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Zeferino González (1831-1894) Historia de la Filosofía

Obras del Cardenal González Segundo periodo de la filosofía griega

El estoicismo

Zenón, fundador del estoicismo, nació en Cittium, ciudad de Chipre, hacia mediados del siglo IV antes de
Jesucristo. Su padre, que era comerciante, le trajo de Atenas algunos libros de Sócrates y de otros filósofos, con
suya lectura comenzó a aficionarse al estudio de las ciencias. Habiendo perdido toda su fortuna en un naufragio que
le sobrevino navegando para Atenas, al llegar a esta ciudad se encontró casualmente con el cínico Crates, cuya
escuela y enseñanza siguió por espacio de algunos años. Después frecuentó las escuelas [337] megárica y
académica o platónica, oyendo sucesivamente a Estilpón de Megara y a Xenocrates. Al cabo de veinte años de
estudios y meditaciones, Zenón había formado un sistema propio de Filosofía, sistema que comenzó a explicar
públicamente en un pórtico de Atenas, denominado Stoa, razón por la cual su Filosofía recibió los nombres
de Estoicismo y escuela del Pórtico.

En edad muy avanzada, reduciendo a la práctica su teoría acerca de la legitimidad del suicidio, el fundador del
estoicismo puso fin a sus días, dejando en pos de sí un nombre muy respetado de los moradores de Atenas en vida
y muerte {122}, una escuela floreciente y numerosos discípulos, los cuales no se limitaron a conservar su doctrina,
sino que la precisaron, desenvolvieron y modificaron en muchos puntos. Así es que la exposición de la doctrina
estoica que vamos a hacer, comprende la de su fundador junto con las adiciones y aclaraciones principales de sus
discípulos y sucesores, y con particularidad las de Cleantes y Crisipo. Esto, limitándonos a los estoicos griegos y
greco-asiáticos, y prescindiendo de los estoicos romanos, que modificaron y purificaron algunas partes del sistema.

El estoicismo, considerado en Zenón y en sus inmediatos sucesores, representa como una restauración del
punto de vista socrático. A ejemplo del maestro de Platón, el filósofo de Cittium y su escuela cultivan y
desenvuelven el elemento ético con preferencia a todos [338] los demás. Física y metafísica, cosmología, teodicea y
dialéctica, y hasta la misma religión, se subordinan a la moral, y todas reciben una dirección práctica bajo la
influencia del pensamiento estoico.

Otro de los caracteres más salientes y trascendentales del estoicismo consiste en haber separado la moral de
la política, y en haber comunicado a la primera una dirección esencialmente subjetiva, independiente e
individualista. En los sistemas filosóficos anteriores, sin excluir a Platón y Aristóteles, vemos que la ética se halla en
cierto modo confundida e identificada con la política, ligada íntimamente y como absorbida por ésta, resultando de
aquí que el hombre como individuo, la personalidad humana, no vive ni obra sino por la comunidad y para la
comunidad, la cual viene a ser la fuente y como la norma principal de la moralidad de los actos humanos.

Con el estoicismo desaparece esa confusión antigua de la moral con la política, y la primera adquiere cierto
carácter individualista e independiente. En lugar de esta comunidad absorbente, ante la cual desaparecía la vida
moral y la acción propia del individuo, aparece en el estoicismo y con el estoicismo el sabio, el hombre de la virtud,
que se concentra en sí mismo; que se basta a sí mismo; que se sobrepone a todo lo que no es su propia razón, su
personalidad; que se declara, en fin, independiente y superior a la naturaleza, a la sociedad, a la divinidad misma, a
todo lo que no es él mismo.

Esta dirección esencialmente práctica, independiente e individualista del estoicismo, échase de ver en todas
sus teorías, aun en aquellas que de suyo son más abstractas, según se observa en su antipatía contra las [339]
ideas de Platón, en su solución al problema de los universales, en su negación de la trascendencia divina, y en otras
varias afirmaciones que indicaremos al exponer su Filosofía.

Moral del estoicismo

La moral del estoicismo se halla resumida y condensada en la siguiente máxima: vivir y obrar conforme a la
razón y la naturaleza. Como quiera que para los estoicos el fondo de la naturaleza es la razón divina, obrar en
conformidad con la naturaleza equivale a [348] obrar conforme a la razón, y de aquí procede que algunos de ellos
explicaban y definían la virtud como conformidad con la naturaleza y otros como conformidad con la razón. Este
modo de vivir y obrar constituye la virtud, y la virtud es el bien sumo y único del hombre: la fortuna, los honores, la
salud, el dolor, el placer, con todas las demás cosas que se llaman buenas o malas, son de suyo indiferentes, y
hasta puede decirse que son malas cuando son objeto directo de nuestras acciones y deseos. Sola la virtud, la
virtud practicada por la virtud misma y con absoluto desinterés, constituye el bien, la perfección y la felicidad del
hombre. La apatía perfecta, la indiferencia absoluta, mediante las cuales el hombre se hace superior e indiferene a
todos los dolores y placeres, a todas las pasiones con sus objetos, a todas las preocupaciones individuales y
sociales, son los caracteres del sabio verdadero, del hombre de la virtud. Las pasiones deben desarraigarse, porque
son naturalmente malas; la virtud es una necesariamente, porque nadie puede adquirir ni perder una virtud, sin
adquirir o perder simultáneamente todas las demás.

En vista de máximas y principios de moralidad tan elevada, cualquiera creería que la moral del estoicismo se
hallaba exenta de las grandes aberraciones que hemos observado en otras escuelas filosóficas; y, sin embargo,
sucede todo lo contrario. La mentira provechosa, el suicidio, la sodomía, las uniones incestuosas, con otras
abominaciones análogas, autorizadas en la moral de los estoicos, demuestran que la superioridad de ésta es más
aparente que real, y que el orgullo sólo puede producir doctrinas corruptoras, y que la razón [349] humana por sí
sola es impotente para descubrir y formular un sistema completo de moral {126}, o que nada contenga contrario a la
recta razón. [350]

La prudencia o sabiduría, la fortaleza, la templanza y la justicia, son las cuatro virtudes cardinales. El hombre
que posee con perfección estas cuatro virtudes, nada tiene que pedir ni envidiar a la Divinidad; se hace igual a Dios,
del cual sólo se diferencia en la duración mayor o menor de su existencia (bonus ipse tempore tantum a Deo
differt, en expresión de uno de los principales representantes del estoicismo, o sea porque no es absolutamente
inmoral, como lo es Dios.

La virtud es la verdadera y única felicidad posible al hombre: ella sola puede denominarse bien, en el sentido
propio de la palabra, así como, por el contrario, el único mal verdadero es el vicio. Toda las demás cosas son en
realidad indiferentes. La constancia, fijeza e inmutabilidad de la voluntad, representan el carácter más noble de la
virtud.

El sabio estoico, el hombre de la virtud, vive y obra con sujección absoluta a la naturaleza, a la divinidad, a la
ley inmutable y fatal de las cosas, y no [351] con miras interesadas y de propia felicidad. Así es que la virtud se
basta a sí misma, y no aspira ni necesita otra vida, ni de la inmortalidad del alma, para ser feliz: virtus seipsa
contenta est, et propter se expetenda.

Tesis fundamental del estoicismo era también la igualdad de las faltas morales. Para los estoicos, así como una
verdad no es mayor que otra, ni un error más error que otro, así también un pecado o falta moral no es mayor que
otra. De aquí también la correlación íntima, la conexión necesaria de las virtudes, no siendo posible poseer una de
éstas sin poseerlas todas.

Ya queda indicado que los estoicos consideraban las pasiones como movimientos contrarios a la razón, y
consiguientemente como malos en el orden moral. Por lo demás, el estoicismo solía reducir las pasiones todas a
cuatro géneros, que son: la concupiscencia (libidinem, dice Cicerón) o deseo, la alegría, el temor y la tristeza. Las
dos primeras se refieren al bien como a su objeto propio; las últimas son relativas al mal.

Además de los muchos y graves defectos de que adolece la moral del estoicismo, y que se acaban de indicar,
todavía entrañá y lleva en su seno otro principio que la vicia en su mismo origen y en su esencia. Ya hemos visto
que la libertad humana, el libre albedrío individual en el sentido propio de la palabra, es incompatible con la teoría
metafísica y teológica del estoicismo, según el cual la naturaleza humana se halla determinada en su naturaleza y
en sus actos por la naturaleza universal, y la razón individual por la razón divina. Ley universal de Dios, del hombre
y del mundo, es la fatalidad absoluta, significada por el Destino en el estoicismo y para el estoicismo. Síguese de
[352] aquí que cuando éste nos habla de vivir y obrar conforme a la naturaleza y a la razón, no puede significar otra
cosa que vivir y obrar conformándose con el movimiento irresistible de la naturaleza universal, abandonándose al
destino y a la corriente fatalista de las cosas, y marchando impulsado por las corrientes de la vida, que le arrastran
hacia su fin, es decir, hacia el fin general del universo.

De aquí se desprende que, a pesar de las apariencias en contrario, y a pesar de sus pretensiones, la moral del
Estoicismo, no sólo es sumamente imperfecta y viciosa, sino que apenas merece semejante nombre, puesto que le
falta una de las bases y condiciones esenciales para la moralidad. Porque donde no hay libre albedrío, donde no
hay verdadera libertad humana, no hay ni puede haber verdadera moralidad para el hombre, y los nombres de bien
y de mal, de virtud y de vicio, carecen de sentido. Resultado y aplicación lógica de este principio fatalista, es esa
indiferencia o impasibilidad que constituye la virtud, la perfección suprema del hombre para el Estoicismo, la
superioridad real del sabio estoico, superioridad y perfección que le pone en estado de mirar como indiferentes y
lícitas las abominaciones más grandes, los actos más repugnantes e inmorales a que arriba hemos aludido.
Enciclopedia Moderna
Establecimiento Tipográfico de Mellado, Madrid 1851tomo 8
columnas 665-668

Cinismo
Los cínicos enseñan que la felicidad y la virtud tienen por fundamento la mayor independencia posible con
respecto a las condiciones de vida exteriores, el desprecio de las instituciones y de las convenciones sociales, la
restricción de las necesidades y el retorno al “estado natural”. Diógenes de Sinope (alrededor de 404-323 a.n.e.) es
el representante más conocido de esta escuela. Diccionario filosófico abreviado · 1959:68

(Filosofía antigua.) La secta cínica tuvo por fundador a Antístenes, discípulo de Sócrates, de quien tomó
la rígida sobriedad que llevó todavía más adelante que su modelo. En vez de imitar la prudencia que
caracterizaba a su maestro, afectaba una virtud severa que sólo respiraba orgullo. Presentábase en público
cubierto con una mala capa, la barba larga y descuidada, y apoyado en un palo. Desechaba todas las
comodidades de la vida, despreciaba las riquezas, la reputación, las dignidades, en una palabra, todo lo que
buscan los hombres con más avidez.

Tenía por máximas que la virtud solo basta para la felicidad; que quien la posee no tiene que desear mas
que el valor; que consiste siempre en acciones y nunca en palabras; que toda ciencia y arte son inútiles; que
el filósofo debe acomodarse a las leyes de la naturaleza y no a las de los hombres, y que siendo solamente
él capaz de distinguir lo que merece alguna afección, si trata de casarse debe escoger una mujer digna de su
amor para reproducirse en sus hijos. Pero esta última máxima no tardó en caer en desuso entre sus
sectarios, quienes prefiriendo el título de cosmopolitas al de ciudadanos, sacudieron la dependencia
consiguiente a los vínculos del himeneo y justificaron el nombre de cínicos (en griego perros) que
caracterizaba perfectamente la impudencia de que hacían alarde. «Dáseles este nombre, dice Ammonio,
antiguo comentador de Aristóteles, a causa de la libertad de sus expresiones y de su amor por la verdad;
pues se nota que el instinto del perro tiene algo de filosófico y que le sirve para distinguir a los hombres,
ladrando a los extraños y acariciando a los de la casa. Los cínicos de la propia manera acogen y acarician
la virtud, y a los que la practican, en tanto que reprueban las pasiones y vituperan a los que se entregan a
ellas, aunque estén sentados en un trono.»

La singularidad de los cínicos consistió principalmente en querer introducir en medio de la depravación


de la Grecia las costumbres del estado de la naturaleza y los discursos propios de la rudeza de los primeros
tiempos. Presentábanse atrevidamente en los sitios públicos y lugares sagrados, atacando las
preocupaciones y los vicios, y como la licencia aparente de su filosofía, no podía paliarse sino con la
publicidad de su conducta, cuidaban de no guardar la menor reserva ni secreto. De esta manera se elevaron
de entre la corrupción general varios hombres, que con la energía de sus principios, quisieron oponerse al
desbordamiento de los vicios y a la postración de la Grecia, a la que iba pronto a encadenar Alejandro;
circunstancia que parece movió a Diógenes a repudiar el nombre de ciudadano para tomar el de
cosmopolita. La indiferencia que por entonces mostraban los cínicos, era tan grande, que preguntando
Alejandro a Cratesio uno de los discípulos de Diógenes, si deseaba el restablecimiento de su patria, le
contestó éste: «Lo mismo me es, puesto que no tardaría en asolarla otro Alejandro.»

Los errores que se les atribuye, parece que provinieron de una definición capciosa de Antistenes, quien
dijo que todo lo que producía un bien, era honesto, y lo que un mal, vergonzoso. De aquí se dedujo que
todo lo que encerraba en sí un bien, no se había hecho para que estuviese oculto, por cuya razón debía ser
despojado de las falsas reservas del pudor. El principio, pues, fue de Antistenes, pero las consecuencias las
dedujeron sus sucesores.

Para dar una idea de la diferencia que había entre la manera de pensar de aquel, y la de Diógenes, su
discípulo, bastará referir el hecho siguiente. Atormentado Antístenes por la enfermedad que causó su
muerte, exclamó una vez: «¡Qué me podrá librar de los males que sufro!» Y como se hallase presente su
discípulo, presentándole un puñal dijo: «Mira lo que te libraría.» A lo que Antistenes contestó: «Yo hablo
de mis padecimientos y no de la vida.» Esta contestación, digna de un discípulo de Sócrates, prueba que
Antistenes consideraba al cuerpo como la prisión del alma y que no quería libertarla de aquella. Mas
Diógenes no tuvo la paciencia de su maestro; así es que no pudiendo sufrir la fiebre que le atormentara, se
dió la muerte reteniendo el aliento.

Alcifrón retrata a un cínico de la siguiente manera:

Es un espectáculo horrible y penoso de ver, cuando agita su sucia melena y te mira insolentemente. Se
presenta medio desnudo, con una capa raída, una bolsita colgante y, entre sus manos, una maza hecha de
madera de peral silvestre. Va descalzo, no se lava y carece de oficio y beneficio. No quiere saber nada de
su hacienda ni de nosotros, sus padres, sino que, por el contrario, nos reniega, pues afirma que todas las
cosas son obra de la naturaleza y que la unión de elementos es la causa de la generación y no los
progenitores. Evidentemente, desprecia el dinero y aborrece el cultivo de la tierra. No tiene sentido de la
vergüenza y el pudor se ha borrado de su rostro.2

Los cínicos no atribuían bienestar alguno a las riquezas, y lejos de murmurar de los males que afligen a
la humanidad, los consideraban, según dice Arriano, como medios de manifestar las más nobles cualidades
del alma. «Sabéis, dice este escritor ¿cuáles son los deberes de un cínico? ser insultado y golpeado y amar a
los que le insultan y maltratan; considerarse como padre y hermano de los demás hombres; llevar con
paciencia los males en la adversidad considerándolos como pruebas dispuestas por Júpiter, y a la manera
que Hércules sufrió resignadamente los trabajos que le hizo pasar Euristeo. Así es como deberá conducirse
quien aspire a llevar el cetro de Diógenes. Un día este filósofo, continúa Arriano, en un violento acceso de
fiebre exclamaba a cuantos encontraba: »Insensatos, ¿a dónde corréis? vais a ver un combate de atletas y
no tenéis curiosidad por presenciar un combate entre el hombre y la calentura.»

Hay que convenir, sin embargo, en que era extremada la vanidad de los cínicos, quienes afectando
dominar sus pasiones no ocultaban su orgullo y se exponían a la burla del público. El nombre de
cosmopolitas que sustituyeron al de ciudadanos parece indicar que profesaban el celibato, y así nos lo da a
entender Arriano en el siguiente pasaje: «¿Debe el verdadero cínico buscar los lazos del matrimonio o huir
de ellos? La única ventaja que podría proporcionarle aquel estado, sería hacer participantes de su doctrina a
su mujer y a sus hijos. Mas un cínico debe consagrarse al universo; es un médico que el cielo envía para
alivio de los males: ¿y cómo podría dedicarse con entera solicitud a sus funciones, si tuviese que atender a
los cuidados domésticos consiguientes por necesidad al matrimonio? El hombre ha nacido para la sociedad,
y esta es el dios del cínico. ¿Puede compararse la frívola ventaja de educar dos o tres miserables criaturas
con la muy importante de vigilar la conducta de los hombres y enseñarles lo que deben evitar, procurar o
despreciar? Epaminondas, que murió sin hijos, ¿no fué más útil a su patria que tantos otros tebanos padres
de una numerosa familia? Priamo, que tuvo cincuenta hijos indignos, ¿fué acaso más útil a la sociedad que
Homero? No nos admiremos, pues, de que el sabio no quiera casarse ni tener hijos. ¿Y sabéis cual debe ser
en punto a política la ocupación del cínico? No deberá ser sin duda la que concierna a Atenas, Corinto o
Roma, sino la que abrace a la humanidad entera; ni la que trate de la paz o de la guerra, y de la hacienda del
Estado, sino la que se ocupe de la felicidad o del malestar, de la libertad o de la esclavitud de los hombres.»
De esta manera justifica Arriano el celibato de los cínicos.

Ninguna secta ha tenido un carácter tan pronunciado como la de Antistenes, quien considerando a la
virtud como el fin único de las acciones humanas, despreciaba la nobleza, las riquezas, la gloria, cual
bienes inútiles para la felicidad, conforme al principio de Sócrates, de que siendo propio de los dioses no
tener necesidad alguna el hombre que tuviese menos necesidades sería el que más se acercase a la
Divinidad.
Richter: Dissertatio de cynicis, Leipsick 1701, in 4º.
Meuschenii: Disputatio de cynicis, Kohl 1703, in 4º.
Ritter, Hist. de la philosophie, trad. por Mr. Tissot, t. II, p. 93 y sig.
Zeferino González (1831-1894) Historia de la Filosofía
Obras del Cardenal González Segundo periodo de la filosofía griega

Epicureismo

Por los años de 337 a 340 antes de Jesucristo, nació Epicuro en Gargetos o Gargesia, aldea del Ática, no lejos
de Atenas, siendo sus padres Neocles y Querestrata, de quien se dice que era adivina de [359] profesión. Algunos
autores suponen, no sin fundamento, que Epicuro nació en Samos. Después de frecuentar por algún tiempo las
escuelas del platónico Xenocrates y del peripatético Teofrasto, abrió escuela propia a los treinta y dos años de
edad, y después de enseñar su sistema y sus doctrinas por espacio de cinco años en Mitilene y Lampsaco, trasladó
su escuela a Atenas, donde murió de edad avanzada, rodeado de sus discípulos, que le tuvieron en grande
veneración. Además de escuchar las lecciones de los indicados maestros, Epicuro se entregó con pasión y ahinco
al estudio de los escritos de Demócrito, en los cuales se inspiró principalmente para concebir y formular su sistema.

Pocos filósofos hay cuya vida y doctrina hayan dado origen a debates tan acalorados y a interpretaciones tan
diferentes como la vida y doctrina de Epicuro. Según algunos, su vida fue un modelo de moderación, rectitud y
honestidad, y su teoría moral dista mucho de ser la teoría del sensualismo grosero y del materialismo que le
atribuyen generalmente otros autores, los cuales, por otro lado, tampoco dan crédito ni admiten la moderación y
moralidad de su vida.

Por nuestra parte, creemos que unos y otros exageran el bien y el mal en lo que atañe a la vida y doctrina de
Epicuro, y en este concepto procuraremos evitar los dos extremos en la exposición de su doctrina, exposición a que
daremos principio por la moral; porque ésta es la parte esencial y como la clave y la substancia toda de su Filosofía,
en la cual, si se ocupa de física, de psicología y de dialéctica o canónica, como él la apellida, es sólo con el objeto
de poner estas partes de la Filosofía en relación con su sistema ético.

La moral de Epicuro

La esencia de la Filosofía consiste en conocer el objeto final de la vida y de las acciones humanas, en
determinar la cosa en que consiste el bien sumo del hombre y que constituye su felicidad. Prescindiendo de la
felicidad perfecta y absoluta, la cual sólo puede hallarse en los dioses, si existen, la felicidad relativa, imperfecta y
limitada de que es capaz el hombre, consiste esencialmente en el deleite, puesto que el deleite es la cosa que
deseamos y buscamos por sí misma y a la que subordinamos todas las demás cosas. Todos nuestros actos y
aspiraciones deben tener por objeto la posesión de esta felicidad, o sea del placer posible al hombre en esta vida;
porque, perdida esta felicidad, nada nos queda si no es la esperanza ilusoria y quimérica de la felicidad propia de
los dioses.

Este deleite o placer, que constituye la felicidad del hombre, tiene dos manifestaciones, que son el movimiento
y el reposo. El placer consiguiente a la satisfación de una necesidad o apetito sensible que se experimenta, el que
resulta de las emociones agradables, como la alegría, la amistad y otras análogas, representan el primer aspecto de
la felicidad, mientras que el segundo, o sea el placer del reposo y por el reposo, consiste en estar libre o exento del
dolor y de la petrubación. Aunque la felicidad humana abraza las dos manifestaciones del deleite, la segunda, sin
embargo, es superior a la primera, y constituye en cierto [361] modo la verdadera felicidad del hombre, toda vez que
ésta, en último término, consiste en la exención de dolores por parte del cuerpo y en la tranquilidad del espíritu, o
sea en la exención de perturbaciones e inquietudes por parte del alma. Nos autem,escribía Cicerón en persona de
los partidarios de Epicuro, beatam vitam in animi securitate, et in omni vacatione munerum ponimus.

Epicuro enseñaba también que el placer que constituye la felicidad y bien supremo del hombre, es el que
resulta del conjunto de todos aquellos actos y estados del cuerpo y del alma que representan la mayor suma posible
de placer y bienestar para el hombre, y esto, no precisamente con relación al instante o tiempo presente, sino
abrazando el pasado y el futuro. Y añadía también que en este conjunto de bienes y placeres que constituyen la
felicidad humana, entran por mucho, y aun como parte principal y superior, los placeres y satisfacciones morales e
intelectuales, los placeres del alma, los cuales son superiores a los del cuerpo, porque éstos son de suyo
momentáneos y fugaces, mientras que los del alma se extienden a lo pasado y a lo porvenir.
Fundándose en este aspecto relativamente laudable de la moral de Epicuro, pretendieron y pretenden algunos
hacer su elogio, y hasta presentárnosla como una concepción racional y digna de respeto. Pero los que esto
intentaron procedieron sin duda inconsideradamente, según dice con justicia Ritter; porque la verdad es que
enfrente de este aspecto parcial y relativamente laudable de la ética de Epicuro, existen otras opiniones del mismo y
de sus discípulos inmediatos, [362] que desvirtúan por completo el valor real de esa aserción. Según el testimonio
de Diógenes Laercio, Epicuro decía terminantemente que no podía concebir el bien o felicidad del hombre sino
mediante «los placeres del gusto, los goces del amor carnal, los del oído y la vista de las bellas formas»: y
Metrodoro, amigo y discípulo de Epicuro, solía decir que el hombre que sigue la doctrina naturalista y epicúrea, no
debe cuidarse más que del vientre. «Este elogio del placer sensual, escribe el ya citado Ritter {127}, no se halla
contradicho ni por lo que Epicuro dice en otras partes acerca del placer del alma, ni por la desaprovación que en
otros lugares arroja sobre los placeres sensuales. Para convencerse de la verdad de lo que aquí decimos, bastará
examinar lo que Epicuro y su escuela entendían por placer del alma. Metrodoro, en un escrito destinado a demostrar
que el principio de la felicidad está en nosotros mismos más bien que en los bienes exteriores, enseña que por
el bien del alma no debe entenderse otra cosa más que el estado sano y tranquilo de la carne, acompañado de la
seguridad de que semejante estado permanecerá en adelante.

La finalidad de la filosofía de Epicuro no era teórica, sino más bien práctica, que buscaba sobre todo
procurar el sosiego necesario para una vida feliz y placentera en la que los temores al destino, los dioses o
la muerte quedaran definitivamente eliminados.

TETRAFARMACON

No había motivo para temer a los dioses porque estos, si bien existen, no pueden relacionarse con
nosotros ni para ayudar ni para castigar, y por tanto ni su temor ni su rezo o veneración posee utilidad
práctica. La muerte tampoco puede temerse, porque siendo nada, no puede ser algo para nosotros:
mientras vivimos, no está presente y cuando está presente, nosotros no estamos. Cuando el hombre se
libere de sus falsos temores y elija racionalmente sus placeres, llegará a ser un buen actor.

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