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Revista digital “La Educación” Nro. 117 (1994) en: http://www.iacd.oas.org/la4.

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¿MAESTRAS ERAN LAS DE ANTES? UNA HISTORIA PARA


RECORDAR: EL CASO DE ARGENTINA

Andrea Alliaud 1

RESUMEN

Como toda institución social, el magisterio argentino tiene su historia.


Reconstruir la génesis y el desarrollo de la profesión docente puede contribuir
a “develar” las características que en la actualidad la constituyen. En este
sentido, recuperar la historia colectiva del magisterio representa un gran
desafío en el momento de enfrentar procesos de transformación. Este trabajo
intenta comprender, desde la historia, aquellos rasgos que hacen de la
enseñanza una actividad escasamente profesionalizada. La docencia como
trabajo femenino, el maestro “ejemplar” y la ideología de la vocación
encuentran en este análisis una explicación social que los desmitifica y los
cuestiona.

Una historia para recordar

Todo es historia. Todo tiene su historia. En Argenina, el magisterio como


institución social tiene un origen y un devenir histórico a través del cual fueron
tomando cuerpo y definiéndose muchas de las características que en la
actualidad lo constituyen. El magisterio también tiene su historia. Si bien se
notan a simple vista grandes diferencias en el maestro de hoy comparado con
el de antaño, hay asimismo muchas similitudes que sólo podrán explicarse por
la permanencia, en cada maestro, de un pasado común. Ese pasado actúa,
definiendo —aunque en cierta medida— el presente y asegurando un porvenir
a él ajustado. Ese pasado actúa “pre-disponiendo” las prácticas,
representaciones y percepciones del maestro de hoy. ¿Cuál es la historia “del”
magisterio, más allá de la historia de cada maestro particular? ¿La conocen los
maestros, los alumnos, la sociedad? ¿Se reconocerán en ella los maestros de
hoy? ¿Qué permanece, qué cambios se produjeron? Mientras estas preguntas
permanezcan sin respuesta y mientras las respuestas se busquen obviando
este tipo de interrogantes, la transformación de lo que en el presente nos
preocupa se convertirá en la asignatura pendiente de un largo porvenir.

1
* Licenciada en Ciencias de la Educación, Universidad de Buenos Aires (UBA) y Master en Sociología y Educación
(FLACSO). Es miembro del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación y ejerce la docencia universitaria en el
Departamento de Ciencias de la Educación de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Este trabajo presenta algunas de las
ideas desarrolladas en Los maestros y su historia. Un estudio socio-histórico sobre los orígenes del magisterio argentino, Tesis
de Maestría, FLACSO/ ICE/UBA, 1992.
La “misión” de ser educadores

Desde sus orígenes, a fines del siglo pasado, el magisterio presentó una
serie de rasgos particulares que hicieron de esta actividad una “misión”1 antes
que una profesión. Aunque se puede sostener que con la creación y desarrollo
de las escuelas normales (instituciones especializadas para la formación
docente) surge la “profesión”, ésta de inmediato se desdibuja al considerar
ciertas características a partir de las cuales iba cobrando existencia un nuevo
puesto: el de maestro.

En primer lugar, conviene recordar que la empresa de conformación del


sistema educativo “moderno” supone, entre otras cuestiones, la preparación de
un cuerpo de “especialistas” dedicados a la tarea de enseñar. El “título”
docente, expedido por las escuelas normales, asegurará en principio tal
especialización. La exigencia de “maestros titulados” no se plasmó de
inmediato en una cualidad de la realidad escolar nacional, pero, al menos, de
ese modo quedó prescrito legalmente.2 Lo cierto es que a partir de un
momento histórico determinado, se requerirá de la “titularización” para el
ejercicio docente en las escuelas. En cuanto “credencial de competencia”, el
título garantizará la posesión de un saber especializado y común entre quienes
lo porten. Dicho saber supone formas precisas de transmisión y apropiación.

En el momento de pleno desarrollo de la escuela pública ya no bastaba


con el maestro que enseñaba a unos pocos lo que él había aprendido alguna
vez, quizás en una escuela, quizás por su cuenta. Era necesario contar con un
“cuerpo de especialistas formados”, tales que aseguraran cumplir con éxito una
tarea específica, conforme a los fines perseguidos en la empresa de
constitución y consolidación de un sistema escolar. Desde sus orígenes la
escuela pública de nivel primario se destinó a “educar” a las clases más bajas
de nuestra población. Este sector —mayoritario por ese entonces— lo
componían “nativos” e inmigrantes. De ellos se esperaban, precisamente,
transformaciones profundas, ya que serían los habitantes de una sociedad que
se iba “modernizando”. La escuela pública se desarrolla y expande con la
finalidad de formar al “hombre nuevo”, despojado de idiosincrasias, modismos
y costumbres de sus familias, regiones y/o países de procedencia. En el marco
de la política estatal, educar “al” ciudadano se convierte en un elemento
decisivo del proceso de conformación nacional.

De este modo la escuela pública, y especialmente el maestro, tenían una


meta clara: civilizar, regenerar, disciplinar, a una población que se consideraba
“desajustada”, en relación con un modelo de sociedad deseado para el futuro.
Este proceso común en regiones diversas, halla en la mayoría de los estados
de América Latina notas singulares. La consolidación nacional en nuestras
sociedades tuvo lugar bajo regímenes de dominación “excluyentes”,3 en lo que
se refiere a la participación política de las mayorías poblacionales. Se
comprenderá así que el “proyecto educativo oligárquico” contemplara la
extensión y desarrollo de la instrucción pública con vistas a obtener un “tipo” de
hombre más parecido al “habitante de ciudad” —con hábitos de trabajo,
disciplina, compostura exterior, costumbres y una particular cosmovisión—,
que al “natural de un Estado con derechos y deberes políticos que le permitan
formar parte en el gobierno del mismo”. Ambas son acepciones diferentes de
un mismo término: “ciudadano”.4

Diremos entonces que, en nuestras sociedades, la escuela pública, con


un predominio bastante marcado de moralidad, se desarrolla sistemáticamente
para educar —antes que para instruir— a las clases más bajas de la población.
Esta escuela nace, pues, para socializar antes que para transmitir
conocimientos. Tal finalidad se enuncia expresamente en las documentaciones
de la época:

Nuestra escuela debe tener una misión más educadora que instructiva,
por las condiciones peculiares de nuestra organización social, (...) y la
consiguiente imposibilidad de confiar exclusivamente esa misión a la familia.
(...) [Nuestra escuela] debe ser una reunión de futuros ciudadanos, y el
maestro, mirando a sus alumnos a través del patriotismo, que es el más
poderoso lente inventado por la óptica de los sentimientos, debe ver a éstos
preparados por su acción y por su ejemplo....5

A partir de tal definición la tarea específica del maestro (la instrucción, la


enseñanza) se diluye y va cobrando forma el maestro “socializador”,
moralizador, educador. Pensemos las consecuencias que esta ambigüedad
funcional trae aparejadas.

El ejemplo enseña más que el precepto

Para el desarrollo de una tarea eminentemente socializadora, se requería


que el maestro encarnara en sí mismo, en su persona, aquellos “atributos” que
se pretendía fueran patrimonio de todos los que acudían a la escuela pública.
Cobra existencia, de este modo, el maestro “ejemplar”, transformado en
modelo viviente para quienes había que moralizar. En tal “modelo” de maestro,
el maestro “modelo” debía poseer una serie de cualidades morales. De allí que
las exigencias para con el “ser” del maestro adquieran preponderancia frente a
las exigencias de saber. Analizando la documentación de la época,
encontramos el siguiente precepto, referido al maestro de escuela primaria:
entre ser buenos y sabios, lo primero es más importante.6

Consideramos relevante destacar la escasa importancia asignada al


saber “especializado” del maestro, precisamente en el momento en que la
enseñanza se profesionaliza. Esta peculiar relación entre el maestro y el saber,
junto con el énfasis puesto en la persona de los educadores, favorece el
anclaje de una doctrina de salvación que a su vez le servirá de sustento.
Veamos cómo este “sello” produce una impronta particular en el devenir de la
“profesionalización” docente. En la medida en que se depositaba en la escuela
el logro de una transformación social —en el sentido aludido—, los maestros
adquirían la fisonomía de “salvadores” de una Nación que se estaba
conformando. La educación, concebida como un preciado bien, otorga a la
tarea de enseñar una grandeza cuasi sacra; a tal punto que la convierte en una
“misión” social. Tal concepción ideológica pone de manifiesto la semejanza
entre la tarea del educador y el obrar del sacerdote. Al respecto, leemos en un
libro de Pedagogía: Los deberes del maestro son escasamente menos
sagrados y delicados que los del sacerdote.7

Aunque el maestro laico “predicaba” un mensaje basado en una moral


racional —cargado de principios, normas y preceptos—, con la propagación de
dicho mensaje se esperaba alcanzar una especie de reconversión social. Es
decir, si bien el contenido cambia, los fines no difieren respecto de la tarea
religiosa. Impregnado por esta concepción, el discurso pedagógico “moderno”,
concibe la ignorancia como un pecado y al “ignorante” como un infiel a la
patria. Asimismo, tal discurso prescribe la relación social del maestro en estos
términos: Bajo varios importantes aspectos se halla en una relación semejante
(a la del sacerdote) con la sociedad: y sus motivos y emulaciones para obrar,
deben ser de la misma clase en una considerable estensión (sic).8 Pero,
además, mientras el maestro laico se transformaba en “maestro de vida” hacia
quienes su labor se destinaba, se mantenía vivo el carácter sacro que le dio
origen al oficio. En la figura originaria del maestro, atribuible al cristianismo,
éste era maestro de vida y de salvación. En una posición social semejante el
maestro “moralizador” mantiene los componentes sagrados “del” oficio, en
tanto se define como “maestro modelo” (con la fuerza de imponerse ante otros)
antes que como instructor o enseñante.9

Sólo nos resta señalar que el “modelo dominante” de maestro exigía que
el maestro “modelo” poseyera, además de ciertas cualidades morales,
vocación por la enseñanza. La vocación, entendida como “llamado interno”, no
racional, promueve consagración, entrega, sacrificio, en pro de una “gran”
causa. Ser maestro por vocación implica consagrarse a la enseñanza “por
amor a...”, cualesquiera que sean las necesidades personales y las
condiciones objetivas en que ésta se desarrolle. Y eso no es todo. Tal como el
obrar del sacerdote, cuanto más sacrificada, humilde y silenciosa sea la tarea
del maestro pareciera ser más merecedora de elogio. Si bien la ideología de la
vocación se contradice con las demandas de cientificidad, propias de una
formación profesional, veremos cómo en las escuelas normales se conjugaron
ambos requerimientos.

La formación “normal”

Por su denominación “normal” las instituciones formadoras de maestros


parecieran remitir a la norma, al método, es decir, a las maneras de enseñar
los contenidos al niño. Las escuelas normales serían, desde esta perspectiva,
las instancias que se crean para transmitir ese saber especializado. El
surgimiento de la Pedagogía como ciencia de la educación se constituye en el
fundamento teórico y racional de la enseñanza. Con el afianzamiento de la
ciencia, quedan definidas y fundamentadas “maneras”, formas y métodos de
enseñanza. El saber pedagógico “cambia de estado”.10 De ser un saber
“práctico”, alcanza cierto grado de objetivación y sistematización. Desde esta
“nueva” concepción la tarea de enseñar supone aprendizajes planeados y
calculados. El maestro debe “saber” enseñar y no enseñar como le parezca.
Las escuelas normales serían, en principio, las instituciones especializadas
encargadas de formar maestros capacitados en el “arte” de enseñar.

A pesar de tal especificidad desde su surgimiento como tales, las


escuelas normales parecieron hacer honor a su nombre bajo otra acepción del
término, precisamente el que remite a la normalización como disciplinamiento.
La importancia asignada a la posesión de saber pedagógico, por parte de los
maestros, no puede hacer que perdamos de vista la exigencia prioritaria de
otro tipo de cualidades: La primera condición para ejercer el magisterio es una
conducta intachable y una moralidad probada.11 En efecto, la formación
“normal” apuntaba a formar maestros ejemplares, provistos de una serie de
valores, principios y costumbres, acordes con la tarea a desempeñar. Tales
pretensiones morales para con los maestros se enmascaraban en la medida
en que la enseñanza se “profesionalizaba” y asumía una actitud técnica
mediante el uso de la ciencia.12

La educación moral se convierte, así, en un objetivo prioritario de la


práctica pedagógica y constituye la formación de base de la escuela normal. La
educación moral no era materia de enseñanza específica; se llevaba a cabo
por distintos medios, pero atravesaba toda la formación del maestro. Aún más,
la enseñanza pedagógica la contemplaba. En los programas de estudios de las
escuelas normales la enseñanza pedagógica comprendía los siguientes
contenidos: “Educación física, moral e intelectual”, “Psicología” y “Metodología
de la enseñanza”. Del mismo modo, en los libros de texto de pedagogía se
destinaban capítulos al estudio de la “moral y buenas maneras” o a las
“cualidades del maestro”.

En uno de los libros de pedagogía utilizados en la escuela normal de ese


entonces, en su capítulo preliminar “Del magisterio de instrucción primaria y de
las cualidades del maestro”, encontramos el siguiente pasaje:

Para ser maestro se requiere virtud, ciencia, prudencia, celo,


perseverancia y otras cualidades análogas. El maestro ha de consagrar los
mejores años de la juventud y de la vida entera, sin descanso y sin perdonar
cuidados, a proporcionar a sus discípulos, que son sus hijos, el bien más
precioso y esencial, cual es la educación. (...) Para esto es preciso conocer el
carácter y las inclinaciones de los discípulos, servirles de ejemplo, y
presentarles por modelo su misma vida como una protesta continuada contra
el vicio y un llamamiento perenne a todas las virtudes.13

Aparecen enumerados en esta cita una serie de requerimientos referidos


fundamentalmente al orden de lo moral. Sin embargo, entre las cualidades del
“buen docente”, se menciona la posesión de ciencia.

Señalado el predominio de educación moral, en las escuelas normales,


nos preguntamos por el lugar que ocupó el “saber especializado” en estas
instancias de formación profesional. Al respecto hallamos definiciones que
remiten al “saber hacer” del maestro. Desde esta concepción “práctica” de la
enseñanza, el maestro debía saber, tanto de metodología como de los
contenidos de las distintas disciplinas, lo indispensable como “para” enseñar y
nunca saber por saber. “[El maestro] necesita de una instrucción sólida y
extensa, sin que se entienda por eso que debe ser un sabio”.14
Paradójicamente, el discurso pedagógico moderno desvaloriza el contenido
científico en sí mismo, aun en materia pedagógica. Tratándose de la formación
docente, no es tan importante la ciencia como su “digestión”, su asimilación. La
siguiente comparación, a la vez que sugerente, es clara al respecto:

El lavado y la cocina también tienen sus reglas de química y de física,


pero la lavandera y la cocinera necesitan más la escuela de la práctica que
engolfarse en los principios de la ciencia que nunca llegan a estudiar.15

Desde esta concepción de cientificidad, relacionada con el empirismo y el


positivismo, la formación docente se ocupaba de “problemas” prácticos. Si
además de la epistemología, propia de la formación, consideramos al maestro
en su papel de “salvador”, la ciencia no correrá mayor suerte. Como difusor de
un nuevo mensaje que llegaría a producir el “milagro” de la conversión social,
el maestro, antes que apelar a la ciencia, tendrá que creer en dicho mensaje.
Al igual que el sacerdote, el maestro laico debía creer en las posibilidades de
salvación contenidas en su mensaje y sólo saber lo mínimo, como para llevar a
cabo la labor “civilizadora” de manera efectiva.

¿Por qué “señoritas” maestras?

Llamamos “primera etapa” de fundación de las escuelas normales, al


período comprendido entre la creación de la primera escuela normal del país16
y el momento en que se logra contar al menos con una de estas instituciones
en cada capital de provincia. Este período se extiende, aproximadamente,
desde 1870 a 1885.

El cuadro 1 refleja que, durante la “primera etapa”, las escuelas que se


iban creando eran normales de “maestras”. En los años siguientes esta
tendencia se revierte, aunque de modo parcial, pese a lo cual llama la atención
la referencia constante —en el plano discursivo— a “la” mujer como educadora
por excelencia. De las mujeres se hacían resaltar ciertas cualidades
consideradas “naturales” al género femenino y acordes con la tarea de
enseñar, por contraposición a las características masculinas. Para la
realización de una tarea eminentemente educadora, socializadora, resultaba
imprescindible contar con un “ejército de maestras”, dado que: “es un hecho
probado por la experiencia que las maestras, en las escuelas, si bien instruyen
menos, educan más”.17
La presencia de maestras mujeres en las escuelas aseguraba que: “ésta
se encontrara escudada por nobles sentimientos y abrigada con el manto de
ternura que la mujer sabe oponer a las violentas pasiones de los hombres”.
Para la inculcación del “patriotismo”, considerado “más un sentimiento que una
convicción, porque se siente y no se discute, la mujer parecía más apta: tendrá
allí noble asilo, así como entre la cabeza y el corazón, sitio de predilección el
segundo...”.18 Estas cualidades, relacionadas con la seguridad emocional, el
cuidado de los sentimientos, fueron tradicionalmente asignadas a la esfera
femenina. Así como en el seno familiar la mujer aparece más directamente
comprometida en la educación de los hijos, en la esfera escolar se ocupará de
tareas similares. La formación primaria, en su dimensión socializadora,
requerirá de las mujeres: “maestras que eduquen” o “madres educadoras”,19
antes que instructoras o enseñantes. Precisamente, se destaca de la mujer
maestra: “ese gran sentimiento, fuente de toda bondad, que ellas tienen: la
maternidad”. A los hombres nos falta ese gran sentimiento, tanto es así que
una madre puede más ella que diez padres, en la educación de sus hijos.20

En alusión directa al tema que nos ocupa encontramos en el discurso de


la época “modelos de mujeres” consideradas dignas de ser imitadas. Éstas
eran las mujeres que componían la Sociedad de Beneficencia. “Es allí en su
seno, y mejor aún en los institutos de educación que sostiene, verdaderos
modelos de su género, donde se conserva con religioso cariño el verdadero
tipo de la mujer argentina”.21 He aquí un dato muy interesante si se tiene en
cuenta que se debe a la Sociedad de Beneficencia el primer tipo de ensayo
de escuela normal. Las primeras maestras se formaban en tales instituciones y
aún creadas las escuelas normales, ésta siguió siendo en muchos casos una
instancia legítima de formación.
Una nueva nota remite al carácter apostólico del que queda investida la
enseñanza. En este caso, la tarea de enseñar se asemeja a una obra de
caridad, por la cual hasta parecería ilícito reclamar recompensas de cualquier
tipo: “No seáis objeto de desprecio y de desdén convirtiendo un apostolado en
un medio de tráfico económico”.22 Tal como aparece expresado en este
pasaje, educar a los niños se convierte en sinónimo de hacer el bien,
desinteresadamente, en pro de una causa grande y justa: la patria. Será
precisamente la grandeza de la causa lo que dignificará al que a ella se
dedique o mejor se consagre.

El deseo de hacer el bien, en el silencio y en el olvido, aparece definido,


desde esta concepción, como “el móvil puro y verdadero de abrazar la
vocación docente”. Motivos “elevados”, tales como el amor (a la patria, la
escuela, los niños) sirven de impulso para la carrera docente. Bajo este
sustento ideológico, la mujer se consideraba “naturalmente” dispuesta para
dedicarse a la enseñanza, lo que no sucedía con los hombres: “Para la mayor
parte de éstos el magisterio es un modus vivendi, dispuesto a abandonarlo en
la primera ocasión propicia, a causa de la poca remuneración que percibe y
por la poca consideración social de que es acreedor”.23

Sobre esta explicación “natural” cabría introducir un análisis sociológico


preciso, a fin de comprender cómo es que fueron efectivamente las mayorías
femeninas las que se incorporaron a esta profesión que se estaba gestando.
Para ello tendremos que considerar la “posición” social de las mujeres en ese
momento histórico. Con menor posibilidad de acceso a las carreras
universitarias, el magisterio representó para la mujer el acceso a una profesión
“calificada” y “honorable”. La carrera docente aseguraba cierta “formación
cultural” para las mujeres de sectores sociales más elevados, mientras que
para los sectores sociales más bajos era una vía legítima de ascenso social.
Muel- Dreyfus, al estudiar la historia del magisterio francés, hace referencia al
carácter liberador que representó la carrera docente para los sectores sociales
en proceso de ascensión. Esto es aún más evidente tratándose de las mujeres.
La experiencia personal de “liberación” por la escuela se utiliza, en el
mencionado trabajo, para explicar la adhesión que obtuvo la tesis de una
escuela liberadora.24

Al considerar la posición social de la mujer en un momento histórico


preciso —en calidad de recién incluida en el campo profesional y de acuerdo
con su carácter de hija o esposa—, se comprenderá por qué fueron las
mujeres quienes se ajustaron más “modestamente” a la enseñanza. “Y así lo
comprendieron muchas de esas almas abnegadas y hermosas de mujer, que
entregan al niño toda la fuerza de su juventud y todo el amor de sus corazones
sin más recompensa que la de ver florecer su alma en cultura y belleza”.25 De
este modo, en la medida en que iba cobrando existencia una profesión
escasamente remunerada y poco reconocida, las mujeres engrosaban sus
filas. De ellas se consideraba: “no pueden optar por una profesión mejor; el
hombre, en cambio, preferirá cualquier otra que le ofrezca más ventajas con
menos trabajo y menos sacrificio de su dignidad”.26
El análisis precedente permite identificar las características socialmente
asignadas según sexo. Baste por el momento con señalar las consecuencias
que dichas asignaciones aportan en la definición de un nuevo puesto: el de
maestro. Intentamos mostrar que así como las mujeres fueron “las elegidas”,
en cuanto que se ajustaban mejor a las exigencias de una nueva actividad, del
mismo modo fueron las características femeninas las que definieron de forma
predominante la profesión docente.

A modo de conclusión

La presencia mayoritaria de mujeres en el magisterio fue tanto la causa


como el efecto de las características mediante las cuales se origina y consolida
la profesión de maestro. Algunos autores hacen referencia a la
“semiprofesionalidad” y tal denominación se basa en el alejamiento de la
docencia respecto de otras actividades profesionales. Si se considera la
enseñanza en su doble peculiaridad de trabajo femenino y escasamente
profesionalizado, se comprenderá la dependencia recíproca entre ambos
factores. Ya que “ha existido una decidida tendencia a garantizar el pleno
status profesional a una actividad, únicamente cuando ésta estaba dominada
por hombres”.27 Sin embargo, las características que hacen de la docencia una
cuasiprofesión y que hoy aparecen “naturalmente” ligadas a esta actividad,
fueron social e históricamente constituidas. El carácter arbitrario de estos
procesos nos impulsa a tratar de comprenderlos y explicarlos, con vistas a su
modificación.

Con este trabajo hemos querido señalar algunos de los orígenes


históricos de:

• El carácter difuso que adquiere la tarea de enseñanza en el momento


de su institucionalización como tal. La pérdida de especificidad del trabajo
docente, en cuanto tarea que se afianza en su dimensión socializadora —
“maestros de vida”— en detrimento de la dimensión cognoscitiva —
“instructores o enseñantes”.
• El alejamiento del conocimiento “teórico” y sistemáticamente elaborado
en las instancias encargadas de otorgar una formación profesional. Esta fue la
realidad, propia de las escuelas normales, “a pesar de” o “gracias a” el
surgimiento de la pedagogía como ciencia de la educación.
• El bajo reconocimiento social y material para con el maestro,
absolutamente desproporcionado en relación con la gran importancia asignada
a la educación como motor para el cambio social.
• El escaso grado de “autonomía”. La profesión docente, a diferencia de
otras, no se originó a partir de una asociación espontánea de sus miembros.
Fue el Estado el encargado de crear y organizar instancias de formación, de
definir planes y programas de estudio, de regular formas de acceso al ejercicio.

A esta serie de rasgos vinculados entre sí debemos sumar


“entrecruzadamente” la conservación en todo el sistema de enseñanza
“moderno” de la impronta religiosa que le dio origen.
Toda semejanza entre las características mencionadas y la realidad del
magisterio en la actualidad no es mera coincidencia. Las notas que definen al
maestro de hoy, y que hacen que se lo reconozca como tal, están inscritas en
la lógica del “campo educativo” y en las “disposiciones” históricamente
constituidas para y por la pertenencia de ciertos sujetos a dicho campo.

El carácter de imbricación que presentan los rasgos aludidos y su


perdurabilidad en sujetos concretos esterilizan intentos parciales tendientes a
profesionalizar la tarea docente.

Dentro de esta compleja empresa queremos formular un primer paso.


Recuperar la historia colectiva del magisterio constituye un desafío importante
en el momento de enfrentar procesos de transformación. El análisis y reflexión
de los “núcleos constitutivos” de la docencia puede ser una contribución
relevante para desprendernos del pasado como fijación y alentar un porvenir
acorde con desafíos del presente. Para ilustrar sólo con un ejemplo, nótese
que en tanto puedan revisarse y cuestionarse los componentes que definen un
“modelo de maestro” en el cual domina, preponderantemente, el maestro
ejemplar, la “tendencia a modelizar”28 —propia de la práctica docente más
actual— comenzará a transformarse. Es que precisamente debido al
desconocimiento del pasado colectivo de la institución magisterial se nutre un
presente cargado de estereotipos. Aunque dicho pasado asume formas
diversas y es resignificado en la práctica escolar por sujetos concretos,
planteamos el siguiente interrogante: “¿por qué el profesor de mañana sólo
podrá repetir los gestos de su profesor de ayer y, como éste no hacía más que
imitar a su propio maestro (...), de qué modo, en esta sucesión ininterrumpida
de modelos que se reproducen unos a otros, va a poder introducirse un día
alguna novedad?”29 Coincidimos con la respuesta que aparece seguidamente
enunciada: El enemigo y el antagonista de la rutina es la reflexión.

NOTAS

1. Misión: Serie de predicaciones para la instrucción de los infieles y la


conversión de los pecadores. Diccionario Español Larousse. Ed. 1986.
2. Ley 1420, de Educación Común. Sancionada en 1884, prescribe el carácter
obligatorio, gratuito y laico del nivel primario de enseñanza.
3. La referencia a los Estados oligárquicos en su doble calidad de “capturados
y excluyentes”, se desarrolla en el trabajo de: M. Cavarozzi, “Elementos para
una caracterización del capitalismo oligárquico”, Revista Mexicana de
Sociología 4 (1978).
4. Diccionario Español Larousse, op. cit.
5. Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública (Escuelas
Normales, 1892): 524.
6. Memoria (Educación Común, 1882): 33.
7. J. P. Varela, La educación del pueblo (Montevideo: Tipografía de la
Democracia: 1874).
8. Varela, op. cit.
9. Ver: C. Lerena, “El oficio de maestro (posición y papel del profesorado de
primera enseñanza en España)”, Educación y Sociología en España (Madrid:
Akal, 1987).
10. Ver: E. Tenti, El arte del buen maestro (México: Pax, 1988).
11. Memoria, 1882, op. cit.
12. Ver: T. Popkewitz, “Ideología y formación social en la formación del
profesorado. Profesionalización e intereses sociales”, Revista de Educación
285 (1988). (Madrid)
13. J. Avedaño y M. Carderer, Curso elemental de pedagogía (Madrid:
Hernando, 1985).
14. Memoria, 1882, op. cit.
15. Memoria, 1883, 34.
16. La primera escuela normal de Argentina fue la fundada en la ciudad de
Paraná por la Ley del 6 de octubre de 1869.
17. “Conferencia Doctrinal Maestros de la Capital”, Instituto de Didáctica,
Folletos, 1898.
18. “Discurso de Graduación. Escuela Normal de la Capital”, Memoria, 1892,
527-28.
19. Para profundizar el análisis sobre la configuración de la enseñanza como
“trabajo femenino”, ver: G. Morgade, La feminización de la escuela primaria.
Políticas educativas y significación del trabajo (1870-1930) (Buenos Aires:
ICE/CONICET, 1991).
20. “Conferencia ...”, op. cit.
21. Memoria, 1892, 530.
22. “Discurso de...”, op. cit.
23. “Conferencia...”, op. cit.
24. Ver: F. Muel-Dreyfus, Le métier d’éducateur (Paris: Minuit, 1893).
25. “Discurso de...”, op. cit.
26. Monitor de Educación Común, 1888.
27. En: M. Apple, Maestros y textos (Madrid: Paidós/MEC, 1989) 53.
28. Ver: C. Carrizales Retamoza, La experiencia docente (México: Línea,
1986).
29. En: E. Durkheim, Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas.
La evolución pedagógica en Francia (Madrid

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