Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Ya queda indicado que los estoicos consideraban las pasiones como movimientos
contrarios a la razón, y consiguientemente como malos en el orden moral. Por lo demás,
el estoicismo solía reducir las pasiones todas a cuatro géneros, que son:
la concupiscencia (libidinem, dice Cicerón) o deseo, la alegría, el temor y
la tristeza. Las dos primeras se refieren al bien como a su objeto propio; las últimas son
relativas al mal.
Además de los muchos y graves defectos de que adolece la moral del estoicismo, y
que se acaban de indicar, todavía entrañá y lleva en su seno otro principio que la vicia
en su mismo origen y en su esencia. Ya hemos visto que la libertad humana, el libre
albedrío individual en el sentido propio de la palabra, es incompatible con la teoría
metafísica y teológica del estoicismo, según el cual la naturaleza humana se halla
determinada en su naturaleza y en sus actos por la naturaleza universal, y la razón
individual por la razón divina. Ley universal de Dios, del hombre y del mundo, es la
fatalidad absoluta, significada por el Destino en el estoicismo y para el estoicismo.
Síguese de [352] aquí que cuando éste nos habla de vivir y obrar conforme a la
naturaleza y a la razón, no puede significar otra cosa que vivir y obrar conformándose
con el movimiento irresistible de la naturaleza universal, abandonándose al destino y a
la corriente fatalista de las cosas, y marchando impulsado por las corrientes de la vida,
que le arrastran hacia su fin, es decir, hacia el fin general del universo.
Moral cínica, los cínicos fueron famosos por sus excentricidades, de las cuales cuenta
muchas Diógenes Laercio, y por la composición de numerosas sátiras o diatribas contra
la corrupción de las costumbres y los vicios de la sociedad griega de su tiempo,
practicando una actitud muchas veces irreverente, la llamada anaideia. Ciertos aspectos
de la moral cínica influyeron en el estoicismo, pero, si bien la actitud de los cínicos es
crítica respecto a los males de la sociedad, la de los estoicos es de acción mediante la
virtud.
La colocaría en una posición alta porque creo puede ser compartida por diversas
concepciones personalistas, religiosas y seculares.
En el corto espacio de un año, ese español peregrino que es José Ferrater Mora,
agrupando materiales diversos, ha dado a las prensas hispanas tres volúmenes, uno El
ser y la muerte, glosado no ha mucho en estas columnas. La filosofía en el mundo de
hoy, aparecido inicialmente en inglés y ahora refundido, aunque recoge ensayos
diversos, es un auténtico libro: es decir, un todo coherente y sistemático, porque el tema
es único y los diversos capítulos son complementarios y apenas reiterativos. Hecho es
éste que hay que registrar con alborozo en un área cultural que, como la nuestra, apenas
conoce otro tipo de ensayo que el de la avanzadilla.
Esta visión por escuelas la completa el autor con un esquema geográfico quizá
simplista, pero de gran valor pedagógico. A su juicio, la coyuntura actual recuerda por
muchos conceptos a la del siglo XIII. Entonces se repartían el globo filosófico los
cristianos, los árabes y los judíos; hoy lo hacen los europeos, los angloamericanos, y los
rusos. Cada grupo tiene un modo peculiar de enfrentarse con el problema: los soviéticos
son más sociales, los europeos más humanistas y los sajones más científicos.
Consecuentemente sus posiciones son respectiva y predominantemente políticas,
subjetivas y realistas.
Al final de su periplo, Ferrater Mora reconoce que las posibilidades de acuerdo entre
los tres grandes sectores son prácticamente nulas, y concluye qua el observador actual
se encuentra ante un «mosaico bizantino», ante una pulverización de los sistemas que,
en último término, arranca de una falta de acuerdo,. sobre lo que la filosofía sea. Así es
como el autor pasa del plano narrativo al analítico, es decir, de la descripción de las
escuelas y de los movimientos a la fijación de un concepto de la disciplina. Pero
también aquí impera el desconcierto y la discrepancia. Para unos la filosofía es una
confesión personal, casi un empeño poético; para otros es una doctrina universal y
objetiva, casi una ciencia exacta. Entre ambos polos se escalonan infinidad de
posiciones difícilmente reductibles.
Acaso para evitar que la moraleja de este panorama sea angustioso y pesimista, el
autor interviene en el debate aportando una posición propia, una idea personal de la
filosofía. Según Ferrater Mora, la filosofía no tiene un objeto exclusivo, es una actitud
ante la realidad, un modo de ver y de hablar, «un punto de vista» que consiste en
«mostrar cómo los mundos descritos por la ciencia se hallan entretejidos en el mismo
mundo». Y pide a los metafísicos claridad, rigor y objetividad. Por eso, cuando analiza
las relaciones de la filosofía con el arte, la religión y la ciencia, todas sus simpatías van
hacia esta última.
En éste, como en sus libros anteriores, Ferrater Mora no sólo hace gala de una
abundante erudición científica, sino que se esfuerza en ser objetivo, neutral y realista,
exalta constantemente la metodología de las ciencias exactas y no oculta su recelo hacia
los patetismos y lirismos que empañan una buena parte de la especulación filosófica
actual. Esta saludable y universitaria posición inicial resulta, sin embargo, poco
compatible con su «regocijo» ante la anarquía metafísica de nuestro tiempo, ante el caos
de escuelas, ante el personalismo que revisten las filosofías. Todo el pensamiento
humano se apoya sobre el principio de contradicción, lo cual significa que de dos
proposiciones contrarias, una, al menos, es necesariamente falsa. El atomizado paisaje
filosófico que nos ofrece Ferrater Mora es tan tremendamente caótico que conducirá a
muchos lectores a conclusiones escépticas, porque la historia de la filosofía sólo debe
hacerse o de una manera puramente informativa y acrítica o apoyada en un sistema que
se acepta como verdadero y que sirve de magnitud valorativa. Y Ferrater Mora oscila
entre uno y otro extremo sin que a la postre sepamos si predomina en él la condición de
narrador o la de pensador, la de espectador o la de doctrinario, la de testigo o la de juez.
Esta es la deficiencia básica de un serio y documentado libro que, por lo demás, resulta
muy instructivo como introducción al pensamiento actual y especialmente útil para
quienes desde esta orilla del Atlántico siguen sin la suficiente atención el desarrollo de
la filosofía en los Estados Unidos.
DEFINICIÓN DE
EPICUREÍSMO
El epicureísmo es una doctrina desarrollada por Epicuro que considera al placer como
principio de la existencia del ser humano. De acuerdo a este filósofo griego (341 a.C. –
270 a.C.), la búsqueda del bienestar de la mente y del cuerpo debe ser el objetivo de las
personas.
Epicureísmo
El origen etimológico de este término podemos establecer que está en el griego y que es
fruto de la suma de dos componentes diferenciados: el nombre del citado filósofo,
Epicuro, y el sufijo “-ismo”, que se usa para indicar “doctrina”.
Según el epicureísmo, los placeres deben ser tanto espirituales como físicos. Esta
felicidad también se asocia a la ausencia de turbaciones y de dolor: de este modo, se
alcanza un equilibrio entre cuerpo y mente que brinda paz.
Un epicúreo es quien sigue los preceptos del epicureísmo. Los epicúreos se orientan a la
autosuficiencia, aunque también defienden el valor de la amistad. A diferencia de los
hedonistas, que se centraban en el cuerpo, pretenden alcanzar la plenitud física,
intelectual y emocional.
No obstante, el epicureísmo habla de otros tipos más de placer entre los que están los
placeres del alma; los placeres del cuerpo, que son los más importantes; los placeres
estables, que son los que se llegan a sentir cuando no se tiene ningún tipo de dolor; y los
placeres móviles, que pueden ser tanto físicos como mentales y que vienen a suponer
alguna clase de cambio. Entre estos últimos se puede encontrar, por ejemplo, el placer
de la alegría.
Además de todo lo expuesto, no podemos pasar por alto tampoco lo que se conoce
como tetrafármaco. Bajo este término se viene a incluir un resumen de varias de las
doctrinas del epicureísmo, que fueron recogidas por Diógenes Laercio en uno de sus
trabajos y que las definió como “Máximas capitales”.