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EL MISTERIO DE LA IGLESIA EN LA SAGRADA ESCRITURA 1

Horacio E. Lona

OBSERVACIONES PRELIMINARES

LOS PUNTOS DE REFERENCIA PARA UNA ECLESIOLOGÍA AL FINAL DEL SIGLO XX

También en una consideración de la Eclesiología según el testimonio de la escritura es importante clarificar


el “desde dónde” de la pregunta. Justamente porque el tema eclesiológico toca tantas cuestiones de actualidad
que hacen a la comprensión misma de la comunidad cristiana, se entiende que será muy difícil hacer una lectura
desinteresada o sin prejuicios de los textos. Incluso es discutible si una lectura con tal pretensión de objetividad
es realmente posible y deseable. Sería mejor encontrar los presupuestos adecuados para la lectura, desde el
presente de la propia situación eclesial.
Hay muchos ejemplos para mostrar cómo determinadas experiencias y realidades eclesiales han influído en
el modo de leer la escritura, de determinar los temas y de evaluar los datos. Un ejemplo del pasado: la contro-
versia con la reforma luterana hizo que textos como Mt 16,18 se convirtieran en palabras claves, sin que se
preguntara por su significado en el contexto de la eclesiología de Mateo. Tanto el primado de Pedro como la
institución de la Iglesia por voluntad expresa de Jesús eran los temas debatidos, que aquí encontraban una
respuesta tan clara como irrefutable. Un ejemplo de nuestro tiempo: el resurgir, en las últimas décadas, de los
grupos carismáticos se ha orientado hacia textos paulinos para justificar sus inquietudes. Los ejemplos podrían
multiplicarse.
El estado de los estudios exegéticos, el diálogo ecuménico, la reflexión teológica a fines del siglo XX,
revelan como ancrónico cualquier intento de hacer una lectura apologética de los textos bíblicos, en vistas a
defender supuestas verdades relacionadas con los propios intereses48. Pero si este camino ya no se puede
andar, ¿cuál es el planteo de una eclesiología de nuestro tiempo, que sirva de horizonte para la pregunta a la
palabra de la escritura?
El “desde dónde” de la pregunta está conformado por la realidad eclesial y su transfondo sociopolítico. Sin
intentar más que marcar unas líneas generales que sirven para delimitar el horizonte de la pregunta, hay algunos
aspectos que sobresalen. Mirado desde su fin, el siglo XX ha vivido dos momentos fuertes de reflexión ecle-
siológica. El primero de ellos, poco conocido, pero importante por su repercusión años más tarde, coincide con
el movimiento litúrgico alemán en torno a figuras como Romano Guardini y Odo Casel en los años veinte. La
conciencia de la grandeza de la Iglesia y de la expresión del misterio en el culto tiene una formulación brillante
en los “Himnos a la Iglesia” de Gertrud von Le Fort. En un momento de gran crisis social, la reflexión teólogica
descubre en el misterio de la Iglesia una fuente de esperanza, en la que se revela la voluntad salvífica de Dios.
El movimiento fue truncado entre otras cosas por los acontecimientos que preceden a la segunda guerra mun-
dial, pero su repercusión es perceptible en la etapa siguiente.
El segundo gran momento eclesiológico se da en la década del sesenta. Dos documentos del Vaticano II
revelan la nueva conciencia eclesial: la constitución dogmática “Lumen gentium” –el misterio de la Iglesia
como luz de los pueblos– y la constitución pastoral “Gaudium et spes” –la Iglesia en el mundo de hoy. Igual-
mente importante es la encíclica de Pablo VI “Ecclesiam suam”. Muchas investigaciones en el campo de la
Biblia y de la historia del pensamiento cristiano antiguo, confluyen aquí y forman la base sobre la que la Iglesia
tematiza su relación con el mundo.
Así como una determinada constelación sociopolítica influye en el modo de expresión de los documentos
–el clima de esperanza política y eclesial puede parecer ahora, treinta años más tarde, algo ingenuo en su opti-
mismo–, así le sigue una época en la que las tendencias fundamentalistas y restauradoras se acentúan, intentando
negar de hecho lo que había sido anunciado por el Concilio. No se trata solamente de esquemas teológicos que

1 Tomado de H. LONA, Gracia y comunidad de salvación. El fundamento bíblico, Buenos Aires 1998, 97-182.
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se repristinan, sino proyectos concretos de vida eclesial que se proponen y encuentran con frecuencia su con-
creción.
Los últimos años del siglo XX encuentran a la Iglesia en una situación muy particular. La política mundial
adquiere un rostro nuevo determinado por la caída del comunismo y por una reorganización de los centros de
poder, cuyas consecuencias son aún imprevisibles. El secularismo a nivel mundial y el nuevo ateísmo europeo
son las realidades a enfrentar. En sí mismas no son nuevas. Nueva es su dimensión49. Las consecuencias
eclesiales se hacen sentir por doquier. Un creciente distanciamiento con respecto a las estructuras eclesiales
concretas, la puesta en cuestión de normas y enseñanzas, el futuro incierto de formas pastorales tradicionales
y otros síntomas semejantes pertenecen a este cuadro.
La consideración del mensaje bíblico no resolverá los problemas planteados. El objetivo de estas reflexio-
nes consiste simplemente en hacer conciente la situación que vivimos, que condiciona, sin duda, el modo de
leer e interpretar los textos de la escritura.
En esta tarea no buscaremos la posible actualización de los diversos temas. Más importante, porque más
fundamental, es encontrar el núcleo del mensaje que pueda servir de base a una reflexión, en vistas a una praxis
eclesial adecuada al desafío que exige nuestro tiempo. En los temas tratados tratamos de recalcar los aspectos
más relevantes, dejando de lado muchos otros problemas que hubieran superado los límites de esta presenta-
ción.50 Todo esto supone opciones exegéticas en los textos analizados, que no serán justificadas.

PRIMERA PARTE

EL ANTIGUO TESTAMENTO

La consideración del AT como base de la eclesiología, se fundamenta en el hecho innegable de que los
cristianos de la primera generación se consideran como el Israel del fin de los tiempos (cf. Gál 6,16; Apc
21,12), como el pueblo de Dios (cf.1 P 2,9), como la comunidad congregada por Dios. La continuidad con la
historia salvífica se expresa en modos diversos, y no debe ser limitada solamente a algunas expresiones. El
hecho va mucho más allá. El NT considera el hecho cristológico y la realidad de las comunidades cristianas
como el punto culminante de una historia de salvación documentada en la “escritura”. Ubicando la cosa en su
perspectiva histórica, habría que decir que antes de que naciera lo que llamamos “Nuevo Testamento”, en
contraposición al “Antiguo Testamento”, los cristianos leen lo que para ellos era la única “escritura”, y así
entienden su propia realidad y su propio lugar en la historia de la salvación. La relación con el Israel “según la
carne” (1 Cor 10,18) se determinará en formas diferentes; la novedad del mensaje cristiano será acentuada con
intensidad variable, pero la Iglesia de Jesucristo no se presentará jamás sin una historia precedente, de la que
ella constituye la etapa conclusiva.

1. LOS ORÍGENES: LA ELECCIÓN

El punto de partida, tanto a la reflexión cuanto al fenómeno histórico, es la conciencia de elección expresada
en la categoría de “pueblo de Dios”. La certeza de Israel de haber sido elegido por Dios, antecede a la realidad
del “pueblo de Dios” como su presupuesto histórico y su justificación teológica. Israel nunca se entiende fuera
de esta relación especial con su Dios. Abraham, con quien empieza la historia patriarcal, es la expresión privi-
legiada de esta conciencia de elección: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré.
Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los
que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan; y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gén
12,1–3).
La fórmula tradicional que designa a Abraham en toda la historia de Israel, es “Abraham, nuestro padre”.
Ella hace ver cómo la conciencia de elección crea un principio de pertenencia, que es el legado que se transmite

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a las generaciones siguientes. La identidad de Israel a nivel comunitario e individual descansa sobre el presu-
puesto de este principio de pertenencia, expresado en la imagen de la gran familia descendiente del padre
común.
El hecho está acompañado sin duda por circunstancias sociológicas específicas. Con todo, no se deja expli-
car sólo por motivos sociológicos, o, aún menos, psicológicos. No basta decir, que en el contexto sociológico
de grupos nómades, sea normal que estos grupos tengan una relación estrecha con el Dios que los proteje y
acompaña en su camino. Esto es cierto, pero no explica la intensidad de esta relación en el caso del grupo del
que va a nacer el pueblo de Israel, ni la continuidad de la conciencia de elección a lo largo de generaciones
que viven experiencias muy distintas a las experiencias nómadas que pudieron haber hecho surgir el fenómeno.
Sin negar la validez de estas explicaciones a un determinado nivel, son insuficientes para dar cuenta de la
totalidad del fenómeno.
La conciencia de elección hace que las sagas que servirán de base a las tradiciones históricas, posean siem-
pre un doble nivel de significación: uno es el nivel de los hechos mundanos, en el que se entremezclan múltiples
motivos culturales y religiosos. El tema tradicional de la belleza de la madre de la tribu, por ejemplo, aparece
ahora formando parte de una historia que revela la debilidad de aquél que inmediatamente antes había sido
elegido por Dios para constituir una gran nación (cf. Gén 12,1–9 y 12,10–20). Abraham entrega a su mujer al
faraón por temor a la muerte. Pero en esta historia de cobardía y traición, se descubre otro nivel de significación
más profundo: Dios no abandona al objeto de su elección, y lo sigue guiando aún a través de su debilidad. Al
narrar esta historia de “Abraham, nuestro padre” –el episodio se repite en Gén 20,1–18 y en Gén 26,1–11 (el
protagonista es aquí Isaac)– Israel puede reencontrarse en la tensión entre la elección divina y la debilidad
humana, que se va a repetir tantas veces en la propia historia.
La historia patriarcal ofrece otros ejemplos análogos, que muestran la complejidad de la trama histórica.
Uno muy significativo es el de la lucha de Jacob con un misterioso personaje que representa el poder divino.
Éste le adjudica un nuevo nombre: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios
y con los hombres, y has vencido” (Gén 32,29). El episodio prefigura la lucha de Israel con su Dios a lo largo
de los siglos, como pueblo que pertenece a Dios, pero que intentará una y otra vez eludir el compromiso de la
elección.
No es que ambos niveles de significación se superpongan como si cada uno de ellos mantuviera su autono-
mía. Lo propio de la historiografía de Israel es que no se puede hacer una historia del pueblo, sin que ésta sea
al mismo tiempo historia salvífica, es decir, historia de la acción de Dios en el seno de su pueblo.

2. EL “PUEBLO DE DIOS” COMO CONCRECIÓN DE LA PROMESA

La elección está unida desde el principio a una finalidad concreta: la constitución del pueblo de Dios como
pueblo elegido. En realidad, se trata de dos elementos que no pueden separarse. Nunca fue pensada la elección
fuera del marco concreto de su realización. Nunca fue pensada la realidad del pueblo sin tener a la elección
como presupuesto y elemento determinante.
El pueblo es el lugar de la experiencia de salvación en la historia. No existe la salvación exclusivamente
individual, sin la dimensión comunitaria de un pueblo y de su historia.
¿Qué quiere decir “salvación en la historia”? La historia de un pueblo abarca momentos distintos de logros
y de fracasos, en un proceso de continuidad, cambios y rupturas. Nada de esto es ajeno a Israel. La “salvación
en la historia” está unida a estos logros: la conquista de la tierra, el proceso de consolidación política que lleva
a la forma monárquica de gobierno. Los éxitos de algunos reyes, especialmente el crecimiento en tiempos de
David y el esplendor en los comienzos del reinado de Salomón, todos estos acontecimientos conforman la
experiencia del “shalom” histórico: paz y bienestar.
Toda forma de espiritualización de la salvación, es ajena a Israel. No se distingue entre una dimensión
“material” y otra “espiritual”, o entre aquello esencialmente efímero y aquello más perdurable. La distinción
entre “mundano” y “celestial” es del mismo modo extraña a este modo de ver y juzgar la realidad.
Fue esta misma concretez en la concepción de la salvación, la que dió una nota característica a los puntos
más sobresalientes de la historia política, especialmente a los momentos negativos. Ellos desencadenaron crisis
religiosas profundas que aportaron nuevos elementos a la comprensión de la elección y a la conciencia de ser
el pueblo elegido.
En la crisis político-religiosa que vive Israel en el siglo VIII a.C., los profetas anuncian una y otra vez que
la realidad del “pueblo de Dios” no es algo dado una vez para siempre, sino que depende de la respuesta en la
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fidelidad al don de la elección. En el reino del norte, Oseas utiliza el símbolo de la infidelidad conyugal para
exprear la situación de Israel frente a Dios. El segundo hijo nacido de la mujer infiel se llamará “Lo–ammi”,
es decir, “No–mi–pueblo”. El significado condenatorio del símbolo es evidente: “Vosotros no sois mi pueblo,
y yo no soy vuestro Dios”. La posibilidad de salvación en la historia no desaparece, pero no se refiere a un
término próximo, sino que se proyecta a un futuro no precisado temporalmente, en el que el amor y la miseri-
cordia de Dios renovarán la alianza con el pueblo (Os 2,18–22), y éste llegará al aquel conocimiento de Dios,
que significa su salvación. La relación entre Dios y su pueblo es reestablecida por Dios mismo (Os 2,25).
Uno de los elementos más importantes en el contexto que analizamos, es la distinción entre el pueblo y un
“resto” dentro de él. En Jerusalén, el profeta Isaías (después del 740) nombra a uno de sus hijos “Shear
Yashub”: “Un resto volverá”. La expresión designa una pequeña parte del pueblo, un resto, que sobrevivirá a
la catástrofe. Su contenido salvífico no es, en un primer momento, muy marcado. El contexto está determinado
por una realidad política que marcha hacia un final catastrófico, del que se salvará sólo un pequeño grupo.
Las palabras del profeta fueron transmitidas en el tiempo siguiente por grupos de reflexión teológica, que
continuaron desarrollando ciertos temas. Uno de estos temas es el del resto pero ahora con un contenido salví-
fico mucho más explícito. Así lo formula Is 10,20–22: “Aquel día, el resto de Israel y los sobrevivientes de la
casa de Jacob dejarán de apoyarse en aquel que los golpea y se apoyarán con lealtad en el Señor, el Santo de
Israel. ‘Un resto volverá’, un resto de Jacob, al Dios Fuerte. Sí, aunque tu pueblo, Israel, sea como la arena del
mar, sólo un resto volverá. La destrucción está decidida, desbordante de justicia”.51
La imagen del resto es de gran importancia dentro de la historia de Israel, porque anuncia el abandono de
una idea que hasta entonces no había sido puesta en cuestión en forma tan precisa: la idea de la simple perte-
nencia al pueblo como garantía de salvación. La crisis política y religiosa hace que se vaya depurando la
imagen de elección: el sujeto sigue siendo una realidad comunitaria, pero ya no es posible la identificación sin
más con la realidad sociopolitica de Israel. Lentamente se perfila la concepción de que el Israel de Dios no es
idéntico con el Israel empírico, y que tan sólo una pequeña parte, es decir, un “resto sagrado” subsistirá como
resto elegido.
Lo llamativo es que Isaías no renuncia a la vieja concepción, de que la salvación de todas las naciones, será
mediatizada por Israel: “Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada
sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella
y acudirán pueblos numerosos, que dirán: ‘¡Vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de
Jacob! El nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas’. Porque de Sión saldrá la Ley y de
Jerusalén, la palabra del Señor” (Is 2,2f).
Los años depués del retorno del exilio configuran el tiempo en que Israel se constituye cada vez con más
fuerza en una comunidad religiosa. La pérdida de autonomía política, hace que todas las fuerzas se concentren
en mantener la unidad nacional en base a la unidad religiosa, especialmente en lo concerniente al cumplimiento
de la ley.
En este tiempo el peligro no viene tanto de las posibles alianzas con otros países, que significaban siempre
una aceptación de la religión del socio de la alianza, como en los tiempos de la monarquía. La tentación viene
ahora del entorno cultural, provocada por el contraste con la situación desoladora en el propio ámbito socio-
económico. Se trata concretamente del helenismo como fuerza que domina en todo el mundo habitado. Su
cultura influye indirectamente sobre Israel a través de todos los judíos que abandonan Palestina y se radican
en la “diáspora”, en la dispersión, fuera de la tierra de Israel. En el siglo II a.C. hay una influencia directa
ejercida por la política de los seléucidas con su intento de helenización de Palestina.

3. LA CRISIS DE LA HELENIZACIÓN
Y EL NACIMIENTO DE LA TEOLOGÍA APOCALÍPTICA

El gobierno de Antíoco IV Epifanes alcanza un éxito grande en Palestina. No es sólo una influencia desde
afuera. “Mucha gente del pueblo, todos los que abandonaban la Ley, se unieron a ellos y causaron un gran
daño al país” (1 Mac 1,52). Es una parte significativa de Israel la que se decide por la asimilación a las cos-
tumbres del medio ambiente, y con ello renuncia a la propia identidad. No quieren ser diferentes. En último
término es el rechazo del concepto de elección. No desean ser más el pueblo elegido, sino un pueblo “como
los demás”.
La reacción frente a esta realidad no se hizo esperar. Políticamente fueron los macabeos y la revuelta militar
que promovieron. Religiosamente fue ésta la hora de nacimiento de la teología apocalíptica. Si el movimiento
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armado tuvo el carácter de una revolución a nivel político, hay que decir que la apocalíptica significa teológi-
camente más que una revolución. No sin razón se la ha comparado con una “gran mutación” genética, es decir,
con el fenómeno en el que hay un salto biológico en comparación con los elementos hasta ahora conocidos.52
En el contexto de la eclesiología hay dos proyectos a mencionar ante todo por su novedad, pero también
porque cada uno de ellos posee una dimensión social –algo así como un lugar de salvación–, que hace más
claro el perfil propio del movimiento de Jesús y, más tarde, de la Iglesia de Jesucristo. Nos referimos a Qumran
y a Juan el Bautista.
Qumran condena al Israel empírico, identificado con la conducción religiosa de Jerusalén53, y pretende ser
el nuevo Israel al fin de los tiempos.54 El trabajo de exégesis de la escritura al que se abocan, está llevado a
justificar esta pretensión.55
El marco sociológico que determina al nuevo Israel es diferente a todo lo que se había dado anteriormente
al respecto. Ahora ya no es un “resto sagrado” dentro del pueblo, sino una realidad cerrada, que se ha segregado
de la sociedad y vive en la marginación que ha elegido. El modelo sociológico más cercano es el del monacato
cristiano que nacerá siglos más tarde.56
Como Israel de Dios, los miembros del grupo se consideran como los sujetos de la experiencia de salvación
en la historia. Pero ésta tiene poco que ver con la historia de un pueblo, como había sido antes. La experiencia
de salvación está mediatizada por la pertenencia a la comunidad de salvación, y ésta, a su vez, significa la
aceptación de un estilo de vida peculiar, con aspectos hasta ahora impensables en la mentalidad judía. Los que
forman parte de la comunidad en sentido más estricto, se someten a un régimen de obediencia que prevé claros
castigos a los que lo transgreden.57 Deben renunciar a la posesión de sus bienes luego de un tiempo de prueba,
y, por lo visto, hay un grupo que ejerce una ascética sexual que no contempla la posibilidad del matrimonio y
de la familia.58
El grupo que se nuclea en torno a Juan el Bautista tiene puntos de contacto con Qumran, pero sobresalen
las diferencias. La ruptura con el Israel empírico es tan clara como en Qumran. Además de ello hay una deva-
luación de toda la historia salvífica que lo hace clásico representante de la teología apocalíptica. Su llamado a
la penitencia es revelador: “¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira venidera? Dad un fruto
digno de penitencia y no penséis en decir: tenemos por padre a Abraham. Yo os digo: Dios puede hacer surgir
hijos de Abraham de estas piedras. El hacha descansa ya en la raíz del árbol. Todo árbol que no dé un buen
fruto será cortado y arrojado al fuego“ (Mt 3,7–10). Los destinatarios son los judíos en general, pero su perte-
nencia al pueblo elegido no tiene ningún valor. El duro epíteto “raza de víboras“ muestra su verdadero valor
ante Dios a los ojos del profeta. Cualquier recurso a la descendencia de Abraham es desenmascarado como
fútil. Lo importante es la penitencia, es decir, el cambiar totalmente de rumbo para responder a la seriedad del
juicio inminente. Al fin de los tiempos Israel ha dilapidado el capital de la elección: Dios podría suscitar de las
piedras a los verdaderos hijos de Abraham, sin que tengan relevancia alguna los vínculos raciales.
Hay una ruptura con el pasado, como si no hubiera habido ninguna historia salvífica. Pero esto no significa
que la mirada se detenga en el presente. Éste está desprovisto de un valor positivo, y se encuentra determinado
por lo que viene, envuelto por la dinámica de la catástrofe inexorable.59 El horizonte del futuro está configu-
rado por la inminencia del juicio como signo de la ira de Dios que se desencadena en castigo. Un personaje
misterioso, encargado de ejecutar el castigo, ya tiene la horquilla en la mano para limpiar la era: almacenará el
trigo en el granero y quemará la paja en una fuego inextinguible (Mt 3,12). A diferencia de Qumran no hay
espacio para un proyecto de salvación en la historia. No es fortuito que Juan no funde ninguna comunidad en
sentido propio. Los que lo siguen están convencidos de pertenecer al grupo de los que escaparán a la ira futura,
pero no hacen nada para darle una estructura concreta. Sin duda ofrecen un contraste a la sociedad religiosa a
la que anuncian el juicio, pero es un contraste formado por el rechazo y la distancia, sin que sea posible delinear
un perfil propio en base a rasgos positivos. Pareciera que la conciencia del fin inminente no es más que para
una delimitación privativa.
Los dos ejemplos citados muestran dos respuestas a partir de los presupuestos de la teología apocalíptica,
a una crisis de la esperanza sin precedentes en la historia de Israel. Son modelos que permiten pensar la salva-
ción al fin de los tiempos, abandonando la idea de un pueblo elegido destinatario y portador de la promesa.
Qumran representa una opción elitista, en la que la comunidad con sus normas es el único espacio de salvación
en la historia. Juan el Bautista representa, si se quiere, la opción más radical. La historia es incapaz de brindar
el marco para una experiencia salvífica de contornos definidos. Queda sólo la “metanoia” como única respuesta
adecuada.

5
SEGUNDA PARTE

EL NUEVO TESTAMENTO

La inclusión de Juan el Bautista en el párrafo anterior, indica el carácter esquemático de la división entre
en el Antiguo y el Nuevo Testamento, cuando se investiga el tema de la eclesiología a partir de los fundamentos
históricos. La mantenemos, pero sin sacrificar elementos necesarios a la comprensión del fenómeno histórico.

1. JESÚS DE NAZARET Y EL ANUNCIO DEL REINO

1.1. Los presupuestos

El hecho de que Juan bautizó a Jesús en el Jordán está fuera de toda duda. El evangelio más antiguo lo
menciona sin embagues (cf. Mc 1,9). Mateo lo presenta como una concesión del Bautista, que en realidad no
quiere bautizar a Jesús, y lo hace al fin “para que se cumpla toda justicia” (Mt 3,13–15). Lucas presenta el dato
en forma poco clara, en cuanto que primero menciona la prisión de Juan, y luego, de modo genérico, narra el
bautismo de Jesús sin decir nada sobre la persona que lo bautizó (Lc 3,19–21).
La evolución en la transmisión del dato tradicional se explica por la dificultad, que al principio no fue
sentida como tal, de presentar a Jesús como el cumplimiento de la promesa, dejando entender, con todo, que
había sido bautizado por Juan: el que bautiza es mayor que el bautizado.
El bautismo de Jesús, a su vez, supone su pertenencia, por lo menos durante un tiempo, al grupo de segui-
dores del Bautista. Nos movemos aquí en un campo de conjeturas y reconstrucciones, pero las afirmaciones
llegan a dar una imagen bastante coherente. De otro modo es muy difícil explicar el motivo que mueve a Jesús,
un galileo de Nazaret, para ir hasta el Jordán, al lugar donde bautizaba Juan. El bautismo de manos de Juan es
el signo de adhesión por parte de Jesús al movimiento del Bautista. El tiempo de pertenencia al grupo, el
motivo y el momento de la separación –en un momento dado Jesús comienza su actividad en forma autónma–
, son objeto solamente de suposiciones, pero el hecho fundamental permanece.
Hay aspectos del mensaje de Jesús, que llevan la impronta del anuncio del Bautista. En la esperanza del fin
está la base común más notable. El fin de los tiempos es inminente en un sentido real. Frente a este hecho, hay
que obedecer al imperativo de la conversión.
También el anuncio del Reino de Dios en labios de Jesús debe ser entendido en estos términos. El Reino es
una realidad escatológica que marca el fin de una historia de pecado y alienación, para dar lugar al poder de
Dios sobre el pecado y la muerte. No es ninguna metáfora para una salvación atemporal o puramente espiritual.
A la urgencia del contenido del mensaje, se une un aspecto temporal que le sirve de marco. Es cierto que este
aspecto no es el esencial, como si la verdad del mensaje dependiera de él. Pero no es un elemento secundario,
al que se podría renunciar sin ninguna consecuencia para la comprensión de la persona que hace el anuncio.
La diferencia con el Bautista no está en la dimensión escatológica, sino en la imagen del Dios que viene a
instaurar su Reino.60 El mensaje de Jesús está bajo la égida del evangelio, de la buena noticia, y no del juicio.
El juicio resulta sólo del rechazo del anuncio del Reino de la gracia, pero no tiene un lugar propio, aislado del
conjunto del mensaje.
Es igualmente erróneo hacer de Jesús un apocalíptico que anuncia el fin y vive soñando con el final catas-
trófico de la historia, haciendo cálculos para adivinar cuales serán los signos previos a la catástrofe, o ver en
él un predicador moral que anuncia verdades eternas y de validez universal. En un caso se acentúa solamente
el aspecto “escatológico”, en el otro, el “teológico”. En ambos casos se distorsiona el objeto en cuestión, al
eliminar una tensión que le es constitutiva, aunque resulte difícil de entender a la mentalidad del hombre mo-
derno. Las consecuencias de este planteo se ven claramente en el tan debatido problema de la intención de
Jesús con respecto a la fundación de una comunidad salvífica.

1.2. La intención de Jesús

En ambientes teológicos es bastante conocida la frase de A. Loisy: “Jesús anunció el Reino de Dios, y la
Iglesia fue lo que llegó”61. Más allá de la reacción que pueda suscitar en forma inmediata tal afirmación, hay

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que reconocer que pone de manifiesto de modo muy claro y sintético el problema que plantea el innegable
tinte escatológico del mensaje de Jesús, en relación con la realidad de la Iglesia.
Puede decirse incluso que la frase puede ser aceptada en forma ingenua, como constatación de un hecho:
es cierto, Jesús anunció la llegada del Reino de Dios. Éste no ha llegado, y después de la muerte de Jesús se
formaron comunidades de fieles que se llamaban “ekklesía”. Pero esto no sería captar la intención de Loisy,
que pretendía hacer no sólo una simple constatación, sino que quería hacer ver la discontinuidad entre el men-
saje de Jesús y la realidad de la Iglesia, como si ésta fuera sólo un efecto que se dio con el tiempo y determi-
nadas circunstancias, pero no como algo querido por Jesús.62
El problema histórico y teológico es ante todo: ¿es objetiva y real la discontinuidad entre el mensaje del
Reino y la realidad de la Iglesia, tal como la entendió Loisy?
Sin querer menoscabar para nada la urgencia escatológica del mensaje de Jesús, hay que preguntarse por
su intención real al comenzar la así llamada “vida pública”. El proyecto de Jesús puede caracterizarse como la
reforma religiosa del Israel empírico ante la inminencia del fin. Jesús anuncia el Reino, que significa el pri-
mado de la acción salvífica de Dios, anterior a todos los esfuerzos religiosos de los hombres. El Reino es
gracia. No se anula el horizonte estrictamente escatológico, en vistas al fin de la historia. Como fue dicho al
final del párrafo anterior, escatología e imagen de Dios se condicionan mutuamente en el mensaje de Jesús, e
impiden que pueda ser encasillado en la categoría de la pura apocalíptica o de la pura moral. Pero el Dios que
viene no es el juez lleno de ira, del que salva sólo la metánoia, sino el Padre que salva ahora en el presente en
fuerza de su perdón misericordioso, proclamado y transmitido por su enviado, Jesús de Nazaret. El grupo que
se reúne en torno a su persona cuenta con un proyecto de futuro, que no está determinado por el juicio, como
en el caso de Juan el Bautista, sino por el anuncio de la misericordia. El cuento del padre misericordio (Lc
15,11–32), hace ver justamente en qué medida el perdón puede crear “futuro”, en la medida en que permite
vivir.
La dimensión comunitaria es constitutiva a este intento de reforma. Dios ofrece a Israel una última chance.
Esto quiere decir, que Jesús no persigue un ideal elitista que lo aísle del marco social concreto en que vive la
sociedad de su tiempo. El lugar de la salvación no está fuera del ámbito social, como en Qumran, sino en el
seno de la realidad social. Jesús no quiere una secta y no teme el contacto con los distintos grupos sociales de
su tiempo. Los conflictos que nacen como respuesta a su mensaje, son el fruto de su apertura a todos lo estratos
de la sociedad de su tiempo, en busca de la ansiada reforma. Su centro de acción está en Galilea, pero no deja
de ir a Jerusalén para anunciar el mensaje.
Un signo claro de la relevancia social del anuncio del Reino es la elección de los doce discípulos. Es una
de las llamadas “acciones simbólicas”, en el sentido de la tradición profética.63 Los doce representan el germen
del nuevo Israel del fin de los tiempos. Su envío al Israel de su tiempo –no tienen que ir por el camino de los
paganos ni entrar en la ciudad de los samaritanos (cf. Mt 10,5)– hace significativo el anuncio del mensaje a
toda la realidad social que debía ser reformada.
No hay una ruptura con el pasado, pero tampoco una continuidad sin más. Jesús no se contenta con reforzar
las estructuras religiosas de su tiempo. No intenta una reforma invitando a la observancia minuciosa de la ley,
como lo hacían los fariseos –también ellos un movimiento de reforma. Mucho menos pone el acento en la
eficacia de los actos cultuales, para que Israel vuelva a ser el Israel de Dios. Si al llevar la ofrenda al altar, uno
se acordara que su hermano tiene algo en contra de él, debería ir primero a reconciliarse con su hermano, y recién entonces
cumplir el acto de culto (Mt 5,23f).
La necesidad de una reforma es ineludible, porque el fin está próximo. Pero Israel tiene la posibilidad de
responder positivamente al desafío que significa la última hora. El diagnóstico no es desesperanzado, como si
lo único que restara fuera refugiarse en la penitencia. La reforma es posible. En qué consiste esa reforma, esto
es lo que tiene que estar demostrado y vivido en forma paradigmática por los discípulos que siguen a Jesús.
Con respecto al resto de la sociedad ellos forman una imagen de contraste: las relaciones de poder no deben
ser como entre las naciones, que se subyugan y esclavizan (Mc 10,42–45); deben estar dispuestos al perdón;
renuncian al ejercicio de la violencia (Mt 5,38–42) y aman al enemigo, imitando con ello al poder de Dios que
es misericordioso y paciente con buenos y malos (Mt 5,43–45).
A la luz de estas consideraciones se puede dar una respuesta a la frase de Loisy. Es cierto que Jesús no
viene a fundar una iglesia cristiana, sino a reformar a Israel mediante la constitución de un grupo con un valor
simbólico: representa al nuevo Israel que va a servir de modelo a toda la sociedad. Jesús no anuncia ni a un
nuevo Dios ni a una realidad social extraña a Israel. Su proyecto es judío, no universalista ni ecuménico. No
se preocupa por una misión de los paganos, ni traspasa los límites de Israel. Probablemente incluía a los paga-
nos en un esquema de salvación semejante al que anunciara mucho antes Isaías. Cuando Sión llegue a ser el

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Israel de Dios, atraerá a todos los pueblos con su luz, y estos marcharán hacia allí en una peregrinación que
los unirá a todos (cf. Is 2,2f).
Desde este punto de vista Jesús, es cierto no quiso fundar una iglesia, sino que anunciaba la llegada del
Reino. Pero la cosa no concluye aquí. Al anuncio del Reino pertenece esencialmente el proyecto comunitario,
en el marco histórico-salvífico que vive Jesús con su intento de reforma. Sin esta dimensión comunitaria Jesús
queda reducido a un apocalíptico sin contacto con la realidad, que transmite su visión sobre el fin de los tiempos
a un grupo de simpatizantes, sin renunciar por ello a su aislamiento. La consideración atenta de los elementos
históricos transmitidos por los evangelios sinópticos, hace inaceptable una presentación de la imagen de Jesús
y de su intención, concebidos en tales términos.
En realidad, suena a anacrónico e históricamente desubicado atribuir a la necesaria discontinuidad entre el
proyecto de Jesús y la realidad de la Iglesia más importancia de la que tiene, sin descubrir ningún vínculo de
continuidad entre ambas realidades, como si el desarrollo de fenómenos histórico-religiosos siguiera una lógica
causal, en la que todo efecto es claramente deducible a partir de sus presupuestos. La historia muestra que este
tipo de relación de continuidad, se da raras veces.

2. DEL MOVIMIENTO DE JESÚS A LA IGLESIA DE JESUCRISTO

La experiencia pascual es el acontecimiento que actúa de nexo entre el movimiento de Jesús y la Iglesia de
Jesucristo. Desde otra perspectiva, esta experiencia marca un nuevo comienzo en la vida de los discípulos, en
íntima relación con una nueva conciencia comunitaria.
Resulta esclarecedor destacar la analogía entre el comienzo de la cristología y el comienzo de la eclesiolo-
gía, pues ambas son aspectos distintos de una misma realidad. La confesión de fe en el crucificado y resucitado
supone una nueva visión de la persona de Jesús, en la que sus actos y sus palabras adquieren una dimensión
mucho más profunda y rica de lo que habían experimentado los discípulos en el tiempo antes de su muerte.
Pero la experiencia pascual no es un comienzo absoluto, como si el tiempo con el Jesús histórico no hubiera
significado nada relevante. La fe pascual interpreta más bien experiencias a la luz de una nueva certeza, que
nunca hubiera sido posible tener en contacto con una realidad histórica, siempre marcada por la ambigüedad
esencial del dato histórico.
En una relación análoga a la importancia del Jesús histórico para entender el origen de la cristología, hay
que ver el significado del proyecto comunitario de reforma de Israel para entender el nacimiento de la Iglesia
de Jesucristo.
Lo que ante todo llama la atención, es la falta de una reflexión que quiera justificar la existencia de la
comunidad eclesial. Es cierto que los escritos del cristianismo primitivo nacen más o menos veinte años des-
pués de la muerte y resurrección de Jesús, pero el hecho sigue siendo significativo. Por lo visto, los discípulos
se congregan convencidos por la fuerza del testimonio de aquellos que proclaman la resurreción de Jesús, y
allí, junto con la fe en el crucificado y resucitado, nace la conciencia de formar parte de la comunidad de los
elegidos en el fin de los tiempos. La fe pascual da una nueva cualificación al grupo que se congrega “en su
nombre”, pero, como decíamos antes, no se trata de un acontecimiento totalmente nuevo. Con una imagen
sacada de la realidad biológica: lo que se gestó y existió en forma embrionaria, ahora nace y se desarrolla.
Es poco lo que sabemos sobre estos orígenes. Pero los datos que se pueden deducir de escritos posteriores,
permiten reconocer elementos importantes. Jerusalén fue, sin duda, el lugar de reunión de la nueva comunidad.
La tradición de una aparición del resucitado en Galilea es fuerte y merece confianza (cf. Mc 14,28; 16,7). 64
Por otra parte coincide con el dato de la dispersión de los discípulos y de su probable retorno al lugar de origen.
Pero el lugar de reunión de los creyentes en Jesús como mesías crucificado, fue Jerusalén. Pocos años después
de estos acontecimientos Pablo visita a Pedro en la ciudad santa (Gál 1,18). Allí mismo, tiene lugar el choque
de las autoridades judías con los primeros convertidos provenientes del judaísmo helenista (Hech 7). La im-
portancia de la comunidad de Jerusalén en estos primeros años no necesita ser subrayada.
El motivo de la elección de Jerusalén, como la ciudad en la que la primera comunidad se asienta, es fácil
de descubrir. Aún cuando la actividad de Jesús se había desarrollado prevalentemente en Galilea, y de que el
grupo inicial venía también de esa región, la esperanza escatológica del retorno triunfal del resucitado estaba
unido seguramente a Jerusalén, la ciudad de la promesa, la sede de la dinastía davídica, y la ciudad de la muerte
de Jesús.

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La tradición transmitida por Pablo de una aparición del Resucitado ante quinientos “hermanos” (1 Cor
15,6), es interpretada por algunos autores como indicio de un acontecimiento histórico, con un valor constitu-
tivo para la comunidad de Jerusalén. Sería el núcleo histórico del relato de Pentecostés en Hech 2,1–13.65 Con
todo prevalece la opinión de que: 1) ambos hechos no pueden ser interpretados como reflejo de una experiencia
pneumática; 2) Hech 2,1–13 tiene demasiados rasgos de teología lucana, como para sobrellevar el peso de una
prueba histórica del acontecimiento de Pentecostés. En 1 Cor 15,6 Pablo asume y transmite una tradición
recibida, distinta de la fórmula de fe en 15,3–5 y del testimonio sobre Santiago en 15,7. El motivo que une los
tres textos es el tema de la aparición: a Cefas, a los quinientos y a Santiago. Pero no hay ningún detalle que
permita reconstruir el transfondo histórico de los hechos.
El texto de Gál 1,18 es muy escueto, pero da a entender que Pedro es una figura dominante en la comunidad
de Jerusalén. Pablo mismo acepta esta autoridad, en cuanto lo nombre casi siempre “Cefas”, la forma aramea
de “Petros”.66 El motivo de este papel directivo no está explicitado. Puede suponerse un papel específico
jugado por Pedro en el círculo de los discípulos, como dejan traslucir los relatos evangélicos en los que Pedro
toma la iniciativa en nombre de todo el grupo.67 Decisivo fue sin duda el hecho de una aparición del Resuci-
tado (1 Cor 15,5), que lo cualifícó como testigo de la resurrección.
Ya en los comienzos se perfila otra figura dirigente en la comunidad: Santiago, el hermano de Jesús. En el
tiempo del Jesús histórico aparece solamente su nombre (Mc 6,3; Mt 13,55). Pero después es nombrado junto
a Pedro en Jerusalén (Gál 1,18). En el tiempo del “concilio” de Jerusalén juega un papel preponderante (Gál
2,9), y su influencia se extiende a otras comunidades (Gál 2,12). La “carta” de Santiago es un testimonio tardío
de su autoridad en las comunidades cristianas, como representante de los interés más genuinos de los creyentes
venidos del judaísmo, vivamente interesados en defender la vigencia global de la ley judía en la vida cotidiana
de los fieles.68
Cuando las autoridades cristianas de Jerusalén deciden conceder a los paganos –representados por Pablo y
Bernabé– la posibilidad de insertarse a la comunidad sin asumir antes la obligación de la ley judía (Gál 2,1–
10), parece que lo hacen de acuerdo a una estructura colegial. Los delegados de Antioquía no tratan con toda
la comunidad de Jerusalén, sino sólo con los “notables” (Gál 2,2). Las decisiones son tomadas por ese grupo
directivo: Santiago, Cefas y Juan (Gál 2,9), y no dependen ni de una persona aislada ni de la aprobación de
toda la comunidad. El orden en el que Pablo menciona a los “notables” –primero Santiago–, deja ver que al
hermano de Jesús le adjudica una importancia especial.
En el curso de un tiempo relativamente breve, emergen dos grupos marcadamente diferentes en la comuni-
dad de Jerusalén: el más antiguo es el de los creyentes judío–palestinenses, reclutados entre aquellos que ha-
bían seguido a Jesús, y los que luego se unieron al movimiento de sus discípulos. A éste “grupo base” se une
el grupo de creyentes judío–helenistas, a cuya cabeza aparece Esteban. La peculiaridad de este grupo, se mues-
tra en el hecho de que ellos son los primeros que llaman la atención de las autoridades judías, suscitando las
primeras controversias en Jerusalén. Ellos dan ocasión al primer choque de envergadura con los judíos, que
concluirá con la muerte de Esteban en un acto de justicia popular (Hech 7).
Este grupo jugará un papel cada vez más importante en los años siguientes, porque sus integrantes son los
primeros que deben dejar el suelo palestino, y se difunden en la diáspora helenista. Hech 8,1 presenta los
acontecimientos como consecuencia de la confrontación de las autoridades judías con los cristianos helenistas
en Jerusalén. El dato merece confianza. De todos modos se inicia con este grupo la misión en Fenicia, Chipre
y Antioquía (Hech 11,19).
De acuerdo a la narración de Lucas todo este fenómeno expansivo se desarrolló en los primeros años de la
década del 30. Así se entiende también que un judío celoso de la ley –también él judío helenista–, como Saulo,
haya puesto la mira en forma especial en este grupo herético, para combatirlo. Con él comienza un nuevo
capítulo en la historia del cristianismo.

3. LA IGLESIA DE PABLO

3.1. El fundamento cristológico y la historia salvífica. El misterio de Israel

En la versión que da Hech 9,4s sobre el encuentro del fariseo Saulo con el Resucitado, éste le pregunta:
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Saulo pregunta a su vez: “¿Quién eres, Señor?”. La voz del cielo
responde: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Al perseguir a los cristianos, Saulo persigue al Señor mismo.
El texto es de Lucas, pero transmite un elemento que caracteriza bien el pensamiento de Pablo sobre la Iglesia:
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la realidad histórica de la Iglesia, como comunidad de los creyentes, hace presente el misterio de Cristo en el
tiempo.
Al comienzo de la carta a los tesalonicenses, la primera obra de la literatura cristiana, Pablo escribe: “Pablo
y Silvano y Timoteo a la iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. La gracia y la
paz estén con vosotros” (1 Tes 1,1). La iglesia69, que aquí designa a la comunidad local70, está constituída
por los fieles de un determinado lugar geográfico: son los tesalonicenses. Pero la comunidad no se define por
un lugar geográfico, sino por un lugar teológico. Ese lugar es Dios Padre y el Señor Jesucristo. Explicitemos
el sentido de la afirmación tan escueta.
Todo el cristocentrismo paulino descansa sobre un eje estrictamente teológico. El envío del Hijo marca la
“plenitud de los tiempos” (Gál 4,4), pero es Dios Padre quien envía al Hijo. El misterio del amor del Padre es
la fuente de la reflexión cristológica. Cristo es el “sí” de las promesas de Dios, el signo definitivo de su fideli-
dad (2 Cor 1,20). Sin desmerecer todos los esfuerzos humanos que insiden en la fundación y atención de las
comunidades, el crecimiento de la Iglesia no es obra del hombre, sino de Dios (1 Cor 3,6s). Desde la perspec-
tiva de la acción de Dios, la Iglesia es la edificación de Dios (1 Cor 3,9).
En la confesión cristológica está contenido el fundamento histórico de la eclesiología paulina, por la im-
portancia del acto redentor de Cristo en la cruz. Allí es donde se concretiza el proyecto de Dios de salvar al
hombre con su gracia. En la cruz se produce el rescate de la maldición (Gál 3,13) y del pecado (2 Cor 5,21),
para dar lugar a la bendición y a la justicia. Si la existencia “en Cristo” es definitoria de la vida cristiana, esto
no se refiere solamente a la realidad individual, sino siempre también a su configuración comunitaria.
Para Pablo la Iglesia no es una realidad casual, sino que en ella se da el cumplimiento de la promesa de
Dios a Abraham. La importancia de Abraham en el tema de la gracia –los conceptos fundamentales de la
teología de la gracia paulina provienen de la historia de Abraham– muestran con claridad la relación de conti-
nuidad con respecto a la historia salvífica en la que el Apóstol ubica al misterio de la Iglesia. La Iglesia es la
expresión histórica del don de la gracia. Si Abraham es llamado “padre de los creyentes” (Rom 4,16), esto ya
mira a la realidad de los cristianos. Ellos son los hijos de Abraham (Gál 3,7). La denominación no excluye a
los judíos, pero la condición para tener a Abraham como padre no es ya la circuncisión o la pertenencia fáctica
al pueblo de Israel, sino la fe. Aún más. En Rom 2,28s Pablo afirma que el ser judío no se define por lo exterior,
ni por la circuncisión de la carne, sino por una realidad interior, por la circuncisión del corazón con la fuerza
del Espíritu y no de la carne. Éste el que recibe el elogio, pero no de los hombres, sino de Dios. El contexto
lleva a pensar, que el creyente, en forma precisa el cristiano proveniente del paganismo, es el que ahora encarna
al verdadero judío, tal como fue querido siempre por Dios.
La pretendida continuidad con el Israel de Dios (Gál 6,16) no se apoya en una mera continuidad histórica,
sino en la continuidad del obrar de Dios en la historia, que se muestra en la salvación por la fe. Este modo de
considerar las cosas no es nuevo. Tiene como precedente el mensaje profético de que no todo Israel alcanzará
la salvación, sino un pequeño resto santo.
Ahora bien, si los creyentes son los herederos de las promesas hechas a Abraham, en cuanto participan de
la herencia de Jesucristo (Gál 3,16.29; 4,7), si ellos son los destinatarios del designio salvífico otrora enco-
mendado a Israel, ¿cuál es el papel del pueblo elegido?
Pablo encara el problema con la lucidez y seriedad con que puede hacerlo alguien que se siente inmediatamente
tocado por él (Rom 9–11). No es un problema teológico a resolver, sino un problema vinculado con su propa
existencia de judío, que no admite ninguna renuncia a la propia identidad. Por eso Pablo reconoce su dolor
frente a la situación del rechazo de la fe de parte del judaísmo oficial (Rom 9,2). Su intención no deja lugar a
dudas. Estaría dispuesto a caer en la maldición con tal de salvar a su pueblo (Rom 9,3).
Su respuesta se articula en tres momentos. El primero es de carácter genérico y fundamental. El Israel
empírico sigue siendo el objeto privilegiado del plan de salvación. Dentro de este proyecto original Israel
conserva su papel especial. El evangelio es una fuerza de salvación para todos los creyentes, primero para el
judío, pero también para el pagano (Rom 1,16). Así como el judío será llamado en primer lugar a rendir cuentas,
si es que hace el mal (Rom 2,9), así también es él el primer destinatario de la alabanza, si es que hace el bien
(Rom 2,10).
Esta consideración teológica no oculta el hecho del rechazo de Jesús como el mesías anunciado. En un
segundo momento, Pablo alude a la ya mencionada distinción entre el Israel de Dios y el Israel empírico: “No
todos los que provienen de Israel, pertenecen a Israel” (Rom 9,6). La distinción permite salvar la continuidad
salvífica, recurriendo a un fenómeno de substitución. Ahora son los cristianos los que forman el verdadero
Israel. Pero esto no da ninguna respuesta al interrogante acerca del destino del Israel empírico. ¿Será que los
paganos, que no buscaban la justicia salvadora de Dios, ahora reciben esa justicia como justificación por medio
de la fe, mientras que Israel, que se empeñó en el cumplimiento de la ley para alcanzar una relación salvífica
10
con Dios, ahora no alcanza el objetivo de la ley? La pregunta formulada en Rom 9,30f 71 es la pregunta no
sólo por la salvación del Israel empírico, sino también por el sentido de la elección y de la donación de la ley
como camino de salvación. La ecuación guarda una estrecha analogía. Lo que es el mensaje de la gracia con
respecto a la ley, lo es la Iglesia de Jesucristo al Israel concreto. En ambos casos hay una realidad presente, en
la que se descubre el designio salvador de Dios. En ambos casos pareciera que esa realidad presente reemplaza
una realidad histórica, portadora original de la promesa. La pregunta que se plantea es la misma: ¿ha tenido un
sentido la elección original, cuando al final hay otro protagonista en esta curiosa historia? La pregunta, en
último término, busca encontrar el sentido de la acción de Dios, que sigue caminos tan sorprendentes.
La respuesta que Pablo da –en un tercer momento–, puede resultar extraña al hombre moderno, pero el
modo de expresión muestra que el Apóstol la considera una verdad que pertenece al misterio de Dios, y que,
por lo tanto, escapa a una prueba argumentativa: El “endurecimiento”, es decir, el rechazo de la fe en Jesús
como mesías, durará en el Israel incrédulo hasta que el conjunto de los paganos llegue a la fe. “Entonces todo
Israel será salvado” (Rom 11,25f). Esto quiere decir, que la conversión de los paganos es la condición para
que también Israel encuentre el camino de la salvación por un acto salvador de Dios.
No hay que extrañarse por el cierto “mecanismo” de salvación sugerido por la expresión de Pablo. Tampoco
esta concepción es nueva. Lo nuevo y sorprendente es la inversión de los términos de la cuestión. Según el
texto ya citado de Is 2,2s Israel es el mediador de la salvación de los pueblos. Por eso no era necesaria ninguna
misión entre ellos. Bastaba que Israel cumpliera su función como luz de las naciones, para que éstos, viendo
la luz que brillaba sobre Sión, iniciaran la peregrinación escatológica al monte del Señor. Ahora es exactamente
lo contrario. La fe de los paganos es la condición de salvación de Israel.
Es inútil preguntar por el modo concreto de esta salvación, por la libertad y poder de decisión de los indi-
viduos. El esquema utilizado no se interesa por tales cuestiones. Con Israel como protagonista, o con los pa-
ganos, la cuestión de fondo es la misma. Se trata de responder a un interrogante que, a los ojos humanos, es
insoluble. La imposibilidad de encontrar una solución no proyecta ninguna duda sobre la voluntad salvífica de
Dios, y el esquema permite expresar la firme fe en que esta voluntad, a pesar de las aporías del presente, se va
a imponer.

3.2. La mediación sacramental

La palabra de la predicación suscita la fe y mueve a la confesión abierta: Jesús es el Señor (Rom 10,9s).
Los creyentes son los que descubren la fuerza y la sabiduría de Dios en el mensaje de la cruz, que para los
judíos y griegos no es más que ocasión de escándalo o necedad (1 Cor 1,18–25). Nada de esto puede negarse
ni olvidarse, pues constituye el centro de la teología paulina. Pero hay otro aspecto que pertenece igualmente
a la realización de la fe, no como algo secundario, sino como una consecuencia y concretización, a nivel de
signo real, del don de la fe. Se trata de la mediación sacramental en el bautismo.
El hecho salvífico es irrepetible. La palabra de la predicación lo anuncia y lo hace objeto del asentimiento
en la fe. Pero Pablo piensa en una forma de apropiación del don de salvación que se realiza en la acción
simbólico–sacramental. Aquí es donde acontece el encuentro entre el creyente y una realidad temporalmente
pasada, pero que se actualiza en forma significativa, es decir, sacramental.
La muerte de cruz mantiene su carácter único e irrepetible, pero el bautismo permite que el creyente haga
propio este hecho, incorporándolo definitivamente a su vida. En él acaece una contemporaneidad sacramental
con el hecho salvífico que posibilita su integración en la existencia del individuo. En el bautismo el creyente
muere junto con Cristo y es sepultado con él (Rom 6,4). El símbolo de la muerte abarca mucho más que la
realidad biológica que la muerte. La vida continúa, pero en la existencia del creyente se ha dado un giro tan
profundo, que equivale a un morir para comenzar a vivir a una nueva realidad.
La fuerza que determina la nueva vida no es la simplemente biológica, sino la fuerza del Espíritu, que ahora
se da al creyente. Es la fuerza misma de Dios que se hace historia en la experiencia del individuo y de la
comunidad. Si en la vida de la Iglesia todos los hombres tienen el mismo valor ante Dios, sin distinción de
razas, sexo o condición social (Gál 3,28; 1 Cor 12,13), esto se debe a que los bautizados se han revestido de
Cristo y forman en él una unidad en la que están superadas las diferencias señaladas. Las consecuencias ecle-
siológicas de esta concepción se reflejan en la estructura comunitaria.
Además del bautismo hay otra mediación sacramental, la eucaristía, que está íntimamente relacionada con
la imagen eclesial que va a ser tratada en el próximo tema: la imagen de la Iglesia como cuerpo de Cristo.
Pablo piensa que la “fracción del pan” –un término característico para designar la eucaristía– crea la comu-
nión con el cuerpo de Cristo (1 Cor 10,16). El signo del único pan, que todos comen, confirma el hecho de que

11
todos los creyentes conforman un solo cuerpo (1 Co 10,17). La mediación sacramental tiene un poder consti-
tutivo para la unión de los creyentes con el Señor resucitado y entre sí, como realidad social.
Observando el contexto de estas afirmaciones, salta a la vista el realismo con el que Pablo comprende esta
realidad. En 1 Cor 10,14–22 se retoma la argumentación sobre la carne ofrecida a los ídolos, comenzada en el
cap. 8. El fundamento de una conducta restrictiva al respecto, no es ya la consideración del hermano débil
(8,7–13), sino la incompatibilidad entre la participación al banquete de los ídolos –al comer la carne que les
fuera ofrecida–, y la participación a la mesa del Señor. La pertenencia al cuerpo del Señor por el bautismo, se
actualiza y fortalece por la participación del único pan. Y este sentido de pertenencia es tan fuerte que excluye
necesariamente todo otro tipo de comunión. La mesa del Señor no puede compartirse con el altar de los ídolos.

3.3. El Espíritu y el cuerpo

La metáfora del cuerpo para designar a la Iglesia como realidad social no es una creación paulina. También
la filosofía estoica la había aplicado a la realidad social y a la realidad cosmológica, para indicar la relación de
unidad orgánica y de diversidad de los componentes. Pablo la recibe a través del judaísmo helenista de cuño
alejandrino, que ya la había hecho patrimonio propio.
En 1 Cor 12 aparece por primera vez aplicada a la comunidad local. El contexto es una pregunta de los
corintios sobre los dones del Espíritu. El Apóstol acepta y promueve el entusiasmo carismático de la comuni-
dad, pero tiene cuidado de corregir desviaciones y moderar excesos.
La diversidad de carismas es su punto de partida. Todos ellos tienen un mismo origen: el Espíritu (1 Cor
12,4–11). La imagen del cuerpo y de los miembros le sirve como modo de expresión de la cosa significada:
“Pues como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y aunque todos los miembros son muchos el cuerpo
es uno, así también Cristo” (12,12). Pablo no se queda con una comparación genérica, sino que pone de relieve
su interpretación, que es específicamente cristológica: “Pues todos nosotros, en un mismo Espíritu, hemos sido
bautizados en un sólo cuerpo, ya judíos o griegos, ya libres o esclavos, todos hemos bebido del mismo Espíritu”
(12,13). La unión del cuerpo se realiza por el bautismo. La pertenencia a un solo cuerpo anula las diferencias
raciales, relativiza las diferencias sociales y une a los miembros por el don del mismo Espíritu.
Las afirmaciones de Pablo sobre el Espíritu surgen de una experiencia personal y comunitaria muy profunda
e inmediata. Nos interesa el segundo aspecto.
La estructura dentro de la comunidad está marcada básicamente por el don del Espíritu. Es él quien anima
en los fieles al servicio a la comunidad en una forma determinada. El texto más importante es 1 Cor 12,28: “Y
Dios los puso en la Iglesia: primero los apóstoles, segundo los profetas, tercero los maestros, luego aquellos
capaces de hacer milagros, luego aquellos con el don de curación, de servicio, de gobierno, los discursos en
lenguas”. En todos los casos se trata de “carismas”, es decir, de dones del Espíritu (12,30), que enriquecen a
la comunidad con su diversidad en vistas a su crecimiento o edificación. Pablo los enumera con libertad. Algo
semejante está presente en Rom 12,6–8. Aquí el Apóstol habla del don de profecía, de la diaconía, de la ense-
ñanza, del don de consuelo, de gobierno y el de obrar con misericordia.
No hay ninguna contradición en la expresión “estructura carismática”.72 Todo grupo humano posee una
estructura, aunque sea una caótica. La estructura carismática apunta a un orden dinámico, en el que las rela-
ciones están sometidas a una variabilidad mayor que en una estructura jerárquica determinada con precisión
de antemano, en la que los roles a cumplir por determinadas personas están claramente delimitados.
La comunidad tiene criterios para que también en la estructura carismática se mantenga el orden necesario
a su crecimiento. Ante todo está el principio del orden elemental querido por Dios (14,33), al que se tienen que
someter los que hablan proféticamente o en lenguas. Lo importante es el aporte del propio carisma a la edifi-
cación de la comunidad. Esto supone una comprensibilidad o comunicabilidad básica, que, por ejemplo, lleva
a una valoración del don de la profecía por encima del don de lenguas (14,16).
La prueba del don del Espíritu la brinda la vida misma del carismático: como apóstol, profeta, maestro,
etcétera. El apóstol es el misionero itinerante, que recorre las comunidades llevando el mensaje, testimoniando
con su vida menesterosa la fuerza de Dios que lo acompaña. La contradicción se daría, si es que el apóstol se
instalara en una comunidad abandonando su tarea misionera.
Los criterios de discernimiento de los dones del Espíritu –también éste en un don según 1 Cor 12,10– no
son de fácil aplicación. El don de la profecía, por ejemplo, está unido a la fuerza de la palabra que anuncia el
mensaje de Dios en el hoy de la comunidad. ¿Cómo marcar los límites entre la elocuencia o la capacidad de
persuasión al servicio de un interés personal, y la interpretación de la palabra de Dios en forma auténtica? ¿Qué
ocurre cuando dos profetas, que pretenden hablar con la fuerza del Espíritu, dicen cosas distintas u opuestas?
¿Cómo decide la comunidad?
12
En las listas de carismas que hemos citado antes, llama la atención que el don de gobierno no aparezca
nunca en un lugar destacado, mientras que la profecía y la enseñanza ocupan siempre un lugar relevante (cf. 1
Cor 12,28; Rom 12,6–8). Por lo visto Pablo no ve en una función de gobierno fijada en una persona –cualquiera
sea el modo de elección y el ejercicio de la autoridad– el modo más adecuado de canalizar la dinámica comu-
nitaria o de solucionar los problemas.
Problemas semejantes al del ejercicio del don de la profecía, pueden imaginarse en todos los dones espiri-
tuales. Todos tienen el mismo origen: el carisma supone la inmediatez del don, sin la mediación de nadie. ¿Qué
o quién legitima al que pretende poseer un carisma determinado? ¿Cómo se regula el ejercicio del carisma
dentro de la comunidad, en la que, sin duda, siempre se darán divergencias y tensiones, que pueden estar, a su
vez, fundamentadas en la misma pretensión carismática? Pablo da algunas indicaciones importantes en 1 Cor
14, pero es lógico que no quiere desarrollar casuística que no hubiera podido ser nunca exhaustiva, ni difícil-
mente hubiera sido una ayuda efectiva a la hora de resolver los problemas.
La lectura del “corpus paulinum” muestra varias veces que en las comunidades paulinas no faltaron los
intentos de poner en cuestión la autoridad misma de Pablo. Los motivos son distintos, pero la dinámica caris-
mática pudo volverse también en contra del Apóstol. La polémica en 2 Cor 10–13 es un ejemplo de ello.
Ninguna de estas dificultades movió al Apóstol a imponer una estructura comunitaria, en base a principios
diferentes de los ya formulados.
Una consecuencia de esta concepción eclesiológica se advierte en el rol de la mujer en las comunidades
paulinas73, mucho más activo que en el ambiente judío clásico. La mujer reza y habla proféticamente en las
asambleas litúrgicas (1 Cor 11,5), ejerce funciones asistenciales como diaconisa (Rom 16,1s), colabora con el
apóstol en la labor misionera (Rom 16,3.6.7). La generación siguiente, representada por las Cartas Pastorales,
asumirá una actitud más restrictiva. El proceso muestra con toda claridad la interdependencia entre la compre-
sión teológica de la Iglesia y las estructuras eclesiásticas.

4. LA IGLESIA EN LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS

La consideración de los evangelios sinópticos exige una breve aclaración hermenéutica. La literatura epis-
tolar, de la que Pablo es el representante más destacado, testimonia el contacto directo con las comunidades
cristianas. Los hechos que motivan las cartas son, en la mayoría de los casos, problemas concretos dentro de
esas comunidades. Por cierto que Pablo nunca hace un tratado “De ecclesia”, y que sus afirmaciones sobre la
realidad de la Iglesia están dispersas en un amplio ámbito temático. Pero aún así, la realidad de las comunidades
está visualizada en forma directa.
En los evangelios sinópticos la óptica es diferente. Se trata del anuncio de Jesús como el Cristo en la forma
de la narratividad: se cuenta su historia como anuncio de fe. No hay que olvidar que los evangelios nacen en
el seno de comunidades cristianas, que son así las primeras destinatarias de estos escritos no compuestos para
un gran público. Estas comunidades forman el transfondo de comunicación y de significación de los evange-
lios, pero no son el objeto directo de la temática.
La consecuencia para la pregunta por la eclesiología en los sinópticos, es que no encontraremos en ellos
sino afirmaciones que sólo son un reflejo de la realidad comunitaria, permaneciendo ésta misma en un modo
encubierto. El trabajo de análisis tendrá un peso hipotético mayor, que en el caso de la literatura epistolar,
porque hay más a reconstruir.

4.1. El evangelio de Marcos

La exégesis moderna está de acuerdo en que la estructura del primer evangelio consta de dos grandes sec-
ciones: la primera es 1,1– 8,26; la segunda 8,27–16,8. En nuestro tema nos interesa sobre todo la segunda
parte.
Tres anuncios de la pasión y muerte de Jesús marcan el comienzo de esta parte: 8,31; 9,31 y 10,33. Saber
quién es Jesús, es reconocer en él al Hijo del Hombre que va a la muerte, pero que resucitará por la fuerza de
Dios. En el marco de esta auténtica “teología de la cruz” Marcos desarrolla una enseñanza a la comunidad. Sin
duda, el evangelista posee y utiliza tradiciones antiguas que transmiten palabras de Jesús. Pero no todo es
tradición. El cuadro redaccional que ordena ahora esas palabras, es su obra. El texto adquiere así un doble nivel
de significación. Por un lado, se refiere a Jesús que anuncia su muerte en obediencia al Padre. Por otro se
refiere al presente de la comunidad, que en esas mismas palabras puede leer una enseñanza que tiene que ver
inmediatamente con la propia situación. Así se entiende la importancia del tema del poder (Mc 9,33–37; 10,35–
13
45). En labios de Jesús, estas palabras hacen referencia al único poder, que es el del Reino, y anula todo intento
usurpador por parte del hombre. En el tiempo de la comunidad se trata de las relaciones de los cristianos entre
sí, del sentido que tiene el ejercicio del poder dentro de la comunidad de los creyentes. La figura del niño
(10,13–16), que representa al hombre en su debilidad y en su capacidad de pedir y recibir ayuda, es el símbolo
del creyente frente al anuncio del poder salvador de Dios.
El seguimiento de Jesús será siempre seguimiento del crucificado (8,34). En este mismo contexto se inserta
el tema del abandono de los dones materiales para seguir a Jesús. La respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro
por una recompensa adecuada, revela que no hay ninguna proporción entre lo que se deja y aquello que se
recibe en el seguimiento de Jesús (10,28–31). La paradoja consiste en que esta desproporción resulta del se-
guimiento del crucificado. El ejemplo del joven rico hace ver el peligro de apegarse a los bienes terrenos, de
no descubrir la promesa oculta en la paradoja, y así abandonar el camino que conduce a la única verdadera
riqueza (10,17–27).
Marcos es tan consecuente en su visión de la comunidad que sigue a Jesús caminando hacia Jerusalén
(10,32), que hace nacer a la Iglesia al pie de la cruz. Inmediatamente después de la muerte de Jesús, un centu-
rión romano es el primero que proclama la fe en el crucificado: “Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios” (Mc 15,39). La escena no puede ser más insólita. Frente a un judío ajusticiado como revoltoso, que antes
de morir grita algo en un lenguaje incomprensible –las palabras de Jesús están transmitidas en arameo, la forma
original–, un soldado romano reacciona con una confesión de fe sorprendente. La escena permanece incom-
prensible, si no se descubre el horizonte eclesiológico, que le sirve de transfondo.
Ningún otro evangelio tiene tantos “latinismos” como el evangelio de Marcos. Con este término se entien-
den aquellos giros que son una transcripción del latín al griego. Para nombrar al soldado romano, Mc 15,39
utiliza la palabra “kenturion”, que transcribe la palabra latina “centurio”. Alguien que hubiera pensado y escrito
en griego, hubiera utilizado el término “hekatontarches”. En este y en otros casos pareciera que el autor del
evangelio es alguien que puede escribir un griego correcto, pero que, en realidad, piensa muchas cosas en latín.
El caso no es extraño. En el territorio que corresponde actualmente a Italia se utilizaba tanto el griego como el
latín.
Todo esto permite suponer que el evangelio de Marcos nació en una región en la que se hablaba el latín y
el griego. Se puede pensar en Italia o en alguna colonia romana. La escena al pie de la cruz representa en forma
anticipatoria la confesión de fe de estas comunidades que ven su origen al pie de la cruz, en la confesión de fe
del centurión romano.
Como expresión de la autocomprensión de la comunidad, el hecho es altamente significativo. La Iglesia
nace al pie de la cruz, así como toda la enseñanza comunitaria de Jesús se había desarrollado a la luz de los
anuncios de la pasión.74 La fidelidad al llamado se da solamente cuando se permanece en el lugar de origen.

4.2. El evangelio de Mateo

El evangelio de Mateo fue el evangelio más difundido en la Iglesia antigua. Entre los motivos que influye-
ron en su aceptación y divulgación, está sin duda el hecho de su estructura y contenido, que se prestan muy
bien a la labor de catequesis: los largos discursos de Jesús, las colecciones de hechos milagrosos. El texto fue
concebido mirando a una situación eclesial. Esto es determinante tanto para el destinatario, cuanto para el autor
del texto. Destacamos los temas más relevantes.

4.2.1. La figura de Pedro

El interés por la figura de Simón Pedro se advierte en los textos propios de Mateo, que no están en los otros
sinópticos. El más conocido y, por su efecto histórico, más importante, es 16,16–18: la confesión de Simón y
la palabra de Jesús que le da un nuevo nombre.75
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. La confesión de Pedro aquí es más “completa” que en la versión
de Mc 8,29: “Tú eres el Cristo”. A diferencia de Mc 8,30, donde Jesús prohíbe a los discípulos que divulguen
la cosa, Mt 16,17 introduce una significativa respuesta de Jesús. La primera parte tiene que ver con el carácter
de la confesión de fe previamente enunciada: “Bienaventurado eres, Simón bar Jona (hijo de Juan), porque no
fue la carne ni la sangre la que te reveló esto, sino mi Padre, que está en los cielos”. La expresión “carne y
sangre” designa en hebreo la esfera de lo humano.76 El texto afirma que la confesión de Pedro no tiene su
origen en una enseñanza humana, sino en una revelación de Dios.

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¿Cuál es el sentido y la intención de tal afirmación? El mejor paralelo lo ofrece Pablo en Gál 1,15s. Al
hablar de la experiencia que dio un giro tan inesperado como radical a su vida, el Apóstol recurre al lenguaje
del llamado profético. El designio de Dios consiste en la “revelación del Hijo” y en la determinación de Pablo
como apóstol de los paganos. Tampoco él recurre a “la carne y a la carne”, es decir, no consulta a ninguna
instancia humana. La revelación del Hijo es constitutiva para su existencia apostólica. Ella explica su partici-
pación en el misterio de Cristo, dejando de ser un perseguidor de la Iglesia, y ella fundamenta igualmente el
evangelio paulino de la salvación por la fe en el crucificado y resucitado. La revelación es fundamental para
su legitimación ante las otras comunidades cristianas, que, no sin motivos, mostraban marcadas reservas frente
a su persona.
El contenido de Mt 16,18 expresa la función de Simón en la comunidad eclesial: “Y yo te digo que tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Simón es
ahora Cefas, Petros, la roca que sirve de fundamento a la Iglesia. Unido a la afirmación anterior se aclara el
sentido del macarismo (“bienaventurado eres Simón...”) y de la revelación hecha por el Padre. Como en el
caso de Pablo la revelación es legitimante: Pedro es el portador de la verdadera confesión cristológica, que
tiene su verdad en Dios mismo, que la revela. Con ella Pedro es garante de la verdad del evangelio, y como tal
es el fundamento de la Iglesia.
La consideración de Mt 14,28–33 muestra la importancia de la figura de Pedro para la comunidad de Mateo:
es el conocido relato del intento de Pedro de ir hacia Jesús caminando sobre las aguas. Al Pedro animoso y
valiente que pide a Jesús ir hacia él, sigue el Pedro temeroso y débil en su fe, que comienza a hundirse y se
salva aferrándose a la mano que le tiende Jesús.
El relato testimonia muy bien una cierta “tipología” de Pedro. Él es quien toma la iniciativa en muchas
ocasiones, pero, al mismo tiempo, su ímpetu no puede ocultar su debilidad e inseguridad, que lo hace víctima
de su propia fragilidad. En el fondo de todos estos relatos está la tradición, históricamente digna de toda fe, de
la negación de Pedro frente a una criada (Mc 14,66–72; Mt 26,69–75). El episodio nunca fue ocultado en la
primera comunidad y en las siguientes generaciones. La figura de Pedro se entendió entonces en base a tres
puntos de referencia: 1) el cambio de nombre, que convierte a Simon bar Jona en Cefas; 2) el hecho penoso de
su falta de valentía frente a la criada, cuando no se atrevió a confesar su pertenencia al grupo de Jesús y hasta
negó haberlo conocido; 3) la función dirigente de Pedro en la primera comunidad y su carácter de testigo de la
resurrección (1 Cor 15,5).
Sobre esta base parece que Simón Pedro se vuelve un símbolo eclesial para la comunidad de Mateo, que
prefigura la misma ambivalencia de la Iglesia en la historia: la portadora del depósito de fe, que debe transmitir
fielmente, y al mismo tiempo, la comunidad de hombres débiles y pecadores que en cualquier momento pueden
negar al Maestro o hundirse por su falta de fe. La mano tendida de Jesús que lo salva de perecer, sigue siendo
el signo de la gracia y del poder de aquél que permanece como Señor de su Iglesia hasta el fin de los tiempos
(28,20).
La importancia de Pedro hace pensar que la comunidad en la que nace y a la que se dirige el evangelio de
Mateo, se consideraba como Iglesia de Pedro, es decir, representante de los intereses de los judío-cristianos.
La existencia de un grupo semejante en la comunidad de Corinto (1 Cor 1,12), apoya nuestra suposición. Si el
garante de la verdad del Evangelio es Pedro, es lógico pensar que la comunidad expresa en Mt 16,17s su
autocomprensión. De la tradición han recibido el dato del cambio de nombre. La respuesta de Jesús a Pedro
revela el significado que Cefas tiene para ellos como grupo cristiano.
El autor no se preocupa por dar a toda la escena mayor unidad. En la forma actual contiene elementos no
bien integrados. Por una parte está la confesión de Pedro y la respuesta de Jesús alabándolo y otorgándole la
función de fundamento de la Iglesia. Por otra, es este mismo Pedro, a quien el Padre le ha revelado el misterio
del Hijo, el que se niega a aceptar el destino sufriente de Jesús, y recibe de éste un duro reproche: “Aléjate de
mí, Satanás. Eres para mí una ocasión de caída, porque no piensas las cosas de Dios, sino las de los hombres”
(Mt 16,23).
El cambio tan abrupto no se entiende si no se tiene en cuenta que Mateo sigue la tradición transmitida en
Mc 8,31s. Al agregar a la confesión de Pedro la respuesta tan positiva de Jesús (Mt 16,17s), hace que en el
paso a la escena siguiente –el rechazo de Pedro del anuncio de la pasión y la consiguiente crítica de Jesús–, se
produzca un salto narrativo, que estilísticamente no está bien logrado. Pero al autor no se interesa por la nitidez
literaria. Con las palabras que agrega, ha logrado su objetivo en lo referente a la figura de Pedro y a su función
en su comunidad. Retomando luego la tradición de Mc 8,31s, sigue la huella de la memoria histórica acerca
de la incomprensión de los discípulos frente al mesianismo no triunfalista de Jesús.

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4.2.2. La comunidad de Yahve y la Iglesia de Jesucristo

4.2.2.1. EMMANUEL, “DIOS CON NOSOTROS”


Mt 1,23 cita el texto de Is 7,14: “He aquí que la virgen engendrará y dará a luz un hijo, y su nombre será
Emmanuel”, y agrega su traducción: “lo cual significa ‘Dios con nosotros’”. Con ella hace alusión a Is 8,8.10,
en donde se usa la fórmula. Si el texto estuviera completamente aislado en el evangelio, podría pensarse en un
elemento aislado. Pero no es así. Hay otras afirmaciones semejantes en lugares claves del evangelio, que con-
fieren a Mt 1,23 una función programática en vistas a la estructura del evangelio y a la eclesiología.
La afirmación de Is 7,14; 8,8.10 transmite un contenido fundamental de la imagen del Dios de Israel. Dios
acompaña a su pueblo a través del desierto, pero su presencia es más íntima que la de un mero acompañante.
Él tiene su morada en medio de su pueblo (Ex 17,7). Lo que la literatura rabínica llamará más tarde “shekina”
es una imagen compleja. Dios habita con su nombre (Dtn 12,21; 124,23) o con su gloria en la tierra de Israel.
Su morada es expresión de fuerza y poder, y al mismo tiempo es siempre presencia que salva. Es posible que
las antiguas experiencias nómadas hayan influído en el surgimiento de esta idea. Con el curso de los años, en
un marco social muy diferente, queda el recuerdo del pasado, y la posibilidad de reasumir tales experiencias
al servicio ahora de una percepción más profunda. Aún en el tiempo de la sedentarización y del estado monár-
quico Israel sigue siendo el pueblo del éxodo, conciente de esta presencia que lo acompaña en su travesía
histórica.
En la interpretación del evangelista, la presencia salvadora de Dios es ahora el Emmanuel, el hijo de la
virgen, es decir, Jesús. La última frase del evangelio, transmitida como frase del Resucitado, retoma el tema:
“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,20). Lo prefigurado en
el anuncio sobre aquél niño, llega a su plenitud en el Resucitado, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo
y en la tierra (28,18), que vela en medio de su Iglesia hasta el fin de los siglos.
El mismo motivo aparece también en la mitad del evangelio, en un lugar importante del discurso a la co-
munidad: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (18,20). Aquí bastan
ya dos o tres creyentes, que se reúnen por razón de su fe en el Resucitado, para que éste se haga presente en
medio de ellos. La comunidad puede estar también representada por un resto.
¿Cómo fundamenta el evangelista la incorporación de un esquema veterotestamentario, que anuncia la pre-
sencia de Dios en medio de su pueblo, reemplazándolo ahora por un contenido cristológico? Pues el que per-
manece en medio de la Iglesia de Mateo hasta el fin de los tiempos, es el Resucitado. ¿Se trata solamente de
una consecuencia de la fe cristiana, o hay otro elemento que cree un lazo de continuidad entre Israel y la
Iglesia?
La escena que concluye el evangelio permite una respuesta. El mandato del Resucitado a sus discípulos
supone una misión universal: irán a todas las naciones y las convertirán a la fe haciendo que se conviertan en
discípulos, los bautizarán e instruirán (28,19s). Aquí nos interesa este último aspecto. El objeto de la enseñanza
de los discípulos es todo aquello que el Señor les ha enseñado previamente. Éste contenido es empeñativo: los
futuros discípulos tendrán que cumplir estas enseñanzas. Se trata, por lo tanto, de un contenido que tiene que
ver inmediatamente con un hacer, no tanto con un simple conocer.
En el contexto del evangelio de Mateo es fácil identificar el punto de referencia que contiene en forma
paradigmática la “didajé” de Jesús: el sermón montano en Mt 5–7. Esto quiere decir, que lo que queda como
normativo para la iglesia de Mateo, y por su intermedio, para todos los otros cristianos objeto de su actividad
misionera, es la interpretación de la ley que ofrece Jesús. Él no vino a abolir la ley y los profetas, sino a darles
cumplimiento. Jesús interpreta la ley como expresión de la voluntad salvadora de Dios, y la libra de todas las
tergiversaciones de una cierta tradición que la interpretaba en forma parcial. Mateo es muy conciente de la
autoridad de Jesús en esta tarea, e incorpora su interpretación de la ley en la conocida contraposición: “Habéis
oído que se dijo a los antiguos....Pero yo os digo” (Mt 5,21–48). El carácter antitético del texto, hace más
evidente la particularidad de Jesús.
Al presentar a Jesús como auténtico intérprete de la voluntad de Dios contenida en la ley –decir que Mateo
presenta a Jesús como auténtico intérprete de la ley, sería demasiado poco–, el evangelista une tres momentos
de la historia de la salvación: 1) el Israel de Dios, testimoniado en la “escritura”, a quien Dios ha revelado su
voluntad mediante la ley; 2) Jesús como cumplimiento de la ley y nueva imagen de la presencia de Dios en
medio de su pueblo; 3) la comunidad de Mateo, que recibe y transmite a todos los pueblos esta enseñanza
como elemento normativo, y, de este modo, actualiza y mantiene vigente la palabra de Jesús. La presencia del
Resucitado la legitima y capacita para esta tarea. Sobre esta base se apoya la comprensión cristológica del
Emmanuel.

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4.2.2.2. LA IGLESIA COMO FAMILIA DE DIOS
El evangelista conoce y asume la escena trasmitida en Mc 3,31–35, cuando la madre y los hermanos de
Jesús preguntan por él (cf. Mt 12,46–50). En la respuesta de Jesús, está contenido el pensamiento de que los
creyentes cons-ituyen una nueva familia, no unida por los lazos de sangre, sino por la obediencia a la voluntad
de Dios: “Quien hace la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt
12,50).
Mateo acentúa más que los otros evangelistas la dimensión de la fraternidad, como elemento constitutivo
de la comunidad eclesial. El texto más importante al respecto es Mt 23,7–9, que no tiene ningún paralelo. El
evangelista construye una oposición entre los representantes de la fe judía y la conducta de los cristianos. El
contraste es evidente: Los doctores de la ley toman con gusto los primeros asientos en las sinagogas, o los
lugares más destacados en los banquetes. Desean ser saludados en los lugares públicos y que se los llame
“rabbi”. Entre los creyentes no debe ser así: “Vosotros no os dejéis llamar ‘rabbi’. Uno es vuestro maestro,
vosotros sois todos hermanos. Y no llaméis a nadie ‘Padre’ en la tierra: Tenéis sólo un Padre, el celestial”.
¿Qué mueve al evangelista a crear este trozo, que sirve de introducción al polémico discurso contra los
escribas y fariseos? No bastaría responder aludiendo a la tradición presente también en Lc 11,42–52.77 Al
subrayar, antes del discurso condenatorio de los dirigentes judíos, las actitudes que deben distinguir –por con-
traste– a los fieles cristianos, Mateo formula una seria advertencia a su comunidad. Si es que los cristianos no
se distancian en su conducta concreta de las actitudes condenadas en los dirigentes judíos, corren el peligro de
ser objetos de la misma condenación.
Tal como el evangelista Marcos, pero en forma más explícita, Mateo ve el peligro del juego del poder en la
comunidad de los creyentes. El ejemplo de los escribas y fariseos representa la vigencia de las “patologías”
religiosas, de las deformaciones de la vida de fe, justificadas y, en parte, provocadas –y aquí está la trampa
sutil– por la misma estructura religiosa.78 ¿Como denunciar el peligro? ¿A qué argumento acudir para funda-
mentar una actitud diferente?
El modo de denuncia son los ayes de amenaza y el tono del discurso condenatorio. El fundamento es la
realidad del único Padre, como símbolo de poder salvador. Utilizar su nombre para designar una persona en la
comunidad, significaría intentar usurpar la función de ese único Padre.
La fraternidad como nota fundamental de la estructura comunitaria no surge, por lo tanto, de una conside-
ración táctica, o del deseo de acomodar la estructura eclesiástica a un orden social, sino del reconocimiento de
la realidad del único Dios como Padre misericordioso, frente a quien el creyente se podrá dirigir siempre con
la confianza de un hijo. En cuanto comunidad de los hijos de Dios, la Iglesia es la comunidad de los hermanos.
En la Iglesia de Mateo hay apóstoles, profetas, justos. A ella pertenecen también los “pequeños” (Mt 10,40–
42). El ideal de la fraternidad no anula esas diferencias, sino que sirve de fundamento a toda forma de realiza-
ción de la vida cristiana en el seno de la comunidad.

4.2.2.3. LA “DIDAJÉ” DE JESÚS Y LA MISIÓN UNIVERSAL


La comunidad de Mateo está formada por judío-cristianos que tienen una alta conciencia de su elección y
de su papel en la Iglesia. Se consideran la Iglesia de Pedro, la comunidad en la que habita el Resucitado como
en Israel lo hiciera antes Yahveh. Ellos son el Israel del fin de los tiempos, en cuanto poseen la “didajé” de
Jesús y están dispuestos a ponerla en práctica. La promesa hecha a Pedro, de que las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella, no dispensa a la comunidad de la tarea de la obediencia a la palabra, “haciendo” la
voluntad de Dios, sin quedarse en meras palabras.
Para el tiempo de Jesús valía la palabra transmitida en Mt 10,5: los discípulos no debían ir por el camino
de los paganos ni entrar en la ciudad de los samaritanos, sino que debían dirigirse a las ovejas perdidas de la
casa de Israel. La comunidad de Mateo recuerda la palabra, pero se sabe en otra situación. Como Iglesia del
Resucitado tiene a todos los pueblos por destinatarios (28,19s). La limitación a Israel valía para el tiempo de
Jesús, no para el tiempo después de la Pascua.
Lógicamente, el sentido de la misión universal no es el mismo que el de la misión paulina. Aquí no se trata
de anunciar un evangelio libre de la ley judía, sino de proclamar la “didajé” de Jesús, como ley del nuevo
Israel. Pero aún así, han sido vencidos particularismos nacionalistas, y los creyentes se consideran llamados a
una misión que abarca todas las naciones.

4.2.2.4. “REINO DE LOS CIELOS” Y “REINO DEL HIJO”


La expresión “reino de los cielos” es típica de Mateo. Para evitar nombrar a Dios utiliza la metáfora “cielo”,
pero su significado no cambia: es el reino de Dios de la predicación de Jesús en todos sus aspectos. Junto a

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esta expresión se encuentra otra, mucho menos frecuente, pero significativa: el reino del Hijo. El texto más
revelador es el de la explicación de la parábola del trigo y la zizaña (Mt 13,36–46). El mundo es el reino del
Hijo del Hombre (v.41), en el que coexisten buenos y malos, hasta que al fin de los tiempos se haga la separa-
ción definitiva. El reino del Hijo del Hombre no es sinónimo del reino de Dios, pues recién en el “esjaton” –
superados los límites de la historia– se habla del reino del Padre, en donde los justos brillarán como el sol
(v.43). Tampoco es idéntico con la Iglesia de Mateo. El reinado del Hijo del Hombre se ejerce en la ambigüe-
dad de la realidad mundana, y, si se atiende a la escena de 25,31, cuando el Hijo del Hombre aparece en gloria
con sus ángeles, es un poder oculto, que permanece como tal aún a aquellos que lo reconocen y aceptan. En el
tiempo de este reinado se trata de ayudar y servir a los más necesitados, porque –y aquí está la clave– el Hijo
del Hombre que vendrá un día en gloria y poder, se identifica ahora con cada uno de esos necesitados. Lo que
uno hace en su favor –o de deja de hacer–, aunque no se sepa nada acerca de esa identificación misteriosa, será
decisivo en el momento del juicio (cf. 16,28).
El concepto del “Reino del Hijo” encierra una profesión de fe en el poder del resucitado, que tiene plena
vigencia en la historia, aunque sea en forma velada. Algo semejante, pero sin acentuar la necesidad imperiosa
de una praxis determinada, está contenido en la afirmación paulina en 1 Cor 15,23–28: al fin de los tiempos el
Hijo se someterá a quien le sometiera ya todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.

4.2.3. El sermón comunitario

La exégesis moderna considera Mt 18 como un sermón comunitario. No es una regla de la comunidad en


sentido estricto. El texto es demasiado limitado en los problemas que trata, como para servir de regla que
ordena la vida de la comunidad, pero tiene el sentido de una instrucción de carácter normativo en algunos
problemas comunitarios.
El texto se ocupa de dos problemas: los “pequeños” (18,1–14) y el perdón en la comunidad (18,15–35).
Con ayuda de material tradicional de diferente proveniencia (Mt 18,1–5; cf. Mc 9,33–37; Mt 18,6–9; cf. Mc
9,42–47; Mt 18,12–14; cf. Lc 15,4–7) el evangelista construye una unidad temática en torno a los “pequeños”.
Comienza hablando de los niños (18,3–5), pero luego los identifica con los “pequeños” (18,6). El valor de este
grupo se desprende ya del hecho de que estos “pequeños”, en cuanto idénticos con los niños, son el modelo
del creyente ante Dios: “Si no os volviérais como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (18,3). Pero
su situación en la comunidad es peculiar. Por lo visto no son fuertes en su fe. La dura advertencia de Jesús a
aquellos que son responsables de la caída de otros creyentes, se aplica ahora a los “pequeños” (18,6–9). Ellos
pueden ser el objeto fácil de los escándalos, pero el castigo de los causantes de su caída será terrible.
Se comprende así que sea fácil despreciarlos. El evangelista también advierte frente a esta posibilidad. Los
pequeños poseen un valor oculto y paradójico: sus ángeles miran en el cielo el rostro de Dios (18,10). En la
recepción de la parábola de la oveja pérdida, el punto de comparación no es la alegría en el cielo por la con-
versión de un pecador, como en la versión de Lc 15,3–7. En realidad, no hay ningún punto de comparación: la
parábola quiere demostrar que no es voluntad del Padre que alguno de esos pequeños se pierda (18,12–14).
¿Quiénes son estos pequeños? No son una fantasía, sino un grupo dentro de la comunidad. También al final
del discurso de la misión hay una alusión a ellos. Quien reciba a un profeta o a un justo en razón de su función
y valor como profeta y justo, recibirá la recompensa adecuada (10,41). También tendrá su recompensa, quien
ofreza a uno de los pequeños un vaso de agua fresca. El motivo en este caso es más simple: porque es un
discípulo. Los “pequeños” no son capaces de impresionar por la fuerza de sus palabras, como los profetas, ni
son tan ejemplares en el cumplimiento de la ley, como los justos. Cuando pretenden una ayuda pueden aducir
solamente que son discípulos de Jesús. Esto es suficiente para que se los ayude., y para que quien brinde esa
simple ayuda, sea recompensado.
Mateo desarrolla aquí una “teología de los pobres” muy consecuente. No hace ninguna teoría, sino que
encuentra a los pobres en la figura de los “pequeños” de su propia comunidad. En estos pobres y débiles, que
no ejercen funciones importantes en la comunidad, y carecen de la prestancia como para imponerse, él descubre
al objeto privilegiado de la acción de Dios.
La segunda parte del discurso comienza con el análisis de un conflicto comunitario y con sus modos de
solución (18,15–17). Parece que se trata de un problema entre dos miembros de la comunidad. La primera
sugerencia es resolver la cosa en forma privada. Si este camino no es viable, hay que recurrir a uno o dos
testigos que puedan interceder entre las partes en conflicto, y al mismo tiempo deslindar las responsabilidades.
Si también este intento fracasa, hay que tratar el caso frente a toda la comunidad. El tratamiento del caso
sugiere que el culpable no está dispuesto a reconocer su culpa o a cambiar su conducta. ¿Qué puede si no
explicar la falla de todos los intentos de mediación? Enfrentada con esta situación, la comunidad excluye de
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su seno al hermano en falta. El perdón de las faltas no significa ocultarlas ni ignorarlas. No tiene nada que ver
con una “vuelta de hoja”, como si no hubiera significado nada. El perdón es significativo y efectivo cuando
responde al reconocimiento de la propia falta.
El evangelista agrega a esta casuística una frase sobre el poder de perdonar o retener, que en 16,19 fue
dirigida a Pedro: todo lo que ellos aten o desaten en la tierra, será atado o desatado en el cielo. Ahora es la
comunidad misma la depositaria de ese poder. La decisión tomada en 18,17, de alejar al hermano culpable, se
ve legitimada por la palabra en 18,18.
La afirmación siguiente (18,19) es también significativa. Cuando Mateo agrega esta palabra en este con-
texto, anuncia con ella el poder de la oración creyente para conseguir todo lo que pida al Padre. Es como si
después de la exclusión del culpable de la comunidad, se abriera otra posibilidad que va más allá de lo jurídico
y disciplinario. Quizá logre la fuerza de la oración –el diálogo con Dios– lo que no obtuvo el diálogo entre los
creyentes. El v.20 adquiere entonces un sentido más preciso. La presencia del Señor en medio de los suyos
garantiza el éxito de la oración de petición.
Aún más importante es el modo en que Mateo concluye el tratamiento del tema. Motivado por la pregunta
de Pedro sobre los límites del perdón (18,21s), Jesús narra la parábola de los dos deudores con deudas tan
diferentes (18,23–35). Lo que uno debe es inconmensurable: 10.000 talentos. Un talento equivale a 6.000
denarios, y el denario equivale al jornal que puede sostener al trabajador y a su familia. La suma es enorme, y,
hablando con toda exactitud, impensable en el ambiente de relaciones económicas más bien modestas, propias
de Palestina. El otro debe sólo 100 denarios, el equivalente a algo más de tres meses de salarios. Es una suma
“normal” teniendo en cuenta las deudas que pueden hacer personas con ingresos normales. El objetivo del
relato es claro y está explícito en Mt 18,35: “Del mismo modo hará mi Padre celestial con vosotros, si no
perdona cada uno a su hermano de todo corazón”. Se trata del imperativo del perdón, para seguir dando a los
demás lo que uno mismo ha recibido, sabiendo que no hay ninguna proporción entre el perdón recibido por
Dios, y lo que uno puede brindar de perdón a los otros hermanos.
Mateo trabaja con esta tradición según su criterio teológico. De hecho hubiera podido invertir el orden,
poniendo primero la parábola que transmite la intención de Jesús: hay que perdonar, sin hacer ninguna casuís-
tica; luego vendría el análisis de las distintas posibilidades en la administración del perdón, para hacer ver que
éste no es automático, sino que presupone el reconocimiento de la culpa.
Todo esto hubiera sido posible y legítimo, pero el evangelista ve las cosas de otro modo. No renuncia a la
concretez que exige transformar en norma ética lo que Jesús enunció como ethos del perdón, es decir, como
una exigencia fundamental que hay que interpretar y aplicar en cada caso particular. Pero cierra la escena con
la palabra de Jesús. El evangelio y no la casuística –por más necesaria que sea ésta–, es el elemento determi-
nante en la aplicación del perdón en el seno de la comunidad.79
Las dos partes del discurso comunitario en Mt 18 son reflejo de problemas de la comunidad, pero tienen
también que ver con la realidad de la Iglesia, más allá de límites temporales, culturales y geográficos. Tanto
en la preocupación por al bien de los “pequeños” cuanto en la insistencia sobre la necesidad –pero también
sobre las condiciones– del perdón, el evangelista tematiza momentos fundamentales en la realización de la
comunidad cristiana.

4.3. El evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles

4.3.1. La estructura espacio-temporal de la obra lucana

Aunque se discutan detalles, la monografía de H. Conzelmann sobre la teología de Lucas, “El centro del
tiempo”, ha marcado la marcha de la investigación a partir de la década del cincuenta. Es él quien ha señalado
con claridad la importancia de una estructura espacio–temporal, que une el evangelio y el libro de los Hechos
en el mismo proyecto teológico.
En la línea temporal es fácil reconocer tres momentos:
1) El tiempo de la espera, representado por Zacarías e Isabel, el anciano Simeón, la profetisa Ana. Es el puente
que une la historia de Israel como historia de la esperanza mesiánica, con su cumplimiento. Juan el Bautista y
la madre de Jesús son los lazos de unión entre este momento histórico y el siguiente, aunque en el caso del
Bautista se nota la intención de Lucas de considerar el tiempo de Jesús como una nueva etapa. Inmediatamente
antes del bautismo de Jesús en el Jordán, se narra el hecho de la prisión de Juan por Herodes a causa de
Herodías (Lc 3,19s). Esta historia aparece en Mc 6,17s. Lucas omite el episodio de la prisión y decapitación
del Bautista. El dato de Mc 1,14, de que la actividad de Jesús comienza después de la prisión de Juan, adquiere
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de este modo más fuerza. En la versión de Lucas ni siquiera queda claro quién ha bautizado a Jesús. Jesús es
el comienzo de un nuevo ciclo. María cumple una función de puente: aparece al comienzo del Evangelio como
madre de Jesús, lo acompaña en su vida, y aparece finalmente al comienzo del tiempo de la Iglesia, reunida
con la comunidad de Jerusalén.
2) La presencia de la salvación en el “hoy” de Jesús. El evangelista califica desde el primer momento el “hoy”
de Jesús como el tiempo de la salvación. Desde el anuncio del ángel a los pastores, de que “hoy” ha nacido el
salvador del mundo (2,11), hasta la promesa de Jesús al buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”
(23,43), la actividad de Jesús hace real la salvación de Dios para todos los hombres, especialmente para aque-
llos más alejados, como en el caso de Zaqueo, el cobrador de impuestos (19,5–9). Aquí se centra la cristología
de Lucas.
3) El tiempo de la Iglesia. El libros de los Hechos permite ver con claridad esta perspectiva. El autor repite el
episodio de la ascensión al cielo de Jesús, pero ya no poco después de la resurrección, sino recién después de
cuarenta días. Después de este período se completa el número de los apóstoles con la elección de Matías (Hech
1,21–26). Como veremos al tratar la comprensión lucana de “apóstol”, el hecho es altamente significativo. El
grupo base es el de los doce apóstoles. Su reconstitución después de la traición de Judas es la condición para
la venida del Espíritu Santo, que ocurre en la fiesta de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua. No se
trata solamente de “bautizar” fiestas judías dándoles un sentido específicamente cristiano. La hora de naci-
miento de la Iglesia está señalada por el don del Espíritu, que en adelante guiará su camino y animará su
crecimiento en toda la tierra habitada.
Junto a esta línea temporal, hay una línea espacial que comienza en Galilea. Aquí Jesús inicia su actividad.
Nazaret es el lugar de su autorrevelación a sus coterráneos (Lc 4,16–21). El detalle topográfico más notable
en la obra de Lucas, es la importancia que da al viaje de Jesús, desde Galilea a Jerusalén. A diferencia de Mateo
y de Marcos, el tercer evangelista crea una larga secuencia que comienza ya en Lc 9,51 y concluye recién en
19,28. La acción se centra en adelante en la ciudad santa. No hay ninguna alusión a Galilea como lugar de
apariciones del resucitado. Los discípulos de Emaús abandonan Jerusalén, pero sólo marchan unos pocos ki-
lómetros y luego retornan a ella. Aquí mismo tiene lugar la ascensión del resucitado. Antes de subir al cielo
Jesús anuncia a los discípulos: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que viene sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda la Judea y en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8). En Jerusalén
nace el camino de la Iglesia llevada por la fuerza del Espíritu. Los personajes más destacados que acompañan
este caminar son Pedro (hasta el capítulo 12) y Pablo (en forma especial desde el capítulo 16 hasta el final).
Aunque el título se preste a malentendidos, no se trata de una historia de los apóstoles, sino de la difusión del
evangelio, es decir, de la Iglesia “hasta los confines de la tierra”.
Esta expresión designa muy probablemente a la ciudad de Roma. El final del libro de los Hechos da peso a
esta interpretación. El autor escribe a fines del primer siglo, en un tiempo en el que tanto Pedro como Pablo
eran figuras “canonizadas”, y su muerte martirial en Roma era anunciada abiertamente (cf. 1 Clem 5). Sin
embargo omite toda referencia a estos acontecimientos, que hubieran prestado un marco narrativo adecuado al
final de las muchas peripecias sufridas por Pablo, antes de llegar a Roma. En un autor que ha dado antes tantas
pruebas de capacidad literaria y de creación de escenarios narrativos, es difícil suponer que el sobrio final –un
poco descepcionante, si se tiene en cuenta todo lo que lo precede– se deba a una carencia estilística. Más bien
cabe descubrir aquí una intención teológica. Con la llegada de Pablo, el apóstol de los paganos –Hechos supone
el éxito de la misión paulina– a la capital del imperio, el evangelio ha alcanzado su objetivo. El programa
expresado en Hech 1,8 se ha cumplido. Los testigos del resucitado han sido fieles a la guía del Espíritu. La
sobriedad del final de Hechos deja ver el optimismo de quien constata una realidad ya existente, en un proceso
que está aún lejos de haber finalizado, pero que no necesita ser explicitado. El objetivo no era presentar ni una
historia de los apóstoles ni una historia de la misión cristiana, sino de anunciar el misterio de la Iglesia guiada
por la fuerza del Espíritu, que actualiza el hoy de la salvación del tiempo de Jesús, en el segmento histórico,
su propio tiempo, que le toca vivir.

4.3.2. La Iglesia de los apóstoles

Hemos visto antes que la elección de los “doce” fue un acto simbólico–profético de Jesús, para dar a en-
tender que el grupo reunido en torno a su persona, representaba al nuevo Israel del fin de los tiempos. Cuando
Marcos y Mateo hablan de los “doce apóstoles” se refieren sobre todo al envío del grupo para anunciar la
venida del Reino. El significado de los “doce apóstoles” es, en este caso, el de “doce enviados”.
Lucas da al nombre de apóstol un significado específico, no contenido en los otros sinópticos. Recién aquí
nace la fórmula de los “doce apóstoles” que se ha hecho clásica en el vocabulario cristiano, que identifica los
20
“doce” con los “apóstoles” sin más. El término pierde su relación original con el envío del grupo a Israel, y se
vuelve sinónimo del grupo de los orígenes de la Iglesia.
La escena descrita en Hech 1,15–26 es clave para la comprensión de la intención de Lucas. El discurso de
Pedro explica ante todo el destino de Judas (1,16–20). Pero la finalidad del discurso se descubre en su segunda
parte (1,21–22): hay que elegir a uno que ocupe el lugar de Judas. La condición es el haber estado con Jesús
desde los comienzos. Sólo el que ha conocido a Jesús, podrá ser testigo de la resurreción junto con los otros
apóstoles. Lo importante es que se complete el número de los dos “doce” con alguien que, por su historia, tiene
los mismos antecedentes que los otros discípulos, y que va a tener en el mismo futuro la misma función. Es
significativo el hecho de que la venida del Espíritu Santo sobre todos ellos, recién se produce cuando se ha
reconstituído el número de los “doce”.
Los doce apóstoles son los primeros misioneros que obran con la fuerza del Espíritu. En Hech 2,14 aparece
Pedro junto con los “once” dirigiéndose a los judíos habitantes de Jerusalén con el primer discurso misionero,
en una autopresentación de la Iglesia de Jesucristo (2,14–36). Concluído el discurso, los oyentes se dirigen a
Pedro y al resto de los apóstoles con la pregunta: “¿Qué debemos hacer, varones hermanos?” La respuesta es
una exhortación a la penitencia y a la integración a la comunidad cristiana por medio del bautismo (2,38s). Los
resultados no se hacen esperar: ¡en ese día son 3.000 las personas que se convierten!
En todas estas escenas que pintan las primeras horas de la Iglesia, el autor no quiere hacer ninguna crónica
histórica. Su interés es presentar al grupo de los doce como el núcleo constitutivo, a partir del cual la comunidad
de los creyentes crece y se extiende por todo el mundo civilizado.
La escena responde a una concepción teológica bien definida, que se advierte también en el relato de la
incorporación de Pablo al grupo de los apóstoles. Cuando el mismo Pablo habla de este tiempo, dice con toda
claridad, que después de su llamado no recurrió a ninguna instancia humana, y que recién pasados tres años
fue a Jerusalén para visitar a Cefas (Gál 1,15–18). Lucas presenta las cosas de un modo diferente, muy repre-
sentativo para su visión del origen de la Iglesia. Según Hech 9,10–18 Pablo tiene su primer encuentro con la
comunidad cristiana de Damasco por intermedio de Ananías, que cura su ceguera. Luego de algunos incidentes
en Damasco, los creyentes de la ciudad lo salvan del odio de los judíos y lo hacen huir (9,23–25). De este
modo llega a Jerusalén. Aquí es Bernabé, su posterior compañero de andanzas apostólicas, quien lo introduce
a la comunidad de los apóstoles (9,26s), y allí se integra Pablo como el decimotercer apóstol. El camino de la
Iglesia de Jerusalén hasta Roma va a tener en él al más importante agente. Pero el punto de partida es Jerusalén,
y el “grupo base” es el de los doce apóstoles.
Es verdad que el libro de los Hechos describe la trayectoria sólo de dos apóstoles en forma más detallada:
Pedro y Pablo. Con todo hay una idea importante sugerida por las palabras del Resucitado al grupo de los once
en Jerusalén: ellos serán sus testigos en Jerusalén y en toda Judea y en Samaría y hasta los confines de la tierra
(1,8). Se cuenta la difusión del evangelio por intermedio de sólo dos de los apóstoles –aunque uno de ellos se
haya agregado recién más tarde al número de los “doce” apóstoles–, pero, en realidad, son todos los apóstoles
los que cumplen su misión de dar testimonio del Resucitado en todo el mundo. La idea será retomada y am-
pliada en las actas apócrifas de los apóstoles, que narran las peripecias misioneras de los apóstoles y suplen la
falta de datos de Hechos con abundante material legendario.
Hay otra concepción importante relacionada con el origen apostólico de la Iglesia en el sentido de Lucas:
los primeros apóstoles son los que determinan a sus sucesores. La continuidad de la verdad de la fe está así
garantizada. Los apóstoles transmiten lo que escucharon de Jesús a sus sucesores. Así ocurre ya durante el
primer viaje misionero, donde Bernabé y Pablo constituyen a los presbíteros en las comunidades por ellos
fundadas (14,22s). Estamos al comienzo de la concepción de la sucesión apostólica, que va a jugar un papel
tan importante en la teología y en la vida de la Iglesia. Al considerar la primera Carta de Clemente a los
Corintios veremos que lo sostenido en Hechos muy pronto adquiere una expresión definida.

4.3.3. La fuerza del Espíritu en la Iglesia

Así como Lucas entiende literalmente la palabra de Is 61,1: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18),
y desarrolla consecuentemente el tema en su cristología, así también presenta a la Iglesia guiada y movida por
la fuerza del Espíritu. La última palabra del Resucitado a los discípulos, antes de su ascensión, anuncia la
próxima llegada del Espíritu sobre ellos (Hech 1,8), que se realiza en Pentecostés (2,1–4). En el siguiente
discurso de Pedro (2,17–21) el autor aplica la profecía de Joel 3,1–5 a la realidad de la comunidad: Al final de
los tiempos Dios derramará su Espíritu sobre todos los hombres, y todos hablarán proféticamente.
Textos como Hech 2 podrían sugerir la imagen de una comunidad entusiasta, que goza de variadas y ricas
experiencias carismáticas. Una mirada más atenta a los datos que presenta el autor sobre la comunidad a la que
21
se dirige con su obra, descubre un cuadro más sobrio. Es cierto que Lucas conoce el fenómeno del hablar en
lenguas y la profecía, pero sus expresiones sobre el Espíritu no descansan sobre un transfondo de experiencia
comparable al de la comunidad de Corinto en los tiempos de Pablo. En su lugar hemos hablado ya de los
efectos de la experiencia del Espíritu en la estructura y en la problemática de aquella comunidad. Nada de esto
es transferible a Lucas. Aquí el Espíritu es ante todo un principio teológico que permite interpretar la realidad
de la Iglesia. Esto no quiere decir que no haya ninguna experiencia del Espíritu, sino que esta experiencia se
da en un marco eclesial ya previamente determinado. No es el Espíritu el que configura la imagen de la comu-
nidad, sino que es ésta el lugar de la experiencia pneumática.
La afirmación hecha puede parecer atrevida, pero algunos textos permiten confirmarla. El Espíritu es la
instancia que posibilita el crecimiento orgánico de la Iglesia. El encuentro de Pedro con el centurión romano
Cornelio concluye con el don del Espíritu sobre Cornelio y todos los que escuchaban el discurso de Pedro
(Hech 10,44). La conclusión de Pedro es lógica: no se puede negar el bautismo a quienes han recibido el
Espíritu “como nosotros” (10,47). Al narrar estos acontecimientos a la comunidad de Jerusalén, Pedro subraya
que fue el Espíritu el que lo llevó a vencer su resistencia a ir al encuentro del pagano (11,12). Su versión
tranquiliza a las autoridades de Jerusalén, porque también ellos reconocen la obra del Espíritu en los paganos.
El episodio es muy significativo. En el fondo, quiere decir que la misión entre los paganos no comienza
con Pablo después de las tensiones en Antioquía –donde la comunidad cristiana comienza a admitir paganos
sin exigir de ellos que se circunciden–, o de la resolución del conflicto en el “concilio de los apóstoles”, sino
con Pedro. Él rompe también por primera vez con el tabú de comer alimentos impuros.
La narración de Hech 15 sobre el “concilio de los apóstoles” deja la impresión de un cierto anacronismo
después de lo ocurrido entre Cornelio y Pedro en Hech 10, y de su aceptación por los jerosolimitanos en Hech
11. Pero Lucas desea subrayar el crecimiento orgánico de la Iglesia. No es sólo Pablo, el que después de fuertes
conflictos actúa como paladín de los misioneros entre los paganos. En la versión de Lucas la decisión tomada
por toda la comunidad en Hech 15, ya está favorecida por la historia de la conversión de Cornelio en Hech 10.
El crecimiento de la Iglesia entre los paganos es, por lo tanto, la obra de los dos apóstoles, Pedro y Pablo.
Comprensiblemente no hay lugar en esta presentación para el incidente de Antioquía (Gál 2,11–14). El
episodio hace ver la vigencia de la reglamentación judía en la cuestión de las comidas comunitarias con los
paganos, aún después del encuentro de Jerusalén. Aquí Pedro no so comporta precisamente como alguien que
ha superado los tabúes de la ley judía.80
La alusión al Espíritu es lo que permite a Lucas presentar la apertura de la Iglesia a los paganos como un
acontecimiento orgánico y armónico, en que el no hay mayores tensiones, porque el Espíritu ilumina en el
momento oportuno a todos los creyentes y les muestra el camino a seguir (cf. Hech 15,28).
En la obra de H. Conzelmann citada más arriba, se adjudica a la eclesiología de Lucas un papel importante
en relación con la expectativa del fin de los tiempos. Según Conzelmann, el autor de Hechos quiere dar una
respuesta con su eclesiología a la esperanza escatológica que no se ha cumplido. La espera del fin inminente,
propia de las primeras comunidades, ya no es sostenible. El mismo Resucitado lo afirma en Hech 1,7: no es
posible conocer el tiempo fijado por el Padre en su poder. La concepción de una historia de salvación dividida
en un tiempo de la espera, del cumplimiento en el acontecimiento cristológico, y de su continuidad en la reali-
dad de la Iglesia, vendría a reemplazar la espera del fin inminente.
No se puede negar la originalidad del enfoque de Conzelmann, pero resulta difícil aceptar su teoría. Al
plantear su visión del tiempo de la Iglesia, Lucas no polemiza en contra de una esperanza que no se ha cumplido
y que no se cumplirá en forma inmediata, sino desarrolla su propia idea. Sin duda, para él el tema del fin
inminente no se plantea de la misma forma que para las generaciones anteriores. Él es también hijo de su
tiempo, y a fines del primer siglo las cosas se ven en forma diferente que en el tiempo antes de la destrucción
del templo de Jerusalén. Pero la eclesiología no quiere suplir a la escatología de la espera impaciente, sino que
tiene su valor propio.
El desarrollo de las ideas escatológicas en el siglo segundo muestra que la espera del fin no fue eliminada
tan pronto, y que bastaron pocos elementos para volver a activarla –sirva de ejemplo el movimiento montanista
en Asia Menor. El objetivo de Lucas no es dar una respuesta a la dilación de la parusía, sino animar a sus
comunidades después de la experiencia exitosa de la misión paulina entre los paganos, para que sigan con-
fiando en la fuerza del Espíritu, más allá de todas las contariedades.

22
5. LA IGLESIA EN LA TRADICIÓN JOÁNICA

Las investigaciones de los últimos años, han mostrado que la historia de la comunidad o de las comunidades
en las que nacen los textos que pertenecen a la tradición joánica, es un reflejo de ciertas controversias –espe-
cialmente en el campo de la cristología– que marcaron los hitos de su desarrollo. Dada esta situación, no es
adecuado tomar al evangelio y las “cartas” por separado como puntos de referencia en el análisis del problema
eclesiológico. Más bien hay que tener en cuenta un proceso de desarrollo, que refleja los problemas comuni-
tarios, pero que se puede expresar en los textos más allá de cronologías determinadas de antemano. Así, por
ejemplo, un texto del evangelio, al que consideramos en su forma fundamental como anterior a las “cartas”,
puede ser, con todo, contemporáneo a las controversias doctrinales típicas de las “cartas”, como fruto de las
repetidas relecturas realizadas a lo largo del desarrollo y de la fijación literaria de la tradición.
Sin olvidar estas observaciones metodológicas, comenzamos con una visión del evangelio como punto de
partida. El camino metodológico puede facilitar la comprensión del problema.

5.1. La Iglesia en el evangelio de Juan

5.1.1. Los grupos

La comunidad joánica dista de ofrecer un cuadro homogéneo en lo que hace a su estructura sociológica. El
fenómeno documentado tan claramente en la comunidad de Corinto, aparece también aquí, aunque con otras
características.
Desde unos comienzos, que no es posible determinar con un cierto grado de plausibilidad, se han ido agre-
gando a la comunidad grupos de distinta procedencia. Considerando la figura responsable de la formación de
la teología joánica81, hay que concluir que la influencia de un grupo de judíos helenistas es muy grande, ya
desde el principio. Al hacer esta afirmación nos basamos en la estructura de la cristología y del lenguaje en
general, que, aunque posea también semitismos, se deja ubicar mejor en la corriente del judaísmo helenista.
Con ello no se entiende negar la participación de otros judíos convertidos, de origen palestinense.
Este grupo ha sufrido la dura experiencia de la confrontación con el judaísmo ortodoxo, y ha sido expulsado
de la sinagoga. La aclaración del autor sobre la pretendida “neutralidad” de los padres del ciego de nacimiento
(Jn 9,22), y el anuncio que el mismo Jesús hace en Jn 16,1 se entienden bien si es que una parte de la comunidad
ha hecho esta experiencia e intenta, de este modo, superarla.
Otro grupo que juega un papel destacado es el grupo de los samaritanos. Todo el cap. 4 es el eco de la
presencia de samaritanos en la comunidad. Es revelador que Jesús no se defienda de la acusación de ser un
samaritano en Jn 8,48, aunque rechaza la acusación de ser un endemoniado. La importancia de la categoría “el
profeta” apunta en la misma dirección. La comunidad samaritana había conformado su cristología en base a la
promesa de Dt 18,18, es decir, en la espera de un profeta escatológico. En lugar del mesías davídico esperan
al profeta del fin de los tiempos. Así se entiende que sea la mujer samaritana la que confiesa que Jesús es ese
profeta (Jn 4,19), o que, al final de la multiplicación de los panes los hombres hagan la misma afirmación
(6,14). La tipología mosaica –por medio de Moisés los judíos comieron del maná; Jesús es el que les da el pan
de vida–, testimonia la misma forma de esperanza.
En la comunidad hay también griegos paganos que encontaron el camino de la fe. La escena en Jn 12,20s,
en la que unos griegos quieren ver a Jesús, puede ser entendida como indicio de la presencia de un tal grupo.
Los grupos son distintos por su origen, sus experiencias, su horizonte teológico. En el estado actual del
evangelio es difícil encontrar más detalles seguros sobre ellos. En los distintos relatos se advierte su presencia,
pero al autor no le interesa remarcar los intereses particulares o eventuales tendencias. Su intención cristológica
es demasiado dominante como para orientar su mirada en esa dirección.

5.1.2. La base cristológica y las imágenes

El cristocentrismo del cuarto evangelio se expresa también en la concepción de la eclesiología. Si la persona


del Revelador contiene en sí todos los bienes salvíficos –expresados como autopresentación cristológica en los
diversos “ego eimi”: yo soy la luz, la vida, el camino, la verdad etc.–, esto quiere decir que para la comunidad
no hay otro acceso a estos bienes más que el cristológico. “Permanecer” es el término predilecto del evangelista
para expresar la relación de inmanencia recíproca entre el creyente y el Salvador. La imagen se presta a muchas
variaciones. Según Jn 8,31s el “permanecer en la palabra” es la condición para ser verdaderamente discípulo,
conocer la verdad y ser liberado por ella. Otras veces son los creyentes los que permanecen en el Salvador
23
(14,10). Las posibilidades de expresión varían, el sentido fundamental permanece constante. La imagen de la
vid y de los sarmientos retoma el tema a un nivel eclesial más explícito (Jn 15,1–8). Ahora se trata de la unión
del sarmiento con la vid, para poder dar fruto. El sentido de la alegoría es claro. La cristología es el centro vital
del que nace la existencia creyente. Ésta nunca llegará a poder desarrollarse en forma independiente de ese
centro. El “permanecer” de la fe es un sinónimo de la fórmula paulina “en Cristo”, como núcleo de la vida
cristiana.
La conocida figura del buen pastor tiene ante todo un contenido cristológico, pero la dimensión eclesial no
está ausente de ningún modo. La relación entre el pastor y las ovejas es la del conocimiento recíproco (Jn
10,14). Por otra parte, el lugar cerrado adonde las conduce, las mantiene a salvo de los peligros. Las ovejas
cuentan con la protección del pastor, que está dispuesto aún a dar su vida por ellas para salvarlas (10,11).

5.1.3. El contexto sociológico

La comunidad vive en una situación difícil. La experiencia que hace del entorno que la rodea, es funda-
mentalmente negativa. El rechazo que experimenta se interpreta como consecuencia de la incredulidad, y se
lo une al rechazo sufrido por Jesús por parte de aquellos que no aceptaron su mensaje.
El término, en torno al que gira el discurso que expresa esta situación, es “kosmos”: el mundo. La comuni-
dad se siente odiada y marginada por el mundo (Jn 15,18; 17,14). La identificación con el “kosmos” expresada
en la fórmula “pertenecer al mundo” o “ser del mundo”, significa excluirse del ámbito salvífico. Esto no quiere
decir que el mundo sea cualificado en sí mismo negativamente. El “kosmos” entendido como el mundo de los
hombres, es el destinatario del amor salvador de Dios. La prueba de ese amor está dada en el envío del Hijo
(3,16). Solamente si el “kosmos” se niega a aceptar al revelador del Padre, entonces se vuelve “kosmos” en
sentido negativo, por el que Jesús no quiere orar (17,9). La salvación, en la comprensión del evangelista, con-
siste en una “desmundanización dentro del mundo”82. “Desmundanizarse” quiere decir no pertenecer al
mundo, en cuanto no se adopta su actitud de rechazo del Salvador. Pero esto no quiere decir que el creyente
toma distancia en forma material del mundo. El mundo es el lugar de la acción salvífica de Dios. Por lo tanto,
es también en el mundo en donde el creyente hace la experiencia de salvación. La distancia con respecto al
mundo no se da por ninguna “fuga mundi”, sino por la decisión de la fe.
Otra expresión típica del cuarto evangelio es la forma genérica “los judíos”. Cuando aparece de este modo,
el grupo actúa las más de las veces como auténtico representante del mundo incrédulo. A esto se une una cuota
grande de agresividad. Son ellos los que buscan repetidas veces la muerte de Jesús (Jn 5,18; 7,1; 10,31).
Como en el caso del términos “kosmos”, el lenguaje del evangelista muestra una apreciable variación se-
mántica. Los “judíos” representan la incredulidad, pero la salvación viene de los judíos (Jn 4,22). Hay dirigen-
tes judíos, como Nicodemos, que no sólo se interesan por la persona de Jesús (3,1.4.9), sino que también lo
defienden (7,50s) y al final se integran a la comunidad de los creyentes (19,39). Hay otros judíos que creen en
Jesús (8,30s).
En el lenguaje de Juan se refleja, por una parte, la situación de la propia comunidad, fundada por judío-
cristianos; por otra parte, mirando hacia el pasado, el rechazo histórico de la persona de Jesús por el judaísmo
oficial, mirando hacia el presente, los conflictos de la comunidad joánica con grupos judíos que los marginan.
El evangelista no conoce la neutralidad. Tampoco se preocupa por tener en cuenta la actitud de quien aún
no se decide, sin cargarse de culpa por ello. El cuadro dualista de la terminología –luz, tinieblas; vida, muerte;
fe e incredulidad– hace que entre la fe y el rechazo de la fe no sean posibles matices. Aún más: a la incredulidad
se une la animosidad expresada en todos los intentos de los judíos de matar a Jesús, y ahora, en el tiempo de
la comunidad, en el odio y en las acechanzas del mundo.
Con razón se ha afirmado muchas veces que la comunidad de Juan tiene algo de “ghetto”, es decir, de un
grupo marginado de la sociedad que desarrolla su propio lenguaje y su propia dinámica en una relación de
distancia frente al “centro social”, del que se siente alejado. Hay varios indicios que apuntan realmente a un
grupo de esa clase.
Es propio de semejantes grupo la creación de un lenguaje propio, que se distingue del lenguaje de los
“otros”. El fenómeno sociológico, constatable, por ejemplo, en el lenguaje propio de clases sociales o de sec-
tores específicos de la sociedad según edad, nivel de educación, profesión, caracteriza también a grupos “sec-
tarios” (sin unir con este término ningún juicio de valor).
Considerando el lenguaje del cuarto evangelio, se advierte un lenguaje peculiar que hace inconfundible el
modo de hablar del Jesús joáneo, y lo distingue claramente del lenguaje de la tradición sinóptica. Es un lenguaje
que juega con ambigüedades semánticas, que pueden desorientar al lector desprevenido, pero no al miembro
de la comunidad, que sabe cuál es el sentido preciso. ¿Hay que nacer “de arriba” o “de nuevo” (Jn 3,3)? ¿Es el
24
viento el que sopla donde quiere, o es el Espíritu (Jn 3,8)? A veces es el autor mismo el que le da a los términos
un sentido diferente al del lenguaje cotidiano, y provoca así un malentendido. Cuando Jesús habla de “irse” no
alude a un futuro cambio de lugar, sino de su regreso al Padre (Jn 8,22), y allí no lo podrán seguir los judíos
incrédulos con los que discute.
El autor usa con frecuencia la técnica del “malentendido”. El mecanismo es simple. Jesús utiliza términos
en un sentido determinado, que está en relación con la cristología joánica. El interlocutor entiende el término
en su sentido cotidiano y no llega a captar –por lo menos en un primer momento– el contenido real: la mujer
samaritana confunde el agua prometida por Jesús, que quita la sed para siempre, con el agua que se puede sacar
del pozo (Jn 4,15); los judíos no entienden cómo Jesús puede haber dicho que él es el pan bajado del cielo
(6,41); más tarde rechazarán la oferta de libertad, afirmando que ellos nunca han sido esclavos de nadie (8,33).
Los ejemplos se pueden multiplicar.
El recurso al malentendido delata a una comunidad que utiliza un lenguaje propio, que la distingue de otros
grupos cristianos y del contexto social en que lo vive. Creer en Jesús significa también “entender” su lenguaje,
a diferencia de los personajes en el evangelio, para quienes la comprensión de ese lenguaje se torna casi im-
posible. El fenómeno tiene importancia socio–lingüística: el lenguaje común del grupo afianza los vínculos
internos, y acentúa la diferenciación hacia afuera. En ese lenguaje propio, que para los de afuera es en parte
cifrado, la comunidad robustece su identidad.83

5.1.4. Los vínculos comunitarios

La situación de la comunidad se refleja también en los vínculos que unen a los miembros de la comunidad.
A diferencia de los otros grupos cristianos, que se llaman “hermanos”, ellos se consideran como “amigos” (Jn
15,15).84 El signo distintivo de los creyentes debe ser el amor mutuo (13,34s).
La mirada se dirige al interior de la comunidad. En un ambiente tan marcado por la distancia con respecto
al “mundo” hostil, es comprensible que no se hable del amor al prójimo o del amor al enemigo. Ahora la prueba
más grande del amor consiste en dar la vida por los amigos (15,13). Esto no quiere decir necesariamente que
la dimensión más amplia del amor al prójimo, llegando aún hasta el amor a los enemigos, esté ausente o se
niegue. Pero el interés del autor no se orienta en esa dirección. La realidad de la comunidad le es más impor-
tante.
En el gesto del lavatorio de los pies, los creyentes ven una acción simbólica de perenne actualidad (13,14).
La humillación del Señor al asumir la tarea propia del esclavo, recuerda a la comunidad el verdadero sentido
de la autoridad. El servicio recíproco que deben brindarse hace que ninguno de ellos pueda considerarse jefe,
si es que no está dispuesto a cumplir la tarea del siervo en bien de sus “amigos”.

5.1.5. Las personas

La comunidad representada por el cuarto evangelio tiene un inconfundible punto de referencia personal: la
figura del “discípulo que Jesús amaba”. El capítulo 21, un agregado al evangelio que originariamente concluía
en 20,31, lo hace incluso testigo y autor de todo el texto: “Éste es el discípulo que da testimonio sobre estas
cosas, y el que las ha escrito. Y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero” (21,24). Este hecho, sumado
a la atribución del evangelio a Juan, el hijo del Zebedeo, llevó a que la tradición eclesial identificara la figura
del discípulo amado con éste.
La exégesis actual es mucho más cauta frente a tales conclusiones. Más bien cuenta con una figura anónima,
pero de importancia clave para la comunidad.85 Aún sin la atribución hecha en el capítulo 21, se desprende
del texto, que el discípulo amado es el garante para la verdad del mensaje. Como el Logos descansa en el seno
del Padre (Jn 1,18), así también él descansa en el seno de Jesús (Jn 13,25). Es la misma actitud de intimidad y
de acceso inmediato a la fuente, la que legitima al revelador del misterio. El paralelismo entre ambas figuras
revela el interés del evangelista de hacer resaltar este aspecto.
La pertenencia de los textos sobre el discípulo amado a los estratos más antiguos del evangelio es proble-
mática. Es posible que hayan sido agregados en el proceso de formación del evangelio, en una fase más bien
tardía. Pero el problema de crítica literaria no amengua la importancia del personaje. Por el contrario. Pareciera
que en esta fase más tardía, recién fue reconocido en todo su valor para la comunidad. En este sentido está bien
fundamentada la denominación de la comunidad joánica como “comunidad del discípulo amado”.
La relación del “discípulo amado” con la figura de Pedro fue también objeto de la reflexión comunitaria.
También esto ocurrió tarde, cuando el evangelio estaba ya concluido.

25
Mientras que la alusión al “discípulo amado” mira a la comunidad en su historia y autocomprensión, con
Pedro está representada la dimensión de la gran Iglesia.
El cap. 21 tiene su punto culminante en el citado texto de Jn 21,24 (el discípulo amado como autor y garantía
de verdad del evangelio). La inclusión de la figura de Pedro tiene como objetivo el clarificar su relación con
el discípulo amado, como lo muestra la escena descrita en 21,20-23.
Pedro es el pastor del rebaño. La triple pregunta de Jesús recuerda dolorosamente su triple negación (21,15–
17), pero ésta no quita validez a su misión de pastor de los creyentes. En el fondo está el recuerdo martirológico
de la muerte de Pedro (21,19s), que lo convierte en una figura canonizada de la Iglesia universal.
Con esta escena, la comunidad del discípulo amado reconoce esta autoridad y admite su pertenencia a la
gran comunidad de los creyentes. Pero no por ello pierde su identidad. Ella sigue siendo la comunidad del
discípulo amado, de aquél que permanece en ella hasta el retorno del Señor (21,22). Al incluir este capítulo, la
Iglesia de Juan manifiesta su deseo de hacer propio al mensaje dejado por esa figura anónima, y su lenguaje
tan particular para hablar de Jesús.

5.1.6. El interés misionero

Después de lo dicho sobre el contexto sociológico y sobre los vínculos internos en la comunidad, no habría
mucho que decir sobre el interés misionero. De hecho, los autores que subrayan el carácter sectario de la
comunidad, niegan toda dimensión misionera. Algunos textos hacen ver que la cosa no se puede resolver de
modo tan simple.86
En Jn 17,20, Jesús ora también por aquellos que van a creer en él por intermedio del anuncio de los discí-
pulos. El texto supone una actividad de la comunidad en vistas a ganar nuevos miembros por medio del anuncio
cristológico, que no ha quedado sin éxito.
El “buen pastor” habla de otras ovejas que le pertenecen, pero que aún no están en su corral. Él debe con-
ducirlas para formar un solo rebaño, bajo un solo pastor (10,16). La necesidad con la que el pastor debe cumplir
su misión, expresa el interés misionero de la comunidad, sin que, por otra parte, quede clara la intención “ecu-
ménica” de la afirmación.
Más allá de estos testimonios, que por cierto no son muchos, hay que recordar lo dicho sobre los grupos
que se han ido integrando a la comunidad a lo largo de su crecimiento, y cuyos intereses se reflejan en el
evangelio. Esto quiere decir que aún viviendo la experiencia de la hostilidad del ambiente, los miembros no se
dejaron bloquear ni perdieron la visión del conjunto.

5.1.7. El Paráclito

Los dichos sobre el Paráclito dan una nota distintiva a la pneumatología del cuarto evangelio. Todos ellos
se encuentran en los discursos de la despedida. El contexto confiere a estas palabras un valor singular. En la
presentación del autor se trata de las últimas palabras de Jesús a sus discípulos. Es algo así como un testamento
a la comunidad, que posee la fuerza de la palabra testamentaria: justamente porque es la expresión de la última
voluntad, es irrevocable y obligatoria en lo que hace a su cumplimiento.
El anuncio de lo futuro es ya una realidad presente en la comunidad. Las palabras sobre el envío del Pará-
clito en labios de Jesús, suponen que el Espíritu ya está presente en el hoy de la comunidad. Que el Paráclito
sea enviado por el Padre (14,16.26) o por el Hijo (15,26; 16,7), es, en el fondo, irrelevante. Ambas formas
afirman el origen divino del Paráclito.
Los discursos de la despedida tuvieron un crecimiento progresivo, en el que se dieron varias redacciones.
Al final original en 14,31, se agregaron otros textos que reflejan, a su vez, situaciones diversas de la comunidad.
En la segunda unidad (15,1–16,4a) y tercera unidad (16,4b–33) se resalta más la situación de penuria que vive
la comunidad, a la que la presencia del Paráclito sirve de consuelo y apoyo. Estas “relecturas” no introducen
cambios de envergadura en la visión del Paráclito.87
El Espíritu es la realidad que permanece en la comunidad, y “suple” así la presencia de Jesús (14,17). Su
permanencia no es pasiva, sino que se expresa en algunas funciones características: él enseñará a la comunidad
todas las cosas, y le recordará también todo lo dicho por Jesús (14,26). La comunidad vive en la certeza de que
su manera de ver a Jesús está legitimada por la presencia del Espíritu. El lenguaje tan típico del Jesús joáneo
encuentra aquí su justificación. Aún más: ellos llegarán a la verdad plena, guiados por el Espíritu (16,13).
Quien recurre a este tipo de legitimación, no lo hace sin una cierta necesidad. ¿Frente a quién o a qué grupo
la comunidad tiene necesidad de recurrir al Espíritu para legitimar su lenguaje y su anuncio cristológico? ¿O

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se trata solamente de una expresión de autoconciencia eclesial? Una respuesta segura no es posible, pero no
sería aventurado suponer aquí controversias intraeclesiales con otros grupos, que mirarían con desconfianza o
negarían el valor testimonial del cuarto evangelio. El carácter peculiar del lenguaje del Jesús joáneo, el uso
muy libre de tradiciones ya fijadas en los sinópticos, en resumen, el aire inconfundible que rodea al cuarto
evangelio, pudo motivar esa desconfianza.
Las funciones del Paráclito están relacionadas también al ambiente hostil en el que vive la comunidad. El
Espíritu decidirá el juicio contra el mundo incrédulo, demonstrando su pecado, al no haber creído en el Reve-
lador del Padre, y anunciando la victoria sobre el Príncipe de este mundo (16,8–11). En el proceso con el
mundo se revela así la justicia de Jesús. Es una palabra de esperanza para aquellos que se sienten oprimidos
por el rechazo y la hostilidad de los incrédulos.
Como en Lucas, también el autor del cuarto evangelio considera el presente de la comunidad como el
“tiempo del Espíritu”, en el que se cumple todo lo anunciado por Jesús en su último encuentro con sus discí-
pulos.

5.2. La Iglesia en las “cartas” de Juan

La historia de la comunidad joánica testimonia un grave conflicto en su seno, que lleva a la separación de
un grupo. El motivo de este conflicto, cuyo eco se percibe en la eclesiología, es la exigencia de la recta confe-
sión de fe cristológica. El problema ahora no es el de la fe y la incredulidad, sino el de la fe “ortodoxa” y la
“heterodoxa”. Es verdad que estamos aún en el comienzo de un largo proceso, al final del que se irá cristali-
zando la “ortodoxia” como contenido de la fe verdadera. Pero aún con esos límites, el fenómeno tiene todas
las características de aquella forma de controversia eclesial, en la que los adversarios no son “los de afuera”,
sino otros cristianos. El frente enemigo ha cambiado de sujeto. Ya no es el mundo de la incredulidad, sino los
herejes, a quienes se califica de “anticristos” (1 Jn 2,18).
Conforme a este marcado interés comunitario, hay una transposición de expresiones y giros, que en el
evangelio se ubican a nivel cristológico, y que ahora se utilizan a nivel comunitario.88 El Jesús joáneo deno-
minaba al demonio “asesino de los hombres” (Jn 8,44). El mismo término (“anthropoktónos”) designa en 1 Jn
3,15 a todo aquél que odia a su hermano. El “permanecer” no es sólo cristológico. Aún más importante es
“permanecer” en lo que se ha escuchado, es decir en la doctrina verdadera (1 Jn 2,24). Este “permanecer”
condiciona ahora la permanencia del creyente en el Hijo y en el Padre. La condición no es más simplemente
la fe, sino la fe libre de todo error.
A diferencia de la primera “carta”, que no tiene los rasgos típicos de la literatura epistolar (remitente, des-
tinatarios, saludo, etc.), desde el punto de vista formal 2 Jn y 3 Jn son auténticas cartas. En ellas aparece como
autor un personaje anónimo que se autotitula “el anciano”. Aunque su autoridad ha sido puesta en cuestión por
su adversario Diótrefes (cf. 3 Jn 9s), ésta tiene plena vigencia para la otra parte de la comunidad. Por la cercanía
de estilo y de contenidos puede ser este “anciano” también el autor de la primera carta.
El dato es importante para la historia de los ministerios eclesiales. El “presbítero” ejerce una función direc-
tiva definitoria en la cuestión de la verdadera fe. La analogía con el rol de Tito y de Timoteo en las cartas
pastorales salta a la vista. Sería demasiado hablar de un “presbítero monárquico”, pero el texto no denota en
ninguna parte la existencia de un cuerpo directivo colectivo, del que el presbítero sería algo así como un “pri-
mus inter pares”.
Uniendo estos elementos, puede afirmarse que han sido las controversias doctrinales las que hicieron surgir
en las comunidades instancias capaces de definir las cuestiones discutidas, creando así una estructura de ejer-
cicio de autoridad en el ámbito de la verdad de la fe, destinada a marcar los límites que la determinaban. La
unidad de la comunidad depende del consenso a este núcleo doctrinal. Quien disiente, debe alejarse: “salieron
de nosotros, pero no eran de nosotros” (1 Jn 2,19). Su alejamiento pondrá de manifiesto su no pertenencia a la
comunidad de salvación. El “presbítero” de las cartas cumple esta función de custodia de la ortodoxia.
El evangelio de Juan gozó de una especial estima en los círculos gnósticos del siglo segundo. El primer
comentario al cuarto evangelio nace no en la gran Iglesia, sino en la escuela de Valentín, a mediados del siglo
segundo, de la pluma del más famoso de sus discípulos: Heracleón.89 Tiempo más tarde (a partir del 226)
Orígenes escribirá su monumental comentario a Juan. La polémica contra Heracleón revela la importancia que
el alejandrino adjudicara a este comentario.
Mirada la cosa desde el conflicto cristológico que provoca la ruptura en la comunidad joánica, pueden
precisarse algunas líneas en el desarrollo histórico de la comunidad. Muy probablemente es el “presbítero” de
las cartas el que “salva” al evangelio de Juan rescatándolo para la gran Iglesia. El sector que se separa, va a

27
acabar uniéndose a los gnósticos, especialmente a la escuela de Valentín, una mente especulativa que se dejó
inspirar por el lenguaje del cuarto evangelio.90 El testimonio de este proceso es el comentario de Heracleón.
Ninguna tradición teológica del Nuevo Testamento ha puesto tan de relieve el mandato del amor a los
hermanos como el fundamento de la vida comunitaria, como lo ha hecho la tradición joánica en todas las fases
de su producción literaria. Paradójicamente, en el seno de esta misma tradición se producen conflictos comu-
nitarios de gran envergadura, frente a los cuales el mandato del amor no puede impedir ni la ruptura ni el
lenguaje polémico de demonización de los adversarios. Pareciera que la cuestión cristológica no admite zonas
intermedias, o de una urbana capacidad de comprensión. El juego es a todo o nada, porque la apuesta de la fe
exige el riesgo total.
La historia ha deparado a la literatura joánica un destino peculiar. El lenguaje del amor que a tantos fascina,
quizá por la dosis de ambigüedad y abstracción que lo caracteriza, se revela al análisis atento y detallado, como
el lenguaje fruto de una decisión teológica muy lejana de aquello que interpreta el lector desprevenido, que
difícilmente percibirá la ruptura eclesial que lo antecede.

6. LAS CARTAS A LOS COLOSENSES Y A LOS EFESIOS

Al considerar las cartas a los Colosenses y a los Efesios retomamos la tradición paulina, representada ahora
por textos escritos en nombre de Pablo por algunos de sus colaboradores, o por figuras anónimas que se con-
sideraban pertenecientes a una cierta “escuela” paulina. En circunstancias muy diversas a las vividas por el
Apóstol, ellos intentan pensar los problemas que tienen que resolver recurriendo a su teología. Cuando escriben
en nombre de Pablo no buscan en primer término una legitimación para sus escritos, sino que confiesan su
pertenencia a un grupo determinado dentro del amplio espectro del cristianismo primitivo.
Si en este párrafo tomamos ambos textos como una unidad temática, esto se justifica por el hecho de que
la carta a los Efesios conoce y utiliza la carta a los Colosenses. Si se parte de la eclesiología de Pablo como
punto de referencia, la carta a los Colosenses representa una primera fase en el proceso de su recepción, mien-
tras que la carta a los Efesios significa la etapa conclusiva.

6.1. La carta a los Colosenses

El dato arqueológico de la destrucción de la ciudad de Laodicea por un terremoto en el año 61 d.C., es de


importancia. Colosas distaba unos veinte kilómetros de Laodicea, y es muy probable que también ésta haya
sido destruída en esa ocasión. De todos modos, a partir de esa fecha no hay más indicios literarios sobre la
ciudad de Colosas. Si no fue totalmente destruída, debió haber sido abandonada o entró en un período de gran
decadencia.
Esto quiere decir que la carta a los Colosenses, si es que se escribió con motivos de un problema real de la
comunidad –y el contenido de la carta induce a pensar que fue así–, se tiene que haber escrito alrededor del 60
o poco después.91 Esto significa que nos movemos en un período de tiempo muy cercano a Pablo. Sería exigir
demasiada audacia a un autor anónimo, que no sólo escribe en nombre de Pablo, sino que también lo hace a
una comunidad que ya no existe, si es que el texto hubiera sido escrito más tarde.
La cercanía a Pablo se advierte también en el lenguaje y el contenido, sin que de aquí se puedan deducir
argumentos convincentes en favor de la autenticidad de la carta. Las divergencias son también notables. Aquí
suponemos que el texto no ha sido escrito por Pablo, sino por alguien cercano a su pensamiento, que conocía
bien el estilo y la teología del apóstol.92
En 1 Cor 12 y en Rom 12 Pablo utiliza la imagen del cuerpo para referirse a la Iglesia. La imagen quiere
decir que hay una presencia misteriosa de Cristo en el mundo, que está dada por la comunidad de los creyentes.
El cuerpo es una imagen apropiada para expresar esta presencia, porque en él está figurada la unidad del orga-
nismo, y al mismo tiempo la diversidad de los miembros. Pablo recurre a la imagen del cuerpo en el contexto
de los dones del Espíritu, y esto le permite presentar la realidad de la comunidad en toda la diversidad de los
dones aportados por los creyentes, pero no fragmentada o atomizada. El principio de unidad que los integra es
el Espíritu, como origen de los dones, y la realidad misma de Cristo, que no puede ser dividida.
El autor de la carta a los Colosenses introduce por primera vez en la literatura cristiana una modificación a
la imagen eclesial de Pablo, en cuanto que la realidad eclesial en sí es representada por el “cuerpo”, mientras
que el señorío del Resucitado sobre su Iglesia se expresa por la imagen de la “cabeza”.

28
La primera vez que aparece la imagen “cuerpo–cabeza” es en Col 1,18a: “él es la cabeza del cuerpo, es
decir de la Iglesia”. Se trata de un himno cristológico (Col 1,15–20). El contenido de la primera parte del himno
es el poder de Cristo sobre toda la creación (Col 1,15–18a). La mayoría de los nuevos estudios sobre el texto
cuentan aquí con un himno utilizado por el autor, en el que el tema era justamente el señorío de Cristo en la
creación. El autor de la carta habría agregado la alusión a la Iglesia, clarificando así el sentido de “cuerpo”.
Con esto no entendía negar el aspecto cosmológico de la afirmación, sino que lo subordinaba a la realidad de
la comunidad, que es el lugar en donde ese señorío se ejerce sobre los creyentes. La obediencia de la fe es su
resultado.
En Col 2,19 el autor echa en cara a los herejes de Colosas, tan orgullosos de su “filosofía” (2,8), que ellos
no están unidos y aferrados a la “cabeza”, que es el principio de vida y crecimiento de todo el cuerpo. El texto
es típico para el problema que vive la comunidad, y para la respuesta propuesta por el autor de la carta. Hay
un grupo en la comunidad que intenta introducir una práctica ascética rigorista, cayendo en una nueva forma
de legalismo (2,16–18). El motivo para esta actitud es probablemente el temor a un desastre cósmico, algo así
como la disolución de todos los elementos que componen la realidad mundana. El autor responde a esto con
una solución consecuentemente cristológica: Cristo es el Señor de la creación, pues todo fue hecho por él y
para él. Su cruz ha traído la reconciliación en el cielo y en la tierra (1,20).
En el contexto de esta respuesta cristológica se ubica la nueva forma de presentar el misterio de la Iglesia.
La imagen “cuerpo-cabeza” acentúa la preeminencia de la cabeza, y la dependencia de todo el cuerpo de ella
para poder mantenerse en vida y crecer. Con ayuda de la cosmología antigua93 el autor pone de relieve el
centro cristológico de la vida cristiana, en el que es dado encontrar la respuesta a toda angustia cósmica, pero
sin el que no es posible ninguna existencia creyente en sentido auténtico.
Resumiendo puede decirse que la introducción de la imagen “cuerpo–cabeza” en la carta a los Colosenses
pretende subrayar, desde el punto de vista de la eclesiología, la dependencia de la Iglesia de su Señor, y desde
el punto de vista de la cristología, su señorío sobre toda la realidad creada. No hay ninguna proyección de la
imagen a la estructura de la comunidad. No hay, por lo tanto, ninguna “cabeza visible” que represente al Señor
en la dirección de la comunidad. Toda ella depende en igual grado de su “cabeza”, y ésta es sólo el Resucitado.

6.2. La carta a los Efesios

Ningún otro texto del Nuevo Testamento tematiza en forma tan consecuente y peculiar el misterio de la
Iglesia como la carta a los Efesios.94 Ponemos de relieve los aspectos más importantes.

6.2.1. La revelación del misterio

El tema del misterio revelado al fin de los tiempos, aparece ya en algunos textos de Pablo (Rom 11,25;
16,25; cf. 1 Cor 15,51). Cuando el autor de la carta a los Efesios habla de la revelación del misterio escondido
desde todos los tiempos, depende en forma particular de Col 1,26f. Para el autor de Col el misterio es la pre-
sencia salvadora de Cristo entre los paganos. El misterio es el designio de Dios de salvar a todos los hombres
sin distinción de razas, que ahora se cumple significativamente en el éxito de la misión paulina en el mundo
pagano.
Utilizando una terminología que delata la influencia de Col, el autor de Ef da al misterio oculto a todas las
generaciones anteriores un contenido diferente. Según Ef 3,6 se trata de la pertenencia de los paganos a la
herencia salvífica, como miembros del cuerpo de Cristo y partícipes de los bienes prometidos.
El contenido del misterio coincide con la visión eclesiológica del autor. En un hermoso texto, que algunos
exegetas han titulado “himno a la paz” (Ef 2,14–18), el autor desarrolla esta visión. La Iglesia es el lugar en el
que se ha realizado la unión definitiva de judíos y paganos, superando el muro de la antigua enemistad. Reto-
mando la idea expresada por Pablo en Gál 3,28, de que en Cristo ya no hay ni judíos ni griegos, el autor de Ef
anuncia el cumplimiento de la promesa en la realidad de la Iglesia, en cuanto que ella representa la salvación
de Dios en la historia. La Iglesia se convierte así en el ámbito de la reconciliación de las razas y del encuentro
de los fieles, en el que ya no hay extranjeros ni extraños, sino que todos son conciudadanos y miembros de la
casa de Dios (2,19). La imagen definitiva del hombre, del nuevo hombre, se encuentra prefigurada en el cre-
yente.
La relación de Cristo con la Iglesia es, como en la carta a los Colosenses, la de cabeza y cuerpo. El autor
ilumina esta relación proyectándola a la relación del hombre con la mujer. Para ello se sirve del esquema de
Col 3,18f, pero su interés no se dirige a la exhortación doméstica, sino al misterio de la Iglesia en su relación

29
de dependencia de Cristo. El modelo celestial de la unión de Cristo con la Iglesia, se proyecta a la realidad
terrena de la unión matrimonial (Ef 5,25–33). Éste es el gran misterio.

6.2.2. La dimensión cósmica de la Iglesia

La realidad eclesial tiene un alcance cósmico. El misterio oculto del que se habló en el punto anterior, debe
ser revelado a los principados y potestades celestiales. La Iglesia es al mismo tiempo reveladora y contenido
del misterio (3,9s). Por su intermedio va a ser dada a conocer la múltiple sabiduría de Dios, pero esta sabiduría
se concretiza en la realidad de la Iglesia misma.
La dimensión cósmica de la Iglesia aparece ya en el himno de bendición, al comienzo del escrito (1,3–14).
La bendición con toda suerte de bendiciones espirituales se ha dado en los cielos (1,3). Los creyentes han sido
resucitados con Cristo y junto con él han tomado asiento en el cielo (2,6). Consecuentemente, los adversarios
de la comunidad no son simplemente “de sangre y carne”, es decir, realidades humanas, sino que son las
fuerzas y los espíritus del mal que están en los cielos (6,12).
Sin duda, el autor retoma aquí afirmaciones de la carta a los Colosenses, que expresan la salvación en la
historia sirviéndose de esquemas espaciales. Según Col 2,12 los creyentes resucitan ya en el bautismo. Es
cierto que recién en la parusía se manifestará la gloria escatológica, pero ya ahora la vida de los bautizados es
una realidad celestial, aunque oculta: “Habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (3,3).
La carta a los Efesios acentúa aún más la dimensión espacial-cósmica, pero no como imagen de la salvación
del creyente, sino como imagen de la Iglesia. La Iglesia es pues el punto de referencia.
La rica metáfora espacial sería malentendida si se la interpretara como la expresión de una certeza de sal-
vación, como si la realidad terrena de la Iglesia fuera la versión mundana de una realidad celestial definitiva.
Esto significaría haber alcanzado ya el fin de la historia, en una suerte de certeza salvífica inamovible.
Toda la segunda parte de la carta a los Efesios muestra que el autor toma en serio la historia, y que la
metáfora espacial, en el fondo, no quiere sino expresar el “indicativo” de la salvación en sentido de Pablo. El
don salvífico es, por cierto, ya una realidad, y aquí se inserta la gratuidad de la acción de Dios. Pero esto no
significa la eliminación de la historia95 ni una falsa certeza de salvación. El hombre debe responder al don de
salvación. Al “indicativo”: Dios nos ha salvado en Cristo, sigue el “imperativo” de la respuesta del hombre en
la gracia: ¡obra conforme a la gracia del don recibido!

6.2.3. Los ministerios eclesiales

Ef 4,11s presenta los ministerios eclesiales como dones del Resucitado a su Iglesia: “Y él constituyó a los
apóstoles, los profetas, los evangelistas, los pastores y maestros, para preparar a la santos para la obra de
servicio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. La lista de ministerios recuerda a 1 Cor 12,28, pero aquí no
se trata de dones carismáticos, como en la comunidad de los corintios, aunque se hable de un don del Señor.
En el contexto no hay ningún indicio de experiencia carismática. Los ministerios se concentran en el anuncio
de la palabra, la dirección de la comunidad y la enseñanza. Por otra parte, no hay que olvidar que los apóstoles
y los profetas ya aparecen canonizados como los receptores de la revelación del misterio de la Iglesia (Ef 3,5),
de la que constituyen también el fundamento (2,21).96
Los datos sobre los ministerios eclesiales no echan mucha luz sobre la estructura de la comunidad. Si se
descartan los dos primeros, los apóstoles y los profetas, por su tono tradicional –el carácter “apostólico” de la
Iglesia se vuele poco a poco una “nota ecclesiae”–, quedan los evangelistas, los pastores y los maestros, a los
que corresponden las funciones arriba indicadas: a los evangelistas pertenece la tarea del anuncio de la palabra;
a los pastores, la conducción de la comunidad; a los maestros, la enseñanza.
La idea de la sucesión en la transmisión de los ministerios no parece estar presente. Por lo menos no está
explicitada. Para el autor no es tan importante la cuestión de los ministerios, cuanto la presentación del misterio
de la Iglesia en toda su magnitud.

6.2.4. Eclesiología y realidad eclesial: la paradoja de Efesios

El autor es un judío-cristiano que anuncia el cumplimiento del plan de Dios en la realidad de la Iglesia,
formada por creyentes provenientes del judaísmo y del paganismo. Lo que para Pablo pertenecía al misterio
del fin de los tiempos, cuando Israel abandone su incredulidad por mediación de los paganos llegados a la fe

30
(Rom 11,25s), aparece aquí presentado de un modo muy diferente. El misterio es una realidad presente, que
coincide con la Iglesia como el lugar de la unidad de judíos y paganos.
La cosa está presentada desde el punto de vista del judío-cristiano, que anuncia con gozo a sus hermanos
paganos que el muro de la enemistad entre ambas razas ya ha sido derribado.
El pensamiento de la unidad domina todo el escrito: “Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo
Dios y Padre de todos” (4,4s), así como hay un solo cuerpo y un solo Espíritu (4,3).
La situación histórica en la que escribe puede hacer más comprensible la actitud del autor, y mostrar, al
mismo tiempo, la profunda paradoja encerrada en su mensaje.
Hacia fines del primer siglo las comunidades cristianas han hecho la experiencia de un crecimiento con una
gran fuerza expansiva. La nueva fe ha ganado adeptos en toda el territorio del Imperio romano. De la secta
judía limitada a Palestina y a Siria, se ha ido formando una nueva forma religiosa, distinta de las religiones
paganas y del judaísmo, cuya potencia justifica el optimismo misionero que trasluce el libro de los Hechos.
El autor de la carta a los Efesios escribe como judío-cristiano y como teólogo que se siente inserto en la
tradición paulina. Esto quiere decir, que a sus ojos Israel no puede quedar como tema marginal. La situación
que vive lo lleva a tomar la iniciativa en la presentación del misterio de la Iglesia. Ellos, los judíos–cristianos,
son los que representan a la Iglesia en su fase original. El horizonte eclesial en el que vive agrega otra dimen-
sión. La presencia de tantos cristianos provenientes del paganismo, que en modo creciente van dando su im-
pronta a las comunidades de la diáspora, muestra que la realidad eterna de la Iglesia está constituida por la
presencia común de judíos y paganos, unidos bajo el señorío del Resucitado. El plan de Dios ha llegado a su
cumplimiento. Esa era su visión. Pero, ¿cuál era la realidad eclesial?
El mensaje cristiano que se difundió en la misión paulina, era el evangelio de la libertad de la ley judía.
Esto posibilitó el acceso a la fe de muchos paganos, que no hubieran aceptado la pertenencia a una forma
religiosa que, en su fundamento, seguía unida al judaísmo por el rigor de la ley. La Iglesia que crece en el
mundo de la cultura greco-romana es la Iglesia de los paganos.
El elemento judío–cristiano sufrió un duro golpe con la guerra judía y la destrucción del templo de Jerusa-
lén, que llevó a la comunidad cristiana a abandonar la ciudad santa. Por cierto, su influencia es aún fuerte,
como lo muestra la carta de Santiago y el evangelio de Mateo. Pero hay un proceso de creciente autonomía de
las comunidades de cristianos de origen pagano, que no va a ser revertido. Este proceso deja sus huellas in-
confundibles en la literatura cristiana. Dejando de lado la cuestión histórica acerca de los autores de los evan-
gelios de Marcos y de Lucas, se trata de cristianos que representan los frutos de la misión entre los paganos.
Aún más llamativo es el ejemplo de Clemente Romano, el autor de la carta de la comunidad de Roma a los
Corintios, que bien puede servir de modelo para apreciar la conciencia de la iglesia de los paganos en Roma,
a fines del siglo primero.
Una mirada rápida al desarrollo de la Iglesia en el siglo segundo descubre cada vez menos presencia judío-
cristiana –también en la literatura–, mientras que la Iglesia de los paganos consolida su presencia en forma
constante. Ireneo contará entre los herejes a los “ebionitas”, que sólo admiten el evangelio de Mateo como
legítimo, y condenan a Pablo por apóstata (Adv. Haer. I 26,2). Estos ebionitas son los representantes del judío-
cristianismo, en su esfuerzo por guardar su identidad frente al peligro de ser subsumidos por la iglesia de los
paganos.
La visión monumental de la iglesia de los judíos y paganos como la realización del plan eterno de Dios,
que presenta la carta a los Efesios, es el último intento de parte de los judío-cristianos de jugar un papel prota-
gónico en la realidad eclesial. La envergadura teológica del intento no alcanza a ocultar la disparidad entre el
proyecto teológico, por una parte, y la realidad eclesial, por otra. Ese proyecto teológico nunca llegó a reali-
zarse. La Iglesia de los paganos va a dejar cada vez menos espacio vital para los judío-cristianos, a quienes no
le queda otra alternativa más que la asimilación o el aislamiento. En esa disparidad consiste la paradoja del
mensaje de la carta a los Efesios.

7. LA PRIMERA CARTA DE PEDRO

No existe un consenso sobre la datación exacta de este texto, pero por los menos dos elementos pueden ser
considerados como aceptados en la exégesis de hoy: 1) El texto pertenece a la literatura pseudoepigráfica. Esto
quiere decir que es el resultado de la obra de un autor anónimo, que se atribuye el nombre de Pedro; 2) el lugar
de origen más probable es la ciudad de Roma. Sería pues uno de los primeros testimonios de la comunidad de
Roma. De acuerdo al contenido de la carta la fecha de origen puede ser la década del ochenta, o algo más tarde.

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7.1. La comunidad de salvación al fin de los tiempos

El texto se dirige a las comunidades de la diáspora, en la zona que hoy corresponde a Turquía (1 Pedro 1,1).
El autor aplica a esas comunidades expresiones de la escritura referidos originalmente al pueblo de Dios: ellos
son ahora el género elegido, el sacerdocio real, el pueblo santo convertido en su propiedad (2,9). La conocida
fórmula del profeta Oseas encuentra también aquí un nuevo sentido: antes no erais su pueblo, pero ahora sois
el pueblo de Dios; antes no había misericordia para con vosotros; ahora habéis encontrado misericordia (2,10).
No se advierte ningún intento de justificar esta aplicación. No hay expresiones polémicas en contra de Israel o
en contra de una interpretación de estos texos que mantuviera su sentido original. La Iglesia de Roma ignora
el problema planteado por su pretensión de continuidad con el mensaje de la Antigua Alianza, y considera esta
continuidad como sencillamente ya dada.
Pero la continuidad con el Israel de la promesa no es el único aspecto a tener en cuenta. Supuesta esta
continuidad, ¿cuál es el nivel real en el que se da? Porque la afirmación de la continuidad entre dos realidades
históricas es demasiado global como para ocultar el hecho de que una continuidad material no sería suficiente,
para responder a la pretensión de la fe cristiana de ser el nuevo Israel.
La respuesta a esta difícil cuestión es clara. Los creyentes son las piedras vivas de un edificio espiritual, en
vistas a constituir un sacerdocio santo, que ofrecerá sacrificios espirituales agradables a Dios, por Jesucristo
(2,5). Se trata, por lo tanto, de una realidad que sólo en un sentido mucho más profundo y determinado, per-
manece en relación de continuidad con Israel. El templo del que se habla no es el templo de Jerusalén, ni
ningún otro edificio material. En él son los cristianos los que ejercen el ministerio sacerdotal, pero no es el
caso de una imitación –ni siquiera mejorada– del templo de Jerusalén o de cualquier otro lugar de culto.
Si uno intenta concretar estas afirmaciones para determinar su contenido positivo, al final tiene que resig-
narse a quedarse con poco, pero muy fundamental. Es la conciencia cristiana de responder finalmente a la
voluntad de Dios, llevando a su cumplimiento las promesas de la antigua alianza. Los profetas anunciaron ya
la salvación, que en realidad no estaba destinada para Israel, sino para los cristianos (1,10). El plan de Dios,
que culmina en la salvación traída por la cruz de Cristo y en su concreción eclesial, existía desde el principio,
antes de la creación del mundo (1,20), y se extiende hasta el presente, que es ya el fin de los tiempos (1,20;
4,7).

7.2. El testimonio de los creyentes en el mundo

Los cristianos viven como extranjeros en el mundo (2,11). La imagen de la verdadera patria como principio
de pertenencia y lugar de referencia existencial, lleva a estas expresiones.97 La pertenencia al mundo querría
decir aceptar su modo de pensar y de obrar, asimilándose a la sociedad pagana. Al considerarse como extran-
jeros, los creyentes acentúan su identidad cristiana, y rechazan un modo de presencia en el mundo que hubiera
sido sinónimo de auto-negación.
La experiencia que hacen con la realidad social que los rodea, es dura. Son objeto de calumnias y deben
sufrir daños e injusticias (3,13–17). Ese contexto social exige el testimonio cristiano. Dos argumentos fortale-
cen a la comunidad en este cometido: 1) Obrando el bien a pesar de todos estos inconvenientes y acechanzas,
los cristianos avergonzarán a sus enemigos (3,16). Es el valor apologético del buen obrar y de la buena con-
ciencia, que brindan la prueba más convincente de la verdad de la fe (2,15); 2) El sufrimiento redentor de
Cristo convierte al sufrimiento de los cristianos en una ocasión de gracia (2,19), y hace que el propio dolor
purifique del pecado (4,1). Desde la cruz de Cristo es posible dar un sentido al sufrimiento y a la injusticia.
En el orden de las relaciones con las autoridades políticas, el autor asume una actitud semejante a la de
Pablo en Rom 13,1–7: obediencia y respeto. Lógicamente la situación política alrededor del año 80 o 90, es
diferente que la de al final de la década del 50, cuanto el Apóstol escribía la carta a los romanos. Los cristianos
de Roma no iban a olvidar tan fácilmente la figura de Nerón. La exhortación a honrar al César (2,17) significa
el reconocimiento del poder político, pero no una aceptación sin límites. El testimonio de los mártires da la
prueba de que tales exhortaciones fueron entendidas en su sentido cabal y nunca pusieron en cuestión la validez
del primer mandamiento.

7.3. Los ministerios

El autor se presenta como un presbítero que, en cuanto tal, exhorta a los otros presbíteros (5,1). El “Pedro”
de la ficción literaria supone una estructura presbiterial en toda la diáspora, a la que se dirige con su carta. La

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figura del presbítero es iluminada con la imagen del pastor que no quiere dominar ni sacar provecho, sino que
es un ejemplo para todo el rebaño (5,2f).
A los presbíteros o ancianos, corresponde el grupo de los “jóvenes”, a quienes se recomienda sumisión a
los presbíteros (5,5).
La Iglesia de Roma se siente representada en forma particular por la figura de Pedro, pero en ella misma
los ministerios se estructuran de acuerdo al modelo presbiterial. Un documento escrito pocos años más tarde
dirigido a la comunidad de Corinto, confirmará este aspecto.

8. EL APOCALIPSIS DE JUAN

Escrito en los últimos años de gobierno del emperador Domiciano (ca. 90–95), el Apocalipsis de Juan lleva
la impronta de la situación vivida en esas circunstancias por las comunidades de Asia menor, a las que se
dirige.

8.1. Las comunidades de las siete cartas

El autor se dirige a ellas con la autoridad del carismático visionario, que se sabe siervo de Jesucristo. Él
escribe en su nombre. En las siete cartas a las comunidades de Asia Menor el mensaje proviene del Hijo del
Hombre. Las fórmulas: “Esto dice...” retoman siempre uno de los rasgos propios de la figura del Hijo del
Hombre (Ap 1,12–16). La conciencia profética de hablar en nombre del Resucitado, no recurre a ninguna
forma de legitimación ulterior.
Los destinatarios de las cartas son llamados “ángeles”. La metáfora ofrece varias posibilidades de interpre-
tación. ¿Se trata de ángeles en el sentido propio, es decir, de enviados? ¿Es un nombre colectivo que abarca a
toda la comunidad, o se refiere a las autoridades, ya sea en la forma de un colegio presbiterial, o de una figura
individual? Faltan elementos para poder dar una respuesta satisfactoria. Para cada intento de solución se pue-
den aducir argumentos, pero ninguno de ellos es realmente concluyente. De todas maneras, el contenido de las
cartas atañe no a una sola persona, sino a toda la comunidad.
La intervención del carismático supone una atribución de autoridad personal sobre todas las comunidades.
La alabanza, la exhortación y la palabra de juicio varían según la situación de las comunidades. Hay una can-
tidad de problemas que nacen de las controversias entre los creyentes. En la comunidad de Éfeso se han intro-
ducido falsos apóstoles, pero la comunidad los ha rechazado (2,2). La Iglesia de Pérgamo tiene que luchar
contra algunos miembros que se adhieren a la enseñanza de Balaam; otros se inclinan al grupo de los “nicolaí-
tas” (2,14s). Bajo estos nombres cifrados se ocultan los problemas discutidos en ese tiempo: comer o no de la
carne ofrecida a los ídolos, exigencias en nombre de una ascética sexual rigorista.
En la carta a la comunidad de Tiatira el problema es otro. Aquí la invitación a comer la carne usada en el
templo pagano proviene de una mujer que se presenta como profetisa (2,20). El autor asume la postura de los
judío-cristianos tradicionalistas: no se debe comer de la carne ofrecida a los dioses, ni se debe permitir a la
mujer que hable proféticamente.
Las comunidades a las que se dirigen las siete cartas, están en Asia menor, en el territorio de la misión
paulina. Pablo mismo había pasado más de dos años en Éfeso (Hech 19,10). Los problemas internos con los
que se enfrentan no difieren mucho de aquellos que se observan en el tiempo de Pablo. Las controversias
doctrinales ocupan un lugar cada vez más importante. Las cartas pastorales, que geográficamente fueron es-
critas en un ámbito no muy distante del de los destinatarios de las siete cartas del Apocalipsis, confirman el
dato.

8.2. La Iglesia como el nuevo Israel

Asumiendo la expresión de Ex 19,6, la comunidad surgida de la sangre de Cristo se considera como un


reino de sacerdotes (Ap 1,6). La referencia a Israel es aún más clara en la visión de los degollados a causa de
la palabra de Dios y del testimonio que dieron (6,9). El presente de las comunidades, en el que deben estar
dispuestas a entregar la vida para mantener la fidelidad a la propia fe, se une con el futuro de los que ya han
alcanzado la meta escatológica. La imagen definitiva de la Iglesia, representada por los mártires, será exacta-
mente la del nuevo Israel. En el número simbólico de 144.000 están figuradas y potenciadas las doce tribus de
Israel (7,4–8).

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Ni siquiera la nueva creación al fin de los tiempos, con los cielos nuevos y la tierra nueva, anula la relación
con Israel. Pues entonces descenderá del cielo la nueva Jerusalén, cuyos muros tendrán doce piedras que llevan
los nombres de los doce apóstoles del cordero (21,10–14).
Al pretender para sí la realidad del verdadero Israel de Dios, los cristianos entran en un inevitable conflicto
con los representantes del Israel empírico. El tono polémico es sólo comparable, dentro del Nuevo Testamento,
con Jn 8,44 o Mt 23. Aquí se llega a negar a los judíos nada menos que su identidad judía. Su verdadera
realidad es una muy otra: ¡ellos son la sinagoga de Satanás (2,9; 3,9)! La ruptura entre Iglesia y sinagoga es
definitiva.

8.3. La prueba de la fidelidad

El testimonio que deben dar los creyentes en el mundo es de la fidelidad hasta las últimas consecuencias:
hasta la muerte (2,10). Todos los ciclos de visiones y las extrañas imágenes del último libro del Nuevo Testa-
mento desembocan en un mensaje simple, pero radical, motivado por la situación vivida por las comunidades
de Asia Menor, a causa de las medidas tomadas por el emperador Domiciano. Frente a la pretensión del em-
perador de que se rinda culto religioso a su nombre, los cristianos tienen que permanecer fieles a su propia fe:
ninguna instancia humana puede exigir para sí un acto de adoración. El poder político totalitario que intenta
reemplazar el poder de Dios, se vuelve blasfemo. El autor del Apocalipsis no vacila en adjudicar al poder
romano todas las denominaciones reservadas para los adversarios escatológicos de Dios.
La visión de la Iglesia triunfante de los últimos capítulos, está en un fuerte contraste con la realidad del
sufrimiento y de la amenaza que vive la comunidad. La comunión en el dolor y en la fidelidad se vuelve la
condición indispensable para pertenecer a la Iglesia del cordero. El cordero, de pie y degollado, une en sí
mismo los signos de la vida y de la muerte que los creyentes deben hacer propios.

9. LA CARTA A LOS HEBREOS

Este escrito anónimo tan particular, que tradicionalmente es llamado “Carta a los Hebreos”, da muestra
cabal, por el modo de expresión y las imágenes utilizadas, de la influencia del judaísmo alejandrino.

9.1. El pueblo de Dios peregrino

El autor afirma a cada paso el cumplimiento de las promesas en el acontecimiento cristológico. La lectura
cristiana del Antiguo Testamento le permite fundamentar esta certeza con la misma palabra de Dios. Las es-
tructuras y figuras salvíficas de la antigua alianza adquieren así un valor tipológico, en cuanto anuncian la
realidad venidera, pero ésta no aparece en una relación de semejanza cualitativa, sino siempre en una relación
de superación, incomparable con el pasado. Los ángeles, Moisés, el templo, el sumo sacerdote, todo esto es
una sombra del futuro, que ahora encuentra una concreción infinitamente superior en el hecho salvífico de
Dios en Cristo.
La pertenencia al nuevo pueblo de Dios es concebida en forma dinámica. El ejemplo del pueblo de Israel
en el desierto, antes de entrar en la tierra prometida, ilumina ahora la realidad de la Iglesia. La palabra del Sal
95,11: “Ellos no entrarán en la tierra de mi descanso”, se aplica a la Iglesia peregrina en el tiempo. Hay un
“hoy” como posibilidad salvífica, que se repite a todas las generaciones y exhorta a no desoír la voz de Dios
(Hebr 3,15).
Para los creyentes que permanecen fieles hasta el fin, está prometida la entrada en la tierra del descanso.
La Iglesia es el pueblo de Dios peregrino que marcha hacia el descanso escatológico. No está aquí la ciudad
definitiva, sino al final del camino, más allá de la historia (13,14).

9.2. Certeza de salvación y responsabilidad comunitaria

En la expresión de la certeza de salvación la carta a los Hebreos recurre a un esquema espacial, que recuerda
a la carta a los Efesios. Los creyentes ya tienen acceso al monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, a la
Jerusalén celestial rodeada de ángeles, a la comunidad de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el
cielo (12,22s). Pero nada de esto significa que la salvación en la historia sea definitiva para los creyentes.
Porque el don de salvación es tan grande, hay que responder a él en forma adecuada. Quien desprecie el don,
se hace acreedor de un terrible castigo (10,26–31).
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El autor caracteriza su mensaje como una exhortación (13,22), y hay signos suficientes que la han hecho
necesaria. La comunidad debe crecer en conocimiento (5,11–14) y no perder el entusiasmo de los comienzos,
cuando el acceso a la fe trajo muchas desventajas, que, con todo, fueron superadas. El presente es el tiempo de
la espera constante y confiada (10,32–36).
Los consejos reflejan la situación que vivía una segunda generación cristiana, abocada a la tarea de robus-
tecerse en la fe, luchando contra el desgaste de la costumbre y la influencia de la sociedad hostil (cf. 13,1–5).
Hebr 13,7.17.24 nombra a los que presiden la comunidad en una forma muy genérica, que no permite sacar
conclusiones sobre la estructura ministerial reinante. A ellos se les debe sumisión, para que cumplan su tarea
con alegría.

10. LAS CARTAS PASTORALES

Las así llamadas cartas pastorales (las dos cartas a Timoteo y la carta a Tito), representan otra línea de la
tradición paulina, y muestran la disparidad de los rumbos teológicos seguidos por creyentes que se sentían
todos ellos fieles seguidores de Pablo. Las cartas pastorales forman una unidad por su homogeneidad literaria
y teológica, más allá de la cuestión si provienen todas de un sólo autor. Igualmente innegable es el lugar de
origen que las caracteriza, común a todas ellas. Debido a este hecho no las vamos a considerar por separado,
sino que trataremos los temas relevantes para la cuestión eclesiológica, recogiendo el material presente en
ellas, sin hacer mayores distinciones.

10.1. El carisma y los ministerios

El término “carisma” aparece solamente dos veces en las cartas pastorales. En 1 Tim 4,14, el Pablo de la
ficción literaria exhorta a su discípulo Timoteo a no descuidar el carisma que le fue dado por la palabra profé-
tica y la imposición de las manos por parte del presbiterio.
El otro texto es 2 Tim 1,6. Los protagonistas son los mismos, y el contenido de la exhortación es semejante.
Timoteo debe reavivar el carisma de Dios, presente en él por la imposición de las manos.
En ambos casos se trata de la gracia específica conferida a Timoteo para cumplir su función en la comuni-
dad. El carisma no es, por lo tanto, el don del Espíritu a cada creyente, que se exterioriza en la multiplicidad
de aptitudes en vistas al crecimiento de la comunidad. La comprensión de carisma propia de Pablo, especial-
mente en 1 Cor 12–14, tiene poco en común con el significado del término en las cartas pastorales.
Aquí el carisma se identifica con la tareas encomendadas a Timoteo, es decir, con la conducción de la
comunidad, la elección de los otros dirigentes, y el cuidado de la “sana doctrina”. El carisma recibe su concre-
ción en la aptitud para el ministerio eclesial. Pero ésta no es la única diferencia con respecto a Pablo.
Igualmente importante es el modo de recepción del carisma. En el caso de Timoteo se ha dado por la im-
posición de las manos del presbiterio. Hay que interpretar bien la expresión. No es que se ignore la compren-
sión fundamental del carisma como don del Espíritu, sobre el que el hombre no puede disponer. Tampoco es
la intención del autor hacer depender el don del Espíritu de una instancia eclesial. Ésta actúa como interme-
diaria en la transmisión del carisma.
La situación de las comunidades es diferente a la vivida por Pablo cuarenta o cincuenta años antes, y hay
que dar respuesta a los problemas del presente, sin repetir fórmulas del pasado, que por ser ciertas no iban a
aportar ninguna solución. Así debe entenderse el sentido del carisma ligado al ministerio eclesial y transmitido
por la imposición de las manos. Como veremos en el punto siguiente, las comunidades hacen la experiencia
de opiniones encontradas sobre puntos importantes de la fe. ¿Quién sirve de guía en la búsqueda del camino
correcto? Los recursos utilizados en el tiempo de Pablo se revelan en esa situación como no siempre válidos.
El número de los creyentes ha crecido; el proceso de transmisión de las verdades de la fe se vuelve más com-
plejo en cuanto que hay que mantener aquellos elementos realmente fundamentales, dejando de lado lo que
fue respuesta a una situación determinada, sin validez para todos los tiempos. Y, sobre todo, ya no está Pablo
para intervenir con el peso de su autoridad y el poder de su capacidad de reflexión. Es lógico que las comuni-
dades busquen en esa nueva situación una respuesta adecuada al desafío del presente.
No se niega el carisma, sino que se lo ordena –y en ese sentido también se lo subordina– a la realidad
eclesial.
En realidad no se trata de un aspecto completamente nuevo. La estructura carismática de las comunidades
paulinas no significó en su tiempo, abrir las puertas a un libertinaje carismático. Siempre fue la comunidad la
que decidió en último término sobre la verdad de la pretensión carismática. El don del discernimiento de los
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espíritus introducía un elemento de orden, sin abandonar, por ello, el ámbito carismático. Las cartas pastorales
acentúan mucho más el aspecto institucional. No es que el reconocimiento del carisma esté en manos tan sólo
de unos pocos privilegiados, como podrían ser los miembros del presbiterio. Las afirmaciones de las cartas
pastorales hacen improbable una interpretación tan restrictiva. Pero los presbíteros son los que hacen signifi-
cativo el reconocimiento del carisma, por el gesto de la imposición de las manos.

10.2. El cuidado de la “sana doctrina”

La expresión “sana doctrina” es típica para las cartas pastorales y para la realidad eclesial que revelan (cf.
1 Tim 1,10; 6,3; 2 Tim 4,3; Tit 1,9; 2,1). Cuando el autor anuncia que llegará un tiempo en el que los hombres
no van a soportar la sana enseñanza, y buscarán sus propios maestros, que les anuncian lo que desean escuchar
(2 Tim 4,3), describe así la situación de su tiempo –por lo menos, tal como él la percibe.
Hay algunos indicios que apuntan al comienzo de la controversia intraeclesial con maestros gnósticos (1
Tim 6,20). En 2 Tim 2,18 se cita la opinión de Himeneo y Fileto, que afirman que la resurrección ya se ha
dado. A diferencia de Col 2,12 y Ef 2,6, donde la afirmación de una resurrección en la historia se entiende
como metáfora de salvación por el don del bautismo, parece que aquí la cosa tiene un sentido diferente. El
autor no encuentra en ella ninguna relación con opiniones sostenidas por otros discípulos de Pablo, y la consi-
dera como contraria a la fe. Tit 3,10 utiliza por primera vez en la literatura cristiana el término “herético” para
designar a quien se ha apartado de la verdad de la fe.
La función de Timoteo y Tito es la de velar por el “depósito” de la fe (1 Tim 6,20; 2 Tim 1,14). La verdad
de la fe se considera como ya determinada y contenida en una formulación doctrinal, que estos que ahora la
defienden, a su vez la han recibido de otros (2 Tim 3,14).98

10.3. Los ministerios eclesiales

Las afirmaciones más importantes al respecto se encuentran en 1 Tim 3,1–13 (el “epískopos” y los diáco-
nos), 1 Tim 5,17–22 (los presbíteros) y Tit 1,5–9 (los presbíteros y el “epískopos”).
Las condiciones que deben reunir los candidatos para ejercer esos ministerios son poco específicas y no
dejan ver una imagen clara de las competencias y responsabilidades que deben asumir. Llama la atención el
tratamiento de los presbíteros en 1 Tim 5,17–22, en un contexto diferente a las recomendaciones para el
“epískopos” y los diáconos.
El término “epískopos” no significa “obispo” como jefe de la comunidad, en el sentido que le dará la lite-
ratura cristiana posterior. Etimológicamente podría traducirse bien con “supervisor”, indicando con ello una
función más bien administrativa en el seno de la comunidad. Pero es significativo que de él siempre se habla
en singular. De todos modos se advierte un imprecisión terminológica que el autor no considera necesario
clarificar.
En las recomendaciones a los diáconos (1 Tim 3,11) se habla también de las mujeres que deben ser puras,
ajenas a la difamación, y dignas de confianza. Dado que el autor ya ha dedicado un párrafo al rol de la mujer
en la comunidad (1 Tim 2,9–15), es muy probable que en 3,11 tenga en vistas a mujeres que cumplen la función
de diaconisas, tal como se daba en las comunidades en el tiempo de Pablo (Rom 16,1).
En Tim 4,14 aparece por primera vez la palabra “presbiterio” referida al consejo de ancianos de la comu-
nidad cristiana (en Lc 22,66 y Hech 22,5 se trata del consejo de ancianos que rodea al sumo sacerdote en
Jerusalén). Es posible que esta institución, ya presente en el judaísmo, haya ido reemplazando en las comuni-
dades paulinas paulatinamente la forma carismática más libre del tiempo de Pablo. El rol del “episkopos” en
esa estructura no puede precisarse con seguridad. Es más fácil decir lo que no es, que determinarlo positiva-
mente: no es el jefe de la comunidad en el sentido que a partir del siglo tercero será clásico y normativo. El
“episkopos” parece que tiene a su cargo la parte administrativa, ayudado por los diáconos. Esto podría explicar
su mención conjunta en 1 Tim 3,1–13, mientras que al prebítero se le dedica un párrado aparte.
El desarrollo de los ministerios eclesiales no acaba en las cartas pastorales. La historia del siglo segundo
muestra con claridad cuántas variantes eran aún posible. Pero el modelo que comienza aquí a forjarse va a ser
el que se irá afianzando y precisando, hasta llegar a las formas ministeriales clásicas, ya canonizadas en el
siglo tercero en la “Traditio apostolica”, atribuida a Hipólito de Roma.

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11. LA CARTA DE LA COMUNIDAD DE ROMA A LOS CORINTIOS

Aunque el texto no pertenece a los escritos del Nuevo Testamento, su consideración está plenamente justi-
ficada en una aproximación a la eclesiología que toma en serio la historia de las comunidades, y desde allí
busca su contenido teológico. Esta carta, que ya una antigua tradición adjudica a Clemente Romano, fue escrita
entre el 90 y el 10099, y testimonia muy claramente el modo de pensar la realidad eclesial que existía en Roma
a fines del siglo primero. Por otra parte brinda información valiosa sobre la comunidad de Corinto, a la que se
dirige con este escrito.

11.1. El motivo de la carta

En la comunidad de Corinto ha habido un conflicto cuyas causas no se explicitan, pero que ha tenido una
consecuencia importante: los presbíteros, que hasta entonces habían ejercido sus funciones, han sido destituí-
dos y reemplazados por otros que pretenden dirigir la comunidad.
La comunidad de Roma interviene en el conflicto, enviando una extensa carta que exhorta a la concordia.
La carta es anónima, pero tiene un tono de autoridad que no deja lugar a dudas sobre el papel que se adjudica
Roma, al intervenir en un problema de una comunidad geográficamente muy distante.
Anonimidad y clara conciencia de autoridad son notas distintivas, por lo tanto, del escrito que en la literatura
cristiana se llama tradicionalmente primera carta de Clemente (= I Clem). El carácter anónimo del escrito
revela que la autoridad no se deriva de una persona con una investidura especial. La situación es diferente a la
correspondencia paulina, o a las cartas de la tradición paulina que utilizan el nombre de Pablo. En este caso,
lo que confiere autoridad a la comunidad no es una persona, sino el hecho de ser la comunidad que está en
Roma. El lugar es decisivo. La capital del imperio, o, mejor, “Roma caput mundi”, hace que la comunidad
cristiana se atribuya el derecho y sienta el deber de dirigirse a los corintios (cf. I Clem 1,1) en la forma en que
lo hace.
Frente al hecho de la destitución de los presbíteros en Corinto, la respuesta de I Clem es inequívoca: los
presbíteros deben ser repuestos en sus funciones (44,3s; 54,2; 57,1), y los responsables de la “revuelta” serán
alejados de la comunidad (54,2–4).
La carta concluye con el pedido de que los tres enviados de la comunidad de Roma (son los portadores de
la carta), retornen pronto con la noticia de que en Corinto reina otra vez la paz y la armonía (65,1). No se
alberga la menor duda de que la comunidad de Corinto va a aceptar la intervención de Roma y va a seguir lo
que ésta determina.
La carta es un buen ejemplo de retórica: la exhortación se hace casi siempre en primera persona plural, pero
el “nosotros” fraternal y comunitario persigue un objetivo muy definido. Los corintios tienen que reestablecer
la paz y la armonía según los parámetros determinados por la comunidad de Roma.

11.2. Los ministerios eclesiales

El problema se concentra en torno a los presbíteros de Corinto. Dado que en ningún momento se alude a
una autoridad central –la carta está dirigida a toda la comunidad de Corinto–, hay que concluir de esto que al
frente de la comunidad había un colegio presbiterial. Con todo, otros textos hablan de “episkopé”, es decir, del
cargo ocupado por el “epískopos”. ¿Cómo entender la divergencia terminológica?
El fenómeno es semejante al observado en las cartas pastorales. El “epís-kospos” aparece junto con los
diáconos (I Clem 42,4; 42,5), pero la terminología dista de ser unívoca. El ejemplo más claro para la ambiva-
lencia semántica del texto lo brinda 44,4s. Por una parte se afirma que es un pecado nada pequeño el alejar de
su “episkopé”, a aquellos que han ofrecido los sacrificios en forma irreprensible y piadosa. Por otra, se consi-
dera como bienaventurados a los presbíteros ya fallecidos, porque no tienen que temer que alguien los aleje
de su puesto. Los términos se usan casi indistintamente, pero la realidad a la que aluden es muy semejante:
junto al grupo de los presbíteros está también al administrador o supervisor (epískopos), al que ayudan los
diáconos.
Según I Clem, los presbíteros que han sido legítimamente constituídos en su cargo y cumplen bien su tarea
no pueden ser destituídos. La argumentación que fundamenta esta posición se apoya en dos elementos:
1) La analogía con el orden cultual del Antiguo Testamento. El texto clásico es I Clem 40,5: “Pues al Sumo
Sacerdote le han sido confiadas las propias funciones litúrgicas; a los sacerdotes se les ha asignado el propio
lugar y también a los levitas se les han determinados los propios servicios. El laico está atado a las determina-

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ciones para los laicos”. El ejemplo del culto en Jerusalén, donde cada uno tiene que cumplir sus propias fun-
ciones, denota un orden establecido que no se puede quebrantar. Para la argumentación de I Clem no es im-
portante el contenido de esas funciones. Ni en Roma ni en ninguna otra comunidad cristiana se celebraban
reuniones litúrgicas con sacrificios semejantes al culto en Jerusalén, y aquellos que presidían la eucaristía no
tenían nada que ver con las figuras cultuales enumeradas en 40,5. Tampoco había una diferencia entre los
ministros de culto y aquellos que pertenecían al “pueblo”, y por eso se llamaban “laicos” (la palabra aparece
aquí por primera vez en la literatura cristiana).
El nexo que une el ejemplo con la aplicación a la situación en Corinto, es la idea del orden que no se puede
alterar. Esto quiere decir que no se pueden transferir los contenidos del ejemplo a la comprensión de los
ministerios eclesiásticos de I Clem. El texto no se interesa por precisar las funciones de los presbíteros en su
relación con el anuncio de la Palabra. El objetivo es demostrar que los presbíteros no pueden ser alejados de
sus cargos.
2) El principio de sucesión en la transmisión de los ministerios. Por primera vez aparece en forma explícita
este principio –ya insinuado en los Hechos de los Apóstoles–, que en el siglo segundo será uno de los pilares
de la argumentación en defensa de la verdad doctrinal contenida en la gran Iglesia. 100 I Clem 42 es el texto
base. Dios envió a Jesucristo. Éste anunció la Buena Noticia a los apóstoles. El orden, en el que se expresa la
voluntad de Dios, consiste en esa sucesión: Cristo viene de Dios, los apóstoles vienen de Cristo. Después de
la resurrección del Señor, los apóstoles anunciaron el evangelio y constituyeron como primicias de su labor,
después de haberlos examinado en el Espíritu, a los “epískopoi” y a los diáconos. Nada de esto es nuevo, sino
que es cumplimiento de la Escritura. El cap. 44 completa la línea argumentativa. Aquellos que fueron consti-
tuídos por los apóstoles, recibieron el mandato de transmitir su servicio a otros hombres probados (44,2). La
consecuencia es clara: los presbíteros que fueron constituídos por éstos, o más tarde, por otros, habiendo reci-
bido el consentimiento de la comunidad, y que han cumplido sus funciones en forma irreprensible, no pueden
ser destituidos.
El principio de la sucesión demuestra en este caso un orden querido por Dios, que no puede ser quebrantado.
Es cierto que este orden no es incondicional: En la elección de los presbíteros es necesario el consentimiento
de la comunidad; sólo son indestituibles aquellos presbíteros que han sido ejemplares en el ejercicio de sus
funciones. La comunidad de Roma supone que todas estas condiciones se han cumplido en Corinto, y que, por
lo tanto, lo acontecido allí tiene el carácter de una revuelta a la que hay que poner fin, restableciendo el orden,
es decir, volviendo a la situación anterior al problema.
También aquí es importante observar la finalidad argumentativa que el texto persigue. La retórica está
orientada a la pragmática: por la labor de persuasión debe suceder algo. En este caso, hay que robustecer a la
parte de la comunidad que ha sufrido las consecuencias de la revuelta, e influir de tal modo sobre los creyentes
en Corinto para que acepten el contenido de la carta asumiendo todas las consecuencias.

11.3. I Clem y la eclesiología a fines del siglo primero

Para la historia de las comunidades cristianas más antiguas y para el desarrollo de las líneas eclesiologías
en el cristianismo primitivo, el testimonio de I Clem es de excepcional importancia.
1) Por primera vez una comunidad interviene oficialmente en el problema de otra comunidad lejana, con
una atribución de autoridad que ni siquiera necesita ser demostrada. Esta autoridad no está ligada ni a una
persona ni a una función, sino que se deriva del hecho de ser la comunidad de Roma la que escribe. La primacía
política y cultural de Roma se proyecta así a la comunidad cristiana que allí tiene su sede.
2) La autoridad de Roma es reconocida por la comunidad de Corinto. Cuando Dionisio, obispo de Corinto,
alrededor del año 170 contesta una carta de Soter, obispo de Roma en ese entonces, le asegura que en las
reuniones litúrgicas del domingo la comunidad aún lee la carta enviada por Clemente. De acuerdo a este testi-
monio, en Corinto se sabía que, aunque la carta estaba escrita en nombre de la comunidad de Roma, tenía un
autor preciso, y éste era Clemente. Además da a entender con claridad que las directivas de Roma fueron
aceptadas por la comunidad de Corinto.
3) Los ministerios eclesiales tienen en sí carácter permanente. Si el candidato ha sido elegido con la acep-
tación de la comunidad, y si ha sido encontrado fiel en el desempeño de sus funciones, no puede ser destituido.
En la comunidad de Corinto, aunque la carta no contiene ninguna afirmación clara al respecto, puede suponerse
que hay un resto del ideal carismático que exige su derecho. Los cuarenta años pasados entre la situación de
la comunidad, representada por la correspondencia con Pablo, y la carta de la comunidad de Roma, difícilmente
hayan podido anular todo recuerdo de los tiempos en los que la estructura de la comunidad era básicamente
carismática, y cada ministerio debía legitimarse por la correspondencia entre el don del Espíritu y la capacidad
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del candidato de hacerlo presente. ¿Qué ocurría si es que los presbíteros, una vez aceptados por toda la comu-
nidad, no se mostraban a la altura de otros carismáticos, que podían cumplir mejor las funciones que aquellos
que eran los ministros “oficiales”? Quizá haya sido éste el problema que llevó a lo que la carta de Roma
denomina “revuelta”. El hecho no se debe haber dado en forma aislada. Si es que los presbíteros fueron desti-
tuidos, esto quiere decir que una parte considerable de la comunidad estaba de acuerdo con la medida, o que,
por lo menos, no se opuso a ella. Es discutible, si es que el problema en Corinto está caracterizado adecuada-
mente, si se lo considera como una controversia entre “carismáticos” y partidarios de un orden sólido, aunque
en la base del problema haya jugado un papel importante el rechazo de una creciente institucionalización de la
estructura eclesial. De todos modos, aquí se afirma una tendencia ya observada en las cartas pastorales. Los
ministerios se ordenan siempre más en una línea que puede ser controlada por determinadas instancias, por
una reglamentación que prevé los casos en los que puede haber cambios, pero que no admite excepciones.

CONCLUSIONES

Hemos llegado al fin de la larga y variada trayectoria por las comunidades del siglo primero. Una eclesio-
logía a partir del Nuevo Testamento no podrá ser nunca una reflexión sistemática, sino que, al dar cuenta de la
historia de las comunidades en ese tiempo, reflejará la pluralidad de enfoques, intereses, situaciones, etc., en
las que los creyentes vivieron su fe.
Al comienzo hemos intentado clarificar el “desde dónde” de la pregunta por la base bíblica del misterio de
la Iglesia. Resulta siempre tentador, buscar en la escritura elementos que ayuden a la solución de los problemas
presentes. Esto es legítimo o no, según la forma de búsqueda de estos elementos. Una simple transposición de
estructuras sería tan anacrónico como inútil, pues la realidad de hoy es muy diferente a la de entonces.
Hay, sin embargo, algunos rasgos propios de aquellas comunidades que, sin tener que ser imitados servil-
mente, pueden iluminar, como decíamos al principio, la reflexión y mover a una praxis eclesial más coherente
con el mensaje de la escritura.

1) La Iglesia es una forma de mediación histórica de la acción salvífica de Dios. Su fidelidad a su función se
mide según el grado de transparencia que permite la acción de Dios. La Iglesia nunca es fin en sí misma. Mateo
es consciente de esto cuando anuncia el juicio a Israel, y al mismo tiempo condena actitudes religiosas que
tocan directamente a la comunidad. La incapacidad de perdón, la búsqueda de honores y de poder a costas de
la fraternidad, el pasar por alto al necesitado en cualquier forma, todas estos son momentos en los que se decide
la verdad de la comunidad que pretende reunirse en el nombre de Jesús. Para Pablo la realidad de la Iglesia
tiene que ver con el reinado del Resucitado en el mundo, y tiene una vigencia que coincide con la historia de
los hombres. Lo definitivo comienza recién cuando el Hijo somete todo a Aquél que le había sometido todas
las cosas, para que “Dios sea todo en todo”.

2) Los ministerios de la Iglesia suponen la fe en el Resucitado. Ni la determinación del grupo de los “doce” ni
el nombre dado a Simón bar Jona, pueden ser considerados como una institución de los ministerios eclesiales
por Jesús. No hay una forma básica de los ministerios, a partir de la que se hayan desarrollado las diversas
formas en la historia de las comunidades. Con el comienzo de la actividad misionera, se desarrollan diferentes
estructuras comunitarias que coexisten, sin ningún intento de normatividad para las otras comunidades.
Los motivos que influyen en esta diversidad son múltiples. Que Pedro jugara un papel importante en la
comunidad de Jerusalén, no sorprende si se considera su rol en el grupo de los discípulos en torno a Jesús. Más
importante que ello fue probablemente el hecho de que fue uno de los sujetos de una aparición del Resucitado
(1 Cor 15,5). Su testimonio tuvo que ver, sin duda, con el rol directivo que le tocara jugar en Jerusalén. Pero
pronto aparece junto a él la figura de Santiago, que no pertenecía al grupo de los apóstoles. También de él se
narra una aparición del Resucitado (1 Cor 15,7), pero no debe olvidarse el hecho de su pertenencia a la familia
de Jesús. Los lazos familiares tenían en aquel tiempo más importancia de lo que hoy normalmente se supone.
Según tradiciones transmitidas por Eusebio de Cesarea los parientes de Jesús juegan un papel importante en
las comunidades palestinenses hasta fines del siglo primero (cf. Historia Eclesiástica I 7; III 11; 19; 20,6; 32,6).
En la diáspora siria (la comunidad de Antioquía) y en el ámbito de la misión paulina (Asia menor y Grecia),
los ministerios se ordenan a modelos más carismáticos, con la presencia de misioneros itinerantes, profetas y
maestros, aunque toda la comunidad es convocada a enriquecer a los hermanos con los propios dones. Las
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cartas auténticas de Pablo no mencionan a los presbíteros. El carisma de gobierno no es predominante. Nunca
se lo nombre en primer lugar.
El testimonio de Lucas y de las cartas pastorales, que pueden ubicarse también en Asia menor, hace ver que
en los años siguientes fue imponiéndose cada vez más la estructura presbiterial. Se trata de un grupo de ancia-
nos que presiden la comunidad. Es muy probable que entre ellos haya habido un “primus inter pares”, pero
esto no se refleja en la estructura comunitaria. Un ejemplo de este modelo lo presenta la carta de la comunidad
de Roma a la comunidad de Corinto.
El caso es diferente en la fase tardía de la comunidad joánica, en donde “el presbítero” que escribe la
segunda y tercera carta ejerce una función directiva muy explícita. Es probable que la personalidad que se
esconde bajo el pseudónimo de Pablo y escribe las cartas pastorales, haya tenido la misma función. En ambos
casos se explica la emergencia de una figura individual que tiene bajo su responsabilidad la dirección de la
comunidad y el cuidado de la “sana doctrina”, por la controversia doctrinal que se ha desatado en el seno de
las comunidades. El proceso de institucionalización se refleja en la comprensión del carisma en las cartas
pastorales.
Ya hacia fines del siglo primero se va perfilando la comunidad de Roma como dotada de un poder especial,
que motiva su intervención en Corinto.

3) La evolución en la estructura de los ministerios eclesiales se entiende como un esfuerzo por servir a las
comunidades, dando una respuesta a las exigencias históricas de cada momento. La diversidad de las formas
y el proceso de desarrollo hacen ver que los ministerios son “funcionales”. Los legitima el servicio al Evange-
lio. Después de veinte siglos de cristianismo, hay formas ministeriales que se han establecido asumiendo con-
tornos cada vez más fijos. No se trata de descuidar los datos tradicionales, ni de olvidar lo que estas formas
han logrado en su servicio a las comunidades. Mucho menos se trata de acomodar los ministerios eclesiales a
modas y tendencias de la sociedad moderna. Pero hay dos aspectos a recordar y actualizar. El primero, es el
hecho elemental de que la Iglesia está constituída por la comunidad de los creyentes, y no puede ser reducida
a los ministerios. Los ministerios están en función de la comunidad, y no al revés. El segundo aspecto es un
resultado de esta consideración. Las formas ministeriales no están “canonizadas” en forma definitiva por la
tradición. Su vigencia estará medida siempre por su servicio al Evangelio.

4) La rápida extensión del mensaje cristiano en los primeros siglos, abarcando a todos los grupos sociales en
el abigarrado ambiente étnico y cultural del imperio romano, da cuenta de una sorprendente vitalidad. Ella
provocó un movimiento expansivo sin paralelos en la historia de las religiones. Fenómenos religiosos de tal
envergadura, no pueden explicarse solamente por motivaciones religiosas o por intereses teológicos. El men-
saje cristiano se difunde porque responde a las cuestiones e inquietudes de una cultura en crisis. La respuesta
es religiosa, pero no se limita a una esfera puramente religiosa (que no existe en “estado puro”), sino que
contiene una oferta de sentido que hace a la totalidad de la existencia.
Las diversas líneas eclesiológicas bosquejadas en este trabajo, dejaron ver siempre una estrecha relación entre
el esquema teológico y la situación histórica de la comunidad en la que nació el testigo literario de referencia.
La fidelidad al Evangelio y a la realidad histórica en la que se vive la fe, son los puntos de referencia obliga-
torios. La simplicidad del esquema no debiera hacer olvidar su validez programática para la reflexión teológica
y para la praxis eclesial.

Notas
48Valga la afirmación en esta forma global. La vigencia de ciertos “anacronismos” a pesar de la validez de la afirmación no necesita
ser demostrada.
49¿Será suficiente o adecuado el lenguaje del nuevo “Catecismo de la Iglesia Católica”, un lenguaje que quiere expresar los contenidos
fundamentales de la fe, pero sin preguntar por la comprensibilidad frente a los fieles? No se trata de poner en duda los méritos del
esfuerzo realizado y de la abundancia del material, pero queda la pregunta: ¿para quién? Repetir verdades no es la garantía de que sean
inteligibles. Es como si la figura del hombre contemporáneo, con sus interrogantes, apenas hubiera sido tenida en cuenta al formular
el mensaje. La preocupación de decir las cosas en la forma más completa posible, desdibuja la importancia y el rol de los destinatarios.
¿Un catecismo de teólogos, para teólogos? ¿Una presentación de los contenidos de fe, en la que no caben las preguntas? El párrafo

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dedicado a la Iglesia podría servir de ejemplo para advertir los logros del catecismo y medir sus límites. Baste aquí la alusión al
problema.
50Algunas referencias bibliográficas están reunidas al final de esta sección a modo de sugerencias para cada tema.
51Cf. Is 4,3: El resto será llamado santo; 11,11.16; 28,5.
52Para un desarrollo más explícito cf. El misterio de la gracia en la Sagrada Escritura: II 1.1: El transfondo apocalíptico del mensaje
del Reino.
53Cf. I QpHab 8,8-10: el “sacerdote malvado” que abusó de su poder actuando en forma injusta y enriqueciéndose. Según I QpHab
11,4ss el “sacerdote malvado” persigue también al “Maestro de Justicia”, la figura clave en la historia de la comunidad. La identificción
del “sacerdote malvado” con algún Sumo Sacerdote de Jerusalén no es segura, pero hay bastants motivos como para pensar que el
aludido es Jonatán, que del 152 als 143 ocupara es cargo. Cf. G. Jeremias, Der Lehrer der Gerechtigkeit, Göttingen 1963, 71-78.
54Cf. I QSa I 1: “Y este es el orden para toda la comunidad de Israel al fin de los días”.
55Como movimiento escatológico se enfrenta al problema del retardo de la llegada del fin. En el comentario al libro del profeta Habacuc
encuentran los creyentes una solución en Hab 2,3, donde se habla de una visión en relación a un plazo, que, sin embargo, sigue anun-
ciando con seguridad la llegada del fin. “El significado es que el tiempo final se posterga, aún más allá de lo que los profetas han dicho;
pues los misterios de Dios son maravillosos” (I QpHab 7,7).
56Estas consideraciones valen solamente para los esenios de Qumran, no para los esenios en general.
57Cf. el “código de castigos” en I QS 5,13-20; 6,24 - 7,25.
58En la Regla de la Comunidad (I QS) no hay ninguna alusión a la mujer o a la familia. No así en otros documentos de Qumran (I QSa
1,10; CD 4,21; 7,6). H. Stegemann niega que haya habido una renuncia al matrimonio, pero su argumentación no considera todos los
elementos del problema. Cf. Die Essener, Qumran, Johannes der Täufer und Jesus, Freiburg 1993, 267. Está el hecho significativo, de
que en el cementerio ubicado al este del “monasterio” hay solamente restos mortales de hombres, enterrados en dirección norte-sur. En
el otro cementerio, más al este, hay esqueletos también de mujeres y de niños, y el modo de sepultura no sigue ningún orden. Stegemann
tiene que reconocer que, aunque los esenios no eran enemigos de la familia, aquellos que ya eran miembros integrales de la comunidad
tenían que separarse de sus familias en el tiempo que pasaran en Qumran (op.cit. 72). No hay que esperar de ellos una discusión sobre
el valor del matrimonio en sí. Mucho más importante es las condiciones de vida, que imponen un cierto estilo. Más allá de detalles
discutibles, la tendencia rigorista es innegable (vgl. Flavio Josefo, Bell 2,160s). Es probable que la forma de vida de los esenios reunidos
en Qumran, haya sido diferente de la de aquellos que vivían en las ciudaddes.
59Esto lo ha desarrollado muy bien J. Becker, Johannes der Täufer und Jesus von Nazareth, Neukirchen-Vluyn 1972, 16-18.
60Cf. El misterio de la gracia en la Sagrada Escritura: II 1.2: “Teología” y “escatología” en el mensaje de Jesús.
61A. Loisy, L’évangile et l’église, Paris 1903, 155.
62Hay que entender la frase de Loisy en el contexto de la polémica antimodernista desatada en el seno de la Iglesia católica a comienzos
de siglo. Como ocurre con frecuencia en tales situaciones, el interés por defender la propia posición dificulta un diálogo objetivo, que
ayude a una mejor comprensión del problema. Tanto el rechazo de todo elemento comunitario en el anuncio del Reino cuanto la idea
de que Jesús “funda” su Iglesia, se alejan igualmente, aunque en direcciones diversas, de la verdad histórica.
63Así por ej. en Is 20,2f; Jer 27,2; Es 12,3-7 etcétera. El gesto profético renuncia a la palabra, pero no pierde en fuerza elocuente.
64En el contexto del relato de la pasión es extraño el anuncio a los discípulos, de que el resucitado los va a preceder en Galilea.
Igualmente en la aparición del ángel a las mujeres que bucan el cuerpo de Jesús. El evangelio de Marcos, en su forma original, no
transmite ningún relato de apariciones. Esto significa que el evangelista transmite una antigua tradición sobre una aparición del resu-
citado en Galilea.
65Así recientemente J. Roloff, Die Kirche im Neuen Testament, 62-68.
66El texto Mt 16,16-18 se analiza en el capítulo sobre la comunidad de Mateo.
67Sobre la figura de Pedro cf. De Simón, hijo de Juan, a Pedro, obispo de Roma, en Proyecto 26 (1997) 11-43.
68M. Hengel presenta muy bien la figura de Santiago, y su importancia para la comunidad de Jerusalén: Jakobus der Herrrenbruder -
der erste “Papst”?, en: Glaube und Eschatologie (FS G. Kümmel), Tübingen 1985, 71-104.
69El término griego es “ekklesía”, que en los LXX, la versión griega de AT, traduce generalmente la palabra hebrea “qahal”: la asam-
blea de Dios. Es probable que los primeros cristianos de origen judío-helenista tomaran ese término de la Biblia que les era familiar,
designando con él a la comunidad cristiana. Pablo tuvo ocasión de apropiarse ese giro en los años pasados en la comunidad de Antio-
quía.
70Una exégesis preocupada por defender posiciones confesionales discutió hace tiempo la cuestión, si es que “ekklesía” en Pablo
designa siempre a una comunidad aislada, o abarca también a la comunidad de los fieles en general. En la mayoría de los casos el
término designa a una comunidad local (cf. 1 Tes 1,1; 2,14; 1 Cor 1,2; 11,18 etc.). Pero no faltan algunos textos que apuntan a una
realidad más amplia (cf. 1 Cor 11,16; 12,28).
71La traducción muy libre interpreta el sentido del texto, que traducido literalmente sería poco menos que ininteligible.
72El problema lo hemos discutido en “Carisma e institución. Reflexiones sobre la eclesiología y los ministerios en San Pablo y en la
tradición paulina”, en: Carisma y libertad. Tres estudios sobre San Pablo, CSE, Buenos Aires 1993, 23-52. Allí mismo hay más datos
bibliográficos.
73Para una exposición global del problema cf. El rol de la mujer en la tradición paulina, en: Proyecto 18 (1994) 7-47.
74Cf. H. J. Held, Der Christusweg und die Nachfolge der Gemeinde. Christologie und Ekklesiologie im Markusevangelium, en: Kirche
(FS G. Bornkamm), Tübingen 1980, 79-94.
75Un análisis más detallado en: De Simón, hijo de Juan, a Pedro, obispo de Roma, en: Proyecto 26 (1997) 11-43.
76Cuando Pablo dice en 1 Cor 15,50 que ni la carne ni la sangre pueden heredar el reino de Dios, quiere decir que la realidad humana,
marcada por lo perecedero, no puede recibir sin más la plenitud escatológica. Para ello es necesaria la transformación en otra realidad

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que sólo puede ser definida negativamente: incorruptible, inmortal. Del mismo modo, la literatura judía distingue a un rey “de carne y
sangre” del Rey de los cielos, es decir, Dios.
77El texto de Lucas representa la versión más cercana a la tradición. Se trata de tres ayes de amenaza dirigidos contra los fariseos (Lc
11,42.43.44) y tres dirigidos contra los escribas (Lc 11,46.47.52). El contenido de las amenazas corresponde a las diferentes caracte-
rísticas de cada grupo. No así en Mateo. Aquí son siete ayes de amenazas a un grupo común, constituido por fariseos y doctores de la
ley (Mt 23,13.15.16.23.25.27.29). El tono es mucho más polémico que en la versión de Lucas (cf. Mt 23,27s!).
78Hay que entender las afirmaciones de Mateo en el contexto pertinente. Sería errado entenderlas como un diagnóstico objetivo de la
religiosidad judía de aquel tiempo. Se exageran las deformaciones, para hacer ver su peligro. El lector atento reconocerá que tales
actitudes pueden ser encarnadas fácilmente por toda persona religiosa, y que cada comunidad es capaz de generar estructuras que las
faciliten.
79El problema del perdón comunitario preocupa al evangelista. El conjunto de textos está considerado en: “Perdón y reconciliación en
el evangelio de Mateo”, en: Proyecto 7 (1995. Heft 1) 37-54.
80No es posible saber si es que Lucas conocía el episodio y lo omitió intencionalmente, o carecía de información al respecto. Lo cierto
es que el relato no hubiera concordado con su desarrollo eclesiológico.
81Cf. 5.1.5: Las personas.
82Expresión acuñada por L. Schottroff, Der Glaubende und die feindliche Welt. Beobachtungen zum gnostischen Dualismus und seiner
Bedeutung für Paulus und das Johannesevangelium (WMANT 37), Neukirchen-Vluyn 1970. La expresión es correcta, no así la com-
prensión gnóstica que la autora adjudica al cuarto evangelio.
83Se trata de un lenguaje en el que se expresa el modo de creer de la comunidad. Para más detalles cf. Glaube und Sprache des
Glaubens im Johannesevangelium, in: BZ 28 (1984) 168-184.
84También los grupos de fariseos se llamarán de ese modo. El conjunto de “chaverim” forma la “chavura” farisea.
85Una prueba de la complejidad del problema se puede ver en el amplio comentario de R. Schnackenburg. En el primer tomo (1965)
identifica al discípulo amado con el apóstol Juan. En el excurso sobre el discípulo amado, al final del tercer tomo (1975), renuncia a
una identificación con algún personaje del cristianismo primitivo.
86Cf. M. Rodríguez Ruiz, Der Missionsgedanke des Johannesevangeliums. Ein Beitrag zur johanneischen Soteriologie und Ekklesio-
logie, Würzburg 1987.
87El cap.17, la así llamada “oración sacerdotal”, es otra unidad originariamente independiente, pero en ella no hay ninguna afirmación
sobre el Espíritu.
88Al hacer esta afirmación entendemos que las “cartas” representan el “efecto histórico” del Evangelio que las antecede. Este es el
modo más aceptado de enjuiciar la relación entre el Evangelio y las cartas, pero no es el único posible. El comentario a las cartas de G.
Strecker (Göttingen 1989) parte de la reconstrucción diferente de esta relación: las cartas serían anteriores al evangelio. El mismo
camino sigue U. Schnelle en una monografía sobre la cristología antidocetista del evangelio de Juan (Antidoketische Christologie im
Johannesevangelium, Göttingen 1987). Los argumentos que presentan no llegan a resolver los problemas de crítica literaria en el
evangelio.
89Así lo llama Clemente de Alejandría (Strom. IV 71,1).
90Así lo afirma Ireneo (Adv. Haer. III 11,7).
91E. Schweizer piensa que el autor de la carta es Timoteo, y por eso no tiene problemas con una datación temprana (Der Brief an die
Kolosser, Zürich - Köln 1976, 27s) E. Lohse considera que los destinatarios son ficticios, y que el contenido de la carta responde a la
problemática común a las comunidades cristianas en Asia menor (Die Briefe an die Kolosser und an Philemon, Göttingen 21977, 255).
El tiempo de origen sería alrededor del año 80 (in. 156 n.2). J. Gnilka prefiere una datación más temprana, alrededor del 70 (Der
Kolosserbrief, Freiburg 1980, 23).
92Para más detalles sobre este problema, remitimos a las obras clásicas de introducción a las cartas de Pablo. Los comentarios cientí-
ficos publicados en los últimos veinte años que hemos citado (E. Lohse, E. Schweizer, J. Gnilka), coinciden en el origen no paulino de
la carta a los Colosenses, aunque difieren en la explicación de las circunstancias de origen.
93 La recepción del motivo se debe a la mediación del judaísmo helenista. Filón de Alejandría habla ya de cuerpo y de cabeza para
significar el mundo y el logos (cf. Somn. I 128; Spec. leg. III 184; Quaest. in Ex. II 117).
94Una datación alrededor del año 90 es la más convincente. Cf. R. Schnackenburg, Der Brief an die Epheser, Zürich - Köln 1982, 30.
95Esta es la tesis de la monografía de A. Lindemann, Die Aufhebung der Zeit. Geschichtsverständnis und Eschatologie im Epheserbrief,
Gütersloh 1975. La comprensión del tiempo en la carta a los Efesios la hemos desarrollado -en una línea muy diferente a la de Linde-
mann- en: Die Eschatologie im Kolosser- und Epheserbrief, Würzburg 1984, 243-335.
96La diferencia con 1 Cor 3,11 (no hay otro fundamento que Cristo) muestra el cambio de perspectivas. El texto de Ef 2,21 está más
cerca de la eclesiología de los Hechos de los Apóstoles, que de Pablo.
97Cf. J. H. Elliot, A Home for the Homeless. A Sociological Exegesis of 1 Peter. Its Situation and Strategy, Philadelphia 1982.
98Cf. J. Roloff, Pfeiler und Fundament der Wahrheit. Erwägungen zum Kichenverständnis der Pastoralbriefe, en: Glaube und Escha-
tologie (FS G. Kümmel), Tübingen 1985, 229-248.
99Es muy frecuente encontrar una datación muy precisa: en el año 96, después de la persecución de Domiciano. El problema el doble:
1) los datos sobre una persecución de los cristianos en Roma en ese tiempo son muy imprecisos; 2) el texto más importante para esta
reconstrucción es I Clem 1,1. Un análisis preciso de los conceptos claves no encuentra indicios que permitan suponer una situación de
persecución recientemente concluida.
100En I Clem el principio de sucesión aún no está unido a la tarea de transmisión y custodia del “depósito de la fe”, sino que fundamenta
la continuidad ministerial.

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