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Debía armar las historias como si tras ellas hubiese una novela,
cuyo personaje central era yo. ¿Quién sino yo?
Fogwill, “Fuentes”
Hacia fines del siglo XX parece establecerse un consenso crítico que postula, en
palabras de Andreas Huyssen, que las sociedades occidentales han realizado, desde
fines de la década del 60 y con especial fervor hacia los 80, un “giro hacia el pasado
que contrasta de manera notable con la tendencia a privilegiar el futuro” que había
dado el tono a la modernidad hasta las primeras décadas del siglo; la memoria aparece
entonces como preocupación central de la cultura y la política, desplazándose el foco
“de los futuros presentes a los pretéritos presentes” (2002: 13, 20). Las pasiones, los
cuerpos y las voces que atraviesan los discursos culturales durante los primeros años
de la primera década del siglo XXI parecen crispar ese movimiento o cristalizarlo en su
repetición, conformando una tonalidad pública que tiene menos de comienzo que de
agotamiento y balance, y que proyecta memorias que parecieran resignar el presente y
la imaginación del futuro, en beneficio de pasados que, monumentales o catastróficos,
se construyen inevitable y polémicamente desde el momento actual.
Surgido como libro de la persistente polvareda del espacio público argentino de las
últimas tres décadas, Los libros de la guerra (2008) actualiza la mirada que ha
observado distintos presentes con afán anticipatorio, y relee el pasado argentino
reciente sin intenciones edificantes, proponiendo al futuro una historia que, como tal,
es siempre disolvente y corrosiva (cf. Terán, 2006: 74). El libro de Fogwill exacerba el
gesto compilatorio de “artículos de crítica cultural de la pos-dictadura”, abarcando
entre 1981 y 2007 una variedad de problemáticas resumidas en eficaz enumeración de
catálogo por la contratapa (“Poesía, festivales, divorcio, aborto, sionismo, guerra,
nuevos autores, universidad, estado, dictadura, democracia, sexo, lucha armada,
tendencias, drogas, medicina y música popular”) y, también destacado en contratapa
(ya vuelto cliché de la imagen de Fogwill), considerando esas múltiples reflexiones
sobre política cultural como “parte indiscernible de la estrategia de imposición de una
figura literaria”.
Como en solapas y contratapas de libros anteriores del autor, esta compilación
presentada como libros de guerra (mis libros de mis guerras) promete una figura de
escritor incorrecto, hostil, que incomoda; desde el pronombre seguro (“Yo”) que
ordena los textos del primer capítulo pero podría abarcar todos, Fogwill enfatiza la
presencia de una voz que orienta la heterogeneidad de los campos abordados,
ampliando también aquí un gesto que recorre, con distintos matices, las otras
compilaciones mencionadas: la recuperación intelectual del espacio de subjetividad,
en conexión con la autonomía del pensamiento crítico y con la pérdida de hegemonía
de la política, en palabras de Sarlo, como “fundamento de la práctica intelectual”
(2001: 209). Desde sus comienzos en poesía y cuento, Fogwill expone una subjetividad
de escritor sin la cual no hay escritura posible; en este libro de libros y de guerras, o de
libros como guerras, consagra su propio gesto sin la contención de la ficción o la
poesía, y sustenta un pensamiento crítico y peleador en la construcción de esa imagen
como fundamento imposible, irrisorio, de su práctica intelectual. Caída la política,
privatizada la esfera pública, y asumiendo que la autonomía es siempre relativa, la
verdad asediada en estos ensayos deviene ficciones posibles, modulaciones
personales, matices de un mismo “Yo” que a lo largo de los años va dando forma a la
propia voz como una verdad pública.
El Fogwill biográfico accede a todos los oficios, como un raro equilibrista que se acerca
al poder estatal y sus beneficiarios desde los poderes de la lectura y la escritura, y el
autor ficcionalizado en esa escritura acompaña el movimiento, practicando el derecho,
entendido como poder, de exagerar, inventar, versear, delirar, buscando los márgenes
para desestabilizar el centro. El lenguaje literario del articulista provocativo elude las
limitaciones del anclaje periodístico en el presente y prefiere la potencia de la
anticipación, definiéndose como escritor en tanto no “pertenece” a los medios como el
periodista, con el cual la afinidad “no va más allá del acto mecánico de escribir”.
Pasando clandestinamente su canon por la aduana oficial (y desviando en 1984 al
máximo aduanero, Borges), destaca que, de los “escritores que prefiero” (Carrera
hacendado, Peyceré médico, Aira especulador de Bolsa, Filloy juez jubilado, Saer
profesor de letras) “sólo Arlt, Borges y Gelman figuraron un tiempo como periodistas”
(Fogwill, 2008: 196). Y el desvío de la tradición en la construcción de la imagen, con el
gesto irreverente hacia la autonomía y el valor estéticos, queda condensado y vale
como definición provisoria del “Yo” que ordena los libros de su guerra: “La escritura
tiene más en común con oficios de asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que
con la profesión de periodista” (196-197).
Lo que Fogwill llama “libros de la guerra” deviene terreno fértil para la escritura y su
inseparable imagen de escritor, inseparables a su vez de la conflictividad social; las
intervenciones en la prensa periódica, atentas a la coyuntura y proclives a la polémica,
permiten mantener abierto el conflicto sociocultural en diversas facetas. Con su
escritura agonal, que elige rivales para mejor nombrarse a sí mismo, divertidamente
auto-reflexiva y preocupada por las relaciones entre el oficio de escritor y la cultura
democrática e industrial orientada por la economía, Fogwill detecta los clivajes
mentales individuales y colectivos propiciados por la dictadura que persisten en la
actualidad, y los aborda desde el soporte periodístico en que ambas instancias, la
escritura y la cultura, lo privado y lo público, se cruzan. Las guerras del escritor -contra
el Estado, su monopolio de violencia y sus pactos de poder con actores
socioeconómicos fuertes, contra el estado de cuestiones y debates públicos, y contra
el estado del canon y la crítica literaria en su país- se despliegan en la zona fronteriza
entre la crítica cultural y la opinión periodística, recurriendo a herramientas librescas y
categorías de sociólogo puestas a funcionar literariamente, de otro modo que en las
ficciones, con otra libertad (la de la opinión propia en el artículo de prensa). En el cruce
peligroso entre literatura y cultura (democrática y de mercado), se instala una mirada
sarcástica sobre el “salón literario” entendido como “figura del lenguaje” como podría
ser “la city” (110). Desde allí lee, a mediados de 1983, la recepción de Asís, lo que
llama “el Peguémosle a Asís”, como “uno de los entretenimientos favoritos del salón
literario”; auto-citándose como “el analista Gil Wolf” que lo dijo antes, interviene en la
trifulca para, lejos de sostener la autonomía literaria frente al mercado, recordar “la
importancia de las críticas precoces como factor dinamizante del marketing editorial” y
la posibilidad de reflexionar, siendo escritor, sobre “la influencia del marketing librero
en las estrategias de la imposición de los valores literarios” (113).
Los libros de la guerra, inventado a partir de una idea de editor a la cual responde el
autor, asume y desarrolla plenamente estrategias escritas de imposición de valores. La
intensificación del género “compilación de artículos” está orientada por ese
movimiento: consolidarse como el escritor que vio y dijo en presente la realidad
confusa y tapada, el que pudo leer lo actual como si fuera pasado y mantener su
corrosión, el que pone un saber en acción e impone valores a título personal, ajeno a
lo edificante. Como ficcionalmente en Los pichiciegos (1983), extremando en el
registro del ensayo aquel mito de escritor potente, Fogwill propone la escritura como
intervención política en presente y envíos anticipatorios al futuro. De ahí la
importancia de fechar los textos: el libro recorre veintiséis años (con particular
concurrencia en la zona media de los 80) y agrega el presente, enero de 2008, como
fecha de la compilación, del ordenamiento por secciones tituladas y del prólogo.
En el diseño de su primera persona hacia los años del retorno democrático, Fogwill
titula “El periodismo no es para nosotros” y enfatiza la distinción del escritor, su valor
específico dado por la exterioridad con respecto al periodismo y la academia, la
elección singular de un margen desde donde disparar a fardos de periódicos y papers,
como pose en el sentido de posición estratégica que no solo no se esconde sino que se
ostenta con placer; despejando malentendidos, niega “escribir en los medios” y aclara
que “yo digo que no, que escribo en mi piecita, y que ésos –los de El Porteño, los de
Vigencia, etc.- se limitan a publicarme” (196). Si la afinidad del escritor con el
periodista “no va más allá del acto mecánico de escribir”, ¿qué distingue al escritor y
confiere valor a su obra? “El escritor trabaja la lengua y la información sometiéndolas a
reglas fijadas de antemano por él mismo. El valor de su obra depende de la
originalidad de esas reglas y del rigor con que se haya cumplido su mandato desviante,
delirante” (197). La idea de la literatura como trabajo riguroso a partir de reglas
personales, y también el tono seguro con que se expresa la concepción del oficio de
escritor, son aspectos que podrían emparentarse con ciertas reflexiones de Saer en sus
ensayos; pero Fogwill se desvía de los desvíos de Saer (consagrado hacia la segunda
mitad de los 80) no solo en el afán “delirante” que lo acerca mejor a Laiseca o Aira,
sino también al concebir esas reglas como fijadas de antemano: más que de una teoría
negativa como la de Saer, Fogwill parte de una poderosa convicción que estaría en el
origen del modo en que se imagina como escritor y fantasea su obra. Los escritores
“no son profesionales” como los periodistas, la literatura no debe estar condicionada
por ningún factor externo a ella; la “gloria” es la única recompensa por “la tarea de
minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la
obra.” Valorado según parámetros de mercado, el escritor no existe, no tiene
profesión; y sin embargo existe y aparece en primer plano, inventando su espacio y su
figura, desde el margen y el engaño: “Soy escritor, una especie de chanta” (197).
El “destino mayor” que adjudica a su filosofía puede valer como programa parcial y en
proceso del novelista que eclosionará pocos años después: “Hoy, creo desde afuera,
llega el tiempo paradojal de la filosofía, que de herramienta para concebir
fundamentos se ha vuelto un arma para el combate contra todo fundamentalismo”
(19). Como en las escrituras de Vivir afuera o La experiencia sensible, el autor vuelve a
pensar y a interrogar “esos objetos de reflexión que aparentan ser datos inevitables.”
Ese destino mayor permite eludir, en estas “vísperas de lo mismo” de mediados de los
90, “el destino menor de la filosofía que impone a los filósofos la función de saber-para
(reproducir la institución que los sujeta) y dirige su discurso a ordenar y cimentar el
tono de la época: el conjunto de relatos que enmascaran el lazo social” (19). Como en
1984 a partir de declaraciones de Cormillot sobre la picana, Fogwill quiere ubicarse
fuera de “la corriente mayoritaria de opinión”, siempre cerca, incorrecta y
provocativamente, de “la corriente eléctrica” (60). De estos tonos seguros en su
declaración de exterioridad y marginalidad, peleando “contra todo fundamentalismo”
como el que detecta en Cormillot, va saliendo una imagen de escritor que en sus libros
gana las guerras, sosteniendo como único fundamento la propia astucia del interno
que escribe desde afuera.
El tercer movimiento del autorretrato coincide con la aparición de la que ha sido leída
como la gran novela de Fogwill, Vivir afuera; con motivo de la edición española de la
obra reunida por Mondadori, Fogwill arma su “Retrato” a partir del afán de ser
primero y de las variantes de la primera vez. Potenciando la memoria personal con un
“recuerdo todo” no exento de poesía (aunque alejado de Borges y su Funes), el autor
en vías de consagración enumera su “primera erección a los dos años”, “primera
bicicleta a los cuatro”, primeros patines a los cinco, primeros libros leídos a los seis,
“primera enciclopedia antes de recibir la comunión”, “primer éxito literario” a los
nueve... La entretenida anáfora “tuve mi primer” alcanza su cumbre en el “Tuve mi
primer revólver en 1951”; el arma del niño precoz que dedicó su infancia “a
desconcertar a los adultos” (21) permite pasar a las palabras, al prontuario del escritor
prolífico que dice haber sido prudente solo para publicar, y pasar luego a las mujeres,
los hijos, los diplomas, la obra, y allí, en primer plano, la imagen pública del autor que
sustenta esa obra con una poderosa primera persona: “Disparando contra fardos de
periódicos en un corredor de la casa, gané fama de tener permiso para hacer cualquier
cosa y de permitirme cualquier cosa: no es fácil explicar por qué no me maté, pero
desde entonces me consagré al cuidado de esa imagen pública” (29).
Variaciones de esa especie de chanta que escribe circulan por Los libros de la guerra
sosteniendo el protagonismo del autor; en particular en artículos de la primera mitad
de los 80, la guerra (como Malvinas en Los pichiciegos) pauta la inscripción de la voz.
Pero la guerra no se limita a 1982: se abre a la esfera pública devastada por la violencia
política y la barbarie cultural como saldo de la dictadura, y extiende la crítica a la
supuesta civilización de la primavera cultural alfonsinista. Escritos entre 1981 y 1984,
los textos de la sección “Guerras” exponen la fractura de la sociedad argentina,
actualizando las cicatrices de un período mucho más complejo de lo que indicaría el
término “transición” o luego “pos-dictadura”, sobre todo porque las heridas no han
sido solo políticas sino que violentaron la cultura, el entramado social, la vida cotidiana
y las identidades privadas. Patiño indica que la “transición” abierta en junio de 1982
(cuya complejidad Fogwill detecta en presente, al desmenuzarla en los artículos y
ficcionalizarla en la novela) continuó durante el desarrollo del proceso democrático,
concitando un más extenso “proceso de transformación de una fuerte matriz
autoritaria” cuyo origen se remontaría al menos hasta 1930:
Fogwill entabla sus guerras de los 80 contra las variantes de esa matriz autoritaria,
focalizando en microcontextos de la esfera pública dañada y en la necesidad de
repensar los vínculos entre cultura y política. Antes de pasar a la micropolítica, la
mirada sobre la guerra lanza una crítica, global y tajante, contra el anacronismo de las
Fuerzas Armadas del Cono Sur, que han “involucionado a funciones policiales y
semiaduaneras” (38), diseñadas “según el modelo europeo de comienzos de siglo [XX],
aptas para vencer al Paraguay y a los Pampas, para perder en guerras limitadas con la
OTAN y para ejercer una administración torpe, soberbia y elitista” (39). Pero la acidez
no cede con la caída del gobierno militar, y en 1983 detecta la barbarie que continúa
en la sintaxis de Herminio Iglesias y, disfrazada de civilización, en los cánticos
correctores de los “chicos radicales” que “llevan bien adentro metida a una maestra
sarmientina”, e ironiza trastocando el horizonte de expectativas bienpensantes:
“Ahora que hay democracia y estamos todos unidos para construir algo, el columnista
puede interrogar al lector democráticamente, sin miedo de ofenderlo” (40). En El
Porteño Fogwill mantiene un espacio periodístico/literario de disidencia, desde donde
combate la “prosa radical” de Gorostiza, “el Dr. O´Donnell” y los “estrategas de
marketing del Dr. Alfonsín” (42-43). En 1984 corona esos embates en una polémica con
un “periodista” de Revista Libre, Enrique Vázquez, quien, contra “los voceros de la
cultura marginal y proclive al ultraizquierdismo” que cuestionan la falta de un proyecto
cultural del gobierno desde “la revista seudo-underground El Porteño”, exhibía los
nombres de Luis Gregorich y Santiago Kovadloff como pruebas del mentado proyecto
cultural. Los múltiples dardos de Fogwill contra lo que reúne como “cultura vigilante”
pueden resumirse en la crítica a la política cultural del alfonsinismo como un proyecto
cirquero y populista, que carece de “una concepción de la cultura” y que continúa la
gestión económica del gobierno militar anterior; en esos rasgos y otros como el
oportunismo y la improvisación, “una cholula concepción de la cultura” con “el
predominio de figuras del show-business”, el ojo crítico anticipa la sociedad de los
medios y el espectáculo y marca una continuidad que será más visible, y cínicamente
ostensible, en la década del 90:
Desde las críticas a lo que Fogwill nombra/destroza como stalinismo radical (“la
concepción del trabajo intelectual como una tarea de funcionarios”, 75), se abren otras
zonas de la misma guerra permanente del Yo. Con la mirada expandida sobre la cultura
y por fuera de su centro, como el narrador que dirige el coro polifónico de Vivir afuera,
detecta enclaves de pensamiento que heredan parámetros valorativos y hábitos
culturales de la dictadura: las hipocresías en torno al aborto, focalizando en los
hombres y su poder o impotencia para “sostener la vida” (48); la picana, como buen
negocio de la sociedad tecnológica, continuada en la amplificación electrónica del
sonido en el rock (51-52); los mencionados dichos de Cormillot sobre la humanidad de
los torturadores, invisible amenaza de “volver a la picana, a los campos de
concentración, a la monstruosidad inhumana, al pus de fondo” (59); la “herencia
semántica del proceso” (ficcionalizada productivamente en las novelas del cambio de
milenio), en palabras como “democracia”, “dictadura”, “desaparecidos”, “represión
cultural” (64-65); los problemas del testimonio y la representación pública del dolor,
también en esto anticipando estructuras de sentimiento que serán posibles hacia
mediados de los 90, criticando el Nunca más y la “Comisión Sabato” porque
“marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana” (79);
el negocio editorial en torno al “teleteatro del horror” (71), crispándose especialmente
contra Giussani y Bonasso (85, 87); en esa línea, la furibunda crítica a Montoneros, y el
intento pionero y polémico de intervenir sobre la recepción de Rodolfo Walsh y
rehabilitar su figura, salvando su obra del esquematismo político (la Carta a la Junta
“como un documento montonero”) y ubicándolo como escritor que ha inventado un
género, la “novela-verdad”, cuyo valor queda a salvo de la “narrativa-mentira” de
epígonos como Bonasso (76-77). Conectando la literatura con el campo cultural, con la
sociedad y con la vida, el pasado inmediato es actualizado por este ojo crítico que
circula por el presente: con matices, maquillajes y nuevas intensidades o liviandades,
las guerras de los 90 siguen librando combates abiertos en los 80 tras la debacle social
y el horror dictatorial, y el término fácil “pos-dictadura” falsea la evidencia de
continuidad por otros medios; el gesto anticipatorio es reactivado retrospectivamente
en la compilación de 2008, en momentos de oficialización de la memoria de la
dictadura.
Abriendo otra línea de fuego desde la trinchera egocéntrica, el articulista pasa a “Los
libros” sin cambiar de registro, como extensión del mismo campo en que se libran las
guerras. En 1981, con tono de sección “Espectáculos” aplicado a sección “Cultura”,
“Jardín de letras robadas” coloca la mirada sobre el campo literario detectando en su
sistema valorativo los parámetros del espectáculo y el marketing, mostrando que (a
diferencia de la literatura) la prensa “necesita tratar el hecho literario según el único
paradigma que el periodismo sabe procesar: el orden”, en consonancia con la industria
cultural que “presenta sus productos jerarquizados según ranking” (95). En gesto de
editor, como el practicado en Tierra Baldía (la editorial a la que destinó el premio de
un concurso literario a principios de los 80, en una escena fundante de la imagen,
conectando literatura y mercado), Fogwill recupera la existencia de buena literatura no
publicada o de circulación marginal, denunciando de paso el estado de sordera del
campo literario argentino: “al público no le gusta escuchar lo que la gran poesía de su
tiempo está tratando de venir a decirle” (98). Pasando su canon de contrabando
(Laiseca, Peyceré, Carrera, Aira, Lamborghini, Zelarayán, y algunos otros a tono con el
breve catálogo de Tierra Baldía), Fogwill se ubica en el centro de la escena para
declarar la elección del margen, e imponer nuevos valores o un disidente sistema de
valoración.
El gesto de lector anticipado, que percibe el cambio en las coordenadas del gusto
literario mientras el cambio sucede, se da particularmente a comienzos de los 80, en
momentos de intensificación de las intervenciones periódicas ante una esfera pública
que sigue en crisis aunque su gran tema sea la recomposición. Contra “la supersticiosa
ética del lector” con que Borges sancionó los modos de leer en 1931 (y corroborar que
Borges se anticipa en 25 años al estructuralismo francés y su lectura del formalismo
ruso ya es, pelea Fogwill, un “deporte nacional”), el lector marginal postula la
refundación de Leónidas: “En la década del cincuenta Leónidas Lamborghini replantea
la estética local” (131). Por motivos visibles en los mecanismos formales y los focos de
desvío practicados en poemas de El efecto de realidad o en cuentos de Mis muertos
punk, Fogwill prefiere Literal a Crisis en momentos en que “se ha vuelto una suerte de
obligación reconocer a Crisis”, porque “como diría la revista Literal, la realidad es una
compañera de baile que no bien se la abraza deja de ser vista” (132). En 1983, en
“Ajuste de cuentas entre escritores”, Fogwill elige como blanco a Noemí Ulla para
mostrar la mala conciencia y la hipocresía disimuladas en concepciones anacrónicas
del sistema literario argentino. Desde afuera como siempre, aunque sosteniendo sin
disimulo su propia “estrategia de promoción”, revisa currículums/prontuarios que le
permiten diferenciarse y destacar la propia “política cultural” practicada entre 1976 y
1983, cuya elección del margen distaba de ser, como acusaba Ulla, “oportunista”:
mientras “ella grababa sus intercambios con Silvina Ocampo e insertaba sus notas en la
´política cultural` de un matutino fundado bajo el amparo del Proceso”, “yo producía
mi obra” y “difundía” a Aira, los Lamborghini, Perlongher (108).
Si un escritor como Saer, consagrado desde fines de los 80, establece, con creciente
rigor hacia el cambio de milenio, las distinciones apropiadas entre el valor específico
del arte y el relativismo posmoderno, un escritor otro como Fogwill (marginal en su
programa, también consagrado hacia la década actual), detectando el mismo
problema desconfía de las soluciones modernas, negativas, autonomizantes, porque
desconfía de las soluciones y del canon, e integra las determinaciones heterónomas en
su ficción, en sus reflexiones culturales-literarias, y especialmente en la construcción
conciente y sostenida de una imagen de escritor. La compilación de 2008 afirma la
autoridad del escritor déspota pero anti-totalitario, otorgando coherencia a los
papeles pasados que cobran inopinada candencia, volviéndose productivos en la
estrategia de autor-peleador para imponer, en la coyuntura post-autónoma, nuevos
valores y un espacio de trabajo coincidentes con su imagen pública; hasta hoy Fogwill
encara lo que en 1983 definía como “la práctica profesional del escritor con relación a
los ejes del poder en su frente literario: la patronal editorial, el estado censor y su
instrumento, la prensa cultural, y las ideologías dominantes representadas, frente la
mesa de escribir, por la demanda del mercado de libros” (117). En esa línea,
recuperaba la lectura de Asís de “la envidia de sus pares” y “la descalificación de la
élite académica”, en un gesto defensivo de otro que era a la vez ofensivo contra las
instituciones y afirmativo de sí, del autor y de su proyecto, que a su modo también
integra el “componente mercantil” como “parte de la operación ficcional”, y cuya
“legibilidad depende del consenso a la autoridad del narrador” (116).
Los narradores de las ficciones de Fogwill, como las voces que en sus poemas juegan
con el aire y el ritmo, comparten con las inflexiones del “Yo” en Los libros de la guerra
la confianza en el poder anti-estatal de la literatura, en su capacidad, que la vuelve
socialmente necesaria, de nombrar el deseo y lo prohibido: “Los humanos,
humanizados por la prohibición, son sujetos de una pasión que no tiene nombre. La
literatura viene a llamarla” (199). En 1982, en la estela de Literal y los Lamborghini,
afirma su concepción del oficio y del campo del escritor, con algunas pautas personales
que no alcanzan a hacer programa: “siguiendo su ley, el sistema literario, que es
ficcional, hace lo suyo: finge, distrae, falsifica” (199). Esos poderes de escritor fingidor
y marginal implican la posibilidad, extraña en su momento, de que la literatura ostente
una función social; exageradamente, desde el atípico margen de La mañana del
Hospital, en 1982 el sociólogo devenido escritor afirma que puede haber sociedad y
civilización sin medicina... “Pero no puede concebirse una sociedad sin literatura –oral
o escrita- porque sin ella, al cabo de unas pocas generaciones se perdería el lenguaje,
la persuasión, y las emociones que guardadas en los mitos, los dichos y los libros, se
transforman en metas que orientan a la gente a trabajar en la dirección imprescindible
para cada sociedad” (211-212). Como practicará persuasiva y combativamente en sus
libros durante las dos décadas siguientes, la literatura para Fogwill “es un saber en
acción que sólo puede ser ejercido, no adquirido” (212).
La primera persona en los libros de Fogwill es siempre Fogwill, el autor que ostenta un
saber corrosivo, el de las palabras prohibidas en sociedad, el de la contra-corriente que
desarma el sentido común y las creencias compartidas, y lo pone en acción desde
diversos registros (poesía, cuento, novela, artículo de opinión, entrevista). El autor
expone su subjetividad y desde ella indaga las opiniones que recorren las palabras de
su tiempo y lugar; atiende al presente para leer fragmentos del pasado, y así mantiene
al pasado presente, abierto como campo de batalla en que se dirimen conflictos
actuales. A tono con la coyuntura pública de la primera década del siglo XXI,
interviniendo sobre los matices argentinos del furor memorial, Los libros de la guerra
reflexiona en presente sobre las propias reflexiones escritas a partir de Malvinas, y lo
hace de un modo tajante y honesto, cruzando las violencias públicas con posturas
personales, con valores, saberes, deseos y poderes dichos en primera persona. La
memoria permite vivir en el presente al poner en acción un saber, siempre parcial y
subjetivo, sobre el vértigo inducido desde la economía, la tecnología y la industria
cultural triunfantes. El gran yo de Fogwill es el activador de esos saberes
decepcionados del saber moderno por totalitario, desconfiados del pensamiento
único, resistentes al sentido común y las comodidades de lo correcto.
El libro de los libros, balance auto-referencial de la vida útil del escritor, parece
recorrido por el afán (y el poder del cual el autor se considera digno) de provocar la
manifestación de una verdad; eso intenta realizarse a través de la continuidad y la
unidad sostenidas por el sujeto que escribe, el montaje que arma la primera persona a
lo largo del libro, lo que en la sección “Cuadros” valora como “un continuum sin cortes
entre guerra, política, comercio, amor; sin discontinuidades entre querer, saber, deber,
poder; ni entre amor y pasión, ni entre embriaguez y sobriedad, y quizás ni entre uno y
todos. ¿Cómo poder decirlo?” (368). Poder decirlo, o afirmar haber dicho lo que otros
no decían: el decir de Fogwill es practicado como un poder cuyo único soberano es el
autor, en condiciones públicas de sorderas democráticas agravantes del silenciamiento
dictatorial. Con la eficacia simbólica de un saber que actúa sobre el presente y se
anticipa al futuro, los libros son armas disparadas contra fardos de palabras superadas,
en las nuevas guerras que nombra el “Yo” contra la vigilante prohibición del deseo, con
la potencia de un lenguaje que ya no quiere ni puede bailar con la realidad.
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