falta de motivación, o a su menor asertividad, que les
impide llegar a los puestos más altos y mejor pagados. Pero se trata de formu-
laciones simplistas, que ignoran factores sociales importantes y que, además,
culpabilizan a las mujeres por tal situación (Burr, 1998).
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En todo caso, como afirman Gilbert y Rader (2001), parece claro que el traba-
jo y la familia van a ser la norma tanto para mujeres como para los hombres, situa-
ción que representa un cambio muy importante en el desarrollo y en cómo la so-
ciedad del siglo XXI debería preparar a mujeres y hombres para sus roles de adulto.
El género está profundamente entretejido en la jerarquía social y en el li-
derazgo, porque los estereotipos de género contienen creencias respecto al es-
tatus, que asocian mayor mérito y competencia al hombre que a la mujer (Rid-
geway, 2001). Los hombres tienen más poder que las mujeres, particularmente
en las áreas públicas, en el control de los recursos materiales, y en las posicio-
nes de liderazgo, incluyendo el poder político (Pratto y Espinoza, 2001). La
mujer tiene, en la mayoría de los contextos, menores niveles de estatus y poder
que el hombre, y estas diferencias surgen, además de los estereotipos, de los di-
ferentes roles desempeñados típicamente por mujeres y hombres (Carli, 2001).
Las personas de un mismo nivel organizacional pueden tener muy distintos
grados de poder, debido al diferente acceso a los recursos, a sus características
personales (incluyendo el género), y a los subordinados con los que trabajan.
Pero parece ser que ni la mayor formación ni la mayor participación de las mu-
jeres en el mercado laboral han propiciado que las mujeres puedan acceder a
los niveles más altos de responsabilidad y toma de decisiones, y todavía se dan
diferencias de género en la posibilidad de acceder a los niveles más altos de la
vida pública y profesional, fenómeno que se ha denominado «techo de cris-
tal», ya que les permite ver hasta dónde podrían llegar, pero se les impide al-
canzarlo.
Otra dimensión de participación pública donde también se dan importantes
diferencias de género es en la política, especialmente en los puestos más eleva-
dos. Esta circunstancia se da tanto a nivel mundial como nacional y de Comuni-
dades Autónomas. Así, según los datos aportados por el Instituto Nacional de
Estadística (2002), en España en el año 2000 las mujeres representaban el 28,29
por 100 del Congreso de los Diputados y el 24,16 por 100 del Senado. Algo más
alta (el 30,46 por 100) era la participación en los Parlamentos Autonómicos
en 2001, aunque ninguna ocupaba el puesto de Presidencia del Gobierno. El por-
centaje de mujeres en el Parlamento Europeo en 1999 era de 29,71. Y, según la
misma fuente, aunque en el año 2001 las mujeres funcionarias suponían el 45,75
por 100, sólo el 16,38 por 100 ocupaban altos cargos en la Administración. Ade-
más, el porcentaje de mujeres en el Poder Judicial en 2000 era del 36,37 por 100
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Envejecimiento
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Género 173
(Freixas, 1997), población que, dado los bajos índices de natalidad en nuestro
país y el aumento en la esperanza de vida, cada vez va a ser más numerosa.
Generalmente, los estudios han analizado el envejecimiento desde plantea-
mientos que, o bien consideran que hombres y mujeres envejecen de forma si-
milar, por lo que se analizan los procesos de forma indiferenciada para ambos
sexos; o reconocen diferencias específicas en el envejecimiento de mujeres y
hombres. Pero, en ambos casos, las explicaciones están muy restringidas a los
estereotipos de género. Así, en el caso de la mujer se ha estudiado casi exclusi-
vamente la menopausia y el «síndrome del nido vacío» y, en el hombre, la jubi-
lación y el uso del tiempo libre.
Pero, como señalan Sinnott y Shifren (2001), muy pocos trabajos se han cen-
trado en el análisis de las diferencias de género en esta población sino que, más
bien, los datos se han obtenido de forma secundaria y sin teorías explicativas que
guiasen la investigación. En todo caso, estos autores destacan la existencia de po-
cas diferencias significativas entre hombres y mujeres, predominando la variabili-
dad intragrupo. Así, en los estudios que han analizado las diferencias de género
en funcionamiento cognitivo, personalidad, salud y cuidados no se ha encontra-
do evidencia suficiente de diferencias, aunque sí se han encontrado interacciones
complejas entre género y edad. Canetto (2001) plantea que las mujeres al final de
la vida adulta tienen una serie de ventajas pues, además de su mayor esperanza
de vida, tienen menos problemas emocionales que las mujeres más jóvenes, y es
menos probable que experimenten problemas físicos o emocionales tras quedar-
se viudas que en el caso de los hombres teniendo, además, mayor número de re-
laciones íntimas y mayor proximidad familiar que éstos. Pero también tienen
otras desventajas, tales como el tener que realizar muchas actividades de cuidado
de los demás, mientras que es más difícil que las cuiden a ellas, aun estando casa-
das. Además, tienen menos recursos para hacer frente a sus problemas de salud
que los hombres y es más probable que vivan solas o tengan que ir a institucio-
nes. Y en las mujeres de edad avanzada aumentan los problemas económicos, so-
ciales y de salud, habiéndose encontrado que cuando tienen enfermedades termi-
nales reciben menos ayuda de su familia y de sus amistades.
Otro tipo de estudios se han centrado en el desarrollo del género en este
período de la vida y, aunque son necesarios estudios más rigurosos y complejos,
se ha encontrado que para continuar la construcción de la identidad y sentido
de las personas de edad avanzada, su desarrollo del rol del género parece impli-
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6. CONCLUSIONES
En los últimos años se ha reconocido que la identidad de género es un fe-
nómeno social complejo y dinámico, y se ha planteado que para comprender la
relevancia del género en la conducta humana es necesario estudiar diversas va-
riables simultáneamente (Hurtado, 1997). Así, se han realizado varias aproxi-
maciones a su estudio, que Trew y Kremer (1998) agrupan en cuatro:
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LECTURAS RECOMENDADAS
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Género 175
CUESTIONARIO DE AUTOEVALUACIÓN
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176 M.ª Pilar Matud Aznar
3. El sexismo se refiere a:
a) El tratamiento diferencial de las personas en función de su sexo.
b) El prejuicio hacia las personas según su sexo.
c) Las prácticas sexuales.
4. Los estereotipos de género se refieren a:
a) Las creencias sobre las características biológicas o psicológicas asocia-
das al hecho de ser hombre o mujer.
b) La medida en que una persona aprueba y participa en los sentimientos
y conductas de un determinado género.
c) El conjunto de conductas definidas socialmente como apropiadas para
un género.
5. Los estereotipos de género son fuente de discriminación para:
a) Las mujeres.
b) Los hombres.
c) Mujeres y hombres.
6. Generalmente, los medios de comunicación:
a) Mantienen y refuerzan los estereotipos de género.
b) No son relevantes para las cuestiones implicadas en el género.
c) Ayudan a superar los estereotipos de género.
7. Las teorías de orientación psicológica como la de Freud o la de Kohlberg:
a) Enfatizan los determinantes biológicos del género.
b) Enfatizan los procesos intrapsíquicos que gobiernan el desarrollo del
género.
c) Se centran en los determinantes socio-estructurales del género.
8. Recientemente, se considera que el desarrollo y funcionamiento del rol de
género:
a) Se restringe a la infancia.
b) Se va reajustando a lo largo del ciclo vital.
c) Está determinado biológicamente.
9. Los teóricos que han aplicado la teoría evolucionista al género plantean
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20. Los estudios recientes han mostrado que los múltiples roles:
a) Siempre son beneficiosos para las mujeres.
b) Siempre son beneficiosos para los hombres.
c) En general, son beneficiosos para mujeres y hombres, aunque depende
del número y del tiempo que demanda cada uno.
Ítem 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20
Solución ACBACABBB C A C A C A B C C B C
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