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LA VÍCTIMA Y LA CULPA

Esta no es una versión más del maltrato a la mujer, es

mi versión.

Autor

STEPHANIE SCHMITT VERA


INTRODUCCIÓN

Muchos me han preguntado si estoy preparada para la

crítica, para la opinión, para la exposición ante la gente

que puede producirse con la publicación de este libro.

Mi respuesta es no, quizás nunca voy a estarlo.

No soy el tipo de personas que disfrutan del

reconocimiento público, de hecho nunca ha estado en

mi plan de vida, ser conocida o reconocida más allá de

mi propio ámbito laboral.

Pero, aunque no estoy preparada, si estoy dispuesta.

Dispuesta a pagar el precio que implique alzar la voz

con respecto a un tema que cada vez cobra más


vigencia en nuestra sociedad, y para el que, desde mi

opinión, hemos creado estigmas y conceptos que

victimizan a las personas, especialmente a la mujer, y las

alejan de su capacidad para empoderarse, para

desarrollar su racionalidad y para tomar decisiones

conscientes y realmente coherentes.

Creo que no podemos seguir alimentando el pesar o la

lástima por las mujeres maltratadas, cuando podría

decir que un 80% de los casos son por nuestra propia

responsabilidad. No podemos seguir pensando, que

siempre la culpa es del entorno, de la sociedad, del

Estado, de la ley, del mercado, de la pobreza, de la

educación, de la familia, de los demás, de todos,

menos de nosotros mismos.

Es hora de evolucionar nuestra capacidad para

analizar las dificultades a las que nos vemos enfrentados

en la vida, y entender que la existencia es en sí misma,

un juego de decisiones, y cada cosa que ocurre en

nuestra vida diaria es la respuesta o consecuencia a


una o varias decisiones previamente tomadas. El reto

está, primero, en poder observar hacia atrás de forma

objetiva y encontrar cómo fue que tomamos el camino

para llegar a la situación en la que estamos ¿Qué fue lo

que pensamos? ¿Por qué escogimos esta ruta? ¿Qué

nos atrajo? ¿Qué planeamos? ¿Qué esperábamos? Los

puntos se conectan hacia atrás, en el pasado siempre

está la explicación al presente; por eso es tan

importante no desconocerlo, sino por el contrario, verlo

bajo una minuciosa óptica que nos permita encontrar

las respuestas, las conexiones, las decisiones.

Y segundo, aprender de estas lecciones, ser capaces

de transformar los sufrimientos, las derrotas, los fracasos,

las caídas, en aprendizajes. Eso solo se da, cuando

conscientemente hemos hecho lo anterior, cuando

hemos sido capaces de ver fríamente nuestras

equivocaciones. Por esto, es tan importante reconocer

nuestras acciones, y no pretender encontrar siempre la

culpa en el mundo exterior. Cuando un negocio está

mal, por ejemplo, normalmente es porque nosotros


mismos lo condujimos allá, no porque haya mayor

competencia, las condiciones del mercado hayan

cambiado, los costos de fabricación u operación hayan

aumentado, etc., puedo decirles, que es simplemente

porque tomamos decisiones equivocadas, porque

dejamos de ver cosas que otros menos obstinados, si

fueron capaces de ver, porque nos mantuvimos en una

lucha que desde el inicio sabíamos íbamos a perder,

porque no quisimos aceptar que la estrategia, o el

personal, o los recursos que habíamos escogido no eran

los necesarios, nos costó reconocer ante los demás que

habíamos fallado; y preferimos continuar, antes que

aceptar ante otros ojos la propia equivocación. ¿Acaso

no es este, un orgullo incoherente?

A lo largo de mi propia historia, de esto que de manera

sincera y explícita les expongo, podrán conocer como

yo, después de lo sucedido, identifico mis erradas

elecciones y decisiones, y cómo acepto las pobres y

vacías fundamentaciones que me condujeron a


aceptar una relación tóxica y que casi me llevan a una

muerte temprana.

Mi objetivo con este libro, no es otro que generar

conciencia en todos los que puedan leerlo, y que las

lecciones de mi vida, esas que tanto me han servido a

mí, puedan ser útiles a un sin número de personas (no

solamente a mujeres), a todos aquellos que están

atravesando una dificultad, o que podrían evitarla si

desarrollamos en mayor medida nuestra capacidad

para decidir, para discernir, para elegir

coherentemente y para aceptar.

Cuando estén en un problema, en una encrucijada,

permítanse ver la situación desde todas las ópticas,

incluso desde aquellas que van en contra de sus propios

principios, sentimientos, ideologías o emociones. Este

ejercicio, posibilita no solamente, tomar decisiones más

objetivas, más sensatas, sino además, poder predecir

de manera más cercana, las posibles consecuencias.

Esto no evitará las situaciones posteriores a la decisión,


pero le permitirá tener planes de acción anticipados,

para atender de forma efectiva todos los resultados de

que posteriormente se den.

Aquí empieza mi historia, una historia vivida por muchas

personas más. Gracias por leerla.


CAPÍTULO I: AL DESPERTAR

Entonces abrí mis ojos y supe que estaba viva. Pensé

que ni el cielo ni el infierno debían ser como esa

habitación en la que me encontraba. La exclusividad

del sitio me hizo pensar que en ninguno de los dos

estaría sola; sabía que muchos habían muerto antes

que yo, y no creí que fuera merecedora (si existiesen)

de una habitación individual en ninguna de las

instancias.

Quizás lo más parecido era el purgatorio, pero recordé

las descripciones del sacerdote de la iglesia a donde

asistía y nunca mencionó un colchón o una apariencia

de habitación; en lo que sí coincidían era en la


sensación de temor, de soledad, de vacío que allí se

vivía.

Creo que en milésimas de segundos tuve una tormenta

de pensamientos, que me iban generando una

variación de emociones; agradecí por estar viva, pero

para ser sincera, también quise estar muerta.

Y es que había un silencio perturbador, un silencio que

presientes está próximo a ser roto, así como ya habían

sido rotos muchos vasos sanguíneos de mi cuerpo.

Intenté sentarme, pero mi cuerpo no respondió al

impulso inicial, entonces una lágrima se rodó por mis

mejillas. Sabía que no tenía nada en la columna, que

no era un tema de incapacidad temporal, era

debilidad; mi cuerpo me fastidiaba, sentía el peso de

cada uno de los pelos adheridos a mi cabeza, la piel

me pesaba, sentía un desequilibrio entre mis kilogramos

y mi fuerza, entonces otra vez… deseé estar muerta.


Observé mis brazos, mis piernas, y noté que el tono

residual de un viejo bronceado, que hasta hace unos

días me había preocupado perder, se había

transformado en una piel parecida a la de un dálmata;

unas manchas de gran tamaño se extendían desde el

codo hasta la mano, desde el final de la cadera hasta

el inicio de la rodilla, desde la pantorrilla hasta el tobillo,

en los dos brazos, en las dos piernas. Aquellas manchas

relataban hematomas, fuertes hematomas causados

por los impactos.

Me toqué el pelo como lo hacemos las mujeres cada

mañana al pararnos de la cama, para acomodar

nuestro peinado con las manos, pero mi cuero

cabelludo estaba inflamado, o por lo menos así lo

sentía, no podía tocarlo, me dolía. Palpando noté que

mi pelo estaba como un nido de pájaros, era una bola

enredada, sin asomo de las puntas y sin posibilidad de

lavarlo o peinarlo, porque el dolor era insoportable.


Recordé a mi mamá la noche del sábado, minutos

antes de que todo empezara, recibí su llamada, me

preguntó si todo estaba bien, me preguntó por él, y yo

le contesté que todo estaba perfecto, que él estaba en

el baño y por eso no se escuchaba su voz; sonreí

queriendo aparentar una falsa tranquilidad. Ella me dijo

que le alegraba que estuviéramos disfrutando la noche;

a mi mamá le molestaba un poco que él no dedicara

tiempo para los dos, para llevarme a bailar, a cenar, a

pasear; sabía que en los últimos meses yo mantenía muy

encerrada y eso de alguna forma le dolía.

Realmente yo pasaba muchos fines de semana sola,

más de los que mi mamá podía presentir, pero siempre

quise que mi familia no supiera mis problemas de pareja

para que no se perturbaran, ni sufrieran. Al final, la

decisión de estar o no estar allí, era simplemente mía.

Pensar en ella me dio valor, recordé cuantos

sufrimientos había tenido hasta ahora en su vida, y

perder a un segundo hijo no habría sido algo fácil de


soportar para ella. Así que tomé aire y me impulsé para

sentarme en aquel colchón.


CAPÍTULO II: RETOMANDO LA CONSCIENCIA

Me senté recostando mi espalda a la pared,

nuevamente respiré, muy profundo. Creo que al exhalar

razonaba, me sentía extraña, tenía tristeza pero no

lloraba, habían salido tantas lágrimas la noche anterior

que mis ojos estaban en huelga, apenas los podía abrir.

Me sentí indefensa, como si me hubieran destrozado

todo lo que yo creía de mí, mi pasado, mi presente, mi

futuro, tenía miedo de lo que ahora seguía, me sentí

ignorante, pero más que eso, me sentí bruta.

Fue paradójico, no sé si esto le pase a todas las que

como yo, han vivido esta infamia, pero la rabia que

sentía era más conmigo misma, que con él. Me sentía

decepcionada de mí, pensaba que todo lo que había

logrado hasta ahora era netamente intelectual, no real.

Porque si no era capaz de pasar del concepto a la


experiencia, de la teoría a la práctica, pues de nada

habían servido diez semestres de Psicología y la

matrícula de honor que me acreditaban como la mejor

estudiante del programa. Había pasado de terapeuta

a paciente en una noche… o quizás muchas noches

atrás.

Me tranquilizó tocar mi cara y saber que la había

logrado proteger, en ese instante pensé que salir a la

calle con la piel de la cara como la de un dálmata sería

más difícil aún, y no por vanidad, esa cualidad que

hasta entonces me había caracterizado, se había

desvanecido; más bien no quería someterme a las

preguntas, críticas, cuestionamientos y sugerencias de

los demás. Tampoco imaginaba a mi familia

observando mi cara con la misma mezcla de

sentimientos que me estaban embargando a mí; quizás

el problema habría escalado de ser así, el instinto de

protección familiar habría podido surgir de manera

impulsiva y las consecuencias podrían haber sido

peores.
Me sentía mareada, anhelaba una sopa de las que solo

las mamás saben hacer, y con las que curan a cualquier

hijo enfermo; me sentía muy débil y entonces una nueva

lágrima rodó. Me sentí sola, pero esa había sido mi

elección.

En ese instante, mientras recuperaba mi conciencia,

mientras empezaba a sentir mi cuerpo, mientras mis

pensamientos me bombardeaban, la guarda de la

puerta se giró, era él, tuve pánico, nadie afuera sabía lo

que allí estaba ocurriendo, nadie vendría a ayudarme.

Eran las 11:50 de la mañana, ya habían transcurrido más

de 12 horas desde el suceso. Él parado en la puerta me

miró, su cara expresaba lástima por mí, creo que no

sintió arrepentimiento, por lo menos no en ese

momento, de una u otra forma me miraba como

cuando un papá castiga a un hijo porque se ha

portado mal, como si le doliera pero siguiera pensando

que era necesario.


Se sentó a mi lado en ese colchón, y observando las

marcas en mi cuerpo me dijo: “Este morado de la

pierna, no te lo hice yo” señalando uno, el más grande

de los más de quince morados que tenía en el cuerpo.

Lo miré a los ojos, por primera vez ese día, y le respondí:

¿Entonces crees que me lo hice yo? Creo que mi mirada

era mucho más fuerte que mis palabras, no podía creer

la ironía de aquel comentario.

En ese momento, como si mi mente fuera un proyector

cinematográfico, se pasaron en segundos las imágenes

de cada instante, de cada movimiento, de cada

golpe, de lo que fue la noche anterior. Y en medio del

tenso silencio, respondió: “lo que quise decir, es que

quizás te lo hiciste al caer, al golpearte con algún

mueble, pero no fue una patada mía”, entonces

entendí que su preocupación era que el tamaño del

hematoma era el mismo de su zapato. Por alguna razón,

esa correlación lo hacía sentir mal, ver ese hematoma

era como ver la peor versión de sí mismo frente a un


espejo, significaba tener que reconocer su verdadero

yo, ese que la gente desconoce, ese que aún mantiene

oculto tras una fachada de hombre encantador.


CAPÍTULO III: VEINTICUATRO HORAS ANTES

Esa noche del domingo, empezó 24 horas antes. Él tenía

un restaurante en compañía de un socio. El sábado era

el día de más ventas en la semana, por lo que desde

temprano yo salía con él para ayudarlo en la atención

a clientes y en el manejo de la caja. Adicional había allí

tres empleados más, que con gran actitud y vocación

de servicio trabajaban incansablemente hasta finalizar

la jornada.

Ese sábado hubo un gran volumen de ventas, los

resultados superaron las expectativas, para ese día

todos pusimos lo mejor de sí, por lo que en la noche

estábamos felices de haberlo logrado. Él y su socio

quisieron tener una cortesía con el equipo de trabajo, y

nos invitaron a tomar unos tragos.


Como yo no tomaba licor, fui la encargada de cuidar

el bolso de él y de su socio, donde además de tener un

computador portátil y sus billeteras, había una

importante suma de dinero en efectivo, la misma de las

ventas del día que por seguridad preferían no dejar en

la caja. Al sitio llegaron otros vecinos, amigos

propietarios de negocios cercanos al restaurante que

hacían parte de la competencia, pero con quienes

existía una relación de amistad.

Habían transcurrido ya unas tres horas cuando una de

las personas de la mesa, nos invitó a una nueva

discoteca, donde el ambiente era mucho más alegre

que en ese sitio. Recuerdo que comentó que en la

discoteca había música en vivo cada noche, bandas

musicales e incluso presentaciones de artistas

reconocidos. Todos estuvieron de acuerdo en ir a

conocer la discoteca, así que nos alistamos para salir.

Estando afuera el socio preguntó quién tenía su tiquete

del parqueadero, yo respondí que solo tenía los dos


bolsos y que me había dedicado a cuidar eso, no sabía

nada del tiquete del parqueadero. Todos revisaron sus

bolsillos, pero el tiquete no estaba. Esto enfureció a mi

pareja, quien pensó que la única persona que lo podía

haber botado era yo, porque a mí me habían

entregado todo.

Empezó a tratarme de forma grotesca, a decir delante

de todos, que yo era una idiota, una boba, que no

servía para nada, me halaba el brazo y hablaba cada

vez más fuerte, por lo que yo empecé a llorar, me sentí

humillada y poco valorada a pesar de las muchas cosas

que hacía por él. En ese momento, Juan el propietario

de la tienda contigua al restaurante, se molestó por la

forma en la que me estaba tratando, había visto

muchas veces su comportamiento conmigo, su vida

desordenada y mi resistencia y paciencia para con él,

por lo que no estuvo de acuerdo con nada de lo que

estaba haciendo. Lo empujó, discutieron y luego de

darle un puño a Juan, se vino contra mí, lleno de ira,


diciendo que por culpa mía había discutido con su

amigo.

Juliana la esposa de uno de ellos me cogió de la mano

y me dijo, vamos a correr y nos montamos en el primer

taxi que veamos, te vas conmigo a la casa, no te voy a

dejar sola con esa bestia de tipo. Yo seguí esas

instrucciones, un taxi paró y nos alcanzamos a subir

antes de que él lo impidiera. Tenía demasiado miedo de

lo que iba a pasar, sentía que desobedecerlo iba a

generar más ira en él.

Sin embargo, pensé que las personas que estaban ahí

lo tranquilizarían, lo harían reflexionar sobre su

comportamiento, incluso pensé que se arrepentiría de

haberme tratado así, quizás al siguiente día cuando el

efecto del alcohol desapareciera, todos nos

olvidaríamos de aquel mal rato.


Recuerdo que esa noche intenté dormir, pero sentía

mucha angustia, tenía escalofrío, no me calentaba a

pesar de tener varias cobijas abrigándome, pensaba

que en cualquier momento él me iba a encontrar.

Nunca me había escapado, siempre había sido noble,

obediente, reservada con los problemas, por lo que ese

escándalo me aterraba.

Esperé que amaneciera, eran las 7:00am cuando le dije

a Juliana que yo me iba, que él debía estar dormido,

que estaba segura ya todo había pasado. Le agradecí

por su hospitalidad y me marché.

Pedí un taxi, al tomarlo noté que en mi bolsillo solo tenía

diez mil pesos, así que advertí al conductor para que se

detuviera cuando el taxímetro marcara ese valor, pues

no tenía mas dinero. Mientras iba en el taxi observaba

la ciudad, era una mañana fría, el cielo estaba gris, las

nubes alertaban sobre una probable lluvia, yo respiraba

profundo tratando de pensar buenas cosas, intentaba

obligar mi mente a pensar en algo diferente, imaginé


que podía llegar a hacer el desayuno para los dos e

incluso podríamos salir a almorzar a un lindo restaurante.

Sin embargo, una sensación de vacío en la boca de mi

estómago me indicaba que algo no andaba bien.

El taxista me llevó hasta el edificio, creo que el valor de

la carrera era un poco más, pero me imagino que sintió

mi tristeza y decidió llevarme a casa. Al llegar al edificio,

había empezado a caer una suave llovizna, era la

mañana del domingo por lo que habían muchos niños

jugando afuera, ver su alegría me hizo sonreír. Pregunté

al vigilante si Sebastián (como llamaremos a mi pareja)

ya había llegado, me dijeron que lo habían visto entrar

pero luego de un rato había salido y desde entonces no

había regresado.

Me preocupé porque no tenía llaves para entrar al

apartamento, Sebastián en medio de la discusión me

había quitado el bolso y la chaqueta que tenía en mis

manos, por lo que no tenía ni siquiera mi teléfono móvil

para llamar. El frío se hacía más fuerte, me senté en la


recepción del edificio a esperar. Una corriente de frío

entraba cada vez que abrían la puerta, necesitaba

abrigarme, tenía solo una camiseta, un jean y unos tenis,

el frío se volvía escalofrío, otra vez la sensación de

temor, de incertidumbre, de miedo, me invadían.

Sentada, mientras observaba todo a mi alrededor,

pensé que había sido un error marcharme con Juliana

esa noche, si me hubiera quedado seguramente se

habría calmado después, había mucha gente ahí y no

iban a permitir que nada malo me pasara. En cambio,

haberme ido lo pudo desconcertar, se habría

preguntado ¿Para dónde me fui? ¿Con quién pasé la

noche? Pensé que con ese acto me había convertido

en el torero que agita la muleta para provocar al toro.

Hasta ahora Sebastián había sido mi primer y único

novio, llevábamos cuatro años de relación, y aunque

tenía un temperamento difícil, yo creía que sabía

manejarlo. Soportaba sus ofensas, sus humillaciones, su

mal humor, guardando silencio, nunca discutía con él,


creía firmemente que los problemas en las parejas se

daban porque en las peleas cada persona trata de

hablar más fuerte o herir más, de imponer su opinión, su

perspectiva, su verdad, de pretender que el otro piense

o haga lo que yo deseo, pero si por el contrario, uno de

los dos rompía el ciclo y no alimentaba la discusión, ésta

por sí sola se aminoraba.

Yo trataba siempre de buscar una conciliación, cuando

ya los ánimos de cada uno se hubiesen calmado;

aunque en realidad creo que pocas veces hubo

conciliación, más bien lo que yo hacía era ceder a sus

caprichos, a sus decisiones, yo sabía hacer lo que a él

más le encantaba, caso.

Así fue como me fui alejando de las personas, de mis

familiares, de mis amigos, y empecé a reemplazarlos

por los de él. A Sebastián le molestaba la gente que no

estaba de su lado, la gente que dudaba de su

condición de merecerme, me decía que las personas lo

juzgaban por su comportamiento en el pasado, por ser


un anfitrión en cada noche de fiesta, por ser el héroe de

sus amigos en las peleas nocturnas, por haber tenido a

muchas mujeres pero no haber querido a ninguna,

hasta enamorarse de mí. Según él, todas las demás no

valían la pena, pero en cambio por mí había estado

dispuesto a transformar sus defectos en virtudes, a

cambiar sus malos comportamientos, para cuidarme,

para protegerme, para hacerme feliz.


CAPÍTULO IV: ESA NOCHE, EN LA QUE TODO PASÓ.

Ya eran las cinco de la tarde de aquel domingo,

llevaba muchas horas sentada en esa recepción, con

hambre, con frío. Decidí ir al supermercado de la

esquina, sabía que el propietario me conocía porque

iba allí frecuentemente, así que pensé podría

facilitarme un teléfono para hacer una llamada.

Avergonzada, sin bañarme desde el día anterior, sin

poder sacar de mí la sonrisa que siempre me había

caracterizado, sintiéndome perdida en un laberinto,

entré a aquel supermercado y, como en el taxi,

mirándome con preocupación el señor no dudó en

prestarme su teléfono móvil, quizás desde el cielo me

estaban abriendo el camino, pero los seres humanos


somos obstinados y preferimos tomar las decisiones que

de antemano sabemos al abismo que nos conducen.

Con el teléfono en mis manos tenía la opción de llamar

a muchas personas a pedir ayuda, pude pensar en

llamar a mi familia y decirles que me ayudaran a salir

corriendo de aquel lugar, la intuición me decía huye de

aquí. Sé que mi mamá no hubiera dudado un segundo

en protegerme, pero creo que por evitar escuchar

frases como “te lo dije”, “yo sabía que ese no era el

hombre para ti”, “no entiendo por qué aguantaste

tanto”, “las mujeres no aprendemos” y todo lo que

pueden decir las personas en estas situaciones, sin

contar con que aún lo quería y era muy probable que

después de pedir ayuda y confesar nuestros problemas,

terminara regresando a sus brazos, en contra de las

opiniones de todos los demás. Así que para evitar

involucrar a más personas en la situación, y no tener que

dar muchas explicaciones, decidí llamarlo a él, quería

saber si estaba bien, quería que viniera por mí, que me

dijera que habían sido unos malos tragos, que yo era el


“ángel de su vida, lo único bueno que había en su

podrida vida” su frase favorita para pedirme disculpas y

con la que lograba doblegarme ante cualquier falla.

Por eso lo llamé a él, al que hacía unas horas me había

ofendido y humillado delante de muchas personas, y

me había tratado como si yo fuera su más grande

equivocación.

Marqué el número pero su teléfono timbró muchas

veces y nunca contestó. Creo que el Dios al que tanta

fe le he tenido, me daba una última oportunidad.

En mi memoria tenía tres números telefónicos, el de mi

mamá a quien ya había decidido no llamar, el de

Sebastián que parecía no funcionar, y el de Pedro el

mejor amigo de Sebastián que tenía copia de las llaves

del apartamento, a éste último llamé. Pedro me

contestó, le conté que había tenido una discusión la

noche anterior con Sebastián, que no sabía dónde

estaba y que necesitaba entrar al apartamento. Él me

ofreció que tomara un taxi hasta la dirección en la cual


se encontraba, que me daría dinero para devolverme y

me entregaría la copia de las llaves. En ese momento

agradecí infinitamente su ayuda, aun no sabía que lo

mejor que me hubiera podido pasar en ese instante, era

que Pedro no pudiera ayudarme, horas más tarde

descubriría que habría sido más seguro esperar en la

recepción en compañía de los vigilantes del edificio.

Recogí las llaves. Antes de entrar compré algo de

comer, ya eran las 7pm y no había probado un bocado

de comida en todo el día. Recuerdo que después de

pagar el taxi conté el dinero que me sobraba, compré

una pizza en el restaurante de afuera del edificio y me

fui al apartamento, quería una ducha caliente,

ponerme pijama, meterme debajo de la cobija, ver una

película y disfrutar de la comida. Pensé que Sebastián

ya no llegaría esa noche, me imaginé que tendría una

fuerte resaca y que se quedaría a dormir donde sus

familiares.
Abrí la puerta del apartamento y la imagen me llenó de

terror, Sebastián efectivamente había estado allí y

había destrozado todo. La escena mostraba que me

había buscado hasta debajo de los muebles, los sofás

de la sala estaban volteados con las patas hacia arriba,

las sillas del comedor estaban tiradas en el suelo, mi

ropa estaba esparcida por el apartamento y algunas

prendas estaban en una maleta en medio del pasillo

que conducía a la habitación; la camisa que él tenía la

noche anterior estaba rasgada con manchas de sangre

como si hubiese tenido una fuerte pelea callejera.

Sentí miedo, mucho miedo, realmente estaba

enloquecido, lloré, esta vez lloré sin parar, nadie me

estaba viendo, no tenía que aparentar ni disimular mi

temor, así que miles de lágrimas salieron de mis ojos, no

entendía que pasaba, sabía que él era de mal humor,

pero nunca imaginé que me podría lastimar a mí, creo

que me había creído el cuento de ser el “ángel de su

vida”.
Pero miento, miento cuando digo que me había creído

el cuento, hoy puedo reconocer y reconocerme a mí

misma, que yo sabía desde el inicio que eso tarde o

temprano iba a pasar, yo sabía que él era fuerte,

dominante, posesivo y agresivo; pero alimentaba mi

ego la idea de pensar en que yo podía lograr en él los

cambios que ninguna otra mujer había logrado antes,

entonces en mi mente, jugaba con la idea de que él

podía ser malo con el mundo entero, menos conmigo,

porque yo era su reina, su vida, su estabilidad, su polo a

tierra, su bastón.

Y vuelvo y miento, porque además de todo esto, de una

u otra forma me gustaba la sensación de que se

equivocara y me pidiera perdón, creo que era el único

instante en el que yo sentía el poder sobre él, me

gustaba ese instante en que después de lastimarme

con sus palabras o sus actos (nunca con golpes) se

arrepentía, me gustaba reconocer en sus ojos el temor

de perderme, y eso solo ocurría cuando buscaba

enmendar un grave error. Entonces, quizás siempre supe


que me maltrataría, que un día las palabras no serían

suficientes para hacer el daño que satisficiera sus

impulsos más instintivos, y creo que en el fondo pensé

que después de algo así me debería un millón de

perdones.

Sé que esto que estoy diciendo es difícil de aceptar

para las mujeres que como yo hemos pasado por una

situación de maltrato, para mí particularmente fue difícil

de entender que yo además de víctima también era

culpable, culpable por pretender un amor

fundamentado en la lastima o la compasión, culpable

por elegir a una persona a quien de una u otra forma

ya conocía como agresiva, culpable por confundir la

sumisión ante el poder con un amor protector.

En ese momento, mis lágrimas caían, yo trataba de

acomodar nuevamente los muebles, recoger mi ropa y

superar mi temor, traté de controlar los miedos en mi

mente, empecé a buscar una cierta lógica que me

llevó a pensar que todo esto había ocurrido en la


mañana, es decir, ya habían pasado muchas horas, y

que si hasta ahora no había regresado era porque muy

probablemente estaba avergonzado.

Entonces poco a poco me fui calmando, recé algunas

oraciones que desde pequeña me daban tranquilidad,

me duché, me puse la pijama y como lo había

planeado antes de entrar, me metí debajo de la cobija,

encendí el televisor, recuerdo que estaban justo en la

transmisión del noticiero de la noche, luego tomé mi

pizza y aunque sin hambre, intenté comer.

No pasaron más de cinco minutos, cuando sonó la

puerta. Era él. Entró dando pisadas fuertes, como

queriendo decir “llegué”. Se paró en la sala al inicio del

pasillo de las habitaciones, justo en frente a unos seis

metros de distancia de la cama donde yo estaba, yo

giré mi cabeza y lo miré a los ojos, inmediatamente supe

que el momento que había postergado desde la noche

anterior, había llegado. Mi saliva se puso espesa, mi

corazón empezó a latir muy fuerte, lo que sentía era


algo mucho peor que el miedo, sentí la cercanía con la

muerte, en esos segundos mientras él me miraba y

respiraba agitado y profundo, supe que quien estaba

frente a mí no era el Sebastián de ninguna otra ocasión,

era un animal guiado por su instinto, era la

manifestación del deseo de muerte, su cara estaba

desdibujada por el odio, por el poder, sudaba, tenía sus

brazos cruzados, su mente parecía desconectada, su

camiseta también tenía manchas de sangre, se veía

sucio. Quise correr, pero la única salida era justo donde

él estaba, y en un segundo se vino a toda velocidad

hacia mí, me tomó del pelo, ese pelo que hasta ahora

conservaba largo y negro para darle gusto, fue

perfecto para arrastrarme por todo el pasillo hasta la

sala. No pude pararme, yo parecía una muñeca, sin

fuerza, sin vida, sin capacidad para reaccionar.

Al llegar a la sala con sus dos manos me tomó de la

cabeza y me alzó para quedar a la altura de su cara,

con sus 1,84 metros frente a los 1,70 metros míos fue

suficiente para que mis pies quedaran colgando,


entonces empezó a golpear mi cabeza contra la

pared, quería romperla, el dolor se volvía insoportable y

yo grité pidiendo ayuda, sabía que muchos médicos

vivían en mi edificio y que alguno podría atenderme

rápidamente. Una importante clínica quedaba a tan

solo una cuadra de aquel apartamento, y eso

mantenía mi esperanza viva.

Él gritaba “la voy a matar hijueputa”, y lo repetía una y

otra vez. Mientras me golpeaba la cabeza, me

desvanecí entre sus manos y caí al suelo, entonces

empezó a patearme las piernas, la espalda, los glúteos,

me pisaba y me pegaba como si fuera un muñeco de

trapo que quiere destruir. Yo, con los brazos me tapaba

la cara, era lo único que podía hacer, trataba de estar

en posición fetal para intentar protegerme.

En el suelo yo seguía gritando “ayúdenme”,

“ayúdenme”, “me van a matar”. Creo que por

momentos me desconecté de la realidad, creo que

dejé de sentir el dolor físico, es como si por unos minutos


me hubiese desdoblado, mi alma parecía ver desde

afuera del cuerpo aquella escena, a veces pienso que

por unos instantes morí. Y recuerdo que pensé con

mucha nostalgia que este hombre, sin ningún derecho

en la vida, estaba agrediéndome como ni siquiera mis

papás se habían atrevido a hacerlo para castigarme.

Me imaginé la cara de mis papás cuando vieran mi

cuerpo deteriorado, maltratado, desgastado; el cuerpo

de la hija que hasta ahora había sido su orgullo, su

motor; de esa hija que llena de sonrisas siempre llegaba

a la casa, que siempre tenía la buena energía para unir

a la familia; la hija que con tanto esfuerzo había

estudiado y luchado por ser una profesional; ésa era la

misma hija que ahora estaba en el suelo dándole

placer al instinto agresivo y criminal de un hombre al

que creía amar.

Se cansó de darme patadas, entonces nuevamente

agarró mi pelo y me arrastró hasta la habitación.

Manejándome como una marioneta me obligó a sacar

la ropa que quedaba en el closet, me indicó que la


llevara en mis manos y me arrastró por el suelo hasta la

otra habitación donde estaba una maleta, me pidió

que metiera la ropa ahí. No me dejaba parar, me

pateaba cada vez que yo intentaba hacerlo.

En ese instante sentí que mi cabello iba a zafarse por

completo, pensé que las hebras no eran tan fuertes

como para soportar llevar el peso de todo mi cuerpo,

así que me impulsé para pararme tratando de ser más

rápida que él, pero me pegó una fuerte puntada en mi

canilla derecha, con la que volví a caer.

Luego halándome del pelo, como si fuera un costal,

arrastrada por el suelo me llevó hasta la cocina del

apartamento, y tomó la ropa que estaba dentro de la

lavadora, me la botó en la cara y sin soltarme me

arrastró nuevamente a la sala. Allí comenzaron otra vez

las patadas, una nueva dosis recargada. Recuerdo

como ese gran zapato impactaba en mi piel, en mi

estómago, en mi espalda, en mi cuerpo. Aun no

entiendo cómo ni mi llanto, ni mis gritos fueron atendidos


por los vigilantes o los vecinos, los mismos que en noches

anteriores se hubieran quejado de cualquier ruido, ese

día parecían no estar. Era como si en ese edificio esa

noche solo estuviéramos la muerte y yo, mi agresor y yo,

el victimario y la víctima culpable.

En ese momento, yo solo quería que eso terminara, me

sentí sin fuerzas para luchar, no era capaz de moverme,

mucho menos de intentar defenderme, ya nadie iba a

venir a ayudarme, así que lo único que deseé fue que

el momento finalizara, si me iba a morir que fuera rápido

porque la tortura era demasiado cruel, y pensaba que

una persona como yo no merecía tanto dolor. Sé que

no era perfecta, pero estoy firmemente convencida

que era una buena mujer, me había esforzado por

cultivar en mi los mejores valores, las más grandes

virtudes, entre ellas la paciencia, esa que se ponía a

prueba diariamente con él. Así que le pedí a Dios que

tuviera compasión, que perdonara mis errores, que me

perdonara por no haber atendido a sus señales, por

haber puesto por encima de cualquier cosa mi relación


con él, por haberme alejado de mi familia, por creerme

independiente y capaz de solucionar los problemas

sola, por mi soberbia, por mi orgullo.

Mientras esto ocurría en mi mente, Sebastián me cargó

tomándome de la cintura, como cuando uno carga un

niño pequeño para jugar, y con un último “la voy a

matar” me tiró como si fuese un balón, hacia la ventana

de la sala con todas sus fuerzas, su plan era que mi

cuerpo rompiera la ventana y yo cayera desde aquel

piso quinto al precipicio. Sin embargo, nuevamente la

vida me dio una oportunidad, y aquel vidrio de

naturaleza frágil solo tuvo una fisura, resistió el golpe. Yo

caí al suelo frente a él, y sin entender cómo sucedió, mi

cuerpo en la caída encendió el minicomponente que

estaba al lado de aquella ventana, y en la emisora sonó

la primera canción que él me dedicó, como olvidarla…

Inmediatamente como si su cerebro hubiera hecho un

corto circuito, el animal se desvaneció y los escombros

de ser humano que aún quedaban en su mente

reaparecieron.
Entonces empezó a llorar, me acariciaba la cabeza con

lástima, una lástima demencial. Creo que por su mente

tuvieron que pasar los momentos vividos en esos cuatro

años, recordó que yo me había entregado a él, que

con él había dejado de ser niña para ser mujer, que a

su lado había crecido, y que había sido complaciente,

comprensiva, noble y sacrificada por él. Que me había

encargado de cada uno de sus trabajos de la

universidad con el firme propósito de que lograra

graduarse, había pasado noches enteras leyendo con

él, explicándole, haciendo ensayos o artículos de temas

diferentes para que obtuviera las mejores

calificaciones. Había conseguido excusas médicas

para llevar a su trabajo cuando no quería pararse, o

cuando por estar en fiestas y rumbas interminables

faltaba a sus obligaciones.

Había tenido que ir con mi sueldo a pagar su cuenta a

un reconocido burdel, en donde a veces pasaba dos y

tres días, para que la policía no se lo llevara arrestado.


Había tenido que conseguir dinero prestado con mi

familia para arreglar el carro de su primo que estrelló en

varias oportunidades en sus noches de locura. Había

tenido que lavar su ropa sucia y con residuos de otras

mujeres; prepararle sopas para intentar recuperarlo de

su guayabo y, por si fuera poco, hacer uso de mis

herramientas terapéuticas para ayudarlo a superar su

depresión post-resaca. Tal parece que antes de los

golpes habían motivos suficientes para marcharme,

pero mi resistencia o mi brutalidad eran mucho más

grandes que sus equivocaciones.

Su exitosa teoría de dependencia positiva sobre mí, me

hacía implícita pero poderosamente responsable de su

bienestar o de su caos futuro. Cada vez que yo lo

ayudaba a recuperarse, a encaminar su vida bajo

principios de conducta adecuados, sentía que era la

única persona capaz de transformar su presente y su

futuro. De una u otra forma pensaba y temía que al

dejarlo solo, caería para siempre en ese abismo del que,

hasta ahora, yo lo rescataba.


Entonces, me hice responsable de su vida, creo que el

amor se transformó en una dependencia obligada, y

creí que si lo abandonaba sería culpable por su

desgracia. Sin entender entonces, que ninguna persona

es responsable de la vida de otra, que por más que se

quiera ayudar a alguien, la posibilidad de cambiar es

netamente individual, es una decisión personal; y el

amor por los demás NUNCA debe ser más fuerte que el

amor por sí mismo.

Me levantó del suelo y me llevó cargada hasta la

habitación auxiliar, aquella donde estaba la maleta.

Me acostó en el colchón que estaba en el piso, salió de

la habitación y me cerró la puerta con llave. Sentí que

él también se acostó en la otra habitación, apagó las

luces del apartamento y no se volvió a escuchar ningún

ruido.

Yo, en silencio, toda la noche lloré, me dolía el cuerpo,

no me podía tocar la piel, sentía que estaba


completamente inflamada y morada. Me sentí sola,

desprotegida, culpable, tuve ganas de morir, me dolía

el alma, me dolían cada uno de mis estúpidos actos, me

dolían esos pensamientos que con lógicas baratas

justificaban mi permanencia en esa casa, tuve asco de

mi misma, realmente quise estar muerta.


CAPÍTULO V: SOBRE - VIVIENDO

El sol empezó a entrar por aquella ventana sin cortina,

la luz hizo que poco a poco abriera mis ojos, o por lo

menos que lo intentara. Ahí estaba yo, en un limbo, en

un abismo, con la extraña sensación de sobrevivir, con

el dolor corporal, con el dolor emocional, con el alma

pisoteada.

Me sentía demasiado extraña esa mañana, me sentía

como un ser sin vida, como en estado vegetal, por

instantes mi mente se detenía, pero en otros instantes se

producía un bombardeo de pensamientos, que me

agobiaban, me angustiaban, me entristecían, e incluso,

me daban valor.
Recuerdo que tuve ganas de orinar, mi vejiga parecía

haberse contenido por muchas horas, eso me ayudó a

saber que realmente estaba viva, mis sistemas

funcionaban, sin embargo, aunque intenté impulsarme

como les conté al inicio, mi cuerpo estaba realmente

lastimado y sin fuerzas.

Entonces, seguí contemplando en silencio aquella

habitación de paredes blancas que se veía

resplandecer con el sol de esa mañana, creo que

afuera estaba haciendo un lindo día para muchos. Ya

era lunes, el clima en San Luis animaba a todos a

empezar la semana con alegría, con energía, con

vitalidad, justo lo que me habían arrebatado la noche

anterior. Pero creo que el sol siempre ha sido un

motivante para mí, el cielo azul y brillante me evoca los

mejores momentos de mi adolescencia, de esa vida en

la que sin mayores pretensiones se disfruta de las cosas

simples, de la libertad, del viento, del paisaje, de las

frutas en los árboles, de los ríos, de las sonrisas, de las

miradas, de la existencia.
Así que pensando en esos momentos de infinita

felicidad, en mi familia, en las muchas dificultades que

ya habíamos atravesado juntos, en lo mucho que

quedaba por vivir, por hacer en este mundo, respiré

profundo, balanceé mi cuerpo y logré sentarme.

Exhalé. Creo que al expulsar el aire, también se arrojan

residuos tóxicos del alma, así que lo hice varias veces,

muy profundo, era como si estuviera barriendo una

habitación llena de basura, cada vez que respiraba

fuertemente limpiaba mi alma, me arrepentía, me

perdonaba.

Durante mis años en la academia, desarrollé una

especial capacidad de observación, de ver las cosas

más allá de los sentidos, de analizar las sucesos

apartándome incluso de mis prejuicios, de esforzarme

por ser objetiva, fría y precisa en mis apreciaciones

sobre cada hecho.


Ese día, no fue la excepción y aun con lo poco que

quería hacer, pensé mucho. Me auto observé, me

cuestioné, me analicé. Esa misma mañana supe que la

principal culpable de este suceso era yo, y eso me

hacía sentir más vergüenza, más pena de contar lo

sucedido, de hablar. Recordé cuantas personas en el

camino de esa larga relación amorosa, me dijeron: “tú

te mereces un hombre diferente”, “tú no tienes por qué

estar con un hombre como él”, “aléjate de él”, “esta

relación tarde o temprano, va a estar mal”, “hasta

cuándo vas a aguantar”… Y yo, optaba por aislarme de

esas personas, para callar esas voces que resonaban

con las de mi conciencia, y me auto engañaba.

Entonces transformaba cada duda en contundentes

auto afirmaciones, me decía a mí misma: “la gente no

sabe cuánto ha cambiado Sebastián”, “la gente nos

tiene envidia”, “envidian nuestra felicidad”, “las

personas desconocen el trasfondo de sus problemas del

pasado, conmigo él es diferente, a mi realmente me

ama”. Todo esto me lo decía, pero NUNCA en realidad


me lo creí completamente. Reforzaba esos

pensamientos en mi mente, pero NUNCA estuve

convencida de esa teoría. Entonces, siempre supe que

todos tenían la razón, que mi conciencia tenía la razón,

que esto iba a terminar muy mal, pero me quedé como

el espectador que continúa viendo una pésima película

para ver lo peor de ella, el final.

Sebastián abrió la puerta, esta vez era el hombre, no el

animal.

Me miró desde la entrada, en silencio. No tenía cara de

arrepentimiento, parecía como si hubiese borrado de su

cabeza lo ocurrido la noche anterior. Yo, que ya había

logrado sentarme con mi espalda recostada sobre la

pared, evité mirarlo, evité hablarle mientras él estuvo en

aquella habitación.

Me contempló por varios minutos, observaba sin

pronunciar una sola palabra mi maltratado cuerpo.


Luego se le ocurrió romper el hielo que nos separaba

con el absurdo comentario sobre el peor de los

morados, que según él, no era su responsabilidad… Los

demás sí, pero ese, justamente ese, no lo había

causado él. Después de la estúpida conversación sobre

el terrorífico hematoma de mi pierna izquierda, el

silencio volvió.

Me pregunto ¿Qué pasaría por su cabeza en ese

momento? ¿Qué pensaría al ver la obra de arte

fabricada por su lado más perverso? ¿Cómo justificaría

en su mente su comportamiento y su descontrolado

instinto asesino? Había sido evidente que llevaba

mucho tiempo conteniendo esa energía agresiva, por

eso su impulso mortal fue difícil de satisfacer y tras cada

golpe, quería más y más, era como si mi dolor lo

recargara de adrenalina, el poder sobre mi le daba

placer, un sádico placer.

Después de muchos minutos, le pedí que me ayudara a

parar, necesitaba ir al baño, aunque hubiera hecho


todo por no tener que valerme de él en los siguientes

días, no me quedó otra opción.

Al salir del baño, volví al colchón. Un hematoma justo en

la parte externa de la rodilla izquierda me dificultaba

doblar la pierna, por lo que caminar o sentarme, me

costaba demasiado esfuerzo y dolor. Al fondo escuché

que mi teléfono sonaba, el timbre de mi celular me hizo

sentir una gran esperanza, quizás de alguna forma

podría salir de allí.

Sebastián vino con el teléfono a la habitación y me dijo:

“Es tu hermano. Si vas a contestar no digas nada de lo

que ocurrió. Eso puede generar un problema más

grande, si tu hermano viene a buscarte y me dice o

hace algo, yo no sé como respondería. No quiero

pelear con él, ni embarrarla más. Así que lo mejor que

puede pasar, es que esto se quede entre los dos”. No

contesté esa llamada, esperé que pudiera responder al

teléfono sin que mi voz reflejara lo mal que estaba.

Recuerdo que pensé que mi hermano, siempre había


sido un hombre prudente, respetuoso y calmado, pero

nunca se había enfrentado a algo así. Verme en ese

estado, podía descomponerlo, descontrolarlo, y sabía

que esta bestia de hombre podía ser más letal que él,

así que no quise exponerlo al peligro. Preferí, otra vez,

guardar silencio.

Un rato más tarde, le devolví la llamada a mi hermano.

Quería que fuera a visitarlo en su apartamento el

próximo fin de semana, miré a Sebastián, que se había

quedado a mi lado para evitar que yo hablara más de

la cuenta, y con su cabeza asintió, así que le respondí

que sí, allá estaríamos. Al colgar la llamada, Sebastián

me dijo: “Gracias. Voy a prepararte desayuno.

Necesitas comer”. Acarició mi cara, yo me giré para

evitar que su mano me tocara. Tomó mi teléfono celular

y se fue a la cocina. Sentí asco, tuve ganas de vomitar.

Ya no había ni una gota de buenos sentimientos por él,

ni una migaja del amor que creía sentir. Era como si

ahora pudiera verlo sin las gafas del engaño que yo

misma me había puesto. Ahora veía todos sus defectos


sin filtros, los físicos, pero sobre todo, los más

repugnantes defectos de su alma.

Y ojo, digo que me quité las gafas, más no que estaba

ciega. No creo en ese cuento que argumenta que el

amor es ciego, o que cuando una persona está

enamorada no ve las cosas como son en realidad. Estoy

convencida que una mujer (o un hombre) siempre sabe

a qué se está enfrentando, que riesgos está asumiendo,

que paquete está comprando, y aun así, decidimos

hacerlo. Por eso tantas veces las mujeres decimos, en

medio de risas, frases como: “a las mujeres nos encanta

regenerar gamín”, o “lo prohibido es mejor”, “con cara

de malito es más lindo”, por eso, dejamos muchas veces

de lado al “buen hombre” que se atraviesa en nuestras

vidas, porque no le aporta el picante que nos atrae, no

implica el reto de ajuiciarlo; con “el bueno” no le

demostramos a los demás nuestra capacidad de influir

o de transformar a alguien, y eso de una forma absurda

nos frustra.
Además porque somos nosotras las más machistas, es

irónico pensar que por generaciones hemos luchado

por nuestros derechos, demostramos que somos

capaces de estudiar, trabajar, tener hijos, educar,

cocinar, mantener limpio nuestro hogar, conservar

nuestra belleza, reinventarnos para atraer a nuestro

cónyuge y luchar por nuestros propios sueños, todo esto

en las mismas 24 horas del día que tienen los hombres,

pero lastimosamente aún nos encanta la

subordinación, el poder del otro sobre nosotras nos da

seguridad, ese risible sentimiento de protección que nos

hace pensar que hay alguien capaz de cuidarnos en

una extrema dificultad o de rescatarnos del castillo

como a Rapunzel. Aunque nos cueste reconocerlo, así

es, amamos pensar que a pesar de haber muchas otras

mujeres afuera, es a mí a quien salvaría; nos gusta

pensar que alguien rudo, fuerte, independiente, nos

necesita en su vida.

Sin darnos cuenta, que este tipo de hombre nos elige en

su vida precisamente porque reafirmamos su auto


concepto de fuerza y de poder, porque puede

dominarnos, puede moldear nuestro comportamiento

de acuerdo a sus intereses y necesidades, entonces

entramos en un frasco de conserva perfecto para él.

Normalmente, este hombre nos cuida como su tesoro

más preciado, nos lleva a donde requiere mostrar la

fachada de “hombre ideal”, a reuniones familiares, a

eventos sociales, es cariñoso ante los demás, habla con

orgullo de “su mujer”, y hace un refuerzo positivo sobre

nuestra buena conducta, suficientemente poderoso

para hacer que estos comportamientos de mujer ideal

y perfecta los repitamos una y otra vez.

Pero siempre tendrá momentos de escape, afuera

buscará como satisfacer sus instintos, desbordará sus

impulsos sexuales y agresivos en la clandestinidad,

romperá todas las normas morales y éticas, tendrá

noches de lujuria con mujeres e incluso con otros

hombres, alcohol, drogas, desperdicio de dinero le

permitirán mantener el equilibrio y poder soportar su

fachada social. Volverá a la casa luego de cada


desastre, el guayabo será emocional y mentalmente

fuerte, porque su conciencia siempre le va a cuestionar

su poca capacidad para controlar su instinto animal.

Entonces, tratará de superar la depresión y la nostalgia

que lo invade al despertar, será más cariñoso y

complaciente de lo normal, nos dirá cuánto nos ama,

cuánto valemos y cuánto nos necesita en su vida,

palabras y caricias realmente sinceras… Y ahí, el ciclo

vuelve y comienza, esto se repetirá una y otra vez, hasta

que como mujeres nos empezamos a cansar, el amor se

nos irá acabando, entonces este súper hombre pierde

poco a poco su capacidad para controlarnos, su

dominio sobre nosotras, y por ende, su forzada cordura.

Al sentir que nos pierde, pretenderá con la fuerza

retenernos, sacará sus armas físicas y mentales para

demostrar quién es el que manda. Es como si salieran a

relucir las cláusulas ocultas con letra pequeña en el

contrato firmado al inicio de la relación, una penalidad

existente, que sabíamos estaba ahí, pero no quisimos

leer para no arruinar la satisfacción del día en que

aceptamos este acuerdo.


CAPÍTULO VI: MANTENIÉNDOME EN EL ERROR

Sebastián me trajo el desayuno, intenté comer, aunque

sin hambre. El dolor especialmente en la cabeza, me

estaba enloqueciendo. Al recoger los platos de mi

habitación, me dijo que iría a la farmacia, pero no sabía

muy bien qué podía comprar para hacerme curación o


para aliviar el dolor. Yo le respondí, que creía que era

mejor que un médico me revisara, porque me sentía

mal y había unos hematomas realmente fuertes que me

preocupaban mucho. Me dijo, con un rezago de

preocupación en su rostro: “No puedo llevarte al

médico. Dime qué te compro para el dolor”. Yo me

quedé en silencio, una nueva lágrima rodó por mis

mejillas. Él salió, cerró con llave desde afuera la puerta

del apartamento.

Tenía muchas ganas de irme a la casa de mis papás,

pero no podía hacerlo. Ni siquiera podía pararme, no

tenía mi teléfono, además estaba encerrada en ese

apartamento. Así que pensé que tendría que esperar

hasta recuperarme para encontrar la manera de

marcharme. Por lo menos un par de días más, tendría

que estar allí.

Una hora más tarde Sebastián regresó, me trajo unas

pastillas para el dolor, un suero oral y una crema para

aplicarme en los morados. Paradójicamente, después


de ésta su más grave ofensa, no me pidió perdón, por

lo menos no con palabras. Quizás su forma de hacerlo

fue cuidándome, o simplemente me cuidó por miedo a

que mi salud se complicara y tuviera que llevarme al

médico. Sabía que si alguien se enteraba de lo ocurrido,

estaría en problemas judiciales.

Pero también creo que sintió que ninguna palabra sería

suficiente para intentar resarcir el daño, así que prefirió

no intentar pedir disculpas sobre un hecho que

evidentemente era imperdonable.

Me levantó del colchón y me llevó a la habitación

principal, para que pudiera ver televisión mientras

estaba acostada. Sabía que tendría que pasar varios

días en reposo, en recuperación física, en

restablecimiento emocional. Así transcurrieron mis días

esa semana. Sebastián salía a hacer sus cosas, venía

varias veces al día para ver si necesitaba algo, dormía

a mi lado, e intentaba mostrarse dulce y paciente frente


a mi silencio, frente a mi distancia. Mi cuerpo estaba allí,

pero mi espíritu estaba realmente ausente.

Yo ya no era ni su niña, ni su mujer. Ahora yo era una

persona de mirada descompuesta, parecía

desconectada de la realidad, sentía fastidio de su

respiración, de su voz, de su farsa.

Cuatro días después decidí pararme, ya era jueves,

estaba muy intranquila por mi trabajo, así que pensé

que debía ir ese mismo día a llevar mi carta de renuncia.

No tenía ninguna excusa para haber faltado esos días,

tampoco quería justificar de ninguna manera mi

ausencia, pero sobre todo quería preparar el camino

para poder marcharme. Sabía que para dejarlo, tenía

que irme de San Luis, tendría que tener apoyo de otras

personas, encerrarme en la casa de mis papás por una

larga temporada, porque solo mi familia podría

protegerme de él.
Por esos días todo había perdido sentido, nada me

motivaba, pensar en trabajar, crecer profesionalmente,

ser exitosa, eran sueños aplazados y creo que hasta

inexistentes. Me sentí fracasada, derrotada, recordaba

que en las noches que pasaba sin dormir mientras

estudiaba en la Universidad, me distraía pensando en

mi futura vida laboral, en cuán lejos quería llegar, en

todo lo que quería hacer por la gente, por mi país y

hasta por el mundo, creía que era capaz de lograr todo

lo que me propusiera, siempre creí en eso… Pero ahí

estaba yo, esa misma mujer, inmóvil en una cama con

la inocencia abruptamente arrebatada por apostarle a

un amor sin consciencia.

Le indiqué a Sebastián que tenía que ir a la oficina, me

habían estado llamando de manera insistente. Él me

dijo: Si, tienes que ir. Pero yo te llevo. Me di una larga

ducha, ese día me sentí fortalecida. Por fin pude lavar

mi pelo y desenredarlo un poco. Me vestí con un saco

de cuello alto, un jean y unos botines, dejando solo mi


cara al descubierto para que ninguno de los

hematomas pudiera verse.

En la oficina di pocas explicaciones, no supe que

inventarme, no me salían las palabras, así que

simplemente dije que tenía un problema familiar que

requería mi presencia y que necesitaba estar un tiempo

con mis padres. En la oficina, con cara de asombro y

desconcierto recibieron mi carta de renuncia y

procedieron al trámite para generar mi liquidación. Yo

evité las conversaciones, guardé silencio, un silencio

extraño para todos. Claramente yo no era la misma que

trabajaba allí como Jefe de Personal, la joven alegre,

creativa, dispuesta y que siempre tenía el mejor de los

ánimos para recibir y alentar a las personas. Así que hice

lo que tenía que hacer rápidamente, agradecí y me

marché. Nunca supieron que ese día mi cuerpo estaba

absolutamente lastimado y mi alma destrozada,

aunque creo que fue mejor así.


Afuera él me estaba esperando. Me dijo, no te

preocupes, todo va a estar bien. Después conseguirás

otro trabajo, que será incluso mucho mejor. En el

camino se detuvo para comprar algo para almorzar. Yo

lo esperé en el carro.

De regreso rompió el tenso silencio para contarme que

Bernardo y Mariana, una pareja de amigos llegarían esa

noche al apartamento, se quedarían unos días allí

mientras se ubicaban en la ciudad. Eso me alegró, por

lo menos no iba a seguir sola con él. Tendría alguien con

quien hablar.

Como pude preparé una cena para recibirlos. No

quería que ellos se enteraran de lo que me estaba

pasando. Su llegada realmente me dio felicidad, sentí

tranquilidad. Escuchar otras voces, risas, me hizo sentir

que todo iba a estar bien.


Al día siguiente preparamos juntos el desayuno y el

almuerzo, escuché las historias y aventuras que habían

vivido durante dos años en Medellín, y traté de darles

ánimo para volver a empezar una nueva vida, ahora en

San Luis.

Al finalizar la tarde, Sebastián dijo: Ya no piensen más en

las dificultades que han vivido, quiero que vayamos a

comer a un sitio especial, que nos despejemos y

distraigamos un rato, quiero que Ustedes se sientan bien,

que se animen. Sebastián sabía que yo aceptaría

acompañarlos, porque no les habíamos contado nada

de nuestros problemas, llevaba un día completo

disimulando mi ira, mi odio y mi dolor.

Salimos del apartamento a eso de las 7:00 pm, yo le

pedí a Mariana que los dejáramos a ellos adelante en

el carro, y nosotras atrás para ir conversando.

Realmente no quería estar tan cerca de él.


Cuando llegamos al sitio, Sebastián pidió al mesero que

trajera una botella de vino, dijo que quería brindar por

mí, por la mejor y más hermosa mujer que Dios había

puesto en su camino, y por sus grandes amigos. Un rato

después, delante de ellos me pidió disculpas por todas

sus fallas, por todos sus errores (obviamente, sin enunciar

el detalle de los mismos).

Yo lo miré con cierto cinismo, traté de sonreír. Sentí

rabia, me dolió que utilizara a nuestros amigos como el

escenario propicio, para enmendar un daño que ya era

irreparable. Yo no pude evitar que mi molestia se

notara, me mantuve callada y distante de todos. Sin

embargo, la noche continuó normal en aquel sitio. Yo

me tomé dos copas de vino, Sebastián unas más.

Eran más o menos las 11:30 pm cuando decidimos ir de

vuelta al apartamento, yo me sentía cansada. Me puse

la pijama y me acosté en la cama, como las noches


anteriores. Sin saber que Sebastián me tenía una nueva

sorpresa.

Él estaba convencido en que lo que estábamos

viviendo era una crisis pasajera, que dándome el

tiempo y portándose como un gran hombre, podía

recuperarme. Esa noche pensó que con la cena todo

había quedado olvidado, que su perdón había sido

aceptado, entonces se acercó intentando besarme. Yo

inmediatamente lo rechacé y sin temor alguno, le dije

todo lo que desde el día de los golpes quería decirle.

Me paré de la cama, llena de furia y con mi carácter

fortalecido le dije que no quería volver a estar con él,

que no quería que me volviera a tocar nunca en su

vida, que le tenía fastidio, asco, que no me había ido

hasta ahora, simplemente porque no quería que mi

familia me viera así, pero que esa relación entre él y yo,

ya se había acabado.

Como era de esperarse, se descompuso, se enfureció.

Me botó a la cama y se abalanzó encima de mí. Con


sus dos manos cogió mi cara con fuerza para besarme,

se movía como un perro excitado, yo empecé a

patalear, a sacudir todo mi cuerpo para evitar que me

tocara, pero su fuerza era muy superior a la mía.

Mientras continuaba restregando su cuerpo al mío, se

quitó su pantalón e intentó con fuerza quitarme el mío,

me decía: “Gran puta usted es mía, y tiene que hacer

lo que yo diga”. No sé cómo lo logré, pero me zafé de

sus brazos y lo empujé hacia un lado, me paré de la

cama e intenté correr a la puerta de la habitación, sin

embargo, Sebastián es mucho más habilidoso que yo

para pelear, así que antes de lograr salir me agarró y

empezó a golpearme otra vez.

En medio de su locura, tomó el teléfono y me amenazó

con llamar a mi mamá para decirle que yo era una

perra, que no quería estar con él, porque seguro tenía

un amante. Mirándome con cara de desquiciado,

desnudo, sudando, me decía: “Su mamá va a escuchar

en el teléfono todo lo que yo le haga aquí. Le voy a

decir que la voy a matar a Usted por perra”. Yo lloraba


y gritaba, le pedía que me hiciera lo que quisiera, que

me matara si era el caso, pero que no involucrara a mi

mamá en esto, ella no tenía la culpa de nuestro

problema.

Bernardo y Mariana estaban en la otra habitación. Los

alcancé a escuchar discutiendo qué debían hacer,

pero Sebastián les estaba dando el hospedaje que en

ese momento necesitaban, así que sintieron que no

debían meterse en un problema de pareja. Se

encerraron en su habitación y esperaron que todo

pasara.

Sebastián nuevamente me pateó, me botaba a la

cama, me halaba, me empujaba, me golpeaba contra

la pared, me apretaba los brazos, me pegaba

cachetadas. En un instante me agarró del cuello y con

ganas de asfixiarme me sostuvo por unos segundos,

cuando el aire ya me faltaba se cansó y me soltó. Caí

al suelo, encogí mi cuerpo queriendo protegerlo,

guardé silencio. Mi cuerpo temblaba sin parar, tenía


mucho miedo, tenía terror. Él se acostó en la cama,

encendió el televisor y se quedó dormido. Yo tirada en

esa alfombra permanecí hasta el día siguiente.

Creo que esa noche los golpes pasaron a un segundo

nivel de importancia, el maltrato superó el estadio

inicial, ahora tenía una connotación sexual frente a la

cual me sentí más vulnerable, más herida, más

lastimada, verlo como un animal en celo afanado por

montar a su hembra, sentir que quería violarme, que

podía obligarme a tener sexo con él, fue lo más

repudiable de esa escena. A partir de ese momento,

realmente lo odié.

Yo, en el piso, sudaba frío, mi cuerpo no paraba de

temblar, estaba descompensada. Sentía su olor en mi

cuerpo y me repugnaba. Sin embargo, el tiempo

siempre será el mejor calmante ante una dificultad, así

que horas más tarde me dormí.


En la mañana él se despertó. Otra vez como si nada

hubiera ocurrido, sin palabras, sin perdones, sin

disculpas, sin arrepentimiento. Guardando cierta

distancia me dijo: Voy a salir ya de la habitación, así que

acuéstate en la cama. Sin mirarlo, como si yo fuera un

robot, me paré de aquella alfombra, me subí a la cama

y me arropé, toda la noche había tenido frío, así que

intenté calentarme bajo las cobijas. Él salió de la

habitación, lo escuché conversar con Bernardo y

Mariana de forma natural, sin mencionar una palabra

de lo ocurrido, haciendo del descaro su mejor disfraz.

Les dijo, vamos a preparar el desayuno, puso la radio

mientras cocinaba, charlaba y reía con ellos.

Luego me llamó desde el comedor, para que pasara a

desayunar. Yo no respondí, ni me moví de la cama. Ante

mi falta de reacción a su llamado, le pidió a Mariana

con tono de compasión que me convenciera de

desayunar con ellos. Mariana algo incómoda con la

situación, teniendo que interceder por alguien que

consideraba no debía hacerlo, se paró y fue hasta la


habitación. Sin encender la luz, se sentó en la cama a

mi lado, y me dijo con mucha dulzura: Perdónanos por

no haber hecho nada ayer, pero Bernardo pensó que

era mejor no meternos en sus problemas. Siento lo que

te está pasando y voy a ayudarte en lo que necesites.

Cuenta conmigo. Vamos y comes algo, tienes que ser

fuerte. Yo, asentí con mi cabeza y con una sutil sonrisa

le respondí: Ya voy.

Decidí cambiar mi pijama. Me puse un short corto y una

blusa de tiras para que todos me vieran, para someterlo

a la vergüenza; por lo menos con ellos, no había ya

nada que aparentar. Cuando llegué al comedor

Mariana me vio, sus ojos se aguaron, estuvo a punto de

llorar. Con mi mirada le hablé, quería que estuviera

tranquila, sabía que ellos no tenían la culpa de nada y

lastimosamente, estaban en una encrucijada, pues

dependían económicamente de la ayuda de

Sebastián.
Mariana me trajo hielo para poner en una de mis

mejillas, que estaba un poco inflamada. Yo les hablé

normal a ellos, ignorando a Sebastián. A él no le volví a

dirigir ni siquiera un saludo.

Sebastián estuvo con nosotros en el apartamento sin

dejarme un minuto sola durante los siguientes tres días.

Si había que comprar algo o debía hacer alguna

diligencia importante, le pedía el favor a Bernardo para

que él no tuviera que salir de allí.

El miércoles de esa semana recibió una llamada de su

socio, debía ir al restaurante para solucionar un

inconveniente. Bernardo y Mariana habían salido

temprano a buscar una opción de negocio que les

permitiera reconstruir su vida en San Luis, y poder irse

lejos de la turbulenta vida de Sebastián.

Sebastián intentó solucionar el inconveniente desde el

teléfono, pero no fue tan fácil, así que no tuvo otra


opción que dejarme sola en el apartamento. Mientras

se arreglaba para salir, lo noté un poco angustiado por

lo que yo pudiera hacer en su ausencia. Se movía de un

lado a otro del apartamento, buscó la manera de

mitigar todos los posibles riesgos: Se llevó mi teléfono

celular, buscó que no hubiera dinero en ningún lugar

guardado, tomó las dos copias de llaves que habían en

el apartamento y aseguró la puerta al salir.

Yo en silencio seguí leyendo una revista en la sala. Se

fue a eso de las 10:00 am. Cuando se marchó, durante

un par de horas pensé cómo podía irme, contemplé

diversas opciones pero no tenía ni siquiera cómo llamar

a un cerrajero, mucho menos cómo pagarle para que

me abriera la puerta. Así que desistí de esa idea por

ahora, y me acosté a ver televisión.

Eran cerca de las 5:00 pm cuando Sebastián golpeó

fuertemente la puerta. Empezó a gritar desde afuera:

abre la puerta, abre la puerta. Yo me encerré en la

habitación con mucho miedo, no entendía qué


pasaba, él tenía las llaves ¿Cómo podía yo abrirle

desde adentro la puerta? ¿Nuevamente estaba

descontrolado?

Pues así fue. Sebastián había, otra vez, tomado unos

tragos, venía ebrio, absolutamente ebrio. Rompió el

vidrio superior de la puerta, para intentar abrir, yo sentía

que forcejeaba la puerta de forma insistente. Minutos

más tarde recordó que él tenía las llaves en su

chaqueta.

Entró al apartamento y de un solo empujón abrió la

puerta de la habitación, me sacó de allí y me llevó a la

sala, donde empezó a golpearme, me gritaba Sucia,

vagabunda, perra, Usted no quiere estar conmigo

porque debe tener a otro tipo. Una vez más, la idea

recurrente que rondaba en su mente para justificar mi

evidente desamor hacia él, se había apoderado de su

conducta. Ese día, particularmente los golpes fueron

menos letales, menos contundentes, o quizás mi umbral


del dolor estaba ahora más alto y ya un golpe más o un

golpe menos, me daba lo mismo.

Recuerdo la imagen de mi cuerpo nuevamente tirado

en la sala, su lugar favorito para golpearme porque le

proporcionaba el espacio suficiente para impulsar sus

impactos, yo una vez más, en posición fetal tratando de

cubrirme la cara. Desconectada de la realidad.

Mientras me golpeaba solo pensaba que como fuera

ese mismo día tenía que encontrar la forma de escapar

de allí. No atendía a sus golpes. Solo pensaba en la

estrategia para huir, en cuánto tenía que correr una vez

cruzara la puerta de salida, en cómo iba a conseguir

dinero para llegar al terminal de transporte y luego

viajar hacia donde mis papás.

Él tambaleaba, no podía sostenerse bien, estaba muy

ebrio, gracias a Dios. Me haló del brazo hasta la

habitación, se tiró en la cama boca abajo, y en

segundos pareció estar dormido. Entonces supe, que

era mi última oportunidad de salir viva de aquel lugar.


Me quedé quieta en la alfombra, esperando saber el

momento en que estuviera realmente dormido. Noté

que su respiración se iba volviendo lenta y profunda,

pronto empezó a roncar. Escuché por última vez ese

perturbante sonido respiratorio, tomé fuerzas y me paré

del piso. Calculando cada uno de mis movimientos, di

unos pasos, y de la forma más suave posible fui

caminando por el pasillo hacia la salida del

apartamento, haciéndome invisible, imperceptible, era

mi instinto de supervivencia el que estaba a flor de piel.

De pronto Sebastián se movió bruscamente en la cama,

asustado sollozó, yo sentí que me había descubierto,

quedé estática, fría, mi corazón se agitó. Yo estaba de

espalda a la habitación, no podía ver qué estaba

pasando, así que cerré los ojos y me preparé para lo

peor.

Tras un minuto eterno, el ronquido volvió a sonar.

Paradójicamente en ese momento se convirtió en mi


sonido favorito, era como una alarma de evacuación,

una alerta de salvación.

Seguí caminando y llegué al comedor, tomé de su

billetera lo único que había, dos mil pesos. Entré a la

cocina y tomé la ropa que había lavado días antes y

estaba colgada en proceso de secarse. La empaqué

en una bolsa rápidamente y salí. Abrí la puerta del

apartamento con mucho cuidado, sabía que cualquier

sonido podía despertarlo. Recuerdo que mis manos

sudaban y mi cuerpo temblaba, tenía demasiado

miedo. La logré abrir sin problemas, pero supe que no

debía cerrarla, el roce de la guarda de seguridad haría

ruido, así que solo dejé la puerta presionada con el

marco de la misma, y corrí, corrí como si detrás viniese

una avalancha, sin pensar en nada más que en mi

propia supervivencia.

Llegué en un instante al supermercado, pedí que me

vendieran una llamada telefónica, llamé a mi mamá, a

quien debí llamar la última vez que estuve allí. Eran casi
las 6:00pm, estaba a segundos de empezar la misa a la

cual ella asiste todos los días, pero me alcanzó a

contestar. Solo le dije: “Mami, necesito irme para donde

ustedes ya mismo, pero no tengo ni siquiera como llegar

al Terminal, tampoco tengo documentos, ni tarjetas, ni

nada. No puedo ir a donde mi hermano, necesito salir

de San Luis. Por favor, ayúdame. Dime qué hago”. Con

la intuición de mamá que solo ellas tienen, sin hacerme

una sola pregunta, entendió que algo muy grave

estaba pasando. Nunca antes yo le había pedido

ayuda de esta forma. Me dijo llámame en cinco minutos

otra vez, y ya te digo qué podemos hacer. Conté

exactamente los cinco minutos y volví a llamarla. Con

un tono de felicidad me dijo: Vas a tomar un taxi hasta

el centro de la ciudad, allí hay una notaría donde

trabaja Rafa un amigo incondicional, él te está

esperando, te va a pagar el taxi y te va a dar dinero

para que llegues al terminal y puedas venir a la casa.

Solo le respondí: Gracias mamá. En un rato nos vemos.


Tomé el primer taxi que cruzó en mi camino, y fui a la

dirección que mi mamá me dio. Al llegar Rafa me

estaba esperando. Nuevamente, sin preguntarme

absolutamente nada, me abrazó y me dijo, no te

preocupes, toma estos cien mil pesos y ve a la casa.

Unas lágrimas se rodaron por mis mejillas, le agradecí

infinitamente. Creo que hasta hoy Rafa no sabe que me

salvó la vida ese día, y que eso es algo que nunca voy

a olvidar. Siempre lo llevo en mi corazón.

Volví al taxi y me fui al Terminal. Al llegar a ese sitio ya

habían pasado casi dos horas desde mi salida del

apartamento, sentía que ya se podía haber despertado

y que quizás el primer lugar donde me buscaría sería

allá. Así que caminé con la angustia propia de un

momento de persecución, lo veía por todos lados, tenía

mucho temor que me encontrara.

Pregunté en varias taquillas para asegurarme de

escoger la primera ruta en salida. Compré el tiquete y

me subí al vehículo, me senté en una de las sillas


delanteras, abrazando la bolsa que me acompañaba.

Respiré profundo, las lágrimas seguían saliendo, lo que

sentía no era tristeza, me sentía decepcionada de mi

misma. ¿Cómo una persona como yo, estaba sometida

a esta situación? ¿Por qué esperé hasta esta instancia

para tomar una decisión que sabía debía tomar desde

antes? ¿Por qué me alejé de las personas que me

podrían brindar apoyo oportunamente?


CAPÍTULO VII: DESPUÉS DE LA HUÍDA

Sentía un vacío en mi estómago, escalofrío, pensaba

qué pasaría al día siguiente cuando Sebastián supiera

que yo ya no estaba allí ¿Cuál sería su reacción?

Al llegar a casa de mis papás, ellos estaban durmiendo,

eran un poco más de las 12 de la noche. Se despertaron

para recibirme, me abrazaron y sonrieron, noté su

alegría de que yo estuviera en la casa. Solo les dije que

había terminado mi relación con Sebastián y que quería

estar un tiempo con ellos. De su parte no hubo

preguntas al respecto, solo me dieron la bienvenida y

me dijeron: Esta es tu casa, siempre lo será.

Mi mamá me acompañó a la habitación, me acomodó

en la cama y me acarició la cabeza en silencio. Creo

que ella sabía que el problema era mucho mayor,


sentía mi dolor, veía mis ojos sin brillo, mi tristeza reflejada

en la ausencia de mis sonrisas y en mi energía

desgastada.

Le dije: “Mamá, Sebastián no sabe que yo estoy aquí. Él

no va a aceptar fácilmente que yo acabe esta

relación, así que es probable que venga a buscarme,

pero quiero que sepas, que yo no voy a estar más con

él, todo lo que sentía se acabó, ya no lo quiero y no

quiero volver a esa relación nunca más”. La abracé

fuertemente, e inevitablemente lloré.

Ella me acarició y me dijo: “Tranquila todo va a estar

bien. Nosotros vamos a cuidarte y a defenderte de lo

que sea. Si ya no quieres estar más con él, sé

perfectamente que tienes razones suficientes, porque

sé que has soportado demasiadas cosas en esa

relación, así que si tienes el valor de acabar con algo

que te hace daño, cuentas con nosotros. Ahora

duerme, descansa mi niña”.


Y por primera vez en tantos días, dormí tranquilamente,

sintiendo que había tomado la mejor decisión en

muchos años. Sentí paz. Recordé que alguna vez le

pregunté a una prima cuando firmó su divorcio ¿Cómo

te sientes? Y me respondió: Me siento como cuando te

quitas el brassier en la noche… ¡LIBRE! Y así, literalmente

me estaba sintiendo yo esa noche, por fin, libre.

La voz de mis papás hablando, los sonidos de mi mamá

en la cocina y el aroma del café de la mañana, de ese

que nunca falta en mi casa, me dieron una sensación

reconfortante al despertar, realmente estaba allí, con

ellos, con los seres que más amo en la vida, protegida,

amada, bien tratada.

Pese a los 35° centígrados que hacían ese día, antes de

salir de la habitación me puse un pantalón de licra y una

blusita manga larga de algodón. No quise que mis

papás vieran los morados en mi cuerpo, creo que

habría sido algo muy doloroso e impactante para ellos.


Mi mamá me preparó el desayuno, recuerdo que con

amor me hizo las arepas que tanto me gustan, se

sentaron conmigo a la mesa para compartir juntos,

conversamos de muchas cosas, todas ajenas a mi,

trataron de relajarme, de llenarme de amor, de

alejarme de la perturbación, y como siempre lo

lograron. Estar a su lado me devolvió la vida.

Como era de esperarse, el teléfono de la casa timbró, y

ese sonido hizo vibrar mi sistema nervioso. Mi mamá

contestó, segundos después escuché: Hola Sebastián.

Mi mamá que siempre ha sido una mujer comprensiva,

paciente y calmada, le dijo: Sebastián, ella está aquí.

Llegó anoche. No te preocupes que está bien, está con

nosotros. A lo que creo que él con algo de desespero

respondió, diciéndole que no podía perderme, que yo

era su vida, que le dolía lo que estaba pasando, que no

sabía qué hacer para recuperarme. Ella le indicó que

debía calmarse y darme tiempo, que no se apresurara,

que unos días de distancia podría darnos la sabiduría y


seguramente, podríamos conversar después, de una

forma civilizada y tranquila.

Lo que mi mamá pretendía era controlar su afán de

venir a buscarme, tratar de mantenerme en paz por lo

menos unos días. En el fondo todos sabíamos, que antes

de lo pensado, él llegaría a allí.

Y así fue, el viernes al final de la tarde, Sebastián llamó

a la puerta. Venía con cara de arrepentimiento, mi

mamá abrió y él se puso a llorar, se arrodilló y le pidió

perdón. Le dijo que lo ayudara para que yo lo

perdonara, pero mi mamá sin saber cuáles eran las

razones de mi decisión, le dijo que solo yo podía saber

qué era lo que debía hacer. Que ella solo esperaba,

que fuera cual fuera la decisión, él supiera respetarme,

comprenderme y aceptar.

Mi mamá me llamó para que hablara con él. Yo le pedí

que nos sentáramos afuera de la casa, para que mis


papás no escucharan nada de lo que íbamos a hablar,

además porque el estar afuera me hacía sentir más

segura, la calle de la casa era transitada, así que

difícilmente podría intentar golpearme.

Aclaro que el Sebastián de ese momento, era el

socialmente encantador, el hombre dulce, conmovido

y conmovedor. Yo, en ese momento, era

absolutamente consciente que las mentiras más bellas

son las más peligrosas, así que por primera vez, no

estaba dispuesta a creer una sola palabra, ni a caer en

la atracción y seducción que hace el cazador a su

presa.

Así que simplemente lo escuché, por momentos sentí

ganas de llorar con él, realmente su capacidad de

expresar el dolor era de tal magnitud, que podía

doblegar al más frío espíritu. Sentí tristeza, dolor, recordé

cada instante vivido a su lado, los buenos y los malos

momentos, el inicio, el recorrido, y el final que ahora

estábamos teniendo.
Me vi como en un espejo, la niña que empezó con él y

la mujer que ahora lo estaba mirando, con un crudo

dolor.

Luego de escuchar el discurso masculino heredado

genéricamente, ese que saca como carta final frases

como: yo me quiero casar contigo, no me veo y no

quiero estar con ninguna otra mujer que no seas tú,

volvamos a estar juntos, déjame demostrarte que yo

aprendí de este error, que yo puedo ser el mejor hombre

por ti, yo puedo empezar un tratamiento para controlar

mi mal humor y mi agresividad, contigo a mi lado yo soy

y puedo ser mejor persona, esas y todas las palabras

que las mujeres enamoradas quisiéramos escuchar

siempre en una relación, pero que odiamos que

pronuncien justo para enmendar su más grave error,

cuando de nuestra parte ya no hay amor.


Después de un largo rato de escuchar sus súplicas, sus

argumentos, sus estrategias, le pedí que se fuera, que

ya no había nada que hacer, ya yo no sentía nada por

él, realmente me repugnaba.

Él después de abrazarme, se marchó. No sin antes

decirme, que iba a intentarlo todo para recuperarme.

En silencio me quedé observándolo mientras se

marchaba, pensando si lo que me dijo era una promesa

o una amenaza. Después de todo, estaba preparada

para lo peor, sabía que éste iba a ser uno de los

procesos más difíciles de afrontar en mi vida.

Sebastián creía que yo era de su propiedad, que el

hecho de haber tenido mi primera relación sexual con

él, lo hacía mi dueño. Ese concepto retrógrado, le dio

por los siguientes meses el permiso para hacerme

escándalos donde yo estuviera, no soportaba verme en

la calle, sentada con mis familiares o amigos en algún

bar. Intentó usar sus ofensivas palabras y sus amenazas


de pelea para marcar lo que aún consideraba “su

territorio”.

Si visitaba a algún amigo en común, él aprovechaba

para llegar allí, me buscaba para pedirme perdón, para

contarme que estaba yendo al psiquiatra, me mostraba

las pastillas que estaba tomando, me decía que se

arrepentía de todo el daño que me había causado,

que me seguía amando y que sabía que yo iba a

regresar con él, porque estaba haciendo todo su

esfuerzo por cambiar y ser un gran hombre.

Fueron unos duros meses, tener un rival con estas

características implica desarrollar una fortaleza

emocional y mental de gran nivel. Nunca será fácil

terminar una relación como la que yo tenía con

Sebastián, nunca será fácil cerrar ese ciclo, soltar,

liberarse. Así como tampoco será fácil mantener la

relación, soportarla, aguantarla. Por eso, llega un

momento en el que debemos decidir cuál dificultad


preferimos afrontar, la de sobrellevar una relación

nociva, tóxica, caótica, sin fecha de caducidad, o la

de asumir con fuerza la avalancha de problemas que

trae consigo la finalización de un contrato mal

elaborado, proceso tortuoso que seguro, durará unos

meses, pero no toda la vida.

Mi familia siguió siendo mi soporte, me acompañaron y

me apoyaron durante esos difíciles meses. Soportaron

los chismes que en torno al tema se generaron, las

palabras de la gente que veía el dolor de Sebastián

ante mi pérdida y me veían a mí, sin ningún sentimiento

hacia él.

Por ese tiempo entendí el daño que ocasionamos las

personas cuando sentimos el derecho de opinar sobre

algo que no nos afecta, no nos involucra y que además

desconocemos. La gente nunca supo el trasfondo de

las cosas y siempre se equivocaron al emitir juicios de

valor de algo que no vieron, no sintieron, ni presenciaron

o vivieron, es fácil decir que sufre más aquel, que pobre


lo dejaron de querer, que esa mujer no vale la pena,

que no tiene corazón, cuando lo único que tenemos es

lo que se ve en el escenario, pero atrás del telón está

normalmente la verdad de cada obra.

Pensando en evitar más escándalos, mantuve mi

versión aislada de la verdad, no le comenté a las

personas las causas que me habían llevado a tomar la

decisión, ni siquiera mi familia tuvo mi descripción de los

hechos. Preferí decir siempre, que tenía razones de peso

para terminar con él, y que simplemente se había

acabado todo lo que yo sentía. Creo que en ese

momento, solo a una pareja de amigos accedí a

contarles lo ocurrido, sabiendo que en ellos podía

confiar absolutamente y, que realmente, necesitaba

desahogarme. Cuando exteriorizamos lo que sentimos

o pensamos, de una u otra forma podemos verlo desde

afuera, más objetivamente, y a veces (no siempre) las

personas pueden darnos poderosos consejos que

alimentan la valentía, que frente a estas circunstancias

se requiere.
Pero siempre, es muy importante saber elegir las

personas con las cuales vamos a tener este tipo de

conversaciones tan íntimas, porque en esos momentos

de vulnerabilidad, las palabras que nos digan pueden

conducirnos a favorables o perversas decisiones.

Así transcurrieron alrededor de seis meses, yo como

protagonista de muchos rumores, chismes y

comentarios, me convertí en el platillo favorito para

acompañar un café en las tardes de conversación de

aquella ciudad. Decires que iban y venían, y que poco

a poco me fueron dejando de importar, fui yo la que

contrarrestó el peso de los mismos, cuando ni mis

expresiones, ni mis palabras, mostraban emoción

alguna.

Cuando lo que decimos o hacemos hacia los demás,

no genera el impacto o la consecuencia esperada,

tarde o temprano, nos cansamos de intentarlo. Por eso,

casi seis meses después, la marea se fue calmando, la


gente se fue olvidando de aquel chisme bomba, y tanto

él como yo, fuimos volviendo a la normalidad. Bueno, si

a la vida de él se le puede llamar “normal”.


CAPÍTULO VIII: RENACER

Desde el día en que llegué a la casa de mis papás,

permanecí tres (3) meses sin trabajar. Me sentí

desconcertada, había estado acostumbrada a tener

mi propio dinero, a comprar mis cosas, y sobre todo a

ayudar económicamente a mi familia.

Cuando el dinero empezaba a escasear en mi casa, y

las deudas apremiaban, tengo que confesar que sentí

la ausencia de Sebastián. Si bien, siempre fue muy

desordenado con la administración de sus finanzas,


cuando yo necesitaba algo, él se esforzaba por intentar

ayudarme. Entonces su presencia, me hacía sentir

respaldada ante cualquier dificultad.

Ahora, el tener que estar sola y solucionar los problemas

sin la ayuda de un hombre del que de una u otra forma,

se genera una dependencia, fue también difícil.

Sé que muchas mujeres soportamos infamias por el

profundo temor que genera el tener que afrontar la vida

sin la ayuda de un hombre. Muchas veces creemos que

aun si tenemos un trabajo, solas no vamos a lograr tener

la vida que gozamos al lado de ellos, al lado de un

Sebastián.

Pero lo que descubrí después de la tormenta, es que

cuando permites que el universo movilice sus energías,

cuando te das el tiempo de esperar sin desesperar,

cuando empiezas a sonreír aun sin tener grandes


motivos, la luz de la vida te indica el camino adecuado,

y las cosas fluyen, llegan a ti.

Estando sentada afuera de mi casa, César, un señor

que me conocía pasó en su moto, y segundos después

se devolvió. Se acercó a mí, me saludó con la alegría

que lo caracteriza, me preguntó cuál era mi profesión,

estaba seguro que había estudiado algo relacionado

con la salud. Me comentó que una amiga de él le había

pedido el favor de ayudarle con la búsqueda de una

persona para trabajar en un importante cargo zonal en

una nueva entidad de salud, cuya sede para la región

sería en la ciudad donde viven mis papás.

A mí me sorprendió un poco, y pensé que no tenía

experiencia en el sector salud, además tenía tan solo 23

años. Sin embargo, le entregué mi hoja de vida para

que la analizaran. No le comenté nada a nadie. Pero

días después, la oferta fue formal y el cargo era mío.


El salario era casi el doble de lo que ganaba en San Luis

y los gastos viviendo en la casa de mis papás eran

mucho menores que los de la capital. Así que supe que

era una bendición. Que la vida quería demostrarme

que sin un hombre a mi lado, también podría conseguir

grandes cosas, que no necesitaba a Sebastián para

estar bien. De hecho, ahora iba a estar mucho mejor

que con él.

Entonces supe que cuando estás rodeado de gente

que tiene una vida tóxica, su energía contamina la

tuya, e imposibilita que el universo te entregue lo que

tiene guardado para ti. Por eso, cuando estamos

rodeados de personas así, las cosas regularmente nos

salen mal, nos pasamos los días de problema en

problema, salimos de una dificultad y ya estamos

metidos en otra. En cambio, cuando limpias tu círculo, y

permites la entrada solo de las personas buenas, que

valoran la vida, que se esfuerzan, que no le hacen daño

a los demás, que son amigables, honestas, alegres,

positivas, tu propia percepción del mundo se modifica,


es como si le quitaras el polarizado al vidrio de tus ojos,

entonces el brillo vuelve a resplandecer, te das cuenta

que la felicidad puede encandilarte porque está

presente en todo, en lo magno, en lo pequeño, en lo

simple, en lo complejo, en lo evidente o en lo abstracto.


CAPÍTULO IX: APRENDIZAJE CONSECUENTE

Hoy tantos años después de esta experiencia, puedo

decir que el día en que me marché de ese

apartamento, tomé la mejor decisión.

Me di el permiso de crecer personal y profesionalmente,

de ir por la vida entregando lo mejor de mí a quienes

me rodean, de ayudar a muchas personas, de

acompañar e impulsar el crecimiento de otros. Mi

camino laboral me llevó a conocer el sector financiero,


hoy trabajo como Directora de Talento Humano y siento

que con mi trabajo hago pequeñas y grandes cosas por

la gente, por mi país. Me apasiona ayudar a los demás

a superarse, a desarrollarse, a creer en lo que es posible,

a cambiar sus propias vidas.

A pesar de lo doloroso de esta experiencia, hoy estoy

convencida que soy la persona que soy, gracias a cada

difícil situación que viví, y no se trata de un pensamiento

masoquista, claro que no. Solo valoro mis propios

errores, porque de ellos tuve las más grandes lecciones.

Ahora soy consciente que cada cosa que entra en mi

vida, es por mi elección, y que lo bueno o lo malo que

viva siempre es mi decisión. Entendí que la culpa

siempre está más en uno que en el otro, y que por eso,

quizás muchas mujeres no nos atrevemos a denunciar

los vejámenes que vivimos en una relación, porque en

el fondo cargamos con la condena de nuestra propia

elección.
Creo firmemente que las mujeres somos absolutamente

poderosas, que tenemos una sensibilidad altamente

desarrollada que nos permite ver más allá de los

sentidos, que tenemos la capacidad de influir en el otro

sin que la intención sea percibida, que podemos

analizar y comprender una situación desde todas sus

ópticas, porque nuestra mentalidad es más abierta,

más comprensiva, más tolerante, menos radical. Por

esto, no creo en la mujer como víctima, ni en los

discursos feministas que reclaman derechos de una

mujer poco valorada, por lo menos no en la sociedad

occidental.

Creo que nuestra lucha como mujeres es

principalmente con nosotras mismas, que somos

nosotras las que por distintos intereses nos hemos

atrevido a poner por encima de nuestro valor el altísimo

precio que trae la comodidad, el confort, el estatus

social entregado por un hombre con poder económico

o social superior al nuestro; hemos preferido tener la

vida material soñada, acortar nuestro camino de


sacrificio para alcanzar nuestros propósitos con la

catapulta de un hombre que nos ofrece la posibilidad

de tener lo que queremos más rápido y con menos

esfuerzo.

Sé que mis palabras son como el dedo en la herida,

pero debemos romper con nuestra doble moral,

debemos empezar por nuestro propio conocimiento y

reconocimiento, por empoderarnos de nuestras propias

vidas, por entender que lo que obtenemos no depende

de lo que nos den o nos posibiliten, depende de la

fuerza con la que luchemos, de la energía que

depositemos, del esfuerzo que imprimamos a nuestras

acciones, del creer en nosotras mismas.

Después de tanto tiempo reconozco que me gustaba

la posición social que al lado de Sebastián ostentaba,

que en gran parte estaba a su lado por la sensación

irreal de poder y de importancia que frente a los demás

tenía, porque me gustaba sentir la atención que nos

daban, y creía que ese valor lo adquiría solo siendo su


pareja, sin saber que con mis capacidades podía

darme un lugar, incluso, mucho más importante y

valioso que el de ser su acompañante.

Mi intención no es hacer de mi experiencia una historia

más del atropello a la mujer, porque sé que también

hay hombres víctimas de muchas acciones perversas

de sus parejas, así que esto no es un tema de género,

creo que es un tema de personas, que es necesario

tomar las riendas de nuestras propias vidas, y sentirnos

capaces de conducir nuestro destino, de llegar hasta

donde queremos, de luchar, pero sobre todo, de

aceptar las consecuencias de nuestras decisiones.

Ojo, esto que digo, aplica no solo para las relaciones

amorosas, sino para las relaciones familiares, amistosas,

comerciales, empresariales, para los errores que

cometemos en cualquier ámbito de la vida. Solo

cuando somos capaces de auto observarnos, de mirar

nuestro interior de forma fría y objetiva, descubrimos

cuáles de nuestros movimientos, de nuestros


pensamientos, de nuestros sentimientos, de nuestras

intenciones, nos condujeron al punto donde llegamos.

Solo reconociendo esto, seremos capaces de

transformar nuestras equivocaciones en aprendizajes, y

es ahí, justamente donde evolucionamos, donde

logramos hacer una versión mejorada de nosotros

mismos, y logramos realmente resultados diferentes.

Quienes se niegan a esto, y mantienen el análisis causal

de sus tragedias en los factores externos, son las

personas que se estancan, que se enfrascan, que

fracasan, que pueden llegar muy lejos en un momento

dado, pero su permanencia en la cima es

momentánea, absolutamente temporal. Estas personas

no son capaces de mantener un estado de éxito, de

tener una estabilidad en su vida, porque sin darse

cuenta, cometen errores que son incapaces de

corregir. ¿Cómo puedo reparar una máquina si me

niego a ver la pieza que está desajustada? Poner sobre

la mesa nuestras debilidades, nuestras equivocaciones,

será siempre el inicio de la transformación personal. No


teman poner al descubierto sus más pobres

pensamientos, les aseguro que todos los tenemos, pero

son grandes personas las capaces de afrontarlos por

asquerosos que sean.

Por eso, estoy absolutamente segura que la mejor

estrategia que utiliza la vida para evolucionarnos y

revolucionarnos, es la crisis. No hay un arma más

poderosa que la crisis, la extrema dificultad o el

profundo dolor, para conducirnos a un estadio superior

de nuestro propio ser. Estoy convencida que la

diferencia entre el éxito de una persona u otra, radica

principalmente en las dificultades que ha superado.

Podría decir que los más grandes líderes de la historia,

son personas resurgentes de vidas caóticas y tristes, y

esto ocurre no porque el universo compense en una

forma de yin y yang (o quizás sí), mi teoría es que el

aprendizaje consecuente que se da en la fase final de

superación de una crisis, es la elevación de la

conciencia a niveles por encima del promedio,

produciéndose una especie de iluminación que genera


una ampliación de la perspectiva desde la cual se

percibe cada situación, la capacidad de análisis, de

comprensión y de observación sufre un desarrollo

potencial, que hace de estas personas, gente

realmente especial.

Por Sebastián no hay ni el más mínimo rencor o

resentimiento, por el contrario a veces siento lástima de

ver su vacía vida, es el tipo de personas que les

menciono, incapaces de auto analizarse, de enfrentar

sus defectos, de cambiar. Sus días continúan en una

dinámica similar a la de hace años cuando ocurrió todo

esto, estoy segura que después de mi muchas más han

sido golpeadas y maltratadas por él, podría jurar que

Sebastián aún continúa teniendo esas mañanas de

arrepentimiento por los actos cometidos el día anterior,

sin encontrar la manera de controlar definitivamente sus

pulsiones animales, entonces frecuentemente realiza

buenas acciones con personas cercanas, ayuda a

personas desfavorecidas, en quienes encuentra un

aprecio sincero, convirtiendo esto en su estrategia


perfecta para lograr el equilibrio que su alma necesita,

el balance entre el bien y el mal.

Por mi parte, siento pena por la mujer que fui en ese

tiempo, pero me enorgullece ver la mujer en la que

después de eso me convertí. Me llena de orgullo saber

que pude reconocer mi lado perverso, las artimañas de

mi propia mente, el lamentable plan sobre el que

construía mi presente y mi futuro; que pude

transformarme y con ésto, influir positivamente en

quienes me rodean, pero sobre todo que puedo decirle

a usted que están leyendo esta historia, antes de verse

como víctima, revise si Usted es el culpable.

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