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Horas y horas de terapia. Si habré escuchado el concepto. Cada sesión contaba alguna
anécdota: algo que me había hecho sufrir, que no me había gustado, situaciones problemáticas
con fulano y mengano. Aceptación decía la terapeuta. Aceptación.
Imaginate lo práctico que hubiera sido darme cuenta de la pequeña ingerencia que
tenemos sobre los otros. Yo quería llevarme bien con todo el mundo. Quería decir las palabras
correctas para congeniar. No entendía por qué siendo solícita y colaborativa no era querida.
Aceptación. No tenés que hacer nada para que te quieran. Eso sucede o no. Más palabras
resonando.
Como la gota que orada la piedra, la repetición fue dejando su huella. Aceptar implica
elegir, cambiar de rumbo, dejar ir. Una va entendiendo y atesorando logros. Con práctica se va
eligiendo un camino más suave, menos hostil. Se olvida de la necesidad de agradar. Se cierran
puertas que no se vuelven a abrir y se abren otras o se mira por la ventana. Se respira.
Llega el día en que una va descubriendo todo lo que no puede. «¿Pero si yo antes
podía...?» una dice una y otra vez. Claro, antes. Antes podía quedarme despierta toda la noche
en una fiesta y ahora me quedo dormida al caer la primera estrella. Antes podía mover una
maceta, correr un mueble, agacharme. Antes. Antes.
Y una se queda despierta bostezando o con la ayuda de bebida cola y aspirina. La maceta
la mueve igual aunque pese y me duela la espalda. Se agacha más allá de la dificultad para
ponerse de pie. Reniega y se niega a “tirar la toalla”. Cierra los ojos para no ver lo que se refleja
en el espejo mientras se imagina la eterna juventud.
Un tiempo después un día una se descubre inmersa en alguna situación que requiere toda
su atención y descubre que se olvida. Se olvida de todo lo que pudo, de todo lo que fue, de quién
fue. Y se redescubre mudada de piel: otra persona. Acepta que es otra. Acepta su propia
indefensión. Su fragilidad. Su finitud.