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La imposición de valor en primera persona.

Aproximaciones a la imagen de escritor en Fogwill desde


Los libros de la guerra

Luppi, Juan Pablo


pabloluppi@hotmail.com

Debía armar las historias como si tras ellas hubiese una novela,
cuyo personaje central era yo. ¿Quién sino yo?
Fogwill, “Fuentes”

Para un escritor creo que todo es parte de la obra.


También la elaboración de su imagen pública.
Fogwill, Los libros de la guerra

Hacia fines del siglo XX parece establecerse un consenso crítico que postula, en
palabras de Andreas Huyssen, que las sociedades occidentales han realizado, desde
fines de la década del 60 y con especial fervor hacia los 80, un “giro hacia el pasado
que contrasta de manera notable con la tendencia a privilegiar el futuro” que había
dado el tono a la modernidad hasta las primeras décadas del siglo; la memoria aparece
entonces como preocupación central de la cultura y la política, desplazándose el foco
“de los futuros presentes a los pretéritos presentes” (2002: 13, 20). Las pasiones, los
cuerpos y las voces que atraviesan los discursos culturales durante los primeros años
de la primera década del siglo XXI parecen crispar ese movimiento o cristalizarlo en su
repetición, conformando una tonalidad pública que tiene menos de comienzo que de
agotamiento y balance, y que proyecta memorias que parecieran resignar el presente y
la imaginación del futuro, en beneficio de pasados que, monumentales o catastróficos,
se construyen inevitable y polémicamente desde el momento actual.

Ese contexto de furor memorial se conecta, en Argentina y otros países


latinoamericanos sometidos a dictaduras militares desde los 60 y hasta bien entrada la
década del 80, con conflictos locales en torno a la construcción de memoria de las
violencias públicas y privadas. En el campo cultural argentino, numerosos libros que
compilan artículos aparecidos durante las dos últimas décadas del siglo XX en revistas
intelectuales y suplementos de diarios, actualizan algunos ejes de debates públicos
surgidos durante la larga pos-dictadura, en especial sus muchas zonas silenciadas o
pasadas por alto, verificando un continuismo de la violencia estatal y de mercado en
las décadas del 80 y 90 que obliga a redefinir nociones como la de pos-dictadura.
Valgan tres ejemplos que agrupan intervenciones fechadas entre el declive del
gobierno alfonsinista y el final de la década menemista, cuyas zonas de discusión se
relacionan con las que analizaremos en Fogwill: en 1999 se publica Micropolítica de la
resistencia de Eduardo Pavlovsky, en 2000 Menemato y otros suburbios de David Viñas,
y en 2001 Tiempo presente de Beatriz Sarlo (quien en 2005, con Tiempo pasado,
amplía el foco a la discusión teórica en torno a la “cultura de la memoria” y el “giro
subjetivo”). Las tres compilaciones abordan problemas de la esfera pública y la política
cultural a partir no tanto de las estructuras de análisis de las disciplinas en que han
trabajado los autores, sino más bien desde el tamiz de los propios recorridos y
lecturas, desde la subjetividad que ha firmado las notas y autoriza el libro. Como
señala para su propio caso Oscar Terán, en la “Presentación” de otra compilación que,
desde el título, aborda intensa y subjetivamente las ideas que producen, con la eficacia
de lo simbólico, la realidad de las últimas tres décadas (De utopías, catástrofes y
esperanzas. Un camino intelectual, 2006): “la reflexión surge del entrecruzamiento de
posturas personales y coyunturas públicas” (9).

Lo que Terán llama “matriz rememorativa” (2006: 186), instalada en el clima


sociocultural de principios de siglo, implica la obligación de volver sobre el pasado
inmediato, en particular las dos décadas anteriores, como arduo retorno a lo que el
discurso periodística y políticamente correcto reduce a “los violentos setentas”.
Compilaciones como las mencionadas evidencian que ese movimiento hacia atrás se
realiza desde un presente en el cual se comprueba la dificultad de abordar el pasado,
dada su persistencia y continuidad, con el agravante de que las crisis y las violencias
aumentan y cambian de forma. En el espacio intelectual argentino del cambio de siglo
se extiende la premisa de ver el presente con claridad aunque se reconozcan los
obstáculos para esa visión, no sólo por la aceleración de las transformaciones
inducidas desde la economía, la tecnología y la industria cultural, sino también, de
modo crispado en las sociedades latinoamericanas, por los traumas privados y
colectivos heredados de las dictaduras. Como detecta Terán en una entrevista de 2000
integrada en el libro citado: “Estamos ante una sociedad incomunicada, estupefacta,
fragmentada, privatizada. (...). Es que estamos en medio de la polvareda... Es como un
edificio que implosiona, se derrumba y sólo vemos la polvareda. Y esta polvareda es
informe; no sabemos qué va a quedar sobre el escenario cuando esto decante” (142-
143).

Surgido como libro de la persistente polvareda del espacio público argentino de las
últimas tres décadas, Los libros de la guerra (2008) actualiza la mirada que ha
observado distintos presentes con afán anticipatorio, y relee el pasado argentino
reciente sin intenciones edificantes, proponiendo al futuro una historia que, como tal,
es siempre disolvente y corrosiva (cf. Terán, 2006: 74). El libro de Fogwill exacerba el
gesto compilatorio de “artículos de crítica cultural de la pos-dictadura”, abarcando
entre 1981 y 2007 una variedad de problemáticas resumidas en eficaz enumeración de
catálogo por la contratapa (“Poesía, festivales, divorcio, aborto, sionismo, guerra,
nuevos autores, universidad, estado, dictadura, democracia, sexo, lucha armada,
tendencias, drogas, medicina y música popular”) y, también destacado en contratapa
(ya vuelto cliché de la imagen de Fogwill), considerando esas múltiples reflexiones
sobre política cultural como “parte indiscernible de la estrategia de imposición de una
figura literaria”.
Como en solapas y contratapas de libros anteriores del autor, esta compilación
presentada como libros de guerra (mis libros de mis guerras) promete una figura de
escritor incorrecto, hostil, que incomoda; desde el pronombre seguro (“Yo”) que
ordena los textos del primer capítulo pero podría abarcar todos, Fogwill enfatiza la
presencia de una voz que orienta la heterogeneidad de los campos abordados,
ampliando también aquí un gesto que recorre, con distintos matices, las otras
compilaciones mencionadas: la recuperación intelectual del espacio de subjetividad,
en conexión con la autonomía del pensamiento crítico y con la pérdida de hegemonía
de la política, en palabras de Sarlo, como “fundamento de la práctica intelectual”
(2001: 209). Desde sus comienzos en poesía y cuento, Fogwill expone una subjetividad
de escritor sin la cual no hay escritura posible; en este libro de libros y de guerras, o de
libros como guerras, consagra su propio gesto sin la contención de la ficción o la
poesía, y sustenta un pensamiento crítico y peleador en la construcción de esa imagen
como fundamento imposible, irrisorio, de su práctica intelectual. Caída la política,
privatizada la esfera pública, y asumiendo que la autonomía es siempre relativa, la
verdad asediada en estos ensayos deviene ficciones posibles, modulaciones
personales, matices de un mismo “Yo” que a lo largo de los años va dando forma a la
propia voz como una verdad pública.

El “Yo” de Fogwill construye su espacio de intimidad incrustándose con decisión en una


esfera pública en declive, produciendo zonas de crispación por debajo de una
superficie cerrada; a la vez, genera un espacio específico donde suene su voz
asumiendo la relatividad de toda autonomía en el estado del arte hacia fines del siglo
XX. Esta auto-figuración se legitima no desde el saber tradicional, moderno y
especializado, sino desde saberes y habilidades en la práctica de los más diversos
oficios, que pueden resumirse en uno: el de escritor, entendido en sentido amplio,
abarcando las funciones de poeta, editor, narrador (la de novelista será afianzada a
comienzos de la década actual), y aún las de sociólogo, profesor universitario,
publicitario, empresario, estudiante autodidacta de variadas disciplinas, en fin, nichos
de especialización difusa y personal a los que el escritor, a diferencia del periodista y
del académico, tiene acceso y lo ostenta.

El Fogwill biográfico accede a todos los oficios, como un raro equilibrista que se acerca
al poder estatal y sus beneficiarios desde los poderes de la lectura y la escritura, y el
autor ficcionalizado en esa escritura acompaña el movimiento, practicando el derecho,
entendido como poder, de exagerar, inventar, versear, delirar, buscando los márgenes
para desestabilizar el centro. El lenguaje literario del articulista provocativo elude las
limitaciones del anclaje periodístico en el presente y prefiere la potencia de la
anticipación, definiéndose como escritor en tanto no “pertenece” a los medios como el
periodista, con el cual la afinidad “no va más allá del acto mecánico de escribir”.
Pasando clandestinamente su canon por la aduana oficial (y desviando en 1984 al
máximo aduanero, Borges), destaca que, de los “escritores que prefiero” (Carrera
hacendado, Peyceré médico, Aira especulador de Bolsa, Filloy juez jubilado, Saer
profesor de letras) “sólo Arlt, Borges y Gelman figuraron un tiempo como periodistas”
(Fogwill, 2008: 196). Y el desvío de la tradición en la construcción de la imagen, con el
gesto irreverente hacia la autonomía y el valor estéticos, queda condensado y vale
como definición provisoria del “Yo” que ordena los libros de su guerra: “La escritura
tiene más en común con oficios de asceta religioso, playboy, linyera, preso o loco que
con la profesión de periodista” (196-197).

Un “Yo ya lo dije” recorre las intervenciones sobre la multiplicidad de temas que


propone la coyuntura argentina, como parte de esa construcción en que el escritor, a
la manera de un Sarmiento leído desde esquemas posteriores, practica la literatura por
más que publique en la prensa. Así, en 1984 estampa al gobierno radical una de las
críticas que será apenas perceptible hacia fines de la década y no tan clarificada hasta
que se compruebe el fracaso de las políticas menemistas: “Ya al décimo día, en una
nota sobre la cultura radical, señalé que por inercia, o por verdadera convicción,
asistíamos al continuismo del último gobierno militar” (62). El “Yo lo dije/hice antes” se
aplica no solo a la coyuntura política y cultural, sino también a las faenas periodísticas
del escritor, afirmando el lugar ganado en el campo literario: en “Nota del autor”
agregada en 2008 a un artículo de 1982, Fogwill marca terreno retrospectivamente y
se declara innovador en el modo de puntuar las notas, condenando a Rodrigo Fresán al
estrago del epígono (193).

Lo que Fogwill llama “libros de la guerra” deviene terreno fértil para la escritura y su
inseparable imagen de escritor, inseparables a su vez de la conflictividad social; las
intervenciones en la prensa periódica, atentas a la coyuntura y proclives a la polémica,
permiten mantener abierto el conflicto sociocultural en diversas facetas. Con su
escritura agonal, que elige rivales para mejor nombrarse a sí mismo, divertidamente
auto-reflexiva y preocupada por las relaciones entre el oficio de escritor y la cultura
democrática e industrial orientada por la economía, Fogwill detecta los clivajes
mentales individuales y colectivos propiciados por la dictadura que persisten en la
actualidad, y los aborda desde el soporte periodístico en que ambas instancias, la
escritura y la cultura, lo privado y lo público, se cruzan. Las guerras del escritor -contra
el Estado, su monopolio de violencia y sus pactos de poder con actores
socioeconómicos fuertes, contra el estado de cuestiones y debates públicos, y contra
el estado del canon y la crítica literaria en su país- se despliegan en la zona fronteriza
entre la crítica cultural y la opinión periodística, recurriendo a herramientas librescas y
categorías de sociólogo puestas a funcionar literariamente, de otro modo que en las
ficciones, con otra libertad (la de la opinión propia en el artículo de prensa). En el cruce
peligroso entre literatura y cultura (democrática y de mercado), se instala una mirada
sarcástica sobre el “salón literario” entendido como “figura del lenguaje” como podría
ser “la city” (110). Desde allí lee, a mediados de 1983, la recepción de Asís, lo que
llama “el Peguémosle a Asís”, como “uno de los entretenimientos favoritos del salón
literario”; auto-citándose como “el analista Gil Wolf” que lo dijo antes, interviene en la
trifulca para, lejos de sostener la autonomía literaria frente al mercado, recordar “la
importancia de las críticas precoces como factor dinamizante del marketing editorial” y
la posibilidad de reflexionar, siendo escritor, sobre “la influencia del marketing librero
en las estrategias de la imposición de los valores literarios” (113).

Los libros de la guerra, inventado a partir de una idea de editor a la cual responde el
autor, asume y desarrolla plenamente estrategias escritas de imposición de valores. La
intensificación del género “compilación de artículos” está orientada por ese
movimiento: consolidarse como el escritor que vio y dijo en presente la realidad
confusa y tapada, el que pudo leer lo actual como si fuera pasado y mantener su
corrosión, el que pone un saber en acción e impone valores a título personal, ajeno a
lo edificante. Como ficcionalmente en Los pichiciegos (1983), extremando en el
registro del ensayo aquel mito de escritor potente, Fogwill propone la escritura como
intervención política en presente y envíos anticipatorios al futuro. De ahí la
importancia de fechar los textos: el libro recorre veintiséis años (con particular
concurrencia en la zona media de los 80) y agrega el presente, enero de 2008, como
fecha de la compilación, del ordenamiento por secciones tituladas y del prólogo.

En los títulos y particularmente en el prólogo está el autor en presente, colocándose a


la par del editor en la proyección del libro, que siempre es proyección de mercado, y
remedando en desvío, en la defensa anticipada de la imagen y de lo dicho, el “Arte de
injuriar” borgeano (“la honesta prevención de los vigilantes de Scotland Yard”:
“cualquier palabra que pronuncie podrá ser invocada en su contra”; Borges 1953: 145):
“Garamona es el editor de Mansalva y su catálogo fue un argumento decisivo a la hora
de ponderar riesgos y beneficios de la publicación de tanto que dije y de tanto que,
como en las series policiales, podrá ser usado en mi contra” (6). El prólogo se abre con
el aviso del escritor fértil que escribe más de lo que publica, que ha dejado afuera más
de la mitad de “mis intervenciones de prensa”, y estimando que estos últimos
veinticinco años pueden dar cuenta de lo que Sebald considera la “vida útil de un
escritor” (5): el autor abre su libro con la satisfacción de la compilación y el balance,
como auto-celebración de la productividad y establecimiento retrospectivo de una
obra. Ese movimiento condensador se apoya en el afán anticipatorio que, a partir de
una mirada lateral y polemista sobre la coyuntura, da coherencia a la contundente
imagen discursiva del yo. Es el gesto de autoridad sobre la verdad de la propia ficción,
que alcanza formulación privilegiada en la primera persona que graba a Quiquito en
Los pichiciegos, y que puede rastrearse en cuentos de fines de los 70 y principios de los
80, como “La chica de tul de la mesa de enfrente”, “Muchacha punk”, “Fuentes”, “La
probabilidad de los textos”, o “El hilo de la conversación” donde el narrador
borgeanizado afirma que “lo digo porque manda Fogwill pero no iba en mi historia”
(1982: 86), y emblemáticamente “La larga risa de todos estos años”, con su narradora
escritora que escribe lo que leemos mientras lo leemos y que recibe de su enamorada
el vituperio auto-paródico “¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que
escribís...!” (1983: 23).

La escritura es el sujeto que escribe, y Fogwill lleva al máximo la explicitación de su


subjetividad escrita. Puede abordarse la construcción literaria de esa gestualidad
desde la complejidad que Gramuglio ha propuesto al campo crítico en su ensayo de
1992, “La construcción de la imagen”: se trata de ver “cómo el escritor representa, en
la dimensión imaginaria, la constitución de su subjetividad en tanto escritor, y
también, más allá de lo estrictamente subjetivo, cuál es el lugar que piensa para sí en
la literatura y en la sociedad.” Ingresan allí zonas problemáticas como la relación de un
escritor con sus pares, con la tradición literaria y los temas y lenguajes que ésta le
provee, con sus modelos y precursores, o su “actitud frente a los lectores, las
instituciones y el mercado” (el “lugar en la literatura”), además de su vinculación con
instancias “funcionalmente ligadas a lo literario pero regidas por otras lógicas” (el
“lugar en la sociedad”) como “las luchas culturales, la vinculación con los sectores
sociales dominantes o dominados, con los mecanismos del reconocimiento social, con
las instituciones políticas y con los dispositivos del poder” (37-38).

Ambos lugares ocupa Fogwill a la vez, violentando la distinción, ubicando su escritura


en contacto con la vida social, entramando su imagen de escritor con la tradición
literaria y con la sociedad contemporánea. Desde los comienzos de su proyecto
literario encara resueltamente esa doble construcción, integrándola en la práctica de la
escritura poética y narrativa, y tornándola persistente y definitoria en una obra de
novedosas resoluciones en cuanto a la imaginación de su lugar literario y social. En su
presentación en sociedad, hacia principios de los 80, a través de instancias
consagratorias del mercado literario (premio en concurso-emprendimiento editorial),
se ubica primero como poeta, amigo/discípulo de Osvaldo Lamborghini, y luego
cuentista con fuerte y variable presencia autoral, como mencionamos, en las
estructuras narrativas de Mis muertos punk (1980), Música japonesa (1982) y Ejércitos
imaginarios (1983), que se irán repitiendo en libros posteriores hasta la plena vigencia
adquirida en la compilación selectiva de 2009 (Cuentos completos). En esos primeros
libros de cuentos, desde un híper-narrador fuerte que oscila entre el plano real y la
imagen virtualmente representada en la ficción (imagen amplia, masculina aunque
oscilante, incluyendo un travestismo en pleno desarrollo escénico en “La larga risa de
todos estos años” de 1983, que opera en la voz narrativa el cambio que un jarabe
producía en el cuerpo de la narradora de “Memoria de paso” en 1979), Fogwill
polemiza al menos con dos zonas controvertidas del espacio público contemporáneo:
la tradición literaria argentina, o el canon establecido hacia principios de los 80 y los
debates que irán emergiendo en la segunda mitad de la década; y la mirada exterior
sobre los argentinos, apostando a una referencialidad coyuntural tamizada
irónicamente por la sociología, alrededor de la marca vergonzante de Malvinas. Los
libros de la guerra viene a sostener la vigencia de aquellos embates, a renovar la
propia palabra pasada y presente, celebrando el gesto de haber visto lo actual con
lucidez y haberlo dicho primero: “porque manda Fogwill”.

La imposición de valor en la construcción de la voz y la imagen implica una apuesta


constante por un contra-canon argentino. La presencia de Osvaldo Lamborghini, varias
veces explícita y muchas otras alusiva, recorre los primeros poemas y cuentos, y se
observa también en la textura poética y los juegos con rimas en varias zonas de los
artículos (prefiriendo el sonido para hacer proliferar el sentido), además de la
referencia en 1983 a El fiord como fractal en relación con Los Soria de Laiseca (cf.
2008: 122). Lamborghini funciona como el reconocido “maestro” en cuya inopinada
cátedra se aprende y al que se supera, como cifradamente en “Efectos personales”: “Él
podría explicar mejor que yo todo esto. No. Tal vez ya no: aprendimos” (Fogwill, 1980:
84). También está presente Borges en los primeros cuentos de Fogwill, aunque el
reconocimiento es reticente, burlón, con narradores compadritos en irrisorio estilo
criollista (“El hilo de la conversación”, “Sobrevivencia”, “Fuentes”) o con el merodeo
por cierta sociabilidad y sensibilidad del grupo Sur (“Méritos”, “Testimonios”) sobre
cuyos bordes seguirá rescribiendo hasta “Help a él” (1985) con afán destronador y
contra-canónico. La aparición de Los conjurados le permite en 1986 matar a Borges
también en la literatura, y rescatar lo que la crítica consagratoria pasará por alto: ubica
el último libro borgeano en la serie, iniciada con El hacedor, de “compilación de libritos
breves (...) sin más unidad que la que aportan la identidad del autor y el limitado
repertorio de lugares temáticos en los que prefirió acotarse”, e indica la fórmula que
“un primer Borges” obtuvo de Whitman a principios de los 30 (cuando se agota para
Fogwill la vanguardia de Borges): “se trata del personaje autor que mediante recursos
ficcionales se va construyendo a través de una obra, cuyo valor se sostiene solo por el
respaldo del autor real de la ficción” (2008: 153). Puede decirse que de esa imagen de
Borges (y de su intervención literaria que implica una política cultural, ejemplarmente
operada con la aparición de “Pierre Menard” en Sur) hay bastante en la construcción
de imagen de escritor que acomete Fogwill y en el respaldo con que se confiere valor a
sí mismo, a través de sus primeros poemas y cuentos, y a través de los artículos de
escritor aparecidos, a la manera del primer Borges, en la prensa (junto con crecientes
entrevistas en las que, a la manera del último Borges, Fogwill se mueve con dominio y
solvencia, aunque sin falsa modestia).

Heterogéneos y de repertorio temático en apariencia amplio, los libros de las guerras


de Fogwill son todo lo contrario de “libritos breves”, aunque, como Borges en sus
“libritos breves”, mantienen con fuerza la unidad que aporta la identidad de autor,
lanzada sin embargo a destruir la canónica borgeana (como a su modo Saer hacia los
70, en diversos ensayos y en especial en el dedicado a El hacedor): desviando por los
márgenes los valores desechados por “la política de Borges en tanto aduana-cultural”,
afirma la posibilidad de seguir escribiendo, en la Argentina de los 80, a pesar del
maestro-aduanero: “no hay política cultural posible en la Argentina que no comience
por desmitificar la figura venerable de su Maestro, aunque sólo sea para poner a
funcionar en la producción de cultura lo que se pudo haber aprendido de él” (109).
Declarando su aprendizaje de Lamborghini mejor que de Borges, Fogwill desde sus
comienzos recupera para sí la potencia de una identidad de autor, pero se desvía de la
tradición intentando mejorar el gesto al quebrar los límites del repertorio y, no en
menor medida, al componer una figura de escritor que desestabiliza el campo al
travestirse en asceta, linyera, preso o loco.

Por allí pasará su búsqueda de novelista, anti-borgeana, y la afirmación de otros


realismos (los de Lamborghini, Aira o Laiseca) junto con la posibilidad (en la estela de
revistas como Sitio y Literal antes que Los Libros o Punto de vista) de instalar la política,
la cultura y los hábitos de consumo en el lenguaje. Con personajes que “comparten
prácticas sociales, culturales y económicas que suceden de acuerdo a la lógica vigilante
del consumo” (Vázquez, 2009: 21), Vivir afuera (1998) marcará, junto con las novelas
que aceleradamente le siguen (La experiencia sensible y En otro orden de cosas en
2001, Urbana en 2003), la consolidación de Fogwill como novelista, en una línea
coherente con la imagen de autor extendida en Los libros de la guerra, animada por lo
que Vázquez detecta en La experiencia sensible como “una sincronía entre el futuro,
proyectado a partir de los hechos del pasado, narrados desde un presente incierto, y el
presente de la lectura” (29). Como la construcción de “él”, personaje sin nombre
identificable con un “nosotros” en En otro orden de cosas, la configuración de autor se
practica en combate con el proyecto (des)identitario del Estado dictatorial continuado
e incrementado por el mercado neoliberal, asumiendo la identidad argentina como
“una construcción que resulta de la manipulación colectiva e individual de la voluntad,
llevada a cabo por la industria cultural, y cuyo origen es preciso buscarlo en la última
dictadura” (Vázquez, 2009: 22). En fin, las novelas del cambio de milenio (publicadas
entre 1998 y 2003) están recorridas por estrategias narrativas diversas cuya elección,
como retrospectivamente las del “Yo” discursivo que controla los artículos
periodísticos desde 2008, “textualiza la conformación del campo literario y del lugar de
enunciación del escritor” (20).

Los libros de la guerra opera una renovación-consolidación de la imagen de escritor


que, textualizando el lugar de enunciación y el estado del campo literario y del canon,
pauta la obra de Fogwill: un “Yo” provocador y polemista, contra-canónico, que asume
plenamente las funciones sociales de la literatura aceptando en parte la caída de su
autonomía, y diversifica los embates contra la “cultura democrática” de la pos-
dictadura. El autor está en primer plano, puesto en vinculación con las guerras
encaradas, los libros leídos en los márgenes, los propios libros publicados e inéditos,
las ideas borradas, las preguntas respondidas; guerras, libros, preguntas e ideas
comparten un mismo sujeto que las enuncia a su antojo enunciándose detrás,
anunciando la primera persona potente que ordena los textos, prologa el libro y circula
con desenfado por Los libros de la guerra. ¿Quién o qué es este “Yo” que escribe?
Como Laiseca, para Fogwill en 1982: “Es un nada: escribe” (103). Pero además, siendo
un nada, y aceptando con desafío que en términos económicos “ser escritor es
fracasar en la vida”, el que escribe pretende ser todo, diluyendo al hombre en una
obra total que no puede fijarse más que como pasaje; Fogwill ve que en personajes y
escenas de El jardín de las máquinas parlantes “se puede descubrir la biografía del
autor”, no la episódica (nacimiento, milicia...) sino “la verdadera biografía de un
escritor: la disolución de cualquier intercambio que no esté referido a una obra total
que se nutra del hombre hasta convertirlo en una huella, no de su paso sino de su
mero carácter de pasaje de información genética a través de la supuesta
temporalidad” (139).

En el diseño de su primera persona hacia los años del retorno democrático, Fogwill
titula “El periodismo no es para nosotros” y enfatiza la distinción del escritor, su valor
específico dado por la exterioridad con respecto al periodismo y la academia, la
elección singular de un margen desde donde disparar a fardos de periódicos y papers,
como pose en el sentido de posición estratégica que no solo no se esconde sino que se
ostenta con placer; despejando malentendidos, niega “escribir en los medios” y aclara
que “yo digo que no, que escribo en mi piecita, y que ésos –los de El Porteño, los de
Vigencia, etc.- se limitan a publicarme” (196). Si la afinidad del escritor con el
periodista “no va más allá del acto mecánico de escribir”, ¿qué distingue al escritor y
confiere valor a su obra? “El escritor trabaja la lengua y la información sometiéndolas a
reglas fijadas de antemano por él mismo. El valor de su obra depende de la
originalidad de esas reglas y del rigor con que se haya cumplido su mandato desviante,
delirante” (197). La idea de la literatura como trabajo riguroso a partir de reglas
personales, y también el tono seguro con que se expresa la concepción del oficio de
escritor, son aspectos que podrían emparentarse con ciertas reflexiones de Saer en sus
ensayos; pero Fogwill se desvía de los desvíos de Saer (consagrado hacia la segunda
mitad de los 80) no solo en el afán “delirante” que lo acerca mejor a Laiseca o Aira,
sino también al concebir esas reglas como fijadas de antemano: más que de una teoría
negativa como la de Saer, Fogwill parte de una poderosa convicción que estaría en el
origen del modo en que se imagina como escritor y fantasea su obra. Los escritores
“no son profesionales” como los periodistas, la literatura no debe estar condicionada
por ningún factor externo a ella; la “gloria” es la única recompensa por “la tarea de
minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la
obra.” Valorado según parámetros de mercado, el escritor no existe, no tiene
profesión; y sin embargo existe y aparece en primer plano, inventando su espacio y su
figura, desde el margen y el engaño: “Soy escritor, una especie de chanta” (197).

Las fechas importan. Desde los primeros cuentos, y significativamente en su primera


novela (Los pichiciegos), Fogwill interviene desde el fechado para aportar un plus de
valor a lo escrito. A principios de 2008 el autor compila sus papeles de prensa y, al
resituarlos en el presente en forma de libro expansivo, rescribe su obra anterior a
partir de la resignificación de lo publicado y del sujeto que firma y fecha. El “Yo” de la
primera sección habla desde dos períodos significativos en el proyecto de escritura de
Fogwill: principios de los 80 y segunda mitad de los 90. En 1981, en la estela de los
narradores de Mis muertos punk, expresada con ánimo programático en el título del
primer libro de poemas (El efecto de realidad, 1979), el articulista en Vigencia polemiza
con la realidad desde una auto-figuración ubicada en el borde espeso entre lo real y su
representación: “El interno que escribe” lo hace anticipando la pregunta sobre cómo
escribir en los 80, cómo seguir escribiendo en el estado estético dejado por la
dictadura, anticipando incluso la respuesta canónica (fundada por Piglia con
Respiración artificial, establecida críticamente por Sarlo desde Punto de vista) de
alejarse del realismo en favor de modos de representación cifrados, elípticos, alusivos.
En su respuesta, que no es otra que la práctica de la escritura y la construcción del
sujeto que escribe, juega con los planos narrativos a la manera de los cuentos de esos
años, tornando indecidibles los límites entre realidad y ficción, a partir de la ubicación
del autor como personaje hablado por los narradores, generando voces desconfiadas
de la posibilidad de que las palabras den cuenta de la realidad: “Y entonces, vuelta yo a
convencerme de que la cuestión de la realidad –carcelaria o externa- depende de la
confianza en cierta virtud de las palabras, y que yo no me afiliaría a ella” (2008: 11).

En 1995, auto-flexionado sobre la lengua con la excusa de “La filosofía: un destino


menor”, la divagación del “Yo” entronca lo público (la filosofía desde la educación
superior y la política nacional) con la rima privada (las “filosas” uñas de una prima que
“hacia 1945” empezó a estudiar filosofía), abriendo la memoria personal -
explícitamente arbitraria y que será rescrita con ánimo más distante en la última
sección, “Cuadros”- a la sociabilidad de los 60 en la facultad de filosofía de la
Universidad de Buenos Aires, “llena de putos” que “tarde o temprano, se vuelven
frondizistas” (16), de la cual el “yo fumador”, huelga decirlo, se pone afuera (18).
Desde ese afuera de las instituciones que Fogwill irá definiendo como su espacio en la
literatura, proclamándose eximido “de las peregrinaciones masivas frondisartreana,
freudocastro-frejulista, y derrotademócratoperoneoradical”, el escritor deshace la
aspiración de progreso y destroza la política al constatar que “como en el cincuenta y
seis, en el sesenta y ocho y en el ochenta, estamos viviendo una gran víspera, aunque
nadie se atreva a vaticinar víspera de qué carajo pueda ser esta vez” (19). Potente en
su irreverencia, el “Yo” que, aferrado a su tono personal, hace equilibrio entre el
periodismo, la sociología, la literatura, la publicidad, etc., que afirma trabajar “con una
materia tan poco noble como las pasiones chicas y rutinarias” y “con esta base de
datos enclenque”, se propone “definir el carácter de esta tercera víspera a la que otra
vez desde afuera, y apenas ligado a una palabra me toca asistir” (19).

El “destino mayor” que adjudica a su filosofía puede valer como programa parcial y en
proceso del novelista que eclosionará pocos años después: “Hoy, creo desde afuera,
llega el tiempo paradojal de la filosofía, que de herramienta para concebir
fundamentos se ha vuelto un arma para el combate contra todo fundamentalismo”
(19). Como en las escrituras de Vivir afuera o La experiencia sensible, el autor vuelve a
pensar y a interrogar “esos objetos de reflexión que aparentan ser datos inevitables.”
Ese destino mayor permite eludir, en estas “vísperas de lo mismo” de mediados de los
90, “el destino menor de la filosofía que impone a los filósofos la función de saber-para
(reproducir la institución que los sujeta) y dirige su discurso a ordenar y cimentar el
tono de la época: el conjunto de relatos que enmascaran el lazo social” (19). Como en
1984 a partir de declaraciones de Cormillot sobre la picana, Fogwill quiere ubicarse
fuera de “la corriente mayoritaria de opinión”, siempre cerca, incorrecta y
provocativamente, de “la corriente eléctrica” (60). De estos tonos seguros en su
declaración de exterioridad y marginalidad, peleando “contra todo fundamentalismo”
como el que detecta en Cormillot, va saliendo una imagen de escritor que en sus libros
gana las guerras, sosteniendo como único fundamento la propia astucia del interno
que escribe desde afuera.

El tercer movimiento del autorretrato coincide con la aparición de la que ha sido leída
como la gran novela de Fogwill, Vivir afuera; con motivo de la edición española de la
obra reunida por Mondadori, Fogwill arma su “Retrato” a partir del afán de ser
primero y de las variantes de la primera vez. Potenciando la memoria personal con un
“recuerdo todo” no exento de poesía (aunque alejado de Borges y su Funes), el autor
en vías de consagración enumera su “primera erección a los dos años”, “primera
bicicleta a los cuatro”, primeros patines a los cinco, primeros libros leídos a los seis,
“primera enciclopedia antes de recibir la comunión”, “primer éxito literario” a los
nueve... La entretenida anáfora “tuve mi primer” alcanza su cumbre en el “Tuve mi
primer revólver en 1951”; el arma del niño precoz que dedicó su infancia “a
desconcertar a los adultos” (21) permite pasar a las palabras, al prontuario del escritor
prolífico que dice haber sido prudente solo para publicar, y pasar luego a las mujeres,
los hijos, los diplomas, la obra, y allí, en primer plano, la imagen pública del autor que
sustenta esa obra con una poderosa primera persona: “Disparando contra fardos de
periódicos en un corredor de la casa, gané fama de tener permiso para hacer cualquier
cosa y de permitirme cualquier cosa: no es fácil explicar por qué no me maté, pero
desde entonces me consagré al cuidado de esa imagen pública” (29).

La auto-representación discursivamente bélica, más allá de su aprovechamiento


industrial en contratapas y entrevistas, no es un mero gesto iniciático-provocador para
presentarse en el campo literario a principios de los 80, sino que se practica con
variaciones durante las últimas tres décadas, entramando allí, entre otras, la pregunta
por las posibilidades de representación de la experiencia, y merodeando la falta de
respuestas, con matices seguros y enfáticos, en la zona fronteriza entre lo real y la
ficción, entre la verdad escamoteada por los poderes y las mentiras aceptadas por la
sociedad civil. Los libros de la guerra son palabras-armas disparadas contra fardos de
periódicos, contra la opinión mayoritaria y los fundamentalismos de la democracia y
del mercado, contra el consenso hipócrita que en los 80 construye relatos
exculpatorios como la “teoría de los dos demonios”; esos disparos son renovados hacia
fines de los 90 en un movimiento de consolidación del retrato, de la primera persona
que mueve las voces, que sustenta la obra y que dará aire a las novelas publicadas por
Fogwill hacia el cambio de milenio.

Variaciones de esa especie de chanta que escribe circulan por Los libros de la guerra
sosteniendo el protagonismo del autor; en particular en artículos de la primera mitad
de los 80, la guerra (como Malvinas en Los pichiciegos) pauta la inscripción de la voz.
Pero la guerra no se limita a 1982: se abre a la esfera pública devastada por la violencia
política y la barbarie cultural como saldo de la dictadura, y extiende la crítica a la
supuesta civilización de la primavera cultural alfonsinista. Escritos entre 1981 y 1984,
los textos de la sección “Guerras” exponen la fractura de la sociedad argentina,
actualizando las cicatrices de un período mucho más complejo de lo que indicaría el
término “transición” o luego “pos-dictadura”, sobre todo porque las heridas no han
sido solo políticas sino que violentaron la cultura, el entramado social, la vida cotidiana
y las identidades privadas. Patiño indica que la “transición” abierta en junio de 1982
(cuya complejidad Fogwill detecta en presente, al desmenuzarla en los artículos y
ficcionalizarla en la novela) continuó durante el desarrollo del proceso democrático,
concitando un más extenso “proceso de transformación de una fuerte matriz
autoritaria” cuyo origen se remontaría al menos hasta 1930:

La debilidad de la nueva institucionalidad política hizo que, hasta


muy avanzada la década, no se pensara en una democracia
medianamente consolidada. Pero no se trata sólo de un campo
político en transición. El entramado social completo debe pasar
por esos años por un proceso de transformación de una fuerte
matriz autoritaria cuyo origen no data de la última dictadura
militar (…). La democratización abre una instancia de cambio en la
sociedad hacia una nueva cultura política que debe, al mismo
tiempo, reconstruir una esfera pública obturada por años de
censura y represión y luchar por la eliminación de los patrones
autoritarios internalizados en los microcontextos de la vida
cotidiana. (Patiño, 2006)

Fogwill entabla sus guerras de los 80 contra las variantes de esa matriz autoritaria,
focalizando en microcontextos de la esfera pública dañada y en la necesidad de
repensar los vínculos entre cultura y política. Antes de pasar a la micropolítica, la
mirada sobre la guerra lanza una crítica, global y tajante, contra el anacronismo de las
Fuerzas Armadas del Cono Sur, que han “involucionado a funciones policiales y
semiaduaneras” (38), diseñadas “según el modelo europeo de comienzos de siglo [XX],
aptas para vencer al Paraguay y a los Pampas, para perder en guerras limitadas con la
OTAN y para ejercer una administración torpe, soberbia y elitista” (39). Pero la acidez
no cede con la caída del gobierno militar, y en 1983 detecta la barbarie que continúa
en la sintaxis de Herminio Iglesias y, disfrazada de civilización, en los cánticos
correctores de los “chicos radicales” que “llevan bien adentro metida a una maestra
sarmientina”, e ironiza trastocando el horizonte de expectativas bienpensantes:
“Ahora que hay democracia y estamos todos unidos para construir algo, el columnista
puede interrogar al lector democráticamente, sin miedo de ofenderlo” (40). En El
Porteño Fogwill mantiene un espacio periodístico/literario de disidencia, desde donde
combate la “prosa radical” de Gorostiza, “el Dr. O´Donnell” y los “estrategas de
marketing del Dr. Alfonsín” (42-43). En 1984 corona esos embates en una polémica con
un “periodista” de Revista Libre, Enrique Vázquez, quien, contra “los voceros de la
cultura marginal y proclive al ultraizquierdismo” que cuestionan la falta de un proyecto
cultural del gobierno desde “la revista seudo-underground El Porteño”, exhibía los
nombres de Luis Gregorich y Santiago Kovadloff como pruebas del mentado proyecto
cultural. Los múltiples dardos de Fogwill contra lo que reúne como “cultura vigilante”
pueden resumirse en la crítica a la política cultural del alfonsinismo como un proyecto
cirquero y populista, que carece de “una concepción de la cultura” y que continúa la
gestión económica del gobierno militar anterior; en esos rasgos y otros como el
oportunismo y la improvisación, “una cholula concepción de la cultura” con “el
predominio de figuras del show-business”, el ojo crítico anticipa la sociedad de los
medios y el espectáculo y marca una continuidad que será más visible, y cínicamente
ostensible, en la década del 90:

[mi análisis] demostraba que la política cultural del nuevo


gobierno era resultado de las oportunidades que se le iban
presentando; señalaba que mientras en la superficie del proyecto
cultural alfonsinista se percibía la creencia de que la cultura es
una parte del ´tiempo libre`, vinculada al negocio de los medios y
del espectáculo y desarticulada de la vida real, en el fondo de la
gestión cultural iniciada en diciembre se detectaba la misma
tendencia continuista que se podía reconocer en otras áreas de la
gestión gubernamental. (Fogwill, 2008: 54)

Desde las críticas a lo que Fogwill nombra/destroza como stalinismo radical (“la
concepción del trabajo intelectual como una tarea de funcionarios”, 75), se abren otras
zonas de la misma guerra permanente del Yo. Con la mirada expandida sobre la cultura
y por fuera de su centro, como el narrador que dirige el coro polifónico de Vivir afuera,
detecta enclaves de pensamiento que heredan parámetros valorativos y hábitos
culturales de la dictadura: las hipocresías en torno al aborto, focalizando en los
hombres y su poder o impotencia para “sostener la vida” (48); la picana, como buen
negocio de la sociedad tecnológica, continuada en la amplificación electrónica del
sonido en el rock (51-52); los mencionados dichos de Cormillot sobre la humanidad de
los torturadores, invisible amenaza de “volver a la picana, a los campos de
concentración, a la monstruosidad inhumana, al pus de fondo” (59); la “herencia
semántica del proceso” (ficcionalizada productivamente en las novelas del cambio de
milenio), en palabras como “democracia”, “dictadura”, “desaparecidos”, “represión
cultural” (64-65); los problemas del testimonio y la representación pública del dolor,
también en esto anticipando estructuras de sentimiento que serán posibles hacia
mediados de los 90, criticando el Nunca más y la “Comisión Sabato” porque
“marcando con el horror a un acontecimiento se lo extrae de la historia humana” (79);
el negocio editorial en torno al “teleteatro del horror” (71), crispándose especialmente
contra Giussani y Bonasso (85, 87); en esa línea, la furibunda crítica a Montoneros, y el
intento pionero y polémico de intervenir sobre la recepción de Rodolfo Walsh y
rehabilitar su figura, salvando su obra del esquematismo político (la Carta a la Junta
“como un documento montonero”) y ubicándolo como escritor que ha inventado un
género, la “novela-verdad”, cuyo valor queda a salvo de la “narrativa-mentira” de
epígonos como Bonasso (76-77). Conectando la literatura con el campo cultural, con la
sociedad y con la vida, el pasado inmediato es actualizado por este ojo crítico que
circula por el presente: con matices, maquillajes y nuevas intensidades o liviandades,
las guerras de los 90 siguen librando combates abiertos en los 80 tras la debacle social
y el horror dictatorial, y el término fácil “pos-dictadura” falsea la evidencia de
continuidad por otros medios; el gesto anticipatorio es reactivado retrospectivamente
en la compilación de 2008, en momentos de oficialización de la memoria de la
dictadura.

Abriendo otra línea de fuego desde la trinchera egocéntrica, el articulista pasa a “Los
libros” sin cambiar de registro, como extensión del mismo campo en que se libran las
guerras. En 1981, con tono de sección “Espectáculos” aplicado a sección “Cultura”,
“Jardín de letras robadas” coloca la mirada sobre el campo literario detectando en su
sistema valorativo los parámetros del espectáculo y el marketing, mostrando que (a
diferencia de la literatura) la prensa “necesita tratar el hecho literario según el único
paradigma que el periodismo sabe procesar: el orden”, en consonancia con la industria
cultural que “presenta sus productos jerarquizados según ranking” (95). En gesto de
editor, como el practicado en Tierra Baldía (la editorial a la que destinó el premio de
un concurso literario a principios de los 80, en una escena fundante de la imagen,
conectando literatura y mercado), Fogwill recupera la existencia de buena literatura no
publicada o de circulación marginal, denunciando de paso el estado de sordera del
campo literario argentino: “al público no le gusta escuchar lo que la gran poesía de su
tiempo está tratando de venir a decirle” (98). Pasando su canon de contrabando
(Laiseca, Peyceré, Carrera, Aira, Lamborghini, Zelarayán, y algunos otros a tono con el
breve catálogo de Tierra Baldía), Fogwill se ubica en el centro de la escena para
declarar la elección del margen, e imponer nuevos valores o un disidente sistema de
valoración.

El elogio de la marginalidad se expresa en una encuesta de Vigencia en 1983 (“¿Qué


aportaron los marginales a la última década?”) a la que Fogwill, derribando las
fronteras que parcializan la cultura, responde con la salvedad de que “la marginalidad
cultural es sólo un ítem del enorme margen de la sociedad” (cuyas múltiples
ramificaciones se exploran paradigmáticamente en Vivir afuera), desviando su imagen
de la que detecta implícita en el encargo: “tal vez habrán pensado en mí como una
suerte de especialista en literatura subterránea, ´underground`” (201). Fogwill
aprovecha la encuesta para legitimar sus propias búsquedas: “la marginalidad de la
cultura es necesaria, y realiza los trabajos sucios imprescindibles que la sociedad no
puede realizar a la luz del día”: pensar las ideas prohibidas, experimentar palabras y
emociones, anunciar las nuevas teorías y recordar las doctrinas que “la gente del
centro de la hoja preferiría olvidar” (202). Adjudica a esos trabajos sucios, que son los
del escritor playboy-linyera, una potencia capaz de sostener la vida en comunidad: “La
sociedad, para no perecer, necesita ideas nuevas que sólo pueden procesarse en los
márgenes” (203). El contra-canon propuesto se legitima en el dato, justificado por el
solo fervor de quien se ríe de los fundamentos de su ciencia, de que lo más valioso de
la literatura argentina en los 80 ha sido “escrito en los márgenes, fuera de los géneros
y los formatos apreciados por la prensa dominical y su público, fuera de los catálogos
de las editoriales masivas y lejos de los proyectos de éxito y de los proyectos de
redención a cortísimo plazo” (102). En 1982, sorprendido porque ha sido publicada por
“Industria Sudamericana S.A.”, Fogwill reorienta la tradición novelística argentina a
partir de Aventuras de un novelista atonal de Laiseca, cuyo arte “puede probar que
una obra programática es posible”, agregando a Copi en el canon alternativo (104). Los
poetas preferidos pasan por Carrera, Gelman, Girri en la primera mitad de los 80; en
1991 interviene desde Diario de Poesía en el descubrimiento de Viel Temperley,
señalando inopinados contactos con el cine de Resnais y la narrativa de Saer (leída
como poesía) a partir de la respiración, la visión, el instante, la memoria (151). Durante
los 90, desde lugares dispares como Diario de Poesía, Clarín o “Primer Plano” de
Página 12, continúan las intervenciones de quien busca el margen también como
lector, destacando a Marcelo Cohen, volviendo a Miguel Briante, descubriendo a Silvio
Mattoni.

El gesto de lector anticipado, que percibe el cambio en las coordenadas del gusto
literario mientras el cambio sucede, se da particularmente a comienzos de los 80, en
momentos de intensificación de las intervenciones periódicas ante una esfera pública
que sigue en crisis aunque su gran tema sea la recomposición. Contra “la supersticiosa
ética del lector” con que Borges sancionó los modos de leer en 1931 (y corroborar que
Borges se anticipa en 25 años al estructuralismo francés y su lectura del formalismo
ruso ya es, pelea Fogwill, un “deporte nacional”), el lector marginal postula la
refundación de Leónidas: “En la década del cincuenta Leónidas Lamborghini replantea
la estética local” (131). Por motivos visibles en los mecanismos formales y los focos de
desvío practicados en poemas de El efecto de realidad o en cuentos de Mis muertos
punk, Fogwill prefiere Literal a Crisis en momentos en que “se ha vuelto una suerte de
obligación reconocer a Crisis”, porque “como diría la revista Literal, la realidad es una
compañera de baile que no bien se la abraza deja de ser vista” (132). En 1983, en
“Ajuste de cuentas entre escritores”, Fogwill elige como blanco a Noemí Ulla para
mostrar la mala conciencia y la hipocresía disimuladas en concepciones anacrónicas
del sistema literario argentino. Desde afuera como siempre, aunque sosteniendo sin
disimulo su propia “estrategia de promoción”, revisa currículums/prontuarios que le
permiten diferenciarse y destacar la propia “política cultural” practicada entre 1976 y
1983, cuya elección del margen distaba de ser, como acusaba Ulla, “oportunista”:
mientras “ella grababa sus intercambios con Silvina Ocampo e insertaba sus notas en la
´política cultural` de un matutino fundado bajo el amparo del Proceso”, “yo producía
mi obra” y “difundía” a Aira, los Lamborghini, Perlongher (108).

En 1984, Fogwill publica en Primera Plana “Política pública y literatura confidencial”,


optando por lo privado del espacio literario contra las violencias políticas que
continúan, como implica el acto de la CGT que en apariencia motiva la nota. El escritor
se disfraza de académico y propone una investigación a futuro, puro proyecto que no
promete “aporte alguno a la causa que unió a tantos en el acto del 30”, que será una
intervención sobre el canon, deslindando la nueva estética que circula por debajo de
“la insulsa y redundante apariencia de la literatura nacional”: otra vez, los
Lamborghini, Aira y Laiseca (130). Fogwill parece ver en Laiseca, en sus novelas
inmunes al canon, la posibilidad de devenir novelista poderoso contra los poderes del
Estado y los monopolios del mercado (incluidos el editorial y el periodístico); en 1986
lee e indica cómo leer los inéditos de Laiseca, destacando en Los Soria “una exhibición
despótica de poderes sobre las artes de narrar, de poetizar y de reflexionar, destinada
al ejercicio de un poder absoluto sobre el lector” (138). Los poderes del escritor
déspota se ramifican hacia los márgenes del sistema literario, en un movimiento que
Fogwill sostiene en su eficacia desde los comienzos, buscando a “mis lectores” en 1982
incluso desde un “aviso velado” en La mañana del Hospital: los pacientes que lean
“obras de buena literatura”, entendiendo por leer una actividad opuesta al “mensaje
inapelable e irreversible” de ese “medio totalitario” que es la televisión, “dispondrán
de una cultura que inexorablemente los orientará hacia mi obra” (214).

Si un escritor como Saer, consagrado desde fines de los 80, establece, con creciente
rigor hacia el cambio de milenio, las distinciones apropiadas entre el valor específico
del arte y el relativismo posmoderno, un escritor otro como Fogwill (marginal en su
programa, también consagrado hacia la década actual), detectando el mismo
problema desconfía de las soluciones modernas, negativas, autonomizantes, porque
desconfía de las soluciones y del canon, e integra las determinaciones heterónomas en
su ficción, en sus reflexiones culturales-literarias, y especialmente en la construcción
conciente y sostenida de una imagen de escritor. La compilación de 2008 afirma la
autoridad del escritor déspota pero anti-totalitario, otorgando coherencia a los
papeles pasados que cobran inopinada candencia, volviéndose productivos en la
estrategia de autor-peleador para imponer, en la coyuntura post-autónoma, nuevos
valores y un espacio de trabajo coincidentes con su imagen pública; hasta hoy Fogwill
encara lo que en 1983 definía como “la práctica profesional del escritor con relación a
los ejes del poder en su frente literario: la patronal editorial, el estado censor y su
instrumento, la prensa cultural, y las ideologías dominantes representadas, frente la
mesa de escribir, por la demanda del mercado de libros” (117). En esa línea,
recuperaba la lectura de Asís de “la envidia de sus pares” y “la descalificación de la
élite académica”, en un gesto defensivo de otro que era a la vez ofensivo contra las
instituciones y afirmativo de sí, del autor y de su proyecto, que a su modo también
integra el “componente mercantil” como “parte de la operación ficcional”, y cuya
“legibilidad depende del consenso a la autoridad del narrador” (116).

Los narradores de las ficciones de Fogwill, como las voces que en sus poemas juegan
con el aire y el ritmo, comparten con las inflexiones del “Yo” en Los libros de la guerra
la confianza en el poder anti-estatal de la literatura, en su capacidad, que la vuelve
socialmente necesaria, de nombrar el deseo y lo prohibido: “Los humanos,
humanizados por la prohibición, son sujetos de una pasión que no tiene nombre. La
literatura viene a llamarla” (199). En 1982, en la estela de Literal y los Lamborghini,
afirma su concepción del oficio y del campo del escritor, con algunas pautas personales
que no alcanzan a hacer programa: “siguiendo su ley, el sistema literario, que es
ficcional, hace lo suyo: finge, distrae, falsifica” (199). Esos poderes de escritor fingidor
y marginal implican la posibilidad, extraña en su momento, de que la literatura ostente
una función social; exageradamente, desde el atípico margen de La mañana del
Hospital, en 1982 el sociólogo devenido escritor afirma que puede haber sociedad y
civilización sin medicina... “Pero no puede concebirse una sociedad sin literatura –oral
o escrita- porque sin ella, al cabo de unas pocas generaciones se perdería el lenguaje,
la persuasión, y las emociones que guardadas en los mitos, los dichos y los libros, se
transforman en metas que orientan a la gente a trabajar en la dirección imprescindible
para cada sociedad” (211-212). Como practicará persuasiva y combativamente en sus
libros durante las dos décadas siguientes, la literatura para Fogwill “es un saber en
acción que sólo puede ser ejercido, no adquirido” (212).

La primera persona en los libros de Fogwill es siempre Fogwill, el autor que ostenta un
saber corrosivo, el de las palabras prohibidas en sociedad, el de la contra-corriente que
desarma el sentido común y las creencias compartidas, y lo pone en acción desde
diversos registros (poesía, cuento, novela, artículo de opinión, entrevista). El autor
expone su subjetividad y desde ella indaga las opiniones que recorren las palabras de
su tiempo y lugar; atiende al presente para leer fragmentos del pasado, y así mantiene
al pasado presente, abierto como campo de batalla en que se dirimen conflictos
actuales. A tono con la coyuntura pública de la primera década del siglo XXI,
interviniendo sobre los matices argentinos del furor memorial, Los libros de la guerra
reflexiona en presente sobre las propias reflexiones escritas a partir de Malvinas, y lo
hace de un modo tajante y honesto, cruzando las violencias públicas con posturas
personales, con valores, saberes, deseos y poderes dichos en primera persona. La
memoria permite vivir en el presente al poner en acción un saber, siempre parcial y
subjetivo, sobre el vértigo inducido desde la economía, la tecnología y la industria
cultural triunfantes. El gran yo de Fogwill es el activador de esos saberes
decepcionados del saber moderno por totalitario, desconfiados del pensamiento
único, resistentes al sentido común y las comodidades de lo correcto.

El libro de los libros, balance auto-referencial de la vida útil del escritor, parece
recorrido por el afán (y el poder del cual el autor se considera digno) de provocar la
manifestación de una verdad; eso intenta realizarse a través de la continuidad y la
unidad sostenidas por el sujeto que escribe, el montaje que arma la primera persona a
lo largo del libro, lo que en la sección “Cuadros” valora como “un continuum sin cortes
entre guerra, política, comercio, amor; sin discontinuidades entre querer, saber, deber,
poder; ni entre amor y pasión, ni entre embriaguez y sobriedad, y quizás ni entre uno y
todos. ¿Cómo poder decirlo?” (368). Poder decirlo, o afirmar haber dicho lo que otros
no decían: el decir de Fogwill es practicado como un poder cuyo único soberano es el
autor, en condiciones públicas de sorderas democráticas agravantes del silenciamiento
dictatorial. Con la eficacia simbólica de un saber que actúa sobre el presente y se
anticipa al futuro, los libros son armas disparadas contra fardos de palabras superadas,
en las nuevas guerras que nombra el “Yo” contra la vigilante prohibición del deseo, con
la potencia de un lenguaje que ya no quiere ni puede bailar con la realidad.
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