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INTRODUCCION

Los seis capítulos que contiene este estudio de Ervin Bishop son dedicados al importante tema de la
adoración, pero en una manera más profunda. El lector se sorprenderá de encontrar unos
pensamientos y conceptos que tienden a dar en el traste con prácticas tradicionales en cuanto a los
cultos de adoración de los cristianos. Sin embargo, los conceptos que se presentan en este estudio se
ajustan más al modelo de la iglesia primitiva, la cual estuvo bajo la influencia directa de los
apóstoles. El objeto de este análisis más profundo de la adoración es estimulara los predicadores y
maestros de la Biblia a que reconsideren las prácticas de adoración de sus propias congregaciones y
se establezca un mejor criterio que conduzca a una fraternidad más significativa en la asamblea
cristiana.
Cada uno de los capítulos que siguen será una exploración dentro del sentido. y propósito de la
verdadera adoración. Se distingue entre el “servicio” del culto de Antiguo Testamento y el Nuevo
Testamento. Se distingue entre el “servicio” de adoración en el “local” de reuniones y el servicio que
consiste en una vida dedicada a Dios — es decir que toda buena obra es tomada como una adoración
legítima. Luego se considera el modelo de adoración dentro del ambiente cristiano, participando de la
comunión y de experiencias devocionales conducentes a la edificación de los santos. El fin último del
aprendizaje consiste en establecer una relación con Dios, en que los verdaderos adoradores puedan
adorar “en espíritu y en verdad”.

Capítulo 1
LA ADORACION

Nota: El espacio no permite el citar por completo los numerosos pasajes bíblicos que son vitales
para este estudio. Se recomienda al lector que examine tales versículos al llegar a ellos.

Al examinar el propósito y la naturaleza de la asamblea cristiana, nos parece algo natural comenzar
por la adoración, ya que la mayoría de los cristianos de hoy consideran la adoración de Dios como el
propósito fundamental de la asamblea.

Aun cuando muy poco de lo que se lleva a cabo en la reunión es exactamente adoración en el
sentido básico de honor y alabanza dirigidos a Dios, es muy probable que los asistentes la definan
como una reunión para adorar. Expresiones tan ubicuas como “el servicio de adoración” o “ir al culto”
revelan y promueven la idea de que la adoración cristiana está circunscrita e igualada con la asamblea
cristiana.

Cientos de años de tradiciones católicas, ortodoxas y protestantes han dejado sentir su influencia en
nuestro concepto de la adoración. Cualquier intento de regresar a la Biblia se ve impedido, pues lo
tratamos con una carga de presuposiciones acumuladas a través de los años. Aunque rechazamos varias
tradiciones específicas, hemos asumido los mismos principios que existen tras esas tradiciones.

Una de las presuposiciones más elementales que compartimos con otros en todas las ramas del
cristianismo, se refiere a la naturaleza misma de la adoración — lo que es, dónde y cuándo se debe
llevar a cabo. Hemos retenido un concepto, heredado, de la adoración, que es más judío que cristiano.
Clemente de Roma (95 d. de J.C.) preparó el camino de retroceso a los conceptos judíos con su defensa
del presbiterio y ciertos edictos prescritos, basado en una comparación con el sacerdocio del Antiguo
Testamento y sus deberes de culto (1ª. Co. 40 y sig.) El Didache nos da evidencia de que se continuó lo
anterior en el siglo siguiente, designando como “profetas” de la iglesia a sus “altos sacerdotes” (Did.
13). De mayor consecuencia lo es su aplicación del lenguaje de sacrificio a la Cena del Señor (Did. 14).
En el segundo siglo hubo un retorno completo hacia los conceptos de adoración del Antiguo
Testamento, conceptos asociados con el Templo y los cultos de sacrificio. El resultado de este traslado
de ideas es mayormente evidente en los edificios elaborados y en las ceremonias de los herederos de
las tradiciones católicas y ortodoxas (por ejemplo, la ornamentación y lo ritos que acompañan a una
típica naos o “templo” Ortodoxo Griego, guardan una sorprendente similitud con la descripción del
tabernáculo en Heb. 9.1-10).
Como herederos de los movimientos de reforma y restauración, hemos progresado bastante en la
tarea de hacer a un lado la mayor parte de la basura eclesiástica y ceremonial que se acumuló durante
esa edad de tinieblas. Sin embargo, no hemos librado por completo nuestro razonamiento de los
polvorientos conceptos que se encuentran bajo el basurero de tradiciones, y que todavía nos ocultan la
clara enseñanza del Nuevo Testamento.

Los Verdaderos Adoradores


La discusión de Jesús con la mujer aquella del pozo en Samaría (Juan 4), es la plataforma de
lanzamiento más común para aventurarse a la esfera de la adoración cristiana. Sirve bien a ese
propósito, pero cuando el intérprete toma el pasaje con una idea a priori de lo que debería decirse del
tema, se le escapa el carácter revolucionario de lo que Jesús dice. Los versículos 23 y 24 de la
declaración de Jesús deben tomarse en cuenta cuidadosamente y en su total contexto. Hasta dicho
punto de la discusión había tomado un interés muy personal en el bienestar espiritual de la mujer
samaritana. Y no abandona su interés evangelístico cuando el tema cambia repentinamente a lo del
lugar apropiado para adorar abordando el tema “adoración”, en la misma forma que aborda el de “el
agua” en los versículos 7, y sig. El tema básico sigue siendo “la salvación”, que se menciona
específicamente en el versículo 22, una referencia a su propia misión mesiánica (cf. v. 25). La nueva
clase de adoración a la que se refiere Jesús pertenece a esa salvación, ya que se refiere a la nueva
relación del hombre con Dios.
Jesús responde a la pregunta que la mujer sugiere referente al lugar ordenado por Dios para la
adoración, pero no en la forma en que ella lo ha de haber esperado. Ahí le revela que el tiempo ha
llegado para dar fin a los sombríos tipos de adoración en el Templo, tanto de los samaritanos como de
los judíos. La adoración en la nueva época deberá ser de una naturaleza totalmente diferente —
no circunscrito por el tiempo o la localidad, o por hechos tan formalistas que requieran dichas
limitaciones. En los versículos 23 y 24 se describe la naturaleza de esta nueva adoración: “Los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”.
La mayoría de los cristianos de hoy, influenciados por conceptos tradicionales, al oír hablar de
“adoradores” se imaginan personas dentro de una “iglesia” celebrando ciertos “actos de adoración”. Sin
embargo, en el contexto vemos que Jesús hace el contraste entre “adoradores” de la nueva época y
adoradores en el Templo, lo cual demanda consideración al hecho de que, lo que corresponde a “el
Templo” en el Nuevo Testamento no es “el edificio de la iglesia”, sino la iglesia en sí, el cuerpo de
Jesucristo (Juan 2.21; 2ª. Co. 6.16). Lo que corresponde a la ceremonia del Templo no es un “servicio
de adoración”, sino la obra redentora de Cristo (Heb. 10.19-25; Ro. 12.1). En el Nuevo Testamento, la
contraparte de los adoradores, en el templo, son aquellos que han sido “purificados” y, por lo tanto,
tienen “confianza para entrar en el santuario por la sangre de Jesús” (Heb. 10.14, 19). Jesús los
caracteriza como los “verdaderos” adoradores, ya que adoran en el verdadero tabernáculo (Heb. 8.2;
9.11, 24). Los cristianos “adoran” en este “tabernáculo celestial” en el mismo sentido, real y
potencialmente, que estando presentes en el “reino” (Heb. 12. 28; Col. 1.13).
Adoración en Espíritu
y en Verdad
La adoración que dichos “adoradores” de Dios llevan a cabo en el nuevo y genuino “templo” Jesús
la describe como aquella que se hace en “espíritu y en verdad”. Según el contexto, “en espíritu”
probablemente significa “espiritualmente” o “en la esfera espiritual” (Ro. 1.9; 2.29; Fil. 3.3). El punto
clave en Filipenses 3.3 es, que “adorar por el espíritu de Dios implica el rechazo de toda ‘confianza en
la carne’ ” (R. P. Martin, Adoración en la Iglesia Primitiva, pág. 13). El significado de “en verdad”, al
comparársele con otros pasajes en donde aparece, parece referirse con toda probabilidad a “en
realidad”, en contraste con la naturaleza simbólica de la adoración en el Templo; o “sinceramente”, en
contraste con el carácter formalista y a veces pretencioso de la práctica judía. En Mateo 22.16 y
Marcos 12.14, el significado de esta misma palabra es “honestidad” o “sinceridad”. En 1ª. Juan 3.18
(cf. 2ª. Juan 1 y 3) significa “en realidad” o “en sinceridad”.
El reproche de Juan hacia el amor verbal o fingido y su exhortación a amar “en obra y en verdad”,
son reminiscentes de la frecuente crítica de Jesús hacia el vano formalismo de los fariseos (Mat. 23.23).
A veces hace eco de las palabras de censura en contra de sustituir el recto vivir por la ofrenda ritual.
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mat. 9.10-13; 12.6, 7; Os. 6.6; Amós 5.21-24; Isa. 1.10-17). Ve
la “vana adoración” no tanto como llevar a cabo hechos erróneos, sino como el vivir en rebelión a la
ley moral de Dios (Mat. 15.4-9; Isa. 29.13-16). Enfatiza que la relación de uno con su hermano es más
importante que su ofrenda formal en el Templo (Mat. 5.23-24). Aunque Jesús muestra respeto por el
Templo al referirse a “la casa de mi Padre”, claramente reconoce su condición temporal. En general, su
actitud hacia la adoración ceremonial de los judíos de su época es de rechazo; es también en el plano de
las prácticas judías contemporáneas que Jesús plantea el escenario de una nueva era, en la que el
pueblo de Dios le servirá no con ceremonias santurronas en recintos elaborados, sino “en espíritu y en
verdad”.

Capítulo 2

EL VOCABULARIO
DEL NUEVO TESTAMENTO

En el primer capítulo de esta serie tratamos el tema de la adoración, haciendo notar que la
mayoría de los cristianos probablemente consideran la adoración como el objetivo
primordial de la asamblea cristiana. Muchos, inclusive* consideran sinónimos a estos dos
actos. Se sugirió, por lo tanto, que nuestro razonamiento ha sido influenciado por conceptos
tradicionales y que tenemos un concepto que le es común a todas las ramas del cristianismo
y que es más afín al Antiguo Testamento que al Nuevo. La conversación de Jesús con la
mujer en el pozo de Samaría introdujo el nuevo y revolucionario concepto de la adoración
que se nos presenta en el Nuevo Testamento. La adoración en la nueva era no ha de verse
limitada por tiempo o espacio, como lo era bajo el trato divino anterior; sino que abarca el
total de la vida del adorador y su relación con Dios.

Una comprensión básica de la terminología novotestamentaria, en lo que se refiere a la adoración, es


esencial si se quiere entender lo que es la adoración cristiana. No hay nada que nos indique mejor el
que la adoración en la era cristiana representa una marcada desviación de los conceptos anteriores,
que el examen novotestamentario en cuanto al uso que se le da a un vocabulario ya familiar de la
adoración.

Leiturgia - “Liturgia” λειτουργιας


Esta palabra, así como sus derivados, sí aparece en el Nuevo Testamento, pero no con frecuencia ni
en el sentido moderno. Es por eso que no se encuentra en la mayoría de las traducciones al español.
El significado básico de la palabra es “servicio” y puede referirse a cualquier clase de servicio (2ª. Co.
9.12); aunque en la mayoría de los casos se refiere al servicio que se prestaba en el Templo judío
(Lucas 1.23), tal como en la Septuaginta, donde se usa exclusivamente como servicio sacerdotal. En
Hebreos se extiende este significado a la obra de Cristo como sumo sacerdote (He. 8.2, 6). Pablo hace
uso del término “oficiar” al referirse a su propio “servicio” de predicar el evangelio. En Romanos
15.16 (cf. Fil. 2.17) se presenta como sacerdote oficiando la “liturgia” del evangelio para que su
“ofrenda” de gentiles pueda ser aceptable. (Este pasaje se puede relacionar con los términos de la
gran comisión en Lucas 24.27 y Juan 20.23. “Liturgia”, en el sentido que aquí se aplica, tenía que ver
con la remisión de pecados, ya sea que se refiera al sistema de sacrificios del Antiguo Testamento, o a
la predicación del evangelio en el Nuevo Testamento). Asimismo, en 1ª. Co. 9. 13, 14 la liturgia
sacerdotal en el Templo corresponde a la obra de la predicación.
Es interesante observar que esta palabra desempeñó una función en el desarrollo del clero cristiano y el
concepto sacramental de la adoración cristiana. H. Strathmann observa que Clemente de Roma,
tomando la “jerarquía cultica del Antiguo Testamento como ejemplo” usa el término liturgia para
referirse específicamente a la labor de los obispos y presbíteros. “Esto se convierte en uso establecido”.
“El resultado final fue una total transferencia del concepto sacerdotal del Antiguo Testamento al clero
cristiano”. Los términos “se usan así para denotar los cultos e importantes actos culticos, especialmente
la eucaristía. Los conceptos culticos del Antiguo Testamento celebran su resurrección”.

Threskeia - θρησκεια “Religión”


La definición lexicológica de esta palabra la relaciona con las “ceremonias externas de la adoración
religiosa” (K. L. Schmidt, TDNT, III Pág. 157). Se le define como “adoración religiosa” o “ritual
cúltico” (Liddell-Scott), “la adoración de Dios, religión, especialmente cuando se expresa en servicios
o cultos religiosos” (Arndt y Gingrich) y “denota más específicamente la adoración ceremoniosa de la
religión” (Trench).
Es precisamente su escaso uso en el Nuevo Testamento lo que apoya la tesis de que la adoración
cristiana no se expresa primordialmente en ceremonias externas. Pablo emplea la palabra en el
sentido que se define en Col. 2. 18, refiriéndose a “la adoración de ángeles”. Pero Santiago la define en
una forma que se identifica más con la verdadera adoración cristiana: “La religión pura e
incontaminada delante de Dios y Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación,
y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1.27; cf. Is. 1.17).

Proskuneo - προσκυνησει “Adoración”


Este es un término que se aplica regularmente a la adoración en la Septuaginta, y la palabra que con
más frecuencia se traduce como “adoración” o “adorar” en el Nuevo Testamento. Es una expresión
concreta que lleva consigo la idea de postrarse ante un objeto de veneración. Debido a que “requiere
una majestad visible ante la cual el adorador se postra” (H. Greeven, TDNT, VI, pág. 765), su empleo
en el Nuevo Testamento se limita casi sólo a los evangelios, donde Jesús está visiblemente presente
entre los hombres; y al Apocalipsis, donde una vez más es visible a aquellos que le adoran como Señor
exaltado. La palabra no se usa, sin embargo, para referirse a la adoración cristiana. Como excepción
tenemos su uso en Juan 4.20 y siguientes, donde el uso que hace Jesús de la palabra está gobernado por
el contexto, en el cual la mujer samaritana hace referencia a la adoración formal en el templo. Lo
anterior refleja el uso que se le daba a esta palabra, como un término-técnica, para describir el
peregrinaje de los judíos a Jerusalén (Greeven op. cit. Cf. Juan 12.20; Hechos 8.27; 24.11). Sin
embargo, Jesús modifica la palabra en tal forma que la eleva a una esfera nueva y espiritual, usándola
hábilmente para introducir un revolucionario concepto de la adoración que contrasta radicalmente con
el concepto que inherentemente implica la palabra en sí.
Proskuneo no aparece mucho en las epístolas, sólo en dos referencias al Antiguo Testamento (He.
1.6; 11:21) y en un versículo de 1ª. Corintios (14.25) que describe la intensa reacción de los no
creyentes que son convictos y conmovidos por el testimonio profético del mensaje de Cristo. Fuera de
ahí, la ausencia de la palabra es conspicua, atestiguando al hecho de que, debido a las concretas ideas
que se asocian con ella, no se consideró propia para expresar la clase de adoración espiritual, que todo
lo abarca y que se destina al pueblo de Dios bajo el Nuevo Pacto.

Latreuo, Latreia - λατρειαν “Adoración”


La importancia que tiene este vocablo para la adoración cristiana no es visible al lector en español,
ya que casi siempre se traduce como “servicio” y no como “adoración”. Para los traductores se
complica la disyuntiva de decidir el equivalente apropiado en español, ya que para la mayoría de los
cristianos de hoy “servicio cristiano” y “culto cristiano” representan dos ideas claramente distintas. Sin
embargo, en el Nuevo Testamento “...estamos conscientes de la ausencia de cualquier línea que
distinga el culto ritual en sí del servicio a Dios en cosas prácticas” (A.B. MacDonald, Christian
Worship In the Primitive Church, T. and T. Clark, 1934, pág. 18). Aunque la palabra originalmente
significa “tributar culto”, y en el Antiguo Testamento se refiere principalmente a los cultos de
sacrificios, en el Nuevo Testamento su significado se eleva “a un concepto total de acuerdo al cual la
vida completa del cristiano encaja bajo el concepto de adoración”. (H. Strathmann, TDNT, IV, pág.
64).

El giro viejo testamentario se presenta nuevamente en los pasajes del Nuevo Testamento que tratan
sobre la adoración judía en el Templo (Lucas 2.37; He. 9.1 y sig.; 10.2); pero cuando la palabra se
aplica a los cristianos, se le da una fuerza espiritualizada que comprende su total relación con Dios y su
servicio a Él (He. 9.14; 12.28; Fil. 3.3). En este sentido latreia encuentra su más alta expresión en
Romanos 12.1, que, aunque expresada metafóricamente en el lenguaje ceremonial del Templo, sirve
como la mejor definición de la adoración cristiana. Él se ofrece a sí mismo como sacrificio santo y
aceptable a Dios - esa es la adoración racional.

Capítulo 3

LO ANTIGUO Y LO NUEVO

Los estudios en esta serie llevan el propósito de demostrar que los conceptos judíos, los paganos y aun
los tradicionalmente cristianos en cuanto a la adoración contrastan polarmente con el concepto de
adoración que aparece en el Nuevo Testamento. Tanto el análisis de las enseñanzas de Cristo al
respecto, como el estudio del vocabulario relacionado con la adoración en el Nuevo Testamento,
sirven para subrayar el hecho de que la adoración en la nueva era no debe asociarse con simples actos
limitados por tiempo y espacio, sino que abarcan el total de la adoración con Dios de los “verdaderos
adoradores", así como su servicio a EL Como testimonio a la unidad del Nuevo Testamento tenemos el
uso que se le da a la palabra “adoración" que, aunque tomada de los contextos judíos y paganos de
adoración formal y ceremoniosa en el templo, siempre que se aplica a los cristianos se refiere sin
excepción no al “servicio de adoración", sino a una vida dedicada al servicio. (Hay que tomar en
cuenta aquí que lo anterior no le quita importancia a la asamblea cristiana, que en el curso de este
tratado confirmaremos como parte esencial en la vida religiosa del cristiano).

Un judío, y aun un pagano, del primer siglo naturalmente asociaría tales palabras como “sacrificio”,
“sacerdote”, “templo” o “tabernáculo” con la adoración ceremonial. Los escritores
novotestamentarios, sin embargo, cuidadosamente evitan el utilizarlas en cualquier caso que pueda
reflejar la adoración formalista, empleándolas más bien al referirse a la obra redentora de Cristo y a la
relación redimida de los cristianos con Dios y su servicio a Él. El plan divino de salvación, presentado
en el Nuevo Testamento como antítesis de la adoración ceremonial judía, bien podría conocerse
como el plan de Dios en pro de la verdadera adoración. En Jesucristo “buscaba” Dios atraer a los
hombres hacia una relación directa en la adoración a Él (Juan 4.23).
Los detalles de dicha transacción son vivamente representados en la carta a los Hebreos: Cristo como
alto sacerdote, superior en todos aspectos a “aquellos sumos sacerdotes” (He. 7.26,27). Cristo oficia
en el “verdadero tabernáculo que el Señor levantó, y no el hombre” (8.1,2). Cristo como “mediador
de mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (8.6), un pacto distinto al antiguo, pues por
medio de aquel dice Dios — “Pondré mis leyes en su mente, y en su corazón las inscribiré; y yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo” (8.10). Sólo en Cristo se pudieron cumplir los términos del nuevo pacto
divino (Jer. 7.31; Ro. 8.3) y sólo por medio de Cristo puede el hombre acercarse a Dios directamente
para adorarlo “en espíritu y en verdad”.

La Entrada al Lugar Santo

El pasaje en Hebreos 9.1-14 describe el tabernáculo y su concomitante servicio de culto, en contraste


con el verdadero culto hecho posible por Cristo bajo el Nuevo Pacto. El versículo 8 muestra que la
lección principal que nos enseña el Espíritu Santo es que “a lo largo de la época del antiguo pacto no
había acceso directo hacia Dios” (F. F. Bruce, The Epistle to the Hebrews, p. 194). La razón es sencilla:
dichas ceremonias, temporales, rituales, destinadas solamente a la purificación externa, carecían de
todo poder para hacer al adorador limpio de conciencia (vol. 9, 10; cf. 10.1-4, 11), un requisito para
acercarse libremente a Dios. Pero esta situación fue solamente temporal “hasta el tiempo de la
reforma”. La sustancia sustituye entonces a la sombra, la realidad al símbolo, el cumplimiento a la
profecía; el advenimiento de “cosas buenas”, de las cuales Cristo apareció como el sumo sacerdote.
“El entró a través del mayor y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, o sea, no de esta
creación” (v. 11). “Entró una vez para siempre en el Lugar Santo...llevando su propia sangre, y obtuvo
así eterna redención” (v. 12). Este fue el momento clave para aquellos que deseaban llegar a la
presencia de Dios. No sólo entró Jesús en un “lugar santo” espiritual, sino que hizo brecha para
nosotros seguirle ahí. Tenemos “una esperanza que penetra dentro del velo, donde Jesús ha
penetrado por nosotros como precursor” (6.20). “Tenemos la confianza para entrar en el santuario
por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su
carne” (10.19, 20), algo que se proclama simbólicamente al rasgarse de arriba a abajo el velo del
templo, en el instante mismo que murió Jesús (Mat. 27. 51). Ahora podemos acercarnos “con sincero
corazón en plena certidumbre de fe, rociados nuestros corazones y limpios de mala conciencia, y
lavados nuestros cuerpos con agua pura” (10.22). Aquel que adoraba bajo el antiguo pacto,
“contaminado” por el contacto con un cuerpo muerto, tenía que ser purificado con agua que
contuviera “las cenizas de una becerra” (9.13). Si la “sangre de machos cabríos y de toros” y las
limpias rituales eran efectivas para descontaminar la carne, dice el escritor de Hebreos “¡cuánto más
la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mácula a Dios...!” purificará
la conciencia que ha sido contaminada por “las obras muertas” (9.14). ¿Para qué es tal purificación?
Para que podamos entrar sin temor en el “lugar santo” y “adorar al Dios viviente” (9.14). (La
traducción más común del verbo latreuo en el versículo 14 es “servir” en vez de “adorar”, lo que
ocasiona que a la mayoría de los lectores se les escape su relación con el sustantivo latreia, “adorar”,
en los versículos 1 y 6, y con latreuon, “el que ofrece culto” en el v. 9).

La Casa de Dios
¿Qué es exactamente ese “lugar santo” donde habita Dios y donde le adoran los cristianos? La
referencia a “un mayor y más perfecto tabernáculo no hecho de manos” en el 9.11, nos trae a la
mente muchos pasajes del Nuevo Testamento. Esteban proclamó respecto al templo en Jerusalén, “el
Altísimo no mora en casas hechas de manos” (Hechos 7.48), y Pablo les informó a los atenienses de
igual forma (Hechos 17. 24). Cristo prometió sustituir el templo de Jerusalén por uno “hecho sin
manos” (Marcos 14.58), y Juan nos dice que “él hablaba del templo de su cuerpo” (Juan 2. 21). Pablo
aplica ambas figuras, el “templo” y el “cuerpo” de Cristo, a la iglesia. Escribe así a los corintios: “¿No
sabéis que sois templo de Dios?” (1ª. Co. 3. 16,17). Posteriormente lo utiliza para defender la pureza
del cuerpo, ya que “somos el templo del Dios viviente” (2ª. Co. 6.16), y prueba lo que dice con las
escrituras del Antiguo Testamento que se refieren, antes que nada, al tabernáculo judío original (cf.
Ex. 25.8; 29.45). Aun al referirse a los cristianos en el templo de Dios, emplea también las palabras de
Jeremías con las que el escritor de Hebreos describe el Nuevo Pacto: “Y yo seré su Dios, y ellos serán
mi pueblo” (2ª. Co. 6.16; He. 8.10).
Dios no sólo elige morar entre nosotros (Juan 14.23), sino que nos ha atraído a su presencia, hasta el
“verdadero tabernáculo” y con Cristo como precursor. Como dice Pablo: “Con él nos resucitó y con él
nos sentó en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Efe. 2.6). La figura o simbolismo del templo se
relaciona con la de la casa y la familia de Dios. Hebreos 3.6 afirma que nosotros somos la morada de
Dios, y en el 10.21 ésta se identifica como el “lugar santo” donde Cristo oficia como “gran sacerdote
sobre la casa de Dios”. Otros escritores del Nuevo Testamento consistentemente identifican la casa
de Dios como sinónimo del pueblo de Dios, “la iglesia del Dios viviente” (1ª. Tim. 3.15; cf. Gál. 6. 10;
1ª. Pe. 4.17, y otros). Un pasaje particularmente apropiado es Efesios 2.18-22 donde Pablo asegura a
los gentiles que ellos, así como los judíos, tienen “acceso por el mismo Espíritu al Padre”. Y continúa
diciendo “sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra del ángulo Cristo Jesús mismo, en quien el
edificio entero está bien trabado entre sí y crece para ser templo santo en el Señor; en quien también
vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu...” En el caso de los autores
del Nuevo Testamento debemos limitamos a ese uso espiritual y evitar referirnos a cualquier
estructura física como “la casa del Señor”.

Sacrificios Aceptables
En otras partes se extiende la idea de la iglesia como la casa o templo de Dios, para incluir la analogía
de los cristianos como sacerdotes que ofrecen sacrificios a Dios en su santuario: “Sed vosotros
edificados en casa espiritual, para ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptos a Dios por Jesucristo” (1ª. Pe. 2.5; cf. Apoc. 1.6). El autor de Hebreos indica la naturaleza
doble de estos sacrificios: “Así que, por medio de él, ofrezcamos continuamente a Dios sacrificio de
alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesan su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de
compartir lo que tenéis, porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13.15, 16). Tanto la alabanza
dirigida a Dios como el servicio en favor del hombre se consideran ofrendas aceptables en la
adoración, y ninguna se limita a un lugar o tiempo especial — debido a que habitamos siempre en el
templo de Dios, las ofrecemos “continuamente”. Pablo aplica las mismas figuras ceremoniales en un
sentido más amplio, aun cuando inicia la sección práctica de su carta a los Romanos con las palabras
claves: “Que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es vuestro
culto espiritual” (Ro. 12.1).
Debe señalarse que estos “sacrificios” no se denotan como ofrendas por pecados cometidos, sino
como ofrendas de agradecimiento. El culto en el Antiguo Testamento involucraba ofrendas por
pecados, la búsqueda de una relación correcta con Dios. Bajo el Nuevo Pacto, sin embargo, dicho
culto es obsoleto, y que el todo-suficiente sacrificio de Cristo anuló su necesidad. Una traducción más
apropiada de Hebreos 12.28 muestra que la base del culto cristiano no es la búsqueda de la rectitud,
sino más bien “gratitud, por la cual rendimos a Dios culto agradable, con reverencia y temor”. Es
preciso evitar la influencia del concepto sacramental de la adoración común en el cristianismo
tradicional, lo cual es un retroceso al sistema judío, bajo el cual una relación aceptable con Dios
involucraba sacrificios y ofrendas por los pecados. La carta hebrea nos enseña claramente que, para el
cristiano, esa correcta relación fue asegurada una vez por todas por el sacrificio de Cristo, quien nos
abrió paso hasta el “lugar santísimo”, donde podemos adorar a Dios día y noche viviendo
continuamente en su presencia.

Capítulo 4

EL REUNIRSE
PARA LA EDIFICACION

En el capítulo anterior examinamos la forma en que describe el autor de Hebreos la adoración en el


tabernáculo como mera “sombra” de la verdadera adoración que debe ofrecer el pueblo de Dios bajo
el nuevo pacto (8.8-13), en el “verdadero tabernáculo” (8.2; 9.11-14). En el 10.19 y sig. concluye su
argumento con un llamado urgente a sus lectores a que reconozcan y ejerciten con “valentía”, su
extraordinario privilegio de acceso a la presencia divina dentro del lugar santo — un privilegio con
base en habérseles limpiado con “la sangre de Jesús” (cf. Apoc. 7.14, 15) y el continuo ministerio de
Cristo para interceder como alto sacerdote en “la casa de Dios” (v. 21).

La conclusión, en cuanto a la bendición que representa el acceso libre al trono de Dios en la adoración
cristiana, es también el principio de una sección de exhortaciones que se extiende hasta el final del
libro. Dicha sección le da expresión a un tema que es prominente a través de toda la epístola:
“Retengamos sin fluctuar la esperanza que profesamos” (10.23; cf. 2.1; 3.6-14; 4.11; 6. 11, etc.). Este
periódico mandato es apoyado con otro, que sugiere la forma de lograrlo con éxito. Si nosotros como
cristianos hemos de permanecer firmes en la esperanza que profesamos, debemos de reconocer la
necesidad de la mutua edificación y así “considerémonos los unos a los otros para estimulamos al
amor y a las buenas obras” (v. 24). Lo anterior obviamente implica las oportunidades de la
comunicación interpersonal; ahí el autor de Hebreos insta a sus lectores a que no cometamos los
mismos errores que algunos cometían “descuidando...el reunirnos en congregación”, mas
“exhortándonos mutuamente” (v. 25). Esto nos ayudará a permanecer fieles y evitar la apostasía, con
las consecuencias que se describen en los versículos 26 y sig.
Hay un sorprendente paralelo entre Hebreos 3.6 y sig. y las ideas que se exponen en 10.19 y sig. “...de Dios
somos casa nosotros, si retenemos nuestra confianza y nos gloriamos en nuestra esperanza” (3.6, 14; cf.
10.28). Para lograr ese fin debemos “exhortarnos los unos a los otros cada día” (3.13; cf. 10.24, 25). Así como
en el 10.25, hay una referencia a la brevedad del tiempo — “entretanto que se dice 'hoy'” (3.13), y una
advertencia en contra de seguir pecando — “para que ninguno de vosotros se endurezca con el engaño del
pecado” (3.13; cf. 3.12; 10.26). El propósito de estos puntos es el de enfatizar el papel indispensable de las
reuniones regulares para dar mutuo ánimo y guardar la fe
cristiana. Esto de acuerdo al objetivo básico de dichas asambleas, como se nota en otras partes del
Nuevo Testamento, y que es el edificar el cuerpo (1ª. Co. 14.26; cf. Ef. 4.11-16).

“¿Cinco Actos de Adoración?”

¿Cómo encajan los llamados “cinco actos de adoración” en dichas asambleas que son para la
edificación? En primer lugar, debemos tener en cuenta el hecho de que el concepto
novotestamentario de la adoración de ninguna manera se limita a un número de actos especiales,
sino que comprende la vida completa del cristiano, la cual debe ofrecer como sacrificio a Dios (Ro.
12.1; He. 12.28; 13.15, 16). En consecuencia, todo lo que hiciere deberá hacerlo cual, si fuese un “acto
de adoración”, para honra y gloria de Dios (cf. Mat. 5.16; Col. 3.17). El popular concepto de “los cinco
actos de adoración” es el resultado de interpretar retrospectivamente en el Nuevo Testamento la
idea tradicional de aquilatar la asamblea cristiana con el “servicio de adoración”; pero tanto el
concepto en sí, como sus diferentes expresiones al referirse a la asamblea (ejem.: “el servicio de
adoración”, “servicio de la mañana, servicio de la tarde”, “la hora del culto”, “ir al servicio” etc.) son
completamente ajenas al Nuevo Testamento. Aquí reconocemos la influencia de nuestra herencia
católica y protestante.
Desde luego que la adoración no se limita a estos “cinco actos” sino que, según el Nuevo Testamento
éstos, con una notable excepción, forman parte regular de la vida del cristiano, tanto dentro como
fuera de la asamblea: “...ofrezcamos continuamente a Dios sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de
labios que confiesan su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de compartir lo que tenéis, porque
de tales sacrificios se agrada Dios” (Heb. 13.15, 16). Esta amonestación comprende tres de los
llamados “cinco actos”: orar, cantar y dar (La oración - incluso la oración cantada - es única entre los
“actos de adoración” ya que es la expresión más directa de adoración a Dios. Otras actividades, tales
como “hacer el bien”, son ciertamente dirigidas a Dios, pero en forma menos directa).
El cristiano debe ser “perseverante en cuanto a la oración” (Ro. 12.12). Debe “orar sin cesar” (1ª. Tes.
5.17), “dando siempre gracias por todas las cosas” (Efe. 5.20). Debido a que está constantemente
presente en el “templo”, tiene acceso ininterrumpido al trono de Dios. Cualquier cosa que se pueda
decir de la oración se puede aplicar también al canto, siempre que sea dirigido a Dios. Además, el
canto es un medio muy importante de edificación y fuente de ánimo entre los cristianos. Es de notar
que las indicaciones en cuanto al canto ocurren en pasajes que tratan con el modo de vida del
cristiano: “Mirad...con diligencia cómo andéis...aprovechando bien el tiempo...llenaos del espíritu,
hablándoos unos a otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor
con vuestro corazón; dando siempre gracias por todas las cosas...(y) estad sujetos los unos a los
otros...” (Ef. 5.15-21); ‘Vestíos de tierna compasión, benignidad, humildad, mansedumbre y paciencia,
soportándoos unos a otros...vestíos de amor... la paz de Cristo gobierne en vuestros corazones... y sed
agradecidos. Que la palabra de Cristo more ricamente en vosotros, al enseñaros y amonestaros unos
a otros en toda sabiduría, y al cantar salmos e himnos y cánticos espirituales, con agradecimiento a
Dios en vuestros corazones. Y cualquier cosa que hagáis, ya de palabra ya de obra, hacedlo todo en el
nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col. 3.12-17). El canto se
presenta en todos estos pasajes como parte integral de la vida cotidiana del cristiano.

“Hacer el Bien y Compartir”

Al igual que la oración y el canto, el dar, como “acto de adoración”, no debe limitarse a la asamblea
en reunión. A los cristianos se les debe caracterizar por su generosidad como congregación (c/.
Hechos 4.34, 35; 11.29; 2ª. Co. 8.1 y sig.) y como individuos (cf. Hechos 20.34, 35; Ro. 12.13). El dar es
prueba de nuestro amor (2ª. Co. 8.8, 24: cf. 1ª. Juan 3.17) y la sinceridad de nuestra fe (Santiago 2.14-
18). A los ricos les recomienda en particular “que hagan bien, que sean ricos en buenas obras,
dadivosos, generosos” (1ª. Ti. 6.18); pero todo cristiano debe de trabajar ‘‘para que tenga que
compartir con el necesitado” (Ef. 4.28). Tanto el dar en grupo como la dádiva de un individuo en el
Nuevo Testamento ocurren de acuerdo a una necesidad. El que da la dádiva está consciente de la
necesidad específica por la cual se le anima a dar, “Y aprendan los nuestros a ocuparse en buenas
obras, para casos de urgente necesidad, y no ser improductivos” (Tito 3.14). Esto deberá hacerse
“mientras tengamos oportunidad” (Gal. 6.10). Todo acto de generosidad para con los demás es un
“sacrificio” a Dios (He. 13.16; c/. Mat. 25.40), una exhibición del amor que mostramos hacia su
nombre (He. 6.10), y resulta en gloria para él (2ª. Co. 9.11-13).
La predicación y la enseñanza se encuentran también entre los actos de adoración que no son
directamente dirigidos a Dios, pero que resultan en su gloria (2ª. Co. 4.15). Son actos que no deben
limitarse a la asamblea regular; aunque la enseñanza, en particular, encuentra su más común
aplicación en las reuniones de los cristianos. Ambas actividades, ya fueran dirigidas a la evangelización
o a la edificación, eran practicadas a diario por los cristianos del Nuevo Testamento, tanto en público
como en privado (Hechos 8.4; 20.20).

La Cena del Señor

A diferencia de otros actos de adoración y a causa de su misma naturaleza y significado, la Cena del
Señor se limita a aquellas ocasiones cuando está reunido todo el cuerpo. De acuerdo al Nuevo
Testamento, esto significa la asamblea regular el primer día de la semana (cf. Hechos 20.7; en 1ª. Co.
11.20, la crítica de Pablo, “cuando os congregáis en un mismo lugar, no es la Cena del Señor la que
coméis”, implica que sí debería ser). La Cena también tiene un significado especial en el día, pues es el
día de la resurrección de Cristo. ¿Cuál es el significado y propósito de la Cena del Señor de acuerdo al
Nuevo Testamento? Aunque generalmente hemos rechazado la idea tradicional de la Cena del Señor
como sacrificio, el concepto sacramental de la “Santa Comunión” ciertamente ha influenciado nuestro
modo de pensar. La actitud que se tiene, de tomar los “elementos” cual si fuesen santos o
consagrados, es muy común. La mesa se ve hoy en día más y más “elevada” a la categoría de altar. Y
todo el “culto de la comunión”, cual “acto de adoración” especial, ha tomado el matiz de una
ceremonia sagrada.
Aun cuando a la Cena del Señor se le acompaña con oraciones de gratitud (1ª. Co. 10.16; 11.24) y
ciertamente evoca visiones de alabanza, su propósito, tal y como se expresa en el Nuevo Testamento,
no es básicamente dirigida a Dios sino a la edificación del cuerpo. Tanto Lucas como Pablo presentan
este acto en memoria al sacrificio de Cristo como el objetivo básico de la Cena (Lucas 22.19, 20; 1ª.
Co. 11. 24, 25). Como un “recordatorio” (anamnesis) semanal de la verdad central del “nuevo pacto”
— que Jesús murió como pago por nuestros pecados — nos sirve para refrescar la fe y fortalecer la
esperanza. En segundo lugar, dice Pablo que la Cena del Señor es una proclamación (1ª. Co. 11. 26).
Esta oportunidad de confesar abiertamente nuestra fe en la muerte del Señor y su significado para
nosotros es mutuamente edificante para todos aquellos presentes en la reunión. En tercer lugar,
podemos discernir algo de anticipación en las palabras “hasta que él venga” (1ª. Co. 10.26). La Cena
del Señor debe intensificar nuestra expectación y esperanza en la segunda venida de Cristo.

“Distinguiendo el Cuerpo”

Finalmente, Pablo pone gran énfasis en la idea de la Cena del Señor como una comunión (koinonia:
confraternidad, compañerismo, camaradería) no sólo con Cristo (1ª. Co. 10.16) sino, notablemente,
con su cuerpo, la iglesia. Pablo escribe así: “siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos
un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (10.17). La Cena del Señor debe manifestar
la unidad de aquellos que participan del vino y el pan, que representan la sangre y el cuerpo de Cristo.
¡Pero ese era precisamente el problema en Corinto! Había “divisiones” entre los miembros del cuerpo
(1ª. Co. 11.18; cf 1.10 y sig.; 3.3 y sig.; 12.25) y es el problema hacia el cual se enfoca
Pablo. Su crítica no era dirigida tanto a la manera en que estaban participando de la Cena del Señor,
sino más bien a la forma en que estaban desatendiéndose unos a otros durante los alimentos
comunes que la precedían (Vv. 21, 22). Al “menospreciar la iglesia de Dios” (v. 22) no estaban
“discerniendo” o “distinguiendo” a ésta como “el cuerpo” de Cristo (v. 29; cf. 10.17; 12.12 y sig. 27).
La actitud que tomaban hacia “el cuerpo” (la iglesia) hacía imposible la Cena del Señor como
comunión (v. 20). La hipocresía de aquellos destruyó su significado. Pablo instó a cada uno a
“examinar” su propia actitud hacia “el cuerpo” antes de participar, para que al hacerlo lo hiciera de
una manera “digna” de su significado previsto (Vv. 27-29).
Esta actitud iba a ser demostrada por la eliminación de aquella práctica discriminatoria (Vv. 33, 34).
De otra manera su reunión sería “pura condenación” (v. 34; cf. v. 29). La Cena del Señor, en su
significado previsto, comprendía el carácter mismo y el propósito de la asamblea cristiana.
Como “comunión” representa el espíritu de confraternidad que debe caracterizar a la asamblea; lo
que es más, todos sus propósitos coinciden con el objetivo principal de la asamblea que, como hemos
visto, es la edificación del cuerpo de Cristo.
Capítulo 5

FUERZA EN COMUNIDAD

En los estudios precedentes de esta serie se ha tratado de hacer la distinción entre la adoración
cristiana y la asamblea cristiana. El concepto novo testamentario de llevar una vida de servicio
ofrendada en sacrificio a Dios (Romanos 12.1), se asemeja muy poco al falso concepto que equipara a
la adoración cristiana con el “servicio de adoración” (o el “culto”). Bajo las condiciones del Nuevo
Pacto nosotros, como pecadores redimidos por la sangre de Cristo, entramos al “verdadero
tabernáculo”, para “servir (adorar) al Dios viviente” (Hebreos 9.14). Esta adoración, que abarca la vida
en su totalidad, debemos ofrendarla “espiritualmente”, “sinceramente” (Juan 4.24). Nuestra nueva
relación con Dios como “verdaderos adoradores” (Juan 4.23), ha sido establecida; de modo que nunca
cesamos de ser adoradores, a menos que rechacemos el sacrificio de Cristo y salgamos del
“santuario”.

Para evitar esa posibilidad, o sea, de modo que “retengamos sin fluctuar la esperanza que
profesamos” (Hebreos 10.23, 26 y sig.), necesitamos ayuda. Y el autor de Hebreos sugiere asambleas
cristianas regulares como solución a tal necesidad. El propósito que se debe procurar en dichas juntas
es claramente discernible cuando dice, “considerémonos los unos a los otros para estimularnos al
amor y a las buenas obras”, “exhortándonos mutuamente” (10.24, 25; cf. 3. 13). El “amor y buenas
obras” de este pasaje es sugestivo del “hacer el bien y compartir lo que tenéis” que se prescribe en el
13.16 como “sacrificios” (o sea, adoración) con los cuales “se agrada Dios”. Así vemos pues que los
cristianos se reúnen no para “adorar”, sino para estimularse mutuamente para el cumplimiento de
una vida de adoración en sacrificio. Y no se consideran esas asambleas como algo optativo, sino como
algo que es esencial para el mantenimiento de la fe cristiana.

Un Ambiente que Conduce a la Confraternidad


Hay cuando menos dos formas en que los cristianos pueden fracasar en el cumplimiento de las
exigencias de Hebreos 10.24, 25. Son: 1) Desatendiendo por completo las asambleas; o 2) Ignorando
lo que hemos sugerido tocante al propósito de dichas asambleas — o sea, el mutuo estímulo y
edificación. El primero no es un problema común en nuestros días, pero el segundo sí. Existe una
tendencia a enfatizar metas que según eso debería de tener la asamblea regular, pero que van en
desacuerdo con las metas indicadas en el Nuevo Testamento. Una de las más comunes es querer
lograr “un servicio de adoración puro”. Esta es la idea del “devocional” que seguido se caracteriza por
la mala interpretación del versículo que dice: “Mas Jehová está en su santo templo; calle delante de él
toda la tierra”. El deseo de querer “crear un ambiente que coadyuve a la adoración” parece, a
primera vista, un objetivo digno y apropiado, pero no es un objetivo bíblico, y seguido resulta en
contra del ambiente de confraternidad que se procura en el Nuevo Testamento. El hacer demasiado
hincapié en el factor silencio ahoga mucha de la comunicación que debería de haber. Un concepto
equívoco de lo que es la “reverencia” ha ocasionado que algunos adopten medidas tan extremas
como cerrar con llave las puertas para impedir la entrada a los que “irreverentemente” llegan tarde,
perturbando así el ambiente devocional de los “adoradores”. ¿Estaba simplemente bromeando Pablo
cuando recomienda a los corintios, “esperaos unos a otros”? (1ª. Co. 11.33). Aunque las
circunstancias eran diferentes, se estaba refiriendo a la misma falta de consideración para con los
hermanos (cf. 11.22). ¿Qué no sería más apropiado en una asamblea de cristianos el sentir alivio y
gozo al ver llegar a un hermano, aunque fuere tarde; o comprensión hacia la madre de un niño que no
se comporta, que el resentirse porque se le está distrayendo a uno?
El “ambiente” de la asamblea debe ser caracterizado por esas mismas cualidades que deben gobernar
las relaciones personales diarias entre los cristianos. “Ninguno busque su propio bien, sino el de su
prójimo” (1ª. Co. 10.24). “Así pues, sigamos las cosas que tienden a la paz y la mutua edificación” (Ro.
14.19). Esto es precisamente lo que los corintios no estaban haciendo, y es el problema que afronta
Pablo en I Corintios, especialmente los capítulos 11-14. Como dice Juan: “...el que no ama a su
hermano a quien ha visto, tampoco puede amar a Dios, a quien no ha visto” (1ª. Juan 4.20). La
asamblea cristiana debería proveer un formato para la expresión del amor y la consideración mutua.
Las reuniones de los cristianos en el Nuevo Testamento se caracterizaban más por el gozo, la
confraternidad, y el buen compartir (cf. Hechos 2.42-47) que por la “reverencia” solemne y silenciosa.
La “reverencia” y el “temor” en el Nuevo Testamento se refieren a la reacción apropiada entre los
discípulos al reflejar los prodigios divinos en sus propias vidas (Hechos 2.43). Esas cualidades se
relacionan con nuestra adoración a Dios de todos los días (He. 12.28) en el “verdadero tabernáculo”,
y no en una “atmósfera” prefabricada en un edificio “hecho de manos”.

El Cuerpo de Cristo
El propósito y naturaleza de la asamblea aparece claramente en la idea de “el cuerpo” (cf. Ro. 12.3-8;
1ª. Co. 12.12 y sig.; Efe. 4.11-16). Cada parte del cuerpo, al desempeñar sus funciones necesarias,
recibe el beneficio del todo. Hay un respeto mutuo por el desempeño de cada parte: “Porque de la
manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero los miembros no tienen todos la misma
función, así nosotros, aunque muchos, somos un cuerpo en Cristo, e individualmente, miembros los
unos de los otros. Teniendo dones que difieren según la gracia que nos es dada, usémoslos” (Ro. 12.4-
6). ¿No es razonable asumir que estas funciones deben ejercitarse tanto dentro como fuera de la
asamblea? ¿Qué no es el momento más apropiado para sus funciones aquellas ocasiones en que todo
el cuerpo está reunido?
Ya se ha observado, en un estudio anterior, que una de las funciones de la Cena del Señor es la de
expresar la unidad del cuerpo: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo;
pues todos participamos de aquel mismo pan” (1ª. Co. 10.17). En esto la Cena del Señor resume las
características básicas de la asamblea como koinonia — “comunión” o sea, comunicación,
confraternidad, compartir. Es muy raro que esta idea llegue a encontrar su expresión en la práctica
solemne y ritual que caracteriza a la Cena del Señor hoy en día.
Como hace notar Ralph P. Martin, “La idea que la iglesia en la adoración es una convergencia
accidental en un lugar, formada por un número de individuos aislados que practican, en
compartimentos herméticamente sellados, sus propios ejercicios devocionales, es ajena a la narración
del Nuevo Testamento... la “edificación” es el término clave que desmiente tan falsa imagen”.
(Worship in the Early Church, pág. 133).
El apóstol Pablo indica a los corintios que la edificación es el criterio básico para determinar el
contenido de la asamblea cristiana (1ª. Co. 14.4, 5, 12, 17, 26); y concluye su argumento con estas
palabras: “¿Qué pues hermanos? Cada uno tiene un himno, una enseñanza, una revelación, el don de
lenguas o una interpretación. Hágase todo para edificación” (14.26). Aunque este versículo no
describe el contenido de la asamblea moderna, claramente nos da el criterio para decidir el
contenido, en conexión con otros pasajes. En este caso el propósito de la asamblea está de acuerdo
con el que se indica en Hebreos 10.24, 25 — el edificarse y alentarse mutuamente.

El Hablarse los Unos a los Otros

El estímulo y la instrucción en el Nuevo Testamento aparecen claramente como hechos recíprocos y


como responsabilidad de una pluralidad de personas. La edificación mutua es la regla y no se aplica
solamente al canto. Pablo escribe así a los colosenses: “A él predicamos nosotros, amonestando a
todo hombre y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar a todo hombre
perfecto en Cristo” (Col. 1.28). Y usa exactamente la misma terminología cuando les insta a aceptar
mutuamente esta misma responsabilidad: “Que la palabra de Cristo more ricamente en vosotros al
enseñaros y amonestaros unos a otros en toda sabiduría...” (Col. 3.16). El objeto de esta edificación
mutua es lograr la madurez espiritual — el “presentar a todo hombre perfecto en Cristo”.
Pablo escribe a los cristianos de Roma: “En cuanto a vosotros, hermanos míos, yo mismo estoy
satisfecho de que realmente estáis llenos de bondad, henchidos de todo conocimiento, y sois aptos
para amonestaros los unos a los otros” (Ro. 15.14); e instruye a los tesalonicenses de esta manera:
“alentáos los unos a los otros y edificaos mutuamente, tal como lo estáis haciendo” (1ª. Tes. 5.11). En
ninguna congregación existe una persona que se le considere tan capacitada como para darle toda la
responsabilidad de instruir y amonestar a los santos. Aun cuando Pablo estaba presente, se le reunían
“muchos otros” tanto en la enseñanza como en la predicación (Hechos 15.35).

Diferentes Dones
Esto no quiere decir que todo cristiano está igualmente capacitado para enseñar o para amonestar.
Pablo escribe, de nuevo a los hermanos romanos: “Teniendo dones que difieren según la gracia que
nos es dada, usémoslos: si el de profecía, en proporción a nuestra fe; si el de ministerio, en nuestro
ministrar; el que enseña, en su enseñanza; el que exhorta, en su exhortación; el que contribuye, con
liberalidad; el que presta auxilios, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con alegría” (Ro.
12.6-8). No todas las partes del cuerpo tienen la misma función. No todo el cuerpo es ojo (cf 1ª. Co.
12.14 y sig.). Pero cada parte del cuerpo tiene una importante función en el crecimiento del cuerpo
como un todo, y hay muchas funciones que se deben ejercitar cuando todo el cuerpo está reunido.
Cuando solamente uno de los miembros “funciona”, el crecimiento es atrofiado y el cuerpo no puede
funcionar bien (cf Efe. 4.16). “Es completamente ajeno al Nuevo Testamento el separar a la
comunidad cristiana en un orador por un lado y un cuerpo silencioso de oyentes por el otro” (Edward
Schweizer).
Se toma como un hecho que aquellos que dirigen la palabra en la asamblea, ya sea para enseñar, para
amonestar, para alentar, para reprender o corregir, no van a expresar sus ideas personales, sino que
vendrán preparados con “las Escrituras” (2ª. Tim. 3.16), para poder hablar con “la palabra de Dios”. El
requisito previo al mandamiento de Pablo de “enseñaros y amonestaros unos a otros” fue “que la
palabra de Cristo more ricamente en vosotros” (Col. 3.16). Pablo consideraba que los hermanos
romanos eran “aptos para amonestaros los unos a los otros” ya que estaban “henchidos de todo
conocimiento” (Ro15.14).
La asamblea de la iglesia hoy en día, si está basada en el carácter y contenido de las asambleas del
Nuevo Testamento, podrá proveer oportunidades tales como la confraternidad informal, la
comunicación y el compartimiento mutuo, que resultarán en la expresión directa de nuestro amor y
devoción a Dios en la oración y en el canto, para el fortalecimiento de nuestra fe común, nuestro
amor y confraternidad en un solo cuerpo por medio de la Cena del Señor; así como para la instrucción
mutua, la amonestación, y la corrección, para poder lograr “la capacitación de los santos, para una
obra de servicio, para edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4.12).

Capítulo 6

PASTORES Y MAESTROS

Ya hemos visto que el objetivo central de la asamblea cristiana en el Nuevo Testamento es la


edificación (1ª. Corintios 14.26). Lo que debe caracterizarla es una atmósfera de amor, de regocijo y
confraternidad, proporcionando a la vez oportunidad de “estimulamos al amor y a las buenas obras" y
“exhortarnos los unos a los otros" (Hebreos 10.24, 25). El carácter recíproco de la mutua edificación
facilita la labor del cuerpo, que “bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se
ayudan mutuamente" conduce a “su crecimiento para ir edificándose en amor" (Efesios 4.16). Cada
parte del cuerpo tiene una función importante que desempeñar, ya sea que “muestre misericordia" o
“enseñe" o “exhorte" (Romanos 12.4-8). Son diferentes funciones para diferentes partes del cuerpo.

Toda congregación del pueblo del Señor debe su existencia y crecimiento a una progresión de
ministerios divinamente instituidos. “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a
otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efesios 4.11, 12). Operando sobre “el
fundamento de los apóstoles y profetas” (Efesios 2.20), los evangelistas “predican el evangelio” y
“hacen discípulos”, estableciendo así las iglesias. Aun cuando el evangelista puede estar involucrado
en la “edificación” (Hechos 14.21, 22), el peso de esta responsabilidad en cada congregación
establecida parece claramente recaer en “los pastores y maestros” (Efesios 4.11).
Pablo puso en manos de los ancianos la responsabilidad del bienestar espiritual de la iglesia en Éfeso
(Hechos 20.28). Para el ejercicio de sus funciones les encomienda “a Dios y a la palabra de su gracia”
(v. 32). Les recuerda que es esa palabra la que hace posible la edificación y asegura la salvación. Los
ancianos deben pues ser aptos en la enseñanza (1ª. Timoteo 3. 2). Aquellos que ejercitan esta
responsabilidad primaria, laborando arduamente en “la palabra” y “la enseñanza” son especialmente
“dignos de doble honor” (1ª. Timoteo 5.17; cf. Gálatas 6.6). A los Tesalonicenses les escribe Pablo así:
“Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor,
y os amonestan” (5.12). Pablo instruye a Tito a que nombre ancianos en Creta, quienes asumirían las
responsabilidades de exhortar y censurar, lo cual Pablo había asignado antes a Tito (2.15). “Retenedor
de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y
convencer a los que contradicen” (Tito 1.9). Si a los ancianos se les selecciona tomando en cuenta
estas responsabilidades espirituales y de acuerdo a los atributos bíblicos, entonces debe
reconocérseles como guías espirituales en la congregación a la cual sirven.

“Perfeccionando a los Santos”


Los ancianos deberán ser “pastores” del rebaño (1ª. Pedro 5.2), y responsables por el bienestar
espiritual de la iglesia (Hebreos 13.17); siendo una de sus principales responsabilidades, como
“pastores y maestros”, la de “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación
del cuerpo de Cristo” (Efesios 4.11, 12). ¿No es razonable que la mejor oportunidad para el ejercicio
de funciones tan importantes es precisamente la asamblea regular de la iglesia? Parece casi
incomprensible hoy en día que la responsabilidad del mantenimiento espiritual que se requiere de los
ancianos, si acaso se atiende, ha sido casi universalmente relegada a ocasiones fuera de la asamblea.
En ninguna parte de las Escrituras se implica que las responsabilidades de los ancianos puedan ser
delegadas a un apoderado. Todo lo contrario, ¿Qué caso tendría que el anciano pudiera “enseñar”,
“exhortar” o “rebatir a los que contradicen” si puede delegar dichas responsabilidades, en su
totalidad, a otra persona?
Desde luego que hay muchas razones por las que los ancianos no cumplen con sus responsabilidades
en la asamblea. Se dan casos en que realmente no están capacitados para enseñar o exhortar. Otra
razón puede ser que, tal vez se les ha hecho creer que para dirigirse a los hermanos en público se
requiere una habilidad oratoria profesional. La asamblea común ha llegado a convertirse en algo tan
sofisticado y formal, que aun aquellos que sienten la necesidad de expresarse abiertamente se
intimidan por su misma falta de refinamiento. Debemos de encarar este problema abiertamente y
esforzarnos en crear un ambiente que permita a un “simple” hombre de Dios hablar abiertamente a
su “familia espiritual”, al igual que si hablara con su propia familia. Pablo indica que la habilidad de los
ancianos para “gobernar bien su propia casa” se relaciona con su habilidad para “cuidar de la iglesia
de Dios” (1ª. Timoteo 3.4, 5). Lo cual quiere decir que debe tener la habilidad de comunicarse y
funcionar dentro de la asamblea tal como lo haría en su propia casa.
El hablar en la asamblea desde luego que no se limita a los ancianos, como ya lo hemos visto en un
estudio previo. Cualquiera que esté especialmente preparado para enseñar, para alentar, o para
proporcionar algo de valor a la congregación debe ser impulsado a ejercitar su talento. Sin embargo,
ya que la responsabilidad mayor por el bienestar espiritual del cuerpo descansa sobre los ancianos,
éstos deberían aprovechar esta gran oportunidad de que se reúna todo el cuerpo en asamblea para el
desempeño de su papel.

La Asamblea y la Evangelización
Hay que hacer notar que la palabra “edificación” está limitada, por su mismo significado, a “el
cuerpo”. El objetivo de la asamblea es la “edificación” del cuerpo de Cristo, preparándolo para el
servicio, la adoración y gloria de Dios en las vidas de cada uno de los integrantes del cuerpo. No se
refiere, por lo tanto, a los que no son “del camino”. Las reuniones de los santos fueron diseñadas para
la edificación de los santos.
La relación entre la evangelización (“predicación” en su sentido bíblico) y la asamblea es que aquél es
el resultado inevitable del estímulo y la edificación que se llevan a cabo en la reunión. Haciendo un
estudio cuidadoso del libro de Hechos se puede hacer una clara distinción entre “la predicación” y “la
enseñanza”. Esa misma distinción existe entre “evangelizar” y “edificar”. Como regla general “la
predicación” y “la evangelización” se llevan a cabo fuera del círculo cristiano, en lo que serían “las
sinagogas” y “los mercados”; mientras que “la enseñanza” casi siempre se refiere a la edificación de
los discípulos. En el 9.19 vemos que Pablo, recién convertido y después de pasar algún tiempo con los
discípulos, salió a proclamar (“enseñar”) a Jesús en las sinagogas.
Según parece, hay un patrón en Hechos que Pablo parece describir en 1ª. Corintios 3.6: “Yo planté,
Apolo regó, pero el crecimiento lo ha dado Dios”. Así vemos que en Hechos se describe un esfuerzo
evangelístico inicial que da como resultado la iniciación (el plantar) de la iglesia, seguido por un
período de edificación (el regar), lo que nos da una actividad evangelística incrementada y un
crecimiento rápido. Este modelo va de acuerdo con el mandamiento de Jesús de ir y “haced
discípulos...bautizándolos ...y enseñándolos...” (Mateo 28. 19, 20). Aun los apóstoles estaban listos
para evangelizar sólo después de un amplio período de preparación. En Hechos 11.22, 24. Bernabé es
enviado a edificar la iglesia en Antioquía, la cual había sido el resultado de un esfuerzo evangelístico
inicial de judíos provenientes de Chipre y Cirene. El resultado de esta edificación fue un rápido
incremento en número. Tanto el segundo como el tercer viaje de Pablo fueron con el propósito de
“fortalecer a las iglesias” (Hechos 15.36, 41; 18.23). Se hace evidente el propósito de esa edificación
en el reporte de Lucas, en el sentido de que “las iglesias eran confirmadas en la fe, y aumentaban en
número cada día” (16.5).
Pablo se pasó dos años enseñando a los discípulos en Éfeso, y como resultado “todos los que
habitaban en Asia oyeron la palabra del Señor Jesús” (19.9, 10).
A través del Nuevo Testamento la evangelización se lleva a cabo, generalmente, fuera de las
reuniones de los santos. La asamblea se reserva y está dirigida al fortalecimiento espiritual del
cuerpo. Esto no quiere decir que no puedan estar presentes personas ajenas, pero parece que en las
asambleas del Nuevo Testamento, cuando menos, su presencia no se fomentaba. (Sólo hay un
ejemplo hipotético en 1ª. Corintios 14.23).
Debido a que la evangelización se debe hacer en ocasiones fuera de la asamblea regular, el peso de
“proclamar las buenas nuevas” recae claramente en cada parte del cuerpo, aun cuando haya
“evangelistas” cuyo talento y responsabilidad resulte en la predicación del mensaje de salvación a
quienes no lo han oído. Los evangelistas del Nuevo Testamento por lo general se acercaban al
pecador en su propio medio. Eso debería de inspirar a cada cristiano a invitar a la gente a venir a
Cristo, en vez de “a la iglesia”. Es muy importante darse cuenta de lo anterior, en esta época
principalmente, cuando resulta progresivamente más difícil que un cristiano logre llevar a su vecino al
edificio de la iglesia.
¡Es mucho más fácil llevarlo a un hogar! De esta manera no solamente podrá acercarse a otros de una
manera que se adapte a sus necesidades particulares, sino que el cristiano mismo podrá crecer por la
experiencia de compartir su fe.
Debemos notar que el modelo bíblico no excluye las reuniones especiales con el propósito de
evangelizar, siempre que dicho método resulte efectivo en alcanzar a los perdidos. Sin embargo,
dichas reuniones nunca deben estorbar la necesidad vital de la iglesia de llevar a cabo reuniones
regulares con el propósito de edificar espiritualmente al cuerpo, particularmente las reuniones
semanales para participar de la Cena del Señor.

“Para Alabanza de su Gloria”


El propósito fundamental de toda edificación es la adoración — el glorificar a Dios en las vidas de su
pueblo. Por ejemplo, la Cena del Señor, al recordarnos el sacrificio de Cristo, la expresión esencial del
amor de Dios ocasiona una reacción inmediata de adoración y gratitud. El efecto de este recordatorio
tan edificante de la gracia divina se extiende fuera de los muros del edificio de la iglesia, cuando
salimos llenos de “gratitud, y mediante ella sirvamos (adoremos) a Dios, agradándole con temor y
reverencia” (Hebreos 12.28). Motivados por el amor, presentamos nuestros cuerpos “en sacrificio
vivo, santo, agradable a Dios”. Siendo el tal nuestro “culto racional” (Romanos 12.1).
La adoración y glorificación a Dios abarca el total de nuestra existencia. La palabra de Dios a Isaías,
“los he creado para mi gloria”, indica el propósito destinado de nuestra existencia. Refiriéndose a la
decisión de los corintios de comer carne y beber vino, Pablo escribe: “Hacedlo todo para la gloria de
Dios” (1ª. Corintios 10.31). La adoración a Dios debería afectar cada decisión en nuestra vida.
Jesús dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y
glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5.16). Hay muchas formas de glorificar a
Dios en nuestras vidas, las cuales se mencionan específicamente en el Nuevo Testamento:
confesando a Cristo glorificamos a Dios (Filipenses 2.11), llevando “mucho fruto” (Juan 15.8),
manteniendo la pureza de nuestro cuerpo (1ª. Corintios 6.20), la predicación y el esparcimiento del
evangelio (Gálatas 1.24; 2ª. Corintios 4.15), nuestra generosidad (2ª. Corintios 9.11-13), la harmonía
entre los hermanos (Romanos 15.5-7), y nuestro crecimiento espiritual (Filipenses 1.9-11), se
mencionan todos como cosas que resultan en la gloria de Dios.
Dios nos llamó y nos salvó porque quiere que “seamos para alabanza de su gloria” (Efesios 1.11-14). El
propósito de la asamblea cristiana, como ya lo hemos visto, es el ayudarnos en el cumplimiento de
este propósito en nuestra vida — el adorar y alabar a Dios. “Cada uno según el don que ha recibido,
minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla,
hable conforme a las palabras de Dios; si alguna ministra, ministre conforme al poder que Dios da,
para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los
siglos de los siglos. Amen” (1ª. Pedro 4.10,11).

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