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La época de los cerezos en

flor
Lucia Berlin

Ahí estaba el cartero de nuevo. Después de la primera vez que reparó en él, Cassandra
comenzó a verlo por todas partes. Como cuando aprendes lo que significa exacerbar y
de pronto todos usan esa palabra y te la encuentras hasta en el periódico de la mañana.
El cartero caminaba por la Sexta Avenida, con sus zapatos brillantes levantándose por
encima del pavimento. Uno, dos. Uno, dos. En la Calle Trece, giró la cabeza hacia la
derecha, dio vuelta y desapareció. Estaba entregando el correo.
Cassandra y su hijo de dos años, Matt, se encontraban en su propio recorrido matutino.
Pasaban por la charcutería, el supermercado, la panadería, la estación de bomberos y la
tienda de mascotas. A veces, por la lavandería. Volvían a casa para que Matt tomara
leche y galletas y después salían de nuevo, hacia la Plaza Washington. Luego, de vuelta
a casa para el almuerzo y una siesta.
Cuando notó por primera vez al cartero y cómo sus caminos se cruzaban una y otra vez,
se preguntó por qué no lo había visto antes. ¿Acaso su vida entera se había alterado por
una diferencia de cinco minutos? ¿Qué pasaría si se alterara por una hora?
Notó que la ruta del cartero estaba cronometrada tan perfectamente que llegaba a la
esquina de las banquetas exactamente cuando la luz del semáforo cambiaba a rojo.
Nunca se desviaba de su camino, e incluso sus bromas ocasionales eran predecibles.
Entonces se dio cuenta de que su propia ruta era igual de previsible. A las nueve, por
ejemplo, un bombero cargaba a Matt para subirlo a su camión un momento o ponía su
sombrero en la cabeza del bebé. A las diez y cuarto, el panadero le preguntaba a Matt
cómo estaba y le daba una galleta de avena. Si no, el otro panadero saludaba a
Cassandra con un “Hola, guapa”, y le daba la galleta a ella. Cuando salieran por la
puerta de la Calle Greenwich, allí estaría el cartero, dando vuelta en la esquina.
Es comprensible, se dijo a sí misma. Los niños necesitan ritmo, una rutina. Matt era tan
pequeño y aunque le gustaban sus paseos y el tiempo en el parque, a la una en punto se
ponía de mal humor porque necesitaba comer y una siesta. Sin embargo, Cassandra
intentó variar su rutina. Matt reaccionó mal. No estaba listo para el arenero, ni para el
columpio hasta después de su caminata. Si se iban a casa temprano, Matt tenía
demasiada energía como para dormir una siesta. Si iban a la tienda después del parque,
Matt que se quejaba y se retorcía, tratando de escapar del carrito. Así que volvieron a su
rutina habitual, pisándole los pasos al cartero a veces y encontrándoselo en la acera de
enfrente otras. Nadie se interponía en su camino ni caminaba por delante de él. Uno,
dos. Uno, dos, atravesaba en línea recta el centro de la acera.
Una mañana podrían haber perdido de vista al cartero si, como de costumbre, se
hubieran quedado mirando un rato dentro de la tienda de mascotas. Pero ese día había
una nueva jaula en el centro de la tienda. Ratones. Docenas de pequeños ratones grises
corriendo en círculos, como locos. Habían sido criados con tímpanos defectuosos para
que dieran vueltas y vueltas. Cassandra sacó a Matt de la tienda y casi chocaron con el
cartero. Al otro lado de la calle, una lesbiana telefoneaba a su amante, en la prisión de
mujeres. Todas las mañanas a las diez y media ocurría esa llamada.
En la Sexta Avenida, se detuvieron en la charcutería para comprar hígado de pollo y
luego pasaron a la lavandería de al lado para recoger la ropa. Matt cargaba las compras,
ella empujaba la ropa en un carrito. El cartero dio un pequeño salto para evitar las
ruedas del carro.
David, el esposo de Casandra, llegaba a casa a las cinco cuarenta y cinco. Tocaba el
timbre tres veces y ella le abría. Cassandra y Matt esperaraban en el barandal, viéndolo
subir uno, dos, tres, cuatro, pisos de escaleras. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! Se abrazarían y
entrarían a la casa. David se sentaría a la mesa de la cocina, con Matt en su regazo, y se
quitaría la corbata.
“¿Cómo te fue hoy?”, preguntaría Cassandra.
“Igual”, respondería David, o “peor”. Era escritor, casi había terminado su primera
novela. Odiaba el trabajo que tenía en una editorial porque no le quedaba tiempo ni
energía para su libro.
“Lo siento, David”, decía ella, y preparaba un par de tragos. “¿Cómo estuvo su día?”
“Bien. Caminamos, fuimos al parque”.
“Qué bien”.
“Matt tomó una siesta. Leí a Gide”. (Ella trataba de leer a Gide, pero generalmente leía
a Thomas Hardy).
“Hay un señor del correo...”
“Cartero”.
“Cartero”, se corrigió a ella misma. “Me tiene muy deprimida. Es como un robot. Día
tras día, el mismo horario, la misma rutina; incluso tiene el semáforo programado en su
recorrido. Me hace pensar en mi propia vida y eso me entristece”.
David se enfureció. “Uy sí, realmente lo tienes complicado. Mira, todos hacemos cosas
que no queremos hacer. ¿Crees que me gusta la división de libros de texto?”
“No quise decir eso. Yo amo lo que hago. Simplemente no quiero tener que hacerlo a
las diez y veintidós. ¿Entiendes?”
“Supongo. Oye, sirvienta, prepárame un baño”.
Siempre decía esa broma. Ella le preparaba el baño y cocinaba la cena mientras él se
bañaba. Comían cuando David salía, con su cabello negro brillando. Después de la cena,
él escribía o pensaba. Ella lavaba los platos, le daba un baño a Matt y le leía, le cantaba.
Cantaba “Texarkana Baby” y “Candy Kisses” hasta que se quedaba dormido, con una
cinta de baba colgando de sus labios rosados. Luego ella leía o cosía hasta que David
decía: “A acostarnos”, y se iban a la cama. Hacían el amor, o no, y se quedaban
dormidos.
A la mañana siguiente, Cassandra estaba despierta en la cama, con un dolor de cabeza.
Esperó a que David dijera “Buenos días, corazón”, y así lo dijo. Cuando se iba al
trabajo, esperó a que la besara y le dijera “No hagas nada que yo no haría”, y así lo hizo.
En el camino hacia la Plaza Washington, pensó que quizá hoy un niño se caería y se
cortaría el labio. Más tarde, en el parque, Matt se cayó del columpio y se cortó el labio.
Cassandra sostuvo un Kleenex contra la boca de su hijo, conteniendo sus propias
lágrimas. ¿Que pasa conmigo? ¿Qué más quiero? Dios, déjame ver las cosas buenas. Se
obligó a mirar a su alrededor, más allá de sí misma, y notó que los cerezos estaban en
flor. Habían estado floreciendo poco a poco, pero justo ese día las flores habían
alcanzado su esplendor y los árboles lucían preciosos. Entonces, la fuente se encendió,
casi como una consecuencia de que Cassandra hubiera contemplado los árboles. “¡Mira,
mamá!”, chilló Matt, y comenzó a correr. Todos los niños y sus madres corrieron a la
fuente chispeante. El cartero hacía su ruta, como de costumbre. Pareció no darse cuenta
de que la fuente estaba encendida, y se mojó pasando en medio de ella. Uno, dos. Uno,
dos.
Cassandra llevó a Matt a casa para la siesta. A veces ella también dormía, pero
generalmente cosía o estaba en la cocina. Amaba esa hora lenta del día, cuando el gato
bostezaba y los autobuses pasaban por su ventana, cuando los teléfonos sonaban sin que
nadie contestara. La máquina de coser hacía un sonido veraniego, como de moscas.
Pero esa tarde, el sol brillaba desde el cromo de la estufa, y la aguja se rompió en la
máquina de coser. De las calles salían ruidos de carros frenando, de llantas que
chirriaban. Un chapoteo de cubiertos sonaba en el drenaje, un cuchillo rechinó contra el
esmalte. Cassandra picaba perejil. Uno, dos. Uno, dos. Matt se despertó. Ella le lavó la
cara, cuidando el labio herido. Tomaron una malteada, esperaron con bigotes de
chocolate a que David volviera a casa y tocara el timbre tres veces.
Deseaba poder decirle lo mal que se sentía, pero era él quien la pasaba mal, trabajando
en ese empleo, sin tiempo para su libro. Así que cuando él le preguntó cómo había
estado su día, ella contestó: “Fue un día maravilloso. Los cerezos están en flor y hoy
encendieron la fuente. ¡Es primavera!”.
“Genial”. David sonrió.
“El señor del correo se mojó”, agregó Cassandra.
“Cartero”.
“Cartero”.
“No vamos a ir a la tienda hoy”, le dijo Cassandra a Matt. Hicieron galletas de
mantequilla de maní y él apretó el tenedor sobre cada una de ellas. Ella preparó
sándwiches y leche, puso mantas y una almohada en el carrito de lavandería. Fueron
hacia la Plaza Washington tomando un camino completamente nuevo, por la Quinta
Avenida. Fue agradable llegar por la parte del arco, enmarcaba los árboles y la fuente.
Ella y Matt jugaron a la pelota, él se subió al tobogán y estuvo en el arenero. A la una,
Cassandra extendió la manta para hacer un picnic. Comieron sándwiches, le ofrecieron
galletas a la gente que pasaba. Después del almuerzo, Matt no quería irse a dormir, ni
siquiera con su propia manta y almohada ahí. Pero ella le cantó. “Ella es mi nena
Texarkana y la amo como a una muñeca, su madre es de Texas y su padre de Arkansas”.
Repitió el estribillo una y otra vez hasta que Matt finalmente se durmió, y ella también.
Durmieron mucho tiempo. Cuando despertó, al principio tuvo miedo porque abrió los
ojos y las flores rosadas contra el cielo azul inundaron su mirada.
Cantaron en el camino a casa, parando en la lavandería para recoger su ropa. Al salir,
empujando el pesado carro, Cassandra se sorprendió al ver al cartero. No lo habían visto
en todo el día. Con pereza, ella siguió sus pasos hasta la esquina. Luego, soltó el carrito;
lo dejó navegar pesadamente por la banqueta, hasta los talones del cartero. Uno de sus
pies se enredó de tal manera que perdió el zapato. Miró a Cassandra con odio, se agachó
para desatar las agujetas de su zapato y volver a ponérselo. Ella recuperó el carrito y él
comenzó a cruzar la calle. Pero fue demasiado tarde para el cartero; el semáforo cambió
a rojo cuando estaba a medio camino. Un camión repartidor viró en la esquina, con los
frenos chillando, y estuvo a centímetros de atropellarlo. El cartero se quedó helado,
aterrorizado. Luego continuó hasta la esquina y comenzó a correr sobre la Calle Trece.
Cassandra y Matt caminaron por la Calle Catorce para regresar a su edificio de
departamentos. Era una forma completamente diferente de volver a casa.
David tocó el timbre a las cinco y cuarenta y cinco. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola!
“¿Cómo te fue hoy?”
“Igual. ¿Cómo estuvo su día?”
Matt y Cassandra se interrumpían el uno al otro, contándole sobre su día, sobre el
picnic.
“Fue hermoso. Dormimos bajo los cerezos en flor”.
“Genial”. David sonrió.
Ella también sonrió. “En el camino de regreso, asesiné al señor del correo”.
“Cartero”, dijo David, quitándose la corbata.
“David. Habla conmigo, por favor”.

Traducción de una tal: Gabriela Solis. De: https://www.solisgabriela.com/post/la-


%C3%A9poca-de-los-cerezos-en-flor

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