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La Liturgia (en griego, “leitourgia”, acción del pueblo o servicio público o popular), es el

conjunto de acciones sagradas con que los hombres se dirigen a Dios por medio de alabanzas y
peticiones, de ofrendas y sacrificios. Es la respuesta de la comunidad creyente ante la
comunicación o revelación divina.

Al pasar del AT al NT, se tiene ante todo la impresión de una profunda continuidad: Jesús
frecuenta el templo y las sinagogas, participa en las peregrinaciones de las fiestas, su oración
respira la atmósfera de la oración judía; los apóstoles, incluso después de la resurrección,
participan del sacrificio en el templo y de la liturgia judía; así lo hace la primera comunidad de
Jerusalén y el mismo Pablo. Pero una lectura un poco más atenta percibe también una
profunda novedad.

La palabra “Liturgia” en el Nuevo Testamento es empleada para designar no solamente la


celebración del culto divino (cf Hch 13,2; Lc 1,23), sino también el anuncio del Evangelio (cf.
Rm 15,16; Flp 2,14-17. 30) y la caridad en acto (cf Rm 15,27; 2 Co 9,12; Flp 2,25). En todas
estas situaciones se trata del servicio de Dios y de los hombres. En la celebración litúrgica, la
Iglesia es servidora, a imagen de su Señor, el único “Liturgo” (cf Hb 8,2 y 6), del cual ella
participa en su sacerdocio, es decir, en el culto, anuncio y servicio de la caridad:

Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la


que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la
santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público. Por ello, toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de
su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título
y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia (SC 7).

La Liturgia, obra de Cristo, es también una acción de su Iglesia. Realiza y manifiesta la Iglesia
como signo visible de la comunión entre Dios y de los hombres por Cristo. Introduce a los fieles
en la Vida nueva de la comunidad. Implica una participación “consciente, activa y fructífera” de
todos (SC 11).

Esta aparición mayoritaria en Hebreos se debe a que en esta carta se hace una
interpretación cristológica del culto levítico. En esta carta para resaltar el valor del
sacerdocio de la Nueva Alianza el término se utiliza solamente para comparar el culto
del Antiguo Testamento con el sacerdocio de Cristo. Estos textos, Hebreos 8, 2 (como
ministro del santuario.

Así, en el Nuevo Testamento, el uso de la palabra liturgia es muy poco frecuente


debido a que en los inicios del cristianismo dicho término estaba muy ligado aún al culto
levítico, del que los cristianos querían tomar distancia.

Al mismo tiempo, don y respuesta: en la cruz hay un Dios que muere por nosotros en un gesto
de suprema y definitiva alianza, y un hombre que muere por Dios en un gesto de perfecta
obediencia. No queda ya sitio para otros dones y otras respuestas. El espacio abierto al culto
cristiano es ya solamente la memoria de ese don único y definitivo, su celebración y
actualización, la inserción de nuestras respuestas imperfectas en aquella perfecta respuesta.
Es ésta la savia de la carta a los / Hebreos, que desarrolla una amplia comparación entre la
liturgia antigua y el sacrificio y el sacerdocio de Jesucristo: el único sacerdote sustituye a los
muchos sacerdotes, el único sacrificio ofrecido una vez por todas suplanta a los muchos
sacrificios, la única víctima inmaculada y sin mancha reemplaza a las muchas víctimas. Heb no
reflexiona sobre algunos eventuales gestos cultuales realizados por Jesús a lo largo de su vida,
sino que descubre un valor cultual en la persona y en la existencia misma de Jesús. El culto
perfecto, del que el culto veterotestamentario era una pálida figura, es la existencia histórica
de Jesús: Jesús se ofreció a sí mismo, al mismo tiempo sacerdote y víctima. En una afirmación
muy polémica (y, por tanto, no privada de cierta unilateralidad), el autor de la carta a los
Colosenses (2,16) subraya con mucho vigor el único significado posible del culto cristiano:
“Que nadie os juzgue por las comidas o bebidas o por la participación en las fiestas, lunas
nuevas o sábados, lo cual es una sombra del futuro, cuyo fundamento es Cristo”.

Si nos preguntamos cuál fue la actitud que tomó Jesús ante la ritualidad litúrgica judía, hemos
de responder que fue una actitud de dependencia y al mismo tiempo de libertad, una posición
aparentemente contradictoria. Asiste a la sinagoga (Lc 4,16; Mc 1,21) y al templo (Mc 11-12),
se dirige a Jerusalén para las fiestas (Jn 7,2ss; 10,22); pero nunca se dice que tomara parte en
los sacrificios o en auténticos actos de culto. Envía a los leprosos a los sacerdotes para la
purificación ritual (Mc 1,44) y paga el tributo al templo (Mt 17,24-27); pero polemizó también
duramente contra el templo (Mc 11,15ss; Jn 2,13ss). Citando a los profetas, dijo que prefería la
misericordia al sacrificio (Mt 9,13; 12,7). Reconoce, por un lado, la ofrenda ante el altar, pero
afirma por otro que hay algo más importante (Mt 5,23-24). Reivindica para sí y para los
discípulos la libertad frente al sábado (Mc 1,27). Supera las prescripciones rituales sobre lo
puro y lo impuro, afirmando que lo puro y lo impuro están dentro del hombre, y no fuera (Mc
7).

Esta actitud de Jesús no está dictada meramente por una reacción viva contra la hipocresía
cultual; nace de una convicción profunda, teológica, a saber: de que el verdadero espacio del
encuentro y de la salvación es él. Por eso mismo concede el perdón de los pecados
independientemente de cualquier liturgia penitencial y de cualquier sacrificio en el templo. Y
también por eso, cuando al final de su vida carga de significado ritual, litúrgico, el gesto del pan
y del vino, Jesús no conmemora simplemente la alianza de Dios con Israel, sino su existencia
entregada, su muerte/resurrección.

Como todo judío, Jesús frecuenta el templo y lo venera. Pero los evangelios están también de
acuerdo en recordar que, como los profetas, Jesús criticó el templo (Mt 21,12-13; Mc 11,15-
19; Lc 19,45-48; Jn 2,14-16). Frente al orgullo de los discípulos por la grandiosidad del templo
(“¡Maestro, mira qué piedras y qué edificios!”), replica; “¿Véis esos grandes edificios? No
quedará aquí piedra sobre piedra; todo será destruido” (Mc 13,1-2). Su crítica del templo fue
una de las acusaciones que se le hicieron en el proceso (Mc 14,58). También la primera
comunidad de Jerusalén acepta pacíficamente el templo y lo frecuenta (He 2,46): “Todos los
días acudían juntos al templo”. Pero Esteban (He 7), portavoz del grupo de los helenistas,
asumió una posición muy crítica, recogiendo la polémica de los profetas (Is 66,1-2).

Esta actitud dialéctica, mezcla de aceptación y de crítica, no se sale, sin embargo, del ámbito
veterotestamentario. Hemos visto que una dialéctica semejante estaba ya presente en la
predicación de los profetas. El gran giro tiene lugar cuando se abre camino la conciencia de
que el verdadero espacio de la presencia de Dios entre los hombres no es ya el templo de
Jerusalén, sino el “cuerpo” de Cristo (Jn 2,21; 1,14). El templo de Jerusalén era su signo
prefigurativo (Heb 9). La mujer de Samaria quiere conocer el verdadero lugar del culto:
¿Jerusalén o el Garizín? (Jn 4,23-24); pero se trata de una pregunta que ha perdido ya todo
valor: “Se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Llega la
hora, y en ella estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu yen
verdad”: con la venida de Cristo han perdido su significado los antiguos lugares de culto; el
verdadero lugar de la presencia de Dios son Cristo y el Espíritu: “Adorar al Padre en Espíritu y
en verdad es adorar al Padre en el Cristo verdad, bajo la iluminación y la inspiración del
Espíritu de verdad”

Pablo repite que el templo de Cristo es la comunidad, unida a Cristo hasta el punto de
constituir su cuerpo: “En él todo el edificio, perfectamente ensamblado, se levanta para
convertirse en un templo consagrado al Señor: por él también vosotros estáis integrados en el
edificio, para ser mediante el Espíritu morada de Dios” (Ef 2,21-22). No sólo la comunidad, sino
cada cristiano es el templo de Dios (lCor 6,19-20).

La última palabra del NT sobre el templo es la sorprendente visión del / Apocalipsis (21,22), en
la que se describe la ciudad celestial sin templo alguno: “No vi en ella ningún templo, porque
su templo es el Señor, Dios todopoderoso, y el cordero”. La nueva ciudad está en comunión
perfecta con Dios; una comunión directa, transparente, sin velos ni mediaciones. A Dios no se
le encuentra a través de algo, sino cara a cara. Han caído los símbolos, que al mismo tiempo
revelan y esconden, y Dios está delante.

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