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Historia de la cultura peruana sus adeptos criollos. El jefe realista aparece en traza quijotesca acompaiiado de su edecin Chicolillo, de Aznar, su segundo, de Alaix, de Diego Aliaga, el médico Pezet, el periodista Rico y Ta- gle, entre otros personajes de la politica del momento, espaiioles y patriotas claudicantes, No creemos agotado el estudio sobre el grabado en el Pert virrei- nal, todavia hay camino por andar, proteger y dar a conocer estas expresiones artisticas, documentos importantes para la historia y la cultura de nuestro p: 316 — — Religion y fiesta en el virreinato peruano Luis Millones La conquista del Peri fue una empresa tardia en el contexto de las acciones del imperio espafiol en América. Esto quiere decir que las instituciones europeas llegaron al sur del continente con una expe- riencia sdlida respecto de sus propésitos en estas tierras y de la ma- nera de conseguirlos. La aventura de Cortés en México habia logra- do un acercamiento atin més preciso, adelantandose a lo que Piza- rro encontraria en los Andes: un estado nativo en pleno proceso de expansidn, con instituciones que podemos calificar de imperiales, entre las que destacaba una burocracia eficiente con la capacidad de organizar mano de obra eficaz al servicio del estado, en cual- quier parte de su territorio, o bien convertirla en combatientes, si era necesario. ‘Assu vez la iglesia catélica habia participado y aprendido con la ex- periencia de sus misioneros en Mesoamérica y el Caribe. Las érde- nes religiosas y el clero secular ya tenian demarcados sus Ambitos, y mientras que ¢l debate sobre la condicién humana de los nativos recién conocidos no perdia actualidad, las expediciones que partian de cada uno de los puntos recién descubiertos no se adentraban en nuevos rumbos sin contar por lo menos con un sacerdote. La condicién misional de este viajero singular no escondia sus de- beres inmediatos con los miembros de la hueste que lo acompatia~ ban. Viajaban con él los objetos rituales: sus vestiduras para oficiar la misa y los sacramentos, el altar portatil con las reliquias que lo 317 Historia de la cultura peruana consagraban, la provisién de vino y hostias para la eucaristia y qui- 24 algo de aceite consagrado para los santos dleos. Naturalmente, los azares de la expedicién podrian convertir todo esto en un sim- ple crucifijo y ropas raidas, pero la fe del religioso y la de sus com- pafieros bastarian, en tiltima instancia, para colmar las necesidades minimas de quienes afrontaban el viaje. La presencia del sacerdote aseguraba a los expedicionarios el rito basico que reunia a los cristianos para reafirmar su voluntad y su pertenencia a la tinica coordenada de identidad que unia a los pue- blos de la Espafia de los siglos XVI al XIX. La santa misa, que po- dia celebrarse diariamente o espaciarse de acuerdo a las circuns- tancias, era la ceremonia indispensable con que contaban los con- quistadores a lo largo de su aventura, Ademés, cl sacerdote y la ca~ pacidad de perdonar los pecados que le otorgaba la Iglesia daban a la hueste la posibilidad de alcanzar un mejor destino para el al- ma del que habia arrastrado su cuerpo por estas tierras. El propio Pizarro pidid confesién cuando cayé atravesado por las espadas de los almagristas, lo que fue un pobre final para quien se habia pre- parado un suntuoso funeral en Lima, con repercusiones en suTru- jillo natal, con procesiones y limosnas, para que los sacerdotes y los menesterosos congregados orasen para asegurar su destino en el mas alla. Pero el viaje de los expedicionarios estaba lejos de ser una aventu- ra sin fin. Habia que reordenar los hombres y las tierras descubier- tas para seguir el modelo que les proponia la Madre Patria; nos re- ferimos a la construccién de ciudades que repitiesen la modalidad nacida en la Reconquista, es decir, la cuadricula o tablero urbano, cuyos edificios centrales reflejasen los poderes establecidos: | iglesia, el cabildo y la representacién de la Corona. Para Hernan Cortés, el juego de las circunstancias que lo rodearon hizo necesario que la plaza de armas 0 zécalo se ubicase en el centro 318 LUIS MILLONES politico de los mexicas, en el propio Tenochtitlan, estableciendo de alguna manera cierta linea de continuidad entre su gobierno (y el de los virreyes que le sucedieron) y los tlatoanis o lideres indigenas que habian dirigido el imperio de la Triple Alianza. Francisco Pizarro, en cambio, tras una fundacién frustrada en la sierra central del Peri en Jauja, se decidié por mudarse a las anti- podas de Ia capital del Tawantinsuyu y establecerse en el valle del Rimac, en la costa del Pacifico. Su decisién —tal como la de Cor- tés— marcé el destino futuro del virreinato peruano, y sus efectos han sido importantes en el resto de la historia peruana. De alguna forma se hicieron territoriales las diferencias sociales que creaba la wasion europea, ¥ aunque fue evidente que para ordenar la Nue- va Castilla habia que empezar desde el Cuzco (asi lo hizo el virrey Toledo recién desde 1570), la existencia legal de Lima ya marcaba las distancias entre la capital espafiola (visualizada como blanca) frente a la antigua capital indigena. (tampoco lo No estamos hablando de urbes de gran desarrol eran en ese tiempo en Europa), pero el establecimiento de los es- pafioles creaba un conjunto de necesidades que trastornaba la vi- da anterior de la regién. Los recién Ilegados transportaban desde Espafia los modelos mentales que habian recogido en sus experien- cias previas al viaje. Cada nueva ciudad, desde Piura en adelante, ademis de su plaza mayor, los edificios que la componian y las tie- tras adjudicadas a los vecinos, tenia las esperanzas, ilusiones y sue- fios de quienes veian en estas tierras el final de una aventura, y aunque el deseo de “hacer la América” y regresar a Espafia fue om- nipresente en los primeros tiempos, desde la segunda o tercera oleada de migrantes, las oportunidades buscadas tenian su realidad —mala, regular, buena— en las nacientes urbes coloniales. Esto crea en la Iglesia y el estado espafiol la doble necesidad de es- tablecer instancias de gobierno y control para los espafioles y para 319 Historia de la cultura peruana los indigenas, interpretando en términos de necesidades inmedia- tas el mantenimiento de la fe de los creyentes y la evangelizacién de los infieles. Ninguna de las dos era tarea facil. De una parte, las distancias entre la metrépoli y América daba opciones de compor- tamiento personal y social impensables en otras circunstancias. Asi por ejemplo, la larga guerra entre los encomenderos y los represen- tantes de la Corona no oculté los deseos de mas de uno de ellos (Gonzalo Pizarro fue el caso més patente) de constituir en Améri- ca un feudo independiente. Pero sin llegar a esos extremos de con- flictos politicos, la conducta personal de los espafioles en América result6 casi inmanejable, especialmente en los centros mineros (la lucha de las facciones espafiolas en Potosi es el ejemplo clasico) 0 en los pueblos de gran concentracién indigena. La existencia de una enorme poblacién sometida, con patrones de conducta orga- nizados para aceptar las disposiciones de una autoridad constitui- da, alenté la quiebra de los valores cristianos pregonados en los Pilpitos de las iglesias. Los europeos (y sus descendientes) ¢ inclu- so sus esclavos negros encontraron en los indigenas la posibilidad de ejercer sobre ellos formas de abuso impune, impensables en te- rritorio espafiol, que fueron documentados por la Iglesia y por ob- servadores indigenas y europeos. Llevados a la ciudad espafiola 0 ubicados en terrenos adjudicados 0 apropiados por los nuevos amos (o sus inmediatos servidores), los hombres y —sobre todo— las mujeres y los nifios se convirtieron en la materia posible para satisfacer sus necesidades y perversiones. Recién con Francisco de Toledo, pacificado el pais Iuego de las “guerras civiles”, se produce el ingreso de la Santa Inquisicién, cuyo objetivo sera cuidar las desviaciones de la fe en las poblacio- nes blancas, negras o mestizas. Bajo tal propésito se comprendian las alteraciones a la moral cristiana que deberia regir los actos de los fieles, lo que pudo haber marcado un cierto limite al descon- trol de los centros urbanos. Pero, de manera mis explicita que en 320 LUIS MILLONES el caso mexicano, el Santo Oficio del Peri dirigié su esfuerzo a las ciudades fundadas por los europeos, y se mantuvo al margen de las poblaciones indigenas. Otro tipo de instituciones religiosas, doctrineros y visitadores se harian cargo de los recién convertidos. Desde un principio hubo preocupacién oficial por la evangeliza- cién de los indigenas americanos. Hay que recordar que los dere- chos sobre el Nuevo Continente nacian de una bula papal, que asi como establecia la legalidad de la posesién a portugueses y espaiio- les, les exigia la conversin de sus nuevos vasallos y hacia respon- sables de esto a ambas monarquias. Y aunque el imperio espafiol fue siempre celoso de la autonomia de su clero, no podia dejar de mostrar su empefio en el cumplimiento de sus compromisos inter- nacionales y en la fe que alimentaba su ideologia. El propio Carlos V, al recibir las quejas de Bartolomé de las Casas, reaccioné de ma- nera enérgica, en especial frente a Ia manera descuidada como se estaba bautizando a la poblacién nativa: “diz que en las dichas nuestras Indias se acostumbra baptizar sin que aquel que recibe el agua del baptismo sepa ni entienda lo que recibe de que nuestro sefior es deservido; e visto lo susodicho en el nuestro Consejo Real de las Yndias, por ser como es cosa theologal, ha parecido que con- viene que sea visto y examinado por personas thedlogas” (Borobio, Aznar y Garcia 1988: 57). El texto anterior es una carta (31 de marzo de 1541) del rey a Francisco de Vitoria, catedratico de la Universidad de Salamanca y consultor de su majestad. La resolucién de los teélogos salmantinos que opinaron junto con Vitoria tuvo vasta influencia en el clero de América. Tanto el primer arzobispo de Lima, Jerénimo de Loayza, como el Primer Concilio Limense de 1552, reclamaron la preparacién de los neéfitos antes de su ingreso a la fe catélica. El propio arzobispo, siete afios antes del Concilio Limense, habia reaccionado frente a la practica comin de los doctrineros descuidados “por cuanto... el sacramento del 321 Historia de la cultura peruana bautismo es puerta y entrada en todos los demas sacramentos y de la Iglesia Catélica, y somos informados que algunos inconsiderada- mente bautizan [a los] que tienen ya uso de raz6n sin examinar pri- mero si vienen al bautismo de su voluntad o por temor o hacer pla- cer a sus amos, y hay otros que no tienen uso de razén o son nifios (los bautizan] sin saber primero si los padres huelgan de ello, de lo cual viene que después en menosprecio del sacramento del bautis- mo y de nuestra santa fe se vuelven a sus ritos y ceremonias” (Bo- robio, Aznar y Garcia 1988: 79) Los remedios que propone el prelado son dificiles de aplicar “...que ninguno bautice nifios o muchachos que no hayan Ilegado al uso de raz6n sin voluntad de sus padres... si fuese de edad de ocho afios 0 desde arriba, mandamos que no le bapticen sin que primero sepa signarse y santiguarse y el credo y pater noster y ave maria y los mandamientos...” (Borobio, Aznar y Garcia 1988: 79 y ss.). ¢Cuan- to de esto era posible a diez 0 veinte afios de la conquista? Proba- blemente muy poco. El mimero de evangelizadores era insuficiente, el territorio inmenso y las poblaciones indigenas se esparcian a lo largo de él. Todavia hoy, en el afio 2000, en el pueblo de Tuicume, a menos de una hora de Chiclayo (una de las mas importantes ciuda~ des del Perit), un solo sacerdote debe lidiar con 18 000 feligreses, seis mil en el nticleo urbano del pueblo y doce mil dispersos en ca- serios. Su eficacia, a despecho del esfuerzo y buena voluntad, es mi- nima, Quinientos afios atrés la tarea debié ser titanica, y las protes- tas del Concilio y las recomendaciones del arzobispo, antes que anunciar logros, estén documentando fracasos, Otros sacramentos como la confirmacién simplemente no se exi- gicron, ni a inicios ni a fines del periodo colonial. En cambio, la confesién tuvo el mismo nivel de obligatoriedad que el bautismo, dado que ambos se consideraban el camino a la salvacién de las al- mas, De la misma forma, se procuré que el matrimonio legalizase 322 la unién de los indigenas cristianos, evitando de esta manera la poligamia que en épocas precolombinas estaba permitida a los curacas, y que ademés constituia en si un pecado mortal del que no bastaba arrepentirse; habia que renunciar a todas las mujeres, menos a la que el doctrinero considerarse legitima. La extremauncién, aunque no era un sacramento necesario para la salvacién, gané importancia, porque muy pronto el clero compren- dié que las enfermedades y los momentos finales del indigena eran las ocasiones propicias para que su familia convocase a los maestros curanderos. Eran éstos la versién colonial de los /aigas 0 ydchaq pre- colombinos, que tenian una actividad ritual clandestina, que man- tenia determinados aspectos de un elaborado ritual, en el que se evi taba sepultar a los deudos en terrenos de la iglesia, en fosas donde —a decir de los indigenas— el cuerpo quedaba “apretado”. Como se dijo, la sociedad andina preferia la conservacién momificada de los cuerpos o los entierros secundarios (es decir el rescate, luego de un tiempo, de las partes éseas para ser colocadas en lugares de re- verencia). Esto explica el conflicto de los conversos o de los cristia- nos de las primeras generaciones ante la muerte de un pariente; la situacién ofrecia el espacio para que se recreasen las costumbres an- cestrales. Ese era el momento en que el sacerdote catélico deberia intervenir; ademas de la imposicién del aceite consagrado, su pre- sencia ahuyentaba al personaje “enviado por el demonio” y podia favorecer al moribundo con una salvadora confesién final. El caso del sacramento de la eucaristia era considerado de mane- ra diferente, ya que acceder a éI implica para el creyente recibir el cuerp6 de Cristo. Los indigenas, en el criterio mas aceptado, no estaban en idoneidad o capacidad de hacerlo, por tanto les fue muy restringido. Se temia, ademis, el uso indebido de la hostia (que podia ser guardada en la boca, en lugar de tragarla), pensan- do en situaciones ocurridas en el Viejo Continente, sobre todo en 323, Historia de la cultura peruana s practicas de brujeria, perseguidas con safia desde el afio 1400 en adelante. Sin embargo, no todas las érdenes religiosas pensaron asi: los jesuitas, en la pluma del R. P. Acosta, defendieron el dere cho de los nuevos cristianos de participar en la comunién: “con qué razén podra nadie pensar, si no delira, que un manjar tan pre- cioso y saludable haya sido instituido por el Salvador y recomen- dado a los fieles, y que sin embargo pueden ellos pasarse la vida sin levarlo una vez a la boca?” (Acosta 1954: capitulo 6). El reclamo siguié sin ser atendido. A fines del siglo XVIII, el obispo de Truji- lo, Baltazar Jaime Martinez Compaiién, hizo que sus acuarelistas retratasen la escena de los momentos finales de la vida de un cam- pesino. Alli se aprecia la ansiosa presencia del sacerdote para res- catar su alma, pero ni la inmediatez de la muerte lo decidié a que levase consigo la hostia consagrada, a pesar de que los indigenas se muestran muy aculturados, vistiendo ya ropas (0 harapos) occi- dentales. Lo més probable es que la eucaristia se reservase para si- tuaciones en que se guardaba el debido respeto a la forma consa~ grada, dado que al salir del altar y ser transportada, incluso por la ciudad, corria el riesgo de sufrir accidentes o ser profanada, por descuido o malicia. Hay que tener en cuenta que en una sociedad tan estratificada, el ofrecimiento del sacramento, por todas sus connotaciones religiosas, quedase reservado a un sector privilegia- do de la poblacién, del que no participaba el pobre indio, pintado por los servidores de don Baltazar Jaime (1985: II, fol. 200) Lo dicho nos deja con el bautismo, la confesién y el matrimonio como los sacramentos obligatorios para la “nacién” indigena, pa- ra usar el concepto legal que normaba las relaciones en el virrei- nato. No es casual que los archivos parroquiales de bautismo y de matrimonio hayan hecho posible la tributacién a la que estaban obligados como vasallos del rey. Su documentacién era el regis- tro censal necesario, dificil de evitar, dado que no figurar en él colocaria al indigena fuera de su comunidad, cuya identidad y 324 | mes Fre? Imagen del dios mochica conocido como “EI Degollador”, Huaca de la Luna. Valle de Moch Peri. Fotografia: Mario Millones Danza de los doce pares de Francia. Visita de Baltazar Jaime Martinez Compaiion, Obispado de Trujillo, Perd. Fotografia: Marco Millones. LUIS MILLONES participacion se confirmaban en la asistencia al calendario cere- monial elaborado por la iglesia, que tenia su base inmediata en la misa semanal, el rosario y la atencién a la doctrina, donde se le instruia en los principios del catecismo cristiano. Acaso si menos cuantificable, el sacramento de la confesién resul- taba el arma mis eficaz para seguir de cerca la adhesién o rechazo de la convivencia con la cultura importada. Cualquier lectura a los confesionarios elaborados en los siglos XVI y XVII nos informa so- bre el detalle con que se examinaba la conducta de los indigens La minuciosidad con que se auscultaba, por ejemplo, la vida sexual del aterrado neéfito 0 neéfita resulta hoy dia poco menos que abe- rrante. Preguntas sobre si se habia consumado el acto dejando caer el semen dentro o fuera de la vagina denotan no sélo una precision sospechosa que luego resultaba en variaciones de la penitencia a ser aplicada. Existiera o no la malicia en la aplicacién de los con- fesionarios, sus textos nos permiten comprender las reacciones de los indigenas para evitar esta confrontacién. En muchos casos, se descubrié que habiendo anotado los pecados en quipus (sistema de contabilidad, transmisién y conservacién de informacién en cordones y nudos de colores), los confesantes se pasaban el mano- jo de quipus de uno a otro, para repetir a sabiendas lo que debe- rian decir y anticipar la penitencia, sin riesgo de sorpresas. No siempre sucedia asi: en abierta subversién se ha documentado que intervenia el ydichag (en quechua ‘el que sabe’) para realizar lo que se llamé confesién indigena, un ritual de purificacién, para lim- piarse del contacto con los blancos, ceremonia que habia surgido como rechazo ante la presencia del sacramento. Desde la perspectiva del confesor la situacién no fue siempre facil. Hubo gran cantidad de denuncias que ponian en evidencia aque- llos que aprovechando la soledad del confesionario abusaron de su condicién sacerdotal para manosear 0 tener acceso carnal con 325 ee ee perenne i baernate pot, Geb i Rie” Historia de la cultura peruana quienes acudian a redimir sus pecados. La justicia eclesiastica acuiié el término de “solicitantes” para quienes cometian tales ex- cesos. Sin considerar los errores humanos, hay que decir que nin- giin otro sacramento ponia en evidencia el abismo entre ambas re- ligiones como este ultimo. En primer lugar obligaba al neéfito a reconocer en él su capacidad pecadora, incluso a niveles de su pensamiento, lo que resultaba casi imposible de entender desde la perspectiva de la ideologia andina, salvo que él mismo se asumie- ra como parte de una falta inexplicable pero real —ya que por ella lo estaban castigando— derivada de la presencia de los europeos y sus descendientes. Ademés, el sacramento obligaba al indigena a confrontarse con un espacio aterrador que, de acuerdo a los cris tianos, seguia a la muerte: el juicio final. Aqui se producia la rup- tura més violenta, su salvacién o su muerte eterna en los fuegos del infierno debia ser personal e intransferible. Sélo ella o él se condenaban o alcanzaban los cielos; otros juicios aguardaban a su madre, a su padre, a su esposo, a su mujer y a sus hijos. Salvo una muy fortuita casualidad, ese pavoroso tribunal iba a separar a las familias andinas para siempre. No es necesario seguir la lista de los sacramentos y pensar en el orden sacerdotal como factor dentro del proceso de la cristia cién andina. Como se sabe, hubo fuertes restricciones para el in- greso de los indigenas a la carrera eclesidstica. Los conversos y los cristianos de las generaciones siguientes fueron, sin embargo, avi damente captados para formar las instituciones que servian a la Iglesia en cada parroquia, de las que las cofradias eran la mas im- portante forma de agremiacién, encargada de cuidar el templo y vigilar y acrecentar sus bienes. a En realidad las cofradias tenian una vieja historia en Europa. En. Espafia pueden descubrirse las formas que luego se americaniza- ron desde el siglo XII. Son distinguibles hasta tres tipos de estas 326 LUIS MILLONES asociaciones: 1) aquellas que nacen en torno a la veneracién de la imagen de un santo, santa, cristo o virgen; 2) las que se forman a partir de un gremio artesanal o profesional, generalmente bajo la advocacién de una imagen; y 3) una agremiacién mixta, que com- binaba las ayudas gremiales con la devocién (Celestine y Meyers 1981: 56-57). Las dos ultimas fueron propias de areas mas bien urbanas que tendran importancia en los festivales y procesiones. La primera, de vigencia hasta nuestros dias, es la que se organiz6 en las parroquias de indios. Como puede apreciarse, el asedio a la intimidad indigena que per mitian los sacramentos no bastaba para asegurar su plena aceptacién del dogma catélico. Ademés, dentro de la estrategia de las religiones (también de la incaica) estuvo siempre presente la necesidad del es- pectaculo, es decir, de ofrecer la verdad revelada de unos cuantos a la comunidad entera, de manera tan Ilamativa como fuera posible, para conseguir que la divinidad reciba el homenaje al que suponia tener pleno derecho, Ademis, el transmitir parcial o totalmente el mensaje sagrado hacia de los intermediarios seres privilegiados cuya posicién se legitimaba con el volumen de seguidores. En América, los evangelizadores se preocuparon por reproducir la pompa espafiola. Incluso desde un principio, en los albores de la cristianizaci6n, se utilizaron como medios difusores de la fe pintu- ras de gran tamaiio, sin calidad estética, pero con intencién didac- tica, con escenas alusivas del cielo y del infierno, 0 bien se organi- zaban grupos que entonaban canciones alusivas a la conversién, 0 se representaban versiones dramatizadas de la vida de los santos 0 pasajes del Nuevo Testament, etc., etc. ¥ por supuesto se empled gran profusién de imagenes de santos, cristos y virgenes, que des- filaban en procesiones los dias consagrados por la iglesia o cuando alguna situacién conmovia al pueblo o a la comunidad: peste, inundacién, visita de autoridades, etc. 327 Historia de la cultura peruana ‘Mis allé de las prisas de los primeros momentos, el ceremonial catélico reprodujo en el Pert el calendario y pompa espafiola, en especial el de Sevilla, lo que resulta explicable por ser el punto le- gal autorizado para el contacto con América, La reproduccién de este estilo festivo fue reforzada por disposiciones expresas del ca- bildo limefio. Hay que aclarar, sin embargo, que la divisién formal de la Colonia en “repiiblica de indios” y “repuiblica de espafioles” correspondia de alguna manera a las “ciudades” espaftolas, crio- llas o mestizas y a los “pueblos de indios”. Esto significa que en términos de ceremonial, las ciudades trataban de ajustarse a los usos de la metrépoli, tanto en las festividades religiosas como en las civiles. En los “pueblos de indios”, nacidos de las “reduccio- nes” toledanas, la intencién de esta nueva vida ceremonial era evangelizar a una poblacién a la que en el mejor de los casos se suponia tibiamente cristiana. Si pasamos revista a las festividades sevillanas del siglo anterior a la conquista, descubrimos una notable continuidad con respecto a las imagenes reverenciadas, a los dias de celebracién y el ritmo de sus procesiones y aparato festivo. Si nos circunscribimos al ciclo litiirgi- co tenemos que una bula del Papa Alejandro IV (1254-61) ya regla~ mentaba el uso del palio arzobispal para las celebraciones de “Nati- vidad de Cristo, Circuncisién, Domingo de Ramos, Jueves de la Ce na, Sabado Santo, Epifania, Pascua de Resurreccién y segunda feria, Ascensién, Pentecostés y otras festividades marianas y de santos” (Romero Abao 1991: 65). Tres siglos mis tarde, si bien el nimero de fiestas habia aumentado, incluia todas las anteriores como “de guardar”; el Concilio Provincial de Sevilla de 1512 s6lo habia d do fuera el “Jueves de la Cena y el Sibado Santo... y afiadido dos dias siguientes a la Pascua de Resurreccién y a la de Pentecostés”. Dado que se sobreentiende su celebracién, en ninguna de las dos listas figura la fiesta del Corpus Christi, pero su conmemoracién 328 LUIS MILLONES no podia faltar porque era la mas importante de la cristiandad, y el uso del palio y de cualquier otro elemento de su parafernalia estuvo largamente reglamentado desde 1317, cuando Juan XXII confirmé y puso en observancia general las bulas de Urbano IV y Clemente V. El fausto de esta celebracién era notable y comprometia a las au- toridades civiles, eclesiadsticas, gremios de profesionales y artesanos de la ciudad. Incluso el rey de Espaia, Fernando el Catélico, cuan- do residié en Sevilla en 1511, acudié a la procesién acompafiado por Germana, su segunda esposa (Romero Abao 1991: 98). A par- tir del siglo XVI, las colonias americanas trataron de demostrar su conviccién catélica y su adhesién a la Corona compitiendo en el despliegue de pompa con la metrépoli. Esto tiene dos consecuen- cias en los “pueblos” de indios. En primer lugar, los curacas debe- ran contribuir no s6lo al mantenimiento de la doctrina, sino que hardn posible que a iglesia tenga un edificio adecuado, con la ima- gen del santo patrono y toda la iconografia y adorno necesario pa- ra asegurar el cumplimiento del ritual. Esto no era ficil. Como se sabe, si bien 1a Colonia redujo al minimo la capacidad politica de la nobleza incaica, conservé para si a los curacas, convirtiendo a estos jefes étnicos en funcionarios de base del gobierno espajiol, cuya principal tarea fue la de recaudar el tributo para la Corona y para financiar la labor de la Iglesia. Desde la perspectiva del curaca, el nuevo escenario que le ofrecia el virreinato escindia su vida en dos planos: debja asumir su con- dicién de intermediario entre espafioles e indigenas y, dems, te- nia que legitimar su liderazgo ante los indigenas a su mando. No importaba que hubiese llegado a la posicién siguiendo la tradicién de sus mayores, que habian gobernado sus pueblos desde la época incaica, o que su mando resultase de la invasién espafiola, aprove- chando el desorden de los primeros tiempos para alcanzar el cura- cazgo como advenedizo apoyado por los europeos. Cualquiera que 329 Historia de la cultura peruana fuese el origen de su poder, ahora deberia satisfacer las exigencias de los amos, para quienes se convertia en el traductor cultural de sus demandas. Pero éstas no podian formularse en otros términos que en los ya conocidos por la poblacién indigena, que en épocas remotas habia cumplido con los trabajos comunales de autoabas- tecimiento e intercambio, y que luego de los incas se convirtieron en labor al servicio del Tawantinsuyo. EI segundo gran problema que enfrentaba el curaca era que aun multiplicando el esfuerzo que realizaba su gente, no bastaba para los propésitos de la administracién colonial. Si se cumplia con el tributo y con las demandas de su autoridad inmediata superior, el corregidor de indios, sélo saltaba un primer escollo; a continua- cién el doctrinero de su jurisdiccién exigia, ademas de financiar la labor de la Iglesia, la conversién de los nuevos vasallos, la re~ nuncia a los cultos ancestrales y la participacién obligatoria en los sacramentos y en las festividades catélicas. Para enfrentar estas obligaciones, el curaca colonial tuvo que cons wuir una identidad distinta integrindose de manera cuidadosa al quehacer de las finanzas en el nuevo mundo rural andino, hacien- do de eje para la transformacién del trabajo indigena y de su pro- duccién en tributo, ingresos personales y crédito. Al mismo tiem- PO, tenia que mantener ¢ incrementar el ritual de origen preco- Jombino en su comunidad, con la ayuda del layga o del yéchag, ha- ciendo que los miembros de ella reiteren y afirmen su confianza en los lazos solidarios que sostenian su autoridad, rechazando la in= gerencia en los asuntos de la comunidad de parte de espafioles, mestizos u otros indigenas. No pensamos que se trate de una estrategia consciente, manejada de manera maquiavélica, aunque las denuncias de Guaman Poma (1980: II, 655) sugieren que desde su perspectiva de indigena 330 LUIS MILLONES educado, el curaca resultaba tan explotador como el corregidor 0 el doctrinero. Dadas las condiciones reinantes, el jefe indigena no tenia alternativa, dentro del juego de poder que permitia la poli- tica colonial. Hacia fines del siglo XVIII, cuando se habia cons- tituido una elite de curacas, con suficiente riqueza y una red de relaciones transregionales, es posible que la percepcién de su po- der haya distanciado sus intereses de los de los europeos, tal cual sucedia con otros estamentos sociales, como los criollos. Fue és- te un factor importante en la serie de rebeliones encabezadas por los jefes indigenas, que tuvieron su cumbre en la de José Gabriel Condorcanqui. Nos interesa volver sobre el mundo ceremonial indigena de la Co- lonia. En primer lugar hay que tener en cuenta que el catolicismo espafiol del siglo XVI no conforma un esquema uniforme de creencias, ni en lo concerniente a las distintas regiones de la me- trépoli, ni en lo concerniente a las clases sociales. Al lado de sacer- dotes ilustrados, que fueron los menos, el creciente proceso migra- torio arrastré a América gentes de todos los origenes a raiz. del pro- gresivo deterioro de la economia a lo largo de este siglo y el si- guiente. No es ningiin secreto decir que estaban siendo expulsados por la incapacidad de transformar la hegemonia militar y politica de Carlos V y la voluntad administrativa de Felipe II, en mejores condiciones de vida. Desde el punto de vista de las creencias religiosas, esto quiere decir que junto con el dogma catélico viajaron a las Américas todas las for- mas del folclore peninsular. Desde la conviccién acerca de la existen- cia de los “espiritus familiares” interpretados como angeles por sus seguidores (Caro Baroja 1967: I, 216 y ss.), hasta la fantistica “co- munidad religiosa que a modo de contrapunto con la iglesia cristiana tiene por centro de adoracién al demonio” (Flores 1985: 93). Todo ello sin mencionar las brujas y espiritus de toda indole que poblaban 331 Per ES a ree Historia de la cultura peruana 1 universo imaginario de los europeos de estos siglos. Como era de esperar, este conjunto de creencias se instalé principalmente en las zonas urbanas, y se perpetué a través de las clases pobres que reu- nian, a mas de los espafioles o criollos sin capacidad de ascenso so- cial, a mestizos, esclavos y libertos de origen africano y a indigenas que, habiendo dejado sus comunidades de origen, trataban de in- sertarse en las ciudades espafiolas. Fueron ellos el blanco de la Santa Inquisicién, que no dejaba de pasar revista a los judios 0 ju- daizantes, hasta que la preocupacién por los protestantes y la Ile- gada del liberalismo hizo que cambiara de punteria, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIIL. No eran és0s los temores de los doctrineros: el gran fantasma de su labor era la presencia de los cultos de origen precolombino entre su grey. Dado que el ceremonial catélico tenia que incluir la participa- cién organizada de los indigenas, con alguna reticencia se habian integrado largos segmentos de las danzas, canciones y coreografia indigenas. Hay que agregar aqui dos consideraciones importantes, En primer lugar, las dificultades para predicar se acrecentaban por el problema de las lenguas aborigenes. ¥ aunque desde un principio se traté de que los doctrineros hablasen el idioma de sus ovejas, el cumplimiento de esta disposicién fue vacilante. Y aun si eso pudo darse en algunos centros regionales, el entorno indigena del casi siempre solitario sacerdote se convirtié en el real procesador del dogma a sus congéneres. En segundo lugar, tenemos la veneracién de las imagenes. Hay que recordar que la doctrina catdlica es muy specifica respecto del tratamiento de las estatuas o pinturas de par- te de los fieles, argumentando que se les debe respeto y de ninguna manera se les puede rendir adoracién. El reclamo es algo exagera- do si se piensa en las creencias que se sostenian en la propia Espa~ fia. Asi, Francisco de Pacheco, el suegro de Velasquez, al ensalzar al rol de la pintura como la mayor de las artes, narré un milagro muy significativo: un pintor que trabajaba en la imagen de la virgen en 332 LUIS MILLONES un mural cayé de su andamio y en plena caida al suclo invocé a Ja pintura inconclusa, que sacando una mano de la pared le salv6 la vida, La consideracién sacra de la imagen no necesita mayores comentarios. Conviene considerar aqui que el movimiento protestante en su fu- ror iconoclasta de los primeros tiempos habia destruido represen taciones religiosas en Francia, Suiza, Inglaterra y Alemania, lo que precipité la produccién acelerada de los talleres artisticos espafio- les, que a lo largo del barroco proveyeron a Hispanoamérica. Mas tarde fue la propia produccién americana la que siguié y luego mo- dificé estos modelos europeos. En consecuencia, durante el virrei- nato se va constituyendo una interpretacién del dogma catélico que sufre hasta desvirtuarse en las muchas traducciones culturales que nacen del entorno del doctrinero, muchas veces ausente, que en mas de una oportunidad albergé al propio yéchaq 0 maestro de las ceremonias y ritos de origen precolombino, Por otra parte, des- provisto el indigena de sus imagenes propias, concentré su fe en las cristianas otorgindole valencias sagradas que pertenecian a una nueva fe en proceso de formacién, de la que se deriva la religion popular, vigente en nuestros dias (Millones 1998). No es extrafio, entonces, que sea el Corpus Christi una de las pri- meras festividades donde el clero catélico descubra que el objeto de culto no era el cuerpo de Cristo, sino las viejas deidades de Huarochiri, a principios del siglo XVII (Avila 1966: 258). A lo lar- go de este siglo se instaura, entonces, la persecucién de las “ido- latrias”, como se lamé a lo que se suponia ser una conspiracion del demonio en tierra americana. Un intento del enemigo de re- conquistar los espacios dedicados a su adoracién, hasta la legada del cristianismo. La “extirpacién” duré menos de un siglo y a pesar de que puso en evidencia la presencia del especialista religioso indigena y, en muchos 333 ee a ae eae er oe Historia de la cultura peruana casos, la pobre conviccién catélica de los curacas, no tardé en perder su fuerza inquisitorial. En el fondo, una cerrada bitsqueda y severo castigo de los Ifderes indigenas era perjudicial a la Corona. Si las co- munidades de nativos mantenian su orden y acataban las condiciones de trabajo forzado, se debia a la mediacién de los curacas, que a su vez necesitaban de determinadas formas de culto de origen ancestral (a los cerros, cuevas o manantiales) para establecer su autoridad. Si se les perseguia con la furia mostrada a comienzos del siglo XVII la disrupcién de la vida comunal arrastraria consigo la economia colo- nial. Hubo, pues, que dar por concluido el proceso, aceptar que la fe que mostraban los vasallos indios era suficiente y mantener el ritmo ceremonial en un calendario que, satisfaciendo el requisito litargico, complaciera también la demanda de los fieles, alterando si era nece- sario los dias prefijados por la iglesia y haciendo concesiones acerca del atuendo y tradiciones locales con respecto a las imagenes. De la misma forma, se lleg6 a consolidar formas de celebracién bastante ajenas al culto oficial (existe hasta San Judas Iscariote), con bailarines como los danzantes de tijeras, a los que se conside- ra incluso capaces de duras pruebas gracias a su pacto con el de- monio y que, sin embargo, danzan en honor a la virgen o a los san- tos patrones (Millones y Tomoeda 1998). Pero no hay que consi- derar estos rasgos como acciones aisladas; en la época colonial se consolida una interpretacién sui generis de la religién catélica, que deviene en una ideologia organizada con rituales que combinan ar- moniosamente sus origenes remotos en un sistema de valores y creencias nuevo y diferente. 334 LUIS MILLONES Bibliografia ACOSTA, José de 1954 [1588] De procuranda indorum salute 0 predicaciin del evan- zgelio en las Indias en Obras del padre José de Acosta, Madrid, BAE 73, Ediciones Atlas, pp. 387-608. ALBORNOZ, Cristébal de 1989 [1582] “Instruccién para descubrir todas las guacas del Peru y sus camayos y haciendas” en Fabulas y mitos de los incas, Madrid: Historia 16, pp. 161-198. 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