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¿MAESTRAS ERAN LAS DE ANTES?

UNA HISTORIA PARA RECORDAR: EL CASO DE ARGENTINA

Andrea Alliaud (1994) Artículo Disponible en Biblioteca digital del portal de la educación. Colección: La
Educación Número: 117I

Una historia para recordar

Todo es historia. Todo tiene su historia. En Argentina, el magisterio como institución social tiene un origen y un
devenir histórico a través del cual fueron tomando cuerpo y definiéndose muchas de las características que en la
actualidad lo constituyen. El magisterio también tiene su historia. Si bien se notan a simple vista grandes diferencias
en el maestro de hoy comparado con el de antaño, hay asimismo muchas similitudes que sólo podrán explicarse por
la permanencia, en cada maestro, de un pasado común. Ese pasado actúa, definiendo —aunque en cierta medida—
el presente y asegurando un porvenir a él ajustado. Ese pasado actúa “pre-disponiendo” las prácticas,
representaciones y percepciones del maestro de hoy. ¿Cuál es la historia “del” magisterio, más allá de la historia de
cada maestro particular? ¿La conocen los maestros, los alumnos, la sociedad? ¿Se reconocerán en ella los
maestros de hoy? ¿Qué permanece, qué cambios se produjeron? Mientras estas preguntas permanezcan sin
respuesta y mientras las respuestas se busquen obviando este tipo de interrogantes, la transformación de lo que en
el presente nos preocupa se convertirá en la asignatura pendiente de un largo porvenir.

La “misión” de ser educadores

Desde sus orígenes, a fines del siglo pasado, el magisterio presentó una serie de rasgos particulares que hicieron de
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esta actividad una “misión” antes que una profesión. Aunque se puede sostener que con la creación y desarrollo de
las escuelas normales (instituciones especializadas para la formación docente) surge la “profesión”, ésta de
inmediato se desdibuja al considerar ciertas características a partir de las cuales iba cobrando existencia un nuevo
puesto: el de maestro.

En primer lugar, conviene recordar que la empresa de conformación del sistema educativo “moderno” supone, entre
otras cuestiones, la preparación de un cuerpo de “especialistas” dedicados a la tarea de enseñar. El “título” docente,
expedido por las escuelas normales, asegurará en principio tal especialización. La exigencia de “maestros titulados”
no se plasmó de inmediato en una cualidad de la realidad escolar nacional, pero, al menos, de ese modo quedó
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prescrito legalmente. Lo cierto es que a partir de un momento histórico determinado, se requerirá de la
“titularización” para el ejercicio docente en las escuelas. En cuanto “credencial de competencia”, el título garantizará
la posesión de un saber especializado y común entre quienes lo porten. Dicho saber supone formas precisas de
transmisión y apropiación.

En el momento de pleno desarrollo de la escuela pública ya no bastaba con el maestro que enseñaba a unos pocos
lo que él había aprendido alguna vez, quizás en una escuela, quizás por su cuenta. Era necesario contar con un
“cuerpo de especialistas formados”, tales que aseguraran cumplir con éxito una tarea específica, conforme a los
fines perseguidos en la empresa de constitución y consolidación de un sistema escolar. Desde sus orígenes la
escuela pública de nivel primario se destinó a “educar” a las clases más bajas de nuestra población. Este sector —
mayoritario por ese entonces— lo componían “nativos” e inmigrantes. De ellos se esperaban, precisamente,
transformaciones profundas, ya que serían los habitantes de una sociedad que se iba “modernizando”. La escuela
pública se desarrolla y expande con la finalidad de formar al “hombre nuevo”, despojado de idiosincrasias, modismos
y costumbres de sus familias, regiones y/o países de procedencia. En el marco de la política estatal, educar “al”
ciudadano se convierte en un elemento decisivo del proceso de conformación nacional.

De este modo la escuela pública, y especialmente el maestro, tenían una meta clara: civilizar, regenerar, disciplinar,
a una población que se consideraba “desajustada”, en relación con un modelo de sociedad deseado para el futuro.
Este proceso común en regiones diversas, halla en la mayoría de los estados de América Latina notas singulares. La
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consolidación nacional en nuestras sociedades tuvo lugar bajo regímenes de dominación “excluyentes”, en lo que
se refiere a la participación política de las mayorías poblacionales. Se comprenderá así que el “proyecto educativo
oligárquico” contemplara la extensión y desarrollo de la instrucción pública con vistas a obtener un “tipo” de hombre
más parecido al “habitante de ciudad” —con hábitos de trabajo, disciplina, compostura exterior, costumbres y una
particular cosmovisión—, que al “natural de un Estado con derechos y deberes políticos que le permitan formar parte
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en el gobierno del mismo”. Ambas son acepciones diferentes de un mismo término: “ciudadano”.

Diremos entonces que, en nuestras sociedades, la escuela pública, con un predominio bastante marcado de
moralidad, se desarrolla sistemáticamente para educar —antes que para instruir— a las clases más bajas de la
población. Esta escuela nace, pues, para socializar antes que para transmitir conocimientos. Tal finalidad se enuncia
expresamente en las documentaciones de la época:

Nuestra escuela debe tener una misión más educadora que instructiva, por las condiciones peculiares de nuestra
organización social, (...) y la consiguiente imposibilidad de confiar exclusivamente esa misión a la familia. (...)
[Nuestra escuela] debe ser una reunión de futuros ciudadanos, y el maestro, mirando a sus alumnos a través del
patriotismo, que es el más poderoso lente inventado por la óptica de los sentimientos, debe ver a éstos preparados
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por su acción y por su ejemplo....
A partir de tal definición la tarea específica del maestro (la instrucción, la enseñanza) se diluye y va cobrando forma
el maestro “socializador”, moralizador, educador. Pensemos las consecuencias que esta ambigüedad funcional trae
aparejadas.

El ejemplo enseña más que el precepto

Para el desarrollo de una tarea eminentemente socializadora, se requería que el maestro encarnara en sí mismo, en
su persona, aquellos “atributos” que se pretendía fueran patrimonio de todos los que acudían a la escuela pública.
Cobra existencia, de este modo, el maestro “ejemplar”, transformado en modelo viviente para quienes había que
moralizar. En tal “modelo” de maestro, el maestro “modelo” debía poseer una serie de cualidades morales. De allí
que las exigencias para con el “ser” del maestro adquieran preponderancia frente a las exigencias de saber.
Analizando la documentación de la época, encontramos el siguiente precepto, referido al maestro de escuela
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primaria: entre ser buenos y sabios, lo primero es más importante.

Consideramos relevante destacar la escasa importancia asignada al saber “especializado” del maestro,
precisamente en el momento en que la enseñanza se profesionaliza. Esta peculiar relación entre el maestro y el
saber, junto con el énfasis puesto en la persona de los educadores, favorece el anclaje de una doctrina de salvación
que a su vez le servirá de sustento. Veamos cómo este “sello” produce una impronta particular en el devenir de la
“profesionalización” docente. En la medida en que se depositaba en la escuela el logro de una transformación social
—en el sentido aludido—, los maestros adquirían la fisonomía de “salvadores” de una Nación que se estaba
conformando. La educación, concebida como un preciado bien, otorga a la tarea de enseñar una grandeza cuasi
sacra; a tal punto que la convierte en una “misión” social. Tal concepción ideológica pone de manifiesto la semejanza
entre la tarea del educador y el obrar del sacerdote. Al respecto, leemos en un libro de Pedagogía: Los deberes del
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maestro son escasamente menos sagrados y delicados que los del sacerdote.

Aunque el maestro laico “predicaba” un mensaje basado en una moral racional —cargado de principios, normas y
preceptos—, con la propagación de dicho mensaje se esperaba alcanzar una especie de reconversión social. Es
decir, si bien el contenido cambia, los fines no difieren respecto de la tarea religiosa. Impregnado por esta
concepción, el discurso pedagógico “moderno”, concibe la ignorancia como un pecado y al “ignorante” como un infiel
a la patria. Asimismo, tal discurso prescribe la relación social del maestro en estos términos: Bajo varios importantes
aspectos se halla en una relación semejante (a la del sacerdote) con la sociedad: y sus motivos y emulaciones para
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obrar, deben ser de la misma clase en una considerable estensión (sic). Pero, además, mientras el maestro laico se
transformaba en “maestro de vida” hacia quienes su labor se destinaba, se mantenía vivo el carácter sacro que le dio
origen al oficio. En la figura originaria del maestro, atribuible al cristianismo, éste era maestro de vida y de salvación.
En una posición social semejante el maestro “moralizador” mantiene los componentes sagrados “del” oficio, en tanto
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se define como “maestro modelo” (con la fuerza de imponerse ante otros) antes que como instructor o enseñante.

Sólo nos resta señalar que el “modelo dominante” de maestro exigía que el maestro “modelo” poseyera, además de
ciertas cualidades morales, vocación por la enseñanza. La vocación, entendida como “llamado interno”, no racional,
promueve consagración, entrega, sacrificio, en pro de una “gran” causa. Ser maestro por vocación implica
consagrarse a la enseñanza “por amor a...”, cualesquiera que sean las necesidades personales y las condiciones
objetivas en que ésta se desarrolle. Y eso no es todo. Tal como el obrar del sacerdote, cuanto más sacrificada,
humilde y silenciosa sea la tarea del maestro pareciera ser más merecedora de elogio. Si bien la ideología de la
vocación se contradice con las demandas de cientificidad, propias de una formación profesional, veremos cómo en
las escuelas normales se conjugaron ambos requerimientos.

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La formación “normal”

Por su denominación “normal” las instituciones formadoras de maestros parecieran remitir a la norma, al método, es
decir, a las maneras de enseñar los contenidos al niño. Las escuelas normales serían, desde esta perspectiva, las
instancias que se crean para transmitir ese saber especializado. El surgimiento de la Pedagogía como ciencia de la
educación se constituye en el fundamento teórico y racional de la enseñanza. Con el afianzamiento de la ciencia,
quedan definidas y fundamentadas “maneras”, formas y métodos de enseñanza. El saber pedagógico “cambia de
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estado”. De ser un saber “práctico”, alcanza cierto grado de objetivación y sistematización. Desde esta “nueva”
concepción la tarea de enseñar supone aprendizajes planeados y calculados. El maestro debe “saber” enseñar y no
enseñar como le parezca. Las escuelas normales serían, en principio, las instituciones especializadas encargadas
de formar maestros capacitados en el “arte” de enseñar.

A pesar de tal especificidad desde su surgimiento como tales, las escuelas normales parecieron hacer honor a su
nombre bajo otra acepción del término, precisamente el que remite a la normalización como disciplinamiento. La
importancia asignada a la posesión de saber pedagógico, por parte de los maestros, no puede hacer que perdamos
de vista la exigencia prioritaria de otro tipo de cualidades: La primera condición para ejercer el magisterio es una
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conducta intachable y una moralidad probada. En efecto, la formación “normal” apuntaba a formar maestros
ejemplares, provistos de una serie de valores, principios y costumbres, acordes con la tarea a desempeñar. Tales
pretensiones morales para con los maestros se enmascaraban en la medida en que la enseñanza se
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“profesionalizaba” y asumía una actitud técnica mediante el uso de la ciencia.

La educación moral se convierte, así, en un objetivo prioritario de la práctica pedagógica y constituye la formación de
base de la escuela normal. La educación moral no era materia de enseñanza específica; se llevaba a cabo por
distintos medios, pero atravesaba toda la formación del maestro. Aún más, la enseñanza pedagógica la
contemplaba. En los programas de estudios de las escuelas normales la enseñanza pedagógica comprendía los
siguientes contenidos: “Educación física, moral e intelectual”, “Psicología” y “Metodología de la enseñanza”. Del
mismo modo, en los libros de texto de pedagogía se destinaban capítulos al estudio de la “moral y buenas maneras”
o a las “cualidades del maestro”.

En uno de los libros de pedagogía utilizados en la escuela normal de ese entonces, en su capítulo preliminar “Del
magisterio de instrucción primaria y de las cualidades del maestro”, encontramos el siguiente pasaje:

Para ser maestro se requiere virtud, ciencia, prudencia, celo, perseverancia y otras cualidades análogas. El maestro
ha de consagrar los mejores años de la juventud y de la vida entera, sin descanso y sin perdonar cuidados, a
proporcionar a sus discípulos, que son sus hijos, el bien más precioso y esencial, cual es la educación. (...) Para esto
es preciso conocer el carácter y las inclinaciones de los discípulos, servirles de ejemplo, y presentarles por modelo
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su misma vida como una protesta continuada contra el vicio y un llamamiento perenne a todas las virtudes.
Aparecen enumerados en esta cita una serie de requerimientos referidos fundamentalmente al orden de lo moral.
Sin embargo, entre las cualidades del “buen docente”, se menciona la posesión de ciencia.

Señalado el predominio de educación moral, en las escuelas normales, nos preguntamos por el lugar que ocupó el
“saber especializado” en estas instancias de formación profesional. Al respecto hallamos definiciones que remiten al
“saber hacer” del maestro. Desde esta concepción “práctica” de la enseñanza, el maestro debía saber, tanto de
metodología como de los contenidos de las distintas disciplinas, lo indispensable como “para” enseñar y nunca saber
por saber. “[El maestro] necesita de una instrucción sólida y extensa, sin que se entienda por eso que debe ser un
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sabio”. Paradójicamente, el discurso pedagógico moderno desvaloriza el contenido científico en sí mismo, aun en
materia pedagógica. Tratándose de la formación docente, no es tan importante la ciencia como su “digestión”, su
asimilación. La siguiente comparación, a la vez que sugerente, es clara al respecto:

El lavado y la cocina también tienen sus reglas de química y de física, pero la lavandera y la cocinera necesitan más
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la escuela de la práctica que engolfarse en los principios de la ciencia que nunca llegan a estudiar.
Desde esta concepción de cientificidad, relacionada con el empirismo y el positivismo, la formación docente se
ocupaba de “problemas” prácticos. Si además de la epistemología, propia de la formación, consideramos al maestro
en su papel de “salvador”, la ciencia no correrá mayor suerte. Como difusor de un nuevo mensaje que llegaría a
producir el “milagro” de la conversión social, el maestro, antes que apelar a la ciencia, tendrá que creer en dicho
mensaje. Al igual que el sacerdote, el maestro laico debía creer en las posibilidades de salvación contenidas en su
mensaje y sólo saber lo mínimo, como para llevar a cabo la labor “civilizadora” de manera efectiva.

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¿Por qué “señoritas” maestras?

Llamamos “primera etapa” de fundación de las escuelas normales, al período comprendido entre la creación de la
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primera escuela normal del país y el momento en que se logra contar al menos con una de estas instituciones en
cada capital de provincia. Este período se extiende, aproximadamente, desde 1870 a 1885.

El cuadro 1 refleja que, durante la “primera etapa”, las escuelas que se iban creando eran normales de “maestras”.
En los años siguientes esta tendencia se revierte, aunque de modo parcial, pese a lo cual llama la atención la
referencia constante —en el plano discursivo— a “la” mujer como educadora por excelencia. De las mujeres se
hacían resaltar ciertas cualidades consideradas “naturales” al género femenino y acordes con la tarea de enseñar,
por contraposición a las características masculinas. Para la realización de una tarea eminentemente educadora,
socializadora, resultaba imprescindible contar con un “ejército de maestras”, dado que: “es un hecho probado por la
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experiencia que las maestras, en las escuelas, si bien instruyen menos, educan más”.

CUADRO 1
ESCUELAS NORMALES: PROCESO DE FUNDACION

PERIODO Nro, DE ESC UBICACION DESTINATARIO


Mujeres Varones Mixtas
Parand, Uruguay
1870-1875 4 2 1 1
Capital (2)
Tucumán, Rosario,
1875-1880 7 Mendoza (2), Catamarea, 5 2 -
San Luis, San Juan
Santiago, Catamarca,
1880-1885 7 Salta, Carrientes, 6 1 -
Cdrdoba, 12 Rioja, Jujuy
Córdoba, Sta. Fé, San Juan, 12 Rioja, Jujuy,
Tucuman, Carrientes,
1885- 1890 16 1 9 6
San Luis, Santiago, Salta,
Pcia, de Bs. As. (6)
1890-1895 1 Mercedes (San Luis) - - 1
Capital (2), Colonia
1895-1900 3 3 - -
Esperanza (Sta. Fé)
Corrientes, San Luis
1900-1905 2 - - 2
(Regionales)
Pcia. Bs. As., Sta. Fé,
1905-1910 15 E. Rios, la Rioja, Santiago, Misiones, Corr. - - 15
(Region. y Rurales)

Fuentes: Memorias del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Diario de Sesiones (1880-1910). El cuadro
es de claboración personal.

La presencia de maestras mujeres en las escuelas aseguraba que: “ésta se encontrara escudada por nobles
sentimientos y abrigada con el manto de ternura que la mujer sabe oponer a las violentas pasiones de los hombres”.
Para la inculcación del “patriotismo”, considerado “más un sentimiento que una convicción, porque se siente y no se
discute, la mujer parecía más apta: tendrá allí noble asilo, así como entre la cabeza y el corazón, sitio de
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predilección el segundo...”. Estas cualidades, relacionadas con la seguridad emocional, el cuidado de los
sentimientos, fueron tradicionalmente asignadas a la esfera femenina. Así como en el seno familiar la mujer aparece
más directamente comprometida en la educación de los hijos, en la esfera escolar se ocupará de tareas similares. La
formación primaria, en su dimensión socializadora, requerirá de las mujeres: “maestras que eduquen” o “madres
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educadoras”, antes que instructoras o enseñantes. Precisamente, se destaca de la mujer maestra: “ese gran
sentimiento, fuente de toda bondad, que ellas tienen: la maternidad”. A los hombres nos falta ese gran sentimiento,
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tanto es así que una madre puede más ella que diez padres, en la educación de sus hijos.

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En alusión directa al tema que nos ocupa encontramos en el discurso de la época “modelos de mujeres”
consideradas dignas de ser imitadas. Éstas eran las mujeres que componían la Sociedad de Beneficencia. “Es allí
en su seno, y mejor aún en los institutos de educación que sostiene, verdaderos modelos de su género, donde se
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conserva con religioso cariño el verdadero tipo de la mujer argentina”. He aquí un dato muy interesante si se tiene
en cuenta que se debe a la Sociedad de Beneficencia el primer tipo de ensayo de escuela normal. Las primeras
maestras se formaban en tales instituciones y aún creadas las escuelas normales, ésta siguió siendo en muchos
casos una instancia legítima de formación.

Una nueva nota remite al carácter apostólico del que queda investida la enseñanza. En este caso, la tarea de
enseñar se asemeja a una obra de caridad, por la cual hasta parecería ilícito reclamar recompensas de cualquier
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tipo: “No seáis objeto de desprecio y de desdén convirtiendo un apostolado en un medio de tráfico económico”. Tal
como aparece expresado en este pasaje, educar a los niños se convierte en sinónimo de hacer el bien,
desinteresadamente, en pro de una causa grande y justa: la patria. Será precisamente la grandeza de la causa lo
que dignificará al que a ella se dedique o mejor se consagre.

El deseo de hacer el bien, en el silencio y en el olvido, aparece definido, desde esta concepción, como “el móvil puro
y verdadero de abrazar la vocación docente”. Motivos “elevados”, tales como el amor (a la patria, la escuela, los
niños) sirven de impulso para la carrera docente. Bajo este sustento ideológico, la mujer se consideraba
“naturalmente” dispuesta para dedicarse a la enseñanza, lo que no sucedía con los hombres: “Para la mayor parte
de éstos el magisterio es un modus vivendi, dispuesto a abandonarlo en la primera ocasión propicia, a causa de
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la poca remuneración que percibe y por la poca consideración social de que es acreedor”.

Sobre esta explicación “natural” cabría introducir un análisis sociológico preciso, a fin de comprender cómo es que
fueron efectivamente las mayorías femeninas las que se incorporaron a esta profesión que se estaba gestando.
Para ello tendremos que considerar la “posición” social de las mujeres en ese momento histórico. Con menor
posibilidad de acceso a las carreras universitarias, el magisterio representó para la mujer el acceso a una profesión
“calificada” y “honorable”. La carrera docente aseguraba cierta “formación cultural” para las mujeres de sectores
sociales más elevados, mientras que para los sectores sociales más bajos era una vía legítima de ascenso social.
Muel- Dreyfus, al estudiar la historia del magisterio francés, hace referencia al carácter liberador que representó la
carrera docente para los sectores sociales en proceso de ascensión. Esto es aún más evidente tratándose de las
mujeres. La experiencia personal de “liberación” por la escuela se utiliza, en el mencionado trabajo, para explicar la
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adhesión que obtuvo la tesis de una escuela liberadora.

Al considerar la posición social de la mujer en un momento histórico preciso —en calidad de recién incluida en el
campo profesional y de acuerdo con su carácter de hija o esposa—, se comprenderá por qué fueron las mujeres
quienes se ajustaron más “modestamente” a la enseñanza. “Y así lo comprendieron muchas de esas almas
abnegadas y hermosas de mujer, que entregan al niño toda la fuerza de su juventud y todo el amor de sus
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corazones sin más recompensa que la de ver florecer su alma en cultura y belleza”. De este modo, en la medida
en que iba cobrando existencia una profesión escasamente remunerada y poco reconocida, las mujeres engrosaban
sus filas. De ellas se consideraba: “no pueden optar por una profesión mejor; el hombre, en cambio, preferirá
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cualquier otra que le ofrezca más ventajas con menos trabajo y menos sacrificio de su dignidad”.

El análisis precedente permite identificar las características socialmente asignadas según sexo. Baste por el
momento con señalar las consecuencias que dichas asignaciones aportan en la definición de un nuevo puesto: el de
maestro. Intentamos mostrar que así como las mujeres fueron “las elegidas”, en cuanto que se ajustaban mejor a las
exigencias de una nueva actividad, del mismo modo fueron las características femeninas las que definieron de forma
predominante la profesión docente.

A modo de conclusión

La presencia mayoritaria de mujeres en el magisterio fue tanto la causa como el efecto de las características
mediante las cuales se origina y consolida la profesión de maestro. Algunos autores hacen referencia a la
“semiprofesionalidad” y tal denominación se basa en el alejamiento de la docencia respecto de otras actividades
profesionales. Si se considera la enseñanza en su doble peculiaridad de trabajo femenino y escasamente

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profesionalizado, se comprenderá la dependencia recíproca entre ambos factores. Ya que “ha existido una decidida
tendencia a garantizar el pleno status profesional a una actividad, únicamente cuando ésta estaba dominada por
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hombres”. Sin embargo, las características que hacen de la docencia una cuasiprofesión y que hoy aparecen
“naturalmente” ligadas a esta actividad, fueron social e históricamente constituidas. El carácter arbitrario de estos
procesos nos impulsa a tratar de comprenderlos y explicarlos, con vistas a su modificación.

Con este trabajo hemos querido señalar algunos de los orígenes históricos de:

 El carácter difuso que adquiere la tarea de enseñanza en el momento de su institucionalización como tal. La
pérdida de especificidad del trabajo docente, en cuanto tarea que se afianza en su dimensión socializadora
—“maestros de vida”— en detrimento de la dimensión cognoscitiva —“instructores o enseñantes”.
 El alejamiento del conocimiento “teórico” y sistemáticamente elaborado en las instancias encargadas de
otorgar una formación profesional. Esta fue la realidad, propia de las escuelas normales, “a pesar de” o
“gracias a” el surgimiento de la pedagogía como ciencia de la educación.
 El bajo reconocimiento social y material para con el maestro, absolutamente desproporcionado en relación
con la gran importancia asignada a la educación como motor para el cambio social.
 El escaso grado de “autonomía”. La profesión docente, a diferencia de otras, no se originó a partir de una
asociación espontánea de sus miembros. Fue el Estado el encargado de crear y organizar instancias de
formación, de definir planes y programas de estudio, de regular formas de acceso al ejercicio.

A esta serie de rasgos vinculados entre sí debemos sumar “entrecruzadamente” la conservación en todo el sistema
de enseñanza “moderno” de la impronta religiosa que le dio origen.

Toda semejanza entre las características mencionadas y la realidad del magisterio en la actualidad no es mera
coincidencia. Las notas que definen al maestro de hoy, y que hacen que se lo reconozca como tal, están inscritas en
la lógica del “campo educativo” y en las “disposiciones” históricamente constituidas para y por la pertenencia de
ciertos sujetos a dicho campo.

El carácter de imbricación que presentan los rasgos aludidos y su perdurabilidad en sujetos concretos esterilizan
intentos parciales tendientes a profesionalizar la tarea docente.

Dentro de esta compleja empresa queremos formular un primer paso. Recuperar la historia colectiva del
magisterio constituye un desafío importante en el momento de enfrentar procesos de transformación. El análisis y
reflexión de los “núcleos constitutivos” de la docencia puede ser una contribución relevante para desprendernos del
pasado como fijación y alentar un porvenir acorde con desafíos del presente. Para ilustrar sólo con un ejemplo,
nótese que en tanto puedan revisarse y cuestionarse los componentes que definen un “modelo de maestro” en el
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cual domina, preponderantemente, el maestro ejemplar, la “tendencia a modelizar” —propia de la práctica docente
más actual— comenzará a transformarse. Es que precisamente debido al desconocimiento del pasado colectivo de
la institución magisterial se nutre un presente cargado de estereotipos. Aunque dicho pasado asume formas diversas
y es resignificado en la práctica escolar por sujetos concretos, planteamos el siguiente interrogante: “¿por qué el
profesor de mañana sólo podrá repetir los gestos de su profesor de ayer y, como éste no hacía más que imitar a su
propio maestro (...), de qué modo, en esta sucesión ininterrumpida de modelos que se reproducen unos a otros, va a
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poder introducirse un día alguna novedad?” Coincidimos con la respuesta que aparece seguidamente
enunciada: El enemigo y el antagonista de la rutina es la reflexión.

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