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Runa: narración de excepciones

I Introducción
Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo.
Gilles Deleuze (1996). Crítica y clínica

Nada nuevo se dice si afirmamos que, según el consenso de la crítica, el grueso de la


narrativa de Rodolfo Enrique Fogwill relata lo más degradado del capitalismo argentino,
sus efectos en el comportamiento humano y el acatamiento (o no) a las normas sociales
hegemónicas. Son narraciones “críticas”, claro, pero, como se sabe, sin panfletarismo
alguno, con la ironía suficiente para evitar el moralismo.
Después de más de treinta años de publicar novelas y volúmenes de relatos en la
tónica recién mencionada, en 2003 Fogwill publicó Runa. Este breve libro,
conjeturamos, constituye una excepción en la narrativa de Fogwill. En Runa no hay
ambiente urbano, no hay marcas comerciales —gran fetiche de Fogwill—, no hay
dinero ni hay mercancías porque la comunidad de Runa no ha sido colonizada, es decir,
está —todavía, como veremos— por fuera del flujo del capital.
A poco tiempo de publicado Runa, Fogwill hizo un comentario sobre su propio
libro, el cual revela algunas pistas de lectura y, como es habitual en su caso, afirma su
posición mediante la negatividad, su estar-en-contra -de para, desde allí, construir su
discurso (“Sé que la obra literaria nace cuando no hay nada que afirmar, sino todo lo
contrario”, Fogwill, 2010, 31)

Terminé de escribir Runa en diciembre pasado, el mismo día que murió Ivan
Illich [2 de diciembre de 2002], el ecologista. Yo había pensado mucho en Ivan
Illich escribiendo este libro. El libro ataca el absolutismo del relativismo
cultural. Yo me formé en ciencias humanas en la época del famoso relativismo
cultural, éramos todos iguales y buenos. No creo para nada en eso. Creo que
nosotros somos los malos... Los hombres escritos, los cultivados, somos los
malos. (Fogwill en Guerreiro, 2003, itálicas en el original).

Dos datos relevantes aparecen en esta declaración: por un lado, el libro fue
escrito —en parte o totalmente— y terminado un año después de la eclosión argentina
de diciembre de 2001; por otro lado, la mención de Illich como “el ecologista” y el
hecho de que Fogwill haya “pensado mucho” en él al escribir Runa sugiere el tono de
las ideas y asuntos que aparecen en el libro. Fogwill termina así su comentario a
propósito de Runa:

Yo creo que el neolítico está muy cerca. Lo que queda por saber es si entraremos
en él como especie o como mutación de la especie que fuimos. Tenemos un
mundo, como dice el informante, de gente que sabe contar cómo es todo, pero
que no sabe hacer nada. ¿Vos sabés domar un caballo, ordeñar una vaca? A mí
me dan una vaca llena de leche y me pongo a llorar a la par de la vaca. Me dan
un potrillo y lo crío como un perrito. El mundo salvaje desmiente las mitologías
contemporáneas de la discontinuidad entre alimentación, amor, familia, trabajo,
intercambio, política y guerra. (Fogwill en Guerreiro, 2003)
El “informante” al que se refiere Fogwill es la voz que organiza los sesenta y dos
capítulos de Runa: algunos narran peripecias como un viaje y otros más bien describen
los usos y costumbres de un número de comunidades, principalmente la del informante.
La hipótesis de este ensayo consiste en que, como sugerí arriba, Runa supone una
excepción en la narrativa de Fogwill en virtud de que es su única narración escrita por
fuera del “excepcionalismo humano” (Donna Haraway, 2016). ¿En qué consiste,
entonces, la excepcionalidad de Runa?
En primer lugar, Runa es la última narración extensa escrita por Fogwill,
precedida por Urbana —publicada también en 2003 pero fechada “marzo de 2001” en
su última página—, la cual, como las novelas anteriores Vivir afuera (1998), La
experiencia sensible (2001) y En otro orden de cosas (2002), narra, solo para mencionar
sucintamente algunos de sus tópicos, los vasos comunicantes entre democracia, política,
la última dictadura en Argentina y poder económico. Se podrá objetar que dos años
antes de su muerte, en 2010, Fogwill escribió el prólogo a su entonces nueva nouvelle,
Un guión para Artkino, una ucronía acerca de una Argentina y un mundo dominados
por el triunfante Partido Comunista global. En este prólogo, Fogwill (2008) aclara que

Un guión para Artkino fue compuesta en 1977, o 1978, cuando ya nadie


imaginaba la posibilidad de una Argentina Socialista (sic). Las cosas pudieron
haber sido distintas pero fueron así. La corregí en 1982, y a comienzos de 1983
hice imprimir unas copias para los amigos. (9)

Es decir, la corrigió y la dio a leer en los mismos años de escritura y edición de Los
Pichiciegos, su primera novela publicada, que está precedida por Nuestro modo de vida,
escrita en 1981 pero que salió a la luz en 2014. Todos libros, insisto, cuya forma, a
diferencia de Runa, es la novela.
En segundo lugar, y más importante aun para nuestra hipótesis, la
excepcionalidad de Runa, además de la excepcionalidad cronológica recién revisada,
consiste en que se aleja de los habituales personajes y ambientes urbanos de Fogwill
(“Claro que es redundante llamar urbana a una novela”, dice en el prólogo al libro
inmediatamente anterior a Runa, llamado, justamente, Urbana) para desplazarse hacia
un territorio inventado y habitado por una comunidad que, como ya mencioné, vive sin
mediación del capitalismo. Runa es la única narración extensa de Fogwill que no se
ocupa los efectos sociales y subjetivos de vidas del influjo del capital.
Escribo adrede “narración extensa” y no “novela” porque, en primer lugar, en
Runa no hay ciudad alguna ni, por ende, los relatos que esta produce (así, siguiendo la
afirmación de Fogwill del párrafo anterior, es imposible leer Runa como una novela); en
segundo lugar porque, como veremos más adelante, el vínculo que Runa establece con
la naturaleza y lo viviente dista mucho de considerarlos como un mero telón de fondo
de las peripecias o un stock de recursos a dominar o ya dominados a la manera de gran
parte de las novelas cuya matriz narrativa proviene de la novela burguesa europea del
siglo XIX; en tercer y último lugar porque la estructura narrativa de Runa, quiero decir
sus voces y presentación del tiempo, ambiente y personajes, difiere de la matriz de la
novela que, más allá de las variaciones y discusiones en torno a este género, sigue a un
personaje o a un conjunto de personajes a través del tiempo, presentado de manera
lineal o no, quienes atraviesan una serie de peripecias motivados por un deseo u
objetivo. Runa toma la forma de un informe etnográfico, en este caso, claro está,
ficcional. Narrada con “un registro minoritario alejado de la épica novelesca” (Miriam
Chiani y Rodrigo Montenegro, 2019, 178) similar a lo que Déborah Danowski y
Eduardo Viveiros de Castro (2019) llaman “presente etnográfico” (127) Runa se ocupa
de pormenorizar la fundación y funcionamiento de algunas instituciones sociales como
la lengua, las leyes, los ritos de iniciación, el vínculo de la comunidad con la flora y la
fauna y las diferencias que esta comunidad tiene con los miembros de la otra —
occidental y anglosajona, como veremos—, quienes recogen el testimonio que leemos,
ilusoriamente transcripto y traducido. Fogwill, entusiasta de la gramática y de las
lenguas extranjeras, nos plantea desde el título un vínculo entre escritura y ser humano.

II Runa y “runa”

La etimología e historia del sustantivo “runa” son vastas. Quizá, para parte de la
idiosincrasia occidental, este sustantivo solo remite al sistema de escritura no alfabética
de símbolos escandinavos y germánicos a los cuales, además, se les atribuye cierto
poder mágico. La etimología de “runa” lleva dentro suyo los significados de “secreto”,
“misterio” o “consejo secreto” (runo, runa | Definición | Diccionario de la lengua
española | RAE - ASALE). Por otro lado, “runa” es también un sustantivo de la lengua
quechua: su significado es amplio (puede consultarse en http://www.runasimi.org/cgi-
bin/dict.cgi?LANG=es) y oscila, a pesar de que su número gramatical es singular, entre
esto último y lo colectivo. Remite tanto a “ser humano” como a “indio”, “persona”,
“hombre” o “gente”.
Así, Runa, desde su título, designa tanto un sistema de escritura occidental como
una designación de lo humano desde una lengua que existía antes de la Conquista. De
todos modos, es notable que ambas acepciones de “runa” refieren a estadios previos al
capitalismo, es decir, a un tiempo, o mejor, a una temporalidad en la que precisamente
viven las comunidades de Runa. Fogwill desliza un comentario curioso en la entrevista
citada: “Yo creo que el neolítico está muy cerca. Lo que queda por saber es si
entraremos en él como especie o como mutación de la especie que fuimos”. Fogwill
dice que “el neolítico está muy cerca” ¿Se trata de un error o un lapsus? Como es
sabido, el neolítico ya ocurrió: se extendió hacia el 3000 a.c. y supuso el desarrollo de
herramientas de piedra pulida, de ahí su nombre, y la extensión de la agricultura y el
pastoreo. ¿Habrá supuesto Fogwill, a partir del sufijo neo-, que el neolítico era una
época por venir? ¿O “está muy cerca” porque se trata de un retorno, como si el neolítico
fuera un estado latente?

III Antropoceno, Capitaloceno y Chthuluceno

Así como se han elucidado los dos significados contenidos en el título de Runa,
también, para despejar cualquier abstracción, quiero indicar algunas precisiones en
torno al léxico que será la nota dominante de este ensayo.
Voy a usar la distinción de Bruno Latour (2014, 2019) entre humanos y terrícolas
o terrestres (earthbound), categoría que incluye a lo que convencionalmente
entendemos por seres humanos en sentido genérico pero también a toda otra forma de
vida que habita el planeta Tierra, lo cual “tiene la ventaja de no precisar ni el género ni
la especie…” (2019, 108). La distinción de Latour apunta en la misma dirección que el
“excepcionalismo humano” de Donna Haraway (2016), noción con que la autora critica
los conceptos de Antropoceno y Capitaloceno, esos “escándalos de los tiempos” que
“son las últimas y más peligrosas de estas fuerzas exterminadoras” (2). Por un lado, el
relato histórico del Antropoceno no postula al earthbound sino al ser humano en sentido
genérico —todos los seres humanos, sin distinción— como el agente del cambio
geológico (Haraway llama “Species Man” al sujeto del Antropoceno); por el otro, el
relato del Capitaloceno, término acuñado por Andreas Malm y Jason Moore (2015), si
bien no coloca a una humanidad abstracta como agente de cambio sino a un modo de
producción concreto, de todos modos cae, para Haraway, en la trampa de contar a través
de los filtros del trío compuesto por la Modernidad, el Progreso y la Historia en la
medida en que se sigue contando el relato del cambio geológico desde un marxismo
fundamentalista (50). En el corazón del Capitaloceno y del Antropoceno habita el
excepcionalismo humano, cuyo vínculo con el resto de los terrícolas supone una
asimetría fundamental. A lo largo de Staying with the Trouble. Making Kin in the
Chthulucene, ya anunciado desde el título, Haraway insiste en “pensar con” otros
terrícolas y no en pensarlos, es decir, propone una compañía mutua, en la que las
diferencias no necesariamente implican jerarquías. (Haraway, 2016, 44-50).
Para Haraway, entonces, se trata de sustituir los relatos de la excepcionalidad
humana, la cual considera más bien un mito, por “geohistorias”: relatos que no
“incluyan” a la naturaleza y al resto de los entes vivientes, como mero fondo o rol
actancial —obstáculo, adversario, ayudante, etc.—, tal como lo hizo y sigue haciendo la
matriz de la novela burguesa del XIX, sino que den cuenta de los vínculos dinámicos
entre los terrestres sin preeminencia de unos sobre otros (39-41). Esas “geohistorias”
están englobadas en la perspectiva que postula Haraway: el Chthuluceno (ctónico:
χθόνιος, khthónios, “de la tierra”), un modo de relatar e historiar “tentacular” cuyo
funcionamiento es “simpoiético” (50), es decir, no hay autocreación del relato sino el
acto de relatar-con.
A pesar de que retome y coincida en algunas puntos con Latour, para Haraway
(2016) el punto de vista de aquel acerca de una guerra entre humanos y terrícolas nos
coloca en “el relato del héroe y las primeras palabras hermosas y armas, no en la
historia de la bolsa de transporte [carrier bag]” (42). Haraway toma prestada de Ursula
K. Le Guin la teoría de la narrativa de la bolsa de transporte y la historia naturalcultural
[the carrier bag theory of storytelling and of naturalcultural history] (39). Se trata de
una forma de narrar y de historiar que elude la centralidad del héroe-humano,
autocreado y autosuficiente, la “máquina de hacer historia”, según el punto de vista del
Antropoceno y el Capitaloceno, y propone “relatos con lugar para el cazador [el héroe]
pero que no eran ni son sobre él” (40). Tan importante como la historia del héroe-
cazador, figura que aparece más de una vez en Runa, son la del el cuenco que este usa
para beber agua, la del curso de donde sacó esa agua, la de las ramas del árbol con el
que ha fabricado sus flechas o la de las fibras del material con las tejió la bolsa en la que
transporta sus pertenencias.
Volvamos a Fogwill: en Runa hay terrestres, cada uno con su singularidad propia
y personaje de su propio relato. Incluso se va más allá de lo viviente: “Cada país, cada
región, cada hombre y cada piedra, río, animal y planta que va apareciendo en la
historia tienen un nombre y le suceden cosas como si fueran hombres” (24). No solo es
notable la inclusión de lo mineral y de un curso de agua en la enumeración sino que se
incluya a “cada hombre” en la serie de elementos que “tienen un nombre y le suceden
cosas como si fueran hombres”. “Hombre”, entonces, aparece no como un atributo
exclusivo del ser humano, el “Species Man” del Antropoceno, según Haraway, sino que
se distribuye entre todos los componentes de lo viviente y lo que lo aloja.

IV Runa, libro de época


El término “Antropoceno” fue puesto en circulación en el año 2000 por el químico y
ganador del premio Nobel Paul Cruzen dos años antes de que Fogwill le pusiese el
punto final a Runa. Llama la atención que Fogwill, cuya eterna cabeza de turco fue el
progresismo, le declare a Leila Guerreiro que Iván Illich, “el ecologista” (sorprende
también que use este mote), estuvo rondando su cabeza mientras escribía Runa. Está
claro que Illich no tiene que ver con Greenpeace ni Runa supone un alegato lacrimoso a
favor de la reducción de las emisiones de dióxido de carbono o el uso de bolsas de tela
en reemplazo de las de nylon (Runa no convirtió a Fogwill en un “environmental writer-
activist” como los que analiza Rob Nixon, 2016, 5), pero es notorio el diálogo que
entabla este último Fogwill con el debate Antropoceno, Capitaloceno y Chthuluceno.
Ya desde el prólogo de Runa, “(…) programático (…), que intenta hacer visible
lo invisible para el saber histórico” (Miriam Chiani y Rodrigo Montenegro, 2019, 176),
Fogwill (2011) destituye la centralidad de lo humano, es decir, su excepcionalidad:

Hay un abismo entre lo sucedido y lo que pudo suceder, y la noción de abismo,


que sugiere distancias y profundidades inmensas, con el uso termina siendo
tranquilizadora, porque viene a garantizar que, por grande que sea la distancia en
espacio o en tiempo que medie entre una y otra cosa, siempre, aunque sea
inmensurable, estará referida a una escala humana. Y bien: parecería que no es
así. La única escala humana es ésta, la del lugar donde suceden las cosas. (11)

En Runa, entonces, la escala humana no es la medida de las cosas sino solo el lugar
donde suceden, es decir, donde se las cuenta y desde donde se las cuenta. La escala
propuesta por Fogwill, “la del lugar donde suceden las cosas”, se vincula, se “hace
pariente”, diríamos junto a Haraway (2016), con los “relatos con lugar para el cazador
[el héroe] pero que no eran ni son sobre él” (40) postulados por aquella. Espacio y
tiempo, coordenadas a la que agregamos la de causalidad, en Runa obedecen a un
funcionamiento y a una percepción diferente a la de las sociedades urbanas
industrializadas, funcionamiento y percepción de los cuales Fogwill ya dio cuenta en
narraciones anteriores. Así, conjeturamos que la excepcionalidad central de Runa, el
hecho de que narra más allá del excepcionalismo humano, necesariamente impacta a
nivel narrativo, tanto formal como temáticamente. ¿Cómo narrar más allá de lo humano,
cómo narrar lo no humano pero considernado su estatuto de viviente? Como se sugirió
arriba, aquí la opción tomada es alejarse de la novela.

VI Voz y escritura

En el prólogo recién citado, Fogwill (2011), como Haraway, lanza una crítica al
marxismo, “el pensamiento hegemónico de la inteligencia” que, al monopolizar el
pensamiento crítico, generó que “la institución universitaria y la prensa” acuñaran “la
expresión ‘sociedades ahistóricas’ para referirse a esas organizaciones sociales que no
obedecían a la lógica de la lucha de clases” (11). En el párrafo siguiente, Fogwill afirma
que “compuesto a la medida del sentido común de mediados del siglo XX” se reeditaba
así el “antiguo concepto de sociedades ‘prehistóricas’, que era menos pretencioso” ya
que se limitaba a constatar que existieron comunidades que no dejaron registros escritos
y, así, quedan por fuera de la Historia, la cual es “una compilación de escritos sobre
acontecimientos” (11).
Como plantea Silvio Mattoni en la contratapa del libro, “Hasta la aparición de
Runa, la mayoría de las novelas y relatos de Fogwill hacían historia. Runa, en cambio,
inventa la prehistoria”. Si bien Mattoni pone en el centro cómo “aquí se hacen cosas con
palabras”, es decir, pone el acento en la lengua, centro explícito desde la primera frase
de Runa (“La lengua debió haber sido rudimentaria, pero pronto evolucionó”, 13), la
lengua y las instituciones que se organizan en torno a ella no son aquí ajenas al resto de
los vivientes no humanos. Desde el prisma de Haraway, Runa se convierte, de este
modo, en un relato ctónico, tentacular y simpoiético, en el que se hace-con y se piensa-
con. Por ejemplo, en la sección “Las leyes” (16), se dice que “están escritas en el cielo”,
ya que “el cielo manda”. La estrella jefa del cielo, que es mujer (no se dice que tenga
forma de mujer: sencillamente se le atribuye el hecho de serlo, ya que, como vimos, no
hay antropomorfismo en Runa), le transmite a una humana, la vieja Aúmm, el clima
venidero y lo que debe llevar a cabo la comunidad con estas novedades. Aúmm “mira y
escucha lo que le va diciendo la oscuridad, que habla con la misma voz que las
estrellas” (16). No hay mención alguna a un dios o diosa a lo largo de las 61 secciones
de Runa. El relato de cómo el cielo manda no tiene, por lo tanto, carácter metafórico: no
hay tablas de la ley escritas por un profeta al dictado de un ser sobrenatural sino una
lengua cuya voz ordena desde el firmamento visible, no desde el más allá.
En la página 30 se mencionan “los números de ustedes”. Así, la aparición de la
segunda persona nos da la pista de que el relato, de tono entre mítico y descriptivo,
dominado hasta esa página por la tercera persona, en realidad está dirigido a un
interlocutor. A un cuarto de comenzada la lectura, Runa nos hace saber, con sutileza,
que se trata de un relato “procesado” —participio caro al léxico personal del autor, entre
la sociología y el marketing—, ya que ha sido dicho (no se sabe en qué lengua), oído y,
finalmente, transcripto. Esa segunda persona, cuya intervención en el relato parece
mínima pero es capital, supone la instancia de la escucha y, eventualmente, la del
procesamiento del relato. Solo una pista se nos da acerca de esta segunda persona, que,
por otra parte, se funde con la figura de quien lee Runa. En la página 84 hay una breve
disquisición sobre la palabra “gue”, “que ustedes llaman ‘fich’, un ‘pez’”. La homofonía
entre “fich” y fish está a la vista y, por lo tanto, lo única conclusión consiste en que la
lengua de esa segunda persona es el inglés, la lengua de los imperialismos dominantes
del siglo XIX y XX, los cuales, como diría Haraway, colocaron en el centro de sus
narrativas al ser humano, se lo observe tanto desde el Antropoceno o el Capitaloceno, es
decir, colocaron la escala humana que Fogwill menciona, para negarla, en el prólogo a
Runa.
Los sujetos de esta segunda persona vienen “en esos pájaros que se mueven por
el cielo y al pasar dejan oír un trueno que retumba” (80), quienes además quieren “curar
a las mujeres pinchándolas” y también “que los niños comieran sus piedritas dulces para
que no se enfermaran” (99). El tópico de la enfermedad nos lleva, como la voz de la
oscuridad y las estrellas ya referida, a dislocar la noción de lengua como uno de los
rasgos de la excepcionalidad humana que Runa viene a poner en entredicho.

VII Hablar a y hablar con en el Chthuluceno

Hacia el final de la narración se dice que “(…) nunca nadie vio a sus médicos tratando
de hablarle a la enfermedad. (…) Los médicos de ustedes no pueden curar porque
quieren matar la enfermedad y ni llegan a hablar con ella y conocerla” (109). La
enfermedad, “que es siempre una palabra o animal que se mete dentro de uno sin
avisar”, así como “cada país, cada región, cada hombre y cada piedra, río, animal y
planta” (21), también es un terrícola conectado con el resto de sus pares y, como tal,
tiene un nombre y una historia para contar y hacerse conocer: “El Chthuluceno está
lleno de contadores de historias”. En la gran red del Chthuluceno, el vínculo simpoiético
entre los terrícolas no privilegia una historia sobre otra, ya que todas están imbricadas
entre sí de algún modo u otro: “Nada está conectado a todo; todo está conectado a algo”
(Haraway, 2016, 48, énfasis propio).
Quienes toman el registro etnográfico de la comunidad de Runa no hablan con la
enfermedad ni con ningún otro terrícola. Tampoco, evidentemente, los escuchan. Más
allá de la posible metáfora de “hablar” y “escuchar” referida a entidades sin aparato
fonador o lenguaje de signos doblemente articulados, aunque aquí no parece haber
metáfora alguna, así como no había antropomorfismo entre la estrella jefa y su atributo
de “ser mujer”, lo que aquí con seguridad no hay es intercambio alguno ni,
eventualmente, conocimiento de las cosas y las palabras por parte de los miembros de la
comunidad de la segunda persona: “No les hablan a las cosas y tampoco a las palabras.
(…) Por eso los de su país nunca podrán cazar. Al animal, si no se le ha hablado, no se
lo conoce” (Runa, 109). Así, Runa imagina no solo una comunidad por fuera del flujo
del capital sino que, también, comenta acerca de las personas que sí viven y mueren
dentro del capitalismo. Según la voz informante, aquí nadie “cruzaría el agua sin
avisarle que la conoce y que conoce a sus amigas las piedras y a sus hijos que son peces,
juncos y arroyos según los días” (108). La amistad, la generación de parentesco del
subtítulo de Staying with the trouble de Haraway, impide a los hombres y las mujeres de
Runa intervenir sobre el resto de los terrícolas sin avisarles qué van a hacer.
Simétricamente, ya vimos cómo el cielo señalaba los cambios en el clima y avisaba a la
comunidad qué hacer en consecuencia. Por el contrario, el informante le dice a la
segunda persona:

Ustedes van al sol dentro de sus pájaros de piedra brillante pero no son amigos
del sol. Hablan del sol, pero no al sol. Sus pájaros de piedra brillante vuelan al
sol y deben lastimarlo, como lastiman el aire con todo el humo y con sus ruidos
como truenos. El sol sabe que no son sus amigos (…). (108)

La comunidad que viaja en los pájaros de piedra brillante y llama “fich” al “gue” no es
amiga de ningún otro terrícola sencillamente porque, para ella, no parecen existir como
tales, no tienen la misma jerarquía que sus propios miembros. La comunidad de los
pájaros de piedra, los humanos, según el léxico de Latour, solo hace parentesco consigo
misma y esta endogamia impide conocer más allá de sus propios límites. Si el sol sabe
que los humanos no son sus amigos, sin dificultad sus otras amistades (las nubes, el
cielo, etc.) tampoco lo son. Estos humanos quizá no se hayan granjeado la amistad de
los terrícolas debido a que, además de la permanente intrusión señalada por la
comunidad local, no saben hacer nada, solo contar: narran y computan, pero son ajenos
a las cosas, a las palabras y a las palabras de las cosas.

VIII Hacer y hablar


El punto de vista de Runa no supone una guerra entre humanos y terrícolas,
antagonismo planteado por Latour, cuyas críticas por parte de Haraway ya fueron
referidas: en términos narrativos, tal vez el motivo del antagonismo hubiese derivado en
una narración novelesca y de un tono denuncialista del todo ajeno a Fogwill. Cada una
de las 61 secciones de Runa hace, a su modo, parentesco con las otras: es una melodía
con constantes y variaciones, levemente circular, donde la voz de los miembros de la
comunidad informante deja paso a las voces y nombres de otros terrestres. No hay, tal
como quiere Haraway, solo un héroe autocreado y autosuficiente: “el buen cazador
conoce el nombre de cada flecha y saben hasta dónde podrá llegar y saben cómo las
ramas de árbol rojo que lleva dentro tratarán de desviarla” (Runa, 103). El buen cazador
es bueno en lo que hace porque conoce los nombres de cada flecha: siguiendo la lógica
de esta comunidad solo es posible saber los nombres de cada flecha si antes se ha
hablado con ellas y si se las ha escuchado, si se ha entablado un conversación con las
ramas del árbol rojo con las que han sido fabricadas. Hay, así, una continuidad entre
hablar y hacer: como ya citamos, “Aquí se hacen cosas con palabras”. “Se hacen cosas”
tiene aquí un sentido material y no solo perfomático (la frase de Mattoni es una cita del
título del clásico de 1962 publicado por J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras).
“Hacer venado” es, para los cazadores, “cazar vivo a un animal que anda y traerlo”.
Para ello “hay que cuidar que no escape y cuidar de darle lo que necesita comer para
que no muera hasta el día de matarlo y comerlo” (73). Hacer venado (¿hacerlo morir
para que el humano lo coma y siga viviendo?) implica su cacería, pero antes implica
haberlo conocido, es decir, haber hablado con él: “Por eso los de su país nunca podrán
cazar. Al animal, si no se le ha hablado, no se lo conoce” (109).

IX Otros

Runa cierra con esta frase: “Y ahora cuénteme usted” (118). El modo imperativo es un
desafío, casi una burla, ya que líneas antes se ha dicho que “ustedes no cuentan ni
pueden contar. Lo único que pueden decir es por qué suceden todas las cosas, pero nadie
les cree, porque ni los nombres de las cosas bien saben” (118). Ya en el prólogo,
Fogwill había advertido que “tampoco es cuestión de mirar a nuestros contemporáneos
como si fuesen otros: nosotros somos otros” (12). “Cuénteme usted” no se refiere a unos
contemporáneos-otros, distintos de quienes han llegado al final de Runa, sino
precisamente a esas personas, a quienes acabamos de terminar de leer la narración y
estamos implicadas en la continuidad del flujo del capital del mismo modo en que lo
está la comunidad que ha bajado de los pájaros de piedra. El hecho es que el capital, a
pesar de su flujo, impone una ilusoria separación entre los estratos de la vida: opuesto a
ello “el mundo salvaje desmiente las mitologías contemporáneas de la discontinuidad
entre alimentación, amor, familia, trabajo, intercambio, política y guerra” (Fogwill en
Guerreiro, 2003, online). Por otra parte, la no implicación, en la lógica de Fogwill, sería
una opción tranquilizadora, bienpensante.
El imperativo consiste en una de las estrategias que, según Hal Foster en “El
artista como etnógrafo” (2001) “perturban una cultura dominante que depende de
estereotipos estrictos, líneas de autoridad estables, y reanimaciones humanistas y
resurrecciones museológicas de muchas clases.” (203). La estrategia a la que me refiero
es la “inversión de los papeles etnográficos” que se deja oír en “Y ahora cuénteme
usted”: allí la voz que hasta ahora nos ha descrito y relatado los usos y costumbres de su
comunidad le exige al otro, a quien ha recogido el testimonio, que cuente. Pero la
inversión, es de esperar, se detendrá allí debido a la imposibilidad de contar por parte de
los humanos que acabamos de revisar. En el mismo lugar, Foster, al retomar al
Benjamin de “El autor como productor”, indica un posible riesgo para el artista en
cuanto etnógrafo. En 1934, Benjamin “acusaba a los movimientos como el Proletkult de
un mecenazgo ideológico que colocaba al trabajador en la posición de un otro pasivo”
(175-176). Más de 60 años después (la primera edición de El retorno de lo real,
volumen que incluye “El artista como etnógrafo”, es de 1996), Foster identifica que “ha
surgido un nuevo paradigma estructuralmente semejante al viejo modelo del 'autor
como productor': el artista como etnógrafo” (177, itálicas en el original). La semejanza
estructural, claro está, radica en la pasivización de un otro más imaginado que real y de,
en palabras de Benjamin, “mecenazgo ideológico”. Tres supuestos, según Foster,
funcionan como vasos comunicantes entre el paradigma del autor como productor y el
del artista como etnógrafo, lo cual redunda en riesgos similares. El primer supuesto, al
que Foster denomina “mito”, homologa el lugar de la transformación política con el de
la transformación artística; el segundo supone que ese lugar “está siempre en otra parte,
en el campo del otro” (177, énfasis del original) y que, justamente en razón de su
supuesta exterioridad y alteridad, ese lugar contiene en sí la posibilidad de subvertir la
cultura hegemónica; por último, el tercer supuesto consiste en que “el artista invocado
no es percibido como social y/o culturalmente otro, no tiene sino un acceso limitado a
esta alteridad transformadora, y de que si es percibido como otro, tiene un acceso
automático a ésta” (177, énfasis en el original). Así, lo que se juega en el campo de la
política y en el campo del arte es un término que ambos comparten: la representación (y
sus problemas). Se trata, en definitiva, tal como propone Foster hacia el final de su
artículo, de permitir “la alteración que ya existe en la representación” para no “alienar al
otro”: son los peligros de la “demasiada o demasiado poca distancia” los que llevan al
autor a abogar por una obra “que intenta enmarcar al enmarcador cuando éste enmarca
al otro” (207).
Ahora bien, el corpus que le interesa y de hecho analiza Foster está compuesto
por piezas de arte visual y plástico: fotografías, collages e instalaciones en museos, en
las cuales la imagen introduce ciertas derivas respecto de la pregunta por la
representación que, en el caso de la literatura, son diferentes. En Runa, la pregunta por
la representación y, como ya se ha despejado, la pregunta por la narración, corren por
otras vías. En definitiva, ¿quiénes son estos terrícolas que sí pueden contar, a diferencia
de los humanos que van a recoger su testimonio? Curiosamente, una serie de imágenes
nos puede brindar la respuesta. Luego del índice propiamente dicho, que lista los
nombres de los capítulos del libro, hay un índice de las 24 ilustraciones que nos han
acompañado en la lectura, las cuales, en su mayoría, consisten en dibujos de figuras
humanas y/o de animales en movimiento. No hay paisaje o forma similar a un fondo en
estos dibujos de lo que se conoce como arte rupestre. A medida que el libro avanza,
cada dibujo recibe un epígrafe que remite a una sección ya leída o que aparecerá pronto.
El índice de las ilustraciones es geográfico: antes del número de página correspondiente
se indica su procedencia. Entre los 24 dibujos cubren los cinco continentes. Con apenas
googlear, se constata que las ilustraciones están tomadas de arte rupestre real: aquí no se
trata tanto de un retorno de lo real sino de una incrustación. Ahora bien, el hecho de que
los dibujos provengan de todo el mundo y, por otra parte, no se indique fecha
aproximada alguna, tal como también ocurre en la narración, tiende a que esta
incrustación de piezas reales provenientes de culturas y regiones diversas tenga el efecto
de desrealizar a Runa más que de propiciar lo que Foster llama el “supuesto realista”, es
decir, “que el otro, aquí poscolonial, allí proletario [y en Runa “primitivo”] está de
alguna manera en la realidad, en la verdad, no en la ideología, porque es socialmente
oprimido, políticamente transformador y/o materialmente productor” (178).
Según Daniel Link, “Fogwill (…) ha leído bien y mucho a Max Weber” (en
Fogwill, 2010, 325). Si, como propongo con Foster, no hay supuesto realista en Runa,
del mismo modo en que Fogwill le declara a Link que Vivir afuera “no tiene ninguna
'capacidad de diagnóstico' de la realidad” (322) sino que esa novela supone una
maquinaria narrativa, entonces lo que hay aquí es, en el sentido de Weber, un tipo ideal
de sociedad prehistórica, configurado a partir de fragmentos de diversas realidades
indicados por los dibujos y su notación geográfica. Vale más aquí la capacidad
heurística que habilita nuevas ideas que la pureza o la realidad efectiva del tipo ideal,
que, como se sabe, no remite a hechos. Por lo tanto, y para responder a la pregunta
enunciada párrafos arriba acerca de quiénes son los terrícolas que cuentan en Runa, esta
comunidad prehistórica no supone sujetos concretos sino que nos reenvía a una
maquinaria narrativa cuya escala, como ya lo indicaba Fogwill en el prólogo, no remite
a una escala humana: en el abismo que media “entre lo sucedido y lo que pudo suceder”
(11) habitan y hablan los terrícolas y aquello que oscila entre lo viviente y no lo vivo, en
definitiva, lo no humano. Es así, conjeturo, que la estructura narrativa de Runa no puede
ser otra de la que es, o sea, una estructura que nada tiene que ver con la matriz
novelesca decimonónica. Virtualmente, sus relatos podrían continuar al infinito, dejando
oir todas las historias que aloja el humus del Chthuluceno, haciéndose eco el uno al otro
y permitiendo que las palabras sean visitadas por lo no humano.

X Conclusión

A largo de este escrito, se ha querido demostrar cómo Runa es una narración


excepcional en la literatura de Fogwill en razón de que su punto de vista supera el
excepcionalísimo humano, cuya encarnación, como hemos visto, usualmente toma la
forma de la matriz de la novela. La estructura de Runa, además que su forma aparente
es la del informe etnográfico —de gran circulación en América Latina—, es, para
decirlo junto a Donna Haraway, tentacular y simpoiética. El modo en que el informante,
cuya voz que nos conduce por cada capítulo, narra y describe los usos y costumbres de
su comunidad, a medida que avanzamos, deja entrever los lazos entre los miembros
vivientes y no humanos que componen esa comunidad. Los lazos de amistad, de
diálogo y de escucha que se entablan dentro de esa comunidad y que leemos a medida
que avanzamos van, a la vez, contrastando con lo que la voz del informante dice acerca
de quienes han ido a recoger su testimonio y, se infiere, a llevar la medicina occidental a
este territorio imaginado por Fogwill. Esta medicina, que supone una cura bajo
la forma de pastillas o píldoras y vacunas, no hace, para el informante, más que matar
sin preguntar, sin saber qué es eso viviente que ha enfermado: solo se lo considera un
cuerpo extraño, invasor, que modifica el organismo. La pregunta que resuena, luego de
la frase final de Runa (“Y ahora cuénteme usted”), es qué ocurrirá con esa comunidad
de la cual se nos ha informado hasta ahora: ¿Occidente la modificará sin hacer
preguntas, tal como el informante describe a la medicina traída a su territorio, la
arrasará en pos de extraer recursos? La introducción de la medicina y el arribo via
“pájaros de piedra brillante” deja suponer que esa comunidad y ese territorio inventados
por Fogwill ya han empezado a ser modificados por agentes externos: de ahí que la voz
del informante finalice con la exigencia de que ahora es el turno del otro de contar. Lo
que le queda a ese otro, con seguridad, solo es contar la futura novela de la épica de la
modernización y conquista.

Bibliografía
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comunidad en la literatura reciente. En Saga. Revista de Letras 11, 164-188.
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Foster, H. (2001). El artista como etnógrafo. En El retorno de lo real. La vanguardia a
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