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Breviario del tiempo

Breviario del tiempo


Gloria Inés Peláez

Colección El Solar
Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
Santiago de Cali, marzo de 2012

Rector Universidad del Valle


Iván Enrique Ramos Calderón
Decano Facultad de Humanidades
Darío Henao Restrepo
Director Escuela de Estudios Literarios
Juan Julián Jiménez Pimentel
Director Programa Licenciatura en Literatura
Héctor Fabio Martínez

© Colección El Solar
Director: Fabio Martínez
Consejo editorial:
Julián Malatesta
Fabio Martínez
María Eugenia Rojas

© Breviario del tiempo


Gloria Inés Peláez
© Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
E-mail: estudiosliterarios@univalle.edu.co

ISBN:978-958-670-967-5
Ilustración de carátula: “Boceto pareja Bar”
Ever Astudillo
Diseño fotográico: Over Espinal
Diseño, diagramación e impresión:
Unidad de Artes Gráicas,
Facultad de Humanidades,
Universidad del Valle,
Cali - Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio


o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor.
Contenido

Prólogo 9
La virtud del agua 19
Las tentaciones de Bosch 21
La maldita 25
El rey del arcabuco 27
Llanto y risa de Rosalina 35
El mago 43
La posesión del viejo 47
Una confesión al Santo 51
La devoradora de rosas 53
Las ancianitas 59
La buena vida 67
La niña que aprendió a silbar 71
El servidor de la piedra 75
El viejo de la ventana 79
La conspiración de los Bailantes 83
La gran danza 87
El condenado Albin 91
Prólogo

Mijaíl Bajtín desarrolló el concepto de cronoto-


po, literalmente espacio-tiempo, como una categoría
formal constitutiva de la literatura que determina de
manera signiicativa la imagen del hombre dentro de
la misma. Para el crítico ruso la imagen del hombre
es “intrínsecamente cronotópica” y enfatiza que en
literatura la categoría primaria del cronotopo es el
tiempo. La obsesión por el tiempo y la memoria ha
sido señalada por Carl Eby como un elemento impor-
tante en la obra de renombrados autores del siglo XX
como Faulkner, Virginia Woolf y Hemingway, ob-
sesión que se enmarca en ellos dentro de un interés
más amplio por la representación de la subjetividad
humana. Gloria Inés Peláez Quiceno se suma a estas
preocupaciones, ofreciéndonos en su libro de relatos,
Breviario del tiempo, un compendio de la multipli-
cidad y complejidad de la subjetividad humana y su
experiencia del tiempo, generando nuevas reescritu-
ras de la historia, entretejidas con la cultura, el poder
y la sexualidad.
Podemos señalar la inluencia de la antropología
en los relatos del Breviario, disciplina que le permi-
te a la autora explorar las polifacéticas dimensiones
culturales de la experiencia humana con el tiempo y
el espacio, y romper así con posiciones eurocéntricas,
privilegiando la expresión de voces alternativas. Es-
tas voces alternativas se crean a partir de un diálogo
intertextual con una variada producción cultural de
distintas épocas, la cual ha sido resigniicada para
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expresar las visiones de mundo que la escritora quie-


re transmitir. Se reconstituyen así las subjetividades
de personajes disímiles de diversas épocas —locos y
locas, viejos y viejas, pintores, sirvientas, negros ci-
marrones, reos, disidentes— los cuales comparten,
sin embargo, en algunos casos, una situación liminal
y/o de marginalidad social desde la cual ejercen una
crítica a los poderes establecidos. Un diálogo fructífe-
ro con las ideas e investigaciones de Michel Foucault
sobre la locura, la clínica, la sexualidad y el poder ali-
menta en los relatos la exploración de las reacciones
del ser humano ante situaciones límites. Voy a exa-
minar desde estas perspectivas algunos de los cuen-
tos de Breviario, sin agotar, desde luego, el libro en
su conjunto.
Breviario del tiempo se inicia con el cuento titu-
lado “La virtud del agua”, donde el protagonista es
un cazador del tipo de los que dejaron sus maravi-
llosas pinturas rupestres en las publicitadas cuevas
de Lascaux (Francia) y Altamira (España), las cua-
les se encuentran en realidad en todos los continen-
tes, con excepción de la Antártida. El título se puede
ver como una alusión a Tales de Mileto (624-546 a.
C.), el ilósofo griego, quien planteó que el agua es el
principio o primer elemento de todas las cosas. En
el cuento se retoma esta idea ya que el agua es, por
supuesto, la fuente de toda vida, la del hombre y la de
los animales que este caza, pero también el origen de
lo sagrado ya que al ver su propia imagen relejada en
el agua, el cazador cree que es la de la deidad que lo
ha ayudado a tener éxito con sus presas.
Gloria Inés Peláez 11

Se recrea así la experiencia de lo sagrado en un


tiempo primordial en el que dioses y hombres eran
uno y el hombre creaba, sin saberlo, a las deidades a
su imagen y semejanza y manipulaba el mundo má-
gicamente a través de pinturas y iguras de barro. El
relato simula así una narración mítica que pretende
dar cuenta del origen del arte, la magia y las religio-
nes, aunque centradas en la subjetividad humana. El
inal del relato parece contraponer al tiempo del mito
la fugacidad de una modernidad en la que “todo lo
sólido se desvanece en el aire”, en palabras de Mars-
hall Berman.
En “Las tentaciones de Bosch” se entrecruzan el
horror a una sexualidad reprobada por la Iglesia en la
Edad Media con la apetencia de poder y riquezas, ca-
racterísticas del capitalismo comercial europeo, que
inició su expansión colonial por el mundo desde me-
diados del siglo XV y dentro del cual surgió el Rena-
cimiento. Una creativa reinvención de la vida del fa-
moso pintor lamenco Hieronymus Bosch, El Bosco,
quien atormentado por las acechanzas de la carne se
embarca con destino al Nuevo Mundo, agencia una
crítica a este proyecto colonial. Situado en el límite
entre dos épocas, el martirizado pintor descubre en
un supuesto pasaje bíblico, a manera de una revela-
ción, el horrendo destino que aguarda a los indios a
manos de los europeos que están llegando a sus tie-
rras y comprende asimismo que cada época crea sus
propios monstruos. Finalmente, en un gesto caracte-
rístico del Renacimiento, Bosch asume su destino in-
dividual y huye, internándose solitario en la espesu-
ra de las nuevas tierras, alejándose esta vez del poder
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y sus demonios, aunque como lectores pensemos que


en algún momento lo acabarán atrapando.
En “El rey del arcabuco”, que signiica rey de un
monte muy espeso y cerrado, cuyo protagonista es
Benkos Biohó, el líder negro cimarrón del Caribe co-
lombiano, fundador del palenque de la Matuna en el
siglo XVII, nos encontramos en plena época colonial
cuando los indígenas habían sido diezmados de tal
manera, según la premonición de Bosch, que se ha-
bía hecho necesario traer esclavos africanos al Nuevo
Mundo. El cuento es una recreación de las religio-
nes y tradiciones culturales africanas como la fuen-
te nutricia de las rebeliones de los negros contra el
poder colonial; su cronotopo abarca espacialmente
dos continentes, África y América, que cohabitan en
la mente de Benkos Biohó y una temporalidad en la
que conluyen pasado, presente y futuro, totalmente
distinta de un tiempo cronológico y lineal.
Benkos Biohó es un guerrero africano, elegido de
Ogún, deidad yoruba u orisha de los herreros, de las
guerras, de la tecnología, de los cirujanos, del ejér-
cito, a quien los espíritus, a través de sueños y visio-
nes, le dan ánimo y fuerza durante el cautiverio y lo
encaminan hacia la rebelión y la libertad. Las visio-
nes articulan en un solo momento su pasado africa-
no, su presente de cautiverio y su futuro de libertad.
El pasado, en particular la religión de Benkos y su
poder de invocar a los orishas, constituye una fuerza
viva y actuante en el presente de su cautiverio que se
expande hasta el futuro, mostrándole al guerrero su
destino de cimarrón y fundador de palenques como
el de San Basilio, del cual saldrán los más famosos
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boxeadores de Colombia, a uno de los cuales él ve en


una de sus visiones. No aparecen, sin embargo, en
las visiones del guerrero, la devastación y la muerte
causada en los Montes de María por los grupos para-
militares en las últimas décadas. Esperemos, no obs-
tante, que el poder de Ogún y los demás orishas, y el
espíritu de Benkos Biohó los ayuden a reconigurarse
nuevamente como pueblo.
Los temas de la sexualidad reprobada y la locu-
ra u otras perturbaciones mentales como elementos
liberadores estructuran los relatos de “La maldita”
y “Llanto y risa de Rosalina”. En “La maldita” nos
adentramos por un momento en la interioridad de
una mujer loca que lleva una vida miserable, embar-
cada y desembarcada repetitivamente de “la nave de
los locos”, costumbre instaurada en el Renacimiento
como una manera de librar en ciertos casos a villas y
ciudades de los dementes. Esta costumbre constituía
a la vez un ritual de puriicación ya que cada viaje po-
día ser el último y en este sentido el loco era embar-
cado hacia el “otro” mundo y de él regresaba cuando
desembarcaba. El viaje era a la vez una división rigu-
rosa y un pasaje absoluto que desarrollaba la posi-
ción liminal del loco en esa época, quien, si no podía
permanecer coninado dentro de los muros de la ciu-
dad, tendría que permanecer en el punto de tránsito.
La vida de la protagonista transcurre entonces en-
tre estos dos límites, sometida siempre a los mismos
viajes y maltratos, sumida en un tiempo repetitivo,
inerte y vacío, que encuentra un eco en el espacio que
carece igualmente de especiicidad —no se menciona
el nombre de ningún lugar en el relato— y de signi-
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icación. Frente a ese inenarrable dolor humano no


podemos dejar de considerar lo absurdo de los trata-
mientos que se aplicaban a los locos en aquella época
—sangrías, hierbas amargas, encierros y la nave de
los locos—, y a los de nuestra época que, como bien
dice Foucault, poco o nada han hecho para aliviar sus
dolencias. La locura constituye, sin embargo, en esta
narración una opción individual, casi intencional y
de alguna manera liberadora cuando la protagonista
opta por la inconsciencia, con tal de no volver a re-
cordar los horrores vividos que la llevaron a su esta-
do actual de demencia.
Las ideas del siglo XVIII sobre la pasión como el
origen de las enfermedades mentales, entre ellas la
histeria, vertebran el relato “Llanto y risas de Rosali-
na”. La igura de la histérica aparece allí bajo la forma
de un dibujo perteneciente al siquiatra francés Jean
Étienne Dominique Esquirol, uno de los que había
contribuido a tales ideas, el cual es utilizado por el
actor francés Lemoin como inspiración para su pro-
yecto de representar a Fedra de Racine en el teatro
Maldonado, de Santa Fe de Bogotá, a inales del si-
glo XIX. El atormentado rostro del dibujo conmueve
tan profundamente a Rosalina, la humilde emplea-
da que trabaja en la casa donde Lemoin ha alquilado
un cuarto, que esta se acaba identiicando con Fedra
de manera tal que se cree su encarnación. La mujer
abandona así su propio tiempo y espacio para sumir-
se en el cronotopo creado por Racine, cayendo en la
demencia. No obstante, al inal del cuento los dueños
de la casa insinúan la posibilidad de que su demencia
sea pasajera y que la mujer regrese a su normalidad y
su oicio de empleada.
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La histeria es una construcción social que ha sido


vista de diferentes maneras a través de los siglos y
que hoy ha desaparecido prácticamente de la clínica,
aunque no se podría asegurar lo mismo de la cultura
popular en donde todavía subsisten imaginarios resi-
duales que la ligan a las mujeres. En efecto, la histe-
ria fue vista por siglos como una enfermedad casi que
exclusivamente femenina, los griegos pensaban que
era causada por el útero que deambulaba por el cuer-
po de las mujeres. Foucault explica que era frecuente
que la histeria se relacionara con el ardor amoroso
de las muchachas en busca de esposo o de las viudas
jóvenes que habían perdido los suyos. Freud sí se re-
iere a ambos sexos cuando planteó inicialmente que
era causada por la memoria reprimida de un trauma
sexual (violación, abuso sexual). Como en el relato
anterior, la perturbación mental asume aquí un ca-
rácter cuasi liberador puesto que le permite a Rosali-
na expresar y dimensionar su dolor y sus traumas,
cualesquiera que sean, digniicándolos con la gran-
deza de la tragedia, y desempeñar un rol de princesa,
así sea abatida por el dolor, que la saca de su oscura,
anónima y miserable vida de empleada doméstica en
la que seguramente recibía el mal trato que era co-
mún para las sirvientas de la época —y aún de esta—
en Bogotá, consideradas indias inferiores por sus pa-
trones, aunque el cuento no lo mencione.
Algunos cuentos que podríamos considerar de
ciencia icción se ocupan de un futuro que constitu-
ye a la vez una relexión sobre el presente en cuanto
toca temas como la vejez, el terror estatal, el coni-
namiento y el castigo que nos conciernen hoy en día.
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Así, el relato “El viejo de la ventana” nos confronta


con el drama de una vejez que ha sido alargada arti-
icialmente, mucho más allá de los límites naturales,
por el deseo de los poderosos de alcanzar la inmor-
talidad. Nos encontramos en el relato con un tiempo
que se expande hacia el ininito, del cual inalmente
los viejos quieren huir, y con un espacio que funcio-
na como un apartheid en el que estos están conina-
dos como un oscuro fardo del pasado que pesa sobre
una sociedad con la cual no pueden dialogar de nin-
guna manera y a la cual no le interesa la experiencia
vivida ni la potencial sabiduría de los ancianos. “La
conspiración de los bailantes”, relato con ciertas re-
sonancias kafkianas, constituye una metáfora de la
disidencia que funciona con base en el baile y el cuer-
po, el terror estatal que elimina a los disidentes con
las desapariciones forzadas, como ha sido el caso en
Argentina, Chile, Guatemala y Colombia, y el eterno
coninamiento al que parecen estar sometidos los
hombres, quienes al salir de una prisión encuentran
la siguiente. La situación podría ser aplicable a todos
los tiempos y épocas dado que en el relato entramos
a un tiempo que parece suspendido, en el que no es
posible determinar si estamos en el pasado, el pre-
sente o el futuro o en todos a la vez, o si el tiempo
como dinámica ha sido abolido y nos encontramos
con una repetición ininita como ya hemos visto en
otros cuentos.
En “El condenado Albin” se exploran las resonan-
cias entre imaginación y realidad en los proyectos co-
loniales, en este caso los de la posmodernidad, que
se han trasladado al espacio sideral —recordemos a
Gloria Inés Peláez 17

Avatar— y que son implementados a través de reos


que pagan sus condenas en satélites desconocidos
sobre los cuales tienen que enviar información a la
tierra que está al borde de la extinción. En venganza
por su condena, Albin escribe una falsa bitácora, in-
ventando unos seres imaginarios a los que describe
como débiles y llenos de riquezas, quienes supues-
tamente lo tratan como a un Dios, descripción que
evoca la que hace Cristóbal Colón de los nativos del
Caribe en su diario de a bordo. Cuando una nave
terrestre llega inalmente a Titán, guiada por la se-
ñal del condenado, unos seres iguales a los que este
había descrito se lanzan hambrientos sobre los nue-
vos visitantes. Las etnocéntricas presunciones que
alimentan los imaginarios coloniales se han devuel-
to contra sus creadores, quienes de conquistadores
pasan a conquistados, de manera que las falacias del
proyecto colonial quedan al descubierto.

María Mercedes Ortiz


La virtud del agua

Pintó su igura en la cueva lanceando a la gran


bestia. El canto dirigido a la deidad resonó entre las
piedras mientras las sombras hacían crecer los ges-
tos del cazador amenazando a su presa. Luego corrió
a buscarla en el valle de los pantanos. Así como la
dibujaron sus manos apareció ante sus ojos. Antes
de lanzar la jabalina imploró al dios que luye en el
agua para que impulsara el arma hasta su destino y
penetrara la dura piel de la iera. Veloz, la punta de
piedra quedó incrustada en la osamenta del paqui-
dermo. Una nube de polvo celebró el rotundo desplo-
me del animal. Las piernas del cazador se hicieron
ágiles para alcanzar la orilla del riachuelo, sin agra-
decerle a la divinidad que luía en el agua ese don
que calmaría su hambre, no podía siquiera separar
la piel de la carne, menos aún raspar los huesos para
las lautas. Inclinó su cara y buscó en el riachuelo. En
el relejo del agua vio su rostro y reconoció, en el lujo
transparente, la igura que dibujó en la cueva cuando
necesitó alimento. Le agradeció al ser que lo miraba
también con ijeza, le prometió el corazón de la bestia
y regresó a desollar su presa.
Mientras no salió del valle abundó la carne y tuvo
la protección del dios que permaneció en el riachue-
lo cada vez que lo buscaba, devolviéndole su mira-
da desde el fondo del agua, extendiéndole los brazos
para recibirle la ofrenda en una exacta copia de su
gesto. Hasta que llegó la sequía y se acabó la caza.
Hizo con la greda húmeda del lecho del río la igu-
ra de su protector, le dio vida a sus ojos vacíos con
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las tinturas de los pastizales, guardó la imagen en un


enrejado de lianas, la ciñó a su espalda y se marchó
con ella. Esperaba encontrar alimento más allá de las
montañas, tras muchas jornadas de camino. Caminó
varios días y su dios comenzó a agrietarse, sus labios
también se cuartearon de sed; entonces, comprobó
con horror que sin una fuente de agua ambos termi-
narían por volverse polvo. Nada podía hacer su dios,
si él no encontraba agua y todo cuanto miraba estaba
marchito y yermo.
Ya sin fuerzas no pudo evitar la trampa de una raíz
y cayó dando vueltas como una piedra. Enredado en-
tre las zarzas se sintió liviano y vio que la carga de sus
espaldas había ido a parar contra un árbol. La imagen
del dios se desmoronaba confundiéndose con la tie-
rra seca. Abrió los brazos y dejó caer la cabeza. Cerró
los ojos a la nube densa y negra que enrarecía el aire
de vapores húmedos bajando desde la montaña. Sin
su dios ya no le importaba la vida. Abrazado a la ho-
jarasca chamuscada, dejó que su aliento se escapara
y se abandonó a la marcha silenciosa de las hormigas
hambrientas. También él sería polvo como los áridos
terrones que quedaban de la imagen del riachuelo y
nada, ni la lluvia que ya caía, podría impedirlo.
Las tentaciones de Bosch

Podía demorar un año frente a sus pinturas sin


que su cuerpo sufriera el deterioro del tiempo. La ac-
ción de contar con sus pinceles el horror del pecado
le ganaba la indulgencia de interrumpir su envejeci-
miento, mientras estuviera ejecutando la obra. Así
vio llegar los años con la lozanía de una edad incierta,
respondiendo a los encargos del gremio de vidrieros,
escondiendo su secreto, pues Hieronimus Bosch te-
mía llegar a viejo. Nadie sabía que la permanente ju-
ventud del pintor se aseguraba tras una larga vida de
sacriicios, que de sus privaciones surgían las imáge-
nes dictadas por sus sentidos exaltados, apaciguados
por la amenaza de la vejez si se permitía rendirse a
los placeres de la carne. Sólo él conocía el dolor de su
pasión insatisfecha y con ardor ilustraba los gestos
de sus personajes, a quienes pintaba seducidos por
los placeres y castigados por sus vicios, destacando
su propia tortura en los retablos. Con ellos recreaba
el suplicio que le producía una moza, la hija de un
artesano que conoció en un taller de fraguar vidrio. A
la luz de los hornos la contemplaba con deseo, de las
lengüetas de fuego veía brotar pequeños seres, unos
animalillos diabólicos que le apremiaban calmar su
apetito con gestos de burla, imitando el acto del amor
con los movimientos de un viejo. Espantado por los
riesgos de la pasión, se redimía pintando las sofocan-
tes visiones que tenía junto a la fragua. De esta ma-
nera pintó a san Antonio resistiendo las tentaciones
del demonio, dominando su cuerpo que, dolido por el
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sacriicio, reclamaba el calor de la moza. Los mons-


truos que acechaban su deseo quedaron plasmados
en las tablas torturando sin piedad la ocupación del
vicio, copulando para burlarse de Bosch en grotescas
posiciones.
La fama de Hieronimus se extendió por Europa y
sus pinturas fueron reclamadas por una selecta clien-
tela. Sin embargo, el pintor no era feliz. Un día, do-
lido por el cruel castigo al que se sometía y temeroso
de que alguna laqueza le hiciese envejecer los años
que su continencia había detenido, decidió marchar a
la península, donde, sin decírselo a nadie, se embar-
có rumbo a las Indias. Llevaba en su mente el ejem-
plo del ermitaño san Antonio Abad que tantas veces
le sirvió de pretexto para vencer los demonios de la
carne. En las tierras lejanas a las que iba, pobladas de
seres ingenuos y primitivos, podría encontrarse lejos
de la cuadrilla de bestiecillas que le seguía. Pagó su
puesto con un barril de trigo, tocino y frutas secas y
sólo exigió un rincón en la nave donde tendió su capa
para dormir en las noches. No le importó que le con-
sideraran loco. Miró con detenimiento los colores del
agua, conoció el azul intenso, diferente al color de los
canales de Flandes. Sus visiones quedaron atrás, en
El Jardín de las Delicias Terrenales, donde plasmó su
última pesadilla. Ahora iba al verdadero paraíso, ya
no como pintor sino como profeta. En lugar de pin-
celes llevaba las Escrituras.
Cuando divisó una mancha oscura que alertaba el
in de la travesía, los hombres gritaron de alegría y se
prepararon para el desembarco. Las nuevas tierras
tomaron la forma de un reptil sosegado por el oleaje.
Gloria Inés Peláez 23

Una isla inmensa abría la puerta a las Indias. Hieró-


nimus se arrodilló y tembloroso abrió su libro al azar.
Pensó en los indios que habitaban esas tierras y leyó
lo que tenía para ellos el profeta Isaías: La tierra será
arrasada, totalmente saqueada. Los habitantes de la
tierra serán como animales perseguidos por los caza-
dores, en peligro de caer en un hoyo o en una trampa.
El que escape de los cazadores caerá en la trampa. Un
diluvio lloverá del cielo y temblarán los cimientos de
la tierra...
La enfebrecida razón de Bosch vio el destino de
los indios en las manos de los hombres que saltaban
por las cuerdas, dejando el barco para correr hacia la
playa. Las bestiecillas que creyó dejar atrás tomaron
nuevas formas, ya no era el sexo sino la codicia la que
creaba los monstruos. Los vio junto a los hombres
aligerando sus piernas, incitándolos a penetrar en
las Nuevas Tierras. Confundido se aprestó al desem-
barco, dejó que siguieran adelante y sin que nadie lo
viera, se internó solo en la espesura.
La maldita

Alguien asió a la mujer por los cabellos y la empu-


jó al frente, obligándola a dar unas zancadas para no
caer. Con el impulso dejó atrás los locos que compe-
tían por atrapar la carnada, un pan que les ofrecían
los mercaderes para obligarlos a aligerar el paso, de-
seosos de llegar pronto al puerto con la remesa de
los dementes. Allí los coniarían a peregrinos que
cruzaban el mar y los dejarían a lo largo de las costas.
Ya conocía el camino. Había transitado por distintos
pueblos de donde la habían recogido y descargado
varias veces. Y no le importaba, de todas maneras
donde llegara continuarían las sangrías, las hierbas
amargas y, por un tiempo, el encierro. Nada valdría
para dejar de ser loca.
El alboroto de los insensatos se cortó con un ala-
rido. Un hombre semidesnudo se había arrojado de
cabeza sobre una piedra y los demás miraban sin
asombro y con simpatía, la lucha desigual de su com-
pañero contra la roca. Cuando los mercaderes inten-
taron inmovilizarlo, un nudo de brazos se trenzó en
torno a él para impedir que aquellos evitaran el duelo
sangriento del demente y la piedra. Por un momento
la marcha se detuvo. La mujer los miró y una tenue
luz fue haciendo claridad en su conciencia. Escapó
bordeando el camino con miedo, plegó su cuerpo al
grueso tronco de un árbol y esperó. Al rato vio pasar
al grupo de dementes, observó escondida entre las
ramas como los azotaban; un hombre los maldecía,
impaciente de llegar pronto al puerto. Se supo en-
26 Breviario del tiempo

tonces parte de esa espantosa caravana; allí iban los


fanáticos, los frenéticos, los furiosos, los lunáticos,
los insensatos, que como ella eran empujados al mar,
castigados por la degeneración de sus costumbres.
Eran los locos.
A riesgo de ser descubierta dejó escapar un que-
jido. Se dobló sobre sí misma oprimiendo su vientre
contra las rodillas. Entrevió, a ramalazos de con-
ciencia, la razón de su locura. ¡Ella, la maldita, había
sido mujer de su hermano! Aturdida por el recuerdo
cayó de bruces, abrazó sus rodillas e inclinó la cabeza
sobre el pecho. Así, sintió la cabeza de él rozándole
los senos y el calor de la carne llamó a aquel que te-
nía su misma sangre. No pudo evitar la urgencia del
sexo aunque fuera por él, que merecía la condena-
ción eterna. Algo más terrible la amenazaba, la de-
solación que encubría sus delirios de insensata ocul-
taba un recuerdo doloroso: la espantosa muerte del
muchacho bajo las piedras cuando descubrieron que
vivían como esposos. El impacto con su pasado fue
tan grande que se hundió de nuevo en las sombras.
Preirió la inconsciencia.
Aún se escuchaban los gritos de los insensatos,
rumbo al embarcadero, alejándose de los muros de la
ciudad. Corrió hacia ellos, siempre lo hacía. De tan-
to en tanto escapaba de mercaderes y peregrinos a
quienes era coniada y como siempre volvía para ser
embarcada, con los otros, en la nave de los locos.
El rey del arcabuco

Ya desde los barrancones, Biohó sabía que su des-


tino en las nuevas tierras estaba ligado a la guerra.
Por eso no quiso morir como los otros negros que
agazapados con la barbilla apoyada en las rodillas,
abarcando las piernas en un último abrazo a su cuer-
po, contenían la respiración para dejar libre el Muntu
y así regresar a las islas de África y volver a vivir en la
tierra de sus ancestros. Huyó de la muerte, llamada
por los blancos “melancolía ija”, para dar libertad a
su odio y cavilar la manera de escapar del cerco de
sus amos tan pronto pisara tierra. Durante meses
viajó amontonado con los negros de mejor precio en
un sopor que le deparaba visiones extrañas, pegajoso
con el calor de la vida que perdían las sombras ha-
cinadas de sus compañeros, de aquellos que nunca
llegarían al puerto. Cantó invocando a los espíritus
y clamó cuando en las mañanas los cuerpos eran
arrojados al mar, acompañados de la gritería de los
sobrevivientes batiendo las palmas, llamando la pro-
tección de Olukún para que sus hermanos volvieran
al sitio de sus padres a encarnar en un cuerpo de gue-
rrero. También él regresaría, pero ese no era el mo-
mento. Sabía que entre las condiciones de la guerra
también cuenta la espera. La habilidad que poseyó
cuando era libre para defenderse o capturar hombres
de otros grupos le había ganado el prestigio de ser un
elegido de Ogún y como nadie conocía sus secretos.
Sólo debía resistir, esperar, agotar el cautiverio hasta
el inal.
28 Breviario del tiempo

Biohó cerraba los ojos y detenía el tiempo, así


habló con sus antepasados en un trance del que sólo
despertaba para subir a cubierta, alertado por el grito
de los blancos que contaban diariamente su remesa
de esclavos. Luego, volvía a caer en el sueño que le
mostraba la igura de un negro, parecido a su cuerpo,
pero vestido como blanco caminando en un poblado
sin miedo y sin lanza, al lado de mujeres con ban-
dejas en la cabeza, meciéndose con la gracia de sus
esposas… Extraña visión que se repitió como un don
de los espíritus, acallando el cansancio de sus miem-
bros obligados a la posición de cuclillas. Despertaba
de su sueño para escuchar el canto de sus hermanos
condenados a morir en el esfuerzo del remo, forza-
dos por el látigo. Así esperó el desembarco deinitivo,
perdido ya el asombro de tantos días de navegación
sin bordear costa, en medio del mar abierto.
Vendido en el remate supo que lo llamaban Do-
mingo Biohó. Unió su fuerza con otros esclavos de
galeras, recuperó lanzas y lechas, y en un movimien-
to sorpresivo se alzó contra sus amos, huyendo de lo
que llamaban Cartagena para dirigirse al sur, a la Ma-
tuna, con su primer botín de guerra. Detrás de ellos
quedó un perro sacriicado a Exú, con las entrañas
abiertas desaiando la magia blanca y el nombre in-
útil de Domingo que no reconocía a ningún guerrero.
Perdidos en tierra extraña, arañaron su paso en-
tre la maleza y el olfato les condujo a internarse en
la espesura de los árboles, allí donde el blanco no
pudiera encontrarlos, ocultos por el ramaje que des-
cubría con diicultad la claridad del sol en medio de
barrancos, despeñaderos y anegadizos. Atacaron es-
Gloria Inés Peláez 29

tancias, robaron ganados, armas, gallinas para los


sacriicios y raptaron esclavos para hacerlos libres.
Biohó alertó su cuerpo asimilándolo a la jungla, sus
ojos de guía buscaron el sitio donde detener la huida.
Los otros negros coniaban en él y él se encontraba
en las manos de los Orixás. Incómoda ya la comitiva
por el volumen de sus provisiones, con la soldadesca
atrás persiguiéndolos, Biohó se detuvo a consultar a
los espíritus. Se inclinó y dejó caer trozos de corteza
inamente tallada, elaborando sobre la tierra el signo
que invocaba a su espíritu guía. El olor de la sangre
del gallo sacriicado impregnó de un aroma dulzón la
ceremonia. Los tambores recién consagrados a Ogún
reclamaron la presencia del Orixá. Biohó trastabi-
lló, la visión se le nubló, la posesión del Orixá sobre
sus hombros le lanqueó las rodillas. Punzadas en el
cuello le doblaron la cabeza y le obligaron a mirar al
suelo, su pecho creció herido por la tensión de los
músculos que soportaban el peso. Ogún lo cabalgó y
le mandó a abrir los ojos: se vio marchando apretu-
jado en medio de sus hermanos, el sudor le pegaba la
camisa al pecho. Era la misma visión que lo acompa-
ñó tantos días en el barco: llevaba con otros palen-
queros sobre sus hombros el madero que soportaba
la imagen de san Basilio. Una marcha acompañada
con tambores en las esquinas de las calles, avivada
por una estela de velas reclamando favores del san-
to, salió de la iglesia y comenzó su lento recorrido.
San Basilio miraba desde la altura contrastando su
piel blanca, túnica de holán y encajes con la negrura
de las cabezas que difícilmente se distinguían por el
apeñuscamiento. “Yo estoy aquí, Santo, cargándote
30 Breviario del tiempo

para que te pasees por el pueblo con tu esposa, san-


ta Catalina, la Santa Hembra que viene atrás”, rezó
entre dientes. Sus piernas chocaron con el remolino
de cuerpos que envidiaban su contacto con el made-
ro. Ladeó su cabeza y la mejilla rozó la madera tibia,
sintió como se bamboleaba el entarimado y de reojo
alcanzó a ver el bastón de mando de san Basilio in-
clinado hacia él, señalándolo. “Acordate de esto para
que me ayudés en lo que te estoy pidiendo, que no me
voy a quedar toda la vida sirviendo en la roza”. Sus
ojos se ijaron en el objeto que portaba san Basilio en
la mano…
No encontró el negro liberto respuesta a su consul-
ta cuando volvió de la posesión del Orixá, sólo quedó
la imagen de un hombre parecido a él, pero con ropas
de blanco que cargaba un santo blanco, emergiendo
tenuemente de su trance. Días después, descubrió un
paraje inhóspito amparado por la ciénaga, allí se de-
tuvieron y construyeron una empalizada de madera,
a la manera de un fuerte para defenderse, rodeándo-
la con un foso profundo que ocultaba en su interior
púas venenosas, disimuladas por una capa de tierra.
Esperaron ailando sus lanzas, avisados por los es-
pías del avance de los soldados guiados por perros.
Los vieron llegar abriéndose paso entre el pantano
que les llegaba a los hombros y los vieron huir ven-
cidos y maltrechos. Con la primera resistencia, Bio-
hó comprendió que había terminado el tiempo de la
espera y seguía el de la dominación que supone una
larga guerra. Su experiencia de guerrero le aconse-
jó enfrentar al blanco sólo en sus dominios, por eso
la ciénaga y el valle que abarcaban sus ojos y podían
Gloria Inés Peláez 31

defender sus lanzas debían ser suyos. Más allá del ar-
cabuco lo esperaba el poblado de los blancos, fortii-
cado con murallas de piedra y soldados armados, al
que un día debía atacar según la señal que esperaba
de Ogún. Buscó las zonas propicias para el ganado y
repartió las tierras.
Convencido de ser elegido por los Orixás, prote-
gió a los negros huidos que llegaron a su territorio
perseguidos por los perros. Les enseñó el poder de
las hojas del “bejuco viudita” que estregándolas en
los testículos y las axilas confundían el olfato de los
animales. Selló con perros sacriicados a Exú, rey de
las Siete Encrucijadas, los caminos que conducían a
las empalizadas. Pero en esos mismos caminos los
blancos sembraron en horcas a los negros huidos
que capturaban, desnudos y humillados exhibiendo
la carimba, la temible marca del hierro candente en
la piel que identiicaba a sus amos. Desconcertado de
perder su poder, el Rey del Arcabuco cubrió su cabe-
za con cadenetas de hojas de palma, ciñó a la cintura
mandiles de piedras amarillas y verdes y dejó atrás
los quejidos de las mujeres que apaciguaban los espí-
ritus de los ahorcados para internarse en la ciénaga.
Las confusas visiones que le deparaba Ogún no ali-
mentaban su odio. El encuentro con un poblado que
no conocía en donde él marchaba despojado de su
lanza, invocando un espíritu que tenía la igura de un
hombre blanco, lo confundía y lo llenaba de resenti-
miento. Ogún le enseñaba a guerrear y le confundía
luego el camino. ¿Acaso su prestigio de invencible
era falso? Tantas veces que le creyeron muerto y ex-
hibieron su cabeza en la plaza y sus testículos en la
32 Breviario del tiempo

picota, reapareciendo sin embargo en cada negro de


color azul batallando contra el blanco, desaiando su
poder, ¿no demostraba su fuerza? Nada se ajustaba
a su visión de verse despojado de su lanza de guerre-
ro. ¿Cómo podrían vivir sus hermanos en paz con los
ancestros aceptando al blanco? Biohó fue arrebatado
de sus ensoñaciones obligado por el agite de las cam-
panillas que colgaban de su cadera, sus pies empren-
dieron una danza loca sobre la tierra suelta. Un grito
de guerra espantó los corcovaos que dormitaban en
las ramas de las bongas y el guerrero bajó su cabeza
para soportar el peso del Orixá que lo cabalgó. Ogún
le ordenó abrir los ojos: la procesión de san Basilio se
alejó de la iglesia rumbo al sector alto del Palenque.
El negro recobró su mirada en la cajita de milagros
que el santo llevaba en la mano, una iglesita donde
cabían todos los favores. La emoción de estar tan cer-
ca le robó las palabras: “Si me ayudás, cuando gane
la primera pelea por contrato, te traeré los guantes
a tu casa. Porque voy a dar con los mejores puños,
fajándome en los cuadriláteros como los Cervantes,
los Cardona, los Valdés, así como tengo a Pambelé
en un cuadro alumbrado en la casa, orgulloso de ser
un negro que da duro, pegando como un guerrero…”.
El negro mira en torno suyo los rostros sudorosos de
los otros negros, los ojos dilatados vueltos al santo y
escucha una voz entre sus sienes: ¡Biohó, elegido de
Ogún, levanta los puños!
Debían estar debilitados los blancos por la guerra
para enviarle un emisario, le ofrecían la paz en sus
dominios y la propiedad de las tierras que ya eran
suyas desde hacía mucho. Las condiciones eran no
Gloria Inés Peláez 33

soliviantar más a los esclavos, entregar los fugitivos


y dejar de llamarse Rey del Arcabuco –que ya exis-
tía un rey en América—. Si aceptaba, podría vestirse
a la española, con espada y daga dorada. El espan-
to del emisario se hizo evidente cuando la igura de
Biohó, aumentada por los cuernos de buey que le da-
ban un aspecto iero, creció aún más al incorporarse
después de la petición. Los músculos de su pecho se
tensionaron moviendo el collar de dientes de perro al
soltar una carcajada. Dejó el bastón de mando para
tomarse el vientre y darse palmadas en los muslos,
animado por sus alguaciles que mostraban sus dien-
tes blancos.
—Eso sería para nosotros, los negros libres. Y a los
esclavos… ¿qué hay para ellos?
Sin obtener respuesta, dejó ir al mensajero.
La guerra continuó y las visiones de Ogún se aco-
modaron a sus decisiones de mando, sin que el Rey
del Arcabuco distinguiera cuando estaba poseído
por el Orixá, en una dislocada sucesión del tiempo
que le permitía ver a Cartagena poblada por sus an-
cestros, encarnados en negros vestidos con ropa de
blancos, dispersándose en las nuevas tierras. El peso
del Orixá lo aplastó con sus visiones sin permitirle
la duda: el tiempo del dominio imponía conocer al
blanco y apropiarse de sus poderes. Por eso se pintó
el cuerpo con rojo ocre, carbón y arcilla blanca, puso
plumas en su cabeza e invocó a san Jorge, Ogún de
los blancos, según el mandato de los ancestros que lo
cabalgaron, lo incitaron a aliarse con los franceses de
Cartagena para tomarse el castillo de San Felipe de
Barajas y el Fuerte del Cerro de la Popa y así entrar
34 Breviario del tiempo

a la plaza con el permiso de santa Bárbara, la sopla-


dora de vientos que propicia la tempestad, cubriendo
el puerto con sombras, con las sombras doblemente
negras de los cimarrones. Biohó, Rey del Arcabuco,
amenaza a Cartagena investido del poder de los espí-
ritus blancos.
Llanto y risa de Rosalina

Hoy todavía esperamos a Rosalina. Más allá de


ultramar, quizás nuestra heroína, perdida en el es-
cenario del mundo, continúe superando por locura o
talento las artes del señor Lemoin. Quién iba a pensar
que Lemoin, actor famoso que un día llegó a Santafé,
sorprendiéndonos por la inura de sus modales y la
afectación de sus gestos, sería rebasado mil veces por
la insípida mujer en las virtudes del teatro. Antes de
que el señor Lemoin entrara a nuestra casa, creíamos
que Rosalina era muda. Bastó que ella lo escuchara y
viera el cuerpo del actor obedecer a la entonación de
sus expresiones, como un iel instrumento a la parti-
tura de la voz, para descubrir el mundo de la actua-
ción y de las palabras. Pero no fue sólo ella, Lemoin
ejerció en quienes lo escuchamos una rara fascina-
ción. Los tonos sorprendentes que revelaban su es-
tado de ánimo tenían un timbre tan cálido que hasta
en los momentos de disgusto parecía estar hablando
de amor, confusión que el actor acentuaba, tal vez sin
saberlo, por su permanente diálogo en francés, idio-
ma del que Rosalina aprendió algunas palabras con
inusitado fervor.
Llegó a la ciudad con la compañía de Fournier,
trayendo el encanto de los bailes franceses y la pom-
pa de las cortes europeas a una larga temporada en el
Teatro Maldonado. Cuando la compañía quiso poner
en escena una obra de autor colombiano, “Las trave-
suras de Juana”, Lemoin, descontento rompió con la
compañía decidido a traducir y montar más bien una
36 Breviario del tiempo

tragedia del ingenio francés en nuestros teatros. La


compañía marchó a Popayán y él se quedó en San-
tafé con el sueño de poner en escena a Racine con
una utilería que le fue cedida en pago por la inversión
que hizo para viajar a estas tierras. Tras un modesto
arreglo tomó un cuarto en nuestra casa, que convir-
tió en dormitorio y bodega. Sus objetos personales
apenas si ocuparon un lugar bajo la cama, abarro-
tada la habitación con la utilería y el vestuario que le
servirían para su montaje. Incluso la cama, más que
un sitio de descanso cumplió otras funciones dentro
de las actividades teatrales de Lemoin. Ubicada sobre
una tarima en el centro de la habitación, era palco
para que el actor pasara revista a sus pertenencias y
dispusiera de ellas en un escenario imaginario donde
le daría vida a Fedra, la heroína de Racine. Con la
excusa de no encontrar actrices en nuestro medio y
nostálgico de la calidad de Dolores Alegre, actriz de
la compañía de Fournier, Lemoin decidió encarnar a
Fedra en un difícil papel que lo inmortalizaría en el
Nuevo Continente. A los pies de la cama se encontra-
ban los bastidores y junto a ellos, colgando de per-
cheros, trajes de terciopelo y capas orladas con hilos
dorados. Contiguos al testero de la cama, dos baúles,
uno sobre otro, repletos de baratijas, coronas y guan-
tes; una mesa con adornos rococó y tres abanicos en-
cima. A un costado, una ventana falsa de hojalata y
un lío de cortinas de tafetán, en medio de ellos un
chaise long en el que Lemoin prohibía sentarse. Al
otro lado, un telón de boca pintado con el paisaje de
un jardín y un castillo en el fondo, movido a veces
por el viento colado de los postigos de la ventana que
Gloria Inés Peláez 37

daba a la calle. En medio del telón y la cama estaba


su mesa de trabajo donde reposaba siempre un libro
de lujosa impresión con el libreto de Fedra. Inclinado
sobre la mesa, el actor se ocupaba en él unos minutos
febrilmente antes de marcharse apresurado a las ies-
tas que más de una dama ofreció para exhibirlo ante
sus amistades. Con el pretexto de conseguir actores,
se ponía la casaca y se marchaba por largas horas de-
jando el cuarto desierto.
Era el tiempo de Rosalina. Atraída por el embrujo
de los telones y las baratijas pasaba horas limpiando
el cuarto. La admiración de la criada aumentaba al
deslizar su mano por las capas, levantaba con orgu-
llo los abanicos, sacudía las cortinas en una rutina de
quitar el polvo y mantener impecable el vestuario. En
ocasiones, Lemoin le contaba la aventura que sig-
niicó traer esas prendas desde tierras pobladas aún
de reyes y princesas. Le narraba la travesía por el río
Magdalena en barco de vapor, describía la fatigosa
marcha a lomo de mula desde Honda hasta Santafé,
animado tan sólo por el empeño de exhibir el vestua-
rio en el Teatro Maldonado. Por último, recalcaba la
maravilla de las inas prendas que fueran legados de
reyes y princesas a la Compañía, pendiendo ahora de
los percheros del cuarto. Los dedos de Rosalina se
agitaban y en un acto de adoración apenas rozaban
el terciopelo. Terminaba el actor con una improvisa-
ción de los parlamentos que preparaba, entonando
en su melódico idioma algunas frases mezcladas con
otras que sí entendía la criada, dándose un aire trági-
co en medio del cuarto e incendiando de admiración
las mejillas de la mujer enajenada.
38 Breviario del tiempo

Pero Lemoin no terminó su traducción de Fedra,


ni conformó un grupo para montarla en el Maldona-
do. Una mañana, haciendo gala de sus artiicios de
actor, sacó entre sus papeles unos dibujos y los co-
locó en el atril de la mesa. Pertenecían a un famoso
psiquiatra francés de apellido Esquirol, quien retra-
tó en ellos algunas de sus pacientes. Tres rostros de
mujeres que el médico deinió por sus rasgos como la
histérica, la melancólica y la colérica, detallaban en
la exageración de los gestos el espanto de la locura.
Como si los viera por primera vez, Lemoin se dedicó
a observarlos durante largo rato. Luego, combinó su
observación con la lectura en voz alta de la traduc-
ción que preparaba, dándole a sus parlamentos dis-
tintas emociones y tonos de voz. Por in guardó los
dibujos y dejó uno sobre la mesa.
—Es la histérica la que caracteriza mi personaje
—dijo.
Llamó a la criada que merodeaba por la puerta,
mirando de soslayo la actividad del actor, y le ordenó
buscar un espejo. Rosalina, sin atender la orden, se
acercó a la mesa y preguntó:
—¿Quién es la mujer del papel?
Lemoin, admirado de escuchar la voz alautada de
la mujer que no había hablado nunca, le contestó:
—Ella es Fedra.
Inmóvil, la criada contempló la imagen durante
un rato, desatendiendo al hombre que repuesto de su
sorpresa y urgido por el espejo se incorporó y fue a
buscar debajo de la cama.
Volvió a preguntar en un esforzado chillido:
—¿Y por qué sufre tanto?
Gloria Inés Peláez 39

Lemoin, sin notar la impresión que le causó el ros-


tro atormentado del dibujo, le respondió mientras
limpiaba la supericie del espejo y lo colocaba frente
a él:
—Fedra se enamoró de un amor imposible y ese
amor la perdió para siempre.
Como si respondiera a una señal y se prendieran
las luces del escenario, el actor giró sobre sus talo-
nes y buscó un espacio en la habitación, levantó los
brazos y afectando la voz en tono agudo, semejante
al chillido de la criada, inició una de sus improvisa-
ciones:
—¿Qué pretende obtener tu violento furor? Si
rompiese el silencio, temblarías de horror. Cuando
sepas mi crimen, mi suerte miserable, no menos mo-
riré, moriré más culpable... —animado por un gesto
de Rosalina que sobrecogida se recostó sobre los te-
lones, continúo con los ojos entrecerrados—: Ciel!
Que lui vais-je dire? Et par où commencer?
Durante unos segundos el actor guardó silencio
para pensar en la continuidad del libreto. Aún turba-
da, la criada miró nuevamente al dibujo y, sin llevar
los ojos al actor, volvió a preguntar:
—¿Quién era él ?
—Un príncipe que enloqueció de amor a la desdi-
chada Fedra, por él sufre la heroína y por eso dice...
—aspiró con ímpetu el aire, retomó su pose teatral y
conservando el tono anterior exclamó—: le vi, enro-
jecí y palidecí al verle. Mi alma cedió a su amor, sin
poder contenerle. Mis ojos ya no vieron más, ya no
pude hablar. Sentí todo mi cuerpo arder y llamear.
40 Breviario del tiempo

Cambiando súbitamente de semblante, el actor


bajó los brazos y tras una larga expiración miró a Ro-
salina. La mujer lo contempló en silencio. Unos mi-
nutos después, como si regresara de un largo viaje,
olvidando su representación pasada, Lemoin pidió la
casaca, dio la espalda y se marchó de la casa apresu-
rado, alegando llegaría tarde a la casa de una dama
con la que tertuliaba en sus horas nocturnas. La cria-
da lo siguió hasta la puerta, encorvada, sumida entre
sus hombros sin decir palabra.
Varios días trabajó el actor frente al espejo tra-
tando de imitar el semblante del dibujo, que le daría
carácter a su interpretación; ensayando tonos, reci-
tando dramáticos parlamentos mientras gesticulaba.
Pero cada día era más remota la posibilidad de llevar
a escena su obra cumbre, como la llamó. Lemoin no
dio muestras de querer conseguir otros actores. Con
el pretexto de no tratar con aicionados descuidó su
trabajo y dedicó el tiempo a los convites. Al volver
entrada la noche, encontraba a Rosalina esperando
para abrirle a puerta, y en su cuarto la débil luz de
una lámpara votiva alumbrando el dibujo. El aspecto
de Rosalina fue cambiando. El insomnio y el llanto
acompañaron el ardor que consumía su cuerpo en las
noches y no le permitía reposo. En el día era atacada
por suspiros que descargaba contra la estera, remo-
viendo muebles y enseres en una limpieza enérgica,
hasta que nuevamente los suspiros la paralizaban y
contemplaba la casa deshecha. Se perdía por horas
en el cuarto del actor, hablando en voz baja mientras
acariciaba las capas de un príncipe llamado Hipólito
que no amaba a Fedra porque le había dado su co-
Gloria Inés Peláez 41

razón a otra princesa. Frente al espejo deshacía las


trenzas que un día fueron su orgullo, ahora enmara-
ñadas y sin brillo, semejante al cabello revuelto de
la mujer del dibujo. No valieron los regaños cuando
salía del cuarto con esa extraña apariencia de vieja,
consumiendo los labios en una mueca rígida. Unas
palabras apenas si escapaban entre sus dientes y sus
ojos miraban con un extraño brillo.
Hasta que un día Lemoin se marchó con la com-
pañía de Fournier que regresó de Popayán. Rosalina
continuó su costumbre de encerrarse en el cuarto,
decía escuchar el eco de los parlamentos que tantas
veces improvisó el actor y ella los repetía con asom-
brosa memoria al saberse a solas en la habitación.
Con la puerta cerrada se la oía desvariar con una ciu-
dad del Peloponeso llamada Trecena, maldiciendo a
Aricia, la rival de Fedra, y jurando amor a su pasión
secreta.
A tal punto llegó su desvarío que movida por una
voz ordenándole marchar al teatro, empacó un leve
fardo y sin atender razones se dispuso a dejar la casa.
Antes de cruzar la puerta giró sobre sus talones, abrió
los brazos y en un acento raro dijo estas palabras,
aprendidas del libreto que jamás puso en escena Le-
moin:
—Mi triste corazón nunca recogió el fruto. Hasta
el último suspiro, de dolor perseguida, entrego entre
tormentos una penosa vida.
Con la mirada perdida se alejó para siempre de la
casa.
Durante un año atendió el alumbrado del Teatro
Maldonado bajando las arañas de prismas de hoja-
42 Breviario del tiempo

lata, encendiendo las velas con detenida minucia;


luego, orgullosa, halando la cuerda hasta dejar la
lámpara alta. Se encargó del aseo y el cuidado de las
butacas y se pagó con la caridad que recibió a la en-
trada del Teatro, en una bandeja de plata. Así vivió
un tiempo hasta que el Teatro cambió el alumbrado
de sebo por el de aceite y Rosalina desapareció.
Algunos viajeros que venían de Honda contaron
haber visto a una mujer vistiendo túnica y sandalias,
decía llamarse Fedra y esperaba el vapor para em-
barcarse luego a Europa. Quería cruzar el mar para
encontrar a Hipólito y declararle su amor. Si alguna
vez vuelve Rosalina, aquella que fue nuestra criada,
tendrá un cuarto en nuestra casa y un espejo para en-
sayar sus muecas.
El mago

La luz se encendió sobre el escenario y dio vida


al mago. Animado por los relectores el hombre alzó
los brazos, miró al público y agitó sus manos espan-
tando dos palomas que brotaron de sus mangas y
obedientes se perdieron entre los raídos telones del
teatro. Unos aplausos saludaron el primer gesto del
mago que parecía haber salido de la nada. Caminó
unos pasos hacia la mesa donde se encontraban sus
artefactos, se detuvo y en un manoteo imperceptible
a los ojos, hizo aparecer en su mano un ramillete de
lores. Del otro extremo del escenario llegó sonrien-
te una hermosa mujer a recibirlo. Una modesta ova-
ción celebró el avance sorpresivo del espectáculo. La
iluminación se centró en la pareja, aislándolos en un
brillo alucinante, eximiéndolos del pobre decorado
para que inmóviles regalaran por unos segundos sus
miradas felices a los espectadores. La mujer encegue-
cida por la luz evitó parpadear, se tomó de la mano
del mago y juntos volvieron a la mesa.
La función continuó con el truco de las cajas. Un
cubo de doble fondo albergaba palomas, vasos de
agua, cigarrillos, marionetas y banderas. De su vien-
tre fecundo salieron una a una todas las sorpresas,
la mujer se maravillaba cada vez que las manos del
mago sacaban algo y él la miraba también entre sor-
prendido y satisfecho. Del cubilete del mago surgió
un conejo blanco, el mago lo atrapó por sus orejas y
su color se confundió con el de los guantes. Depositó
el dócil animal en una caja y los guantes se desvane-
44 Breviario del tiempo

cieron junto con el conejo, mostrando al in la verda-


dera piel del mago y la nerviosidad de sus dedos.
Cada paso de la rutina era un calco de la función
pasada. Nada cambiaba, pero eso no lo sabían quienes
lo presenciaban por primera vez, sólo un espectador
que los observaba desde la última ila sabía que sus
gestos no eran casuales. Conocía de sobra la rutina
del espectáculo, no había dejado de asistir todos los
días. Sin embargo, no dejaba de estremecerse cuando
el mago le brindaba a la mujer el ramillete multicolor
de plástico y ella avanzaba sin pudor a la mitad del
escenario, permitiendo ver su cuerpo forrado por la
malla. Desde su lugar podía verla con detalle y había
conseguido adivinar desde el primer momento que la
mujer perdía peso; distinguía la lacidez que se insi-
nuaba en las líneas de sus caderas. No le daba pena
por ello, más bien se alegraba de que su sonrisa fuera
una máscara y que la mujer de verdad sufriera. Qui-
zás esa noche terminaría con su sufrimiento, el re-
vólver encubierto en su bolsillo pondría in a su acto.
Los había seguido todas las noches para presen-
ciar cómo se amaban en el escenario camulándose
en los juegos de prestidigitación, cuando cruzaban
veloces sus manos y se rozaban al pasarse las cartas;
del cabello de la mujer brotaban monedas sólo para
que él las tomara y acariciara su cabeza. Adelanta-
ban los movimientos con la mirada, sin que pudiera
imputárseles un gesto reprochable. A nadie le impor-
taba la relación del mago con su ayudante detrás del
telón. Sólo él la conocía y estaba dispuesto a matar
por eso. Se había llevado a la mujer prometiéndole
la felicidad y la fama y ella lo acompañaba por los
Gloria Inés Peláez 45

pueblos participando del espectáculo, arrastrando


consigo dos viejos baúles y unas cajas. Y detrás de
ellos iba él, sin que lo notaran, empuñando su arma.
Dispuesto, hacerle entender al mago que su vida no
era un trozo de papel que puede recortar y soplar
para que aparezca de nuevo intacto, sin un rasguño.
No después de haberle quitado a la mujer para que lo
acompañara en el escenario.
En el último truco, la mujer levitaría ascendiendo
hacia las tramoyas, oculta por un ino velo. El mago
extendió las manos sobre su cuerpo, cubriéndola con
una tenue caricia y desaiante volvió los ojos para mi-
rar al público. Se encontró de improviso con la mi-
rada del hombre que esperaba para matarlo. En un
duelo de segundos se dijeron muchas cosas, un rictus
reprimido en la comisura de los labios del mago aho-
gó la súbita determinación que tomó, pero que no vio
nadie. La mujer comenzó su ascensión. Sin ella el es-
cenario parecía desolado, el mago mismo parecía un
fantoche. Todos siguieron su vuelo lento y la vieron
desvanecerse en el aire.
Los esperó en la puerta del teatro. Tenía en su
bolsillo el arma, un motivo para matarlos y la calle
desierta. Escuchó los pasos del mago, lo vio apare-
cer solo, pasó a su lado y con un débil gesto le dijo
adiós. Sus pasos resonaron en el pavimento mojado
mientras se alejaba. Sorprendido, entró al teatro y no
halló a nadie. Descubrió que no vería más a la mujer,
el hombre la había desaparecido. Apretó los dientes
y sacó de su bolsillo el arma, corrió por la calle bus-
cando al menos al hombre para matarlo. Fue inútil,
el mago también se había desvanecido ante sus ojos.
La posesión del viejo

Luego de regresar del cementerio, mi padre se


quitó los zapatos, se alojó de la ruana y con el aza-
dón en la mano fue a cavar al huerto. Yo, tan pequeño
como era, fui con él a acompañarlo con la pala. El
dolor no fue muy grande por la muerte del abuelo. A
un lado del naranjo encontramos el tesoro y con él al
hombro regresamos a la casa. Las cosas no cambia-
ron por el debido respeto. Seguí rastreando los ter-
neros a puro pie por los potreros mientras llevaba a
pastar las vacas. Sólo estábamos mi padre, yo y los
perros, que de lacos no eran más que huesos.
Ya de grande me hice dueño de la casa. Encontré
mujer, compré cama y sembré más maticas de fríjol.
El viejo estaba ciego y poco o nada nos hablaba. Con
el tiempo me llegó un hijo y detrás de él, la sequía.
Mirando los cultivos chamuscados, yo tan solo para
mantener la casa, pensé en el cofre de mi padre y me
dio rabia. El hombre permanecía sentado en la bu-
taca, haciendo garabatos con su vara de pino en la
tierra seca, en un remedo de escarbar sin fuerza. La
mujer conmigo desesperaba, sin saber del tesoro es-
condido en el suelo. Yo esperaba la hora de mi padre
como él esperó la del abuelo. Y llegaron las lluvias
antes de que el viejo muriera. Pero me quedó la rabia.
Picando los terrones para hacer las eras, pensaba en
las monedas. Volvía rápido a la casa a husmear en el
rincón donde dormía el viejo sobre el tesoro y mira-
ba a hurtadillas la huella intacta de su cuerpo en la
tierra. Regresaba a las eras para vigilar desde lejos
48 Breviario del tiempo

la casa, no quería a nadie cerca. En las noches esta-


ba atento a su respiración de grillo, al crujir de los
huesos sobre la estera. No fuera a ser tan ladino que
arañara la tierra y sacara el tesoro sin que me diera
cuenta. Soñaba con túneles profundos, deslizándome
en ellos sin forma humana, más bien como una larga
culebra. Al despertar, me sorprendía la igura del vie-
jo todavía vivo echado en la estera. La mujer se volvía
un ovillo en la cama y ya ni siquiera me cruzaba su
pierna. Durante el día tenía la sensación de vivir solo
en la casa. Y así fue siendo. La mujer se marchó pero
me dejó el hijo. Mi hijo creció y yo por mirar al viejo
ni me di cuenta.
Niño me tironeó de la mano para mostrarme el fo-
gón apagado, miré a mi padre y vi sus ojos blancos.
Del viejo no quedaban sino los huesos, secos como
los chamizos. No se apartaba de la butaca, rastrillan-
do su vara de pino. El hijo sólo se acompañaba de
los perros. Yo me andaba cerca de la casa, cultivando
apenas para la olla. Lo preciso para engañar el ham-
bre. Con el tiempo y sin aviso amaneció muerto el
viejo. Limpié su cara y lo envolví en la estera. Como
Dios manda lo llevé al cementerio y cumplí con él,
con el debido respeto. Regresé a la casa, busqué la
pala y justo debajo donde estaba la estera cavé des-
pacio. Tardé un rato en dar con el cofre. Con él en mis
manos apenas tuve valor de levantar la tapa y mirar
las monedas. Lo cerré con fuerza. El hijo atrás lleva-
ba la pica cuando arrastré el tesoro. Hizo lo que le
dije, rasgó la pared hueca del fogón. Juntos corrimos
las piedras. Abrimos un hoyo profundo para enterrar
el cofre, no le fuera a ser dañoso el calor del fuego.
Gloria Inés Peláez 49

Cubrimos después bien con las piedras, con otras pa-


ladas de tierra y por último pusimos la parrilla. Por
la tardecita todo estaba igual, como antes. Cansado,
busqué el apoyo de la butaca y miré el campo. El hijo
corría y detrás, los perros.
Una confesión al Santo

Fue a ella a quien se le ocurrió lo del plato. Al


principio me brindaba para que el Santo me mirara y
mis huesos soldaran como los de cualquier cristiano.
Siempre frente a la puerta. Allí la vieja me ha dejado.
Me va extendiendo en el suelo como si tendiera una
manta y oicia en mí igual que si arreglara una cama.
Con un plástico me ciñe el tronco para protegerme de
la lluvia, deja afuera brazos y piernas para despertar
lástima. A un lado, la muleta; al otro, el cuenco de
las limosnas. Antes de marcharse se da la bendición
en la iglesia y pide un milagro. Cuando se va, quedo
mirando al cielo, las nubes grises de la mañana.
Adivino entre las sombras de la puerta la imagen
del Santo recibiendo a sus devotas, sé la hora por el
ritmo de los caminantes y por el tin tin de las mone-
das cayendo al plato. Cuando pasan muy rápido es
bien entrado el día, ni siquiera se dan cuenta que es-
toy colocado como un estorbo a su paso. A medio día
pasan junto y, ahí sí, despacio me detallan; empieza
el tintineo del plato. Así, de moneda en moneda, yo
espero una señal, trompetas, ver llegar a mí la mano
del Milagroso. Pero sólo se detiene ante mí la vieja y
es para contar la plata. Veo aparecer primero su ca-
beza menuda atisbando el dinero, luego noto el gris
ratón de su abrigo. No dice nada, ni hace falta. Des-
ocupa aprisa el plato, me deja un pan y se marcha.
Todo el día paso así porque yo espero, a la entrada
de la iglesia, cerca al Santo. Algo me dejan las devotas
al salir de los rezos. Pasan junto a mí y me embriagan
52 Breviario del tiempo

con el olor del incienso prendido a sus vestidos, me


aprieto contra el pavimento porque un deseo grande
me hace arder el vientre, gimo porque me rocen sus
tobillos. Trato de descubrir en el brillo de sus ojos la
vergüenza de verme rígido, ofreciéndoles la cruz de
mi cuerpo para ser clavadas aunque sea por sacrii-
cio. Cómo sufro por esto, temeroso de que se entere el
Santo. Puede ser peor que ver llenar el plato. Pero yo
también estoy aquí por el milagro. De todo el tiempo
de esta espera ya ni sé si tenga fuerzas, las poquitas
que tenía para salir caminando las agoté el día que
se me apareció el Santo. Nadie vio a este inválido ar-
queando la cintura, el pecho hacia el cielo, elevándo-
se, alzando la cabeza en dirección a la iglesia porque
en medio de la puerta la imagen del Milagroso me
hacía señas. Crujió el plástico, me doblé. Sentí pena
de mis extremidades raquíticas y las airmé contra el
suelo, me levanté. Atrás las muletas, la humedad, era
un hombre avanzando. Antes que yo, llegó la vieja.
Quizás fuera más santa, o en todo caso fue más rápi-
da. Llegó primero y le pidió un milagro.
Volvió mi cuerpo a extenderse en el pavimento, de
cara a las nubes para que ella oicie en mí como ten-
diendo una cama, apostando a mi lado el plato. Yo
persevero frente a la iglesia de San Francisco, cerca
al Santo.
La devoradora de rosas

Era uno de los carros del señor presidente el que


pasó despacito por la calle. Fue Juan, el chico de la
tienda, quien lo reconoció más tarde como el Stude-
baeker verde que viniendo de Palacio daba algunas
vueltas y se detenía, inalmente, abajo en la calle
veintitrés junto al parque, todos los sábados en la
casa de mujeres que tenía doña Engracia. Lo recor-
dó por el incidente del fotógrafo que quiso retener en
su cámara los rostros de los distinguidos ocupantes
cuando salían de la casa, presurosos hacia el carro,
protegidos por sus guardaespaldas. El chico contó
que en ese mismo Studebaeker venía la mujer dando
órdenes al conductor, doblando lento las esquinas en
un zig zag que parecía de búsqueda. Cuando pasa-
ron junto a la tienda, ella levantó la mano y señaló.
Y el conductor se desvió por las callejuelas de aquel
antiguo sector del barrio, donde las ediicaciones
muestran la arrogancia de un tiempo perdido con el
recuerdo de sus constructores, casas hoy ya viejas,
pero con el extraño encanto de los áticos y los pesa-
dos portones. Pocos árboles le quedan aún —si es que
alguien lo recuerda— de lo que debió ser una arbo-
leda que enmarcaba la soberbia magnitud de los ca-
serones, reducidos a compartir ahora el espacio con
el pavimento y la basura. Un lejano aire de aquellos
tiempos se respira a pesar de la transformación de las
viviendas en garajes, talleres, tiendas y moteles. Sin
embargo, de vez en cuando un techo rojo exhibe feliz
la resistencia de la mansarda con su pequeña venta-
na, un ojo vigilante desde la altura.
54 Breviario del tiempo

Ni los chicos que jugaban pelota en la calzada se


dieron cuenta de nada, ni los vecinos notaron —
es cierto, no todos la conocían— que la Lola estaba
buscando casa, cuando se detuvieron frente a la pa-
nadería. Justo en la casona de las palmas. A todos
nos gustaba la casa por su fachada elegante y sus di-
mensiones generosas, que en una mala racha y para
pagar sus deudas los dueños debieron vender divi-
diéndola en apartamentos, tantos como puertas se le
pudieron hacer por el frente y, aún así, la casona con-
tinuó siendo grande. Allí se bajaron todos. La mujer,
con uno de los guardaespaldas, caminó unos pasos y
miró de lleno la portada. Algunos de los jovenzuelos
la recuerdan —imitándola con tanta gracia— dicien-
do que le gustaba la entrada, que los arbolitos muy
chuscos, esto y lo otro y la iglesia y todo tan cerquita,
y movían las caderas y se morían de la risa. Cuan-
do llamaron, fue el niño quien abrió la puerta. Que
dónde están sus padres —mirada indeinida de Lu-
chito—. Llámeme a su mamá. Y como si tal cosa la
señora se va entrando y el señor se quitó el sombrero
sin avanzar. La Lola comenzó a mirarlo todo, se fue
metiendo por la cocina, cerraba los ojitos para cavilar
en sus muebles, qué traía, qué dejaba, el color de las
cortinas. Daba pasos, retrocedía, pensaba en los de-
talles. Con la voz ronca que le salía cuando pensaba
en voz alta:
—Mmm... mejor se llevan sus enseres, pero los ja-
rrones me parecen divinos, si es el caso yo los com-
pro.
Hasta que el hombre le dijo:
—Señorita, oiga...
Gloria Inés Peláez 55

Y ella volteó la cabeza para encontrarse con los


ojos desorbitados de la señora Pérez. La aterrada
mujer observaba el gesto provocador de la sonrisa de
Lola, los dientes desnudos enmarcados por los ho-
yuelos de los pómulos le parecieron obscenos, todo
en ella era irritante y atrevido. Incómoda por la ije-
za con que era observada, Lola agitó los cabellos, dio
unos pasos y se acercó a un lorero a aspirar el aroma
de las rosas. Luego, tratando de ser amistosa, dizque
le dijo:
—No se preocupe, se les encontrará un sitio donde
vivir.
Y comenzó a subir las escaleras hasta el segundo
piso. La señora Pérez se ahogaba y en un esfuerzo gri-
tó:
—¿Pero cómo nos va hacer salir de nuestra propia
casa?
Desde la baranda, Lola le respondió:
—No se preocupe, se les buscará otra. El señor
Zambrano se encargará de eso.
Y el hombre dijo que sí y parece que después él se
quedó hablando mucho rato pero que ella ni lo oía
porque no acababa de creer lo que les estaba pasan-
do. Lola, la mujer con quien se divertía el presiden-
te los sábados donde la Engracia, unas cuadras más
allá, se encontraba en su casa que ya no era su casa,
mirando sus camas, paseándose por las alcobas, an-
tojándose de sus cosas.
—¿Y si no? —le dijo.
—¿Cómo? —le preguntó a su vez él, cuando ella lo
interrumpió—. Me imagino que no lo dirá usted en
serio, mire...
Y empezó con el cuento de las becas, las conside-
56 Breviario del tiempo

raciones y que hasta un mejor puesto para su esposo.


Y cuando ella le dijo:
—Soy viuda, señor.
Él le cortó la palabra:
—¡Pero tiene hijos!
Se quedaron callados oyendo arriba el taconeo
de Lola. Abrió la ventana, soltó el retrete y después
apareció por la escalera. Abajo, el señor Zambrano
la esperaba molesto. La señora Pérez era un peque-
ño animalito recostado en la pared. Sin duda ella no
lo notó porque había encontrado lo que quería y dijo
con esa voz ronca:
—Señora, compro los jarrones, le aseguro que soy
generosa.
Sin obtener respuesta, adelantó la mano para
abrir la puerta del único cuarto al que no había pasa-
do revista. El niño saltó en el medio y con su cuerpo
impidió el avance de Lola.
—No va a entrar, es el cuarto de fotografía de papá.
Sin expresar disgusto, la mujer se acercó a la mesa
donde había un lorero llenito de azucenas y se las
quedó mirando, luego dijo pensativa:
—Me fascina la casa por las lores, tal vez es eso
lo que me gusta, aunque están un poco marchitas...
Y las fue a coger cuando el niño gritó:
—¡No las toque! Es lo único que me queda de papá.
Lola retiró su mano asombrada.
—¿Qué dice? —y miró al señor Zambrano que pa-
recía tan confundido ahora. La señora se adelantó y
abrazó al niño, en un hilo de voz le contestó:
—Son lores del velorio de mi esposo, el fotógrafo
que torturaron por buscarle las fotos. Anteayer lo en-
terramos.
Gloria Inés Peláez 57

Lola, despavorida, se cogió del brazo de su acom-


pañante y el tintineo de sus pulseras la persiguió has-
ta la puerta donde corrió diciendo:
—¡Ni más faltaba que vaya a incomodar a un
muerto!
Las ancianitas

Estos monstruos han sido mujeres algún día.


¡Epónima o Laís! —Monstruos rotos, torcidos
o encorvados, amémosles! Son almas todavía.
Baudelaire.

A nadie quisieron tanto en este pueblo como a


Adrián Espejo después de muerto. Y eso que ni lo
parecía, quién lo iba a saber si a la cruz la cubría la
hiedra y el olvido amenazaba borrar el nombre de la
inscripción. Todo cambió cuando llegó una de ellas,
trajo lores y agua, repintó con paciencia cada letra
de la lápida en dorado y se consagró a pasar sin falta
a las cinco. Fue mucho después que se vio juntas a
las dos mujeres, porque la otra llegaba en las maña-
nas muy temprano, se detenía a hablar en voz baja
al difunto mientras le trenzaba guirnaldas de lores
diminutas y no se encontraba con aquella, la que le
dejaba ramos de claveles siempre frescos. Al cabo de
los años nos vinimos a enterar de toda la historia y
eso por la exigencia de ellas que les vendieran dos fo-
sas contiguas a la tumba, guardianas del muerto, de
ese conocido alguna vez como Adrián Espejo.
Cuentan los más viejos que llegó un día con la peo-
nada de la cosecha halando de las riendas una mula
abarrotada de alforjas, en ellas traía un surtido de
radios, linternas, machetes, coloretes, peines y es-
pejos; de embelecos con que surtió el pueblo mucho
tiempo e hizo enmudecer a las mujeres de deseo. A
su paso, la invocación minuciosa de las maravillas de
los abrelatas, los relojes antimagnéticos, las navajas
60 Breviario del tiempo

multiuso, las billeteras plastiicadas; objetos que no


conocíamos y que él nos trajo de la ciudad, nos mo-
vilizó y los cercamos en corrillo, al calor de su voz
de ganso que prometía horas de jolgorio frente a sus
mercancías. Pero más que todo, nada pudo contra los
encantos de las vanidades que ofreció Adrián Espe-
jo... coloretes con sabor a piña para las niñas... polvos
de arroz para las señoras... collares de cuentas mil...
hebillas de piedras brillantes como aureolas... ¡Ah!, y
los espejos, de todos los tamaños para cualquier bol-
sillo.
Cuando salían los cosecheros con sus familias a
buscar otras haciendas, él iba detrás con su mula,
acompasando la marcha con un canto que les recor-
daba las deudas a los peones y ensalzaba los prodigios
de sus mercaderías. Así los mirábamos alejarse hasta
que una nube de polvo y el eco lejano de la letanía de
Adrián Espejo quedaban en el camino. Algunas ve-
ces dejaba su mula encomendada y se perdía en la
lota de cualquier pueblo. Pasaban los días y volvía
con más surtido. Cargaba al animal que apenas si po-
día con el peso de las alforjas, arqueando su lomo y
agachando las orejas por el esfuerzo. Adrián Espejo,
avivado por un traje azul turquí, más dicharachero y
contento, recorría las calles voceando las maravillas
que guardaban las alforjas de su asno. Eran los días
que más barato vendía. A quienes le preguntaban
dónde había estado, les decía que venía de ver al dia-
blo y reía enseñando sus dientes de ratón. Agitaba las
manos para mostrarnos sus sortijas y sus dedos, en-
tablillados por los aros, apenas si tenían movimiento.
Cómo reía entonces, tenía el gracejo de una ardilla.
Gloria Inés Peláez 61

Cerraba los ojos saboreando un recuerdo, mascullan-


do una canción, pero verdadera, no de las que im-
provisaba a sus mercancías, sino de amor, y llevaba
los dedos a las sienes para enterrarlos en la maraña
de pelo ya encanecido. Qué nos íbamos a imaginar
que sus escapadas tuvieran que ver con una mujer o
siquiera que lo amaran tanto, al menos como lo sería
después de muerto.
La mañana que amaneció tirado en la calle con la
cabeza rota, rodeado de sus mercancías, ni notamos
que estaba bañado en sangre, confundimos la man-
cha bermeja y seca con exótica pedrería en el reguero
de espejos y collares que exhibía su gesto congelado
por la muerte. Unos pasos más adelante, la mula con
sus alforjas vacías, nos miraba con sus ojos tristes,
encadenada a la costumbre de no marchar sin su
amo. ¡Nunca se supo quién mató a Adrián Espejo!
Sólo se puede asegurar que no lo mataron por robarle
sus embelecos, la distribución de sus mercancías cer-
cando el cadáver dijeron más bien de una venganza.
Como no se le conoció pariente, cada cual tomó algo
y dejó unas monedas para pagar su sepultura. Nadie
le buscó el guardapelo en el que atesoraba una foto
pequeña de mujer y que debió tener en su cuello, qui-
zás porque era lo único que jamás vendería, lo real-
mente suyo, con la mula. El animal vagó un tiempo
atronando las calles con un quejido largo, asustan-
do a los niños y a las mujeres, hasta que alguien se
la llevó primero. Pasaron los meses y el recuerdo de
Adrián Espejo se fue borrando.
No está claro en qué momento una de las muje-
res, la mayor de las dos, apareció en el pueblo. Montó
62 Breviario del tiempo

una tienda junto a las toldas del mercado y se ganó la


fama entre las mujeres por sus collares de chaquiras
rojas y azabache en el medio. “Para que a la niña no le
entre el maleicio”, decía a media voz como oiciando
un entierro, y esto les encantó a todas. De los collares
pasó a los colmillos rezados contra las mordeduras
de culebra; a los amuletos que atraen el amor, la sa-
lud y el dinero; a las contras para defenderse de los
enemigos. Sus manos exponían extraños muñecos
de retorcidas formas, hermafroditas y negros, que
podían enfrentar al maligno. El negocio de la Viuda,
nombre con el que se la conoció siempre, llenó sus
estanterías de pedrerías vagamente reconocidas: tré-
boles de cuatro hojas en dijes y aretes; anillos en pelo
de elefante; elefantes que se repiten cabalísticamen-
te en número de trece, encerrados en la forma de un
nuevo elefante; patas de conejo en colores chillones;
anclas, cruces, corazones, decoraron la vitrina de la
viuda de Adrián Espejo. Faltando unos minutos para
las cinco ponía el saco negro en sus hombros, cerraba
la puerta y con los brazos cruzados atravesaba la pla-
za. Su sombra larga era un dedo que señalaba el des-
tino de sus pasos: la tumba de Adrián Espejo. Nada
rompía la resignada rutina de llevarle claveles rojos
cayendo la tarde.
Un día la mujer encontró esparcidas sobre la loza
una lluvia de lorecillas silvestres; nadie a su alrede-
dor, ni una seña de la persona que tuvo aquel gesto.
El corazón se le encogió de angustia y por primera
vez dejó de cambiar el agua. Las tardes se convirtie-
ron en un encierro de pesadilla detrás del estante. Su
voz de susurro se volvió irritable y con mirada dura
Gloria Inés Peláez 63

escrutó los rostros de las mujeres que iban en busca


de sus encantamientos. ¿Quién adornaba la losa? Las
lores que encontraba sobre la sepultura de Adrián
Espejo eran sal para una vieja herida sin sanar. Al-
guien debió contarle de la mujer que se las dejaba en
las mañanas. La Viuda fue a su encuentro y la espe-
ró escondida detrás de los arbustos. La vio llegar. No
era muy joven entonces, pero debió ser bella.
—¡Es usted...! —dijo la mujer, saliendo de impro-
viso.
—¡Sí! —respondió la otra dejando caer las lores.
—Está muerto y es por su culpa... Si no se hubiera
interpuesto entre nosotros, yo no lo... —la viuda pa-
reció derrumbarse—. Ahora es de ninguna...
La mujer joven la miró pensativa y no dijo nada.
Bajó su cabeza y ijó su atención en las lores que se
habían esparcido sobre la loza como una iligrana. El
nombre de Adrián se ocultaba debajo de los pétalos
por momentos según el capricho del viento. La Viu-
da siguió su mirada y se estremeció. Comprendió que
Adrián Espejo estaba realmente muerto y llevó sus
manos al pecho para arrancarse el guardapelo que
llevaba oculto.
—Es su rostro el de la foto —dijo y lo arrojó so-
bre la tumba—. Usted debe ser Juanita, pero ahora él
está muerto.
Se la vio regresar del cementerio encorvada con su
saco negro sobre los hombros, cojeando de su pierna
izquierda, con la renguera que nos permitía adivinar
en la distancia la igura de la viuda Espejo. Atravesó
la plaza y se encerró en el almacén por varios días.
Por un tiempo fue así, una en las mañanas y otra
64 Breviario del tiempo

en las tardecitas, ni se hablaban. Hasta que una ma-


ñana, Juanita vio marchitarse los claveles y pasó por
la plaza hacia el mercado a buscar la mujer que no
visitaba más la tumba de Adrián Espejo. La encontró
delirando en el rincón que robó a la tienda para po-
ner una estufa y una cama, detrás de una cortina, so-
focada en un aire oloroso a cebo. La bañó con agua de
anís y le dio a beber té de romero y mejorana. Puso en
su frente una corona de hojas frescas y esperó en una
silla junto al lecho que cesaran los suspiros, la enfer-
medad del alma que casi mata a la viuda de Espejo.
Temprano, salía Juanita y se perdía entre las trochas
del camino, volvía con un brazo en jarras repleto de
hierbas y a su paso dejaba un aroma dulzón para per-
derse tras la puerta del almacén, donde convalecía de
melancolía la viuda de Espejo. De aquello que se dije-
ron sólo ellas tienen memoria, porque esas tardes de
confesiones encerradas con el recuerdo del muerto,
en un viaje al pasado del que preirieron no regre-
sar porque el comerciante de fantasías recorría aún
para las mujeres los caminos, cantando su letanía de
sortilegios, prometiendo la belleza y la felicidad, las
dejó perdidas en el tiempo. Si hasta el hijo que ellas
quisieron tener de él dejó de ser un sueño cuando la
Viuda, sin más, comenzó a decir que Juanita era su
hija, la Niña, la llamaba, como si nosotros no supié-
ramos la historia. Al inal, por piedad, terminamos
aceptándolo y eso que la diferencia de edades no era
tan evidente.
Hoy, al verlas, difícilmente se distinguen la una de
la otra por la palidez que les ha contagiado su per-
manencia en el mundo de los muertos. Son aquellas
Gloria Inés Peláez 65

ancianitas, muñequitas de cuerda cansada, de idén-


ticas arrugas, que se reparten el peso de su compañía
en balanceos coordinados por el rincón del andén y
a la sombra. Comparten el mismo secreto, sólo ellas
saben quién mató a Adrián Espejo. Han llegado a pa-
recerse tanto que dos tumbas paralelas las esperan y
en medio de ellas una cruz vencida por el tiempo.
La buena vida

Creo que es hora de enfrentar la vida. Un premio


me espera por resistir la muerte. ¡Adelante, voy¡. Un
paso adelante y comenzó el avance del descenso en
la escalera. Dos escalones sin problema, apenas due-
le un poco al estirar las piernas. Mantener la cabeza
en alto, guiada por el golpecito sobre la madera que
no ve, adivinando llegar al lugar donde todo se com-
plica, una curva que hace desigual el tamaño de los
pasos. Silencio. El hambre retuerce sus intestinos, lo
único que el tiempo no le ha quitado. De adentro lle-
gan ecos de voces, golpes de cucharas. El tibio olor
que se recogerá en su plato cuando llegue y la empuja
a bajar a buscar lo suyo. Un pie en el aire, el cuerpo
toma impulso, la arroja al vacío con la cabeza aba-
jo, gira la escalera, el techo y viene el primer golpe;
con él, el primer aullido. El ruido va creciendo y el
torbellino no cesa, otro golpe en el costado y rueda.
La agonía por varios segundos hasta que el impulso
la deja en el aire y la descarga sin lástima sobre la
supericie donde se desliza. El freno brusco del sillón
que detiene la caída la deja exánime. Escucha un au-
llido prolongado, es el suyo, diferente, casi humano,
bucea entre el dolor de sus costillas y el miedo a ese
algo desconocido que le está quitando las fuerzas.
Se acercan ellas y la miran, los ojos grandes, es-
pantados. La levantan con cuidado, la examinan. No
pasa nada, lo he logrado. Se sacude y trastabilla, el
mundo aún le está dando vueltas. La rodean, le aca-
rician el lomo, el calor de la manada le devuelve la
68 Breviario del tiempo

vida. Sólo quedan las sombras largas de las mujeres,


ya no las distingue, de un tiempo para acá camina
entre sombras, si están muy lejos no las ve, no escu-
cha cuando la llaman, queda solamente el olor de las
cosas. Hablan de ella, lo percibe:
—¡Pobrecita, ya está muy viejita!
—¡Qué no se vaya a quebrar un hueso!
—Qué triste abuelita. ¿Habrá llegado la hora de
“dormirla”?
—¿Ya? ¿Por viejita? ¿Cómo decidir eso, si está viva?
Corre al in hacia el plato. El olvido cubre el dolor
de las costillas. Al encuentro de su mundo de olores,
de sombras y ruidos conocidos, a la seguridad de su
rincón en la cocina, un buen lugar para después de la
siesta y husmear bocados perdidos en las esquinas, a
ejercer la nariz con los eluvios de los manjares que
lotan, atragantarse con tanta saliva. Masticar muy
lento, saborear la iesta de la comida, la sopa que se
desliza suave y calma todas las heridas. ¡Ah... ésta
es la buena vida! Se incorpora, se anima a buscar su
cama, es hora de devolverse pero las piernas le tiem-
blan. Las sombras amables de las mujeres vienen a
su encuentro.
—Abuelita, la vida para ella ahora es sufrimiento.
—Quitarle la vida es peor remedio.
La levantan, el mundo gira, y desde la altura se
siente segura. El ascenso a la escalera se hace corto.
Los brazos que la sostienen la dejan suavemente en
la cama. Con diicultad da una vuelta, la cabeza gacha
olisquea su olor prendido a la tela burda, no le alcan-
zan las fuerzas para escarbar un poco. Una segunda
vuelta y busca acomodo. La cabeza reposa sobre sus
Gloria Inés Peláez 69

manos adoloridas, va quedando atrás toda molestia.


¡Un buen sueño, un plato de sopa, el calor de la mano
en el lomo y vuelta a la cama. Completa la dicha! Res-
pira profundo y el calor de la manta la adormece.
La niña que aprendió a silbar

A Vivrita encantada

Cuando Vivrita llegó al parque y se sentó a jugar


a la comidita con la muñeca, aún el viento no había
llegado a conversar con las margaritas ni a cantar
con el señor árbol. Por eso tuvo tiempo de alistar los
platos y recoger los tallitos de hierba, antes de que
el viento juguetón se los tirara para llamar su aten-
ción. Todo marchaba muy bien y de pronto, el pelo
de la niña bailoteó sobre sus ojos, la falda se levantó
de un jalón y la comida que ya tenía preparada sobre
los platos, lista para dársela a su muñeca, se esparció
nuevamente en el pasto. Un susurro acompañaba el
frío que le pegaba en las piernas y hasta creyó oír las
risas del follaje estremecido del árbol. Lo miró y lo
vio doblarse entrechocando sus ramas.
—No rías —le dijo.
Y como si le entendiera, el árbol se sacudió ma-
noteando sus brazos, las hojas secas se desprendie-
ron, danzaron, se dieron la venia en el aire y cayeron
haciendo un chasss muy suave sobre la hierba. Vi-
vrita vio la lluvia de hojas y se alegró. Ahora podría
pararse sobre ellas como en una alfombra de galleta.
Pero el viento sopló más duro y muchas ramitas se
levantaron y giraron alrededor de ella, la tocaron con
sus puntas haciéndole cosquillas y la niña se cubrió la
cara entre las manos. Abrió los ojos poco a poco y vio
que las margaritas se mecían con los pétalos alboro-
tados, inútilmente alargaban las hojas para cubrirse
72 Breviario del tiempo

con ellas. Una vocecita muy delgada, como una cam-


panita, gritó:
—¡Ay, ay, ay, señor viento, señor viento, despacito
que me doblo!
Y la margarita se sacudió y a Vivrita le pareció
muy gracioso que tuviera la melena alborotada. Por
eso el viento le metió los dedos entre los pétalos y se
los peinó, le rascó la corola, que es como se llama la
cabeza de las lores, y la calmó. Fue entonces cuando
se miraron: la niña a la margarita y al árbol y ellos a
la niña y a su muñeca.
—¿De dónde viene el viento? —preguntó Vivrita
muy seria, mientras le arreglaba el moño a la muñe-
ca.
—Este venía de la montaña. Tenía sus manos frías
—respondió otra lorecilla frotando su largo cuello.
—Frías, pero con un olor dulce —añadió otra mi-
rándose las hojas—. Traía un mensaje para las abejas.
—¿Qué mensaje? —preguntó curiosa la pequeña.
—Viene de visitar las rosas. Trae el aroma del polen
antes de ser miel —dijo una con cara de inteligente.
—Otras veces llega con olor a mar, de tanto pa-
tinar en el agua se le salan los pies —comentó la de
melena alborotada moviendo las hojas, tratando de
imitar el viento.
La niña las miró y para que ellas no pensaran que
no sabía nada de nada, dijo con cara de maestra:
—Cuando los gatos duermen en los tejados a ve-
ces se despiertan y mueven la nariz como si buscaran
algo. Es el viento que les pasa trayendo olores de co-
cinas, animales o de otros gatos. También huelen las
montañas, el mar y hasta los pies salados…
Gloria Inés Peláez 73

Y Vivrita levantó la cabeza para ver los ojos asom-


brados de las lores. Como las más pequeñas aún no
conocían los gatos y como ella no quería seguir ha-
blando de ellos sino del viento, les preguntó:
—¿Y dónde duerme el viento?
Las margaritas soltaron la carcajada, si hasta el
árbol dejó oír su risa de madera. Y aunque sonaba
muy bonita esa algarabía, a Vivrita le dio pena. Una
de ellas le contestó:
—Ah… El viento se duerme soplando. ¿Acaso no
lo sabías?
—¿Y es que no se cansa?
El árbol hizo chocar sus ramas y todas voltearon
a mirarlo. Vivrita subió la cabeza, se puso una mano
sobre los ojos y le dijo:
—Buenas tardes, señor árbol. ¿Usted qué sabe del
viento?
—¡Hooo…! Mucho. Acostumbra a liberarme del
peso de las frutas maduras y hace volar las hojas que
ya se quieren ir.
A Vivrita le gustó la voz del árbol, era suave y pare-
cía diciendo un secreto. El árbol continuó:
—Lo veo venir escondido entre las nubes y cuando
ya va a pasar le extiendo los brazos y él se cuelga de
ellos. Me acaricia una a una las hojas como quitándo-
me un guante y nos abrazamos. Es entonces cuando
cantamos juntos. No me dirás que no nos has oído…
Y parecía tan preocupado de que la niña jamás hu-
biera escuchado la canción del árbol y el viento que se
quedó pensando.
Entre tanto, el viento se había aquietado para es-
cuchar las voces de todos. Cuando callaron, le sacu-
74 Breviario del tiempo

dió el pelo a la niña para animarla y ella, como si pu-


diera conversar con él, le ofreció la cara y medio cerró
los ojos. El viento jugó en sus pestañas, se le metió en
la nariz y casi le abrió la boca. El viento le hablaba y
ella quería decirle algo, pero por más que intentaba
no sabía como oír las palabras del que la rozaba y la
agitaba cómo a las lores y al árbol. Vivrita trataba de
cogerlo para decirle que le gustaba y él se detenía a
veces en sus manos.
—Quiero cantar contigo —dijo la niña.
Y el viento se metió en su boca y le inló los carri-
llos. Despacito lo fue dejando salir, gustosa del juego,
y cuando menos pensó un silbido delgadito, igualito
a la vocecita de una lor, le salió de los labios al besar
el viento que salía. La niña volvió a silbar y corrió a
la casa a contarle a su mamá que podía cantar con el
viento.
Muchos días estuvo Vivrita ensayado su canción
por los rincones, hasta que por in, un día de esos,
pudo silbar tan bien como papá.
El servidor de la piedra

El hombre parecía sembrado en el río, se movía


lento y permanecía con los ojos cerrados. Tenía un
color cobrizo, su oicio lo obligaba a estar todo el día
a la intemperie, sumergido en el agua para sacar are-
na del lecho del río. La mecánica labor de hundir la
pala, levantarla rebosante de piedras esquivando la
corriente y arrojar su carga a la orilla, le parecía un
gesto que no necesitaba mayor razonamiento. Poco
hablaba con los otros hombres de la cuadrilla. A unos
les correspondía cernir la arena y subirla a las vol-
quetas; a otros, preparar la mezcla con el cemento,
empujar las carretillas y construir los muros. No sa-
bía ninguno que la caricia constante del agua en las
piernas del hombre cobrizo le hacía ver imágenes en
el lujo cristalino. Entre ellas, la igura de un ancia-
no se dibujaba en la corriente y le hablaba: “Nadie
se baña dos veces en el mismo río”, le decía. La apa-
riencia del viejo le era familiar, hablando del luir del
tiempo. Venían a su mente los muros de Efeso, una
ciudad que no recordaba haber visitado pero que sa-
bía estaba construida a orillas del mar Egeo. Inquieto
hundía su pala en el limo queriendo desentrañar el
origen de sus visiones. El agua corría, pero él seguía
siendo el mismo, a pesar del constante discurrir del
río. Al menos eso creía, aunque a veces le costaba tra-
bajo reconocerse en el hombre que los otros miraban
desde la orilla. No sólo era quien permanecía sumer-
gido, sino alguien más...
76 Breviario del tiempo

Tenía en su hombro izquierdo una cicatriz. No re-


cordaba cuándo sufrió la herida que lesionó su piel
dejándole un surco profundo. En las noches soñaba
que soportaba una pesada carga, arrastrando peno-
samente con otros hombres un trineo, miraba hacia
atrás y alcanzaba a distinguir entre las cabezas de
la cuadrilla un inmenso bloque de granito. Los pies
luchaban fatigados sobre la arena chispeante, ani-
mados por las voces de sus capitanes. Casi le dolía
despertar y entreveía que volver al río era un castigo,
porque su verdadera vida se encontraba en las som-
bras del sueño. Y todas las noches avanzaba un tre-
cho arrastrando el trineo. Despertaba invocando el
nombre de Osiris, dios del Tiempo, que le deparaba
su verdadera identidad.
Había soportado el sol sin ampararse de su calor
toda la vida. Los ojos inexplicablemente alargados, la
nariz y la boca de rasgos asiáticos le daban una apa-
riencia de extranjero. No era como todos y acaso sa-
bía más que los otros de mundos lejanos. Agradecía
a Ra los rayos de luz portadores de vida por la maña-
na y sin otra palabra comenzaba su labor. Meditaba.
Hundía la pala, soportaba el peso de su carga y con
un giro la arrojaba afuera. El tema de sus sueños le
ayudaba a trabajar. Sintió que la mole de piedra que
aparecía en sus sueños se iba acercando a su destino.
Era la pirámide donde reposaría el cuerpo dormido
del faraón, quien después de los ritos alcanzaría la
inmortalidad y ascendería por la pendiente al sol. De
repente, el gravillero del río comprendió que, como el
faraón, también él era inmortal.
Gloria Inés Peláez 77

Constructor de pirámides, esclavo en la cuadrilla,


osó penetrar al templo donde el sacerdote oiciaba a
Rai, hijo de Hamset, los ritos del tránsito a la otra
vida, asegurándole la inmortalidad al cuerpo. Escon-
dido tras una columna, vio al sacerdote cubierto con
una piel de pantera tocar con su bastón la cara, abrir
con sus manos la boca y los ojos del cadáver, mien-
tras recitaba las palabras sagradas. Sin merecerlo,
escuchó y aprendió las oraciones que aseguraban la
resurrección. Luego, él mismo se cubrió de sal y soda,
ungió su cuerpo con aceites y vendándose con linos
que portaban palabras de la fórmula, pronunció sin
tener derecho el nombre indecible del dios reclaman-
do la inmortalidad. Y fue condenado por ello. Debía
vivir eternamente, preso en su condición de servidor
de la piedra.
El bloque que arrastraba en sus sueños había lle-
gado a su destino. Debía morir como Osiris, ahoga-
do en el río. Antes de hundirse totalmente recordó el
canto de la arpista: algunos cuerpos están en mar-
cha; otros entran a la inmortalidad desde los tiem-
pos antiguos... Añoró las arenas del desierto de la
necrópolis de Menis donde debería estar su cuerpo
sepultado, si no hubiera desaiado el poder del dios.
Pero su destino era volver a vivir en el mismo cuerpo
cerniendo la arena en la orilla.
El viejo de la ventana

No recordaba otra vida distinta a la que llevaba en


esa habitación, como si siempre hubiese sido un vie-
jo. Pero él tenía la culpa, le había apostado su poder
a la conservación de la vida, huyéndole a la muerte.
Penosamente extendió sus manos y sus dedos aletea-
ron débilmente antes de posarse en la rígida estruc-
tura que le servía de apoyo a sus cortas caminatas por
el cuarto. Levantó su cuerpo y sintió cuánto le pesa-
ban los trescientos años de existencia al arrastrar sus
piernas hasta el mirador. Observó que no había ido el
gorrión por su miga de pan, ni había rastro de la ave-
cilla ni de ninguna forma de vida en el irmamento.
El gris plomo del cielo no era el presagio de una tor-
menta, sino el ordinario color de la mañana. Miró ha-
cia los otros ediicios y distinguió confusas manchas
en las ventanas, adivinó en ellas a otros ancianos que
también miraban. Abajo, como un río profundo visto
desde la cima de una montaña, la avenida surcada
por los tranvías le enviaba un zumbido amortiguado
por la altura, amansado por la irreparable sordera de
sus años. Entre las rejas se colaba el olor de la ciu-
dad azotándolo con ráfagas de aire denso y seco, de-
jándole la impresión de una máscara de hollín en los
pliegues de la cara. Prefería asomarse a contemplar
el tedioso panorama de grises y concretos que entre-
garse a la quietud hipnótica del sueño, o quedarse en
la silla y ajustarse los audiovisores para recibir expe-
riencias virtuales de un mundo que ya no entendía.
Los más recientes hechos sobrepasaban su capacidad
80 Breviario del tiempo

de comprensión y él mismo se sentía un extraño, un


huérfano de la civilización de los otros. Desde que era
verdaderamente un anciano, hacía quizá cien años,
había dejado de entender la lógica del poder, el pro-
greso de la técnica y, sobre todo, la conducta humana.
Llegó a poseer riqueza, poder y una larga juven-
tud. Cuando su voz estaba en ejercicio de mando
impuso las leyes y bajo su brazo se construyó el im-
perio. Pero nunca quedó satisfecho, ambicionaba la
juventud perpetua. Invirtió la mitad de su imperio en
centros experimentales y logró encontrar la clave del
rejuvenecimiento y la conservación de los órganos vi-
tales. Desde entonces se sometió a la exposición de
rayos gama, consumió los iltros y adoptó una severa
rutina de conservación. Sin que él lo notara, pasaron
los años y cambiaron sus amigos, delegó en otros
las decisiones sobre su imperio, alteró la geografía
y lentamente disminuyó su poder hasta que al in lo
perdió del todo. Terminó aceptando una habitación
en un complejo megahabitacional para ahorrar sus
energías, aislado de los demás por el temor al conta-
gio. Ahora era una pieza más del museo viviente de la
historia, poca compensación para quien siglos atrás
fuera un poderoso gobernante, ocupado en distinguir
en las sombras de las otras ventanas los rostros en-
vejecidos de sus ministros, que también bebieron la
pócima de la inmortalidad. Pero seguramente como
él, nada deseaban tanto como la muerte.
Con él se inauguró la generación de los viejos. Los
seres silenciosos que vivían apiñados en el comple-
jo megahabitacional como una oscura mancha que
venía del pasado, una incómoda herencia que ni si-
Gloria Inés Peláez 81

quiera tenía por objeto recordar la muerte. Eran más


bien una carga para el futuro, pues la ciudad crecía a
expensas de las celdas que debían construirse para
albergar los ancianos esperados, generaciones im-
productivas que debía sostener por siglos. Tan sólo
por eso era recordado el viejo de la ventana, por abrir
el camino a las siguientes generaciones de longevos.
Y él ya no deseaba nada, apenas la ventana lo unía a
la vida, con la mirada en ella esperaba al gorrión para
darle una miga de pan, engañándose con el recuerdo
del ave, sin aceptar que tan sólo era una especie de
vida ya desaparecida.
Nadie tan viejo como él forzando los barrotes
para probar el viento sobre su cuerpo, arrojándose
a las profundidades donde la borrosa imagen de los
tranvías le aseguraba por in el descanso eterno de
la muerte. Con el cuerpo leve igurándose ser un go-
rrión, intentó un aletazo con sus brazos casi deshe-
chos.
La conspiración de los Bailantes

El último movimiento hereje que se recuerde fue


el de los Bailantes. Su rebeldía acabó con la prisión
perpetua a la que estaban sometidos los pobladores
de la Casona. Por siglos estos hombres, pálidos de
nunca ver el sol, vivieron encerrados en una cons-
trucción circular totalmente sellada, sin puertas al
exterior ni ventanas. Sus habitaciones se hallaban
localizadas alrededor de un núcleo a la manera de
una inmensa colmena, albergando en su interior a
los habitantes en celdas irreductibles. La Casona era
el único mundo posible, o, al menos, eso creían ellos.
No tuvieron sosiego ni padecieron de la monotonía
del encierro, sus habitantes vivían el horror de la i-
sonomía cambiante de sus fronteras: las habitacio-
nes desaparecían y con ellas sus ocupantes. En las
mañanas, camino al trabajo, encontraban, en el lugar
de los cuartos de sus vecinos, paredes olorosas a pin-
tura y rastros de manos que trabajaban cuando todos
dormían. Así eran castigadas la inconformidad y la
rebeldía, con la práctica de la desaparición forzada.
Muchos años vivieron encerrados dentro de los
límites construidos por sus antecesores como refu-
gio para preservarse de una lluvia de fuego que asoló
el planeta en los tiempos remotos de la guerra. Una
hecatombe que perduró como leyenda de manera
admirable en la memoria a lo largo de sus genera-
ciones e impidió aventurarse a traspasar el límite de
su mundo. En los últimos tiempos, causaba más pa-
vor, sin embargo, la amenaza permanente de las des-
84 Breviario del tiempo

apariciones, ensañada contra los adeptos de la secta


secreta de los Bailantes. Sus iniciados seguían a un
hombre que se hacía llamar el “Iluminado”, a quien
se le acusaba de desaiar al Gran Consejo incitando
a prácticas que vulneraban las normas de trabajo. El
“Iluminado” alentaba a liberar el cuerpo y promovía
la desnudez como un paso a la develación del espíritu
oculto en las ropas, forzado a ignorar los sueños. En
sus ritos, los Bailantes, seducidos por la emoción de
la música, se dejaban llevar por el ritmo y relajaban la
tensa disposición de sus músculos, embriagados por
sus emociones abandonaban los rígidos movimien-
tos de autómatas y preparaban sus cuerpos para el
ejercicio del sexo. De ahí que a los Bailantes se les pe-
nitenciara por ser hechiceros, dados los movimientos
y desvanecimientos que tenían, de los que asegura-
ban volver con la visión de otros mundos felices.
Los hombres del Gran Consejo recorrían la Caso-
na con orden de proteger la existencia maquinal y si-
lenciosa de sus habitantes, hostigados por los herejes
con murgas intempestivas, seguidas de un bailoteo
relámpago, obra de conspiradores que se perdían
bajo un mutismo cómplice sin dejar huella. No pudo
el terror insoportable de las desapariciones extinguir
la herejía de los Bailantes. Sus seguidores, un gru-
po de hombres y mujeres cultores del espíritu y el
cuerpo, creían en la promesa de un mundo mejor y
apuntaban a la teoría de que la Casona no era única
y que esta hacía parte de otra, y esta a su vez de otra
más grande, y así sucesivamente, hasta conformar un
mundo inmenso e insospechado. Pero fue sólo has-
ta la desaparición del “Iluminado” que se colmó la
Gloria Inés Peláez 85

paciencia de los Bailantes. En una frenética carrera,


armados de garrotes, se dieron a la tarea de destruir
los muros, ya fuera para encontrar alguna salida de
su mundo o para liberar a los presos de las cárceles
secretas. Al inal, la guerra dejó la Casona converti-
da en un vestigio de máquinas destrozadas, paredes
destruidas y restos humanos enlazados.
Al salir sus sobrevivientes arrastrándose entre las
ruinas apenas si pudieron distinguirse entre los es-
combros, enceguecidos por la luz de un sol que no
conocían. Un viento seco y caliente que barría las
puntas de la vegetación hirsuta hirió sus pieles deli-
cadas. Aparte de las ruinas todo era desértico y soli-
tario. Antes de perder la razón vieron en la mancha
que brillaba en el irmamento el anuncio de un nuevo
iluminado, a pesar de la nube permanente que cubría
el irmamento y le daba a los contornos una sombra
desolada.
Destruida la Casona, sólo les quedaba dar el si-
guiente paso y buscar la frontera donde se cerraba
ese otro mundo, más allá del límite en el que volvían
a estar presos.
La gran danza

Con las manos enlazadas o prendidas a las cinturas


de sus compañeras, avanzaron arrastrando los pasos
hacia el lugar donde habrían de oiciar los ritos de la
Gran Danza. Marchaban sólo ellas, viejos y adultos
las veían alejarse rumbo al Valle del Trigo en busca
de la restauración del Cosmos. No quedó doncella en
ninguna casa. Por cinco días los viejos permanece-
rían melancólicos meneando las cabezas, recostados
a los quicios de sus puertas, alargando la mirada al
Valle. Los pocos hombres jóvenes que aún sobrevi-
vían se consagrarían más que nunca al trabajo en las
fábricas. Durante el tiempo que durara el rito estaba
prohibido el vino, la música y más que todo el sexo,
castigado con la pena de muerte si se practicaba entre
hombres, mientras las mujeres estuvieran en el Valle.
Sólo los niños, considerados libres de toda culpa,
podrían acercarse al Valle a llevarles provisiones. Los
demás eran considerados malditos y sus manos no
podían tocar lo que ellas comieran. Los chicos empu-
jarían pesadas carretillas con alimentos primitivos:
pan simple, frutas y una bebida de semillas fermenta-
das, sin ningún componente químico. Se detendrían
a unos metros y las mirarían a hurtadillas, luego co-
rrerían a esconderse. Los recuerdos de estas muje-
res danzantes marcaban sus primeros años y era su
primera lección sobre el sexo. Cuando crecieran, los
muchachos se ausentarían de la ciudad y morirían en
las guerras, conquistando nuevos mundos en pos del
poder y la riqueza. La imagen de las mujeres en el
88 Breviario del tiempo

Valle del Trigo propiciando la fecundidad, apareán-


dose con los espíritus de los hombres muertos en una
danza parecida a la oscilación de la llama, los acom-
pañaría hasta el inal de sus días. A la hora de morir,
ellos se rendirían pacientes ante la promesa de la re-
novación que les auguraba el rito.
Poca vida le quedaba a la ciudad. Aunque abun-
daba el alimento y se preveían años de prosperidad,
la guerra había consumido a los hombres jóvenes en-
frentando a las mujeres y a los viejos a sobrevivir sin
ellos. La ciudad no tendría niños ni jóvenes que en-
viar a las campañas. Ya sólo les quedaba la gran dan-
za para impedir la extinción de sus habitantes. Como
una obligación, las mujeres en edad fecunda iban al
encuentro de los muertos, a la locura que borraba sus
memorias durante cinco días de embriaguez y danza,
y las dejaba exhaustas, con la mirada perdida, balbu-
ceando nombres que los viejos reconocían como los
de sus padres, tíos o abuelos fallecidos. En la danza,
el encuentro con los ancestros renovaba la vida en los
vientres de las mujeres.
Antes de penetrar al Valle del Trigo, ondulante
como un mar dorado, las mujeres se despojaron de
sus vestidos y de sus zapatos. Tendieron mantas, se
echaron sobre ellas y se quedaron quietas contem-
plando la vibración del Valle, sorprendidas del des-
pertar de su cuerpo en comunicación con el viento
y el paisaje. Nunca como hasta ese día las espigas
habían mostrado tal fertilidad, augurando la mejor
cosecha. Un silbido lejano les reveló la proximidad
de los convidados. Rieron y sus labios adquirieron el
color del vino de semillas que también comenzó a co-
Gloria Inés Peláez 89

lorear sus rostros. La noche llegó y las encontró mu-


sitando palabras de bienvenida, llamando. Al ama-
necer, los ruegos se mezclaron con el movimiento, el
vértigo de la danza les crispó las piernas, se enredó en
sus muslos y las hizo caer, implorando al hombre que
habría de poseerlas penetrara por in en sus carnes.
Una marcha acompañada de una nube de polvo que
venía del otro lado del trigal anunció a las mujeres el
encuentro. Llegó hacia ellas y las cubrió. Los suspiros
cambiaron a lamentos, a jadeos interrumpidos por
gritos de nombres. Un vapor ardiente ascendió de la
tierra y quemó los pies de las danzarinas que estre-
mecidas se aferraron a la columna de aire y bebieron
sus besos cálidos. Sobre las espigas cayeron convul-
sas, abrazando con sus piernas a aquel que las hacía
gemir desde las entrañas. Con las pupilas dilatadas y
llorosas amaron y fueron amadas por cinco días.
Cumplido el tiempo y agotadas las provisiones se
escucharon los gritos de los viejos, llamándolas des-
de la ciudad, anunciando el inal de la Gran Danza.
Una nube que ascendía sobre las espigas y envolvía
a las mujeres impidió que los viejos las observaran
alejarse. Abrazadas, las jóvenes marchaban con los
hombres muertos. Extrañados por su ausencia, los
viejos corrieron a buscarlas y sólo hallaron el trigal
deshecho. Un aire caliente silbaba entre las espigas
rotas. Tarde comprendieron que habían perdido su
última cosecha.
El condenado Albin

La burbuja se elevó sobre la supericie rocosa,


emergiendo como una pompa de jabón, impulsada
por sus patas desde la plataforma. El dominio de los
controles corrigió el bamboleo de la esfera que con-
tinuó su incursión avanzando a saltos, tripulada por
el condenado Albin, identiicado en la lista de los ex-
ploradores cósmicos. Un desierto rojizo se ofrecía a
sus ojos, sobre las vetas pardas de los minerales la
luz adquiría tonos dorados. Una ráfaga de polvo se
estrelló contra la nave y la sacudió. Albin escuchó el
chasquido de los fragmentos sobre la cúpula transpa-
rente, alzó la mirada e intentó protegerse. Sin perder
la calma dirigió el rumbo esquivando los vientos. Co-
menzaba a comprender que su nave y él, en adelante,
serían un solo cuerpo.
Más allá del irmamento, escapando de la órbita,
la nave nodriza se alejaba para repartir en las otras
lunas de Titán más reos condenados a perpetuidad.
Los radares de la burbuja perdieron su contacto. Al-
bin le dijo adiós en voz alta y detuvo la marcha. El
tablero de los controles le indicaba las coordenadas
de un mundo desconocido. Una luz le recordó la obli-
gación de consignar en su bitácora la experiencia de
las primeras horas. Cansado, al comienzo de su aven-
tura, reclinó la silla y miró el cielo. Nunca más volve-
ría a ver el color azul, sólo la tonalidad naranja y sin
nubes del irmamento. Nunca más la lluvia...
Cuando despertó, una luz dorada inundaba el pai-
saje de una atmósfera irreal. A unos metros, las rocas
92 Breviario del tiempo

presentaban formas extrañas. El primer impulso lo


arrojó sobre la bitácora. Debía describir la conigu-
ración rocosa, detallar los arcos de piedras suspendi-
das, semejantes a árboles fosilizados unidos por sus
ramas. Podía asegurar que no estaban allí cuando se
detuvo. Los cientíicos se alimentarían de su infor-
mación, de ahí la importancia de consignarla en su
bitácora. Pero... si su castigo era estar incomunicado
y solo para siempre sin poder redimirse de su culpa,
¿qué ganaría él transmitiendo? Detuvo su mano y se
alejó del lugar. En la pantalla del radar un pequeño
objeto, distinguido por un punto, seguía de cerca a la
nave. “Algo debió enredarse cuando se detuvo junto
a las grandes piedras”, pensó.
Un abrigo rocoso le sirvió de protección ante la
señal de vientos huracanados. En minutos se perdió
el color anaranjado del aire, chasquearon los prime-
ros vientos y ráfagas oscuras estremecieron las rocas.
La luz roja le recordó la obligación de la bitácora.
“No transmitiré una sola palabra”, se dijo, “me han
abandonado”. Ningún delito merecía la pena del os-
tracismo en un satélite desconocido, menos podían
esperar de él, los pobladores de la Tierra, a que les
explorara un mundo, amenazados como estaban con
la extinción. Sin embargo, concluyó, había una forma
de devolverles el castigo. Albin pulsó la clave de la bi-
tácora y transmitió: “Ellos me tratan como a un dios,
esto es el paraíso. He encontrando el mundo ideal”.
Sonrió pensando en el efecto que causaría la descrip-
ción de un mundo perfecto para la conquista. Esperó
unas horas y volvió a escribir: “Ellos no quieren que
me comunique, temen que lleguen nuevos visitantes
Gloria Inés Peláez 93

y los dominen, se saben débiles y yo lo he compro-


bado. Son inmensamente ricos”. Cortó la señal, im-
pulsó la nave y se dispuso a explorar los alrededores
sin alejarse mucho del abrigo. No pudo, sin embargo,
ir muy lejos, volvió al lugar sin dejar de pensar en lo
que habría de contar ahora y casi febril abrió la llave
para transmitir. “Me traslado por túneles profundos
bajo la supericie. Camino en libertad, sin necesidad
de la atmósfera de la nave”. La imaginación de Albin
le dictaba los rasgos de los seres que iría a describir
posteriormente, con los ojos cerrados y una débil
sonrisa se complacía pensando en el engaño. En la
pantalla del radar un punto cerca de la plataforma era
ignorado por el condenado. Su mirada perdida a ve-
ces se dirigía al paisaje y creía percibir algo que bullía
desde las entrañas de las rocas. Enloquecido, transmi-
tía: “Tienen cabezas ilosas y muchas bocas, son seres
que viven apiñados como larvas. Poseen riquezas in-
mensas en minerales y grandes yacimientos de agua
en las capas interiores”. Sin darse cuenta cabal del
tiempo que pasaba, describió en su bitácora el gusto
de los exóticos sabores de las vetas rojizas, la sazón
de la miel de los cristales y el apacible sueño que se
vivía en los musgos pétreos. Por último pulsó: “Me
han hecho inmortal, resistiré el paso del tiempo”. No
transmitió más, se quedó dormido para siempre.
Cuando las naves de la Tierra llegaron a tomar
posesión de Titán, guiados por la débil señal de los
transmisores de la nave del condenado Albin, en-
contraron en el mismo sitio una extraña formación
rocosa: una esfera pétrea que indicaba el centro de
transmisión. Debajo de ella, en túneles subterráneos,
94 Breviario del tiempo

seres con cabezas ilosas y muchas bocas, apiñados


como larvas, succionaban la nave desde su platafor-
ma. Atraídos por la vibración de la lotilla que se po-
saba sobre la supericie, se acercaron hambrientos
para adherirse a los nuevos visitantes.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2012
en la Unidad Gráica de la
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali - Colombia

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