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Ética
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¿ Con qu é crit erios se j uzga n l as acciones h u m a nas?
Las preguntas que inician este módulo hablan de sujetos morales, de libertad, de acción
humana. Estos términos competen a un ámbito de la filosofía llamado ética, y es uno de los
que más han preocupado a los filósofos de todas las épocas. Como se dijo en la introducción,
se trata de la rama práctica de la filosofía, es decir que aquella que se ocupa de la praxis, del
obrar humano, en la medida en que este tenga que ver con otros hombres o con la realidad
humana en su conjunto. Es claro, entonces, que todos estamos implicados en este problema, a
partir del momento en que compartimos nuestra vida con otros seres humanos. Es inevitable
que nuestras acciones, en mayor o menor medida, de modo más o menos inmediato, afecten a
los otros y a las decisiones que ellos tomen. En este sentido, vamos a hablar de sujeto o agente
moral cuando consideremos al hombre desde el punto de vista de su responsabilidad en una
decisión o en una acción concreta realizada, de manera voluntaria, y que afecta a los demás.
¿Cuándo podemos considerar que un hombre es responsable de sus acciones? En principio,
hay responsabilidad cuando la acción es voluntaria. Nadie puede culpar a otra persona de
mentirle, si esta última no sabe la verdad. No hay responsabilidad donde no hay voluntad, donde
la acción no es deliberada, es decir, pensada y elegida. Pero además, para que haya responsa-
bilidad, el agente moral debe ser libre. Por eso, en la historia muchas veces se ha argumentado
que alguien no tuvo responsabilidad en un acto, porque hizo una acción que le ordenó un jefe
o un superior que es, en última instancia, quien porta la responsabilidad de la decisión. Sin em-
bargo, muchos filósofos mostrarán que este argumento es engañador; en todo hombre siempre
hay, en la medida en que hace una acción consciente, una cuota de libertad. Volveremos a esto
más adelante. Antes es preciso revisar algunos conceptos de esta disciplina que nos ayudarán
a comprender mejor los planteos de la ética.
É tica y mor a l
Es habitual que, cuando hablamos de la conducta de alguien y juzgamos si lo que hace está bien o
mal, mezclemos los términos “ética” y “moral”. Decimos, por ejemplo, que alguien es inmoral porque
su comportamiento ético es incorrecto. En verdad, aunque muchas veces se usan como sinónimos
hay una diferencia entre ética y moral. Y para la filosofía es relevante. Mientras que la palabra “ética”
proviene del término griego êthos, que significa “costumbre”, el término “moral” deriva del latino
mos, que significa también “costumbre”, “modo habitual de obrar”. Es precisamente este último el
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que la tradición conservó para designar el comportamiento que se tiene habitualmente, en lo que
hace a sus principios, normas y valores. Estos principios, normas y valores no son solo suyos, sino
que los adquirió por pertenecer a una sociedad y por participar de una cultura determinada. La mo-
ral es, precisamente, ese conjunto de normas, que implican la existencia de valores (esto es bueno,
esto es malo, esto es obligatorio, etc.), que compartimos con los demás seres humanos con los que
convivimos en una sociedad. En este sentido, la moral no es algo que nos pertenezca solo de manera
individual y subjetiva, y además no es algo que tomemos críticamente: solo nos rige, de manera más
o menos consciente.
Hablamos entonces de moral cuando nos referimos a todos los comportamientos, los valores, los
principios, las acciones que se ponen en juego cuando un ser humano actúa en una determinada
sociedad; es decir que los problemas morales son los que comprenden la acción intersubjetiva, acción
que involucra directa o indirectamente a más de un sujeto, y a todo lo que un grupo o una sociedad
han establecido para regir la convivencia, sin necesidad de escribirlo en un código o conjunto de leyes
escritas. La ética, en cambio, considerada como una disciplina filosófica, es una actividad crítica, una
reflexión y argumentación sobre la moral. Por ejemplo, en nuestra vida corriente aceptamos, de ma-
nera más o menos explícita, el principio moral de que no se debe mentir. También juzgamos a quienes
mienten deliberadamente como personas inmorales: es decir, consideramos que su comportamiento
va en contra de una norma moral. En cambio, cuando reflexionamos y evaluamos el sentido que
tienen la verdad y la mentira como valores estamos dentro de la esfera de la ética. “Está mal mentir”
es una norma moral de algunas sociedades. “¿Por qué está mal mentir?” es una pregunta filosófica,
una pregunta que se formula la ética.
También se pueden distinguir ambas esferas diciendo que la moral se aplica al ámbito de las
acciones concretas, realizadas en un marco social o grupal, siguiendo o no determinadas normas
y costumbres respetadas en ese marco; mientras que la ética –sin desentenderse de las acciones
humanas– tiene el propósito de argumentar y reflexionar sobre esas normas y valores: por ejemplo,
preguntándose por qué aplicamos ciertos valores (como ‘bueno’ y ‘malo’), analizando qué es un
valor o un principio moral, reflexionando sobre por qué cumplimos o no con lo que sabemos que
se debe hacer. Otros ejemplos de preguntas que se formula la ética: ¿por qué está bien ayudar al
prójimo? ¿Siempre está mal mentir? ¿A quién debe considerarse virtuoso? La ética se propone
formar un criterio crítico y reflexivo, y en ese sentido también contribuye a tomar decisiones de
manera acertada, comprometida y libre en nuestra vida.
Entre las acciones humanas, no todas son morales o inmorales. Calificamos a una acción o a quien
la lleva a cabo como moral cuando cumple con las costumbre o normas que rigen a un grupo; y de
Por Quino
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MÓDULO 3
Actividad
Morales y amorales
Determinen cuáles de las siguientes situaciones corresponden a planteos relativos a la moral
y cuáles son amorales. Fundamenten su elección.
a Juan siempre trató de sacar ventaja de sus compañeros en el trabajo; los usaba para
conseguir ascensos en su puesto o para quedar bien los jefes. Por eso nunca consiguió
tener amigos laborales.
b Cuando Ana se estabilizó económicamente cambió el auto y empezó a pagar un depar-
tamento.
c La eutanasia es el derecho a morir dignamente y a poder elegir cuándo dejar de sufrir.
En algunos países está permitido, pero en la mayoría todavía es una cuestión discutible
e irresuelta.
d Las enfermedades cerebro-vasculares son las que han tenido mayor crecimiento en los
últimos años en nuestro país.
e Me desperté un poco deprimida y pensé que, si me vestía de rojo, me iba a sentir un
poco mejor el resto del día.
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Ética de la responsabilidad
Actividad
El texto siguiente presenta un clásico debate sobre la responsabilidad del agente moral,
que ya estaba presente en la cultura griega del siglo V a.C. Debatan en grupo quién es el real
responsable de la muerte del caballo. ¿Qué incidencia tiene la voluntad del agente en la
evaluación de su responsabilidad?
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“(…) Porque el mayor de los hijos legítimos de Pericles, Jantipo, (…) desacreditaba a su padre, primero,
divulgando con irrisión sus ocupaciones domésticas y las conversaciones que tenía con los sofistas,
y que con ocasión de que uno de los combatientes en los juegos había herido y muerto involuntaria-
mente con un dardo un caballo de Epitimo de Farsalia, había malgastado todo un día con Protágoras
en examinar si sería el dardo, el que lo tiró, o los jueces del combate, a quien conforme a recta razón
se diese la culpa de aquel accidente. Además de esto, dice Estesímbroto que fue el mismo Jantipo
quien esparció entre muchos la calumnia acerca de su propia mujer, y que hasta la muerte le duró a
este mozo la disensión irreconciliable con su padre, porque murió Jantipo habiendo enfermado de
la epidemia” (Plutarco, Vidas paralelas: Pericles).
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b) la ausencia de interferencia para concretar lo que ya hemos decidido (estar libre de algo). Si
no hay ninguna cadena que me impida el movimiento, seré libre de impedimentos para caminar,
por ejemplo.
San Agustín (354 d.C.- 430 d.C.) concebía la libertad real y completa como aquella con la que ele-
gimos lo que Dios quiere que elijamos. En su planteo, diferenció entre:
a) libertad de espontaneidad: no es específicamente humana, sino que también les co-
rresponde a todos los animales y seres de la naturaleza. Agustín llama de este modo a
la ausencia de una coacción externa de cualquier índole, y no implica ningún proceso
deliberativo. Es la del animal que actúa según su instinto o la de una manzana madura
que cae a tierra. Suele decirse que es la libertad de necesidad (la necesidad implicada,
obviamente, en un orden o un movimiento naturales que se cumplen inexorablemente);
b) libre albedrío: es propio del ser humano y depende de una voluntad. Supone una inteli-
gencia que guía la realización de un acto deliberado. Es el tipo de libertad que poseemos
los hombres para calcular medios apropiados a nuestros fines. Se la llama libertad de
ejercicio porque en ella se ejerce un poder;
c) libertas o libertad de liberación: para el teólogo es la verdadera libertad; ella se realiza
cuando elegimos lo que debe cumplirse de conformidad con los mandatos divinos. Cuan-
do un hombre, bajo la gracia de divina, tiene el poder de no pecar, goza de este tipo de
libertad, que es el más sublime en el marco del cristianismo agustiniano.
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módulo 3
que nos lleva a la aprobación social, la acción puede ser modificada y encauzada según lo que se
espera de nosotros. Para Hume, no es la razón la encargada de modificar nuestra acción, ya que
ella es una facultad que sirve para abstraer y para calcular; en cambio la voluntad y nuestra acción
están guiadas por pasiones dependientes que se imponen. En términos del mismo Hume, la volun-
tad tiene un camino y la razón tiene otro, de modo que no podemos pretender que una vía influya
sobre la otra. Pero cuando la pasión vinculada a la expectativa de aprobación social se vuelve más
fuerte que la del acto reprobable, entonces tenemos posibilidad de modificar el tipo de acto moral.
Allí aparece la responsabilidad.
Posiciones existencialistas como la de Sartre, por otro lado, afirman la absoluta falta de determi-
nación exterior respecto de nuestras acciones, y asumen solo un leve condicionamiento posible de
la realidad concreta respecto de nuestras decisiones. Aunque el filósofo admite que no será igual la
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situación de alguien que haya nacido en condiciones materiales opulentas –un aristócrata, por ejem-
plo– que la de quien solo posea lo básico para su subsistencia –un indigente que vive en la calle, por
caso– estos condicionamientos nunca deter-
minan la acción del hombre, ya que el más
rico, sin necesidad de más, podría volverse
ladrón, del mismo modo que el más pobre,
con necesidad de mucho, podría sostener
siempre una conducta intachable. Los hom-
bres somos libertad, dice Sartre, y en cada
instante tomamos decisiones que definen el
proyecto de vida que encarnamos. Para un
planteo de este tipo, la responsabilidad de
cada uno en cada acto es plena.
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con estas consignas. (…) Pero al margen de esta moral, y en oposición a ella, se desarrolla poco a
poco una moral de cooperación, cuyo principio es la solidaridad y que se apoya especialmente en la
autonomía de la conciencia”. A los adultos se los considera responsables de sus actos, ya que se da
por supuesta su autonomía. Y si hay responsabilidad moral, no solo es necesario que exista libertad,
también debe haber una conciencia moral desarrollada en el agente. La moral tiene que ver con lo
que la sociedad aprueba o desaprueba. Escuchamos lo siguiente: “Les dije a mis padres que iba a la
escuela, pero fui a encontrarme con mis amigos en la plaza; mis padres no se enteraron de mi mentira,
pero igualmente me siento mal, ¿por qué?” Seguramente porque en la conciencia de cada uno existe
una norma que sostiene que “no se debe mentir”, pero quien así actuó la desoyó. Y puesto que la
norma está internalizada, quien actuó en contra de ella es culpable, o mejor, responsable por haberla
violado; y esto, por más que nunca nadie se entere de lo que hizo en realidad. Los ojos de los demás
no modifican nuestro nivel de responsabilidad en el cumplimiento o incumplimiento de las normas.
Ahora bien, todas las normas relativas a la acción humana reivindican determinados valores que
son los que privilegia ese grupo social. Esos valores se identifican con lo bueno. Y quien es bueno
en un sentido moral se dice que actúa con virtud, o que es virtuoso. En las afirmaciones siguientes:
Martha Argerich es una buena pianista
El Gato Dumas era un cocinero virtuoso
René Favaloro fue un excelente cardiólogo
los calificativos buena, virtuoso y excelente significan en parte lo mismo y en parte algo diferente
de lo que entendemos cuando afirmamos:
Ha sido un buen hombre
Sos una persona virtuosa
Es un sujeto excelente.
En estos últimos ejemplos, los adjetivos bueno, virtuoso, excelente apuntan a algo propio de las
acciones de esos seres humanos pero no relativo a su actividad profesional sino a su obrar en tanto
sujetos morales. En estos casos, las nociones de bien y de virtud llevan implícito un sentido moral.
En general, en cada cosa que hacemos todos anhelamos lo que consideramos bueno. De esto no hay
dudas: aunque alguien afirme “Me gusta que me peguen” o “Disfruto sufrir”, es evidente que quien
así habla está considerando como un bien lo que normalmente los demás consideran malo. El bien,
lo bueno es un valor positivo que todos buscamos. Más precisamente, en un sentido moral el bien
es lo que nos guía, lo que debemos hacer; asimismo, determina de qué modo llegar a ser virtuosos.
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MÓDULO 3
Determinismo y libertad
En grupos, realicen tres listas
con acciones que ejemplifiquen
determinismo, autodetermi-
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de Calcuta, que entregó su vida al cuidado de los enfer- nación y libertad de interfe-
mos; Mahatma Gandhi, que no se dejó corromper por el rencia. Debatir los resultados
poder colonial para liberar a su pueblo; y Martin Luther a los que llegó cada grupo, y
King, que luchó por acabar con la discriminación de los establecer qué tipo de actos,
negros en los Estados Unidos, son algunos ejemplos de entre ellos, son los más
mundialmente conocidos de seres humanos virtuosos. frecuentes en nuestra vida co-
Pero, ¿es suficiente ayudar a alguien una vez para ser rriente. Fundamentar.
una persona virtuosa? Aristóteles (384 a.C. - 322 a.C.)
cuando afirmaba que “una golondrina no hace verano”
quería decir que alguien virtuoso realiza el bien no una
sola vez o en un ámbito restringido, sino siempre, ya
que ha entrenado a su disposición natural para que
actúe bien de manera habitual o corrientemente.
L OS VA LOR ES
Para que una acción pueda ser juzgada moralmente deben darse ciertas condiciones en el agente
moral: que este sea libre, que realice su acción voluntariamente y que posea una conciencia moral
desarrollada, como ya se dijo. Estamos en condiciones de preguntarnos ahora con qué criterio
pueden nuestras acciones ser juzgadas en tanto buenas o malas. Debemos esclarecer qué son los
valores que están incluidos en las normas y principios que rigen nuestro obrar, y respecto de los
cuales juzgamos las acciones como buenas o malas. Bueno, malo, bello, feo, son cualidades que
predicamos de las cosas, de las personas o de las situaciones cuando hacemos una afirmación o
un juicio sobre ellas. ¿Pero cómo determinamos qué es lo bueno, lo malo, etc. en cada ocasión?
Los filósofos han ofrecido diversas respuestas a esta pregunta a lo largo de la historia. Veamos las
dos posiciones fundamentales a este respecto. Una corriente filosófica sostiene que las cosas son
ellas en sí mismas buenas, malas, bellas, etc. Estos pensadores, que consideran que los valores
están en los objetos mismos, se denominan objetivistas. Por otro lado, otra corriente sostiene
que los valores dependen exclusivamente de los sujetos capaces de percibirlos; a estos autores se
los denomina subjetivistas. Entre los primeros, figura el alemán Max Scheler (1874-1928), quien
explícitamente postula la existencia de una escala de valores fija, absoluta e inalterable, forma-
da por valores concretos. La relación de estos valores entre sí es a priori, o sea: no dependen de
nuestra experiencia. Esa escala, organizada en forma piramidal, jerarquiza todos los valores: en
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ella, los valores más bajos son los del placer y el displacer (cercanos a la sensibilidad más animal);
sobre estos se apoyan los que denomina vitales, es decir relativos a la salud, la enfermedad, la
conservación de la vida y la evasión de la muerte. En tercer lugar, coloca los valores espirituales,
dentro de los cuales discrimina los estéticos (relativos a lo bello), los jurídicos (como lo justo) y los
valores del conocimiento (propios de lo verdadero). Y por último, en la cima, Scheler sitúa a los
valores religiosos, representados por lo santo y lo profano, tal como ilustra el siguiente cuadro:
valores
religiosos
valores espirituales
valores vitales
Si los valores son absolutos e iguales para todos, ¿cómo explica Scheler las diferencias entre los
juicios morales de personas de diferentes países o de épocas diversas? ¿Cómo justificar, desde
esta perspectiva, que algunos hombres huyan de su patria para evitar que el ejército los envíe a
luchar contra otro país por motivos religiosos? Si efectivamente los valores religiosos fueran más
fundamentales que los vitales –tal sería el caso del valor de la conservación de la vida–, entonces
deberían imponérsele a todo ser humano con plena evidencia. Ante ejemplos como este, Scheler,
sin desestimar la validez de esa jerarquía, afirma que en tales situaciones los hombres no ven clara-
mente la escala. Los valores son percibidos por cada uno de nosotros por una especie de intuición,
una forma de nuestra sensibilidad que nos permite aprehender la escala. Pero a juicio de Scheler, en
todo caso, son los seres humanos individuales, particulares, quienes están limitados para percibir
la jerarquía y realizar así la acción más noble.
Opuesta es la posición de los subjetivistas: para ellos, lejos
de existir valores inamovibles y absolutos, todo se juega en
quién juzga y adscribe valor a las cosas, de acuerdo con su
punto de vista. Las cosas, las situaciones no comportan ellas
mismas ningún valor. Para un subjetivista, el que hace posible
los juicios es cada ser humano, con su carga psicológica y los
condicionamientos singulares de su época, de su cultura, de
su condición social, etc. La dificultad que ofrece esta posición
es que no explica claramente qué es lo que permite, dada esta
atomización de los valores, la convivencia en sociedad: es
decir, si cada ser humano tiene sus propios valores, forjados
a partir de su propia singularidad, y por lo tanto diferentes
de los valores de los demás, ¿sería posible la convivencia?
Veamos una situación medianamente problemática: la Max Scheler
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confianza en que todo vecino tiene derecho a descansar por las noches, sin ser sistemáticamente
perturbado por ruidos excesivamente molestos se haría pedazos si se debe convivir con los valores
singulares de mis vecinos, que creen que lo “mejor” para un ser humano, lo verdaderamente “bue-
no” y “virtuoso”, es escuchar heavy metal a todo volumen después de la medianoche. En nuestros
días, la posición subjetivista parece reivindicada por doquier: a esto aluden quienes sostienen que
la nuestra es una época en la que “faltan los valores”. Es interesante preguntarse hasta qué punto
estamos dispuestos nosotros mismos a respetar el subjetivismo ajeno, especialmente cuando ello
nos llevaría a aceptar que, en la mirada de otro, la estafa, la mentira o el robo podrían ser valores
muy positivos.
El filósofo argentino Risieri Frondizi (1910-1985) planteó la cuestión en otros términos: se pre-
guntó ¿por qué consideramos que el valor solo puede estar en el sujeto o en el objeto? Frondizi
analizó la posibilidad de que el valor surja de la relación entre el sujeto y el objeto. Veámoslo en
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una situación concreta: a quien le gusta mucho ir al cine y disfruta de este tipo de manifestaciones
culturales encontrará siempre un valor positivo en ir al cine. Pero resulta que un día a esta persona
le duele mucho la cabeza y evalúa que mejor que ir al cine es quedarse en casa. No es que el cine
haya perdido el valor positivo que tenía para este cinéfilo: para él, el buen cine siempre será buen
cine, le duela o no la cabeza. Pero en su estado presente –que puede ser más o menos transitorio–
esta persona hizo una evaluación y tomó su decisión de acuerdo con una situación diferente de la
habitual y según esto, su escala de valores cambió. En un primer momento, podemos pensar que
en este caso el valor es subjetivo porque depende del juicio de esta persona. Pero, ¿y si va al cine
y encuentra una película malísima, aburrida, sin ninguno de los elementos que debería tener para
ser una buena obra? Esto significa que el valor positivo del cine también está allí, en el cine, de
modo que también tiene un aspecto objetivo. Frondizi afirma que los valores están determinados
por la relación entre el sujeto y el objeto en una situación dada. El valor –sostiene– es de carácter
relacional: se establece en cada relación entre sujeto y objeto. La situación también es relevante
para el surgimiento de ese valor. Pongamos el caso de una persona para quien los pantalones de
jean son lo más importante en la vida; esa misma persona, afectada por un tsunami, teniendo que
hacer frente a la catástrofe, tratando de salvar su vida y la de sus familiares, probablemente en
ese momento reduzca el valor vital del jean a un segundo plano. Los elementos que constituyen
la situación son:
el ambiente físico (si hay un terremoto o un huracán no vamos a elegir lo mismo que en un
momento de tranquilidad);
el ambiente cultural (en Occidente, la fidelidad de un marido a su esposa es considerada un
valor positivo; pero en los países árabes que aceptan la poligamia, esta forma de exclusividad
no constituye ningún valor: al contrario, un marido tiene mayor estima social según la mayor
cantidad de esposas con las que convive);
el medio social (para una aristócrata, usar el mismo vestido en dos fiestas diferentes durante la
misma temporada sería un disvalor);
las necesidades y expectativas (si espero graduarme este año voy a aplazar algunos proyectos
que hasta ahora no había querido postergar);
el factor tempo-espacial (seguramente no evalúa y conforma sus valores de la misma manera
una persona que vive en un país subdesarrollado gobernado por un régimen dictatorial que
quien vive en la próspera campiña de un país desarrollado y democrático).
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Actividad
L A ÉTICA Y SU HISTORI A
¿Hubo realmente algún momento en la historia de la humanidad en el que no existieron los planteos
éticos? ¿Quiénes fueron los primeros que se dedicaron a pensar y a reflexionar sobre estas cuestio-
nes? Entre los registros más antiguos que tenemos figuran los que provienen de la literatura. En los
poemas épicos la Ilíada y la Odisea, atribuidos a Homero (siglo VIII a.C.), los personajes actúan y
deciden de acuerdo con lo que les parece mejor. Pero también, en muchos casos, obran guiados por
lo que exige, lo que ordena o lo que prescriben los dioses, como un destino. En el poema Los trabajos
y los días, de Hesíodo (VIII a.C. - VII a.C.) hallamos por primera vez la pretensión de explicar la con-
ducta y las acciones humanas de forma autónoma; la intención de que no sean los dioses olímpicos
quienes decidan en cada caso por él. En esta obra, Hesíodo le dice a su hermano que debe trabajar,
procurarse una vida honesta, porque Zeus, el dios, todo lo ve y castiga profundamente las injusticias
con la pobreza. Las reflexiones y los planteos más abstractos –y las perspectivas más decididamente
autónomas– llegaron poco después, con el desarrollo de la filosofía, alrededor del siglo VI a.C. Si bien
se dice que los primeros filósofos se preocupaban principalmente por las cuestiones relacionadas
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con la naturaleza y el orden del universo, a ellos les debemos algunas de las bases para el posterior
desarrollo de la ética como disciplina. Heráclito de Éfeso (526 a.C. - 475 a.C., aproximadamente) y
Demócrito de Abdera (460 a.C. – 370 a.C., aproximadamente) parecen haberse ocupado intensa-
mente del obrar humano. Sin embargo, recién con Sócrates (470 a.C. - 399 a.C.) se manifiesta una
reflexión filosófica acerca de la moral, de los principios y de los valores que nos mueven a actuar.
En fin, sobre las cuestiones de las que se ocupa hoy la ética.
Por Quino
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de Atenas y sus enseñanzas eran muy valoradas. Sin embargo, como la base del pensamiento de
todos ellos estaba dominada por una actitud relativista – no hay verdades absolutas, universales
y necesarias, sino que la verdad está siempre determinada por nuestros deseos y pensamientos–
fueron considerados oportunistas, carentes de compromiso moral. Protágoras afirmaba que “el
hombre es la medida de todas las cosas: de las que hay, en tanto que hay, y de las que no hay, en
tanto que no hay”. Con esto buscaba señalar la imposibilidad de pensar, decir o concebir algo fuera
del criterio del hombre. No sabemos si con “hombre” Protágoras se refería a:
cada hombre en particular, en cuyo caso estaríamos en una posición subjetivista: todo
principio o valor moral depende de cada hombre, de cada sujeto, y de lo que es ley o valor
para mí; no hay ningún problema en que no lo sea para otro;
cada grupo social, en cada momento histórico determinado y en este caso, lo que indicaría
más bien de un relativismo: las evaluaciones morales dependen o son relativas a un mo-
mento o lugar determinado, y lo que puede ser bueno para los argentinos de hoy puede no
serlo para los hindúes (comer carne de vaca, por ejemplo), o pudo no haberlo sido para los
argentinos de hace un siglo (que las mujeres fueran a la playa en bikini);
o la humanidad, en sentido genérico, el género humano, como ámbito diferenciado de la
esfera divina o del reino animal.
En verdad, no sabemos si la calidad moral
de los sofistas era tan mala como opi-
naron sus detractores, ni si fueron unos
inescrupulosos que se vendían al mejor
postor; de hecho, fueron sus detracto-
res –en primer lugar, Platón, el discípulo
de Sócrates– quienes en mayor medida
nos transmitieron el pensamiento de los
sofistas, o en todo caso fueron también
filósofos que tenían opiniones diferentes y
probablemente buscaban desacreditarlos.
Es plausible, no obstante, que si defendían
una posición relativista pudieron haber
sostenido, con toda honestidad, que una
cosa es buena en un contexto y en otro,
mala. Aun así, podemos preguntarnos:
¿podría alguien considerar igualmente va-
liosas todas las posiciones morales? Frente
a un planteo de este tipo, los sofistas po-
drían haber elaborado y vendido un argu-
mento que sostenga que es bueno que un Protágoras de Abdera
político mienta a los ciudadanos, y a la vez
podrían haber elaborado y vendido otro
en el que se defendiera el decir la verdad
aun corriendo riesgo la propia vida. Según
los sofistas, cada uno de estos discursos
encontrará un momento de adecuación y
eficacia para ser pronunciado.
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interlocutor, resultaban subversivas del orden establecido. El juicio al que fue sometido, lo
encontró culpable y lo condenó a muerte en el año 399 a.C. La muerte de Sócrates impactó
profundamente a Platón, el más destacado de sus discípulos, tanto por la injusticia de las acu-
saciones por las que había sido condenado como por la actitud que mantuvo Sócrates hasta el
último momento de su vida. Platón representó este momento en tres de sus diálogos: Apología
de Sócrates, Critón y Fedón. Sócrates es además, como ya se ha dicho, el interlocutor principal
de prácticamente todos los escritos platónicos. En los diálogos que escribió durante su juven-
tud, Platón parece reflejar el pensamiento de su maestro; pero en los diálogos de su madurez y
en los de su vejez se puede notar cómo Platón fue forjando su propia filosofía y tomando cierta
distancia de las posiciones de Sócrates.
Para Platón, obrar moralmente bien implica referir y alinear nuestra acción según el criterio del
Bien y de la Justicia, entendidos como paradigmas para la conducta o modelos a seguir. Platón
considera que estos criterios no son solo conceptos o imágenes en nuestra mente, no son modelos
puramente mentales, sino que el Bien y la Justicia, por ejemplo, son realidades perfectas y puras,
que existen efectivamente aunque no puedan ser percibidas a través de los sentidos sino solo
intelectualmente. A estas realidades perfectas se las conoce tradicionalmente como las “Ideas”,
aunque Platón, en general, se refiere a ellas como “lo x en sí”: por ejemplo, “lo Bueno en sí”, “lo
Justo en sí”, “lo Bello en sí”.
Así, Platón concibe la realidad como escindida en dos ámbitos:
el de lo concreto y material, compuesto por las cosas que nacen y mueren, que cambian y se
transforman, por todo aquello que es perceptible a través de los cinco sentidos, el ámbito
sensible;
pero existen también cosas que están más allá de nuestros sentidos, que trascienden el con-
tinuo transcurrir de nacimiento-crecimiento-decrecimiento-muerte; a ellas solo se accede a
través del intelecto; este es el ámbito inteligible y a él pertenecen las Ideas, los modelos o
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criterios que deben guiar nuestra conducta (“lo Justo en sí”, “lo Bueno en sí”, “lo Valiente en
sí”, etc.) y también deben guiar nuestra búsqueda de conocimiento (“lo Verdadero en sí”) y
nuestros gustos (“lo Bello en sí”).
Es preciso insistir en que, si bien Platón entiende que a estas realidades “en sí” o Ideas solo se
las puede captar a través de la razón o de la inteligencia, ellas no son meros conceptos o pensa-
mientos, sino que son realidades plenas: son cosas incluso más reales que las cosas con las que
nos topamos a diario, que nacen y mueren, cambian y se destruyen. Las Ideas, por el contrario,
son eternas, perfectas, inmutables, incorruptibles y además son causa de la existencia de todo
lo demás. Lo “Justo en sí” es lo pura y perfectamente justo, mientras que los actos justos de los
seres humanos –si bien nunca alcanzan a ser pura y perfectamente justos– son en cierta medida
justos porque toman parte de “lo Justo en sí” o Idea de Justicia. Así también, frente a un dilema
moral, Platón entiende que no todas las respuestas son válidas a gusto del que la enuncia (o
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del que tiene dinero para pagar una buena argumentación sofística). Para él, estas realidades
perfectas, eternas, inmutables e incorruptibles constituyen el criterio en base al cual podemos
evaluar las diferentes opciones; hay que tratar de captar intelectualmente “lo Justo en sí” y,
tomándolo como criterio, evaluar las opciones y actuar en consecuencia. Platón entiende que
si creemos que la justicia es algo entonces debemos convenir en que esta no puede consistir en
una pura ocurrencia, en un capricho individual, por el cual cada ser humano inventa su propio
concepto de lo que es justo y lo aplica, según conveniencia, a las situaciones en las que lo con-
sidera oportuno. Si cada uno tuviera su propio y distintivo concepto de lo justo se caería en un
relativismo feroz. Para Platón solo puede haber una realidad perfectamente justa, completa,
inmutable, imperecedera; y esta es “lo Justo en sí” o Idea de Justicia, que trasciende las meras
instancias imperfectas de justicia con las que nos topamos a diario. Pues incluso cuando se dice,
por ejemplo, “Solón actuó con justicia”, a juicio de Platón se debe entender que la justicia referida
en esta proposición es imperfecta y no una justicia absoluta, dado que pertenece a la órbita de lo
que es corruptible y mutable. Quedará siempre vinculada a una perspectiva particular, es decir:
es una acción justa para algunos, pero seguramente es injusta para otros; o se la considera justa
hoy, pero mañana quizás ya no. Por el contrario, para Platón la Idea de Justicia no tiene ninguna
clase de ambigüedad ni relatividad.
Una objeción que desde la Antigüedad se formula a la teoría platónica de las Ideas es la siguiente:
¿cómo es posible saber que estas realidades perfectas existen efectivamente, que no son un inven-
to afiebrado de alguien que pretende imponer su propia concepción de la justicia? Un mito que
se narra en varios diálogos puede ofrecer una respuesta posible a esta pregunta a la que Platón
nunca responde explícita y directamente. Cuenta que antes de nacer, las almas contemplaron esas
Ideas, lo conocieron todo, pero que al nacer, al atravesar el río llamado Leteo –que significa “olvi-
do” en griego– para encarnar en un cuerpo, olvidan todo eso que han visto. Sin embargo, cuando
ya en el ámbito sensible vemos y escuchamos sobre hechos “justos”, o sobre objetos “iguales”, o
sobre acciones “buenas”, podemos reconocerlas como tales (a pesar de que estas instancias que
percibimos son imperfectamente iguales, imperfectamente justas, etc.) debido a que al percibirlas
nos recuerdan aquellas otras realidades perfectas: las Ideas que conocimos antes de nacer. Estas
siempre sirven como paradigmas para la acción y como garantía para nuestro conocimiento. Este
proceso de recordar, que Platón denomina reminiscencia, es fundamental porque permite recuperar
lo único que es absolutamente pleno: las Ideas. Así, con ayuda de nuestras experiencias sensibles
y con maestros que, como Sócrates, guíen nuestra investigación, nos resultará posible recordar y
estaremos más capacitados para que las Ideas –paradigmas y a la vez criterios de perfección– rijan
nuestras acciones, volviéndonos éticamente mejores.
107
3 Ética
Las fuentes motivacionales de la acción. Otro aporte muy relevante de la filosofía platónica a la
ética está dado por su elaboración de una incipiente teoría de la acción que discrepa, en cierta
medida, de la ética socrática. En su monumental diálogo República, Platón distingue tres partes o
especies en el alma humana: una parte racional, que “se genera del razonamiento”, y a la cual, por
ser la parte sabia, le corresponde comandar y dirigir al alma entera; una parte apetitiva, que es la
que más abunda en toda alma: básicamente instintiva, sirve para sobrevivir y por eso se arroja sin
reservas sobre la comida, la bebida y el sexo; finalmente, hay una parte irascible o colérica que,
según Platón, es moralmente neutra, de modo que, según la educación que tenga, puede aliarse a
la parte racional, contribuyendo así al dominio de los instintos, o puede aliarse a los apetitos más
primarios, descuidando lo sabio y lo mejor. Estas tres partes o especies de alma son, a juicio de
Platón, tres diversas fuentes para la acción, fuerzas que nos mueven a actuar; es decir que si uno
tiene sed, la parte apetitiva de su alma lo impulsa a tomar agua. Claro que si ocurre que queda solo
una botella chica de agua sobre la mesa y los que tienen sed son varios (además de uno mismo,
un anciano muy débil y un niño que no alcanza a la mesa), allí se produce un conflicto entre las
partes del alma: la parte apetitiva estará impulsada a arrojarse de todos modos sobre la botellita
de agua, mientras que la parte racional razonará que es mejor compartir el agua disponible con
quienes también precisan beber. ¿Y qué hará la parte irascible? Según Platón, si está bien educada,
empleará su fuerza para reprimir ese impulso egoísta y colaborará con la parte racional para que
finalmente se reparta la bebida entre los tres.
El propio Platón, en la República, explica estas tres fuerzas motivacionales con el ejemplo de un tal
Leoncio, que va caminando por las afueras de la ciudad cuando ve un verdugo aún junto al cadá-
ver del hombre a quien acaba de ejecutar. Por un lado, Leoncio se siente tentado a mirar; por otro,
no quiere permitírselo, porque le parece algo morboso, y no quiere serlo. Finalmente, después de
una pequeña lucha consigo mismo, Leoncio gira la cabeza para mirar el cadáver; pero entonces se
enoja consigo mismo por dejarse vencer ante esta tentación. El ejemplo de Leoncio muestra que
la parte irascible de su alma si bien consintió en aliarse a la parte apetitiva (la que se regocija con
la visión morbosa), reconoce su debilidad, reconoce que no debía hacerlo, y reacciona con enojo.
Esta perspectiva que Platón incorpora en la República para la evaluación moral de nuestras acciones
se diferencia efectivamente de la socrática porque introduce la mirada de que toda decisión ética
supone un conflicto en el interior del alma humana., Esta perspectiva la adoptará, muchos siglos
después, el psicoanálisis para diseñar la estructura triple de la psiquis.
¿Existe una “teoría de las Ideas de Platón”? Si bien es cierto que en los diálogos –especial-
mente los que escribió en sus años de madurez y en algunos de su vejez– alude insistentemente
a Ideas, Platón nunca ofrece una doctrina o una explicación sistemática sobre ellas. Nunca
explica exactamente cuál es el modo en que el ámbito inteligible se vincula con el ámbito
sensible, por ejemplo. Sin embargo, es claro que procura establecer una fundamentación
trascendente de esta realidad fluctuante, relativa y efímera en la que vivimos.
108
Módulo 3
La alegoría de la caverna
Actividad
Lean el siguiente texto, conocido como la alegoría de la caverna, que pertenece al libro VII de
la República de Platón y respondan:
a ¿Cómo están representados en el relato los dos ámbitos que Platón propone en su
explicación de la realidad?
3
b ¿Qué idea aparece en el relato acerca del proceso de conocimiento?
109
3 Ética
110
módulo 3
DE BIENES O FINES
MATERIALES
DE VALORES
FORMULACIONES ÉTICAS
FORMALES
Aristóteles fue el primer filósofo en escribir un tratado específicamente dedicado a formular las
bases de la ética. De hecho, si bien tanto Sócrates como Platón se preocuparon en profundidad
por los dilemas morales y por los principios de la ética, Sócrates no escribió y Platón, que sí lo
hizo, eligió el género del diálogo y nunca elaboró una teoría sistemática sobre estos temas (ni
sobre ningún otro). Los predecesores de Aristóteles tampoco buscaron transmitir definiciones de
los principales conceptos de la ética: sentaron las bases para la reflexión sobre la moral pero fue
Aristóteles el primero que sistematizó esta disciplina, en sus tres tratados: la Ética a Nicómaco, la
Ética a Eudemo y el escrito conocido como Magna Moralia. En la Ética a Nicómaco encontramos el
núcleo de la ética aristotélica. Se trata de una ética material, porque el filósofo señala claramente
que todo lo que hacemos todos los seres humanos responde, en última instancia, a una sola cosa
concreta que queremos conseguir. Para Aristóteles, este fin es la felicidad, y como el término griego
que emplea Aristóteles para decir “felicidad” es eudaimonía, se dice que este la ética aristotélica
es eudaimonista o eudemonista.
¿Cómo debe entenderse la eudaimonía? Pongamos por caso que alguien nos pregunte para qué
estudiamos esta materia; tal vez diremos que lo hacemos para aprobarla. Si alguien vuelve a
preguntarnos para qué queremos aprobarla, le contestaremos que lo hacemos para terminar la
escuela en algún momento, para recibir un título que certifique que hemos completado la educa-
ción media. Si vuelve a preguntarnos para qué queremos completar la educación media, podemos
responder que lo queremos para conseguir luego un buen trabajo (uno mejor que si no tuviéramos
la educación media completa) o para ingresar a la universidad. Siempre parece que existe un fin
111
3 Ética
que queremos alcanzar con nuestras acciones. Aristóteles sostiene que, en realidad, ellos no son
fines estrictamente, sino que son medios para conseguir otros fines. Para Aristóteles, el único fin
que es realmente un fin último en nuestra vida es la felicidad, porque todas las respuestas a las
preguntas por nuestras acciones asumirán que, en última instancia, todo lo que se hace se hace
para ser feliz. Y esto constituye el fin de todas las acciones humanas. De este modo, los medios –que
son fines intermedios o parciales– se organizan, se orientan hacia el fin último en el que todos los
demás culminan. Es por esto que este planteo se llama teleológico (télos en griego significa “fin”),
porque todas nuestras acciones se integran en la arquitectura jerárquica piramidal, que concluye
en una cumbre buscada, unificadora de todos los fines parciales: la felicidad.
La eudaimonía como fin último; concepciones de la buena vida. Aristóteles considera que no
hay dudas ni discusiones entre los hombres: todos queremos ser felices. Pero sobre lo que sí efec-
tivamente hay discusión es acerca de aquello que nos conduce a este estado. Para algunos, será
la vida concentrada en el placer lo que procure la felicidad; sin embargo se trata de una vida llena
de insatisfacción, siempre necesitamos satisfacer nuevos e innumerables placeres, por lo cual,
112
módulo 3
para Aristóteles, esta no puede ser el mejor tipo de vida. El segundo tipo de vida es el que se centra
en los honores y el reconocimiento que nos hacen los demás, pero el filósofo también encuentra
limitaciones a este tipo de vida, ya que nos vuelve completamente dependientes de la opinión y
consideración de los demás; si hacemos depender nuestra felicidad del prestigio y del reconoci-
miento de los otros, cuando el ámbito social nos sea adverso, seremos los más infelices. Aristóteles
concibe la felicidad como un estado autárquico, que no puede ser ni completa ni esencialmente
dependiente de situaciones exteriores. Considera, además, que aquello que nos va a llevar a la
felicidad es la realización prefecta y completa de la función para la que hemos nacido, es decir: en
tanto seres humanos. Aristóteles define al hombre como “un animal racional”, un animal que hace
uso del lógos (razón); por lo tanto, la racionalidad es lo esencial del ser humano. En consecuencia,
seremos felices si podemos ejercitar en máximo grado nuestra razón y nos dedicamos cuanto nos
es posible a la vida teórica o contemplativa. Esto significa que dediquemos la vida a la reflexión
3
sobre la vida misma, sobre el hombre, sobre la muerte, en fin, estar centrados en lo mejor del hecho
de ser humanos, lo que nos diferencia de otros seres. Claro que para esto hay un inconveniente:
además de ser racionales somos humanos, y por lo tanto solemos estar apremiados constantemente
por cuestiones mundanas: distracciones, cansancio, el hambre, la sed y los demás apetitos… La
vida contemplativa se vuelve un ideal difícil de cumplir.
Práctica y virtud como disposiciones a actuar bien. Aristóteles afirma que el ser humano es
naturalmente político, y por lo tanto su naturaleza solo se realiza plenamente en el seno de una
pólis, una ciudad, y entre otros seres humanos racionales. Así, podemos aspirar a ser excelentes
en el ámbito moral, por lo tanto quienes se vuelvan virtuosos alcanzarán la felicidad. La virtud es
precisamente aquello por lo cual somos moralmente buenos. Esta se opone al vicio, que es una
disposición a realizar lo moralmente malo. Para Aristóteles la virtud es una disposición permanente,
y esto implica que no es una afección azarosa, o algo que nos sucede sin que tengamos responsa-
bilidad en ello. Tampoco es algo pasajero ni accidental, sino que implica una elección voluntaria.
En este sentido, la virtud se opone a lo natural, a lo dado biológicamente; si no fuera así, quien no
da muestras de ser virtuoso ya desde su nacimiento, no podría cambiar sus cualidades morales a lo
largo de su vida, mientras que para Aristóteles siempre es posible volverse virtuoso. Como sostiene
Joseph Moreau, la virtud no puede ser sino un habitus, “una manera de comportarse respecto de las
afecciones, una actitud permanente de la voluntad, una preferencia habitual o hábito preferencial”.
Define entonces la virtud moral como “un hábito deliberativo respecto a nosotros de la elección
del término medio entre exceso y defecto, tal como lo haría un hombre prudente” (phrónimos). La
definición está compuesta por los siguientes elementos:
Es un hábito (héxis): no se trata de una cuestión teórica –o, al menos, no solo de ella–, sino
que hace falta una práctica recurrente, repetida, para llegar a la virtud. Como el mismo filósofo
dice, “una golondrina no hace verano”: si ayuda a alguien una sola vez en la vida, no soy una
persona virtuosa. Hace falta que, a través de la repetición de la acción moralmente buena,
cree en mí una tendencia a realizar este tipo de acciones. Esto implica también que la virtud
moral no es una cuestión de pensar bien, sino que se enraíza directa y principalmente con
la práctica, con la acción concreta, con el hábito de decidir.
Es deliberativo: me pone en situaciones de deliberar, de sopesar motivos y acciones, y de
elegir. Es este el punto en el que me vuelvo responsable de la acción.
Es respecto a nosotros: para Aristóteles, ni la ética ni la política son ciencias exactas, sino
que se trata de saberes delimitados y determinados por las condiciones que constituyen lo
humano. No puede calcularse la virtud y no se puede actuar de manera perfecta e infalible.
113
3 Ética
En última instancia, toda virtud será siempre virtud humana y humanamente condicio-
nada. Si para mí es difícil ser constante en seguir una rutina de ejercicios físicos, el término
medio no será el mismo que para quien tiene mucha facilidad para la gimnasia y lo hace con
gusto. Estos factores particulares deben ser tenidos en cuenta a la hora de determinar el
término medio armónico de una acción.
Es un término medio entre exceso y defecto: la virtud es un equilibrio, una decisión que
evita cometer excesos, tanto por tomar o dar mucho, como por tomar o dar poco. Los dos
extremos, tanto el exceso como la falta, son vicios. En el fondo el pedido de término medio
implica la proporción, la mesura, el buen criterio para no sobrepasar los límites racionales.
El término medio está a una distancia igual de un extremo que de otro, es equidistante de
los polos que constituyen vicios.
Está en relación con una especie de ideal de hombre sensato, que decide siempre de manera
prudente, y que no comete por lo tanto ni excesos ni defectos. Es decir que, antes de tomar
la decisión, deberíamos preguntarnos qué haría ese hombre prudente en nuestro lugar.
Así, el que posee la virtud de la valentía es quien sabe mantenerse entre la actitud cobarde y la te-
meraria, que son dos vicios. Pero no se trata de saber elegir ese término medio una o dos veces en
la vida; contrariamente, el virtuoso es el hombre que logra una tendencia general en su vida a elegir
el término medio, evitando el exceso (la exageración) y el defecto (la carencia). Esto significa que
la práctica recurrente y repetida en la elección desarrolla en nosotros una tendencia a este tipo de
elecciones mesuradas. Sus elecciones son evidentemente siempre nuevas, porque las situaciones
y él mismo cambian con el tiempo. Entonces, ¿cómo poder juzgar si un hombre es feliz o no, si la
virtud que practica lo lleva a una vida feliz? Para Aristóteles esta felicidad no es sinónimo de placer
ni equivale a una serie de instantes de alegría. La felicidad es, contrariamente, una cierta plenitud
que se construye a lo largo de la vida entera. Por eso, si en algún momento de nuestra vida las
cosas no van bien, la estabilidad y equilibrio construido a lo largo del resto de la vida, en nuestra
existencia tomada en conjunto, debería ayudar a hacer frente a esa situación difícil. De este modo,
la felicidad podría pensarse, para Aristóteles, como una armonía constituida a lo largo de toda la
vida. Por esta razón, solo podremos decir con criterio que alguien fue feliz, cuando podamos ver
el conjunto total de su vida.
Hasta aquí nos hemos referido básicamente al tratamiento que hace Aristóteles de las virtudes
éticas (de éthos, que en griego significa “carácter”; no confundir con éthos: “costumbre”); pero
Aristóteles las diferencia de otro tipo de virtudes: las virtudes dianoéticas (diánoia significa en
griego “inteligencia”). Estas son las relativas a la actividad intelectual: la sabiduría, la ciencia o
la comprensión. En cambio, las virtudes éticas son las que, en general, todos tenemos en mente
cuando se habla de virtudes: Aristóteles las describe como las formas de funcionamiento excelente
de la parte del alma que puede ser definida como racional pero también, como irracional, porque
es capaz de obedecer a la razón o de oponerse a ella; esta es la parte del alma en la que reside el
deseo. Como explica Carlo Natali: “Para Aristóteles, el deseo (órexis, en griego) es un elemento in-
dispensable de la psique humana: de hecho, en este reside la capacidad de desarrollar una de las
funciones fundamentales del alma: mover el cuerpo. En efecto, la razón de por sí no mueve nada,
a menos que sea capaz de comprometer al deseo. Los detalles particulares de esta doctrina son
muy complejos, pero al parecer se puede afirmar que el deseo en sí no es una función cognoscitiva
del alma; este acompaña a toda percepción, y el alma racional comunica con el deseo a través de
imágenes mentales o phantásmata. Aristóteles distingue dos formas de deseo: el que se rebela a
la razón y el que sigue a la razón (respectivamente: epithymía y boúlesis), y estas dos formas son
moralmente evaluables. De igual modo que el actuar finalístico o telelológico, Aristóteles trata la
114
módulo 3
función del deseo y la de las emociones como datos imprescindibles de la naturaleza humana: según
él, no se debe tratar de vivir sin deseos y emociones; por el contrario: se debe tratar de experimentar
deseos y emociones de buena calidad. (…) Las emociones no se consideran como algo contrario
a la razón, que la razón misma debe dominar, sirviéndose de la fuerza de la voluntad, sino como
aliadas potenciales de la razón.”
Aristóteles enumera y analiza doce virtudes éticas, que son los puntos medios entre sus respecti-
vos excesos y defectos, que se puede clasificar según se trate de virtudes derivadas de uno de los
tres principales afectos de los seres humanos (temor, placeres, ira); de acciones, de aspectos de las
relaciones sociales o de sentimientos, tal como aquí se esquematiza:
Felicidad y placer. Si bien Aristóteles rechazó el placer como criterio para determinar la felicidad,
considera que una vida mesurada y armónica incluye una neta cuota de placer. Es decir, en su
posición eudaimonista, el placer no es rechazado como un principio negativo, sino que se admite
como una consecuencia natural de la vida virtuosa. No obstante, el fin último de la acción humana
es, para Aristóteles, la felicidad entendida como vida buena; y, si bien hay un cierto placer que
viene como consecuencia de ella, la vida humana centrada en el placer no es la mejor. No todos
los filósofos se alinearon con él en este sentido, y hay quienes hacen del placer el centro y motivo
principal de la moralidad. Esta posición que coloca el placer como motivación principal de la
acción se llama hedonismo (hedoné significa “placer” en griego) ya fue defendida en la Antigüedad.
Epicuro (347 - 270 a.C.), por ejemplo, postuló que la vida humana consiste en buscar la felicidad a
través del incremento del placer y en evitar el dolor. Pero Epicuro no piensa que la felicidad consiste
en darnos absolutamente todos los gustos y en respetar cada una de las demandas de nuestros
instintos: no se trata de satisfacer todo deseo primitivo y lograr así una cierta cuota de placer, por-
que eso significaría ser esclavos de que hay de animal en nosotros, y por lo tanto implica perder
pronto el goce que originariamente encontrábamos en el placer. Para decirlo en los términos del
115
3 Ética
saber popular: “siempre placer, no es placer”; si me gusta mucho comer chocolate, y me dejo tentar
todo el tiempo por satisfacer este gusto, el exceso me mostrará pronto que el placer se disuelve en
el exceso de placer mismo.
Lo central de la posición de Epicuro consiste en comprender que con “satisfacer el placer” no se
está refiriendo a los placeres primarios y sensoriales; o, al menos, no a ellos en primer lugar. Si
bien el primer bien que el ser humano busca y el más natural es, en general, el placer de este tipo,
Epicuro sostiene que el que debe buscarse es el placer más autosuficiente. El distingue cuatro tipos
de placeres:
los que siente el cuerpo (básicamente relativos a la salud);
los que siente el alma (que consisten en lograr su imperturbabilidad).
A su vez, estos dos tipos de placeres pueden darse:
en reposo;
en movimiento.
Los placeres del cuerpo son inferiores a los del alma, porque son inestables y lábiles. Los del alma,
contrariamente, son más estables y duraderos; por lo tanto, a la hora de satisfacerlos, estos últimos
deben tener prioridad sobre los corporales.
El atomismo de Epicuro
El planteo general de Epicuro se enmarca en un pensamiento de corte atomista. Esto quiere
decir que, para él, todo está compuesto por elementos indisolubles, indestructibles, los átomos
que, al moverse en el vacío y encontrarse entre sí, forman los objetos que vemos. Los átomos
tienen diferentes tamaños, formas y peso, de modo que el movimiento de cada uno y la po-
sibilidad de encontrarse con otros átomos no es homogénea. Las cosas se forman a partir de
estos encuentros atómicos, y la destrucción de ellas implica la disociación de tal unidad de
átomos. Esto nos hace más fácil comprender que para Epicuro la estabilidad es un elemento
fundamental para que surja el placer: el movimiento excesivo nos quita tranquilidad, nos
descentra y debe entonces evitarse.
Epicuro no solo habló de placeres del cuerpo y del alma, sino también de placeres que se dan en
reposo o en movimiento; los primeros se dan de manera espontánea y los segundos se dan cuando
vienen a sacarnos de un estado de dolor o de tristeza. Cada uno de estos dos puede darse, a su vez,
en el alma o en el cuerpo. Entonces los placeres que se dan en reposo y que son del alma son los
mejores pues son los más estables. Si el placer se produce en el alma, después de haber sentido
un dolor –por ejemplo, si nos reencontramos con alguien y eso nos da mucho gusto, después de
haberlo extrañado, el placer que sentimos corresponde a un placer fruto de un movimiento o de
un cambio– será menos valioso que si se produce simplemente en reposo –como el placer que po-
demos sentir por estar plácidamente disfrutando de un momento de meditación–. A su vez, en el
cuerpo también se dan estas dos formas de placer: la que se da simplemente por un bienestar y un
equilibrio de la salud física –placer en reposo–, y el que se da después de un dolor –como cuando
tomo un medicamento y se me pasa el dolor de muelas–. Así, podríamos establecer, para Epicuro,
una escala de placeres que van, desde el más importante hasta el menos valorado:
116
módulo 3
117
3 Ética
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módulo 3
En esta primera etapa de su pensamiento, Kant considera que nuestros juicios morales se basan
en el sentimiento ético, superior a todas las demás facultades del hombre. Sin embargo, más
adelante llegará a una posición más definitiva, según la cual los conceptos morales no se basan en
la experiencia ni en el sentimiento sino en la razón pura. Es la razón pura la que proporciona de-
terminados juicios fijos que no son ni deducidos de otros juicios ni inferidos de la experiencia, sino
que son inherentes a la naturaleza del “ser racional”. Por esto, la kantiana es una ética formal, es
decir, independiente de la experiencia. Como afirma en su obra Fundamentación de la metafísica de
las costumbres (1785): “Los principios empíricos nunca pueden servir de base para leyes morales”.
Kant ofrece así una doctrina diametralmente opuesta a la ética clásica de la felicidad, en la cual
la evaluación de las acciones humanas depende de un interés y se determina de acuerdo con la
experiencia o con los detalles particulares y contingentes.
En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant presenta sintéticamente su sistema
3
moral. Su punto de partida es que lo único absolutamente bueno es la buena voluntad: “Ni en el
mundo ni, en general, tampoco fuera del mundo es posible pensar nada que pueda considerarse
como bueno sin restricción, a no ser tan solo una buena voluntad”, escribe. El talento, el carácter,
el autocontrol y la fortuna pueden emplearse para fines malos; incluso la felicidad puede ser
corruptora. La bondad de la buena voluntad, por el contrario, no está dada por lo que ella logra;
la buena voluntad es buena exclusivamente por sí misma. Kant agrega: “Aun cuando por alguna
especial adversidad del destino, o a causa de la tacañería de una naturaleza descastada, esta
voluntad careciera por completo de fuerza para llevar a cabo sus intenciones; aun si haciendo el
mayor de los esfuerzos no consigue realizar nada y solo le resta su buena voluntad (…), incluso
entonces brillaría como una joya por sí misma, como algo que tiene todo su valor en sí mismo”.
Kant insiste en que una buena voluntad no es buena “por lo que efectúe o realice” ni tampoco
“por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena solo por el
querer; es decir, es buena en sí misma”.
Veamos estos tres casos mediante los cuales el filósofo argentino Adolfo P. Carpio (1923-1996)
explica la concepción kantiana de buena voluntad:
Primer caso: supóngase que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla; hago todo
lo que me sea posible para salvarla, pero no lo logro, y se ahoga.
Segundo: una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, y finalmente la salvo.
Tercero: una persona se está ahogando en el río; yo, por casualidad, pescando con una gran red,
sin darme cuenta la saco con algunos peces y la salvo.
Sintetiza Carpio: “Lo que se efectúa o se realiza, como se expresa Kant, es el salvamento de quien
estaba a punto de ahogarse: en el primer caso no se lo logra; en los otros dos, sí. En cuanto se pre-
gunta por el valor moral de estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto
no lo tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque ello
ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que fue obra de la casualidad;
el acto, entonces, es moralmente indiferente: ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio,
son actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y –aunque en el primer caso no se
haya logrado realizar lo que se quería, y en el segundo sí– tienen el mismo valor, porque este es
independiente de lo realizado. Por eso Kant dice que la buena voluntad no es buena por lo que efectúe
o realice sino que es buena en sí misma.”
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3 Ética
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módulo 3
darse la circunstancia de que un ser humano actúe movido tanto por la inclinación como por el
deber: pero para la determinación de la bondad moral de un acto es preciso distinguir los dos
motivos y asegurarse de que la motivación fundamental ha sido el deber.
Actuar por deber es, para Kant, hacerlo por respeto a la ley moral. Y la prueba para saber si uno está
actuando así consiste en buscar cuál es la máxima o el principio por el cual se actúa: el imperativo
al que se ajusta el propio acto. Se pueden distinguir dos tipos de imperativos o mandatos:
el imperativo hipotético tiene la forma: “no debo matar si no quiero ir preso”. En estos
imperativos hay una condición (no quiero ir preso) que quiero cumplir con el principio que
sigo. La acción depende de esa condición que se me impone desde fuera. Entonces no soy
totalmente libre porque dependo del cumplimento de eso exterior.
El imperativo categórico, en cambio, es incondicional, objetivo y autónomo, y tiene la forma:
independientemente del fin que quieras alcanzar, actúa de tal o cual manera. Kant formuló
tres veces este imperativo; la primera formulación es la siguiente: “Obra de manera tal que
puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en ley universal”. Un ejemplo del im-
perativo categórico es: “no debo matar” y no debo hacerlo al margen de las consecuencias
que luego me traiga esa acción. El imperativo categórico es propio de una voluntad autóno-
ma. En este sentido: la voluntad está determinada por el deber, y la acción cumple cabal y
completamente lo que se debe hacer.
El imperativo categórico se diferencia del hipotético en que no depende de ninguna circunstancia
particular para que se imponga su cumplimiento. Como dice Kant: el deber se impone sin más,
porque todo deber es absoluto.
¿Qué es una máxima? Cuando decidí no mentirle al director de la escuela, incluso perju-
dicando así a mi amigo, consideré que debo decir la verdad y evitar la mentira en toda
circunstancia. Lo que hice fue simplemente aplicar esta norma al caso particular en el
que tenía que decidir: mentir o no. Ese fue el principio subjetivo de mi acción, lo que
individualmente (de ahí lo de subjetivo) tuve como norma al decidir. Esa es la máxima
de mi acción.
121
3 Ética
¿Qué es una ley universal? Una máxima que tiene validez para todos y en todos los casos,
y no solo para mi conciencia en un momento dado: “Todos deben decir la verdad y evitar la
mentira en toda circunstancia”.
¿Qué significa que puedas querer que la máxima de tu acción sea ley universal? “Quiero
que todos digan la verdad y eviten la mentira, y esto es bueno que lo quiera hacer yo a los demás
y que los demás lo hagan hacia mí.” Desear que esa norma individual que fue buena para mi
decisión en una situación precisa, sea buena también para la decisión de todos.
El hombre como fin en sí mismo y el reino de los fines. Como se dijo antes, Kant ofrece diversas
formulaciones del imperativo categórico. En su segunda formulación, este se proyecta en un con-
cepto del hombre como fin en sí mismo. Kant escribe: “Obra de manera tal que nunca uses a la
humanidad solo como un medio, sino siempre también como un fin en sí misma”. De modo que cada
hombre debe ser siempre pensado, en el marco de nuestra acción, como un fin en sí mismo, y no
debemos servirnos de las personas como medios para conseguir propósitos ulteriores. Kant entiende
que cada hombre tiene que ser valorado por igual; y, aunque no debo hacerlo para ser respetado yo
mismo –pues esto sería actuar por inclinación, por un fin particular, privado o egoísta– el hecho de
considerar a cada hombre como un fin me lleva directamente a ser también respetado como un fin.
La tercera formulación del imperativo categórico se hace más abstracta y sitúa la responsabilidad
de cada hombre dentro del panorama general de la acción moral. Dice Kant: “Obra de manera tal
que la máxima de la voluntad pueda considerarse como legisladora universal”. En cierta forma, esta
formulación despliega algo que ya leímos en la primera: que la máxima de la acción, es decir el
principio subjetivo que nos lleva a actuar, debe coincidir con la ley universal; de este modo, nuestra
voluntad es legisladora universal y absoluta.
El filósofo Anthony Kenny (1931) lo explica así: “Como ser
humano, dice Kant, no soy solo un fin en mí mismo, sino
también miembro de un reino de fines, una unión de
seres racionales sometidos a leyes comunes. Mi voluntad
es racional en la medida en que sus máximas puedan
convertirse en leyes universales. El reverso de esta pro-
posición es que la ley universal es una ley establecida
por voluntades racionales como la mía. Un ser racional
‘está sujeto solo a leyes que han sido hechas por él y, sin
embargo, son universales’. En el reino de los fines somos
todos a la vez legisladores y súbditos. (…) Kant concluye
la exposición de su sistema moral con un panegírico de la
dignidad de la virtud. En el reino de los fines, todo tiene
David Warrilow interpreta a Kant en el un precio o un valor. Si una cosa tiene un precio, puede
film Los últimos días de Immanuel Kant, intercambiarse por alguna otra. Lo que tiene valor es
de Philippe Collin (1994), basado en el
libro homónimo del escritor y polemista único e inalienable; está más allá de todo precio. Hay,
británico Thomas De Quincey (1827) dice Kant, dos clases de precios: los precios del mercado,
que corresponden a la satisfacción de necesidades, y los
precios caprichosos, que corresponden a la satisfacción
de gustos. La moralidad está por encima y más allá de
ambas clases de precios”.
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MÓDULO 3
Analicen el caso siguiente, de acuerdo con los principios de la ética de I. Kant. Determinen
la incidencia de inclinaciones, la máxima moral, la presencia del imperativo categórico, etc.
dentro de la decisión tomada por Julio Martínez.
Julio Martínez trabaja para una empresa de cruceros internacionales. Antes de realizar cada
3
salida programada con un contingente, revisa todo el barco y chequea que el personal esté
en sus puestos. Esta vez, antes de partir, Julio supo que el barco no se encontraba en óptimas
condiciones. Él podía avisar a sus supervisores de lo que pasaba, pero si ellos decidían no
partir, iba a perder el dinero que recibiría si trabajaba; evaluó que la falla del barco no era tan
grave, no dijo nada y el crucero salió, con el riesgo de un accidente por el desperfecto técnico.
Algunas horas después de la partida, una de las calderas explotó. El barco comenzó a hundirse
y la mayoría de los turistas salvó sus vidas. Sin embargo, murieron algunas personas y Julio
vivió siempre con la culpa por no haber hecho lo que estaba a su alcance, para prevenir el
accidente.
123
3 Ética
Todo hombre, supone Mill, busca el mayor placer que le es posible obtener. La meta última de
nuestra vida es este placer que, además, da sentido al resto de los placeres que buscamos. Desde
su perspectiva, esto solo puede conseguirse en una situación de igualdad entre los hombres, en
un clima de relaciones sociales amables y –sobre todo– solidarias. El placer buscado es asimilado
por Mill a la felicidad. La felicidad general quedaría garantizada en una sociedad esencialmente
armónica en su conjunto. Para lograr esto, Mill considera que la búsqueda natural propia de todo
hombre hacia la satisfacción del placer debe integrarse con la reflexión sobre sus placeres y formas
de goce. No piensa, como parece sostener la posición kantiana, que la acción moralmente buena
deba estar divorciada del disfrute, sino que, en la medida en que no somos seres indiferentes, si el
planteo moral va a ser realista, debe incluir estos factores tanto como lo racional.
El planteo inserta al hombre en su concreta condición social y comunitaria. Y en este contexto gene-
ral, Mill formula el principio de utilidad –basado en el principio de mayor felicidad que ya había
formulado su maestro, el jurista inglés Jeremy Bentham (1748-1832)–, que dice: Las acciones son
correctas en la medida en que tienden a promover la mayor felicidad –placer y ausencia de dolor– para
la mayoría; y serán incorrectas en la medida en que tiendan a producir lo contrario a la felicidad. Este
principio general constituye la única fuente de obligación moral, único principio de la moralidad. Mill
comprende entonces el placer y la liberación del dolor como aquello que es útil –de ahí el nombre
de utilitarismo, con el que se conoce su posición– tanto al hombre como a la sociedad en la que
vive. Mill distingue bien su propia noción de placer respecto del goce primario de los animales. En
la medida en que el hombre tiene facultades superiores a las bestias, los placeres que busca serán
también superiores. En la misma línea de Epicuro, Mill considera que estos placeres superiores son
los placeres intelectuales, contrapuestos a los corporales. Como estamos naturalmente dispuestos
a admitir, los placeres superiores serán más deseables para el hombre que los placeres inferiores.
De este modo, nadie prefiere ser ignorante, bruto o sinvergüenza, si pudo conocer lo contrario de
esto y cree que es capaz de realizarlo.
Ahora bien, un ser con capacidades superiores desarrolladas necesita más para sentirse pleno y
feliz. Cuanto más simple sea alguien, más fácil le resultará satisfacerse; sin embargo, un hombre
cultivado no va a contentarse con lo más fácil o lo inferior. Como escribe Mill en su ensayo El utili-
tarismo: “Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportuni-
dades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy bien dotado siempre considerará
que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta.
Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportables. Es mejor
ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un
necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos solo
conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras”. Vale
decir que un ser superior está en mejores condiciones para juzgar lo bueno y, aunque a veces no
pueda alcanzarlo, no estará dispuesto a perseguir lo inferior, porque eso siempre va a dejarlo en
condiciones de insatisfacción.
Es cierto, sin embargo, que muchas veces los seres humanos nos orientamos, por una cuestión de
comodidad, hacia metas inferiores. Todos sabemos que es mejor aprender que pasar la vida en
la ignorancia; sin embargo, un sábado a la tarde, en un día de pleno sol, si tenemos que estudiar
para aprobar una materia, probablemente prefiramos salir a quedarnos estudiando encerrados
toda la tarde. Porque somos débiles y nos sentimos inclinados a preferir el placer más próximo,
ante otro placer percibido como más lejano (sacar una buena nota y aprobar una materia resulta
menos cercano que el inmediato goce presente del sol de esta tarde) y, por lo tanto, como un pla-
cer no elegido en primer lugar. Mill asume que los goces superiores, las aspiraciones elevadas y los
124
módulo 3
gustos intelectuales son más fáciles de perder o de relegar frente al placer inmediato. Entonces,
¿cómo será posible, mediando siempre este facilismo, llegar a cumplir con el principio de mayor
utilidad? Lo que hace falta es promover socialmente el cultivo de la nobleza, el desarrollo –en todo
lo posible– de los rasgos superiores del hombre. Todo ser sensible y racional como el hombre va
a procurar siempre una vida libre de dolores y colmada de disfrutes, y se dará cuenta de que esto
es posible solo si la sociedad en su conjunto desarrolla lazos de solidaridad estables y duraderos.
Mill señala dos grandes causas de la insatisfacción humana: el egoísmo y la falta de cultivo de
la vida intelectual. Pero debe entenderse bien la crítica que hace al egoísmo ya que para el filó-
sofo no se trata de inmolarse o sacrificarse por los demás: el espíritu de sacrificio y el sufrimiento
por el sufrimiento mismo no conducen a la humanidad hacia ningún lado. Si alguien se sacrifica
debe asegurarse bien de que ese sacrificio redunde en beneficio de muchos hombres. Mill lo dice
claramente: nadie está obligado a renunciar a su cuota de placer-felicidad; al contrario, solo este
3
placer es lo que hace que la vida valga la pena. La sociedad toda debe preocuparse por promover
el bienestar general y debe hacer todo lo posible por armonizar los intereses individuales con los
de la comunidad. La educación y la formación de los individuos son el instrumento que permite
unir la felicidad individual a la comunitaria.
Finalmente, es interesante la idea utilitarista de que
las miserias y el estado penoso en que se encuen-
tra la humanidad, las calamidades profundas, la
infelicidad tienen su causa pura y exclusivamente
en el hombre. Si el ser humano se planteara seria-
mente acabar con ello, no habría ningún problema
en conseguirlo. Lo único que deberíamos hacer los
hombres es proponérnoslo y esforzarnos por este fin.
En este sentido, John Stuart Mill exhibe una actitud
optimista respecto de la capacidad del hombre de
acrecentar la cuota total de felicidad disfrutada por John Stuart Mill, por David Levine.
la humanidad.
125
3 Ética
Actividad
El utilitarismo, a examen
El texto siguiente pertenece a El utilitarismo de John Stuart Mill.
a Formulen cinco preguntas en base a estos pasajes, con cuyas respuestas puedan re-
construirse sus ideas principales.
b Expliquen el significado del Principio de Mayor Felicidad, especialmente en la perspectiva
social que atiende la ética de Mill.
c ¿Qué antecedentes de las ideas implicadas en los términos y expresiones resaltadas
pueden verse en filósofos ya trabajados?
“Los que conocen algo del asunto, tienen conciencia de que todo escritor que, desde Epicuro a
Bentham, haya sostenido la teoría de la utilidad, ha entendido por esta no algo que hubiera que
contraponer al placer, sino el placer mismo, juntamente con la ausencia de dolor; y que en vez de
oponer lo útil a lo agradable o a lo decorativo, han declarado siempre que lo útil significa estas cosas,
entre otras. Sin embargo, el vulgo, incluyendo a los escritores, no solo de periódicos y revistas, sino
de libros de peso y pretensiones, está cayendo continuamente en este superficial error. Habiendo
oído la palabra utilitario, aunque sin saber nada de ella, excepto su sonido, expresan habitualmente
con ella la repulsa o el menosprecio del placer en alguna de sus formas: belleza, adorno o diversión.
Y este término se aplica tan neciamente no solo en las censuras, sino a veces en las alabanzas, como
si implicara superioridad con respecto a la frivolidad, o a los meros placeres del momento. Este uso
pervertido es el único con que se conoce popularmente la palabra, y del cual extraen su significación
las nuevas generaciones. Los que introdujeron la palabra, pero dejaron de usarla como un distintivo
hace muchos años, bien pueden sentirse llamados a reasumirla, si esperan que haciéndolo pueden
contribuir a rescatarla de su extrema degradación. El credo que acepta la utilidad o Principio de la mayor
felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que
tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad.
Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de
placer. Para dar una visión clara del criterio moral que establece esta teoría, habría que decir mucho
más particularmente, qué cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es ésta
una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida en
que se apoya esta teoría de la moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas
cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan
numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios
para la promoción del placer y la prevención del dolor.
126
módulo 3
que desde los griegos hasta el siglo XIX, comenzando por el propio Sócrates, los seres humanos han
utilizado la razón para compensar una carencia profunda de vitalidad. En una humanidad sana cada
uno se afianzaría en lo que el filósofo llama su voluntad de poder, su fuerza vital que se afirma en
la vida de manera natural, incluso animal. Pero como esta voluntad comenzó a mostrarse y sentirse
débil, volviéndose una voluntad degradada y enferma, buscó formas de compensación en la razón.
A juicio de Nietzsche, la razón elaboró sistemas éticos (sistemas de valores, polarizando la vida en
“bueno” y “malo”) y sistemas gnoseológicos (que establecieron la dicotomía “verdadero” y “falso”):
dos sistemas erigidos por el uso de la razón solo destinados a someter a los hombres, doblegán-
dolos y alistándolos en una moralidad del rebaño: todos siguiendo de manera acrítica lo que la
religión, la autoridad moral o la filosofía han dicho que es bueno y verdadero. Nietzsche cuestiona
todo sistema científico y moral por considerarlos herramientas de dominación, medios para igualar
a los hombres en su obediencia y sumisión. A su juicio, la debilidad de la voluntad se manifiesta
3
en dos tipos de enfermos: el sabio, en el ámbito del conocimiento, y el asceta, en el ámbito moral.
En todos los casos, se trata de una profunda represión de la fuerza vital, una “domesticación del
instinto”. La cultura cristiana y racionalista –sostiene Nietzsche– nos convence de que debemos ser
piadosos, virtuosos, generosos; pero esta pretensión solo nos obliga a “portarnos siempre bien” y a
someternos. Aquí es donde, al margen de la crítica, propone una “filosofía del martillo”, destinada
no solo a destruir tales sistemas esclavizantes y mostrar que la historia de las ideas es la historia
de un error, sino también a proponer nuevas verdades. Según Nietzsche, es preciso no seguir a la
razón, sino a la voluntad rehabilitada, fuerte e imperante.
Cuál es la función que le cabe a esta voluntad de poder en el sistema completo de la ética nietzs-
cheana es motivo de controversia. En primer lugar, porque la escritura filosófica de Nietzsche es
más literaria que sistemática: el filósofo nunca llegó a elaborar la forma de un sistema completo.
En segundo lugar, por el uso polémico –y en gran medida ilegítimo– que de las obras de Nietzsche
hizo su hermana y albacea Elisabeth, quien durante la larga enfermedad psiquiátrica del filósofo
y, tras su muerte, manipuló sus escritos dándoles un sesgo nazi (al punto que Adolf Hitler llegó a
visitar la casa-museo del filósofo, y lo usó para sus fines propagandísticos). En tercer lugar, porque
–como señala A. Kenny– “Nietzsche no llega a hacer una presentación coherente del punto de vista
moral desde el cual critica a la moral convencional” y entonces “es difícil encontrar dónde se sitúa
el propio Nietzsche en torno a cuestiones como la valoración de la crueldad”.
127
3 Ética
La reflexión ética de Nietzsche es, según él mismo la define, “una especie de psicología y genealogía
de la moral”. Contra el punto de partida cristiano, que predica que son los pobres y débiles los que
llegarán al cielo, mientras que la fuerza y la arrogancia son valoradas negativamente, Nietzsche rechaza
que haya que someterse a sentimientos como la humildad o la caridad con los más necesitados. Esta
es, según él, la trama inventada por los débiles para legitimar su resentimiento contra los fuertes.
Como explica el filósofo español Fernando Savater (1947), según Nietzsche “los enfermos y los in-
capaces han generado un pensamiento segregatorio diciendo que los que triunfan, los más fuertes,
arrogantes y brillantes, son malos: una especie de satanes”. Así, la historia revela –según establece
Nietzsche en su tratado La genealogía de la moral (1887)– dos géneros diferentes de moralidad: los
aristócratas, que se sienten pertenecientes a un orden superior al del resto de la humanidad, em-
plean palabras como “bueno” para referirse a sí mismos, a sus ideales y sus características (noble
cuna, riquezas, arrojo, veracidad, pelo rubio). Y desprecian a los demás como plebeyos, vulgares,
cobardes, poco veraces, de tez oscura, y designan sus características como “malas”. Esta es la moral
de los amos. Sin embargo, los pobres y débiles, resentidos por el poder y la riqueza de los aristó-
cratas, establecen su propio sistema de valores en oposición al de los ricos: “moral de esclavos o
de rebaño”, que elogia rasgos del carácter como la humildad y la benevolencia, que benefician al
desvalido (La genealogía de la moral, parágrafos 2 y 10).
A esta situación Nietzsche la denomina
“transvaloración de los valores”. Además,
la atribuye a los judíos –a la “rebelión de los
esclavos”– y sostiene que el cristianismo la
hereda y la lleva a su plenitud. Ahora bien, si
la oposición entre el bien y el mal es un rasgo
propio de la moral de los esclavos que hoy es
la dominante, Nietzsche considera entonces
que debemos luchar contra la dominación
de esa moral de esclavos. A su juicio, explica
Kenny, “la salida consiste en trascender los
límites del bien y del mal e introducir una
segunda transvaloración de los valores. Si
lo logramos, surgirá (…) el Superhombre, la
forma superior de la vida. La gente ha empe-
zado a darse cuenta –dice Nietzsche– que el
cristianismo no es una creencia aceptable y
que Dios está muerto. El concepto de Dios ha
sido el mayor obstáculo para la plena reali-
zación e la vida humana: ahora somos libres
de expresar nuestra voluntad de vivir. Pero
nuestra voluntad de vivir no ha de ser, como
la de Schopenhauer, una que favorezca a los
Nietzsche y el Superhombre (Übermensch, en alemán),
débiles; ha de ser voluntad de poder. (…) El en forma de historieta
placer no es el fin de la acción sino simple-
mente la conciencia del ejercicio del poder.
La máxima realización del poder humano
será la creación del Superhombre”, el cual
no se logra por evolución, sino mediante un
ejercicio de la voluntad.
128
MÓDULO 3
¿Qué es el Superhombre? En su obra Así habló Zaratustra, Nietzsche cuenta su versión –re-
formulada– de la historia de este profeta y mago persa que, en la Antigüedad, vino a enseñar
a los suyos que Dios ha muerto, que la vida es un ciclo de eterno retorno y, sobre todo, “qué es
el Superhombre”. Se suele definir al Superhombre como alguien “capaz de generar su propio
sistema de valores identificando como bueno todo lo que procede de su genuina voluntad
de poder”. Sin embargo, esta caracterización parece ir de la mano de la asociación entre
filosofía nietzscheana y totalitarismo desatado. En su conferencia “¿Quién es el Zaratustra
de Nietzsche?”, el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) explica: “Con la palabra
‘Superhombre’ lo primero que tenemos que hacer es mantenernos a distancia de todos los
acentos equivocados y perturbadores que suenan habitualmente en las opiniones. Con la
denominación ‘Superhombre’, Nietzsche no menciona a un hombre simplemente de dimen-
3
siones mayores que las que ha tenido el hombre hasta ahora. Tampoco menciona a un tipo de
hombre que arroje lo humano fuera de sí y haga de la mera arbitrariedad su ley y de un furor
titánico su regla. El Superhombre, tomando la palabra en su sentido completamente literal,
es más bien aquel hombre que va más allá del hombre que ha habido hasta ahora, única y
exclusivamente para llevar a este hombre a la esencia que tiene aún pendiente y emplazarlo
allí.” (M. Heidegger, “¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?”)
Actividad
“La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y
engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción,
la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que
toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de
antemano, a un “fuera”, a un “otro”, a un “no-yo”; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta
inversión de la mirada que establece valores –este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse
hacia sí– forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita
siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos
exteriores para poder en absoluto actuar, –su acción es, de raíz, reacción–.”
129
3 Ética
La ética existencialista
En el siglo XX, también surge una posición que viene a devolverle explícitamente al ser humano
la responsabilidad total de su acción moral. Se trata del existencialismo, que tiene en el filósofo
francés Jean-Paul Sartre (1905-1980) uno de sus más reconocidos representantes. En líneas gene-
rales, y para comprender el contexto de la ética sartreana, digamos que la posición existencialista
se funda en la idea de que, en los hombres, la existencia precede a la esencia. ¿Cómo entender
esta afirmación? La esencia de algo puede definirse como el conjunto de características que
hacen que ese algo sea precisamente eso y no otra cosa. La esencia de la mesa no es más que la
suma de todas las características que hacen que sea una mesa (y no una silla o un pizarrón, etc.),
y en la filosofía clásica se ha identificado a la esencia con el plan o la forma que tiene en mente
el constructor de algo al hacer ese algo. Todo aquello que presente el conjunto de características
con las que identificamos a una mesa será,
precisamente, una mesa, y aquello que no
posea esas características ha de ser otra
cosa, pero no una mesa. En la medida en
que la esencia está contenida en la defini-
ción de cada cosa –cuando definimos algo,
expresamos su esencia–, se dice que ella
es universal: definir la silla es definir todas
las sillas. Por otro lado, como nadie podría
fabricar una silla sin tener en cuenta su con-
cepto, debemos decir que la esencia de los
objetos es anterior a la existencia concreta
de ese objeto (es preciso que la esencia
de la mesa esté presente en la mente del
Jean-Paul Sartre, fotografiado en su biblioteca.
fabricante antes de que, efectivamente, la
fabrique como un objeto concreto).
Volviendo a la máxima de Sartre, lo que esta afirma es que, a diferencia de todos los objetos fabri-
cados –los cuales se producen siguiendo algún modelo o plan previo–, el ser humano no tiene un
paradigma, un modelo o una esencia que exista con anterioridad. Sartre sostiene que no hay una
naturaleza o esencia humana sino que el hombre es su propio proyecto. Primero existe –nace, y
es “yecto”, arrojado al mundo sin haber pedido nacer– y recién más adelante va determinando su
esencia, de acuerdo con sus propias elecciones. Todo ser humano se encuentra, desde un principio,
en este mundo, sin haber elegido nada: ni su condición social, económica, política; ni su circuns-
tancia, ni su familia. Pero a partir del momento en que comienza a actuar, todo lo que sigue es una
elección suya. Nada de lo que el hombre hace está predeterminado o preestablecido. Cada hombre
es tal como se concibe a sí mismo, razón por la cual es el único responsable de su existencia. Tal
como dice Sartre: “El hombre es el único que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él
se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso
hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del
existencialismo”. (J-P. Sartre, El existencialismo es un humanismo.)
El hombre está “condenado a la libertad”, dice Sartre; y con esta frase tan paradójica nos quiere
decir que todo el tiempo estamos eligiendo y no puede ser de otra manera. Aun en el caso de que
decidamos no decidir, y que otro lo haga por nosotros, Sartre nos diría que también estamos de-
cidiendo ponernos en manos de otro para que nos diga qué hacer y decidimos obedecerlo. Incluso
si queremos proponer un caso sumamente extremo y pensamos que nos quedaremos encerrados
130
módulo 3
definitivamente en nuestra casa –si esto fuera posible– para no decidir nada más, esto también es
fruto de una decisión, y a ella le seguirán todavía muchas otras.
Ahora bien, a menudo los seres humanos consideran que la vida señala, indica, da signos de lo que
se debe hacer o de lo que se debe evitar hacer. El hecho de que siempre desapruebo los exámenes,
¿no es un signo evidente de que debo abandonar la escuela o dejar la carrera universitaria que
comencé? Cruzarme al sacerdote en la calle anteayer, ayer y hoy, ¿será una señal de alguna clase?
¿No hay algo que el destino quiere decirle a esa mujer, tres veces divorciada, a través sus constan-
tes fracasos matrimoniales? Muchas veces los seres humanos disfrazamos nuestras conductas de
respuestas a esos signos, que en rigor no son sino interpretaciones de lo que pensamos, lo que
creemos, lo que consideramos que es lo correcto. Pero según Sartre, estos supuestos signos no
están inscriptos en ninguna realidad; si así fuera, tendríamos que aceptar que existe una realidad
superior –una divinidad o un destino– que envía esas señales para
3
indicarnos lo que tenemos que hacer. No hay que engañarse: todo está
–a juicio de Sartre– en nuestra decisión: mejorar los resultados de los
exámenes estudiando más, yendo a la iglesia cuando a cada uno le
parece apropiado ir, o eligiendo mejor al marido.
Entonces, todo hombre se elige a sí mismo y cada cosa que concreta
se vuelve parte de su proyecto subjetivo, es “un proyecto que se vive
subjetivamente”; por lo tanto, su esencia se conforma de acuerdo con
sus propias decisiones. Sartre aclara que no necesariamente somos lo
que queremos, porque normalmente concebimos este “querer” como
un deseo consciente, y nosotros somos lo que hacemos de nosotros.
Somos acción y no lo que, de manera abstracta, decimos querer ser.
Si alguien se pasa la vida diciendo que quiere pintar y hacer cursos de
pintura, pero después pasa todo su tiempo ocupándose de otras cosas
Jean-Paul Sartre,
por Gareth Southwell y no dando nunca lugar a la pintura, Sartre le diría que en realidad
no quiere pintar. En este sentido es que nuestro proyecto es lo que
hacemos, no lo que decimos querer.
Una de las cosas más importantes que se desprenden de esta posición es que, como la esencia tiene
carácter universal –no puede haber una esencia de lo particular– la elección que toma cada indivi-
duo vale para toda la humanidad. Sartre nos dice que “eligiéndome, elijo al hombre”; es decir que
todas las decisiones particulares y subjetivas implican que prefiguro una imagen de hombre que nos
trasciende a cada uno en lo individual. Por esta cuestión, porque al elegir, se elige al hombre –dicho
de otro modo: “se define al hombre”–, cada uno siente angustia ante toda decisión. La angustia,
por lo tanto, es algo natural para el hombre, cada vez que se reconoce como un legislador de la
humanidad. El reconocimiento de la responsabilidad de cada hombre, frente a sus decisiones que
conforman el universal hombre, produce esa angustia. Legisladores somos cada uno de nosotros
al decidir lo que está bien y lo que está mal, y al actuar en consecuencia. Sartre es consciente, por
otra parte, de que la angustia no es un sentimiento compartido por todos los seres humanos. Esto
es, según él, porque viven de manera inauténtica y se engañan a sí mismos, al no aceptar que lo
que eligen para sí también deberían querer que tuviera validez para el resto de la humanidad. Para
Sartre hacer algo deshonesto y excusarse diciéndose a uno mismo que se trata de una falta menor
es mala fe: se trata de una actitud completamente inauténtica pues implica hacer algo que está
mal incluso para el mismo agente, pero negando el carácter malo de la acción procura evitar la
angustia que traería responsabilizarse por ella.
131
3 Ética
Actividad
Existencialismo cotidiano
Analicen el caso siguiente, de acuerdo con los principios de la ética de J.-P. Sartre. Determinen
la incidencia de las decisiones, la autenticidad, el proyecto, la libertad, la angustia, la mala
fe, etc. dentro de la decisión tomada por Martín Pérez.
Martín Pérez es un joven de 35 años que está casado y tiene un hijo de tres años. Su pequeño enfer-
mó y necesita ser operado, pero la operación es muy costosa y la obra social que tienen cubre una
parte muy pequeña del gasto. Es prácticamente imposible hacerlo intervenir. Martín trabaja en una
empresa multinacional y tiene un cargo de relativa responsabilidad en el Departamento de Tesorería.
Solicitó un préstamo a sus superiores pero se lo negaron, aduciendo que era un tiempo difícil y que
las cosas no iban bien financieramente para la empresa. Por otro lado, su esposa es vendedora en un
negocio, y gana muy poco; no puede hacer grandes contribuciones económicas a la familia. No hay
otros ingresos más que el de ellos dos.
Un día, el gerente de Tesorería de la empresa de Martín renuncia a su cargo y él queda a cargo del
Departamento; al poco tiempo su hijo se agrava y ya no puede posponerse la operación.
Martín toma el dinero sin que nadie lo sepa, en carácter de “préstamo”; las rendiciones generales
del dinero que debe hacer son mensuales, así que especula con poder reponer el faltante antes de
la siguiente rendición.
la deontológica o de principios;
la teleológica o consecuencialista.
La fundamentación deontológica o de principios afirma que una acción debe hacerse por prin-
cipios. Desde el punto de vista de su función legitimadora, no importa aquí determinar en cada
caso cuáles son los principios ni de analizar detenidamente su naturaleza, sino solo de que su
fuerza legitimadora proviene de la convicción –así la llama el filósofo alemán Max Weber (1864-
1920)– de que esos principios que se siguen son el único criterio válido para justificar la acción
moralmente buena. Se da por sentado que los principios afianzan la dignidad del hombre y son
siempre justos. Dentro de los sistemas que ofrecen una fundamentación deontológica, los planteos
llamados fundamentalistas suelen atender exclusivamente a los principios; y si el agente moral se
compromete con los principios queda eximido de atender a las consecuencias de su acción. Quiere
132
módulo 3
decir que, teniendo la conciencia tranquila de que hicimos lo que debíamos hacer de acuerdo con
estos principios, eso es suficiente para este tipo de fundamentación, aunque hayamos causado
una catástrofe por efecto de nuestra acción. Si alguien está convencido de que no hay que mentir,
no miente en ninguna circunstancia, y si tiene un amigo con una enfermedad terminal, es conse-
cuente con su posición, de modo que ante la pregunta de su amigo le dirá la verdad, sin importar
si esto va a producir una profunda depresión negativa también para su enfermedad. La posición
kantiana puede ser un ejemplo de esta posición, ya que para Kant no son las consecuencias las
que definen la moralidad de un acto sino el hecho de haber actuado siguiendo el principio o, en su
caso, el imperativo categórico.
133
3 Ética
No obstante, en este marco profundamente relativista, la ética como disciplina filosófica gana
terreno, sobre todo en la medida en que se compromete con el análisis de los efectos que tienen
los desarrollos científicos y tecnológicos en nuestras vidas en tanto seres humanos que existimos
en comunidad. La bioética es, de hecho, la rama de la ética que se especializa en estudiar en qué
medida la ciencia y la técnica se involucran en nuestras vidas y en nuestras decisiones. En los co-
mités de bioética se discuten cuestiones como: ¿a partir de qué momento del embarazo se supone
que un bebé debe considerarse un “ser humano” y tiene derecho a que se proteja su vida? En efecto,
la respuesta que cada uno dé a esta pregunta llevará implícita la idea de que el aborto es o no es
un asesinato. Igualmente conciernen a la bioética cuestiones como las siguientes: ¿está bien que
los médicos practiquen la eutanasia o deben defender la vida a toda costa? ¿Qué hacer cuando un
paciente cuya vida corre riesgos se niega a recibir una transfusión porque sus creencias religiosas
se lo prohíben? ¿Qué responsabilidad tiene quien descubrió los poderes de la desintegración de los
átomos, luego utilizada para fabricar la bomba atómica?
Sin duda, los avances de la técnica y de las tecnologías, así como los descubrimientos científicos,
introducen nuevos dilemas, que nos obligan a reformular nuestras ideas sobre qué es un ser humano,
qué es la vida, cuál es nuestra responsabilidad frente a los desafíos planetarios, etc. Las posibilida-
des que abrió la manipulación genética (la posibilidad de seleccionar, agregar o quitar genes en un
organismo para formar otros iguales o diferentes) están entre las más revolucionarias, y también
entre las más controvertidas. Por un lado, a través de la manipulación genética, la medicina pretende
ser capaz de anticipar antes del nacimiento –e incluso prevenir– a qué enfermedades será propenso
cada individuo (cáncer, patologías cardíacas, etc.), qué problemas psicológicos lo afectarán con
mayor probabilidad (incluso depresión o diversas clases de psicosis), cuáles serán las tendencias
de su personalidad. Todo esto puede ser muy loable. Pero por otra parte, la manipulación genética
también abre la puerta a nuevas formas de eugenesia, pues si las características físicas de los niños
por nacer (color de ojos, color de piel, contextura física, etc.) podrían llegar a seleccionarse de ante-
mano y a pedido, la manipulación puede convertirse en racismo, segregacionismo, etc. Todo esto
que no hace mucho formaba parte del imaginario de la ciencia ficción, ahora es parte de nuestra
realidad. Otra de las consecuencias de la ciencia y la tecnología es la discriminación y la margi-
nación, agudizadas por la posesión de este saber estrictamente racional y científico. Incluso más
revolucionaria es la posibilidad que introduce la genética de poder crear vida humana sin precisar
la efectiva unión de hombre y mujer, ya que la concepción puede realizarse con los genes de una
misma persona, o mediante la subrogación o el alquiler de vientres, que permite la procreación a
partir de células ajenas al cuerpo que las alberga durante la gestación del bebé.
Dilemas de la identidad
Durante la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983), varios centenares de niños
nacieron mientras sus madres estaban cautivas en centros ilegales de detención. En otra
decena de casos, los niños eran muy pequeños cuando sus madres y padres fueron apresados
y detenidos en cárceles clandestinas. Esos niños fueron apropiados y entregados en adopción
de manera ilegal e ilegítima, negándoles su derecho a la identidad. Desde 1977, la Asociación
Abuelas de Plaza de Mayo ha velado por la recuperación de esos niños –sus nietos– nacidos
entre 1975 y 1980, cuyos padres, en la gran mayoría de los casos, permanecen desaparecidos.
La idea dominante de las Abuelas de Plaza de Mayo ha sido reivindicar el derecho a la iden-
tidad de esos que entonces eran niños y hoy son hombres y mujeres, a los cuales se les negó
de manera unilateral saber la verdad sobre su historia familiar. Hasta el día de hoy, gracias
134
módulo 3
al trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo, más de cien personas han logrado reconstruir su
historia, sabiendo quiénes han sido sus padres biológicos y quiénes son los familiares que
durante décadas los buscaron sin descanso. En vista de este hecho penoso, y del trabajo tenaz
de las Abuelas, la Justicia argentina ha sido especialmente atenta a la protección y defensa
del Derecho de identidad. Las leyes de protección a la identidad han sido elogiadas e imitadas
en diversas partes del mundo. En otro sentido, la defensa de la identidad no ha recibido un
tratamiento exhaustivo en otra serie de casos que –a medida en que la ciencia reproductiva y
la legislación avanza– se revela problemático. Se trata, por ejemplo, de los niños nacidos en
un vientre alquilado, o como resultado del empleo de óvulos o de esperma perteneciente a
personas que no serán luego los padres legales del niño. No ha habido todavía en la Argentina
una discusión filosófica, ni existe aún una legislación, que explique por qué se debería o no
se debería proteger y asegurar, en estos casos, el derecho a la identidad biológica.
3
Marcha de las Madres de Plaza de
Mayo, reclamando en 1977 por los
niños desaparecidos.
Las respuestas que se dan a estas cuestiones pretenden objetividad y buscan fundamentos, es decir,
principios considerados válidos para toda una sociedad, que pueda garantizar (a nivel colectivo e
individual) que estamos haciendo lo correcto. Aunque sabemos que las fundamentaciones éticas
no son como las demostraciones matemáticas –exactas y absolutamente universales– el carácter
prioritario que se ha asignado a la protección y defensa de los derechos humanos constituye un
intento por identificar una serie de principios que puedan ser válidos para todos sin excepción y
que lleguen a constituir una base, no solo moral sino también jurídica, para una ética universal.
Cuando hablamos de Derechos Humanos nos referimos a una serie de potestades que –tal como
135
3 Ética
Actividad
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módulo 3
En vista de proteger y garantizar una ética universal, en 1948 la Asamblea de las Naciones Unidas
elaboró la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que consiste en la afirmación de una
serie de libertades, facultades y garantías de la libertad y de la integridad física y psíquica de cada
ser humano, que las diversas naciones del mundo –en la medida en que se avienen a convertirla en
ley en sus propios territorios– se comprometen a defender jurídicamente, fomentar y desarrollar.
En su Preámbulo, la Declaración explica lo que sigue:
Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento
de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la
familia humana;
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado
3
actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como
la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos,
liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias;
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho,
a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y
la opresión;
Considerando también esencial promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones;
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los
derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la
igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso
social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad;
Considerando que los Estados Miembros se han comprometido a asegurar, en cooperación con la
Organización de las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo a los derechos y libertades
fundamentales del hombre, y
Considerando que una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia
para el pleno cumplimiento de dicho compromiso;
La Asamblea General proclama la presente DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HU-
MANOS como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de
que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan,
mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por
medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación univer-
sales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios
colocados bajo su jurisdicción.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos es una carta que pretende inspirar el respeto a
la libertad y a la dignidad de todo ser humano, y busca que estos valores se vean privilegiados ante
cualquier decisión que se tome, ya sea en el ámbito de la ética privada como en las políticas públi-
cas. Como se dijo antes, la Carta está inspirada por la idea kantiana de tomar a cada hombre como
un fin en sí mismo, pero también tiene elementos utilitaristas, que prescriben atender al bienestar
de la mayoría. A modo de ejemplo, el primer artículo de la Declaración: “Todos los seres humanos
nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben
137
3 Ética
comportarse fraternalmente los unos con los otros”. De este modo, se señalan los derechos a la vida;
a la integridad personal, física, psíquica y moral; a la libertad personal; a la libertad de expresión; a
la protección de la libertad de conciencia y de religión; a reunirse libremente y a asociarse; a tener
una identidad y la nacionalidad; a circular y a residir en el territorio de un Estado; a un juicio justo
en un plazo razonable ante un tribunal objetivo, independiente e imparcial y a la doble instancia
judicial, en caso de necesitarlo; a la presunción de inocencia; a no ser discriminado; a trabajar, a la
salud y a la cultura; a la protección y asistencia familiar; a la asistencia de niños y adolescentes; a
recibir protección y asistencia durante el embarazo y parto; a una alimentación, vestido y vivienda
adecuadas; a la educación pública y gratuita en todos los niveles de enseñanza; a un medio ambiente
sano y equilibrado; a una información adecuada y veraz en relación al consumo y uso de bienes y
servicios; a vivir en paz; al desarrollo humano económico y social sostenible.
Esta Declaración de las Naciones Unidas explicita una concepción del ser humano y de la vida hu-
mana, a partir de las cuales podemos tomar decisiones éticas y políticas sensatas, y con ayuda de
la cual estaremos mejor preparados para enfrentar los nuevos dilemas que plantean la ciencia y la
tecnología. El respeto a la capacidad humana por tomar decisiones revela que esta Declaración sigue
asentándose sobre la confianza en nuestra autonomía moral. Al parecer, aquel hombre prudente
del que Aristóteles nos hablaba hace ya muchos siglos todavía puede inspirarnos para encontrar
la vida mesurada, que nos lleve a la felicidad.
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