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La muerte es el destino inevitable de todo ser humano, una etapa en la vida de todos los seres
vivos que quiérase o no, guste o no- constituye el horizonte natural del proceso vital. La muerte es
la culminación prevista de la vida, aunque incierta respecto de cuándo y cómo ha de producirse; y,
ésta, forma parte de nosotros porque afecta a quienes nos rodean y porque la actitud que
adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en buena medida la manera como
vivimos.
La manera como se abordan estas realidades en cada momento de la historia refleja una
antropología, es decir, una determinada idea del ser humano. Fruto del individualismo, la
antropología que hoy predomina concibe a la persona desde un pragmatismo consumista y
utilitarista. Se trata de una visión inmanente y roma, en la que cada individuo lucha por sus
intereses y asume un autismo social. Casi todo se reduce al consumo, a la compra-venta, a lo que
es útil.
Al mismo tiempo, la existencia humana se concibe como una ocasión para el gozo continuo. El
sufrimiento y el sacrificio son cosas del pasado, que la vida moderna con todos sus progresos y
avances ya habría superado totalmente. Desde esta perspectiva, una vida de calidad sería hoy una
vida sin sufrimiento alguno, sin límites ni imperfecciones. Quien piense que queda todavía algún
lugar para el dolor y el sacrificio, es tachado de anacrónico y promotor de una moral para esclavos.
Nietzsche llegó a decir que el «enfermo es un parásito de la sociedad. Hallándose en cierto estado
es indecoroso seguir viviendo». 2 Quizás por estas ideas y otras semejantes hemos ido
construyendo una sociedad que tiene miedo y huye del dolor, de la enfermedad, de la soledad, de
la muerte, de los límites humanos. Olvidamos que en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte se
manifiesta la interdependencia y la necesidad natural que tenemos unos de otros. Es más, los seres
humanos somos sociables por naturaleza y dependemos para bien y para mal unos de otros.
Los valores de los que tanto se habla, frecuentemente carecen de fundamento; incluso, se vuelven
intercambiables en función de la conveniencia o del tema de que se trate. En la práctica, los
valores y la ética se convierten en manuales de procedimientos, códigos de «lo correcto» o «lo
bien hecho» pero que no van al fondo y no transforman el interior del ser humano ni se plantean la
posibilidad de que las personas puedan ser mejores.
Además, se vive un falso respeto para no ser una carga o bien para no hacerse uno cargo de los
demás. Hoy, lo «educado» es el cuidado de la forma en detrimento del fondo. Todo se hace, se
dice, se organiza y valora de tal modo que no cause repulsión ni sea desagradable.
La muerte, entonces, tiene que ser también «educada», evitando el dolor, el gasto, las molestias y
el llanto, en condiciones que llamamos decorosas. Las mismas capillas fúnebres son «asépticas».
Por eso, muchos, en aras de este falso respeto, cuidan las formas y el fondo, que es la persona,
queda soslayada. Parece que despreciamos ciertas etapas naturales de la vida del ser humano,
como es la imperfección, la enfermedad, el límite.
La moderna civilización médica está planificada y programada para matar el dolor, eliminar la
enfermedad y luchar contra la muerte, pero a costa de sacrificar el contenido humano de la
existencia.
La ideología liberal tiende a exacerbar los derechos en detrimento de las responsabilidades; pesa
más la libertad sin verdad que la justicia. Se hace tanto hincapié en las capacidades individuales, la
libertad, el éxito, la excelencia y la libre iniciativa, que ello da como resultado una sociedad que se
concibe como la sola suma de individuos, ya no interdependientes, sino sólo asociables por
beneficio propio, por interés o por razones económicas. Quienes así piensan, pugnan por un
Estado que limite su intervención y proteja sus derechos, pero que no coordine ni dirija la
construcción del bien común y, mucho menos, la solidaridad entre desiguales. En suma, pretenden
que el Estado brinde seguridad, pero que se desentienda de las personas, y los que salen
perdiendo son siempre los que menos tienen, esto es, los excluidos.
Prioridad de la ética sobre la técnica
3) Hoy en día, una de cada veinte camas de los hospitales está ocupada por un paciente
víctima de la llamada intervención iatrogénica. Por otra parte, es alto el número de
personas que transcurren su vida sometidas a enfermedades más o menos crónicas por
estas mismas razones.
Eutanasia
Planteo algunas distinciones a fin de tratar de mirar el problema lo más ampliamente posible y de
forma integral. A lo largo del tiempo la palabra eutanasia ha expresado realidades muy diferentes.
Etimológicamente, eutanasia (del griego eu, bien, thánatos, muerte) no significa otra cosa que
buena muerte, bien morir, sin más. Se sabe que Suetonio utilizó la expresión en el siglo I para
referirse a una muerte dulce y natural.
Esta palabra ha adquirido hoy otro sentido, procurar la muerte sin dolor para evitar sufrimientos a
quienes padecen enfermedades terminales o irreversibles, y que están condenados a morir en un
tiempo determinado y con una calidad de vida cada vez más deteriorada. El argumento central es
el homicidio por compasión. Todavía este sentido es muy ambiguo, puesto que la eutanasia, así
entendida, puede significar realidades no sólo diferentes, sino opuestas, como dar muerte al recién
nacido con un estado de salud que previsiblemente será deficiente o empeorará y que se presume
que habrá de llevar una vida disminuida de lo que comúnmente llamamos normal; la ayuda al
suicida para que consume su propósito; la eliminación del anciano que se presupone por él mismo
o por otros que no vive ya una vida digna; la abstención de persistir en tratamientos dolorosos,
costosos o inútiles para alargar una agonía sin esperanza de curación.
Para no darle vueltas al asunto, hoy eutanasia significa matar y según el criterio que se emplee,
podemos distinguir diversos tipos, concepciones y consecuencias médicas y sociales de la
eutanasia.
Desde el punto de vista de la víctima la eutanasia puede ser voluntaria o involuntaria, según sea
solicitada por quien quiere que le den muerte o no; perinatal, agónica, psíquica o social, según se
aplique a recién nacidos con malformaciones congénitas, a enfermos terminales, a afectados de
lesiones cerebrales irreversibles, a ancianos u otras personas consideradas socialmente
improductivas, gravosas, prescindibles. . . Algunos hablan de autoeutanasia refiriéndose al suicidio,
pero eso no es propiamente una forma de eutanasia, aunque muchos de sus promotores
defienden también, con arreglo a su propia lógica, el derecho al suicidio.
Desde el punto de vista de quien la practica, se distingue entre eutanasia activa y pasiva, según
provoque la muerte a otro por acción o por omisión; o entre eutanasia directa e indirecta; la
primera busca que sobrevenga la muerte, y la segunda busca mitigar el dolor físico, aun a
sabiendas de que ese tratamiento puede acortar efectivamente la vida del paciente; pero esta
última no puede tampoco llamarse propiamente eutanasia, pues lo que cuenta, desde el punto de
vista ético, es la intención o lo que jurídicamente se llama dolo.
Existe también lo que se ha llamado distanasia (del griegodis, mal, algo mal hecho, y thánatos,
muerte). Es, etimológicamente, lo contrario de la eutanasia. Consiste en retrasar lo más que se
pueda el advenimiento de la muerte y por todos los medios posibles aunque no haya esperanza
alguna de curación y aun cuando ello signifique añadir más sufrimientos al moribundo, y que,
obviamente, no evitarán la muerte, sino sólo la aplazarán en condiciones lamentables para el
enfermo. Esto es lo que se ha llamado también encarnizamiento terapéutico.
Por su parte, la ortotanasia (del griego orthos, recto, y thánatos, muerte), designa la actuación
realista y más humana ante la muerte de quienes atienden al que sufre una enfermedad incurable
en fase terminal. Implica acciones u omisiones que no causan la muerte de forma intencional. Por
ejemplo, la administración adecuada de calmantes que mitiguen el dolor, aunque ello tenga como
consecuencia el acortamiento de la vida, o renunciar a terapias que retrasan forzadamente la
muerte a costa del sufrimiento del moribundo y de sus familiares.
La ortotanasia estaría tan lejos de la eutanasia como de la distanasia. Ese término, no se maneja
más que en ciertos ambientes académicos, pero su acuñación revela la necesidad de acudir a una
palabra distinta de eutanasia para designar la buena muerte, lo que se supone que tendría que
significar la eutanasia, y que sin embargo ya no significa, porque designa otra realidad: una forma
de homicidio, supuestamente justificado por compasión.
1) El derecho de toda persona a la muerte digna, expresamente querida por quien padece
una enfermedad incurable y sufrimientos atroces.
4) El progreso que representa suprimir la vida de quienes padecen daño cerebral irreparable
o ciertos enfermos incurables o en fase terminal, ya que se trataría de vidas en condiciones
poco humanas o que no pueden llamarse propiamente humanas.
No todos los partidarios de la eutanasia comparten estos argumentos; pero todos, en cambio,
comparten los dos primeros, y a menudo el tercero.
La eutanasia es siempre una forma de homicidio, pues implica que un ser humano dé muerte a
otro, ya mediante un acto positivo, ya mediante la omisión de la atención y cuidados debidos, lo
que en principio y por sentido común es moralmente rechazable, pues como ha expresado el
Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo: «La garantía del derecho a la vida no supone un
derecho a la muerte; la vida humana es un bien que el Derecho debe proteger por encima del
derecho de privacidad, y nunca cabe legitimar a alguien para matar.
Quienes promueven la eutanasia, consideran que el valor de la vida es extrínseco a ella misma y es
dado por la salud, los recursos materiales y económicos, ciertos satisfactores o capacidades…,
cuando no existen estos bienes o no forman parte de la vida misma, se considera que la vida ya no
es valiosa ni útil. Parece que la vida vale sólo en función de la «calidad» que, evidentemente,
imponen quienes tienen la capacidad y los recursos económicos y sociales garantizados.
En el fondo subyace un problema ético. Se pretende que sólo vivan los «mejores», biológicamente
hablando, pero la dignidad humana no depende de bienes, recursos, salud, conducta, sino que es
la característica distintiva de toda persona humana, que siempre es fin en sí misma y nunca medio,
y que exige y merece respeto, estima y aprecio. La dignidad humana es un «derecho a tener
derechos». Quienes cuenten con recursos económicos podrán viajar a países en donde puedan
practicarles la eutanasia o agotar todas las instancias médicas antes de recurrir a la eutanasia, con
la posible consecuencia de que a quienes no tienen recursos ni seguridad social se les presione
para que opten «voluntariamente» por la eutanasia para no ser una carga ni causar incomodidades
o molestias a los demás. Decisiones en estas condiciones, ¿verdaderamente pueden llamarse
libres?
La vida es, en cierto sentido, propiedad de cada persona. Yo soy responsable de lo que hago de
ella. Pero si sobre toda propiedad pesa una hipoteca social y transpersonal, más todavía respecto
de la vida, que no es una propiedad cualquiera. Concebir la vida como un objeto de uso, abuso y
por tanto desechable por parte de su «propietario», es llevar a un extremo casi ridículo el
mezquino sentido burgués de la propiedad privada. La vida no está a nuestra disposición como si
fuera una finca o una cuenta bancaria. Si asimilamos el vivir a los objetos de propiedad, privamos a
la vida humana de ese sentido de incondicionalidad y de misterio que le confiere su dignidad
incomparable. La vida es fundamento de todos los bienes y derechos, y tiene un valor por encima
de cualquier otro valor.
La voluntad expresa de quien solicita la muerte no convierte algo malo en algo bueno ni quita la
malicia a un crimen, ni crea espacios de extraterritorialidad ética.
En concreto:
2) A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los
medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase
experimental y no estén exentos de algunos riesgos.
3) Es lícito interrumpir la aplicación de estos medios cuando los resultados no corresponden
con las esperanzas depositadas en ellos.
4) Es siempre lícito contentarse con los medios ordinarios que la medicina puede ofrecer.
5) Ante la inminencia de una muerte inevitable a pesar de los medios empleados, es lícito en
conciencia tomar la decisión de renunciar a tratamientos que solamente supondrían un
alargamiento precario y penoso de la vida, pero sin interrumpir los cuidados normales que
se deben dispensar al enfermo en estos casos.
Distintos sectores de la sociedad tienen en común el aprecio, respeto, cuidado y defensa de la vida.
Quizá éste sea un punto sobre el cual no se ha reflexionado lo suficiente y del cual se pueden
recibir grandes aportes de experiencia y de humanismo, frente a una mentalidad que considera
que todo se puede pesar o medir, o incluso, que puede poner precio a todo. La vida no es medible,
sólo lo que la envuelve, pero en sí misma no es objeto de compra-venta o de negociación.
La misma experiencia humana enseña que la vida pertenece a esa clase de bienes intocables que
no podemos negociar con nadie, ni siquiera con nosotros mismos: esos bienes que tienden a
identificarse con el misterio mismo de la existencia y de la dignidad humana. Si la libertad, el
honor, la educación. . ., son bienes irrenunciables, con más razón lo es la vida, raíz primordial de
todos esos bienes. Si nadie puede privarse de su libertad, enajenándola por medio de un contrato
de esclavitud, nadie puede tampoco privarse de la vida, que está menos aún a nuestra disposición
que la libertad misma: la vida se nos presenta como algo previo y envolvente, que es más que
nosotros mismos.
La aceptación de la eutanasia no es un buen camino para que podamos morir bien y con dignidad.
Creo que lo contrario, es decir, aceptar plenamente nuestra condición humana, nos ayudaría a ser
una sociedad más humana, corresponsable y solidaria, lograr que los enfermos, los discapacitados
y los ancianos encuentren el calor humano y la asistencia médica, psicológica, material y humana
que necesitan hasta el último momento de su vida. Las ciencias humanas lo confirman cuando
hablan de que el moribundo necesita no sólo atención médica, sino también un ambiente humano
amistoso, la cercanía de sus seres queridos y, en caso necesario, los cuidados paliativos que le
permitan aliviar el dolor y vivir con serenidad el final de esta vida.
La verdadera piedad y compasión no es la que quita la vida, sino la que la cuida hasta su final
natural. Quien cediendo a una falsa compasión o a una equivocada idea de progreso colabora
directamente en dar muerte a alguien se hace cómplice de un grave mal moral y contribuye a
minar los cimientos de la convivencia en la justicia. A nadie se le puede obligar a esa colaboración
inmoral. En su caso, sería obligada la objeción de conciencia.
En la práctica, tanto institucional como privada, los médicos reciben pedidos de muerte asistida de
sus pacientes y familiares y se ven obligados a responder de alguna manera ya veces lo hacen
ayudándolos a morir. El problema es que esos diálogos y esa práctica se dan en un contexto de
clandestinidad e inseguridad sin posibilidad de ejercer un control sobre los mismos. En la discusión
sobre la eutanasia existen varias cuestiones vinculadas entre sí: a) ¿tiene un paciente derecho a
decidir la terminación de su vida; b) ¿tiene derecho a pedir esa ayuda a su médico? C) el médico
¿tiene algún deber de responder afirmativamente a esa petición?
1) Revalorar la vida en sí misma para que se supere la mentalidad que considera a los
enfermos, a las personas con capacidades diferentes, ancianos y, en general a toda
persona que no es productiva, como una carga, es decir, recuperar el valor de lo humano.
2) Promover, fortalecer y proteger a todas las familias para que desde ellas se reconozca el
valor de la vida humana, y sean el primer espacio para cuidarla y acogerla desde su inicio
hasta el final, de tal forma que nadie viva aislado, marginado o excluido y por ello
considere la opción de terminar con su vida.
3) Crear una cultura de «testamento vital». Que cada persona pudiera expresar que se
respetará su vida, su derecho a vivir y de qué forma, y evitar así, que otros decidan por uno
en caso de accidentes o de enfermedad grave.
4) Facilitar que en los hospitales haya atención psicológica y tanatológica, sea por parte de los
sistemas oficiales de salud o particulares, o bien de organizaciones de la sociedad civil.
5) Impulsar más decididamente la investigación médica, geriátrica y todo tipo de
especialidades médicas.
6) Ampliar y mejorar permanentemente los sistemas de salud desde una lógica de justicia
social, y cualificar al personal médico y sanitario para cuidar la vida, no sólo a nivel
biológico, sino sobre todo desde un profundo sentido de humanidad y de ética.
7) Lograr que los sistemas de salud ofrezcan medicinas, médicos y tratamientos a toda la
población, particularmente a quienes no gozan actualmente de ese beneficio, para que
nadie vea en peligro su salud o su vida por falta de recursos económicos o de seguridad
social.
Una sociedad que legitima la eutanasia está proclamando su ineptitud para ofrecer auténtica
solidaridad, afecto y cariño a sus enfermos terminales. El compromiso al que se nos invita «es más
que una simple condena a la eutanasia o el simple intento en poner obstáculos en su camino hacia
la eventual difusión y legalización. El problema de fondo es, ayudar a los hombres de nuestro
tiempo a tomar conciencia de la inhumanidad de ciertos aspectos de la cultura dominante y a
volver a descubrir los valores más preciados oscurecidos por ella».
https://biblio.upmx.mx/estudios/Documentos/eutanasia023.asp
La muerte es el destino inevitable de todo ser humano, una etapa en la vida de todos los seres
vivos que quiérase o no, guste o no- constituye el horizonte natural del proceso vital. La muerte es
la culminación prevista de la vida, aunque incierta respecto de cuándo y cómo ha de producirse; y,
ésta, forma parte de nosotros porque afecta a quienes nos rodean y porque la actitud que
adoptamos ante el hecho de que hemos de morir determina en buena medida la manera como
vivimos.
Se considera al ser humano como un ser encerrado en sí mismo y se argumenta que la vida
individual no afecta al todo social: «el infierno son los demás».!
El sufrimiento y el sacrificio son cosas del pasado, que la vida moderna con todos sus progresos y
avances ya habría superado totalmente. Desde esta perspectiva, una vida de calidad sería hoy una
vida sin sufrimiento alguno, sin límites ni imperfecciones. Quien piense que queda todavía algún
lugar para el dolor y el sacrificio, es tachado de anacrónico y promotor de una moral para esclavos.
2 Quizás por estas ideas y otras semejantes hemos ido construyendo una sociedad que tiene
miedo y huye del dolor, de la enfermedad, de la soledad, de la muerte, de los límites humanos.
Olvidamos que en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte se manifiesta la interdependencia y la
necesidad natural que tenemos unos de otros.
Además, se vive un falso respeto para no ser una carga o bien para no hacerse uno cargo de los
demás. Hoy, lo «educado» es el cuidado de la forma en detrimento del fondo.
Por eso, muchos, en aras de este falso respeto, cuidan las formas y el fondo, que es la persona,
queda soslayada. Parece que despreciamos ciertas etapas naturales de la vida del ser humano,
como es la imperfección, la enfermedad, el límite.
La ideología liberal tiende a exacerbar los derechos en detrimento de las responsabilidades; pesa
más la libertad sin verdad que la justicia. Quienes así piensan, pugnan por un Estado que limite su
intervención y proteja sus derechos, pero que no coordine ni dirija la construcción del bien común
y, mucho menos, la solidaridad entre desiguales.