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El Confidencial, 15/04/2021

Doctrina 'woke' (I): fundamentalismo identitario y hostilidad racial en


los campus de EEUU
Inauguramos una serie sobre cómo la ideología de la teoría crítica racial se ha ido fraguando en las
universidades progresistas y extendiéndose después por la cultura y las instituciones de EEUU

ARGEMINO BARRO. NUEVA YORK

Lo que solía considerarse una crisis de libertad de expresión en los campus de élite de Estados
Unidos, con sus escraches y sus códigos del lenguaje, sus 'espacios seguros' y sus advertencias de
contenidos sensibles, está cristalizando en una sólida ortodoxia identitaria. Algunos de los
campus más selectos de los estados demócratas empiezan a mostrar los rasgos de pequeños
regímenes fundamentalistas. Guiados por una teoría que no permite la duda y al abrigo de la
indignación desatada por casos como el asesinato de George Floyd, sus rectorías han creado
poderosos comités, ideologizado los temarios e incluso organizado confesiones públicas de
prejuicios raciales. Un clima dogmático que, como tal, no tolera herejías. Herejías como la de Jodi
Shaw y Aaron Kindsvatter.

Con sus casos, inauguramos una serie en El Confidencial sobre cómo esta ideología, que suele
aparecer bajo los nombres de 'teoría crítica racial', 'movimiento de la justicia social', 'antirracismo'
o, más sencillamente, 'wokism', se ha ido fraguando en las universidades progresistas y
extendiéndose después por la cultura y las instituciones de EEUU. Este capítulo, dedicado a las
universidades y las empresas, servirá de introducción. En el segundo, veremos cuál es el origen de
este credo, por qué ha cuajado ahora y por qué está siendo criticado por los veteranos de los
derechos civiles. El tercero irá dedicado a su desembarco en las escuelas primarias, y el cuarto, a las
iniciativas que están surgiendo para contrarrestarlo.
La mayoría de profesores y empleados que denuncian este ambiente aparentemente hostil lo hacen
de forma anónima, ante asociaciones como Foundation Against Intolerance and Racism, Academic
Freedom Alliance o Counterweight, todas ellas creadas en los últimos meses. Otros, como Jodi
Shaw y Aaron Kindsvatter, han optado por hacerlo a cara descubierta.
“Empecé a sentirme mal cuando nuestra universidad adoptó la idea de que nos teníamos que ceñir a
los estándares DEI [acrónimo de diversidad, equidad e inclusión]”, dice Aaron Kindsvatter,
profesor de pedagogía terapéutica en la Universidad de Vermont, a El Confidencial. “Me
preocupaba cómo iba a ser consistente con lo que esperaban de mí. DEI es una especie de nombre
en clave de la retórica y las ideas de la izquierda más extremista, y querían que solo enseñara eso.
Me ponía enfermo intentando buscar una manera de mantener una conversación con la clase sin
adoctrinarla con estas ideas”.

El profesor dice que durante dos años y medio padeció problemas de estómago. Casi cada
domingo, antes de empezar la semana lectiva, vomitaba del estrés que le producía pensar en dar
clase y en enfrentarse a una facultad donde se sentía cada vez más aislado. Como consecuencia de
los cambios departamentales efectuados en 2018 y 2019, Kindsvatter debía de basar el temario en
las enseñanzas de Ibram X. Kendi y Robin DiAngelo, autores, respectivamente, de 'Cómo ser
antirracista' y 'Fragilidad blanca': los dos superventas de la teoría crítica racial.

Según Kendi y DiAngelo, en Estados Unidos el racismo de los blancos determina todas las
interacciones humanas. Es una fuerza tan sutil y tan penetrante, tan imbricada en las instituciones
y en las costumbres, que la única manera de reducirla es entrenando nuestros sentidos: aprendiendo
a localizarlo, cuestionarlo y combatirlo; aprendiendo a ser 'woke', a estar 'despiertos' ante las
terribles agresiones que anidan en las palabras y en los comportamientos.

Ambos libros presentan, de manera transparente, una visión binaria del mundo. “No hay
neutralidad en la lucha contra el racismo”, escribe Ibram X. Kendi. “Uno o bien permite que las
inequidades raciales sigan perseverando, como racista, o bien se enfrenta a las inequidades raciales,
como antirracista. No hay término medio (...). La declaración de neutralidad del ‘no racista’ es una
máscara del racismo”.

Para Robin DiAngelo, no existe una persona blanca que no sea racista: ni siquiera ella, que suele
reconocer abiertamente su “visión racista del mundo”. Porque el racismo, además de ser inherente a
los caucásicos, es incurable. Lo único que pueden hacer los blancos es mantenerlo a raya con un
riguroso entrenamiento mental. Un examen constante de sus prejuicios, difíciles confesiones en
grupo y otras técnicas que ella ofrece en su libro y en sus charlas a empresas y universidades. La
dinámica es la misma que con Kendi. Se trata de una doctrina perfecta, incuestionable, cerrada al
vacío, en la que solo hay dos opciones: o confesar el racismo o no, en cuyo caso el blanco estaría
dando muestras de “fragilidad blanca”: estaría negando la realidad.
DiAngelo y Kendi no se han inventado la teoría crítica racial, que lleva 30 años desarrollándose (o
más de 60, si buscamos su semilla en los posmodernistas franceses). Lo que han hecho ha sido darle
una dimensión práctica, un manual de acción aplicable a todos los aspectos de la existencia.

Jodi Shaw, antigua coordinadora de Apoyo a los Estudiantes de Smith College, un bucólico y
exclusivo campus femenino de Massachusetts, conoce bien estas tácticas. En enero de 2020 tuvo
que asistir, junto al resto de empleados, a un curso obligatorio sobre sensibilización racial.
Durante el ejercio, el 'educador antirracista' fue pidiendo a los empleados de Smith que expresaran
en público los sentimientos raciales que habían experimentado en su niñez. Cuando llegó el turno de
Shaw, esta dijo que se sentía incómoda y que prefería pasar. El educador lo entendió como un claro
síntoma de 'fragilidad blanca', y acusó a Shaw de usar este ardid como un “juego de poder” propio
de los blancos. La negativa de Shaw a participar resultaba ser una agresión racista.
“En Estados Unidos, es ilegal preguntarle a alguien por su raza en una entrevista de trabajo, y sin
embargo querían que la raza formara parte de mi empleo”, dice Shaw por teléfono. La exempleada
asegura que, en otras circunstancias, no le hubiera importado hablar a unos desconocidos de sus
sentimientos raciales, pero, a esas alturas, ya había sido trastocada por un año y medio de
hostigamiento racial.

Los problemas de Shaw y de otros empleados comenzaron en verano de 2018, cuando una
estudiante afroamericana, Oumou Kanoute, dijo haber sido víctima de racismo porque un conserje
y un policía del campus le preguntaron qué hacía en un comedor vedado, en ese momento, a los
estudiantes. Kanoute desveló en Facebook la identidad del conserje y lo acusó de racista. Mientras
Kanoute concedía entrevistas a ABC News, CNN o 'The Washington Post', Smith College adoptaba
un frenesí de medidas para combatir el “racismo sistémico”. Entre ellas, la segregación de las
residencias de estudiantes, talleres de sensibilización racial y un “equipo de respuesta al sesgo”, que
permitía denunciar anónimamente cualquier mensaje, imagen o palabra considerados
discriminatorios por algún individuo o colectivo.

Tres meses después del incidente con Kanoute, la investigación oficial concluyó que no había
habido discriminación. El comedor estaba siendo exclusivamente usado por los niños de un
campamento de verano, y el conserje, un señor mayor que llevaba tres décadas en Smith y que no
veía bien, había recibido instrucciones precisas de no dejar entrar allí a los alumnos. Pero la
maquinaria DEI ya era imparable.

De repente, el criterio racial pasó a ser la base de todas las decisiones del campus, no solo en las
contrataciones y asignaciones de tareas: cualquier actividad o medida caía bajo alguna de las
categorías 'woke', como “apropiación cultural”, y tenía que ser cancelada o repensada. Shaw
describe, en su queja oficial ante el estado de Massachusetts, las amenazas contra profesores y
empleados que no se ajustaban a la ortodoxia, cómo los conflictos entre alumnos se resolvían en
base a sus etnias, y las acusaciones constantes de “privilegio blanco” a personas como ella, madre
soltera de dos hijos que ganaba 45.000 dólares brutos al año (menos de los 78.000 que cuesta la
matrícula anual en Smith). Shaw, armada con la Ley de los Derechos Civiles de 1964, denunció
estas circunstancias ante la dirección, pero el campus estimó que Shaw carecía de “competencia
cultural” y fue recortándole, sin avisar, sus responsabilidades.
“La dinámica es el miedo”, dice Jodi Shaw. “Sé de profesores que cambiaron el temario para
evitar posibles reacciones de los estudiantes. Tienes esta dinámica en la que el personal se lo
piensa dos veces antes de dirigirse a los alumnos, porque saben lo que les puede suceder”. La
exempleada añade que este “ambiente racialmente hostil” le dejó una costosa factura física y
mental, de la que aún se está recuperando.
La primera vez que Aaron Kindsvatter escuchó el término 'whiteness', o blancura, aplicado al color
de la piel, fue cuando un colega de su facultad ofreció a los profesores blancos ayuda para lidiar con
esta condición. “En ese momento, creí que esa persona no estaba pensando, que se había dejado
llevar por la pasión, y que yo me iba a olvidar”, dice Kindsvatter. “Pero empecé a escuchar más y
más al respecto y, recientemente, en las notas de una de las reuniones de nuestra Facultad de
Educación, el comité responsable de la implementación de DEI declaró que la mayoría de las
personas de la universidad eran cómplices de supremacía blanca y que deberían hacerlo mejor para
apoyar a los colegas y profesores de color”.
El pasado junio, el Comité de Diversidad, Equidad e Inclusión de la universidad dio un curso
titulado 'Centrando la conversación en la blancura'. Una serie de conferencias sobre cómo la
blancura llevaba siglos oprimiendo a la humanidad con sus dos esencias, que son el racismo y el
capitalismo. “El racismo es el agua en la que nadamos”, dijo Paul Marcus, “educador antirracista
blanco”, en la charla. “Mantener la blancura se vuelve crucial a la hora de facilitar el crecimiento
económico y el capitalismo. Racismo y capitalismo están estrechamente entreverados”.

La presión a los profesores para que adoptasen estos puntos de vista, según Kindsvatter, era grande.
Cuando trató de alternar los textos de Kendi y DiAngelo con los de otros pensadores que daban una
perspectiva distinta sobre el racismo, como los afroamericanos Shelby Steele o Coleman Hughes,
Kindsvatter recibió una advertencia por enseñar “materiales controvertidos” en sus clases.

La asfixia académica aumentaba a la par que sus dolores de estómago, y el mes pasado, Kindsvatter
decidió colgar su testimonio en YouTube, titulándolo 'Racismo y religión secular en la Universidad
de Vermont'. El profesor, hablando pausadamente, como si cada palabra fuese una figurita a punto
de romperse en mil pedazos, dice que no quiere que su alocución se malinterprete y que espera que
los alumnos sepan que él comprende las injusticias a las que han podido ser sometidos. Después,
advierte sobre los peligros de asociar una serie de “males sociales” a una raza determinada, e invita
a la facultad a iniciar un diálogo al respecto.

48 horas después, varios grupos estudiantiles cursaron una petición en los más puros términos
“antirracistas”. “La mentalidad de ‘no veo la raza’ del profesor Aaron Kindsvatter ha probado ser
dañina contra cualquier tipo de justicia racial societaria y por esa razón estamos exigiendo su
dimisión inmediata”, dice la solicitud en Change.org. “Un miembro de la facultad de UVM,
especialmente uno que enseña cursos de terapia, no puede tener esta ideología empleada por
supremacistas blancos”. El rector y la decana de la universidad reconocieron, en un comunicado, a
los estudiantes que “plantaron cara a las posiciones defendidas en el vídeo” y prometieron que los
alumnos se iban a sentir “seguros y apoyados”.
Kindsvatter seguía así la estela de Jodi Shaw, que el pasado mes de octubre, visiblemente exhausta,
se había decidido a tirar de la manta en Smith College. “Pido a Smith College que deje de reducir
mi persona a una categoría racial. Dejad de decirme lo que debo pensar y sentir sobre mí
misma”, decía Shaw en su primer vídeo de YouTube. “Dejad de pretender que sabéis quién soy o
cuál es mi cultura en base al color de mi piel. Dejad de pedirme que proyecte estereotipos y
suposiciones sobre otros en base a su color de piel”.

Smith College respondió al vídeo de Shaw igual que lo haría, con Kindsvatter, la Universidad de
Vermont: diciendo que Shaw no representaba a la universidad y prometiendo a sus estudiantes de
color que haría todo lo posible para mantenerlos seguros. Como Kindsvatter, Shaw se declara
progresista de siempre. Como aquel, dice que tiene la simpatía de varios compañeros de trabajo,
pero que ninguno se atreve a expresarlo en público. Al vídeo siguió un pesado tira y afloja con la
administración; Jodi Shaw acabó dejando su empleo en febrero.

Las desventuras de Shaw y Kindsvatter no representan anécdotas sueltas, ni tampoco una dinámica
racial de gente de color contra gente blanca. Tanto Vermont como Massachusetts están entre los
estados más blancos de Estados Unidos: la mayoría de las prácticas expuestas en este artículo han
sido ideadas y aplicadas por blancos, como blancos son ambos rectores y la mayoría de los
profesores y personal de ambas instituciones. De la misma forma, numerosos intelectuales negros y
veteranos de los derechos civiles han sido críticos con estas políticas y con esta ideología, que
además suele considerarlos personas marginadas, débiles e indefensas ante todo tipo de abusos.
“La mayoría de la gente en todos los grupos raciales no es proclive a dejarse arrastrar por las teorías
queer o racial”, afirma Helen Pluckrose, coautora del libro 'Cynical Theories' y fundadora de
Counterweight, una asociación sin ánimo de lucro que asesora a quienes se están viendo
discriminados por la teoría crítica racial, tanto dentro como fuera de las universidades. “En este
momento, estoy en la ridícula situación de asesorar a un hombre negro musulmán que no entiende
muy bien de qué va la teoría y al que se le están dando respuestas equivocadas acerca de lo que
creen los musulmanes negros”.

Pluckrose, académica británica especializada en la Alta Edad Media y la conformación de las


religiones modernas, lleva unos años estudiando el movimiento de la justicia social: un fenómeno
en el que identifica los rasgos del fervor religioso. Elementos como “el tribalismo y el
pensamiento mágico” o “la necesidad de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal”, dice
Pluckrose. “Las necesidades sociales y psicológicas que satisface la teoría han sido antes satisfechas
por la religión”.

Counterweight y otros grupos similares alertan de lo extendidas que están, más allá de los casos que
afloran en la prensa o en las redes, y que suelen limitarse a personas famosas, las persecuciones
identitarias. Por cada periodista caído en desgracia por un tuit de hace más de 10 años, o por cada
actriz que realizó una torpe comparación con el nazismo y perdió su empleo, habría una red de
ciudadanos desconocidos en situaciones parecidas: presos de un entorno repentinamente
moralizado, que se puede volver contra ellos en un chasquido.

Solo Counterweight recibe diariamente una media de 30 o 40 peticiones de ayuda por parte de
personas que están siendo obligadas a aceptar, en su universidad o lugar de trabajo, una ideología
racial con la que no están de acuerdo. El 70% de estas quejas viene de Estados Unidos. Tres de
cada cuatro, del mundo empresarial. “Realmente, nuestra prioridad son los empleados, y
particularmente las personas que no tienen las habilidades para defenderse ante los argumentos de la
teoría”, dice Pluckrose. “Tenemos a gente de los servicios de emergencia, ingenierios,
bibliotecarios... Personas de todas las facetas de la vida”.

Counterweight, igual que Foundation Against Intolerance and Racism, Academic Freedom
Alliance, Princetonians for Free Speech o Parents Defending Education, se creó tras los sucesos del
verano pasado. El asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin desató la mayor
ola de protestas en EEUU desde los años sesenta; una denuncia de la desproporción de
afroamericanos que terminan muertos en similares circunstancias o en prisión, además de muchos
otros signos de desigualdad entre grupos sociales. Los partidarios de la doctrina 'woke', graduados
en estas universidades, habrían aprovechado la indignación para promover su agenda por los cuatro
rincones de Estados Unidos.

10 días después de la muerte de Floyd, Robin DiAngelo impartió una conferencia ante 184
congresistas demócratas. “A todos los blancos que estáis escuchando ahora mismo, creyendo que no
me estoy dirigiendo a vosotros”, declaró, “os estoy mirando directamente a los ojos y diciendo: eres
tú”. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ejerció de maestra de ceremonias.

DiAngelo no tenía tiempo de atender las innumerables peticiones que se acumulaban en su buzón.
Google, Amazon, Facebook, Microsoft, Netflix, American Express, Nike, Under Armour, Goldman
Sachs o CVS fueron algunas de las empresas que solicitaron su ayuda para entender mejor el
racismo. DiAngelo y Kendi parlamentaban diariamente en los grandes canales de televisión y sus
libros eran propulsados a la cumbre de los más vendidos, hasta el punto de que las editoriales
tuvieron dificultades en abastecer la demanda de tantos lectores interesados.
El buzón de Helen Pluckrose también se llenó de mensajes. Pero, en su caso, se trataba de personas
agobiadas por los talleres antirracistas que sus empresas, colegios o fundaciones les hacían cursar.
Una práctica común en estos talleres, según los testimonios recopilados por Pluckrose, es pedir a
los blancos que escriban largas redacciones sobre los actos de racismo que habían infligido
durante sus vidas; a los negros, por el contrario, redacciones sobre los crímenes de los que se
supone que habían sido víctimas. Los talleres que imparte la propia DiAngelo están entre los más
agresivos, e incluyen interrogatorios y confesiones públicas que suelen acabar en lágrimas. Con
algunas diferencias: a los negros se les permite llorar frente a los asistentes. A los blancos se les
pide que, sin van a llorar, salgan de la sala.

Adam Steinbaugh, abogado de la Fundación para los Derechos Individuales en la Educación (FIRE,
por sus siglas en inglés), encargada de defender la libertad de expresión en el campus, dice que el
verano pasado fue inusual. “El verano suele ser un periodo tranquilo para nosotros”, dice
Steinbaugh a El Confidencial. “Pero el de 2020 fue diferente. Nuestra carga de casos se disparó”. El
letrado cree que los efectos psicológicos del confinamiento tuvieron algo que ver, y el hecho de que
mucha gente pasara el tiempo en casa, enfadándose en las redes sociales.

Steinbaugh reconoce que siempre es difícil medir la evolución de la libertad de expresión en las
universidades. Actualmente, convivirían dos tendencias: algunos campus tratan de reforzar
activamente el derecho de alumnos y profesores a hablar sin ser víctimas del acoso o de la censura.
Otros, sin embargo, ven crecer el número de incidentes relacionados con profesores a los que se les
presiona para que cambien “el contenido o punto de vista de sus enseñanzas”, lo cual puede ser
parte del debate crítico, o síntoma de que algo no va bien.

“Hemos visto más objeciones al discurso que es crítico con la gente blanca, o la blancura, o la
teoría crítica racial”, asegura.

“Está muy, muy extendido”, dice Jodi Shaw, convertida en una referencia de las campañas contra
el 'wokism', pese a que, de los canales nacionales, solo la entrevistó Fox News. “Estoy inundada de
'e-mails' de personas que se sienten aisladas, que no tienen con quién hablar o que han perdido el
empleo. Sucede con todo el mundo, con trabajadores, con padres de alumnos. Y no se atreven a
hablar entre ellos por miedo a sufrir represalias. Me pasaba en Smith. Hablé con muchas personas
que se sentían de manera parecida a como me sentía yo, pero que nunca hablaban entre ellas”.

Otra organización, CriticalRace.org, creada por Legal Insurrection Foundation, ha diseñado un


mapa de Estados Unidos en el que se pueden seguir todas las iniciativas de la teoría crítica racial
que se emprenden en las universidades americanas. Una base de datos que, según su
responsable, William Jacobsen, profesor de la Universidad de Cornell, sirve como guía para todos
aquellos estudiantes o padres de estudiantes que quieran saber qué centros han tomado el rumbo
'woke'. Jacobsen dice que el mapa no es una lista negra, y que una cosa es enseñar esta teoría, lo
cual entra dentro de la libertad de expresión y de cátedra, y otra forzar a los profesores, empleados y
estudiantes a adoptarla, so pena de ser acusados de racistas.

Pero quizá no haga falta visitar estos enlaces o ponerse en contacto con estos grupos. La densa
huella de la doctrina 'woke' se palpa en los principales medios de comunicación, y en los recovecos
del día a día en Estados Unidos. En cada conversación con un amigo médico, profesor, cantante,
periodista, empleado del sector de la moda o gerente de un restaurante, la conclusión es similar: en
todos los sectores se transita una línea muy fina, aquella que divide la noble preocupación por la
desigualdad y el racismo, de la ciega devoción a un dogma identitario.
El Confidencial, 22/04/2021

Doctrina 'woke' (II): los orígenes del gran despertar. Poder, neolengua
y culto al agravio
El racismo es real, como lo son las agresivas desigualdades sistémicas de Estados Unidos, y la
energía del movimiento que lucha contra estas fuerzas, hoy, está en la izquierda identitaria
Por Argemino Barro. Nueva York

La gran ventaja del movimiento ‘woke’ es que resulta contraintuitivo. A primera vista, parece una
continuación de las marchas por los derechos civiles. El imaginario es el mismo: las
manifestaciones y los carteles vibrantes, la celebración de la diversidad y la cruzada por un mundo
más justo. Es como si hubiera recogido el testigo de Martin Luther King, que a su vez lo había
heredado de los abolicionistas, y le hubiera dado un sabor más dinámico, más contemporáneo. El
“arco moral de la historia” avanza imparable y ninguna persona decente querría estar del lado
contrario.

Esta percepción es muy común y muy comprensible. El racismo es real, como lo son las agresivas
desigualdades sistémicas de Estados Unidos, y la energía del movimiento que lucha contra estas
fuerzas, hoy, está en la izquierda identitaria. Es ‘woke’. Hasta el punto de que sus tropas se han
extendido a Hollywood, los medios de comunicación y hasta las grandes corporaciones: volcadas en
brazos de casi todas las consignas que salen de Black Lives Matter. ¿Problemas? Claro. También el
Dr. King y los suyos cometieron algunas tropelías, cayeron en algún exceso de celo. Pero quizás
ahora mismo este clima de tensión nos acabe llevando, en el medio plazo, a una sociedad más justa
y equilibrada.

A medida que pasa el tiempo, sin embargo, una parte de la propia izquierda ve cómo crece el lado
negativo de la balanza ‘woke’: sus vertientes radicales se generalizan, las cazas de brujas son cada
vez más draconianas, hay extraños rituales colectivos y una cambiante neolengua que solo
entiende una pequeña casta difusa, erigida en portavoz de los oprimidos. Lo que parecía un
movimiento civil adquiere, en su versión más dura, los contornos de una secta; un culto a la
indignación y a la diferencia que nada tiene que ver con el activismo tradicional, o que parece,
incluso, su perfecto reverso.

Por ejemplo: numerosos colegios de Estados Unidos están poniendo en práctica los llamados
“grupos de afinidad racial”. Es decir, celebran sesiones en las que separan a los niños por razas: los
blancos con los blancos y los de color con los de color, con la idea de “empoderarlos” y
“desarrollar su identidad” para que puedan enfrentarse a una vida plagada de opresiones. Así, a los
niños blancos se les enseña a vigilar su racismo; a los niños de color, a vigilar el racismo de los
niños blancos.

Sé que en España, donde decir “conversos y conversas” en un libro de texto causa revuelo, esto
puede ser difícil de creer. Pero si algo bueno tienen los activistas ‘woke’ es que están tan
convencidos de tener razón que son muy transparentes en sus prácticas. Lo documentan todo ellos
mismos. “Las investigaciones demuestran que los niños, a la edad de tres años, están activamente
involucrados en entender su mundo”, dice la guía de preguntas y respuestas sobre los “grupos de
afinidad racial” que se aplican en la escuela pública Beverly Cleary, en Portland. “Es importante
apoyar a los niños para que adquieran conciencia de las diferencias mutuas y conectarlos
positivamente con su propia identidad. Los niños son empoderados para afrontar y desafiar el
prejuicio y la ignorancia con las herramientas y experiencias que les damos”. Esto está pasando en
escuelas de Oregón, Nueva York o Illinois.

Por eso, como veremos en el siguiente capítulo, dedicado a las escuelas e institutos, esta ideología
está alarmando especialmente a los padres de niños birraciales. Consideran que ellos tiraron
barreras al formar una familia; unas barreras que este adoctrinamiento está volviendo a
levantar. El ‘wokeism’ radical no estaría completando el trabajo de Martin Luther King. Lo estaría
deshaciendo.

Entonces, ¿por qué “grupos de afinidad racial”? ¿Qué conjunto de ideas puede estar detrás de la
segregación y otras iniciativas? En este capítulo estudiaremos el origen de la ideología ‘woke’, las
razones por las que parece tratarse de un culto y los motivos por los que ha cuajado en este
particular momento de la historia.

El ‘wokeism’ es, en resumen, posmodernismo aplicado; de ahí su carácter abstruso, deslavazado


y lleno de contrasentidos. Como el propio posmodernismo. Esta corriente filosófica, nacida en
Francia en los años 60, se considera la reacción teórica a una serie de cambios trascendentales: las
guerras mundiales habían quebrado el mito del progreso perpetuo de Occidente; el marxismo había
perdido su brillo; el tercer mundo se emancipaba y surgían países y puntos de vista nuevos; la
tecnología transformaba la vida diaria, etc. Muchas certezas reventaron en pedacitos. Ya nada era
sólido, ni auténtico, y filósofos como Jacques Derrida, Jean-François Lyotard o Michel Foucault se
pusieron a deconstruir esta realidad frustrante. Toda la realidad: lenguaje, historia, literatura,
instituciones. Disputaron y dieron la vuelta a todo, en un perpetuo juego de imaginación y
pesimismo. Cuestionaban las raíces mismas de la Edad Moderna. De ahí su etiqueta de filósofos
'posmodernos'.

Praxis revolucionaria
Esta fase “altamente deconstructiva” del posmodernismo, como dicen Helen Pluckrose y James
Lindsay en su libro 'Cynical Theories', se apagó en los años 80. Pero algunas de sus ideas
sobrevivieron. Se mezclaron con la escuela crítica de los neomarxistas, de donde sacaron más
concreción y una finalidad política, y han ido ganando fuerza en distintas disciplinas académicas
relacionadas con el género, la raza o la descolonización. En la última década estas ideas han dado el
salto de los departamentos universitarios al mundo real. Han desarrollado una “praxis
revolucionaria”. Con estos conceptos:
Uno. El testimonio de la persona considerada oprimida es sagrado e incuestionable.

Según Lindsay y Pluckrose, el constante ejercicio posmoderno del escepticismo hizo que “la
frontera entre lo que es objetivamente verdadero y lo que es subjetivamente experimentado dejase
de ser aceptada”. Por eso el ‘wokeism’ rechaza la existencia de una gran verdad objetiva y le rinde
obediencia, por el contrario, a la “experiencia vivida”. El testimonio personal es igual o más válido
que cualquier esforzado razonamiento empírico. Un talismán impermeable a la duda.

El pensador que dio a la subjetividad una aplicación práctica fue Derrick Bell, primer profesor
titular afroamericano de la Universidad de Harvard. Bell adoptó la subjetividad y la experiencia
personal como elementos clave para entender la relación entre los sistemas legales y las minorías.
Un negro, decía, no podía ser juzgado por los mismos parámetros legales que un blanco, pues su
experiencia era distinta. Bell cuestionó los conceptos de racionalidad y neutralidad jurídica, y
movió el centro de gravedad de su teoría al subjetivismo.
La idea de Bell, esbozada en los años 70, echó a volar y acabó conformando uno de los mantras
identitarios más poderosos: el convencimiento de que la autenticidad, el valor, el oro, está en lo
padecido. Como apunta el historiador Mark Lilla en 'El regreso liberal', cada vez es más común
empezar una alocución de esta forma: “Como mujer soltera...” o “Como hombre asiático...”. Una
manera, según Lilla, de arrogarse una posición privilegiada y levantar una barrera contra posibles
críticas.
Dos. Tu identidad racial, sexual o de género definirá el 100% de tu existencia.

Viniendo del punto anterior, ¿qué pasaría si nos encontrásemos con dos testimonios personales
mutuamente excluyentes? ¿A quién creeríamos? La profesora Kimberlé Crenshaw solucionó este
problema en 1989, cuando acuñó el concepto de 'interseccionalidad'. Esta idea explica cómo las
características dadas de la raza, el género o la orientación sexual se solapan entre sí para crear una
jerarquía de la opresión. Así, una mujer negra lesbiana estaría más oprimida que una mujer negra, a
su vez más oprimida que una mujer blanca, a su vez más oprimida que un hombre. Algo que te ha
dado el azar, como la pigmentación cutánea, tiene una importancia mucho mayor que, por ejemplo,
la riqueza, el carácter o el trabajo duro.

Cuando la poeta Amanda Gorman decidió que sus poemas tenían que ser traducidos por
mujeres jóvenes, activistas y, a ser posible, negras, la idea subyacente era esa: la
interseccionalidad. Estas características predominaron sobre la experiencia o el talento de los
traductores, y algunos perdieron su encargo.
Tres. La opresión es como el aire: está en todas partes.

Otro de los conceptos posmodernos que más han influido en el movimiento ‘woke’ es el de las
“epistemes”, desarrollado por Michel Foucault. El pensador decía que no hay conocimiento
objetivo, sino solo epistemes: sistemas de conocimiento creados por grupos concretos para defender
su poder. Para el ‘wokeism’, la episteme actual, la Ilustración, el movimiento filosófico de los
siglos XVII y XVIII sobre el que se fundamenta Occidente, con sus valores de libertad individual,
secularismo o fe en el método científico, solo sería un artificio del hombre blanco hetero
occidental: un vasto y sutil régimen autoritario. El solo hecho de vivir en los términos de esta
episteme, con sus ideas y su lenguaje, resultaría opresivo para quienes no son hombres blancos
heteros.
Cuatro. “El lenguaje es violencia”.

Dado que el conocimiento es opresivo, los ‘woke’ están obsesionados con las palabras. Las
palabras son armas: instrumentos afilados que un grupo ha creado para mantener su dominio. De
ahí, por ejemplo, que el ‘wokeism’ de género, prevalente en España, rechace el uso del masculino
por defecto para designar el plural, y prefiera llegar al mayor grado posible de concreción,
como: “niños, niñas y niñes”. Sería una manera de cuestionar la supuesta episteme creado por el
“hetero-patriarcado”. Aquí está la explicación de las “microagresiones”, de la corrección política y
de uno de los mantras del ‘wokeism’, 'Language is violence'. 'El lenguaje es violencia'. Lo cual
aporta la coartada para escraches y cancelaciones.

Estas premisas contextualizan las decisiones de segregar a los alumnos, o la declaración de que las
matemáticas, la meritocracia o la puntualidad son racistas, o de que la familia nuclear es un
constructo del hombre blanco occidental y que una alternativa sería vivir en formato 'pueblo',
como se enseña a los niños en el distrito escolar público de Buffalo. Se trata de hacer la
revolución, y esta solo se hace atacando la raíz, a los mismísimos pilares de una sociedad.
Desmontándolo todo para volverlo a montar desde cero. Una nueva episteme.

He aquí la diferencia fundamental entre el movimiento de los derechos civiles y la vertiente


radical del movimiento ‘woke’. El primero actuaba dentro de la democracia liberal: quería
perfeccionarla. Extender sus derechos y libertades a las mujeres y a las minorías, como se hizo
sucesivamente a lo largo del siglo XX y se trata de hacer todavía. El segundo, en cambio, considera
que la democracia liberal está podrida de raíz. No quiere mejorar ni ampliar sus valores; quiere
destruirlos y construir otros nuevos. Pero hay un quinto punto en la filosofía de los identitarios
radicales.
Cinco. Nada de lo anterior, en realidad, tiene sentido.

En la elaboración de estos puntos ya hay algunas contradicciones. El testimonio personal es


sagrado, pero a las personas se nos encierra en categorías raciales totalmente rígidas. Nuestra
individualidad es sagrada solo cuando encaja en estos estereotipos preconcebidos. Si un intelectual
afroamericano como Glenn Loury o Coleman Hughes rechaza estas ideas y denuncia paternalismo
en ellas, por ejemplo, es automáticamente excluido y tachado de “negro que se odia a sí mismo”.

El profesor de Lingüística de la Universidad de Columbia John McWhorter, progresista


afroamericano que se ha echado sobre los hombros la tarea de derribar lo que él llama el
'neorracismo', dice que estas interminables contradicciones hacen del ‘wokeism’ una religión. Es
algo en lo que solo se puede tener fe, porque no tiene sentido. Aquí van cinco tautologías de las
10 que presenta McWhorter:

“Apoya que la gente negra cree sus propios espacios y mantente fuera de ellos. Pero busca amigos
negros. Si no lo haces, eres un racista”.

“Debes de esforzarte eternamente en entender las experiencias de los negros. Pero jamás podrás
entender lo que es ser negro, y si crees que lo entiendes, eres un racista”.

“Cuando los blancos se van de vecindarios negros, es huida blanca. Pero cuando los blancos se
mudan a vecindarios negros, es gentrificación”.

“Si eres blanco y solo sales con gente blanca, eres un racista. Pero si eres blanco y sales con una
persona negra, estás, aunque sea interiormente, exotizándola como un 'otro”.
“Los negros no pueden ser hechos responsables de todo lo que hace cualquier persona negra. Pero
todos los blancos deben de reconocer su complicidad personal en la perfidia de la historia de la
‘blancura”.

Es posible que esta madeja de contradicciones se deba a que el identitarismo no nace del mundo
real, sino de los monocultivos universitarios. Son ideas levantadas sobre ideas levantadas sobre
ideas que ya originalmente eran complejas y provocadoras: un intento de epatar a la burguesía
parisina de los años 60.
Para probar precisamente este punto, que la teoría crítica racial o sexual o de género solo es un
montón de aire caliente, tres académicos pergeñaron el siguiente ardid: escribieron 20 trabajos
universitarios absolutamente delirantes y absurdos, pero envueltos en las más genuinas obsesiones
identitarias, con su neolengua y su odio feroz a los enemigos de la humanidad: la blancura y el
patriarcado.
El profesor de Filosofía Peter Boghossian, el doctor en Matemáticas James Lindsay y la
investigadora Helen Pluckrose escribieron estos trabajos en 10 meses y los presentaron a las más
prestigiosas revistas académicas de la teoría crítica. En uno de ellos, titulado 'Entrando por la puerta
de atrás: retando la homohisteria, la transhisteria y la transfobia del hombre hetero a través del uso
receptivo de juguetes sexuales penetrantes', los autores aducían que un hombre hetero podía ser
curado de sus prejuicios introduciéndose objetos cada vez más grandes en el ano. El documento fue
escrito, en parte, con pasajes de Mein Kampf en lenguaje feminista. Fue un éxito. Fue aceptado,
revisado, aprobado y publicado (luego, cuando los autores anunciaron su broma al mundo,
retractado. Aquí se puede leer).

Pero el trabajo que realmente triunfó se titulaba "Reacciones humanas a la cultura de la violación y
la performatividad 'queer' en los parques urbanos de perros en Portland, Oregón”. La supuesta
autora, Helen Wilson, había pasado más de 1.000 horas observando cómo fornicaban los perros
de Portland, examinando sus genitales y estudiando las reacciones de sus dueños, que, cuando un
perro montaba a una perra, lo permitían. Pero no cuando un perro montaba a otro perro. Un signo
inequívoco de su machismo. El trabajo sugería tratar como perros a los hombres, correa al cuello
incluida, para curar su toxicidad. A los editores de 'A Journal of Feminist Geography' les encantó.
El 'paper' no solo superó el proceso de revisión académica, sino que además recibió un premio.
Los falsos autores no esperaban que, de sus 20 trabajos, cuatro llegaran a publicarse, tres estuvieran
en proceso de hacerlo y otros cuatro hubieran sido considerados. El destape de la broma dolió
mucho en el mundo ‘woke’, y a Boghossian le abrieron un expediente por “mala conducta” en
la Universidad Estatal de Portland, donde daba clases.

“Algo va mal en la universidad, especialmente en ciertos campos dentro de las humanidades”,


escribieron los tres autores al revelar el tinglado. “Los estudios que están menos basados en
encontrar la verdad y más en atender a los agravios sociales se han establecido firmemente, o se han
vuelto completamente dominantes, dentro de estos campos”. Pluckrose, Lindsay y Boghossian
aclaran que no todas las investigaciones y métodos que se utilizan en estas disciplinas, los estudios
raciales, sexuales o de género, están en la vertiente extremista y pseudocientífica de la teoría crítica,
que es adonde iba dirigido específicamente su troleo.

Profesores hostigados por la teoría crítica, como Aaron Kindsvatter, sugieren que su vaguedad es
intencional. Al identitarismo le interesaría estar cimentado sobre arenas movedizas, envuelto en una
jerga escolástica y preñado de tautologías y contradicciones. Sería un territorio traicionero que
facilita las inquisiciones diarias; nadie está nunca en terreno seguro. Cualquier persona es
susceptible de caer en desgracia, lo cual preserva el poder de la turba y de sus ideólogos.

Hace unas tres décadas que estas ideas circulan por las universidades estadounidenses, sobre todo
las más elitistas, en los estados demócratas. Phillip Roth ya describió en su novela 'La mancha
humana', del año 2000, una caza de brujas en un campus neoyorquino, donde se acusa a un profesor
de racista por un banal malentendido. El legendario ensayista Harold Bloom, de la Universidad de
Yale, echaba pestes de lo que él llamaba la “escuela del resentimiento”, obsesionada con derribar el
canon europeo por la identidad racial de sus autores.

Estas universidades eran ya monocultivos endogámicos donde resultaba difícil encontrar una
opinión discordante. Según los datos del Higher Education Research Institute, en 2014 había seis
profesores de izquierdas por cada profesor conservador en los campus de EEUU. Si miramos a las
humanidades la asimetría era mucho mayor, y en las exclusivas universidades de Nueva Inglaterra,
donde se tienden a concentrar estos problemas, la proporción llega a ser de 28 docentes progresistas
por cada docente conservador. La manera de pensar de aproximadamente la mitad de la población
de EEUU ha desaparecido de estos campus; se ha extinguido.

Pero el cuadro, así, no está completo. Algo pasó para que estas ideas acabasen trasladándose al
mundo real: a las oficinas de las empresas, las redacciones de los periódicos y los consejos de las
fundaciones, dando pie a una nueva y poderosa narrativa cultural en la izquierda. Al cuadro le falta
un ejército. Unos creyentes.

Uno de los primeros en captar que algo no andaba como debería fue Greg Lukianoff, abogado y
presidente de FIRE (Fundación para los Derechos Individuales en Educación). Lukianoff observó
que, desde 2014, los ataques a la libertad de expresión en las universidades estadounidenses se
habían disparado. Proliferaban las desinvitaciones, los escraches y varios métodos de censura y
presión a las rectorías. Lukianoff vio también que los estudiantes se habían vuelto de cristal. El
contenido de algunos libros, como 'El gran Gatsby' o 'Matar a un ruiseñor', los afectaba
profundamente; en ellos aparecían palabras y escenas aparentemente traumáticas, hasta el
punto de que los profesores ponían avisos de sensibilidad en ellos.

Tercera observación de Lukianoff: los servicios de ayuda psicológica de las universidades no daban
abasto. Cualquier incidente, imagen, comentario o pregunta sospechosa era una “microagresión” y
acababa con una visita al terapeuta del campus. Lukianoff, además, había sido depresivo, y percibía
en muchos alumnos tendencias propias de la depresión: lo veían todo en blanco y negro, eran
tremendistas y querían que el mundo se adaptase a sus caprichos.

Greg Lukianoff y un profesor de Psicología Política de Yale, Jonathan Haidt, unieron fuerzas
para entender lo que estaba pasando. Su libro, 'The Coddling of the American Mind' ('El
consentimiento de la mente americana'), identifica algunos motivos por los que la Generación Z,
nacida después de 1995, habría desarrollado unos rasgos psicológicos bastante diferenciados con
respecto a las generaciones anteriores.

Una de las razones es lo que ellos llaman la “crianza paranoica” desarrollada en los años 90. A raíz
de dos famosos casos de secuestro, la televisión desarrolló todo un género de crónica negra, las
fotos de los niños perdidos empezaron a pegarse en las paredes y cartones de leche, y la paternidad
ya no volvió a ser lo mismo. El mundo de jugar hasta el anochecer sin supervisión adulta,
ensayando los peligros y ventajas de una futura vida independiente, pasó a la historia. Una burbuja
protectora cubrió las infancias de la Generación Z.

Se trata, además, de la primera generación nacida con internet. Cuando tenían uso de razón, los Z ya
aprendían, jugaban y hasta socializaban por el ordenador. Cuando alcanzaron la adolescencia, el
iPhone se había convertido en parte de nuestras vidas. Sus identidades se desarrollaron en un
ecosistema diferente: con avatares, placeres instantáneos, comparaciones constantes y el poder de
blindarse de aquello que no les gustaba, pero que quizás les hubiera servido para generar algunos
callos.

Estos y otros factores pueden explicar, dicen Lukianoff y Haidt, por qué esta generación sufre
muchos más problemas psicológicos que cualquiera de las anteriores. Entre 2005 y 2017, la
proporción de jóvenes de entre 12 y 17 años que sufrió un “gran episodio depresivo en el último
año” subió un 50%, hasta el 13,2% de los encuestados. Los casos de suicidio adolescente también
se dispararon.
Además, las universidades a las que entraron en 2013 también habían cambiado. No solo eran
monolitos progresistas, sino que, además, se parecían más que nunca a una empresa. Tenían que
tener al cliente (el estudiante) contento: cómodo, querido, protegido y hasta obedecido. Una
matrícula anual en EEUU puede costar hasta 75.000 dólares. Y los campus se pelean por ofrecer el
mayor confort posible.

Aquí se habría producido la magia, el conjuro: la coincidencia en el tiempo de una ideología


centrada en la identidad, el agravio y la terrible y constante opresión a la que nos somete el sistema,
y una generación preparada para hacer suyos estos presupuestos: que de alguna forma son la vívida
imagen del internet con el que crecieron. Un espacio posmoderno de pequeñas subjetividades,
donde construir y deconstruir es posible, y donde los relatos más delirantes son el pan de cada día.
“Ocurre algo curioso cuando tomas a seres humanos jóvenes, cuyas mentes han evolucionado para
la guerra tribal y una forma de pensar de nosotros/ellos, y llenas esas mentes de dimensiones
binarias”, dijo Jonathan Haidt durante una conferencia. “Les dices que un lado de cada binario
es bueno y el otro es malo. Enciendes sus antiguos circuitos tribales, preparándoles para la
batalla. Muchos estudiantes encuentran esto excitante; los inunda de una sensación de significado y
propósito”.
Desde 2018, estas remesas de graduados se suman al mercado laboral, llevando sus reivindicaciones
y métodos al tejido institucional de Estados Unidos; doblando un brazo a los consejeros delegados,
a los editores, a los alcaldes. Y desembarcando, también, a las escuelas primarias.
El Confidencial, 29/04/2021

Doctrina 'woke' (III): vuelve la segregación racial a las escuelas de


EEUU
Historias que reflejaban, sobre todo desde el asesinato de George Floyd hace un año, una toma de
control ideológica en numerosos colegios e institutos norteamericanos
Por Argemino Barro. Nueva York

“Hay un policía asesino sentado en cada escuela donde aprenden los niños blancos (...). A los
niños blancos se les deja sin supervisión y tranquilos en sus escuelas, casas y comunidades para que
se unan, refuercen y protejan sistemas que arrebatan la vida negra. (...). Estoy harta de que los
blancos se regodeen en su depravación autorizada por el Estado (...). ¿Dónde está la urgencia para
reformar las escuelas donde se adoctrina a los niños blancos en la muerte negra y se les protege de
las consecuencias? (...). Id a reformar a los niños blancos. Porque ahí está el problema: en los niños
blancos que son criados desde la infancia para violar cuerpos negros sin remordimientos ni
rendición de cuentas. Ese policía no aprendió a quitarle la vida a George Floyd en su entrenamiento
policial o en el trabajo. Pasó toda su vida preparándose para ese momento, con sus padres y su
familia, profesores, entrenadores, vecindarios e iglesias”.

Este artículo, escrito el pasado junio por Nahliah Webber, directora ejecutiva de Orleans Public
Education Network, circuló entre los padres y profesores de la escuela Collegiate School, en el
Upper West Side de Manhattan. La propia escuela los animó a leerlo, dos veces. La segunda vez, la
madre de dos alumnos, Megyn Kelly, decidió quitar a sus hijos del centro.

Conocemos el testimonio de Kelly porque es una mujer rica, famosa, acostumbrada a la polémica y
dueña de una empresa mediática. Hasta 2017 fue presentadora del canal conservador Fox News y
hoy tiene su pódcast, donde explicó las razones por las que había quitado a sus hijos de Collegiate
School. El artículo en cuestión, como le contó después a Bill Maher, solo fue la gota que colmó el
vaso.

Lo de Kelly pareció una simple anécdota, bosquejada rápidamente en la superficie de la opinión


pública. Otra nota al pie de la famosa “guerra cultural”. ¿O es que nos tenemos que creer ahora
que las escuelas de Estados Unidos se han convertido en madrasas de la izquierda identitaria?

Pero las personas que desde hace años monitorean la libertad de expresión en las universidades, y
que conocen bien el mundo de la docencia, llevaban tiempo recibiendo testimonios de padres y
profesores preocupados. Historias que reflejaban, sobre todo desde el asesinato de George Floyd
hace un año, una toma de control ideológica en numerosos colegios e institutos norteamericanos.

“Un profesor de escuela puede requerir que un niño blanco de 12 años confiese su privilegio blanco,
o su privilegio de hombre blanco”, dice a El Confidencial Erika Sanzi, directora de relaciones de
Parents Defending Education, una asociación sin ánimo de lucro que trata de limitar el
adoctrinamiento en las escuelas. “Ha habido muchos ejemplos de estas cosas, que tienen distintos
nombres. Los llaman ‘matrices de opresión’, o ‘mesas de privilegio’, o ‘jerarquía de
privilegio’, y ensalzan las características inmutables: la raza, el género, la orientación sexual y si
eres o no transgénero. Lo que hacen es enseñar a los niños quiénes son los opresores y quiénes los
oprimidos”.
Parents Defending Education (PDE) no tiene ni un mes de historia. Fue fundada el pasado 30 de
marzo por Nicole Neily, a la sazón presidenta de Speech First, un grupo que protege la libertad de
expresión en las universidades de EEUU. Speech First se dio cuenta de que las corrientes
autoritarias que dominaban algunos campus se habían extendido, también, a escuelas e institutos de
varios estados. El día en que se fundó, sin ni siquiera haberse anunciado todavía en los medios de
comunicación, PDE empezó a recibir mensajes de padres y profesores alarmados por la imposición,
en las escuelas, de la ortodoxia racial.

Activismo político en las clases


“Siempre hemos sabido que el sector de la educación tiende a la izquierda. Es algo establecido, todo
el mundo lo sabe, no es tan importante. Pero ahora ha cambiado hasta el punto de que hay activismo
político en las clases, donde a los estudiantes se les pide que sean lobistas”, dice Erika Sanzi. “Sus
deberes consisten en escribir cartas y hacer llamadas telefónicas a los legisladores en contra de
determinada propuesta de ley. También conozco un caso en el que se pidió a los estudiantes de
quinto curso [10 años de edad] que escribiesen cartas a sus congresistas pidiéndoles que cancelasen
el Día de Colón y lo cambiasen por el Día de los Pueblos Indígenas”.

Sanzi aclara que cambiar el Día de Colón o discutir una ley no es algo malo en sí mismo; lo malo es
obligar a menores, muchos de los cuales todavía creen en Papá Noel, a que se conviertan en
activistas. O pedirles que confiesen en clase su orientación sexual para que el profesor sepa si hay
que ponerlos en el grupo de los opresores o en el de los oprimidos. Porque de ello depende, además,
su evaluación.

Antes de seguir, otras aclaraciones: criticar programas que se autodenominan “antirracistas” no


implica negar la existencia del racismo, como tampoco implica rechazar en bloque todas las
iniciativas que se dicen a favor de una mayor diversidad e inclusividad, sino solo aquellas que
pueden estar quebrantando la Ley de los Derechos Civiles de 1964. La propia PDE sugiere una lista
de organizaciones que trabajan por la diversidad sin incurrir por ello en la segregación o el
hostigamiento racial a los niños. El adoctrinamiento no se da, ni mucho menos, en todas las
escuelas e institutos del país, pero sí en los suficientes como para distinguir un patrón nacional
claro y en expansión.
Solo en Manhattan hay varios conflictos abiertos. Paul Rossi, profesor de Matemáticas de Grace
Church School, una escuela e instituto del East Village cuya matrícula cuesta 54.000 dólares al
año, tiró de la manta el 13 de abril con un texto en el que denunciaba el “impacto dañino” que la
teoría crítica racial estaba teniendo en los alumnos del centro. “Mi escuela, como muchas otras,
induce a los estudiantes, a través de la humillación y la sofisitería, a identificarse primariamente con
sus razas antes de que sus identidades individuales estén completamente formadas”, escribe
Rossi en el blog de la periodista Bari Weiss. “Todo esto se hace en el nombre de la ‘equidad’,
pero es lo opuesto a justo. En realidad, todo esto refuerza los peores impulsos que tenemos como
seres humanos: nuestra tendencia al tribalismo y al sectarismo que una educación realmente
progresista quiere trascender”.

"Acoso" a los alumnos


Paul Rossi cuenta que, durante una reunión segregada de Zoom, en la que solo podía haber
profesores y alumnos de raza blanca, decidió preguntar a los presentes qué pensaban de encasillar a
las personas con base en su raza. “Parece que mis preguntas rompieron el hielo”, dice Rossi.
“Estudiantes e incluso unos pocos profesores ofrecieron un amplio abanico de preguntas y
observaciones. Muchos estudiantes dijeron que el debate fue más sustancial y productivo de lo que
esperaban”.

La alegría de Rossi duró poco. Sus preguntas fueron filtradas a la dirección, que lo reprendió por
“dañar” a los estudiantes, dado que estas eran cuestiones de “vida y muerte”, y le recordó que su
deber, como profesor, era “servir el bien mayor y la verdad más alta”. El jefe de estudios de Grace
le dijo a Rossi que sus declaraciones durante la reunión de Zoom podrían constituir un caso de
“acoso” a los alumnos.
Pero no valía con amonestarlo en privado. Según Rossi, “el director de la escuela mandó a todos los
consejeros del instituto que leyesen en alto una reprimenda pública de mi conducta a cada uno de
los estudiantes de la escuela. Fue una experiencia surrealista, caminar yo solo por los pasillos y
escuchar las palabras que llegaban desde cada aula”. Días después de publicar el texto, Rossi fue
relevado de sus labores de profesor para el resto del año. El director de Grace Church, George P.
Davison, recomendó a Rossi que se quedase en casa por “motivos de seguridad”.

Grace Church es un caso precoz de ortodoxia racial. “En 2014 asistí a un seminario obligatorio de
teoría crítica racial titulado ‘Deshaciendo el racismo”, dice Paul Rossi a El Confidencial. “Era un
seminario de tres días, todo el día, muy de extrema izquierda, explícitamente racializado, en el que
la identidad blanca era resaltada y la blancura tratada como una propiedad de la sociedad”.
Un año después, la dirección de Grace acudió a un retiro organizado por Carle Institute, un grupo
especializado, según su página web, en “educar” a los docentes blancos en “el desarrollo de su
identidad blanca” para poder dar clase a estudiantes de color. A la vuelta del retiro, Grace Church
anunció que se convertiría en una “escuela antirracista”. La decisión se tomó sin debate alguno,
dice Rossi, y en parte por razones prácticas. “Dado que las universidades ya eran muy ‘woke’,
queríamos crear estudiantes que fuesen vendibles a esas universidades”.

Ese fue el principio de la pesadilla que ha terminado con Rossi en un “limbo”, apartado de sus
quehaceres e incluso amenazado. “Empezamos a tener más y más programas antirracistas en los
cursos, e incluso fuera de las clases”, recuerda. “Se crearon ‘grupos de afinidad’, reuniones
segregadas solo de blancos, o solo de BIPOC [neolengua 'woke’ para personas ‘no blancas’], y todo
se volvió más y más extremo”.
El profesor asegura que “la línea entre expresión y violencia se volvió más borrosa”, de manera que
“el lenguaje del daño se usaba para silenciar a los estudiantes”. Por ejemplo: uno de los alumnos
preguntó en clase “cómo se convierte un hombre en una mujer”. La pregunta, según Rossi, hizo que
el profesor castigara al alumno después de clase “por hacer daño a la comunidad LGBT” y le
hiciera una advertencia.

El caso de Grace Church forma parte de un patrón. Solo entre las escuelas de élite de
Manhattan está el incidente de Dalton School, donde varios padres publicaron un manifiesto
contra la imposición de la ortodoxia racial en las aulas; Riverdale School, donde, entre otras cosas,
el vídeo de comienzo de temporada animaba a los niños a vigilarse unos a otros en busca de
comportamientos sospechosos; Collegiate School, o Brearley School. Eso de los que han salido a la
luz. En Manhattan.

Espacios seguros
Los programas DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión) que se están practicando en escuelas e
institutos de todo Estados Unidos no son idénticos entre sí; hay distintos matices y grados de
aplicación. Pero sí podemos identificar algunos elementos comunes, presentes en colegios privados
y públicos, desde Nueva York a California pasando por Illinois, Virginia o Nueva Jersey.

El primer paso, como decía Erika Sanzi, suele ser clasificar a los niños en base a sus
características inmutables. Es habitual que se celebren sesiones o comidas segregadas por raza
(los “grupos de afinidad racial”), como en la escuela pública Brearly School, en Oregón, o en la
privada Brentwood, en California, que va más allá e invita a participar en sesiones segregadas a los
alumnos, los padres y los profesores. El objetivo de la llamada Iniciativa de Equidad Racial de
Excelencia Inclusiva es proporcionar “espacios seguros” (sin miembros de otras razas) para que
cada grupo racial pueda compartir sus experiencias, “afirmar su identidad” y “construir
comunidad”. Siempre coordinados por un miembro del comité DEI.
Otras veces la segregación es más sofisticada. En el área de Cupertino, en Silicon Valley, donde
está la sede de Apple y la familia media gana 172.000 dólares anuales, la Meyerholz Elementary
School enseña a sus alumnos (de cinco a nueve años) a “deconstruir sus identidades
interseccionales”. Es decir, les da un “mapa de la identidad” donde se incluyen las diferentes razas,
géneros, idiomas, religiones, estructuras familiares y grados de capacidad física, y se les pide a los
niños que marquen las suyas con un círculo. Luego, en base a la intersección de estas características
(por ejemplo: asiática, mujer, familia tradicional, cristiana, etc.), se les adjudica un puesto en
la jerarquía de la opresión.

La palabra clave en estas prácticas es “deconstruir”. Como vimos en los dos capítulos anteriores,
los radicales ‘woke’ en su vertiente racial consideran que todos los males sociales provienen de la
“blancura”: la cultura de la raza blanca, que nos ha traído el colonialismo, la esclavitud, el
capitalismo y el racismo, y que tiene su fundación en valores mucho más sutiles, como son el
perfeccionismo, la meritocracia, la “adoración de la palabra escrita”, el “derecho al confort” y la
objetividad. Así que la misión de una verdadera educación “antirracista” es desmantelar estos
valores supremacistas blancos, y hacerlo de raíz: desde los dos años de edad. Antes de que el
niño se haga mayor y sea un caso irreparable de opresión y toxicidad.

El pasado octubre la red de colegios del Distrito Escolar Unificado de San Diego, que reúne a
106.000 estudiantes, dejó de tener en cuenta, a la hora de poner nota, la media de los trabajos
entregados durante el año, la impuntualidad y el comportamiento de los alumnos en clase. Penalizar
por estas infracciones a los estudiantes de color, considerados víctimas de todo tipo de desventajas
sistémicas, sería someterlos al yugo de la blancura. “Si realmente vamos a ser un distrito escolar
antirracista, tenemos que enfrentarnos a prácticas como estas que existen desde hace años y
años”, declaró Richard Barrera, vicepresidente del distrito. “Creo que esto refleja la realidad de lo
que los estudiantes nos han descrito [‘experiencia vivida’] y es un cambio pendiente desde hace
mucho tiempo".

Cómo “desmantelar la supremacía blanca" en las mates


Pero estos solo son ajustes superficiales. Académicos de la Universidad de Claremont y las
organizaciones UnboundEd y Quetzal Education Consulting presentaron una guía sobre cómo
“desmantelar la supremacía blanca” en la enseñanza de matemáticas. Dado que la objetividad es un
constructo blanco, en el documento se recomienda a los docentes que dejen de centrarse en que los
alumnos alcancen la “respuesta correcta”. Dice el documento:
“Vemos que la cultura supremacista blanca en la clase de matemáticas se manifiesta cuando: el
foco se pone en obtener la respuesta ‘correcta’, la práctica independiente se valora más que el
trabajo en equipo o la colaboración” o “las estructuras de participación refuerzan las formas de ser
dominantes”. Entre las soluciones que se proponen, están: “Cultivar la identidad matemática”,
“adaptar las políticas de deberes a las necesidades de los estudiantes de color” y “exponer a los
estudiantes a ejemplos de personas que han usado las matemáticas como resistencia. Aportar
oportunidades de aprendizaje que usan las matemáticas como resistencia”.

A pesar de ser un manual relativamente reciente, ya ha circulado con fruición por los comités DEI
de los colegios. De hecho, el Departamento de Educación de Oregón lo ha incluido en una
'newsletter' de recomendaciones a los profesores del estado. Porque el ‘wokeism’ también se
extiende a las alturas administrativas. La Asamblea Estatal de Illinois, por ejemplo, ha renovado los
criterios para otorgar la licencia a futuros docentes. Desde ahora, los educadores, entre otras cosas,
tendrán que ser “conscientes de los efectos del poder y del privilegio y de la necesidad del
activismo y de la acción social” entre los estudiantes.
Otros elementos habituales de los programas DEI, como ejemplifica esta lista de exigencias de
profesores de la Dalton School de Manhattan, consisten en aplicar la narrativa “antirracista” a todas
las asignaturas, no solo a las matemáticas; en buscar cuotas raciales perfectas en todos los
estamentos del colegio; en hacer firmar a los profesores y alumnos documentos en los que
reconocen todo tipo de sesgos e injusticias históricas, y aceptan que, si no son “culturalmente
sensibles”, se les haga rendir cuentas; administrar sesiones de “instrucción antirracista”; crear
“espacios seguros” y servicios de ayuda psicológica a las minorías; pagar la deuda estudiantil de los
alumnos negros, y crear un comité que “audite y suplemente” dichas medidas.

Según Erika Sanzi, de PDE, la toma ideológica de los centros se suele dar de dos maneras. La
primera, de manera orgánica, con cada remesa de profesores jóvenes graduados en universidades
‘woke’. Habría una brecha generacional bastante pronunciada entre estos docentes jóvenes y
militantes, y quienes ya están en la cuarentena. La segunda vía de entrada es cuando los comités
escolares, para demostrar su compromiso contra el racismo en un momento de presión social, como
el verano de 2020, contratan a “consejeros de equidad” devotos de la teoría crítica. Estos llegan y
se ponen a hacer y deshacer, y todo empieza a envolverse en la neolengua ‘woke’; incluso los
mensajes internos y las comunicaciones del director.

Paul Rossi, al hacer pública la situación en Grace Church School y al haber sido suspendido de
empleo, se ha unido a la Fundación Contra la Intolerancia y el Racismo (FAIR por sus siglas en
inglés) para ayudar a otras personas en sus circunstancias. “Estoy siendo abrumado por la gente de
clase media, de clase media-baja, gente familiar, que está viendo cómo esta ideología se introduce
en sus distritos escolares, en las juntas escolares... Debido a la pandemia, han podido ver en las
pantallas del ordenador de sus hijos temarios racializados extremadamente perturbadores”, dice
Rossi. “Las mismas cosas que sucedieron en mi escuela están sucediendo por todo el país. Colegios
públicos, privados e incluso algunos católicos”.

Tres días después de Rossi, en el mismo blog, el padre de una niña de Brearley School, Andrew
Guttman, publicó una carta en la que decía que ya no volvería a matricular a su hija en este colegio
del Upper East Side. “No puedo tolerar una escuela que no solo juzga a mi hija por el color de su
piel, sino que la anima y le pide que prejuzgue a otros por el suyo”, dijo Guttman. “Me opongo al
uso vacuo, inapropiado y fanático (...) de palabras como ‘equidad’, ‘diversidad’ e ‘inclusividad’. Si
la administración de Brearly estuviera realmente preocupada por la llamada ‘equidad’, estaría
debatiendo sobre cómo anular sus preferencias de admisión de herencias, parientes y aquellas
familias con bolsillos especialmente hondos”.

Paradojas del 'wokeism'


Esta es una de las paradojas del ‘wokeism’: que los vengadores de los oprimidos proliferan en
ambientes elitistas. Los “consultores de equidad” pueden llegar a cobrar más de 10.000 dólares por
una charla y suelen venir de los campus más exclusivos. Nahliah Webber, la autora del artículo
citado al principio, en el que pide al Gobierno que “marque en rojo” los barrios donde la blancura es
más tóxica y los declare “incapacitados para la vida”, hizo su máster en la Teacher’s School de la
Universidad de Columbia. Un año de matrícula en esta facultad vale 75.000 dólares.

“Como inmigrante de primera generación que vino a Estados Unidos sin absolutamente nada en los
bolsillos y sin ni siquiera hablar inglés, no soy una persona privilegiada”, dice una madre de Nueva
Jersey, de origen eslavo, en un mensaje enviado a El Confidencial a condición de proteger su
anonimato. “A mí me ha llevado mejorar en la vida, como a mis parientes y a la mayoría de mis
amigos, muchos años de trabajo duro, sacrificio y lucha contra las circunstancias y contra la
discriminación. Así que oír hablar de boca de un pijo acerca de los ‘privilegiados’ caucásicos que
tienen que ‘deshacer su racismo interior’ me resulta insultante”.

'Guerras' escolares
La inmensa mayoría de las denuncias, como la de esta madre, se hacen de forma anónima para
evitar represalias. Si un padre o una madre denuncia el programa DEI de la escuela a la que van sus
hijos, corre el peligro de ser acusado públicamente de racismo. Hay verdaderas guerras al respecto.
Un grupo de padres del condado de Loudoun, en Virginia, se organizó para contrarrestar la teoría
crítica racial que se estaba comiendo los temarios y las políticas escolares. Poco después, un grupo
de Facebook llamado Padres antirracistas de Loudoun, de 600 miembros, llamó a hacer una lista de
esos padres que se oponían a la nueva ortodoxia racial: una lista pública que incluyese sus
direcciones, números de teléfono y lugares de trabajo.

Parents Defending Education recibe a diario quejas de todas partes, desde Florida a Ohio, Texas,
Minnesota o Tennessee. A veces por cosas inocuas en las que PDE no se implica, como el hecho de
que un profesor recomiende puntualmente un libro “antirracista”; otras, por casos extremos como el
de las escuelas de élite de Manhattan o el distrito escolar público de Evanston, en Illinois.

El distrito escolar número 65, que engloba una veintena de colegios públicos en esta localidad
periférica de Chicago, confeccionó parte del temario junto a activistas de Black Lives Matter. Como
resultado, a los niños de cuatro y cinco años se les lee en clase libros infantiles como “Not My Idea:
A Book About Whiteness”, de Anastasia Higginbotham, en el que una madre blanca sale apagando
la televisión cuando un policía blanco está disparando a un hombre negro, y asegura a su hija
pequeña que ellos no son racistas. En el libro se pide a los niños blancos que firmen un “contrato
que los ata a la blancura”, sostenido por un demonio. Si el niño blanco firma este pacto con el
diablo, obtiene “tierras robadas, riquezas robadas, favores especiales” y el derecho de afectar
“indefinidamente” las vidas de “todos los humanos de color”.

Los padres de los niños, según el reportero de 'The Atlantic' Conor Friedersdorf, tenían que
examinarlos en casa acerca de qué es la blancura y cómo se manifiesta en la vida diaria. Cuando
algunos padres (de forma anónima) transmiten su preocupación, la respuesta habitual, en este caso
de la junta escolar del distrito, es que sentirse “incómodos” es parte del “viaje a la equidad”. Por
ejemplo, en palabras de uno de los miembros de la junta, cuando “tu hijo llega a casa y señala un
privilegio que has tenido desde hace mucho, pero del que no te habías dado cuenta”.

Una de las madres del distrito, sin embargo, decidió quejarse abiertamente de lo que sucedía en las
aulas. Natural de Evanston, Ndona Muboyayi dice haberse criado en un hogar “afrocéntrico”.
Recuerda que, cuando era niña, en su casa había muñecas negras y libros de historia y cultura negra.
Su padre es congoleño y Muboyayi es militante del NAACP: la más famosa asociación defensora
de los derechos civiles de los afroamericanos, fundada hace más de un siglo por W.E.B. DuBois,
padre del activismo negro.

El pasado 3 de abril, Muboyayi, que se ha presentado a las elecciones a la junta escolar, manifestó
sus dudas sobre la enseñanza “antirracista” que recibían sus hijos en Evanston. Según Muboyayi, a
su hijo de 11 años, que siempre ha querido ser abogado, se le están quitando las ganas por la
insistencia de los profesores en la discriminación, el odio y las constantes barreras que la gente
blanca pone a los negros a cada paso de su existencia. “Mis hijos siempre se han sentido orgullosos
de quiénes son”, dice a 'The Atlantic'. “Entonces, de repente, se empezaron a cuestionar a sí
mismos por lo que les enseñaban en la escuela al llegar aquí”. Muboyayi había vuelto a Evanston
después de vivir unos años en el extranjero.

Propaganda divisionista
La afroamericana, de 44 años, dice estar a favor de que se enseñen las luces y sombras de la
historia: la esclavitud, las leyes de Jim Crow, pero “de forma equilibrada con el resto de la verdad”.
En lugar de eso, en la escuela enseñan que “todos los blancos son privilegiados y parte de un
sistema de supremacía blanca”. “He pasado mucho tiempo en África Central porque mi padre es del
Congo”, dice Muboyayi. “Y parte de la propaganda que se está difundiendo ahora mismo aquí en
Evanston es similar a parte del divisionismo que tuvo lugar en Ruanda antes de la masacre. No
estoy diciendo que eso vaya a pasar aquí, pero cuando uno empieza a etiquetar a la gente de forma
negativa en base a su raza o su grupo étnico, esto lleva a la división y a la destrucción, no a buscar
un terreno común y soluciones positivas”.

Especialmente difícil lo tienen, según varias de las personas entrevistadas para esta serie, los niños
birraciales. “Uno de nuestros primeros casos fue el de una mujer blanca que me contó que su hijo
de ocho años estaba disgustado”, dice Helen Pluckrose, fundadora de Counterweight, un grupo que,
como FAIR o PDE, ayuda a las personas a defenderse del adoctrinamiento ‘woke’ en sus colegios o
centros de trabajo. “El niño es mestizo y le habían contado que la blancura es una fuerza opresiva y
antinegra, y salió de clase con la impresión de que la gente blanca era inherentemente mala y la
gente negra estaba destinada a fracasar en todo”. Su madre era blanca y su padre negro: ambos le
habían enseñado que la raza no importa. Ahora el colegio le estaba diciendo exactamente lo
opuesto.

“A los estudiantes birraciales se les da a elegir en qué grupo segregado quieren estar”, dice Erika
Sanzi, de PDE. “Algunos deciden que van a ir con los blancos, pero luego el personal les dice que
no: tú tienes que ir con el grupo BIPOC porque tú eres de color. Y luego le dicen: jamás podrás ser
tú mismo entre gente blanca”.

Pero, si por algún lado está rompiendo el silencio y los temores frente a la doctrina ‘woke’, es por
aquí: por los padres de los niños a quienes se encasilla en rígidas categorías raciales y se apremia a
ver el mundo como una lucha de poder entre tribus. “Aquí es donde la gente tiende a ser más
franca”, dice Helen Pluckrose. “Si estás intentando salvar tu empleo, quizás lo dejes correr. Si a tu
hijo le están diciendo cosas horribles, ahí es cuando la gente será realmente honesta y no se morderá
la lengua”.
El Confidencial, 06/05/2021

Doctrina 'woke' (IV): utopías y falsos profetas o cómo EEUU se


convirtió en una secta
En la izquierda de EEUU se ha consolidado un movimiento cuya relación con los hechos es cada
vez más tenue: una pseudociencia académica que está logrando 'racializarlo' todo
Por Argemino Barro. Nueva York

Hace ya unos años que nos hacemos una pregunta urgente, pero difícil de responder: ¿hasta dónde
va a llegar la polarización política? Si los ciudadanos y los partidos continúan alejándose del
centro, ¿por dónde romperán las costuras, o, preferiblemente, cuándo empezará a bajar la
hinchazón? Seguimos sin conocer la respuesta, pero da la impresión de que, al menos en Estados
Unidos, ya podemos intuir la siguiente fase de este proceso: las ideologías políticas se parecen cada
vez más a movimientos religiosos. Es la política la que satisface los instintos místicos y
comunitarios de las personas, adquiriendo unos tintes chamánicos, blindándose al empiricismo.

Es pronto para apuntalar esta reflexión, que ya han avanzado 'The Economist' y Shadi Hamid en
'The Atlantic', pero se dan señales curiosas. La proporción de estadounidenses que son miembros
de una iglesia ha bajado del 70% a menos del 50% en solo dos décadas. Pero eso no parece
haber incrementado el apetito por un debate empírico. Al contrario: los políticos ya casi no discuten
medidas concretas (Donald Trump hizo campaña en 2020 sin haber presentado un programa), sino
que libran, como dijo Joe Biden, “una batalla por el alma de la nación”. La rivalidad entre ambos
partidos ha adquirido cotas existenciales. Según una encuesta de YouGov y CBS News del pasado
enero, el 54% de los estadounidenses considera que “la mayor amenaza para su forma de vida”
proviene de “enemigos domésticos”: es decir, de otros compatriotas. Muy por encima, por ejemplo,
de las potencias extranjeras (8%).

Hasta hace unos tres meses, dedicamos la mayor parte de la cobertura política de EEUU a tratar de
entender el trumpismo, y percibimos, sobre todo hacia el final, determinados rasgos propios de
una secta. La renuncia de Trump a admitir su derrota en las elecciones demostró por enésima vez el
extraordinario control que tenía sobre muchos de sus fieles. Llegó un momento en que el raciocinio,
si bien nunca había sido la fuerza dominante en política, encogió tanto que llegó a desaparecer: solo
quedaban las creencias, la tribu, el pensamiento mágico. El asalto al Congreso del 6 de enero fue la
manifestación física de esta deriva.

Pero la polarización es una fuerza centrífuga: aparta del centro a todos los elementos, no solo a uno.
Hace una década, el Tea Party y Occupy Wall Street eran las dos caras de la misma moneda:
movimientos de base, sin líderes aparentes, que atacaban el sistema desde lados opuestos. Cinco
años más tarde, esas dos caras cristalizaron en Donald Trump y Bernie Sanders; otros cinco años
después, tenemos, de un lado, las conspiraciones de QAnon y un evangelismo blanco que percibe en
Trump, de manera literal, a un Mesías. ¿Y qué tenemos en el extremo opuesto?

No hemos llamado a esta serie de artículos 'Doctrina woke' por casualidad. Si bien Joe Biden, uno
de los políticos más moderados y más del sistema que jamás han pisado el despacho oval, es
presidente, a la izquierda de su partido, sobre todo en la vertiente cultural, se ha consolidado un
movimiento cuya relación con los hechos comprobables es cada vez más tenue: una
pseudociencia académica que está logrando 'racializar' todo lo que sucede en Estados Unidos.
En el primer artículo de la serie, hablamos de cómo algunas universidades de élite, que desde
hace años son burbujas de la izquierda identitaria, empezaban a desarrollar los rasgos de regímenes
fundamentalistas. En el segundo, vimos los orígenes y las características del dogma; en el tercer
capítulo, su desembarco en escuelas e institutos. En esta cuarta y última entrega, añadiremos
algunas notas más para entender mejor el conjunto.

Para quienes prestaban atención, el cariz religioso del ‘wokeism’ resultaba palpable desde el
principio: el lenguaje escolástico, las impracticables contradicciones, la santificación del agravio y
del victimismo. Los 'comités de equidad' que se han ido formando en algunas universidades suelen
ir acompañados de rituales y promesas milenaristas. En este documental sobre los sucesos de
Evergreen State College, en la primavera de 2017, se ve cómo el comité obliga a los profesores a
jurar públicamente su compromiso antirracista como requisito para embarcarse en una 'canoa'
metafórica, en el que será un largo y difícil viaje hacia la tierra prometida: la Equidad. Durante la
ceremonia, se escucha el rumor del oleaje y una música solemne de tambores indígenas. Este ritual
colectivo, como se demostró en los meses siguientes, solo era el preámbulo de una violenta caza
de brujas en la universidad.

Las pulsiones ‘woke’, que llevaban tiempo consolidándose en la cultura estadounidense, se


desbordaron al resto de la sociedad el verano pasado, durante las protestas contra la violencia
policial y el racismo que siguieron al asesinato de George Floyd y que gozaron de una sólida
simpatía pública. Una gran mayoría de estadounidenses estaba harta de presenciar una y otra vez el
mismo patrón: las muertes de negros desarmados a manos de la policía, en circunstancias
banales como una parada de tráfico o la sospecha de que se pagó con un billete falso. El apoyo
nacional a Black Lives Matter alcanzó en aquel mes de junio el 67%, lo cual reflejaba una afinidad
transversal: muchos conservadores defendían también el movimiento.

Pero la dinámica de las protestas, que lograron colocar en el punto de mira un problema y obligar a
los representantes públicos a reaccionar, vino acompañada de actitudes inquietantes. Cuando salía a
hacer entrevistas, no era raro que un manifestante se me pusiese a llorar a la segunda pregunta,
ahogado de la rabia, con el corazón golpeándole tan fuerte en el pecho que tenía que callarse para
recuperar la compostura. O eso, o la indiferencia. Algunos entrevistados no solo no me respondían,
sino que evitaban mirarme a los ojos. Por las noches había velorios y vigilias solemnes y los ánimos
eran como una membrana tensa.

Las protestas duraron muchas semanas. Un día de julio, estaba tomándome una cerveza en una
terraza del East Village cuando pasó por al lado una turba ‘woke’. “¡Miradlos, ahí cenando tan
tranquilos! ¿Os lo estáis pasando bien?”. Un joven tapado con una bandana se desprendió del
grupo y se acercó a la mesa donde estábamos. Llevaba en la mano un casco de moto y se puso a
golpear un parquímetro azul a nuestro lado. Golpeó y golpeó con todas sus fuerzas. La
muchedumbre gritaba: “¡El silencio blanco es violencia!”. El hecho de no estar marchando día y
noche contra el 'genocidio negro' nos convertía en criminales.

Los grandes medios parecían distraídos. Los desfases de la policía eran rigurosamente
documentados, pero las crónicas repetían como un mantra que se trataba de “protestas mayoritaria-
mente pacíficas”. Y era cierto: la mayoría de la gente protestaba y luego se marchaba en paz.
Pero también era cierto que las ciudades fueron presa del caos. Solo en Nueva York, los
alborotadores atacaron varias comisarías y dañaron más de 300 coches de policía. Hubo saqueos,
incendios y palizas a gente inocente que no salían en los artículos. Los disturbios dejaron 19
muertos en junio y hubo 14.000 detenciones en 49 ciudades.
El aire se volvió espeso, casi opresivo. Todas las conversaciones adquirieron una carga racial. En
julio, la policía de Nueva York, desmoralizada por lo que consideraba un tratamiento injusto por
parte de los medios de comunicación y del alcalde, Bill De Blasio, se puso en huelga extraoficial de
brazos caídos. Como me dijo un policía en aquel entonces: "Si todo lo que hacemos está mal, ¿para
qué vamos a esforzarnos?".
El resultado fue que la temporada de petardos y fuegos artificiales, típica de estas fechas en el barrio
donde vivía entonces, se fue de las manos. Durante más de un mes, desde las ocho de la noche hasta
que salía el sol, nuestro barrio se convertía en una zona de guerra. Grupos de adolescentes se
disparaban unos a otros con fuegos artificiales y detonaban explosivos capaces de hacer temblar las
ventanas de todo el bloque. Los bebés se despertaban aterrorizados en la madrugada, las mascotas
se escondían bajo la cama y nadie podía dormir.

Una vecina, profesora de derecho de la Universidad de Hofstra, tuvo la idea de crear un grupo de
Facebook para buscarle una solución al problema: de forma dialogada, pacífica, entre vecinos. La
policía no tenía que meterse en medio. Dado que la profesora era blanca y se sobreentendía que
quienes andaban detonando explosivos eran jóvenes de color, la iniciativa fue saludada con
acusaciones de “supremacismo blanco” y amenazas de muerte.
La indignación desatada por el horrendo asesinato de Floyd, sumada probablemente a los efectos
psicológicos del confinamiento, hizo que Estados Unidos entrase en un estado de histeria. Las
personas más poderosas de la política y el mundo corporativo se hacían fotos hincando la rodilla
frente al movimiento; prometían ser mejores y aplaudían los comités 'antirracistas' que formaban
sus empleados jóvenes y que empezaban a controlar la cultura interna. Los vigilantes de Twitter
trabajaban a pleno rendimiento. Cada día había acusaciones, despidos y cartas públicas de disculpa
que seguían, inconscientemente, el modelo de Galileo y de los represaliados de Stalin: patéticas
confesiones de crímenes muchas veces imaginarios.

La situación mostraba un aire distinto al habitual; rebasaba el terreno de la política y se metía de


lleno en el del fervor religioso. La sociedad no lidiaba con un problema cualquiera, sino con la
gran herida en el alma de Estados Unidos. El crimen histórico del que emanan el sentimiento de
culpa, odios varios y los fantasmas que pueblan por las noches las pesadillas americanas. El
'pecado original' del racismo.

Es difícil exagerar la carga de racismo en la idiosincrasia de Estados Unidos. La propia


Constitución incluyó una cláusula, para apaciguar a los estados del sur, en la se especifica que las
personas “no libres” (los esclavos) representarían, a efectos demográficos y fiscales, “tres quintas
partes” del valor de una persona libre. Cuando uno lee sobre la esclavitud, los horrores que tenía
en mente se quedan pequeños. A las personas secuestradas en África se las sometía a un riguroso
proceso de aculturación. Los africanos eran divididos por lugar de procedencia, de manera que se
veían rodeados por barreras idiomáticas y culturales. Los miembros de las familias se vendían a
distintos amos y no sabían más unos de otros.

Generación tras generación, los latifundistas preservaron el 'statu quo'. Los esclavos eran divididos
jerárquicamente, según su cercanía al amo, para romper las lealtades entre ellos. A la mayoría no se
le permitía aprender a leer o escribir, y se la mantenía aislada del mundo exterior. Era habitual
que las familias esclavas, que se formaban en las plantaciones, fueran a su vez divididas y vendidas.

Una parte del país repudiaba estas prácticas. Algunos de los 'padres fundadores' habían expresado
su rechazo a la esclavitud y en el norte proliferaba la causa abolicionista. La elección de Abraham
Lincoln, uno de los principales críticos de la tiranía racial, en 1860, causó revuelo en el sur. Los
estados esclavistas declararon la secesión y el norte movilizó sus tropas. En torno a 700.000
soldados perdieron la vida en los cuatro años siguientes. La mayor mortandad de todas las
guerras de Estados Unidos.

Muchos entendieron la catástrofe como una gran expiación. El 'pecado original' de la esclavitud
habría sido lavado con la sangre de toda una generación de americanos. La emancipación de los
esclavos abriría una nueva página en la historia de Estados Unidos: llevaría a una 'unión más
perfecta'. Las esperanzas de una total redención, sin embargo, demostraron ser un espejismo.

Millones de libertos se marcharon a Nueva York, Boston o Chicago. Pero muchos se quedaron en el
sur: rodeados por los blancos que habían sido vencidos y humillados, técnicamente, por la causa del
estatus negro. Océanos de rencor carcomían al blanco, y las autoridades decidieron segregar la
sociedad para evitar el contacto entre ambas etnias. Y proteger, en todos los órdenes, el privilegio
blanco.

Los linchamientos no eran incidentes aislados. Solo en 1892 se registraron 161 ejecuciones
extrajudiciales. Asesinatos que solían implicar espantosas torturas públicas. En Paris, Texas, un
señor llamado Henry Smith fue acusado de matar a la hija de un policía. Las autoridades lo
entregaron a la turba, que arrastró a Smith por las calles, lo torturó con hierros candentes sobre un
escenario, duante una hora, y finalmente le prendió fuego. 'The New York Times' describió en su
crónica un “frenesí de emoción”. Cientos de “curiosos y simpatizantes” habían venido de los
condados cercanos a ver el tormento, presenciado por unas 10.000 personas.

La violencia racista, condonada por el Estado, siguió siendo común durante toda la segregación. En
1955, un adolescente de 14 años llamado Emmett Till, residente de Chicago, fue a pasar las
vacaciones con su familia de Misisipi. Una vez, en una tienda de alimentación, Till se dirigió a una
mujer blanca. No se sabe muy bien qué le dijo. Quizás un piropo, una mirada, un silbido. Cuando la
mujer se lo contó a su marido, este y su hermanastro fueron a buscar a Till a casa de su abuelo, le
hicieron transportar una rueca de algodón hasta un río, lo desnudaron, lo golpearon, le
arrancaron un ojo, le dispararon en la cabeza y tiraron su cuerpo al río. La sociedad sureña
blanca ni se inmutó. El juicio a los asesinos duró menos de una hora. Fueron considerados inocentes
de todos los cargos. Incluso del cargo de secuestro.

Esta vez, sin embargo, algo había cambiado. La madre de Till renunció a enterrar discretamente el
cuerpo de su hijo. Lo quería de vuelta en Chicago. Una vez allí, decidió que el ataúd se dejase
abierto para que el mundo viera el cadáver desfigurado de Till. La revista 'Jet' publicó las
fotografías. El gesto de Mamie Till suele entenderse como el pistoletazo de salida de la lucha por
los derechos civiles. El acto inspirador que sacó a la gente a las calles, que dio entereza a sus líderes
y que, menos de una década después, culminó con la firma de la Ley de los Derechos Civiles de
1964.

Pero la expiación seguía siendo insuficiente. Estados Unidos permanecía, en la práctica, segregado,
y lo sigue estando: la desigualdad racial predomina en casi todos los baremos sociales. Riqueza,
educación, sanidad, encarcelamiento. No era suficiente con ser iguales ante la ley; la sociedad tenía
que demostrar que la raza ya no era importante, que los prejuicios habían quedado atrás.

La elección del primer presidente afroamericano de la historia, Barack Obama, en 2008, supuso el
hito soñado. Decenas de millones de blancos, a lo largo y ancho de Estados Unidos, probaron con
su voto que ser negro ya no era un estigma. Se extendió la narrativa de que el país había dado, por
fin, el paso definitivo. Entre 2008 y 2014, la proporción de blancos y negros que tenían una noción
positiva, o muy positiva, de las 'relaciones raciales' alcanzó una confortable meseta de entre el 66%
y el 72%, según Gallup. Máximos históricos. En 2014, sin embargo, las percepciones se
empezaron a torcer.

En agosto de ese año, en Ferguson, Misuri, el policía blanco Darren Wilson disparó al adolescente
desarmado Michael Brown seis veces después de un breve altercado. El incidente desencadenó
fuertes protestas y disturbios que se extendieron durante varios días. El movimiento Black Lives
Matter, creado el año anterior a raíz de la muerte de otro afroamericano desarmado, Trayvon
Martin, obtuvo notoriedad nacional e inspiró la creación de varias sucursales espontáneas por todo
el país.

La razón por la que nació el movimiento estaba clara: la recurrencia de casos de brutalidad policial
con sesgo racial y la dificultad de conseguir que los agentes de policía responsables rindiesen
cuentas ante la ley. Lo que no estaba claro es por qué entonces. Por qué en 2014 y no en 2009, o en
2002, o en 1984. Casos trágicos como los de Brown, Martin, Eric Gartner, Tamir Rice, Freddie
Gray, Sandra Bland o Philando Castile habían sido parte integral del feroz paisaje
estadounidense. Un país con grandes bolsas de pobreza, manchado por el racismo, una policía
intocable y 800 millones de armas de fuego en circulación.

El secreto estaría, como en otras dinámicas revolucionarias de la pasada década, en las redes
sociales. Las tragedias dieron el salto desde un breve cuadradito en la sección de sucesos de un
periódico, o 20 segundos en un informativo local, a ser repetidas cientos de miles de veces en la
palma de la mano. No solo eso: organizar una protesta era más fácil y rápido que nunca.
Bastaba un buen 'hashtag' en el momento adecuado y una ciudad como Nueva York o Chicago
podía verse atascada esa misma noche, con decenas de miles de personas en las calles y autopistas.
Black Lives Matter se convirtió en un fenómeno transversal y de base; sus protagonistas no eran sus
líderes, que nadie o casi nadie sabría reconocer, sino las víctimas de la violencia policial cuyos
retratos lideraban las manifestaciones. El movimiento ha logrado colocar estos incidentes en las
redes y las portadas de los periódicos, y que la violencia policial y el racismo sean asuntos políticos
candentes que no pueden faltar en las agendas de quienes toman las decisiones.

Pero Black Lives Matter (BLM), como cualquier otro fenómeno, va cambiando, evolucionando y
adaptándose a las circunstancias. Algunos de sus impulsores, como la periodista Brittany Talissa
King, que formó la rama de BLM en Columbus, Indiana, se han ido alejando del grupo. Según
King, lo que al principio iba de concienciar a la sociedad y obligar a los políticos a buscar
soluciones, ha ido virando hacia posturas más radicales: Black Lives Matter se ha convertido en una
temible fuerza política, ha abrazado los postulados ‘woke’ y tiene a medio país caminando sobre
ascuas; pues no hay empresa o reputación que resista una campaña suya de acoso y derribo.

Siete años después de que se lanzase el movimiento, sus honradas reivindicaciones y la simpatía
general de la sociedad y de los grandes medios, en un ambiente de polarización, han cuajado en una
especie de ortodoxia; un territorio donde el margen de debate es cada vez más estrecho. La
ortodoxia dice que todos estos casos de violencia, así como cualquier desigualdad racial, están
motivados por una única razón: el racismo. Se ha creado una coreografía religiosa de la justicia
social que deja de lado uno de los requisitos imprescindibles del debate democrático: la duda
razonable.
Los profesores afroamericanos Glenn Loury y John McWhorter, de Brown y Columbia
respectivamente, se llaman a sí mismos “herejes” porque saben lo que signfica cuestionar estas
narrativas. Glenn Loury dice, por ejemplo, que una de las razones por las que la policía actúa más
en comunidades negras es porque estas suman la mayor parte del crimen. Pese a representar en
torno al 15% de la población, más del 50% de los homicidios los cometen personas de raza
afroamericana. La mayoría de llamadas que recibe la policía proviene de barrios de mayoría negra,
lo cual aumenta estadísticamente el potencial de que ocurran dichas desgracias.

Esto que acabo de decir parafraseando a Loury es un sacrilegio. El pasado junio, un reportero de
'The Intercept' llamado Lee Fang, cubriendo las protestas, citó a un señor negro diciendo que no
entendía por qué solo se armaba este lío cuando el asesino era blanco, sobre todo porque el
porcentaje de asesinos blancos de negros era estadísticamente anecdótico. Una compañera de
trabajo de Fang lo acusó públicamente de racista, se formó una tempestad en Twitter y Fang
publicó su larga carta, según el modelo de Galileo, en la que se disculpaba por un crimen ficticio.

Los casos de Fang y de muchos otros demuestran el estado del debate. Hay argumentos, basados en
hechos comprobables y que no incurren en ningún tipo de ofensa o delito de odio, que conviene no
tocar si uno valora su reputación. John McWhorter dice que sería adecuado recordar, por añadir un
matiz, que muchos blancos desarmados mueren igualmente a manos de la policía, y en circunstan-
cias brutales. Son asfixiados con una pierna en la espalda, suplicando por su vida, o se les dispara
en la cara cuando están desarmados. Esto no justifica de ninguna de las maneras lo que le sucedió a
George Floyd o a otras víctimas del abuso y el horror; solo es un recordatorio de que, a veces, el
racismo puede no ser parte del cuadro.

Puede que estas reflexiones sean más o menos relevantes; puede que el racismo siga siendo, aun así,
la causa dominante en la mayoría de estos incidentes. Pero ese no es, ahora mismo, el debate. El
debate es que las líneas rojas son cada vez más numerosas y más gruesas, y eso impide el
análisis certero de los problemas. Y cuando un problema no se analiza bien porque no está
permitido valorar todos sus ángulos, las soluciones serán defectuosas y estarán condenadas a
fracasar.

Esta es la gran armadura de la 'doctrina woke': que se envuelve en la decencia de las cruzadas
por la igualdad, profundamente íntimas y enraizadas, como la lucha contra el racismo en EEUU,
para reproducir una visión del mundo tribal, estrecha e invulnerable a cualquier otro punto de vista.
La censura ya no consiste (o no solo) en un señor casposo revisando libros prohibidos en un
despacho del Ministerio X. La censura también proviene de la presión social y de las supersticiones
de grupo, disfrazadas de las causas más nobles.
El Confidencial, 18/06/2021

El escándalo oculto de la doctrina 'woke'


Los medios liberales estadounidenses están fallando a la hora de retratar las críticas de padres
progresistas contra las enseñanzas de la "teoría crítica racial"
Por Argemino Barro. Nueva York

A veces es refrescante ver cómo se cumplen las predicciones. Tal ha sido el caso de lo que
hizo Helen Pluckrose, fundadora y directora de Counterweight, en estas mismas páginas hace ya
dos meses. Pluckrose vaticinó que la rebelión contra la ortodoxia racial que se expande por Estados
Unidos se originaría entre los padres de alumnos de escuelas e institutos. Personas a cuyos hijos se
les estaba segregando en las aulas o se les pedía que buscasen su lugar, en función de su género o
color de la piel, en el “matriz de la opresión”. “Aquí es donde la gente tiende a ser más franca”, dijo
Pluckrose, que lleva desde el año pasado atendiendo a peticiones de ayuda de personas que están
pasando por esta tesitura. “Si estás intentando salvar tu empleo, quizás lo dejes correr [el
adoctrinamiento]. Si a tu hijo le están diciendo cosas horribles, ahí es cuando la gente será
realmente honesta y no se morderá la lengua”.
En apenas unas semanas, las protestas de los padres, antes confinadas a la prensa local y a algún
artículo de la web de Fox News, han arreciado hasta convertirse en una asunto nacional. Un ruido lo
suficientemente fuerte como para que el Partido Republicano tomase nota y tratase de capitalizar
estas energías (una veintena de estados han prohibido o limitado la enseñanza de la “teoría
crítica racial” en las escuelas públicas); lo suficientemente fuerte como para que los grandes
medios progresistas dediquen espacio a algo que ya no pueden ignorar, pero sí contar de la manera
parcial e incompleta con la que suelen abordar las cuestiones identitarias.

Antes de proseguir, una aclaración: cuando decimos “adoctrinamiento”, no nos referimos a


cualquier iniciativa que busque una mayor inclusión de las minorías o una mayor igualdad de
género. Sino a aquellas que, con esta excusa, categorizan a las personas en función exclusiva de
sus características dadas, como su género o color de la piel, asignando a cada colectivo una serie
de pecados históricos irredimibles y una sustancia moral concreta, además de reemplazar los
criterios meritocráticos (como la nota en las pruebas de acceso) por estrictas cuotas raciales.

Otra forma de verlo es comparando este supuesto “antirracismo” con los movimientos por la
igualdad del último siglo. Las campañas a favor del derecho de voto de las mujeres, o de los
derechos civiles de los afroamericanos, o de la aprobación del matrimonio gay estaban dentro de la
democracia liberal: su objetivo era ampliar los derechos fundamentales a colectivos que hasta
entonces habían sido excluidos. Su marco era y es democrático. La “doctrina 'woke”, en cambio,
quiere desmontar este marco, porque considera que la democracia liberal es un constructo del
hombre blanco, que está podrida de raíz y que por lo tanto debe de ser liquidada. En este artículo
del pasado abril desarrollamos más en detalle estas diferencias.

Ahora que este asunto, además de los incontables escándalos y cazas de brujas de todos los días,
tiene talla nacional, medios como CNN o 'The New York Times' lo han abordado y reformulado en
sus propios términos: le han dado la pátina de “guerra cultural”. Es decir, lo están pintando como
un asunto emocional y caótico donde se zurran los puristas de ambos bandos y en el que, al final,
nadie tiene razón.
La CNN sacó un reportero a las calles de Manhattan para preguntarle a gente al azar si sabía lo que
era la “teoría crítica racial”. Previsiblemente, ninguno de los interpelados había oído nada al
respecto, lo cual fue presentado como la clara evidencia de que los republicanos se habían
inventado un problema para ganar puntos políticos. Luego, el programa puso unos breves clips de
Donald Trump y otros republicanos hablando de la teoría. Para aclarar de qué se trata en realidad,
entrevistaron después a una de sus fundadoras, Kimberlé Crenshaw, que, como era de esperar,
hizo un alegato a favor de los conceptos que ella misma había acuñado.

'The Washington Post' inicia este análisis con un representante de Alabama que quiere prohibir la
enseñanza de la teoría crítica racial sin saber muy bien de qué se trata. El autor añade luego que el
objetivo de los republicanos es “convertir la ansiedad racial en energía política”, y concluye que
nadie sabe muy bien en qué consiste eso de la teoría crítica racial, pese al abundante material al
respecto.

Este artículo del 'New York Times' empieza mencionando a Donald Trump en la primera frase,
una manera directa de politizar el asunto, de convertirlo en una cuestión meramente partidista,
desconectada de las inquietudes diarias de los ciudadanos. “Los ataques de los republicanos a la
teoría crítica racial están en sintonía con la estrategia general de apoyarse en asuntos de ‘guerra
cultural’ para las legislativas de 2022, más que hacer campaña contra la agenda económica de Biden
—que ha probado ser popular con los votantes— a medida que el país emerge de la pandemia”,
dicen los autores del texto.

En realidad, nada de esto es falso. Ninguno de estos periodistas ha mentido o se ha inventado unas
declaraciones o unos datos. Claro que los republicanos están usando la teoría crítica racial para
azuzar los ánimos y preparar sus campañas, ¿o es que resulta que ahora al partido de Donald
Trump le han crecido por arte de magia unos sólidos principios morales? Su negociado es el
siguiente: conquistar y conservar el poder político. Exactamente igual que el negociado de los
demócratas. Tampoco es anecdótico que los estados coarten la libertad de enseñanza de los
profesores. Se puede no simpatizar con la ortodoxia identitaria y, al mismo tiempo, rechazar unas
prohibiciones que en el futuro pueden comerse aún más esa libertad de docencia.
Lo que no han hecho estos medios, sin embargo, es contar lo más importante de todo este asunto: lo
que se está enseñando en las escuelas, que ya explicamos en este artículo, con casos de Nueva
York, Oregón, Nueva Jersey, Illinois o Virginia, y la reacción de los padres que se han plantado
frente a las juntas escolares para hacerles rendir cuentas. Que la mayoría de la gente que pasa por la
calle no esté al tanto del fenómeno no significa que este no exista. Es algo relativamente reciente,
que ha cogido fuerza, sobre todo, a raíz del asesinato de George Floyd y de cómo numerosas
instituciones de todo el país aceptaron con los ojos cerrados el primer programa de reeducación
racial que se les puso por delante. Hoy, muchos aún se están dando cuenta de lo que firmaron.
No había que acudir a Donald Trump, ni sugerir que esta teoría no existe, ni reducirlo a que los
republicanos no quieren que se hable de racismo en las aulas. Había otras maneras más precisas y
auténticas de contar esta historia, como ha hecho, a todas luces excepcionalmente, el
periodista Conor Friedersdorf, en 'The Atlantic'. Por la junta escolar del condado de Loudoun, por
ejemplo, han desfilado todo tipo de padres y madres, de todos los colores, confesiones y afinidades
políticas. Esos artículos hablan de los malvados republicanos. ¿Por qué no de Asra Q. Nomani? Es
mujer, asiática y musulmana. Según el sistema de castas raciales que diseñó Kimberlé Crenshaw, a
la que entrevistó al CNN, Nomani está en lo más bajo de la “matriz de opresión”. Y además,
Nomani, como ella misma dice, es una “progresista”.
Sin embargo, a esta madre soltera le enfurecieron varias cosas. Una, que el instituto público
Thomas Jefferson, al que acude su hijo, fuese amenazado por un movimiento identitario
autoproclamado “Occupy TJ”: un grupo de exalumnos del centro que amagaban con acciones
violentas si no se atendían sus numerosas demandas “antirracistas”. Según Nomani, los padres que
trataron de dialogar fueron intimidados y acusados de racistas. La junta escolar no respondió a
ninguno de sus mensajes. Más tarde sí lo hizo: el director del instituto dijo a los padres
que “vigilasen su privilegio”, un desaire ‘woke’ que se hace a los blancos, pese a que la mayoría
de alumnos del instituto pertenecen a minorías étnicas. En otoño, el instituto eliminó la meritocracia
como sistema de admisión, reemplazando las notas por una cuota racial. A los alumnos se les pide
ahora que vigilen su racismo y que, por ejemplo, no aprendan a bailar salsa por tratarse de
“apropiación cultural”.

A Nomani no le ha quedado otra que convertirse en activista. Hoy es vicepresidenta del


grupo Parents Defending Education, fundado en marzo para dar información y apoyo legal a los
padres de alumnos que están pasando por una situación parecida. Por otro lado, Nomani, que fue
reportera del 'Wall Street Journal' y profesora de Georgetown, ha lanzado un blog en Substack en
el que desvela los desmanes de lo que considera una ideología extremista camuflada de lucha por la
igualdad.
Keisha King, afroamericana de Florida, dio la cara frente a la junta escolar de su condado para
exigir que se deje de educar a los niños en este nuevo sistema de castas raciales. King lamentó que,
100 años después de la masacre racista de Tulsa, vuelvan a las aulas las ideas segregacionistas.
“Decir que mi hijo, o cualquier hijo, está en un permanente estatus de oprimido porque es negro es
racista”, declaró.

Los padres, entre otras cosas, están leyendo públicamente los libros de texto que se inculcan a sus
hijos, que a los cinco años de edad ya están viendo, en un libro infantil, escenas de policías blancos
asesinando a negros desarmados. Pero a veces los padres tienen miedo de ser condenados a la
muerte social si se les acusa de racismo y son los abuelos quienes aceptan la responsabilidad de
enfrentarse a estas juntas escolares. Los abuelos están jubilados y proceden de otra época. Algunos
incluso sobrevivieron a la Revolución Cultural maoísta y dicen ver comparaciones entre ambos
extremismos: entre sus lenguajes vacuos y escolásticos, su corrección política, sus sesiones de
reeducación y sus cazas de brujas por pecados imaginarios.

Hay material, solo que, por alguna razón, quizás porque el país está irremediablemente polarizado,
o porque la ortodoxia, salida de las universidades, se ha hecho fuerte en las redacciones, los buques
insignia del periodismo estadounidense no pueden o no quieren ver más allá de lo pérfidos que
son los republicanos. Lo demás es ignorado o desdeñado, y va a parar, como no podía ser de otra
forma, a las manos del canal conservador Fox News, que sí que está aprovechando todos estos
testimonios, muchos de ellos de padres progresistas que se sienten abandonados por una prensa que
se suponía que les era afín y que no tenía miedo a contar las cosas explorando todas sus
dimensiones.

“El fracaso de los periodistas (...) en reconocer la sinceridad de los padres progresistas de color que
se oponen a la teoría crítica racial”, escribe Asra Q. Nomani, enlazando un artículo de 'Vanity Fair'
en el que se ridiculizan las obsesiones y los mieditos republicanos a la teoría crítica racial, “pasará
a la historia como uno de sus grandes fracasos, como la soberbia de las elecciones de 2016”.

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