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Lo nuevo, lo posible
Dado lo dicho más arriba, cabe imaginar que en un marco global dominado por la
concepción mercantil de la educación, el concepto de “derecho a la universidad” no está
carente de debates. No todos están dispuestos a aceptar que los estudios superiores,
terreno tradicional de selección y formación de las élites, no solo sean masivos sino que
además sean considerados un derecho que puede ser ejercido por todo ciudadano. En un
capítulo titulado precisamente “La universidad como derecho” de su libro Filosofía (y)
política de la universidad, Eduardo Rinesi, uno de quienes más se ha dedicado a pensar la
cuestión en los últimos años, atribuye este carácter polémico al hecho de que es un
concepto relativamente novedoso.
Si bien Rinesi se pregunta si la existencia del derecho a la educación (sin
distinciones) en la Constitución no implicaría que el derecho a la universidad existe “acaso
desde siempre”, reconoce que recién en los años que precedieron y siguieron a aquella
CRES se pudo pensar que la declaración podría ser algo más que eso, más que una
declaración. Esto es, que aquel principio podía ser llevado a la realidad. Para Rinesi, en el
caso argentino, que es en el que se centra el autor, el paso del nivel declarativo a la
posibilidad “efectiva y cierta” de alcanzar un nivel amplio de realización
(lamentablemente, la existencia de un derecho no siempre implica la existencia de su
cumplimiento, como lo demuestra, por ejemplo, el derecho a la vivienda digna) se debió a
la coincidencia de tres condiciones:
Estas son las condiciones que, para Rinesi, hicieron posible empezar a dar
cumplimiento al derecho a la universidad. Pero ¿qué es, concretamente, ese derecho?
Obviamente, en primer lugar, ese derecho implica la gratuidad y el ingreso
irrestricto a las instituciones universitarias, características que la universidad pública
argentina adquirió por primera vez durante el peronismo y que, con vaivenes, fueron
reimplantadas finalmente tras el retorno a la democracia. Pero Rinesi advierte que el
derecho a la universidad va mucho más allá: todo ciudadano que elija cursar estudios
superiores “tiene que tener, después de haber entrado, el derecho a aprender, a avanzar
en sus estudios y a recibirse en un plazo razonable. Todo eso (y no apenas el mínimo y
preliminar derecho a ‘intentarlo’) es lo que aquí estoy llamando ‘derecho a la
Universidad’”, explica.
Esto –reconocer que los estudiantes son sujetos de ese derecho– tiene enormes
implicancias para el Estado y para las universidades, en tanto parte o dependencia del
Estado. No implica en absoluto que cualquiera en cualquier condición puede ingresar a
una carrera. El autor no desconoce que existen disparidades y dificultades en la educación
media que, en muchas ocasiones, resultan en que las universidades reciben interesados
en estudiar en ellas que quizás no tienen el piso de saberes que la propia institución
requiere para cursar en ella. La cuestión es qué debe hacer la universidad ante ello.
Históricamente, incluso en la actualidad, con una concepción elitista de la universidad,
algunas instituciones buscaron seleccionar en exámenes eliminatorios a aquellos que
cruzaban su umbral ya con los conocimientos y técnicas requeridas. Quien no lo tuviera,
quedaba afuera hasta volver a intentarlo.
Pero si –como dijimos—el ingreso irrestricto no implica que cualquiera en cualquier
condición puede ingresar a una carrera, ¿qué implica entonces? Implica que cualquiera en
cualquier condición debe poder ingresar a la universidad. Es decir, que la universidad no
debe expulsarlo luego de un examen eliminatorio sino contenerlo y proveerle –en
instancias usualmente llamadas “básicas”, de “ingreso” o de “nivelación”– los saberes y las
técnicas que la misma universidad considera necesarias para cursar sus carreras.
De la misma forma en que la maestra de 4° debe hacerse cargo de las presuntas
“falencias” que pueden tener algunos alumnos que llegan de 3°, de la misma forma que la
escuela secundaria debe hacerse cargo de las presuntas “falencias” con que llegan del
primario, de la misma forma en que ni una ni la otra puede hacerse las distraídas, la
Universidad debería también hacerse cargo de esas presuntas disparidades y no mirar
para otro lado. No reconocer esto es no reconocer a los estudiantes como sujetos de un
derecho que debe ser garantizado por el Estado y no reconocer que las universidades son
parte del Estado y del mismo sistema educativo que, en otros niveles, no duda en asumir
esa responsabilidad.
Nadie duda que esa “división social y cultural” que se expresa en las “falencias”, en
esas “disparidades”, no es un hecho de la biología, de la naturaleza: “…es resultado de la
historia, que por supuesto que no es justa y que queremos revertir, pero que, mientras
tanto, es causa objetiva e inapelable de un reparto desigual de las habilidades, de las
capacidades, de las posibilidades, del tiempo que se puede dedicar a otra cosa que a
garantizar la propia subsistencia, de los estímulos para la ilustración de los espíritus y de
ahí, en consecuencia, de las perspectivas de éxito en las instituciones educativas”.
Sin embargo, que sea un dato de la realidad no implica que no sea –más que un
déficit cognoscitivo o actitudinal—un déficit político del sistema educativo en su totalidad.
Y la universidad forma parte de ese sistema educativo que falló: forman parte desde el
plano institucional (pese a “la frecuente tendencia de nuestras universidades a confundir
su bendita autonomía con una independencia que no tienen ni tienen que tener”, apunta
Rinesi) y forman parte porque tienen un rol muy importante en la formación y
capacitación de los profesionales del sistema educativo y en el diseño de políticas públicas
(y, por lo tanto, de los problemas que unos y otras puedan tener). Por lo tanto, la
universidad debe hacerse cargo de ese déficit del sistema que se expresa en los déficit
individuales de los estudiantes. E intentar cambiarlo.
De la misma manera, si el derecho implica también aprender, avanzar y recibirse,
ese compromiso del Estado (de la Universidad) se extiende bastante más allá del brindar
las herramientas para empezar a cursar. Implica la necesidad de que se busquen formas
en que los estudiantes puedan, si lo desean, ejercer ese derecho hasta el final. Implica
también no resignar la complejidad ni amplitud de los conocimientos trabajados (no
“bajar el nivel”) ni tampoco hacer diferencias entre aquellos que se presupone que
conformarán la élite de la disciplina y quienes se prejuzga que no alcanzarán nunca ese
nivel (porque se cree que no podrán “seguir el ritmo”):
…no nos pidan masividad y encima calidad –parodia Rinesi el tono de quienes se resisten a
asumir el desafío–, que como todo el mundo sabe es un atributo de los menos, no de los
más. De los pocos, no de la multitud. Masividad o calidad, se nos dirá (se nos dice):
ustedes elijan. Pues bien, ¿saben qué?: no elegimos nada. ¿Por qué tenemos que elegir?
¿Quién ha dicho que los más no pueden hacer, en el mismo nivel de calidad (sea lo que sea
lo que esto signifique: esa es otra cuestión, y por cierto que no poco importante), lo
mismo que los menos?
Un derecho colectivo
Esta faceta colectiva del derecho a la universidad implica lo que algunos llaman
también el derecho al conocimiento y es el derecho que tiene la sociedad, el pueblo, que
financia con sus impuestos al sistema estatal de educación, a gozar de los beneficios qué
el supone para su desarrollo. En otras palabras, a gozar no solo de los beneficios de la
formación que reciben sus hijos en las universidades sino, muy especialmente, del
conocimiento que producen esas universidades. Es decir, aquí el sujeto del derecho a la
universidad no es el individuo sino la sociedad en su conjunto. Que las universidades,
garanticen el cumplimiento de este derecho tiene implicancias tan importantes como las
correspondientes al derecho en su faceta individual. ¿Cómo goza la sociedad de ese
conocimiento? ¿Qué es “la sociedad”, “el pueblo”? ¿Es el Estado su expresión y
representación? ¿Es la única?
Algunas de estas cuestiones y estas implicancias implicancias fueron exploradas
por Rinesi, por ejemplo, en conferencias como la titulada “¿Cuáles son las posibilidades
reales de producir una interacción transformadora entre universidad y sociedad?”. Allí, el
autor parte de analizar el tradicional concepto de “autonomía”, tan valioso a la cultura
universitaria. Esta idea surgió con la universidad moderna, a finales del siglo XVIII y
principios del XIX, y fue formalizada por el filósofo alemán Immanuel Kant en un famoso
texto titulado “El conflicto de las facultades”. La universidad, recuerda Rinesi, es una
institución de origen medieval, fuertemente ligada a la Iglesia Católica. Por ello, los
estudios estaban fuertemente orientados por la teología. Luego fueron ganando espacio
el estudio de las leyes civiles y la medicina. Era una universidad sin autonomía, en los
términos contemporáneos; pero también con un fuerte “compromiso social”, en el
sentido de que estaba muy comprometida con los principios que guiaban aquella
sociedad.
En la universidad había cuatro “facultades”: Teología, Medicina y Abogacía, que
eran las “facultades superiores”, se encargaban de la formación profesional propiamente
dicha, mientras que “Filosofía” era un tramo, una especie de base de la formación de
todas las profesiones, dado que se ocupaba del conocimiento (de cómo se producía y
reproducía), especialmente el conocimiento académico. “Filosofía era la Universidad, por
así decir, pensándose a sí misma”, resume Rinesi. Kant reconocía que aquellas facultades
superiores, que actuaban en campos de interés público (Dios, los cuerpos, las leyes)
debían ser reguladas por el Estado, pero reclamaba para la Filosofía un espacio de
autonomía que le permitiera a la Universidad “darse a sí misma sus propias normas, sus
propias pautas, sus propias leyes, sus propias formas de pensar, porque si la Universidad
no piensa un poco hacia adentro lo que está haciendo, corre el riesgo de hacer estragos”.
Esto le iba a permitir “indagar críticamente todo lo que en la Universidad se piensa” y
advertir si se está volviendo “necia o dogmática”, si está justificando “las derivas
autoritarias del poder del Estado”.
Esta idea de autonomía, surgida de forma contemporánea a la aparición de la
república en tiempos de la Revolución Francesa, tiene, como se ve, como principal foco
contener los abusos del Estado central sobre el conocimiento. Por eso, reconoce Rinesi, es
que tuvo tanto arraigo en la Argentina, especialmente luego de la Reforma Universitaria
de 1918.
Es perfectamente comprensible que en la Argentina del siglo XX, que en la Argentina con
una pesada historia de dictaduras y avasallamientos de las libertades, la Universidad haya
tendido a ser muy autonomista, muy antiestatalista, porque teníamos del otro lado un
estado que, en efecto, en más de una ocasión acechó las libertades de la Universidad y la
puso en esa posición digamos así, a la defensiva.