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Índice

Parte 1: La Tierra: El no tan distante futuro (Spoiler: Apesta) .................. 4


Capítulo 1 ....................................................................................................... 5
Capítulo 2 ..................................................................................................... 11
Capítulo 3 ..................................................................................................... 20
Parte 1: La Tierra: El no tan distante futuro (Spoiler: Apesta)

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1
Mi último día en la Tierra comenzó bastante normal. Mi mamá me despertó a
las ocho de la mañana y me dijo que iba a la ciudad a vender hierba.
—La cosecha está lista y no quiero sentarme aquí a esperar con todos
esos hippies merodeando —dijo, hablando rápido. Mamá ya había tomado dos
tazas de café cargado—. Espero que el dispensario de la granja a la mesa
todavía esté abierto; pagan bien. Es posible que pronto necesitemos algo de
dinero para salir de aquí.
Bostecé y parpadeé para quitarme el sueño de los ojos.
—Buenos días.
—Oh, buenos días, cariño —dijo, apartando el cabello de mi frente.
Supongo que mamá aún no se había molestado en encender la estufa de
leña, porque mi habitación en nuestra pequeña cabaña estaba fría y húmeda.
La luz gris se filtraba a través de mis cortinas, la lluvia golpeaba contra el
techo de hojalata. Era finales de octubre y hacía frío, esa lluvia se moría por
convertirse en nieve. Me subí mis pantalones de pijama y envolví mi edredón
alrededor de mis hombros, luego me tambaleé para revisar el cubo en la
esquina donde había surgido la gotera la semana pasada. Estaba seco, así que
supuse que mi trabajo de reparación en nuestro techo oxidado había
aguantado. Sin embargo, mi biblioteca todavía olía a papel húmedo, el daño
estaba hecho. Tenía como doscientos libros apilados allí, tantos que ni siquiera
podía ver el estante, en su mayoría novelas de ciencia ficción, pero también
algunos clásicos y un par de docenas de libros de texto de matemáticas y
ciencias. Todas las páginas que había leído en esta cabaña, muchas de ellas
ahora hinchadas y mohosas. Me entristeció verlos arruinados así; habían sido
una buena compañía. Pero si nos íbamos de aquí como mamá decía, todos se
quedarían atrás de todos modos. Libros gratis para cualquiera que fuera el
siguiente ocupante ilegal que viniera a este lugar.
Durante casi un año nos habíamos estado escondiendo en esta cabaña en
el estado de Washington, a un corto trayecto en coche de la frontera de la
Columbia Británica. Era el período de tiempo más largo que nos habíamos
quedado en un solo lugar desde que habíamos dejado Australia hacía diez
años, cuando huimos por primera vez. Teníamos un verdadero hogar en ese
entonces. Mamá tenía un trabajo de verdad, y yo tenía un padre.
Apenas recordaba nada de eso.
—Dos horas a Tacoma, dos horas de regreso —recitó mi madre
mientras la seguía a nuestra pequeña cocina/sala de estar—. Una hora para los
recados. Dos horas de margen en caso de que me topé con tráfico o necesite
estirar las piernas —Se subió la manga de su camisa para mirar los dos relojes

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que llevaba en su muñeca del tamaño de un pájaro, cicatrices descoloridas
entrecruzaban su antebrazo—. Dejémoslo a las 4:00 pm. Si no he vuelto para
entonces…
Conocía esta parte. Teníamos una versión de esta conversación cada vez
que mamá me dejaba solo.
—Agarro mi bolsa de viaje y camino hasta el campamento en Ross
Lake. Allí hay un teléfono público. Si no llamas en veinticuatro horas, estoy
por mí cuenta, y es mejor que no sepas adónde voy.
Mamá asintió. Su cabello castaño estaba veteado de gris, las patas de
gallo alrededor de sus ojos eran pronunciadas. Estaba delgada como una
corredora de maratones. Los músculos de su cuello sobresalían, al igual que
las venas del dorso de sus manos. A veces me preocupaba que ella no comiera
lo suficiente, pero nunca había aminorado la velocidad en nuestros diez años
como fugitivos. Mientras miraba, ató su pistolera bajo su brazo izquierdo, con
su Walther PPK dentro. Parecía un arma pequeña ahora, pero recuerdo que
necesitaba poner ambas manos en la empuñadura cuando me enseñó a
disparar.
Tenía ocho años.
Había una Glock en mi bolsa de viaje y una escopeta cargada junto a la
puerta principal. Por si acaso.
Mi mamá se puso su chaqueta de cuero, escondiendo su arma.
—¿Alias actual?
Me pellizqué el puente de la nariz, un hábito que aprendí de ella. Lo
hacía cada vez que yo rompía una regla o la molestaba. Me miró con los ojos
entrecerrados, reconociendo su propio gesto usado en su contra.
—Alias actual, por favor, Sydney —dijo con firmeza—. Sé qué
hacemos esto todo el tiempo, pero es la constancia lo que nos mantiene a
salvo.
Suspiré.
—Wyatt Williams.
Odiaba ser Wyatt Williams. Me hacía sonar como el cantante de
country más genérico del mundo.
Nuestros alias eran con «W» ahora. Mamá mantenía los nombres falsos
en aliteración, cada nueva identidad le seguía a la anterior por orden
alfabético. Los hace más fáciles de recordar, decía ella. Podría rastrear nuestro
zigzagueante camino a través de América del Norte por mis antiguos alías.
Cuando bajamos del avión en Los Ángeles, yo era Aaron Abrams. Era Darren
Drake cuando acampamos en las Red Rocks de Utah y mamá me enseñó cómo
hacer fuego y encontrar mi propia agua. Había sido Mike Martínez en Ciudad

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de México, donde dos tipos con trajes y lentes oscuros nos persiguieron por un
mercado callejero. Fui Vincent Vargas el año pasado en Peoria, la última vez
que asistí a una escuela real.
No estaba seguro de qué haríamos con la letra «X» asomándose en el
horizonte.
¿Xavier Xtreme? Recordaría usar eso.
Las únicas veces que podía ser yo mismo, Sydney Chambers, era con
mi madre.
Me pusieron el nombre de la ciudad donde se conocieron mis padres.
Pasé mis primeros años en un rancho a las afueras de Sydney. Mis recuerdos
del lugar eran confusos, pero podía imaginar la forma en que el pasto verde
crujiente de nuestro patio trasero me lastimaba los pies descalzos y cómo una
vez que abandonabas el alcance del sistema de riego de nuestra casa, el paisaje
se convertía en tierra quemada y rocas rojas. Recuerdo que había un solo
sendero que se alejaba de nuestra casa —no muy diferente de nuestro
escondite actual— y que vivíamos cerca de donde trabajaban mi mamá y mi
papá. Era campo abierto, básicamente. Nuestro hogar era acogedor y no
recuerdo haber sentido miedo allí, aunque hubo una vez que un perro salvaje
entró en nuestra sala de estar. Así fue como mi mamá obtuvo las cicatrices en
su brazo, en realidad. Sucedió justo antes de salir de Australia. Creo que
interpretó al dingo tratando de comerme como una señal de que deberíamos
irnos.
De todos modos, apenas recordaba Australia, y diez años en Estados
Unidos habían borrado cualquier rastro de acento. Definitivamente no iba a
arruinar nuestra tapadera diciendo B’nos días, compa.
Mi madre hizo un gesto hacia nuestra mesa de comedor de plástico,
donde me había dejado una pila de libros de texto y una Pop-Tart todavía en el
envoltorio.
—Hoy, me gustaría que completaras dos capítulos de matemáticas y
terminaras tu lectura sobre la historia de Asia Oriental.
Bostecé contra mi hombro.
—Vamos, mamá, es sábado.
—Es martes.
—Oh. —Hice una pausa—. ¿Estás segura?
—¿Dormiste lo suficiente anoche, Syd?
Anoche tuve el sueño, el que trata sobre mi papá, pero ella no
necesitaba saberlo. Hablar de él siempre ponía a mi mamá en un estado de
depresión, mitad melancólica y mitad guerrillera sedienta de sangre sin una
misión.

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—Si digo que no, ¿puedo volver a la cama?
Mi mamá resopló y se asomó a través de nuestras cortinas delanteras. A
la luz del amanecer, el humo de las hogueras de la Guardia Verde era visible a
través de los árboles. El grupo de acción ecológica se había presentado hace
unas semanas para protestar por la construcción del oleoducto al borde del
bosque. Había como cuarenta de ellos acampados allí afuera, aunque sus
miembros iban y venían, por lo que incluso después de espiarlos durante días
fue difícil obtener un recuento perfecto. En su mayoría eran fugitivos de
secundaria y universitarios, con algunos manifestantes vitalicios de mediana
edad como líderes. Vinieron a nuestra cabaña para preguntar si podían
acampar junto a nuestra tierra. Habíamos arreglado la cabaña abandonada,
pero solo éramos ocupantes ilegales, así que, ¿qué se supone que debíamos
que decir?
—Me gustaría que te quedaras adentro mientras yo no estoy —dijo mi
mamá—. Sabemos todo lo que necesitamos sobre nuestros vecinos. No hay
necesidad de otra operación.
Una operación. Así lo llamaba mamá cada vez que me enviaba a estar
rodeado de gente. Como el otro día, cuando pasé por el campamento de la
Guardia Verde para charlar con ellos. Mamá decía que era importante que
aprendiera habilidades sociales. Había estado en ocho escuelas diferentes a lo
largo de los años, aunque nunca por más de unos meses. Cuando hacía
amigos, siempre sabía que tendría que dejarlos atrás.
Los fugitivos no pueden tener amigos.
Eso solía molestarme más. Una vez, en Florida, enloquecí. Fue entonces
cuando mamá y yo tuvimos «la charla».
Me había convertido en un fugitivo sin amigos desde entonces. Pero eso
no significaba que quisiera pasar la vida como un ermitaño.
—Me caen bien —dije, refiriéndome a mi último grupo de amigos
temporales en la Guardia Verde—. Son geniales. Realmente se preocupan por
las cosas.
—Son jóvenes. Tienen ese lujo —respondió mi mamá, poniendo los
ojos en blanco.
—Vaya. ¿Echaste un poco más de cinismo en tu café esta mañana? —
Estiré el cuello para mirar por encima del hombro hacia el campamento
adormilado—. Pensé que estarías de acuerdo con la causa. ¿No dices siempre
que los capitalistas han condenado este planeta?
Frunció el ceño.

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—Grupos como ese siempre tienen alguna escoria encubierta del FBI
entre ellos. No quiero que te acerques. No necesitamos que miren demasiado a
Wyatt Williams, ¿sabes?
Lancé mi manta sobre mis hombros como una capa.
—Mamá, vamos. Ya sé cómo es esto. Tuve cuidado.
Ella bajó la cortina y me miró.
—No seas engreído, Syd —dijo—. Este lugar nos ha servido de
maravillas. No quiero tener que quemarlo a menos que sea absolutamente
necesario.
Conociendo a mi mamá, probablemente decía eso literalmente. Eché un
vistazo alrededor de nuestra cabaña: la estrecha sala de estar con su sofá raído
y su televisor equipado con antenas, dos dormitorios que se ajustaban a
nuestros abultados colchones individuales, el baño con una cortina por puerta
y un inodoro que se tapaba cada dos semanas. Debía ser el único adolescente
de dieciséis años en cien millas a la redonda que podía destapar una fosa
séptica. Sin internet, sin teléfono fijo y mucho menos un celular. Básicamente,
lo mejor en la vida fuera de la red.
Aun así, era nuestro hogar. O lo más cerca que habíamos tenido a uno
en mucho tiempo.
—No te preocupes, mamá, mantendré un perfil bajo —dije, señalando
los libros que me había dejado—. Haré mi tarea.
—Buen chico —dijo—. Te veo esta noche.
Una vez que mi madre recorrió el sendero de tierra que se alejaba de
nuestra cabaña en nuestra camioneta pickup, me dejé caer en el sofá con mi
Pop-Tart y miré lo que había en las cuatro estaciones que captaba nuestro
televisor. Nada más que programas de noticias matutinos.
Las inundaciones en Venecia habían sumergido completamente la
ciudad.
Los guardias fronterizos de Texas soltaban perros de ataque contra los
refugiados.
Una sequía de seis meses en Pakistán había llevado al colapso total del
gobierno, con pequeños señores de la guerra ahora peleando por vecindarios
individuales. El ejército indio se estaba concentrando en la frontera.
No había muchas buenas noticias.
—Ellos podrían arreglar todo esto —murmuré.
Esa era la frase favorita de mamá cada vez que veía una historia horrible
en la televisión sobre nuestro mundo problemático.
Ellos.
La misma gente que está persiguiéndonos.

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Persiguiéndome.
Pensar en ellos me hizo querer checarme en busca de señales, así que
me dirigí al baño, donde me miré en el espejo.
Era unos centímetros más alto que el promedio. De miembros largos y
delgados pero fuertes. Sin espinillas. Cabello lacio y negro, largo por ahora, lo
cual me gustaba, aunque mamá insistiría en que me lo cortara si teníamos que
salir de aquí. En la tenue luz del techo, mi cabello se veía tan oscuro que tenía
un brillo casi púrpura. Mis ojos eran grandes, almendrados, con el iris de un
gélido tono azul claro.
—Amigo —le dije a mi reflejo—. Te ves muy pinche humano hoy.
La mayor parte del tiempo, la vida como un fugitivo mitad alienígena
era realmente aburrida.

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Tenía doce años cuando mamá me lo contó. Mi alias en ese momento era
Quentin Quill, probablemente mi nombre más ridículo de todos los tiempos,
pero uno que me dio un cierto aire de misterio en los pasillos de Dan Marino
Middle School en Miami. Allí tuve a mi primera novia. Nos enrollamos
nerviosamente en la sala de música mientras algunos estudiantes de segundo
año practicaban con el saxofón.
Me volví loco cuando mamá declaró que la operación estaba
terminando. Que seguiríamos adelante, abandonando Miami. Creo que estaba
preocupada de que si caía demasiado en la lujuria de los preadolescentes,
podría dejar escapar uno de nuestros secretos.
Arrojé mi bandeja de plástico con mi cena precocinada contra la pared
de nuestro apartamento, salpicando salsa de carne Salisbury por todas partes.
—¡Estás arruinando mi vida! —Grité.
Mi mamá tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Cálmate.
—Todo esto es una mierda —respondí, señalándola con el dedo—.
Estás loca. Nadie está persiguiéndonos. Todo está en tu cabeza.
—Casi nos atrapan en México —dijo—. ¿Ya lo has olvidado?
—Quizás esos tipos nos perseguían por nuestros pasaportes falsos —
dije—. O por esos turistas a los que robaste. Tal vez te perseguían porque eres
una criminal. ¡No hay ninguna conspiración!
Esta era una teoría que había estado desarrollando desde hacía algún
tiempo, desde que leí aquel libro sobre un niño cuyos padres lo mantenían
dentro de un búnker, convencido de que el apocalipsis ya había llegado,
aunque afuera todo era totalmente normal. Mi madre había hecho muchas
afirmaciones descabelladas sobre el gobierno. Había dicho que nos
perseguían, pero nunca explicó el por qué. La había acompañado durante años
porque, bueno, yo era un niño y no conocía nada mejor. Ella era mi mamá y le
creía. Pero esa noche, a la madura edad de doce años, pensé que al fin me
estaba dando cuenta de cómo era realmente todo. Las cosas que había
presenciado, como esos imbéciles que nos persiguieron en México, ¿eran
realmente una prueba de algún complot insidioso del gobierno?
—¿Crees que estoy loca? ¿Qué soy alguna clase de sádica? ¿Qué
disfruto arrastrar a mi hijo por el país y hacerle la vida miserable?
Ella hizo estas preguntas fríamente, con un tono de voz plano.
Tragué.
—No sé. Quizás. Sí.

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Mi mamá se levantó de la mesa y me estremecí cuando su silla chirrió
por el suelo. Se acercó a mi lado de la mesa y puso sus manos suavemente
sobre mis hombros.
—Está bien. Te crie para que seas escéptico. Paranoico. Me alegro de
que desconfíes. Incluso si es de mí. —Ella me miró a los ojos—. Ojalá
pudieras tener una vida normal, Sydney. De verdad. Pero eso nunca será
posible para ti.
—¿Por qué no?
—Ellos ya me han quitado tanto —refunfuñó, sus labios se curvaron, un
pensamiento privado la enfureció de repente—. No dejaré que te lleven a ti
también.
—Ellos —repetí, recordando mi justa indignación de hace un
momento—. Siempre hablas de «ellos», pero en realidad no me dices nada. Tú
no…
—Tu padre provenía de un planeta llamado Denza en un sistema solar a
millones de años luz de distancia —dijo—. Era un alienígena. Tú eres mitad
alienígena.
Parpadeé. Luego, suavemente aparté sus manos de mis hombros.
—Mierda —susurré—. Es verdad. Estás loca.
Mi mamá negó con la cabeza.
—Ve a ponerte tu traje de baño.
—¿Qué?
—Ponte tu traje de baño y llena la bañera —dijo, enderezándose—. Te
lo demostraré.
Esa noche mi mamá me ahogó.
***
La mayor parte del tiempo obedecía las órdenes de mi madre. Pero, después
de una hora leyendo sobre las Guerras del Opio, que no eran tan geniales
como sonaban, necesitaba estirar las piernas. Nuestro patio trasero estaba
fuera de la vista del campamento de la Guardia Verde. Supuse que eso entraría
en el acuerdo. Mamá no querría que me quedara dentro todo el día si eso
significara asfixia o atrofia muscular, ¿verdad?
En la parte de atrás, me agaché sobre nuestro jardín, que estaba bastante
ralo ahora que mi madre había cosechado toda la hierba. Miré debajo de las
lonas de plástico para ver si había zanahorias o calabacines que recolectar.
Se escucharon pisadas en el bosque detrás de mí. Salté y me di la vuelta.
Gracias a la paranoia de toda la vida de mi madre, fui entrenado para pensar
que cualquiera que se me acercara podría ser un peligro potencial.
—Oye —dijo Rebecca, deteniéndose en seco—. No pretendía asustarte.

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—Pensé que podrías ser un oso —dije rápidamente.
Dobló sus dedos para que pareciesen garras.
—Grrrr.
Fingí gritar.
Rebecca estaba con la Guardia Verde. Nos conocimos el otro día. De
hecho, había pasado la mayor parte de mi tiempo en el campamento de la
Guardia Verde charlando con ella. Afirmaba que tenía dieciocho años, pero yo
no le creía. Parecía solo unos meses mayor que yo. Abandonó la escuela
secundaria, me había dicho, porque todo parecía inútil cuando el mundo se
estaba muriendo. Tenía el cabello rubio ondulado y lucía como si lo hubiera
resaltado con un rotulador rosa. Llevaba zapatillas converse gastadas y uno de
esos chalecos salvavidas acolchados. Era linda. Y no lo digo solo porque había
estado encerrado en el bosque con mi madre durante un año.
—Quería avisarte que algunos de nosotros vamos a colarnos en el lugar
de trabajo de los saqueadores esta noche y sacar la gasolina de sus camiones
—dijo Rebecca, uniéndose a mí junto al jardín—. Tal vez pinchar algunos
neumáticos. Por si te quieres unir.
—Oh, eh, probablemente no pueda. Mi mamá no lo aceptaría.
Rebecca arqueó una ceja. Me estremecí por dentro. Que excusa tan
genial, hermano.
—¿A tu mamá no le gusta el vandalismo ético? —Rebecca preguntó
con una sonrisa.
—No, de hecho, creo que sí, pero… —Me encogí de hombros—. Es
muy difícil escabullirse de nuestra casa.
—Lo entiendo —dijo, arrastrando los pies—. Quizás la próxima vez. He
estado buscando un nuevo compañero de protesta.
Rebecca se frotó los brazos en el aire húmedo, inclinándose más cerca
de mí al grado de que podía ver el vaho en su aliento. Mis cejas se dispararon
hacia arriba cuando me di cuenta de que esta ecoterrorista en ciernes podría
estar un poco interesada en mí. Invitarme a la destrucción de propiedades
podría ser lo que pasaba como una primera cita entre los adolescentes de la
Guardia Verde.
—Mi madre estará fuera todo el día —dije, aprovechando mi
oportunidad—. ¿Quieres relajarte dentro?
—Dios, sí, no he estado bajo un techo real desde hace semanas —
respondió Rebecca. Luego se tomó un momento para mirarme—. Tú y tu
mamá no son caníbales o algo así, ¿verdad?
Eché un vistazo a nuestro pequeño y ralo jardín.
—Mi mamá es más de cannabis.

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—Bien —respondió Rebecca—. Estoy bastante segura de que podría
vencerte si intentas algo, de todos modos. Estás bastante delgado. ¿Alguien te
ha dicho alguna vez que pareces un personaje de anime? Ojalá yo tuviera ojos
tan grandes como esos. Podría haber sido modelo, haberme unido a Leo y
haber salvado la selva tropical.
—Ese también ha sido siempre mi plan de respaldo —dije.
Esbelto. De extremidades largas. Ojos más grandes de lo normal. Estos
eran algunos de mis rasgos medio alienígenas. Por supuesto, ninguna persona
con la que me topara en la calle o en el bosque me miraría y llegaría a una
conclusión loca sobre la vida extraterrestre. Solo tenía un aspecto un poco
inusual.
Le mostré a Rebecca nuestra cabaña. Mi madre no estaría feliz con esto
si se enterara, pero no es como si dejáramos alguna evidencia sobre nuestra
vida de fugitivos regada por ahí. Todas nuestras identificaciones falsas y
paquetes de dinero en efectivo estaban escondidos debajo de una tabla del piso
en el armario de mamá.
Rebecca se calentó las manos junto a la estufa de leña mientras sus ojos
vagaban por el interior. Después de unos segundos, asintió para sí misma.
—Okey. Todo parece normal.
—Espera —dije—. ¿De verdad creías que éramos alguna especie de
caníbales de los bosques?
—Bueno, no, no exactamente —respondió ella—. Pero ustedes dos
viviendo aquí solos en el bosque… Me preguntaba si eras como la víctima de
un secuestro. O si estábamos lidiando con uno de esos síndromes, ¿sabes?
¿Munchausen? ¿Estocolmo? Sin embargo, las cosas se ven bastante normales
por aquí.
Sonreí. A mi mamá le hubiera agradado Rebecca. Ella apreciaba a
cualquiera que fuera suspicaz por naturaleza.
—Por lo general, estoy encadenado en mi habitación —dije—. Me
atrapaste en un buen día.
Rebecca se tocó el labio con el pulgar.
—Lo tenía todo listo para ayudarte a escapar del cautiverio si querías.
Estaba un poco emocionada por la posibilidad de ayudar en una fuga.
Mi corazón se habría acelerado al escuchar eso como hace diez
identidades. Ahora la idea de huir con esta chica extraña… bueno, todavía me
parecía bastante emocionante, pero no era algo que yo consideraría
seriamente. Ella no querría verse envuelta en mi tipo de problemas.
—Supongo que nuestra vida parece un poco extraña vista desde fuera
—dije, encogiéndome de hombros.

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—Nah, he conocido a chicos extraños que estudian en casa antes —dijo
Rebecca, hojeando los libros de texto apilados en la mesa—. Whoa. Excepto
que tú eres un chico educado en casa muy inteligente. ¿De verdad haces estas
cosas?
Levantó mi libro de texto de Cálculo Multivariable Avanzado. Siempre
había sido un prodigio cuando se trataba de las matemáticas. De vuelta en
Miami, habían hablado de llevarme a trigonometría avanzada como estudiante
de séptimo grado y de encontrarme una pasantía con un ingeniero local. Tanta
atención fue otra de las razones por las que mamá decidió que debíamos irnos.
Había heredado mis instintos con los números de mi padre. Las
matemáticas eran como un idioma que podía entender sin siquiera intentarlo.
Con Rebecca actué como si no fuera la gran cosa.
—Oh, eso… sí, lo estoy intentando. Es difícil.
No lo era.
—Ahora lo entiendo —dijo—. Eres un súper dotado, y tu mamá te tiene
escondido aquí para que tu gran cerebro no sea corrompido por la sociedad
común. —Finalmente terminó de husmear en nuestra cabaña y se dejó caer en
el sofá junto a mí—. Quizás puedas ayudarme con algo.
Metió la mano en su chaleco y sacó una Nintendo Switch. La consola
portátil estaba en mal estado, una esquina de la pantalla estaba quebrada y uno
de los joysticks estaba unido con cinta aislante, pero encendió correctamente.
Había tenido algunos portátiles a lo largo de mi vida, como un Game Boy de
segunda mano de los años 80 y un Neo Geo que había encontrado en una
venta de garaje. Nada moderno. Nada que pudiera conectarse a Internet. Eso
no estaba permitido. La consola de Rebecca estaba recibiendo una débil señal
de un punto de acceso móvil en el campamento de la Guardia Verde.
Definitivamente no le diría a mamá nada de esto.
—¿Has jugado Dungeon alguna vez? —me preguntó.
—Ni siquiera sé qué es eso.
—Oh, a un nerd como tú le va a encantar —dijo Rebecca. Yo estaba
muy consciente de cómo se tocaban nuestros hombros mientras nos
inclinábamos juntos para mirar su pantalla.
—Por cierto, no sé cómo puedes inferir que soy un nerd después de
pasar el rato conmigo tan solo dos veces.
—Bueno —respondió ella— acabas de decir «inferir», para empezar.
Dungeon era una mezcla entre un MMORPG1 y un editor de niveles,
explicó Rebecca. Los gráficos eran píxeles de dieciséis bits como los juegos

1
Videojuego de rol multijugador masivo en línea

15
de rol japoneses de la vieja escuela. Rebecca guio a su avatar, un pino andante
vestido con una minifalda de cuero y que empuñaba una motosierra, alrededor
de un paisaje plagado de siniestras cavernas y castillos.
—Mira, todas esas son mazmorras —dijo Rebecca, señalando los
diferentes lugares—. Otros jugadores las crean, y obtienes puntos de
experiencia si logras pasarlas, o los creadores obtienen PE si pierdes.
—Puntos de experiencia —repetí—. ¿Y yo soy el nerd?
Ella me dio un codazo.
—Hay algunas en las que debes pelear con monstruos, pero las mejores
mazmorras son las que tienen locos acertijos. Aguarda, déjame encontrarla…
Su avatar se acercó a la entrada de una reluciente torre plateada. Los
detalles de la mazmorra aparecieron en pantalla.
EL ENIGMA INTERESTELAR
DIFICULTAD: MÁXIMA
INTENTOS DE INCURSIÓN: 1,2 millones
CONQUISTAS: 0
—Esta apareció como hace tres semanas y nadie ha podido pasarla —
dijo Rebecca—. Los jugadores más empedernidos de Dungeon normalmente
pasan todo en veinticuatro horas o menos. La gente en los foros cree que fue
creada por algunos físicos teóricos del MIT. También existe el rumor de que,
si logras pasarla, ganarás un millón de dólares y un viaje al espacio.
Reprimí un escalofrío. Un viaje al espacio. Mi abuelo había hecho uno
de esos, luego regresó a la Tierra y murió. Mi papá también había ido al
espacio, de dónde provenía, y nunca regresó. Desde entonces, mi madre había
dedicado su vida entera a asegurarse de que nunca fuera allí.
—¿Estás bien? —Rebecca preguntó. Me había quedado en silencio de
golpe.
—Solo estoy pensando en lo que haría con el dinero —dije.
—Yo compraría una tienda de campaña nueva y luego derrocaría al
gobierno —respondió.
—No estoy seguro de que puedas lograrlo con solo medio millón.
—Es un millón completo —dijo Rebecca.
—No cuando ganemos juntos esto y dividamos el premio —respondí.
Ella sonrió.
—Cuanta confianza por parte del ermitaño. Me gusta.
Rebecca hizo marchar su avatar hacia la torre.
En la primera parte de la mazmorra, tres guardias estaban frente a una
puerta de hierro forjado. Un cuadro de texto que apareció sobre sus cabezas
decía: Somos los guardianes. Uno de nosotros siempre dice la verdad, otro

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siempre dice mentiras y el otro dice verdades y mentiras al azar. Debes
averiguar quién es quién…
Quedé absorto en el juego.
Primero surgió el problema lógico de identificar cual era cada guardia
escribiendo preguntas de sí o no.
Una vez que los pasamos, la siguiente habitación resultó estar
embaldosada como un sudoku. Rebecca completó la cuadrícula con su avatar,
usando solo saltos diagonales.
—He pasado este nivel un montón de veces —dijo—. Es el siguiente
dónde siempre pierdo.
El siguiente acertijo era una red eléctrica de más de cien nodos que
debían ser conectados a la perfección en menos de tres minutos. Rebecca hizo
correr a su avatar por toda la pantalla, pero no pudo hacer todas las conexiones
a tiempo. Entrecerré los ojos. Sus ineficiencias en los movimientos eran
bastante obvias para mí.
—¿Puedo intentarlo? —Le pregunté una vez que se le acabó el tiempo.
Me entregó el Switch, y pasé rápidamente a los guardias, salté por el
sudoku y luego me lancé como relámpago por la red eléctrica. Nunca había
utilizado este tipo de consola antes, pero mis pulgares parecían saber
exactamente qué hacer.
—Whoa —dijo Rebecca—. Sigue así.
Lo siguiente fue un piso de reconocimiento de patrones…
Después de eso, una habitación que era básicamente un juego de
Buscaminas…
Una tabla de backgammon…
Mis manos estaban resbaladizas por el sudor. En algún momento,
Rebecca y yo prácticamente dejamos de hablar. Se arrodilló en el sofá junto a
mí para poder mirar directamente por encima de mi hombro, a veces
susurrando alguna pista para usar los controles o explicando cuándo sacar la
motosierra de su avatar. Sobre todo, sin embargo, dejó que me adentrara en la
zona.
Estaba atrapado.
El acertijo… era casi como si me hablara.
—Maldita sea, ¿cuántos niveles tiene esta cosa? —Rebecca preguntó.
No respondí. Su voz sonaba lejana—. ¿Estás bien?
—Solo concentrado —logré responder.
—Más bien hipnotizado —dijo.
Se sirvió un vaso de agua. Apenas me di cuenta.

17
Entré en una habitación de total oscuridad. Sin paredes, sin piso, sin
gráficos parlantes. Un vacío. Me chupé los dientes por la frustración,
pensando que el juego había fallado, sintiéndome extrañamente triste por
haber sido separado del juego.
Pero no, aún podía mover mi avatar, aún podía ver mi barra de salud
completa y los íconos del inventario.
—Esto tiene que ser el final —susurró Rebecca.
La batería del Switch se sentía caliente bajo mis dedos. Creo que tal vez
había pasado una hora. Quizás más.
Me quedé mirando la vasta oscuridad, tratando de averiguar qué se
suponía que debía hacer.
Algo se movió en la oscuridad. Un haz de luz, casi como si un píxel
hubiera explotado. Mis ojos se enfocaron y desenfocaron. Perdí de vista a mi
avatar. Se sintió como si la pantalla de la consola me hubiese tragado, hasta
que la oscuridad no estuvo solo frente a mí, sino a mí alrededor.
Había docenas de sectores en la oscuridad. Podía verlos. No… podía
sentirlos. Cada sector era como un trozo de tela negra sedosa con un pequeño
agujero luminoso. Ninguno de los puntos de luz estaba alineado. Pero podía
mover los sectores de sombra, tirando y empujando hasta que los puntos se
asentaran uno seguido del otro.
Podía trazar un camino a través de la oscuridad.
Era vagamente consciente de que mis pulgares movían los controles en
complicados giros y tirones repentinos. Sin embargo, mis dedos solo seguían
órdenes. Era mi mente la que hacía el trabajo real aquí.
No era de extrañar que nadie hubiera resuelto este acertijo. Dudaba que
la mayoría de la gente pudiera siquiera ver lo que tenían que hacer.
Eso debería haber sido una señal de advertencia. Debería haber sabido
que esto no estaba bien. Pero estaba demasiado absorto, en trance. El acertijo
final me llamaba. Con cada sector que alineaba, el haz de luz se hacía más y
más brillante.
Hasta que explotó.
El haz de luz se convirtió en el fuego en la base de un cohete que
despegó a través de la habitación oscura en la pantalla, iluminando todo el
espacio. Me estaba llevando hacía arriba… y más arriba…
¡FELICIDADES! ¡HAS RESUELTO EL ENIGMA INTERESTELAR!
Parpadeé.
La realidad volvió de golpe. La consola Nintendo estaba al rojo vivo y
solo le quedaba 2 por ciento de batería. La tenue luz de mi cabaña me
lastimaba los ojos, aunque ni siquiera era del todo consciente de ello. Una

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parte de mí todavía estaba atrapada allí, en ese extraño lugar intermedio que
me había mostrado el videojuego.
—Oh, Dios mío —dijo Rebecca—. ¡Ay Dios mío! ¡Realmente lo
lograste! ¡Ni siquiera sé lo que acaba de pasar!
Bailaba frente a mí, pero no podía concentrarme en ella.
Rebecca me sacudió por los hombros.
—Wyatt, ¡lo hiciste! —ella gritó—. ¡Vamos a ser ricos!
Me dolía la cabeza. Me sentía aturdido. El Switch se sentía como si
pesara 500 kilos, pero tenía los dedos fuertemente cerrados alrededor de él.
Estaban acalambrados; no podía soltarlo. Mis rodillas se doblaron y
desdoblaron, fuera de control, vibrando.
Rebecca besó mi mejilla, sus labios calientes contra mi piel fría y
húmeda. Ella se apartó y me miró fijamente.
—Oye —dijo, sacudiéndome de nuevo, no de una manera juguetona—.
Oye, ¿qué sucede? Estás asustándome.
Fue entonces cuando empecé a convulsionarme.
Apareció un mensaje en la pantalla del Switch. Parpadeó allí durante
solo unos segundos antes de que la consola se apagara de una vez por todas,
pero lo alcancé a ver. Las palabras fueron lo último que vi antes de que mi
propia batería se agotara.
HOLA, SYDNEY. NO TENGAS MIEDO. TE VERÉ PRONTO.

19
3
En el sueño, me encontraba en Australia otra vez. Era un niño. Tenía tres o
cuatro años, mis piernas cortas y rechonchas estaban extendidas sobre el capó
de un automóvil estacionado, el metal seguía caliente por el motor.
El automóvil estaba estacionado al costado de un camino de tierra que
cortaba entre un extenso campo de césped cubierto de maleza y una cerca
metálica imponente. Más allá de la valla había media docena de antenas
parabólicas, todas apuntando al cielo, como flores de metal que buscan el sol.
El cielo estaba rosado y azul, era temprano por la mañana.
Mi papá estaba sentado a mi lado.
Su cabello era oscuro, como el mío, con un leve brillo púrpura. Llevaba
gafas de sol de aviador para ocultar sus ojos, jeans y una camiseta. Sus
extremidades eran largas y delgadas.
Tenía este sueño semanalmente desde que comenzamos a huir. Cuando
se lo conté a mi mamá, me dijo que era lindo que pudiera recordar a mi padre.
Pero esto era todo lo que podía recordar. La misma escena, una y otra vez. La
única parte acerca de él que permaneció conmigo.
Antes de la noche en que mi mamá reveló que era mitad alienígena, mi
papá me parecía completamente normal. Como si mi mente hubiera
racionalizado su apariencia, protegiéndome de detalles que no tenían sentido.
Había leído que eso podía pasar con cosas que iban más allá del entendimiento
humano: nuestras mentes podían deformar la realidad para procesar lo
incomprensible.
Sin embargo, una vez que mi mamá me dijo que mi papá era un denzan,
los detalles encajaron.
Sus grandes gafas de sol ocultaban enormes ojos oscuros. Su cabello se
movía por sí solo, aunque no hubiera viento, casi como si cada mechón fuera
un tentáculo superdelgado. Su piel era gris como el vientre de un tiburón.
Cada una de sus manos tenía seis dedos.
No le tenía miedo a mi papá, ni siquiera una vez que su apariencia se
materializó en mi memoria. Siempre estaba feliz de verlo.
—Eres un joven muy especial —me dijo—. Nuestra pequeña rebelión.
Mi joven yo lo miró.
—¿Qué significa eso?
—No se suponía que te tuviéramos, Syd, pero lo hicimos de todos
modos —dijo mi papá—. Porque tu madre y yo nos amamos. Y nosotros te
amamos.
Había una caja de donas en el capó entre mi papá y yo. Nos habíamos
levantado temprano para comprarlos en la panadería en cuanto salieran del

20
horno. Mi yo más joven y tonto estaba más interesado en las donas azucaradas
que en las conmovedoras palabras de mi padre.
Saqué una dona de la caja.
—¡Gracias!
—De nada —dijo con una sonrisa.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una pequeña caja de madera y me la
tendió. Me limpié mis manitas en los pantalones y la tomé.
—Quiero que tengas esto, Syd.
Era un anillo de oro pulido con una piedra preciosa en el centro que no
se parecía a nada que hubiera visto nunca. La piedra brillaba y se arremolinaba
como si tuviera un sistema solar en su interior, y en realidad así era. Una
visión de la Vía Láctea se extendía bajo las facetas de la gema.
Mi papá sacó el anillo de la caja porque yo tenía miedo de tocarlo.
—Tengo que irme en uno de mis viajes por algún tiempo, socio —dijo
mi papá.
Fruncí el ceño.
—Aw, papá. Pero sí acabas de regresar.
—Lo sé. Créeme, no te dejaría a ti ni a tu mamá si no fuera muy, muy
importante.
—Vas a ayudar a la gente —le dije.
—Así es —respondió mi papá—. A gente como tu abuelo.
Si mi papá era un fantasma confinado a mis sueños, entonces mi abuelo
era como una visión medio olvidada. Solo lo había visto una o dos veces,
siempre en una habitación de hospital, donde yo había tenido miedo de todos
los cables que salían de él. Era delgado como un esqueleto y su piel se sentía
como el papel.
—El abuelo murió —dije.
—Quiero evitar que otros humanos mueran también. Es algo que tengo
que hacer. Pero me entristece dejarte. —Sostuvo el anillo en alto para que
captara la luz del sol, y ese mismo sol se reflejó dentro de la joya—. Con este
anillo, siempre podrás ver dónde estoy.
—¿En serio?
—Sí. Nos mantendrá unidos, incluso cuando estemos muy lejos el uno
del otro —dijo—. Y si alguna vez me pierdo, puedes venir a buscarme.
Un estruendo distante hizo temblar el suelo y sacudió el coche debajo
de nosotros. Una bandada de pájaros surgió de la hierba alta, alzando el vuelo
en respuesta al repentino estruendo. En el horizonte, una ondulante columna
de humo blanco se expandía cada vez más.

21
Y allí, surgiendo del humo, con la cola de un color naranja brillante,
había un cohete. Mi boca era una pequeña O de asombro. Incluso en el sueño,
la sensación de asombro era muy vívida.
Siempre me despertaba cuando el cielo azul se tragaba el cohete.
—Desapareció —me dijo mi mamá cuando le pregunté por el anillo de
papá—. Solo es otra cosa más que ellos nos quitaron.
***
—¡Solo estábamos jugando videojuegos, lo juro! ¡No estábamos consumiendo
drogas ni nada! ¡Se desmayó y no supe qué hacer!
—¿Le dijiste a alguien? ¿Llamaste a alguien?
—¡No! Yo, eh, no pensé que ustedes fueran del tipo de gente que le
gusta llamar al 911.
—¿Hace cuánto tiempo paso?
—¿Hace como una hora? ¿Dos? ¡No lo sé! Es difícil pensar cuándo…
cuando te están…
Abrí los ojos, sintiendo como si me estuviera despertando de una siesta
realmente reconfortante. Estaba tendido en el sofá, con una almohada debajo
de mi cabeza y una toalla tibia cubriéndome la frente. Mi mamá estaba de pie
a mi lado, sosteniendo mi muñeca para tomar mi pulso.
Estaba apuntando con su arma a Rebecca, que estaba apoyada contra la
pared con las manos en alto, aterrorizada.
Hasta aquí llegó esta relación.
Afuera estaba casi oscuro. Era última hora de la tarde. Sí que había
perdido algo de tiempo.
—Nosotros… ganamos mucho dinero —dijo Rebecca, temblando.
—No ganaron una mierda —respondió mi mamá.
Dungeon. El mensaje. Alguien sabía que estaba aquí. Había dado mi
ubicación.
Teníamos que irnos ya.
—Mamá —dije, mi voz sonaba ronca—. Relájate. Estoy bien.
Rebecca exhaló un suspiro de alivio mientras me apoyaba en los codos.
Mi mamá me soltó el brazo y me miró, sin dejar de apuntar a Rebecca con su
arma. Su rostro estaba pétreo, sin expresión.
—¿Qué pasó, Syd?
Usando mí nombre real frente a una extraña. Sí. Definitivamente estaba
asustada.
—Tenemos que irnos —dije, sentándome—. Hice… hice algo malo.

22
Ella asintió una vez. No había necesidad de discutir eso entre nosotros.
Si yo decía que teníamos que irnos, entonces teníamos que irnos. Me miró y
debió darse cuenta de que todavía me sentía un poco aturdido.
—Voy a buscar nuestras cosas —dijo mi madre, dando grandes
zancadas hacia su dormitorio.
Antes de salir de la habitación, mi mamá me entregó el arma. Apunté al
suelo en lugar de a Rebecca, hacer lo contrario habría sido una cagada total,
pero eso no pareció tranquilizarla ni un poco.
—Ojalá hubiéramos hecho algo más en lugar de jugar videojuegos —
dije, frunciendo el ceño—. Cualquier otra cosa.
—Amigo —susurró para que mi madre no la oyera—. ¿Qué carajos?
—Ya sé. —Negué con la cabeza—. Mira, no te preocupes. No te vamos
a matar ni nada…
Rebecca salió disparada por la puerta principal. No la culpé, y
obviamente no hice ningún movimiento para detenerla. De todos modos, nos
iríamos en unos pocos segundos. Ahora ella tendría una bizarra historia para
contarles a sus amigos alrededor de la fogata.
—Fue divertido —dije, mientras la puerta se cerraba de golpe detrás de
ella.
Me había convertido en un fantasma para todos los amigos que había
tenido: desaparecía en medio de la noche, borraba mi identidad, y nunca más
se sabía de mí. Rebecca era la primera persona que conocía que había visto un
poco de mi vida real.
Excepto por el asunto de apuntarle con una pistola, había sido agradable
que alguien me viera como realmente soy.
Mamá regresó con nuestras bolsas de viaje: dos bolsas de lona llenas de
cosas esenciales que manteníamos listas y a la mano en todo momento.
—Tu novia escapó —observó.
—No tenías que amenazarla —respondí—. No fue su culpa.
Me levanté para tomar una de las bolsas, pero todavía me sentía
inestable.
Mi mamá me tocó la mejilla.
—¿Cariño? ¿Estás bien?
—Me pasó algo extraño.
—Cuéntamelo en el camino.
No nos molestamos en cerrar la cabaña al salir. Nunca íbamos a volver.
Fuera, era el ocaso. Los caminos saliendo del bosque estaban vacíos.
Siempre estaba todo muerto por aquí, por eso es que habíamos elegido este
lugar. Pero ahora la falta de tráfico jugaba en nuestra contra.

23
—Llamamos mucho la atención —dijo mi madre, doblando una curva a
una velocidad que hizo que nuestra camioneta chirriara—. Necesitamos
rodearnos de gente. Cambiar de coche. Mezclarnos.
—Ellos tienen horas de ventaja sobre nosotros —respondí, tratando de
reconstruir exactamente cuánto tiempo había pasado desde que caí en la
trampa de Dungeon—. Ha habido suficiente tiempo para que tengan puestos
de control en la carretera.
—Solo si han involucrado a la policía local —respondió mi mamá—.
Quizás el Consulado no se moleste en hacerlo.
El Consulado. Una instalación en Australia a las afueras de Sydney (no
yo, el lugar) co-dirigida por la NASA y otros grandes programas espaciales de
la Tierra. Era el lugar que había visto en mi sueño, sentado fuera de la cerca
con mi papá, viendo un despegue. La misión pública del Consulado era
monitorear el espacio profundo en busca de señales de vida, pero todo eso era
una puta mentira. En realidad, ellos eran la embajada de Denza en la Tierra.
Los extraterrestres nos monitoreaban desde allí, se aseguraban de que no
robáramos nada de su tecnología y seleccionaban a los candidatos dignos de
dejar la Tierra e ir a Denza. Les agradaban los humanos allá y querían
mantenerlos cerca, pero en lo que respecta a salvar la Tierra, tendríamos que
encontrar nuestra propia forma de hacerlo. Básicamente, el lugar era el
corazón de una conspiración mundial con topos en las principales agencias de
inteligencia.
Sabía todo eso porque mi mamá me lo había contado. Ella solía trabajar
allí.
Fue donde conoció a mi papá.
Mi mamá encendió nuestro radio policial. Escuchamos en silencio
mientras recorríamos las carreteras secundarias. Si el Consulado había
contactado con la policía local, probablemente escucharíamos hablar de un
secuestro; esa es la historia que usarían para que la policía persiguiera a una
madre y su hijo sin levantar ninguna señal de alerta. Sin embargo, la radio
estaba tranquila. Quizás tuviéramos suerte.
—Dime qué pasó —dijo finalmente mi mamá.
Abrochado en el asiento del pasajero, respiré hondo y repasé los
detalles. El hecho de que había roto varias de las reglas de mi madre ya no
importaba ahora. Empecé a partir de que invité a Rebecca a entrar. Le conté a
mamá sobre el juego. El misterioso acertijo. El mensaje.
Mientras pensaba en el acertijo final de Dungeon, me recorrió un
escalofrío. La verdad es que me había gustado. Tenía miedo, pero también
curiosidad. Algo en mí se había despertado.

24
—Era como un rompecabezas del espacio y yo tenía que alinear las
estrellas —le dije a mi mamá—. Se sintió como si lo hubieran puesto allí para
que yo lo encontrara.
—Porque así fue —dijo mi mamá—. Suena como una versión
rudimentaria de un Wayscope.
—¿Un qué?
—Una herramienta que los denzans usan para navegar por el universo
—dijo—. Esta más allá de cualquier tecnología que tengamos en la Tierra. No
es algo que puedan meter en un sistema de videojuegos común, pero… —Lo
pensó por un momento—. ¿Quizás algún tipo de módulo de entrenamiento?
Algo que interactuaría con tu mitad denzan y que sería imposible de
comprender para una mente humana normal.
Por supuesto, fue mi malnutrida mitad denzan la que se había
encendido.
—Fue… interesante.
—Te gustó —dijo mi mamá con voz neutral.
Tuve la sensación de que se suponía que debía decir que no. Pero rara
vez podía ejercitar la parte de mí que era alienígena. Ese viaje mental en
Dungeon fue una de las primeras oportunidades que había tenido para
satisfacer un hambre que nunca había podido explicar realmente.
—Sí —dije en voz baja—. Lo siento.
Ella sacudió la cabeza.
—Está bien. Sabía que la trigonometría de nivel universitario no
funcionaría para siempre.
Salimos del bosque a toda velocidad y mamá siguió conduciendo en
paralelo a una terminal ferroviaria. Había un montón de almacenes oxidados y
viejos cobertizos de madera de cuando solía haber más tala por aquí. Noté que
un par de vagones de tren tenían estampado el logo de la corporación de la
Guardia Verde gracias a los manifestantes, probablemente transportaban en su
interior equipo pesado para el oleoducto. Me froté las sienes, sintiéndome mal
por no estar allí para ver eso.
—La cagué —dije.
—Todavía no —respondió ella, tranquilizándose más a sí misma que a
mí—. Tenemos tiempo. Siempre y cuando no envíen…
Se inclinó hacia adelante, pegando su pecho contra el volante, y miró
hacia el cielo. Había caído la noche mientras huíamos, el cielo estaba morado
y nublado.
—¿Mientras no envíen qué? —pregunté.
Antes de que ella pudiera responder, la luna cayó del cielo.

25
Al menos, eso es lo que pensé que había sucedido al principio.
Un disco de luz blanca descendió en picada desde el cielo y se cernió
sobre nuestra camioneta, inundando el interior con una fría luz. Esto no era
como la luz del foco de un helicóptero; para empezar, no había ruido alguno.
Además de eso, la luz parecía… más pura, de alguna manera. Más limpia. Yo
estaba congelado bajo ese haz de luz, conmocionado hasta sumergirme en la
quietud.
Pero mi mamá no. Pisó a fondo el acelerador. Apretó los dientes y
empezó a zigzaguear por los carriles, nuestra vieja camioneta chirrió en
respuesta. Sus maniobras evasivas no parecían tener ningún efecto en lo que
fuera que estaba iluminándonos. No podía quitarse el haz de luz de encima.
Y luego, tan rápido como apareció, la luz desapareció. Mis ojos me
ardieron por el repentino regreso a la oscuridad. Mamá se desvió hacia nuestro
carril y comenzó a reducir la velocidad.
—Mierda, mierda, mierda —dijo.
—¿Fueron ellos? —grité, avergonzado por la forma en que se me
quebró la voz—. ¿Los denzans?
Mamá no estaba reduciendo la velocidad a propósito. Algo andaba mal
con la camioneta. Todas las luces de la consola estaban apagadas, el sistema
eléctrico había quedado estropeado.
Nos detuvimos suavemente en medio de la carretera.
—Vamos —ladró mi madre, saliendo de la camioneta—. Tenemos que
correr.
La seguí fuera de la camioneta y miré al cielo, dando vueltas sobre mis
pies. Ahora estaba vacío. Sin luces extrañas, sin nada que nos persiguiera. Yo
solo podía recordar a mi papá gracias al sueño; en realidad, nunca había visto
a ningún otro denzan o a su tecnología alienígena. Todos estos años huyendo
de ellos y… bueno, no es como si quisiera que me atraparan. Pero quería
saber. Quería entender de dónde venía. De quién venía.
—¿Tienen platillos voladores? —pregunté.
—No exactamente —respondió, sorprendentemente despreocupada
mientras me agarraba por los hombros y me empujaba hacia la terminal
ferroviaria—. Podemos perderlos allí si somos lo suficientemente rápidos.
Encontrar un auto nuevo. Volver a la carretera. Es posible. Si podemos
rodearnos de gente, encontrar una multitud, ellos no querrán hacer ningún
movimiento. No querrán exponerse. —Tomó aliento—. Y todavía tenemos
una ventaja.
—¿En serio?
Había sacado su arma.

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—Los denzans no creen en la violencia —dijo mi mamá—. Pero yo sí.

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