Está en la página 1de 9

Estado, Sociedad y Universidad – Cátedra Montero

¿De qué hablamos cuando hablamos de


derecho a la universidad?

El concepto de “derecho a la universidad” (o “derecho a la educación superior”,


para considerar otras modalidades superiores de formación) se encuentra en el centro de
una disputa global. Desde mediados de los años 70, el pensamiento neoliberal empezó a
ganar espacio en el todo el mundo hasta transformarse hoy en una fuerza hegemónica. Y,
con él, las corrientes privatistas y mercantilistas de la educación superior se han
convertido en la tendencia predominante en el desarrollo de los sistemas universitarios.
¿Qué implica esto?
El neoliberalismo supone una forma de configuración de las relaciones sociales en
la que los bienes se conciben como mercancías y, por lo tanto, quienes acceden a ellas lo
hacen como consumidores. Se supone que el modo más eficiente de distribuirlas es el
mercado, asignando esos recursos de acuerdo a la capacidad de pago. Potencialmente,
todo puede –y, para el neoliberalismo—debería configurarse de esta manera: no solo los
bienes que habitualmente estamos acostumbrados a visualizar como mercancía (la ropa,
los autos, los juguetes, un largo etcétera), sino también muchas cosas más: los servicios
públicos (la provisión de agua, por ejemplo), las empresas estratégicas (como una
petrolera que tiene posición principal en el mercado), las jubilaciones… y, por supuesto, la
educación. En este sentido, las universidades pueden ser pensadas meramente como
instituciones que proveen una mercancía y que se administran como si fueran empresas,
es decir, utilizando prácticas mercantiles (a eso, entre otras cosas, alude el concepto de
“mercantilización”).
Uno de los principales argumentos de quienes sostienen esta perspectiva es que,
dado que a las universidades ingresan mayormente los sectores medios, y que los sectores
populares son en cambio mayoritarios en la educación primaria y secundaria, la provisión
del “servicio” educativo de manera gratuita por parte del Estado quita recursos que
podrían ser direccionados hacia los niveles en los que transitan sectores más vulnerables.
“Quitar” esos recursos a los niveles inferiores y derivarlos al nivel superior, en cambio,
implicaría subsidiar a quienes sí podrían pagar por ese “servicio”. Por eso, su intención de
máxima es introducir aranceles en las universidades y, en todo caso, becar a quienes
acrediten no poder pagarlas.
Como contrapartida, casi en contracorriente con esta tendencia global hacia la
concepción mercantil de la educación, en nuestro continente se produjo a comienzos del
siglo XXI un proceso que, con muchas diferencias internas, en general tendió a ampliar las
capacidades de los Estados nacionales en la cobertura de un amplio abanico de viejos y
nuevos “derechos”. Estos procesos, llevados adelante en los gobiernos que se dieron en
llamar progresistas o nacional-populares, recuperaron el concepto de Estado Social de
Derecho, es decir, que todo ciudadano tiene derecho a recibir del Estado un repertorio de
bienes, prácticas y saberes considerados fundamentales. Es, por lo tanto, una
configuración política e ideológica distinta a la del llamado neoliberalismo, una
configuración que concibe esos bienes y servicios como derechos de todos los ciudadanos
y no como mercancías. Entre ellos empezó a considerarse a la educación superior, lo que
resultó en un aumento sustantivo de las oportunidades de asistir a las universidades
públicas en todo el continente en los últimos años.
Obviamente, estos modelos de concebir la educación en general y la superior en
particular (el que encadena mercado-mercancía-consumidor y el que encadena Estado-
derecho-ciudadano) no se dan puramente en ningún país. En casi todos existen tensas
convivencias entre la educación como mercancía y la educación como derecho, y no solo
al interior de cada sistema universitario sino incluso al interior de cada institución y tal vez
de cada carrera. Se trata de maneras de entender la educación, tampoco exentas de
polémica en cuanto a su interpretación.
Durante décadas, en países como los nuestros, que deben gran parte de su
configuración institucional a los modelos europeos, el Estado fue un agente predominante
en el sector universitario, bajo la concepción de que en las casas de altos estudios debían
formarse las élites dirigentes del país. Pero incluso en los casos en los que la universidad
no tenía arancel, el acceso a ella era considerado un privilegio y no un derecho. La noción
de derecho recién empieza a aparecer con fuerza en los debates sobre política
universitaria a nivel mundial con plenitud recién en los años 90. Sin embargo, todavía se lo
colocaba dentro de una perspectiva meritocrática. Es decir, que la educación superior
sería un derecho de aquellos que, independientemente de su origen social, demuestren
contar con la capacidad suficiente para afrontarla. En otras palabras, que el Estado debe
garantizar que las personas humildes de probada capacidad –solo ellas, junto al buena
parte de la clase media y alta– ingresen a los estudios superiores.
A mediados de la primera década de este siglo empezó a producirse en América
Latina un viraje, que en gran medida quedó plasmado en 2008, en un hito de cuyas
dimensiones recién se tomaría conciencia con el correr de los años. En aquel año, se
reunió en Cartagena de Indias (Colombia) la II Conferencia Regional de Educación Superior
(CRES), un encuentro auspiciado por la UNESCO (la Organización de las Naciones Unidas
para la Educación, la Ciencia y la Cultura) en el que los estados, las instituciones de
educación superior, los académicos y otros actores del sector se reunieron con el objetivo
de establecer un diagnóstico y una proyección de la educación superior en el continente.
En la Declaración Final de aquel encuentro, la CRES, animada en buena medida por el
clima de expansión de derechos que vivía la región, concluyó que “La Educación Superior
es un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado”.
Tal declaración, suscripta por los estados participantes, miembros a su vez de la
UNESCO, colocaba por primera vez al nivel superior en el mismo escalón de derecho
humano universal que los otros niveles educativos. Es decir, la excluía del espacio de los
bienes transables en el mercado y lo colocaba entre los que deben ser asegurados y
regulados por el Estado.
Claro que no era la primera referencia normativa que podía dar lugar al “derecho a
la universidad” al que aludimos al comienzo. En la mismísima Constitución Nacional, el
inciso 19 del artículo 75 (el que establece las funciones del Congreso) señala que éste
debe:

Sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad


nacional respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la
responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la
promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin
discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la
educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales. (Las
cursivas son nuestras.)

Si bien la redacción podría inducir a separar los principios de “gratuidad y equidad


de la educación pública estatal” de los principios de “autonomía y autarquía de las
universidades”, como si los primeros no correspondieran a las segundas, la indiscutible
participación de las universidades dentro del sistema de educación pública estatal las hace
partícipes de aquellos mismos principios –gratuidad, equidad— y también de los
resaltados con anterioridad –responsabilidad del Estado, igualdad de oportunidades sin
discriminaciones, etcétera—. Por esta razón es que muchos, en lugar de hablar de
“derecho a la universidad” o “derecho a la educación superior” afirman que se debe
hablar del “derecho a la educación en la universidad”.
Esta circunstancia, en combinación con la histórica Declaración de Cartagena de
Indias y todo un plexo de pactos internacionales firmados por el país e incluso
incorporados a la Constitución, constituyeron los dos pilares normativos sobre los cuales el
“derecho a la universidad” obtuvo en la Argentina lo que jurídicamente se llama
“exigibilidad”, es decir, la base sobre la cual se puede exigir el cumplimiento de un
derecho y se puede accionar en consecuencia.
Este derecho fue incorporado finalmente a la legislación argentina en octubre de
2015, cuando se sancionó la Ley 27.204 de Implementación Efectiva de la Responsabilidad
del Estado en el Nivel de Educación Superior, llamada también “Ley Puiggrós” por la
legisladora que la impulsó. Dicha norma modifica la Ley de Educación Superior (LES) de los
años 90 y, entre otros cambios, introduce en la normativa vigente la gratuidad y el ingreso
irrestricto (pudiendo establecerse “procesos de nivelación” pero sin que estos tengan un
“carácter selectivo excluyente o discriminador”), dado que no estaban contempladas en la
ley, y dispone que el Estado debe “Garantizar la igualdad de oportunidades y condiciones
en el acceso, la permanencia, la graduación y el egreso en las distintas alternativas y
trayectorias educativas del nivel”.
El fundamento de esta nueva perspectiva queda explicitado en la redacción que a
partir de entonces tiene el primer artículo de la LES: “El Estado nacional, las provincias y la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, tienen la responsabilidad principal e indelegable sobre
la educación superior, en tanto la educación y el conocimiento son un bien público y un
derecho humano personal y social”.
Como se ve, la Ley Puiggrós retoma la concepción del derecho a la universidad que
venimos desarrollando y que fue ganando espacio en el debate latinoamericano desde la
Declaración de Cartagena. Pero, como se sabe, una cosa es un derecho declarado (o
declarativo) y otra, mucho más difícil, su efectiva concreción.

Lo nuevo, lo posible

Dado lo dicho más arriba, cabe imaginar que en un marco global dominado por la
concepción mercantil de la educación, el concepto de “derecho a la universidad” no está
carente de debates. No todos están dispuestos a aceptar que los estudios superiores,
terreno tradicional de selección y formación de las élites, no solo sean masivos sino que
además sean considerados un derecho que puede ser ejercido por todo ciudadano. En un
capítulo titulado precisamente “La universidad como derecho” de su libro Filosofía (y)
política de la universidad, Eduardo Rinesi, uno de quienes más se ha dedicado a pensar la
cuestión en los últimos años, atribuye este carácter polémico al hecho de que es un
concepto relativamente novedoso.
Si bien Rinesi se pregunta si la existencia del derecho a la educación (sin
distinciones) en la Constitución no implicaría que el derecho a la universidad existe “acaso
desde siempre”, reconoce que recién en los años que precedieron y siguieron a aquella
CRES se pudo pensar que la declaración podría ser algo más que eso, más que una
declaración. Esto es, que aquel principio podía ser llevado a la realidad. Para Rinesi, en el
caso argentino, que es en el que se centra el autor, el paso del nivel declarativo a la
posibilidad “efectiva y cierta” de alcanzar un nivel amplio de realización
(lamentablemente, la existencia de un derecho no siempre implica la existencia de su
cumplimiento, como lo demuestra, por ejemplo, el derecho a la vivienda digna) se debió a
la coincidencia de tres condiciones:

1. El establecimiento de la obligatoriedad de la escuela secundaria a través de la


Ley de Educación Nacional (2006). Rinesi recuerda que “cuando la escuela
secundaria no era obligatoria, estudiar en ella era […] apenas una posibilidad”.
Si ya la escuela secundaria es un “lujo”, mucho más lo sería la universidad. En
cambio, la obligatoriedad de culminar la escuela media ayudó a miles de
jóvenes a barajar seriamente la posibilidad de continuar los estudios en el nivel
subsiguiente.

2. “El crecimiento muy significativo del número de instituciones que integran el


sistema de universidades públicas y gratuitas del país, así como su igualmente
notable expansión geográfica”. Esta expansión del sistema se produjo en tres
grandes oleadas: 1) La etapa del desarrollismo nacionalista (entre fines de los
60 y sobre todo a comienzos de los 70), 2) la etapa del neoliberalismo con su
programa descentralizador (en los años 90) y 3) en la etapa de lo que llama
“populismo de avanzada” (entre la primera y segunda década de este siglo).
Explica Rinesi: “más allá de los propósitos que hayan animado estos tres
grandes programas de creación de universidades públicas en diversas ciudades
del interior del territorio nacional y en varios núcleos altamente poblados del
conurbano bonaerense, […] el resultado, digamos, ‘objetivo’ de todas estas
expansiones […] es uno y el mismo: la generación de una muchísimo mayor
cantidad de oportunidades”. Hace unos 50 años, solo había nueve
universidades nacionales; hoy, son 57. Por lo tanto, la mayoría de los jóvenes
en la Argentina (aunque no todos, por supuesto) cuentan con una universidad
pública moderadamente accesible en términos geográficos.

3. La existencia de un conjunto de políticas públicas activas. Tras el quiebre del


modelo neoliberal en 2001-2002, con la reconstrucción del Estado Social de
Derecho fueron instalándose progresivamente una sucesión de intervenciones
estatales destinadas a asegurar el cumplimiento y ampliar el rango de derechos
de los ciudadanos reconocidos por el Estado. Como destaca Rinesi, difícil es
garantizar que se cumpla la obligación de terminar el secundario si no hay
políticas activas que fomenten y permitan que aquellos hogares que necesitan
de los ingresos que proveería una o un adolescente puedan obtener esos
ingresos a través del Estado, permitiendo a los jóvenes completar sus estudios.
Ese fue uno de los objetivos de la Asignación Universal por Hijo. Otras políticas
públicas que ayudaron a pensar, ejercer y ampliar el derecho a la universidad
fueron los planes de provisión de netbooks (Conectar Igualdad) y una amplia
gama becas universitarias y PROGRESAR.

Estas son las condiciones que, para Rinesi, hicieron posible empezar a dar
cumplimiento al derecho a la universidad. Pero ¿qué es, concretamente, ese derecho?
Obviamente, en primer lugar, ese derecho implica la gratuidad y el ingreso
irrestricto a las instituciones universitarias, características que la universidad pública
argentina adquirió por primera vez durante el peronismo y que, con vaivenes, fueron
reimplantadas finalmente tras el retorno a la democracia. Pero Rinesi advierte que el
derecho a la universidad va mucho más allá: todo ciudadano que elija cursar estudios
superiores “tiene que tener, después de haber entrado, el derecho a aprender, a avanzar
en sus estudios y a recibirse en un plazo razonable. Todo eso (y no apenas el mínimo y
preliminar derecho a ‘intentarlo’) es lo que aquí estoy llamando ‘derecho a la
Universidad’”, explica.
Esto –reconocer que los estudiantes son sujetos de ese derecho– tiene enormes
implicancias para el Estado y para las universidades, en tanto parte o dependencia del
Estado. No implica en absoluto que cualquiera en cualquier condición puede ingresar a
una carrera. El autor no desconoce que existen disparidades y dificultades en la educación
media que, en muchas ocasiones, resultan en que las universidades reciben interesados
en estudiar en ellas que quizás no tienen el piso de saberes que la propia institución
requiere para cursar en ella. La cuestión es qué debe hacer la universidad ante ello.
Históricamente, incluso en la actualidad, con una concepción elitista de la universidad,
algunas instituciones buscaron seleccionar en exámenes eliminatorios a aquellos que
cruzaban su umbral ya con los conocimientos y técnicas requeridas. Quien no lo tuviera,
quedaba afuera hasta volver a intentarlo.
Pero si –como dijimos—el ingreso irrestricto no implica que cualquiera en cualquier
condición puede ingresar a una carrera, ¿qué implica entonces? Implica que cualquiera en
cualquier condición debe poder ingresar a la universidad. Es decir, que la universidad no
debe expulsarlo luego de un examen eliminatorio sino contenerlo y proveerle –en
instancias usualmente llamadas “básicas”, de “ingreso” o de “nivelación”– los saberes y las
técnicas que la misma universidad considera necesarias para cursar sus carreras.
De la misma forma en que la maestra de 4° debe hacerse cargo de las presuntas
“falencias” que pueden tener algunos alumnos que llegan de 3°, de la misma forma que la
escuela secundaria debe hacerse cargo de las presuntas “falencias” con que llegan del
primario, de la misma forma en que ni una ni la otra puede hacerse las distraídas, la
Universidad debería también hacerse cargo de esas presuntas disparidades y no mirar
para otro lado. No reconocer esto es no reconocer a los estudiantes como sujetos de un
derecho que debe ser garantizado por el Estado y no reconocer que las universidades son
parte del Estado y del mismo sistema educativo que, en otros niveles, no duda en asumir
esa responsabilidad.
Nadie duda que esa “división social y cultural” que se expresa en las “falencias”, en
esas “disparidades”, no es un hecho de la biología, de la naturaleza: “…es resultado de la
historia, que por supuesto que no es justa y que queremos revertir, pero que, mientras
tanto, es causa objetiva e inapelable de un reparto desigual de las habilidades, de las
capacidades, de las posibilidades, del tiempo que se puede dedicar a otra cosa que a
garantizar la propia subsistencia, de los estímulos para la ilustración de los espíritus y de
ahí, en consecuencia, de las perspectivas de éxito en las instituciones educativas”.
Sin embargo, que sea un dato de la realidad no implica que no sea –más que un
déficit cognoscitivo o actitudinal—un déficit político del sistema educativo en su totalidad.
Y la universidad forma parte de ese sistema educativo que falló: forman parte desde el
plano institucional (pese a “la frecuente tendencia de nuestras universidades a confundir
su bendita autonomía con una independencia que no tienen ni tienen que tener”, apunta
Rinesi) y forman parte porque tienen un rol muy importante en la formación y
capacitación de los profesionales del sistema educativo y en el diseño de políticas públicas
(y, por lo tanto, de los problemas que unos y otras puedan tener). Por lo tanto, la
universidad debe hacerse cargo de ese déficit del sistema que se expresa en los déficit
individuales de los estudiantes. E intentar cambiarlo.
De la misma manera, si el derecho implica también aprender, avanzar y recibirse,
ese compromiso del Estado (de la Universidad) se extiende bastante más allá del brindar
las herramientas para empezar a cursar. Implica la necesidad de que se busquen formas
en que los estudiantes puedan, si lo desean, ejercer ese derecho hasta el final. Implica
también no resignar la complejidad ni amplitud de los conocimientos trabajados (no
“bajar el nivel”) ni tampoco hacer diferencias entre aquellos que se presupone que
conformarán la élite de la disciplina y quienes se prejuzga que no alcanzarán nunca ese
nivel (porque se cree que no podrán “seguir el ritmo”):

…no nos pidan masividad y encima calidad –parodia Rinesi el tono de quienes se resisten a
asumir el desafío–, que como todo el mundo sabe es un atributo de los menos, no de los
más. De los pocos, no de la multitud. Masividad o calidad, se nos dirá (se nos dice):
ustedes elijan. Pues bien, ¿saben qué?: no elegimos nada. ¿Por qué tenemos que elegir?
¿Quién ha dicho que los más no pueden hacer, en el mismo nivel de calidad (sea lo que sea
lo que esto signifique: esa es otra cuestión, y por cierto que no poco importante), lo
mismo que los menos?

Cuando empezamos a pensar qué ciertos estudiantes están incapacitados para


recibir (o para aprovechar) el mismo tipo de educación que reciben las élites, cuando
empezamos a preguntarnos qué es “lo mejor para cada uno”, en ese momento “nos
convertimos en cómplices”. El primer mal intelectual “no es la ignorancia, sino el
desprecio”, cita Rinesi a Jacques Ranciére. La igualdad, en este sentido, no debe ser el
objetivo del sistema educativo sino el axioma, el punto de partida. Resume Rinesi: “una
universidad solo es buena si es buena para todos”. Si no está a la altura de este desafío –
que no es fácil en absoluto— no puede ser considerada una universidad “de excelencia”.
En síntesis, el derecho a la universidad tiene una faceta individual: es el derecho de
los individuos a acceder, aprender y recibirse, si lo desean, en el nivel superior de la
educación, derecho que debe ser garantizado por el Estado (y, como parte de él, por las
universidades). Pero el derecho a la universidad también involucra una faceta colectiva, no
siempre considera con suficiente profundidad, en muchas ocasiones por los mismos
estudiantes que llegan a la universidad a ejercer su derecho individual a la educación
superior.

Un derecho colectivo

Esta faceta colectiva del derecho a la universidad implica lo que algunos llaman
también el derecho al conocimiento y es el derecho que tiene la sociedad, el pueblo, que
financia con sus impuestos al sistema estatal de educación, a gozar de los beneficios qué
el supone para su desarrollo. En otras palabras, a gozar no solo de los beneficios de la
formación que reciben sus hijos en las universidades sino, muy especialmente, del
conocimiento que producen esas universidades. Es decir, aquí el sujeto del derecho a la
universidad no es el individuo sino la sociedad en su conjunto. Que las universidades,
garanticen el cumplimiento de este derecho tiene implicancias tan importantes como las
correspondientes al derecho en su faceta individual. ¿Cómo goza la sociedad de ese
conocimiento? ¿Qué es “la sociedad”, “el pueblo”? ¿Es el Estado su expresión y
representación? ¿Es la única?
Algunas de estas cuestiones y estas implicancias implicancias fueron exploradas
por Rinesi, por ejemplo, en conferencias como la titulada “¿Cuáles son las posibilidades
reales de producir una interacción transformadora entre universidad y sociedad?”. Allí, el
autor parte de analizar el tradicional concepto de “autonomía”, tan valioso a la cultura
universitaria. Esta idea surgió con la universidad moderna, a finales del siglo XVIII y
principios del XIX, y fue formalizada por el filósofo alemán Immanuel Kant en un famoso
texto titulado “El conflicto de las facultades”. La universidad, recuerda Rinesi, es una
institución de origen medieval, fuertemente ligada a la Iglesia Católica. Por ello, los
estudios estaban fuertemente orientados por la teología. Luego fueron ganando espacio
el estudio de las leyes civiles y la medicina. Era una universidad sin autonomía, en los
términos contemporáneos; pero también con un fuerte “compromiso social”, en el
sentido de que estaba muy comprometida con los principios que guiaban aquella
sociedad.
En la universidad había cuatro “facultades”: Teología, Medicina y Abogacía, que
eran las “facultades superiores”, se encargaban de la formación profesional propiamente
dicha, mientras que “Filosofía” era un tramo, una especie de base de la formación de
todas las profesiones, dado que se ocupaba del conocimiento (de cómo se producía y
reproducía), especialmente el conocimiento académico. “Filosofía era la Universidad, por
así decir, pensándose a sí misma”, resume Rinesi. Kant reconocía que aquellas facultades
superiores, que actuaban en campos de interés público (Dios, los cuerpos, las leyes)
debían ser reguladas por el Estado, pero reclamaba para la Filosofía un espacio de
autonomía que le permitiera a la Universidad “darse a sí misma sus propias normas, sus
propias pautas, sus propias leyes, sus propias formas de pensar, porque si la Universidad
no piensa un poco hacia adentro lo que está haciendo, corre el riesgo de hacer estragos”.
Esto le iba a permitir “indagar críticamente todo lo que en la Universidad se piensa” y
advertir si se está volviendo “necia o dogmática”, si está justificando “las derivas
autoritarias del poder del Estado”.
Esta idea de autonomía, surgida de forma contemporánea a la aparición de la
república en tiempos de la Revolución Francesa, tiene, como se ve, como principal foco
contener los abusos del Estado central sobre el conocimiento. Por eso, reconoce Rinesi, es
que tuvo tanto arraigo en la Argentina, especialmente luego de la Reforma Universitaria
de 1918.

Es perfectamente comprensible que en la Argentina del siglo XX, que en la Argentina con
una pesada historia de dictaduras y avasallamientos de las libertades, la Universidad haya
tendido a ser muy autonomista, muy antiestatalista, porque teníamos del otro lado un
estado que, en efecto, en más de una ocasión acechó las libertades de la Universidad y la
puso en esa posición digamos así, a la defensiva.

Ahora, retomando el hilo respecto al derecho a la universidad y su faceta colectiva:


¿cómo puede la universidad garantizar el derecho de la sociedad a gozar del conocimiento
que produce? ¿Cómo sentirse obligada a hacerlo? ¿No significaría esto resignar su
autonomía? ¿No implica una forma de heteronomía, que un “afuera” está dictando los
modos de acción de la universidad?
Al principio, en los tiempos de la Reforma Universitaria, en un contexto en que la
autonomía aparece con fuerza, esto buscó ser resuelto a través dela figura de la
“extensión”, aquellas charlas, cursos, publicaciones y otras iniciativas que desde aquellos
tiempos fueron creciendo al interior de las funciones desarrolladas por las universidades
nacionales: “una forma de ‘salida de sí’ de la universidad, más o menos filantrópica, más o
menos altruista, que ciertamente tiene como sujeto de ese movimiento a la propia
Universidad, y no a las necesidades del Estado o de las políticas públicas”.
Sin embargo, esta idea “más o menos filantrópica”, guiada por la desconexión con
el Estado (en tanto representante de la “sociedad” en su conjunto), está para Rinesi “un
tanto anticuada en un país en el que venimos verificando que muchas veces el Estado,
lejos de ser una amenaza para nuestras libertades, es una condición para ellas”. Y que las
mayores amenazas a la autonomía no provienen solo ni principalmente del Estado, sino
también del mercado (que presiona por influir en la creación de carreras, en la formación
de los profesionales, en las agendas de investigación, etcétera) e incluso de las propias
corporaciones académicas (con sus intereses particulares, sus disputas de poder, sus
códigos de pertenencia y ascenso, por ejemplo). El punto central de esta argumentación
de Rinesi es que las universidades –que, como vimos, también son el Estado– no solo no
deben temer al diálogo con el Estado central, a dejarse permear por sus necesidades que
son en parte las de la sociedad.
Así es como entiende Rinesi el “compromiso social” que deben tener las
instituciones universitarias. Ese compromiso que, dicho con otras palabras, no es más que
el cumplimiento de la faceta colectiva del derecho a la universidad, la contracara del
beneficio que la sociedad debe tener del conocimiento que en ellas se produce y se
enseña. Por eso, Rinesi concluye que tal compromiso con las necesidades sociales (y con el
Estado y sus políticas públicas que busquen resolverlas) se debe verificar en las tres
funciones tradicionales de las universidades:

1. Compromiso social en la docencia. Para, entre otras cosas, atender y hacer


frente a aquello que llamábamos “déficit” o “disparidades” más arriba y para
enseñar también las responsabilidades que implica formarse en la universidad
pública, gratuita e inclusiva.
2. Compromiso social en la investigación. Para posicionar las demandas y
necesidades sociales, en muchas ocasiones expresadas por el Estado, por
encima –aunque sin necesidad de que las suprima por completo—de las
presiones del mercado (de lo que es redituable económicamente) o de los
intereses corporativos de los grupos académicos y profesionales en la agenda
de creación de conocimiento.
3. Compromiso social en la extensión. Para dejar atrás la idea culposa, filantrópica
y limitada de la difusión de conocimientos creados a espaldas de esa sociedad a
la que se los “transmite” y buscar formas de articulación entre los saberes los
académicos y la utilidad que ellos puedan tener para los grupos sociales
excluidos.

También podría gustarte