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JOSÉ PORTUGAL CATACORA

NIÑOS DEL ALTIPLANO


Niños del altiplano
José Portugal Catacora

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Doris Renata Teodori de la Puente
Subgerente de Educación
Margarita Delfina Zegarra Flórez
Jefe del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: John Martínez Gonzales
Corrección de textos: Margarita Erení Quintanilla Rodríguez
Diagramación y concepto de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría
Imagen de portada trabajada a partir de fotografía de Martín Chambi
Editado por:
Municipalidad Metropolitana de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima. Lima.
www.munlima.gob.pe
1a. edición - febrero 2022
Depósito legal N° 2022-01265
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero, también,
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; y la cultura
de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa
agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima


tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los
vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese
maravilloso y gratificante encuentro con el libro y
la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar
firmemente.

Jorge Muñoz Wells


Alcalde de Lima
NIÑOS DEL ALTIPLANO
Prólogo
Alfonsina Barrionuevo

La primera visión de Puno es aplastante. Pareciera que


el cielo se dignara a recostar la inmensidad sobre las
altísimas praderas, y que el sol, en lugar de hundirse tras
el horizonte, pudiera hacer chisporrotear la paja brava y
provocar un incendio cósmico. La soledad barre con el
viento las extensas pampas donde el rayo chicotea en los
meses de lluvia y el arcoíris salta entre los charcos llenando
de colores el espacio. El lago es solo una prolongación
de la tierra, una parte líquida de la meseta donde deben
calmar su sed solamente las deidades porque el hombre
es demasiado pequeño frente a tanta grandeza. En Puno
se confunden el cielo, el agua y la tierra, trilogía de
gigantes, dejando sentir su inconmensurable fuerza. Pero
así como es su grandeza, no sería nada sin el hombre
que la hace florecer luchando contra los caprichos de
su clima, que obliga a su suelo a ser generoso contra su
naturaleza hostil, que entre el bramido de los truenos
hace resonar la dulzura de su música y que puebla sus
vastedades líquidas con personajes mágicos para sentirse
más acompañado.

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El hombre qeshwa o aimara del techo del mundo ha
sido, y es siempre, un forjador sobre todas las miserias,
pasadas y presentes, es el inventor de sus dioses, el que ha
hecho su historia poco a poco, el que ha logrado libertad
de su espíritu, de su hambre, crónica para vencer su
propio medio. Nada hay que lo hiciera retroceder, nada
que pudiera abatir sus banderas, ni siquiera la muerte.
Allí está enhiesto como una roca, hosco, silencioso,
como un cántaro de barro que guardara dentro todas
las resonancias del mundo y las devolviera en color, en
dinámica, en melodía, en inspiración, en sueños.

Un encuentro con uno puede hacerse en varios niveles:


el geográfico, que es impresionante, el humano que
desconcierta por sus múltiples aspectos, y el mágico que
es deslumbrante, entre otros, por no hablar ya de su fauna
y de su flora, correspondientes a su misma ubicación, en
las regiones más elevadas del Perú, donde el frío muerde
sin piedad y el viento golpea hasta desollar lo que toca.
La vida allí entonces deja de ser algo cotidiano, simple,
para convertirse en heroica. Y el hombre lo es dos veces
para hinchar sus pulmones en el esfuerzo de respirar e
impulsar su corazón para hacer circular más litros de
sangre casi oscura por el mayor número de glóbulos
rojos y por lo mismo más pesada.

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Antes de conocer Puno, provincia por provincia,
pueblo por pueblo, fue importante penetrar en ella como
en un territorio sagrado, gracias a la obra del profesor
José Portugal Catacora. Muy pocos maestros como él se
han acercado a una comunidad, para informarse sobre
ella, con afán, con amor y comprensión, descubriendo
los tesoros culturales guardados siglo tras siglo, como
la única herencia que se puede dejar a los hijos en un
medio ríspido, pobre en recursos. Habría que preguntar
qué tiene el hombre a 4000 metros o más sobre el nivel
del mar, y la respuesta la dan ellos mismos: solo el aire, la
paja brava y nada más. Entonces el legado cultural es un
mayor bien, un patrimonio que vimos desaparecer con
preocupación ahora que el transistor ha integrado en su
existencia para modificarla, dañando su espiritualidad.
El uso de la bicicleta, otro aparato moderno, les permite
desplazarse rápidamente, pero no hemos tenido tiempo
para entender primero nosotros cuán importante es la
cultura y después para hacérselo comprender, hoy que
la inferencia de los modos occidentales es más fuerte
y agresiva que nunca. Los jóvenes y los niños, que son
más susceptibles a las influencias, han comenzado a
menospreciar lo que fue preservado desde la llegada del
blanco a América. Esto, tan precioso, que viene a ser la
imagen que nos identifica entre el resto de las naciones
del planeta.

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Imaginamos al profesor Portugal Catacora caminando
por los escabrosos senderos de la cordillera para
acercarse a los thultumachu y escuchar su vieja palabra;
desplazándose por las estepas qollas para recoger el
gastado recuerdo de los roqtomachu, que ya no pueden
ver ni oír, pero que siguen repitiendo los mitos, las
leyendas, los pasajes más saltantes de su historia, cómo
lo recibieron de sus padres y estos de sus abuelos y así por
ciento de generaciones, y quedamos en muchos días y
noches para compartir con él su pan y el techo de todos,
sus problemas; su transición brusca entre dos mundos,
aquel en el que les tocó vivir como creadores y este que
infortunadamente no es mejor, porque desvitaliza al
hombre en su personalidad.

Gracias a este peregrinaje a través del pueblo qolla y


el qeshwa, que ambos se juntan en Puno sin mezclarse
del todo, hemos conocido los fascinantes mitos sobre la
creación del hombre del altiplano, donde se conjugan
elementos completamente nativos, que nos hacen pensar
en una raíz milenaria al darnos una versión de cómo se
contestó al preguntarse sobre su origen; sobre la formación
del lago titiqaqa con el que los dioses sustituyeron el valle
paradisíaco que entregaron a los primeros hombres y que
estos perdieron por ambiciosos; la historia de la flor de
fuego civilizadora que se presenta en las agrupaciones

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más antiguas como un salto adelante en la prehistoria; el
romance imposible de los hijos de dos kurakas enemigos
que prefieren sacrificarlos, olvidar sus odios, y de otra
parte, el símbolo de su amor atormentado en la flor del
qantu y en el árbol de la qewña; y así ese punto mágico,
alucinante, contrapuesto sobre el paisaje, donde espera
agazapado en las sombras del qarisiri antropófago y
vuela las Kate Kate impulsando sus cabezas sobre el lago,
y la mekalla, mujer vampiro, que espera a sus víctimas,
y el chancho toma distintas formas para apoderarse de
ellas, y el lulli fabuloso, radiante pájaro con los colores
del arcoíris que aparece para llevar a anunciar la paz, y el
equeqo que propicia el amor, la riqueza y la abundancia,
y hasta las sirenas occidentales se mimetizan con el alba
escarcha de los puqyus para lucir colas de cristal.

Pero José Portugal Catacora no solo toma la pluma del


escritor para narrar el deslumbrante mundo altiplanense,
sino que penetra su realidad a la manera didáctica del
que sabe darla en lecciones, la va descubriendo sin
cambiar nada ni para suavizarla ni para exaltarla. Por eso
en las páginas de este libro, que hemos leído como una
primicia, se siente la presencia de los hombres del gran
sur, y asistimos como un milagro de su nacimiento, a su
primer grito de vida, a sus primeros pasos dentro de su
comunidad, qué bien o mal lo protege, a su integración

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como miembro útil de las distintas actividades de la
región, a su búsqueda del amor para realizarse, a su lucha
infatigable por la justicia, la equidad y por un mejor
sentido para su vida y la de los suyos, y a su vez es vital
porque esa es una ley natural, pero dentro de un marco
de dignidad y reciedumbre admirables. Si es fatalista, lo
es en la medida de la opresión sufrida durante cuatro
siglos y de la ruptura de las técnicas precolombinas,
que fueron sustituidas por las extranjeras y muchas de
ellas olvidadas definitivamente. Veamos nomás cómo
sus tratamientos terapéuticos, que incluyeron la alta
cirugía del cerebro, retrocedieron hasta volver a la etapa
de curación de tipo mágico, estacionándose en ella, sin
capacidad para continuar investigando porque antes
tenía que esforzarse para sobrevivir y la ciencia no puede
florecer en un pueblo en emergencia por centurias.

Y nos sumergimos en su lectura con la fruición


que provoca su relato fresco, directo, auténtico. Nos
interesan los sentimientos del walaycho y la linlicha, del
wayna y la tawako; la filosofía de los viejos que rigen
la conducta moral de los suyos de acuerdo a cánones
propios; la sabia determinación de los padres frente a las
inquietudes de los hijos; los compromisos que se derivan
del matrimonio de prueba prematrimonial y que son
respetados por ambas partes; el concepto de autoridad

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porque solo llegan a serlo entre ellos quienes son dignos
en verdad del cargo; la ternura con que se recibe el
yoqallito, aunque no sea más que el retoño de la lluvia
un hijo de la fiesta, porque además de colmar el corazón
son nuevos brazos para labrar la tierra; el respeto a los
lazos espirituales que se generan del compadrazgo y se
cumplen estrictamente; las costumbres que son base de
la economía familiar como la chijma, que es la asignación
de ganado y de productos que hacen los padres al recién
nacido, el segundo aporte o cheqa o ala para volar que
entrega el padrino y el rutuchi, que es la contribución
de la comunidad durante el primer corte de pelo; la
primera cuna de tierra, que es un sencillo hoyo abierto
en el suelo donde el niño juega y aprende a levantarse
y a dar sus primeros pasos y otros; y nos causan guste a
la escasa preparación de los curanderos, sin la sabiduría
de sus antepasados ni el conocimiento de las atenciones
sanitarias más elementales, así como la extrema pobreza
derivada en primer término de la hostilidad del clima y
de la altura.

Las sequías y las inundaciones han dado lugar


muchas veces a recursos extremos, como aquella vez
en que las madres vendían a sus hijos en las estaciones
del ferrocarril del sur para que estos pudieran comer

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mientras ellas languidecían de necesidad o su muerte
por asfixia; apenas asomaban a los umbrales de la vida,
cuando descubrieron que sus pezones estaban secos y que
no había ni siquiera la posibilidad de hacer las infusiones
de coca para distraer su hambre.

José Portugal Catacora es absolutamente veraz en todos


sus relatos. Sabe ser ameno también. Y otra cosa, pinta
de tal manera el ambiente puna que nos encontramos
de pronto en él, asomando no sea la vida del poblador
andino de la gran meseta. Creo que su libro servirá de
mucho a nuestras juventudes de la ciudad. Les servirá
para integrarse al resto del país, para volver a los ojos de
la tierra, para derribar muchos mitos sobre el campo y
sus habitantes, para comprender mejor la problemática
del Perú y entender la importancia de los alcances de
los cambios económicos y sociales. Acaso algún día el
hombre de la cordillera vuelva a ser el creador de antes
y comience a edificar su futuro que también es nuestro,
con mejores armas, con más decisión y con más empeño,
sabiendo que tiene un compromiso con nuestra historia.

Es el mensaje que recogemos de esta obra del maestro


Portugal Catacora, para completar el gran panorama
sobre el pueblo andino, siempre legendario de sus
manifestaciones, cualesquiera que sean.

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Por los niños campesinos
de cero a seis años de edad.

Para los maestros del nivel inicial,


una invitación a conocer
al niño y su mundo cultural.
Idilio pastoril

En la cultura andina se concibe la edad


del amor. Sus personajes son el Hualaycho
y la Linlicha, como Pierrot y Colombina
de la civilización occidental. Por tanto,
los nuevos seres son fruto de románticos
sentimientos, de amores profundos,
humanos.

Se conocieron en las faenas de la matanza de ovejas de


la hacienda, en las que hombres y mujeres trabajaban
gratuitamente para el patrón. Él, a pesar de sus dieciocho
años, era un joven apuesto y fornido; calzaba zapatos
de suela gruesa con qarabotas hasta las ingles y llevaba
poncho terciado sobre el hombro, chalina y sombrero a
la «pedrada». Ella era, con sus floridos quince carnavales,
toda una mujer de pantorrillas bien torneadas, senos
turgentes y ojos de venado; con su pollera verde, su
rebozo amarillo y su sombrero de falda corta y de copa
redonda, inclinada sobre una de las sienes, lucía ladina,
donairosa. Y los dos eran auténticos hualaycho y una
bellísima linlicha.

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Donde ella pasaba el hato de ovejas en un pajonal
de dorada chilligua, en un qamaña, cerco semicircular
levantado sobre un montículo de la pampa tapizada de
tupida grama y trébol, fragantes. Hilaba fina lana de
alpaca para tejerse un phullo, manta pequeña con que se
cubren las mujeres la espalda en el campo.

El sol iluminaba la puna desde el dombo azul del cielo


y todas las cosas irradiaban majestad y silencio, como
en un gran escenario de teatro, exornado de agrestes
bambalinas, los próximos picachos, con el telón de
fondo cubierto de añejos nevados en el horizonte que se
esfumaba en la lejanía.

De repente hizo su aparición sobre la próxima lomada,


cubierta de ttolares verdinegros, uno de los personajes
del «Idilio pastoril», montado sobre un caballo chojchi o
farruto. Se empinó sobre la loma como un monumento
ecuestre y pulsó su quirquincho, engarzado con cuerdas
de tripas de carnero, que tiene la magia de subyugar
corazones, porque la sirena, de un puquial transparente
de aguas frescas, al «sirenarlo» o templarlo, le transmitió
ese enigmático poder, una medianoche de luna nueva.

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Al oír las notas románticas del charango que parecía
llorar y cantar al mismo tiempo, ella sintió que el corazón
le daba vuelcos.

Después del preludio musical, el hualaycho extrajo del


bolsillo de su chamarra un pequeño espejo, otro talismán
conquistador de linlichas que siempre llevan los jóvenes
y dirigió sus reflejos hacia donde se encontraba la suya.
Ya no tardó en responder con el centelleo de otro espejo
similar, compañero inseparable de las quinceañeras. Y la
pareja resultó flechada.

Acto seguido él se dirigió a donde estaba ella, a


galope tendido, y pronto estuvo cerca. Desmontó a corta
distancia y le arrojó una piedra, suavemente como quien
no quiere hacerle daño. Ella se hizo la disimulada, pero
al recibir la segunda pedrada le respondió con otra,
arrojándola con gracia y coquetería. Él se aproximó más
y le habló con ternura, en su lengua materna, el aimara,
mientras ella se incorporaba lentamente.

—Si me das el sí, te voy a criar en la palma de mis


manos. En la fiesta de la Candelaria, te compraré lindas
polleras y bellos rebozos. Construiremos nuestra choza
sobre las nubes.

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Mientras el mozo hablaba, ella trazaba con el dedo
grueso del pie derecho un semicírculo en el suelo
terroso, silenciosamente; era la señal de que el hualaycho
había entrado en el corazón de la linlicha. Y un idilio de
entrañable ternura nacía ese instante, en aquel inmenso
escenario solitario y silente, donde los hombres blancos
creen que los «indios» viven como bestias.

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El ensayo de la Cullahua

En los pueblos del Ande, la mujer es


símbolo de la Pachamama, la madre
tierra, que existe para dar vida a los seres
y sustentarlos. Por eso los jóvenes que
han llegado a la edad del amor pueden
usar libremente de su atributo natural de
engendrar o concebir nuevos seres.

Al pie del peñascal rojo, la explanada parecía un regalo


mirador, levantado en lo alto del ayllu, con frente hacia
el lago plateado que, como inmenso espejo, reflejaba la
luna llena incrustada en la límpida gema del infinito.
Escarpadas colinas servían de marco al amplio escenario
cósmico.

Y todo brillaba de una claridad exultante. Al pie de


la explanada, contemplados desde la altura, las chozas
del ayllu adquirían apariencia de casitas en miniatura,
rodeadas de qollis, qantutas y sallihuas, árboles y arbustos
de la flor andina que bordeaban también a los chacrales
florecientes.

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Los huaynas y las tahuaqos, jóvenes hombres y
mujeres, fueron llegando jadeantes desde el fondo de
la quebrada, cuando se hubo puesto el sol detrás del
cerro que la circundaba. Venía a ensayar la danza de la
Cullahua que el ayllu presentaría en las próximas fiestas
patronales del pueblo.

La danza comenzó apenas arribaron las primeras


parejas. En el desarrollo de aquel ensayo incluyeron otras
figuras a la danza los danzarines y los músicos agregaron
nuevas piezas musicales.

—Qué buena va a estar la danza —comentó Hipuco


con su pareja Sisquita.

—La mamita Candelaria va a quedar contenta —dijo


ella.

Hipuco y Sisquita se crearon juntos porque sus


casas eran próximas la una a la otra. Pastaban cerdos,
jugando desde que cumplieron seis años. Y sintieron
amarse después de la cosecha de papas del año último,
al impulso del qatati en que los mozos llevan en vilo a
lugares distantes dando vueltas a las cholas; y estas hacen
lo mismo con los cholos.

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Mientras se desenvolvía la ejercitación, la luna avanzó
rápidamente como si persiguiera el sol y se proyectaron
sobre el paraje las sombras de caprichosos perfiles del
Picacho que la protegía.

Antes de que la lobreguez tuviera el escenario, se dio


por terminado la tarea de aquel día, pues la danza estaba
bien ensayada y aún faltaban ocho días para la fiesta.

Los danzarines se despidieron y se fueron por los


chacrales que perfumaban el ambiente con las deliciosas
esencias que despedían papales, quinuales y habales en
flor.

El aroma de las flores, las sombras, el silencio y la


soledad, cómplices inevitables, parecían insinuar amor a
las jóvenes parejas que se deslizaban por la vera de los
chacrales tomados de la mano.

Hipuco asió fuertemente a Sisquita junto a un


trigal tupido y la introdujo en él. Sisquita protestó
aparentemente.

—No, pues, voy a gritar.

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—¿Por qué habrías de gritar, mi linda culcutaya
(palomita)? Si la noche está tibia y todos los jóvenes
están haciendo lo que nosotros —explicó él.

Ella calló complaciente y se amaron en medio del


trigal, con ternura primitiva.

Las escenas de amor se producían en medio de las


chacras, como programas, todas las noches que se
realizaban los ensayos. Y aquella, una más de las veinte
parejas de graciosas imillas y musculosos huaynas,
rendía culto a sus místicos antepasados: Wiracocha, a
quien representaba él, y Cullahua, a la que personificaba
ella, quienes recibieron de su padre Sol el designio de
procrear sobre la tierra creada como morada del hombre.

En las chozas dormían plácidamente las madres y los


padres de las parejas jóvenes y adolescentes, quienes,
al tiempo que practicaban la danza de la Cullahua,
enseñaban también la danza del amor, sin temores ni
tabúes.

Ellos sabían lo que estaba ocurriendo con sus hijos,


pero no se preocupaban y sí más bien se complacían;
obedecían así, naturalmente, el mandato de la experiencia
de sus antepasados, quién sabe de qué tiempos, perdidos
entre la bruma de las leyendas.

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La madre de Sisquita se despertó al sentir la llegada
de su hija.

—¿Por qué has llegado tan tarde, Sisquita? —preguntó


la madre. Pero antes de que la hija pueda responder para
justificar su demora, habló el padre, socarronamente.

—Y a ti, vieja, ¿quién te preguntaba cuando llegabas


tarde en los tiempos en que ensayábamos la danza de la
Cullahua que nuestro ayllu siempre ha presentado en la
fiesta de la Candelaria?

Sisquita se acostó enseguida y todos siguieron


durmiendo apaciblemente. Ningún prejuicio turbaba el
alma simple de aquellas buenas gentes.

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Después de la puesta del sol

La moral sexual del aborigen tiene


algunas limitaciones, propias de su cultura
ancestral, pues no se practica el amor de
día sino de noche.

Juancho volvió a la casa hacienda, justo a las cuatro


semanas de haber estado ausente en la ciudad, a donde lo
llevara el patrón para servir de pongo, como ayudante de
la cocinera. Lo primero que hizo fue buscar a Juanacha,
su tocaya y su amada linlicha. La encontró al atardecer,
arreando una tropa de vacas lecheras hacia el canchón en
que dormían estas.

—¡Juancho!

—¡Juanacha!

Se dijeron escuetamente, pero sus corazones golpearon


con fuerza sus pechos y se miraron con muda ternura.

—Qué bueno que has vuelto —expresó ella.

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—Me desesperaba en la ciudad. No me gustaba —dijo
él.

—Después de separar las crías de las vacas madres, te


espero detrás del último canchón de la vaquería —dijo
Juanacha.

Un ruido ensordecedor de mugidos y bramidos


dominaba el ambiente y su eco resonaba en los próximos
peñascales.

—Allí estaré —asintió Juancho, dirigiéndose hacia el


sitio indicado. Y sentado sobre una piedra grande, esperó
que viniera Juanacha. Uno a uno fueron encerrados los
becerros en un canchón aparte y por fin se terminó la
tarea.

Juanacha se dirigió apresuradamente en busca de


su Juancho y se encontraron nuevamente. Una fuerza
interior hacía estremecer el alma y el cuerpo de los
enamorados.

—Qué bien que has vuelto —atinó a repetir Juanacha


y continuó—; aquí las cosas están mal. El rodeante, ese
que dicen que es hijo del patrón con su cocinera, me
persigue por todas partes. El otro día me arrastró detrás
de la lechería.

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—Tú no te dejarías, ¿no?

—Yo grité y su madre salió y me hizo soltar. Pero ella,


en vez de reñirle a su hijo, me insultó.

—¿Qué te dijo?

—«India mula. Qué más querrías ser la mujer de mi


hijo».

Un suspenso de ira agarrotante en él y de lágrimas


contenidas en ella se produjo por un instante. Y de súbito
habló Juanacha con frases entrecortadas.

—Quiero tener un hijo para ti, ahora mismo. A lo


mejor ese hombre me «abusa» algún rato, cuando me
encuentre sola en el campo.

—Como tú digas, Juanacha; yo pensaba pedirte en


sirvinacuy.

—Es lo mismo, después me pides.

Entre tanto la tarde fue desplazada por la noche. La


oscuridad empezó a invadir el ambiente hasta que todo
se hizo negro como en el mundo de los anchanchos
de que hablan las leyendas que incursionan en las
profundidades de la tierra, y los enamorados se amaron

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con ternura salvaje, al amparo de las sombras y el silencio
de la noche.

Consumado el amor, los amantes se despidieron


tiernamente y se volvieron a sus covachas. Ella, alegre y
saltarina, y él pensando cómo vengarse del rodeante.

Al día siguiente, la peonada fue llegando a la casa


hacienda, uno por uno. Justamente el rodeante que
perseguía a Juanacha estaba de turno para vigilar el
trabajo. Empezó por repartir pequeñas porciones de coca
y más de diez peones se agolparon en torno al rodeante,
que era un hombre esmirriado y un tanto blanquiñoso.

Cuando le tocó al tata Manuel, el padre de Juanacha,


recibir su porción de coca, aquel le habló burlonamente,
como pretendiendo mortificarlo o avergonzarlo ante la
peonada.

—Ayer por la tarde la he visto a tu Juanacha con ese


cholo que acaba de llegar del pueblo, detrás del último
canchón de la vaquería... Ese Juancho es un bellaco.

—El Juancho y la Juanacha se quieren, eso lo sabemos


sus padres —dijo el tata Manuel.

—Sí, pero han hecho algo que está prohibido.

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—¿Así, no? ¿A qué hora fue? —interrogó un tanto
excitado el tata Manuel.

—A qué hora ha de ser; después de la puesta del sol,


pues.

—Ah, después de la puesta del sol, no se ofende ni a


Dios ni a la gente. Para eso se ha hecho la noche —expresó
con desparpajo el tata Manuel y se alejó del rodeante.

Una carcajada general cerró el diálogo y el rodeante,


que pretendió encender la ira del padre con el chisme, se
quedó repitiendo desconcertado.

—«Para eso se ha hecho la noche...». ¡Indio bruto!

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Tomasa está «chicho»

Los niños campesinos suelen nacer


desnutridos, debido a los prejuicios
alimentarios que prima en la conducta
de la madre gestante, al margen de la
deficiencia y defectuosa alimentación de
la sociedad aborigen.

—Tomasa está «chicho» —dijo secamente Santusa a


Pedro, su marido.

—¿Cómo lo sabes?

—¿No te has dado cuenta que ya no lleva su chullu?

—No lo había advertido.

—¿Y quién es el padre? —interrogó Pedro.

—El hijo de Condori. Él ha dicho que vendrá a


pedirnos la mano de Tomasa.

—Así será —comentó Pedro, sacando su chuspa y


poniéndose a la boca, orillada del verde zumo de la coca,

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algunas hojas, y prosiguió—. Ahora tú ve lo que hay que
hacer; que no coma lo que no debe comer y que no haga
lo que no debe hacer.

Santusa salió exprofesamente al campo con su hija


a pastar las ovejas al día siguiente. Y una vez instalados
en la qamaña, pequeño cerco de piedra desde donde
cuidaba Tomasa la manada de ovejas, habló seriamente
con su hija.

—Tomasa, ¿vas a ser madre?

—Sí, mamá.

—Ser madre es muy bueno.

—Sí, mamá.

—Ahora vas a empezar a cuidarte. No hay que hacer


fuerza, porque puedes abortar; no hay que comer carne,
queso, huevos, ni tomar leche, porque la criatura puede
desarrollarse mucho y sufrirías al dar a luz; y no hay
que torcer qaito, porque puede enredarse la placenta en
el cordón umbilical al nacer el niño. Eso es peligroso,
podemos hasta morir.

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—Sí, mamá —respondió Tomasa, humildemente; y
pensó dentro de sí: «Felizmente ya no me está gustando
la carne. Me da asco».

La gestación se desenvolvió regularmente, sin


contratiempos. Pues Tomasa se sometió al régimen
alimenticio de prohibiciones sin oponer resistencia
alguna. Lo único que extrañó fue tomar su leche de las
mismas ubres de la única vaca que tenían; pues antes
de que el becerro lactara, ella era la primera en beber
apretando los pezones con las manos y recibiendo leche
pura y espumosa directamente en la boca. Qué rica era la
leche, así al pie de la vaca.

Felizmente Tomasa era una muchacha robusta. Sin


embargo, se puso pálida y su rostro se manchó, como la
luna.

A los nueve meses llegó al mundo un varoncito, de


dimensiones reducidas, de escaso peso, enjuto y flaco;
eso sí, con la barriga muy abultada, síntoma inequívoco
de que nacía desnutrido.

¿Cuántos niños nacen así?

¡Todos los niños campesinos!

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Sirvinacuy

Los niños que nacen dentro del sirvinacuy


no plantean ningún problema cuando la
prueba matrimonial fracasa. Su destino
se determina de mutuo acuerdo entre los
padres.

—Tata, en el gatati de la cosecha de papas del abuelo


Lucas, he conocido a una imilla —dijo Sisquito a su padre
una noche, después de tomar su frugal cena, y antes de
que la familia durmiera.

El gatati es una actividad de diversión que tiene lugar


al término del día en que se escarban las papas. Cuando
la cosecha de estos tubérculos es buena, la gente se alegra,
y los jóvenes, hombres y mujeres, juegan divididos en
dos bandos: los huaynas cogen a las imillas, las levantan
de piernas y brazos y, haciéndolas dar vueltas y vueltas
hasta marearlas, las llevan a lugares distantes. Lo mismo
hacen las imillas con los huaynas. Durante la acción se
producen contactos de cuerpo y de espíritu, que incitan
sentimientos relacionados con la libido. Por eso el qatati

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parece ser costumbre hecha a propósito para iniciar
idilios.

—Bien, bien. ¿Y quieres casarte con ella? —inquirió el


padre seriamente.

—Sí, tata —afirmó Sisquito—. Pero antes quisiera que


nos uniéramos en sirvinacuy.

—Iremos, entonces, donde sus padres a hablar.

Los padres de Sisquito se dirigieron a la cabaña de los


de Candicha, la elegida de su hijo, una noche.

Un perro negro y lanoso anunció la llegada de los


visitantes, quienes fueron recibidos con esa cortesanía tan
propia de las gentes de las punas, con mucha atención y
pocas palabras. Pasaron a la cocina, que es a la vez sala de
recibo y comedor, y se sentaron en el suelo sobre cueros
deslanados.

La madre de Sisquito desató su isttaña, servilleta


de lana de colores bellamente matizados en la que las
mujeres llevan su coca, e invitó una porción de estas
hojas.

—¿Qué motivo los trae? —interrogó muy


ceremoniosamente el padre de Candicha.

34
—Venimos a pedir su consentimiento para que
nuestros hijos, Candicha y Sisquito, entren en sirvinacuy.

—¿Qué dices tú, Candicha? —interrogó a la muchacha


el padre.

—Tú, qué dirás, pues, tata —contestó Candicha,


bajando la vista al suelo, después de haber mirado a
Sisquito con disimulada coquetería.

Los padres de Candicha entendieron el caso y


aceptaron la propuesta de los de Sisquito. Luego el padre
de él sacó de su gran chuspa o talego de lana de colores
una botella de alcohol de cuarenta grados y sirvió en
lindas templas o copas de plata repujada que su mujer
trajo expresamente para la celebración. Tomaron el
primer trago haciendo protestas de que sea «en buena
hora». Después siguieron hablando hasta agotar las dos
botellas del fuerte licor.

Ya cuando los gallos del ayllu anunciaban el amanecer,


Sisquito y sus padres volvieron a su casa por la misma
senda en que vinieron, llevándose consigo la prenda
solicitada, la Candicha.

Aquella misma madrugada comenzó el sirvinacuy


entre Sisquito y Candicha, en la casa de los padres del

35
primero. Durará hasta dos años, dentro de cuyo plazo
se unirán definitivamente en matrimonio, si no surge
ninguna incompatibilidad. Y el ayllu incrementará su
volumen demográfico con una nueva familia.

36
El fruto de Sirvinacuy

El sirvinacuy en quechua, y sirvisiña en


aimara, es la prueba prematrimonial
dentro de la cultura andina. Su práctica
asegura la estabilidad del hogar porque
permite probar la armonía biológica, el
equilibrio espiritual y la comprensión
moral entre los futuros cónyuges.

Hacía cerca de dos años que Silvicu y Jesusa estaban


unidos en sirvinacuy. Al principio todo había ido bien.
Pero desde unos meses atrás la tormenta había entrado
al hogar precario.

Empezaron a tratarse con indiferencia, sin cariño;


pasaron a los disentimientos y contradicciones; luego
dieron curso a los insultos, hasta que un día se fueron a
las manos. Silvicu golpeó furiosamente a Jesusa porque
le dijo que no era hombre para ella. Y Jesusa se defendió
con el palo de su telar, rompiéndole la cabeza.

Los padres de ambos, que vivían en casas próximas,


vinieron atraídos por los gritos de la reyerta y trataron

37
de apaciguarlos, aconsejándoles que volvieran a la
armonía. Silvico aceptó perdonarla, pero Jesusa se negó
rotundamente y exigió la separación.

Sus progenitores parlamentaron y dijeron que tal vez


así sea mejor. «Cuando ellas dicen “No quiero”, nunca
habrá paz en el hogar», dijeron, y el sirvinacuy se dio por
terminado.

¿La causa? ¿Cuál era la causa del fracaso de la prueba?


Los padres de Jesusa lo sabían. Y cuando volvieron a su
hogar lo comentaron.

—¿Te acuerdas de Mariano, hijo de Manuel Quispe?


Hace más de dos años se lo llevaron al ejército.

Sí, Jesusa andaba con él, pero como se fue, por no


quedarse sola y pensando en que tal vez la iba a olvidar
definitivamente, aceptó a Silvico, cuando este la enamoró.

—Claro. Ella quería a Mariano y no a Silvico. Por


gusto no más aceptó a Silvico ir al sirvinacuy con él.

—Y ahora, como ha regresado Mariano y ha empezado


a darle vueltas a Jesusa, esta se ha arrepentido de haber
entrado en sirvinacuy con Silvico; la cosa está clara.

38
—Así es, mujer; tal vez esté mejor así, aunque Jesusa
pierde mucho porque los padres de Silvicu tienen
terrenos y ganaditos. En cambio, Marianito es huérfano
y no tiene nada.

—Allá ellos. Jesusa no es ya una imilla. Es toda una


mujer, sabrá lo que hace.

—Así será.

Pero Jesusa estaba en vías de dar a luz. Ella llevaba en


sus entrañas un hijo para Silvicu. Y había que arreglar el
destino del niño que iba a nacer.

Jesusa y sus padres fueron a donde los de Silvicu,


hablaron largamente sobre el asunto, pero sin contrariarse.

Jesusa como Silvicu querían quedarse cada cual con el


niño que estaba por nacer. Y ninguno cedía.

Ante tal dificultad, acordaron acudir al Jilaqata, que


es la primera autoridad del ayllu. Silvicu se encargó de
ir a buscarlo de inmediato. Las autoridades campesinas
no tienen despacho y ellos administran la justicia en
cualquier lugar que puede ser una casa, junto al terreno
de cultivo, a la vera del camino, sobre un peñasco o al pie
de un árbol. Además, no hace falta que los contendientes

39
comparezcan ante él, es él quien va en busca de ellos,
llevando su palabra, que es la justicia en el ayllu.

Muy pronto volvió en compañía del Jilaqata, quien


escuchó a ambas partes. Comprendió claramente el caso.
Sabía lo que la presencia de un niño significaba en los
hogares del ayllu y propuso un acuerdo transaccional.

—El niño que nazca, si vive, hombre o mujer, se


quedará con la madre hasta los seis años, porque los
niños cuando son criaturas necesitan ser cuidados
por la propia madre. A los seis años pasará a donde el
padre para que este le enseñe las cosas de la vida y con
él permanecerá hasta los doce. Al cumplir esta edad,
volverá donde la madre y a su lado estará hasta los
dieciocho años ayudándola en sus quehaceres. Después
de los dieciocho años, él verá lo que le conviene. Por
voluntad propia decidirá lo que debe hacer —explicó con
palabra persuasiva y pausada, mientras Jesusa, Silvicu y
sus padres y madres escuchaban, sin inmutarse, la sabia
solución del Jilaqata, quien agregó—: ¿Están ustedes de
acuerdo?, o ¿tienen algo que decir?

—Estamos de acuerdo —dijeron Jesusa y Silvicu.

—Su palabra es ley para nosotros, Jilaqata


—contestaron los padres en voz alta.

40
Luego mascaron unas hojas de coca que los padres
de Silvicu invitaron y la reunión se deshizo igual que el
sirvinacuy, sin odios ni rencores, pacíficamente.

41
Chiti-imilla

En la vida aborigen, el niño es un productor


más de la economía familiar, de modo que
su nacimiento se espera con ansiedad en
los hogares.

El día transcurría pesada y lentamente. Abajo en la


quebrada, corría el río como dando saltos sobre las
rocas entre peñascales abruptos, deshaciéndose en
espumarajos en cada caída. Y en lo alto, la puna se
extendía como un manto de oquedales, apenas cubiertos
de icho, ttola y cactus, de trecho en trecho; y a lo lejos
limitaba el horizonte la cordillera cubierta de nieve,
como las vértebras blancas de una gigantesca sierpe
guardiana de la estepa andina que de tanto vivir había
muerto, como decían las leyendas. Y un cielo amatista,
apenas manchado de elevados cirrus, envolvía el
ambiente en que Chiti-imilla cuidaba su tropa de llamas,
sentada en su qamaña y sumida en la soledad donde el
silencio es el único compañero de los pastores. De tanto
en tanto revoloteaban algunos cóndores, mientras las
llamas pacían tranquilas, ya que el vuelo de los reyes de

42
los Andes, los cóndores, apenas si les provocaba levantar
la cabeza.

Chiti-imilla la llamaban porque, a pesar de sus quince


años bien cumplidos, era muy chiquita y gordita. Había
nacido con el vientre abultado y así iba creciendo, aunque
en forma muy pronunciada en los últimos tiempos.

Al atardecer, inesperadamente, el cielo se cubrió de


densos nubarrones que se deshicieron, primero en una
fría ventisca y luego en lluvia torrencial, acompañada de
rayos, relámpagos y truenos, que golpeaban la puna y
estallaban sobre los lejanos picachos.

Chiti-imilla se movilizó para arrear sus vacas a la


cabaña, agitando su honda, no obstante, el agua caía a
torrentes y el viento, que soplaba hasta enmudecerla, no
la dejaba desplazarse e impedía los movimientos de su
honda. Pero no solamente esta fuerza de la naturaleza la
anonadaba. Agudos dolores en el bajo vientre y en las
caderas empezaron a atormentarla. No tuvo conciencia
del origen de aquellos dolores. Y siguió pretendiendo
arrear sus vacas, pero llegó un instante en que las energías
se le agotaron y no pudo dar un paso más. Se acurrucó
junto a una piedra en cuclillas. Parecía que los dolores le
desgarraban las entrañas y las caderas se le quebraban.

43
«Tal vez me habrá entrado una culebra, como mi
abuela contaba que estos animales entran en el vientre de
las pastoras», se dijo.

No tenía idea de que el bebé que llevaba gestando en


las entrañas estaba golpeando las puertas de la vida. Una
vez, de eso hacía nueve meses, el rodeante de la hacienda
la había poseído contra su voluntad, pero de esto ni
recordaba ya, menos en aquel momento.

Mientras la tempestad atronaba sobre el paraje y la


lluvia, mezcla de granizo y nieve, la golpeaba sin piedad,
por fin el niño traspuso los lindes de la vida, en medio de
un charco de sangre y de agua fría, sobre la roca áspera y
dura lanzando el grito universal que todos los niños del
mundo dan al nacer.

En una actitud heroica, digna de las leyendas que


hablan de su estirpe de hombres de piedra, aquel niño
abandonó el dulce seno materno y salió para vivir sobre
la oquedad de la puna.

Chiti-imilla, instintivamente, recogió al fruto de sus


entrañas, lo envolvió en su pistuna o pollera interior que
se encontraba no tan mojada. Luego como advirtiera que
el cordón umbilical unía a la criatura a algo que había
quedado en sus entrañas, lo mordió para separarlo y al

44
ver que ambas partes sangraban, arrancó el qaito, que
ese día hilaba y amarró una y otra punta. Mientras esto
hacía, en el vértigo de un nuevo pujo, arrojó la placenta.

Ahora solo le quedaba el hijo. Y era hombre. Ya no


sentía dolor. Más bien sentía un suave bienestar en su
cuerpo, una inefable alegría espiritual por su hijo y un
poco de temor por lo que dirían sus padres.

Entre tanto, la tempestad se había disipado. Un


intenso celaje tiñó de rojo el occidente y el sol vesperal
se abrillantó extraordinariamente, como si el rey de los
astros quisiera saludar el nacimiento de aquel nuevo
hombre. Pero pronto se ocultó detrás de las distantes
cumbres y las sombras empezaron a invadir el ambiente.
Rápidamente y cada vez con mayor intensidad se hacía
oscuro. Y pronto se hizo noche.

Los padres de Chiti-imilla empezaron a preocuparse


en su covacha de piedra y paja. Y como la noche
avanzaba, salió el padre a buscarla. Recorrió el camino,
dando voces y llamándola a gritos hasta que llegó al sitio
donde tiritaban de frío Chiti-imilla y su hijo.

Tomó conciencia de lo que ocurría, extendió su


poncho y en él cargó a su hija y a su nieto, y arreando
el hato de vacas, retornó a su cabaña. Después de

45
caminar pesadamente, las tres generaciones —abuelo,
hija y nieto— arribaron a su chujlla, junto al ganado sin
novedad...

—Por fin el Achachila ha oído nuestros ruegos y ha


recibido la mesa que le pagamos en febrero —dijo la
madre.

—Ahora tendremos un nieto que nos alegre y que


nos ayude en el pastoreo y las chacras cuando crezca
—agregó el padre.

—¡Cómo no pudimos notar que estaba embarazada!


Y ahora, ¿quién será el padre?

—¡Qué importa quién sea! Tenemos un miembro más


que tanto esperábamos para la familia y basta —agregó
el abuelo, poniéndose a la boca una buena porción de
coca—. ¡Qué rica está la coca! En buena hora llega el
yoqallito —comentó como hablando consigo mismo.

46
El hijo de la fiesta

Las fiestas religiosas propician borracheras


entre los aborígenes, quienes no pueden
evitar las obligaciones impuestas, como
cargos celebratorios. Y algunos niños son
fruto de trances de beodez.

La procesión del tata San Pedro, patrón del pueblo,


recorrió las accidentadas calles lentamente y al final
se detuvo en la puerta del templo. Se le situó al santo
de cara hacia el público y el sacristán anunció que se
fueran acercando en orden los que debían recibir los
cargos para el año siguiente. Se fueron aproximando los
alferados, los altareros, los alberos y al final recibieron el
cargo los de las danzas. Juan Laquiticona, nominado por
su comunidad, como uno de los que había llegado a la
mayoría de edad entre los hombres de su generación, ya
que contaba con más de sesenta diciembres, se aproximó
y recibió el cargo de presentar la danza de los llameros,
porque su ayllu pertenecía a la región de Anansaya, la
zona alta que está formada por ayllus de pastores. Los de
la zona baja forman el Urinsaya; ellos son agricultores.

47
Bien pronto transcurrió el año. Juan Laquiticona
preparó la danza con la ayuda de los jóvenes como
danzarines, de las mujeres que preparaban comestibles
y de los hombres que contribuyeron con bebidas. De
su lejana comarca llegaron al pueblo en las vísperas de
la fiesta y se instalaron en el tambo que su comunidad
poseía desde tiempos inmemoriales. Y el día de la fiesta,
desde muy de madrugada, iniciaron la tarea laboriosa de
disfrazarse.

Antes de mediodía salieron en dirección del templo,


el cual estaba atestado de gente y solo pudieron hacer
acto de presencia, fuera del templo, en la plaza, como
otras danzas.

Por la tarde bailaron en plazas y calles, seguidos de


compactos corros de espectadores, bebiendo sendos
tragos de alcohol aguado, cada vez que se detenían en
una esquina de la plaza.

Llegada la noche volvieron a su alojamiento ya


embriagados la mayor parte, hombres y mujeres, jóvenes
y viejos, sin distinción. Siguieron bebiendo después de
comer algo, haciendo un bullicio ensordecedor, mezcla
de música, cantos y parloteos en alta voz.

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Por fin al amanecer cesó la bulla. Pero el alcohol había
encendido los instintos y la bacanal se trocó en lenocinio.
Viejos y jóvenes, mujeres casadas y solteras se dedicaron
a copular sin discriminación, bajo la acción del alcohol
que incitó actos inconscientes.

Al día siguiente amaneció tranquilo, como si nada


hubiera ocurrido. Y la fiesta del santo patrón continuó
desarrollándose en el pueblo.

Pasada la fiesta, Pedro Laquiticona dedicó todos sus


esfuerzos a reparar los gastos que le había importado el
cargo de presentar la comparsa de los llameros.

Él, su mujer y su única hija se dedicaron a trabajar,


afanosamente, desde que salía el sol hasta que se entraba.
Pero Luisa, la hija, no trabajaba con la misma energía que
antes; se cansaba rápidamente.

—Mujer, creo que Luisa está chicho.

—¿Recién te has dado cuenta? Está así desde la fiesta


que pasamos.

Y los padres se callaron intencionalmente porque


consideraban que era natural que su hija, ya casadera,
hubiera resultado encinta, durante la fiesta.

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—Luisa, ¿quién es el padre del hijo que vas a tener?
—le preguntó la madre un día.

—No lo sé, mamá —respondió Luisa sencillamente.

También se consideró que fuese algo normal aquello


de que no se supiese quién era el padre.

—¡Qué vamos a hacer! Eso de malo traen las fiestas


—comentaron los padres y se dedicaron a cuidarla de
acuerdo con sus costumbres.

Los nueve meses transcurrieron muy pronto y nació


una niña. Se alegraron los abuelos y Luisa también.

El domingo próximo llevaron a la criatura al pueblo


para hacerla bautizar.

Una vez en el bautisterio de la iglesia, el cura preguntó


por los nombres de los padres para sentar la partida de
nacimiento.

Dieron el nombre de la madre, pero no del padre. El


cura insistió en que se declarara. Un silencio inusitado
fue la respuesta, hasta que al fin Laquiticona dijo
escuetamente.

50
—Es, pues, hijo de la fiesta. El tata San Pedro será,
pues, el padre…

51
El parto de la Antuca

Los niños aborígenes nacen dentro de


condiciones sanitarias deplorables y hasta
crueles, que ponen en peligro su salud y
restan seguridad a su vida.

El matrimonio de Antuca fue un acontecimiento muy


celebrado en el ayllu de Qenqo, lugar donde, según la
leyenda, salieron Manco Cápac y Mama Ocllo, enviados
por su padre, el Sol, para fundar el imperio de los incas.

Se había cumplido el plazo del sirvinacuy en condiciones


de feliz avenimiento entre los futuros cónyuges y debían
unirse definitivamente en matrimonio, a pesar de que
ella se encontraba encinta y faltaba poco para que diera a
luz. Pues los dos años establecidos para la prueba era una
ley consuetudinaria que no podía quebrarse.

El casorio se realizó en el pueblo cercano, al compás


del casarasiri, la música nupcial indígena. Después del
banquete que los padrinos les ofrecieron, los recién
casados y sus acompañantes retornaron a su comarca,
bailando a los sones del cacharpari o música de despedida

52
por distintos caminos a los que vinieron; es signo de buen
augurio no seguir la misma senda después de casados.

Ya en la comunidad, después de recibir el lari, obsequio


de los padres y el qepi, ofrenda en dinero de las familias
de la comunidad, se dedicaron a festejar el matrimonio
durante los ocho días de costumbre.

Al amanecer del tercer día de la celebración, la Antuca


sintió los primeros dolores del parto. Los padres y los
presentes se alborotaron y fueron en busca de la partera
del ayllu, la vieja Pituca, que vivía como un ermitaño
en una choza solitaria en lo alto del escarpado cerro. La
encontraron en la puerta de su destartalada chocita, de
paredes de piedra, por cuyos quicios se filtraba el viento,
el frío y hasta la lluvia y el polvo, con su techo de totora
que por el peso de los años se hundía como el lomo de
un camello viejo. Tenía por todo menaje un fogón hecho
de tres piedras, junto a él un cuero de oveja deslanado y
un thanacu, especie de edredón hecho de ropas viejas,
que era su cama. Estaba despiojando sus polleras raídas
y descoloridas y matando a los bichos con sus dientes. Se
encontraba casi desnuda, apenas envuelto el cuerpo con
harapos y la cabeza hecha un rodete de cabellos sucios y
apelmazados.

53
Cuando requirieron su atención, se aprestó con
diligencia y partió sin hacerse repetir.

Una vez en la casa de la parturienta, pidió que se le


proporcionara una botella de alcohol, abundante coca,
un cuchillo filudo, qaito torcido a la izquierda, un qara-
qara o cuero de oveja sin lana y una faja gruesa. Luego
ordenó que mataran una gallina y que prepararan un
caldo con ella.

A la parturienta le indicó que caminara hasta que sus


energías lo permitieran, y esta se sometió pacientemente.
Luego la echó sobre la cama de cúbito dorsal, a horcajadas,
la auscultó y la envolvió con la faja en la parte alta de la
cintura como para presionar el descenso del bebé hacia
la vagina. Para mitigar el dolor de la enferma bebieron
el alcohol ambas, paciente y partera, a grandes sorbos
de la misma botella. Esta última mascó también grandes
porciones de coca y como alentando a la enferma decía:

—¡Todo va bien! ¡La coca está dulce! ¡La coca está


dulce!

En pocos minutos nació un bebé con el vientre


abultado. La partera cogió al niño de los pies, cortó el
cordón umbilical con el cuchillo, lo colocó como a un
objeto cualquiera en el cuero seco y deslanado, dedicando

54
su atención a la enferma. Y apenas hubo arrojado la
placenta, esta fue enterrada en el lado izquierdo de la
puerta por ser varón el recién nacido, en un hoyo que
cavó el padre con pico y pala. Enseguida volvió a fajar a la
parturienta por la cintura, según ella, para que el vientre
vuelva a su volumen normal. Al final, dispuso que tomara
el caldo de gallina, mientras ella aprovechaba las presas
de carne con muy buen apetito.

Recién, después de todo, se dedicó a la criatura, le


quitó la sustancia grasosa que cubre el cuerpo de los
recién nacidos, la que guardó cuidadosamente, porque
se dice que es medicina para ciertos males y bañó a la
criatura con agua de manzanilla tibia.

Le proporcionaron gruesos y toscos pedazos de bayeta


improvisados de la ropa usada del padre y de la madre;
con los cuales envolvió a la criatura, la fajó por todo
lo largo del cuerpo y le puso un chullu o gorro grueso,
colocando una bellota de lana negra sobre la coyuntura
de los occipitales y el frontal a fin de que no le entre el
aire a la cabeza, según dijo.

Y como el bebé empezara a llorar, pidió un poco de


agua hervida, le echó unas flores de manzanilla y otro
poco de azúcar, remojó en el agua azucarada un trapito y
le puso a la boca como chupón. Y el bebé se tranquilizó.

55
Qué cruel es este mundo, pensaría el bebé; pero no
tuvo más remedio que empezar a adaptarse a él, ya que el
destino le deparará cuántos dolores más, como a toda su
estirpe que sufría siglos de esclavitud.

56
Un solo cuero para dormir

Generalmente las familias campesinas


aspiran a tener numerosa prole y cuando
no lo consiguen acuden a una serie de
supercherías para tener hijos.

Tunuhuaya y Tununhuiri son comunidades vecinas


situadas en dos quebradas contiguas, a orillas del lago
Titicaca.

Los habitantes de Tunuhuiri eran numerosos


porque las familias se habían multiplicado en mayores
proporciones. En cambio, los de Tunuhuaya, no; las
familias aquí eran reducidas, con pocos hijos cada una.

Los de Tunuhuiri, como tenían más brazos para


trabajar, edificaron buenas casas y levantaron andenes
en los que se cultivaban lechugas, cebollas y flores, que
vendían en los pueblos cercanos. En tanto que los de
Tunuhuaya tenían casas viejas y pocas tierras cultivadas,
por falta de gente para el trabajo.

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Se comentaba que por una predestinación de los
antiguos pobladores de Tunuhuaya, las mujeres de esta
comunidad nacieron qarahumas o cabezas peladas y que
esa era la causa de que las familias tuvieran pocos hijos y
algunas, ninguno.

Por más que las mujeres se hacían numerosas trenzas


para tener tupidos cabellos, no lograban su propósito.

Mariano Afaraya, nacido en el ayllu de Tunuhuaya,


tuvo la suerte de asistir a una escuela de su ayllu, donde
aprendió a leer, escribir y muchas otras cosas, como
aquello de no creer en supersticiones.

Cuando se casó, se dijo resueltamente: «Yo voy a tener


muchos hijos». Y para convencer a su esposa, le propuso
que debían pagar una mesa a la madre tierra y que así
lograrían tener muchos hijos.

Buscaron al paqo o adivino del ayllu y convinieron


que les hiciera la «mesa», que así se llama el presente que
se ofrece a la madre tierra.

Un sábado por la noche de un mes de agosto, pues a


la tierra se paga con la mesa solo dos veces por año, en
enero y en el mes indicado, llegó a la casa de los Afaraya
el paqo con su carga de los elementos necesarios para la

58
mesa, una libra de coca, llamppu o sebo crudo de llama,
qea o planta recinosa, caramelos de diversas clases y
tamaños, una botella de alcohol, una de vino tinto, una
de cola y papel plateado y blanco, varios pliegos.

Se sentó en medio de la cocina en un cuero de llama,


especialmente dispuesto, y en su delante extendió una
lliclla que pidió de la dueña de casa. Sobre la lliclla dispuso
una incuña o servilleta, también de colores, y encima
colocó el papel blanco y luego el papel plateado, doblado
por los bordes. Fue seleccionando las mejores hojas de
coca en quintus o porciones de tres hojas, colocándolos
en orden sobre el papel plateado. Cada vez que hacía un
kintu dirigía una rogativa a uno de los numerosos apus
de la región, cuyos nombres él se los sabía de memoria
más que cualquier geógrafo. Cuando hubo terminado
las invocaciones, adornó los kintus con caramelo y los
regó con vino y cola. Envolvió todo cuidadosamente
y después de esparcir sobre los pisos y las paredes el
alcohol, pronunciando oraciones en frases ininteligibles,
partió a la medianoche, consultando antes en las hojas
de coca, si esa hora era correcta o no y si la madre tierra
recibirá con agrado la mesa que la quemará sobre la
cumbre o calvario más próximo, como culminación de
la ceremonia.

59
La estratagema dio los resultados deseados por
Afaraya; pues, en veinte años de casados tuvieron once
hijos. Y todos vivieron.

Don Mariano tomó por padrino de sus hijos a un solo


vecino del pueblo con quien habían estudiado juntos en la
escuela y que, por lo tanto, se consideraban compañeros,
aunque él era indio y su amigo misti o mestizo; pues
la madre de su compadre era la profesora de la escuela
donde estudiaron ambos.

De manera que, casi año tras año, iba al pueblo,


llevando un hijo para hacerlo bautizar.

En una de las últimas veces su compadre y compañero


le preguntó entre burlón y serio:

—¿Qué pasa, compadre, parecemos conejos? ¿Cada


año un hijo?

—¡Qué vamos a hacer, pues, señor compadre!; yo


y su comadre tenemos un solo cuero para dormir
—respondió con esa aguda ironía con que hablan los
aimaras; socarrón en el fondo, pero serio, muy serio en
la forma…

60
La chijma

Chijma significa cabecera o almohada.


En efecto, es la cabeza de la economía de
cada miembro del ayllu que empieza a
formarse con el obsequio de los padres.
Más tarde se crecentará con otros aportes
instituidos por costumbres ancestrales en
las comunidades campesinas.

Hacía cinco días que Margaracha dio a luz al primer fruto


de su matrimonio, que era mujercita, y ella aún estaba en
cama, pues debía guardar reposo durante los cuarenta
días que prescribió la partera.

—Cuánto me alegra que mi huahua sea mujer


—expresó desde su patatti, poyo hecho de adobes y barro
a manera de tarima para dormir.

—Mejor habría sido varón —dijo el esposo.

—No. Deben alegrarse los dos porque es mujer


—terció la partera y agregó—: las hijas mujeres

61
primerizas traen suerte al matrimonio, porque significan
«casa llena».

—Quizá por eso nos han obsequiado buenas


cantidades de dinero como ofrenda de qeqi, cuando nos
casamos —comentó Margaracha.

El padre quiso decir algo diferente, pero quedó


callado. Y después de un rato de silencio, habló.

—Debemos destinarle la chijma a la huahua.

—Hoy es jueves; mañana, viernes; pasado mañana,


sábado. Podemos hacerlo —propuso Margaracha.

—Es bueno, es bueno. Los martes y viernes no se


deben hacer estas cosas —aclaró la partera.

—Que así sea —agregó el marido.

Al día siguiente se compraron los elementos que


eran menester para la ceremonia, de la tienda que había
instalado la señora Petrona en el ayllu y se alistaron las
cosas que podrían servir para la chijma u obsequio de
nacimiento.

En la noche del día sábado se iluminó la choza con


una vela de sebo, en vez de la mechachua que usaban

62
comúnmente, la cual es un candelero de dos pisos en
forma de pocillos, hecho de barro en el que se pone una
mecha de trapo de algodón que se alimenta con trozos
de sebo. Se colocó a la huahua sobre un cuero de oveja
con la lana lavada que le servía de cuna por esa noche.
Y junto a la huahua se pusieron cantidades pequeñas
de semillas de papas, quinua, cañagua, habas y cebada,
más un corderito y un cerdito recién nacidos, como ella;
ambos animalitos con los hocicos amarrados para que
no griten y así evitar que la huahua se asuste.

La misma partera dirigió la ceremonia de la chijma,


pues apenas había llegado, extendió su istalla o servilleta
de coca, hecha de lana. En las hojas de coca vaticinó la
buena suerte de la huahua. Luego encendió en una chua
o pocillo de barro cocido un poco de carbón de leña
sobre el que espolvoreó bastante incienso que despedía
humo blanquecino en espirales y llenaba el ambiente
con su olor característico, que despierta sentimientos de
misticismo.

Cada uno musitaba oraciones en su lengua nativa,


invocando el mejor destino para la huahua. Y un grito
estridente, semejante al de su nacimiento, lanzó la
criatura, como si con ese grito quisiera agradecer por el

63
primer obsequio de sus padres, que servirá de cimiento
de la economía de su vida.

Los padres recogieron las cosas obsequiadas y las


guardaron con todo cuidado. Cultivarán las semillas cada
año independientemente y harán procrear los animales
también separados, con la responsabilidad que asumían
como depositarios, hasta que el niño llegue a la edad de
tener capacidad para administrar sus bienes con esfuerzo
propio.

Todos los presentes se felicitaron, expresando en cada


abrazo «que sea en buena hora»; luego mascaron sendas
porciones de coca con llucta, masa hecha de cenizas
de tallos de quinua con chancaca, que es el sazonador
indispensable de chajchar o masticar las hojas de la coca
en actos celebratorios.

Y se dio por terminada la ceremonia.

64
El «Anchancho»

La ignorancia de la verdadera causa de


las enfermedades y la manera de cómo
tratar las de carácter infeccioso provoca
desenlaces fatales en las comunidades
campesinas.

Rosendo Condori era un jovencito muy desarrollado


y a pesar de sus escasos dieciocho años ya estaba en
sirvinacuy. Pero apenas se inició en la vida de ensayo
matrimonial, un domingo fue al pueblo y lo tomaron de
recluta.

Su prometida y sus padres hicieron gestiones ante


las autoridades para que no lo llevaran a cumplir el
servicio militar obligatorio. Como estos intentos no
dieron resultado, acudieron a sus creencias; le pasaron
por la ventana de la cárcel donde estaba alojado, varios
pequeños quesos frescos; pues tenían la idea de que el
queso recién fabricado hace bajar de peso y que, por lo
tanto, cuando practiquen la revista médica, no pesará los
kilos que requiere un hombre para ser buen militar.

65
A pesar de todo, fue remitido a la capital departamental
donde, por desgracia para su prometida, fue calificado
apto para el servicio porque, además, no tenía certificado
de nacimiento. Había nacido en una comunidad de la
frontera y se bautizó en una parroquia boliviana, debido
a que, por diferencia del valor monetario, el bautizarse en
Bolivia resultaba más barato.

A los dos años de haber servido en el batallón


número 15 de Infantería, volvió licenciado al ayllu,
pero llegó enfermo. Orinaba pus sanguinolienta y sufría
agudos dolores en el órgano genital. Había cogido una
enfermedad venérea que no pueden evitar los soldados de
los ejércitos acantonados en las ciudades donde abundan
tantos males transmisibles como incontrolados.

Llamaron al curandero del ayllu y este recetó que


Rosendo tomará abundante tisana de pinco-pico y
anu-chapi, espina de perro y variedades de cactus,
mezclado con hierbas de cola de caballo, sutuma y cabello
de choclo, diuréticos.

Con estas tisanas mejoró mucho y tuvo la apariencia


de haberse curado. Entonces volvió a sus relaciones
amorosas con su compañera de sirvinacuy.

66
Un año más tarde nació un hijo varón. Se alegraron
mucho y proyectaron casarse.

Al nacer el niño, no presentaba ningún síntoma de


anormalidad, aparte de abundante legaña que aparecía
en sus ojos cada mañana.

Su madrina aconsejó que se le lavara con agua de


bórico al niño y así se hizo, pero la cosa no mejoraba.
Parecía empeorar, hasta que, mientras crecía el niño, los
ojos se ponían más legañosos y las legañas resultaban
purulentas.

Acudieron a la posta médica y allí diagnosticaron


que las legañas eran de origen luético. Pero los padres
no comprendieron la gravedad del mal; por eso no
compraron las inyecciones antibióticas que les recetaron.

Se volvieron al ayllu en busca de un curandero. Este se


limitó a hacerle lavados frecuentes con agua de llantén,
mas el mal no cedía; por el contrario, se fue agravando
hasta anular el sentido de la vista. Pues el niño jamás llegó
a abrir los ojos, mucho menos ver cuanto existía en torno
a él. Creció como una pequeña bestia, sin más habilidades
que comer y dormir. Pasaba los días permanentemente
inactivo. Y en estas condiciones se aniquiló su cuerpo
que adquiría una apariencia monstruosa, hipertrofiada

67
y escasa estatura, cuyos ojos se convirtieron en dos llagas
incurables que se iban extendiendo por todo el rostro sin
poderse evitar.

Las gentes afirmaban que era un poseído por el


anchancho, espíritu del mal que se supone que vive en las
profundidades oscuras de la tierra. Por eso le llamaban
el Anchancho, al niño enfermo, y huían de él. Pero el
pequeño Anchancho fue carcomido lentamente por
sus heridas hasta que un día dejó de existir. Su familia
celebró su muerte porque, de ese modo, quedó liberada
del enfermo que la había tenido aislada en la comunidad.

68
El ala para volar

El segundo aporte con que se acrecientan


los bienes de cada miembro de la
comunidad lo hace el padrino de bautizo,
al que se denomina chhega o ala.

Quilquito, que ya tenía más de tres años, se presentó


sangrando de la nariz y los labios. Acababa de caerse
pretendiendo coger una libélula y lloraba a gritos.

—No ve. No en vano digo yo que esta huahua se va a


matar, porque su padrino no le ha dado el obsequio de
bautizo —expresó la madre con cierta indignación.

El padre se hizo presente y la madre volvió a explicar.

—Esta huahua se cae todos los días y a cada rato. Si no


lo hace por su voluntad, debemos ir a donde el padrino a
reclamar el obsequio de bautizo.

—Ya te decía yo que, aunque es muy acomodado ese


don Joaquín, no le gusta soltar nada, es un tacaño, pero
tú lo elegiste, mujer —dijo el marido.

69
—Sí, pero tú proponías al gobernador. Los
gobernadores no entienden nada de nuestras costumbres;
peor padrino de mi hijo hubiera sido, porque ni siquiera
hubiéramos podido explicarle lo que le pasa al yoqalla.
En cambio, a don Joaquín sí, porque su señora viene al
ayllu a vender pan, coca, alcohol, chancaca, alfeñique y
otras cosas. Es fácil hablarles.

—Bueno, bueno, mujer. Habrá que ir a donde don


Joaquín para explicarle que la huahua se cae por falta de
la chheqa.

Al día siguiente, el padre de Quilquito se dirigió al


pueblo a visitar a su compadre, llevando una canasta de
quesos frescos y otra de huevos, como presente.

Llegó justo cuando los esposos estaban en su domicilio.

—Hola, compadre. ¿Cómo estás? ¿Cómo está mi


comadre? ¿Cómo está mi ahijadito? —inquirió don
Joaquín.

—¿Por qué no lo has traído a mi ahijadito? —agregó


la madrina.

—Estaba enfermo, señor compadre.

—Y, ¿qué tiene? ¿Tal vez le ha dado la viruela?

70
—No, no es viruela. La huahua se cae mucho y se
enferma a cada rato. Parece que esta vez se ha volteado el
corazón. Estamos curándolo.

—Ah, ya comprendo, compadre. Tú quieres decir que


se cae porque todavía no ha recibido el ala de obsequio
—dijo el compadre, burlonamente.

—Así es, compadre. Eso creo yo —dijo el padre de


Quilquito, pensando para sus adentros que dio en el
clavo muy rápidamente.

—Bien, bien. Le llevarás ahora mismo su ala a mi


ahijado para que aprenda a volar en la vida —agregó el
padrino, siempre socarronamente.

La madrina fue a comprar algo a las tiendas del pueblo.


Adquirió una camisita de tocuyo con pechera de franela
roja a cuadritos.

—Esta camisa le quedará bien. Además, el color rojo


siempre cae bien a los niños —pensó.

Entregaron el obsequio al padre de Quilquito, más


algunos panes y alfeñiques. Y este se despidió de sus
compadres y se marchó camino a su ayllu, llevando el ala
que por fin le daban los padrinos a su hijo.

71
Cuando llegó a su cabaña, lo primero que hicieron
fue probarle la camisa a Quilquito para ver si le caía
bien. Pero, ¡oh, sorpresa!, la camisa era muy grande. Le
resultaba como un hábito, hasta los talones.

—Qué vamos a hacer, pues; se lo pondrá cuando


sea grande —dijo la madre, con cierta conformidad, y
agregó—; pero tú debías fijarte.

—¿Cómo se podía observar si la madrina había


elegido la camisa sola, por su cuenta?

—Paciencia —dijo ella y terminó—. Veremos ahora


qué pasa.

Lo que después ocurrió es que Quilquito no volvió


a caerse, a pesar de que el ala o la camisa con que le
obsequiaron sus padrinos le resultaba muy grande...

72
El niño «ojeado»

Los aborígenes creen que los muertos


poseen a los niños y los enferman.
Para curarlos cuentan con medios de
tratamiento mágico.

El asu-huahua o recién nacido resultó de repente


enfermo. Dormía a sobresaltos, a veces despertaba
llorando a gritos, no lactaba con regularidad y estaba
empalideciendo cada día más.

—Seguro que lo han llevado a la casa mortuoria de


don Mariano que ha fallecido hace poco —observó la
abuela.

—Sí. Pero solamente hasta la puerta; no hemos


entrado a ver el muerto —repuso la madre de la criatura.

—Eso es bastante. Los muertos «ojean» a los niños;


mientras más pequeños son, los «ojean» con más
facilidad.

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—Y ahora, ¿qué hacemos? —interrogó la madre,
angustiada.

—Pues, hay que curarlo. Consigue un huevo y que sea


el primer huevo de una gallina blanca. Préstate un vaso
de vidrio, de esos que tienen los mistis. Y ten todo esto
para la noche —indicó la abuela.

Por la noche, la abuela vino a la casa de la nuera a


curar a su nieto. Masticó abundante coca y vaticinó que
se curará el niño.

—El pijcho está dulce —agregó. Acto seguido, sahumó


la habitación echando incienso sobre una brasa de
bosta de vaca en un pocillo de barro. Tomó el huevo
cuidadosamente y, sosteniéndolo con las dos manos,
rezó un credo en voz baja. Enseguida frotó suavemente
el cuerpo del niño con el huevo, de la cabeza hacia los
pies, diciendo con voz enérgica:

—¡Sal, sajra! ¡Sal, sajra! o ¡sal, diablo!, ¡sal, diablo!

Al terminar la tarea, rezó dos padrenuestros, quebró


el huevo en el filo del vaso y vertió su contenido en él,
habiéndolo llenado antes con agua.

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El huevo se hundió hasta el fondo en el vaso de agua,
tomando una coloración obscura la yema, y grisácea la
clara. Mostró esto a los presentes, comentando:

—¿No ven? Siempre estaba «ojeado». Ahora, lo


«ojeado» ha pasado al huevo y la criatura quedará libre
del mal.

Echaron en un hoyo el huevo, lo cubrieron con tierra


y se dio por terminado el tratamiento.

Y el bebé quedó curado. Pues, desde el día siguiente,


su vida se tornó normal, lactó con regularidad y durmió
la mayor parte del día y la noche, tranquilamente, como
todas las criaturas recién nacidas.

75
El «rutuchi»

En la formación de la economía personal,


después de la chijma y la chheqga, en el
rutuchi hace la tercera contribución un
sector de la comunidad. Seguirán el qepi y
el achogalla durante el matrimonio en los
que tomarán parte todos los miembros del
ayllu y la pareja llegará a la vida familiar
económicamente bien pertrechada para
subsistir.

Aquella mañana de lunes, primer día de la semana, Juan


Condemaita salió muy temprano de su casa y recorrió los
hogares de sus familiares más próximos en parentesco,
aunque todos, o la mayoría de las gentes del ayllu, forman
una familia extensa, como anotan los antropólogos, y
así es en realidad; por eso en cada ayllu predomina un
apellido: los Mamani aquí, los Quispe allá, los Condori
más allá.

A todos fue avisando que el próximo día sábado se


realizaría el rutuchi de su último hijo, que ya tenía cuatro
años cumplidos.

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El yocalla ya está crecido y sus cabellos se han
apelmazado tanto, formando grandes qoltis. Debemos
hacerle el rutuchi.

Los familiares aceptaron de buen grado la invitación


que representaba al mismo tiempo el cumplimiento de
un deber establecido desde tiempos inmemoriales en
el ayllu. Y cada familia pensó en alistar el regalo que
ofrecerían al hijo de Juan Condemaita, hombre muy
querido y respetado, porque había pasado todos los
cargos durante las fiestas religiosas.

El día sábado por la tarde empezaron a llegar los


familiares a la casa de Condemaita, en parejas, esposo
y esposa; pues en estos casos, como en todos los actos
sociales del ayllu, siempre actúan el hombre y la mujer.
Esta es una costumbre que viene desde Manco Cápac y
Mama Ocllo, ambos fundaron el imperio de los incas
y ambos enseñaron a las gentes la religión del sol y las
costumbres que debían observar en el porvenir, de
acuerdo con el ama sua, ama llulla y ama qella, que
equivale a no robar, no mentir y no ser perezoso.

Unas parejas trajeron prendas de vestir o de uso


hogareño; otras, semillas de frutos cultivables en la zona;
y no faltaron algunos que trajeron animales domésticos
pequeños, como gallinas, corderitos y hasta un becerrito,

77
aunque era lícito que, tratándose de la donación de
animales, no se presentara en el mismo acto, bastando la
promesa que debe cumplirse después.

Juan Condemaita y su consorte alistaron la jacha


uta o habitación grande donde recibían a las visitas
y la arreglaron lo mejor que pudieron. En el patati o
poyo de dormir, lo sentaron al yoqalla, vestido con sus
mejores ropas, sobre un cajón de alcohol y en su rededor
extendieron algunas llicllas y una incuña de colores
artísticamente tejida, colocando unas tijeras sobre ella.
Varios mechachuas o candelabros rústicos ardían en
los ttejos o pequeñas ventanas ubicadas en las paredes,
iluminando suavemente el aposento.

Las personas mayores pasaron a la jacha uta, se


sentaron en los patatis o poyos los hombres y en el suelo
las mujeres. Las demás personas, que eran numerosas, se
quedaron en el patio. La jacha uta, a pesar de llamarse
grande dentro de la arquitectura de las viviendas
familiares del ayllu, no da cabida a más de veinte personas.

Antes de comenzar la ceremonia, Condemaita invitó


unos acullicos o porciones de coca a los asistentes,
quienes se sirvieron pasándose unos a otros sus trozos
de llujta hecho de lejía de quinua. Y luego libaron sendos

78
tragos de alcohol terciado con agua gaseosa en templas
o copitas de plata, que se usan solo en casos especiales.

Se repitieron las libaciones entre conversación y


conversación hasta que apenas se entró el sol se inició la
ceremonia.

—Tatas, mamas, ya podemos empezar el rutuchi


—anunció Condemaita, con voz casi estentórea, a
fin de que oyeran también los que estaban fuera de la
habitación.

Se produjo un breve silencio. Cada uno esperó que


alguien cortara el primer mechón de cabello apelmazado
o qolti, pues ese debe ser declarado padrino del rutuchi y
esa condición le obliga a ofrecer el mejor de los obsequios.

Por fin se levantó don Apolinario Cutipa y junto con


él su esposa Josefa Condemaita. Cutipa tenía semejante
prestigio y autoridad moral que su cuñado Condemaita
en el ayllu; de modo que se vio obligado a cortar el primer
mechón, ya que, además, las miradas interrogativas se
dirigieron a él.

Doña Josefa tomó el qolti más grande y su esposo


lo cortó y lo colocó sobre la incuña puesta a propósito,
expresando en alta voz:

79
—¡Una vaquilla!

Un murmullo general se produjo entre los asistentes


como franco espíritu de aplauso, pues en los ayllus no se
jalea al aplaudir.

Siguieron don Eusebio, don Pedro, don Gerónimo


y así sucesivamente, todos los Condemaita. Al final
de la ceremonia, el yoqalla Juancho lucía la cabeza
grotescamente pelada y sus cabellos estaban esparcidos
en porciones abullonadas sobre la incuña. Además,
grandes porciones de cosas, ropas y semillas de frutos:
ocas, ollucos, quinua y cañahua, se veían amontonadas
sobre las llicllas dispuestas para los regalos.

Al final, los presentes se abrazaron expresando en voz


alta: «que sea en buena hora» efusivamente; mascaron
otras porciones de coca, bebieron un trago más de
alcohol, con invocaciones a los manes del ayllu. Luego se
marcharon a sus hogares.

Y el yoqallito quedó con la cabeza hecha un merengue,


pero en posesión de muchos bienes para la economía de
su vida futura.

80
La máscara

Los niños en la sociedad aborigen lactan


más del tiempo normal. Y cuando se
hace el destete, sufren estados de psicosis
aguda que suelen tratarse mediante
procedimientos mágicos.

La imilla, o la nena en aimara, tenía más de dos años y


sin embargo seguía lactando como si fuera recién nacida.
La madre, doña Petrona, había acudido a una serie de
medios para quitarle el pecho a su hija y hasta se había
untado los pezones con ají molido. Pero la imilla era muy
perspicaz; descubrió la estratagema y cada vez que la
madre le daba de lactar, limpiaba las mamas y succionaba
tranquilamente, a pesar de que además tomaba los
mismos alimentos que sus padres. Y no había forma de
destetarla.

—Consíguete una máscara de diablo con la que se


baila la diablada. Te la pones debajo del corpiño y verás
que ya no se te acercará —dijo su comadre Gregoria.

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Doña Petrona se fue a donde Luciano Huanca, que
solía bailar durante la fiesta de la Natividad en la comparsa
de la diablada, y le pidió que le prestara la máscara para
el fin que la necesitaba. Don Luciano comprendió el caso
y, encargando que la cuidara mucho, se la prestó.

Al día siguiente, en la madrugada, antes de que la


imilla despertase, se colocó la máscara sobre el seno.
Apenas despertó la nena, que dormía junto a la madre,
exigió su ración de leche materna. La madre con toda
naturalidad se descubrió el pecho y la imilla, al ver la
horrible cara de diablo, lanzó un grito de terror.

Doña Petrona también simuló angustiarse porque su


seno se hubiera convertido en diablo, e hizo como que
lloraba.

Desde aquel día, la imilla no exigió más la leche de su


madre. No quería ni aproximarse a ella. Le tenía miedo.
Al mismo tiempo se tornó irritable, llorona y asustadiza.
Lo que más le preocupaba era que su hija le huía; hasta
parecía que había nacido en ella un sentimiento de odio
hacia la madre.

Petrona, preocupada con el cambio ocurrido en la


conducta de su hija, consultó con el curandero del ayllu.
Este le dijo, después de verla:

82
—No tiene nada. Simplemente está qariche porque le
has quitado la leche. La qollparemos y va a mejorar.

Esa misma noche, el curandero estuvo para tratar el


mal de la imilla. Trajo el material que necesitaba y ejecutó
la curación.

Sacó de su chuspa un trozo de qollpa o salitre, lo


envolvió en una bellota de algodón y, después de que la
criatura fuera acostada como para dormir, le sobó todo
el cuerpo con la qollpa. Al ejecutar su tarea decía a media
voz una serie de expresiones, que eran invocaciones para
que la niña sanase y admoniciones para que el espíritu
del mal desocupe el cuerpo de la enfermita. Ella se dejó
sobar con el salitre sin protestar porque el curandero
parecía que la había hipnotizado; pues estos poseen un
fuerte poder mental que reducen la voluntad y hasta la
capacidad de razonamiento de los pacientes; y la imilla
había caído anonadada bajo su acción intermental
fácilmente.

Luego de terminar los masajes pidió una chua o


pocillo de barro cocido, con brasas de fuego. Allí quemó
la qollpa y repitiendo varias veces las admoniciones e
invocaciones, lo fue a botar en un lugar distante, a la
medianoche; pero él ya no volvió. Dejó indicado que le

83
avisaran los resultados, agregando que, si seguía mal,
debía repetir el tratamiento.

Al otro día la imilla amaneció de buen carácter; no


lloró, ni se puso a renegar. Esa noche se había curado
misteriosamente y volvió a ser una niña normal,
tranquila, serena y cariñosa con la madre, como todas
las criaturas.

Y no hubo que llamar otra vez al curandero.

84
La cuna de tierra

Los niños nacidos en los Andes tienen por


cuna un sencillo hoyo abierto en el suelo.
Allí aprenden a amar la tierra y trabajarla,
jugando, jugando.

—El niño ya ha gateado lo suficiente. Ahora se sienta y


ya está por pararse, habría que hacerle su ppía u hoyo en
el suelo para que ensaye la posición vertical —manifestó
Petita a su esposo, antes de dormirse, una noche.

Su último hijo ya tenía más de dos años. Había


entrado en el proceso de la bipedestación; faltaba solo
que se parara antes de caminar.

—Mañana mismo lo haré —respondió su esposo,


entusiasmado; pues por ser el único varón, el niño le era
muy querido.

Al día siguiente muy temprano sacó su pico y su


lampa para trabajar el hoyo en un ángulo del patio de
su casa, formada de dos habitaciones: la cocina y el
cuarto grande, pues la mayor parte de las viviendas de

85
las comunidades son únicamente de una habitación que
hace de cocina, comedor, dormitorio y todos los demás
servicios, a excepción de unas pocas que constan de dos
y tres habitaciones, cuando sus dueños son familias muy
favorecidas por la suerte. El hoyo lo ubicó junto al lugar
donde Petita suele instalar su telar para tejer frazadas,
llicllas e incuñas, y cerca a la puerta de la cocina.

Trazó un círculo de cuarenta centímetros de diámetro


poco más o menos y agujereó el suelo sacando la tierra
con la pala.

A la salida del sol, Petita sentó a su hijo cerca donde


estaba trabajando el padre, diciéndole:

—Ayuda a tu tata a trabajar tu hoyo, es para ti.

El niño, como si entendiera lo que ordenaba su madre,


removía la tierra con las manos, echándola en todas
direcciones.

—Para el otro lado, no al hueco —observó el padre.


Y el niño parecía obedecer. Rectificó la dirección hacia
donde echaba la tierra.

Como les gusta a los niños imitar lo que sus padres


hacen, estos aceptaban y aplaudían dicho interés, pues

86
creían que así aprendían a trabajar, lo cual era indicio útil.
Los niños que aprenden a trabajar desde muy temprana
edad serán buenos trabajadores en el ayni o trabajo
colectivo, se dice constantemente en la comunidad.

El hueco se hizo hasta una profundidad calculada para


la estatura del niño. Debía entrar en él parado hasta la
altura del pecho, de modo que pudiera mover las manos
libremente sobre la superficie y que, por otro lado, no
le fuera posible salirse del hueco fácilmente. Para evitar
esto se ahondaban los hoyos periódicamente, según iban
creciendo los niños.

Terminado el hoyo se cubrió el fondo con un pedazo


de cuero deslanado y se puso llicllas en los costados.

En su original cuna se instaló al niño con gran alegría,


ya que parado y protegido por las paredes del hoyo se
sentía seguro. Allí permanecía largas horas jugando
con piedritas, guijarros y tierra. Esto de jugar con tierra
desde temprana edad es una de las experiencias infantiles
que genera, indudablemente, la fuerza espiritual
imponderable de relación que hay entre los hombres y
la tierra en los Andes. El niño tomaba sus alimentos allí
mismo.

87
Aquel hoyo ahuecado en el seno de la madre tierra era
para el niño lo que la cuna para los niños de la cultura
occidental.

Cuando ya pudo pararse con firmeza, lo sacaron y el


niño dio sus primeros pasos con facilidad hasta corretear
pronto en los alrededores de la casa, sin peligro alguno,
con plena libertad, alimentando su vida con la fragancia
de las chacras, el beso del sol cotidiano y las caricias
del viento pampero que soplaba durante el día hacia la
cordillera y en la noche hacia el lago.

Pues los niños criados en el hoyo, dicen los campesinos,


nunca pierden el equilibrio.

88
El niño «catjata»

Los males del espíritu son frecuentes


entre los niños aborígenes pequeños. Su
tratamiento mágico, que comúnmente se
llama superchería, debe ser estudiado por
la ciencia médica.

Hacía noches que el hijo menor de la familia Mayta,


de menos de un año de edad, no podía dormir. Se
pasaba llorando hasta volverse afónico. Durante el día
sentía inestabilidad y un nerviosismo agudo. Parecía
desesperado.

La última noche, la madre, que había pasado muchas


veladas sin poder dormir por el llanto de su hijo, tomó
al niño que dormía a su lado, pues los niños de su raza
duermen junto a la madre, en la misma cama, casi
inconscientemente lo tomó y lo arrulló para tranquilizarlo,
mientras el niño lloraba más y más; cuando se dio cuenta,
lo estaba haciendo bailar sobre sus rodillas de cabeza. Y
es que los niños en los primeros meses se crían envueltos
con una faja a la manera de momias egipcias. En estas

89
condiciones es fácil confundir la cabeza con los pies y
mucho más en estado soñoliento.

Al día siguiente se dijo: «Esto no puede seguir así. Algo


pasa con el niño». Conversó con su esposo y demandaron
los servicios de un qolliri o curandero del ayllu.

El curandero acudió solícito, lo auscultó con la mirada


y como si dudara de lo que suponía, consultó en las hojas
de la coca y diagnosticó el mal.

—El ánimo del niño está jalaqata o salido del cuerpo


y ha sido agarrado por la tierra, es decir, está catjata.
—aseveró el curandero y prosiguió—: Seguro que
ustedes han llevado al huahua a lugares malos donde
hay anchanchos y otros espíritus malignos. Y estos le han
agarrado. Hay que llamar el ánimo.

La madre recordó que una tarde pasaron por pa


qala, dos piedras rectangulares colocadas: una en forma
horizontal y la otra en posición vertical. La gente creía
que eran una dama y una mula encantadas, pues muchos
contaban haberlas visto al pasar a medianoche por el
lugar.

El día lunes, al anochecer, vino el qolliri, hizo que el


niño se durmiera y esperó que llegara la medianoche.

90
Para dormirlo rezó unas oraciones en lengua nativa
y el niño, inesperadamente, pescó el sueño, mientras
el curandero hojeaba la coca y vaticinaba lo que debía
ocurrir.

—Todo está bien. Ya es hora —dijo el qolliri y tomó


algunas prendas de vestir del niño, especialmente el
chullu. Lo tomó ceremoniosamente y se dirigió al sitio
supuesto en que el ánimo de la huahua estaría vagando
junto a las piedras.

Allí llamó el ánimo del niño con el chullu, rezando


nuevamente las oraciones en tono invocatorio. Después
volvió a la casa. Apenas llegó, cubrió la cabeza del niño
con el chullu y le puso las otras prendas. Y el niño no
despertó. Siguió durmiendo profundamente, hasta el día
siguiente.

—Así está bien. Cuando están dormidos, el ánimo


vuelve a entrar en la cabeza fácilmente. Cuando se
despiertan, no. Se retira y es difícil hacerlo volver —dijo
el curandero.

Toda la noche el niño durmió muy bien y al amanecer


despertó apaciblemente, jugando con alegría, como
todos los niños de su edad, en su mundo primitivo.

91
El chupiqhatu

Las madres aborígenes crían con mucha


seguridad espiritual a sus hijos, pero al
mismo tiempo, con punible abandono
de su salud física; lo contrario de lo que
ocurre en las culturas desarrolladas.

El chupiqhatu u «hotel de los agachados», como suele


llamársele, se ubica en un rincón de la plazuela del
poblacho, a la entrada o a la salida de los caminos.

El hotel por todo implementó un rústico fogón hecho


de tres piedras, alimentado con bosta; unas ollas de barro
cocido, renegridas por el humo y varias chuas o platos
del mismo material.

La hotelera, la cocinera y la mesera, al propio tiempo,


es una mujer prematuramente avejentada; tiene la boca
orillada con el verde sumo de la coca, uno de los carrillos
abultado con un gran pijche de estas hojas, el otro surcado
de profundas arrugas. Viste pollera verde, descolorida
como sus esperanzas, jubón raído y chuco o manta larga
de bayeta que le cubre la cabeza y parte de la espalda.

92
Ella es viuda. Su marido no volvió de los valles de
Moquegua, a donde fue a trabajar y ganarse algo; el chujcho
o terciana lo mató. Y la vida le señaló el magro destino de
chupendera en el poblacho próximo a su comunidad para
ganarse el sustento de sus hijos huérfanos.

Al chupiqhatu se asomaban viajeros, pleitistas de los


juzgados, callahuayas vendedoras de hierbas medicinales
y toda suerte de caminantes que acuden a los pueblos
a vender lo que producen como huevos, leche, quesos
y a comprar lo que la civilización los ha habituado a
consumir, como alcohol, coca, azúcar, arroz, etc. También
acudían cojos, mendigos, mancos, tuertos, todos vestidos
de andrajos. Apuraban los chupes sabrosos que la
chupendera cocinaba aderezado con huacatay, chijchipa
o huaycha, que superan en sabor al ajinomoto oriental y
otros sazonadores.

Y las ollas se vaciaban pronto, mientras la chupendera


se movía con agilidad felina, sirviendo pronto, los platos
unos tras otros, a pesar de que llevaba en sus entrañas
un último recuerdo de su marido, otro cargado sobre
sus encorvadas espaldas y un tercero semidesnudo
y grandecito, arrastrándose en los alrededores,
chupeteando huesos que otros descarnaron.

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El primero, a pesar de encontrarse encerrada ya más
de ocho meses en el estrecho mundo convexo del seno
materno, se sentía como en el paraíso de la leyenda
bíblica, protegido por la suavidad inefable de las tibias
entrañas de su madre y el calor delicioso de su naturaleza,
alimentándose sin esfuerzo alguno con la propia sangre
maternal.

El segundo, aunque sufrió el inaudito trance de su


llegada a este mundo, tosco, frío y sucio, agravado por
el cruel recibimiento que le hizo la vieja partera, se
sentía tranquilo y cómodo en el atado que pendía de
los hombros de su madre sobre las fuertes espaldas de
ella, percibiendo el calor delicioso que emanaba de sus
pulmones y sobre todo la seguridad espiritual que le
daba la ternura que fluía de su contacto físico.

Y el último, que ya se paraba y podía caminar por su


cuenta, alejándose de su madre, a pesar de que el mundo
en que se movía le resultaba terriblemente inhóspito por
el frío, el viento y la humedad de la lluvia que lo castigaba
con frecuencia, vivía contento, llenándose el estómago
con sobras de alimentos, sus pulmones con aire puro
y los ojos del alma con la belleza de los paisajes que lo
rodeaban todos los días; aprendiendo, al mismo tiempo,

94
a sortear por propia experiencia los trances de la vida
cotidiana desde muy temprana edad.

Así criaba la chupendera a sus tres hijos, dentro


de un marco vital de honrada miseria y de seguridad
imponderable para sus hijos.

95
El corazón volteado

Los aborígenes creen que ciertos males


de los niños son consecuencia de que sus
vísceras se mueven. Estos males se curan
en forma espectacular y sorprendente que
la ciencia ignora.

La familia Huisa se fue a aporcar su chacra de ocas en el


cerro. Todos trabajaron con ahínco, dando tierra a los
surcos sobre los que las ocas, plantas de flores amarillas,
lucían muy hermosas. Los niños trabajaron con sus
mayores. Y hasta Cirilo, que tenía apenas cuatro años, se
agitaba como si fuera hombre mayor.

A mediodía descansaron para comer el fiambre. Se


sirvieron el chuño-phuti o chuño sancochado con papas y
trozos de chalona, y después mascaron sendas porciones
de coca, a manera de digestivo, mientras los niños se
alejaron de la chacra para jugar en un roquedal.

De repente el silencio del soleado ambiente fue


cortado por un grito desgarrador. El pequeño Cirilo se

96
había caído de una peña y rodaba varios metros cuesta
abajo.

El padre acudió presuroso en su ayuda. Lo levantó y


pensando ya en que el corazón se le hubiera volteado,
le cruzó los bracitos y le sacudió varias veces, pues este
procedimiento suele ser eficaz para ubicar en el mismo
instante el corazón en su sitio si se hubiese movido.

No obstante el tratamiento de precaución hecho, en


los días siguientes, Cirilo se puso mal. Perdió el apetito
y empalideció hasta que su tez se tornó de un color
amarillo verdoso. Sus ojos no tenían el brillo natural,
parecían mirar en diferentes direcciones. Estaba claro.
De todos modos, se le había volteado el corazón el día
que se rodó en el cerro, junto a la chacra de ocas.

Los padres llamaron al qolliri o curandero y le rogaron


que curase a su querido Cirilo que tenía el corazón
volteado.

El qolliri auscultó al niño y confirmó el diagnóstico


de los padres. Cirilo tenía el corazón volteado o chuyma
jaqsuta. La mirada desigual de los ojos lo demostraba.

Aquella misma noche se procedió a su curación.


El qolliri pidió una faja de adulto. Y durante un largo

97
espacio de tiempo, hizo masajes en el pecho del niño,
como si en realidad estuviera colocando el corazón
movido de su sitio en su correspondiente y natural lugar.
Luego le fajó, cruzando las vueltas de la faja, sobre los
hombros, el pecho y la espalda, como para asegurar de
este modo la posición del corazón y evitar que se volviese
a mover de su sitio. Finalmente, lo acostó de espaldas en
su cama y recomendó que durmiera sin moverse y que
esto vigilaran los padres con toda atención.

Antes de irse musitó algunas oraciones y masticó,


pausadamente, abundantes hojas de coca.

—La coca dice que sanará. Está muy sabrosa. Pero si


continúa mal, me vuelven a llamar —dijo el qolliri. Y se
marchó haciendo numerosas y profundas reverencias.

Cuando el primer tratamiento del corazón volteado


mediante el piscunta o masaje fajado no da resultados, hay
que utilizar el thalanta, que consiste en colocar al paciente
en una gran manta y con la ayuda de otra persona, se le
sacude varias veces. En este caso el tratamiento es arma
de dos filos, pues se puede voltear el corazón al otro lado
y entonces es peligroso. Por eso se debe proceder con
suma pericia o técnica en la primera vez, lo cual solo los
buenos qolliris lo saben hacer.

98
En el caso de Cirilo no fue necesario que vuelva el
qolliri. Desde el día siguiente empezó a mejorar, y en tres
días más estuvo perfectamente sano, con mucho apetito
para comer y gran inquietud para jugar.

99
El hijo de la cocinera

El hombre de los Andes tiene que


enfrentarse contra las fuerzas telúricas
y las que le impone la discriminación
social. A su influjo caen muchas víctimas,
especialmente niños.

—Mamitay, ¿querés cocinera?

—¿Y sabes cocinar?

—Si sé; poco nomás.

—Y este niño, ¿qué es de ti?

—Mi huahuita es, pues, mamitay.

—Ah, entonces no, no. Cocinera con hijo, no.

Y la negativa se repetía con frecuencia desde hacía


semanas en que Bartola había llegado al pueblo,
aspirando sobrevivir a la catástrofe que había destruido
su ayllu. Las intensas lluvias inundaron Qotapampa, o
Pampa de la Laguna, derruyendo su vivienda. Las aguas

100
del lago rebasaron su nivel y el río salió de su cauce,
anegando viviendas, chacras y pastizales. Murieron
muchos animales y las gentes huyeron hacia los pueblos
vecinos. Algunos hombres perecieron por salvar a sus
hijos; uno de ellos, el esposo de Bartola, se ahogó con su
hijo de pocos meses; pues, ambos fueron arrastrados por
el torrente del río. Y ella logró sobrevivir solamente con
su hijo mayor de algo más de cinco años.

Hostigada por la situación que le imposibilitaba


conseguir trabajo urdió una estratagema. Dejó a su hijo
en un lugar del pueblo y empezó a trabajar, sin compañía.

Sola sí encontró trabajo. La familia del juez de paz


del pueblo la aceptó a condición de servir sin ganar
sueldo mientras aprendiera a cocinar, lavar, planchar.
Bartola empezó a trabajar en forma diligente y esforzada,
pensando que de este modo podría resolver el problema
de la alimentación del niño.

Por las noches salía con algún pretexto a la calle,


recogía a su hijo y se lo llevaba consigo. Lo hacía entrar
por la puerta de calle, sigilosamente, le daba de comer
todas las sobras de la mesa del patrón. El niño comía de
este modo una sola vez al día, a veces hasta indigestarse,
luego se dormía y al día siguiente, muy de madrugada,
la madre lo hacía levantarse para que se fuera a la calle,

101
sin que lo advirtieran los patrones que felizmente solían
dormir hasta tarde.

Durante los días el niño deambulaba por las calles sin


peligro alguno, porque dos poblachos, a pesar de llevar
vida primitiva, aún no son antros del mal; pues en ellos
no hay atracadores, rateros ni secuestradores. Y por las
noches se iba a la casa donde servía su madre.

Cierta noche, la familia del juez salió invitada a


celebrar un santo. Entonces por seguridad, cerraron la
casa con candado, dejando a la cocinera dentro.

El yoqallito llegó a la puerta de la casa a la hora


acostumbrada, pero la madre no pudo abrirle.

Esperó largamente y solo logró escuchar la voz de ella


que le hablaba desde dentro.

—Espérate, hijo. Los patrones han salido y me han


dejado cerrada. Seguro que ya van a volver. Ten cuidado.
Cuando los veas venir, retírate de la puerta. No te dejes
ver. Ya después, yo te dejo entrar.

—Bueno, mamitay —dijo el yoqallito. Y se dispuso a


esperar.

102
Las horas transcurrieron lenta y pesadamente. El
frío castigaba el cuerpecito débil del niño y la madre
se desesperaba de angustia, sin saber qué hacer. Las
primeras heladas son muy fuertes en los Andes, y a veces
las intensas lluvias alternan con heladas.

Por fin cansados de tanto esperar junto a la puerta,


el niño fuera y la madre dentro, ambos se quedaron
dormidos.

Cuando los patrones regresaron de la fiesta, al


amanecer, encontraron un ovillo de carne congelada en
la puerta de la casa. Era el cuerpo del hijo de la cocinera.

103
El mudito

La disposición artística entre los


aborígenes abarca masas sociales, lo cual
es fruto indiscutible de la herencia étnica
de culturas pretéritas superiores y de la
acción del ambiente, pleno de belleza
exultante, en que viven.

Narciso se llamaba, pero en el ayllu lo conocían con el


apodo de «el Mudito». Ya había pasado los cinco años y
no podía hablar. Era mudo sin duda alguna.

Sus padres se lamentaban y se increpaban el uno al


otro, y viceversa, como los causantes de la mudez de
Narciso.

—Yo te decía que no le diéramos de comer qatahui


api o mazamorra de quinua con cal, porque sabemos que
este plato quita el habla a los niños; pero tú no me hacías
caso —repetía ella.

—Esas son tonterías —respondía el marido—.

104
—Has regresado de la ciudad con tantas malas ideas
—reprochaba la mujer.

—Pero eras tú la que cocinaba la mazamorra con cal. Y


el niño se antojaba. Había que darle —afirmaba el padre,
que en efecto se había criado en la ciudad, como sirviente
de sus padrinos de bautizo, donde aprendió muchas
costumbres de los mestizos y hasta a pensar como ellos.

Por eso no creía que la mazamorra de quinua con


cal podía producir la mudez, sin embargo, ahí estaba
Narciso, el primer hijo de su matrimonio con Petrona,
mudo... Realmente se sentía confuso, no sabía si seguir
pensando como los «mistis» o creer en las ideas de la
gente de su ayllu.

Pero a Narciso no parecía importarle su situación, ni


tenía idea de la angustia de sus padres. Había aprendido
a entenderse con los chicos de su edad y también con sus
padres, y vivía sin preocupaciones como todos los niños,
abandonado a sus juegos, aunque no dejaba de ayudar a
su mamá y a su papá en los quehaceres de la casa. Recogía
pasto para los cuyes, daba granos de cebada a las gallinas
y pelaba el chuño cuando su mamá cocinaba.

Se reunía con los yoqallas, o niños de las familias


vecinas, que tenían su edad y algunos, mayores. No se

105
podía imaginar cómo lograba atraerlos. La verdad es que
los chicos lo buscaban y hacían lo que él les mandaba a
hacer, mediante señas de las más originales.

Con ellos iba frecuentemente al río que cortaba


al ayllu en dos barrios, en cuyas orillas había bastante
arcilla blanca. Narciso tomaba el barro, lo amasaba hasta
darle una plasticidad que solo él sabía calcular y con ella
modelaba animales como vacas, ovejas, llamas, caballos,
burros, en diversas posiciones; personas en acción:
trabajando, caminando, bailando, y un sinnúmero de
objetos de uso en el hogar. Los demás niños aprendían
con él a modelar. Pues Narciso les enseñaba como si fuera
un maestro; cuando lo hacían mal, lo debían rehacer
hasta que resultaran perfectos, como los hacía él.

Narciso modelaba con mucha facilidad y de sus manos


todo salía bien hecho; era pues un artista, así como tenía
grandes dotes de líder para conducir las actividades del
grupo de niños que compartían con él sus juegos diarios,
a pesar de ser mudo...

106
El cocacho mortal

En la sierra, la helada que se presenta en


años de sequía lo agosta todo; a su acción
perecen plantas, bestias y hombres; entre
estos más niños que adultos.

Las heladas llegaron aquel año antes de tiempo. Los


pastizales se convirtieron en terrales; de los arbustos solo
quedaron ramas secas; los riachuelos y las vertientes se
secaron. Como consecuencia, los ganados murieron por
manadas y la gente sufría hambre. Aquello era, pues, un
verdadero año de machamara o año de hambruna.

Benancio Aduviri llegó a su choza de la punta perdida


al atardecer, en su caballo chojchi, escuálido, única bestia
que le quedaba de su tropa de caballos. Había ido al
próximo poblacho a vender algunos arreos: jáquimas
y bozales de cuero que tejió y que de eso vivía. Será la
última vez porque no habrá más cueros que trabajar. Con
el producto compró un poco de víveres: maíz, quinua y
algo de chuño.

107
Su mujer, doña Tiburcia, tenía siete hijos, de algo
más de un año el menor y de quince el mayor. Los
niños permanecieron sin comer algunos días. Estaban
hambrientos. Apenas llegó el marido, apresuradamente
cocinó en la olla más grande mazamorra de harina de
maíz, que el marido molió en la qhona o moledora de
piedra.

Los muchachos apuraron plato tras plato, casi todo lo


cocinado, ellos solos y muy poco quedó para los padres,
que también comieron, pero se quedaron con apetito.

Después que se hubieron dormido los niños, los


esposos Aduviri conversaron sobre lo que les sucedía, la
vida incierta que les esperaba en aquel año de sequía. El
esposo manifestó su deseo de comer algo más y sugirió:

—Tiburcia, ¿por qué no cocinas algo más para


nosotros solos? Las huahuas se han dormido.

—Aunque sería mejor guardar lo traído, pero también


yo tengo hambre todavía. Si quieres cocinaré un poco de
mazamorra de quinua.

—Sería bueno —asintió Aduviri, a media voz, a fin de


no despertar a los niños.

108
Y doña Tiburcia volvió a prender el fuego y empezó
a cocinar.

—Había un poco de sebo, ¿recuerdas? Le pondré para


sazonar la mazamorra, ya que sin grasa resulta insípida
—dijo ella.

—¿Y dónde está el sebo?, ¿sabes? —inquirió el esposo.

—¡Está en el ttojjo! —gritó el más pequeño de los


niños, intentando saltar hacia la ventana para bajar el
sebo. Él también todavía sentía hambre, a pesar de haber
comido varios platos antes. Y como estuvo escuchando la
conversación de sus padres, intervino inesperadamente.

El padre, en un rapto de ira inconsciente, alargó la


mano violentamente y le propinó un cocacho al niño. Y
este se quedó callado.

La esposa terminó de cocinar, sirvió la mazamorra que


comieron silenciosamente y luego se echaron a dormir.

A la mañana siguiente, muy de madrugada, los niños


se despertaron y se levantaron; menos uno.

Cuando los padres intentaron despertarlo, el niño


estaba rígido. El golpe que le propinara el padre le había
quitado la vida...

109
La viruela

La gente de las comunidades andinas


es muy prolífica, pero hay flagelos que
diezman especialmente a los niños. Este
fenómeno controla el crecimiento de la
población.

La viruela entró al pequeño ayllu cordillerano, no se sabe


cómo, ni cuándo. Los primeros en caer con la enfermedad,
que es un verdadero flagelo de la infancia en las comarcas
ubicadas entre las escabrosidades de los Andes, lejos de
los centros poblados, al margen de la civilización, fueron
los hijos de don Pablo Isttaña. Luego los de la familia
Qahuana y después los de Condori, los tres apellidos que
constituían el patronímico predominante de aquel ayllu,
limítrofe de una hacienda, criadero exclusivamente de
llamas y alpacas. La comunidad ardió de viruela sin que
nadie pudiera contener la epidemia.

Los Isttaña, apellido que llevaban más familias,


perdieron veinte niños y cinco personas adultas. Los
Qahuana, trece niños y cuatro adultos; y los Condori,
once chicos y tres personas mayores.

110
Después de algunas semanas, los hombres más viejos
de las pocas familias que quedaron se reunieron un día y
parlamentaron sobre lo que podía hacerse:

Pablo Isttaña fue el primero en hablar.

—Tatas, mamas: los achachilas nos han mandado esta


enfermedad llevándose como tributo la vida de nuestros
hijos y parientes. Quizá estamos viviendo una vida muy
licenciosa. En la última fiesta de Santiago hemos bebido
mucho alcohol y hubo líos; hasta uno de nosotros ha
muerto por las peleas que tuvimos sin más motivo que
estar borracho.

Yo creo que debemos pagar a los achachilas un buen


cayuni. Este debe ser un cuchu o llama de corta edad.

Pedro Qahuana dijo:

—Yo, cuando he estado en el ejército, acantonado en


la ciudad, he visto que los mistis saben defenderse de esta
enfermedad, mediante una medicina que ellos llaman
vacuna, que se pone a los niños y también a los adultos
para que no se enfermen. La vacuna hace enfermar un
poco, pero no mata.

111
—Yo creo que podemos hacer entonces dos cosas.
Primero pagaremos a la tierra, a los achachilas, y luego
iremos a la ciudad a ver si podemos conseguir esas
vacunas que dice Qahuana —terció Condori.

Así acordaron y procedieron. Buscaron en los ayllus


vecinos un buen yatiri o sabio.

El yatiri escogió la capillita casi derruida por el tiempo


que había, como sitio apropiado para ofrecer el cayuni a
los achachilas. Allí se trasladó la peqaña más grande o
piedra moledora de granos que tiene forma de una mesa;
una cantidad de leña y para hacer una fogata; una llata
nueva, especie de lavadora hecha de barro; y un cuchillo
de gran tamaño y afilado que se tiene especialmente para
estos casos. Desde luego una llamita blanca destinada
para el sacrificio fue llevada por Pablo Isttaña.

El día sábado por la noche se congregaron en la capilla


las personas principales del ayllu, llevando algunas
botellas de alcohol y bastante coca.

Cuando el yatiri llegó, todos lo saludaron con gran


respeto. Y el acto comenzó. Empezó por consultar en las
hojas de coca si la hora era apropiada o no. Tuvieron que
esperar un tiempo prolongado, mientras todos mascaban
sendos acullicos o porciones de coca.

112
Cerca de medianoche, después de una nueva consulta
en las hojas de la coca, procedió el yatiri. Los mayores de
los presentes la sostenían por las cuatro patas. Extrajo
las vísceras y las observó con mística atención, luego
declaró:

—Todos estamos enfermos... pero pasará.

Y el acto del sacrificio se cumplió como en los tiempos


del incario. Los ayudantes terminaron de degollar a la
llamita quitándole el cuero. Luego prendieron la fogata
levantando dos palos sobre ella y asaron la carne del
animal sacrificado. El asado se sirvieron los presentes en
actitud mística.

Finalmente, el yatiri, tras de consultar por última vez


en las hojas de coca, partió apresuradamente, llevándose
las vísceras de la llamita sacrificada para enterrarlas en
la cumbre del picacho o achachila más próximo al ayllu.

Al día siguiente de este acontecimiento, Isttaña


Qahuana y Condori partieron hacia el pueblo, donde las
autoridades ofrecieron gestionar el viaje de un sanitario
o un vacunador.

113
Y los connotados sobrevivientes volvieron henchidos
de esperanza con la noticia a su ayllu; pero el vacunador
y el sanitario llegaron tarde.

La viruela siguió haciendo su agosto, dejando con


vida solo a unas pocas personas.

114
La tos de la costa

Las gentes de las cordilleras cada año


bajan a los valles de la costa en busca de
trabajo. Pero muchos vuelven atacados de
tuberculosis porque no saben preservarse
del mal. Y en su medio, contagian
a su familia y a las gentes del ayllu,
especialmente a los niños.

Paco Huanca volvió del valle de Moquegua, a donde


había ido a trabajar, como lo hacían muchos hombres
del ayllu, atacado de una tos cavernosa, que no le dejaba
tranquilo. Llegó flaco, pálido y sin fuerzas.

Consultaron con el qolliri y este después de observar


el pabellón de una y otra oreja, diagnosticó.

—Es tisis. El maldito mal es muy caprichoso. No pasa


fácilmente. Denle mates de jarilla y vichulla, hierbas
expectorantes, a pasto, que coma mucho qatahui api o
mazamorra con cal y que tome leche de burra —indicó
el curandero.

115
Su mujer siguió la prescripción. Le suministraba
los mates, le preparaba sendas ollas de mazamorra y se
prestó una burra con cría para ordeñar la leche, pero el
enfermo apenas comía, no tenía apetito.

Pasaron algunos meses y el mal persistía, aún más,


empeoraba. Paco tosía día y noche y se quejaba de sentir
frío hasta en horas de sol. Nada pudo hacer el qolliri.
Cuando lo llamaron la última vez, se limitó a decir:

—¿Qué podemos hacer? Esa tos que se pesca en la


costa siempre mata.

Y Paco Huanca, el otro joven robusto y fuerte, una


noche sintió que le faltaba el aire. Salió fuera de su
habitación a la intemperie fría. Y allí cayó muerto.

Las gentes del ayllu se reunieron para enterrarlo,


lo amarraron con una soga del pescuezo para que no
resucitara, lo envolvieron en gruesas mantas y atado a
dos palos se lo llevaron en callapu cuatro hombres. Lo
sepultaron en el cerro, junto a sus antepasados.

La esposa y sus cuatro hijos se quedaron desamparados.


Volvieron a su casa y allí lloraron su orfandad.

116
—Paquito, ahora, como el más grandecito, tú vas a ser
el padre de la casa. Vamos a trabajar duro las chacritas
para tener cosechas y vivir de algún modo —le dijo la
madre al hijo mayor que apenas tenía seis años de edad.

Y el niño comprendiendo lo que decía su madre


respondió:

—Sí, mamá.

Pero Paquito también empezó a toser pronto,


corriendo la misma suerte del padre. Luego murió el
segundo hijo. Con la misma tos también cayó el tercero,
lo mismo que el cuarto hijo, que tenía un año y meses.

La madre enterró a sus hijos, con la ayuda de las gentes


del ayllu, junto a la tumba del padre. Y ella quedó sola.
Pero también empezó a toser, y cayó igual que su esposo
y sus hijos.

117
La loca

Generalmente se cree que los indígenas


son seres sin delicados sentimientos;
por eso los mestizos, aun pretendiendo
hacerles bienes, solo llegan a conculcar su
naturaleza humana.

—Que el khipo Mariano Qahuana escoja la mejor mula y


que se aliste para ir a la ciudad —ordenó el dueño de la
hacienda, llevando la correspondencia.

Y al día siguiente, muy temprano, antes que saliera


el sol, partió el postillón, Mariano Qahuana, rumbo a la
ciudad.

Pasó el río cargado de aguas de nevada, sin peligro


alguno porque la bestia era buena. Y al mediodía llegó
a la ciudad, entregó la correspondencia, hizo algunas
compras que la esposa del hacendado le encargó y volvió
a partir de retorno.

Pero cuando llegó al río que en la mañana pasó sin


peligro, encontró que este estaba mucho más cargado. Y

118
como no podía quedarse plantado, decidió pasar, confiado
en la fortaleza del animal que montaba. Entró lentamente
y en un momento dado, como si la mula perdiera piso,
se hundió completamente. Las aguas habían horadado el
lecho del río, y Qahuana no pudo contenerse, sintió que
todo daba vueltas en torno suyo y fue tumbado por la
corriente. Estaba solo, no había nadie que lo auxiliara,
y ambos, jinete y mula, fueron irremediablemente
arrastrados. Unos metros más abajo del camino, la mula
logró salir, pero Qahuana desapareció.

Al anochecer llegó la mula sola al caserío y por su


apariencia se dieron cuenta que el río lo habría llevado
a Qahuana. En efecto, al día siguiente, encontraron, a un
kilómetro de distancia, el cadáver del khipo.

Qahuana era un hombre joven, robusto, pero no sabía


nadar; tuvo que perecer. No hacía mucho que se había
casado, sin embargo, ya tenía tres hijos de seis, cuatro y
dos años de edad.

La esposa del hacendado se interesó por la suerte de


los huérfanos y después de discutir largamente con su
marido, acordaron recoger a los niños para resolver el
problema de su orfandad, a su manera.

119
Una mañana otro khipo se encargó de recoger a los
niños y, sin dar mayor explicación que cumplía una
orden del patrón, se los llevó. Los niños partieron como
animalitos domesticados, dos a pie, detrás del khipo, y
uno en la grupa del caballo.

La madre se quedó atónita, enmudecida, sin entender


lo que pasaba, como si su corazón y sus ojos se hubieran
convertido súbitamente en piedra. Apenas se limitó a
repetir casi inconscientemente: «Orden del patrón...».
Arrojó el pijcho de coca, como si de ese modo quisiera
arrancarse la vida, y se quedó inmóvil, sin protestar,
mirando a sus hijos hasta perderlos de vista.

Días más tarde, cuando las aguas del río bajaron de


nivel, el mismo afincado se los llevó a los yoqallitos a la
ciudad. Y los entregó a tres familias amigas para que se
los criaran como servidumbre.

Así empezó para aquellos niños una vida cruel de


esclavitud; mientras tanto, una mujer, prematuramente
envejecida y cubierta de harapos, deambulaba por los
caminos y los pueblos, pretendiendo apoderarse de
cuanto niño encontraba a su paso...

120
La soga

Los indígenas campesinos roban o mienten


solo al mestizo y al blanco; no entre ellos.
Y eso tiene una explicación histórica.

Silvico tenía apenas seis años; sin embargo, ya era capaz


de hacer cosas de niños mayores que él no podía hacer
entre los mestizos. Aquel día su mamá le mandó llevar a
su hermana su qoqahui, fiambre o almuerzo frío.

A la vuelta, atravesando por el camino, entre chacrales


y pastizales, de repente encontró una soga con que se
atan las cargas a las llamas o a los burros, tirada en el
suelo. La levantó y se la llevó consigo.

Cuando llegó a la casa, avisó muy contento a su madre


que había hallado una soga en el camino.

Pero la madre, en vez de recibir la noticia con agrado,


se enfadó y le notificó.

—Qué hallado, ni qué hallado. Seguro que alguno de


nuestros vecinos se ha hecho caer. Debemos devolverla
de inmediato.

121
—¡Pero si estaba botada en el suelo, mamita! —dijo
el niño.

—Qué botada ni qué botada. Las cosas ajenas son


ajenas; no debemos apropiarnos. Vamos a recorrer por
donde nuestros vecinos del ayllu.

El ayllu era pequeñísimo, de pocas familias; y en corto


tiempo recorrieron todas las casas, con la sorpresa de
que ninguno reconoció como suya la soga.

—No ves, mamita, la soga estaba botada, no es de


nadie.

—De alguien tiene que ser. A lo mejor será de algún


transeúnte que a estas horas habrá vuelto y estará
buscando su soga. Así que vamos al lugar donde la
encontraste.

Fueron al sitio donde el niño halló la soga. Felizmente


pronto reconoció el sitio. La madre y el hijo miraron a
todos los lados y, aunque no había nada en el paraje, ella
ordenó terminantemente.

—Aquí la dejas y se acabó; la soga no es de nosotros.

122
El niño obedeció a su madre, puso la soga en el sitio,
incluso en la misma forma como la encontró. Y mirando
a su madre, insistió tímidamente.

—La soga no es de nadie, ¿por qué no nos la llevamos,


mamá?

—Porque no es nuestra —respondió la madre,


tajantemente.

Y madre e hijo retornaron a su casa.

Ella, silenciosamente, como si se hubiera deshecho de


un peso que la estaba perturbando, y él pensando para
sus adentros: «¡Cómo es mi madre! ¿Botar una soga
así...?».

123
El «daño»

Todavía existen costumbres opresivas en


los poblachos andinos, algunas amparadas
por leyes locales como el «daño» de ciertos
pueblos, que lesiona al hombre del campo
desde la niñez.

Apenas saltó el sol sobre las montañas del otro lado


del lago, plantando sus aguas e inundando todo con la
diaria claridad de sus rayos, el indio Paco partió hacia
el poblado cercano. Iba a defender el terreno que el
afincado del pueblo quería arrebatarle por el solo hecho
de que se encontraba entre las tierras de este.

En la choza solo quedaron su mujer y su único hijo de


seis años, hilando ella y escarmenando lana el niño, en la
puerta de la cocina.

A poco se sintió la llegada de un tropel de jinetes. Era


un grupo de jóvenes mestizos que estaban recorriendo
de casa en casa los ayllus del distrito para cobrar por el
«daño».

124
El «daño» era un tributo personal que la municipalidad
del distrito había establecido para incrementar sus
exiguos ingresos, ya que el centralismo limeño absorbía
los fondos de los pueblos, dejando estos abandonados a
su propia suerte, sin renta alguna. Pero resultaba oneroso
muy especialmente para la gente campesina, pues
consistía en que todos los habitantes de la jurisdicción
distrital debían pagar a la municipalidad dos soles
anualmente, por el supuesto daño que causaban sus
ganados, los tuvieran o no.

De este modo el concejo municipal del pueblo lograba


alcanzar un ingreso anual considerable que grupos de
habitantes mestizos sacaban en remate.

Irrumpieron en el patio de la casa, dando voces de


orden.

—Del daño, del daño —decían unos.

—Dos soles, dos soles —decían otros.

El niño se acurrucó junto a su madre, temblando de


miedo.

125
—No hay dos soles, señor; mi marido se ha llevado
toda la plata para defender su pleito —explicó la mujer,
suplicante.

—Esas son mentiras.

—Entonces paga con algo.

—Con una oveja, por ejemplo.

Delante de la cabaña, dentro de la quira, redil


construido de chajllas o palos delgados de árbol de qolli,
para abonar la parcela con estiércol de las ovejas, estaba
una pequeña tropa de estos lanares que no pasaban de
diez cabezas.

Uno de los cobradores ingresó al movible redil,


persiguió a las ovejas que se movían pegadas unas a otras
dentro del reducido cerco y pescó una que, para desgracia
del niño, era su chita, la ovejita huérfana que, por alguna
razón que provoca la muerte de la oveja madre, se cría
con leche de vaca y hasta de gente. Hacía dos meses
que su padrino de rutuchi le había obsequiado, todavía
pequeñita, pero ahora estaba grande, hecha una oveja
adulta.

126
La chita era como su hermana, ya que no tenía
hermanos. Con ella había lactado de los mismos pezones
de su tía, que con la leche de sus senos le ayudó a criar a
la chita. La quería entrañablemente.

El cobrador sacó a la chita y con una navaja la degolló.


El niño inesperadamente trocó su miedo en valentía y
cogiendo la huichuña, instrumento de hueso puntiagudo
y afilado con que se teje y que estaba a su alcance, atacó al
hombre que sostenía entre las manos a su querida chita,
sangrando a borbotones.

Pero sus impulsos eran tan débiles que de un empujón


fue arrojado al suelo. Se levantó el niño y volvió a atacar.
Otros lo cogieron y su ira fue tan violenta que dos
personas tuvieron que contenerlo, mientras degollaban a
su querida chita, extrayéndole las vísceras.

El niño se retorcía entre las manos de los mestizos,


tenía la cara enrojecida de la emoción amarga que sufría,
los ojos brillantes de ira y los labios secos.

Acto seguido, partieron los cobradores del «daño»


llevándose a la chita, chorreando abundante sangre por
el pescuezo sobre la grupa de uno de los caballos. Y se
alejaron levantando polvareda con los cascos.

127
El niño quedó mirando en silencio, lleno de rabia con
los labios apretados la pérdida. Un sentimiento de odio
brotó desde lo más hondo de su ancestro, sufrido durante
siglos de esclavismo, y concibió la idea de vengarse algún
día... en un levantamiento.

128
La qantuta

El espíritu animista de los niños se nutre


con leyendas y fábulas, cuyo mensaje les
transfiere valores morales y les enseña a
vivir.

—Ananay —dijo la abuela expresando de este modo su


cansancio. Venía de lejos a ver a su nieta y la encontró
a la pequeña imilla junto a la qantuta contemplando las
flores absorta y le interrogó—: ¿Qué haces, hija mía?

—Estoy mirando las lindas flores de la qantuta,


abuelita.

—Son muy bonitas, ¿no?

—Sí, abuelita. Mira, son de tres colores. Abajo tiene


hojitas verdes, es amarillo al comienzo y al final se abre
en pétalos rojos.

—Ese color rojo significa sangre; la sangre de una


niña como tú que murió hace tiempo.

—A ver, abuelita. ¿Cómo fue eso? Cuéntame.

129
—A mí también me contaba mi abuela. Decía que una
chica bonita como tú, hija de nuestros antepasados, fue
raptada por el zorro, convertido en un huayna, guapo y
fuerte, que se la llevó a su guarida. Los padres se quejaron
al cóndor. Y este voló a rescatarla. Pero llegó tarde porque
el zorro ya la había devorado. El cóndor logró arrebatar al
zorro los restos del cuerpo aún sangrante de la pequeña.
La llevó a su casa en rápido vuelo y se posó en un árbol
como este, sobre cuyas ramas salpicó la sangre de la niña,
transformándose en lindas flores. Por eso estos árboles
tienen bellas flores rojas como las que estás mirando.

—¿Y el zorro no fue castigado, abuelita?

—Sí. Fue castigado por el cóndor. Este representa


la justicia, como el zorro personifica a la maldad y el
engaño.

—Y ¿cómo lo castigó, abuelita?

—Pues, dijo a todos los animales que no tuvieran


ninguna relación con el zorro, que lo aislaran y que lo
repudiaran. Por eso el zorro no es amigo de los demás
animales. Y se hace cada vez más odioso porque es
mentiroso, farsante y malvado.

130
—¿Por eso bajará del cerro a comerse las ovejas,
abuela?

—Así es, siempre está al acecho de los animales débiles.


Tú debes cuidarte. Nunca andes por los cerros sola. El
zorro se convierte, como hemos dicho, en hombre y con
engaños se lleva a su guarida, especialmente, a las niñas
—concluyó la abuela.

131
El achachila

Los padres trasmiten a sus hijos normas


de civismo desde la niñez, con ejemplos
de comportamiento simples, claros y
comprensibles que se observan en la
comunidad.

—¿Por qué cada vez que pasamos por la apacheta para ir a


nuestras chacras, al otro lado del cerro siempre ponemos
una piedra en la chajhua o montón de piedras que hay en
la cumbre? —preguntó Pablito a su padre, que lo llevaba
a la chacra porque ya tenía seis años.

—La apacheta es la encarnación de nuestros abuelos,


por eso se llama achachila. Y cuando pasamos cerca de él
o por sobre él, debemos rendirle tributo colocando una
piedra para que su memoria crezca con las piedras que
pongan sus descendientes por toda la vida. La piedra es
como parte de nuestro cuerpo, ya que nosotros somos
hombres de piedra. De la piedra fuimos hechos.

—¿Y quién nos hizo, padre?

132
—Nos hizo nuestro dios que es el sol. Cuentan
que mezcló el siguayro, el llampu y la qoa; las grasas
procedentes de minerales, animales y plantas, las amasó
y las calentó con fuego, hasta que las grasas despidieron
blancas y densas espirales de humo que se esfumaron. El
humo se convirtió en piedra al enfriarse, y tomó la forma
del hombre. El sol le besó con sus rayos y le dio vida. Ese
fue el primer hombre. Nosotros somos sus descendientes.

—¡Qué extraordinario, padre!

—Sí, extraordinario. Por eso a nuestros primeros


padres les debemos respetar y lo demostramos
poniéndoles una piedra al pasar por cada apacheta.
Pero debemos hacer algo más, el respeto debe cumplirse
con toda persona mayor de nosotros. Por ejemplo, tú
me respetas y me obedeces, yo respeto y obedezco a mi
padre, mi padre a mi abuelo, mi abuelo a mi bisabuelo,
así sucesivamente, hasta llegar a la raíz de nuestra estirpe
que está personificada con los achachilas. Esta es la
razón por que en el ayllu son más respetados y hacen
de autoridad las personas mayores como el jilaqata, el
alcalde de campo o los que pasan cargo en las fiestas
—terminó el padre.

Pablito comprendió que sus antepasados siguen


viviendo convertidos en picachos, ya que en efecto

133
parecen dioses momificados en actitud hierática,
eterna. Y también comprendió que la mayoría de edad
es condición de autoridad a quien hay que respetar y
obedecer. Así lo hará él, así lo hacen todos, hombres y
mujeres en la comunidad y así lo hicieron siempre desde
tiempos inmemoriales.

¿Será posible cambiar esta forma imponderable de


llegar a ser autoridad? Tal vez. Pero no de un momento
a otro...

134
Mara anata

Dentro de la estructura social andina,


los niños, a los seis años, adquieren una
nueva posición en la familia; se convierten
en productores activos de la economía del
hogar.

La mañana llegó límpida y clara. Los rayos del sol


parecían estallar sobre las cumbres de los próximos
cerros deshaciéndose en raudales de luz. El pucupucu,
pájaro que como el gallo canta las horas, anunció su salida
con sus bullangueros pucús-pucús. Lindos allqamaris, o
gallinazos serranos de pecho blanco, revoloteaban sobre
el ayllu. Y la pampa amplia, tendida como un inmenso
gobelino, exornado de papales, quinuales, trigales,
habales y cebadales, floridos, parecía estar más alegre
aquel día lunes de mara anata o de carnaval.

Malica y Quilquito, niños mellizos, y sus padres


apuraron el yantar mañanero consistente en espesas
mazamorras de quinua y se alistaron para salir al campo.

135
Petita, la madre, vestía a Malica con sus primeras
polleras de mujer, hechas de bayeta roja y verde y su jubón
negro orillado con grecas de colores. Y don Mariano
hacía lo mismo con su hijo, poniéndole los primeros
pantalones y su chamarra de jerga negra. Hasta entonces,
ambos niños habían vestido solo con faldellines y camisa.

Los mellizos lucían hermosos. Sus padres los


contemplaron alborozados. Apenas llegaron algunos
huaynas e imillas, jóvenes hombres y mujeres, parientes y
amigos, los ungieron en presencia de ellos con las prendas
que simbolizan el segundo nacimiento de los niños y su
ingreso a la vida productiva de la economía del hogar en
los quehaceres del pastoreo y el trabajo de las chacras. A
la imilla le pusieron su chullu largo de bordes plisados y
moteados de colores, el chullu símbolo de la virginidad,
amarrado en el pescuezo y sobre las espaldas la incuña
de colores en la que llevará su qoqahui o almuerzo
cotidiano de los que trabajan en el campo. Y al yoqalla
le pusieron su chullu con orejeras para protegerse del
frío y le colgaron sobre el hombro derecho la huayaqa
o talego en el que a su vez llevará su fiambre. Y a ambos
les entregaron bonitas hondas, tejidas con hilos de lana
de llama, instrumentos con los que arrearán los ganados
cuando pasten.

136
Terminada esta tarea, Petita vació en una gran incuña
el abundante fiambre que había preparado de chuño y
papas con vértebras de lomo de cordero y se lo cargó en
su lliclla de colores.

Luego partieron hacia el campo, al son de chaqallos,


instrumentos de caña más largos que la quena y
tambores, en los que los huaynas tocaban alegres huaynos
carnavaleros.

En el campo caminaron de chacra en chacra,


derramando flores de sallihua y qela que recogieron desde
días antes en los cerros y bailando entusiastas. De este
modo celebraron los carnavales y el segundo nacimiento
de Malica y Quilquito, que por haber cumplido los seis
años se recibían de mujer y de hombre, respectivamente,
para convertirse en dueños de lo que les correspondía,
por concepto de la chijma, la chheqa y el rutuchi. Y desde
ese día los harán producir en ayni o trabajo colectivo con
sus padres.

137
Voces nativas

1. Ama sua. No robes (quechua)


2. Ama llulla. No mientas (quechua)
3. Ama qella. No seas perezoso (quechua)
4. Ayllu. Organización de pueblo indígena.
5. Ayni. Trabajo colectivo.
6. Apu. Tótem. Cumbre que personifica al dios tutelar.
7. Achacnilla. Abuelo.
8. Anchancho. Espíritu del mal que vive dentro de la
tierra.
9. Anu-chapi. Espina de perro. Hierba.
10. Asu huahua. Criatura recién nacida.
11. Acullico. Conca en masticación.
12. Bichulla. Hierba medicinal.
13. Casarasiri. El que se casa.
14. Cahuiri. El que baila.
15. Cacharpari. Despedida de fiesta.
16. Catjata. Agarrado.
17. Cuchu. Llama joven.
18. Cayuni. Animal presente para pagar a la madre tierra.

138
19. Chajchar. Masticar coca (quechua).
20. Chhega. Ala.
21. Chilligua. Paja.
22. Chiti imilla. Niña enana.
23. Chijma. Cabecera.
24. Chijchipa. Hierba que sirve de condimento.
25. Chojjchi. Caballo farruto.
26. Chullu. Gorro.
27. Chujlla. Cabaña.
28. Chua. Plato.
29. Chuspa. Talego.
30. Chupiqhatu. Venta de chupe.
31. Chuco. Manta con que se cubre la mujer.
32. Chujchu. Terciana.
33. Chupendera. La vendedora de chupe.
34. Chupe. Comida típica indígena.
35. Chuño phuti. Chuño sancochado.
36. Hualaycho. Joven bohemio.
37. Huayna. Joven.
38. Huahua. Criatura.
39. Huaycha. Hierba que se usa como condimento.
40. Huatacay. Hierba que se usa como condimento.

139
41. Huahuita. Criaturita.
42. Huayaqa. Talego para llevar el fiambre al campo.
43. Imilla. Niña.
44. Isttalla. Pequeña servilleta para llevar coca.
45. Incuña. Servilleta.
46. Jacha uta. Cuarto grande.
47. Jalagata. Caído.
48. Jarilla. Hierba medicinal para la tos.
49. Jilaqata. Autoridad mayor.
50. Kintu. Hojas de coca para pagar a la ticrra.
51. Khipu. Hombre que hace papel de postillón.
52. Lari. Consuegra.
53. Linlicha. Joven graciosa.
54. Llamppu. Sebo de llama.
55. Llijlla. Manta para cargar (quechua).
56. Llujta. Preparado de ceniza de tallo de quinua para
mascar con coca.
57. Machamara. Año de malas cosechas.
58. Mechachua. Candelero.
59. Misti. Mestizo.
60. Pachamama. Madre Tierra.
61. Paqo. Adivino.

140
62. Patati. Poyo para dormir.
63. Pa qala. Dos piedras.
64. Peqaña. Moledora de piedra.
65. Ppia. Agujero.
66. Phistuna. Faldellín de mujer (quechua).
67. Pinco-pinco. Hierba para males del aparato urinario.
68. Pijcho. Coca masticada (quechua).
69. Phiscunta. Sobar.
70. Pongo. Servicio doméstico de las fincas.
71. Puquial. De puquio o pozo, castellanizado.
72. Phullu. Manta para cubrir la espalda de la mujer.
73. Qamaña. Cerco semicircular donde se ubican los
pastores.
74. Qantuta. Árbol con bellas flores rojas en campanilla.
75. Qatati. Arrastrar.
76. Qaito. Hilo de lana.
77. Qara-qara. Cuero pelado.
78. Qara-uma. Cabeza pelada (quechua).
79. Qariche. Niño engreído.
80. Qatahui api. Mazamorra de quinua.
81. Qenqo. Lugar a donde se supone salieron Manco
Cápac y Mama Ocllo.

141
82. Qepi. Atado.
83. Quirquincho. Charango con caja de armadillo.
84. Qolli. Árbol típico de los Andes.
85. Qoa. Planta recinosa.
86. Qolti. Cabellos apelmazados.
87. Qollpa. Salitre.
88. Qolliri. Curandero.
89. Qota Pampa. Pampa del Lago.
90. Qhona. Moledora de piedra de dos piezas.
91. Sallihua. Hierba con flores amarillas.
92. Sajra. Diablo.
93. Sirvinacuy. Prueba prematrimonial (quechua).
94. Sisquito. Francisquito.
95. Sutuma. Hierba medicinal para las vías urinarias.
96. Tahuaqo. Mujer joven.
97. Tata. Padre.
98. Thalanta. Sacudir.
99. Templa. Copita de pisco.
100. Ttojjo. Ventana.
101. Ttola. Hierba leñosa y resinosa.
102. Tunuhuaya. Lugar.
103. Tunuhuiri. Lugar.

142
104. Yatiri. Sabio.
105. Yagallito. Niñito.
106. Yoqalla. Niño.

143
Índice

Presentación 04

Prólogo09

Idilio pastoril 17

El ensayo de la Cullahua 21

Después de la puesta del sol 26

Tomasa está «chicho» 31

Sirvinacuy34

El fruto de sirvinacuy 38

Chiti-imilla43

El hijo de la fiesta 48

El parto de la Antuca 53

Un solo cuero para dormir 58

La chijma 62

El «Anchancho»66
El ala para volar 70

El niño «ojeado» 74

El «rutuchi»77

La máscara 82

La cuna de tierra 86

El niño «catjata» 90

El chupiqhatu93

El corazón volteado 97

El hijo de la cocinera 101

El mudito 105

El cocacho mortal 108

La viruela 111

La tos de la costa 116

La loca 119

La soga 122

El «daño» 125
La qantuta130

El achachila133

Mara anata 136

Voces nativas 139


José Portugal Catacora

En el año 2021 se cumplieron 110 años del nacimiento del maestro y escritor del altiplano
José Portugal Catacora (13/02/1911-21/03/1998). Descendiente de una familia aymara de
larga tradición en el pueblo de Acora, Puno, el autor formó parte de las primeras promociones
de la Escuela Normal de Puno, desplegando, junto con los maestros de su generación, una
notable actividad educativa, cultural e institucional en un período de singular desarrollo de
la educación en Puno, luego de que las movilizaciones campesinas en demanda de educación
obligaron al Estado a instalar escuelas en el campo.

Inició su vida profesional en Ayaviri, Melgar, donde fundó la revista El Educador Andino
(1932) y promovió la organización del Sindicato de Maestros (1933). Posteriormente, enseñó
en el Colegio San Carlos de Puno. Participó en la creación de los Núcleos Rurales Campesinos,
experiencia educativa peruano boliviana establecida en la Conferencia de Huarisata (1945), a
la que asistió como parte de la delegación peruana, y se encargó luego de la capacitación de
maestros de ambos países.

Su labor educativa más importante la desarrolló dirigiendo el Instituto Experimental


de Educación de Puno, hoy IEP 70001 José Portugal Catacora, creado con el auspicio y
orientación del maestro José Antonio Encinas.

A lo largo de su vida profesional, Portugal Catacora publicó 29 libros de educación, literatura


infantil, narración y folklore. Asimismo, editó y dirigió las revistas El Educador Andino
(Ayaviri, 1932-1934), Puno Pedagógico (1943-1945) y Repertorio Pedagógico (Puno, 1947).

Sus primeros libros para y sobre niños lo ubican entre los fundadores de la literatura infantil
en el Perú, con Niños del Kollao (1937) y otros textos. Recuperó las leyendas y mitos andinos
como medio para hacer una literatura orientada a fortalecer la identidad nacional y regional.

Así, contribuyó al conocimiento del mundo y el niño andino con libros como Puno tierra
de leyenda (1952), El cuento puneño (1955), Danzas y bailes del altiplano (1981), Niños del
altiplano (1976) y El niño indígena (1988).

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