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Lorenzo Sarmiento Dueñas


Nació en Bilbao en 1952.
Licenciado en derecho por la
Universidad de Deusto.
Ejerció el periodismo durante los
años 1973 a 1982.
Fotógrafo, navegante y fanático
deportista, ha dividido su vida
entre la escritura, la imagen y la
mar, dejando un pequeño hueco
para las leyes.
A la memoria de Hermann Hesse, que con sus escritos
me aclaró grandes dudas.

Y para todas aquellas personas que alguna vez tuvieron


fe en mí y en mis sueños, viajes, escritos y aventuras.

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No os dejeis engañar con que la vida es poco,
bebedla a grandes tragos porque no os bastará
cuando hayaís de perderla.
Bertolt Brecht

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PRIMERA PARTE

7
LA ELECCION

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esde hacía mucho tiempo mi cabeza daba infinitas vueltas, no se re­
almente a donde quería llegar, ni yo mismo lo sabía, pero el tiempo
pasaba demasiado deprisa y mis ansias de viajar no encontraban una
rápida respuesta.
Cada día que empezaba era una oportunidad menos de emplear mi vida
en descubrir sus bellezas. Sentía dentro una tremenda necesidad de verlo
todo, de recorrer el mundo, de mirar, de saber. Otras veces, y para con­
solarme, me sentía afortunado por el solo hecho de pensar en ello y an­
helarlo.
En el colegio, de niño, discutía con mis compañeros de clase sobre lo
que seríamos cada uno cuando fuéramos mayores, y no lograba com­
prender como algunos querían ser ingenieros, ejecutivos o funcionarios.
Yo por el contrario siempre quise interpretar aquella parte de la vida re­
servada para los más raros; payaso de circo, buzo, astronauta o estrella
del rock and rol I.
En el precioso pueblo marinero de Plencia, pasaba los veranos y los casi
tres meses de vacaciones eran una constante aventura navegando en mi
pequeño bote de madera llamado "Julito". Remaba ría arriba y abajo
según las mareas, atento siempre a la terraza de casa, desde donde mi
madre, como en la cofa de un velero, espiaba mi marcha todas las tardes.
Tenía prohibido salir del rompeolas, y no se por que maleficio, a partir de
ahí comenzaba la mar para mí, así el reto era doble, escapar del encierro
del bondadoso enemigo y navegar entre las olas de la bocana, que era el
lugar prohibido.
Traspasado el muelle, volaba el Julito a golpe de sus blancos rem os esca­
lando las olas. Navegaba las calas creyéndome Robinsón. El Castillo,
Punta Moch, Caleta Barrica, en todos estos lugares, imaginaba fantásticas
historias de piratas con la esperanza siempre de encontrar algún valioso
tesoro.
En septiembre, cuando el verano tocaba a su fin y las grandes olas de re­
saca barrían la playa, pasaba largas horas sentado en su orilla estudiándo­
las. Las veía crecer en el horizonte como grandes montañas, para después
y en poco tiempo, romperse en mil rociones de espuma retumbando por
su fuerza.
Un paseo a una roca distante solo una milla, era para mí un largo viaje
oceánico. Podía sentir miedo o alegría en tan solo segundos y convencer­
me al instante que había hecho un gran descubrimiento. Pero mis senti­
mientos no eran siempre los mismos y así unos días era un terrible pirata
que asediaba y torturaba a todo el mundo y otros, el capitán de los bue­

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nos que perseguía sin piedad a los piratas. El cambio se producía según
me hubiera ido en casa, si me habían castigado o simplemente molestado
con alguna cosa, tomaba al día siguiente el papel del pirata que odiaba el
orden establecido, la limpieza y la disciplina, si por el contrario las cosas
habían marchado bien, me transformaba en un juicioso capitán defensor
de la justicia.
Soñaba, imaginaba, vibraba con todo aquello, y quizás aún no he dejado
de hacerlo. La razón es sencilla: me encanta seguir haciéndolo. Para mí
es mejor el mundo desde esa prespectiva, y mientras pueda la mantendré
un poco de esa forma; cuarenta años es ya una buena marca de remar
contra corriente y mi barco, aquel que todos tripulamos, cada día navega
más seguro.
En aquellos años de veraneo en Plencia descubrí el surf; otra actividad de
chico "raro". En casa me decían: "por qué no juegas al fútbol o al balon­
cesto como todo el mundo"; y yo siempre contestaba lo mismo: "pues por
eso, porque lo hace todo el mundo". Por eso y por mi pasión hacia la mar,
yo había escogido el surf. Era realmente apasionante cabalgar en las gran­
des olas, se convertía en un constante desafio entre la mar y yo. Unas
veces ganaba la ola y terminaba la carrera en el fondo arrastrado por la re­
saca y la fuerza de la rompiente, otras escapaba de su espuma y jugaba
con ella subiendo y bajando a lo largo de su pendiente transparente.
Ya entonces me consideraba privilegiado al poder estar casi todo el tiempo
en la mar y de empezar a conocer alguno de los secretos que me dejaba
entrever. Sentado en la tabla de surf, flotando solo, esperando que viniera

M i afición por
los botes fue
temprana.

12
En pocos años
logré una franca
mejora de
embarcación.

la próxima ola era totalmente feliz. Lejos del ruido de la gente y de las pa­
labras vacías. Para poder practicar el surf, viajaba en tren las frías mañanas
de invierno del Cantábrico. De Bilbao a Plencia con la tabla bajo el brazo
y mi hermano Diego como cómplice. En esos años apenas existían en Es­
paña trajes de goma y los que se fabricaban, estaban por su precio fuera de
nuestro alcance, por lo que un jersey de lana y una camiseta eran todo el
abrigo del que disponíamos en las gélidas mañanas del invierno.
Surfeábamos dos o tres horas hasta que los dedos de las manos y los pies
se quedaban blancos. Ateridos, corríamos junto al sanatorio de Górliz,
donde hacíamos una hoguera con las maderas que quedaban en la arena
con la bajamar. Con el fuego, poníamos en circulación la sangre de nues­
tro cuerpo de nuevo.
Luego, con el paso de los años y durante mis viajes por las costas del
mundo, agradecí haber aprendido a sufrir y a controlar un poco el cuer­
po. Fueron cientos las ocasiones en las que el frío del surf me pareció un
juego de niños comparado con las situaciones que me tocó vivir. Pero el
entrenamiento, aunque duro, había sido bueno y de esta forma, después
se superan los avatares contrarios con más facilidad.
Pero todo esto nos compensaba, y mojados por dentro y por fuera regre­
sábamos a casa con la incertidumbre de si descubrirían nuestras escapa­
das. En el sótano de casa escondíamos las tablas, nos peinábamos y cogí­
amos los libros como si regresásemos de clase. Hoy pienso que en
aquellos tiempos mi familia, por cariño, no quería enterarse de nuestras
andanzas, y así, entre clases, surf y piras, seguía la vida.

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Las grandes espumas fueron siempre un signo de esperanza.

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Mi padre nació y creció entre botes y aparejos de pesca, fue siempre su
pasión y su entretenimiento favorito. Pero el tiempo que nos tocó vivir
hizo difícil nuestro encuentro marinero y luego, cuando tu cabeza compite
en canas con la suya, te contestas a preguntas que por aquel entonces no
tenían respuesta. Puede ser que fue más difícil para ellos descender hasta
la simple mente de unos niños que cada día cambiaban a la vertiginosa
velocidad que iba transformándose el mundo en los años sesenta. Y así,
tarde tras tarde, los blancos remos de mi bote el "Julito", recorrían las calas
soñando en aventuras, y el traqueteo de su gasolino, el" Maru", se alejaba
en el horizonte buscando su camino.
Entre tanto, largas y aburridas horas de latín, griego, matemáticas y quími­
ca. Y la verdad es que yo no tenía ninguna intención de hablar con Ho­
mero, ni de comprender las historias que se había organizado el bueno de
Pitágoras, ni mucho menos fabricar una aspirina. Yo solo quería entender
nuestro mundo, saber lo que había en la tierra y con quien más vivíamos.
Quizás ahí estaba la respuesta a todas mis prisas. Y como si la vida se me
escapara de las manos, año tras año corría de un lado para otro buscando
una salida, y la mar era mi único aliado. Me refugiaba en él para contarle
mis anhelos y como si me comprendiera resonaban más fuerte las espu­
mas al chocar con las piedras, y los blancos ríos que formaban eran un
signo de esperanza.
U n d ía todo c o m e n z ó , las cosas ca si siem p re suceden a sí. Compré a cré­
dito una preciosa furgoneta Volkswagen y decidí, como siempre había te­
nido planeado, recorrer las costa del mundo montado en ella, haciendo
del vehículo mi casa rodante durante varios años. Fueron dos meses los
que tardamos aún en prepararla, había que acomodarla con todo aquello
que nos fuera de utilidad. Intentamos que durante el viaje no echásemos
de menos ninguna cosa necesaria e imprescindible.
Me hubiera gustado hacer este viaje en barco de vela, pero comprar un
velero lo suficientemente grande y seguro como para navegar con mi fa­
milia, estaba fuera de nuestro alcance. Además tampoco tenía en ese mo­
mento conocimientos suficientes de navegación, ni experiencia alguna en
drizas y escotas. Así que dudando en navegar por mar o por tierra, escogí
el asfalto. Pensé, que quizás observar la mar desde fuera me podría dar
una visión diferente de ella, pues toda persona que ama el océano lo na­
vega y sus conocimientos son casi siempre los mismos, pero querer a la
mar y recorrerla por sus costas observándola, espiándola sumergiéndote
en ella, podría ser una diferente y apasionante experiencia.
A partir de ahí, nació nuestra larga navegación costera que habría de durar
una primera parte de cinco años, con cortas paradas necesarias para ven-

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der lo fotografiado y escrito y conseguir dinero para seguir. En estos inter­
valos trabajé de fotógrafo en importantes acontecimientos de Euskadi, que
me dieron nuevas y sensacionales visiones del mundo que me rodeaba.
En mis años de estudiante había logrado terminar la carrera de derecho y
economía en la Universidad de Deusto y aunque totalmente descentrado
y desorientado con las materias que estudiaba, logré sacar del mundo
universitario una gran afición por leer y escribir. Más tarde me daría la
oportunidad de ejercer la profesión de abogado durante unos años. Me
dio dinero, conocimientos, y la experiencia suficiente para emprender de­
finitivamente el vuelo de la libertad. También me introdujo en mundos
hasta entonces desconocidos de los que guardo pocos buenos recuerdos.
A todas estas circunstancias, se unió como complemento la afición que
desde siempre había tenido por la fotografía, creo que ese interés nació
por querer encontrar un medio de expresar mi aprisionada sensibilidad.
Desde que era niño había vibrado con la música, pasando interminables
horas junto a la batería en divertidas actuaciones por teatros y colegios de
féminas. Aún hoy es uno de mis medios de evasión y descanso favoritos.
Desde muy niño me emocionaban los paisajes melancólicos, y observar
el sol detrás de cristales y plásticos de colores, eran juegos habituales.
También a las personas y figuras que me rodeaban, las cambiaba con fil­
tros y telas adaptándolas a mi gusto. En realidad creo que siempre perse­
guía la belleza en cualquiera de sus formas de expresión.
Con la fotografía podía mejor que con cualquier otra cosa contar todo lo
que veía, así, unos días teñía la mar de rojo a través de los filtros y otros
transformaba los valles en océanos. Con mis trucos fotográficos lograba
siempre engañarme, miraba las cosas tal como me hubiera gustado crear­
las. Transformaba y situaba a mi antojo los objetos dentro de un mundo
irreal, allí donde nunca estaban, sólo nacieron unos segundos en la ima­
ginación, los justos para lograr captarlos y poder recordarlos después.
Para no perderme nada de las cosas que nos da esta vida, fui durante un
corto espacio de tiempo, jefe financiero en una fábrica inglesa. Trajes, ba­
lances y aviones fueron el pobre resultado de mi corta vida de señor im­
portante. Decididamente ese mundo no iba conmigo, y detrás de cada
balance solo encontraba papel escrito de una forma curiosa. Así que des­
pués de un tiempo de ajetreada vida intentando sacar el pan de debajo de
las piedras, no fue tan difícil tomar la decisión de partir. Hacía poco tiem­
po que había nacido nuestro hijo Daniel y cada vez que le miraba en su
cuna, sentía con más fuerza la necesidad de cambiar nuestras vidas. Ne­
cesitaba encontrar una forma de subsistencia que compaginada con un
trabajo, pudiera realizar los ansiados viajes.

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No se si algún día nuestro hijo criticará la vida que hemos llevado, pero
de cualquier forma, seguro que le habremos dejado el privilegio de haber
palpado la tierra desde que nació, y se le habrán quedado los aires y sor­
tilegios que flotan en el aire de cada país por los que pasamos. Miles de
horas de carretera, pocos chupetes y mucha vida fueron la niñez de Da­
niel. Desde niño jugó con árabes, esquimales, beduinos y lapones, ne­
gros, marrones y blancos y jamás ninguno le pareció diferente. Además
alguna vez con cuatro años me dijo: "mira Pipe que cielo más bonito, o
como brilla el mar". El haber aprendido esto era ya un logro importante,
pues despertar desde niño la sensibilidad y la tolerancia, abre el camino
a una vida mejor. Odio la falta de sensibilidad, la intransigencia y la vul­
garidad, el problema es que una gran parte del mundo esta enferma de
todo esto.
Muchos días al volver del trabajo en la fábrica, creía haber encontrado el
equilibrio en mi vida. Hacía firmes propósitos de serenarme y contentar­
me con la situación que de por sí era privilegiada, pero el pequeño duen­
de inconformista que todos llevamos dentro, retorcía al poco tiempo mis
pensamientos, revelándose contra todo ello. No, decididamente era muy
difícil para mí seguir con una vida normal acomodada y renunciar a mis
sueños. Ahora pienso que jamás me hubiera perdonado una renuncia a
ellos por cobardía o comodidad
Por un lado quería complacer a los demás con los planes que tenían para
mí, pero por el otro no lo podía permitir ya que se trataba de la vida, y
esa lucha se desataba constantemente.
Nunca sabré si lo hice bien o mal pero pienso que tampoco es importante.
Creo que lo cobarde hubiera sido haberme quedado dentro de la urna de
cristal que rodea a casi todos los hijos de familias acomodadas, donde
para cada problema hay una solución, y donde las responsabilidades siem­
pre las tiene el mismo, y así escurriendo el bulto puedes pasarte la vida.
También tengo que reconocer que sentía miedo al pensar en las cosas que
dejaba atrás y las que vendrían. No era fácil salir de los mil esquemas al­
macenados en el cerebro durante tantos años y aún más difícil era com­
batirlos y destruirlos. Quizás por eso las grandes decisiones deben ser
irreflexivas, pues si no, te puedes pasar los años sopesando los pros y
contras que inevitablemente toda decisión conlleva .
Así, el día que salí para mi largo viaje, sentí la responsabilidad en la piel
por primera vez, pero estaba convencido que ese era el camino, aún con
algunos vaticinios agoreros. Ahora desde la prespectiva que te da una
vida intensa y muchos caminos del mundo recorridos, me parecen tonte-

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rías aquellos problemas que entonces tanto me asustaban, y de cada kiló­
metro recorrido pudimos beber su sabiduría y de cada persona que cono­
cimos aprendimos siempre algo, y aún así todavía estamos al comienzo
del camino del saber y cuanto más miras y más conoces, más te ríes de tu
propia ignorancia.
En cada visita a un país he querido juntar todas sus bellezas y concentrar­
las en mis fotos y textos, pero es una empresa imposible contener en unas
cortas vivencias el fruto de los siglos. Sí puedes quedarte con el aroma de
la tierra por la que viajas, pero nunca llegas al conocimiento real de las
vidas y gentes que lo forman. Pensar lo contrario es una grave arrogancia.
Quizás ahí reside parte del secreto de viajar, mirar con los sentimientos
abiertos, sabiendo que cada tierra sólo se entreabre un poco a tu curiosi­
dad. El inconformismo ha sido mi mayor virtud, gracias a él he tenido la
fuerza necesaria para salir a ver lo que había fuera, él ha sido mis alas, y
el miedo fue el moderador de mis actos para lograr regresar siempre a mi
tierra.
También estoy agradecido a las críticas, pues hicieron crecer mi fuerza de
voluntad y un amor propio a veces desmedido. Por eso creo que no ha
habido nada que haya dejado de asimilar en las largas navegaciones a lo
largo de "las costas del mundo", ni tampoco quedan reproches ni silen­
cios para nadie. Los largos caminos pasados ahí se quedaron, las expe­
riencias perduraran para siempre, y las palabras se las lleva el viento o se
recogen en unas cuartillas de papel.
La verdad como decía Beltor Brecht; "tu verdad", hay que salir a buscarla.
Por eso estos años de vida en libertad nos han aportado el amor y la preo­
cupación por la tierra en si misma, que antes no teníamos. Pero lo más
evidente es que nuestro mundo se ha hecho diferente en sus contornos,
ahora lo vemos desde ángulos fantásticos y con un cariño especial hacia
él. Sabemos que hay mucho que cambiar, pero también es bonito de vez
en cuando pararse un poco y respirar lo bueno que rezuma.
Fue también gratificante comprobar la gran cantidad de personas que
cada domingo seguían en el periódico DEIA de Vizcaya nuestras aventu­
ras. Con sus preguntas comprobabas que también ellos saldrían si no
fuera por las mil ataduras que los seres humanos nos vamos creando. Es
como una tela de araña que fabricamos nosotros mismos y obligaciones,
impuestos, letras, seguros y facturas, representan con los años la barrera
imposible de franquear, hasta que mueres y, entonces la tela se destruye.
Por eso es bueno salir fuera, o luchar por conseguirlo, y buscar un cami­
no nuevo donde el mundo juegue un papel más importante que el de

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mero sostén de la humanidad, intentando seguir senderos pequeños, vír­
genes algunas veces, bien cuidados otras, donde poder desarrollar actitu­
des que casi todos las personas tenemos dormidas en nosotros mismos.
¿Y por qué no soñar? También creo imprescindible viajar con la imagina­
ción hacia los objetivos más ambiciosos; mientras esto sucede estás vivo,
llegarán o desaparecerán entre las nebulosas de los pensamientos, pero el
solo hecho de haber pasado por nuestra imaginación dejará al menos un
pequeño brote de libertad aunque sea soñada.
El día que mueren estos ideales mueres tu mismo y esa carencia de fanta­
sía y sueños te hunden en el camino del abatimiento y de la fustración. Y
como resultado de todo ello, nace el resentimiento hacia los demás. La
vida por su levedad hay que apretarla contra tí cada mañana para que no
escape. Los intrascendentes actos de los hombres pasan siempre, pero las
maravillas de la naturaleza quedan, al menos por un tiempo. Me gustaría
que antes de cerrar los ojos y despedirme de este bello Planeta Azul, no
me quedase la angustia de haber sido su enemigo. El peligro que conlleva
esto, es también grave, pues los soñadores y trotamundos que vivimos
sustentados por la belleza de la tierra, nos costará mucho más tener que
abandonarla.

Con los filtros lograba ver las cosas de forma diferente.

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Dentro de nuestras cabezas hay cientos de ideas y pensamientos, pero
quizás las palabras son siempre un vehículo pobre con las que no puedes
mostrar tu entusiasmo, ni se te verán brillar los ojos cuande hables de tus
recuerdos y experiencias. A veces, ese ansia de enseñar lo que tu tanto
quieres y admiras, te hace caer en la presunción de que sólo tu camino es
el bueno.
Pero el respeto a los demás es la primera norma que ha de cumplir toda
persona que quiera viajar. Vive y deja vivir, fue siempre nuestro lema. Por
los países por los que hemos pasado fue necesario asimilar las particulari­
dades de cada pueblo y cultura, y jamás pensar que debes dar lecciones a
nadie, es mejor coger lo bueno de cada lugar y sonreír ante lo que no te
gusta.
Así nuestra "elección" fue rechazar caminos mejor asfaltados, para lan­
zarnos al mundo de los vagabundos y soñadores. Eso sí, hemos aprendido
al final una gran lección sobre la felicidad. Está claro que fuera de noso­
tros no existe, ni las cosas ni los hombres te la dan. Ese pequeño y nece­
sario duende reside en nosotros mismos y se te revela cuando aprendes a
no pedir demasiado al mundo, que ya de por si te ofrece su inmensa be­
lleza para que vayas libremente a cogerla.

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HACIA
EL POLO NORTE

El cementerio
del Atlántico
C A SC O Po l a r ,
Dibujo: A LEX SANS

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^/mete de junio de 1976, seis de la mañana. El despertador atruena
nuestra ya dolorida cabeza, la lluvia y las nubes nos despiden para
que no olvidemos el tiempo de nuestro querido Bocho, pero nues­
tro ánimo es sólido y tras saltar de la cama, comenzamos a cargar la fur­
goneta. Una bolsa llena de ropa de calor, otra con la de esquiar para el
frío del verano ártico, las medicinas más usuales y gran cantidad de co­
mida en lata.
Después le tocó el turno a las herramientas y piezas de repuesto, y como
no y con más cuidado que ninguna otra cosa, al equipo fotográfico junto
a dos neveras de playa llenas de carretes. En su totalidad eran diapositivas
con los ASA existentes entonces; 25, 64 y 100. Un buen cargamento de
pilas y baterías completaban el material de trabajo.
Las cámaras, que aún conservo, fueron siempre las mismas; Nikon. Tres
cuerpos modelo FM; uno motorizado y cinco objetivos empezando por el
15mm, 28mm, y 50mm. Los teleobjetivos se componían de un zoom de
70-200mm y de otro de más alcance, un catadióptrico de 500mm. Ade­
más de un fotómetro lunasix, flash y la inevitable colección de filtros.
También un trípode, un duplicador y unos anillos de extensión para foto­
grafiar macro.
La comida se componía de latas variadas de nuestra rica gastronomía, ha­
ciendo especial acopio de alubias, guisantes y cocidos, además de sardi­
nas, anchoas y bonito en aceite. Tampoco podían faltar los grandes pa­
quetes de pasta , que por su buena conservación y su alto contenido en
proteínas comíamos muy amenudo y que siempre son un alimento obli­
gado de todo aventurero y deportista. Para completar las provisiones me­
timos grandes cantidades de leche en polvo, el inseparable Cola Cao, ga­
lletas y bizcochos de todo tipo.
Aunque teníamos una pequeña nevera de gas, sólo la utilizábamos para
los productos perecederos, que normalmente comprábamos cada tres o
cuatro días; huevos, mantequilla y agua. Utensilios de aseo y las tonela­
das de dodotis para Daniel.
En hora y media habíamos dejado atrás la frontera Española y nos aden­
tramos por las Landas Francesas a una constante velocidad de cien kiló­
metros por hora. En los años setenta no había autopista, y eso hacía que
la carretera de Burdeos se disfrutara más. Hossegor, M imizan plage,
hasta Arcachón, donde las dunas de arena se levantan en la costa como
auténticas montañas.
En esta región las playas se conectan unas con otras formando una sola
de más de cien kilómetros de longitud, ofreciendo a los visitantes uno de

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los arenales más grandes del mundo, donde la fuerza de las borrascas del
Atlántico se dejan sentir con toda intensidad.
El tiempo era bueno en esta época del año por lo que alternábamos los
largos paseos por la playa con la fotografía y el surf. Aparcamos nuestra
furgoneta junto a la gran duna de Pila, y cada noche como un rito subía­
mos hasta lo alto de ella para contemplar como caía el día mientras co­
mentamos lo vivido. Daniel se enfadaba y reclamaba su comida y noso­
tros al igual que el día nos recogíamos y nos íbamos a dormir.
Siempre, me ha interesado el movimiento de la arena y sus misteriosos ca­
minos subterráneos. Recuerdo el tremendo esfuerzo que había que hacer
en Plencia para librar cada año la ría de arena. Era un misterio de inalcan­
zable comprensión, pasé tres días fotografiando los cambios que produce
la arena en una de las barras más grandes de Europa. Anoté las variaciones
de los canales de salida y entrada. Los barcos al pasar por los estrechos y
peligrosos pasos de la barra de Arcachón, lo hacían lenta y cuidadosamen­
te. La Marina Francesa ha señalado con grandes boyas numeradas la prin­
cipal vía de acceso al puerto. Pero cada cierto tiempo es necesario variar
la situación de las mismas debido a los movimientos de los bancos de
arena. Así que las marcaciones y cartas de navegación editadas, deben
también variarse constantemente.
Las explicaciones sobre estos fenómenos naturales son muchas y varia­
das. Todas coinciden en que el Atlántico con su fuerza, arrastra grandes
cantidades de arena que las olas depositan a su antojo cuando rompen.
Todo es un misterio de corrientes y olas. Cuando la mar se levanta del
oeste, el canal queda impracticable incluso para las más pequeñas em­
barcaciones que deben esperar a la pleamar para entrar a puerto.
Este mes, los vientos dominantes son del primer cuadrante, y el nordeste
que es el más intenso, no tiene tiempo de levantar mucha mar. Al llegar
las siete de la tarde, se transforma en una suave brisa, dejando la peligro­
sa barra convertida en un plácido lago.
Habíamos hablado varias veces de barcos y arena, y de tanto verme foto­
grafiar y escribir mis notas, se había interesado por lo que hacía; Bernard,
un marino jubilado que cada día paseaba por el lugar. El fue quién me
contó la situación del cementerio de grandes barcos que se había forma­
do a una treintena de millas naúticas al sur de Pila, como consecuencia
de todas estas variaciones de las corrientes. Con los mapas, por la noche
en la furgoneta, encontramos los caminos y pista que podían conducirnos
al lugar que nos habían indicado. Sobre el papel parecía demasiado com­
plicado llegar, pues no estaban marcados los caminos de acceso a la mar

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entre tanta arena descontrolada. Animados por el posible e insólito descu­
brimiento, salimos sin demasiado entusismo hacia el Cementerio del
Atlántico, como después llamaríamos al lugar que descubrimos, ante el
dantesco espectáculo que presenciamos.
Llegamos con dificultad a través de pistas arenosas hasta un claro entre
los pinos del arbolado, que como una barrera, y plantados artificialmente
hace muchos años, defienden el interior de los ataques del viento, de la
arena y sobre todo de la mar. A partir de aquí ya era imposible meter la
furgoneta por el camino, sin riesgo de quedarte enterrado, así que había
que andar, y como las dunas eran inmensas es difícil caminar sobre ellas.
Decidimos ir por la orilla del agua, sobre la arena dura. Mi equipo de
fotos, y Daniel sobre mis espaldas me traían duros recuerdos sobre los
meses pasados en Toledo, en la Academia de Infantería, donde las mar­
chas de treinta kilómetros eran habituales tanto de día como por la
noche, cargados con todo tipo de artiIugios guerreros. Así que este impro­
visado paseo era casi un placer ante recuerdos de esta índole.
Eran las cuatro de la tarde y una fina lluvia había comenzado a caer.
Según el mapa que teníamos, llevábamos dos horas andando y debía de
quedar otra más hasta donde pensábamos pudiese estar ubicado el pecio.

La duna de Pila en Arcachon.

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Como la lluvia no era muy fuerte tampoco nos molestaba demasiado. Pa­
samos por la orilla, una gran duna de caprichosa forma, al mismo tiempo
que aparecieron en el horizonte negras manchas y extrañas siluetas.
Dudamos si eran rocas o si bien pudiera tratarse de los barcos que buscá­
bamos, pero no podía ser, ninguna embarcación de semejante tamaño,
puede varar tan dentro de la playa. Resultaba imposible creer que por
mucho que esto hubiera sucedido con la marea alta, llegasen estas enor­
mes moles de acero a quedar embarrancadas a más de cien metros en el
interior de la playa. Sólo la cantidad de arena que se deposita proveniente
de la mar y que viene a ser de unos veinte metros cúbicos por metro cua­
drado y año, justifican lo que aquí sucedía. Si a esto le añadimos que las
dunas de tierra también avanzan a una velocidad de veinticinco metros
por año, separándose del agua, empezamos a ver una luz en el enigma.
A medida que nos acercábamos, a unos seiscientos o setecientos metros,
pudimos contemplar el expectáculo. Primero uno, luego dos, tres y hasta
cinco barcos de diferentes tonelajes se encontraban varados en el radio
de una milla. Parecía una broma, y sólo la verdadera visión de la catástro­
fe naval que allí había sucedido, te alejaba del aspecto cómico y jocoso
que en principio te producía.

Desde lejos la visión era casi irreal.

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Aún así, la pregunta era ¿Cómo se produjeron estos naufragios y todos en
el mismo lugar a pesar de que la ciencia de la navegación era ya casi per­
fecta en esos tiempos? Esta apasionante incógnita fue la que habíamos de­
cidió descubrir a toda costa.
A unos metros duna arriba del fantástico lugar, había una pequeña caseta
de lona que lanzaba humo por delante de su puerta y en la que tres hom­
bres sentados en su quicio calentaban un puchero. Pensé que serían los
guardas, ya que había maquinaria de desguace y utensilios extendidos
por todos lados. Agitados aún por el espectáculo, nos fuimos acercando
hacia la tejabana, a pesar de la caras de pocos amigos con la que nos mi­
raron. En mi mejor y más claro francés les pregunté si eran los guardas,
pero no respondieron, sólo continuaron mirándonos curiosamente. En
principio pensé que quizás no me habían entendido y repetí la pregunta,
pero tampoco hubo respuesta, apenas unos balbuceos ininteligibles que
me dejaron comprender lo que sucedía; estaban completamente borra­
chos. Acto seguido se empeñaron en darme explicaciones en un balbuce­
ante francés gutural y alcohólico. Magdalena se asustó un poco, pero yo
la tranquilicé diciéndole que en aquel estado eran incapaces de moverse
y que posiblemente no pudiesen ni siquiera levantarse de donde estaban.

La casa de mis beodos amigos.

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Les dejamos con su manga, con el pensamiento de que al día siguiente se
les habría pasado, y nos marchamos a recorrer y admirar los grandes bar­
cos que navegaban más sobrios y serenos sobre la arena.
Los fotografiamos desde diferentes ángulos, quizás no era la mejor luz
para hacerlo, pero por otro lado la fina lluvia mezclada con las espumas
de las cercanas rompientes, le daban un aspecto macabro, sólo roto por
las horribles notas musicales que lanzaban al aire los tres sufridos y cum­
plidores guardianes del cementerio de buques. El barco más grande,
acostado en su amura de estribor tenía echada el ancla como paradoja
de su destino final. Las olas barrían una y otra vez su cubierta desierta e
inclinada. En el puente, todo parecía estar en su sitio, así como los cabos
y anclas que no pudieron detenerlo en su última singladura hacia la
playa.
El anochecer se acercaba, y emprendimos el regreso hacia nuestra furgo­
neta, a donde llegamos después de casi tres horas de marcha por la orilla.
Ya de noche, agotados y mojados por los rociones de la mar y por una
lluvia que cada vez se había hecho más fuerte, descansamos en el confort
de nuestro furgón. Un Cola Cao con pan y mantequilla, un poco de fruta
y allí mismo a dormir. Por la mañana volvería a investigar temprano, para
que a los guardianes no les diese tiempo de alegrar con vino peleón su
"duro"trabajo.
Apenas salió un tibio sol entre las bajas nubes de la mañana, me levanté
sin hacer ruido para no despertar a nadie, y desanduve lo andado ayer. Al
ir solo hice el camino mucho más rápido y en apenas dos horas estaba en
el pecio. Los hombres de la cabaña que ya trabajaban con una excavado­
ra y una bomba me recibieron amablemente, y por supuesto que no re­
cordaban nada de lo ocurrido la tarde pasada, ni yo traté de recordárselo.
Así que hechas las presentaciones me enseñaron los diferentes barcos y
sus variadas roturas. Además como eran pescadores aficionados, sus co­
nocimientos de esta zona eran enormes, y frase a frase fui apuntando en
mi cuaderno de notas, las vagas pero perfectas ¡deas que ellos me conta­
ban. El hecho que apuntara sus palabras les alagó hasta tal punto, que fue
difícil pararles después de dos horas de anotar. Repetí algunas de las fotos
para tenerlas con diferente luz y tras agradecerles sus explicaciones, me
despedí de ellos.
Al regresar a la furgoneta pude ordenar durante toda la tarde las mil ideas
oídas y sacar claras conclusiones. Durante los siguientes días regresé al
cementerio de barcos a preguntar mis dudas a los trabajadores del des­
guace. Exmarinos, cuyo único consuelo de todo un día de soledad en

32
mitad de las dunas, consistía en calentarse el cuerpo con cuatro o cinco
botellas de Bordeaux.
En las tranquilas jornadas que siguieron, pude preparar un artículo para la
revista naútica Bitácora, que por cierto maquetaron e imprimieron con un
gusto extraordinario. También me proporcionó unos fondos para este
largo viaje. Más tarde el periódico vasco DEIA, publicó el reportaje con la
misma aceptación. Y no era para menos, las imágenes eran sorprenden­
tes. Jamás pude imaginar que en pleno siglo XX, los barcos pudieran
amontonarse como manzanas en un huerto, esperando el desguace o la
corrosión, y mucho menos que los sistemas de navegación y sondeo se
pudieran estropear en las mismas condiciones y en idéntica zona.
Pero la esplicaciones de mis beodos amigos eran claras y precisas. La
zona de costa comprendida entre la frontera de Francia con España en el
Cantábrico, y casi sin fin a todo lo largo de la vertiente Atlántica Landesa,
es sin duda un paraíso en cuanto a navegación de recreo se refiere. Com­
prende los puertos de Hossegor, Arcachon, el inmenso puerto de la Ro-
chelle, y un sin fin de pequeñas y grandes protecciones naturales para las
embarcaciones deportivas.
Pero este paraíso de la navegación esta marcado desde siempre en los
anales marineros por los numerosos naufragios que se producen debido a
los grandes movimientos de arena. Este efecto se ocasiona incluso a va­
rias millas de tierra. La larga costa oeste de Francia esta conformada en
más de trescientas millas por una continua playa de dunas, a las cuales,
gran cantidad de su arena es transportada por las corrientes del Golfo de
Vizcaya, desde puntos tan alejados como puede ser la costa norte de Es­
paña. Es decir que tienen nuestra necesaria y escasa arena playera por ese
juego de las corrientes.
La existencia de estos bancos de arena es conocida por muchos navegan­
tes, pero los constantes cambios de sus formas y situación, no dan tiempo
a las autoridades de marina a marcar y señalizar las diferentes dunas sub­
marinas. Me contaron que durante la Segunda Guerra Mundial fue ya un
grave problema para los aliados cuando desembarcaron en las playas de
Normandía. Las investigaciones de los franceses sobre el asunto han se­
guido todos estos años con la profundidad con que nuestros vecinos
hacen las cosas. Se conocen las causas pero no su remedio.
Estas barras se forman de manera escalonada; la más cercana o primera
linea por los efectos de las rompientes y resacas, que al retirarse de la
playa arrastran su porción de arena. Este proceso es normal a toda costa
arenosa, pero los oceanógrafos franceses han observado que este moví-

33
La última navegación del Blrko.

miento se produce también en sentido contrario en las playas de las Lan-


das. Así la arena es arrastrada del mar a la tierra por la corriente del
Golfo. Estos depósitos costeros se acumulan en puntos determinados pro­
duciendo dunas submarinas, que al crecer, llegan en muchos casos a
pocos metros de la superficie.
Esta primera linea de barra paraliza la acción del mar en su marcha hacia
la costa, provocando un retorno submarino de las olas con sus elementos
de arena transportados, siendo acumulados en una segunda linea más
alejada aún de la orilla.
La consecución de estas formaciones de arena pueden prolongarse mien­
tras la plataforma continental ofrezca superficie suficiente para los depósi­
tos y poca pendiente de la misma. La plataforma de las Landas apenas su­
pera los doscientos metros de profundidad y su configuración es una gran
meseta, por lo que el desplazamiento de la arena hacia las simas es muy
pequeño y por lo tanto favorece las acumulaciones.
El viento y las corrientes son también factores determinantes y comple­
mentarios de estas formaciones. La gran corriente del norte de Europa, la

34
forma la corriente del Atlántico que proviene de una ramificación de la
del Golfo de México en su bifurcación en Terranova. Circula por encima
de los 45s de latitud norte, para separarse, hacia la derecha camino del
Golfo de Vizcaya, y a la izquierda, hacia el Mar Mediterráneo pasando
por el estrecho de Gibraltar.
Los grandes barcos con sus sofisticadas sondas detectan los bancos de
arena, pero ya demasiado tarde, pues las dunas submarinas surgen súbita­
mente y su propia inercia no les permite parar hasta varias millas después
de detener las máquinas, varando sin remisión. En las cartas de navega­
ción están señalados ciertos bancos de arena que por su tamaño incluso
por estar casi en la superficie son de poco moviento. El más grande es el
de Arcachon, situado en la salida de su bahía, y en el cual pude verse in­
cluso vegetación, cuyas semillas han sido arrastradas por el viento y los
pájaros. Esto indica también su antigüedad y su poca movilidad. Aquí el
problema consiste en leer bien la carta de navegación y seguir constante­
mente las boyas de señalización.

Las olas y el tiempo los destrozarán.

35
Las estadísticas francesas dan un promedio de diez a doce naufragios al
año, que al acumularse dichos periodos de tiempo da la sensación que se
han producido uno por día, dejando a las preciosas playas de las Landas
con un aspecto fantasmagórico y trágico.
El misterio quedaba aclarado, también nuestra infinita curiosidad. Empe­
zábamos a estar cansados de tanta arena, la había por todos los lados; en
la ropa, en la furgoneta, en la comida e incluso en la cabeza. Sabíamos
que teníamos que llegar al Circulo Polar Artico antes de finales de julio,
ya que después de esa fecha los días acortan a tan sólo cuatro o cinco
horas de luz. Pero antes había que trabajar en Bretaña, así que apremia­
dos por el tiempo, levantamos nuestro campamento y poco a poco fuimos
recorriendo la costa Francesa camino del antiguo Finisterre.
Deambulamos por la campiña costera en la región de Cognac, parando
en preciosos lugares como Marennes y Rochefort hasta llegar a La Roche-
Ile. Comimos buenísimos bocadillos de paté y jamón cocido que los fran­
ceses preparan con esmero y casi devoción. Recorrimos castillos y pie­
dras antiguas de todo tipo, necesitábamos olvidarnos un poco de tanta
playa y arena.
Durante estas dos primeras semanas de viaje comenzamos a adaptar
nuestro cuerpo y nuestra cabeza al ritmo lento de la libertad. Parece que
saboreas más el tiempo, y todo lo que haces tiene más importancia y sig­
n ific a d o . T a m p o co tien es m u ch a s o p o rtu n id ad e s de equivocarte, de ha­
cerlo, pagas muy caro las consecuencias, lo que hace que al final del día
estés más cansado, al fijarte más en todo. Cuando llega la noche tampoco
yo duermo demasiado tiempo seguido, pues al hacerlo en la furgoneta
solos, estoy pendiente de cualquier ruido que se produzca fuera. La ver­
dad es que sólo la ilusión de hacer lo que haces, de descubrir y conocer
tantas cosas nuevas, te daba las fuerzas suficientes para soportarlo con au­
téntica satisfacción.

36
EL MISTERIO
DE BRETAÑA
Botadura en Roscof. Año 1885.

Los astilleros de Brest a principios de siglo.

38
/ as costas de Bretaña, afortunadas y dramáticas al mismo tiempo, están
/ formadas por una infinidad de pequeños fiordos o ensenadas de gran-
des piedras y fuertes contrastes, alternados con pintorescos pueblos
de techos de pizarra y casas de paredes blancas resplandecientes. Como
faros, todas, en un simpar pacto, guían a los marinos en sus regresos a
casa cuando el sol las ilumina de costado en los atardeceres. La unión de
mar, pueblos y playas, forma uno de los lugares más bonitos y sorpren­
dentes de la tierra. Por su proximidad con España, nadie, enamorado de
la mar, debe perderse el conocerlo.
El agua limpia, transparente y helada, alterna en colores entre el turquesa
y el marino según tenga debajo como fondo arena o piedras. Casi detrás
de cada entrante rocoso surge otro aún mayor, y así sucesivamente en una
incomparable cadena cuyos eslabones están compuestos de tierra y mar.
El bretón es marino por excelencia, taciturno de pocas palabras, pero
amable y cortés. Su carácter es parecido al de los vascos, casi mimético
en algunas cosas, por eso su forma de ser no se hizo en absoluto extraña
para nosotros. Al contrario, nos parecía contemplar en otra arquitectura,
en otras formas y lengua, a los marinos de Orio, Lequeitio, o Elanchove.
Este mítico departamento francés, diferente sin duda dentro de todo el te­
rritorio Galo, se compone de cinco zonas geográficas perfectamente deli­
mitadas: Loire Atlantique, Vilaine, Morbiham, las Costas del Norte y Finis-
terre. A su vez dentro de e llas cada esp acio costero recibe otra
denominación, que personaliza aún más el lugar por el que transitas.
Pero seguramente Morbiham y Finisterre son los lugares que antes se nos
vienen a la cabeza cada vez que hablamos de Bretaña.
Dejar atrás villas como St. Nazaire, Carnac, o las islas de Belle-lle y Qui-
berón sin profundizar un poco en ellas, es una auténtica lástima, pero a la
vez un lujo que lamentablemente no podemos darnos, dada la escasez de
tiempo que tenemos en nuestro ambicioso proyecto de llegar al Circulo
Polar Ártico.
Con ese ligero recorrer a modo de entreacto al mundo Bretón, llegamos a
Concarneau donde aún más se acentúa esa sensación de exclusividad en
su paisaje, y la marcada diferencia de su carácter y de sus gentes con el
resto de Francia, se agudiza. Además sus pobladores hacen constante gala
de ello, sacando a la luz todas y cada una de las incompatibilidades cul­
turales y sociales que les separan.
Hasta hace poco tiempo, las diferencias políticas bretonas sonaban con
fuerza en la Asamblea de París, porque Bretaña es infinitamente más am­
biciosa como para conformarse con ser pintoresca y melancólica. Ade-

39
más los políticos bretones han sabido entender, y lo que es más impor­
tante, explicar a sus conciudadanos las consecuencias dramáticas de una
total autonomía.
A pesar de su aparente aislamiento motivado por su situación geográfica,
es una tierra muy poblada, llena de inquietud y que se interroga constan­
temente como seguir siendo Finisterre en pleno corazón de Europa. Y
contrariamente a lo que su costa y sus milenarias tradiciones indican, solo
una pequeña parte de los bretones se dedican ya a la pesca. Poblaciones
como Brest, Lorient y St. Nazaire, han desarrollado industrias de todo tipo
que garantizan la continuidad económica de estas bellas regiones, que
han aprovechado su encanto y hermosura para constituirse, en la segunda
región turística de Francia.
A través de sus pequeñas carreteras, bien cuidadas y poco transitadas en­
tonces, disfrutamos de los contrastes espectaculares que se producen
cuando en el último badén del camino crees que te sumergirás irremedia­
blemente bajo las aguas turquesas de la ensenada que tienes al frente,
pero una leve curva de cunetas frondosas, te desplaza de pronto hacia la
derecha e izquierda siguiendo la carretera el juego en nuevos y variados
espejismos.
Por la tarde aparcamos nuestra casa con ruedas a la salida de una de las
villas más extraordinarias que conozco: Concarneau. La majestuosidad de
su catedral, vista desde lejos, empequeñece al fuerte medieval situado en
medio de la bahía, que protege la dársena pesquera, como queriendo res­
tar importancia al paisaje, y sus murallas, se pierden al contacto con el
agua en reflejos que apenas las hacen visibles y sobresalientes.
Caminamos al atardecer por sus estrechas calles con rancio sabor a pira­
tas, mientras comíamos un riquísimo pescado frito servido dentro de unos
cucuruchos hechos de papel de estraza. Como en los años setenta no era
una población eminentemente turística como sucede hoy, la gente nos
miraba de reojo y con curiosidad por nuestro claro aspecto de extranje­
ros, pero Daniel, era el perfecto embajador de todos nosotros y casi siem­
pre una ayuda inestimable. Sin sus gracias hubiera sido mucho más difícil
entablar conversación y ser admitidos por los recelosos lugareños.
Hacía poco más de un año que en la playa de Biarritz, después de un día
cogiendo olas, unos amigos franceses nacidos en Bretaña, me habían
contado una increíble historia que trataba de ancianos marinos bretones,
que al jubilarse de la mar, embarrancaban sus viejas boniteras al fondo de
las rías de Morbiham, y dedicaban ya todo su tiempo al cuidado de las
mismas, incluso si se trataba de un viejo esqueleto de madera.

40
La historia era sorprendente y no logré quitármela de la cabeza durante
los últimos años. Así que el objetivo primordial de mi estancia en Breta­
ña, consistía en intentar averiguar pistas sobre tan increíble hecho. Por
eso todas mis preguntas a las gentes del lugar se referían siempre a esos
emplazamientos sagrados para los bretones. Algunos marinos con los que
logramos entablar una tímida conversación, nos dijeron unánimamente
no conocer los lugares sobre los que yo les preguntaba, ni la situación
donde podía desarrollarse tan romántica historia de boniteras y bacalade­
ras, pero creo firmemente que no tenían ganas de descubrirnos su secreto
tantos años guardado, que nos engañaban. Por otro lado al comenzar a
descubrir los rasgos de su cultura milenaria y el carácter de sus gentes,
empezamos a comprender el pacto de silencio que flotaba sobre nuestra
perseguida y romántica historia.
Decepcionados ante tanta negativa, descansamos en un pequeño bar
junto al muelle de poniente, donde la diosa fortuna que siempre protege a
los viajeros, puso delante de nosotros a un camarero nativo de Perpignan,
que seguramente por no ser del lugar, nos recomendó dirigirnos hacia la
bahía de Pouldohan a tan sólo diez kilómetros por la carretera que ya ha­
bíamos recorrido antes. Nos dijo haber visto en alguna ocasión los viejos
barcos de madera que yo decía, pero que no conocía la historia.
A llí pudimos ver un anticipo de lo que nos habían contado en Biarritz, y
locos de alegría fotografiámos innumerables cascos antiguos que como
descansando adornaban las orillas del pequeño entrante, aunque nadie
parecía que se procupara de los pecios abandonados. En principio este
hallazgo nos confirmó un poco la teoría, al menos los barcos existían,
pero la pista que veníamos siguiendo hablaba de marinos que viven junto
a ellos y eso me conducía más al norte.
Llegamos a Audierne, pequeña villa con su antiguo malecón mitad piedra
y mitad madera, rodeado de blancas playas. La bocana de su puerto pelea
día a día por mantener libre su canal de navegación, que las dunas se en­
cargan de obstruir un poco más en cada baja mar. Y más sorprendente era
ver como su serpenteante ría, podía seguir a duras penas y libre de obstá­
culos hasta la inmensa dársena que acomoda al puerto pesquero de Au­
dierne, al menos tres millas en el interior.
Continuamos hasta Brest, cosmopolita y moderna, aglutina a todos los
habitantes de la región en sus grandes centros comerciales, y en sus ca­
lles, donde modernos edificios, te alejan de la mar y de los barcos. Su
universidad también sirve de unión entre los más jóvenes, que ven en ella
la forma de abrirse camino hacia el resto de Francia o Europa, dejando
atrás el duro yugo que Bretaña impone a sus habitantes por el mero
hecho de ser Bretones y haber nacido junto a la mar.

41
Aguas turquesas llenas de arrecifes.

Pero las grandes ciudades siempre nos han dado agobio cuando venimos
de tantas horas de viaje por campos y playas, además de que son incómo­
das para la forma de vida en la que nosotros nos desemvolvemos, por lo
que continuamos viaje hasta Roscoff, casi en el extremo norte de la re­
gión de Léon. Los franceses diferencian sólo con un acento el nombre his­
tórico y noble de nuestra provincia situándolo sobre la e, como si quisie­
ran quitarle gravedad o contundencia a la palabra. Al contrario, los
castellanos, para darle más carácter y fuerza a la región, agudizan el
signo gramatical y lo sitúan sobre la o. También los americanos por una
influencia española acentúan la o para nombrar la región de León, que
tambiém poseen al norte de Florida junto a su capital Tallahasse.
Desde este puerto, pesquero por excelencia, es difícil ver la mar como nor­
malmente estamos acostumbrados a contemplarla, libre, infinita, sin obstá­
culos. Y es debido a que una centena de rocas de diferentes tamaños se in­
terpone entre tí y la inmensidad. Parecen enormes setas animadas por el
constante batir de las olas sobre ellas. Así que la infinidad de boyas y mar­
cas de señalización que hay que seguir para entrar en su dársena pesquera,
elevan a la categoría de hazaña, el hecho de; "llegar a buen puerto".

42
Por la mañana recorremos los apenas veinte kilómetros que nos separan
del Aver Benoit y el Aver Wrach. Son dos inmensos fiordos de más de
veinte kilómetros de extensión. Era nuestro anhelado destino desde que
decidimos investigar esta historia, además de ser por su propia configura­
ción los dos entrantes que más radas y canales tienen de toda la costa de
Bretaña, y por lo tanto el emplazamiento posible de las grandes y anti­
guas embarcaciones.
Seguimos a través de varias carreteras estrechas, bien asfaltada, hasta lle­
gar a una bahía de enormes dimensiones. De ella nacían otros entrantes
más pequeños que a su vez continuaban casi de una forma interminable
en otros golfos más hacia el interior de tierra. Como estábamos en un alto
el espectáculo era sorprendente y grandioso. Recorrimos durante casi
todo el día varias de estas ensenadas, alternando el coche con las botas
de goma por la orilla sin ver nada de particular, a excepción claro está, de
un expectacular paisaje.

Bretaña se refleja en la mar a la que pertenece.

43
LLegado el anochecer, cansados de conducir, de andar y saltar entre rocas
y barro buscando restos de viejos barcos, decidimos quedarnos a dormir
al borde sur de una bahía pequeña de las muchas que componían el Aver
Benoit. Entre árboles inmensos que apenas dejaban ver el sol, aparcamos
nuestra furgoneta con la trasera hacia el agua, y mientras se hacía la cena
en nuestro pequeño hornillo de gas, y como aún había luz, salí a recorrer
un poco la orilla de la ensenada en dirección a su final, que quedaba ta­
pado por la maleza. Me llevé una máquina, que de forma casi instintiva
descolgaba siempre de un gancho de la puerta.
Sólo habría andado trescientos o cuatrocientos metros, cuando en el pri­
mer recodo que no podía verse desde donde estábamos aparcados, apare­
ció ya en la penumbra una gran forma de madera varada en la orilla. La
embarcación que contemplaba era una bonitera o bacaladera, su popa es­
belta y pronunciada así lo delataba. Además había visto tantos libros que
trataban sobre estos singulares barcos, que para mí era casi familiar su
imagen. La gran nave estaba apoyada a modo de muletas en cuatro gran­
des troncos que seguramente en la pleamar, la mantendrían recta sobre su
vieja quilla. El casco a pesar de los años, tenía un aspecto increíblemente
bueno, también el timón parecía sujetarse aún por sus primitivos pernos.
Junto a ella, otros barcos de pesca modernos de diferentes tamaños y tipos
hacían guardia. Un poco más lejos y en la misma orilla, a poco más de
cu a re n ta m etros, una d im in u ta c h a b o la d e m ad era ve rd e chillón con ven­
tanas amarillas y chapa en su tejado tiraba un fino hilo de humo por su
también diminuta chimenea. Sin duda su habitante era quien vigilaba los
restos de este singular naufragio.
El silencio que en ese momento inundaba mi cabeza, se veía solo roto
por el chapoteo en el agua de algún crustáceo que emprendió con el
atardecer su partida de caza, o por una ligera brisa de tierra que mecía
las ramas de los poderosos robles y hayas de la orilla, tumbando en ca­
prichosas formas el hilo de humo que insistentemente salía de la peque­
ña casita.
Sentado en una roca con las botas en el barro hasta las rodillas, y a la vez
estas inundadas por la pasta de agua y tierra que llenan todas las rías bre­
tonas, me paré a reflexionar y decidir sobre lo que debía hacer. Con la ex­
citación que tenía en ese momento me hubiera acercado a la casita co­
rriendo, pero por otro lado, mi instinto y algo más me decían que no era
prudente llegar a esas horas del día y a un lugar como ese, máquina de
fotos en ristre haciendo estúpidas preguntas. Siempre he intentado ser
prudente con esa imperceptible linea que separa el derecho de informar,
del derecho a la intimidad de los demás, por eso quizás a veces he deja­

44
do de fotografiar hechos y cosas interesantes, pero también creo que más
de uno me lo habrá agradecido en silencio.
Contemplaba la imagen que tenía delante extasiado como en un cine, no
tomé ninguna foto, y solo el peso de la máquina en mis manos me hizo
volver a la realidad. Regresé rápido a la furgoneta con ganas de contar lo
visto, salté por el barro que por otra parte ya no me importaba me man­
chara y mis huellas desaparecían rápidamente una detrás de otras traga­
das por la pasta viscosa que me rodeaba.
Al llegar, fue tal la cara de asombro que debía tener, que Magdalena
pensó que había visto al mismísimo Neptuno. Tan pronto como se durmió
Daniel y como la noche era clara, salimos con dos linternas hasta el lugar
de mi descubrimiento. La luna tenía casi la mitad de su tamaño, y ayuda­
ba a nuestras linternas a distinguir mejor el camino. Al rato estábamos de­
lante de la fantasmagórica visión del barco. La pequeña luz de la cabaña

Caos de madera y hierro.

45
daba un reflejo en el agua, y la negra silueta de la bonitera nos introducía
en un espectáculo auténticamente irreal. A llí permanecimos casi una
hora, contemplando, intentando descifrar las piezas del misterio. Discuti­
mos las posibles reacciones del poblador de la casita cuando nos acercá­
ramos por la mañana y las distintas estrategias a utilizar. Pasamos un buen
rato, mirando la bonitera con la linterna, pero el miedo de estropear el
encuentro nos hizo regresar. Daniel ni siquiera había notado nuestra au­
sencia y seguía durmiendo ajeno al nerviosismo que se había apoderado
de sus padres.
Aquella noche me costó mucho conciliar el sueño, pues al ver y tocar la
embarcación, resonaron en mi cabeza más fuerte que nunca las dramáti­
cas cartas que los pescadores bretones escribían a sus familias a finales
del siglo pasado, cuando pasaban meses en Islandia y Terranova a la cap­
tura de bacalao, y que Vincent Besnier había recopilado en un precioso
libro que adquirí en Arcachon el año anterior. De entre ellas, una caló en
mí para siempre por su desgarro y soledad, y decía así; "Gracias por tu
carta pequeña Jeanne, ella me da coraje para no seguir llorando como ya
más de una vez he hecho, sobre todo cuando el maldito viento que
brama y hurla nos aterroriza con su ruido, y sólo al cruzar mis manos y
contar mis diez dedos, tengo otra vez constancia de que aun vivo. A pro­
pósito de viento, durante la última tempestad que pasamos junto a las
costas de Reikiawick, cuando las grandes espumas pasaban sobre nues­
tras cabezas, hemos perdido a Yannik".
Semejantes narraciones eran un vivo testimonio de la dureza de las vidas
que sin buscarlo estaban condenados a llevar la mayor parte de los habi­
tantes de Bretaña, como si el destino les hubiera marcado ya desde su ju­
ventud para tales desgracias. Lentamente el sueño fue ayudándome a ol­
vidar las tristes narraciones y me sumergió en el ansiado vacio en el que
quieres refugiarte cuando las pesadillas o los malos recuerdos pretenden
atraparte.
A la mañana, pronto, casi al amanecer, regresamos decididos a entablar
un diálogo con el morador de la casa. Escondí dentro de una chamarra
las cámaras de fotos y el pequeño magnetofón, pensando que quizás así
pudiéramos entablar una relación mejor, lejos de la mala fama que tene­
mos los fotógrafos y periodistas. Más tarde, y si lograba una conversación
con el marino, y la situación se tornaba propicia, le pediría que me per­
mitiera hacer unas fotos como recuerdo, y aprovecharía ese momento
para con mis angulares y espejos, fotografiar lo que quisiese.

46
El viejo marino con su gorra azul descolorida por el sol, estaba sentado
junto a un destartalado cobertizo de madera con algo en sus manos que
anudaba, desde lejos me pareció una estacha a la que cosía un cabo más
pequeño. Sin apenas levantar la cabeza y de reojo nos miró serio y grave
mientras avanzábamos por el lodo en su dirección. Daniel que correteaba
delante nuestro con sus botas de goma y una bolsa de patatas machaca­
das, inocentemente se acercó y le ofreció una. Este gesto le hizo gracia al
lobo de mar, y esbozando una tímida sonrisa le acarició la cabeza. Lo
peor había pasado y tras mirarnos unos segundos más le extendí la mano
presentándome. Mi mujer, hizo lo mismo, y Daniel le dió un tímido beso
lleno de babas y patatas. El anciano creo que satisfecho, lo cogió en sus
brazos y lo metió en la casa, de donde salieron con un diminuto barco ta­

ta casa de Armand con su vieja bonitera cerca.

47
liado en un trozo de madera, que aún conservamos con cariño entre los
tesoros más preciados.
Nos sentamos en un tronco junto a él, después de que nos invitara a ha­
cerlo, a la vez que le explicamos que éramos de España, del País Vasco, y
que estábamos persiguiendo una increíble y romántica historia de viejas
boniteras cuyos dueños las conservaban hasta su muerte. El marino sonrió
con zorrería, creo que captó la estrategia, pero sin darle ninguna impor­
tancia y sin levantar la vista de su trabajo, me señaló la bonitera y comen­
zó en un francés muy cerrado y difícil a relatarnos la historia.
Entonces para nosotros, el tiempo se detuvo, las cosas tomaron su aspecto
eterno y Bretaña, azotada por las olas, batida por los vientos, donde las
rápidas nubes hacen vibrar al cielo más que en cualquier lugar, apareció
misteriosa, diferente a los tratados y libros que nos cuentan su historia,
para revelarse como la cuna del amor a la mar, para darnos una de las úl­
timas lecciones de fidelidad.
Hace unos años, dijo el marino, el espesor de los bosques de la Bretaña
no dejaban ver la mar, los pinos crecían en todas partes, y eran de gran­
des dimensiones, hasta que la Marina Real Francesa y los propios pesca­
dores bretones, decidieron construir con ellos goletas de guerra y barcos
de pesca. Las flotas crecieron rápidamente y también la madera subió de
precio, y los bosques por todo ello, fueron desapareciendo poco a poco.
Estábamos en 1880, la época del auge de los grandes veleros de madera.
Se armaban en los astilleros de Fecamp. Tenían ochenta toneladas de
desplazamiento y una eslora de entre dieciseis a dieciocho metros. Mien­
tras se construían, se colocaba en su incipiente proa una cruz con el
nombre ya escogido del buque. Después en el agua, se les arbolaba con
los mejores troncos que se podían encontrar, para más tarde equiparlos de
velas y aparejos.
Pero estos años finales del siglo XIX marcaron el paso a los cascos de
metal y el consiguiente y paulatino abandono de la madera. Después, la
pesca en el mundo ha ido industrializándose poco a poco, dando paso a
los grandes buques congeladores y a las factorías flotantes capaces de
mover grandes toneladas de pescado, y sumiendo a estos puertos breto­
nes, junto con otros de todo el mundo, en mudos testigos de barcos plás­
ticos de recreo que ahora llenan sus dársenas multicolores.
Hoy ya, el empeño de los viejos pescadores y el fruto de la destrucción
de los bosques, descansan en pequeños fiordos, donde los "hommes
durs" como los llaman los propios franceses, cuidan y defienden los res­
tos de sus bacaladeras y boniteras como si de tesoros se tratasen.

48
Paul pasa el tiempo junto a sus recuerdos.

Entre tortuosos caminos y grandes fangales, se recortan en la costa Breto­


na grandes ensenadas, con formas de rías, donde los ancianos pescadores
ya retirados, han llevado a descansar a sus agotados barcos de pesca, que
como estatuas aparecen petrificados en lo profundo de las rías, entre las
ramas y juncos de la orilla.
Junto a los cascos, han edificado pequeñas casas de madera, o han fonde­
ado barcos más modernos desde donde cuidar o simplemente mirar las
viejas reliquias. Como grandes cementerios de elefantes, las boniteras y
bacaladeras terminan sus días en el Aver Benoit, Aver Branche, o en las
rías de Pont Aven y Audierne.
Son las últimas, los restos de una época y mucha historia que cada día
poco a poco irán siendo destrozadas por el tiempo y el agua. Sus patrones,
viejos, casi ciegos por la sal que pasó por sus ojos en los duros años que
pasaron en la mar, cuidan a su modo los pecios. Cuando muera, en poco
tiempo el barco desaparecerá bajo el agua de la ría. Junto a cada barco
una tumba, muere el marino y muere con él su barco.

49
Parece increíble estar despierto ante tan increíble espectáculo: Jean Pillip-
pe, Paul, Armand junto con cien hombres más son los protagonistas de
esta dantesca historia. ¿Qué sientes por tu barco Paul? -pregunté- todo
dijo, "el me dio el pan, por el vivo y gracias a él he podido envejecer".
¿Pero por qué este cuidado de los restos de tu bonitera si ya no sirve para
nada? Arrugando la expresión dijo; "Los hombres dan palos, mi barco me
dio la vida y no me exigió nada a cambio, el me fue fiel y yo le soy fiel".
Estos duros románticos de la mar permiten la destrucción natural por co­
rrosión del barco, el viento y las olas cumplen con el resto del trabajo.
Los más jóvenes han remolcado sus cascos a veces hundidos, hasta las
proximidades de sus casas. La herencia de sus antepasados no sólo les
traen recuerdos y nostalgia, si no también suerte y buenos augurios para
sus pescas futuras.
La vieja embarcación alcanza a veces poderes increíbles. Jean-Luc cuen­
ta como su tío Rene abandonó la bonitera de su padre y por dos veces es­

ta cruz rinde homenaje a su propietario.

50
tuvo a punto de morir ahogado. Asustado por tales hechos, sondeó una
pequeña ría en las cercanías de Concarneau donde según indicios de sus
viejos familiares estuvo la bonitera de su padre varada durante años. Pa­
saron muchas jornadas de fatigoso trabajo pero la constancia y posible­
mente el miedo dieron su fruto y una mañana de otoño encontraron el
viejo casco. Lo reflotaron y lo condujeron a las cercanías de la casa de
Rene; la felicidad y la buena suerte retornó a su hogar.
La superstición encierra gran parte del misterio, la lealtad y el amor la
otra mitad. Bretaña y sus mares están marcados por las leyendas más fan­
tásticas. Ancou es el misterioso buque fantasma que las noches de invier­
no busca almas para su tripulación fantasmagórica.
Para los marinos bretones, la palabra mar y muerte, siempre caminan jun­
tas. A la primera se le acusa de tragarse villas y bosques enteros. También
la sirena Paimport con cuerpo de serpiente y cara de mujer, representada
en muchos escudos bretones, tienta a los marinos y con sus engaños los
arrastra a las profundidades del océano.
Entrelazando la leyenda y la
mar, el pueblo y'los viejos mari­
nos suspiran por sus antiguos
tiempos, cuando el fin de la tie­
rra era Cap Rap en Bretaña,
cuando Europa y el continente
terminaban allí y Arcot y Armor,
representaban las palabras pre­
feridas de sus habitantes; país
de los árboles y país de la mar.
Así, la tradición insólita de los
viejos lobos de mar, estriba y
nace de sus fuertes leyendas an­
cestrales; puede ser que miedo
y cariño se unan en la tarea. De
cualquier forma, sacrifican sus
días finales en pos de unas cre­
en cias más o menos ciertas.
Sólo bastaron treinta años para
que pudiera realizarse el insóli­
to espectáculo que vimos. Las
leyes sobre seguridad naval, las
disposiciones administrativas y
El Aver Benoit, su última singlagura. un sin fin de reglamentaciones

51
sobre navegabilidad, ayudaron con sus prohibiciones de navegar y su pa­
peleo a la construcción de los cementerios.
Todo esto hace, que unido a la falta ya de fuerzas en los viejos pescado­
res, los barcos sean acomodados para su última singladura pasando las
horas junto a sus tesoros; a veces arreglando una madera, otras, las más,
con la mirada perdida no se sabe donde, quizás recordando los múltiples
periplos de su intensa vida marinera.
El carácter ya duro de los pobladores de Bretaña se acentúa más en estos
hombres de mirada romántica y cristalina, de manos fuertes y toscas. Man­
tener su secreto les ha costado muchos años, esconder su barco ocupó el
camino final de su vida, y en el medio; mar, caña, trabajo, sal, vida quizás.
Durante los días que siguieron, Armand nos condujo a otros sorprenden­
tes lugares. Una tarde estuvimos en una pequeña ría y desde lo alto de
una loma contemplamos un expectáculo casi irreal. Una bonitera escora­
da y semihundida asomaba sobre el agua inmóvil que la rodeaba. Su
casco dejaba adivinar su construcción de tablas pequeñas y bien cortadas
firmes aún a pesar del siglo de vida que tenían, su propietario, hermano
de nuestro amigo, había muerto hacía cinco años, y al no tener hijos, la
introdujo al fondo de este perdido canal para que sólo el tiempo fuera su
verdugo, junto a ella una pequeña cruz de madera servía como lugar
santo y en él Armand susurró una plegaria.
A nuestra marcha de los fiordos bretones, hablamos poco. Era imposible
borrar el recuerdo íntimo y sosegado de todo lo visto en esa semana de
paz y tranquilidad junto a la casa del buen amigo Armand. Por otro lado
nuestra propia vida se difuminaba como algo intrascendente comparado
con las historias oídas. También durante mucho tiempo echamos de menos
las alegres tertulias al atardecer con los jóvenes pescadores de su familia
cuando regresaban de su faena en la mar. Y mucho más las modestas, pero
deliciosas cenas de pescado recién cogido en las casas de estas sencillas
gentes. Adiós Armand, Paul, siempre estaremos con vosotros en nuestros
pensamientos y la increíble y romántica historia de fidelidad que protago­
nizáis, servirá para que siempre al recordarla podamos sobreponernos
cuando el viento nos sople contrario. Pues por muy fuerte que lo haga,
jamás llegará a la intensidad con la que vosotros navegasteis por la vida.
Ahora, ya sí que teníamos verdadera prisa, nos habíamos perdido en el
tiempo entre tantos encantos y misterios sin descifrar de las costas france­
sas y el Sol de Medianoche se nos escapaba.
Tendríamos que hacer tres mil kilómetros en siete días, pero esto no era
realmente lo que nos preocupaba. El problema estaba en que tenía que

52
trabajar en un artículo sobre la figura del gran navegante Roald Amund-
sen en Oslo, así como en el navio polar Fram, que se conserva allí casi
intacto. También pretendía estudiar los viajes polares de ambos. Yo pensa­
ba que esta investigación me detendría al menos una semana. Hay un in­
teresante museo dedicado al descubridor del paso del Noroeste que segu­
ro que iba a simplificar mi trabajo, pero que por otra parte me podría
entretener en nuevas investigaciones paralelas.
Por haberme detenido tanto tiempo en Francia con las historias de barcos,
ahora íbamos un poco retrasados. Tampoco quería subir con prisa a lo
largo de los fiordos noruegos, pues la propia configuración del terreno te
lo impide.
Así que la única solución que teníamos consistía en cruzar el Mar del
Norte en trasbordador, desde Frederiskhaven al norte de Dinamarca hasta
Oslo. De esta forma en sólo doce horas podíamos ganar la costa de No­
ruega. Como primera intención y de forma más barata, había pensado
subir por Copenhague y cruzar en una hora a Suecia. Desde allí conducir
a Oslo cruzando Góteborg y la ribera sueca del Báltico. Pero este recorri­
do era largo y la carretera estrecha, por lo que seguramente emplearíamos
al menos cinco jornadas en hacerlo.
Apesar de la prisa, no pude resistirme a la tentación de parar unas horas
en Paimpol, todavía en Bretaña. De no hacerlo, habría sido dejar un poco
incompleto el recorrido Bretón. Aquí el escritor Pierre Loti, escribió su fa­
mosa obra, "Pecheurs D'lslande", además de otras como, "Mon frere
Ivés". En la Bombonnier, melancólico lugar, aún resuenan sus gritos pi­
diendo café y croissants, mientras escribía apasionantes historias de mar.
También el viejo hotel Continental, ha dejado paso a negocios más prós­
peros. En sus bajos han instalado una "perfumen". Se vienen a mi memo­
ria el gran número de antiguos hoteles que con este nombre han desapa­
re cid o en las ú ltim as d é ca d a s, com o si la n o stá lg ica palabra
"continental", fuera un símbolo de decadencia y pasado.
El museo"du maire", el barrio histórico y los Archivos Benedictinos de la
Abadía de Beauport, completaron un día excitante y atropellado. Deja­
mos con pesar a la izquierda en el cruce de Lamballe, el cartel que dice
St. Malo, y seguimos ligeros hasta Lemans. Años más tarde pasé un deli­
ciosa semana en esta ciudad trabajando con barcos y velas, pero eso es
ya otra historia. Cogimos de inmediato la autopista que nos llevaría a
Lille, en la frontera con Bélgica.
Brujas y Colonia son dos hermosas ciudades a las que algún día habrá
que dedicar su tiempo. Las puertas de las autopistas alemanas se abren

53
como las de un campo de fútbol, donde todo el mundo circula a ciento
ochenta, menos nosotros que tenemos que conservar nuestra Volkswagen.
Nos pegamos a la orilla derecha y seguimos nuestro camino.
Sabemos que a lo largo de nuestra precipitada carrera hacia el norte
hemos dejado a nuestra izquierda Holanda; maravillosa, tan relacionada
con la historia de la navegación y con los grandes misterios que como el
de la Atlántida esconden con celo sus habitantes. Pero nuestra prisa era
ya apremiante, la tendríamos que dejar para el regreso. Nos dio miedo
que el encanto de tantas flores y tulipanes con la influencia de Van Gogh,
nos sumergieran en un letargo del que no supiésemos salir.

Los viejos cascos esperan su destrucción.

54
NORUEGA
Y EL SOL
DE MEDIANOCHE

55
odavía no se por qué empezamos esta larga peregrinación por las cos­

r
tas del mundo por un país como Noruega. Puede ser que desde niño
siempre me habían gustado las ensenadas y calas que por las monta­
ñas que protegen nuestras costas, se formaron en gran número en la cor­
nisa Cantábrica. Creo que daban una perfecta imagen de serenidad, inti­
midad y calma.
Por eso cuando contemplaba fotografías de los fiordos Noruegos, me ha­
cían recordar todos aquellos fantásticos lugares de la costa Vasca, junto a
Plencia, donde tantas horas había pasado con mi bote de remos saltando
entre las olas y golpeando sus fondos contras las piedras de las calas,
cuando surfeando con él, encallaba en las orillas para poder desembarcar.
Con estos pensamientos rodábamos por las concurridas autopistas alema­
nas, y tal como lo habíamos previsto, en dos días llegamos a Dinamarca.
Su paisaje mucho más humanizado que el anglosajón de Suecia, Noruega
o Finlandia, pertenece a ellos como cultura y raza, además de que les
sirve de guardián frente a Europa y a modo de lenta transición hacia la su­
perpoblación del Viejo Continente. Aunque de los mismos orígenes , los
Países Escandinavos son pluralistas y dispares, y los caracteres de sus po­
bladores nada tienen que ver los unos con los otros, por mucho que nos
empeñemos en considerarlos ¡guales.
Lejos de tópicos, los daneses son gente calurosa y divertida, que exteriori­
zan sus sentimientos y pasiones de una forma casi ruidosa. Quizás el
hecho de ser el pueblo más viejo de Europa, les haya dado ya esa sabidu­
ría que dice; "es mejor reir constantemente que pararse a llorar por los
irremediables males del mundo".
Por su parte, los suecos, siendo fríos y distantes, no eluden ayudar y feste­
jar con mucho licor su inmensa soledad, en un país con pocas horas de
Sol. También los noruegos son diametralmente distintos al dedicar gran
parte de su tiempo a la cultura y al estudio. Puede ser que al carecer casi
de industria, su carácter se haya conservado en un baño de alcohol mile­
nario que les protege y transporta a sus históricos tiempos pasados. Lo
contrario sucede con los finlandeses; cabezotas, tranquilos y altamente
eficaces en su trabajo.
Aarhus, Alborg y Frederikshaven son tres villas que casi en linea recta
debes cruzar hasta llegar a esta última. En su puerto un barco mixto, de
carga y pasaje, que ofrecía el mejor precio por el trayecto hasta Noruega,
llamado el Oslo, nos daría un corto crucero por el estrecho del Skagerrak.
Como llevábamos dos días sin parar de conducir, fue un descanso poder
pasar doce horas seguidas sin nada que hacer, solamente contemplando

57
la estela que deja­
ba nuestro barco
en el agua. La tra­
ve sía d is c u rrió
tranquila, y la mar
de un azu l casi
añil, estuvo plana
y sosegada.
Antes habían car­
gado con una grúa
la furgoneta en las
bodegas del barco,
c a lz á n d o la d es­
pués con grandes Todas mis pertenencias en el aire.
tacos de m adera.
Desde el primer momento supe que la navegación sería placentera, de lo
contrario hubieran estibado la carga de forma más segura. Este famoso es­
trecho es endemoniado para la navegación cuando soplan las tormentas
del oeste, cosa muy habitual. Su profundidad media es de cien metros,
por lo que las olas se levantan como auténticos muros debido al poco
fondo, haciendo al menos desagradable cualquier travesía.
En el barco, charlamos con dos marineros gallegos, que como todos los
que después encontraríamos por todo el mundo, eran cordiales y trabaja­
dores. Nos hicieron pensar en lo duro que tiene que ser no tener sitio en
tu tierra para echar raíces en ella, y el privilegio que los demás tenemos
sin apenas percatarnos de ello. Dormimos en cubierta al tibio sol del ve­
rano del Mar del Norte durante casi toda la travesía, y al atardecer, entre
islas pequeñas y arboladas llegamos al puerto de Oslo.
Nuestros compatriotas gallegos, descendieron con más mimo del que lo
habían hecho al subir la furgoneta, y la verdad es que daba cierta apren­
sión ver suspendidas a más de treinta metros del suelo todas tus pertenen­
cias, incluida la casa. Apretones de manos y que felicidad, no hay aduana
que cruzar, cosa que nos entusiasma. Si algo odiamos en los viajes, son
las malas e inquisitoriales maneras de algunas frontera. Pero este hecho te
marcaba ya como un anticipo el carácter del pueblo noruego, confiado y
cívico.
Oslo es una ciudad alegre como Copenhague, llena de museos que como
el Bygdoy, acoge una maravillosa colección de antiguas naves vikingas, y
la famosa balsa de Tor Heyerdal, la Kon-Tiki. También el Gjoa de Amund-
sen y el Navio polar Fram adornan el puerto de esta marinera ciudad. Sus

58
habitantes tienen un índice de vida de los más altos del mundo, pero
jamás olvidan su solidaridad con los menos favorecidos, destinando el
1% de su PIB en ayudas al Tercer Mundo.
A su ya inmensa riqueza mineral y forestal, se vino a sumar en los años
setenta, el descubrimiento de inmensos pozos de petróleo en el mar del
Norte, condenando de por vida a los noruegos a ser inmensamente ricos.
Por eso mantienen su particular lucha entre el desarrollo y el control de la
inmigración. Deben encontrar una fórmula que les permita seguir siendo
esa inmensa reserva natural de la humanidad, que la convierte en el
mayor parque de Europa. Pero al mismo tiempo adaptarse a las exigencias
del mundo moderno que los acerque a Europa.
Para recorrer de norte a sur el país, hay que hacer la misma distancia que
de Oslo a Roma. Su clima sólo deja subir los termómetros hacia la zona
positiva a partir de abril, y nada más que durante cuatro meses. Apenas
cuatro millones de noruegos pueblan este país de veinte mil kilómetros de
costas. El agua está omnipresente en sus vidas, estableciendo un sutil diá­
logo de tierra mar que perdura desde hace millones de años. También su

El Gjoa de Amundsen, descubridor del paso del noroeste.

59
luz es especial, y sus bahías son más calmas que en ningún otro lugar del
mundo, componiendo día a día imágenes diferentes de ese inmenso
puzle que son los Fiordos Noruegos.
En toda su tierra se respiraba un aire de convivencia equilibrada y sosega­
da eficacia. A la gente se la intuía acorde y pacífica. Todo el mundo res­
peta a los demás y así, cada cual se preocupa de sus propios problemas y
el Estado se encarga de los que los ciudadanos no han podido resolver
por si mismos.
Encierra Noruega una extraña sensación de bienestar irreflexivo, de mira­
das de conocimiento y rectitud, y al final de nuestra estancia entre ellos,
ya ni siquiera puedes pensar que son serios, son nórdicos, y el clima les
marca fuertemente ese carácter introvertido del que hacen gala.
La semana que pasamos en Oslo trabajando sobre Amundsen y su barco
el Gjoa, fue sensacional. Aparcamos la furgoneta en el puerto, junto al
museo naval, y día tras día recorrí bibliotecas y salas absorbido por la be­
lleza de los lugares y lo interesante de los temas que allí estuve tratando.
El mundo de los hielos y de las exploraciones árticas se abrió para mí, y
me obligó desde entonces a sentir fascinación por todo él. Magdalena y
Daniel pasaban el tiempo jugando y leyendo en un parque junto a nues­
tra casa ambulante, y por las tardes, al terminar el trabajo, recorríamos
juntos interesantes lugares de la ciudad, donde admirábamos un poco
más si cabe, su prodigioso ambiente marinero. El tiempo aunque fresco al
atardecer, era bueno, y notabas como el sol luchaba por calentar un poco
la ciudad.
Este trabajo en Oslo sumergido en bibliotecas y museos, tuvo su recom­
pensa material. Se publicó en varias revistas, entre las que Bitácora, como
siempre hizo un fenomenal trabajo. Además de los buenos dineros que
me reportaron, que siempre eran bienvenidos para añadirlos a mi sempi­
terna y maltrecha economía, y de esta forma seguir viajando un poco
más.
Y comenzando por el Oeste emprendimos la subida de la costa, dejando
atrás la ciudad. Lo hicimos de fiordo en fiordo, de belleza en belleza. No­
ruega esta abierta a varios mares; al del Norte, al océano glaciar Artico, y
al que toma su nombre, el mar de Noruega. Es la tierra con más kilóme­
tros de costa en menos espacio de extensión del mundo.
Insinuándose entre los valles, la mar extiende sus brazos hasta el mismo
corazón del país y lo consagra por entero a la vida marinera. Sus costas
son un prodigio de la naturaleza, increíblemente recortadas por una mi-
riada de ensenadas, fiordos y solitarias contracostas haciendo entre todos

60
ellos que su longitud total alcance la increíble cifra de veintiocho mil ki­
lómetros, que se reducen a dos mil seiscientos si no se tienen en cuenta
dichos accidentes geográficos.
También sus aguas ofrecen un aspecto totalmente distinto. Mientras furio­
sas borrascas y fuertes mareas agitan las aguas del Mar del Norte, en los
fiordos se reflejan en un casi interminable espejo. El más largo de todos
estos entrantes es el Sognefjor que penetra hasta ciento ochenta kilóme­
tros en el interior de la tierra.
El origen de los fiordos proviene de la era primaria. Las mutaciones gla­
ciares y los levantamientos del suelo han dado origen a lo característico
de sus formas, juntamente con las rías Gallegas y los fiordos de Alaska,
estos lugares han sido roídos por la mar, y es difícil distinguir lo erosiona­
do por el agua, con lo alterado propiamente por los glaciares.
Los fiordos Noruegos nacieron de la unión de tres fenómenos;la antigüe­
dad y dureza de sus rocas, los levantamientos verticales de sus costas y el
clima glaciar. Más de quince mil kilómetros de la extensión total de la
costa Noruega se encuentra sobre el Círculo Polar Artico a más de 70a de
longitud, siendo sus habitantes la civilización que permanece y habita
más al norte del Planeta.
Comenzando por el sur, recorrimos casi todas las entradas del mar que
vimos marcadas en nuestro mapa. Sognefjord, el más largo, Hardangerf-
jord, y Nordfjord cerca de la villa de Alesud. La mezcla de grandes árbo­
les milenarios con las aguas de estas grandes bahías, no puede describir­
se fácilmente, me daría pena estropearlo con una simple narración, hay
que ir a verlo.
En esta estación, el verano, la tierra se calienta un poco, pero al atardecer
es necesario abrigarse. Así que fuimos cambiando nuestra indumentaria
veraniega hacía chalecos y abrigos. Por lo demás el cielo estaba poco nu­
boso, y la gente mejor que en Oslo, siempre dispuesta a tenderte su mano
si lo necesitabas, y a responder a todas tus preguntas de una forma ama­
ble y rigurosa.
Tuvimos un pequeño problema con el motor de la furgoneta y la llevé a la
casa Volkswagen de Bergen. Preocupado por la factura debido a lo justo
de mi presupuesto, pregunté cuanto me saldría la reparación. Después de
escuchar el motor, dos mecánicos de limpia bata, me dijeron que sería
gratis, se trataba de un problema de puesta a punto. Mi sorpresa no pudo
ser mayor e instintivamente comparé esa actitud, con la nacional de co­
brar a los turistas el doble, pensando siempre que son tontos. En aquellos
años, y sólo por comparación, pensé que esa actitud de “ listillos" pasaría

61
con el tiempo factura a nuestro turismo. Y vaya que lo ha hecho. La repa­
ración del coche fue una bonita lección de cultura y civismo que nunca
he olvidado
Así que con nuestra casa ambulante con su motor recién afinado, y unas
coronas más en el bolsillo, seguimos la ruta del ártico camino de Ham-
mesfert a la orilla del Océano Glaciar. Las carreteras, aunque pequeñas,
estaban asfaltadas, bien cuidadas. Serpenteaban llenas de curvas a lo
largo de los fiordos dando paso kilómetro a kilómetro a paisajes increíbles
que me hacían detenerme atraído por el imán de las fotos que veía. Para
el que sepa apreciarlo, es como una película que pasa ante tí a la veloci­
dad que tú quieres poner el coche. Montes nubes y agua, se funden en in­
comparables cuadros que ni la más precisa de las máquinas de fotos
puede captar en su verdadera belleza.
Por la mañana de uno de esos días impecables que se prodigan durante el
corto verano, nos bañamos en las azules aguas del fiordo de Hitra junto
Trondheim, uno de los más grandes por los que pasamos. Sorprendente,
el agua estaba templada, como en el País Vasco en verano. A nuestro re­
greso, en un libro de geología, encontré las poderosas razones de esta
anomalía térmica. La agradable temperatura que disfrutamos en las aguas
del ártico, se ocasiona por el juego casi imperceptible de las corrientes.
El fenómeno se origina por un exceso de calor en la superficie de la mar.
Durante casi todo el año el agua es más cálida q u e el a ire , q u e ló g ic a ­
mente durante meses apenas pasa de cero grados. En estas costas, e inclu­
so en el Cabo Norte, la superficie no hiela casi nunca, por lo que se
puede seguir faenando en la mar, mientras que la Banquisa Polar bloquea
cada año las costas de la península del Labrador en Greolandia, que se
encuentran mucho más al sur.
A veces por intentar seguir siempre la costa, nos encontrábamos con pe­
queños pueblos de casas de madera y muelles fabricados con troncos ata­
dos, que parecían salidos de los cuentos de Andersen. En estas regiones
más apartadas y a medida que nos adentramos en el norte, ya no habla
todo el mundo inglés como en el resto de Noruega, y eso hace más difícil
la comunicación. Pero al final siempre encontrábamos la forma de hacer­
lo, sobre todo por la excepcional hospitalidad y buena disposición de los
noruegos.
Las pequeñas y coquetas casas de pesca que los habitantes de las grandes
ciudades construyen con madera en las orillas de los fiordos, estaban
siempre abiertas. En noruego e inglés te decía un cartel sujeto a la puerta,
que podías pasar y descansar dentro, siempre que luego dejaras todo
como lo encontraste. Muchas veces se nos hizo de noche en estos recón-

62
ditos lugares entretenidos en fotografiar esto o aquello y utilizamos las
casas. Era maravilloso para nosotros, que desde hacía más de un mes no
habíamos abandonado el furgón por todo domicilio, poder dormir en un
confortable espacio, donde el viento o la lluvia se nos hacían más lejanos.
En la furgoneta las cosas se sienten con intensidad. El agua casi te toca
cuando repica en su techo, y el viento la balancea a veces con tanta vio­
lencia que casi puedes tocarlo con las manos. Por eso las ocasiones que
teníamos para dormir en "tierra firme", jamás las desperdiciamos. Por su­
puesto que cuidamos al máximo las casitas que ocupamos y procuramos
siempre dejar todo impecable. Incluso reparé con esmero un par de ven­
tanas y alguna lámpara que estaban estropeadas.

Los fiordos son el mejor ejemplo de belleza y armonía.

63
La experiencia de las cabañas fue una auténtica manifestación de civis­
mo y humanidad difícilmente olvidables y que por desgracia estamos
muy lejos de poder conseguir en nuestra más poblada y deshumanizada
Europa.
A través de esta ruta del Artico, los puertos de pesca se suceden y como
juegos de magia aparecen y desaparecen en las distintas curvas del cami­
no. Nos quedamos dos días en Alesud, una villa del tamaño de Ondarroa
que vive totalmente de la pesca, y que también como ella en sus orígenes,
estaba repleta de pequeños barcos arrastreros. La fundación de esta ciudad
se remonta a la Edad Media. En 1904 fué reconstruida después de quedar
desolada por el fuego. Las calles como en Venecia, se alargan hacia la
costa, y sus habitantes viven en constante relación con ella. Es una villa
sorprendente, como sacada de la imaginación de un novelista escocés.
La mar es para los Noruegos no sólo alimento y lugar para practicar de­
portes, si no también un medio de comunicación, sobre todo porque pre­
dominan los asentamientos costeros. Así que para cruzar, como nosotros,
Noruega de Sur a Norte, es necesario tomar más de veinte pequeños
trasbordadores. Es el único lugar del mundo donde he visto una señal de
tráfico representando un coche que cae en el agua, dentro de un triángu­
lo rojo.
Es muy difícil conseguir ver más de una milla de costa, pues la infinidad
de islas que la protegen no te lo permiten, y se dan m o m en tos en los que
no sabes si es la costa lo que ves o lo que tienes delante es parte de algún
archipiélago. Son casi treinta mil las islas de todos los tamaños que se in­
tercalan en las costas Noruegas y que sirven de buen abrigo en los nume­
rosos días de temporal que casi se suceden. Mas del ochenta por ciento
de ellas están deshabitadas, y muchas no tienen señalización ni faro algu­
no que las marque.
Los fiordos del norte, son realmente sobrecogedores y puede decirse que
se junta esa insuperable belleza que ya de por si tienen por separado la
mar y los picos de alta montaña nevados. Muchas de estas cumbres tie­
nen nieve perpetua, y por supuesto que están totalmente cubiertas de ella
en los durísimos inviernos que castigan a estas septentrionales tierras. Las
ensenadas se adentran en ocasiones veinte millas en el interior del conti­
nente, y son más de mil los fiordos navegables en todo el país.
Por ellos transitan cada semana los barcos, llevando provisiones a los di­
ferentes pueblos, como si de camiones de carga se tratasen. También
como un gran autobús, el Expreso Costero, transporta a la población que
no quiere usar su coche a través del largo recorrido entre trasbordadores y
curvas, en sus desplazamientos a Oslo.

64
Las regiones más pequeñas están por encima del Círculo Polar Artico, allí
donde el sol no se pone durante casi cuatro meses, y por el contrario en
invierno, apenas se ve la luz. Ahí nos dirigíamos. Pero realmente era difí­
cil entre tanta maravilla no pararte una y mil veces para mirar y fotogra­
fiar, intentando con ello coger un poco de belleza y armonía, que a los
noruegos les sobra.
A partir de la mitad de país, y hacia el norte, la carretera se eleva sobre
las montañas y la visión que tienes del lugar cambia, al contemplar ahora
desde arriba, lo que antes veías al ras de la mar. También han aparecido
los ríos, las cascadas y las colas de caballo. Grandes corrientes de inmen­
sa fuerza ruidosas y frías repletas de salmones como las de Alta, Eyra,
Alerdal y norte, se sucedían. Su estruendo sobrecogedor estaba provoca­
do por las heladas aguas que arrastran al estrellarse contra miles de pie­
dras de su cauce, aumentado por el eco que se repite en una sin fin sinto­
nía, entre los desfiladeros y gargantas.
Era increíble la paz que podíamos llegar a sentir allí. Todo comenzaba y
terminaba en nosotros. No teníamos necesidad de nada, el mismo mundo
nos regalaba su increíble belleza y eso nos bastaba. Y si querías gritar,
también el eco te devolvía tu sonido para que no pudieras salir de tu obli­
gada intimidad.
Mientras tanto Daniel con su año de vida, se adaptaba fácilmente a las si­
tuaciones que le tocaban. Jugaba con todo aquello que encontraba, mien­
tras sus ojos de chino se abrían más cada día. Seguía siendo el mejor di­
plomático para entablar conversaciones. Regalaba sonrisas a todo el
mundo. Seguramente a él le debemos habernos duchado con agua calien­
te en algunas ocasiones, y más claras fueron las veces que comimos a su
costa. Siempre fue una compañía divertida que compensaba el trabajo
que también daba, pero que nos hacía olvidar todos los pequeños proble­
mas que surgían.
Llegamos a la ciudad de Narvik, después de pasar dos días en Bodo
donde comienza el gran Norte, el país de lo excepcional, el reino de los
contrastes. A llí la noche se marcha de vacaciones para que sus habitantes
se sequen un poco por dentro de los ocho meses de frío y oscuridad que
soportan. Es una ciudad pequeña, austera, llena de gente en torno a su
puerto, ajetreados por la descarga de pescado y la subasta del mismo en
sus muelles. El olor a bacalao, caballas y moluscos, se hacía un poco in­
soportable, y nosotros, que habíamos aparcado para dormir cerca del
puerto, estábamos por la mañana saturados de tantos peces y del perfume
que desprendían.

65
La alta montana se mezcla con la mar.

Desde las cuatro de la mañana, que simbólicamente amanece, aunque el


cielo sólo haya experimentado un ligero cambio hacia lo blanquecino, ya
de por si claro, empieza un bullicio de gente de aquí para allá. Cargan los
barcos de redes, cebos, y grandes palangres. Me levanté destemplado,
deambulando entre ellos, admirado de su tremenda actividad. Fotografío
en esas primeras horas de la mañana, ya que la luz es prodigiosa, y el sol
no perturba los colores con su excesiva temperatura de color y fuerza.
Todo está invadido de una fina capa de niebla que resbala por las amari­
llentas fachadas de los edificios metálicos, produciendo destellos y rayos
que poco a poco te iban sacando de la somnolencia en la que aún esta­
bas inmerso.
En el puerto hay tanto hombres como mujeres, y cada uno hace su traba­
jo. Ellas, en tierra con las redes y aparejos poniendo orden en las grandes
cajas donde las guardan, y los marinos arranchando los últimos detalles
en las embarcaciones antes de hacerse a la mar. Las salidas de pesca sue­
len hacerse durante el día y regresan por las inexistentes noches del vera­
no a puerto, guiados únicamente por el cansancio.

66
La riqueza de estas costas es tan grande, que no tienen que perder el
tiempo navegando a los caladeros. La pesca está a sólo dos o tres millas
de los puertos, transportada por la tibia corriente del Golfo. Noruega es
junto con Japón el centro conservero más importante del mundo, y en
estas regiones se han formado los caladeros más extensos de todo el he­
misferio norte. Las capturas se realizan sobre todo entre Vaeroy y Rost,
dos importantes poblaciones costeras. Tanto si la pesca es buena como si
no lo es, la actividad es enorme, pues reciben pescado de otros puntos de
Noruega para enlatarlo en sus grandes y modernas fábricas conserveras
Las cifras son absolutamente increíbles; con tan sólo una población de
cuatro millones de habitantes, poseen una flota pesquera de treinta y siete
mil doscientos barcos, con los que capturan más de tres millones de tone­
ladas de pescado. La media per cápita es de setecientos cincuenta mil
kilos por persona capturados. Lógicamente no pueden comerse esta des­
comunal cantidad de peces entre ellos, por lo que se exporta más del se-

Las tormentas se producen en segundos.

67
tenta por ciento. Pero aquí no acaba la riqueza piscícola de los noruegos.
A estos enormes recursos marinos, se les unen el tesoro de sus ríos en sal­
mones y truchas de diferentes clases. La industria acapara más del ochen­
ta por ciento de las capturas ribereñas, y quedan cientos de miles de ani­
males que dedican a la pesca deportiva, siendo una de las fuentes
turísticas más importantes del país.
Por eso, tampoco fue raro durante nuestro viaje encontrarnos con gente
de todo el mundo acompañados de guías, metidos en los ríos hasta la cin­
tura provistos de cañas largas y fibrosas, con las que hacían volar a las
moscas de mentira por el aire, para después al final del latigazo, dejarlas
posar suavemente en el punto del río donde habían visto saltar la pieza.
Era prodigioso observar a algunos de ellos. Lograban con su golpe de mu­
ñeca colocar el engaño en los lugares más inverosímiles, después que la
cola de rata que forma el aparejo, describiera en el aire un fantástico ser­
penteo silbeante y extenso. Muchas veces pensabas que por la proximi­
dad de los árboles el aparejo se enredaría en sus ramas. Pero no, jamás
sucedía. Lograban esquivarlas en el último instante como si jugaran con
tu incredulidad.
La administración Noruega es muy escrupulosa con el cumplimiento de
las leyes de protección de la naturaleza y los periodos de capturas son
cortos debido a la nieve y a la escasez de horas de luz que por su latitud
tienen. Por otra parte el p aís es tan inmenso y abundantes sus recursos na­
turales, que se hace imposible pensar en esquilmaciones o saqueos de sus
ríos, si además como hacen, regulan las capturas de cualquier animal con
estrictas normas de obligado cumplimiento.
Las estaciones del año marcan la pauta de las especies a capturar; de di­
ciembre a marzo; bacalao, de mayo a octubre; caballas, merluzas y atu­
nes. En los ríos se pesca durante esos mismos meses los salmones y tru­
chas. Pero la asignatura pendiente del civilizado pueblo noruego la tienen
en la captura de ballenas. Tuve la ocasión de hablar largo rato con un ca­
pitán de ballenero que se prestó a entrevistarle, posiblemente, según dijo,
porque en Galicia los españoles le habíamos tratado muy bién a su regre­
so de una singladura por las aguas del Atlántico sur. En más de una oca­
sión, y en diferentes partes del mundo, volví a oir este agradable comen­
tario. Si además les precisabas que eras vasco, mejor todavía, nuestra
fama de arrantxales se veía aumentada, siendo un pasaporte siempre
bueno para introducirte en los lugares más interesantes, que junto a la
mar, siempre constituyen mis temas predilectos.
Según me dijo, la tradición de los balleneros se remonta a muchos siglos
atrás. Fue un noruego, Sven Foyn, quien inventó en 1872, el cañón con

68
arpón, y todavía hoy se siguen capturando estos cetáceos con el sistema
ideado por él, apenas mejorado. El ballenero comprendía los lamentos de
los ecologistas, pero me aseguraba que en Noruega se controla el número
de especies y el tamaño de las capturas de una forma rígida. Y realmente
contemplando la organización y el respeto a la naturaleza de este pueblo
debemos creerlo.
"La culpa la tienen los japoneses y rusos que indiscriminadamente matan
cualquier cetáceo", me dijo. Y el tiempo le ha dado la razón. Los norue­
gos, durante la última década casi han detenido la pesca de ballenas,
mientras que los japoneses son los más irracionales en este asunto, sensi­
bles y cuidadosos como lo son en otros.
Esa misma tarde contemplamos como descuartizaban una enorme ballena
de más de veinte metros. Treinta hombres armados con largos cuchillos
atados a palos de madera, se afanaban en cortar limpiamente trozos del
animal, llenos de sangre. Era un tremendo espectáculo . En otras ocasio­
nes había visto trocear cimarrones, o bonitos, pero estos grandes animales
son diferentes. Impregnan el aire y la tierra a kilómetros de distancia de
los desolladeros de un tremendo olor, casi humano, que te perturba, por
lo que decidimos seguir nuestro camino hacia el norte, lejos de expectá-
culos que aunque reales como la vida misma, preferíamos evitar.
Carretera adelante nos mantuvimos en silencio durante mucho tiempo.
Estaba seguro de que los dos estábamos pensando lo mismo; ¿será nece­
saria esa masacre? ¿no podríamos los hombres haber aprendido a comer
o utilizar otras materias, sobre todo cuando damos tan poco valor a los
productos que de las ballenas se sacan? También el hecho de ser un ma­
mífero te hace mirar el problema con una sensibilidad diferente. No creo
que fuera su tamaño lo que más te impresionaba, era la unión de todo lo
irracional que justamente se aunaba sobre un desolladero de ballenas.
Un año más tarde buceando en el Mar Rojo con un manso tiburón balle­
na, pacífico y bonachón, me acordé de las crueles y duras escenas de No­
ruega , imágenes que aún hoy siguen vivas en mi cabeza.
Han transcurrido dos meses ya desde que dejamos nuestra tierra y la ver­
dad es que el tiempo se ha pasado muy rápido. Hemos perdido todos bas­
tante peso, pero eso es saludable. Además no ha sido por hambre, la co­
mida siempre fue buena y variada. Mucha pasta, pescado, arroz y huevos,
rematado por abundante fruta. También el chocolate, como único vicio,
nos ayudó a conservar el calor en muchas ocasiones.
En el Expreso Costero, ese gran autobús acuático que recorre la costa, fui­
mos a Svoltvaer en las islas Lofoten. Es la última provincia de Noruega y
un paraíso para la captura del bacalao. Sus gentes apenas trabajan cuatro

69
meses al año, lo hacen solamente en las épocas de pesca. De enero a
abril. Entre las veinte a cuarenta millas del puerto tienen sus bancos, por
lo que las jornadas de capturas son casi diarias. Hoy la tecnología del
radar y de la sonda, les permiten conocer casi con detalle los movimien­
tos de los grandes bancos de esta especie. Cada temporada sacan de la
mar entre sesenta y ochenta millones de ellos.
Sólo una pequeña embarcación con seis hombres pesca unos ochocien­
tos bacalaos por día, por eso los pobladores de diferentes regiones norue­
gas vienen en esa estación aquí a pescarlos. Los grandes movimientos, se
originan en el Mar de Barents, donde por sus excepcionales condiciones
se reproducen por millones. Se debe a la conjunción de tres factores;el
poco fondo de este mar, la mucha vegetación y placton que hay, y los 4S
de temperatura de sus aguas. La mayor parte de estos pescados, acabaran
sus días congelados o puestos a secar en estos pequeños y activos pue­
blos costeros de las Islas Lofoten, para después inundar el mundo en refi­
nados platos, pero ninguno comparable con el bacalao a la Vizcaína.

| i

É |

“S i jP
¡j? ¡í . « m

El puerto de Hammerfest. La ciudad más alta del mundo.

70
Una pequeña excursión a la villa de Reine te sumerge en un mundo irreal
de altos picos nevados y diminutas poblaciones salpicando la verde su­
perficie de estas islas en verano. Es difícil imaginar la vida aquí durante
los meses de enero a mayo, si no es por esa ajetreada dedicación a la
pesca que les mantiene
ocupados durante el
invierno boreal.
En dos días sin apenas
p a ra r de c o n d u c ir
hemos llegado a Ham-
mesfert. En el camino
quedaron Alta, núcleo
del pueblo lapón en
verano con su trashu-
m a n cia de renos en
b u sca de p asto s, y
Skaidi, cruce de cami­
nos h a c ia el Cabo
A quí comienza el Círculo Polar Artico.
N o rte . Es a b s o lu ta ­
mente fantástico estar en la ciudad más alta del mundo en latitud y ver
prados verdes. Una gran bola de bronce en medio de la plaza principal
nos recuerda donde estamos, ¡realmente lejos!.
Desde que cruzamos el Circulo Polar Ártico ya de esto hacía días, y que
por cierto está anunciado con un gran cartel turístico, como si fueran mu­
chos los que pasaran por allí, las carreteras eran mucho peores, rotas por
el hielo del invierno, y llenas de baches, por eso nuestra marcha se hizo
más lenta. Para recorrer apenas cien kilómetros tenías que emplear toda
una jornada. El frío también te obligaba a ir siempre abrigado, sobre todo
por la tarde. A partir de las seis, la temperatura rondaba siempre los cero
grados.
Desde aquí seguimos por una pésima pista hasta la diminuta villa de Var-
doe, en la entrada del Kafjord, donde teníamos que encontrar un barco
que nos llevase hasta el Cabo Norte, pues ya sólo el agua del Mar de Ba-
rents nos separa de él. Una embarcación de pescadores que a modo de
trasbordador nos alquilaron a las diez personas que allí estábamos, nos
transportó en dos horas al imponente farallón de roca que prolonga a la
Vieja Europa hasta estos fríos parajes.
A llí, durante varias horas pudimos contemplar al sol a las doce de la
noche, comenzar su descenso hasta casi tocar las aguas de la mar, para
empezar acto seguido su carrera otra vez hacia arriba, anunciando ya un

71
nuevo día. Era indignante que este juego de latitudes y longitudes te pri­
vara de los amaneceres, pero así era, durante cuatro meses la noche no
llega a estas frías tierras, y la gente, cansada de tanta luz, tienen los ojos
achinados de tanto guiñarlos. Delante de nosotros sólo la banquisa Polar
nos separaba de Cañada en su lado opuesto, y realmente por pocos kiló­
metros. También los montes son áridos y desforestados, pues el largo in­
vierno y los fuertes vientos polares no deja que asienten las semillas en
el Cabo.
A nuestro regreso a Hammerfest y viendo que el tiempo era bueno, deci­
dimos llegar hasta las Svarvas o islas Spizbergen, situadas al noroeste de
donde nos encontrábamos, y cumplir así el sueño de llegar casi hasta el
Polo Norte. Comenzamos nuestra búsqueda para tratar de encontrar la
forma de ir, y como no, la diosa fortuna me sonrió de nuevo. Una gran fá­
brica de productos congelados Findus apareció en la dársena norte del
puerto con sus grandes naves congeladoras y sus chimeneas echando
vapor. Y más sorprendente y afortunado fue hablar en español con los
más de veinte paisanos de Galicia que trabajaban en ella.
Me facilitaron el barco, nos invitaron a cenar y pasamos una velada deli­
ciosa en nuestra lengua con esta simpática gente. A las cuatro de la tarde
del día siguiente embarcamos en un fuerte pesquero metálico de redonda
popa. La mar de azul profundo estaba un poco picada, por lo que saltaba
de ola en ola dando moderados pantocazos que salpicaban toda la cu­
bierta. Nosotros, en el caliente puente, contemplábamos la pericia con la
que tomaba las olas el patrón, a excepción de Daniel que agarrado a la
bitácora, se empeñaba en querer llevar el timón a su manera, brusca y
ruidosa.
En algo más de treinta horas, comenzamos a divisar en el horizonte los
montes de las Islas, y a una constante velocidad de dieciocho nudos fui­
mos alcanzando nuestro destino. En medio del viaje habíamos pasado
junto a las siniestras costas de la isla de los Osos con sus impresionantes y
desiertos acantilados cubiertos por la bruma. Como el sol no se pone, aquí
en la mar era más sorprendente el fenómeno. Pasamos dos noches solares
navegando a lo largo de un luminoso e imperturbable día. El cansancio te
recordaba la hora que tu cuerpo sentía ya como tarde.
Desembarcamos en un improvisado pantalán de piedras y madera de
Bahía del Rey, en puerto Kirkenes. Nuestro guía recomendado, apareció a
recogernos. Aquí todo era distinto ya, empezando por la raza, esquimales
auténticos, pero ataviados con chubasqueros multicolores y reloj Seiko en
su muñeca, pero esquimales sin duda. La nieve lo cubría todo en un sin­
gular manto. Sólo algunas piedras negruzcas y basálticas rompían la mo­

72
nótona visión. El cielo azul casi oscuro, tenía unas finas nubes alargadas
de color violeta que sujetaban a un sol grande y redondo, que en su des­
censo, parecía querer entrar en el agua. Los montes que nos rodeaban se
alzaban inmensos y dejaban ver entre sus piedras liqúenes y musgos.
Cargamos la bolsa que habíamos traído con lo más necesario en un todo
terreno Suzuki, y nos llevaron derrapando hasta un conjunto de maderas
clavadas que llamaban pueblo, o "town"que decía nuestro guía. A llí nos
dejaron hasta el día siguiente que vendrían a recogernos.
Las cuatro paredes con preciosas cartas de navegación antiguas colgadas,
recogían un poco el frío ambiente. Una gran cama y un lavabo junto con
dos sillas, eran todo lo que veíamos a nuestro alrededor, y era suficiente,
estábamos muertos de cansancio tras casi dos días de travesía sin dormir.
La estufa daba un calor impresionante con su quemador de fuel, despren­
diendo un añejo olor. Vestidos como estábamos, nos tumbamos en la
cama tapados por dos gruesas mantas de lana y casi instantáneamente
perdimos el sentido.
No se bien cuanto tiempo dormimos, pero creo que fueron trece largas
horas. Descansados sin acordarnos donde estábamos, tardamos varios mi­
nutos en aterrizar desde nuestro ajetreado subconsciente. Nos quedaría­
mos allí tres días hasta que regresara el barco a por nosotros, por lo que
tampoco teníamos tanto tiempo para todo lo que queríamos fotografiar y
conocer.
En una fría pero estupenda mañana de finales de agosto vino el guía a re­
cogernos. Derrapando otra vez, nos condujo hacia el norte. Yo le había
pedido ver un asentamiento esquimal moderno, y hacia él nos dirigíamos
con una temperatura en el exterior de cinco grados bajo cero. Poco más
de dos horas duró el camino hasta la colonia de Bodo. La forman unas
edificaciones de madera medio sepultadas por la nieve que tiraban por
sus chimeneas un humo fino y negro.
Sus pobladores deambulaban por los alrededores. Vinieron las presenta­
ciones, las sonrisas, los apretones de manos y el café caliente. Como sólo
el guía chapurreaba inglés, a duras penas fuimos haciéndonos una com­
posición de lugar de sus vidas.
Eran cazadores de focas y osos marinos casi todos. Pero capturaban tam­
bién peces de todo tipo, que después vendían en Hammesfert a través de
nuestro guía y como medio de transporte usaban el barco en el que noso­
tros habíamos llegado, cambiando sus peces por café, tabaco o whisky. La
verdad es que el dinero lo utilizaban para poca cosa y el trueque era el
mejor y más seguro método de cambio.

73
Camino de las Spizbergen.

Para pescar, seguían conservando sus marineros kayaks. Nos dijeron que
era la más segura y manejable de las embarcaciones. Mientras los hom­
bres navegaban en busca de la pesca o la caza, las mujeres trabajaban en
las pieles o en el secado del pescado. De junio a septiembre utilizan este
asentamiento por la bondad del clima, para regresar al pueblo donde de­
sembarcamos a primeros de octubre, donde pasan el invierno. Si el tiem­
po lo permite, siguen con sus actividades de caza y pesca. Los niños tie­
nen su cuarto escuela donde dan clase con una de las mujeres educada
en Hammesfert, lo hacen en una lengua ininteligible para nosotros y creo
que también para la mayoría de los noruegos. Se trata de un dialecto es­
quimal, antiguo como su propia raza.
Por la tarde salimos con el guía para la región más al norte de la isla y
contemplar otra versión más Artica del Sol de Medianoche. Daba respeto
ver como el coche sin seguir pista alguna corría por la nieve dura, pero
yo estaba seguro que Nils conocía su trabajo, así que durante casi tres
horas corrimos por una planicie cubierta de nieve, que sólo por las mar­
cas de las ruedas dejaba ver algún signo de vida. De vez en cuando nos
detuvimos para mirar a lo lejos las manadas de focas y pingüinos que no
nos permitían acercarnos demasiado sin salir en desbandada.

74
Cenamos a plena luz encima del motor del jeep, para tener más calor, y
como hasta las doce de la noche no llega el sol a su punto más bajo, es­
peramos dos horas trepando a una gran roca desde la cual tendríamos
una visión completa de la mar. Mi natural preocupación por los agresivos
osos polares se vió mitigada al contemplar el rifle automático que llevaba
nuestro guía.
Con la ropa de esquiar no teníamos mucho frío y Daniel parecía una pe­
lotilla forrada de tela entre gorros, pasamontañas y guantes, colgado
como siempre en mi espalda dándome calor. Gran parte del tiempo lo pa­
saba dormido dentro de la mochila y cuando no lo hacía, se entretenía
con cualquier cosa de comer.
Las grandes lajas de pizarra y basalto que nos rodeaban contrastando aún
más su color negro con el blanco de la nieve, son de origen glaciar, y es
increíble la cantidad de fósiles que puedes encontrar en el suelo y que
como auténticos tesoros guardo desde entonces. También unas pequeñas

Cabo Norte a las dos de la mañana.

75
flores rosas salían tímidas entre el musgo como queriendo humanizar el
paisaje. Los osos blancos lentos y perezosos dormían sobre témpanos de
hielo que casi de forma uniforme cubrían la mar. Nuestro guía nos enseñó
a construir un iglú con trozos de hielo. Cortándolo con unos cuchillos
planos que llevan, el hielo toma formas moldeables a medida que el sol
lo ablanda un poco. Los bloques se unen unos a los otros y cuando la
temperatura comienza su rápido descenso a eso de las cinco de la tarde,
se solidifican. El interior es caliente y confortable, pues el propio cuerpo y
la ausencia de aire y viento lo caldean.
Pero por fin el Astro Rey descendió hasta tocar el agua, y en lugar de de­
saparecer tras su rayo verde como en el resto del mundo, comenzó otra
vez el ascenso enlazando sutilmente el anochecer con el amanecer. Yo
que había leído mucho sobre este fenómeno natural, me vi recompensado
en el esfuerzo hecho para llegar hasta aquí arriba. La esfera era la misma
pero por la latitud que teníamos era más lejana, diferente, colgada de un
cielo que sólo es posible ver en los hemisferios Australes y que tratar de
relatar se me hace imposible. Utilizamos varios carretes que llenamos de
soles de todo tipo, transformados muchos de ellos por mis filtros de colo­
res. Sobre la una de la madrugada más clara que recuerdo y que segura­
mente volveré a ver, regresamos por la nieve, salpicando y rompiendo las
huellas dejadas en nuestra ¡da hasta el improvisado pero caliente "hotel"
de cuatro paredes con la noción del tiempo totalmente perdida.
Durante los dos días que estuvimos en las islas, dormimos mucho, foto­
grafiamos, escribimos y aprendimos a coser cueros y pieles a la manera
esquimal. Estas inmensas islas, aunque son Noruegas por un tratado fir­
mado en 1920, explotan sus yacimientos naturales las partes firmantes del
mismo; U.S.A., Rusia, Inglaterra y los propios Noruegos.
De aquí salieron Amundsen y Byrd en sus aventuras. Uno en avión y el
otro en dirigible, pero los dos en locas carreras para alcanzar el Polo
Norte primero. Cerca de nuestro "palacio", esta aún el hangar semiderrui-
do que mandó construir el general italiano Nobile cuando con una expe­
dición intentó volar al Polo. Junto a él, siete cruces de hierro que una ma­
estra italiana de Modena, llamada Tina Zuccoli, clavó en el suelo como
recuerdo de la desaparición de sus compatriotas. También como un sím­
bolo a la soledad más profunda queda aún erguido el pilón donde se ató
el dirigible antes de su partida hacia el infinito.
Los casi cuatro mil habitantes de las islas apenas se ven, pues están repar­
tidos entre las minas de carbón de Barentsburg, donde rusos, americanos
y soviéticos se intercambian botellas de vodka por cigarrillos winston.
Una vida tremendamente ruda que les permite regresar a sus países con

76
unos ahorros. Noches de sol, días sin luna, la naturaleza ha puesto patas
arriba nuestras costumbres, pero por el contrario ha ampliado nuestra
sensibilidad hacia el mundo de los hielos. Luego el acuático camino de
regreso hacia Hammesfert, que como todos los retornos está lleno de año­
ranzas. También repleto de satisfacción por haber podido cumplir con
creces nuestros objetivos.
La travesía, mucho más movida que a la ¡da, nos dejó entrever lo que
debe ser navegar esta zona en pleno invierno, pero nuestro hábil patrón
sorteó una a una las grandes olas que amenazantes pretendían engullir­
nos. Al llegar a nuestra furgoneta, nos dió la sensación de estar en casa, y
nunca nos pareció más bonita y acogedora que a nuestro regreso de las
islas Spitzbergen.
España estaba lejos, muy lejos, y el comienzo de septiembre, marca de
una forma casi repentina la entrada en el invierno ártico, sin apenas pasar
por el otoño. Al comprobar las finanzas, nos alegró saber que teníamos
dinero suficiente para vagabundear un poco más, y unido a la curiosidad
que desde hacía tiempo nos había despertado el pueblo lapón, salimos a
su encuentro.
Según nos habían dicho a lo largo de todo Noruega, al contrario que los
esquimales, que han perdido gran parte de sus costumbres y ritos, los la-
pones siguen conservando sus ancestrales y primitivos hábitos, y esto re­
almente nos atraía mucho más.
Así que tuvimos que tomar una importante decisión: regresar por donde
habíamos venido, o arriesgarnos por las estepas del norte de Suecia y Fin­
landia, con el peligro de nevadas y bloqueos, y volver más tarde por la
costa del Báltico hasta Stockholm. Consultamos el tiempo que podríamos
encontrarnos al adentrarnos en estas regiones inhóspitas y por sus rutas ya
sólo transitadas por los lapones, y la verdad es que las prespectivas no
eran muy halagüeñas. Así todo, decidimos como siempre hacíamos,
echar para adelante y tomar algunos riesgos. Siempre era la decisión acer­
tada si pretendías conocer cosas nuevas. Sin más preámbulo nos adentra­
mos por los difíciles y solitarios caminos de la región de Finnmark.

77
LOS ULTIMOS
LAPONES

79
l confín norte de las tierras Laponas se presentaban como un duro

f lugar, suaves luces, abruptas montañas que rasgan el cielo y estepa


árida y misteriosa por donde transitar hacia no se que dirección. Mis
mapas indicaban muchas pistas que se entrecruzan en diferentes sentidos.
Todas ellas de tierra, y llenas de puentes artesanales que traspasaban un
sin fin de ruidosos riachuelos.
Estábamos en la comarca de Finnmark, única provincia ya, ocupada por
los lapones en Noruega. Pero antes de adentrarnos en su fantástico
mundo queríamos llegar hasta la frontera con Rusia, por eso del morbo
soviético. Así que tras dejar la villa de Tana, pudimos alcanzar la frontera
en apenas tres horas. Kirkenes, pequeño pueblo minero a la orilla del Mar
de Barents, es el último reducto Occidental. La impresionante barrera que
separaba estos dos mundos sobrecoge a cualquiera. Muros, alambres y
pinchos marcaban las libertades del comunismo, y las inexpresivas caras
de los soldados rusos afirmaban el encierro y su carácter.
Este villa marca la frontera de Occidente con el entonces misterioso co­
munismo ruso. Cerrada desde la Segunda Guerra Mundial, no es posible
su paso. A partir de aquí los lapones rusos llamados los "ninitz", son los
únicos que no pueden cambiar libremente de país, como sus hermanos
de las regiones nórdicas. La población lapona rusa, gira entorno a la villa
de Mourmansko, la más importante base nuclear de submarinos de la an­
tigua Unión Soviética, y que hoy en los noventa se visita por los anhela­
dos turistas, rompiendo los secretos durante tantos años guardados, y que
dieron constantes temas para el cine y la literatura del mundo Occidental.
De regreso a Tana, bordeamos el fiordo de Varanger en el Mar de Barents
y dormimos en Skipagurra. Por la mañana, emprendemos el descenso
hacia Karasjok, auténtica capital de los lapones noruegos. La modernidad
de la villa se mezclaba entonces con el clamor del inconformismo por
parte de las tribus más radicales, que se negaban a someterse a las leyes y
costumbres del resto de Noruega. El pequeño museo lapón que allí había,
recoge de forma ordenada los tesoros dejados por sus antepasados; pieles,
tallas e instrumentos y utensilios de diferentes usos.
Hoy Karasjok es la sede del Parlamento Lapón, que a título consultivo
está formado por treinta y nueve diputados. Constituido en 1989, repre­
senta a todas las regiones y etnias. Para poder formar parte de él, es nece­
sario conocer la lengua lapona, o al menos que los padres del diputado
puedan acreditar el conocimiento de la misma.
En el parlamento, se tratan todas aquellas cuestiones que por su transcen­
dencia afectan a la vida y costumbres del pueblo lapón. Su representante

81
tiene voz y voto en el parlamento de Oslo sobre todo cuando se tratan
temas de pesca, renos, instalaciones científicas y militares en Finmark, o
acuerdos con la Comunidad Económica Europea que afecten en algo a
sus regiones.
Hay más de treinta y cinco mil lapones en todo el mundo, de los cuales
unos veinte mil viven en Noruega, aproximadamente diez mil en Suecia,
y otros siete mil repartidos entre Finlandia y Rusia. Es un pueblo duro y
superdotado físicamente. Su fortaleza se basa en los conceptos sociales
de desarrollo del individuo sin ayuda exterior, pedirla, es reconocer debi­
lidad y una ganada mala reputación. Por eso son fantásticos y sobrenatu­
rales al lograr doblegar a la naturaleza.
Es una de las últimas tierras salvajes de Europa, con una extensión pareci­
da a Holanda, Laponia es la cumbre de la soledad. Veneran al sol, a los
renos blancos y a todos los espíritus de la naturaleza. Su origen estuvo en
el centro de Asia, y sus rasgos así lo confirman.
Aunque el parlamento está ahora en Karasjok, la villa de Kautokenio, un
poco más al sur, ha sido desde siempre el centro comercial y social de los
lapones de Finnmark. Desde aquí las pistas y senderos se multiplican en
todas las direcciones. Se puede decir que la tundra, se pavimenta por un
espacio corto de metros en esta ciu­
dad. De entre todos los caminos es­
cogim os uno que según nuestro
mapa co n d u cía hacia la fa m ilia r
villa de Marrkina en pleno corazón
de Laponia.
El ca m in o no estaba m al, y al
menos era liso y ancho. Rodamos
durante varios kilóm etros sin ver
más que piedras y matorral bajo
mezclado con restos de nieve vieja.
Verdaderamente no se que esperá­
bamos encontrar, pero los cuentos
de campamentos al modo cherokke,
nos tenían en vilo, y he de confesar
que con ese anhelo corríamos esa
mañana de comienzos de septiem­
bre en una insegura y desconocida
dirección.
No habrían pasado muchos kilóme­
tros, cuando al borde del cam ino Los puentes eran de poca garantía.

82
comenzamos a ver tenderetes de lona y madera con gente de diferentes
edades ofreciéndonos cuernos de cérvidos desconocidos para nosotros,
pieles, y tallas de variados significados. Por su aspecto no parecían norue­
gos, así que nos detuvimos para averiguar de que se trataba semejante
bazar en tan inhóspito lugar. Por desgracia para nuestros sueños eran la-
pones y la inconfundible mano del hombre había puesto su clara huella
sobre ellos. Verdaderamente era un triste y folklórico espectáculo, lejos de
lo imaginado y deseado.
Parece ser que la ruta que desde Tornio en Finlandia se dirige hacia aquí,
es visitada en verano por finlandeses y suecos en busca de recuerdos la-
pones, y los habitantes más progresistas de Kautokeino, atentos al comer­
cio y a las coronas, montan los tenderetes que a nosotros tanto nos desilu­
sionaron para vender todo tipo de artículos relacionados con su cultura.
La raza de la que nos habían hablado parecía haber desaparecido, su po­
derosa tendencia hacia lo primitivo había dejado pasar al empuje de la
civilización. Hombres, mujeres y niños con ropa vaquera se adornaban
con detalles de su antigua indumentaria para atraer a los pocos que por
allí pasábamos. Un pueblo había muerto como tantas veces ha sucedido
en la historia moderna de la humanidad, para dar paso a una visión semi
cirquense de rasgos y facciones.
Entre gestos y algunas palabras de inglés nos dijeron que la vida en los
campamentos era dura y que ya sólo quedaban algunas tribus auténtica­
mente primitivas en la frontera de Finlandia con Rusia, hacia la villa de
Ivalo, o en Kiruna y los lagos de Jukkasjarvi, aún en territorio Noruego.
Como si realmente supiera lo que me decían a sen tí, y nos despedimos no
sin antes pagar el peaje de la información en forma de dos pequeñas
focas hechas de esa misma piel que increíblemente con el paso de los
años no han soltado ni un sólo pelo, lo que demuestra los conocimientos
de esta gente en el curtido de pieles y cueros.
Desilusionados, pasamos la noche junto a su campamento, discutiendo
entre nosotros las diferentes opciones que teníamos, y midiendo los ries­
gos de adentrarnos una vez terminado el verano en las planicies de Lap-
pland. Estudiando los mapas vimos, que si cruzábamos la comarca que
nos indicaban los lapones, podíamos llegar por una buena pista hasta Ki­
runa en la laponia Sueca, y desde allí, entrar en Finlandia, para regresar a
Tornio en la orilla del Báltico y descender hasta Estocolmo bajando por
toda la costa sueca.
Esta decisión era arriesgada en su primera parte pues casi no existe docu­
mentación sobre aquella zona, pero superado este primer obstáculo, la
pista nos conduciría hasta una buena carretera que se dirige a zonas más

83
civilizadas y pobladas, enlazando después con las vías que descienden
hacia el sur.
Por la mañana, queriendo olvidar a los lapones vistos, comenzamos nues­
tra andadura, teníamos casi cuatrocientos kilómetros que recorrer para
ese día por malos caminos, y había que apresurarse. Durante las primeras
horas de marcha, el paisaje apenas cambió, y durante las siguientes tam­
poco; matorrales, tundra, y seminevadas montañas de diferentes alturas
fueron todo nuestro horizonte. Kilómetro a kilómetro nos adentrábamos
más y más en el mundo silencioso de la estepa de Vidda, donde sólo los
abedules enanos nos hacían compañía.
Ya al atardecer, contra un helero blanco , vimos varios hilos de humo
subir lentamente hacia el cielo, recortando las siluetas de las montañas.
Como durante todo el día no nos habíamos encontrado con nadie, para­
mos junto a la orilla del camino. El lugar de donde salía el humo no esta­
ba lejos, había que subir una pequeña loma a pie y podríamos ver de que
se trataba. Una vez arriba no dábamos crédito a nuestros ojos; cientos de
renos, enormes bichos de grandes cuernos parecidos a ciervos, y que
ahora ya sabía como se llamaban, pastaban mansamente buscando la
hierba bajo la fina capa de nieve. Al fondo como a quinientos metros,
una treintena de tiendas de campaña al estilo piel roja, echaban humo en
la plácida tarde de la planicie, protegidas del norte por inmensas y neva­
das m o ntañ as.

Como quedaban muchas horas de luz aunque eran ya las siete de la


tarde, decidimos acercarnos. No había camino para llegar hasta ellos en
la furgoneta, así que metí a Daniel en la mochila, cogimos la bolsa con
las cosas y papeles importantes y preparé un par de cámaras de fotos.
Nos fuimos acercando despacio, con la seguridad de que era gente pacífi­
ca, pero siempre con la prudencia de lo desconocido. Yo por respeto,
siempre escondo las máquinas de fotos, que parecen quieren robar la inti­
midad. A unos cien metros pudimos contemplar ya en toda su grandeza
un verdadero campamento lapón. El tiempo se había detenido para sacar
de los siglos pasados a la treintena de tiendas que delante de nosotros pa­
recían plantadas en la eternidad. Cada una seguramente era la vivienda
de una familia y en todas había alguien dentro o fuera de ellas. Las pieles
de animales colgadas sobre palos secando al sol daban aún más el aspec­
to de los campamentos de ficción que en películas todos hemos visto. Las
mujeres sentadas en grupos cerca del fuego bordaban y cosían. Los hom­
bres y jovenes trabajaban, algunos en las astas de renos, otros, cuidando
al rebaño con la vista. Los niños como los de todo el mundo jugando
entre gritos, llantos y risas.

84
Cien años, quizás trescien­
tos, nada había cambiado
para ellos, ni las guerras
pasaron por a llí, ni los
hombres civilizados habí­
an puesto su inefable hue­
lla. Trajes de bonitos tonos
rojos cubren sus cuerpos,
y curiosos sombreros bor­
dados tapaban sus cabezas
rubias y morenas. Nos mi­
raban extrañados pero con
el desdén que da el ser los
dueños de lo que pisaban.
Los niños fueron los pri­
meros que se nos acerca­
ron y nosotros expertos ya
en estas lides, habíamos
traído grandes caramelos
de pap eles co lo re a d o s,
aparatosos y ruidosos, que
repartimos entre ellos. Lo
demás vino solo . El pe­
queño Daniel y su sonrisa
de chino, casi lapona, hi­
cieron el resto. De lejos parece que estamos en el oeste.

Entre señas y muecas que es el idioma de las gentes de buena voluntad,


fuimos avanzando en nuestra incipiente relación. Les regalamos vino de
Rioja, gesto que hasta el momento había hecho un fenomenal efecto. To­
davía hoy no sé como logré explicarles que mi furgoneta estaba a un kiló­
metro al otro lado del pequeño valle. Como se hacía tarde me acompaña­
ron cuatro hombres a recogerla. Logramos que cruzara sobre troncos dos
arroyos caudalosos ante mi pánico a perderla, pero aquella gente sabía lo
que se hacía, y al rato, aparcamos la Volkswagen al extremo del campa­
mento, junto un cobertizo de madera donde acumulaban leña seca y pe­
queña.
Habíamos llegado casi por casualidad al verdadero centro de los lapones
nómadas, auténticos vestigios de una civilización que a velocidades in­
creíbles desaparecía. Agotados por tantas emociones nos dormimos con
la luz del ártico sobre nosotros. Esa noche soñé con verdes praderas lle­
nas de caballos que galopaban como locos perseguidos por unos hombre­
cillos que bien hubiera podido tratarse de lapones en lugar de indios. Du­

85
rante todo el sueño, confundí las imágenes aprendidas de siempre en pe­
lículas y libros con las nuevas que ahora tenía delante.
Por la mañana, y de forma real, era más impresionante el expectáculo,
desde la cama, por la ventana de la furgoneta metidos en el saco de dor­
mir, mirábamos atónitos el campamento. El poblado se había puesto en
marcha, y todo el mundo hacía algo, grandes y pequeños, jóvenes y vie­
jos, así que nos dio vergüenza seguir holgazaneando y tras vestirnos, sali­
mos a recorrer el lugar.
A cada punto del campamento al que llegábamos, nos saludaban con una
amable sonrisa. Nos mostraban sus tiendas, y sus objetos personales
como si de tesoros se tratasen y enseguida captabas lo orgullosos que es­
taban de su cultura y de sus tradiciones. Los lapones fueron sin duda la
primera raza que pobló Noruega, también fueron la primera civilización
polar que estableció contacto con los europeos. Todos los vestigios huma­
nos encontrados sobre las culturas laponas ancestrales eran de más de
diez mil años, aunque la formación de las recientes comunidades o po­
blaciones no tendrán más de dos mil.
Entre los lapones existentes en la actualidad, sus características físicas y
culturales difieren totalmente del resto de la raza nórdica. El pueblo au-

Diferentes caras y gestos.

86
Rubios y morenos se mezclan.

tóctono tiene cabellos negros y lisos, ojos oscuros y son de baja estatura.
Hoy, en campamentos como en el que estábamos nosotros, muy al norte,
la raza se ha mezclado con lapones de suecia también nómadas pero
mucho más albinos de pelo, y así puedes ver a niños que conservando
sus rasgos faciales, tienen el pelo rubio y algunos los ojos claros.
De todos estos lapones, sólo cinco mil pertenecen al grupo de los nóma­
das, auténticos restos de su primitiva cultura. Su carácter es tímido e in­
trovertido, pero se contrarresta con su gran amabilidad y bondad.
La formación de los campamentos se realiza en grupos reducidos de fami­
lias, por eso rara vez se agrupan en grandes concentraciones de tiendas.
El que nosotros visitábamos, compuesto de unas treinta, era casi el máxi­
mo número que podía darse. En sus viajes de verano conservan esa uni­
dad familiar, que a veces se rompe por discusiones o embarazos muy ade­
lantados de las mujeres. Entonces una estirpe o los miembros parciales de
una familia viajan solos, formando campamentos de cuatro o cinco tien­
das como después veríamos cerca de Viltangi.
Cuando empieza el verano, y los caminos se limpian un poco de nieve, el
sol no se pone durante al menos tres meses y la temperatura sube hasta
los ocho o nueve grados, entonces se trasladan con sus renos y utensilios

87
A l atardecer se prepara la cena.

Trabajando las astas de reno. Pastor de renos en la planicie de Karasjok.

88
a las costas comprendidas entre Bodo y Hammesfert en una trashumancia
fría y difícil que sólo termina con éxito en los pastos de la costa, si la esta­
ción ha cumplido sus fechas y la nieve ha desaparecido, si por el contrario
los pastos siguen cubiertos, verán frustrado su viaje y perderán ese año.
Esta peregrinación que realizan después de la época de los deshielos car­
gados los trineos y las espaldas con sus tiendas y pertenencias, es un duro
caminar por los heleros y montes vadeando ríos y sorteando obstáculos,
siempre pendientes de los renos, que no deben parir hasta llegar a la
costa. De hacerlo, las crías mueren al no soportar el viaje. Los lapones
buscan los pasos nevados para que los trineos puedan deslizarse con su
pesada carga. Normalmente para la primera semana de mayo han cons­
truido sus pequeños campamentos semiocultos por las montañas, y siem­
pre en lugares altos y rodeados de neveros para que los animales que
quieran, sigan pastando de esa forma extraña que lo hacen, hociqueando
los musgos y liqúenes bajo la nieve.
Allí, pasan los veranos, pescando y trabajando las pieles y huesos, rara
vez bajan a los fiordos. También se dedican a la caza de zorros y de una
especie de cabra montesa cuyo nombre no he sido capaz de retener.
Mientras, las mujeres bordan y curan los cueros que después venderán en
Ivalo o Kautokenio.
A finales de agosto, levantan el campamento, y emprenden el regreso a
las áridas mesetas donde nos encontramos. Guardan una cierta distancia
con las poblaciones que silenciosamente les rodean y ya, durante los
meses siguientes no saldrán de su región y poco lo haran de sus campa­
mentos. La temperatura comienza a descender inexorablemente, y no pa­
rará hasta los 402 bajo cero de los meses de diciembre y enero. Estamos
en una latitud de 75Q43' norte, donde el sol no se pone en setenta y siete
días exactamente, y como contrapartida tampoco sale durante otros dos
meses. En Hamesfert se celebra el veintiuno de enero la fiesta del regreso
del sol, que marca también el tiempo de capturas de bacalaos y la activi­
dad frenétina de los puertos costeros. Por eso los lapones de regreso a la
planicie se agrupan en torno a sus dos centros más importantes; Kantokei-
no situado a unos cuarenta kilómetros de la frontera más septentrional de
Suecia y Karasjok a sólo dieciocho de Finlandia. En las largas noches árti­
cas viajan hasta las poblaciones cercanas para procurarse utensilios y co­
mida.
Esta vasta región deja ver en verano multitud de lagos, recortados entre
ventisqueros y pequeños glaciares, desprovistos de toda vegetación. Sólo
los renos, incluso en invierno, encuentran la forma de comer bajo la
nieve. A partir de ese momento, la vida se aletarga, todo sucede más des­

89
pació y el clima marca la pauta de lo que puede hacerse. Han empezado
la recuenta de los renos y su inventario. Siempre se realiza a la vuelta de
los pastos junto al mar, donde se producen los nacimientos. Por eso las
crías de tan solo un mes o dos saltan junto a sus madres, mientras los
miembros de cada familia intentan marcarlas. A la cabeza de la manada
siempre hay un reno doméstico, el resto se comportan de forma salvaje,
pero le obedecen incomprensiblemente.
Cada estirpe pone su marca diferenciada en los suyos para poder identifi­
carlos. Los rebaños o "SUDA", se componen de aproximadamente cinco
mil animales, todos perfectamente identificables. Estos cérvidos vivieron
libres hasta el siglo XVI, fecha en la que los primitivos lapones comenza­
ron a comerciar con sus pieles, huesos y carne. Por lo demás, la econo­
mía de este pueblo gira entorno a estos grandes animales, que siempre in­
fluyen en sus vidas de una forma notable.
La familia es el centro de la sociedad. Los matrimonios son muy jóvenes y
la edad de las personas es imposible calcularla. Las mujeres engordan por
las grasas que ingieren, y como se casan a los catorce años, pueden verse
parejas con dos o tres hijos, cuyos padres apenas han cumplido veinte
años. Los hombres tienen sus pieles arrugadas, curtidas por el sol, el frío y
los vientos, por lo que es más difícil poder conocer su edad.
Estos nómadas de las nieves y hielos parecen haberse olvidado que el
m u n d o esta lle n o de otras gentes, o ni siquieran lo aprendieron. No tení­
an la menor idea de lo que era, o donde estaba España, ni tan poco creo
que les preocupara lo más mínimo. Desconocen la geografía más elemen­
tal del mundo, y sólo los jóvenes han comenzado a estudiar ciertas mate­
rias elementales en libros traducidos del noruego. Utilizan su propia len­
gua, diferente hasta en las raíces del idioma oficial, donde los sonidos
guturales son imposibles de pronunciar por nosotros debido a la cantidad
de jotas y kas juntas que utilizan.
Los renos, esos extraños cérvidos de piel fuerte y grandes astas, son casi
su única fuente de vida. Los utilizan para casi todo, tanto vivos como
muertos. Fueron los primeros mamíferos que poblaron Noruega, su peso
oscila entre los cien y los ciento cincuenta kilos, y su alimento se basa en
liqúenes y musgos. Existen alrededor de sesenta mil renos en la región de
Finmarck. Además de su aspecto poco conocido, tienen la particularidad
de que dentro de los cérvidos, son los únicos en los que la hembra tam­
bién tiene cuernos.
Hay otro tipo de fauna compuesta por osos, ya muy pocos por los abusos
en su caza, sobre todo por parte de los suecos y noruegos, y gran canti­
dad de lobos y zorros. También los castores y las nutrias son abundantes

90
en esta región, y los lapones como sus hermanos de sangre los indios
americanos, los cazan con trampas para la venta de sus pieles.
Sus vestidos y trajes además de ser de gran colorido y belleza, están in­
creíblemente bien pensados para protegerse del frío. Los forran con la
tripa de los renos seca y curada, impidiendo la entrada del aire. También
sus guantes y zapatos llamados "gallokak", los rellenan de hierbas para
aislarlos de la humedad, y todas las costuras de su indumentaria las re­
fuerzan con hilo hecho de los nervios de los renos.
Pero no todos los lapones llevan esta dura vida en los montes. Los esta­
blecidos en comunas fijas como las de Kantukeino y Karasjok, pasan los
inviernos en cálidas cabañas de madera. El cansancio de la existencia nó­
mada les arrastró a esta nueva forma de vida, y con ello llegó la primera
división del pueblo lapón. Diferentes culturas y usos vinieron después.
Unos tienen ya escuelas y almacenes con todo tipo de productos, además
de oficinas desde las cuales venden sus productos al por mayor. Los nó­
madas por el contrario siguen con la filosofía de que los conocimientos y
enseñanzas los da la vida y las tradiciones de padres a hijos.
Sólo la fiesta de Pascua es el momento del año común para unos y otros.
Entonces, las calles de Kantukenio y Karasjok, se llenan de lapones veni­
dos de toda la comarca con sus más bellos atuendos, y nómadas o no, se
unen en varios días de fiesta y alegría. Celebran carreras de trineos tira­
dos por sus mejores renos, y las risas y cantos abren un claro en la oscu­
ridad de los inviernos árticos. En los años setenta estaba prohibido cantar
su famoso "Joik", debido al contenido pagano de sus expresiones. Es un
sonido diferente nunca escuchado, puede tener una cierta semejanza
con un canto de guerra de los indios Navajos de América del Norte. Hoy
el "Joik" se tararea por todos y se lo deben al poeta y escritor lapón Nils
Aslak Valkeapa, que luchó junto a los jóvenes de Karesvando, su pueblo
natal, para convencer a los noruegos de la injusticia de la prohibición.
Pero no fue hasta 1992 cuando lograron su objetivo.
Sus pequeñas iglesias se llenan en esta fiesta para pedir por la prosperidad
de las familias. Su base es cristiana, aunque suprimen algunos ritos de
esta religión y adaptan otros propios del protestantismo en un original po­
purrí de salmos, cantos y pasajes bíblicos.
Pasamos todo el día deambulando por el campamento, donde el aire so­
naba como un cristal golpeado por los ruidos que tanta actividad producí­
an. Entramos por invitación de amables gestos a muchas tiendas o "lavv",
perfectamente construidas con tres palos de aproximadamente cuatro me­
tros cada uno ahorquillados en la parte superior. Diez estacas rectas y

91
duras completaban el armazón, y
sobre éste, las pieles y las lonas de
barco las hacían impermeables y
calientes.
De ellos aprendimos recetas curati­
vas y preventivas, que conserva­
mos para los cortes y la fiebre. Co­
mimos juntos, al lado del fuego
durante el día o en la tienda en las
inapreciables noches. El alimento
se ce n tra tam bién en el reno ;
carne, visceras, sangre y huesos,
todo tiene su aprovechamiento, y
cada parte su aporte vitam ínico.
Pero quizás lo más curioso de todo
fue ver como u tiliza n el queso
como sustituto de la leche en el
café, logrando un peculiar sabor,
lejano a los gustos occidentales,
pero sabroso y excitante. La carne La pequeña Nilila con su vestido de fiesta.
seca y salada bañada en grasa, les
permite a modo de nevera conservarla durante largos periodos de tiempo.
Anduvimos durante varias jornadas entre las tiendas del campamento in­
tegrándonos en sus vidas sin apenas notarlo. Los lapones se enfrentan en
un mundo moderno con sus realidades intemporales. La planicie-nos fue
pareciendo familiar, y a los pocos días paseábamos entre los renos al atar­
decer sin ya prestarles atención.
Luego por la noche, que casi no existía, veíamos tallar huesos y astas con
finos cuchillos de mangos óseos, y los cantos de los niños y el rezo de sus
oraciones antes de acostarse, te dejaban oir frases simples que en su tara­
reo rítmico, iban desarrollando un tema lírico, y el viento o "biegg olma-
ni"masculino y fuerte como ellos decían, trasportaba los sonidos en todas
direcciones para mostrar su enfado si los niños no se habían portado bien.
Los aullidos de los perros pastores acompañaban a este singular coro del
ártico.
Habíamos retornado a un mundo primitivo, donde el tiempo tiene poca
importancia, y nuestros valores de hombres civilizados todavía menos. El
Gobierno Noruego ha intentado todo tipo de planes de adaptación de
estos nómadas sin conseguirlo. Les han querido dar viviendas, escuelas,
en fin civilización y siempre con el mismo negativo resultado.

92
Lejos de lujos y comodidades, se encierran en sus tradiciones de hace si­
glos porque realmente ahí tienen su equilibrio y felicidad. Son dueños de
la libertad más absoluta, todas las planicies les pertenecen , y sus caras
reflejan el equilibrio perfecto del hombre convencido de su propia exis­
tencia.
Ahora con la distancia, pienso, que esta pequeña raza , por las leyes de la
naturaleza humana, toca poco a poco a su fin. Que su lenguaje, incluso
sus vestidos en parte, durarán muchos años, pero su actividad nómada
tan dura y sacrificada se irá adaptando a la civilización sin disertar si es
mejor o peor. El bienestar podrá seguro con todos ellos, y los jóvenes
como en cualquier parte del Planeta, impondrán sus justas y modernas
reivindicaciones.
Estábamos felices entre esta gente, pero el frío comenzaba a apretar y el
insomnio de tanta luz en la noche tampoco nos dejaba descansar. En
cambio para los lapones no existía este problema, pues el concepto
noche oscuro o día luz que utilizamos en todo el resto del mundo, lo sus-

El sol de medianoche.

93
tituyen por un criterio de naturaleza social fundado en la actividad, repo­
so, ruido y silencio, olvidándose de mirar al cielo para vivir con su luz.
Habían transcurrido más de tres meses desde nuestra salida de Vizcaya y
por desgracia el dinero actuaba de inexorable termómetro de nuestro
tiempo, además, empezábamos a tener ganas de bajar a temperaturas y
ambientes más normales y disponer aunque fuera por una noche de más
espacio que nuestra furgoneta. Soñábamos con una habitación de hotel,
donde pudiéramos darnos una infinita ducha caliente, lejos de las aguas
frías de ríos y lagos que veníamos utilizando.
Una tarde de aquellas comenzó a nevar copiosamente, y esto adelantó
nuestra decisión de regresar. Podían cerrarse los caminos en cualquier
momento y quedar bloqueados. Por la mañana nuestros amigos empuja­
ron la furgoneta hasta la pista central por la que habíamos llegado hasta
ellos, y tras una triste y fugaz despedida empezamos nuestro descenso
hacia la Europa más conocida. Todavía quedaban muchos miles de kiló­
metros por recorrer, e intentamos disfrutar de ellos, para distraer así a la
nostalgia que nos invadía.
LLegamos a Kiruna pequeña villa en la laponia Sueca, sin notar donde
habíamos cambiado de nación, tras un largo día de incómodo viaje por
pistas y caminos. Apenas nos acercamos a la ciudad, distinguimos a lo
lejos las rampas de lanzamiento y las torres de control de satélites que
los europeos habíamos instalado allí, seguramente por su latitud, estable­
ciendo un tópico contraste con la estepa.
Después supimos que una empresa de Las Arenas-Vizcaya, llamada
-Sener- tenía varios empleados realizando labores de ingeniería. Para noso­
tros fue como encontrar un oasis en el desierto, y los bailes flamencos y
ruidos de nuestro folklore se dejaban oir en la noche calmada y silenciosa
de esta pequeña población de la estepa. Aquí están, dicen, las mayores ga­
lerías de minas del mundo. Más de cuatrocientos kilómetros de túneles
dejan casi en el vacio a esta tierra. A veces descienden hasta medio kiló­
metro de profundidad.
A esta latitud tampoco hay aduana con Finlandia, ni siquiera vimos el
puesto fronterizo, supimos que estábamos allí por un cartel de carretera
que decía dirección Pello, y en nuestro mapa distinguimos esta villa en la
parte finlandesa del mismo. Así que nos habíamos despedido de dos paí­
ses sin apenas darnos cuenta, en silencio, discretamente, como son las
gentes que los pueblan.
El paisaje a los lados de la carretera era duro y monótono y se animaba
por los cientos de lagos que a derecha e izquierda inundaban la tierra y le

94
daban un poco de color. Tuvimos que pasar dos pequeñas villas de in­
fluencia lapona, Overtornea e Ylitornio, hasta que llegamos en medio de
una tormenta de nieve a orillas del Báltico. Nos detuvimos en una curiosa
y doble ciudad. La mitad de ella es sueca y se llama Haparanda y Tornio
la otra mitad, pero pertenece a Finlandia. A llí dormimos en un pequeño
hotel de carretera limpio y confortable. También nos dimos esa larga y
añorada ducha de agua caliente, y para terminar el festín comimos con
auténtico pan de trigo, ausente de nuestra dieta desde hacía ya muchas
semanas.
Por la mañana vagueamos disfrutando de la comodidad de nuestra habi­
tación. Para mí era especialmente descansado pues al no sentirme vigi­
lante como en la furgoneta, y haber terminado la parte más difícil de
nuestra aventura con plena satisfacción, pude dormir más de quince
horas seguidas, algo insólito. Desayunando, nos contaron que esta ciudad
es famosa por los bares, y por la compra de alcohol que los suecos aquí
realizan. Se debe a las restricciones impuestas en su país por los excesos
habidos en los últimos años y el aumento del número de suicidios y acci­
dentes.
Finlandia con una extensión casi parecida a la Española tiene más de no­
venta y seis mil lagos, de todos los tamaños y formas. Su pueblo trabaja­
dor y práctico, sigue pagando a la URSS los daños de guerra de la con­
frontación Mundial. Sólo por esa razón permitieron que siguiera siendo
independiente. Su lengua de origen mongol es diferente al noruego y al
sueco, en cambio tiene un gran parecido con el islandés y con el dialecto
de los habitantes de las islas Feroes, al norte de Escocia. Caprichos en el
asentamiento de las poblaciones primitivas, han marcado esta sorpren­
dente semejanza de lenguaje.
Una gasolinera de Lulea nos sirvió de aparcamiento para dormir al día si­
guiente descansados por la noche pasada en el hotel, cogimos con gusto
nuestra casa ambulante en esta última etapa. Al levantarnos seguimos
hacia el sur, Pitea y luego Umea, los nombres parecían de broma pero no,
son tres de las ciudades más importantes de la costa Báltica Sueca. Lulea
alberga una de las universidades más importantes del país. Durante los si­
glos XVII y XVIII fue el puerto más desarrollado del golfo de Botnia.
Son villas limpias y cuidadas con puertos comerciales y deportivos llenos
de vida, se nota una auténtica pasión por la mar. Umea, el más grande e
importante esta lleno de veleros de todos los tamaños, y como era domin­
go y hacía viento cuando lo cruzamos, su antigua bahía dejaba ver entre
sus edificios de piedra y pizarra, las velas blancas y granates recortadas
contra los mismos.

95
Seiscientos kilómetros más y llegamos a Estocolmo. Sumergidos en los in­
convenientes de todas las grandes ciudades, nos adentramos hasta el
puerto, punto de llegada en todas las villas y pueblos que visitamos, y
desde donde organizamos todos los recorridos. De esta forma nunca te
pierdes y siempre sabes a donde regresar, pues los puertos están siempre
bien señalados en todas las calles y avenidas.
Dos días no son suficientes para conocer un poco la ciudad, pero es todo
el tiempo de que disponíamos. Estocolmo es como la Venecia del frío.
Calles y canales se alternan también en un fuerte contraste carente de
góndolas. El ayuntamiento, la gran obra de Ragnar Ostberg, preside la
ciudad, y puede contemplarse casi desde cualquier ángulo de la misma.
Quinientas mil personas viven en su núcleo urbano entre grandes edifi­
cios modernos, pero son casi un millón trescientos mil, los suecos que tie­
nen la oportunidad de emborracharse juntos los sábados por la noche, si
sumamos sus alrededores y suburbios.
Naguere el antiguo barrio latino nórdico, refugio de artistas y escritores,
conserva sus fachadas intactas, pero mucho me temo que sus habitantes
son ya financieros y agentes de bolsa, que nada tienen que ver con las le­
tras y artes suecas.
Dejamos la ciudad mojados por la lluvia que caía, liberándonos un poco.
Las grandes concentraciones humanas nos agobian, y no son muy cómo­
das y seguras para la vida del nómada furgonetero, siempre pendiente de
cuidar sus pertenencias. Así que nos dirigimos a Goteborg, otra vez en el
Mar del Norte, al sur del país. Son trescientos ochenta kilómetros a través
de una verde y bonita región. Nos detuvimos en el lago de Vanern, in­
menso y lleno de velas de diferentes tamaños que ponían una pincelada
de vida en estas despobladas regiones.
Pasamos otra noche clara y estrellada junto al Mar del Norte, mientras es­
perábamos coger el barco hasta Copenhague al día siguiente. En seis
horas en un "car ferry" atracamos en la capital de Dinamarca, y su sirena
nos anunció la llegada a un inmenso e inhumano puerto, lleno de petro­
leros y barcos contenedores.
Intentar resumir en pocas lineas la ciudad de Copenhague es imposible,
tampoco nosotros le pudimos dedicar más que dos horas para conocerla.
La gente es amable y divertida, y contrasta con su seria e impresionante
historia. Para los amantes de la mar es un auténtico tesoro. Museos, anti­
cuarios navales, puertos y astilleros, se fueron formando a lo largo de los
siglos en la encrucijada natural que fue su puerto como guardián en el
norte del resto de los países de Europa.

96
Cabo Norte, el punto más septentrional de Europa.

97
Camino de casa llegamos otra vez a la desagradable entonces, frontera
alemana, donde las despóticas miradas al pasaporte Español nacieron de
la catalogación fascista y racista que hacían de nuestros antiguos inmi­
grantes, considerándolos de inmediato de ciudadanos de tercera. Hoy los
han sustituido, por fortuna para España, por magrebies y norte africanos.
En veinticuatro horas pasamos Hamburgo y Bremen y llegamos hasta la
frontera con Holanda, que cruzamos por Sappemeer. La simpatía de los
holandeses incluso la de sus carabineros contrasta con la de sus vecinos
alemanes, y da verdadero gusto caminar y rodar por la cordial Holanda,
donde las bicicletas, los tulipanes y los polders no son ningún tópico, pues
verdaderamente llenan esta pequeña tierra con un encanto especial. Dor­
mimos en Leeuwarden junto a la playa, confiados y cansados.
Atravesamos por la mañana el gran polder de Ijsselmeer, una auténtica
obra de la ingeniería holandesa, en el que la fuerza de las mareas les da
energía eléctrica. Son el pueblo experto en ganar tierra a la mar, y en esa
constante lucha por contenerla, han logrado además producir energía a
poco precio debido a la gratuidad de los movimientos de las aguas.
Amsterdam, apenas pudimos olfatearla, conscientes, la dejamos para otra
ocasión. Regresaremos con más tiempo para un trabajo meticuloso, de lo
contrario pecarías de pretensioso opinando sobre una de las ciudades ma­
rineras más bonitas del mundo, sin haber podido meterte en las diferentes
visiones que de ella puede sacarse, y que según de donde la mires, fluc­
túa y se evapora entre la mar y el aire.
Luego Bélgica y Francia por las autopistas del norte sin detenernos. Mil
trescientos kilómetros de rodar pegados a la cuneta a cién por hora. A
esas alturas del viaje, experimentas sentimientos contradictorios. Unas
veces cansancio, otras, alegría por estar cerca de casa ya, y todo el tiem­
po, nostalgia y anhelos. Veinte de octubre, el tiempo en el centro de Euro­
pa es ya frío y desapacible, debe ser como muestra de solidaridad con las
maravillosas tierras que venimos de dejar al norte.
Con el techo de la furgoneta repleto de cuernos y pieles de reno, llegamos
a la frontera española de Behovia al caer la tarde. Soñolientos, casi sin
dormir, no tenemos el mejor aspecto que pudiera desearse. Por eso des­
pertamos la curiosidad de un carabinero que amablemente nos dijo; ¡Que
barbaridad! ¿De donde vienen? Parece que han estado ustedes en el Polo.
-Pués hemos estado muy cerca se lo aseguro-, le dije. Dejándonos conti­
nuar tranquilos los pocos kilómetros que nos separaban de un mundo que
ahora deseábamos, pero que seguro en poco tiempo estaríamos soñando
con abandonar de nuevo.

98
SEGUNDA PARTE

99
'
AFRICA,
MARRUECOS
Y EL ATLANTICO

101
f on casi siete kilos menos de peso, estábamos otra vez en casa. Más de
I i cuatro meses de una vida ajetreada y un poco incómoda, se dejaban
v/ sentir en nuestros huesos, y la verdad es que necesitábamos unos lar­
gos días de descanso, sábanas en la cama, y duchas calientes sin límite de
tiempo. Era el rito de retomar todas esas sensaciones, que como siempre
las habías tenido, no las añorabas hasta el día que te faltaban.
Tras holgazanear un poco dejándonos llevar por los días y sus horas, y re­
cuperar así el entusiasmo por lo que habíamos experimentado, teníamos
delante mucha tarea que hacer, empezando por pasar a limpio las notas
tomadas durante el viaje. Cientos de papeles arrugados y mal escritos por
las prisas, muchos de los cuales tenía que descifrar. Más fácil fue ordenar
las fotos tomadas en cientos de carretes de diapositivas que teníamos que
revelar y clasificar. Constituían un auténtico tesoro para nosotros, en ellas
estaban plasmados todos los momentos pasados, y con el tiempo actuarí­
an como nuestra memoria de todo lo recorrido y vivido.
Por eso, seleccionamos un laboratorio de Madrid especializado en revela­
do de transparencias, que daba un tratamiento profesional a los materia­
les, y que al llevarlas en mano, teníamos la seguridad de que ningún ca­
rrete podía extraviarse, cosa muy común en el revelado amateur de las
películas, y que por lo irrepetible de las imágenes no podíamos permitir­
nos perderlas.
Fue todo un éxito la forma en la que habíamos pasado esta primera ex­
periencia, ya que nos demostramos, que podíamos llegar con nuestra
furgoneta a donde nos lo propusiéramos, por supuesto acompañados por
los "ados" de la buena fortuna que sie m p re estuvieron a nuestro lado;
pero lo cierto es que sin la suerte, necesaria para todo, estas aventuras se
pueden convertir en auténticas catástrofes. Pero también, creo, que hay
que aprender a no apurarla al máximo, manteniendo sólo un sutil co­
queteo con ella.
Puede ser que lo más importante que experimentamos en este primer
viaje costero por el mundo, fuese el perfecto acoplamiento con la furgo­
neta, tan necesario para poder vivir con todo tiempo dentro de ella, habi­
tuándonos a hacer la vida en su reducido espacio durante muchos meses.
Al mismo tiempo fue una increíble experiencia de choque de culturas y
de comparación y convivencia con todas ellas. Pero ahora creo, que para
aprender y enriquecerte con lo vivido, debes pararte a reflexionar cuando
regresas, y así extraer el sabio contenido que de seguro contiene cada his­
toria y cada lugar, dejando a un lado el fácil juicio superficial o meramen­
te geográfico de lo experimentado. . .

103
Partiendo de este principio sientes que tu vida esta más llena, sobre todo
cuando pasas por la cabeza las imágenes que acumulaste y te recreas en
todo lo que conociste y aprendiste, y esa sensación de amplitud interior
que se queda tras cada descubrimiento, te hace apreciar más todas las
cosas elementales y quizás monótonas de la vida diaria.
El resultado de nuestro trabajo no pudo ser mejor. La calidad de las fotos
fue excepcional y creo que se debió en parte a la suavidad de las luces
que hay en las altas latitudes, pues en ellas, la temperatura en grados Kel-
vin no llega como en centro Europa a los 5.400Q, lo que hace que se ajus­
te mejor la sensibilidad de los carretes Ektacrome 64, a la baja intensidad
de rayos solares que recibe todo lo fotografiado, dejando ver sus auténti­
cos colores.
Todas las diapositivas tenían un bonito tono caliente propio de los amane­
ceres y atardeceres de la tierra y que permiten a la película leer los deta­
lles, sin quedar algunas partes aplastadas por la excesiva fuerza de la luz .
El uso constante del filtro polarizador sumado a la acción del ultravioleta,
permitió un mayor contraste entre la alta y baja luminosidad, aspecto ne­
cesario para después poder imprimirlas con buena calidad y excelente se­
paración de tonos.
También el experimento que realicé con las fotos de la Bretaña Francesa y
de las Landas dio buen resultado. Como la luz en verano es muy fuerte y
era esa en la época que yo estuve, forcé el Asa de la película Ektacrome
64, situando el indicador del mismo en mis máquinas un punto después,
aproximádamente en 84 ASA. De esta forma engañas a la cámara creyén­
dose que tiene una película de más sensibilidad, y el fotómetro calcula
valores un poco más bajos. Luego se revelan a tenor de su sensibilidad
original y la entrada de colores y tonos suaves queda asegurada.
Este pequeño truco evita que las altas luces que siempre hay a las horas
del mediodía maten los detalles y el contraste. Es un buen sistema para
cuando necesariamente tienes que fotografiar entre las doce de la mañana
y las cuatro de la tarde, obligado por motivos de viaje y de tiempo. Los
resultados suelen ser sensacionales, equiparando las imágenes obtenidas
a las más equilibradas cromáticamente.
Todo el mes siguiente lo pasé atareado en escribir y seleccionar fotos
para los artículos. Mi buen amigo Federico Arias, director de la revista Bi­
tácora, publicó varios reportajes, y el periódico Deia, otros diferentes.
Los preparados para Bitácora por su contenido náutico, tenían un marca­
do acento marino, por lo que todo mi relato se centraba sobre esos as­
pectos de los lugares. Al contrario que con los dedicados al periódico

104
Deia, que eran más generales y tocaban los temas de una forma más geo­
gráfica y completa, además de incluir trabajos como el de los lapones,
que no teniendo nada que ver con las costas, captó la atención de mucha
gente en aquellos años de final de los setenta, lejanos como estábamos
de Europa y de sus habitantes, y más aún de estos extraños pobladores de
los parajes árticos.
La verdad es que no me costó demasiado centrar los artículos a escribir, al
contrario, era tanto lo que quería decir, que al releerlos tenía que suprimir
la mitad de lo escrito por problemas de espacio que lógicamente imperan
en toda publicación mensual y diaria. Luego vino el complicado momen­
to de decidirnos por unas u otras fotos, yo como era el padre de ellas, me
costaba más que a nadie escogerlas, así que muchas veces dejaba al crite­
rio de los directores de fotografía de cada publicación el momento final
de la elección, y tanto Federico Arias director de Bitácora, como el feno­
menal fotógrafo del Deia, Ruiz de Azua, hicieron un fantástico trabajo.
Entregados los artículos, el veneno de la aventura comenzaba de nuevo a
perseguirnos, y yo sabía que la única forma de curarlo era salir otra vez.
Ahora que conocíamos el placer de recorrer el mundo en libertad, eran
más fuertes y poderosas nuestros deseos. Tras estudiar hacia donde ir, creo
que por puro contraste escogimos Africa; Marruecos, el desierto del Saha­
ra, Senegal y Mauritania y si podíamos llegaríamos hasta Costa de Marfil
ya en pleno golfo de Guinea. Sabíamos que aquí no encontraríamos el ci­
vismo de los nórdicos, ni el tranquilo carácter de los esquimales y lapo­
nes, por el contrario, a finales de los años setenta en esta parte del
mundo, las cosas no eran fáciles, pero ahí radicaba también nuestro reto
y desafío.
Recogimos los bártulos con la seguridad de conocer mejor lo que necesi­
tábamos, aunque ahora el camino era hacia el sol y al calor. Por lo que
mucho más ligeros de ropas, emprendimos una mañana de noviembre el
camino hacia el sur en nuestra sufrida furgoneta Volkswagen, que mi
buen amigo Juan Carlos Martínez Inchausti, me rapasó a fondo en su ta­
ller de Bilbao.
Cruzamos España en un día maravilloso de otoño, regalándonos el paisa­
je sus colores y contrastes, hasta llegar a la ciudad de Algeciras, donde
embarcamos en un trasbordador no muy lleno de gente camino de Ceuta,
y en el que sólo observando a los pasajeros del barco, comenzamos a sa­
borear lo que encontraríamos en el transcurso de los meses venideros.
Africa, brutal, al mismo tiempo fascinante, su contraste de colores y luces,
el misterio de sus gentes y el pueblo marroquí, nos abren los ojos a otro
mundo que ignorábamos. Pequeñas calles donde el olor a "kiffi" y "ha-

105
chis", se mezcla con el olor de la miseria. Policías de juguete, ladrones de
verdad, un pueblo sin identidad propia que sigue los trazos del mundo
árabe arraigado a los brillos coloniales, a sus costumbres y a la tiranía de
sus gobernantes.
Hasta Tánger desde la frontera con Ceuta hay pocos kilómetros, y la ver­
dad es que para todas las historias que habíamos oido sobre la aduana
marroquí, nos pareció mejor y más amable que la alemana. Los guardias
fueron divertidos y los papeles que era necesario rellenar para identificar
todo lo que llevabas, interminables, pero era gente tranquila y agradable
que demostraban su responsabilidad y poder con gritos de mentira.
Al llegar a Tánger no sabemos por donde empezar, hay ruido y gente por
todos los lados y como estaba anocheciendo buscamos una playa donde
aparcar y dormir de forma más solitaria y tranquila. Pero estas dos últimas
palabras no se pueden usar en Marruecos. Debajo de cada piedra, en
cada esquina del camino hay un marroquí escondido, incluso detrás de

Frontera con el Sáhara.

10 6
cada árbol. Nadie parece trabajar, todos están en las calles, sin rumbo,
deambulando de aquí para allá, dando la sensación de que siempre es
fiesta y de que alguien te vigila constantemente.
Pasamos nuestra primera noche junto a una destartalada gasolinera cerca
de la playa, rodeados de ruidos extraños y con la constante sensación de
ser espiados. Y la verdad es que era cierto. Pero con el tiempo fuimos
descubriendo que no representaba ningún peligro. El ratero marroquí no
es violento, sólo espera agazapado y paciente la ocasión de que te des­
cuides para robarte, saben que tarde o temprano te relajarás y ellos siem­
pre están ahí cuando esto sucede.
Con el sol y con sueño, a Tánger se la ve brillar a lo lejos envuelta en esa
luz cálida y nebulosa que a partir de hoy veríamos rodear a todas las ciu­
dades africanas. Al recorrer sus calles descubres el inmenso parecido que
su ambiente tiene con las ciudades andaluzas, es más mediterránea que
africana. El estilo colonial de sus calles te permiten adivinar un pasado
cercano a nosotros y a Francia. Tan sólo han pasado veinte años, desde
que el Estado Español renunció en 1956 a su protectorado y desde enton­
ces ha quedado medio abandonado el Gran Teatro Cervantes, construido
en 1913 por nuestros antepasados en plena avenida de España, dejando
entrever sus ricos azulejos de colores y su inconfundible arquitectura de
comienzos de siglo.
Desde Marshane detrás de la Casbah, se pueden contemplar los dos lados
de la mar. Luego al descender hacia el gran zoco, pasas junto al hotel Ma­
drid, la pensión del Estrecho, y la fonda Maiami, dejando en el medio de
todos ellos las duchas públicas de Cleopatra, que de seguro la diva roma­
na no se hubiera atrevido a utilizar.
De Tánger te captura sobre todo que parece que nada cambia deprisa, al
contrario, la ciudad evoluciona de una forma casi invisible, sutilmente. Su
carácter internacional, abrigó todo tipo de intrigas y pobladores, constitu­
yéndose hoy en día en un auténtico conglomerado de razas y religiones
que al contrario del resto de las ciudades del mundo conviven todos estos
grupos étnicos sin distinción de espacios propios o barrios.
En 1956, volvió a la normalidad con su flamante independencia, y los in­
dios, comerciantes por excelencia, se fueron a Gibraltar o a Ceuta donde
establecieron sus negocios siempre alejados de las tasas e impuestos. En
principio esto empobreció a Tánger de forma notable, recuperándose
poco a poco gracias al turismo. No en vano su puerto es el más importan­
te del país en tránsito de pasajeros.
Los intelectuales marroquís le llaman a su ciudad la BBC, iniciales de ba­
zares, bares y cafés, pero su población se ha triplicado en los últimos

10 7
veinte años y los barrios como Beni- Makada, antes pobres y desordena­
dos, han comenzado a mejorar. Esta dimensión cosmopolita de Tánger, le
permite tener una sinagoga y más de veinte mil judíos practicantes en un
país árabe, donde son eternos enemigos irreconciliables. Pero seguro que
también por esta tolerancia, Matisse, Bacon o Hernández vinieron aquí a
pintar sus contrastes. También ¡lustres escritores se dejaron envolver por
el misterio y magnetismo de Tánger. Jon Hopkin, Samuel Beckett, Tennes-
see Williams y Juan de Goytisolo por citar algunos, encontraron su inspi­
ración entre el aire, la mar y el hachís. D. Juán escribió desde esta Plaza
su visión de España, que viejos ¡lustres marroquíes coincidieron en llamar
a nuestro colonialismo de "pantalón corto", seguramente al compararlo
con la época francesa e inglesa de rasgos más duros e intransigentes, aun­
que la mala fama nos la sigan atribuyendo .
Pero de cualquier forma vale la pena perderte unas horas en la antigua
colonia española, y aunque como a nosotros no te guste el bullicio, este
puedes sobrellevarlo mejor, pues al contraste de por sí sorprendente de
gentes y razas se suma el folklore de colores y ruidos que por su origina­
lidad y sorpresa, te hacen sin quererlo olvidarte de lo incómodo que re­
sulta.
Pero nuestro camino era largo y lleno de incógnitas, por lo que decidimos
comenzar el descenso de la costa atlántica hacia Kenitra. Pequeña ciudad
costera, enigmática y marinera, en cuyo espigón del p u erto , se cogen
unas de las mejores olas de surfing del mundo. Y eso hicimos, coger gran­
des y fenomenales olas que rompían a la derecha con pendientes absolu­
tamente planas por la acción de los constantes vientos alisios, que las pei­
naban hacia atrás en un increíble expectáculo de ruido y agua.
Quizas las costas de Marruecos son como las de cualquier lugar y tam­
bién puede ser que sus gentes sean como las de otras partes del mundo,
pero sin ninguna duda son pueblos, mares y costas con un increíble e in­
descifrable sello primitivo, rodeadas de un glamour de misterio y leyenda,
que las hace a los ojos de los occidentales más interesantes si cabe. Ma­
rruecos es una tierra de merodeadores, de camaleones humanos que pa­
rece viven del aire, de transeúntes estacionarios, que hacen de la espera y
paciencia su oficio, sin saber ni tan siquiera ellos mismos a que aguardan.
Cuenta la historia que el pueblo Marroquí, al igual que el resto de los paí­
ses árabes, era de ascendencia agrícola y ganadera y casi desconocían la
mar. Asustados siempre por la fuerza de las aguas apenas navegaban o
pescaban, preferían traficar y andar los caminos del desierto sumergidos
en un chamarileo de mercancías que ya dura siglos, y sólo de vez en
cuando, y de reojo, miraban hacia la mar.

108
El país marroquí cuna de muchas paradojas, esta rodeado de agua tanto
por el norte como por el oeste, y su costa tiene una longitud de 1868 kiló­
metros, desde Ceuta a la frontera con la antigua Sidi-lfni. Hoy con la ane­
xión de parte del Sahara son casi tres mil los kilómetros de blancas playas
que cada día aumentan de extensión debido a los vientos de tierra siem­
pre duros y arenosos.
El itinerario de puertos importantes en franco progreso y desarrollo em­
pieza en Tánger y termina en Agadir, pasando por Larache, Kenitra, Casa
Blanca, El Jad ¡da , Safi y Essaouira. Hay otros asentamientos costeros
desde donde los pescadores varan sus embarcaciones en la arena y salen
a pescar, reafirmando ese carácter siempre provisional y primitivo en el
que casi siempre desarrollan su trabajo.
Los pescadores marroquíes de todos estos lugares, vencen a la mar por sa­
biduría y astucia, sus salidas de pesca constituyen todo un espectáculo de
riesgo y audacia marinera. Arrastrando sus pesadas embarcaciones de
remos, saltan al agua ayudados por la espuma de la última ola que rom­
pió sobre la arena y empujan hasta que sus pies ya no tocan fondo. En­
tonces los remos palmean con fuerza hasta la primera ola que viene a
romper sobre ellos mientras el bote salta descontrolado en el aire al son
de gritos indescifrables mientras el agua lo moja todo. La segunda ola lo
levanta verticalmente varios metros dejándolo colgado en el vacio, pero
ya no rompe, la tercera sólo lo eleva tímidamente para dejarlo caer des­
pués en aguas ya libres de obstáculos.
Ayudados por pequeños foques y un rudimentario timón de chapa de ma­
dera, navegan a tres o cuatro millas de la costa, donde con finas redes,
trasmayos y todo tipo de trampas, pescan algunas especies en pequeñas
cantidades y de las que los europeos, por contraste, con los grandes arras­
treros capturamos a millones en sus aguas, en tan sólo minutos.
Toda la costa Atlántica de Marruecos, tiene temperaturas estables durante
todo el año, en torno a los 14eC en invierno, y cerca de los 282C en vera­
no. Se da la particularidad climática que debido a corrientes costeras frías
y a la influencia de los vientos del desierto, Agadir es más fresco en vera­
no que Tánger, aunque está mil trescientos kilómetros más al sur. Tampo­
co la temperatura del agua varía más de 3S entre las cuatro estaciones, os­
cilando entre 18Qy 22SC.
Gran parte de la carretera por la que circulamos esta flanqueada por ba­
rreras de arena traída por los alisios desde Argelia, y el paisaje se confun­
de entre dunas y agua a lo largo de cientos de kilómetros. Estábamos en­
cantados con el lugar, aparcados junto a otra furgoneta de australianos,

10 9
Pescador de Kenitra.

que al igual que nosotros surfeaban las olas todo el día. Montamos un di­
ve rtid o ca m p a m e n to ju n to a ellos, y por las noches hablamos alrededor
del fuego de historias por unos y otros vividas.
Daniel tenía la piel tan tostada que parecía un marroquí, se bañó y jugó
durante todo el tiempo con la hija de nuestros amigos kanguros. Magdale­
na también disfrutó del buen clima, y aparcados sus recelos y temores
morunos, cosía como loca complicados trapos y telas.
Pero el tiempo pasó demasiado rápido y nos dejamos abandonar en él,
mecidos todo el día por un viento caliente de tierra, fiel aliado de palme­
ras y dátiles, con su impulso suave apenas dejaba desprender alguno, y
debes conformarte con mirarlos insinuantes en lo alto de ellas. También
las olas de intenso azul turquesa se sujetaban sin romper más tiempo que
en otros lugares debido a la fuerza opuesta de la brisa, mientras que las
gaviotas y pájaros jugueteaban en el aire sin hacer esfuerzo por el viento
que los mantenía.
Ensimismarte en este país es cosa fácil, diría yo, obligada, pero tenemos
siempre un despertador interior de abstracciones y sueños que nos avisa
cuando debemos seguir para cumplir con nuestro propósito de llegar a
nuestro destino. Con tristeza, nos despedimos de todos los amigos y despa­
cito emprendimos camino hacia Casa Blanca.

11 0
Entramos por la parte moderna de la ciudad y francamente tiene todo el
sello francés de sus antiguas colonias. Hoy es ya un monstruo de hormi­
gón de más de tres millones de habitantes, pero con unas espectativas de
llegar a diez en el año 2000, por su constante afluencia de personas.
Después del Cairo y Alejandría, es la tercera ciudad de Africa, habiéndose
constituido desde hace años ya, en el centro económico del país. Funda­
da por los portugueses 1468, pasó por cuatro siglos de casi olvido, hasta
que los franceses en 1907 la ocuparon y convirtieron en uno de los puer­
tos más importantes del mundo.
La gente que la habita, no pertenece en su totalidad a Marruecos, ni en su
aspecto ni en su cultura, es mucho más cosmopolita y conservan aún las
tradiciones firmemente enseñadas por el protectorado francés. El general
Lyautey fue el mayor organizador del duro sistema colonial que impusie­
ron, pero a la vez logró un gran crecimiento económico y mucha prospe­
ridad.
Su puerto, recién construido, representa la imagen del Marruecos moder­
no, pero es imposible olvidarte donde estás cuando miras la basura, el de­
sorden y el caos que reina por doquier. La belleza de los grandes edificios
modernos, se ensombrece con la suciedad y la ingente cantidad de men­
digos y pobres que deambulan de un lado para otro por sus calles. El con­
traste de la máxima riqueza con la miseria más absoluta llega a doler en
Marruecos, al tiempo que te alecciona en cuanto a conformismo y resig­
nación, pues sus habitantes a pesar de lo que les rodea, apenas pierden la
alegría, o por lo menos eso exteriorizan. Es como si se hubieran confor­
mado de antemano con su situación, su entorno y su futuro.
Mucho más cercano a nuestro gusto descubrimos por azar el barrio de
Anfa, donde Roosevelt, Churchill y de Gaulle, se reunieron en la famosa
Conferencia de Casablanca en 1943 tras el desembarco anglo-americano.
De cuidada construcción, domina la costa desde su altura, y flores palme­
ras y muros labrados, le dan un ambiente colonial moderno y agradable.
Pero nosotros que podemos escoger el emplazamiento de nuestra casa,
adaptándolo al ambiente que más nos guste, no podíamos detenernos allí
para dormir. Dos fornidos guardias de seguridad te lo impeían, por lo que
no fue fácil encontrar un lugar donde instalar la furgoneta y pasar la
noche en esta inmensa urbe llena de gente y peligros.
Por eso, como tenemos por costumbre, nos acercamos al puerto. Cerca
del club Naútico de Casa Blanca, sorprendentemente regido por france­
ses, pudimos por fin aparcar en su planchada. Recargamos de agua los
depósitos de la furgoneta y nos duchamos en sus vestuarios las veces que

111
La atmósfera es siempre diferente.

quisimos por dos francos de tarifa. Luego por ia noche el portero marro­
quí del club, protegía nuestros sueños a cambio de algún dirham. Así que
disfrutamos de una amabilidad comprada a golpe de dinero, pero al fin y
al cabo amabilidad.
Intentar recordar aquí las fantásticas imágenes de la película Casa Blanca
o rememorar su mito es bastante difícil. Apartados a la fuerza de su miste­
rio nos veíamos cada día envueltos en ríos de gente más reales que circu­
laban a derecha e izquierda aplastándose los unos a los otros sin tan si­
quiera mirarse. Tampoco el encanto de los zocos árabes era patente en
esta gran ciudad ya que los antiguos lugares de comercio han desapareci­
do debido a la especulación del suelo, y aunque la ciudad tiene su Medi­
na rodeada de muros fantásticos construidos en el siglo XVI, carece de
ese necesario encanto de añejo y humano que otras poseen.
El sabor del comercio en su más pura manifestación sigue existiendo en
todo Marruecos, con sus regateos a modo de juego infantil para llenar el
tiempo, que de otra forma no saben como ocupar. Pero el aire sigue en­
vuelto en un rancio olor a carne, té y kiffi, mezclado con la humedad que
desprenden telas y alfombras. Estas imágenes más reales te transportaban

11 2
cada día a un mundo diametralmente distinto del nuestro, y que separado
por unas pocas millas naúticas, son suficientes para distanciar dos cultu­
ras, hasta el extremo de no rozarse, si no fuera por la historia y el repaso
monumental que de ella puede hacerse en nuestro país.
Ya sólo el perfecto acomplamiento de su arquitectura te dejaba entrever
la grandeza de una cultura que inventó casi un número indeterminado de
cosas importantes de las cuales nos servimos hoy en día. Los minaretes de
sus torres de perfecta geometría, se iluminaban al atardecer dando a sus
calizas y humildes piedras la aparencia del mármol o la consistencia del
granito. También muchas de las ventanas se adornan con telas de múlti­
ples colores que con el viento se movían en un increíble arco iris de imá­
genes inexistentes en la realidad.
Durante varios días nos sumergimos en el mundo árabe y aprendimos a
convivir con ellos a distancia, respetándonos. Que nadie crea que en sólo
minutos puedes ganarte la confianza y el respeto de un marroquí, pues
esta petulancia es la que ha originado todo tipo de problemas a los occi­
dentales tanto en los negocios lícitos, como en los ¡lícitos. Entender su
mentalidad es sumamente complicado y más para dos aldeanos como no­
sotros educados en rígidos planteamientos comerciales y de conducta.

En Agadir el amanecer es casi irreal.

113
El 28 de noviembre el motor de mi Volkswagen dejó de funcionar, menos
mal que ocurrió al intentar arrancar por la mañana junto al club y no en
algún solitario camino. Pasé unas horas con el carburador por los suelos,
y la verdad es que no es muy grato trabajar con más de 30e de calor rode­
ado de un montón de pequeños árabes que te miran con sonrisas traido­
ras y que están esperando el menor descuido por tu parte para robar cual­
quier pieza, que no sabiendo que hacer con ella, te pueden estropear el
viaje por la imposibilidad de encontrar recambios en sus bazares.
A pesar de mi extremado cuidado, desapareció el destornillador grande
de estrella. La primera reacción fue liarme a tortas con todos los crios,
pero no hubiera conseguido nada. Con sutileza, paciencia y unos pitillos,
acabó por aparecer la necesaria herramienta y en poco más de cuatro
horas oi cantar otra vez a mi motor y nunca su ruido me pareció más bo­
nito. El fallo se debió a una acumulación de arena y polvo en el filtro del
aire, y también a un poco en el vaso de admisión del carburador.
En todos estos lugares polvorientos y calurosos es necesario limpiar cons­
tantemente el filtro del aire, así como también es conveniente controlar el
nivel y grosor del aceite, pues con el calor pierde viscosidad y puede aca­
rrear serios problemas. Pero todo se soluciona cambiándolo cada tres o
cuatro mil kilómetros, aunque la verdad es que hoy los nuevos aceites
son ya muchos más resistentes y sus componentes sintéticos les dan una
mayor seguridad en la conservación de su grado.
También es necesario vigilar la presión de los neumáticos así como el
agua del radiador y los frenos. El polvo y el calor hacen que nuestros mo­
tores sufran mucho más y si no queremos quedarnos tirados en algún
lugar desagradable, hay que extremar hasta medidas de exageración los
cuidados de las partes sensibles de nuestro vehículo. Con el tiempo, es un
hábito que cada mañana practicas instintivamente.
Descubrí más tarde en el Sahara, que poniendo una tela fina de tipo visi­
llo en la entrada del aire, solucionaba el problema de saturación del
mismo. Así como que andar por las pistas con las ruedas un poco más
bajas ayuda a no pinchar, se agarra mejor el vehículo y no te atascas en la
arena. También sustituir el agua del radiador por vino, barato claro, con­
serva mejor el metal por su contenido en alcohol, y hace que la refrigera­
ción sea mejor tanto en invierno como en verano.
En cuanto a los frenos, sólo no tocarlos demasiado los protege. Los dis­
cos se rallan fácilmente con la arena y dejan de ser efectivos. En aquellos
años las cosas no tenían fácil arreglo en un país desprovisto de casi todo.
Para protegerlos utilizaba la caja de velocidades, reduciendo a un diez

11 4
juegos con la rotura y desolación.

por ciento las veces que tenía que usar los trenos, por supuesto suave­
mente, y de esta forma limitar las posibilidades de inutilizar los forros o
rajar las zapatas. Estos y otros cuidados elementales de los vehículos,
aunque han pasado casi quince años, son de plena actualidad, a pesar de
las mejoras que han experimentado. Me produce sorpresa ver como los
profesionales del París Dakar, desinflan ruedas para salir de apuros en sus
sofisticadas máquinas computerizadas.
La carretera que baja hacia el recién reconstruido Agadir, es recta y bien
asfaltada, y salvo el peligro que de por sí representaban la mayoría de los
conductores marroquíes, es una bonita y tranquila ruta donde las dunas
se suceden y sólo se interrumpe tras doscientos kilómetros de continuo
rodar para dejar ver entre los montículos de arena a la ciudad de Safi.
Paramos poco en ella, pero nos pareció una obra de arte conservada por
el tiempo tal como se edificó hace más de cuatrocientos años por los por­
tugueses. Mientras los castellanos y aragoneses nos preparábamos ya para
conquistar el Nuevo Mundo, nuestros vecinos descubridores del Africa,
empezaron a cerrar la ciudad con altas murallas, que aún hoy se conser­
van casi intactas, debido al auge comercial que estaba alcanzando su

115
puerto, y de esta forma protegerse de piratas y corsarios. El oro, los escla­
vos, y las maderas preciosas, fueron una importante contribución a las
arcas portuguesas hasta 1541, que debieron abandonar la plaza, por la
toma de Agadir por el Sultanato.
Durante todo el siglo XVIII fue el puerto más importante de Marruecos y
su principal conexión con el comercio de Europa. El castillo de la Mar es
una auténtica obra de arte de la arquitectura militar del siglo XVI. Edifica­
do por los portugueses, en su interior se guardan cañones de entonces, fa­
bricados en España, Portugal y Rotterdam que te transportaban a tiempos
del Siglo de Oro.
Los restos de una fantástica capilla de construcción portugesa, forman el
coro de la histórica catedral de Safi. Construida en 1519, ha sido maltra­
tada por el tiempo y los musulmanes, dejando hoy al descubierto parte de
su bóveda principal y algunos gravados con diferentes escudos de armas
de los Reyes y de algunos caballeros portugueses
Luego la carretera nos lleva rápidamente a Essaouira, también notable en
su auténtico sentido árabe, y lejos de influencias que no sean de Portugal.
Convertida hoy en paraíso de turistas y deportistas hace honor a su fama.
Bañada por el mejor clima gracias a los vientos alisios, su mar rompe azul
y ordenada contra sus inacabables y ventosas playas. Antiguamente lla­
mada Mogador, fue construida en 1506, por el Rey Manuel de Portugal
para proteger sus campos de caña de azúcar. Luego Sidi Mohammad, la
refundó y convirtió en una moderna ciudad de rectas calles y floreciente
puerto comercial.
A partir de esta latitud la vida de Marruecos se tranquiliza y se detiene sin
apenas darte cuenta. Lejos ya de los tumultos de los grandes zocos y de la
influencia occidental, empiezas poco a poco a respirar el auténtico sabor
de estas gentes. Pastores y pescadores de ribera, que contemplan a las per­
sonas y a las cosas con la misma impasibilidad con la que pasa su vida.
Pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad de Agadir vi romper unas
olas perfectas contra un acantilado de largas lajas planas y negras. Surfeo
solo durante varias horas con un buen metro de ola fina y transparente.
Con mis prisas de surfear, no me percaté que entre las rocas del acantila­
do había pequeñas puertas de madera colocadas a diferentes alturas, y
menos aún podía pensar que allí pudieran vivir varias familias de pesca­
dores de playa, que salieron como locos a ver las cosas que hacía el loco
extranjero de pelos largos entre su temidas olas.
La ciudad de Agadir es para los franceses el lugar exótico donde pasar
unas vacaciones lejos de la monotonía y el orden establecido de su Costa

116
Azul. Además de que por la décima parte del dinero que gastan allí, son
auténticos portentados en esta recién construida villa del sur del país. Re­
edificada sobre sus propias cenizas, el terremoto que la desoló el 29 de
febrero de 1960, dejó más de quince mil muertos y casi el cien por cien
de la ciudad destruida.
Hoy es ya un moderno y turístico asentamiento costero donde la civiliza­
ción autóctona apenas se deja sentir. Grandes hoteles balneario, restau­
rantes para todos los gustos y marroquíes educados en Francia dando
buen servicio, son el paisaje diario de la villa. Hasta la policía parece más
occidental en su trato y maneras. También las caras cubiertas de las muje­
res árabes se mezclan con los bikinis de las extranjeras, que con sus
atuendos te hacen sentir pudor ajeno, aunque no fuera más que por el
puro contraste de tamaño de telas que contemplabas, y así, sumergiéndo­
te en controversias difíciles de asimilar pasabas el tiempo aparcado junto
a la interminable playa. .
Su costa es desde luego espectacular, y el viento alisio, aquí realmente
fuerte, peina la mar hacia atrás como sujetándola con gomina para que
sus olas no se caigan. El agua es limpia, cristalina y caliente. También las
olas son perfectas. Lejos de los ruidos urbanos, de la historia y de su des­
gracia, surfeamos durante varios días hasta el anochecer, que para hacer­
nos más difícil abandonar Agadir, oscurecía despacio, dejando que la in­
mensa bola del sol se metiera suavemente entre nosotros y las Islas
Canarias que teníamos casi enfrente, destellando reflejos y luces poco co­
nocidas en otras latitudes.
C ie n to s de k iló m e tro s in in te rru m p id o s d e a re n a q u e ya no se perderá
hasta casi el Golfo de Guinea, forman una de las playas más grandes de
la Tierra. El aire seco pero marino la convierte en balneario por excelen­
cia, donde reumas y artrosis son perfectamente llevaderos con la vida
junto a la mar. Los pescadores de esta parte de Marruecos salen a faenar
hasta muy avanzada su edad, beneficiados de su prodigioso clima.
Desde aquí a Sidi Ifni hay ciento diez kilómetros y la ruta como anterior­
mente serpentea entre dunas y playas. Desde 1476 los españoles habita­
mos estas tierras para defender de ataques piratas y corsarios nuestra ruta
a las Canarias. Se construyó un fuerte al borde de esta llanura rocosa do­
minando la mar y hoy sus restos son emotivos y románticos. Expulsados
por los árabes no regresamos a Ifni hasta 1860, a la firma del Tratado de
Tetuán. Aunque realmente hasta 1933 no se ocupó esta estratégica posi­
ción. Para nosotros fue delicado y sutil pasear por la vieja ciudad que
hasta hacía pocos años había sido una de nuestras provincias. Recordaba
las escolares lecciones de geografía cuando Fernando Po, Rio Muni y esta

11 7
villa formaban incomprensiblemente para un niño parte de nuestro país, y
la verdad es que la huella producida se adentraba en su arquitectura, en
su lengua, y sobre todo en su carácter.
Apenas nos detuvimos lo justo para sentir nuestro pasado, y Goulimine se
divisaba ya a lo lejos como puerta del desierto, apareciendo y desapare­
ciendo por los badenes del camino. A llí los hombres azules comerciaban
con camellos y telas, junto al viejo "ksar" en ruinas, que en el siglo pasa­
do se erigía como centro de mercados y cambalaches, llenando de colori­
do las imperturbables dunas que lo rodean todo en una caprichosa orien­
tación N.E, provocada por la dirección de los alisios.
En este recóndito lugar, es prodigioso ver cerrar los tratos con el apretón
de manos como única formalidad, y nadie osará incumplirlo so pena de
graves daños para sí y los suyos. Queríamos llegar a dormir a Tarfaya
donde sabemos que un antiguo fuerte inglés construido en 1876, sirvió al
general Mazkenzie, para abrir rutas entre Africa y Europa. Ya muy entrada
la tarde fatigados de tanta arena y sol lo dislumbramos. Acampamos en el
cabo Juby, sintiendo casi, las luces y ruidos de Morro Jable en la isla de
Fuerteventura, que nos acercó esa noche un poco más a la distante Espa­
ña, y condujo nuestros sueños hasta las comodidades que ya en esos años
eran comunes en nuestra tierra. Para mí fue difícil dormir. Escudriñé la
noche una y otra vez buscando reflejos en la mar que me acercaran a las
Islas Afortunadas, pero era vano, la imaginación y las luces de algunos
pescadores quisieron engañarme haciéndome volar irrealmente las esca­
sas cien millas que en realidad nos separaban.

118
Sáhara,
Mauritania, Senegal
y Costa de Marfil
j )o r la mañana el sol fue bien recibido, las noches en estas latitudes
j son terriblemente frías. Esperamos a que calentara el interior de la
I furgoneta para salir de los sacos de dormir, y después de tomarnos un
Cola Cao caliente, corrimos a bañarnos y surfear durante varias horas. Al
mediodía bajamos, dejando Dawra y Tah a la izquierda. En ese lugar la
carretera mejora hasta llegar al"Aiún", como pronunciamos en España.
La ciudad tiene más de cuarenta mil habitantes, que tapados de pies a
cabeza se defienden mejor, parece ser, de la potencia del sol. Las minas
de fosfato son su centro económico y social. También la inmensa cate­
dral construida por los españoles marca símbolos, costumbres y tradicio­
nes cogidas con alfileres, levantándose entre las dunas como algo des­
proporcionado e inútil.
Las cintas trasportadoras de mineral se prolongan durante casi treinta ki­
lómetros hacia el oeste, hasta ganar la mar. A llí los grandes mercantes re­
cogen con prontitud los fosfatos, que después repartirán por todo el
mundo.
En el hotel Parador descansamos y desalamos nuestra piel ya castigada
en exceso por los elementos. Esto era un lujo que disfrutamos hasta lím i­
tes insospechados, y sólo quien deambula durante largos periodos de
tiempo puede saborear a plenitud. Nos quedaba por delante lo más difí­
cil de nuestro viaje, y cargar un poco las pilas no nos vendría mal. Du­
rante dos días nos adentramos en el interior del desierto por una buena
ruta hasta la frontera con Mauritania, que cruzamos por Bir Mogrein,
junto a Fort Trinquet.
Por razones de seguridad es imposible seguir por la costa, aunque la ca­
rretera se alterna con buenas pistas, pero el Frente Polisario con toda la
razón, nos la tiene jurada a los españoles, desde que el 14 de abril de
1976, esto es casi ayer, abandonamos el Sahara. Mauritanos y marroquíes
pelean dede entonces por ubicar la frontera que reparte nuestra antigua
colonia. Marginando y condenando a su desaparición al pueblo saharaui,
el Gobierno Español viene consintiendo la prepotencia de Marruecos,
amparados en oscuros intereses comerciales. Pudimos constatar como ha­
blan nuestra lengua sin acento, como piensan en español y también como
han sido educados en nuestros principios, religión y cultura.
Los egoísmos nacionales, la política de Estado y la acumulación de pro­
blemas que presentaba la naciente democracia española, hizo que Sua-
rez y sus ministros escondieran la cabeza, avergonzados como estaban
por las decisiones tomadas. Años más tarde durante mi residencia en la
isla de Lanzarote conocería a varios saharauis que hicieron con sus ex­
plicaciones nos doliera más su injusta situación, precipitada insensata­
mente por nuestro gobierno de entonces.

121
Y fue más incomprensible para nosotros entender estas reivindicaciones,
ahora que conocíamos las tierras que reclamaban, si por tierras pueden
tenerse al desierto, auténtica imagen de la muerte. Donde no existe el
movimiento ni la vida, donde ningún pájaro osa volar, y donde seguro sus
descendientes poco podrán cambiar. Pero es el orgullo de un pueblo edu­
cado en nuestras viejas tradiciones, que con una identidad propia quiere
una tierra que sea suya, aunque se trate de inproductivo desierto, pero
suelo a fin de cuentas donde poder poner su bandera y marcar sus normas
de conducta y convivencia, y con eso, no estar condenados a sucumbir a
las leyes y caprichos de países que como Marruecos y Mauritania hasta
hace poco tiempo eran sus enemigos irreconciliables, y que poco más fu­
turo y desarrollo pueden darle.
En Bir Mogrein, perdimos una jornada con el complicado papeleo sobre
el coche, las máquinas, y cuantas cosas tenían un valor para los policías
de ese país. Importaciones temporales, fianzas y un sin fin de firmas y
promesas fueron necesarias para poder cruzar la frontera, además de
grandes dotes de mano izquierda y psicología callejera. También era pre­
ciso esperar a que al menos otros dos vehículos se unieran a nosotros,
pues es obligado circular en grupo debido a la dureza del desierto y la
falta de ayuda que a lo largo de la ruta puedes encontrar. Al poco tiempo
de nuestra llegada, un jeep inglés con dos parejas y un camión francés
que ya esperaba, se convertirían durante los dos días que tardaríamos en
llegar a la capital Nouakchott, en nuestros inseparables compañeros de
viaje, al mismo tiempo que nos protegeríamos los unos a los otros.
La pista ancha, de tierra suelta, pero bastante plana y recta. Cargamos
doscientos litros de gasolina en tanques militares que tendríamos que de­
volver en Atar y emprendimos el camino.
Establecimos un orden de marcha con el camión siempre a la cola, pues
sus grandes ruedas levantaban un polvo infernal. Durante las primeras
diez horas, abríamos camino, las veinte siguientes nuestros colegas ingle­
ses, hasta llegar a Fderik, pequeño asentamiento minero donde pasamos
la primera noche, y en cuyo poblado nos divertimos al son de guitarras y
pasta. Las minas de hierro de este lugar son de relativa importancia, y sus
instalaciones de sal, hacen que al menos cincuenta familias pasen perio­
dos de seis meses en este perdido e inhóspito lugar.
La temperatura del aire crecía por momentos, y a veces, sobre todo en el
cénit del día se hacía insoportable. Por desgracia no teníamos cerca nues­
tras playas donde siempre puedes refrequescarte. Por el contrario, sólo
polvo, arena y calor fueron compañeros durante el tiempo que tardamos
en llegar. Akjouk, importante yacimiento de cobre, que a la marcha de los

12 2
franceses, se ha convertido en un variopinto lugar lleno de lo insólito de
Africa, mezclado con los restos de un colonialismo de corte clásico.
Ya en Bou Rjeimat, comienza otra vez el asfalto y la libertad de circular
por separado. Tras despedirnos, seguimos ya solos hacia la capital. La si­
tuación de la villa es pintoresca; separada de la mar por un gran lago de
agua, mitad salada mitad dulce. Construida en 1957 por franceses, casi
no tuvieron tiempo de disfrutarla, ya que en 1961, se declaró su indepen­
dencia de Francia, aunque nadie lo diría. Además de la lengua, la influen­
cia es notoria en todos los otros aspectos del país.
El pueblo Mauritano elaboró su Constitución y la aprobó el 28 de no­
viembre de 1961. Pocos años atrás se había firmado el acuerdo de Rabat
de 1976, fijando la frontera definitiva con el Reino de Marruecos, tras la
división del Sahara, y esto había dado estabilidad al nuevo Gobierno.
Una relativa prosperidad comenzaba a dejarse ver; algunos hoteles, carre­
teras asfaltadas y un moderno aeropuerto unido principalmente con París,
eran los principales símbolos de su sobrevenida riqueza.
Pasamos una sola noche en Nouakchott, y a medio día emprendimos la
marcha hacia la frontera con Senegal. Viajamos a lo largo de una buena
carretera llamada Trans-Mauritana, cuyo final en Dakar en realidad venía­
mos recorriendo desde Marrakech, y ya más poblada y concurrida, nos
dejó sentirnos mejor arropados, al circular entre coches con europeos al
volante, franceses casi todos, que transitaban acelerados camino de su
trabajo en las minas.
El pueblo de Rosso, casi enterrado en la arena, se levanta tímido y vacio
adornado con algún baobad, maravilloso árbol africano, de más de veinte
metros de circunferencia a veces, y que logra sobrevivir en estas latitudes
gracias a sus grandes y duras ramas, que a modo de sarmientos, consu­
men el mínimo de agua para aguantar las altas temperaturas de este pe­
queño país habituado por los siglos a la presencia europea.
Pasar esta frontera es mucho más sencillo. Aún guardan todas las tradicio­
nes y formularios del protectorado francés, y aunque los carabineros son
nativos, quedan jefes mulatos de buena formación francófona, por lo que
rápidamente estamos al otro lado. Nos dirigimos a St Louis en la esquina
norte del Senegal. Después de rodar setenta y ocho kilómetros en apenas
una hora y casi llegando a la mar de nuevo, crees haberte confundido de
camino. Sólo agua y arena se divisan de lejos, acentuado por el espejismo
que siempre en estas latitudes te hacen la tierra y el sol. Pero a medida
que te acercas compruebas que la ciudad existe, aparece flotando en el
agua, ingrávida, desvencijada, como si de tanto sudar de calor se hubiera
inundado del líquido elemento.

123
Cementerio de pescadores en St. Louis. Senegal.

La entrada a ella desde esta carretera, cruza un im p re sio n a n te puente


construido por el famoso ingeniero Eiffel, de más de quinientos metros de
longitud, y que los nativos llaman Faidherbe. Es un fantástico espectáculo
contemplar esta mezcla fabricada al azar de lo primitivo y lo técnico, en­
trelazado además, por ese toque de lo añejo de principios de siglo, que
tienen sus construcciones. Fue St. Louis capital de Senegal durante mu­
chos siglos. Fundada por marinos normandos en 1638, y cuyo espectacu­
lar crecimiento le llevó a constituirse en un importante centro comercial
de oro, caucho, marfil y tráfico de esclavos hacia el nuevo mundo. Hoy
quedan unos sesenta mil habitantes, pues Dakar les robó el protagonismo
y la capitalidad.
Encontrar un lugar donde aparcar nuestra casa con ruedas es fácil. La
gente menos confianzuda que los musulmanes es casi huidiza, digna en
su comportar, altiva a veces si les miras con demasiado descaro, pero res­
petuosa y pacífica. Junto a una playa de blanca arena nos instalamos para
pasar un par de días y descubrir otro cuento, contado por pescadores de
Bermeo, sobre románticas historias de cementerios y pescadores que
tanto me habían interesado siempre, y que largamente había esperado
para venir a comprobar.

124
Dejamos correr al primer atardecer sin prisa, comprobando una vez más
que estos pobres pueblos, guardan tesoros impresionantes relacionados
con su paisaje, y que su hambre , no les deja lógicamente disfrutarlos.
Nosotros los occidentales vivimos el efecto contrario, por eso nos sobre­
cogemos con anocheceres grandiosos de rojo y violeta, repletos nuestros
estómagos de buenos manjares, y que al contrario de estas gentes los re­
tortijones del estomago no nos distraen de nuestras bucólicas contempla­
ciones.
Ya por la mañana, y después de pasar una tranquila noche, rota por el
batir de las olas, emprendemos nuestro paseo por la ciudad y sus alrede­
dores. Mi pasión por la mar siempre me guía a dársenas y puertos, esté en
la ciudad del mundo donde esté. El muelle de Roume, siempre repleto de
barcos que los senegaleses llaman Bous, y que construidos de madera, fa­
enan el Golfo de Guinea por cortos periodos de tiempo.
El edificio de la Governance, de corte colonial, tiene una gran placa que
dice:"A St. Louis, est ne le 22-11-1897 Mbarick Fall, dit Batting Siki". Este
personaje, desconocido para mí por la época en la que vivió, fue el pri­
mer campeón del mundo de boxeo profesional africano. Nació aquí en
1897 y murió en 1925 en los Estados Unidos de América. También el
poeta Pierre Loti, vino a St. Louis a inspirarse y aún hoy el periódico local
Solleil, dedica espacios a sus escritos, en los que mezcla la nostalgia de la
civilización con el sentimiento de paz que Africa le hacía sentir.
El cementerio de pescadores que yo perseguía no nos condujo a ninguna
aventura especial, por el contrario bien visible para todo el mundo, era el
campo santo de la ciudad. Inmenso alborotamiento de placas, cruces y
maderas con nombres en árabe, clavadas simplemente en el suelo.
El lugar, prolongación de la playa, dejaba cubrir a sus muertos con fina
arena, y símbolos, carteles y redes les protegían de la soledad que de por
sí tiene la tierra. Jamás creo contemplaré un cementerio como aquél. Ela-
bían trasladado hasta allí los útiles marineros de los muertos a modo de
pobres adornos que dignificaran el vacio de placas y mármoles, y así es­
conder su pobreza. Creo que lo consiguen con creces. De puro simple y
romántico te cautivaba al instante, soñando con la posibilidad de termi­
nar tus días en un lugar parecido. Me recordó a la maravillosa canción
Mediterráneo de Serrat, donde decía que, entre el cielo y la mar quería
encontrar su sitio. Aquí, en St. Louis estaba la respuesta de su sueño, aun­
que se tratara del Atlántico en lugar de su querido Mediterráneo.
Los pescadores Senegaleses entierran a sus muertos protegidos con algu­
nas de las redes y utensilios que usaron durante su vida marinera. De esta
forma, prolongan su vida de trabajo más allá, y se identifican ante su Dios

125
como pescadores. Casi el noventa y cinco por ciento de la población es
musulmana, el resto católica. Practican esta religión desde el siglo XI. Los
guerreros almorávides llegaron a estas costas con ella. Dentro de sus
practicantes, los Tidjanes, forman un grupo curioso de musulmanes orto­
doxos, y los nuevos conversos otro, llamados los Mourides.
Pero otra vez la tarde marcaba el fin de la luz, y nosotros cansados de
andar regresamos por el puerto hacia la furgoneta, que a lo lejos, sola, se
recortaba contra la isla de Goree, y que podía casi tocarse. Ese lugar fue
durante muchos años colonia militar francesa. Fundada en 1857, los por­
tugueses la descubrieron en 1444. Slavery, su pequeño poblado, vive de
la pesca. Cien habitantes la pueblan, aguantando sobre sus espaldas una
pesada y violenta historia de más de trescientos años.
Otro anochecer sorprendente, nos dejó sumergirnos en un profundo
sueño, interrumpido por un dolor en mis hombros, resultado de haber
cargado con Daniel en la mochila a mi espalda durante casi todo el día.
Antes habíamos cenado unos pescados frescos junto al muelle de Rome
en un antiguo restaurante francés de manteles a cuadros como si de la
Provenza se tratara. Luego la noche nos dejó soñar con todas las nuevas
cosas conocidas, hasta que tu cuerpo se defiende y después solamente
duermes.
Con el día, emprendemos el camino hacia Dakar, donde esperamos en­
contrar un avión barato para ir a Costa de Marfil. Seguir por carretera es
imprudente y prácticamente imposible de realizar. Guerras, bandidos,
falta de caminos y de tiempo nos lo impiden, pero no importa, nos ilusio­
na también llegar por el cielo y comprobar desde el aire que el Golfo de
Guinea en verdad tiene esa forma. Ochenta kilómetros nos separan de la
capital, nos lo tomamos con calma y contemplamos sin prisa el cambio
de raza, de color y de piel que se viene produciendo sin sobresaltos y
poco a poco desde España. Cuanto más al sur más negro, cambiando las
tonalidades del color marrón a lo largo de Marruecos y Mauritania.
Al llegar a Dakar, te sorprendes de su tamaño y de los grandes edificios de
un modernismo casi arrogante. Altas torres como en la Defense Parisina,
quieren recordar al viajero su poder dentro de su Continente, y como re­
sultado de su antigua democracia, le hizo convertirse en la Grecia Africa­
na, soñada muchas veces por todos sus vecinos. Camino del aeropuerto
cruzamos avenidas limpias y floridas, la plaza de la Independencia, como
centro más concurrido te desorienta, los blancos son tan numerosos como
los hombres y mujeres de raza negra, formando un divertido y sorpren­
dente popurrí. Los taxis amarillos y negros, recorren frenéticamente el
boulevard De Gaulle. Para el día siguiente tendríamos un vuelo hasta

126
Abidjan, por lo que buscamos un sitio donde aparcar la furgoneta y dor­
mir. Siguiendo nuestra costumbre, lo hacemos en el puerto, junto a un
gran surtidor de gasóleo de la Elf francesa. Para poder dormir más en fa­
milia y sentirnos cerca de casa, las luces de la planchada iluminan las
popas de dos grandes arrastreros llamados, Ría de Arosa y Ría de Muro,
delatando su inconfundible origen gallego.
Por la mañana, lo se porque la luz comienza a penetrar, pero aún entre
sueños, escucho el inconfundible acento de dos hombres hablando, con
su carga de morriña y conformismo en su lengua. Oigo como discuten
sobre la matrícula de mi vehículo, que por cierto es de Bilbao, disertando
sobre si llegué hasta allí en barco o lo hice por tierra. Ambos al final se in­
clinaban por la posibilidad de haberlo hecho por barco, sobre todo por la
enorme distancia que había hasta España desde ese puerto africano.
Pero más grande fue su asombro cuando comprobaron que el equipo que
había llegado hasta este lejano lugar, lo había hecho conduciendo, y que
lo componíamos una mujer joven, un niño de dos años y un "loquiño",
nombre con el que me rebautizaron por arriesgar, según ellos, la vida de
mi familia. Por lo demás, después de regañarme los amables marinos ga­
llegos, pasamos buenísimos momentos disfrutando de las comodidades
de sus barcos, que comparados con nuestro vehículo eran un hotel de
diez estrellas. También comimos fantástica comida española y buenos
vinos de rioja, casi olvidados después de tantos meses.
Confirmamos que las prespectivas de seguir más hacia el sur por carretera
se complicaban, y no por estas, que eran mejores que las que habíamos
recorrido el último mes, si no por que los problemas políticos en estos
países se sucedían. Gambia no pasaba por su mejor momento, ni tampo­
co Guinea Bissau ni Sierra Leona, ya que en todas estas naciones había
guerrilla y asaltos constantes en carreteras y pueblos. Por prudencia,
nuestra decisión de no descender más en coche había sido acertada, y
tampoco la cosa consistía en jugarse tan claramente la vida.
Al día siguiente aparcamos nuestra furgoneta en el afrancesado aeropuer­
to de Dakar y por pocos francos conseguimos tres plazas en un avión DC
3 de hélices que nos conduciría a Abidjan, punto final hacia el sur de
nuestro viaje. Tuvimos que convencer a los aduaneros de que nuestro vi­
sado de entrada en Costa de Marfil era válido y suficiente. Discutíamos
sobre la necesidad de tener los visas de los países sobre los que vuelas.
Fue un arduo trabajo convencer al moreno uniformado, pero al final otro
moreno con más insignias y chapas en su uniforme me dio la razón y nos
dejaron embarcar.

12 7
Máscaras de la selva de Man. Costa de Marfil.

El vuelo fue eso, un vuelo, pero lejos de la comodidad de los reactores,


experimentamos la sensación de volar en toda su crudeza. La zona tropi­
cal que cruzas entre estas dos ciudades es montañosa y de abundantes y
diarias tormentas, que unido a la baja altura de crucero del avión, unos
cinco mil metros, te hace sentir las sensaciones de la noria o de la monta­
ña rusa, o de las dos juntas. También desde el aire comprobamos la po­
breza de los campos del Senegal, que durante los tres últimos años pade­
cían una sequía pertinaz, que poco a poco el desierto erosiona, llegando
ya al 50% de sus tierras.
Pero la belleza de Abidjan compensó nuestro ajetreado viaje, y sumergi­
dos en el romanticismo de la excolonia francesa, disfrutamos durante
cuatro días de las comodidades del hotel Cote De Ivore. Al cambio en dó­
lares, todavía era barato en los años setenta. Se trataba de un sensacional
edificio colonial, de grandes ventiladores en los techos y finas cortinas de
hilo cubriendo sus entreabiertas ventanas, que con el viento, mecían bajo
ellas a los personajes imaginarios de cientos de películas que sobre estos
ambientes coloniales africanos, invadieron los cines europeos a comien­
zos de siglo.

128
Antes de tomar tierra, el avión trepida al frenar con sus alerones sobre el
lago Ebrie, que separa los barrios de la ciudad al igual que en Nueva York
el río Hudson. Después desciendes casi hasta tocar el agua. El aeropuerto
de Port Bouet flota en una franja de tierra entre la laguna y el océano
Atlántico. Un taxi rojo chillón nos condujo al hotel previamente reservado.
Ya en la ciudad, la población se compone de un delicioso mestizaje , exci­
tante y risueño. El pasado francés está implícito en cada rasgo y esquina. Y
como en París el centro se abre a tiendas de renombre y a exóticos pro­
ductos de altos precios. Nos aconsejan recorrer a la noche las iluminadas
calles del pacífico barrio de Treichville, lleno de pintorescos lugares que
como chez Oscar, viene siendo hasta nuestro tiempo el mejor restaurante
de la ciudad. Es una pena pero Daniel no nos permite ir a La Boule Noire,
ni a Le Millonaire, famosas boites cosmopolitas repletas de gentes de todo
el mundo. Por la calle 12 caminamos despacio saboreando el lugar donde
mestizos, occidentales, libaneses y otras etnias se recrean con las latas de
cerveza Flag, bebida nacional. La población está compuesta en gran parte
por los antiguos habitantes de Dakar, que tras su independencia fundaron
esta ciudad en 1934. El café, el cacao y la madera, siguen sirviendo de
materia de comercio con el mundo, exentos de impuesto.
Pero han sido los comerciantes libaneses los que al abandonar su país por
la guerra, se instalaron aquí con sus fortunas, convirtiendo este lugar en
un auténtico paraíso. Durante muchos años se ha considerado a Abidjan
la capital de Africa del oeste, y no es para menos, sobre todo cuando ca­
minando por el puente del General De Gaulle, divisas las torres del Plate-
au, que por un momento te hacen pensar que estas en Manhattan.
Por ser de noche, se reflejan en la laguna Ebrie. Los grandes edificios ilu­
minados de los que la gran torre de la Shell y el banco P. D. G. , desta­
can por sus enormes luminosos. Pero en Treichville es donde se forja la
verdadera personalidad de una nueva raza africana. En los barrios de Ad­
jamé y le Plateau, habitados por extranjeros y funcionarios se vive el país
de refilón.
Al regresar al hotel, los jardines y la piscina están iluminados de forma
extraordinaria, y el servicio amable y profesional nos hizo olvidarnos por
unos días de nuestra espartana forma de viajar. Por la mañana recorremos
el mercado de Calao situado en el boulevard de la Republique. En él las
joyas de marfil, plata y oro talladas a mano, se confunden con brazaletes
y quemadores de perfume que desprenden un delicioso olor y que los
Ebries, primer pueblo que pobló Costa de Marfil, ya utilizaban. En esta
metrópoli "post"colonial, se dejan sentir los más de 50. 000 franceses que
residen de una forma oficial, También los estudiantes, unos diez mil, tie­

12 9
nen privilegios en forma de subsidios para seguir sus cursos; setecientos
francos al mes, y no pagar el agua, la luz y los transportes. De una pobla­
ción de seis millones, la proporción es aun pequeña, pero el presidente
Félix Houphouet Boigny, intenta desesperadamente cambiar esto con
nuevas y más amplias políticas de ayuda.
Los días siguientes los pasamos recorriendo el Parque Nacional de
Komoe, donde cocodrilos y reptiles de todo tipo te daban una idea de la
vida dura e inhumana y al límite de la supervivencia que soportan los
diez mil nativos que la pueblan. A tan sólo doscientos kilómetros de
Abidjan los escasos turistas de los setenta, se sorprendían de la belleza
tropical de la región. Pudimos conocer la selva de Man y presenciar tam­
bién un sorpendente espectáculo de máscaras, que sin quererlo te sumer­
gía en las más sórdidas e inquietantes historias de magia negra.
Terminados estas idílicas jornadas de descanso y excitación africanas, me­
cidos por las finas sábanas y alimentados de buenas comidas, regresamos
por el mismo camino hasta nuestra casa ambulante en el aeropuerto de
Dakar, donde por cien francos de propina un sucio guarda nos la había
cuidado con esmero. Por primera vez nos pareció pequeña e incómoda.

Cocodrilos del parque nacional de Komoe.

130
Barrio de Treichville. Abidjan. Niños.

Por las mismas carreteras pero en diferente compañía cruzamos otra vez
el desierto de Mauritania y casi sin detenernos llegamos agotados a Tarfa-
Ila. Pasamos dos malos momentos asediados por guerrilleros del polisarlo
que por el simple hecho de ser españoles nos pusieron en graves apuros.
Pero la verdad es que no les faltaba razón para inquirirnos todo lo que
nos echaron en cara. El problema estaba en que yo no tenía las solucio­
nes. Mis dotes de orador, y ser una familia, nos sacaron de un feo asunto.
Tras el susto pasamos unas horas descansando en la playa, jugando de
nuevo con las olas en rápidas carreras arriba y abajo de las mismas. Sin
quererlo volvimos a entrar en el injusto problema de los saharahuis, inva­
diéndonos una sensación de tristeza e impotencia difícil de explicar, y
que aun hoy en 1994 no he dejado de sentir. Al contrario, quizás se agu­
diza más mi pena al comprobar que casi veinte años después, nadie quie­
re saber nada de ellos. Referendums amañados y promesas incumplidas,
son la única salida a una nefasta política exterior con respecto a ellos y a
una profunda falta de sensibilidad.

131
Desde aquí mojados y descansados nos dirigimos a Tan Tan, ya en Ma­
rruecos. Sus casas forman una pequeña villa fronteriza con el desierto
donde recuperamos el pulso de lo marroquí en su forma más pura. Pero
no podíamos marcharnos de estas tierras sin seguir la pista que un amigo
de Casa Blanca me había dado hacía ya tres años en Marbella y que trata­
ba de una tribu muy antigua cuyos antepasados construyeron incluso la
Giralda de Sevilla. Ahora siglos después, habitan un desconocido y casi
inaccesible oasis en las estribaciones del Alto Atlas.
La información que teníamos no era muy precisa, pero sí sabíamos que
sólo era accesible desde algún lugar cercano a Agadir. Hacia allí nos diri­
gimos. A las afueras de la ciudad en una gasolinera donde echamos com­
bustible, preguntamos por la tribu de los Ida Outanane. Tras una disputa
de cuatro hombrecillos de avanzada edad que esperaban un autobús, se
lograron poner de acuerdo en señalarnos que a unos doce kilómetros, en
la carretera de Essauira, había una pequeña pista que marcaría en un car­
tel de madera, Ulma. Por allí nos dijeron encontraríamos gente a la que
preguntar de nuevo por Imúzzer de los Ida Outanane.
Como había una buena luz de atardecer, seguimos las instrucciones reci­
bidas y efectivamente vimos el camino de Ulma. Pero la noche llegaba y
no quisimos aventurarnos por un lugar poco transitado y desértico. Re­
gresamos hasta un pequeño café bazar que habíamos visto unos kilóme­
tros ante del cruce. Después de comprar algunas provisiones y hacer un
poco de patria con el moro propietario, dormimos junto a su entrada, v i­
gilantes.

132
El país
de los Ida Outanane

133
f asi de madrugada, despertados por el ruido de la carretera, emprende-
/ i mos el camino andado ayer, y ya en esas tempranas horas había un
constante circular de gentes cargadas de enormes sacos a sus espaldas
en un ajetreado ir y venir a no se donde. Con gestos y como pudimos, pre­
guntamos por las tierra de los Ida Outanane, y todos se empeñaban en se­
ñalarnos un camino que más bien parecía una escalera, lleno de piedras
enormes, por donde sólo con animales podrías transitar. Pero como los
problemas en este tipo de aventuras se suceden día tras día, también tus
recursos e imaginación se desarrolla más que en la vida civilizada. Viendo
que junto al camino había gran cantidad de burros pastando, le sugerí a
quién parecía ser su dueño, que nos llevara en ellos a cambio de dinero y
vino. La verdad es que sólo tres botellas de rioja quedaban en nuestra mal­
trecha despensa, y sufrí cuando entregué este caldo celestial, que segura­
mente se perdería por la insensibilidad culinaria de estos sujetos.

Es un oasis en medio del Atlas.

13 5
Emprendimos la marcha montados en tan nobles equinos a pelo, una fina
manta de lana separaba nuestros traseros de los salientes y escuálidos hue­
sos del animal. Al principio, yo preferí ir andando. Cargué sobre el burro el
maletín de las cámaras de fotos y las prendas de abrigo para protegernos
del frío al atardecer. Durante dos horas aproximadamente, subimos por
piedras y riscos. El sol comenzada a calentar, y los burros impasibles avan­
zaban sin desfallecer por el duro sendero. La mañana discurrió entre cues­
tas y bajadas impresionantes, de una belleza y aridez difícil de explicar.
También el calor y las moscas comenzaron a ser difíciles de soportar. Creo
que subimos cerca de mil quinientos metros sobre el nivel de la mar, y esta
lejana ya, se divisaba majestuosa y azul en el horizonte casi infinito.
Al rato nos extasiamos con la hermosura de las tierras de los Ida Outana-
ne. Grandes montañas rocosas nos rodeaban por todos los lados de forma
imponente, abajo en el valle las palmeras al juntarse sus cimas, daban la
impresión de ser una fértil campiña. El color verde, casi olvidado, apare­
cía como por milagro, y se oía a lo lejos el caer del agua desde algún
lugar alto, pero que nosotros todavía no veíamos.
En el Paleolítico Medio, el desierto del Sáhara junto con el de Mauritania,
formaban una basta sabana recorrida por grandes fieras como los elefan­
tes, hipopótamos y todo tipo de fauna que hoy puebla el centro de Africa.
Los hombres desde Nigeria cruzaban los campos hacia el Atlas, donde
cazaban en sus montañas. El progresivo secamiento ha convertido a estas
otrora fértiles tierras en desiertos, incitando con ello a sus habitantes a es­
tablecerse en su mayoría junto a la mar, y acercarse así a otras civilizacio­
nes con las que poder comerciar.
Los primeros pobladores conocidos de estos parajes fueron los bereberes
y de ellos, surgieron ramificaciones que fundaron con el tiempo diferentes
asentamientos. De esta civilización nacieron los almohades, que dentro
de la estirpe de los bereberes formaron su propia cultura con el paso de
los años, y que durante otros tantos, no se sometieron al poder de los sul­
tanes que reinaban a todo el pueblo bereber.
Como surgidos de las piedras y nacidos en ellas, cansados de tantas luchas
trivales durante siglos, perduran hoy los Ida Outanane. Descendientes de
las más poderosas estirpes, de Africa, extendieron su poder desde 1147 a
1269, conquistando incluso parte de las tierras hoy Españolas. D. Abd el
Moumen su jefe primitivo, cambiaría el destino nómada de este pueblo
por más de cien años de poder y gloria asentados sobre dos continentes.
Hoy su tierra es pequeña y misteriosa. Perdidos y alejados de todo progre­
so dominan el extremo oeste del Alto Atlas, y surgen como un milagro a

136
orillas de un oasis de reducido tamaño, formando parte de una confedera­
ción de tribus que se extienden a todo lo largo de estos valles en dirección
al Atlántico tanto en Marruecos como en el Sáhara y Mauritania.
Construyen sus viviendas en las paredes de las montañas o en lo profundo
de grandes grutas regadas por ríos subterráneos que mantienen el equili­
brio del oasis. El centro administrativo radica en Imouzzer des Ida Outa-
nane, pequeño poblado levantado a la entrada del valle, desde donde
contemplamos todo esto. Está situado estratégicamente para así proteger
su acceso. Sus gentes trasiegan de un lugar a otro sus fardos conteniendo
no se qué. Jamás puedes saber de que se componen los grandes bultos
que los marroquíes trasladan de un lugar a otro envueltos en telas, forma
parte de sus secretos. Los demás regatean, comercian o simplemente
miran a su alrededor.
El tiempo parece detenerse, haberles olvidado, y gentes, caras, miradas y
gestos, parecen sacados de un libro de Historia Sagrada. La Musquee o
mezquita muy pobre, domina el centro del poblado, donde cinco veces
por día vendrá este fervoroso pueblo a pedir de Alá sus dones y prosperi­
dad. Inconscientemente dejados llevar por lo maravilloso del ambiente
también nosotros hacemos nuestras peticiones desde una esquina de la
musquee, a donde hemos sido conducidos descalzos por nuestro guía. ¿Y
por qué no hacerlo? Dios es el mismo para todos, sólo que los pueblos lo
vestimos y llamamos de forma diferente. Pero eso es cosa de los hombres.
A pesar del alejamiento del pueblo Outanane de las culturas más moder­
nas, han experimentado notables cambios incluso superiores a los adop­
tados por el pueblo musulmán más próspero. Las mujeres jóvenes lavan o
tejen desprovistas de sus típicos velos a la entrada de sus -chieuhs- o
casas de barro. Dejan la parte superior de la vivienda para el almacena­
miento de las cosechas de hierbas para los animales y la baja para prote­
ger al ganado del frío de las noches del Atlas, quedando un compartimen­
to central para uso de la familia.
Protegidos por un clima privilegiado influido por las altas montañas, los Ida
Outanane no soportan cambios fuertes entre el día y la noche como sucede
en todo desierto. Quizás este agradable clima les de el buen carácter que
manifiestan. Menos huidizos y huraños que sus hermanos de tierra y país.
Las mujeres mucho más libres, dirigen con autonomía sus actos. Los hom­
bres también de aspecto más jovial abren sus secretos para nosotros con fa­
cilidad, creo que aún conservan en su sangre los recuerdos de los tiempos
que sus antepasados pasaron en Andalucía, o simplemente su mayor inteli­
gencia les ha dado la natural tolerancia que siempre esta conlleva.

137
Conocimos al Caid o jefe, o Cid para nosotros, hombre de sonrisa fácil y
amable, quien en correcto francés nos contó de su pasado y el por qué de
su independencia, aunque esta hoy no sea más que ideológica. Hubo,
nos dijo, un día no muy lejano en que sus antepasados casi dominaron
España, y como regalo nos dejaron la Giralda de Sevilla entre otras cosas
fantásticas. Sólo sus ansias de más poder y gloria junto con la oposición
de los Reyes Españoles lograron expulsarlos en la batalla de las Navas de
Tolosa en el año 1212, aunque quedaron otras extirpes en diferentes par­
tes de España como Córdoba y Granada.
Del explendor de este pueblo sólo queda ya la curiosidad de su vida y lo
indescriptible de su tierra. De los grandes palacios han pasado a las casas
de barro y del inmenso poder al olvido más contumaz. Pero nada parece
apenarles ni siquiera cuando hablan de su pasado, lo hacen con el con­
formismo con el que los humanos tapizamos nuestros sentimientos para
ocultar el dolor.

El agua fluye desde la nada.

138
Las mujeres bereberes se lucen con desenfado.

Pero su pueblo y este lugar sigue teniendo la grandeza de los palacios


árabes y la belleza de sus decoraciones ahora transformadas en plantas
flores y torrentes. Cascades como llaman al oasis es un puro capricho mo­
runo, un milagro de la naturaleza. Grandes masas calcáreas redondeadas
por el viento y la corriente, dejan caer su aguas procedentes de ríos subte­
rráneos del Toubkal, enorme montaña de más de cuatro mil metros de al­
tura, dando paso a grutas y vegetación absolutamente tropical, donde ce­
dros, alganieres y guirnaldas de flores logran sacar del agua el suficiente
alimento para seguir subsistiendo.
Durante el tiempo que permanecimos entre este olvidado y recóndito pue­
blo, hemos sentido un cariño especial hacia ellos, como si ya nos cono­
ciéramos de antes, como si su vida y la nuestra alguna vez caminaron jun­

139
tas. Sus habitantes guardan el porte de aquellas personas que alguna vez
tuvieron gran poder. Actúan con la naturalidad y la bondad del que se
sabe quién es, del que de verdad tiene clase noble de siglos en sus venas.
Sin duda son una raza de gran distinción, sabiduría y buen corazón.
Ahora en el camino de regreso, anocheciendo, pienso que quizás esta
casi desaparecida cultura del desierto húmedo, orgullosos de sus diferen­
cias con sus hermanos bereberes, pasen por nuevas épocas de poder, pero
mientras tanto los Ida Outanane esperan pacientes, y de esa actitud saben
mucho los musulmanes. Progresan, se atrasan respecto a los demás de su
raza, pero creo que lo hacen de una forma consciente e intencionada. A
lo mejor vieron tantos desastres en sus épocas de explendor que ahora
prefieren pasar sus días esperando que Alá se los lleve entre palmeras y
oasis, entre cantos y bailes.

Fez, blanca y sosegada.

140
Venidos de tanta vegetación y exuberancia nos cuesta adaptarnos otra vez
a la aridez del paisaje, y según descendemos hacia Marrakech, el marrón
e incluso el ocre lo invaden todo, a excepción de grandes edificios que a
lo lejos y en medio del gran castillo de arena que parece la ciudad, sobre­
salen impertinentes y poco acomodados en el lugar. La villa de los conta­
dores de cuentos, de los encantadores de serpientes y de los magos tu­
nantes, es demasiado grande y ruidosa para estas alturas del viaje, cuando
de regreso ya, miras las cosas con prisa, pues los meses pasados te pesan
y tu capacidad de asombro se encuentra saturada. Por eso pasamos casi
de puntillas por ella, está cerca, ya volveremos a disfrutarla en otra oca­
sión. Aún así no dejamos de saborear su zoco, sus gentes y su cuscus.
Pero es que Marrakech es mucha ciudad para un suspiro. Se remonta al
1062, cuando Youssef Ben Tachfin decidió crearla. Desde aquí se dirigía
el imperio Arabe en España, pero fue Yacoub el Mansour en 1184, quien
dio prosperidad, dimensión y belleza a la ciudad. Su gran obra, la mez­
quita de Koutoubia, es una maravillosa edificación de singular belleza.
Después vino la decadencia con el traspaso de la capital del Magreb a
Meknés en 1520. Luego en 1873 la familia Alaouite, actual gobernante, le
devolvió su esplendor, aunque ya jamás recuperaría la capitalidad, que­
dando para siempre como la segunda ciudad de Marruecos, pero la pri­
mera en belleza y tradición.
El zoco de Marrakech es tortuoso, oscuro, apenas sus estrechas calles
dejan pasar el sol, y cuando lo hace, sus rayos nunca pasan solos y cla­
ros, pues la interminable cortina de telas que cubren azoteas y ventanas,
hacen de filtro calidoscópico y se convierten en rayos de luz multicolor,
dando a los oscuros callejones tonos y luces de incomparable belleza. Y
tú, que influenciado por el lugar tienes la percepción y la sensibilidad a
flor de piel, disfrutas aún más estos contrastes y caprichos de la luz, y
hora tras hora, te sumerges con tus cámaras por sus calles emborrachán­
dote de imágenes nuevas, que además cambian a cada instante de forma,
color y dimensión.
Es imposible permanecer frío ante tanta belleza desconocida hasta ahora,
y los recuerdos de las áridas llanuras del frío Artico se nos mezclaban en
vanas comparaciones y de todo surgía una filosofía personal, quizás para
otros absurda, quizás no, pero desde luego el privilegio de poder compa­
rar y filosofar sobre ello, sólo lo teníamos aquellos que lo habíamos visto,
y esto era ya suficiente para sentirnos llenos y diferentes.
Pero como casi siempre que estas maravillado, el tiempo te llama para re­
cordarte que debes seguir, y que tus limitaciones no son siempre el resul­
tado de tí mismo. El paso de los días que se suceden son también otras

141
inexorables realidades. Nos inundaba una enorme pereza al pensar en el
frío del invierno del norte de España al que regresábamos, pero por otro
lado también las ganas de volver a casa y contar todo lo visto nos incita­
ba. Es siempre una confusión de sentimientos difícil de explicar que creo
embarga a todo viajero, y olvidándote de las comodidades que siempre te
faltan en estos viajes, logras anteponer tu espíritu aventurero, sabiendo
también que al poco de llegar, estarás pensando en una nueva peregrina­
ción.
La carretera que une Marrakech con Meknés y Fez, es buena y muy con­
currida, pero los viejos coches como sonámbulos, daban en los años se­
tenta bandazos de una parte a la otra del camino poniendo en peligro a
cualquiera, que como nosotros, esté habituado a la circulación occiden­
tal, aunque este equipo regresaba ya curado de casi todo. La ciudad de
Meknés nos regaló su belleza, al igual que Fez, que de forma rápida reco­
rrimos. Los artesanos de la piel impregnados su cuerpo de color ocre en

Insólita imagen de Marruecos.

142
los pozos de teñir o Ksarias, utilizan el sistema primitivo de tinte, por ser
más seguro. Los pozos comunales son propiedad de todos. Fez capital
medieval encontró su crecimiento en árabes y cristianos que atraídos por
los avances en matemáticas, física y astrología de los sabios allí residen­
tes, vinieron a compartir sus conocimientos y a aportar puntos de vista
desde el Al Andalus. La plaza de Sefarín da paso a la mezquita de Ka-
rahuin, junto a la escuela de cerámica.
Ouezzane, Tetuán y Ceuta fueron nuestro camino hacia el Norte. Salimos
de las tierras marroquíes dejando muchas cosas sin ver, pero también eso
hay que hacerlo para tener siempre el pretexto de volver. Cruzamos con
mala mar el estrecho de Gibraltar y desde Algeciras remontamos las toda­
vía malas carreteras españolas de los setenta. Son muchos y muy distintos
los sentimientos y sensaciones que experimentas cuando regresas de un
largo viaje. En principio es difícil adaptarte a lo que te rodea y casi todo
lo que tienes o te ofrecen te sobra, acostumbrado como estás a vivir con
lo mínimo en todo lo que haces y utilizas.
Por otra parte valoras más, al igual que los marinos, todo lo que tienes a
tu disposición al lograr encontrar una cosa para solucionar cada proble­
ma. Por el contrario en la vida nómada debes ingeniar piezas, soluciones
y estrategias día a día para poder salir de los problemas que constante­
mente se te presentan.
De esta forma despiertas sin darte cuenta la imaginación y el sentido de la
improvisación hasta extremos insospechados incluso para ti mismo. Y tru­
cos, gachets, piezas y parches se convierten con naturalidad en la forma
de seg uir su b sistie n d o cada mañana. Pero también a esto se acaba co­
giendo el gusto e influye en tu forma de entender el mundo y a sentirte
más libre si todavía esto cabe en tu privilegiada forma de vivir.

143
LA VENECIA
SUMERGIDA
Las góndolas parten con sus finas proas hasta los reflejos más ingrávidos.

14 6
/amás pude imaginar que el frío del invierno me hiciera sentirme tan
/ bien. A mí, que siempre he corrido detrás de los rayos del sol para
J poder andar descalzo y con el menor número posible de ropa. Pero en
esta vuelta a casa, creo que se nos acumuló el cansancio de los dos viajes
casi seguidos que hicimos y por eso disfrutamos cada lluviosa tarde de
marzo mirando detrás de los cristales de nuestra confortable casa, como
el agua y el mal tiempo batían lo árboles y plantas del jardín.
Los días que siguieron a nuestra llegada fueron rápidos y ajetreados. Ha­
blamos hasta marearnos con familiares y amigos queriendo transmitir
toda nuestra experiencia y , era tal nuestro afán de que los demás vieran o
entendieran lo que nosotros habíamos vivido, que no bastaban los cientos
de diapositivas que proyectábamos, si no que, día a día recordábamos
una u otra anécdota hasta saciar la curiosidad de los más ávidos.
La mezcla de sensaciones que experimentábamos en esos momentos,
mezclaban la alegría del presente con la pena de los buenos tiempos pa­
sados que ya no volverían, unido todo ello a la nostalgia de la vida en li­
bertad. Pero parte del encanto de marcharse lo tiene el hecho de regre­
sar, y así pasam os las tardes entre fotos y letras, entre sueños y
realidades, pero ahora con la tranquilidad de que siempre podíamos dor­
mir sin vigilar la puerta y sin tener que predecir y calcular cuando podrí­
as ducharte o hasta donde poder estirar el dinero para llegar un poco
más lejos en tu viaje.
Revelé los carretes en Madrid como otras veces y desde luego es toda
una sensación esperar su resultado. Tú crees recordar las imágenes que
viste, pero luego la máquina debe acompañarte plasmando lo que quisis­
te fotografiar, y como yo utilizo muchas veces filtros y efectos, siempre
es como un nacimiento ver como quedaron y las sorpresas se dan cons­
tantemente; unas veces por ser mejores de lo que esperabas y otras por
suceder lo contrario.
Cuando ya tengo todos los carretes revelados, primero los proyecto com­
probando el resultado, pero examinando sólo si la exposición fue correc­
ta y si fueron bien procesadas. Más tarde, en una segunda proyección te
detienes más en las imágenes. Entonces miras los colores y sus tonos y se­
paras las que están perfectamente expuestas, de las carentes de contraste
y poca saturación de color, tirando todas estas últimas.
Entre las ya seleccionadas y después de comprobar que su calidad técnica
es buena, las expongo de nuevo para seleccionar ahora los centrados, ti­
rando también las que tienen defectos y no pueden aprovecharse. Gene­
ralmente nunca pasan de la mitad las diapositivas que te quedan para tra­

147
bajar con ellas. A medida que te exiges más en tu trabajo, tiras fotos que
antes te hubieran parecido correctas e incluso buenas.
Los siguientes días los paso poniendo en limpio las notas tomadas durante
el viaje y ordenando las ¡deas. Después horas de escribir, corregir y recor­
dar lo vivido, para intentar ser lo más fiel a tus experiencias. Luego a con­
vencer a los editores que lo que has fotografiado y escrito vale la pena
publicarlo por su calidad y sobre todo por su originalidad.
Por otra parte nuestro pequeño negocio de fotografía había funcionado
muy bien durante nuestra ausencia controlado por la ferrea disciplina co­
mercial de mi hermana Cristina, que día a día supo conducirlo con des­
treza y habilidad. Así que entre los artículos vendidos y los buenos duros
que nos había dejado la tienda, decidimos cambiar de furgoneta por una
más grande y cómoda y así poder realizar recorridos largos y complicados
con más comodidad, además de necesitar ahora mucho más espacio que
el de la pequeña Volkswagen, por lo pesado y voluminoso de los equipos
que a partir de ahora llevaríamos.
En tan sólo una semana encontré una maravillosa casa con ruedas a ex-
trenar, fabricada en Galicia sobre un chasis de furgoneta Avia, con un po­
tente motor Perkins de cuatro cilindros que la movía a ciento veinte kiló­
metros por hora a plena carga.
Al mismo tiempo vendí, no sin pena, nuestra fenomenal Volkswagen que
durante tanto tiempo nos había servido de auténtico refugio durante mu­
chos miles de kilómetros, pero como me la compró otra trotamundos
pensé que la dejaba en buenas manos, como así fue.
Le reformamos la amortiguación en un pequeño y competente taller de
Derio, añadiendo más hojas a las ballestas de serie para endurecer su fun­
ción. Le pusimos una parrilla de aluminio en el techo para poder llevar
una zodiac mediana y su fuerabordo, y le colocamos una escalera en la
parte trasera para poder subir. Además ampliamos los cajones y baldas in­
teriores para poder guardar más cosas, y colocamos dos depósitos de
agua supletorios.
Disponer de cuarto de baño y ducha dentro del camión era una experien­
cia inexplicable. También tenía dos habitaciones con su puerta de separa­
ción que daría más intimidad a las noches venideras. Una gran mesa para
comer seis personas y una cocina completa, amplia y limpia, daban a
nuestra nueva casa ambulante el aire de un hotel de cinco estrellas, com­
parado sobre todo, con las comodidades de que habíamos dispuesto en
anteriores viajes.

14 8
Con el vehículo ya listo, nos quedaba prepararnos a nosotros mismos.
Habíamos decidido la próxima aventura, esta sería mucho más completa.
Al recorrido por las costas de Grecia y sus islas Cicladas, añadiríamos el
norte de Italia y Yugoslavia, además de poder investigar sus míticos fon­
dos marinos siempre misteriosos. De esta forma, descubriríamos las histo­
rias bajo el mar, que durante muchos siglos, el hombre ha perseguido y
soñado en ellas, pero que protegidas por las aguas había que aprender a
traspasar.
Para ello era necesario hacer los cursos de submarinismo con botellas de
aire comprimido y empaparnos de conocimientos nuevos sobre todas
estas materias tan técnicas sin los cuales no podías partir y que además,
como después comprobaríamos fueron siempre necesarios. Sin ellos, te
hubieras jugado innecesariamente la vida.
Pasamos un mes en el FEDAS, entretenidos con las enseñanzas que tanto
teóricas como prácticas nos impartieron los fenomenales y entusiastas
monitores de la federación. Trabajamos bajo el agua todas las emergen­
cias que se podían dar, así como diferentes decisiones a tomar según el
problema que se nos presentara. Y la verdad es que disfrutamos con el
curso y, en pocos días nos sentíamos como auténticos peces en el agua de
la piscina del Club Deportivo de Bilbao.
La sensación de ingravidez y silencio que descubrimos en nuestros buce­
os de instrucción, nos atraparía ya para siempre, y sólo sería el comienzo
de miles de horas pasadas bajo las aguas, luego más reales, de muchos
mares del mundo.
Compramos unos equipos de buceo de segunda mano que estaban en
buen estado y contrastamos de nuevo las botellas sometiéndolas en la
SEO a un baño al chorro de arena y a una comprobación de presión. Con
este control que estampan sobre las botellas, quedan aseguradas durante
cinco años de las peligrosas sorpresas de grietas y explosiones, al cargar­
las al máximo.
Reguladores, profundímetros, cuchillos, trajes de neopreno fino, plomos y
un sin fin de artilugios fueron llenando poco a poco los cajones de la fur­
goneta. Y como también habíamos aprendido a reparar nuestro material
nos aprovisionamos de todo tipo de repuestos, como juntas, vaselinas es­
peciales y todo lo necesario para poder arreglar el equipo en cualquier
lugar donde estuviéramos.
En el techo desmontada, iba nuestra recién adquirida zodiac y un infati­
gable motor British Seagull de cuatro caballos para moverla, además de
remos, ancla, cabos y varios bidones para gasolina. También mi equipo

14 9
fotográfico aumentó para este nuevo recorrido y, a las ya tradicionales
máquinas Nikon, se vinieron a sumar una cámara submarina Nikonos, di­
señada para los japoneses por el equipo de Cousteau, y que aún conservo
y utilizo y una Siluro de la casa alemana Nemrod, de formato seis por seis
y flash acuático incorporado.
Ahora había que encontrar los carretes apropiados para fotografiar debajo
del agua con la calidad que a mí me gustaba hacerlo y como todo era
nuevo, en la incomparable cala del Castillo de Plencia, realicé pruebas
con diferentes tipos de carretes y distintas sensibilidades.
Los resultados fueron claros sobre con que película tenía que trabajar. Todo
el material Ektacrome daba muy buenos colores y contrastes tanto al flash
como en la luz natural. Por el contrario las películas tipo kodacrome y
todos los modelos de Agfa no eran apropiadas para utilizarlas bajo la mar.
Al regreso de Grecia experimenté tantas cosas y adquirí tantos conoci­
mientos fotográficos bajo el agua a base de práctica, que escribiría una
serie de artículos sobre la fotografía submarina a petición de la revista
Arte Fotográfico, que tuvieron gran número de seguidores, sobre todo por
lo novedoso del tema en aquellos años.
En los días anteriores a nuestra marcha, todo aumentaba nuestro nervio­
sismo y expecialmente lo hizo un libro que cayó en mis manos sobre las
diferentes teorías de la situación del continente desaparecido llamado
Atlántida, y la señalización por parte de algunos científicos de Grecia y
sus islas, y más concretamente la de Rodas, como centro de dichas tie­
rras. Y mi imaginación, calenturienta de por sí, se perdía en grandes des­
cubrimientos submarinos hasta ahora ¡nexpugnados.
Como ya tenía por costumbre, antes de cada nuevo viaje, devoraba hasta
muy entrada la noche toda la documentación que encontraba sobre los
países por los que esperaba pasar y, muchos días amanecía sobre la
cama tapado por mapas, guías y libros que me procuraba en librerías y
consulados.
También estudié todo lo que pude encontrar sobre fotografía submarina y
escafandrismo en general, y la verdad es que era casi inexistente en nues­
tro país en aquella época. En Francia, auténticos precursores mundiales
de las ciencias subacuáticas, pude comprar buenos libros con los que do­
cumenté mi supina ignorancia hasta entonces, sobre todo lo relacionado
con las profundidades.
Hora tras hora devoraba páginas como queriendo meter en la cabeza en
tan poco tiempo el conocimiento por otros experimentado con el paso
de los años.

150
Ya sólo nos faltaba salir. Y eso hicimos. Como siempre tempranito, termi­
namos de cargar los cosas de última hora, y con nuestra flamante furgone­
ta emprendimos a primeros de septiembre la aventura que por su conteni­
do, más nos apasionaba, o eso creíamos en ese momento. Pero la verdad
es que cada vez que emprendíamos un viaje era igual de intensa la salida
y nervios, miedos y alegrías se juntaban cada noche, despertando nues­
tros mejores instintos de conservación y que ya no los dejaríamos dormir
hasta nuestro regreso.
La carretera que une Bayonne con las ciudades francesas de Narbonne y
Montpellier, ya la conocíamos de otros viajes relizados a los Alpes, y
salvo la zona de Carcassonne, que tomabas como atajo para evitar Tou-
louse, era un tranquilo recorrido en el que los sobresaltos, venían por
parte de la tremenda velocidad con la que conducen nuestros vecinos, o
al menos a nosotros eso nos parecía, acostumbrados como estábamos a
las malas carreteras.
A pesar de la buena ruta, pasamos doce horas cruzando el sur de Francia
y la meta consistió en dormir otra vez junto al mar, en Cap Agde. Como
el tiempo era bueno nos bañamos a la luz de la luna, dejando en las re­
mansadas aguas del cabo los kilómetros acumulados en nuestra piel . La
primera noche que pasas después de tanta tranquilidad en tu casa, conci­
bas mal el sueño y tardas al menos un tiempo en adaptar otra vez el orga­
nismo a la vida nómada, con sus consiguientes vigilias nocturnas y semi-
sueños conscientes.
Con el día, corrimos por la Región del Languedoc camino de Nice, cuyo
centro alcanzamos entrada ya la noche. Como sólo hay veinte kilómetros
a Monaco, y mi entrevista en el Museo Oceanográfico no era hasta las
cuatro de la tarde, holgazaneamos toda la mañana recorriendo las bonitas
calles del puerto antiguo, impregnadas todas ellas de ese inconfundible
sabor entre rústico y sofisticado que tienen las villas y pueblos de esta
zona de Francia.
Ya había visitado en otra ocasión el gran Museo Monegasco, saliendo de
él con la impresión de haber estado en el Santa Santorum de los descubri­
mientos submarinos. Pero esta vez la emoción era mayor, pues de mero
visitante aquella vez, iba a tener ahora la oportunidad de conocer al ma­
estro de los maestros, al inventor de esta ciencia, Jaques Cousteau.
Durante dos horas hablamos de la mar y, aproveché la oportunidad de
preguntarle todo cuanto se me ocurrió sobre sus investigaciones del conti­
nente desaparacido llamado Atlántida, en las Islas Griegas. De entre los
papeles de su abarrotada mesa de trabajo, extrajo unas hojas con el mem­

151
brete del museo, donde estaban escritas sus conclusiones y que la Natio­
nal Geographic Magazine había publicado como primicia mundial hacía
dos años.
En ellos, explicaba el comandante Cousteau, los estudios realizados por
el Calypso en la isla de Santorín. Como todos los trabajos del genial ma­
estro era una auténtica maravilla de precisión técnica y respeto hacia lo
desconocido que aún guardo entre las cosas que más aprecio.
Al regresar de Grecia sus ayudantes trabajaron con las piezas arqueológi­
cas que les monstramos, catalogándolas y expertizándolas en antigüedad
y procedencia. El año siguiente, entre viaje y viaje y tras mandarle mis
humildes artículos submarinos de Rodas, me invitó a salir con su equipo
por el Mediterráneo. Tuve la inmensa suerte de verles trabajar en su
medio y sobre su ya inmortal buque, el Calypso.
El resultado de esta fantástica experiencia lo publicó la revista Bitácora,
realizando como siempre un fenomenal trabajo. Pero en los años setenta,
a pesar de que la Televisión Española, emitió sus famosos documentales,
por desgracia estábamos lejos de apreciar como ahora se ha comenzado
a hacer, los programas de este auténtico mito viviente de las exploracio­
nes submarinas.
Maravillosamente saturados de la mejor y más experta información sobre
nuestro objetivo de investigar bajo el mar en las Islas Cicladas el misterio
de la Atlántida, partimos hacia Italia rodando por las increíbles autopistas
que bordean el Golfo de Génova y que largos túneles e inmensos puentes
te conducen literalmente volando hasta esta histórica ciudad tan unida a
los españoles por ser cuna de nuestro más insigne viajero: Cristóbal
Colón.
Correteamos por su inmenso puerto comercial lleno de grandes barcos
mercantes, y que lejos y diferente estaba ahora de los gravados y láminas
que compramos, donde se reflejaban imágenes de este mismo lugar a fi­
nales de la Edad Media. Además aproveché la estancia para trabajar en
un reportaje sobre su famoso Salón Naútico, que se celebra en esa época
y que siempre era un buen motivo para además de conocer las novedades
de los creativos diseñadores navales italianos, sacarle un poco de dinero
al sufrido Federico, mi querido director de Bitácora.
No pudimos recrearnos lo que hubiéramos querido en esta fantástica y
marina ciudad de Genova, pero siempre el tiempo y las ansias de ver
cosas nuevas nos hicieron salir hacia Livorno, donde teníamos que com­
prar un compresor portátil para la carga de nuestras botellas. Sabíamos
que en Grecia era difícil y costoso.

152
La villa de Livorno es para los italianos lo que para nosotros representa el
pueblo de Marín en Galicia, ambas llenas de estudiantes militares nava­
les. A llí esta su escuela de formación, por lo demás es tranquila y medite­
rránea. Pero nuestro interés en ella se centraba en que la casa Korrall de
compresores de alta presión tenía su fábrica junto al puerto. En ella
aprendimos todo lo explicable sobre nuestra máquina, adquirida además
a un precio increíble al comprarla directamente. Aprendimos también sus
posibles averías y como repararlas.
Cargamos en la furgoneta el pequeño compresor de apenas treinta kilos
de peso, que nos permitiría sumergirnos a nuestro antojo, y como niños
en día de Reyes salimos hacia Venecia nuestro primer loco objetivo sub­
marino, y digo loco porque hasta ahora existía muy poca gente que hu­
biera bajado al fondo de los canales, y eso nos proponíamos hacer.
Bologna, Ferrare y Padova quedaron a los lados del camino, pero la lla­
mada de las profundidades y nuestro nuevo compresor, nos absorbían, no
permitiéndonos parar a cada belleza que dislumbrábamos o que sabía­
mos que existían a lo largo del camino. Pero esto en Italia sucede casi en
cada pueblo y nuestro tiempo por desgracia no era infinito. La ciudad de
mi otro admirado maestro, Marco Polo, se dejó ver ante nosotros. Pero
lejos desde Marghera, dejando a la izquierda al fondo de la bahía el aero­
puerto al que da nombre el famoso viajero veneciano.
Contemplar Venecia, aunque sea de lejos, es una emoción insigne para
los que amamos la mar. Es la vida sobre ella pero seco y firme, cogiendo
sólo lo bueno, como su olor o sus reflejos, para dejarla cuando quieres,
pudiendo vivir su dureza desde fuera, sin introducirte en ella.
Por eso dejamos pasar el final de la tarde mirando la ciudad de lejos,
viendo como sus luces, antaño antorchas, parpadeaban sobre la bahía,
guardando para el día siguiente la emoción de pisarla y descubrirla.
El amanecer nos sorprendió con uno de esos días que decimos inmejora­
bles. El sol ya brillaba aunque tenue, esparciendo su luz por toda la ciu­
dad de forma difusa, sin apenas vértices. La mar estaba cubierta de niebla
y la tierra de calima, y aún así la luz tenía toda su intensidad. No parecía
que el sol brillase sólo con sus propia fuerza, sino con una luminosidad
más sutil, como relucen las velas tras los vidrios opacos de las ventanas.
Los que han ¡do a Venecia y han madrugado conocen ya esta luz: una lu­
minosidad que emana del polvo de vidrio que cada día se machaca en
los talleres de Murano; polvos grises, rojos, amarillos y azules y tan fina­
mente molidos, que sus partículas quedan suspendidas en el aire y en vez
de ensombrecer la luz le dan mayor lustre y suavidad.

153
Y esta claridad no provenía sólo del cielo, pues al reflejarse en las pláci­
das aguas de los canales, que a su vez proyectaban lentejuelas y capri­
chosas luces, difuminaban más la realidad como envolviendo a la maña­
na en un fino manto del más sutil y etereo tejido.
Absortos en tan mágicas visiones, cruzamos la Piazzale Roma y en el
Canal Grande cogimos una góndola después de regatear un buen rato el
precio con el gondolero. La embarcación se deslizó suavemente entre
magníficos edificios adosados de hermosa arquitectura renacentista, sepa-

Venecia es un poco río y un poco mar.

154
rados por pequeños canales, que como el de Racchetta, los parten simé­
tricamente dejando ver sus bellas fachadas en otra nueva dimensión.
Pasamos bajo el Ponte Rialto y tras navegar por delante de la Plaza de
San Marco, desembarcamos en la Riva Ca di Dio, gran explanada, avoca­
da directamente sobre la laguna y cuyo horizonte era la isla de San Gior-
gio Maggiore con su catedral recortada en el horizonte.
Durante el día los miles de turistas provistos de todo tipo de aparatos con
los cuales poder llevarse las imágenes de Venecia a sus países, invaden la
ciudad, y ese ir y venir de gentes y de ropas multicolores, rompe a veces
el encanto de esta singular y antigua villa, sin duda una de las más bellas
del mundo.
Pero al atardecer, cuando los guías de las excursiones organizadas condu­
cen a las manadas de turistas a sus hoteles, y las tiendas y bares cierran
sus puertas con la esperanza de ganancias mejores al día siguiente, se
podía descubrir otra Venecia, sobre todo para aquellos que saben ir a bus­
carla. Se transforma en una ciudad más silenciosa, más irreal, llena de en­
cantos y que deja ver sus piedras y edificios en toda su belleza, antes ta­
pada por la multitud.

El palacio Rezzonico , lugar de mi buceo.

155
Sus pequeñas calles cortadas siempre por puentes, en los que tantas y tan­
tas historias de amor se escribieron, van, como deteniéndose de golpe, a
parar siempre sobre los canales, al igual que seguro pasó con la mayor
parte de las historias de amor contadas en esos mismos lugares.
Faroles, farolas y luces se encienden con la puesta del sol y de los colo­
res ocres, granates y blancos que durante el día predominan en la ciu­
dad, se tornan más claros, edificios y calles se transforman suavemente
en objetos, bultos anaranjados tenues y amarillos pálidos, perdiendo sus
formas y contornos a medida que la noche avanza y la oscuridad lo en­
vuelve todo.
Y esta luz del anochecer separa a la Venecia naútica de la tierra firme, ale­
jándola poco a poco con el juego de luces y sombras, y la deja ingrávida
flotando en la mar, apartada de todo lo que durante el día la perturba.
Vista desde Marghera es como un gran barco fondeado en cualquier
bahía un día de mar bella. Sus luces y sombras permanecen quietas, ape­
nas parpadean, sólo si acaso se balancean tímidamente por la acción del
viento.
Por unos instantes me perdí, y con los ojos abiertos, vi recortándose con­
tra la torre de Santa María Gloriosa Dei Frari, los mástiles de un bergantín,
de javias llenas de cabos y estachas que descienden por su mástil tensán­
dose y alargándose con los movimientos del buque. En su proa una silue­
ta, una sombra alargada, negra y jovial, es el Veneciano Universal, mi ad­
mirado Marco Polo, que oteando el horizonte, seguramente está viajando
ya hacia nuevas tierras.
El ruido de unas escandalosas gaviotas me hicieron salir del ensimisma­
miento y me transportaron a la realidad de Venecia; un presente que qui­
siera escapar de sí mismo para retornar a su pasado, cuando las aguas
casi azules de los canales hacían que los reflejos fueran ingrávidos y los
peligros de hundimiento de edificios y calles eran inexistentes. Pero ahora
son tantos los medios económicos necesarios para salvar a Venecia del
que siempre fue su aliado, la mar, que sólo la solidaridad de todo el Pla­
neta, permitirá poner el dinero necesario para apuntalar la agonizante
ciudad, reliquia del renacimiento y tesoro de la humanidad.
Pero nosotros habíamos venido a ver otra Venecia más, diferente a la que
ven los turistas y paseantes. Y quizás por eso o por su leyenda, teníamos
decidido bucear en sus canales y conocer lo que ocultaban sus aguas.
Según nuestras cartas de navegación ninguno de ellos descendía más allá
de los ocho metros de profundidad y esto era importante. El color marrón
oscuro de sus aguas, apenas dejaba pasar la luz, y si hubiera habido

156
mayor fondo tendríamos que
bucear a ciegas.
Como no sabíamos si estaba
permitido hacer escafandrismo
en los canales de la ciudad,
utilizamos el infalible sistema
de no preguntar para que no
nos dijeran que no. Por la ma­
ñana casi de madrugada, pre­
paramos la zodiac y nuestro
pequeño motor. Cargamos las
botellas y el resto del equipo y
tapamos todo con toallas para
que no se viera.
La verdad es que a esas horas
de la mañana no había nadie
por ningún lado y sólo las
protestas de Daniel por haber­
le despertado rompían el silen­
cio. Con el motor al relantí,
navegam os h a cia el can al
Grande que encontramos de­
sierto. Las góndolas atadas a las
orillas parecían irreales y al no ver nada más a nuestro alrededor daba la
sensación de que retornábamos a épocas renacentistas.
Todo lo silencioso que pudimos, cruzamos bajo el Ponte Dell Accademia,
y un poco más adelante, atracamos junto al Palacio Rezzónico. Es un im­
presionante edificio de maravillosos balcones colgantes y grandes venta­
nas de todo tipo de formas y tamaños, que el día anterior, al navegar en
góndola por el canal había elegido para la inmersión, sin duda influencia­
do por su antigüedad y su belleza, que podría ser un anticipo de otras por
descubrir bajo el agua.
Como ya tenía puesto el traje de goma, me equipé rápidamente. Daniel
con su salvavidas puesto y atado al bote, me miraba divertido con sonrisa
entre socarrona e incrédula al contemplar a su padre de semejante guisa.
Al levantarse le habíamos sobornado con un gran regalo si estaba quieto
jugando y no hacía ruido mientras buceaba. El trato no sólo le pareció
bien, si no que cumplió perfectamente su parte y nos dejó trabajar tranqui­
los, como intuyendo la importancia que para nosotros tenía lo que hacía­
mos. Magdalena tenía que estar atenta a la cuerda que me servía de guía y
que yo llevaba amarrada a la cintura por seguridad al sumergirme solo.

157
Para introducirte en estas aguas tienes que hacer un gran acopio de fuer­
zas sobre todo para poder superar las nauseas y el ascos que te produce
el verde y mal oliente líquido en el que te vas a sumergir, y que te com­
pense por la cu rio si­
dad y el placer de ver
los cimientos y apoyos
de esta insólita ciudad.
El agua v e rd e , casi
gris, apenas deja pasar
la luz, y la poca que lo
logra, penetra resba­
lándose por el grueso
líq u id o form ado de
lodo y suciedad acu­
mulada con los siglos.
Mi linterna Siluro de
doce vatio s casi no
podía traspasar medio Estatua perdida bajo las aguas de Venecia.
metro de luz con su
haz. Pero a medida que iba descendiendo, como por arte de magia, el
agua se hizo más transparente, y me dejó ver un par de metros delante.
Descendí de pie controlando la bajada con el chaleco salvavidas, insu­
flándole aire, para bajar lo más lentamente posible. Con mis manos me
apoyaba en los muros del palacio que hasta el momento eran lisos y de
piedra, cortados por las uniones de sillería que había entre ellos. A los
cinco metros, según el profundímetro, el muro se terminaba y una co­
rriente más fría recorrió mi cuerpo. La caída siguió hasta los ocho metros,
y el muro del palacio apareció de nuevo en forma de columna.
Al mismo tiempo había notado que las piernas se estaban hundiendo en
algo denso y espeso; Inflé un poco más el chaleco para ascender y subí
aproximadamente un metro. Volviéndome alumbré el fondo que consistía
exclusivamente en fango blando y oscuro lleno de pequeños cangrejos,
latas y botellas.
Agarrado a la columna sumergida del palacio pasé el mal rato y el susto
de pensar que la tierra me tragaba, y contemplé lo que me rodeaba. La
verdad es que no era lo esperado ni mucho menos. En mis sueños hubiera
deseado encontrar palacios hundidos y restos de barcos, pero nada de eso
había, sólo fango y latas. De cualquier forma era apasionante estar allí,
bajo las aguas de Venecia, lejos del ruido del turismo, y pudiendo com­
probar que los cimientos de las ciudades son siempre ¡guales se sumerjan
en el agua o lo hagan en la tierra.

158
Daba la sensación que la parte en la que yo me encontraba había estado
en la superficie en otros tiempos, pues las columnas de ricos y borrados
capiteles, se apoyaban bajo el fango en otro muro más firme y que ya no
pude traspasar por estar cubierto por el lodo y que seguro continuaría
más profundo, al menos hasta tocar un estrato duro donde apoyar sus ci­
mientos.
Me pareció que habían pasado varias horas desde que me sumergí, pero
mi- reloj me decía que sólo hacía quince minutos que estaba bajo el
agua, y la verdad es que poco importaba el tiempo. A esa profundidad de
ocho a diez metros, es decir a una atmósfera sobre tí, puedes pasarte la
vida sin que tengas que hacer descomprensión.
Con la linterna enfoqué cuanto pude buscando no se qué. También foto­
grafié a través del agua verde las piedras y columnas que había a mi alre­
dedor. Luego al revelarlas salieron unas formas extrañas y alguna buena
diapositiva con el flash de raros bichos con aspecto de gusanos.

En estos puentes se contaron todo tipo de historias de amor.

15 9
Por la cuerda guía subí lentamente hacia la superficie. Realmente no
había nada más que ver y prolongar el buceo más tiempo nos podría
poner en problemas con los "carabinieri", si efectivamente estaba prohi­
bido bucear en Venecia, cosa que hasta hoy no he averiguado.
Ya en el bote y sin botellas, regresamos por donde habíamos venido cami­
no del aparcamiento, y justo entonces la ciudad empezaba a despertarse.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana y nadie había notado nuestra
inmersión. En la furgoneta, me duché inténsamente. Intuía que las aguas
en las que acababa de bucear, podían tener todo tipo de microbios per­
versos, así que me froté con cuantos jabones y líquidos pude encontrar,
intentando quitar todo rastro orgánico de mi baño Veneciano. Pero la sen­
sación de haber estado sumergido bajo los palacios quedaría como algo
especial para siempre. Incluso años después que pasé por allí varias veces
cam ino de diferentes lugares, sentí siempre el privilegio de haberlo
hecho, y el placer y la emoción de recordarlo.
Durante los días que siguieron me vinieron a la cabeza multitud de senti­
mientos todos ellos confusos. Por una parte sentía aprehensión e incluso
un poco de asco cuando recordaba el espeso líquido en el que había bu­
ceado, y más repugnancia me producía acordarme del fondo fangoso y
semimoviente en el que me había hundido. Pero por otro lado me sentía
atraído a hacerlo de nuevo pensando que había dejado algo pendiente,
que mí trabajo no estaba completo con veinte minutos bajo el agua de
Venecia.
Así que decidí bajar otra vez. Pero ahora lo haría un poco más apartado
de los canales pequeños y transitados. Después de estudiar la zona, esco­
gí la Isla de San Giorgio, cuyas aguas seguro estaban mucho más limpias
por estar separadas unos cientos de metros hacia el mar abierto, de la
Plaza de San Marcos, y porque la carta naútica marcaba un fondo de die­
ciocho metros de profundidad, que permitiría que los lodos y fangos re­
posaran sin tanto movimiento, al haber mucha más agua sobre ellos.
Otra vez por la mañana, aunque esta vez un poco más tarde, pues la isla
está separada de todo tráfico fluvial y seguro que tan temprano estaría de­
sierta. Me equipé de nuevo y con mi inseparable cuerda y las máquinas
de fotos descendí lentamente.
Efectivamente el agua era mucho más clara y podía ver cuatro o cinco
metros a mi alrededor. La pared por la que bajaba también comenzó
plana, pero a dos metros de la superficie, se abrió en varias cavidades
tipo ventanas, pero vacias. Detrás con la linterna veía un hueco negro
como si hubiera sido en otro tiempo un sótano en la superficie.

160
Continué mi descenso hasta llegar a un fondo fangoso también pero
mucho más consistente. Podía apoyarme en el livianamente ayudado por
el chaleco, y como la visión era de varios metros, nadé ingrávido por los
alrededores estirando a cada rato la cuerda para tener más movilidad.
Junto a la pared y separados unos metros de ella, pude ver grandes jarro­
nes de mármol, creo, y varios restos de estatuas casi destruidas por el
paso del tiempo y que posiblemente pertenecieron a los famosos jardines
de la Isla, llamados el Teatro Verde .
Pasé un buen rato enredando entre las piedras y trozos de antigüedad en­
contrados, y que bien seguro eran la punta de una auténtica pirámide su­
mergida de valiosos trozos de la historia veneciana, y que por tener tan­
tos, los italianos no tienen tiempo de recuperar y restaurar.
Entretenido como estaba, transcurrió media hora y fue el momento de re­
gresar. Aunque la botella tenía aire para otro cuarto de hora a esa profun­
didad, regresé a la superficie para no entrar en tiempos de descompresión
y la consiguiente aburrida espera a tres metros de la superficie.
Con la satisfacción de haber cumplido una meta y el recuerdo mejorado
de la primera inmersión, y un montón de curiosas fotos, di por terminadas
mis experiencias subacuáticas en Venecia, dejándome para siempre la po­
sibilidad de soñar e imaginar como fue en su tiempo todo lo que vi, cosa
que en múltiples ocasiones hice y que según mi estado de ánimo, cons­
truía de una u otra forma.
Tras esta sensacional experiencia dejamos Venecia camino de Trieste, no
sin antes dedicarle casi una noche de paseo por sus calles con Dani dor­
mido en la espalda dentro de su mochila, divagando sobre la ciudad y
construyendo historias y fantasías que nos hubiera gustado haber vivido, o
que quizás, porque no, en una vida anterior ya habíamos protagonizado.
Y las luces suaves del alba dieron paso a que se fueran apagando los faro­
les ya tenues de los canales y el silencio se fue haciendo rumor hasta al­
canzar entrada la mañana el murmullo ilegible de admiración que en más
de veinte lenguas retumba por la ciudad cada nuevo día que nace, como
si Venecia hubiera estado predestinada desde siempre a no estar sola,
como si su inmensa belleza, al igual que la de una hermosa mujer, se hu­
biera vuelto contra ella no dejándola vivir en paz.

161
EL ADRIATICO
YUGOSLAVO
I iento veintidós kilómetros de autopista separan a Trieste de Venecia. A
/ i simple vista parece que esta ciudad esta construida sobre un trozo de
L / tierra robada a los yugoslavos, y así es. A partir de Monfalcone una
lengüeta de apenas diez kilómetros de ancho se introduce en su país y en
su final está Trieste, dando nombre al Golfo que forma con las tierras ita­
lianas de enfrente. En el año 1947 la Constitución del Territorio Libre de
Trieste, dividido en dos zonas, dejó en suspenso el eterno problema de las
fronteras con Italia. Sin embargo, con los acuerdos de Londres de 1954 se
llegó a la decisión de confiar la zona Triestina a Italia y el resto en litigio a
Yugoslavia. De este modo, hoy la frontera entre estos dos países mide
cerca de doscientos kilómetros, de los que treinta coinciden con el curso
del río Ludrio, pero sus límites son todavía provisionales e inciertos.
La ciudad de Trieste tiene para mí un especial significado y un inusitado
interés por ser el lugar donde más experimentó otro sensacional sabio de
los mares: el profesor Piccard. Con su batiscafo el "Trieste", había descen­
dido a la fosa de las Marianas en las Islas Filipinas a más de once mil me­
tros de profundidad. En la Bahía di Muggia, esta el centro de Investigacio­
nes Subm arinas de Trieste, otro santuario para los amantes de los
descubrimientos en las profundidades marinas. En él pueden verse los
submarinos y batiscafos que el profesor Piccard fue desarrollando hasta
llegar al más perfeccionado, con el que bajó más que ningún otro mortal
conocido bajo las aguas.
Desde niño había primero mirado y después leído su biografía, que mi
padre, junto con otros libros de aventuras y descubrimientos tenía en su
b ib lio te ca . R e cu e rd o q u e las vidas de todos estos aventureros siempre me
habían impresionado, y año tras año las miraba y estudiaba queriendo
quedarme con sus conocimientos y su valor. El profesor Piccard, el Polo
Sur y Scott, Alan Bombard, y otros más, me hacían soñar siempre en gran­
des viajes y exploraciones. Pero hasta muchos años después no me creí
capaz de llevarlas a cabo. En mi casa, junto a otros tesoros inmateriales,
tengo los libros de mis sueños.
Por desgracia este tipo de museos marinos como el de Trieste, no atraían
a finales de los años setenta demasiado la curiosidad de turistas y visitan­
tes, así que pudimos disfrutar casi solos de sus instalaciones, y aprendi­
mos cosas nuevas sobre la mar, tan importante en la vida de los italianos
desde siglos atrás.
Dormimos junto al mismo museo, y nuestro nerviosismo se incrementó
con sólo pensar que al día siguiente dejaríamos la Europa Occidental co­
nocida, para adentrarnos en la misteriosa Yugoslavia distante y casi igno­
rada por los europeos a finales de los setenta. Su nueva Constitución

165
aprobada hacia poco tiempo, en 1974, se inspiraba en los medios de la
democracia directa, y estableció el principio de la revocabilidad de todos
los cargos elegidos. Confía a la Liga Comunista, ayudada por la Alianza
Socialista de Trabajadores, una función coordinadora de los diversos orga­
nismos decisorios. En fin, palabras que a la postre sólo significan que
unos pocos mandan y los demás tienen que obedecer.
Para nosotros ya fue entonces un extraño país que se movía a caballo
entre el comunismo de Rusia, atenuado por la independencia que a toda
costa querían preservar sus gobernantes, y el Estado, que poco a poco pa­
recía querer caminar hacia una economía de mercado más cerca de la
Europa Occidental. Todavía entre los años cincuenta y sesenta, las calles
de las ciudades ofrecían el aspecto de un centro rural, llenas de campesi­
nos calzados con las viejas "opanke", transitando con el producto de sus
cosechas para venderlos en el mercado la mañana siguiente. Estos pobla­
dores fueron los protagonistas, mejor, el rostro humano del socialismo
que Tito había implantado en Yugoslavia.
Terminada la Guerra Mundial, el régimen del mariscal colectivizó la tie­
rra, pero los habitantes se sintieron traicionados al aplicar un socialismo
ortodoxo y moderado. Pero tras la ruptura con Rusia en 1948, Tito repu­

ta estrella roja coronaba todos los edificios.

166
vatizó la tierra según el criterio de eliminación de los grandes terratenien­
tes: así la extensión máxima que podía poseer una familia era de diez
hectáreas, aunque la media nacional era de cuatro.
Todos estos aspectos de su historia, unidos al choque cultural y racial que
evidentemente existía y que aún teníamos por descubrir, nos atraía a la
vez que nos preocupaba, sumergiéndonos en preguntas de toda índole
que por el momento no podíamos contestar. El conglomerado físico, polí­
tico y humano que integraba Yugoslavia se repartía en seis repúblicas más
dos regiones con estatuto de autonomía, además de reconocerse una do­
cena de lenguas, provenientes de los distintos troncos étnicos y las mino­
rías poseedoras del derecho de ciudadanía.
Católicos de Eslovenia y Croacia, ortodoxos de Servia y Macedonia, mu­
sulmanes de Bosnia- Herzegovina, introducen todos ellos un elemento de
diferenciación. Y a esta diversidad de pueblos se añaden grandes dese­
quilibrios sociales y económicos. Eslovenia y Croacia industrializadas y
dinámicas, enfrentadas a Montenegro y Macedonia, agrícolas y sedenta­
rias. Ofrecen el clásico dualismo norte sur, ricos pobres. En Hercegovina
y Montenegro perdura una civilización más salvaje. Sobre todo en esta
última donde la actitud de sus guerreros han dado fama a la frase; "el tra­
bajo es para los pueblos esclavos, no para un pueblo de guerreros y de
señores como nosotros". Servia, región centro del movimiento revolucio­
nario resume en ella las diversas características contradictorias de la com­
pleja Yugoslavia.
Al retraso social y económico indiscutible frente al florecimiento de Croa­
cia y Eslovenia, Servia ha añadido siempre como un rasgo peculiar su vi­
gorosa politización, fruto sin duda de su larga lucha contra la dominación
Turca. Pero en aquellos años, entendiendo sus vicisitudes históricas y su
diversidad orgullosa, constituía un país vivo y multiforme, afianzado en
una realidad compacta inserta ya en la Europa meridional, o al menos eso
era lo que el mundo pensaba entonces de Yugoslavia.
De cualquier formas siete millones de ortoxos, seis millones y medio de
católicos y un millón cuatrocientos mil musulmanes, más doscientos mil
protestantes y casi diez mil judíos, son juntos una auténtica bomba de re­
lojería, tal como los humanos nos tomamos los aspectos religiosos; sin
respeto a los demás y ciegos por la intolerancia.
Pero nosotros teníamos que verlo con nuestros propios ojos. Para cruzar
desde Italia la frontera con Yugoslavia, puedes hacerlo por tres puestos
fronterizos. Escogimos el de Sezana por ser el más transitado de todos

167
La pobreza es origen de muchos conflictos.

e llo s , y p orq u e a d e m á s nos lo h ab ían re co m e n d a d o co m o el m ás a m a ­


ble, si amable puede llamarse al frío, serio y triste aspecto que presenta­
ba su aduana.
Puede ser también, que el contraste con la alegre y ruidosa frontera Italia­
na situada a escasos metros, nos acentuaran e influenciara la opinión que
rápidamente nos estábamos formando del pueblo yugoslavo, y que des­
pués de varios días de vivir entre ellos, nos afirmaríamos en ella. De ser
de alguna forma, eran tristes, intransigentes y exactam ente respetuosos
con los extranjeros.
Esa gravedad en los rostros de sus carabineros, se alargaba y prolongaba
en casi todas las caras del país. Fue difícil arrancar sonrisas o miradas
complacientes, incluso cuando aplaudías o elogiabas algún aspecto de su
tierra. Era como si la estrella roja que destacaba en todos los edificios y
trajes militares, les mutilara sus gestos y expresiones.
Captamos rápidamente las diferentes razas y etnias que a lo largo de toda
esta nación convivían. Y era tal el choque que se apreciaba, que sus dis­
pares culturas y religiones dejaban intuir lo que desgraciadamente suce­
dió doce años después. Debemos a Nehru, el gran político indio, discípu-

16 8
lo de Gandhi, la mejor definición de
Yugoslavia: "en este país hay seis re­
públicas: Eslovenia, Croacia, Servia,
Bosnia y Herzegovina, Montenegro y
Macedonia; cinco naciones: eslove­
na, servia, croata, montenegrina ,
macedonia; cuatro lenguas: eslove­
na, serbia, croata, macedonia; tres
religiones: ortodoxa, católica y mu­
sulmana; dos alfabetos: latino y ciríli­
co; y una sola voluntad: la indepen­
dencia".
Pero los que presumíamos de aventu­
reros y marinos, sabíamos poner a
mal tiempo buena cara, y después de
varios días de transitar por allí, igno­
rábamos las miradas adviesas y las
d escortesías, había que tom arlos
como eran. Nosotros además, estába­
mos poco duchos en los ajetreos de
la política a la que prestábamos poca
atención. Preferíamos olvidar las rea­
lidades de la superficie de Yugoslavia, para adentrarnos bajo sus aguas,
sumergidos en el silencio que allí impera, lejos de estúpidas disquisicio­
nes y diferencias, siempre cercanas a intereses económicos y a fanatis­
mos. Por el contrario en nuestro mundo, disfrutábamos de la igualdad que
todos los mares te ofrecen y te dejan sentir.
A pocos kilómetros de la frontera está la ciudad de Rijeka. Risnjak para
ellos, construida al fondo de la bahía de Kvarner y frente a las islas de
Crés y Krk. Hoy me produce una cierta impresión al comprobar que Rije­
ka es Slovenia y que por ejemplo Bakar a sólo dos kilómetros, donde ha­
bíamos buceado, es ya Croacia. Entonces nos sumergíamos en ambas re­
públicas agrupadas todas ellas en Yugoslavia o "Yuyu", como a nosotros
coloquialmente nos divertía llamarla, y posiblemente traspasábamos sus
fronteras submarinas muchas veces en nuestras inmersiones sin tan si­
quiera saberlo. Hoy en cambio, en lugar de ser más libres los desplaza­
mientos de las gentes, por este viaje submarino, posiblemente te hubieras
jugado la vida.
La verdad es que la estupidez humana y los intereses de unos cuantos
transforman las cosas y lugares al capricho de sus gustos, no pudiendo
nunca predecir las consecuencias nefastas de las catástrofes que originan,

169
al ser más tarde prisioneros de su intolerancia y fanatismo exacerbado.
Hoy cuando escribo, me afano por recordar detalles y experiencias que
me den alguna luz sobre el por qué de la catástrofe que hoy viven los
antiguos yugoslavos, y si ya en los años setenta había medios y medidas
para haber evitado todo este sufrimiento innecesario a sus gentes. Sin
duda que la historia de un país marca siempre su destino, y conociendo
la del pueblo yugoslavo, falsamente denominado pueblo, son más cla­
ras las razones. Hasta 1848 los campesinos no fueron liberados del feu­
dalismo más largo que haya existido, con sus señores, sus abusos y su
injusticia.
Napoleón tuvo mucha culpa de sus desgracias, por unir artificialmente a
pueblos tan distinto a comienzos del siglo XIX, agrupando a croatas, eslo­
venos y dálmatas. Pero la revuelta de Servia contra los turcos en 1804
abrió el camino del cambio en esta región del mundo. Luego Croacia si­
guió también el camino de libertad obteniendo su independencia de
Hungría. Al contrario que Bosnia Herzegovina que quedó sometida a
Austria por el Congreso de Berlín.
La abdicación del rey en Alejandro II dio paso a una confederación
Servo-Croata ya en los albores del siglo XX. Luego Servia mantendría gue­
rra con Bulgaria por problemas de tierras originando la Primera Guerra
Mundial. Después, servios, croatas y eslovenos manifestaron su voluntad
de vivir juntos firmando el Tratado de Versalles. Pero el asesinato de su
Rey en Marsella en 1934, y la huida del gobierno al Cairo, marcaría la
vuelta a los problemas.
Después sería Hitler quien invadiría Croacia, anexionándola al Reich.
Los aliados de Alemania se repartieron el resto del país. Pero el pueblo se
reveló y formaron la resistencia más fuerte y mejor armada que junto con
los aliados defendieron al mundo de la expansión nazi. Con la victoria se
independizaron de Rusia. En 1963 Tito fue nombrado presidente. Lo que
sucedió después ya lo sabemo todos: una vida común casi a la fuerza y
diferencias históricas, religiosas y culturales insalvables entre ellos.
Para unos simples aventureros y buceadores como nosotros daba igual su­
mergirse en Eslovenia, que en Croacia o en Montenegro. Sus aguas y fon­
dos eran iguales, y no notábamos las diferencias étnicas ni religiosas bajo
la mar. Esto nos venía a demostrar que era así, porque el hombre no había
intervenido en ello, de lo contado, seguro que habríamos buscado la forma
o el motivo para diferenciar y discutir las fronteras, incluso allí abajo.
Cuanto más nos adentrábamos en las costas de Yugoslavia en su camino
hacia el sur, el tiempo era más cálido, y los cielos más limpios. Se cono­
ce, que al alejarnos de los montes que como el Triglav forman una gran

170
barrera con Austria, el aire se libera de la servidumbre que le imponen las
cumbres, y puede ya vagar más libre y ligero sin tener que soportar el
peso de las nubes.
También la mar iba aclarándose a medida que descendíamos y los tonos
verdes oscuros de Venecia y Trieste, se fueron transformando en marino
primero, para dejar paso después a un azul turquesa más propio de los
mares tropicales. Las costas del Adriático Yugoslavo no tienen industria, a
excepción de pequeñas fábricas que manipulan el pescado. Esto hace que
sus aguas no esten contaminadas, y unido a la geografía montañosa y pé­
trea de sus fondos, apenas acumulan sedimentaciones que luego la mar
con sus olas pueda revolver.
Estas aguas, desde la Prehistoria han sido una de las más concurridas vías
de comunicación entre los pueblos del Africa Mediterránea y los Países
Europeos al norte de Italia. El Adriático abrió las puertas del comercio de
Venecia, y gracias a él se conoció su puerto medieval. Fue tal la importan­
cia y el dominio del mar Adriático al que llegaron los venecianos, que los
cartógrafos del siglo XVI llamaron a toda la zona norte, Golfo de Venecia.
Ochocientos kilómetros de costa separan Italia de Grecia, dejando casi en
su final a Albania, cerrada y misteriosa. Italia enfrente a doscientas millas,
observaba lo que allí sucedía con su tropa de modernos mercaderes pre­
parados para vender cuanto sea, a medida que estas tierras fuesen toman­
do el pulso democrático y la economía de mercado. Pero de momento
tendrán que seguir esperando.
La verdadera extensión de las orillas yugoslavas es de casi dos mil kiló­
metros si se tienen en cuenta al igual que sucede en Noruega sus inmen­
sas esenadas y bahías, que sobre todo en el sur se suceden, dando paso a
cada recodo del camino a paisajes de una belleza increíble y desconoci­
da, por juntar en un mismo cuadro las montañas albinas, casi blancas,
con las azules aguas plagadas de islas.
La temperatura de la mar jamás desciende de los 12QC en invierno, y
llega casi a los 30a en verano, convirtiéndolo en un paraíso de turistas
alemanes y austríacos, que por su proxim idad, disfrutaban más que
nadie de estas costas. La corriente marina se dirige hacia el norte, apor­
tando agua salada y cálida procedente del Mediterráneo, desvelando el
secreto de porqué con una latitud de 46a pueden estas aguas tener tem­
peraturas tan altas.
El Adriático es un mar poco conocido para los europeos. En primavera y
verano es tranquilo y azul, pero en otoño e invierno arbola con grandes
mares provocadas por el viento que se encañona en las altas montañas de

171
la frontera con Austria, unido al poco fondo de sus aguas, que apenas al­
canzan los cien metros de profundidad en su zona más septentrional.
Siempre en mis navegaciones costeras tengo la preocupación y la curiosi­
dad de conocer los vientos, y más ahora que buceábamos. Influyen enor­
memente en la visibilidad y en la temperatura del agua. En el Adriático,
ciertamente no hay problemas para los navegantes, a no ser que en cier­
tos periodos como el invierno se desaten en auténticas galernas. Durante
todo el año los flujos de aire son alternos y actúan longitudinalmente a la
mar, contribuyendo a crear fuertes corrientes de deriva.
El viento Meridional, cálido y húmedo actúa sobre todo en otoño. El Siroco
y el Bora, viento del este nordeste, seco y constante, es el que se parece a
las galernas. Sopla en invierno y principios de la primavera. En septiembre,
aunque la temperatura sigue siendo agradable, comienza la época de las
lluvias y marca la entrada del invierno, sin conocer el otoño.
A partir de esta fecha, las limpias y transparentes aguas adriáticas se trans­
forman durante varios meses en oscuras y sucias por la gran cantidad de
agua dulce y terrosa que vierten sus grandes ríos a todo lo largo de su es­
carpada costa, desvelando otra vez el secreto de su sorprendente escasa

Dubrovnik, hoy totalmente destruida.

172
salinidad. En algunas zonas la sal al medirla, llega a alcanzar los valores
de un gran lago, y cuando haces inmersiones, no es necesario aclarar los
equipos.
Yugoslavia es una mezcla de paisajes italianos, montañas y ciudades aus­
tríacas, conventos bizantinos, minaretes orientales, bahías y archipiélagos.
Todo esto hace de ella la suma de otros tantos rasgos humanos y socioló­
gicos, que son una auténtica invitación a conocerla. Y eso sin contar con
que del contacto entre los eslavos del sur, traducción de yugoslavo, y el
universo mediterráneo, ha nacido una atmósfera sobrecogedora, que
forma el cimiento de unión entre los diversos rostros de Yugoslavia.
Desde Rijeka descendemos hacia Split, pero con la intención de bucear
en Zadar, justo a medio camino, y donde según los expertos del Museo de
Monaco, hay buenos e interesantes fondos con grandes pecios, siempre
adecuados para volar ingrávidos entre ellos.
Zadar casi se ve desde Nin, pequeña población al norte, donde compra­
mos un pan blanco exquisito de dura corteza y gorda miga. La veleta
sobre la torre de su iglesia mayor giraba enloquecida por el viento fuerte
y constante que sopla por el canal que forma esta ciudad con las islas de
Dugi Otok y Pasman. El lugar de buceo no presentaba buen aspecto ese
día. Las cabrillas que se formaban sobre la superficie del agua, dejaban
adivinar la fuerte corriente que habría por debajo. Practicamos como
otras mil veces habíamos hecho ya, el rito de seleccionar el lugar donde
aparcar para pasar la noche.
A u n q u e la gente no era amable, tampoco te atemorizaba, y por eso en
Yugoslavia, pudimos dormir siempre en los lugares que escogíamos, nor­
malmente cerca de los puntos de buceo, aunque siempre con un ojo
abierto, pendientes de lo que afuera se produjese. El ruido de Zadar se es­
cuchó hasta bien entrada la noche, dejando luego paso a un murmullo le­
jano y adormeciente.
La mañana nos regaló desde temprano un fantástico día sin viento y cielo
despejado. El sol aún no había subido lo suficiente para suprimir las som­
bras de las cosas y aplanar sus colores, por lo que inundaba todo lo que
alcanzábamos a ver de un tenue color amarillento y cálido. A nuestro al­
rededor nada se movía, y sólo la sirena de un gran barco ruso que anun­
ciaba su llegada al puerto, rompía el silencio de este precioso y casi irreal
amanecer.
Bajamos los equipos de buceo, preparamos el bote, y nos alejamos des­
pacio de la costa hacia la isla de Molat, sin casi hacer ruido para agrade­
cer el día que se nos regalaba. Sólo la estela que rompía el cristal por el

173
que navegábamos fue nuestra única huella. En una ensenada de piedras
encallamos la embarcación y rápidamente nos pusimos a montar todos
los artilugios de buceo, y a comprobar los puntos más delicados del equi­
po. Bajaría solo a echar un rápido vistazo.
El agua, de una transparencia increíble, me dejaba ver al menos veinte
metros. Las grandes rocas casi blancas se sucedían en cascada hacia la
profundidad y el chaleco ¡nflable paraba la ingravidad negativa con la
que mi cuerpo se sumergía. El profundímetro marcaba 18 metros y aún el
fondo se veía distante. Pero la claridad del agua era tal, que inconsciente­
mente te animaba a seguir bajando.
Veintiocho metros y aterrizo junto a una gran pared llena de gorgonias de
tipo mediterráneo. El límite de la cuerda es de cincuenta metros por lo
que no podría alejarme demasiado. También el tiempo de buceo sería re­
ducido para no tener que hacer descompresión. Nadé ligero por los alre­
dedores intentando encontrar alguno de los pecios existentes.
Y no se hicieron esperar. Las marcas dadas por los buzos de Cousteau
eran precisas como todo lo que hacen estos profesionales. Ante mí apare­
ció la fantasmagórica figura de un gran barco metálico de mediano tama­
ño, naufragado hacia más de treinta años, según me dijeron, probable­
mente en la Segunda G u erra M u n d ia l, pero que las co n d icio n e s
especiales de estas aguas, escasas en salinidad, lo tenían c o n s e rv a d o
como si de formol se tratara.
Nadé un rato entre su estructura y fotografié cuanto pude con mi insepa­
rable cámara Nikonos, asustándome muchas veces por la salida repentina
de algún mero o de una morena casi en mis propias narices. Llegué hasta
la proa del barco que como si quisiera salir, apuntaba hacia la superficie
en una mueca imaginativa y tétrica. Lo rodee por su quilla hasta la hélice
que lógicamente había desaparecido. Su valor en bronce es muy alto y
tentador. Vi el ancla, estúpidamente echada como si hubiera sido el últi­
mo acto de salvación que intentaron antes de perder su barco. Por lo cer­
cano del naufragio a la costa, seguro que fueron los yugoslavos sus depre­
dadores, que a pesar de tener unas leyes muy estrictas en las cuestiones
de inmersión, la necesidad y la propia prohibición, siempre provoca el
efecto contrarío, convirtiendo sus costas en feudo de piratas y ladrones
submarinos.
En inmersión, el tiempo vuela, y sin darme cuenta tenía que ascender si
no quería verme inmerso en las incómodas paradas de descompresión. Si­
guiendo la pared sobre la que se apoyaba el estribor del barco, y teniendo
cuidado en no enredar la cuerda, subí lentamente, respirando con pausa,

174
para que los pulmones poco a poco se adaptasen otra vez a su tamaño de
superficie, mucho más pequeños.
Como siempre cuando buceaba solo, Magdalena esperaba atenta mi re­
greso pendiente de los movimientos de la cuerda que me unía a ella.
Durante los siguientes treinta minutos ya no le dejaba hablar. Le contaba
excitado cuanto había visto, encontrado y sentido, como queriéndole
hacer partícipe de mis experiencias y que por el pequeño Daniel no po­
díamos compartir juntos. Pero también creo que mi capacidad de entu­
siasmarme con mis propios relatos, le permitían vivir mis emociones casi
realmente y de esta forma se le hacía menos penoso su tiempo de espera
en la superficie.
La ciudad de Split es magnífica y monumental, no en vano es la más im­
portante de Dalmacia, en pleno corazón de la Bahía de los Castillos. En
realidad son dos ciudades una dentro de la otra. El gran palacio que
mandó construir el emperador romano Diocleciano, tras naufragar en esas
costas, se funde impertérrito con las construcciones más modernas que lo
rodean. Frente a la ciudad más de treinta pedregosas islas habitadas hacen
de barrera natural, protegiéndola de los vientos y mares del sur.

La costa es blanca , casi albina.

17 5
La lengüeta de tierra que Croacia tiene en terreno vecino, se adentra
como lo hace Trieste en Yugoslavia, siendo hoy uno de los aspectos más
importantes del litigio que mantienen. Bosnia y Hercegovina, toca la mar
en apenas tres kilómetros de costa, sin puerto posible por la difícil confi­
guración del terreno. Mostar, como ciudad más cercana, hace de frontera
entre estos dos territorios. Luego la carretera entra de nuevo en Croacia y
llega a la villa de Dubrovnik, dejando a este territorio como en una isla
rodeado de ariscos bosnios por tres de sus cuatro puntos cardinales.
Constituyéndose sin quererlo, por los azares de la geografía, en el princi­
pal centro de interés de dicha zona, con su puerto a la cabeza abriendo
las rutas hacia el interior.
La construcciones de esta vieja ciudad se dejan resbalar por el monte
hasta reunirse desordenadamente en una fortaleza Medieval de incompa­
rable belleza. Sus antiguas murallas envuelven el conjunto, adornado por
los colores rojos y verdes de su arquitectura. Conserva un aire veneciano,
exaltado por la prohibición de circular en coche por el interior del recinto
amurallado. Sus calles están pensadas para transeúntes, y en sus muelles,
los turistas rusos llegados en grandes trasatlánticos llenos de banderas con
la hoz y el martillo, parecen querer recordar con su presencia su influen­
cia sobre la artificial unión de estas repúblicas lograda por el miedo y la
fuerza.
La catedral, de estilo barroco, la mandó construir el legendario Ricardo
Corazón de León en el año 1317, en su camino a Constantinopla. En la
plaza principal, la estatua del caballero Orlando, rinde homenaje a quien
defendió la ciudad de los ataques árabes.
Pero a la Florencia Dálmata, le faltaba el color que los turistas dan con
sus ropas de colores para ser tal. Y es que nosotros no estábamos acos­
tumbrados a ver un lugar de vacaciones y descanso, pintado de color gris
y negro como el de la indumentaria de los nativos y turistas rusos que por
allí deambulaban
Y esa película en blanco y negro, cuyos accidentales protagonistas, yu­
goslavos, rusos y europeos orientales, pasaba sin quererlo delante de no­
sotros, se perdía por las estrechas e históricas calles de la ciudad, acom­
pañando a sus oscuras figuras el halo triste y cabizbajo de los pueblos
carentes de libertad.
Los europeos del este, y más los españoles que recibimos turistas de todo
el mundo en grandes cantidades, asimilamos siempre el descanso y el ve­
raneo a los colores alegres y llamativos de las escasas prendas de vestir
que se llevan en esos periodos de tiempo. Incluso los tonos chillones de

176
las indumentarias más estrambóticas, parece que nos permiten descansar
mejor. Es como escapar un poco de los parámetros diarios a los que casi
siempre estamos atados, y sin quererlo, nos sentimos mejor si además
provocamos con nuestra ropa. Es como si quisiéramos dejar bien claro
que estamos de vacaciones.
Sumergido en estas disquisiciones pictóricas, decidimos seguir nuestro ca­
mino hacia el fiordo de Kotor ya en tierras de Montenegro, junto a la si­
niestra frontera de Albania. La costa montañosa siempre, es quizás aquí
más abrupta, y la pequeña carretera, por la que vamos, serpentea por en­
senadas naturales repletas de inmensos árboles centenarios que se ali­
mentan de las aguas del monte Lovcen. También aquí paso un tiempo es­
c rib ie n d o el in c a n sa b le v ia je ro y e sc rito r fra n cé s P ierre Loti y
textualmente dijo de estos lugares: "ni bosques, ni verdor: montañas des­
nudas levantan sobre el cielo vertiginosas murallas de piedra, muros temi­
bles, calcinados, quemados por el fuego del mundo primitivo y petrifica­
dos a llí tal cual con su color de brasa apagada; todo un cataclism o
petrificado que una terrible mano habría suspendido del aire. .
Una leyenda montenegrina dice que Dios el séptimo día de la creación,
ya cansado, no sabía que hacer con un montón de piedras que le queda­
ban, así que las tiró en Montenegro. Y es así también como puede consi­
derarse a Sveti Stefan, pero con mejor tino. La gran roca fortificada que
parece flotar en medio de la bahía, contiene una iglesia del siglo XV, de­
dicada a San Esteban, y en cuyas construcciones adyacentes han habilita­
do un precioso hotel.
Fue curioso que durante los casi mil quinientos kilómetros de costa por
los que transitamos, no viéramos un puerto deportivo. Y es que para de­
portes naúticos estaba la pobre gente yugoslava. Para ellos era suficiente
con poder sacar de la mar el sustento de sus familias. No obstante los di­
ques de piedra y madera se suceden, y es en ellos donde atracan sus hu­
mildes y rústicas embarcaciones.
El gran fiordo de Kotor se abrió ante nuestros ojos después de dos curvas
cerradas del cabo EHercegnovi. Abandonamos definitivamente el Adriáti­
co, para adentrarnos de un golpe en un brazo del mismo, que junto con
montañas inmensas, forman esta impresionante bahía. Uno de los más
bellos y tristes lugares marinos que recuerdo haber visto.
En sus orillas se levantan pobres construcciones de madera a modo de
pueblos edificadas sobre postes que las separan del contacto con el agua.
Bajo ellas unas viejas piraguas también de madera te daban la idea del
nivel de vida de aquella pobre gente. Y las aguas, planas y mansas, refle-

177
El golfo de Kotor hace frontera con Albania.

jaban en ellas sus pobres construcciones como queriendo agrandar la


cruda realidad que teníamos ante nosotros.
Este idílico y primitivo rincón del mundo nos entretuvo varias horas. Ade­
más de bucear en su parte oeste, dormimos al amparo de estos grandes
montes donde la tormenta que se desató por la tarde, retumbaba con más
fuerza haciendo sus paredes de amplificador al seco sonido de los rayos
cuando se estrellaban contra los árboles y piedras.
Por la mañana seguimos hasta la ciudad de Titogrado, donde lo percibido
durante las últimas semanas sobre este país, si acaso se agudizó en cuan­
to a suciedad, tristeza y pobreza. Las enormes estrellas rojas que presiden
todos sus edificios de piedra, eran como si los cielos las hubieran teñido
de este color para diferenciarlas de los blancos y relucientes astros que
casi todas las noches guiaban y alegraban nuestro ensombrecido camino.
Unos cien mil habitantes pueblan esta reconstruida ciudad, que casi desa­
pareció en la Segunda Guerra Mundial. Sus edificaciones nuevas y sus ca­
lles largas y anchas, no permiten ver nada de su pasado, así que nos mar­
chamos rápido, ya que su presente no ofrecía mucho interés.

178
Tardamos otro día más en rodear las impenetrables fronteras de Albania
hasta llegar a Scopje. Los albaneses seguro que ocultan algo malo cuando
no permiten entrar a nadie. Sólo vimos más de lo mismo, y las ganas de
salir de Yugoslavia se acrecentaron de tal modo, que conduje toda la
noche para intentar ganar cuanto antes la frontera con Grecia.
El amanecer nos cogió ya en Gevgelija, pequeña localidad que hace de
aduana con los Helenos. Fue inmensa la alegría al salir de la confedera­
ción de estados, razas y religiones más difícil que pueda darse en la tierra,
y pasar de súbito al alegre, ruidoso y familiar mundo de los griegos.
Pero por desgracia, no sería la última vez que tuviéramos que recorrer a
lo largo de nuestros viajes las carreteras yugoslavas. Los sentimientos se te
atrofiaban cuando intentabas comprender sus gestos, y en el ambiente
cada vez de forma más patente flotaban los aires de la incomprensión ca­
llada y silenciosa, pero que luego cuando se desata, es la más dura, peli­
grosa y cruel de todas las pasiones contenidas.
Todavía oimos decir a sus habitantes muchas veces: "nuestro Estado es só­
lido, ha sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial". Lo que no sabían los
que decían esto, es que la gran guerra de la que hablaban, no sería nada
comparado con las atrocidades venideras, ni el trágico final que le espe­
raba a su "sólido país".

17 9
i

180
TERCERA PARTE

181
GRECIA
DESCONOCIDA

183
T j or delante, más de mil kilómetros de una carretera regular nos sepa­
ré raban de Atenas y su puerto. Entre esta ruidosa y simpática gente se
/ hacen más fáciles los caminos. A pesar de que los grandes camiones
cargados por encima de su límite, y los viejos coches destartalados nos
entorpecían casi siempre nuestra marcha. Pero nos encontrábamos a
gusto rodeados de personas no muy diferentes a las de nuestra población
rural.
Y aunque la tentación de seguir al sur y comenzar nuestro trabajo subma­
rino era enorme, decidimos viajar por esta parte alta del norte de Grecia.
Es una zona poco conocida por los turistas y seguramente inexistente en
folletos y revistas. Era evidente que a nuestra vuelta, preferiríamos como
otras veces nos había sucedido, seguir hacia casa. Por eso, siempre los
objetivos menos atractivos los cumplimos primero aunque muchas veces
estos, se conviertan después en los auténticos protagonistas de nuestras
aventuras.
La carretera hacia Kozan serpentea como una noria loca entre preciosos
pueblos como Pelia, Edhessa o Florina, y donde las sierras de tipo medite­
rráneo salpicadas de crestas de roca llenas de pinos bajos y olorosos,
componen este singular paisaje ya conocido. Se asemeja mucho a la
parte alta de la provincia de Gerona, allí donde la alta montaña desapare­
ce para dejar paso a las redondeadas sierras y al ganado pastando.
Los pedregales desordenados y en pendiente que se suceden a lo largo de
la estrecha carretera, anuncian las torrenteras que de seguro se formaran
en los próximos meses y que un cielo casi negro sobre nosotros, puede ya
contribuir a formar. Grandes gotas comenzaron a salpicar todo, aceleran­
do su intensidad por momentos. En pocos segundos se transformó en un
auténtico diluvio, que además de inundar los barrancos, vino también a
confirmar nuestra teoría.
La villa de Florina, separa como si de un obelisco de cruce de caminos se
tratara, a Grecia, Macedonia en Yugoslavia y la siniestra Albania, sirvien­
do de difícil encrucijada de culturas, religiones y razas, y que al ajeno
viajero a su problemática, divierte y sorprende.
Obligatoriamente debes descender por Amindaión, pues la frontera con Al­
bania cierra tu paso por el este, hasta que el pico Askión de más de dos mil
metros de altura aparece como una gran barrera frente a tí, pero que borde­
as en constante equilibrio, suspendido en la diminuta y estrecha carretera
que te conduce a Kozan, una de las más importantes villas de esta región.
El traqueteo de las hélices de un viejo DC 3, nos transportó a la realidad.
Un impensable e inaccesible aeropuerto de torre de madera, apareció

185
como dibujado por un niño, entre las colinas suaves, redondas y frondo­
sas que teníamos enfrente. Los pilotos, pensamos, deberían ser expertos al
máximo para aterrizar aquí en un día tormentoso como el que hacía. De
cualquier forma hacerlo, debe ser toda una proeza.
Siguiendo la ruta hacia el sur, llegas a Livádhion, una diminuta población
de apenas mil habitantes, que su desconocimiento, se compensa con cre­
ces por su famoso vecino. Nada más y nada menos que el siempre eterno
Monte Olympus o mejor dicho el Oros Olimbos, dicho en griego. Dos
mil novecientos diecisiete metros de altitud, y como el gran coloso que
es, se levanta y sobresale desde muchos kilómetros a la redonda, dándole
importancia y protagonismo a la pequeña villa donde aparcamos.
Alertado por las gentes del lugar que acudían a sus trabajos, agradecí el
que lo hicieran. El amanecer que vi me despertó casi de inmediato, pero
no del todo, me dejó sumergido en un mundo de nebulosas casi irreal. La
gran bola roja del sol jugaba al escondite con el imponente monte Olym-
po. Aparecía y desaparecía detrás suyo, como si la magnitud de lo que re­
presenta esta montaña no le dejara subir libremente a su sitio como es su
deber. Además la escarcha de la mañana y el agua caída durante la
noche, habían llenado de gotas las ramas de los árboles, y de lejos, desde
donde me encontraba, brillaban y tintineaban rotas en mil colores traspa­
sadas por los rayos del incipiente sol, que en forma de haces desiguales,
entraba en el bosque como si de dardos luminosos se tratara. Adelantan­
do con esos efectos y esas luces, la sensación de Navidad que todos tene­
mos siempre gravadas dentro, cuando ya cerca del més de diciembre,
vemos brillar el sol en las ramas de algún pino.
Pero los murmullos de fuera, poco a poco se fueron transformando en
ruido, para terminar en la algaravía típica y simpática de las mañanas en
los pueblos griegos, cuando todos salen a querer vender lo mismo a una
vez, y su ruido, te hace salir de golpe de tus irreales y maravillosos ensi­
mismamientos.
Subir al monte sagrado para la mitología griega, es todo una experiencia
llena de divertidas divagaciones sobre las historias que sobre él, se cuen­
tan. Seguramente la más común de todas sea la que identifica al Olympo
con la morada de los dioses. Fue Homero quien más lo popularizó en su
descripción del monte cuando decía; "habitaba el dios Zeus bajo las
nubes que cubren siempre la cumbre del Monte Olympo".
Todavía hoy esta narración se cumple, y pocas, por no decir nunca, son
las veces que puede verse su cumbre. Esto es debido a la proximidad de
la montaña a una mar de aguas relativamente cálidas, que emiten aire

186
templado, y que al chocar con los fríos vientos que por su altura recibe
la cima, forman esta barrera nubosa, casi peremne y que ya Homero des­
cribía.
El valle de Témpe que forman este y otros montes cercanos como el Ossa,
se cierra cada vez más, hasta que ya sólo el río Piníos encajonado en una
estrecha garganta y tú en la furgoneta, caben por el angosto paso. Conti­
nua hasta un pequeño puente, donde como en un sueño y cuando pien­
sas que ya nada más puede entrar en el paisaje, te encuentras con la capi­
lla de Aghía Paraskevi: una obra maestra del arte bizantino, plagada de
colores y redondeados techos apoyados en naves de diferentes alturas,
con ventanas abiertas, adornadas de columnas blancas y lisas.
De los dos caminos que hay para subir a la cumbre del Olympo, uno es
rápido y otro mucho más lento. Escogimos el lento por ser más bonito y
porque un día de marcha, nos vendría bien como entrenamiento de fondo
para las inmersiones. Hacía cinco jornadas que apenas nos habíamos ba­
jado de la furgoneta sobre todo debido al mal tiempo y a la rápida salida
que hicimos de Yugoslavia.

Día de trabajo en Volos.

187
Comenzamos a subir la sagrada montaña por una pista estrecha y empi­
nada. Nuestro objetivo era alcanzar en dos horas el primer refugio, al que
también puede llegarse por carretera desde la villa de Litochoron, en la
vertiente del Mar Egeo.
Las grandes paredes rocosas repletas de agua, rezumaban, impregnando
de humedad el ambiente, soleado y bastante templado. Pero a medida
que ascendemos es necesario ponerse más ropa, y de las camisetas con
las que salimos, en una hora, ya caminábamos con chamarra. Yo tenía ca­
lefacción portátil, ya que Daniel viajaba siempre a mi espalda, proporcio­
nándome calor y compensando así su cada vez más pesado cuerpo.
La cabaña de madera que divisamos al final del camino nos permitió des­
cansar un rato, pero sólo lo suficiente para beber agua, respirar un poco y
continuar. Quedaban otras dos horas por un camino mucho más empina­
do hasta el segundo refugio llamado de Mítikas, ya junto a la cumbre. La
ascensión aunque lenta fue expectacular.
Desde arriba el panorama era magnífico y es allí cuando comprendes el
auténtico significado de la mitología y de su grandeza. La vista impresio­
nante y aerea, con extender la mano puedes tocar las nubes, que presen­
tes todo el tiempo, siempre te dejaban un pequeño hueco por el que con­
templar la pequeñez de los pueblos y villas de los que veníamos.
También las historias de Titanes y Gigantes tienen desde aquí mucho más
sentido ya que para dominar las alturas como desde este lugar, había que
ser enorme, si además se querían ver las regiones enemigas. Las diferentes
versiones de Homero, Virgilio, Ovidio o Hesiodo, se mezclan, según el
particular punto de vista de cada autor. Sólo los centauros me faltaron por
ubicar, a no ser que nos hubieran servido como a ellos para bajar esta mi­
tológica montaña en nuestro camino de regreso.
Por lo demás, el descenso lo hicimos de forma rápida, acelerados por
unas amenazantes nubes que parecían querer fastidiarnos. Pero puestos a
filosofar, y aquí es fácil y casi necesario hacerlo, estábamos seguros de
que los pinos centenarios de enormes dimensiones que flanqueaban el
camino, nos hubieran cobijado bajo ellos, y los liqúenes y musgos que de
manera uniforme los rodean, nos hubieran servido también de naturales
esponjas para secarnos. Despreocupados de la metereología, ganamos
nuestra casa ambulante en cuatro horas de rápido y empinado descender.
En ella, como en otras ocasiones habíamos experimentado ya, nos sentía­
mos en un auténtico palacio, y se resumía allí de una forma casi perfecta
nuestra vida, nuestros gustos, nuestras cosas, quizás también nuestros an­
helos más íntimos, y todo aquello que a lo largo de los años de recorrer

18 8
tantos caminos habíamos ido adaptando como nuestro de las diferentes
culturas que conocimos. Pero que sólo tomábamos en forma de conscien­
te préstamo, ya que todas las enseñanzas que siempre atentos recogíamos
de cuanto veíamos a nuestro alrededor, tendríamos que dejarlas y devol­
verlas en gran parte a sus dueños cuando regresásemos a la civilización
que nos había tocado vivir.
Y así, con esta forma fácil de aprender que siempre el gran colegio del
mundo te enseña si tu sabes apreciarlo, acomodábamos nuestros hábitos
y costumbres para hacerlas llevaderas con nuestra vida de nómadas. Tam­
bién para adaptarnos a las costumbres de los países por los que pasába­
mos, haciendo más fácil nuestra convivencia con ellos.
Para llenar mi insaciable curiosidad, nos quedaba visitar el monte Pelión,
donde las tradiciones griegas ubicaban a los centauros mitológicos, mitad
hombres, mitad caballos, que nos indicaban la importancia de ese animal
en el desarrollo de todas las civilizaciones. Estos increíbles seres fueron
los maestros de los más famosos heroes, que como Aquiles, daban gran
resonancia y brillo a la Región de Pelion.
También muchos de los grandes dirigentes del Imperio Austro Húngaro se
formaron en las artes y las letras en este monte mítico, e incluso grandes
pensadores rusos vinieron aquí a conocer y aprender. Así la ciudad de Za-
gora se hizo famosa por su fabulosa librería y por las colecciones de es­
critos y pergaminos que en ella se atesoraron. Makrinitsa a 19 kilómetros
de Volos, también se convirtió en refugio de intelectuales, posiblemente,
dicen, por la altura y la dificultad de acceso para sus sempieternos enemi­
gos, los turcos.
Quizás podamos narrar algunas de las cosas que por estos lugares suce­
dieron, pero su importancia en la mitología fue tan grande, que apenas
entrarían en este libro los cientos de relatos épicos que en esta región se
dieron, y los miles de historias que sacaron del anonimato a estos pue­
blos, villas y tierras.

189
El bosque de piedras
de Meteora

191
T ) or eso como siempre que la magnitud de lo que tienes delante de tí,
l empequeñece aún más tus escasos conocimientos, decidimos seguir
/ nuestro camino y, de esta forma no caer en divagaciones fuera de
nuestros medios y del tiempo de que disponíamos para nuestro viaje.
Casi todas las carreteras que descienden por la zona confluyen en Larissa.
Más que una ciudad es un pueblo grande, en el concepto europeo de la
dimensión y el aspecto. Como en toda Grecia sus calles son ruidosas y
confusas, empinadas y llenas de vida. La gente de tez morena, es charla­
tana, agradable, y llenan las calles casi durante todo el día. Los edificios
de altura desordenada subían y bajaban en el paisaje otoñal acompaña­
dos de variados cambios de color y estilo.
Hacia el este a ochenta kilómetros, la ciudad de Trikala marca la frontera
de los montes de Pinde y Hassia, un lugar donde se mezcla la calma con
el cielo, y en cuyo interior se alzan las enormes rocas de Meteora. Mági­
co, enigmático hasta donde lo haya, casi etéreo. El valle de Thessalia
ofrece al visitante uno de los espectáculos más extraordinarios del
mundo.
Único en su género, formado por increíbles aglomeraciones de piedra,
parece hecho al azar por un coloso que pasó su vida moldeando y tallan­
do los bloques de roca y que aburrido de su trabajo, un día los abandonó
sin preocuparse de terminarlos. Su dimensión es tal, que no alcanza nues­
tra imaginación a comprender su formación, y menos aún las construc­
ciones que sobre las rocas se hicieron.
Se ha especulado sobre el origen de Meteora, y como en todos los enig­
mas de la tierra, son muchas las hipótesis acerca de su formación. Pero
quizá la teoría del sabio Estrabón es la más conocida dentro de la cultura
griega dice así; "hace siglos, la tierra que rodea Meteora estaba ocupada
por un gran lago rodeado de montañas. El nivel del agua se situaba por
encima de la planicie y bañaba las rocas, después, se produjo un gran te­
rremoto que separó las montañas de Ossa y del Olympo y surgió enton­
ces un río llamado actualmente el Pinios, cuyas aguas arrastraron duran­
te cientos de años la parte arcillosa de las rocas de Meteora. La base de
granito resistió, y al descender el agua, dejó al descubierto las mágicas
formas".
Pero los libros clásicos hablan de la mar y su fuerza, de grandes olas rom­
pientes que azotaban la costa de Thessalia, cuando las rocas de la actual
Meteora eran la costa y las resacas de marea arrastraron todo lo que no fue
piedra. Al final una u otra teoría convergen en la idea de la mar y su posi­
ble fuerza de erosión, de cualquier forma en la región tuvieron lugar terri­

193
bles cambios geológicos, narrados y admitidos en las historias de la gigan-
tomaquia. Su paisaje recuerda leyendas de otros mundos, mientras que su
nombre acompaña a nuestra imaginación en fantásticos vuelos siderales.
El nombre de Meteora se debe a su fundador el padre Athanase el Meteo­
ro, organizador de la comunidad, y primer habitante del lugar. Antigua­
mente llamadas rocas de Platys Lithos, cambiaron de nombre por la tradi­
ción de los monjes en honor a su fundador. Estamos en 1344 a.C. y los
ascetas de Grecia comienzan su peregrinación camino de Meteora. Las
grietas y cuevas de las piedras se transforman en moradas de santos dedi­
cados a la oración y penitencia.
El poeta francés Lamartine describe este mágico reducto del mundo de
esta forma: "Aquí vienen a morir los últimos ruidos del mundo. Navegante
sin estrella, atraca, es tu puerto. Aquí el alma se sumerge en una paz pro­
funda, y esta paz no es la muerte".

Es un inmenso bosque de piedras, donde los edificios parecen frutas colgadas.

194
v /////////////m m

Aún utilizan las redes para subir la comida. to n prespectivas como esta, la
inaccesibilidad queda garantizada

Jamás nadie pudo idear un refugio mejor.

195
Surgidas del azar, las palabras "meta" y "airóse" se traducen literalmente
por alto, suspendido en el aire. Jamás se puso mejor nombre a cosa algu­
na, y unido a la soledad y al silencio, se traduce en descripción perfecta
de la vida monástica. Cuenta la tradición que los primeros moradores lle­
garon en el siglo IX, eran ascetas de diferentes edades que sabiendo de la
fama y soledad de los picos, buscaban el más absoluto retiro.
Treparon por las rocas y se asentaron en pequeños grupos de tres o cuatro
monjes para pasar el resto de sus vidas dedicados al trabajo de construc­
ción y oración. El acceso a algunos de los monasterios, a los que ahora se
sube por escaleras talladas en la piedra, tenía hace todavía pocos años
carácter de aventura aerea. El visitante se introducía en una red en forma
de bolsa que era izada desde arriba. Aún se utiliza este sistema para subir
la comida a los cenobios.
En origen, los eremitas dependían, desde el punto de vísta jurídico, de los
conventos de Stagoi, pero su centro administrativo y espiritual estaba en
Kyriakon, iglesia comunal de la villa de Kastraki. El desarrollo de la co­
munidad es más fácil de seguir a partir del siglo XIV, época en que fueron
fundados los primeros monasterios. Su construcción no fue tarea sencilla
debido a lo inaccesible de las rocas, ni tampoco lo era vivir en la cima de
las piedras sin más abrigo que un techo de madera o en el interior de una
pequeña cueva. Pero los sufridos monjes ortodoxos entregaban su vida
por un sencillo ideal: la soledad y la oración.
Lo que en principio fueron construcciones aisladas, pronto se convirtió en
un auténtico centro de meditación, y la organización autonómica de los
monjes se transformó poco a poco en una verdadera comunidad. Erigieron
como centro principal de reunión y administración al monasterio Gran
Meteoro, sobre la roca de Lithos. Se impusieron austeras reglas de sobrie­
dad e incluso se prohibió la presencia de mujeres en los alrededores.
Durante siglo y medio, entre los años 1350 a 1500, la federación de con­
ventos fomentó y protegió la construcción de nuevos monasterios, depen­
dientes todos ellos en última instancia del Patriarca de Constantinopla. La
vida monástica se desarrollaba entre rezos y trabajos artesanales, y sólo el
paso de algún peregrino sacaba a los ascetas de su trabajo.
Pero no siempre gozaron de paz los habitantes de Meteora. En el siglo
XVIII, atacados y expulsados por las guerras con los turcos, el famoso y
venerado centro de oración quedó convertido en prisión y lugar de exilio.
Unido a esta crisis, comienza la gran decadencia de los centros, pero de­
bido sobre todo a motivos dinerarios. Los turcos saquearon las riquezas y
terminaron con los recursos económicos de la comunidad.

196
Durante el año 1541-1542, el número de monjes por monasterio no pasa­
ba de los diez, a excepción de San Stephano, que todavía albergaba trein­
ta ascetas. De veintinueve construcciones, sólo seis pasaron al siglo XX. El
abandono periódico por falta de medios fue la causa cierta de la destruc­
ción de la mayor parte de los monasterios.
Los que quedaron presentaban a principio de este siglo un aspecto ruino­
so, a excepción de sus fuertes muros exteriores, que poco a poco repara­
ban los tres o cuatro monjes que entonces los habitaban. A comienzos de
1922 se hicieron serias mejoras en algunos monasterios. El Centro Artísti­
co Nacional Griego comenzó a preocuparse por tan valiosa joya de arte­
sanía pura; los turistas impresionados por el expectáculo, abrieron los
ojos de los entonces administradores del Patrimonio Nacional Griego, y
pensaron en una total restauración, labor no terminada en 1993.
Tampoco las grandes expropiaciones de la época de Venizelos contribu­
yeron a la restauración de Meteora. Se llevaron casi todas las riquezas de
que disponían, incluidos manuscritos y piezas ornamentales. Los años di­
fíciles de la ocupación y de la Guerra Civil también perjudicaron a la vida

En cada monaste­
rio guardan los
restos de los mon­
jes.

197
silenciosa y propiciaron la destrucción de los conventos. Los alemanes e
italianos bombardearon las iglesias durante la Segunda Guerra Mundial,
además de robar y quemar gran parte de ellas.
Hoy las piedras de Meteora son visitadas por miles de personas de todo el
mundo, que cada día suben para admirar esta increíble obra sacada de la
imaginación de los ascetas del siglo XI, que supieron conjugar religión,
arte y filosofía, y nos dejaron este prodigio digno de admiración.
El mundo de Meteora es una auténtica y muda predicación del culto a la
soledad, donde en el silencio imperturbable de sus noches, sólo rotas por
el viento que pasa forzado entre las grandes piedras, pueden oirse aún los
cantos de los monjes, acompañados por esta gran orquesta de roca y que
debido a los diferentes tamaños de sus piedras y a la variada distancia
entre ellas, modulan los sonidos como un gigantesco órgano, desgranan­
do miles de notas finas y sutiles cuando el aire pasa entre ellas.
Pero el tiempo pasa, las rocas no lo parecen, los hombres van y vienen,
mientras las piedras siguen y quedan aparentemente imperturbables, con­
servando para sí secretos sin descifrar por los siglos, llenos de antigua be­
lleza y romántico describir para los ajetreados humanos del mundo mo­
derno, que admirados de tanta belleza elucubramos sueños y anhelos de
vida monástica, sin caer la mayor parte de las veces en su dureza e inmen­
sa soledad.
En el camping de Vrachos-Kastraki pasamos la última noche antes de se­
guir camino de Atenas. Por la mañana miramos de reojo las grandes rocas
de Meteora, pues no habíamos salido de su influencia mística y cautiva­
dora. Conducimos en silencio, en ese momento cada uno piensa y desci­
fra lo visto a su modo y lo adorna o sitúa de forma diferente en su cabeza,
para después algún día vivir de ello aunque sea unos instantes, o paliar si
es posible unos momentos de soledad.
Todo este continente recortado por la mar, es la tierra de los mitos y de un
sol especial casado desde siglos con el Mediterráneo. Es el cruce de los
Balcanes con Asia, su encrucijada, y los áridos paisajes bañados de luz e
ilustres ruinas forman el confín de la Europa Comunitaria. Todavía en
lucha contra el subdesarrollo, pero sin perder su identidad ni su pintores­
quismo. Este país no consiguió su independencia ni realizó su unificación
hasta el siglo XIX, tras sangrientas luchas contra el invasor turco. Sin em­
bargo su pueblo es heredero de la comunidad más antigua de Europa, la
cuna de las civilizaciones occidentales.
Hace 4000 años, las ciudades, el arte y la cultura vieron aquí la luz, para
declinar después entre el 2000 y 1000 a. C. Cuando Roma apenas emer­

198
gía de su periodo etrusco, los helenos se robustecían unidos contra la bar­
barie. El pasado y el presente de esta tierra se confunde constantemente y
pasas sin sentirlo de lo viejo a lo nuevo en una interminable cadena de
visiones a cual mejor. Caminar por ella es un auténtico peregrinaje por la
historia ambientado y confundido por ciudadanos de todo el mundo que
vienen a pisarla.
Lo mismo que el clima, la lengua cimenta un pasado histórico glorioso. La
tendencia a conservar y perpetuar tradiciones e ideales, a vincular al país
con la edad de oro de Pericles o las conquistas de Alejandro Magno, tiene
en Grecia su más concreta expresión en el problema planteado por el
idioma. Existen actualmente dos lenguas: la katharevusa o culta, y la dimi-
tiki, o popular. La primera deriva directamente del griego clásico y fue
conservada por los monjes durante los años que duró la dominación
turca. Sus defensores, la pequeña y mediana burguesía, mundo académico
y autoridades, ven en ella implícito, el concepto nacionalista y patriótico.
En los tribunales de justicia se habla así una lengua que el pueblo llano
no entiende, mientras que los niños se enfrentan en sus escuelas a su
aprendizaje. En esta dualidad lenguística interviene también la religión,

199
pues los sacerdotes son aquí los custodios de la lengua, de la escritura y
de todas las tradiciones. Así lo confirmó el hecho de nombrar regente al
primado de la iglesia Dameskinos después de la retirada nazi y la primera
insurrección comunista en 1945. También lo fue hasta la llegada del Rey
Jorge II. Actualmente su influencia está en franca decadencia.
Pero Grecia tan dividida, es una tierra débilmente poblada. Tras permane­
cer atados durante generaciones a los pocos campos cultivables de este
país rocoso e ingrato para la agricultura y la ganadería, los campesinos
emigraron hacia las regiones industriales, aunque el cielo que verán a
partir de ese momento estará ya oscurecido por el humo. Otros se fueron
a la soñada América donde cada griego tiene algún pariente que desde
allí llena de riquezas y dólares sus cabezas, aunque muchas veces su po­
sición no sea cierta.
Los jóvenes han partido de los pueblos dejando tras de sí al "pope" barbu­
do de su iglesia, o a las ancianas que siempre de negro y con pañuelo a la
cabeza charlan o cosen a la puerta de sus casas ya de ventanas cerradas.
Los griegos son abiertos, sociables, charlatanes, orgullosos de sus cosas y
con un gran sentido de la fiesta, casi tan fuerte como el de la hospitalidad
que también comparten. Conducen casi furiosamente utilizando constan­
temente la bocina, y estas son las culpables de que nuestro divagar se
perturbe a cada momento.
En pocas horas llegamos a la región de Atica, en cuyo interior se encuen­
tra Atenas. Es una larga península triangular soldada al Peloponeso por
una estrecha lengüeta de tierra. Se abre al mundo a través del puerto del
Píreo, mítico lugar para navegantes y viajeros. Por donde nosotros circula­
mos no vemos el gran cinturón industrial que rodea a la ciudad de Ate­
nas, pero lo tiene, auque no es lugar de paso de turistas y curiosos. El trá­
fico se intensifica hasta hacerse agobiante a medida que te adentras por
las rectas avenidas del centro, así como las bocinas de los coches que se
transforman aquí en un juego de quienes las tocan, donde expresa cada
uno su humor según la forma e intensidad de producir el ruido.
Atenas con cerca de dos millones de habitantes a finales de los ochenta
con los suburbios y el Píreo, invade hoy día las alturas que antiguamente
la rodeaban y proyecta sus tentáculos hacia la mar. Olvidándonos de su
decadencia en la Edad Media, se enorgullece de sus treinta siglos de his­
toria, desde que Teseo hizo de ella la capital de Atica. La roca sagrada de
la Acrópolis, fortificada ya desde la época micénica, se cubre de templos
y monumentos hacia el siglo V a. C., dejando a la actual ciudad converti­
da para siempre en un gran museo. Jamás se pudo construir un templo en

200
mejor lugar. Como en un altar la Acrópolis se levanta majestuosa para
que todos los ciudadanos puedan verla con independencia del barrio
donde residan. Nosotros que por nuestro trabajo siempre buscamos el en­
foque que creemos diferente y más original para fotografiar, subimos hasta
la verde colina del Licabeto, desde donde se ofrece el más bello panora­
ma sobre la aglomeración, y plataforma rocosa de la Acrópolis, y mas
hermoso si por la tarde la luz ilumina el Partenon de costado, dejando
que los rayos tropiecen torpemente con sus majestuosas columnas, que
como ofendidas por tal atrevimiento, los lanzan otra vez hacia la ciudad
pero ya rotos en hazes pequeños.
Arropado bajo los vestigios altivos del siglo de Pendes, el típico y popu­
lar barrio de Plaka vive ajeno a los embotellamientos y al hormigón. Este
viejo enclave de callejuelas llenas de tiestos con flores y casas secretas y
ruinosas, es desconocido para los turistas y expresa mejor que otro lugar
la Atenas decadente y perdida de los últimos siglos pasados.
La palabra Acrópolis, significa ciudad alta, que es lo que era este inmenso
altar en su época de explendor. Castigado por los vientos, el clima y las
guerras durante más de 2400 años, nadie sabe como logró superarlo. De
todos los edificios que quedan semilevantados, el Partenón conserva su
altiva silueta, no en vano es el monumento más importante y prestigioso
de la antigua civilización griega. Cuando paseas entre sus columnas atosi­
gado casi siempre por americanos y japoneses que quieren a toda costa
resumir en una foto el contenido de tantos miles de años de historia, no
llegas a comprender el significado y la construcción de tamaña obra. Los
restos de capiteles dóricos están tirados por los suelos como si de piedras
se tratasen. Daniel al que le dije que todas esas piedras eran muy antiguas
y costaban mucho dinero, llenó sus bolsillos hasta casi reventarlos, provo­
cando la risa de guardas y de todos cuantos le miraban.
El calor apretaba al mediodía a pesar de ser casi otoño. La ciudad co­
mienza a detenerse con la llegada de la noche, poco a poco las calles y
parques se vacían para dejar paso a que las luces de la Acrópolis desta­
quen en ella y sean la referencia obligada de quien transita un poco per­
dido como nosotros, o quien simplemente deambula divertido jugando
con las luces y sombras.
Detenerte para dormir es siempre complicado en una gran ciudad, pero
Atenas es para todo diferente, y los grandes aparcamientos donde por el
día los cientos de autobuses esperan a los turistas, se convierten en im­
provisado hotel para la multitud de furgonetas, que como la nuestra, tran­
sitan por el país provenientes de toda Europa. Así que en esa noche, dor­
mir fue relajado y seguro al cuidarnos los unos a los otros.

201
Por la mañana, apenas salió el sol, un ajetreo de motores animó el lugar y
en una hora quedó vacio el aparcamiento dejándolo libre para los gran­
des autobuses que de seguro lo llenarían otra vez, comportándose todo el
mundo como en un pacto no escrito, pero que había que respetar. Pusi­
mos rumbo a la costa, por otra parte ya ansiosos de verla y de sumergir­
nos en las claras aguas del Egeo.
Cerca del puerto del Píreo y junto a sus pantalanes deportivos, la mar está
clara y limpia, a pesar de la influencia negativa que las grandes concen­
traciones de buques tienen sobre las costas, pero es que en Grecia, sus
aguas, de puro claras y transparentes, no dejan subir los pocos sedimen­
tos que en estos fondos rocosos se acumulan, y es tal la cantidad de pie­
dras de sus lechos que ni el viento ni el hombre logran enturbiarlas, pro­
tegidas como están también por su geografía de la gran industria del
Mediterráneo Occidental.
Con sus centros turísticos, arqueológicos, portuarios e industriales, la
montañosa Atica constituye en gran parte un suburbio a la vez residencial
y laborioso de Atenas. Formando una aglomeración continua con la capi­
tal. El Píreo apenas conserva vestigios antiguos. Es un puerto moderno y

Los lugares difíciles siempre fueron nuestros favoritos.

202
-

La transparencia de las aguas te deja ver incluso a través de las piedras. Corfú.

Literalmente -colgados- a treinta metros. Cabo Sunion.

20 3
activo. Algunos de sus muelles como el de Zea o Microlimano, no dejan
de tener cierta gracia, merced a sus tabernas y restaurantes con terrazas
de madera oliendo a souvlaki y a café griego.
Al sudeste de la capital, hacia donde nos dirigimos, cerca del aeropuerto
de Helenikón, la costa de Apolo es un litoral con grandes recursos turísti­
cos casi sin explotar: desde el nuevo Falero, feudo de orquestas populares
y típicas, llamadas bouzoukia, hasta las columnas doradas del templo de
Poseidón, en cabo Sunion, se suceden playas, pequeños puertos de re­
creo, buenos hoteles y estaciones termales para ancianos reumáticos.
También nosotros hemos decidido perdernos unos días lejos de las aglo­
meraciones industriales y populares de Atenas, para reencontrarnos con
el decorado de la eterna Grecia: las rocas pobladas de pinos, de olivos,
de olor a tomillo y orégano. Los pueblos colgados en cualquier sitio del
paisaje, estallan blancura apretados en torno a la iglesia de característica
cúpula bizantina. Aquí nos sentimos mejor, junto a la mar de azul añil ra­
bioso, sin apenas una onda que la perturbe y la haga despertar.
Bajo las grandes columnas del templo de Poseidón vamos a bucear por
vez primera en Grecia. Mis hermanos Diego y Chicho expertos buzos han
llegado para acompañarme en los trabajos de buceo, por lo que nuestro
campamento se amplia con la gran tienda de campaña en la que ellos v i­
virán este tiempo. También es un descanso para mí delegar responsabili­
dades en otros hombres, además de ser ambos, ya fuera del agua y del
trabajo, una divertida, ingeniosa y querida compañía.
Esa primera mañana montando nuestro compresor, cargando los equipos
de aire comprimido, preparando las máquinas de fotos, nos hizo sentirnos
importantes, serios en nuestro trabajo, por vez primera creo, tomamos
conciencia de lo que queríamos hacer y de la oportunidad que se nos
brindaba de realizar un sueño por todos perseguido. Aguas limpias, fon­
dos enigmáticos, tesoros, sol y como colofón de todo ello un buen clima
envolviéndolo todo.
Preparamos la inmersión con detenimiento siguiendo los cálculos de
Diego, que acostumbrado como estaba a trabajar en puertos a grandes
profundidades, esto le era simple y divertido. Ajustamos nuestros relojes,
comprobamos el aire disponible y fijamos un máximo de profundidad
para esta primera inmersión, también establecimos el sistema de signos y
gestos para comunicarnos.
Lo demás fue fácil, volamos ingrávidos por la pared de Cabo Sunion
como extraños pájaros, esquivando rocas enormes que a cada momento
se interponían entre nosotros. Veinte metros de profundidad marcaba mi

204
profundímetro y la visibilidad era total, el agua al contrario que en otros
lugares se aclaraba más y más a medida que descendías. Mis hermanos
parecían lejanos debajo de mí, y en nuestro descenso nos mirábamos sor­
prendidos de la belleza abrupta y bestial que nos rodeaba.
Treinta metros era el tope marcado de bajada y casi el fondo total del
cabo en este primer escalón de su plataforma. Las grandes rocas de capri­
chosas formas, restos del templo, se encontraban esparcidas por todos los
lados incoscientes de su importancia, y de seguro que excavando con
chupones y dragas, los tesoros acumulados bajo la fina capa de arena^se-
rían inmensos. Pero los griegos mantienen una política de no tocar sus ya­
cimientos arqueológicos de momento, ya que al ser tantos, carecen de los
recursos económicos para ello. Mantienen la máxima de que si durante
trescientos siglos permanecieron allí intactos, bien pueden permanecer
uno o dos siglos más. Consideran que no hay mejor lugar que la mar para
ello, ajena a especulaciones y a la interesada mano del hombre.
La pared submarina del acantilado estaba llena de vegetación mediterrá­
nea; gorgonias, esponjas y estrellas de mar. Cabrachos, morenas, pulpos y
sargos de todos los tamaños, huían despavoridos por la presencia de los
extraños visitantes que echando gran cantidad de burbujas invadían sus
territorios. A esta profundidad se puede estar poco tiempo. A la ecuación
cantidad de aire almacenado, descompresión y tiempo de permanencia,
siempre hay que dejarle un margen de seguridad para evitarte problemas
innecesarios.
Recorrimos esta parte del acantilado fotografiando un gran camión, segu­
ramente despeñado desde el cabo. Comenzamos un ascenso pausado,
entreteniéndonos con las diferentes plantas y peces que a lo largo de
nuestro camino surgían. A diez metros de profundidad investigamos dos
enormes rocas con forma de cornisa que efectivamente habían sido parte
de la arquitectura del templo de Poseidón. Estaban casi intactas, limpias
de fósiles. El mármol no se mancha, a pesar de que hayan transcurrido si­
glos. Los moluscos no se pegan en su superficie plana y brillante por la
dificultad que encuentran al adherirse.
Luego fueron necesarios diez minutos de parada para descomprimir a tres
metros de la superficie y de esta forma contrarrestar los cuarenta minutos
que habíamos permanecido sumergidos. El cálculo es fácil; se considera
siempre la profundidad máxima a la que descendiste y se aplica una tabla
que todos los buceadores tenemos y que sin ella sería imposible bajar
más allá de la cota de los diez metros. La famosa descomprensión, poco
entendida por los profanos a este deporte, es simple y su comprensión
sencilla. Nuestro cuerpo a medida que se sumerge experimenta sobre él
un peso determinado de agua, que aumenta al descender. Se mide en at-

205
Un sol prodigioso te ayuda a soñar.

206
mósferas de presión por centímetro cuadrado. Esto quiere decir que si in­
tentáramos respirar a una profundidad de diez metros sin un regulador,
sería imposible. La presión del agua es tan fuerte sobre nuestros pulmones
y diafragma, que no podríamos moverlos. Para eso está el regulador, que
según la profundidad a la que estés, su membrana comprimida por la pro­
pia presión del agua, te mandará más o menos aire a tus pulmones.
Este prodigioso invento de Cousteau y Gagnan ha permitido a los hom­
bres descender autónomamente bajo las aguas. El ejemplo más claro que
ponemos los buceadores para explicarlo consiste en intentar con un tubo
de unos dos metros, respirar por él sumergidos, comprobareis que es im­
posible. Imaginar ahora lo que es ha­
cerlo a cincuenta o sesenta metros de
profundidad. Otro detalle: en situa­
ción normal los humanos tenemos
aproximadamente unos cuatro litros
de aire en los pulmones, pero cuando
descendemos a treinta metros de pro­
fundidad los llenamos con aire a cua­
tro atmósferas, o lo que es lo mismo,
tenemos en nuestros pulmones cuatro
veces más de aire, esto es, dieciseis li­
tros. Si al subir no respiraras con re­
gularidad y lo contuvieras, tus pulmo­
nes e xp lo ta ría n com o globos
sobrehinchados.
Por eso el buceo con botellas de aire
comprimido, y no de oxígeno como
dicen algunos, es fácil, tan simple que
puede matarte si no estudias en un
curso los aspectos más elementales
de esta fantástica actividad, que como
todo tiene sus reglas precisas y mate­
máticas que cumplir. Haciéndolo con
respeto es difícil tener problemas se­
rios, que no se deriven de aspectos
congénitos u orgánicos que cada uno
debe conocer de sí mismo.
El regreso a la superficie es siempre
un choque extraño y violento y salvo Cabo Sunion, donde los dioses
que bucees en un lugar apartado se alzaban aún más.

207
donde los ruidos de la civilización no te golpeen de súbito la cabeza,
pasas un buen rato ausente de todo, lejano a las cosas de este mundo, ha­
bituando tu cuerpo a su propio peso y a las sensaciones y sonidos de
fuera de la mar. Como habíamos descendido desde la costa sin bote de
ayuda, descansamos sentados en las grandes y milenarias piedras de Su-
nion, intercambiando nuestros pareceres sobre lo experimentado. La ver­
dad es que todo fueron atrevidas conjeturas apoyadas en dos buenos li­
bros franceses del equipo Cousteau que teníamos. Pero lo cierto es que
los indicios de formas, tamaños y marcas del templo, se cumplían casi a
la perfección, por lo que imaginar su antiguo explendor y su arquitectura
más completa, es más fácil cuando regresas del fondo del acantilado
donde la gente, las guerras y el tiempo dejaron caer seguramente los res­
tos de esta obra de sumisión a la fuerza de los mares y a su poderoso Dios
Poseidón.
Contemplar los grandes monumentos griegos desde fuera, en su empla­
zamiento, con los turistas de todo el mundo, es ya de por sí un gran pri­
vilegio lleno de interés, pero poder a la vez buscar sus restos y secretos
escondidos bajo las aguas o la tierra es otra muy diferente experiencia.
Imaginar, deducir y conjeturar sobre estas magníficas construcciones y
tutearte con ellas en el pasado como si por un túnel del tiempo hubieras
regresado a poco después de su destrucción, es realmente inenarrable, y
sí puedes intentar dar una ¡dea de lo experimentado en estas lineas a
modo de simple aproximación, pero jamás podrás contar la sensación
que supone retornar atrás bajo la mar, y pasearte ingrávido entre las par­
tes sumergidas de los templos y ciudades, tratándote directamente con
miles de año de historia y que sólo unos pocos en la tierra podremos
sentir.
El hambre que sientes cuando sales del agua es sólo comparable con el
placer y la satisfacción que también se ha apoderado de tí por lo visto y
sentido. Debes dejar un pequeño espacio de tiempo antes de comer para
que tu organismo se acostumbre otra vez a la presión ambiente. Si piensas
bucear de nuevo por la tarde, es mejor comer cosas ligeras como fruta,
verduras y frutos secos. También la necesidad de dulce se deja notar, pues
el agua absorbe los glucidos rápidamente.
Los días que siguieron los pasamos recorriendo la costa oriental de Atica,
mientras experábamos el barco que nos llevaría con la furgoneta a las
islas del Egeo. Pasamos solemnemente por Maratón, desde donde el cé­
lebre corredor del mismo nombre marchó hacia Atenas atajando camino
y dejando inmortalizada para siempre esta especialidad deportiva. A
toda esta costa la bordean playas, donde los turistas a finales de los se­

208
tenta, todavía no habían puesto sus toallas y cestos repletos de cremas en
ellas. En aquellos años el Gobierno Griego estaba recuperando tres yaci­
mientos arqueológicos excavados junto a la mar: Rhamnonte, un frío de­
corado casi frente a la isla de Euba; el Amfiareion, increíble construcción
rodeada de pinos, y Maratón, donde un misterioso túmulo conmemora la
victoria decisiva de los atenienses sobre los persas en el año 490 a. C.
Otra sorprendente inmersión en una pequeña isla alejada media milla de
la costa, nos dio una nueva dimensión sobre lo que es agua clara y fon­
dos limpios. Descender a pulmón con gafas y aletas para llegar al fondo
parece fácil, pero luego la profundidad es tal, que el engaño al que te so­
mete su limpieza y transparecia te hacen desistir del intento.
Nuestro transbordador esperaba ya en el Píreo para conducirnos a Rodas
y Santorín o Thera. De regreso pasaríamos por Patmos, Kalymnos, Kos,
Mykonos, Naxos y Paros en una especie de tren correo de los mares. El
principal objetivo era poner en práctica otra versión sobre los orígenes de
la Atlántida en un lugar nunca hecho por nadie antes, y que nosotros tras
casi un año de investigación queríamos comprobar. Durante los días pa­
sados por las playas de Atica habíamos adaptado nuestro cuerpo al buceo
incluso para inmersiones sucesivas y grandes profundidades. Durante este
tiempo experimentamos los lí­
mites de la narcosis, sin sufrir­
la hasta la cota de los c in ­
cuenta metros. Escogimos los
diafragmas y carretes de fotos
que mejor creimos se adapta­
rían a nuestros propósitos y
ajustamos todos los equipos.
Todo parecía listo. Podíamos
empezar ya nuestro humilde
desafío al misterio del conti­
nente perdido que durante
muchos años había sido mi
obsesión y tema de lectura
predilecto. Por eso, ahora que
me encontraba cerca de todos
los nombres entonces lejanos,
me sentía absolutamente feliz
y privilegiado.

Cúpulas blancas. Grecia.

209
LA ATLANTIDA
SUMERGIDA

211
I regalo de navegar por uno de los mares mas bellos del mundo, sólo

¿ era comparable con la paz que se sentía entre estas milenarias islas
pilares de muchas leyendas e historias donde el silencio, el letargo y
la luz, sólo se ven interrumpidos por la llegada de los barcos de turistas
con sus ropas multicolores. Desde el mar cada isla que rozábamos pare­
cía un mundo aparte, humanizado por las aglomeraciones de pequeñas
casas de muros blancos y formas cúbicas, colgadas en las laderas de los
montes y que parpadeaban bajo el sol del Egeo como si guiñaran nuestro
camino, o nos tentaran a detenernos también en ellas. Pero son tantas las
islas que sobresalen en las aguas de este mar, que es imposible hacerlo y
debes escoger algunas, aún a sabiendas que dejas grandes bellezas por
ver y descubrir.
El Arion, nuestro barco, navegaba quieto y silencioso sobre la plana su­
perficie, tocando de vez en cuando la sirena para advertir a algún velero
de su presencia. Habría que pasar una noche a bordo, por lo que nos ha­
bíamos organizado un campamento en la popa con tumbonas de playa y
sacos de dormir. Los camarotes se quedaban un poco lejos de nuestro
presupuesto y por otra parte dormir al raso del Egeo navegando por él nos
atraía también, por lo que esa noche no echamos de menos nada que no­
sotros no hubiéramos escogido. Dormimos a la intemperie, bañados por
la luz de la luna griega, acunados por el ligero vaivén del barco que ron­
roneaba con su máquina a medio gas.
Apenas amaneció, un fuerte sirenazo nos sacó de los sueños y por nues­
tros semicerrados ojos vimos por estribor los cerros de la isla de Rodas
amarillentos por la suave luz que recibían. Enseguida aparecieron ante
nosotros las dos columnas adornadas con ciervos de bronce, que marcan
la entrada al puerto de Mandraki. Conmemoran el antiguo emplazamien­
to del Coloso de Rodas; estatua gigantesca del Dios Sol, construida en el
290 a. C. por el tirano de Lindo, Charés, y con ella inmortalizan la resis­
tencia heroica de la ciudad al sitio de Demetrio Poliorcete diez años
antes. Los tres molinos de viento, grandes y pintorescos, que hay en mitad
del puerto, unen la tierra firme al islote rocoso de la entrada, donde en
1497 se construyó el fuerte de San Nicolás, torre redonda que sirvió de
bastión para expulsar al sultán turco Mehmet en su última incursión e in­
tento de conquista de la isla, y que constituye sin duda uno de los fuertes
costeros donde mejor se expone la técnica de edificios de guerra italianos
del siglo XV.
La historia de Rodas se remonta al igual que otras islas del Egeo al Neolí­
tico entre los siglos 300 a 2300 a. C. Se conoce que ya en esa época esta­
ba habitada, pero en el periodo Micénico se transformó en un pueblo or­

213
ganizado. De estos siglos son las necrópolis de Kamiros y lalyssos, donde
se han encontrado restos de vasos pertenecientes a los Argólidas y Atlan­
tes. Parece ser que estos poderosos guerreros llegaron a la isla gracias a
sus profundos conocimientos de la mar, posiblemente lo hicieron desde la
actual Holanda, o desde el medio del Atlántico en las Azores. Pero esto
son sólo conjeturas basadas en tradiciones como el "Oera Linden", libro
por excelencia de los frisones o atlantes ascendientes de los actuales ho­
landeses. Después como por arte de magia, desaparecieron y los Dorios,
se convirtieron en el principal vestigio conocido y científico de la perma­
nencia de un pueblo organizado en Rodas. Ellos fueron los que la dividie­
ron en tres ciudades: Lindos, lalyssos y Kamiros bajo la misma diosa Ate­
nea. Lo que sucedió después es conocido por los libros de historia, y
griegos, romanos, venecianos, turcos e italianos, fueron sus habitantes y
señores hasta nuestros días, retornando a los griegos tras la Segunda Gue­
rra Mundial.
Pero siendo muy interesante su presente inmediato, nosotros perseguíamos
su pasado remoto, ese que no figuraba en ningún tratado de historia y que
en los escritos de los estudiosos del continente sumergido llamado Atlánti-
da se trataba. Parece geológicamente claro y científicamente probado que
la zona comprendida entre las islas de Santorín, Rodas, Kos y Kalymnos,
sufrieron una gran erupción volcánica que dejo como legado el gran cráter
de Santorín pendiente de investigar y que en los años setenta se comenza­
ba tímidamente a trabajar en ello con escasos medios, como casi siempre
le sucede a las ciencias arqueológicas, erróneamente consideradas hasta
hace pocos años como algo improductivo, y que gracias a las grandes fun­
daciones como la SMINSONIAM de Washington o la UNESCO han produ­
cido enormes avances en los años ochenta y noventa.
¿Pero puede haber algo más productivo, interesante y apasionante que
conocer nuestro pasado y nuestra historia? Creo que no, y así lo han en­
tendido las nuevas generaciones más alejadas de guerras y conflictos utó­
picos, poniéndose a la cabeza de la popularización del saber sobre nues­
tro mundo. El comandante Cousteau, investigó durante casi un año en la
isla de Creta los secretos de la Atlántida, avanzando enormemente en la
confirmación de la teoría de un continente desaparecido de súbito en
apenas dos días bajo las aguas de la mar.
"Los Refaims, los seres muertos, están bajo el agua y los antiguos habitan­
tes de la Tierra". Esto decia Job en su libro XXVI, 5. Pero realmente la con­
troversia de la Atlántida tiene una parte de su estudio en la geología y otra
en la Historia de la Humanidad de hecho las dos cuestiones se hallan uni­
das entre sí. Pero lo cierto y conocido es que el profesor Spiridón Marína-

214
tos y su equipo, escribieron un brillante trabajo arqueológico en Santorín,
no dejando ninguna duda de su tormentoso pasado y preparando el cami­
no para quien quiera llegar a sus últimas consecuencias científicas.
Y este fabuloso estudio es el que cayó en mis manos. Por azar lo tenía
desde hacía tiempo, y sobre él construimos nuestras teorías, partiendo de
sus documentos y planos de situación. Habíamos observado que la plani­
cie supuesta de la Atlántida llegaba hasta una gran montaña que se levan­
taba más que otras en el confín oeste de su ya inexistente tierra. En esa
elevación se insinuaba otro volcán de menores dimensiones que el de
Santorín, pero también humeante y amenazador. Transportamos todos
estos datos sobre una carta actual de las islas del Egeo y nos encontramos
con la Isla de Rodas.
Más tarde, investigando libros y planos, descubrimos que efectivamente
en el pequeño pueblo de Lindos, antigua ciudad romana, había un gran
cráter de enormes dimensiones lleno hoy por las aguas del mar, pero de­
jando ver su forma, extensión y contorno. Junto a su boca inundada, la
Acrópolis de Lindos ha sido durante años escenario de grandes hallazgos
mizénicos y minóicos, algunos de los cuales no tienen hoy una explica­
ción científica y razonada de su existencia. Pero son tantas las cosas que
los humanos no conocemos de nuestro pasado remoto, que siempre se ha
dejado el misterio como algo insoluble y casi anecdótico, y así no fustrar-
nos con nuestro propio desconocimiento.
La primera vez que vimos una imagen de la bahía de Lindos, supimos que
ese era el lugar donde teníamos que trabajar e investigar con nuestros ele­
mentales y escasos medios disponibles. Y aquí estábamos ya, cerca del
gran cráter. Por lo que nada más bajar la furgoneta del barco, recorrimos
como locos los cincuenta y cuatro kilómetros que nos separaban de Lin­
dos como queriendo constatar que lo que habíamos visto en libros y re­
vistas era cierto.
Y allí estaba el cráter, silencioso, alejado de las rutas de los turistas que
sólo se detenían en la vecina Acrópolis, ignorando el tremendo circo de
piedras lleno de transparente agua, que para nosotros había sido la meta
añorada y soñada desde más de cinco mil kilómetros de trotar por malas
carreteras y frías e inhospitalarias fronteras.
La ciudad de Lindos, esta situada en medio de la costa este, en un lugar
privilegiado al abrigo del alto promontorio que encierra con murallas la
Acrópolis de la diosa Atenea. Su población de apenas mil habitantes se
desarrolla lentamente a caballo de la pesca y la agricultura, aunque en los
años setenta comenzaba ya el turismo a ser su principal fuente de riqueza

215
y progreso. Los comerciantes y navegantes de esta pequeña villa, fueron
los fundadores de la actual Ñapóles en Italia, llamada antes Parthenopia.
Su Acrópolis, construida sobre una abrupta roca domina desde sus cien
metros de altura toda la costa. Durante la antigüedad estaba sola, sin los
muros que los bizantinos le construyeron a su alrededor. Terminados por
los venecianos y turcos más tarde, le dan el aspecto extraño de una forta­
leza medieval, en la que sobresalen columnas romanas, capiteles y frisos.
Se compone de dos grandes construcciones, una inmensa de dos alas, y
otra más pequeña al borde mismo del precipicio, en su extremo izquier­
do, entrelazado por una majestuosa escalera que te conduce a la ciudad.
Todas las edificaciones antiguas existentes hoy, datan de la reconstrucción
de la villa en el 348 a. C. después de su destrucción por un gran incen­
dio. Los edificios más recientes eran el fuerte bizantino que fue agranda­
do y reforzado por los caballeros de la orden de San Juan. Actualmente
una docena de soldados helenos lo custodian. En la fortaleza puede verse
una pequeña capilla dedicada a San Juan. Abajo, en la villa de Lindos, un
gran número de casas habitadas fueron construidas en la época Medieval.
Datan del siglo XV, parece que las edificaron antes de la ocupación de la
isla por los turcos. Es una sorprendente y curiosa mezcla de decoraciones
góticas y bizantinas. Lo más destacable son los suelos y sus gravados, co­
loristas y simétricos. La iglesia de la villa se remonta al año 134 d. C. y
tie n e bellos fre sc o s r e a liz a d o s p o r el p in to r g rieg o Gregori en el a ñ o
1779.
Por eso todo lo que nos rodeaba, ambientaba más si cabe nuestra historia
a realizar y que a cada nuevo vestigio, ampliaba nuestras espectativas de
ver algo único y enigmático. Por la noche una luna casi moruna de enor­
mes dimensiones iluminó nuestro campamento, y abiertos ya como está­
bamos al exorcismo del lugar, presagiamos con su presencia grandes des­
cubrim ientos. Hasta bien entrada la madrugado no pudimos dormir
charlando y disertando sobre la Atlántida sumergida. Si nuestros sueños
sobre el lugar habían sido siempre ambiciosos, la realidad creo que los
superaba. El cráter casi visible en plena noche por la luz de la luna, esta­
ba iluminado en su centro al chocar la claridad contra la remansada agua
que lo cubría. A esas horas y de vez en cuando, un pez de no se que es­
pecie, saltaba dejando un amplio círculo en movimiento agrandado por la
luz de nuestro planeta. La brisa tenue y liviana que de tierra siempre
sopla a las noches en las islas por la diferencia de temperatura entre el día
y la noche, apenas se dejaba notar en la mar, si acaso provocaba que las
ondas producidas por los peces pareciesen movimientos de seres, que
queriendo emerger a la superficie, la intensa luz de la luna llena no se lo

216
permitía hacerlo sin ser vistos. Por lo que figuración tras figuración nos
dormimos agotados de tantas emociones y bellezas.
Siempre que se persigue una lejana meta, soñada muchas veces, anhela­
da otras, y que por su dificultad cuesta alcanzar, te produce un placer es­
pecial conseguirla, comparable solamente con el gusto de recordarlo una
vez conseguidos tus objetivos. Y lo cierto es que los días pasados bucean­
do en el cráter de Lindos quedarán para siempre en nuestras memorias
como algo mágico vivido, y será para siempre el privilegio de haberlo
hecho una vez en nuestras vidas, y al relatarlo, sólo podremos dar una
pequeña ¡dea de lo que realmente nos sucedió a los protagonistas de esta
historia. Cambió muchas cosas y conceptos en nosotros que perduraran
ya para siempre.
Pusimos temprano a cargar las botellas. Cuando viajamos las llevamos
siempre vacias como precaución. Nuestro compresor portátil rugía al son
de su motor Brig Stration americano de dos tiempos metiendo soplido a
soplido el preciado aire dentro de ellas. Normalmente nunca pasábamos
de ciento cincuenta kilos de presión y esto siempre me ha ocasionado
discusiones con mis hermanos. Ellos entendían que con menos aire podrí­
an bucear menos tiempo, y era cierto, pero también lo era, que para in­
mersiones poco profundas creo que es siempre mejor no forzar el com­
presor, sobre todo en esas presiones de ciento cincuenta kilos hacia arriba
donde los pistones deben comprimir con más fuerza. Quizás yo era exce­
sivamente previsor, pero en 1979 no era fácil cargar unas botellas en las
islas Griegas, y menos encontrar repuestos para un compresor italiano,
por lo que siempre era prudente dejarle un poco de margen en contra de
bucear diez o doce minutos más.
Además con el calor, estos aparatos de alta precisión y muchas revolucio­
nes, se refrigeran mal y guardan mucha temperatura, y aunque su aceite
es de máquina de coser y sintético para evitar el exceso de grados por vis­
cosidad y la contaminación del aire que carga, no deben nunca someterse
a grandes ciclos de trabajo. Todas estas consideraciones de tipo técnico te
podían estropear el trabajo si no las tomabas en cuenta con seriedad, por
mucho que mis ansiosos hermanos quisieran hacerlas casi estallar con
doscientos veinte kilos o más. Tampoco tenían las botellas de buceo los
tratamientos y seguridades que ahora tienen, además nuestros equipos ha­
bían sido comprados de segunda mano y esto siempre hay que conside­
rarlo, por muchos sellos de contraste que tuvieras impresos sobre ellas.
Las botellas las revisó la SEO de Santurce, y esto tendría que ser una ga­
rantía. Verdaderamente lo era, pero aún así extremar los cuidados con
estos asuntos del agua no esta por demás. Ese día, para poder descender

217
hasta el fondo del volcán, teníamos que meter en ellas la mayor cantidad
de aire que pudiéramos. La carta de navegación marcaba sondas entre
cuarenta y cincuenta metros, y a esas profundidades el aire sale despedido
hacia arriba con gran rapidez, contando siempre con la reserva para la pa­
rada de descomprensión mínima que seguro tendrás que hacer al regreso.
Al natural nerviosismo de los preparativos se sumaba la ansiedad de estar
ya bajo las aguas; gafas, aletas, cuchillos, cámaras y chalecos se amonto­
naban para ser revisados y empezar nuestro buceo. El día de sol radiante
no cabía en sí mismo, y la mar bella como un plato, que decimos los del
norte, era una auténtica invitación a perderte en ella. Serían las nueve
cuando equipados entramos en el agua. Lavamos las gafas, escupimos en
sus cristales para evitar la condensación y empezamos a bajar por la lade­
ra del volcán llenando nuestras cabezas de las miles de hojas leídas sobre
la Atlántida, y que ahora teníamos la oportunidad de comprobar.
¿Fue una terrible sacudida la que originó una ola en el Atlántico, que
cruzó bajo las columnas de Hércules, e inundó el Mediterráneo dando
lugar a las leyendas del Diluvio Universal y al Arca de Noé? Puede ser
que así sucediera, o quizás que las tradiciones de padres a hijos encerra­
ran secretos mayores, pero lo verdaderamente cierto es que bajo las aguas
del globo, escondidos entre el fango y las plantas, existen miles de restos
desconocidos para nosotros. Construcciones, utensilios, extraños pliegues
del terreno, sobre los cuales duermen fantásticas historias, pero que toda­
vía en el siglo XX, estamos muy lejos de descifrar.
¿Existió un continente llamado Atlántida? Los autores clásicos y modernos
han inundado el mundo con sus obras sobre el continente hundido, las
teorías son así mismo muy dispares; Homero en la Odisea, dice: Hay en
el mar una isla lejana, Oggia, donde mora la hija de Atlante, la hermosa
Calypso. Y Platón en su obra Diálogo entre Timeo y Critías, nos cuenta,
Cerca de la colonia de Ercole se encuentra un gran continente de cerca
de doscientos cuatro mil ochocientos ochenta kilómetros cuadrados, bajo
el reinado de Poseidón. Continente más grande que Asia, donde habita
gente muy sabia.
Pero son tres las tendencias en las que coinciden la mayor parte de los au­
tores y científicos. El Continente de la gran Dorsal Atlántica, que cruza casi
de norte a sur dicho océano, donde dicen existía una rama del verdadero
pueblo frisón, con su capital en Poseidonia y bajo el mando del Dios Po­
seidón. Platón la define como; "tierra elevada y majestuosa, rodeada de
pequeñas islas que se perdían en el horizonte". Sus narraciones no pueden
considerarse gratuitas. En muchos escritos, este precursor de los periodistas
habla del Continente Atlántico y de la hermosura de sus campos y montes.

218
Esta tradición basada y sustentada por el Oera Linden, libro dejado por
una familia de carpinteros de Frisia, en Holanda, escrito en el 2193 a. C.
en idioma frisón, está a caballo de ambas explicaciones y concuerda con
muchos de los aspectos de la segunda y sólida teoría que sitúa a la Atlán-
tida entre Holanda, Dinamarca y el Reino Unido. En este polémico libro,
se narran cosas increíbles. Como que; "Ulises, el heroe griego, visitó Eu­
ropa tras el asedio de Troya, tratando de coger la lámpara mágica que po­
seía la sacerdotisa Calypso. O que 11 Neptuno, el Dios romano de la mar,
era originariamente Neef-Teunis, un aventurero frisón que condujo a su
pueblo hasta Fenicia en el año 2000 a. C." Entremezcla la tradición frisia
con relatos sorprendentes y apasionantes, sin que sepamos en nuestros
días cuanto de cierto hay en ellos.
Y por fin llegamos a nuestra perseguida historia que también tiene mu­
chos y prestigiosos seguidores. La teoría sobre la isla de Santorin en el
mar Egeo, y la prolongación en un continente hoy sumergido por las cer­
canas Creta y Rodas. Mientras descendíamos por la pared volcánica del
cráter ya no había teorías que distinguir o contrastar, ni tampoco era im­
portante establecer cual sería la más cierta de ellas, al contrario, en esos
momentos todo un universo de rocas y formas se presentaba ante noso­
tros cegándonos en pro de nuestra trabajada meta, y a medida que nos
acercábamos al fondo, visible casi desde la superficie por la impresionan­
te transparencia del agua, las inmensas piedras se transformaban en obje­
tos reales unas veces, para convertirse otras, en meras similitudes o espe­
jismos de figuras y siluetas conocidas.
Con esa psicosis de ciudades hundidas y restos de templos rondándonos
en la cabeza, podías interpretar y moldear según tus deseos cada cercana
piedra o forma que una tras otra se sucedían en tu vertiginoso descenso A
cada instante crees haber descubierto algo fantástico y soñado, pero
cuando nervioso te aproximas cerca de ello, normalmente se trata de vi­
siones. Pero no es tan fácil encontrar tesoros bajo las aguas de la mar, al
contrario, hay que ser muy preciso con los datos y las referencias en la
superficie para poder aproximarte desde arriba lo más posible a lo que
buscas, que por lo general estará tapado de barro y plantas. La falta de
precisión se transforma bajo el agua en una búsqueda imposible al estar
carente de toda referencia.
El cráter de Lindos, en su parte externa, hacia la mar libre, estaba aplana­
do por la mano del hombre. Su pared había sido cortada simétricamente
a modo de grandes piedras de sillería, y el suelo cubierto de agua varios
centímetros, dejaba ver claramente los cimientos y bases de diferentes

219
edificaciones. A medida que te aproximabas a la orilla del agua, las cons­
trucciones se sumergían en ella en formas escalonadas y caprichosas.
Desde luego no había ninguna duda de que la mano del hombre había
intervenido en todo aquello, como tampoco de que la mar hubiera creci­
do varios metros en aquel lugar, o la tierra se hubiese hundido, pero por
lo perfectamente que se conservaban los cimientos y escaleras, parecía
más evidente que fuese el océano el que trepara hasta allí impulsado por
una súbita ola, o por la progresiva y constante elevación de las aguas en
toda la región. Llegamos a esa conclusión porque en todo el contorno del
volcán no había signos de violencia en su tierra.
Pero descendiendo por aquella cascada de ruinas seguro que encontraría­
mos alguna explicación, Para esta primera inmersión habíamos escogido
hacerlo por la parte interna del cráter con la esperanza de encontrar un
paso submarino que lo comunicara con el exterior, y de esta forma hacer
más fácil nuestro trabajo desde la pequeña playa interior donde nos en­
contrábamos. A medida que íbamos llegando al fondo, el agua se teñía de
un azul más fuerte y oscuro, aumentando los contrastes y la grandiosidad
de todo lo que nos rodeaba. Lo que veíamos se mantenía limpio y reposa­
do a excepción de los pequeños derrumbamientos que nosotros mismos
provocábamos a nuestro paso si nos acercábamos demasiado a la pared.
Al llegar al arenoso lecho había cuarenta metros de agua sobre nuestras
cabezas, y a pesar de ello la superficie brillaba encima de nosotros cerca­
na y tenue, como si fueran unos centímetros los que nos separaran de
ella. A llí los rayos del sol entraban lateralmente bajo el agua reflejándose
en las piedras y salientes como enormes reflectores que les quisieran dar
protagonismo, era como estar sumergido en una noria quieta y mojada
que a medida que mirabas hacia arriba te transportaba por los aires en un
torbellino de luz y color, al mismo tiempo que tu cabeza se perdía en in­
grávidas sensaciones de barracas y feria.
Para buscar un paso lo antes posible nos separamos. Chicho y yo iríamos
hacia la derecha juntos, y Diego que era el más experto lo haría sólo
hacia la izquierda. Teníamos que apresurarnos, en el campamento había­
mos calculado una inmersión de treinta minutos con una máxima profun­
didad de cuarenta metros, que nos detendría otros quince minutos más a
tres metros descomprimiendo. El aire cargado en nuestras botellas a dos­
cientos diez kilos, debería durarnos al menos cincuenta minutos con la
reserva incluida. Para lograrlo tendríamos que cuidar mucho la forma de
respirar y sobretodo no tener ningún percance ni sobresalto que nos hicie­
ra jadear y consumir más aire.

220
Diego desapareció al rato de nuestra vista dejando un reguero de transpa­
rentes burbujas a su marcha. Chicho y yo seguimos la pared hacia su lado
derecho aleteando suavemente, colgados casi ingrávidos de nuestros cha­
lecos de buceo un poco inflados para no tocar el fondo e ir más ligeros.
Hacía muy poco que se habían empezado a usar estos salvavidas que te
dan la oportunidad de compensar la presión que sobre tí ejerce el agua y
sólo con inflarlos un poco logras una gravidez neutra, esto es ni subes ni
bajas. De esa forma puedes nadar más rápido ajeno al peso de tu compli­
cado equipo. Para momentos de apuro, dispone de una pequeña botella
de aire comprimido que al accionarla se infla completamente y te trans­
porta de forma lenta y segura hacia la superficie. También este práctico
artilugio te permite nadar descansado cuando por una corriente, o por
cansancio, te ves alejado del punto de regreso.
El tiempo pasaba sin darte cuenta. Habíamos consumido ya veinte minu­
tos de nuestro aire. Las rocas enormes que sembraban el fondo del cráter
nos impedían el paso algunas veces a la vez que entorpecían nuestra mar­
cha. Todo el tiempo era necesario rodearlas o pasarlas por encima con el
consiguiente retraso en nuestra búsqueda. Chicho aleteaba adelantado
con respecto a mí una centena de metros y otros quince o veinte por en­
cima. Lo vi detenido junto a una mancha oscura y grade. Gesticulaba con
sus manos y su emisión de burbujas, más fuerte, indicaban su estado de
excitación.
Ascendí hasta él descomprimiendo mis oidos y comprobando la cifra del
profundímetro, veinticuatro metros marcaba junto a la gran cueva que te­
níamos ante nosotros. Al otro lado se veía el agua otra vez, oscura y lim­
pia, deducimos que habría cincuenta o sesenta metros de paso.
Como teníamos unos minutos antes de regresar a la cita que habíamos fi­
jado con Diego, lo transpasamos un poco apresuradamente. Levantamos
grandes cantidades de sedimentos con nuestro brusco y rápido aleteo. A
su término estaba el mar abierto, diáfano y profundo. Hacia arriba gran­
des salientes de piedra te amenazaban como en una cascada detenida por
azar. Mirando hacia el fondo la oscuridad y negras formas poco definidas
te deparaban.
El paso existía y seguro que hubiéramos permanecido en esa gran ventana
submarina mucho tiempo absortos con la grandiosidad del lugar, pero
nuestro aire estaba ya justo y teníamos que volver. De regreso al cráter
pagamos nuestra loca carrera de ¡da, al tener que cruzar la cueva sin ape­
nas visibilidad, llena de sedimentos flotantes que tapaban casi por com­
pleto nuestra visión. Lo estúpido era que lo habíamos provocado nosotros
al no fijarnos y recordar que dentro de toda cavidad submarina, su fondo

221
calcáreo descompuesto y poco agitado por las corrientes, es siempre fino
y volátil, y debes extremar el cuidado al adentrarte en ellas, si no quieres
a la vuelta, como nos estaba sucediendo, traspasar una cortina opaca de
partículas en suspensión que apenas te permiten ver por donde pasas, y
los consiguientes golpes contra las rocas unidos a una pequeña sensación
de angustia.
Salimos justos de tiempo de la abertura submarina y aleteamos con fuerza
ahora en dirección izquierda para ganar lo antes posible la posición con­
venida con Diego. Era clara, junto a una peculiar roca cuadrada que
como una pieza de un rompecabezas gigante abandonado, aparecía soli­
taria cerca de nuestro punto de aterrizaje. A lo lejos las burbujas de mi
hermano se divisaban ya. El reloj pasaba tres minutos del tiempo estable­
cido para el buceo. Al llegar junto a él, le hicimos un gesto con el dedo
de todo va bien, y le señalé la superficie. Ascendimos despacio, como
debe hacerse, soltando aire lentamente para que el regulador se acostum­
bre a las nuevas presiones por las que transita, y acomode tus pulmones a
su tamaño correcto.
La cuerda que habíamos dejado de marca con un pañuelo a tres metros y
otro a seis, apareció nítida y clara al ser su color rojo. Es una de esas ma­
ravillas que los escaladores utilizan, fabricada con una variedad de hilos
increíbles y que después de quince años conservo nueva. Ascendimos
hasta que coincidieron mi profundímetro y la señal de tres metros. A llí
nos detuvimos ajustando el chaleco a la nueva profundidad. Quedamos
ingrávidos. El presímetro de la botella marcaba cero kilos de aire en su in­
terior, pero yo seguía respirando. Fui el primero en pasar a la reserva
cuando quedaban nueve minutos por descomprimir y así sacar las peli­
grosas burbujas de hidrógeno que se acumulan en tus articulaciones y
que de no hacerlo, al salir a la superficie, crecen de tamaño y las bloque­
an, dejándote paralítico de esas extremidades. Por lo general, ataca pri­
mero a los pies y a las piernas.
Luego fue Chicho el que pasó su barra a la posición de reserva a siete mi­
nutos del final de la inmersión, para dejar al profesional el honor de ser el
que menos aire había gastado, no siendo preciso para él ese día usar su
reserva. Esto siempre es una ventaja y una seguridad adicional en un
equipo. Conociéndolo, Diego podría siempre ayudar con su regulador a
dar aire al más axfisiado si fuera necesario.
La espera para descomprimir siempre se hace larga y pesada y una piza­
rra acuática que teníamos, nos distraía con las tonterías y bromas que en
ella nos gastábamos. También le contamos a Diego el hallazgo del paso.
El nos pintó la pared derecha donde a su entender no había muchas

222
cosas de interés. Además, poco a poco ascendía hasta terminar en una
playa que efectivamente teníamos enfrente de nuestro campamento en la
superficie.
El calor también comienza a hacerse desagradable con la espera. Los tra­
jes de neopreno se agradecen en profundidad, donde a partir de diez me­
tros te abrigan del agua fría provocada por las corrientes y la falta de sol,
pero a tres metros y pasados cinco minutos de permanencia en esa pro­
fundidad, se convierte en un auténtico horno, que te hace pensar en
emerger y desnudarte. Un minuto, treinta segundos, quince, siete, seis,
cinco, cuatro, tres, dos, uno, fuera. La cabeza un poco atontada por la
presión, y las extremidades sin apenas fuerza son el síntoma claro de
haber descendido profundo. En cinco o seis minutos, nuestro sufrido
cuerpo vuelve a su estado natural, y comienzas a recuperar todas las sen­
saciones perdidas durante la inmersión. La luz te perturba durante un
rato, acostumbrado como estás a tener ante tus ojos un suave filtro azul,
cómodo y sutil.

El cráter de Lindos. Rodas

223
Apenas hacía una hora que habíamos comenzado nuestro buceo, y el
tiempo pasado desde nuestra partida parecía haberse detenido en ese mo­
mento. Todo era agradable, conocido y seguro a nuestro alrededor. El
contacto con el aire te devolvía lentamente a la realidad. Una inmersión
como la hecha, te podía cambiar muchas cosas, a pesar de que sólo habí­
amos marcado la zona de trabajo y no conocíamos el sorprendente futuro
que nos aguardaba. Ahora ya conocido, el paso por el volcán hacia la
zona de buceo sería más rápido. Calculamos en tres minutos el tiempo en
el que podríamos estar en la entrada de la cueva. Bajaríamos a ella verti­
calmente desde la superficie guardando la mayor cantidad de aire posi­
ble. Las inmersiones sucesivas se adivinaban profundas.
Apenas habíamos regresado a la superficie y ya preparábamos la siguiente
tarea. Es un vicio difícil de narrar. Descansamos toda la mañana mientras
recargábamos las botellas. A eso de las tres de la tarde, con el sol en su
cénit, pretendíamos hacer otra inmersión en el verdadero acantilado. Para
poder bucear con aire comprimido varias veces al día hay que aplicar
unas tablas diferentes a las que normalmente se utilizan para un descenso,
llamadas tablas de inmersiones sucesivas. Esta nueva complicación, por
otro lado sencilla de utilizar, se debe a la acumulación de nitrógeno resi-

Los restos de una civilización son patentes.

224
dual que queda tras cada buceo, hasta aproximadamente seis horas des­
pués. Observarlas es tan necesario como las mismas paradas de descom­
presión.
En ellas se toman cuatro factores en cuenta; P, profundidad, INTER, inter­
valo entre una y otra inmersión, C, coeficiente e INCR, incremento de
tiempo que debes dar a tu segundo buceo o resultante. El coeficiente te lo
marcan las tablas automáticamente en tu primer buceo. Nosotros tenía­
mos para cuarenta metros y treinta minutos un coeficiente de 1 .6 . Aplica­
do este número en la ecuación, tendríamos que sumar por tanto a nuestro
nuevo tiempo cuatro minutos.
Y esto que a simple vista no parece una diferencia sustancial que pueda
trastocar tus planes, se traduce en las tablas en un cambio de esta magni­
tud; de quince minutos que tuvimos que descomprimir en el primer
buceo, pasaremos a veinticuatro minutos de parada en esta segunda in­
mersión, siempre que bajemos a la misma profundidad y durante el
mismo espacio de tiempo. Un 60% de tiempo más a descomprimir. Estas
cifras dejan patente la importancia de seguir al pie de la letra los espacios
y tiempos marcados en las tablas. Jugar con esto, es hacerlo con tu vida.
Constituye el auténtico peligro para los que se creen que este deporte,
consiste en respirar fácilmente a través de un sofisticado aparato que ni si-
quieran entienden para lo que sirve. Aquí radica el auténtico peligro del
escafandrismo, su simpleza y facilidad para los atrevidos. Pero también
por esas mismas razones todos los años mueren en el mundo cientos de
personas prisioneras de su propia ignorancia.
Pasamos la mañana bañándonos en las tibias aguas del Egeo jugando con
Daniel, que se empeñaba en meter la cabeza bajo el agua imitando mis
actos, con gran susto para su madre, que cuanto más gritaba, más largo y
profundo la metía. Dani muerto de risa iba cogiendo ¡ncoscientemente el
sentido de la provocación. Comimos ligero, con abundante cantidad de
frutos secos que aportan calorías al instante. Preparamos las cámaras de
fotos y el flash submarino que siempre daba problemas con sus delicados
cables, y nos adormilamos al sol.
Como el agua era tan clara, un ASA de cien era suficiente para obtener
buenas imágenes. Incluso fotografiar a media profundidad, podía hacerse
sin las lámparas. Como la Nikonos III no tiene fotómetro, calculaba los
tiempos de exposición un poco a ojo, aproximándome a ellos con la
ayuda del fotómetro de las máquinas de tierra y descontando diafragmas
según mi propia experiencia. Un fotómetro como el soñado Sekonic sub­
marino, estaba fuera de mi alcance por su elevado precio.

225
Parte del costillar de algún barco griego antiguo.

Una pequeña máquina de cine, de marca Fuji, que daba una calidad im­
presionante para sus reducidas dimensiones, guardaría fielmente un im­
borrable recuerdo de todo lo vivido bajo la mar, filmado por el buen ojo
de Diego, que era quien la manejaba. Chicho tenía también su tarea foto­
gráfica que cumplir utilizando una cámara Siluro de la casa alemana
Nemrod, que en formato seis por seis daba unas extraordinarias fotos,
ayudada de un flash de grandes bombillas.
Todos estaríamos concentrados en plasmar lo que de interesante viéramos
bajo la mar. Teníamos que dosificar las fotos ante la imposibilidad de
cambiar las películas durante la inmersión. Y ya se sabe, siempre lo más
interesante aparece cuando has gastado todo el carrete.
El relato de un rey antes de conquistar Grecia es bién significativo y lo­
cuaz, y aunque cativo en expresiones de admiración, demuestra sin nin­
gún género de dudas un sentimiento universal de respeto hacia estos lu­
gares, cualquiera que sea nuestra procedencia. "Es el momento de arribar
al bello país de los dioses, vacilo. Ante mí, esa tierra sagrada extiende
sonriendo el esplendor azulado que, durante dos mil años, hizo soñar a
mis antepasados. Allí, antaño, se exaltaba un mundo maravilloso. La be­
lleza lo superaba todo, y ataviada de gloria, la asamblea de los héroes se

226
codeaba con lo empíreo. Homero los cantó. Él nos abría los ojos. Pero
ahora llego yo, con ánimo sacrilego, de las tierras de Osiris. Un rey, bri­
llante estratega, afirma haber vencido a gentes venidas de aquí. ?Tendré
que creerlo? o bien, ¿ Cerrar los ojos y no ver nada?".
Sumergidos en estas bellas lecturas al fresco de una tibia brisa marina
mientras dejábamos correr al tiempo hasta la próxima inmersión. Disertá­
bamos sobre porque el único texto de Platón que hacía referencia a nues­
tra investigación, y trataba del pasado remoto de la humanidad, fuese
también el más controvertido. Era como si los humanos no quisiéramos
conocer algunas verdades sobre nosotros, o simplemente que era difícil
tomarse en serio una descripción de esta índole, por otra parte indemos­
trable. Pero lo cierto es que el filósofo griego trató sobre la Atlántida en
dos libros. Primero de forma somera en el Timeo, para dedicarle después
todo un tratado llamado Critías, y propuso con él, que la imaginación de
la humanidad volase con este sorprendente relato, que afirma haber here­
dado, a través de Solón, de los sacerdotes egipcios.

Las piezas arqueológicas estaban por todas partes.

227
Pero el uso de los radiocarbonos ha venido a cambiar a finales de este
siglo las dudas o certezas que sobre los hallazgos arqueológicos tenía­
mos. Se ha podido constatar científicamente que las fortificaciones de la
Grecia M icénica, como en la que nos encontrábamos, procedían del
4500 a. C. Esto es 2000 años antes que las pirámides de Egipto fueran le­
vantadas. También sucede algo similar con las construcciones de New-
grange en Irlanda, y todas las edificaciones dólmicas de Inglaterra, Dina­
marca y España. Su edad se remonta a periodos inimaginables para
nuestra limitada mente, pero ciertamente anteriores al año 4000 a. C.
Con este procedimiento, podemos perdernos en los siglos como en un la­
berinto, sólo roto por lo riguroso del sistema.
El procedimiento del carbono catorce, como vulgarmente se le llama, es
simple: Los seres vivos elaboramos carbono en nuestros tejidos celulares
a partir del C 0 2 de la atmósfera. Los investigadores del átomo, descubrie­
ron que el carbono de ese gas contiene una cantidad mensurable de radio
carbono, es decir de atomos formados por catorce protones y neutrones,
de ahí el nombre de carbono 14. Esta sustancia es radiactiva, pero des­
pués de cinco mil años, sólo ha perdido la mitad de su materia.
Más tarde, el profesor Libby, observó que cuando un ser vivo muere, ya
no puede renovar su carbono, y es a partir de ese momento cuando su ra-
diocarbono empieza a desintegrarse y por lo tanto puede medirse ese pro­
ceso y decretar con bastante precisión su antigüedad. Este singular hallaz­
go, ha sido de suma importancia para la arqueología, pero también ha
revolucionado las artes al poder fijar la antigüedad de obras desconoci­
das, evitando el pillaje.
Las construcciones sumergidas por las que transitábamos seguro que no
se habían sometido a la prueba del carbono 14, ni falta que les hacía.
Nadie en los últimos miles de años hubiera hecho por antojo una obra se­
mejante sobre la mismísima orilla, y menos aún para hacer descender los
edificios hacia la profundidad. Lo que allí había construido, era muy pa­
recido a los muros rotos de una gran ciudad, cubiertos de cobre, que apa­
reció unas millas mar adentro en las tierras bajas de Holanda.
Con el sol alto y fuerte, emprendimos el rito de equiparnos para nuestra
nueva inmersión. Ahora más rápidos y seguros a donde íbamos, tardamos
poco en comenzar a descender por la pared hasta el túnel de paso. Dos
minutos y medio y casi asomábamos ya por el otro lado de la cueva, sin
preocuparnos esta vez demasiado de los sedimentos. En treinta minutos
que regresaríamos se habrían posado de nuevo. Desde donde estábamos,
no podíamos ver el fondo con claridad, debido a que el acantilado orien­
tado al este, era claro por la mañana, pero a esta hora de la tarde no deja­

228
ba pasar los rayos del sol, en su loca carrera de retiro hacia el oeste. No
habíamos caído en esa precisión, y ahora sería difícil fotografiar a esa
profundidad poco iluminada, y no lo hicimos. Dejaríamos para el día si­
guiente la toma de fotos. Así lo acordamos por medio de la pizarra.
De veinte metros bajamos hasta casi treinta y cinco en pocos segundos.
Marcamos con la vista la situación del túnel submarino, y nos ensimisma­
mos con las grandes formas inexplicables que se amontonaban unas
sobre otras de forma desordenada. Recorrimos despacio las separaciones
entre las grandes piedras que a modo de avenidas daban un ejemplo de la
grandiosidad que tuvieron que tener estas construcciones en la superficie.
Los sedimentos y algas, tapaban los tallados de las piedras, pero raspando
un poco con el cuchillo, los trabajos sobre el mármol aparecían intactos
ante nuestros ojos, representando variadas escenas de caballerías y ani­
males en actitudes cazadoras.
Enloquecidos con todo ello, pasamos sin apenas darnos cuenta casi vein­
te minutos destapándolos. Chicho, que se había separado de nosotros,
apareció de pronto entre las grandes formas con un gran objeto en la
mano. Sujetado por su asa, traía consigo un maravilloso cuello de ánfora,
que según supimos más tarde, había desenterrado de la arena de una de
estas avenidas submarinas.
Con tan preciado tesoro, emprendimos el regreso hasta la cueva, que al­
canzamos en pocos minutos. La cruzamos y por nuestra conocida y lla­
mativa cuerda roja, emprendimos el ascenso lento y pausado hasta los
tres metros, donde teníamos atada una monobotella por si regresábamos
escasos de aire. Descomprimimos, y ascendimos agitados por el hallazgo.
En la superficie, nuestro cuello de ánfora era más fantástico y te producía
más emoción mirarlo. Lapas y crustáceos de todo tipo se habían pegado
sobre su superficie ocultando el color del barro que originariamente segu­
ro tuvo. Quitamos con cuidado las diferentes incrustaciones que nuestro
tesoro tenía hasta dejarlo casi limpio. Algunas formaciones calcáreas no
se pudiron arrancar, so pena de romper el recipiente.
En un libro que nos regalaron en el Museo Oceanográfico de Monaco, ti­
tulado; La Nueva Clasificación de las Anforas, escrito por el profesor J. P.
Joncheray, comenzamos nuestra búsqueda para intentar clasificarla. Este
cuaderno arqueológico, editado con dibujos, te deja comparar de una
forma simple tu hallazgo con los diferentes gráficos, que clasificados por
años y procedencias apenas permiten equivocarse.
Nos cambiamos y secamos, a la vez que preparamos un caliente y azuca­
rado té para calentarnos por dentro, y por la necesidad que tienes de to­

229
marlo cuando sales de una inmersión. Después comparamos el ánfora
con todas las del libro, sin encontrar una exacta a la que ajustarnos. Los
cuellos de las vasijas griegas son mucho más grandes, como después
comprobaríamos. La nuestra además tiene incrustadas lineas curvas en
todo su perímetro, y esto tampoco lo presentaban ninguno de los dibujos
y gráficos. Además el borde de su embocadura, a diferencia de las otras
se encuentra tallado con finos salientes circulares.
Así pasamos la tarde, comparando una y otra vez los más de cien mode­
los conocidos y clasificados sin lograr una plena identificación. Encontra­
mos cierto parecido con las catalogadas como Etruscas, fabricadas y usa­
das entre los siglos V a Vil a. C. En cuanto a su proveniencia dice el
catálogo textualmente: "Etruscas y mundo etrusco, con algunas dudas".
Ya nos encontrábamos con la primera duda, y estaba bien claro que nues­
tro hallazgo no pertenecía al mundo griego. Por alguna razón que desco­
nocíamos, esta pieza había estado enterrada bajo la arena a cuarenta me­
tros de profundidad, tapada por las algas, y sin que sobre ella, al limpiarla,
pudiera parecer que hubiera sido construida hacia más de tres mil años.
La noche, al igual que el día fue excitante , inmersos en nuestros sueños
ya mucho más reales. La sutileza del momento nos desbordaba y más
aún, cuando una y otra vez, contemplábamos nuestra valiosa pieza de
arte, colocada en la mesa de la furgoneta. Para nosotros, que con escasos
medios o mejor dicho, con casi ninguno, estábamos haciendo este traba­
jo, era realmente pleno y reconfortante haber llegado al menos a poder
plantearnos estas preguntas sobre objetos míticos y antiguos. Empleába­
mos mucho tiempo en cuidar nuestros equipos, y en revisar sus partes
más delicadas, no teníamos otros. Por esa razón , y por la cautivadora
luna que se colgaba cada noche sobre nuestras cabezas, jamás nos acos­
tábamos antes de la una o dos de la madrugada.
Entre retoque aquí o allá en los reguladores o cámaras, discutíamos a la
luz tenue de un candil de petróleo, las teorías por uno u otro leídas y
que nos conducían siempre a valorar el puro privilegio de intentar esta
aventura, de estar aquí sumergiéndonos donde quizás antes no lo hizo
nadie. Y el regalo de un hallazgo importante, sobrepasaba con creces
nuestros anhelos.
Las estrellas habían cubierto literalmente todo el firmamento en un autén­
tico caos de constelaciones, astros y vías lácteas. Eran tantas las que par­
padeaban sin cesar, que tu vista se nublaba y se perdía entre ellas hacien­
do casi imposible fijar una forma clara. Podías ver tres o cuatro Osas
Mayores a la vez y al menos diez Carros entrelazados unos a otros. Echa­

230
dos en la arena recordábamos que seguramente esta misma visión la tu­
vieron los misteriosos constructores de nuestra villa submarina, y posible­
mente, al igual que nosotros, más de una noche se habrían tendido en la
arena sucumbiendo al encanto de contemplar un firmamento como este
por el puro placer de hacerlo.
A medida que la noche pasaba, la luna seguía su camino que la hacía dis­
minuir de tamaño hasta situarla alta y pequeña sobre nosotros. Entonces
las sombras de las rocas y las piedras que nos rodeaban, se alargaban y
oscurecían tomando vida propia y cambiando la atmósfera que hasta en­
tonces imperaba, dándole más misterio y quietud. Con esta marcha de la
luna, la noche se hacía más noche y es cuando tomabas conciencia de
donde estabas. Las estrellas por esa oscuridad que ahora crecía, retoma­
ban más brillo y fuerza. Incluso algunas de ellas, que tímidas apenas se
dejaban ver al principio, adquirían ahora protagonismo. Y todo este cam­
bio de atmósfera que en poco tiempo sucedía, se transportaba a la mar en
luminosos claros de luna de más o menos anchura, pero siempre brillan­
tes y sobrecogedores.
Con los ojos fijos en el ánfora rescatada, logré al fin dormir hasta bien en­
trada la mañana. El cansancio del día anterior y la excitación, nos hicie­
ron olvidar que la tierra seguía su curso ajena a nosotros. En estos años, la
arqueología submarina empezaba a ganar adeptos, y su lucha con la ar­
queología clásica, se encarnizaba aún más. Para los arqueólogos de siem­
pre bucear bajo las aguas y encontrar piezas, tenía el único valor de ha­
zaña deportiva, llevada a cabo por fuertes e intrépidos atletas. Sin
reconocer, que sus practicantes experimentaban con el pasado con la
misma fidelidad con la que ellos se comportaban, añadiendo a su expe­
riencia, la dificultad del medio hostil donde se desenvolvía su trabajo.
Cualquiera que como nosotros investigara por su cuenta bajo la mar, era
considerado un pirata arqueológico, sin dar el menor rigor al riesgo y al
trabajo que podías desarrollar. En esto, las autoridades griegas, quizás
conscientes de su enorme patrimonio sumergido y de sus escasos medios
económicos a dedicar a estas materias, eran tolerantes y entusiastas. Per­
mitían los buceos siempre que por escrito presentases un plan de actua­
ción y que después devolvieses las piezas y objetos conseguidos.
También era importante para ellos las conclusiones a las que hubieras lle­
gado, solicitándote se las pasaras por escrito, normalmente en inglés, en­
tregándote parte de los hallazgos como compensación a tus esfuerzos.
Pero verdaderamente esta actividad tiene mucho de pasión por lo desco­
nocido. Desde luego se aleja bastante de rigurosos comportamientos de

231
Una estatua
contempla im­
pasible el correr
de los siglos.

Cuello de ánfora
imposible de ca­
talogar.

Pequeños objetos
fechados hacia el
siglo I, a. C.

232
oficina y formularios, para adentrarse de lleno en un mundo marcado por
la libertad, la curiosidad el estudio y la ciencia. Tampoco debe convertir­
se en un feudo cerrado de las grandes corporaciones cargadas de equipos
y dólares para gastar. Creo que debe ser una actividad seria y razonada,
técnica y formal, pero sin perder nunca ese carácter romántico que todo
investigador submarino conlleva.
Lo cierto es, que disertar sobre estas cuestiones con rigor, era difícil para
nosotros, que alejados del ruido de lo formal, nos adentrábamos en este
mundo por mero placer, no exento de trabajo, riesgo y seriedad. Pero ya
lo sabíamos, los estudios submarinos serios, estaban reservados para una
exclusiva pandilla de tipos importantes, financiados por la National Geo-
graphic, o por el Museo Oceanográfico de Monaco, con apellidos extran­
jeros y grandes enchufes y relaciones, pero no los podían realizar unos
aventureros soñadores, según ellos, carentes de rigor y experiencia. Pero
la historia de las investigaciones submarinas estaba ya de nuestro lado y
lo estará siempre. Hasta el punto de que los descubridores de estas activi­
dades y los equipos que las realizan, siempre fueron pobres locos román­
ticos, que como nosotros, decidieron un día probar sus caseros inventos.
Luego sí, las multinacionales en­
traron en el juego comercializan­
do los inventos, cuando olieron el
dinero detrás de esos primeros ar-
tilugios, logrados casi siempre con
esfuerzos heroicos y arriesgados.
Para dejar después en el olvido a
los verdaderos precursores del ca­
mino.
Pero esto no debe sorprendernos,
ya que ha sido norma de conduc­
ta general en nuestra injusta socie­
dad, y hay que darse importancia
y comprar horas para poder pasar
a la posteridad con un cie rto
honor de descubridor y si no, es­
perar a que algunas veces las
migas del gran pastel te dejen se­
guir viviendo.
Para nosotros era diferente sin nin­
guna duda. Habíamos trabajado
duramente en Bilbao preparando
nuestro viaje, estudiando cientos Dos cuellos desenterrados en Lindos

233
de libros que fueron poco a poco guiando y dando cuerpo a nuestro pro­
yecto. Y por si fuera poco, habíamos tenido que ahorrar peseta a peseta
para costear toda esta aventura, pues nadie quería dar un duro sin pompo­
sos titulados a veces estúpidos, que jamás habían salido de una biblioteca
y que para estos menesteres sólo eran necesarios a medias y en el final del
trabajo.
Por eso en aquellos años, la lucha de los que nos arriesgábamos descen­
diendo a lugares inhóspitos buscando con pasión secretos sin descubrir,
era efímera e injusta. El honor, la gloria y el dinero se lo llevaban los en-
corbatados funcionarios, que pasaban más tiempo rellenando papeles en
la superficie, que arriesgando sus vidas en pos de algunas verdades por
descubrir.
Y han tenido que pasar muchos años, para que los arqueólogos de siem­
pre, se convencieran que sus conocimientos de nada sirven en la arqueo­
logía submarina sin la pericia, el riesgo y el valor de los que bajan a las
profundidades desprovistos de títulos académicos, pero con el bagaje de
la experiencia y el coraje para realizarlo. La controversia no está cerrada
y creo que nunca lo estará por la propia vanidad e intransigencia de los
primeros y por el puro romanticismo de los segundos.
Pero al final lo que siempre queda son tus propias experiencias y satisfac­
ciones. Más profundas y sólidas, cuantas menos explicaciones has tenido
q u e d ar a los d em á s. Y su eñ o s, lu n a s y estrella s te sacan rápidamente de
disertaciones como esta, sólo recordadas, para saborear aún más tu au­
téntica libertad e independencia.
Al día siguiente podría fotografiar a placer. La inmersión la haríamos a las
doce del mediodía con el sol fuerte, alto y al este del acantilado. Por la
tarde trabajaríamos con las fotos desde la Acrópolis, sin hacer un segundo
descenso.
Amaneció un día azul intenso, casi violeta. El sol encendió e iluminó en­
seguida nuestros preparativos, y poco después de las doce entrábamos en
el agua. Sabíamos exactamente el lugar por donde hacerlo, habíamos cal­
culado el tiempo de permanencia, la descompresión, el aire necesario.
Todo parecía estar bien. Descendimos por el pequeño circo de piedras ya
conocido, y sin más tardanza llegamos a nuestra Atlántida, tras cruzar la
cueva de acceso. Un salto de treinta metros en la ingravidez de la mar
nos separaba de ella. El profundímetro empezaba a cambiar rápidamente
de posición; veinte, treinta, treinta y cinco, cuarenta, metros. Teníamos
que parar de descender. Volamos, volamos hacia abajo, cosa extraña,
pero así era, las grandes formas, hoy más claras, se acercaban, crecían
poco a poco. La presión también disminuía el grosor de nuestro cuerpo,

234
teniendo que reapretar las correas de todo nuestro equipo. El fondo ya a
nuestro alcance, se tornaba de un color azul añil inenarrable.
Los grandes bloques se tornaron en tallas auténticas de granito, en trozos
de columnas partidos violentamente. Las inscripciones que el día anterior
habíamos liberado de la capa de musgo que las cubrían, aparecieron ilu­
minadas y claras. La parte más profunda del lugar, semejaba en muchos
puntos a viejas avenidas empedradas con sus aceras y plazas. Estábamos a
cincuenta metros de profundidad y la luz era prodigiosamente clara.
Deambulamos a derecha e izquierda, raspando, filmando y fotografiando
cuanto de interés veíamos. No era posible, a esa profundidad, captar
grandes panoramas que dieran una idea de la auténtica dimensión del
lugar por el que transitábamos. Si acaso podías conformarte en sacar con
cierta calidad diez o quince metros delante de tí, que aproximara un poco
la visión. La enorme pared del acantilado, oscura y majestuosa, restaba
también mucha luz, sumergiendo en luces y sombras fantasmagóricas
todo el entorno y dificultando más fotografiar sin el flash. Pero su peque­
ño destello, de nada hubiera servido en tomas de esta magnitud.

La silueta de una gran estatua se divisa.

235
Asimilábamos rápidamente todo lo que veíamos, A las piedras les quitába­
mos los sedimentos casi oseos que las cubrían. Nos introducíamos en las
cavidades que formaban las grandes rocas intentando encontrar respuesta
a todas nuestras preguntas. En uno de estos lugares descubrimos otro cue­
llo de ánfora de extrañas asas y marcas profundas y que tampoco sería po­
sible catalogar. Bajo la arena de una forma cuadrada provista de una entra­
da a modo de puerta, hallamos varios recipientes completos de variados
tamaños. Algunos casi intactos y perfectamente conservados, pero llenos
de sedimentos calcáreos y pequeños animales que para nada disminuían
la maravilla que con sumo cuidado nos monstrábamos unos a otros jade­
antes y nerviosos. De haber seguido allí mucho tiempo seguro que hubie­
ran salido a la luz cientos de piezas de incalculable valor arqueológico,
pero que nosotros no pretendíamos desenterrar. En primer lugar porque
había que entregarlas a las autoridades griegas y su costo de recuperación
nos era imposible financiar. Por otro lado nuestra teoría de la Atlántida se
afirmada tanto con diez piezas conseguidas, como con un millar.
Pero el tiempo, inexorable enemigo de los buceadores por depender de él
la duración de nuestro aire, se terminaba y a tal profundidad mucho
antes. Dimos una última mirada al lugar que gravara para siempre esta
imagen en nuestra memoria y ascendimos lentamente. Arrastrábamos con
nosotros en el interior de una red cuantos restos pudimos desenterrar. El
regulador de Diego echaba un sospechoso humo que nos preocupaba.
Para evitar problemas ascendió re sp ira n d o a lte rn a tiva m e n te de nuestros
reguladores. La larga descompresión que nos esperaba era preocupante.
Pasamos la angustia de comprobar si el aire de que disponíamos sería su­
ficiente para los tres. Respiramos lo justo, aguantando sin hacerlo todo lo
que los pulmones nos lo permitían. Cuando faltaba un minuto para termi­
nar la descompresión, tuvimos que salir. Las cuatro botellas estaban va­
cias. Emergimos gritando de contentos, olvidándonos al instante de ese
escaso tiempo que nos faltaba. Sólo las gaviotas fueron testigos de nuestro
entusiasmo y asustándose, emprendieron un alocado vuelo.
¿Que habíamos visto? los hombres del siglo XX no lo sabremos nunca, es­
pero que los habitantes de la tierra en el próximo siglo, encuentren el
tiempo y el dinero para hacerlo. Seguro que lo lograrán a partir del mo­
mento que destinen parte del dinero de las armas a este fin mucho más
importante y valioso.
¿Pudo hundirse la tierra en este lugar? ¿Qué pasó? Las paredes y estratos
rocosos estaban formados en grandes pendientes de lava ennegrecidos ya
por la sal, lo que denotaba una gran erupción volcánica acompañada de
fuertes sacudidas sísmicas, que desprendieron muros inmensos, convirtí-
endolos en verdaderas fortalezas sumergidas.

236
Con las explosiones y temblores, el gran Continente se rajó en su parte
más débil y su falla o soporte, poco a poco descendió, ayudado por enor­
mes olas de ochenta metros de altura. Sólo las crestas amanecieron en la
superficie el día final. Los grandes valles quedaron enterrados para siem­
pre, las civilizaciones tapadas por la lava y las piedras. Algunos hombres
surcaron el mar atados a troncos hasta seguramente ser depositados en
Italia, España o Africa. Otros, se cree que desaparecieron dentro de la tie­
rra a través de las cuevas y pozos sin fondo que había, sin volver jamás a
saberse de ellos. Los restos del desastre, las islas Cicladas, Europa y el
Oriente próximo. En las cimas que sobresalían del agua tras el desastre
pudieron establecerse parte de los restos de la desaparecida civilización.
Años más tarde se unieron con los que llegaron de otros continentes,
abriendo el periodo micénico y minóico.
Un pueblo había desaparecido otra vez en el misterioso mar, que para
contradecirnos, nunca nos cuenta las verdades enteras, sólo entreabre sus
aguas para darnos pequeñas pistas y enseñarnos que su inteligencia es la
fuerza y que su secreto será inescrutable al menos por los siglos venideros.
También nuestro corto presupuesto tocaba a su fin. Tuvimos que mirar el
siempre odioso calendario, y pactar con él una fecha de salida. Pasamos
aún otra semana sumergiéndonos una y otra vez en las cálidas aguas del
cráter de Lindos, descubriendo cada día cosas nuevas, y que son imposi­
bles de narrar en este libro general de nuestros viajes, pero que sin duda
algún día le tendré que dedicar un trabajo completo, que me vacíe de
todo lo que conservo en mi memoria. A medida que el tiempo pasa, soy
más consciente de la importancia que toma hoy nuestro ya viejo y román­
tico trabajo submarino en las aguas del Egeo. Pero es que estas experien­
cias son como los objetos arqueológicos y el buen vino, que con el paso
del tiempo mejoran su valor y quedan siempre imperturbables, al ser el
pasado inalcanzable para el que no tuvo la oportunidad de vivirlo.
El gran barco"Aegis Sonic", nos acogió en su gran bodega por un portón
a modo de boca. De la misma forma que el gargantua que anima nues­
tras fiestas populares en Euskadi, engullía a los niños entre risas y gritos.
Nos depositó tras una plácida noche de mar y de insomnio en la Isla de
Santorín.
Thera, su verdadero nombre, se encuentra a 120 kilómetros al norte de
Creta. Es una prodigiosa isla de grandes y oscuros farallones perpendicu­
lares sobre el azul de la mar. En el siglo XV otro fuerte terremoto barrió la
mitad de la isla que aún quedaba. Posteriormente desaparecieron otros is­
lotes cercanos en diferentes años. En 1967, los americanos pusieron en
marcha la famosa: Operación Atlántida. Comenzaron los trabajos, termi­
naron las ilusiones, pero el secreto siguió sumergido en el Egeo, como si

237
quisiera castigar la grandilocuencia de la expedición. Se encontraron res­
tos de construcciones, esqueletos de animales y objetos, pero al parecer
constataron que las erupciones del siglo XV, fueron lentas y pudo salvarse
gran parte de la población.
Ahora nos tocaba a nosotros mirar aquel infinito mundo azul, para poder
sacar nuestras propias conclusiones y respuestas. Bucear por dentro del
volcán que forma su puerto, era un sueño a realizar posible y añejo. Des­
cendimos por la falda sur del gran cráter en una increíble agua de cristal,
más clara si cabe que la de Rodas. Lentamente ganamos profundidad, el
corazón como siempre nos latía a saltos, y los ojos no entraban casi en
las gafas al contemplar tanta maravilla sumergida. En nuestros continuos
rastreos del fondo, encontramos pequeños objetos de barro, ánforas fan­
tásticas de fácil catalogación, asas y restos de viejas embarcaciones dor­
midas por los siglos. Nadábamos a veinticinco metros de profundidad,
cuando en la lejana inmensidad azul, a veinte o treinta metros por debajo
de nosotros y posadas en un fondo arenoso, divisamos otra vez formas in­
mensas, bloques gigantescos en sus proporciones. Quizás fue lo mismo
que vio el arqueólogo griego Spiridón cuando la destrucción de Thera por

Incomprensibles construcciones.

238
Uno de nuestros tesoros.

239
un seísmo submarino. Tocamos los sesenta metros de profundidad sin que
experimentáramos ninguna señal de alarma y regresamos por donde habí­
amos venido. Las sagradas leyes de la descompresión marcan también el
final de los sueños y los devaneos con la historia.
Estábamos orgullosos de nuestros tesoros rescatados, aunque por otro
lado nos sentíamos profanadores de cosas y lugares que siempre están
mejor bajo la mar, pues evitan las discusiones sobre ellos y las luchas por
obtener razones, reconocimientos o simplemente dinero.
Nuestros sentimientos al salir de estos grandes cementerios del pasado,
eran controvertidos y silenciosos. Ahora con el tiempo pasado, valoro
más la importancia de mis tesoros, cuando lejos de allí, y tras quince años
transcurridos, me recreo mirándolos sobre la chimenea de mi casa, mu­
chas tardes pasadas al calor de los fuertes troncos de olivo, mientras se
queman despacio. Fuera la lluvia me recuerda con su ruido al crepitar de
las olas contra las rocas de Rodas, sumergido en nostalgias difícilmente
explicables, y sentimientos de modesta satisfacción.
La vida en su esencia se compone de los propios logros y recuerdos, que
aunque a veces no abandonen
la parcela más íntima de nues­
tro ser, te permiten recorrerlos,
recrearte en ellos, y así a n i­
marte los malos tiempos que
in e vita b le m e n te de vez en
cuando llegan. Pero que para
los soñadores y exportadores
de ilusiones que un día sali­
mos a buscar lo que quería­
mos, siempre es más fácil su­
perarlos.
A fin de cu e n tas llegam os
solos y nos marchamos solos
de este bello Planeta al que al­
gunos no han prestado la más
mínima atención. Pero noso­
tros siempre tendremos el or­
gullo de haberlo recorrido in­
cluso por donde el Creador en
principio no dispuso que tran­
sitáramos los hombres: bajo
las aguas del inmenso océano. Anfora rescatada.

240
YO FUI PESCADOR
DE ESPONJAS

241
urante el viaje que realizamos entre las islas de Rodas y Santorín, co­
nocimos a un amable griego de ropas negras y camisa inmaculada­
mente blanca atada en su último botón, que resaltaba más su cuello
corto y blando. El cerrado bigote, símbolo de virilidad en este país, no es­
condía la franca sonrisa, que iluminaba picarescamente sus oscuros y
vivos ojos. Se dirigía a la capital, Atenas, para asistir a la toma de hábitos
de su hijo Dimitris en el monasterio Osios Lukas, antigua construcción de
culto ortodoxo, uno de los mayores conventos de la época bizantina.
Por la noche, tiempo que duró nuestro trayecto entre las islas, entablamos
una divertida conversación en inglés sobre nuestras diferentes activida­
des. En realidad nuestra amistad nació debido a la cara de hambre con la
que debimos mirarle desde nuestro banco en la popa del barco intentan­
do dormir, tras haber olvidado nuestra cena en la furgoneta, y siendo im­
posible cogerla, al cerrar los garages del barco hasta la llegada a puerto.
Cenaba lanis Aekos con su familia sobre la cubierta, improvisada mesa
mejorada con un pulcro mantel de lana repleto de cestos y botellas. Pero
a los griegos insulares es difícil ganarles en amabilidad y cordialidad, por
lo que sin pensarlo dos veces nos indicó que nos sentáramos a comer con
ellos.
Aunque apurados por su generodidad , cenamos pastel de carne y frutas,
regado con un buen vino del lugar. Mi hermano Chicho a modo de pago,
que de seguro era innecesario, tocó la guitarra hasta bien entrada la ma­
drugada, al tiempo que entre las notas prodigiosas de sus acordes nos ha­
bíamos sumergido en una apasionante conversación referente a su tierra y
trabajo. Los acordes de canciones de Serrat, o los rasgados con sabor a
rumba de Paco de Lucía, dejaban paso otras veces al Concierto de Aran-
juez, o a los Juegos Prohibidos, que nota tras nota se elevaban en la
calma de la noche y donde los Dioses Griegos seguro que disfrutaron
como pocas veces pudieron hacerlo de tan variada música española
lanis se ganaba la vida con la intermediación en la venta de las esponjas,
y que a millones, según nos dijo, se pescaban en las Islas del Egeo, ha­
ciendo de Kalymnos su centro administrativo y comercial, además de ha­
berse constituido en los últimos años y por propio derecho, en la capital
mundial de producción y recogida de esponjas.
Jamás nos habíamos preguntado de donde salían estas cosas propias de
cuarto de baño, y que a lo largo de nuestra vida limpian y enjabonan
nuestro cuerpo. Pero si nos fijamos bien en ellas varían de forma y tama­
ño en cada ocasión que las usamos sin investigar ni pensar que hay detrás
de ellas, o de donde provienen. Las tenemos y nos servimos de ellas.

243
Pero detras de estos objetos, auténticos seres "vivos", a los que hasta
ahora no habíamos prestado atención, íbamos a descubrir durante la tra­
vesía por la mar de los Dioses mitológicos, en una mágica noche, todo un
mundo de penas y glorias, de grandezas y catástrofes humanas inimagina­
bles que dejarían para siempre un rumor de complicidad en nosotros .
Los datos técnicos sobre la pesca de la esponja que nos daba nuestro
amigo lanis, se mezclaban con las historias y anécdotas de una población
entera que temiendo a la mar hasta extremos de aterrorizarles, se veía
obligada a sumergirse en ella por un puñado de dracmas con la sola in­
tención de poder seguir subsistiendo.
A partir de estos relatos que rayaban a veces con la propia fantasía, y con­
tagiados ya por la pasión con que tratan a la vida estos valientes y primiti­
vos buceadores, decidimos pasar una semana por las islas productoras de
esponjas, aún a sabiendas que se nos terminaba el tiempo y el dinero de
nuestro viaje. Embriagados por el relato, apenas tomamos estos proble­
mas en consideración: Patmos, Kos, Samos y Kalymnos, eran nuestro si­
guiente peregrinar por las islas del Egeo. Para ir a ellas, tomaríamos un
barco en esa dirección desde el puerto de Santorin. lanis nos había prepa­
rado una guía con los puntos de interés, rudimentaria y precisa, así como
una carta de presentación muy íntima y cariñosa para sus amigos y fami­
liares de la isla de Kalymnos. La utilizamos como salvoconducto al llegar
a ella, además de permitirnos acceder a lugares y situaciones que hubie­
ran sid o im p o sib le s para unos tu ristas.

La linea que une Santorin con las islas llamadas del Dodecaneso es esca­
sa e irregular. Tuvimos que pasar dos días hasta poder embarcarnos
rumbo a ellas. Pero esta espera en un lugar como este, se convierte en un
auténtico privilegio lleno de cosas interesantes que hacer.
Thera o Santorin, tiene fama por ser la cumbre de un antiguo volcán que
reventó según los estudios geológicos más recientes hacia el 1500 a. C.,
sumergiendo bajo las aguas la mayor parte de su tierra firme. Por eso sus
laderas y su arena son oscuras, y están impregnadas de restos de escoria y
lava. En 1956, la isla, fue sacudida por otro terrorífico seísmo que hundió
casas y tragó gentes, como queriéndoles recordar que sus antepasados se
quedaron bajo tierra ya una vez. Hoy Santorin o Thera, parece desde
lejos un gran bloque de lava cubierto de escorias negras y misteriosas.
Situada al sur de las Cicladas, la"isla extraordinaria" surge de las profun­
didades de la mar con sus cornisas fantásticas y sus paisajes de cataclis­
mo, matizados de rojo y marrón, y tímidamente tachados de verde en los
lugares donde cuelgan las viñas que producen un vino ambarado que se
asemeja un poco al sabor del Jerez Andaluz. A este bloque impresionante
rodeado de islotes nacidos de los seísmos, parece soldada una ciudad

244
blanca en lo alto de la rada del puerto. Se puede acceder a ella por carre­
tera, pero es más divertido hacerlo en las muías alpinistas que esperan a
los turistas para ascenderlos por una impresionante y vertiginosa cuesta,
cortada por escaleras empedradas y largas.
La antigua Thera, esconde entre sus piedras negras, semiescondidas bajo
la lava las ruinas bizantinas de su antigua e importante capital. A modo
de villa fantasma, está situada sobre un lomo rocoso, cerca de la playa.
Esta ciudad costera, misteriosa y alargada, sirvió de marco a fiestas muy
especiales; como las Gimnopedías, que se celebraban en honor de Apolo,
animadas por bellos efebos desnudos. Las casas y construcciones antiguas
que sobresalen en la base del volcán junto al puerto, me recuerdan en
mejor hechas las viviendas de los gitanos en Guadix y Baza en la provin­
cia de Granada. Excavadas en las rocas, trepan algunas por la montaña,
contrastando su inmaculada blancura con el oscuro y cenizo color de los
muros que parece las aplastan.
Los turistas despistados que a finales de los setenta deambulaban por la
isla, eran en su mayoría americanos y alemanes, que cubiertas sus cabe­
zas con sombreros de paja, secaban constantemente su sudor mientras
lentamente subían y bajaban por las pendientes de esta renacida villa.
Pero es que casi es imposible caminar con los dos pies a un mismo nivel.
Esto unido a sus escasas playas, hacen de Santorín un lugar sólo adecua­
do para los buscadores de misterios y descubrimientos o para los simple­
mente curiosos. Hoy lo que antaño fue su mayor desgracia, el volcán, se
ha convertido en el auténtico reclamo de esta gran roca agujereada y
rota, que desde lejos, cuando como nosotros la abandonas por el este, pa­
rece dolerse de todos los males del mundo Helénico.
Nuestro barco surcaba desde la mañana una mar calma y azul, interrum­
pida por el salto de los delfines, que como locos jugaban arriesgando su
integridad ante el bulbo de la proa. Yo en silencio me preguntaba si estos
alegres seres acuáticos serían de la misma especie de los animales mitoló­
gicos semejantes a estos que los griegos representaban en sus pinturas, y
si lo eran, si también habían seguido las grandes embarcaciones de remos
que surcaban en aquellos tiempos las aguas del Egeo a golpes de sufri­
miento y esclavitud. Un sirenazo fuerte y desagradable me sacó de estos
pensamientos, a la vez que los delfines desaparecieron de súbito de nues­
tro rumbo. Se conoce que el poco fondo que detectaban ya por la proxi­
midad a la costa, les hace seguir hacia aguas más profundas y seguras. La
isla de Kalymnos apereció ante nosotros sumergida en una prodigiosa luz
de atardecer amarillenta y caliente.

245
Desembarcamos rápidamente. Sólo cuatro coches y una veintena de perso­
nas llegábamos despistados a este olvidado lugar del Egeo. Acampamos en
la bahía de Murties a una decena de kilómetros de la capital con la inten­
ción de permanecer un día descansando y ordenando los equipos que tras
varios meses de trabajo empezaban a notar fatiga. Ni un ruido podía escu­
charse en la plácida cala de aguas quietas y transparentes. Nadamos y ce­
namos tranquilos charlando hasta que la luna se elevó tanto, que ya no
alumbraba nuestro campamento, así que nos fuimos a dormir protegidos
por un ambiente azulado plomizo que quedó cuando nuestra linterna natu­
ral emprendió su carrera de ascenso para de esta forma poder iluminar
otras partes del Planeta. La noche transcurrió tranquila, y al habernos acos­
tado tan pronto, vimos ya levantados un precioso amanecer de brumas ca­
lientes y densas protegiendo la bola del sol, pero que enseguida el viento
Meltemi, procedente del estrecho del Bosforo, se encarga de limpiar, ondu­
lando al mismo tiempo la hasta entonces inamovible superficie de la mar.
Pasamos el día ordenando y reparando todas nuestras cosas y revisamos
con cuidado los equipos de fotos y buceo. Limpiamos a fondo todos los
rincones de la furgoneta, lavamos la ropa con agua dulce de uno de los
bidones que siempre llevábamos en el techo del furgón, y cambiamos el
aceite de todos los motores que teníamos; el de la furgoneta, bote y com­
presor. De vez en cuando es necesario hacer un zafarrancho de limpieza
si no quieres que por las prisas y los trabajos del día te vaya comiendo la
porquería. Al atardecer y con todo brillante y reluciente, emprendimos el
regreso a la villa de Kalymnos.
Buscamos al hermano de lanis. Fue sencillo, y le entregamos la carta. Era
un tipo más joven tímido y serio que nos acomodó en una modesta pero
limpia casa de puertas verdes y blancas paredes cercana al muelle del
puerto. Dos habitaciones con buenas camas y un baño rústico y elemen­
tal, dejaban en el medio sitio para una diminuta cocina con un hornillo
de butano y una nevera de principios de siglo. No se podía pedir más, su
amabilidad un poco forzada por no conocer de nuestra llegada, denotaba
la importancia que lanis ejercía sobre su familia. Cenamos con ellos ensa­
lada y sargos fritos mojados con vino de Samos, y nos recomendaron que
durmiéramos pronto. A las cinco de la madrugada saldríamos a pasar la
primera jornada con los pescadores de esponjas. Si nos gustaba, podría­
mos embarcarnos algunos de nosotros para una singladura de varios días
a las islas vecinas.
Apenas sonó nuestro despertador, saltamos de la cama sin sueño, como si
la fantástica oportunidad de sumergirnos con estos espartanos buceadores
nos hiciera olvidarnos de nuestras perezas y comodidades, sólo Magdale­

246
na se acurrucó en sus mantas demostrándonos sus planes de quedarse
con Daniel cuidando nuestras cosas y paseando por el pueblo con dos so­
brinas de lanis estudiantes de enfermería en Atenas, ahora de vacaciones,
y que al hablar inglés, se habían prestado amables para acompañarle.
La embarcación que nos esperaba abarloada al muelle era diminuta, por
no decir insignificante. Otro hombre además del hermano de lanis, Dimi-
tris, nos acompañaba se llamaba Nikos. Así que los cinco emprendimos
la navegación atormentados por el trepidar de un viejo motor diesel de un
solo cilindro que apenas hacía avanzar al pequeño bote a un par de
nudos.
Las gaviotas ya despiertas nos chillaban desde las rocas de la orilla, como
dándonos los buenos días. La mar como un plato, sin viento aún, parecía
una pista de hielo inmensa. Con la luz del amanecer apenas se distingue
su color azul, que sólo es prestado del cielo, más, cuanto los días son más
claros. Iríamos a diez millas al sur, junto al islote de Pserimos, un gran pe­
ñóte descarnado y albino ajeno a toda ocupación. Si acaso unos conejos
y algunos pájaros migratorios lo poblaban. En él, decían que este año no
se había recogido las esponjas de sus paredes verticales y profundas. Los
habitantes de Kalymnos, dejan los lugares más cercanos para esta época
del año, cuando el invierno ya próximo les impide navegar por mares
más peligrosas hasta las lejanas islas del norte. Pronto lo divisamos y a
medida que nos acercábamos vimos que estaba adornado de algunos ma­
torrales verdosos, comida de conejos, y de dos o tres arbustos tipo acacia
que era un auténtico misterio como podían sobrevivir allí batidos por el
viento y el salitre.
Fondeamos con una vieja ancla modelo Cqr, fuerte y sólida. Nuestros an­
fitriones se pusieron en apenas minutos el equipo de buceo y Nikos saltó
sin pensárselo al agua fresca de la mañana. Dimitris manejaba el compre­
sor de aire que unido al motor principal, procuraba la respiración de su
pariente. Dejamos pasar unos minutos antes de sumergirnos por la pared
del acantilado, que a tenor del color oscuro de las aguas llegaba hasta
una buena profundidad. Establecimos un tiempo de permanencia y un
fondo máximo como siempre habíamos hecho ante la atónita mirada de
Dimitris. Se sorprendía de vernos calcular con nuestros relojes las opera­
ciones que realizábamos, cuando ellos en apenas segundos se encontra­
ban ya de lleno con su trabajo.
Descendimos lentamente por un agua tibia y profundamente cristalina. En
estos lugares alejados de la civilización, la polución no existe, y los des­
perdicios que se posan en los fondos no son alterados por los vientos y

247
corrientes. Era sorprendente la visibilidad que teníamos. Guiados por el
tubo de goma que componía el larguilé de Nikos, fuimos descendiendo.
A treinta metros, veíamos el fondo a cierta distancia. Cuarenta y cinco
metros marcaba el infalible profundímetro cuando llegamos abajo.
Una plataforma arenosa de tipo mediterráneo se interrumpía de vez en
cuando por un saliente rocoso, o por alguna piedra desprendida de la
isla. Nikos aleteaba rápido entre las piedras recogiendo en una red que
llevaba a su cintura unas formas negras y redondeadas. Al no tener bote­
llas a sus espaldas, se movía rápido y liviano. Nos acercamos a las formas
negras que ya otras veces habíamos visto en nuestras inmersiones, pero
que nunca les habíamos prestado el más mínimo interés. Las tocamos con
las manos desprovistas de guantes y eran blandas y viscosas. Sus movimi-
netos como después nos enseñaron son casi imperceptibles para el ojo
humano, pero se estiran y encogen succionando agua de la que sacan
materias orgánicas para su vida. El lugar estaba plagado de ellas que so­
bresalían como horribles granos sobre las piedras. Las había de todos los
tamaños, incluso algunas dobles, como siamesas.
LLevábamos quince minutos en el fondo, tiempo que nos habíamos mar­
cado como límite en nuestro buceo si llegábamos a más de cuarenta me­
tros. Le indicamos al pescador, mostrándole el reloj, que teníamos que as­
cender. Nos miró sorprendido y enfadado por haberle distraído de su
tarea, y como un loco poseso siguió arrancando esponjas sin prestarnos la
más mínima atención. No quisimos insistir. En principio él sabría lo que
hacía. Además el larguilé tiene la ventaja de no tener límite de aire, y por
lo tanto tampoco lo tienen los tiempos de descompresión que tengas que
hacer al regresar a la superficie.
Ascendimos, descomprimimos mientras poníamos en orden y desenredá­
bamos los cables de las máquinas de fotos y salimos a la superficie. Subir
al barco era otra aventura, posible solamente por la ayuda que nos prestá­
bamos. Ellos, desprovistos de nuestros pesados equipos, lo hacían por un
trozo de madera clavado contra el casco junto a su proa.
Estábamos sorprendidos del tiempo que Nikos tardaba en salir y con la
tabla de la manga del traje de Diego, calculamos el tiempo que tendría
que descomprimir en su ascenso. LLevaba treinta minutos a cuarenta y
seis metros de profundidad, esto haría un parada de ocho minutos a seis
metros, más otra pausa a tres de veinticuatro minutos. Un montón de
tiempo aburrido pero extrictamente necesario que hay que pagar a Nep-
tuno por permitirte la frivolidad de estar medía hora a semejante profun­
didad.

248
El -largullé- es un tubo de goma sujeto a la máscara.

Cuando más distraídos estábamos mirando otro barco esponjero que se


aproximaba desde Kalymnos, vimos salir a Nikos tranquilo y pausado.
Diego fue al primero en caer que este tío no había hecho descompresión.
El tubo del larguilé se había recogido en su totalidad hacía unos segun­
dos, por lo que era imposible que hubiera guardado las paradas. Con
grandes aspavientos le señaló las tablas y el profundímetro. Ambos, im­
pertérritos le miraban sin comprender nada. Diego insistía en convencer­
les que descendiese otra vez e hiciera la reglamentaria descompresión,
pero sólo risas y exclamaciones en un griego incomprensible salían de sus
gargantas. Nikos, sentado en la borda del barco, había encendido un ci­
garrillo, y vestido de buzo, lo saboreaba como si lo que hablábamos no
fuera con él. Dimitris mientras tanto estaba poniéndose su protección de
goma con toda la parsimonia de la que era capaz. Los tres nos mirábamos
atónitos, a Diego casi se le salían los ojos de las órbitas y Chicho y yo un
poco más relajados le intentábamos convencer que descendiera en una
complicada jerga de signos y palabras griegas.
Con muecas y gestos nos enseñaba el inconsciente Niko su cigarro, como
queriendo indicar su duración. Al rato comprendimos; se fumaba el pitillo
vestido por si durante esta operación sentía algún síntoma, o si su sabor

249
Bajo el agua las esponjas son bolas negras y viscosas.

se le volviera rancio. Si al terminarlo nada había sucedido, el peligro


había concluido. Eso pareció entender nuestro suicida amigo, que co­
menzó a cambiarse tranquilo mientras controlaba el aire que el compre­
sor le mandaba a Dim¡tris que desde hacía un rato ya, había desaparecido
bajo la superficie.
No quisimos insistir más en el asunto, y menos cuando su colega salió a
la superficie tras otra buena media hora pescando sin hacer la más míni­
ma descomprensión. Era increíble lo que habíamos presenciado, inimagi­
nable de todo punto de vista, científicamente imposible de soportar por
un ser humano normal, y estúpidamente hecho por gente irresponsable e
inculta. Pero a lo largo de nuestra travesía de regreso entrada ya la maña­
na y apenas avanzando a medio nudo contra un duro viento Meltemi,
Diego intentó otra vez explicarles las leyes de la descompresión sin lograr
ningún efecto. Los asombrados pescadores le miraban asintiendo con la
cabeza intentando poner cara culta y profunda. El pequeño motor acela-
rado a fondo, sólo daba un nudo de velocidad contra semejante viento, y
por un momento pensamos que no llegaríamos a nuestro destino a menos
que el Meltemi descendiera de intensidad.

250
Pero el Dios Eolo siempre protege en estas aguas a sus hijos que por otra
parte a nosotros nos parecían inmortales y mitológicos. Descargamos el
barco de las capturas logradas y quedamos para cenar en nuestra casa por
la noche. Compraríamos patatas y les haríamos una tortilla española,
acompañada de vino de Rioja y una gran ensalada mediterránea con bo­
nito del Cantábrico que teníamos en latas.
Durante el resto del día paseamos por la isla fotografiando, pero sin poder
sacar de nuestras cabezas lo que habíamos presenciado durante el buceo.
Seguíamos convencidos que era fisiológicamente imposible que no te su­
cediera nada después de saltarte una parada de descompresión de seme­
jante calibre. En nuestros manuales médicos releíamos y volvíamos a leer
todo lo referente a este tema y las conclusiones eran siempre las mismas.
Parálisis, atrofia e incluso la muerte. Pero lo cierto es que a estos tipos no
les había sucedido nada por el momento, ni tampoco por el tiempo trans­
currido parecía pudiera ocurrirles ya. Los manuales de medicina submari­
na que teníamos no excluían por hábito o costumbre de no realizar las
paradas el que pudieras evitar descomprimir; al contrario, todos insisten
en que cuanto más se bucee, más rigurosamente se haga la descompre­
sión. Tu cuerpo puede guardar de otros días pequeños restos de nitrógeno
en las venas. Por eso se hicieron las tablas de inmersiones sucesivas.

Fumar un pitillo, es toda la descompresión que realizan.

251
Era un misterio que ni siquiera el paso de los años nos ha podido aclarar,
ni nadie más experto en la materia y autorizado ha podido dar una expli­
cación ciéntífica. Tampoco los médicos expecializados en los problemas
del escafandrismo se han atrevido a establecer unas razones médicas y ri­
gurosas a semejante actitud.
La cena fue divertida, llena de admiración hacia nuestra socorrida tortilla
de patatas, pero de reojo no podíamos quitar los ojos de los dos inmorta­
les buzos, como esperando en el inconsciente que de un momento a otro
comenzaran a gritar atormentados por el dolor. Pero no sucedió por fortu­
na nada de eso. Bebieron, comieron y rieron de nuestros cuidados y relo­
jes submarinos de forma ruidosa y expontanea.
La noche cubrió nuestros asombrados y cansados pensamientos, y ya
solos los cinco, paseamos por el puerto sin dirección haciendo sueño
para asimilar tales emociones. El pequeño Dani ajeno a todo esto dormía
en la mochila a mi espalda. Al fresco de la noche la gente charlaba en los
quicios de las puertas o en las terrazas de los cafés. Entre ellos, nos llamó
poderosamente la atención la cantidad de inválidos y tullidos que apoya­
dos en sus bastones unos, o conduciendo viejas sillas de ruedas otros, po­
blaban la plaza y calle principal de Kalymnos. Eran hombres jóvenes, al­
gunos casi niños los que paseaban su invalidez junto a los viejos también
inválidos. No tuvimos que esperar demasiado para conocer que es lo que
sucedía con toda esta in c o m p re n sib le h isto ria de d e sco m p re sio n e s. Sólo
la ignorancia más profunda dejaba a estos hombres de semejante guisa, y
lo hacían con resignación, casi conscientes de su final.
Hablamos con algunos de ellos temiéndonos su contestación. Así era,
todos sin excepción eran antiguos pescadores de esponjas a los cuales en
algún momento de su vida el sistema del cigarro les había fallado. Sin ex­
clusión, tampoco daban importancia a su desgracia, les parecía un destino
digno y valioso. Para nosotros era imcomprensible su estúpido orgullo de
heroes de no se qué. Era idiotez, ni siquiera ignorancia. En esos años los
equipos de bucear eran cosas accesibles a cualquiera en tiendas y almace­
nes, de las que seguro Atenas estaría bien surtida. Pero esto poco parecía
importarles a los habitantes de esta isla perdida que a pesar de sus desgra­
cias se aferraban a sus costumbres y tradiciones aunque estas les matasen
o dejaran inválidos por el resto de sus vidas.
En mitad del Egeo, en esta pequeña isla apenas marcada en los mapas de
Grecia, habita una curiosa raza de hombres de mar, de buzos, que nacen
y mueren en él. Son los pescadores de esponjas, seres casi inmortales por
un tiempo, pero que irremisiblemente acaban pagando su arrogancia ante

252
las inexorables leyes físicas. Habíamos
viajado durante largos meses a través
de la islas griegas buceando y escri­
biendo artículos sobre sus pobladores,
pero jamás pudimos imaginarnos que
algo parecido a lo que estábamos pre­
senciando en Kalymnos fuera posible.
Este lugar de apenas novecientos kiló­
metros cuadrados, en la que casi toda
su población vive de la pesca de las
esponjas, nos había roto todos los es­
quemas sobre leyes físicas y químicas
que traíamos firmemente gravadas por
nuestros instructores y que además es­
tábamos profundamente convencidos
de su eficacia. La plaza principal de la
pequeña aldea nos había dejado muy
claro cuales eran las consecuencias de
actuar así en esta durísima profesión.
Paralíticos, tullidos y cojos, conforman
la mayor parte de la población mascu­
lina activa de Kalymnos. Al profundi­
zar en sus vidas o en su historia, te en­
cuentras con las más duras pruebas de
trabajo y austeridad que el cuerpo hu­
mano puede aguantar. Casi el setenta
por ciento de los hombres que aquí Los plomos los fabrican ellos mismos.
nacen escogen el camino de la mar y
de las esponjas; es la tradición y también un gran honor para los hijos
mayores de trece años, que a partir de esa edad pueden acompañar a sus
padres en las largas singladuras de isla en isla arrastrándose por los roco­
sos fondos marinos recogiendo los preciados seres.
El día del bautizo de mar para un nuevo miembro de la familia es el mo­
mento más importante de su vida. A partir de esa fecha, comienza a for­
mar parte de la población activa de la isla, a generar ingresos por su tra­
bajo para ayudar primero a su familia, y poder formar la suya después.
Pero también empieza a ser un firme candidato a engrosar la plaza del
pueblo con su dantesco espectáculo de inválidos.
Esta diminuta roca que sobresale lo justo por encima de las aguas del mar
Egeo, es la mayor productora de esponjas del mundo. Para orgullo de sus
gentes consiguen las de mayor calidad, siendo el producto de sus ingresos

253
el único aporte económico del lugar. Todavía resuenan en nuestros oidos
las torpes y difíciles explicaciones que el bueno de Dimitris nos hacía
sobre la calidad y el valor de una esponja. Y efectivamente es una cues­
tión de sentido común. La bondad y el precio se mide a tenor del tamaño
de sus poros o concavidades, siendo de más utilidad cuanto más cerrados
y pequeños sean los mismos. Este tipo de esponja retiene mucha más
agua cuando la utilizamos, y por esta razón cuestan más dinero al ven­
derlas. A medida que sus huecos son más grandes, absorben menos agua
y se rompen antes, por lo que resistencia unida a poder de absorción son
cualidades elementales para valorar positivamente una esponja. Además
a estos caracteres, debe unirse la redondez y un tipo determinado de
entre las variadas especies.
Mientras tomábamos un té con menta en la terraza de un divertido bar
del puerto, vimos llegar una patrullera militar, que saltaba a gran veloci­
dad sobre la marejada que cada mañana el viento Meltemi se encargaba
de levantar. Originando olas pequeñas y ruidosas, atracó al vacio muelle
del puerto. Gran parte de la población se acercó presurosa y angustiada
como en un rito que otras muchas ocasiones parecían ya haber represen­
tado. Luego supimos que siempre que viene la marina es para traer a un
nuevo accidentado en la pesca de las esponjas desde algún lugar distante,
y que como hoy sacaban en camilla desde la patrullera, acompañado por
los gritos de la mujer o la madre de la víctima. Ahora, no sólo tendría que
cuidar de por vida de este invalido, si no que además perdería con el ac­
cidente el acceso a unos necesarios dracmas para subsistir.
Y se da la paradoja que Kalymnos es el único lugar del mundo donde hay
una escuela donde enseñan a pescar las esponjas, y el exclusivo lugar de
esta parte del Mediterráneo Oriental donde hay dos cajones de descom­
presión. Uno moderno de marca Galeazzi, instalado en el hospital civil,
pero nunca manejado por personal competente. El otro es un monoplaza
propiedad del cacique Dimitris Kalios y que está instalado en su barco es­
ponjero. Sobre la isla, desde hace tiempo, la esponja es parte de la vida
de sus habitantes y la imagen del pescador está profundamente inscrita en
el contexto social y en sus tradiciones. Una canción que tuvo mucho im­
pacto en Europa hace muchos años, venía de Kalymnos. Su autor, que
aún vive, creó un canto que a la vez se baila, y que cuando lo escuchas
se te mete sin querer en la cabeza. Asemeja con su música triste y desga­
rrada el andar torpe de los inválidos que llenan este trozo de tierra, como
en un macabro homenaje a sus pobladores.
Uno de los más célebres pescadores fue Haggi Statti. En 1913 este buce-
ador en apnea esto es, a pulmón libre, demostró unas capacidades in­

254
creíbles bajando a setenta metros de profundidad a pescar esponjas.
Antes las técnicas de trabajo eran simples; una gran piedra, plana y ova­
lada, de un peso de unos trece kilos aproximádamente y unida a una
cuerda, era utilizada como peso durante el descenso, y así ganaban el
fondo más rápidamente.
Sin perder tiempo por disponer tan sólo del aire de sus pulmones, recogía
el buzo dos o tres esponjas a lo sumo, y regresaba a la superficie extenua­
do. Cada hombre efectuaba al menos cien inmersiones al día durante
ocho meses al año, lo que hacía una media de dos mil cuatrocientas zam­
bullidas por mes y algo así como diecinueve mil al año. Estas cifras dan
una perfecta idea de la raza y superioridad acuática de los esponjeros
griegos sobre el resto de los mortales, sólo comparables con algunos pes­
cadores de las islas Salomón y Nueva Guinea.
Pero la pregunta es, ¿vale hoy la pena recoger esponjas? ¿tiene un sentido
su trabajo? Los que han consagrado su existencia a esta actividad nos han
dicho, sí. Sólo sobre esta isla la cifra de negocio anual con la pesca y ma­
nipulación de las esponjas llega a cinco millones de dólares. La industria
cosmética absorbe la mayor parte de ellas. Pero es sorprendente compro­
bar como por ejemplo el sector espacial las utiliza como elementos de
complicadas piezas. La demanda es constante y los pescadores pueden
estar tranquilos: Esta masa negra viscosa y maloliente que vive en el
fondo del Mediterráneo continuará por muchos años haciéndoles vivir de
ellas, si antes los efectos de las profundidades no terminan con ellos
Todo este mundo marginal y sorprendente al que nos enfrentábamos sin
poder hacer nada para ayudarles, nos arrastraba por las noches a largas
conversaciones sobre como convencerles del uso de las tablas de des­
compresión y profundímetros. Y el problema era grave, hasta el momento
nuestras explicaciones sobre las leyes físicas no parecían interesarles lo
mas mínimo, y como única respuesta alegaban su tradición de siglos ha­
ciéndolo de esta manera. Como contradicción a sus palabras, les señalá­
bamos la plaza del pueblo llena de tullidos de por vida, y justamente por
aplicar su sistema. Pero todo era en vano. Nikos y Dimitris atribuían las
desgracias que sufrían las gentes buceadoras de la Isla a la mala suerte, al
destino y a la utópica frase de que; "yo soy diferente a ellos".
En la cena establecimos el plan para que dos de nosotros, Diego y yo,
embarcáramos para varios días en una buena embarcación de altura en la
que ellos zarparían por la mañana, y así recorrer varias islas del Dodeca-
neso viéndoles trabajar. Gracias a su influencia uno de los más poderosos
empresarios de la isla, nos permitiría ir con ellos.

255
El armador Dimitris, Nikos y el hijo de este último Stavros, junto con no­
sotros seríamos la tripulación del barco. Por la mañana temprano, casi de
madrugada para aprovechar la ausencia de viento, pasamos a recoger a
nuestros amigos con la furgoneta, nuestros equipos eran pesados y volu­
minosos, luego Chicho la retiraría del puerto. Nos dirigimos a continua­
ción hacia la casa del poderoso armador.
Pero el importante empresario era un pobre hombre que malvivía en una
pequeña vivienda junto a la playa, rodeado de niños llorosos y señoras
gordas y descuidadas, que ya a tan temprana hora corrían y deambulaban
por allí, y que cada temporada de pesca, intuimos, salía a luchar por el
pan justo para comer. Pero como tenía un gran barco, según ellos, era un
potentado. Después en la dársena del puerto vino la sorpresa de la em­
barcación. Consistía en una pequeña chalupa de apenas siete metros de
eslora con una cabina de ocho metros cuadrados donde tendríamos que
vivir cinco hombres y un niño durante los días que permaneciéramos pes­
cando, que no serían más de una semana. Pero lo más increíble del caso
consistía en que este mismo barco lo utilizaban para pasar entre tres y
cinco meses recorriendo todo el Egeo, llegando hasta Atenas, y enfrentán­
dose a veces a mares fuertes y peligrosas.
El pequeño cascarón estaba equipado con un motor diesel de doce caba­
llos que le daba una velocidad de cinco nudos, con todo a su favor
pensé. Y no me equivoqué cuando los duros vientos hicieron su aparición
entre los estrechos canales de las islas. Además tenía una pequeña vela
cangreja para ayudarle en la navegación de popa, y estabilizarle fondea­
do aproándolo al viento.
Sin apenas darnos tiempo, y fue mejor así, nos preparamos mentalmente
para pasar unos días en esta cascarilla, donde había que vivir, dormir y
comer. Pero la espectativa de arrivar cada noche a puerto nos hizo más
llevadero el asunto. En alguna ocasión también se nos caería alguna lá­
grima de impotencia ante tanta dureza y resignación. Los víveres los Íba­
mos comprando de isla en isla para tenerlos frescos. Sólo embarcamos
algo de fruta, y nuestros inseparables frutos secos. Duró poco el avitua­
llamiento de nuestra nave. Rollos de cabo, manguera para bucear, los
trajes de neopreno, y un sin fin de sacos de arpillera para las futuras cap­
turas de esponjas.
Juntamente con otras embarcaciones nos dispusimos a hacernos a la mar,
pero antes había que guardar el ritual de salir juntas. Todas, menos la
nuestra, no regresarían hasta varios meses después. La gente del pueblo
que había ido llegando poco a poco a medida que el día aclaraba, se

256
arremolinaba junto al muelle. Algunos lloraban, otros gritaban histérica­
mente no se qué. Los más viejos rezaban dirigidos por el "pope" del lugar,
acompañados de un canturreo monótono e ininteligible.
Y por fin, la mar. Nos quedaban muchas millas que hacer tanto por arriba
como por debajo del agua, así que largamos amarras y dimos avante. En
nuestra embarcación todo era relajado y no había dramatismos. En una
semana regresaríamos, ni siquiera habían venido las familias de nuestros
compañeros de viaje a despedirles. Pero el resto de los buceadores salían
para tanto tiempo y con tantas incógnitas, que las caras de tensión en el
adiós, sólo se aplacaban cuando miraban o tocaban los variados amuletos
de la buena suerte que colgaban de los rincones más estratégicos del
barco, mientras en su mano derecha daban una y mil vueltas a su peque­
ño rosario de quince cuentas de madera. El miedo también era un compa­
ñero invisible y silencioso, pero de seguro presente ante el futuro incierto
y peligroso de sus actividades.
La navegación entre las islas se hacía por puntos de referencia, algo así
como tocar instrumentos musicales de oido, pero la verdad es que como
también sucede con la música, siempre una nota deseada o una marca,
aparecían como punto de referencia en el arpegio o en el horizonte, desa-
ciendo nuestras lógicas dudas. También había que tener en cuenta, que
año tras año comenzaban y terminaban sus singladuras siguiendo el
mismo rumbo hacia los mismos lugares. Pero la experiencia e intuición
de estos hombres de mar es sorprendente y jamás les vimos dudar de su
marcha. Todos los elementos de la naturaleza, vientos, aves o nubes, les
sirven para situarse con la precisión digna del más sofisticado artilugio
moderno de navegación.
Al mediodía, nos detuvimos al socaire de unos islotes junto a la isla de
Leros y descendimos en nuestra primera inmersión de la travesía. Lo hici­
mos todos a excepción de Estavros, que vigilaba el compresor de aire,
ahora mucho más delicado de tratar por haberle enchufado tres larguilés.
A simple vista esa conexión es un disparate. La válvula de salida que per­
mite un flujo constante hasta los reguladores, puede bloquearse al de­
mandar el flujo los tres a la vez. Pero eran tantas las cosas que no com­
prendíam os y que se alejaban de toda regla establecid a, que nos
habíamos hecho el firme propósito de mirar, fotografiar y disfrutar dejan­
do correr la prodigiosa experiencia en la que teníamos la suerte de estar.
Buceamos entre grandes rocas plagadas de esponjas de todos los tamaños
a treinta metros bajo la superficie, y mientras los griegos luchaban contra
el tiempo arrancando los animales, nosotros fotografiábamos y nos empa­
pábamos de toda esa frenética actividad.

257
Según las enciclopedias, las esponjas son: "Phylum de animales metazoos
acelomados acuáticos, principalmente marinos, que por su organización
rudimentaria se consideran generalmente como el phylum más primitivo
de los metazoos". Ahí queda eso. Las esponjas se hallan constituidas por
un conjunto de células de diversos tipos, más o menos independientes
unas de otras, y que no forman verdaderos órganos. Esquemáticamente
una esponja tiene la forma de un saco espeso, perforado por numerosos
poros, por los que entra el agua y dotado en su parte superior, de una
abertura más ancha, llamada ósculo, por la que es expulsado el líquido.
La cavidad interna se halla tapizada por células flageladas, dispuestas a
modo de cestas, que aseguran la circulación del agua y la retención de
los microorganismos de los que se nutre el animal. En cambio la superfi­
cie externa de la esponja esta formada por células muy cornificadas que
permiten su sostén y protección.
Es sorprendente, casi asusta, la de cosas que tiene una simple e inadverti­
da esponja de baño, ajenos nosotros a tantas células y órganos. Pero su
aspecto exterior es sumamente variable, incluso dentro de una misma es­
pecie, y salvo que se trate de una clase determinada dentro de una misma
area, es muy difícil distinguirlas. Se reproducen de forma asexual, por ge­
mación, pero son también capaces de producir gametos y reproducirse
sexualmente. En el mundo hay tres tipos diferentes; las calciosponjas o es­
ponjas calcáreas, las demosponjas, con fibras corneas y las exactinélidas
mucho más grandes. La esponja de baño pertenece al segundo grupo y se
llaman técnicamente "euspongia officinalis". Pero sería tremendo tener
que llamarla por este nombre, por lo que la palabra esponja, sólo la rela­
cionamos con nuestra limpieza, sin reparar que detrás de este animal hay
todo un tratado de biología.
La utilización de estos organismos para el uso humano es antigua sin
duda. Ya los egipcios y fenicios las utilizaban. Nos consta según varios es­
critos de la época que hablaban de ellas. También hoy los libros y enci­
clopedias siguen resaltando el valor puramente artesanal y prehistórico de
su recolección. Luego su manipulación es larga y costosa, su limpieza
también lo es, además de meticulosa y complicada, permitiendo eliminar
todas las materias orgánicas para no conservar más que el esqueleto que
es con lo que en realidad nos limpiamos. A tal efecto, primero se pisan y
golpean con palos antes de sumergirlas en el agua para extraer todos sus
órganos y parásitos. Luego se les pasa un cordel a través de ellas y se las
deja entre el sol y el agua de mar durante varios días.
Pero debajo de la superficie no te percatas de todo esto, sólo ves una
forma negra y pringosa, pesada e inamovible. Arrancamos una o dos por
ver su efecto respecto a los bichos de los alrededores. El polvo que produ­

258
ces al separala de la roca donde está sujeta debe contener todo tipo de
alimentos sabrosísimos, pues los peces, olvidándose del miedo que les
producimos estos monstruos burbujeantes, se precipitan como locos a
comer no se qué con auténtico frenesí. Diego y yo miramos como siem­
pre constantemente nuestros aparatos de tiempo y presión y decidimos
ascender lentamente. Ese día habíamos estado a treinta metros, cuarenta y
cinco minutos y por lo tanto haríamos una parada a tres metros durante
dieciseis minutos de pesada espera. Nuestros amigos siguiendo su suicida
costumbre por supuesto que no prestaron atención al tiempo y al fondo
buceado. Se fumaron el mismo pitillo de siempre colgados de la borda sin
tener en cuenta todo lo demás. Entre bromas y risas se metían con noso­
tros diciendo que porque no hacíamos ese rito de parar a no se que me­
tros. Con sonrisas les dimos a entender que estaban locos. El pobre Diego
que tiene una especial alma didáctica insistía en enseñarles las tablas y el
reloj, sin lograr más que gestos divertidos y risas.
En el pueblo de Lakkión pasamos la noche en la cubierta del barco dentro
de los sacos de dormir. En su interior el olor a pescado, gasóleo y espon­
jas, no te dejaba casi respirar. Los griegos por el contrario parecían disfru­
tar de semejante aire y roncaban mientras respiraban como si en un hotel
de lujo estuvieran. La verdad es que nosotros que pensábamos que éra­
mos gente dura, esta vez nos encontramos ante auténticos alienígenos de
la resistencia.
Buceamos varios días entre los islotes Phournoi viendo fondos magníficos.
También encontramos restos de ánforas que en el Egeo parecen dejadas de
adorno en las simas. Unos días bajábamos profundo sin que nada les suce­
diera a los supermanes estos, otros lo hacíamos por encima de los veinte
metros. Si lo haces durante una hora no es necesario descomprimir. En ese
momento Dimitris aprovechaba la ocasión para reirse de nosotros por no
hacer nuestro ritual de parar cerca de la superficie y esperar un tiempo
como tontos. Con gestos nos imitaba, sin que pudiéramos hacerle com­
prender que en esas inmersiones, según las tablas, no había que hacerla.
Nuestro recorrido por las islas en pos de esponjas nos llevó a las islas de
Patmos, donde entre buceo y buceo fuimos a ver el Monasterio de San
Juan Evangelista y la gruta donde dictó la Apocalipsis a su discípulo Pro­
choros. Desde lo alto de estas impresinantes murallas que dominan toda
la isla, las dimensiones se te pierden al igual que los fondos cristalinos
que desde allí son más claros y majestuosos . En el puerto de Skala pasa­
mos la noche, otra vez en la prodigiosa intemperie. No sentimos la triste­
za que San Juan debió experimentar cuando le deportaron los romanos a
este antiguo peñón de castigo por sus escritos políticos contrarios a los

259
Césares. Al contrario, en esta esquina del paraíso podíamos haber perma­
necido mucho tiempo, casi rayando con el infinito. La fortaleza de su
cumbre data del 1088 d. C. , cuando el emperador Alexis Commene
mandó construir este convento con aspecto de castillo medieval, para
consagrarlo a la diosa Artemisa.
Las diminutas islas de Arkoi y Lipsos las dejamos a estribor camino de
Samos punto final de nuestro crucero hacia el norte. Sobre el horizonte la
inmensa cumbre del monte Kerketeus que emerge majestuoso, deja ver a
medida que te acercas un manto verde que parece cubrir toda la monta­
ña. En ese momento entiendes que estás más en Asia que en Europa. La
exuberancia de plantas y árboles no son típicos de nuestras queridas C i­
cladas, peladas y secas. La distancia a la costa Turca es casi inexistente,
sólo un estrecho canal de aguas agitadas y ventosas separa estos dos
mundos por otra parte antagónicos hoy, pero próximos antaño.
Y las historias de unos pueblos hermanos antes, confrontados los últimos
siglos, llenan nuestros cuadernos de notas cuando al fin del día, los hom­
bres ya no tenemos nada que decir y la noche envuelve nuestra absoluta
estupidez.
Pero nuestros amigos seguían roncando plácidamente como si el mundo
o las leyes de la naturaleza no fueran con ellos y verdaderamente parecía
que no les afectaban. Durante el día, arrancaban esponjas a un ritmo ver­
tiginoso a lo largo de dos inmersiones de casi cuarenta minutos cada una,
y en los periodos de tiempo entre ellas, fumaban un pitillo tras otro.
El doce de marzo, hicimos una inmersión con ellos. Trabajaríamos, coge­
ríamos esponjas, dejaríamos de divagar sobre nuestras cosas. Aceptamos
el reto de competir con ellos. Nos habíamos propuesto hacer su trabajo,
como si ellos no estuvieran, respetando con nuestro silencio y actitud sus
costumbres. Dejamos nuestras conocidas botellas y descendimos como
siempre lo hacen ellos, con larguilé. Compresor de poca presión que a
través de un tubo flexible de goma genera un flujo constante de aire que
llena todo el tiempo la boca y pulmones del buzo. Todo ello unido a unas
grandes gafas de buceo que reciben en su parte superior la goma. Es un
sistema antidiluviano derivado de las escafandras de buzo, pero que goza
de mucha aceptación entre los profesionales, siendo hoy un sistema de­
mandado y eficaz.
Acostumbrados a los modernos equipos de buceo autónomo, en los pri­
meros minutos de trabajo cuesta habituarse a tener tu vida pendiente de
un viejo aparato manejado en la superficie por un niño poco formado.
Luego, todo sucede muy rápido y tienes que coger todas las esponjas po­

260
sibles desechando las de mala calidad. Distinguir esto al principio no es
cosa fácil. Hay que fijarse en el tamaño de los orificios porosos, ya que
cuanto más pequeños, más valor tendrá la pieza, y por el contrario,
puede sucederte que subas un saco lleno de grandes esponjas con inmen­
sos poros y que no tengan valor comercial.
Por eso las primeras inmersiones son desesperantes, ya que no importa
las cualidades del buzo sino la experiencia en el arte de recoger las es­
ponjas. El patrón de la embarcación, Dimitris, tenía treinta y cuatro años
de edad y sacaba toneladas de esponjas cada mes, mientras nosotros
mucho más jóvenes y en forma que él, apenas llegábamos a medio saco,
y de no muy buena calidad.
Pero en la mar todo se aprende y si no que se lo pregunten a Diego, que
al año siguiente pasó toda una campaña pescando con ellos y llegó con
el tiempo y la cabeza a pasar a sus maestros. Pero para poder superar
esto, tuvo que trabajar una media de cinco horas al día en la dura escuela
de los profesionales griegos. Las miradas de nuestros amigos antes de que
descendiéramos eran siempre críticas e interrogantes, mezcladas también
con un toque jocoso. El tiempo que empleamos ese día en trabajar con
las esponjas, lo controlamos con nuestro reloj y las tablas de descompre­
sión que tenemos pintadas en la manga izquierda. Una vez abajo los
guantes te duran poco tiempo, pues se rompen en mil pedazos cuando
llevas arrancadas algunas piezas. Después las manos se te atrofian por la
fuerza con la que debes retorcer a estos animales para poder desprender­
los de las rocas. Como fruto de todo ese esfuerzo te fatigas el doble que
en una inmersión fotográfica. También el jadeo que arrastras casi desde el
principio te hace consumir más nitrógeno del normal ocasionándote pe­
queños mareos. Luego, al regresar a la superficie cargados con nuestro
saco de negras esponjas hicimos nuestra reglamentaria parada de des­
compresión, ante, supongo, la indiferente cara de nuestros colegas, que ni
siquiera nos mandaron un cabo para izar el saco con la pesca. Pasamos
veinte minutos de espera sujetando las esponjas contra la cadena del
ancla por medio de un nudo que cada cierto tiempo se desataba. Pero al
menos con todo este trajín el tiempo siempre aburrido de la descompre­
sión pasó rápido y pudimos emerger.
En el barco nadie habló a nuestra vuelta, sólo Estavros se alegró de nues­
tras capturas pues le prometimos de antemano que nuestro saco sería
para él. Los demás, miraban de reojo, cuando se sentían que no eran vigi­
lados, la cantidad y calidad de nuestras esponjas. A tenor de las caras de
circunstancias de Dimitris y Nikos, parecía que no estaba nada mal para

261
unos principiantes. Y así pasamos varios días aprendiendo, y habituando
nuestras manos y cuerpo a esta dura profesión, cuya única ventaja es
poder realizarla en silencio y en medio de la inmensidad azul de las
aguas insulares del Egeo. Navegamos de isla en isla, de fondo en fondo,
sin apenas bajar del diminuto barquito que con fuertes vientos del norte
remontaba las olas airoso y se precipitaba en largas bajadas hacia sus
senos trepidando.
Cada jornada, antes de la caída del sol, dedicábamos al menos dos horas
a la preparación de las esponjas para que no se prudriesen. Primero les
quitábamos la viscosa costra negra que las cubría, después, el procedi­
miento antes explicado. Terminada esta operación, cada uno guardaba
sus conquistas en grandes sacos con su nombre pintado. En el nuestro pu­
simos Estavros. Al final de la semana en el puerto donde les cogiera de
paso, realizaban el pesaje y el pago de cada saco por el mayorista local
que las adquiriese. Otras veces no las vendían hasta llegar a Kalymnos.
De todo el dinero ganado, el patrón se queda con el sesenta por ciento
como derechos por los gastos del barco, material y comida, el otro cua­
renta es el salario del buzo. De impuestos, IVA y esas cosas nada.
Esta forma de trabajo en tan pequeño espacio y apretada convivencia,
hacía muchas veces difícil las relaciones entre ellos, pues a medida que
pasaba el tiempo, unos, los que menos habían pescado, miraban los
sacos de los otros más llenos y valiosos con claros ojos de envidia, lo que
normalmente generaba tensiones y roces.
Las horas de descanso las pasábamos Diego y yo intentando descubrir una
sola razón que justificara esta insólita, peligrosa, casi suicida, dura e incó­
moda profesión. Para los pescadores de esponjas, beber es su salida lógica
y así entre el sopor del alcohol intentan encontrar una filosofía a este lento
morir a cambio de no demasiado dinero. Sólo el justo para subsistir. Con
estas espectativas los días pasaban lentos, muy lentos, demasiado para no­
sotros que a cada instante veíamos la desgracia de un accidente llegar ¡n-
contestadamente. Pero también es verdad que esa angustia casi incosciente
se enredaba con la placidez de la vida deambulando por la mar.
Por eso el carácter de todos variaba constantemente, y unas veces podías
comerte el fondo del mar con sus esponjas incluidas, y otros te arrastrabas
por el abismo intentando contestar miles de preguntas, sintiendo como el
mundo se te caía encima mientras se rompía en mil pedazos llenos de in­
justicia e incomprensión para esta gente. Los pescadores de esponjas
están hechos de una materia diferente a la del resto de los mortales y no­
sotros jamás llegaremos a comprenderlos.

262
Lavando las conquistas al final de la jornada.

Puede ser que el hambre tenga efectos tan potentes para quien la padece,
como para que les de la fuerza suficiente para vencer el miedo profundo,
casi cercano al pánico, que tienen estos hombres a la mar. Sentados en el
carel del bote con el pitillo encendido hasta segundos antes de sumergir­
se, se santiguan más de diez veces buscando una protección que sólo
ellos fácilmente podían procurarse. Todavía tenemos gravado muy dentro
de nosotros el ataque de nitrógeno por no guardar las paradas de descom­
presión que sufrió nuestro amigo Dimitris, y las largas horas de agonía
postrado paralizado de cintura para abajo con su cara descompuesta e in­
terrogante no acabando de comprender lo que le pasaba.
Al sexto día del viaje, salió nuestro patrón del agua un poco mareado, se
fumó su pitillo y como la cosa no parecía ir a más comenzó a cambiarse.
Diego que como siempre había controlado el tiempo de su inmersión me
dijo por lo bajo que era un ataque de presión. Y eso sucedió. A las dos
horas sus piernas comenzaron a no responderle, su cara se contrajo en
una grave expresión de dolor, y sus ojos entonces buscaron al rubio
amigo que por gestos siempre le enseñaba unas extrañas tablas de núme­
ros incomprensibles para él. Según los manuales de la Marina Militar Es­
pañola y de otros libros que habíamos estudiado, existía una fórmula de
contrarrestar o frenar las graves lesiones que de seguro se habían ya pro­
ducido en su organismo, hasta que viniera ayuda.

263
Consistían en introducir otra vez al enfermo hasta una profundidad supe­
rior a diez metros para que las burbujas de nitrógeno se volvieran a com­
primir por la presión, y de esta forma devolver la circulación a las articu­
laciones. Tuvimos que llamar al ejército griego, único poseedor de un
helicóptero que pudiera trasladarle hasta la cámara de descompresión del
hospital de Kalymnos. Este aparato hace el mismo trabajo de devolverte
artificialmente a la profundidad donde estuviste. Lugo, poco a poco y
según unas complejas tablas de uso normalmente médico, te suben lenta­
mente descenciendo la presión sobre tí, e imitando con esa máquina la
presión de la mar y las consiguientes paradas para eliminar las mortales
burbujas de nitrógeno de tu cuerpo.
No fue fácil bajar con el bueno de Dimitris hasta quince o veinte metros
de profundidad, pues no tenía movilidad alguna. Pero la necesidad y la
angustia de su cara te daban fuerzas de flaqueza para cargarle. Diego y yo
bajamos con él.
Nos instalamos en un saliente rocoso a veinte metros. Dimitris con largui-
lé, nosotros con las seguras botellas. Casi de inmediato al comprimir la
presión los balones de nitrógeno de sus articulaciones, recuperó la movi­
lidad, especialmente en manos y brazos. Poco a poco también sus rodi­
llas comenzaron a moverse y en aproximadamente treinta minutos su me­
joría fue impresionante.
Pero por desgracia la marina tardaría todavía una hora en llegar con su
helicóptero de salvamento donde tienen instalada una pequeña unidad
portátil hiperbárica, que es su nombre técnico. Mientras tanto con señas y
dibujos humorísticos en la pizarra submarina intentamos animarle, distra­
erle de sus seguros negros pensamientos. Sus compañeros bloqueados por
el suceso eran incapaces de hacer ni decir nada, nos miraban con caras
bonachonas e ingenuas.
La espera se hizo eterna, y los colores azules y tornasolados del mar se
volvieron graves y oscuros. El fantástico mar Egeo por unos momentos
había perdido su alegría y sus tonos. La atmósfera siempre ingrávida y
grandiosa en la que nos movíamos todos los días fue durante estos inter­
minables minutos pesada y triste. Era difícil sacar de tu cabeza la desgra­
cia que se cernía sobre este hombre y su familia. Por todo lo leído sobre
estos accidentes, sabíamos que estábamos retrasando el daño que ya se
había hecho, y con la inmersión evitábamos que se prolongase, pero
nada sería igual para Dimitris en el futuro.
Hora y media pasamos con esta angustia y desprotección sin que nada
más pudiéramos hacer por él. Después el intenso ruido de un helicóptero
se dejó oir detrás de las rocas donde nos encontrábamos. Nikos, que era

264
quien había ¡do a buscar ayuda, venía corriendo por las piedras casi per­
seguido por el gran pájaro de acero.
En un espacio verdaderamente increíble se posó la máquina voladora, y
parecía más grande al compararlo con nuestro barquito y la pequeña
playa de piedras donde se situó. Diego emergió pausadamente con él.
Durante unos minutos se encontraría bien fuera del agua. En volandas le
introducimos en el tubo estrecho y claustrofóbíco del helicóptero bajo la
dirección de un médico militar que apuntó todos los detalles del acciden­
te que Diego le explicó. De esta forma podría componer el tratamiento de
descompresión adecuado para dejar el menor número de lesiones en el
cuerpo de Dimitris.
Nuestra ¡dea de sumergirle, nos dijo, le había salvado la vida y aunque
nosotros ya lo sabíamos, Dimitris con sus ojos húmedos de emoción nos
dedicó una de esas miradas de agradecimiento que ya jamás podras olvi­
dar y que a veces recuerdas para afianzarte en tu sensación de utilidad.
Nadie creo agradeció más profundamente la llegada del helicóptero que
nosotros. Le llevaron a Kalymnos donde en el hospital y en su gran cáma­
ra de descompresión trataron de ayudarle.
Durante cuatro días de recompresión fueron sacando imaginariamente a
Dimitris del agua, subiéndolo metro a metro dentro del tubo hiperbárico,
y alimentándole con suero por complicados canales. Mientras, los cuatro
surcamos las aguas rumbo a casa. Veinte horas con el viento de popa nos
fueron suficientes para ganar el puerto. Magdalena, Chicho y Daniel que
ya conocían la noticia por la llegada de Dimitris, nos aguardaban en el
café del puerto.
Pocos días después nos devolvieron a un hombre encogido, cojo de una
pierna, pero vivo. Jamás volvería a ser como antes, pero la resignación
con la que se lo tomaba parecía que fuera algo esperado, conexo a su
propia existencia. Pasados veinte días, volvió al agua arrastrándose, con
una pierna casi insensible, pero tenía que seguir comiendo, a la vez que
demostrándose a si mismo su fuerza y capacidaz de olvido.
Dramático final para una historia que siempre tiene el mismo fin para los
buscadores de esponjas. Al igual que Dimitris otros pescadores regresan a
su isla con la suerte de haber salvado el pellejo. Cuando este momento
llega, normalmente ya hay algún hijo que hará el trabajo el año próximo
con su juego absurdo de cigarros tratando a su vida con la misma levedad
con la que el humo del pitillo se eleva después de cada inmersión.
Después de dejar en Kalymnos a nuestros amigos entre risas y llantos,
entre abrazos y agradecimientos por haberle salvado la vida, y antes de
nuestra partida nos pidieron tímidamente nuestras tablas. Con vergüenza

265
nos rogaron les explicáramos su funcionamiento y hasta nos suplicaron
que les vendiésemos un profundímetro, ese extraño aparato con forma de
reloj al que jamás le habían prestado la menor atención. Eso con lo que el
rubio extranjero les daba el coñazo. Ni que decir tiene que se lo regala­
mos gustosos, pensando, que si podía contribuir a salvarles la vida, estaría
más que bien empleado.
Cuando el barco expreso de las islas nos vino a buscar, dejamos Kalym-
nos felices de pensar que es posible que en el futuro nuestras viejas tablas
de inmersión y el profundímetro que les dimos hayan podido contribuir a
cuidar las vidas de estos expertísimos buzos y excelentes amigos. Cuyo
único pecado fue no saber coger de la ciencia lo bueno que te dejan sus
adelantos. O simplemente que creyéndose descendientes de Dioses in­
mortales, que por allí tanto abundaban, descuidaron su cuidado.

Con los pescadores de esponjas podías despedirte del día así.

266
Los anocheceres te invitaban a soñar.

26 7
Islas Cicladas

269
ilencio, sueño, mar y luz. Alrededor de todo ese mundo, el misterioso
Egeo manantial de nuestra cultura, surcado por los más famosos na-
w / vegantes de la antigüedad, refugio de Dioses, en sus fondos descansa
buena parte de la Historia Universal. Mas de trescientas islas rocosas y es­
carpadas llenan una mar siempre azul. Sobre sus farallones, casas blancas
de forma cúbica. En la calle vecina un viejo griego camina lentamente
entre dos callejuelas y enciende un aplastado pitillo. Todo parece estar
bañado por un encanto mágico y sereno a la vez.
También al compás del tiempo nuestro pequeño mundo se trasladaba
hacia casa sin prisas, remolones de nuestra propia existencia, disfrutando
del inmenso placer que produce sentirse anónimo, aprovechándonos del
tremendo lujo que supone no pensar en nada trascendente, si acaso sólo
recordar. Desde la lejanía del País Vasco había soñado y casi sentido las
maravillas del Egeo, pero nada puede pensarse, es necesario venir y aden­
trarse en él, para dejar sentir al mundo desde aquí una noche cualquiera,
y escuchar su silencio estremecedor mirando a un firmamento casi blan­
co, mientras el leve Meltemi se pasea por tu rostro.
Es difícil partir y no quedarte condenado a soñar eternamente. Los anhe­
los de buscadores de tesoros y las más recónditas ambiciones personales,
se ven realizadas en estas prodigiosas islas, cada día más ocupadas por
ansiosos turistas que quieren acapararlo todo. Pero a medida que pasa el
tiempo están más afianzadas en sus secretos. Lo verdadero se ha ido ocul­
tando por miedo a la invasión, mientras que lo superfluo aflora para rega­
lo festivo y jocoso. ¿Será que los Dioses siguen cuidándolas y defediéndo-
las del resto de las civilizaciones?
Las Cicladas ocupan un inmenso círculo de casi trescientos kilómetros de
diámetro. Las costas se suceden entre cabos y golfos. Alejadas del conti­
nente por el Egeo, los trasbordadores de linea las comunican casi diaria­
mente, haciendo de todas ellas una prolongación de las propias costas
continentales. Una mar siempre azul rodea los cientos de rocas, islas y
piedras que salpican y rompen su monotonía azul.
El Egeo es un extenso mar de cerca de doscientos mil kilómetros cuadra­
dos. Su nombre se debe al mítico rey Ateniense que murió ahogado en
sus aguas, tras creer muerto a su hijo en lucha con el Minotauro Cretense.
La gran olla que forma Asia Menor con el norte de Africa y el continente
Europeo, deja en el medio a estas islas como si de panes fritos flotando en
un espeso puré se tratasen.
En repetidas ocasiones he querido poner sobre un papel la filosofía de los
pobladores de las islas Cicladas, pero con el tiempo he desistido siempre
del intento. A medida que mis viajes se han extendido por otras islas del

271
Mundo, es mucho más difícil comprender y asimilar el comportamiento
casi general que por los años setenta tenían estas buenas gentes. Del típi­
co carácter isleño seco, cerrado e independiente, sólo toman esto último.
Pero por el contrario a otros isleños, derrochan simpatía y calor para el
extraño. Años más tarde de esta sorprendente experiencia de relaciones
humanas en las islas Griegas, pasé cuatro años en las Canarias y después
otro periodo en las islas Hawai, y siempre llegabas a las mismas descon­
fianzas y actitudes alejadas hacia los foráneos. La excepción a la regla
eran los habitantes de las Cicladas, que quizás embriagados de tantos
mitos y Dioses, siguen conservando esas actitudes que ya en la mitología
les hizo diferentes.
La amabilidad de estas gentes no tiene límites. Dan lo que tienen, ense­
ñan lo que saben y miran siempre fijamente a los ojos como queriendo
aprender también de tu mirada todas aquellas cosas que los extranjeros,
presumen que saben.
Las anécdotas con los isleños, son sorprendentes y a veces casi increíbles.
Recuerdo que habíamos acampado en Rodas al norte de la Isla en un
lugar de bosque espeso mediterráneo, esperando la salida del barco hacia
Santorín. Descansando el cuerpo de tantas inmersiones profundas. Nos
habíamos situado protegidos del viento, entre dos grandes rocas, ya que
durante el día el constante Meltemi hacía incómoda la vida en el campa­
mento. A pocos metros de nosotros habíamos instalado un toldo tipo mo­
runo que utilizábamos para comer y así tener a las moscas alejadas de la
furgoneta. Cerca, a poco más de doscientos metros, resguardadas del
viento, había dos pequeñas casas de campesinos, que por los campos que
las rodeaban se dedicaban, creo, a las olivas y al vino.
Durante los tres días que allí estuvimos acampados, y por las mañanas al
levantarnos, encontrábamos sobre la mesa de comer dos o tres melones
y varios racimos de uvas de formas perfectas y jugosas. La misteriosa
fruta llegaba con el amanecer sin dejar nunca tarjeta de visita. Mis es­
fuerzos de madrugar nunca eran suficientes como para poder descubrir
el sortilegio, jamás faltó el increíble maná cada mañana, ante nuestra
sorpresa y asombro.
El día anterior a nuestra partida de la isla, aún no habíamos podido des­
cubrir a nuestro benefactor. Como despedida de tanta belleza, hicimos
una fiesta en el campamento alrededor de una gran hoguera. Cantamos
hasta muy entrada la noche, apuramos la despensa y también terminamos
con nuestra bodega de vino. Entre risas y cantos nos quedamos dormidos
en las colchonetas bajo las estrellas, a excepción de Daniel que cansado
de su loca familia se marchó a su cama en la furgoneta.

272
Cuando amaneció, y entre sueños sentí frío y al abrir los ojos vi la figura
negra de una mujer que traía envuelto en una mantilla el manojo de fru­
tas misterioso. Andando con mucho cuidado se deslizó hasta la mesa
donde se amontonaban los desperdicios de la cena. Despejando con cui­
dado una esquina, depositó su precioso tesoro.
Quise levantarme y hablarle, pero algo me retuvo. Cerré instintivamente
los ojos para que no me descubriera y esperé a que se marchara. Cuando
desapareció entre la maleza sentí de pronto la necesidad de correr detrás
de ella para agradecer ese maravilloso gesto de generosidad, pero me di
cuenta que no habría sabido hacerlo y posiblemente ni siquiera nos hu­
biésemos entendido. Casi me pareció mejor respetar su decisión tímida y
secreta.
Por la mañana les conté a todos lo sucedido y se acordaron de la señora
que el primer día al llegar a este lugar habíamos subido hasta su casa,
muy cerca de aquí, al verla cargada con bolsas y fardos. Efectivamente
era una señora tímida y callada que pasó el corto recorrido sonriente,
muerta de apuro. La verdad es que no podía asegurar que fuera la misma
mujer, la había visto de refilón y apenas me acordaba de su cara. Además
a esas horas y con el susto de su aparición, tampoco podía recordarla.
Cuando recogimos el campamento para irnos, tomamos entre todos la
decisión de dejar un simbólico regalo de agradecimiento a tanta expon-
tanea bondad. Sujeto por una piedra pusimos un bonito pañuelo de ca­
beza francés, con un papel que decía; "Efgaristó", gracias en griego.
Mientras descendíamos por la empinada cuesta de tierra patinando cons­
tantemente nos cruzamos con nuestra ocasional pasajera que subía con
varias cabras por el camino. Como intuíamos que era nuestra benefacto-
ra, aparcamos con sigilo al borde del camino y esperamos, espiándola.
Desde donde estábamos se divisaba el lugar donde había estado el cam­
pamento. Esperamos que la mujer llegase hasta donde habíamos dejado
el pañuelo y pudimos comprobar como lo cogía, a la vez que miraba
hacia la pendiente como queriendo buscarnos. Desde allí se divisaba
cláramente la furgoneta, que aunque orillada junto al camino para no ser
vistos, su carrocería de aluminio lacado reflejaba con fuerza el potente
sol del mediodía Griego.
Salimos del escondite y poniéndonos de pie le agitamos los brazos a la
vez que tocábamos la bocina. Ella nos contestó tímidamente con su mano
lejana y generosa. El idioma de la bondad y la fraternidad había funciona­
do una vez más. No había sido necesario decir nada, ni tampoco había­
mos querido romper el momento que dejábamos en el aire colgado, para

273
que algún otro pasara a recogerlo y así también pudiera sentir algo difícil
de experimentar en el mundo en el que vivíamos.
Muchas veces he pensado en ese singular acontecimiento, quizás uno de
los mas bonitos ocurridos a lo largo de nuestros numerosos viajes. Toda
una lección de convivencia y civilización, acentuado por tratarse de un
lugar lejano y perdido, o quizás en eso se basaba el hecho. Los isleños
griegos, viven al menos años por detrás de nosotros. Todavía el trueque y
la bondad no han desaparecido de entre ellos. Su clima y el sol siempre
caliente, son junto con su vida en paz, una ayuda a su forma de ser. El
tiempo se ha parado para ellos en una increíble mística de comporta­
mientos alejados de la competitividad y las prisas.
Por todo esto dije antes que no puede rebajarse a unas simples cuartillas
de papel una conducta humana como la que se desprende de la gran ma­
yoría de los habitantes de las islas Cicladas. Han pasado catorce años y la
ancianita de Rodas me sirve de acicate en momentos tortuosos. Divagan­
do y como hombre de occidente que soy, siempre buscando un porqué a
las cosas, incluso a los actos de gratuita generosidad, pensé encontrar una
razón para tales regalos. Se me ocurrió otra posible explicación. En nues­
tros campamentos siempre ponemos una bolsa de basura en un árbol
para arrojar allí los desperdicios. Incluso si es necesario, como allí suce­
dió, recogemos todas las basuras que haya por los alrededores, aunque
no fuera más que por nuestra propia limpieza. Pudiera ser que las frutas
fuesen un regalo de agradecimiento por el respeto que habíamos tenido
siempre con lo que más aman los habitantes de las Islas del Egeo, su tie­
rra, a la que adoran, quizás por tener poco más de eso para centrar sus
vidas.
Nuestro camino de regreso fue largo. Se rompió nuestro remolque con los
equipos de buceo. Por un lado perdimos dos días preciosos, pero por
otro, conocimos a más gente afable y dispuesta siempre a echar una
mano a quien ven en apuros. También batí el record de distancia entre
dos puntos separados por tres kilómetros. Nuestro socorrista me llevó lite­
ralmente volando en una destartalada moto hasta el garaje donde después
nos harían la reparación. Con los pelos para atrás de la carrera salimos de
Grecia. Volvimos a la inhóspita Yugoslavia. Belgrado, monótono, pero en
algunas zonas monumental, no lograba esconder la tristeza o seriedad
que sus habitantes no pueden quitarse de la cara. Sarajevo, más europea
y alegre nos dio un suspiro entre tanta estrella roja, símbolo de su intole­
rancia. Y por fin la frontera con Italia que nos abrió todo un abanico de
posibilidades, alegrías y sentimientos cercanos.

274
Francia, Monaco y el Museo Oceanográfico. Catalogamos las piezas en­
contradas en nuestra particular Atlántida, y por primera vez fuimos cons­
cientes de la importancia de nuestros hallazgos. Promesas de regresar y
Tarbes, Pau, antes de llegar de nuevo a la familiar frontera de Behovia.
A partir de aquí, siempre la misma lucha entre la melancolía por lo deja­
do atrás y la ilusión de regresar y contar lo visto. También las soñadas co­
modidades a las que ya no dabas importancia se abren de nuevo en tu in-
cosciente, pero creo firmemente que si tuviera que escoger entre tantas
sensaciones de ida y vuelta, me quedaría con la comodidad de no tener
que planteármelo. Sabia decisión para los que como yo sabemos que es­
taremos poco tiempo en el dique seco. Es preferible pensar ya en nuevos
lugares más lejanos y exóticos.

275
CUARTA PARTE
ISRAEL
Y EL ORIENTE PROXIMO

279
y I regresar a casa, y por primera vez, me parecía que todas las cosas
T ” que normalmente me rodeaban se habían hecho más pequeñas. El
/ espacio, la casa, la tienda de fotografía se apretaban a mi entorno
aprisionándome. Creo que fue ocasionado por el inmenso jardín que du­
rante tantos meses había tenido para mí sólo en cada uno de los lugares
donde habíamos aparcado, y que ahora sumido en los trazos y caminos
del resto de los mortales, costaba volver a coger el ritmo.
Para colmo de males mis bolsillos estaban desfondados y no disponía de
una sola peseta. En el negocio de fotografía las cuentas y facturas se
amontonaban salvajemente, y aunque en la ausencia nada grave había
sucedido y las cosas habían funcionado razonablemente bien, era el mo­
mento de aterrizar y despertar de nuestro sueño griego y sacar fuerzas de
flaqueza para adaptarnos a una vida diferente. Al menos tendríamos que
hacerlo durante unos cuantos meses. Después todo organizado y recupe­
rada la maltrecha economía podríamos partir y soñar. Aunque esto último
nadie ni nada me impedía seguir haciéndolo. Después de quince horas de
trabajo con fotos de carné, retratos y cámaras, me refugiaba en mis libros
de aventuras, generalmente escritos en francés. En ellos casi instantánea­
mente olvidaba lo sufrido, los compromisos, las imposiciones, y cuantas
cosas no estuvieran relacionadas con viajes pasados o futuros.
Como única alternativa para salir a flote, me puse a escribir y revelar los
carretes de fotos con la doble finalidad, por un lado, de ver los resultados
de tantas horas de fotografiar, y por el otro, de vender los artículos que re­
alizara con la intención de ganar unos duros y poder financiar la próxima
aventura.
Esta vez todo fue más fácil. Los anteriores trabajos hechos sobre Africa,
Laponia, Bretaña etc... me habían dado ya una cierta experiencia en la re­
alización de este tipo de artículos periodísticos. No era fácil concentrar
en sólo diez o doce cuartillas todo lo que cada vez que te sentabas a la
máquina te venía como un torrente a la cabeza. Hubiera sido más simple
escribir las vivencias de forma completa, en su totalidad, pues el hecho
de resumir te deja a veces mutilado de acontecimientos apasionantes que
por razones de espacio no puedes incluir.
Ahora estaba más estimulado en mi labor debido a los fieles seguidores
que ya teníamos tanto en el País Vasco como en el resto de España, y que
a través de la revista naútica Bitácora y el periódico Deia, seguían nues­
tros pasos. Sus ánimos fueron siempre un buen acicate para seguir. Los
temas que había tratado esta vez, eran historias singulares, poco conoci­
das en aquellos años de fútbol y transición.

281
Además al añadirles fotografías submarinas, le daban un nuevo cariz. Los
programas del comandante Cousteau en la televisión empezaban a intere­
sar a la gente en ese mundo enigmático y desconocido. Mi punto de vista
de los lugares era diferente. Muchas personas habían ¡do a Venecia, sin
duda, pero no creo que hubiera tantas, que hubiesen descendido al fondo
de sus canales para ver una Venecia hundida y singular. Estaba seguro de
que un número ya creciente de españoles habían visitado Grecia, pero
casi ninguno se había adentrado entre sus tesoros sumergidos buscando
continentes perdidos. Pude comprobar que tampoco se conocía nada
sobre el ancestral mundo de los pescadores de esponjas de las Cicladas.
Desde mis particulares puntos de vista de los lugares, pensé que podía in­
teresar a los lectores. Aquellas partes del mundo sólo se trataban entonces
de una forma superficial en las guías de viaje, que daban siempre la
misma prespectiva tópica y conocida.
Llevé todos los carretes de diapositivas a Madrid para revelarlos en un la­
boratorio profesional. A pesar de tener en la tienda servicio de recogida
todos los días, eran muchos los rollos que lamentablemente se perdían, y
esto era un lujo que yo no podía darme. Las imágenes submarinas y las
experiencias con los buscadores de esponjas posiblemente fueran hechos
irrepetibles y momentos que no admitían duplicado. Pasé todo el día de­
ambulando por la capital esperando ilusionado ver el resultado de mi tra­
bajo. Por fin a las seis pude recoger los ciento treinta carretes Ektacrome
64 Y 100 ASA. No tuve demasiado tiempo para entrenerme en verlas, ni
siquiera hacerles un muestreo. El avión hacia Bilbao salía a las ocho de la
tarde y ya iba muy justo. Pero en el taxi hacia el aeropuerto no pude re­
sistir la tentación de mirar alguna caja.
El corazón me latía con fuerza mientras una por una sacaba con mimo y
miraba especiante las diapositivas. Desde el ajetreo del coche y obser­
vándolas contra un grisáceo cielo de atardecer parecían razonablemente
buenas; las exposiciones estaban correctas y los contrastes también,
acentuados. El grano casi inexistente, y la dominante azul de la latitud,
absolutamente controlable. Como era la primera vez que hacía un traba­
jo fotográfico submarino mi miedo podía estar justificado. Era muy difícil
en aquellos años y más aún en los comienzos de una actividad tan com­
pleja, calcular exposiciones y diafragmas. Agravado porque en nuestro
país no se había editado hasta entonces ningún libro sobre fotografía
submarina que pudiera darme referencias o ayudas. Se daba la circuns­
tancia de que las pruebas que yo había hecho en las aguas del Cantábri­
co no me sirvieron de mucho. Las profundidades en las que nos había­
mos movido en el Egeo, jamás las pudimos conseguir en nuestra mar con

282
ciertas garantías de ver tres o cuatro metros delante de tí. El plancton y a
las fuertes corrientes y marejadas hacen del Cantábrico una mar de poca
visibilidad submarina.
En la luz halógena del avión seguí mirando todas las transparencias que
me dio tiempo a chequear. El vuelo, al estar concentrado en las imágenes,
se pasó como un suspiro. Al rato estaba ya instalado en casa frente a una
mesa iluminada que había construido y que me dejaba verlas de cien en
cien. Ahora con la distancia, todo lo que contenían, era más añorado, y
estas más valiosas. Grecia y sus enigmáticos fondos desfilaban ante mí
como una película muda sólo activada por mis recuerdos y pensamientos.
Dimitris y lanis representaban una típica tragedia griega de las que ese
pueblo fueron auténticos maestros. Yugoslavia, me trajo malos augurios
como por desgracia luego sucedió. Hoy cuando leo lo escrito y publicado
a comienzos de los ochenta me quedo impresionado de la visión que tu­
vimos del problema. El madrugón para coger el avión de las ocho de la
mañana y mis propias emociones y ajetreos me hicieron irme a dormir un
rato al filo de las cuatro de la mañana.
Pasamos unos meses duros, a razón de doce o trece horas de trabajo dia­
rio. Pero poco a poco fuimos poniendo las cosas en su sitio. A veces las
jornadas más grises y lóbregas se veían resalzados por la salida en la
prensa o en las revistas de algún artículo nuestro. Este hecho te hacía en­
contrar un sentido y una justificación al poco reconfortante trabajo de
fotos de carné en el que estábamos inmersos. Al terminar el día nos mirá­
bamos Magdalena, Cristina mi hermana, y yo, cansados, exhaustos, mien­
tras recogíamos los bártulos de la tienda. En ese momento hablábamos de
nuevo de los viajes y de la vida en libertad, lejos de las sonrisas forzadas
y las promesas muchas veces incumplidas.
Hoy creo que sólo esas ganas de salir a descubrir nos hacían encontrar las
fuerzas necesarias para que cada mañana pudiera levantar las pesadas
rejas del negocio. Durante ese periodo de nuestras vidas que recuerdo
cansado aún, no parábamos en toda la semana. Los sábados abríamos
mañana y tarde ya que comercialmente eran buenos, y los domingos ha­
cíamos bodas y bautizos. Realmente era agotador. Pero nuestra cuenta en
el banco también mejoraba ostensiblemente y para finales del verano po­
dríamos partir de nuevo. Por las noches en nuestra diminuta pero acoge­
dora casa de Lejona, llena de libros y fotos, seguíamos trabajando en la
redacción de artículos. Muchas veces nos derpertábamos sobresaltados
tras haber dado una cabezada de dos o tres horas en los sofás de la sala
con el proyector encendido y las hojas de papel con los escritos caídas a
nuestro alrededor.

283
El domingo por la tarde siempre lo empleábamos en hacer un poco de
deporte. Normalmente surf y pasear por los acantilados cercanos a Bil­
bao; la Salvaje, Sopelana, Barrica, Meñacoz o el Castillo de Plencia eran
nuestro único consuelo y la exclusiva relación que tuvimos con la mar
durante los meses de arduo empeño en poner los medios para marchar­
nos de nuevo. Al anochecer, mirábamos las lejanas luces de los barcos y
como niños, casi lo éramos, nos montábamos en ellas jugando a descu­
brir el viaje que cada uno había decidido hacer en esa singladura. Daniel
nos miraba interrogante. Esto servía de distracción a nuestras atormenta­
das y saturadas cabezas que a medida que pasaba el tiempo no dejaba
que viviéramos en paz. La obsesión de regresar al inmenso jardín que es
el mundo nos acuciaba.
A comienzos de septiembre teníamos ya todo preparado para irnos. Israel
el Mar Rojo, Egipto, Turquía y Chipre serían nuestro destino. Por suerte
nuestros medios de trabajo también mejoraron al igual que nuestro humor
a medida que la fecha de salida se acercaba. Habíamos comprado una
zodiac grande, con un potente motor de veinticinco caballos, que nos pu­
diera llevar a los arrecifes de coral más alejados donde quisiéramos buce­
ar. Por fin tuve un buen flash submarino para mi Nikonos y el anhelado
fotómetro Sekonic, una auténtica joya que me permitiría tener en inmer­
sión los tiempos precisos de exposición.
Esta vez había que afinar mucho más. La revista Arte Fotográfico, la Biblia
para los fotógrafos de la época, me había encargado una serie de artículos
sobre fotografía submarina, que al regreso publicaron. Así que primero
tenía que acabar de aprender, para después atreverme a decirle a los
demás lo que tenían que hacer con sus imágenes bajo el agua.
Haría un artículo sobre el bosque de piedras de Meteora en Grecia para
la Revista Viajar. Y aunque ya habíamos estado allí, me faltaban datos y
fotos que resaltaran y profundizaran algo que yo en principio sólo había
fotografiado por curiosidad. Además nos cogía de paso. Hoy es una im­
portante publicación, pero que entonces, el único aliciente que tenía de­
bido a su incipiente puesta en el mercado, era la dirección de Luis Caran-
dell. Extraordinaria persona que no tuve la dicha de conocer mejor, pero
que la hora que pasé con él en su redacción me dejó adivinar el por qué
su ingenioso libro Celtiberia Show, había sido todo un acontecimiento
editorial en una España que comenzaba a retomar su sentido del humor.
La casa Kodak de fotografía me hizo inconscientemente el regalo de sacar
al mercado la película Ektacrome 200 ASA, que sin duda aliviaría bajo la
mar la falta de luz característica de este medio. El incipiente filme 400
ASA, no ofrecía seguridad de grano a la hora de publicar e imprimir las

284
diapositivas, por lo que preferí dejarlo. Pudimos cambiar los tanques de
buceo comprando tres bibotellas nuevas: dos Aralu italianos de aluminio
ligeros, y un Spirotecnique de veinte litros de acero, que me permitiría
bucear sin plomos, siempre incómodos a la hora de moverte.
Una nueva Nikon F3, más por capricho que por necesidad, completó mi
equipo fotográfico. Todo parece poco cuando quieres plasmar en imáge­
nes lo que tu imaginas o pretendes ver casi perfecto. Hoy en 1994, lo
conservo como si el tiempo no hubiera pasado para él. Quizás las técni­
cas de medición de los fotómetros hayan mejorado, o los diseños y pesos
también sean diferentes, pero puedo asegurar que durante los últimos
ocho años mis máquinas han seguido sacando buenas fotos ajenas a los
avances, muchas veces sólo comerciales, que lógicamente imponen los
nuevos tiempos.
Y con todos estos lujos añadidos a los ya incondicionales equipos de
viaje y avituallamiento, emprendimos el cuarto gran recorrido que reali­
zamos, y que nos llevaría a mares tropicales y mundos soñados muy dife­
rentes a los anteriores. Trabajaríamos por toda la geografía de Israel,
donde queríamos aproximarnos a una guerra lo más posible. Conocería­
mos el templo de Herodes en la fortaleza de Masada, junto a Jordania, y
bucearíamos en el Mar Muerto. Como objetivo más ambicioso pretendía­
mos sumergirnos con los tiburones del Mar Rojo, intentando acercarnos a
ellos. También pretendíamos fotografiar las grandes morenas y a las temi­
das barracudas. En fin, descubriríamos los arrecifes de coral y su vida
siempre desconocida y fascinante.
Otra vez por suerte, habíamos logrado romper el cerco de la vida rutina­
ria, y en esta ocasión lo haríamos para mucho tiempo. Teníamos más di­
nero del que jamás habíamos soñado. Los trabajos de fotógrafo oficial de
la Delegación del Gobierno en las visitas del presidente, Sr. Suarez, y de
SS. MM. los Reyes de España al País Vasco, me habían proporcionado
unos inesperados e importantes ingresos, además de vivencias y puntos
de vista sobre un mundo ajeno y diferente.
Eran las cinco de la mañana del doce de septiembre de 1981. Con los
ojos casi cerrados, transitábamos por la autopista Bilbao-Behovia sin ape­
nas ser conscientes de lo que hacía unos meses todavía era un sueño, se
había convertido ya en realidad.
No se si el sueño, que no cesaba, o el cansancio de tantos preparativos y
nervios contenidos, eran los culpables de que no chilláramos de alegría
en esa lluviosa mañana del equinocio del verano en Euskadi. Pero ahí es­
tábamos ya, rumbo al lejano Mar Rojo.

285
Cruzamos Francia por el sur. Paramos en Monaco, en el museo Océano-
gráfico, donde siempre cogíamos alguna nueva e interesante información
sobre nuestro futuro destino, y seguimos por Italia. En el viaje de ida nos
evitaríamos cruzar Yugoslavia. Preferimos llegar al Píreo en barco desde
Brindisi, justo en el tacón de la inmensa bota que geográficamente forma
la tierra de Julio Cesar. La autopista que recorre toda la costa Adriática Ita­
liana es recta y confortable, llena de alegres "pavesis" donde logras en­
contrarte a tus anchas. El transbordador que une Brindisi con Igumenitsa
primero y Patrás después, hace su singladura en poco más de ocho horas.
El tiempo de escala en la isla de Corfú durante unas horas, te sirve para
contemplar su belleza. Totalmente diferente de las peladas Cicladas. La
opulenta y casi nórdica Corfú ofrece largas playas en las que a su alrede­
dor se mezclan los jardines y las viñas, que producen el ligero vino "theo-
toki" blanco. Todavía en la capital se dejaban ver en las fachadas los
bombardeos sufridos a causa de los italianos en 1951. Tras haber pertene­
cido a los Dogos y luego a los franceses, Corfú quedó bajo mandato britá­
nico en 1815, y ya no volvió a ser territorio griego hasta 1864.
Adentrarte por el mítico golfo de Corintio, te acerca a Delfos o Trípoli, sin
olvidar Esparta y Olimpia. Desembarcamos en la villa de Patrás, tierra de
dioses y heroes, marcada luego por la civilización bizantina. Su puerto
poco desarrollado, conserva el sabor de lo rústico.
Por carretera nos dirigimos a Corinto, donde el sorprendente corte hecho
por ingenieros franceses a finales del siglo pasado, no hizo más que reto­
mar un proyecto que ya comenzara el emperador Nerón, y que después
abandonaría por su dificultad. No existe un lugar mejor en Grecia para
comparar una obra megalítica reciente, con otras de viejo corte mitológi­
co. La ciudad, reconstruida tras un terremoto, domina el acceso al Pelo-
poneso.
Lo que queda de la villa apenas te permite imaginar su perdida opulencia,
cuando las "esclavas sagradas", servidoras de afrodita, sólo aquí podían
nacer. Este sorprendente canal que toma su nombre de la ciudad que lo
controla y vigila, permite a la navegación llegar desde el Adriático hasta
el Píreo sin tener que dar el inmenso rodeo que supone circunnavegar la
península del Peloponeso.
En el Píreo descansamos un día. Habíamos ya reservado desde Francia
nuestro pasaje de transbordador hasta Haifa con parada en la isla de Chi­
pre. Embarcamos por la tarde. Teníamos un buen camarote, o por lo
menos a nosotros eso nos pareció, acostumbrados como estábamos a ir
en cubierta durante largas singladuras. Tenía una ducha y blancas sábanas

286
para los casi tres días que duraba la travesía. LLegamos a Chipre, tercera
isla en extensión de todo el Mediterráneo, pero también unas de las pri­
meras en conflictos históricos y guerras raciales y religiosas. El puerto de
Limasol se extiende por la parte más interior de la bahía del mismo nom­
bre. Su castillo del siglo XII y las ruinas de las murallas le dan un aire ro­
mántico, además de la constancia del castigo que las guerras sucesivas les
propiciaron. Es el principal puerto de la isla y mantiene gran actividad en
la exportación de productos agrícolas; uvas, aceite y vino principalmente.
Por lo que a su población se refiere, esta tierra ha atravesado situaciones
complejas y diversas, pero el elemento griego continua siendo dominante
gracias a su especial aptitud para el comercio. Turcos, Griegos e Ingleses
se reparten este trozo de terreno abnegado y austero a causa de tanta in­
comprensión. El famoso arzobispo Makarios, jefe de Gobierno y de la
Iglesia protestante, tras su vuelta del exilio, respetó la actual situación de
fronteras que dividen casi por la mitad a Chipre entre turcos y griegos, o
turco-chipriotas como dicen ellos. Los esfuerzos de todos durante los años
anteriores a nuestra visita para reunificar al país, se vieron imposibilitados
por los enfrentamientos de siglos entre estos dos pueblos, que aunque ve­
cinos, son enemigos irreconciliables.
Los británicos tenían cuatro bases estratégicas desde donde a través de la
OTAN controlaban los movimientos del Oriente Próximo, revuelto y ex­
plosivo desde hacía ya varias décadas. Pero si en algún lugar se resumen
las contradicciones de la civilización que se funde en los inciertos confi­
nes entre Oriente y Occidente, esa tierra es sin duda Chipre.
Pero lo grave era, que estos conflictos se habían a g u d iza d o más en fechas
recientes. La feroz guerra que hacía seis años había asolado la isla, se de­
jaba sentir por todas partes. Los griegos a la fuerza, intentaron imponer su
dominio a través del aventurero Nikos Sampson. Los turcos reaccionaron
de tal forma, que el problema adquirió repercusiones en el equilibrio polí­
tico europeo y mundial. De aquí arrancó la caída del régimen de los co­
roneles en Grecia, y de su ferrea dictadura. Al final la suerte de Chipre
quedaría en el aire, en un difícil equilibrio entre turcos y griegos sujetos
por un finísimo y débil entendimiento, que sirve de banco de pruebas
entre dos mundos cercanos pero dispares.
Desde Chipre dejaríamos por babor la costa del Líbano, dándole un buen
resguardo. No estaba el horno del país para bollos. Al año siguiente, y
coincidiendo con nuestra segunda visita a la zona, las tropas israelitas in­
vadieron a su vecino del norte en una guerra de sólo cuatro meses pero
de una crueldad por ambos lados fuera de recientes precedentes, y que
comenzó a demostrar las ambiciones secretas del pueblo judio, hasta en­

287
tonces víctima para la opinión mundial de los ataques árabes. También
pudimos entender el grave peligro que corren los asentamientos judíos
cercanos a las fronteras con Siria y el Líbano, y su imperiosa necesidad de
alejar de esos lugares a sus enemigos, especialmente en la zona del lib e ­
rtades a la que nos dirigíamos. Los altos del Golán como grandes observa­
torios sobre la tierra de Israel, son el lugar idoneo para bombardear y aco­
sar sin impunidad a los kibbutz que durante los últimos años se fueron
extendiendo por las orillas del lago. Los formaban jóvenes agricultores,
artistas y gentes que hacen de su vida el trabajo en común, y que lejos de
conflictos, estaban casi desamparados.
Pero resumir aquí todas esas vivencias y experiencias posteriores, es difícil.
La resolución de todos estos problemas fronterizos y políticos están hoy in­
conclusas, pero candentes y actuales tras la Conferencia de Madrid. Creo
por tanto más prudente dejar a los acontecimientos futuros el control del
desenlace, y ver que nos depara el destino sobre el territorio de Israel.
En este afan de descubrir y experimentar por el que nuestro viaje se
movía, no podíamos dar cabida juntos, a los sueños y bellezas submari­
nas, y a las actitudes políticas y militares que normalmente los humanos
tomamos cuando la pasión por nuestro mundo se disipa, y al hacerlo, de­
jamos paso a la intolerancia. Por eso, so pena de amargarnos la aventura,
seguimos rumbo a Haifa, donde al amanecer las sirenas de las patrulleras
ju d ía s ato rm en tab an co n su ruid o a los v ia je ro s .

Dos amigos israelitas que conocimos durante la travesía, Alex y Mauricio,


nos contaron paso a paso lo que estaba sucediendo, y el por qué de tanto
alboroto. Se trataba de la preceptiva revisión que todo barco al llegar al
Estado de Israel debe pasar, por si algún grupo de palestinos colocó arte­
factos explosivos en su casco, como en otras ocasiones había sucedido.
Los buzos de la armada saltaron expectacularmente de los botes infiables
del ejército, y desaparecieron durante treinta minutos. Inspeccionan toda
la obra viva de la nave con detectores de metales. Si no encuentran nada,
como sucedió en nuestro caso, dejan entrar al transbordador a través de
unas enormes redes metálicas submarinas, que cierran toda la bocana del
puerto.
Antes y durante la travesía, policías de paisano pertenecientes a la
MOSAD o servicio de inteligencia, nos habían interrogado entre pregun­
tas y bromas sobre la posibilidad de que alguien nos hubiera entregado
algún paquete para dejarlo en Haifa. Sobre nosotros no hacía falta darles
ningún detalle. Ellos los conocían casi a la perfección. Les tiramos de la
lengua, y dentro de su absoluta discrección y profesionalidad, dieron de­
talles de nuestras vidas realmente sorprendentes. No en vano tardaban un

288
mes en entregarte el preceptivo visado de entrada, que tenías que tramitar
a través de la embajada de Francia, pues en aquel tiempo no existían rela­
ciones diplomáticas entre nuestros dos estados.
Pasados los trámites aduaneros, estrictos pero corteses, salimos del puerto
de Haifa con la sensación ya de estar en guerra. La gente por las calles
vestían uniformes militares, sobre todo los jóvenes. Los controles con
alambradas y las patrullas en Land Rovers armados, se paseaban con tran­
quilidad como si de algo rutinario se tratase. Así era también la actitud de
hombres y mujeres armados que circulaban por las aceras con sus metra­
lletas colgadas del hombro, con la misma naturalidad que los occidenta­
les podíamos llevar el periódico.
Se nos abría un mundo diferente tenso y calmado a la vez, pero que sin
duda te hacía circular más despierto y atento hacia todo lo que te rodea­
ba. Pasamos unos días estupendos en casa de nuestros amigos Alex y
Mauricio, judíos peruanos residentes en Israel desde hacía años, pero con
un dominio absoluto del español, además del inglés y su propia lengua
hebrea. La vida de los jóvenes poco se diferenciaba de la nuestra. Hacían
deporte, estudiaban o trabajaban, y se divertían bailando o escuchando la

Llevan las armas con la misma naturalidad que nosotros el periódico.

289
misma música anglosajona que casi todos los jóvenes europeos oíamos.
Pero había algo sustancialmente diferente a nuestras vidas. Estaban en
una interminable mili, pero en un ejército siempre en guerra con todos su
vecinos. No jugaban a los ataques y defensas como yo lo había hecho en
Toledo y Estella, ellos lo hacían de verdad, y esto indudablemente les
daba un carácter especial. Rodeados como estaban por egipcios, libane-
ses, sirios y jordanos, no podían descuidarse. Por eso todos los jóvenes,
hombres y mujeres, estaban en constante alerta.
En sus casa guardaban las armas y uniformes como quien guarda en O c­
cidente un disfraz de carnaval, cuidados ambos con esmero y pulcritud.
Pero lo realmente chocante para nosotros, era su motivación y entusias­
mo. A llí nadie despotricaba de su ejército por mucho que las constantes e
intempestivas llamadas les sacaran de sus trabajos y diversiones. Era una
obligación y un honor para con su patria que a nadie se le ocurría eludir.
Debe ser que carecer de tierra donde asentarte con los tuyos, formando
una raza y cultura diferente, debe darte ese espíritu de entrega. Por el
contrario los que como nosotros nacíamos sabiendo cuales eran al menos
nuestros límites geográficos, podíamos permitirnos el lujo, de renunciar
constantemente de patria y credo con la frivolidad que sólo los que no
han sufrido de su carencia pueden hacerlo.
Ya en aquellos años me impresionó esa actitud y el amor desmedido por
su trabajada y asediada tierra. Pero también y como contraste a lo racio­
nal, caló hondo en mí su fanatismo religioso casi elevado a la condición
de acto teatral, y que se vería después acentuado al pasar unos días en
Jerusalén.
Diego mi hermano llegaría de España para acompañarnos en las expe­
riencias submarinas y dar más consistencia al equipo, hasta ahora de tres
miembros. Pero antes de recogerle, iríamos al lago Tiberíades, junto a los
altos del Golán. Teníamos cinco días hasta la cita en el aeropuerto de Ben
Gurión. Aprovecharíamos ese tiempo para intentar acercarnos al frente de
la guerra y conocer su ambiente, si lográbamos pasar los férreos controles
militares.

290
Guerra en el Golán

291
i j a i f a no se menciona en la Biblia, pues no existía cuando se redactó.
/ / Nació en la época Bizantina en los tiempos de la dominación árabe.
I I Tuvo de siempre su comunidad judía que fue destruida por los cruza­
dos hacia el 1099 d. C. A principios del siglo XIX, los judíos comenzaron
a asentarse en ella de nuevo, hasta que después de la guerra que duró
entre 1939 y 1945, la ciudad se convirtió en el centro de la inmigración
ilegal de los judíos que provenían de todo el mundo. Especialmente los
que por millares abandonaban despavoridos Alemania y los estados con­
quistados por los nazis. Desde 1948 pertenece ya definitivamente al pue­
blo judio, siendo la primera ciudad que tuvieron antes de la declaración
de independencia del estado de Israel.
Eloy Haifa, es el puerto más importante del país y la segunda en habitan­
tes después de Tel-Aviv. Entre sus muchas curiosidades, disfrutamos espe­
cialmente de la villa de los artistas Ein Hod, a diecisiete kilómetros al sur,
emplazada sobre la mar. Está formada por unas sorprendentes ruinas pa­
lestinas construidas en el siglo XIII, llenas todas ellas de gravados y tallas
majestuosos. Los antiguos muros de su puerto se sumergen bajo la mar,
incitándonos a buceos apasionantes que dejaríamos para otra ocasión.
Conducimos hasta Nazaret, lugar de tantos recuerdos bíblicos para noso­
tros los cristianos. Entre esos recuerdos infantiles, la villa de Nazaret resu­
mía en una palabra los fundamentos de la religión Católica. Durante mu­
chos años la Historia Sagrada había llenado nuestras cabezas en el
transcurso de largas clases en colegios de religiosos. Por eso este lugar
tantas veces oido, nos emocionaba especialmente al contemplarlo en su
verdadera dimensión y realidad, llevándonos a recuerdos infantiles.
Antes paramos en Beth Shearim, donde las catacumbas con más de veinte
túneles y cerca de doscientos sarcófagos, nos dejaron sobrecogidos por su
historia. Nos dio una ligera idea de la dureza de la vida de estas gentes,
siempre ocultas por sus posicionamientos religiosos.
La carretera nos condujo por lugares preciosos, de arquitectura nunca
vista hasta entonces, y que como la legendaria Caná, donde Cristo hizo
milagros, nos hicieron detenernos muchas veces a fotografiar. Con la
puesta del sol llegamos a la ciudad de Tiberíades, fundada por el hijo de
Herodes, Herodes Antipas, le dio el nombre del emperador romano Tibe­
rio. El mar de Galilea, como también se le llama, tiene veintidós kilóme­
tros de largo por algo más de trece de ancho. Su profundidad media no
supera los cincuenta metros. Se alimenta de agua del caudaloso río Jor­
dán, y esta situado doscientos metros por debajo del nivel de la mar. Por
eso la carretera desde Haifa, desciende suave pero constantemente hasta
llegar allí.

293
El sol al bajar, le daba un aspecto iluminado y tranquilo. Las graciosas
cúpulas de las casas, se reflejaban en el lago, convirtiéndolo sin querer
en un inmenso espejo sutil y adornado. Sólo el ferreo control militar que
pasamos a la entrada de la ciudad nos sacó de los bucolismos y devane­
os con el paisaje que nos traíamos. Ni siquiera nos preguntaron a donde
íbamos. Ya lo sabían. Los otros cinco puestos militares por los que había­
mos pasado a lo largo del día, ya les habían anunciado por radio nuestra
llegada. Y como recomendación, siempre debes llegar al lugar que dijis­
te. Si no lo haces, salen a buscarte. Si un problema fue lo que te detuvo,
te ayudan amablemente, pero si sólo se trataba de un capricho o una
¡nesactitud en tu ruta, puedes tener problemas. Así que lo mejor era cal­
cular el recorrido con detenimiento, y aproximarte a la hora en la que
llegarías a tu destino. Las razones de todo esto, son de estricta seguridad,
sobre todo para tí.
Le indicamos al joven y simpático teniente que mandaba el control de l i ­
bertades, la intención que teníamos de subir a los altos del Golán, y de si
esto era posible. En inglés, pues casi todos los judíos lo hablan, nos acon­
sejó dormir en la ciudad y ascender por la mañana integrados en una pa­
trulla militar. Por supuesto que nos pareció bien, y fuimos hacia el antiguo
puerto de la ciudad donde aparcamos.
Añosas murallas de basalto negro dan al fuerte turco junto al que estába­
mos, una apariencia antigua y real. La noche, clara, nos sumergía en el
Nuevo Testamento sin quererlo. A nuestro alrededor los pelados muros
conservados como antaño, servían de cortina a nuestro paisaje. Por el
otro lado de nuestro campamento, la inmensidad del famoso lago para la
cristiandad, aprisionaba también nuestros pensamientos. Por eso la única
alternativa que nos quedaba consistía en dejar vagar a la imaginación y
recordar esos tiempos tantas veces leídos y escuchados.
Por la mañana temprano, a eso de las ocho, nos despertó la bocina de un
coche. Asomé mi adormecida cabeza por la puerta y vi a la patrulla que
nos aguardaba. Les pedí disculpas por no haber estado listo, y salté sobre
el volante sin tener ni siquiera tiempo de vestirme. Magdalena y Daniel
seguían dormidos, y sólo cuando la carretera se angostó y rompió en
miles de trozos de piedra, despertaron sobresaltados. La pista ascendía
lentamente a través de un paisaje magnífico. Paramos en la fuente Banias,
donde el río Jordán nace, y llegamos en poco más de dos horas a las li­
neas militares Judías. Cerca de ellas, los antiguos bunkers sirios, ahora va­
cíos, desde donde bombardearon incansáblemente a los israelitas hasta
junio de 1967, estaban casi intactos, los orificios de las balas y obuses se

294
apreciaban con toda nitidez. Desde esa fecha, en la que los militares ju­
díos conquistaron provisionalmente estos montes volcánicos, los habitan­
tes de todo el valle de Tiberíades han podido dormir tranquilos.
El ambiente en los campamentos militares era relajado pero alerta en todo
momento. Por las noches los sirios, y casi diariamente, lanzaban peque­
ños obuses de mortero indiscriminadamente contra estas posiciones, pero
rara vez hacían un daño significativo. Era más bien una forma de expresar
su rabia por la pérdida de estas montañas estratégicas. Los altos del
Golán, no sólo representan un fuerte natural que da prioridad defensiva al
país que los posee, si no que también otorga el control del cauce del río
Jordán. De ahí su importancia, y la resistencia de los israelitas a devolver­
los. Máxime cuando en esta parte del mundo el agua es un valioso tesoro
más preciado que cualquier otra cosa.
Pasamos el resto del día charlando con los jóvenes militares que amable­
mente nos dieron todo tipo de explicaciones. Anduve por las alambradas
no sin cierta aprensión, por otro lado normal al pisar por primera vez un
frente de guerra.

Posiciones sirias desde el Golán.

295
Por la noche, nos recomenda­
ron aparcar uno o dos kilóme­
tros más abajo de las posicio­
nes defensivas, con el fin de
estar más seguros. Durante tres
o cuatro horas, escuchamos los
brutales ruidos de los obuses si­
rios, que desde nuestra situa­
ción parecían fuegos artificiales
echados a destiempo un día de
feria. De vez en cuando los ju­
díos devolvían el fuego, para
denotar su presencia. Sabían
que las andanadas lanzadas por
los sirios apenas eran efectivas.
De cualquier forma las ilumina­
ciones del cielo que se produ­
cían cada rato por el efecto de
las explosiones, te dejaban so­
brecogido y tenso, por mucho
que supieras que no podían lle­
gar hasta nosotros.
Por la mañana descendimos a
través de lomas y arroyos. La
vegetación casi exuberante, por Restos de un carro de combate.
la cantidad de agua que impera
por doquier, te hace olvidarte del peligro de la guerra y te transporta al Pi­
rineo o a los Alpes Franceses. Al mediodía comimos en la casa de hués­
pedes del Kibutz de Guinosar, y pasamos la tarde conociendo a través de
los propios judíos su forma de vida y los rasgos más sobresalientes de esta
curiosa forma de convivencia.
A la entrada del Kibutz, y escrito sobre una gran madera, un cartel rezaba
así: "Levántate, ve por la tierra a lo largo de ella y a su ancho". Es una cita
del libro Génesis, y según el mismo, esto dijo Dios a Moisés. Y como si
fuera una profecía, jamás un pueblo recorrió tantos caminos del mundo,
ni fue tan perseguido y maltratado como la raza judía. Me queda la duda
razonable de investigar si el pueblo gitano ha sido más arrinconado e in­
comprendido. El dinero hace que se oiga y hable más de quien lo tiene,
que de los perseguidos en silencio carente de él.
Hoy Israel ocupa una estrecha franja de tierra bañada por el mar Medite­
rráneo en su costa oeste, y conectado al mar Rojo por el golfo de Eilat en

296
su parte sur-este. Está situado en el continente Asiático, rodeado de países
árabes por tres de sus cuatro puntos cardinales. Y verdaderamente no su­
cedería nada malo por este hecho, si todos estos estados no hubieran sali­
do siempre en defensa de los palestinos, cuando carentes de razón vola­
ban un avión o mataban a diplomáticos judíos. Hoy Israel crece, forma
un maravilloso y variado territorio donde la naturaleza les llenó, para
compensarles de tanta penuria, de sus encantos. De un paisaje típico de
pueblos mediterráneos, se pasa sin apenas notarlo o otro de corte tropi­
cal, lleno de palmeras y arrecifes coralinos.
El Pueblo de Israel es una auténtica Torre de Babel. La raza judía en su
persecución, se extendió por todo el mundo, y de ellos nacieron hijos
habidos con franceses, africanos, peruanos, americanos etc... Y aunque
mantienen unos rasgos específicos comunes, es difícil distinguir una ge­
neral y auténtica fisonomía. Pero cada vez son más los jóvenes nacidos
en su tierra, -los sabras-, y menos los viejos fundadores de la patria, pro­
venientes de todas las partes del mundo. Por eso la tendencia a formar
un grupo étnico más específico racialmente es clara. En 1981, el veinti­
cinco por ciento de la población descendía de refugiados argentinos y
peruanos. Otro diez por ciento la formaban los judíos, que huidos de
toda Europa y refugiados en el norte de Africa, pasaron al constituirse el
Estado de Israel, a ocupar sus nuevas tierras.
También es sorprendente oir hablar la lengua de los Reyes Católicos. Un
tanto muy elevado de personas, entre las que se encuentra el presidente
del Gobierno en aquel año, Sr. Beguin, descienden de los judíos sefarditas
que habitaron la Península Ibérica por los años 1400, y que después fue­
ron expulsados por nuestros soberanos, tras pasar algunos por la -Santa-
Inquisición-.
¿Por qué fueron echados? Parece ser que eran demasiado listos para las
estrechas mentalidades cortesanas de entonces, y por su habilidad para
los negocios. Se apoderaban de cuantas areas de poder se les otorgaban.
Un amigo alemán me dijo. "Si los españoles no hubierais echado a los ju­
díos, la caída del poder económico de España durante los siglos XVII Y
XVIII, no habría sobrevenido". Y seguro que así hubiera sido, si no, pode­
mos mirar a las grandes fortunas americanas y francesas, en las que el ele­
mento judio es algo común y primordial. Rothschild, Rockefeller, etc. . .
Por todo ello es necesario ir a Israel y recorrerlo un poco. En ninguna
parte de la tierra se podran dar estos contrastes tan extremos, fruto de una
larga y penosa historia. A caballo entre la compasión y la admiración,
casi te quedas con la última. Su capacidad de sufrimiento no te deja en­
trever los años de angustias que pasaron, ni tampoco sus profundas y s¡-

297
lenciosas cicatrices. Pero no llevan todo esto con resentimiento y altane­
ría. El judio respeta lo que le rodea, y especialmente las costumbres y de­
rechos de los demás. Son curiosos, o dicho de otra forma tienen unas in­
saciables ganas de aprender de los demás, pero nadie puede tocarles su
patria o su religión. LLegados ahí, su fanatismo se trasforma en algo irra­
cional casi demente.
Su inteligencia se ve con claridad , en el kibutz. La organización es per­
fecta, sus métodos de convivencia también lo son, y el esfuerzo de todos,
que observas en pos de unos mismos fines, te terminan de mostrar su ca­
rácter y talante. El simple pero complicado concepto del -bien común-,
alcanza en estos centros de trabajo la máxima expresión. Todos contribu­
yen en el bienestar de los otros, y el que no quiera hacerlo, debe mar­
charse. La manutención es gratuita, el alojamiento también, e incluso un
poco de dinero para vicios como el tabaco o la cerveza, te los resuelve la
propia comunidad. Es una ejemplar enseñanza para el futuro de los jóve­
nes, y casi un peldaño obligado para comprender el ferreo espíritu del
pueblo judio. En el kibutz, aprenden un oficio o un arte que les servirá
después para formar su propia familia y ganarse con ello la vida.

Las figuras de los rabinos se confunden con los retorcidos olivos.

298
Anduvim os durante un
tiempo recorriendo los
alrededores del mar de
T ib e ría d e s, in clu s o a
modo de respetuosa irre­
verencia, anduve como
Cristo sobre sus aguas.
Naturálmente que con la
tabla de windsurf, pero a
fin de cuentas también
caminé sobre el famoso
mar. Q u isim o s bucear
cerca de los muros de la
ciudad, pero una ley lo
prohibía expresamente.
Aún quedan en el fondo
del gran lago restos de
obuses y granadas que el
ejército no ha podido re­
tirar. Y m ientras no lo
haga, ni buceo ni pesca
en ciertas zonas puede
practicarse, ciertamente
es peligroso. Era una lás­
tima, nos hubiera encan­
Andando sobre las aguas del mar de I iberiades.
tado bajar por estas histó­
rica s aguas. Nos d esped im o s de nuestros am igos del k ib u tz , y
emprendimos el viaje hasta Tel Aviv. Pasamos por la ciudad de Afula con
su delicioso olor a caña de azúcar en proceso de elaboración, y seguimos
por una buena carretera. Cuarenta y cuatro kilómetros más y otra vez es­
tamos junto a la mar. La villa de EHadera, no tiene demasiado interés, pero
es limpia y ordenada. Se respira de diferente forma que en las ciudades
del interior. Yo creo que la mar imprime un carácter especial a las gentes
que habitan junto a ella, o quizás lo que sucede es que yo no se vivir lar­
gos periodos alejado de su compañía.
Desde esta encrucijada de caminos hacia todas las direcciones que es EHa­
dera, seguimos hacia el sur. Cincuenta kilómetros de autovía y Tel Aviv. La
auténtica capital financiera y turística de Israel se abría ante nosotros.
Dormimos junto a la playa tranquilos y plácidos, pues una torre militar de
más de diez metros de altura, que como un gran faro oteaba con sus rada­
res el horizonte, nos protegía. Cenamos mitad de nuestra despensa y

299
mitad de la comida de los soldados. Un sabroso potage de guisantes y
huevo lo intercambiamos por atún del cantábrico y espárragos navarros.
Como agradecimiento a su generosa iniciativa, les dimos una valiosa bo­
tella de vino elaborada por Bodegas Bilbaínas, que apreciaron y celebra­
ron.
Por la mañana, cuando el sol no se había dignado a sobresalir por el
montañoso horizonte, una auténtica manifestación de deportistas llena­
ban ya la playa. Unos corrían, otros nadaban, los más pudientes sacaban
sus catamaranes de vistosas velas coloreadas. También los caballos y los
pescadores submarinos tenían su sitio. Nuestra plácida playa de anoche
se había convertido en un inmenso polideportivo con sus luces a medio
encender. Pero esto era una muestra de la vitalidad de estas gentes, que
luego, y a medida que les fuimos conociendo, te cansabas con mirarlos.
Mientras esperábamos el avión que venía de Roma, paseamos por el cen­
tro de la ciudad, y todas mis sospechas sobre el rápido desarrollo de este
Estado quedaron al descubierto. El bulevar Rothschild, delataba la in­
fluencia de las grandes fortunas mundiales, generalmente de raza judía, y
que como esta familia, habían hecho grandes contribuciones a la patria
de sus mayores, aunque ellos sólo vinieran a sus magníficas casas por pe­
riodos de vacaciones. La calle como queriendo recordar la riqueza de su
mentor, está cubierta de árboles que en cada manzana pertenecen a una
especie diferente. Como edificio más notable de la avenida, destaca el
dedicado a la sede de la Organización de Inmigrantes Latino-americanos.
El museo Rubinstein, el auditorio Man, o el centro Rockefeller, te dan un
inesperado repaso sobre hombres y mujeres ¡lustres y ricos nacidos bajo
la estrella de David.
El pajaro de aluminio con Diego dentro llegó a su hora, y tras los estrictos
controles de acceso lo teníamos junto a nosotros. Para mí siempre era un
descanso contar con él y no tener que asumir todas las responsabilidades
del viaje, además de que siempre era un educado y fenomenal compañe­
ro, a veces sufridor de mis nervios y malos arranques de juventud. Ade­
más era la persona indispensable para realizar todas las locuras subacuá­
ticas que se me pasaran por la cabeza. Pues si yo había decidido arriesgar
hasta el grado ocho en una escala de diez, el consideraba el diez como
una cifra sin riesgo.

300
El equipo.

301
Inmersión
en el Mar Muerto
I equipo al completo cruzamos ligeros el centro del país con direc­

¿ ción a Ramallah. Desde allí nos quedarían unos pocos kilómetros


hasta llegar a Nebi Musa en la orilla del mismísimo mar Muerto.
Cerca de esa villa, visitamos la tumba de Moisés, arreglada y ambientada
de tal forma, que si llegas casi de noche y no quedan coches por los alre­
dedores, puedes pensar que hacía muy poco tiempo que entregó las ta­
blas de la Ley a sus paisanos. Todo parece conservar el mismo aspecto de
antaño que los profetas y escribanos cuentan.
Acabábamos de llegar al desierto de Judea y una llanura que se extiende
casi medio kilómetro por debajo del nivel de la mar y mil cien metros
más hundida que Jerusalén, se abría ante nosotros. El mar Muerto tiene
setenta y siete kilómetros de largo, y apenas dieciocho de ancho. Su pro­
fundidad es impresionante. Mas de cuatrocientos metros de sonda, que
unidos a los casi quinientos de desnivel con la linea de la costa medite­
rránea, deja su fondo a casi un kilómetro bajo el nivel de la mar. La curio-

La orilla salada del Mar Muerto

30 5
sa sensación aceitosa que produce el tacto de su agua, es debida a que el
treinta por ciento de su contenido está formado por sustancias sólidas.
Cloruros de magnesio, sodio, calcio, potasio y bromuro Estas sustancias
son refinadas, procesadas y luego utilizadas con fines industriales y agrí­
colas. Así que la pestilente y viscosa agua de este pequeño mar, es como
un nuevo maná, del que extraen dinero y recursos.
La concetración de sales en sus aguas es diez veces más grande que la de
otros mares de la tierra. Esto hace que sea imposible hundirte sin pesos
que te ayuden. Esa primera noche la pasamos junto a las calurosas y den­
sas orillas de sus aguas. Por la mañana viajamos a lo largo de la ribera oc­
cidental, de hermosos paisajes y abruptas montañas hasta llegar a Kum-
ran, donde las ruinas acumuladas al pie de los riscos cavernosos, no
llamaron la atención de nadie, hasta que en 1947, unos jóvenes pastores
beduinos, encontraron siete tinajas de barro cocido, conteniendo valiosí­
simos manuscritos Bíblicos. Entre ellos estaba el extraordinario rollo de
Cobre, donde se enumeran los escondites de los tesoros de un templo. Al
limpiarse las ruinas en 1951, se encontró un completo monasterio perte­
neciente a los -esenios- pobladores de estas tierras entre los siglos II y I a.
C. En él, se distinguía un gran salón, comedores, cocina y diferentes hor­
nos, además de escritorios y baños.
Es de presumir que en estos escritorios, los "esenios" copiaran los manus­
critos ya entonces antiguos para reeditarlos y conservarlos. Finalizada la
transcripción, los guardaban entre los agujeros redondos y profundos de
las piedras que ahora contemplábamos. En esas mismas cavidades fueron
encontrados siglos después, aunque la edificación que contenía estos
muros perforados, había desaparecido. Sólo quedaban sus cimientos y al­
gunos muros derrumbados. Los occidentales conocemos este hallazgo
con el nombre de; los Rollos del Mar Muerto. Son verdaderos tesoros de
la tradición y la historia más remota, aumentados de valor por ese trabajo
de copia austero y meticuloso que se tomaron los -esenios- Gracias a
ellos, se conoce mucho más sobre unas épocas, que por el mero paso del
tiempo, no han podido dejar documentos donde apoyarnos.
Un poco más al sur, a treinta kilómetros, está Ein Guedi, el Oasis Bíblico,
donde David escapó de Saúl y habitó después escondido en los abruptos
parajes que le rodean. Era nuestro punto de destino en ese caluroso y
apasionante día de viaje en el que las ruinas hitóricas se mezclaron con
los pasajes de las Escrituras Santas. Al mismo tiempo era el lugar ideal
para intentar algo extraño y singular. Queríamos probar la sensación de
descender con nuestras botellas de aire comprimido bajo este líquido vis­
coso y mal oliente, debido al azufre, de sus aguas mansas y profundas.

306
En un camping, instalado en pleno desierto, acomodamos la furgoneta
para dormir, rodeados de agua potable, duchas, supermercado y tiendas
diversas. Sólo faltó un poco de ambiente, pero estábamos fuera de tempo­
rada. A principios de octubre, hace demasiado calor para que las familias
israelitas pasen aquí sus vacaciones. Los meses de invierno, cuando una
constante temperatura de 18e convierte a las orillas del mar Muerto en un
auténtico balneario de paz y salud, llenan el lugar
Y es que el oasis de Ein Guedi es antiguo. Desde 1949, instalaron un k¡-
butz en él, y entonces, eran sus pobladores quienes lo dirigían con cuida­
do y esmero. En los alrededores de este magnífico lugar esta la cascada
de Najal David, un auténtico capricho de la naturaleza que me recordó
inmediatamente a la tierra de los Ida Outanane del Atlas Marroquí.
Cansados de tanto subir y bajar a templos y ruinas en medio de ese calor
y humedad, nos quedamos dormidos muy temprano, cuando apenas el
sol había desaparecido por detrás de unas colosales montañas bañadas
por una cálida luz rojiza. Sobre las seis de la mañana estábamos ya en
danza. Descansados y un poco más aclimatados a esta zona, cogimos
con entusismo los planes del día. Tuvimos que preparar la inmersión que
realizaríamos. Nos asaltaron todo tipo dudas sobre como calcular los
tiempos de descompresión en un lugar más bajo que el nivel de la mar.
Repasamos los textos franceses y americanos de inmersión que siempre
llevábamos con nosotros por los aspectos técnicos y su buena calidad.
Pero no hablaban del asunto. Estaba en todos ellos bastante claro, que al
sumergirte en lagos o pantanos situados sobre el nivel de la mar había
que utilizar las tablas de altitud, cuyos tiempos nada tienen que ver con
los calculados para mares y océanos. Pero la cuestión era; si para bucear
a cierta profundidad en lugares de alta montaña había que aumentar con­
siderablemente los tiempos de descompresión según una nueva tabla, ¿no
sería lógico pensar que si buceamos bajo el nivel de la mar esos tiempos
de parada tendrían que disminuirse? Yo así lo creía y Diego también, pero
no teníamos la certeza que así fuera. Los tiempos se calculan en función
del nivel 0, el de la superficie del océano. Luego, por debajo de ese nivel,
la presión absoluta debe ser menor.
Como no éramos expertos físicos, ni nuestros libros decían nada sobre
esta materia, calculamos una inmersión a diez metros de profundidad,
que en todo caso nunca podía ser perjudicial. La densidad del agua del
mar Muerto nos preocupaba. No sabíamos bien si al peso de la columna
de agua que hay sobre nosotros al descender, le teníamos que aumentar
algún valor por esa propiedad. Eran demasiadas las dudas que nos asalta­
ban, y no teníamos ninguna posibilidad de solucionarlas por el momento
con un buen asesoramiento. Al final, decidimos finalizar nuestros devane­

307
os con la física, y hacerlo de esta forma; diez metros, treinta minutos. Se
midiera como se midiese el curioso fenómeno físico que aquí se nos plan­
teaba, una inmersión de estas características sería siempre inocua y abso­
lutamente segura.
Apenas desayunamos. El olor sulfuroso del agua nos tenía revuelto el es­
tómago desde muy temprano. Habíamos estado probando los reguladores
a través de este líquido viscoso y teníamos mal sabor en la boca. Espera­
mos a que el sol ascendiera un poco y diera más visibilidad a esta papilla,
que poco tenía que ver con el agua de la mar. Sobre las doce estábamos
preparados para sumergirnos junto a una meseta rocosa. Por el color azul
más intenso que le rodeaba, nos pareció que tendría enseguida la profun­
didad que deseábamos alcanzar. Habíamos colocado en el cinturón todos
los plomos posibles y que teníamos con nosotros. El recorrido de acercar­
nos hasta el punto de inmersión fue lento y penoso, el inmenso peso que
arrastrábamos apenas nos dejaba dar tres pasos seguidos sin tener que
descansar. Tampoco nos pusimos los trajes de goma, dan mucha flotabili­
dad y también nos impedirían bajar.
Con el aceitoso líquido por la cintura nos fuimos poniendo cada uno de
los artilugios que normalmente utilizamos. El inhabitual contacto de todos
ellos con la piel los hacían más pesados e incómodos. Estrenábamos un
nuevo regulador cada uno, los llevaríamos dobles, dándonos una extraor­
dinaria sensación de seguridad. Es difícil q u e estas p ie za s de precisión fa­
llen , pero si puedes permitírtelo, es siempre mejor saber que tienes otro
colgado en el segundo grifo de la botella. A principios de los ochenta la
doble grifería era una extraordinaria novedad. Hoy todas las escafandras
autónomas la llevan.
Entre blancos bloques de sal que parecían pequeños icebergs, fuimos des­
cendiendo junto a una calcarea pared de tonos marrones y sepias. El es­
fuerzo que teníamos que hacer para bajar era descomunal, apenas lo lo­
grábam os. Por más que hiciéram os fuerza con las manos parecía
imposible conseguirlo. Ascendimos de nuevo y pusimos atados a la parte
trasera de las botellas pesadas piezas de hierro, repuestos de la furgoneta.
Dos muelles de suspensión, cuatro ballestas y dos paquetes de pesados
tornillos y tuercas fueron el lastre suplementario que pudimos encontrar.
Ahora la cosa iba mejor, notamos por primera vez que nuestro peso era
negativo ya en superficie, y sin pensarlo más, nos dejamos tragar por el
agua. Superados los primeros tres metros, en los que normalmente ya has
vencido la flotavilidad positiva, tampoco se aligeró nuestro descenso. Tu­
vimos que seguir agarrados a las piedras de la pared, en las que hacíamos
constante fuerza hacia abajo.

308
La visión era buena, blanquecina y opaca, daba la impresión que nadába­
mos dentro de una botella de leche. El líquido viscoso, parecía que deja­
ba trabajar bien a los reguladores. Descendíamos, y sólo la impotencia
ante la flotabilidad que conservabas te apercibían de tu insólita situación.
A los siete metros la bajada mejoró y pudimos aliviar las manos de la
fuerza que hacíamos contra la pared. Aún así, nos seguimos apoyando
constantemente con empujones, sobre el limpio y muerto acantilado.
Unos segundos después de la última comprobación de profundidad, toca­
mos fondo. Era moderadamente duro y parecía estar cubierto de sal.
Nueve metros de sonda, y cinco largos minutos para lograrla. En condi­
ciones normales tardas menos de un minuto en llegar a una profundidad
como esta, pero aquí la salinidad forma una invisible barrera. Tuvimos un
cuidado extraordinario con los ojos, por eso apretamos como nunca las
cintas de las gafas integrales, nariz incluida, que utilizamos. Nuestros mo­
vimientos debían ser lentos y cordinados, pues arriesgarte a perder la
máscara, supondría con seguridad tener que ascender, y al menos un
buen escozor de ojos.
No se veía vegetación alguna a nuestro alrededor, ni tampoco peces ni
moluscos. Estaba claro que con este nivel de sal era ciertamente imposi­
ble la vida submarina. Era evidente que aquí teníamos poco que hacer.
Recorrimos unos metros por la base de la pared sin encontrar ningún ras­
tro de vida. Las estalactitas de sal que se forman por todas partes, a veces
te jugaban una mala pasada. Tienen formas fantasmagóricas y siniestras.
Los rayos del sol se reflejaban en ellas acentuando la sensación de mons­
truos con vida. Creo que sumergidos en un ambiente como este, te podías
dar fácilmente a la elucubración y a la fantasía. En el borde sur del acanti­
lado, la pared descendía vertiginosamente en un claro y lechoso espectá­
culo digno de las mejores películas de ciencia ficción. Nos detuvimos.
Era una imprudencia seguir. Nos miramos tentándonos, pero la duda
sobre el efecto de este tipo de aguas nos hizo reflexionar. Aún así bajamos
otros diez metros junto a la desierta pared sin que nada de lo visto cam­
biase. El abismo seguía su marcha hasta no sabemos que espesa profundi­
dad. Sin darnos cuenta habíamos consumido más aire que en cualquier
otra inmersión realizada a una profundidad parecida. Los manómetros de
ambos marcaban poco más de un tercio del total. Era sorprendente, no
entendíamos que había sucedido, pero las agujas no engañan. Lentamen­
te regresamos al punto de partida, ascendiendo por el blanquecino muro.
Dejamos el fondo y fuimos ganando la superficie. Había que sujetarse de
nuevo a la pared, la flotabilidad de nuestros cuerpos era enorme, y casi
podías salir del agua disparado. Fuimos frenando nuestro ascenso con

309
grandes dificultades. No quisimos hacer el recorrido en menos de dos mi­
nutos. Siempre hay que dejar que el regulador actué sobre los pulmones
lentamente, para que se habitúen otra vez a presiones más bajas. Al des­
conocer como funcionaba el cuerpo en estas aguas, con más razón había
que ser prudente.
Al sacar la cabeza a la superficie, sentimos como si un peso insoportable
se nos hubiera quitado de encima. La sensación de ligereza que experi­
mentábamos era extraordinaria y nunca la habíamos tenido antes. Los
ojos comenzaron a picar fuertemente, al igual que el cuerpo. Dejamos
todo el equipo junto al lugar de buceo, y corrimos a las duchas del cerca­
no camping. Allí, bajo el agua dulce los abrimos para librarnos de la sal,
que en pequeñas cantidades se nos había metido dentro. Frotamos el
cuerpo con jabón y comprobamos que nuestras manos se habían agrieta­
do de tanta fuerza como hicimos. La sal nos produjo pequeñas úlceras en
los dedos que picaban intensamente, nos dimos colirio y pomada Atrix de
manos que siempre utilizábamos para los cortes y raspaduras. Como algu­
nos era muy profundos, le pusimos la socorrida mercromina, y para
media tarde el dolor había remitido. Estábamos entusiasmados con la
aventura, posiblemente muy pocos buceadores hayan realizado este tipo
de inmersión. Limpié con sumo cuidado y abundante agua dulce la cá­
mara submarina, y nos fuimos a jugar con este sorprendente líquido. Los
cu a tro pasamos mucho tiempo riéndonos de la flotabilidad y lo ridículo
de las posturas que podías adoptar, también Daniel se rió escandalosa­
mente al comprobar que no podía hundirse. Era algo mágico para él.
Nos quedaba la duda del consumo tan tremendo de aire que padecimos,
habiendo respirado como siempre lo habíamos hecho. En el kibutz que
regía el camping, conocimos a dos profesores de biología de la Universi­
dad de Jerusalén, que pasaban unos días visitando a sus hijos, miembros
activos de esta comunidad. Por las constantes preguntas que realizamos a
varias personas del kibutz, nos remitieron a ellos. Contestaron amable­
mente a nuestra cuestión. "El agua de este mar, es mucho más densa y pe­
sada que la de otros lugares, por su gran contenido en sal. Al pesar más,
aprieta con más fuerza la membrana del regulador cuando emite el aire y
por lo tanto el aire se consume antes. También comprime más tu cuerpo y
lo asemeja a profundidades inferiores diferentes a las que marcan tus apa­
ratos y por las que realmente transitas. Todo esto había que tenerlo en
cuenta al calcular las inmersiones, que por otra parte, aquí nadie realiza".
Habíamos hecho bien en ser prudentes con el descenso. Biológicamente
era una compresión mucho mayor, que por carecer de práctica y utilidad,
nadie se había tomado la molestia de calcular. Nos sorprendió lo cerca

310
que habíamos estado de la solución del dilema, siendo absolutamente
legos en la materia. Pero cuando se llevan ya algunos mares recorridos
por sus fondos, aprendes a dudar de todo y a utilizar la experiencia para
abrir las puertas cerradas que imaginariamente se te presentan, y que sólo
tu precaución llevada por la curiosidad debe aprender a traspasar.

311
Masada
fortaleza maldita

313
^/Serpenteando cerca de las blancas aguas del Mar Muerto, la carretera
discurre hacia el sur. Recta, bien asfaltada, atraviesa paisajes de suma
L / belleza, no en vano todas estas tierras forman parte de la reserva na­
tural de Ein Cuedi. En sus montes abruptos y escarpados pueden verse los
-ibex- grandes cérvidos de cuernos largos y curvos. A medida que des­
ciendes, la vegetación va desapareciendo poco a poco. El terreno se de-
sertiza cada vez más, y el calor aprieta con ganas. También el agua de la
mar se hace más volátil, pues los bloques de sal que asoman por la super­
ficie son más grandes y numerosos.
En el horizonte de nuestro camino destacó la gran roca de Masada. Situa­
da en el borde este del desierto de Judea, con un corte de 430 metros de
altura, y coronada por una meseta de más de ocho hectáreas de superfi­
cie. Es un sorprendente expectáculo de árida y majestuosa belleza, y tam­
bién el escenario de uno de lo más dramáticos episodios en la historia del
pueblo judio.
En el siglo I d. C. Palestina se hallaba bajo la ocupación de los romanos,
después de derrotar a los judíos macabeos a mitad del siglo anterior. Pero
en el año 66 d. C. la revolución judia desembocó en una guerra por todo
el país. Fueron batallas feroces y amargas que duraron cuatro largos años.
Como venganza a tal sublevación, el general romano Tito conquistó Jeru-
salén, saqueó la ciudad, destruyó su templo y expulsó de su tierra a todo
judío sobreviviente.
Solamente un lugar resistió hasta el año 73 d. C. : la fortaleza de Masada.
Durante los años 36 y 30 a. C. Herodes El Grande construyó una muralla
almenada alrededor de toda la cima. Edificó almacenes, torres de vigilan­
cia y grandes cisternas para recoger el agua de la lluvia mediante un inge­
nioso procedimiento. El valor estratégico de Masada hizo que el bastión
siempre estuviese ocupado. Fueron estas fortificaciones y edificios los que
sirvieron de refugio a los últimos guerreros judíos en su lucha contra los
romanos, aproximadamente setenta y cuatro años después de la muerte
de Herodes.
Tras la destrucción de Jerusalén, fueron varios los grupos que aquí se con­
centraron. Habían huido de la masacre que los romanos propinaron al
pueblo judio en su Ciudad Santa. La décima legión del gobernador roma­
no Flavio Silva, se dirigió hacia Masada con la firme intención de ocupar­
la. Como sabían que el sitio sería largo y costoso, levantaron campamen­
tos en su base, que hoy se conservan casi intactos. También poco a poco
fueron construyendo una rampa hacia la cima por la que transitar con sus
torres de asalto, pero los ataques de los judíos les entorpeció y atrasó
siempre el camino.

315
La impresionante fortaleza de Masada.

316
Pero los romanos siguieron la construcción de la rampa. Terminaron la
torre de asedio, y defendidos por esta, se lanzaron con un ariete contra la
pared de la fortaleza, consiguiendo abrir brecha. Esto sería el principio
del fin. Aquella noche, en la cima de Masada, Eleazar Ben Yair se dio
cuenta de su apurada situación. La pared de defensa había sido destruida
por el fuego. Por la mañana los romanos los aniquilarían. No tenían la
menor esperanza de socorro ni de huida. Sólo cabían dos alternativas:
rendirse o morir. Entonces resolvió así: una muerte con gloria es preferible
a una vida con infamia, la resolución más generosa es rechazar la idea de
sobrevivir a la pérdida de la libertad.- El comandante Eleazar después
instó a cada hombre a que matara a su familia. Luego, diez de ellos, pasa­
rían por la espada a todos los demás, y hecho esto se mataron los restan­
tes entre sí. El comandante, ya solo, se suicidó.
Antes de ser esclavos del vencedor, los defensores judíos, novecientos se­
senta hombres, mujeres y niños, se quitaron allí mismo la vida con sus
propias manos. Cuando los romanos llegaron a la cima, por la mañana,
encontraron silencio y muerte. Los depósitos de agua y víveres estaban
llenos, luego no se habían quitado la vida por falta de alimentos. El go­
bernador Flavio así lo cuenta -encontramos a la multitud muertos, pero
no pudimos alegrarnos de ello, aunque se tratasen de enemigos, ni tam­
poco pudimos hacer otra cosa que admirarnos de su valor y resolución, y
del inconmovible desprecio a la muerte que tan gran número de ellos
había demostrado, llevando a cabo una acción como aquella-.
La lucha de más de dos años había concluido, y Flavio, traidor a su pue­
blo, pues su nombre verdadero era Yoseph ben Matityahu en hebreo, no
pudo saborear el éxito. Fueran cuales fuesen sus razones, el remordimien­
to de conciencia o cualquier otra causa desconocida, el hecho es que su
descripción es tan detallada y fiel, que evidencia que se sintió profunda­
mente abrumado por aquella prueba de heroísmo de las gentes a las que
había traicionado. De entre los escombros del muro salieron dos mujeres,
que no habían muerto. Explicaron a los romanos lo sucedido y fue tal la
impresión que sufrieron, que las dejaron libres.
Tras la partida de Flavio, dejó una pequeña guarnición al cuidado de los se-
miderruidos palacios y fortalezas. Años después y con la salida de los roma­
nos de estas tierras quedó Masada desierta. En los siglos V y VI d. C. una
comunidad de monjes se estableció allí. Construyeron una modesta capilla
y vivieron de forma miserable entre las ruinas y cuevas de los palacios.
Después sólo el viento y el silencio han sido sus moradores hasta que el
profesor Igael Ladín, comenzó en 1963 la excavación y posterior restaura­

317
ción de la fortaleza. Al llegar junto al imponente promontorio, uno puede
encaminarse a su cumbre o por el sendero de las serpientes, o efectuarlo
por la rampa romana que conserva toda su forma y extensión. Tengo noti­
cias que hoy también puede subirse por un cómodo teleférico con aire
acondicionado, pero ya no será lo mismo. Nosotros ascendimos por el
camino de las serpientes, estrecho, largo y fatigoso. Antes de llegar a la
cumbre dejas a la derecha las reliquias del lujoso palacio de Herodes,
que contrasta con los sencillos hornos y los útiles de barro de los celotes
defensores. En el museo Nacional de Israel se encuentran tiestos con le­
tras, pergaminos con versos de los Salmos, sandalias y trenzas de mujer.
Además son muchos los trozos de vestimentas y utensilios de los defenso­
res que también allí se exhiben.
El calor era tremendo y un sol alto y seguro mandaba más rayos por si
fueran pocos los recibidos. Ascendimos lentamente. Daniel a mi espalda,
a burros casi la mitad del trayecto, pues ya ni los sobornos de juguetes le
hacían seguir. En poco más de una hora estábamos en la cima. Las cons­
trucciones se extendían por todos los lados. Incluso en los cortes mas in­
verosímiles podían verse edificaciones. Colgadas en el vacio, excavadas
en las rocas. Los trabajos de restauración que seguían haciendo miembros
de las universidades, tenían cerradas algunas partes de la fortaleza. Los
carteles en inglés y hebreo te explicaban lo que tenías delante de tí.
La vista hacia el Mar Muerto era soberbia e impresionante. A lo lejos en
el horizonte, y por el este, la costa Jordana era clara y nítida. Por el oeste
las construcciones del campamento romano estaban perfectamente visi­
bles desde esta altura. También los restos del internacional asentamiento
de voluntarios que logró reunir el profesor Yadín para las excavaciones,
eran claros y marcados sobre el terreno. Más al sur se alcanzaba a divisar
el extremo de la mar, y junto a él la sombra de una ciudad, Sodoma, -
Sdom- en hebreo.
Deambulamos varias horas por la solitaria fortaleza, admirándonos de sus
piedras y frescos. Leimos en nuestra guía la triste historia de esta gente
que aquí murió y durante unos segundos inconscientes, les recordamos
con anhelo y pena. Tampoco comprendimos muy bien que podía hacer
esta gente duranto tantos años aquí encerrados. Por eso nuestra admira­
ción se repartía entre el encierro y el suicidio.
Quedamos sorprendidos de la casa de baños o habitación térmica que los
romanos habían construido para su aseo. En sus paredes los tubos de arci­
lla que arrancaban junto a los hornos, mandaban calor a los muros. Y su
suelo más sorprendente aún, estaba formado por columnas de barro sobre
las cuales se sujetaba el piso. Debajo de él, y entre las pequeñas colum-

318
ñas se prendía fuego a la leña. Algo así como el pavimento con -gloria-
de las antiguas casas castellanas, pero ideado y construido en el siglo I
después del nacimiento de Cristo.
Las canalizaciones de aire caliente de las estancias eran prodigiosas y se
podía observar claramente su fin y el trazado de ingeniería que conlleva­
ba instalar la calefacción. Era sorprendente el estado de conservación de
las edificaciones, como también lo eran los complicados cimientos en los
que se apoyaban. No menos curiosos, los depósitos para la contención
del agua y los almacenes para trigo y frutos secos, estaban enterrados es­
calonadamente para protegerlos de la humedad.
Cuanto más recorrías el lugar, más te apasionaba. Las historias de heroís­
mos e irreductib¡I¡dad, eran escalofriantes, pero no menos lo era estar
aquí, perdidos, solos en esta cresta sobre el Mar Muerto, en medio de un
desierto Bíblico. Desde esta altura comprendías la angustia de los celotes
defensores al comprobar las enormes dimensiones del campamento del
romano Flavio su sitiador. La rampa que utilizaron para ascender las le­
giones, casi era una continuidad de las murallas, y te transportaba a las
mentes angustiadas de los pobres judíos aquí prisioneros. El lugar en ver­
dad que era ¡doñeo para imaginar y divagar, pero como siempre el tiempo
y la luz empezaron a poner fin a nuestra jornada.

Restos de sus murallas romanas.

319
El sol poco a poco fue bajando, y Masada como toda gran montaña sufre
primero su falta. El cambio de temperatura fue sorprendente y en poco
más de una hora, pasamos de estar agobiados por el calor e impregnados
de sudor, al fresco húmedo que te obliga a cubrirte rápidamente. Es un
efecto típico de los climas desérticos, pero aquí con la particularidad
añadida de la humedad proveniente de esa gran charca salina y tibia que
es el Mar Muerto.

320
BAJO LAS AGUAS
DEL MAR ROJO

321
sa noche la pasamos junto a Masada, para impregnarnos más de su

¿ pasado y compartirla con su historia. El leve viento que silbaba en la


cima acompañaba nuestras palabras, hoy más bajas y cortas, quizás
todavía cada uno ausente, absorto en su particular intento de asimilar
todo un día de recorridos por el pasado más reluciente y amargo a la vez
de este prodigioso lugar que es Masada. La fortaleza de Herodes El Gran­
de, construida para su gloria, pero luego por justicia eclipsada por la his­
toria de los resistentes judíos que le quitaron humildemente y sin darse
cuenta su protagonismo y grandeza.
Una escuadrilla de aviones caza de combate nos despertó. Cuando creí­
amos que ya se alejaban, dieron un amplio giro sobre la mar y regresa­
ron hacia nosotros silenciosos y veloces. Cuando pasaron sobre nuestras
cabezas dejaron oir el inmenso ruido que producen y que sólo se escu­
cha tras su paso. Eran cinco pájaros verdosos que jugueteaban con las
fuerzas de la gravedad y la velocidad mach sobre la fortaleza de Masa­
da, iluminada a esas horas por una luz suave y amarillenta propia del
amanecer.
Teníamos mucho por recorrer. Dejamos a los cazas y conducimos nuestra
no menos veloz furgoneta Avia carretera adelante. Sin complejos, a unos
buenos cien kilómetros por hora avanzábamos sólidos y tranquilos. Ense­
guida llegamos a Sodom, o Sodoma, donde su mala fama seguro que no
fue para tanto, comparada con otras ciudades modernas. La proximidad
de la villa a las salinas del mar Muerto, te dejan entrever otras explicacio­
nes a las tormentas de sal y a la lluvia de azufre y fuego que nos cuenta el
Génesis en su libro 19, versículo 24. -Dios llovió azufre y fuego desde los
cielos dice. Aquí vivía Lot, el sobrino de Abraham, y antes de la catástrofe
fue advertido de ella para que pudiera escapar con vida. Le dijeron -no
mires atrás-. Pero su mujer lo hizo y según este libro sagrado, se volvió
estatua de sal. Génesis 19, 26.
Paramos junto a una gran piedra con forma de persona, que la tradición
dice tratarse de la mujer del pobre Lot. Debe ser triste enviudar por la sola
curiosidad femenina. Hoy, las fábricas de sal y de abonos dan vida a este
famoso pueblo, donde parece ser que no queda nada de su vida deprava­
da, o al menos eso nos pareció.
La carretera sigue recta y sin poblaciones durante casi doscientos largos
kilómetros desérticos y arenosos. En -Yahavo- pusimos gasolina y llena­
mos los bidones de agua potable. Comimos un poco, no demasiado. A
medida que te introduces en el desierto el cuerpo se defiende y sólo te
deja digerir lo justo para vivir. Nos animamos con la visita a las famosas
Minas del Rey Salomón, situadas a medio camino.

323
Una pequeña desviación hacia el oeste nos lleva al fílmico lugar. Esta
formado por grandes rocas redondas, agujereadas por túneles. En sus la­
deras se dejan ver las vetas de los distintos estratos del terreno. Los hom­
bres cortaron las piedras casi de forma simétrica, dejando a la vista el re­
cuerdo de su paso. De aquí sacaba el Rey Salomón y sus descendientes,
el cobre con el que fabricaban utensilios de artesanía y de guerra. Pero
ese no fue el cobre que más gente aniquiló. La muerte de miles de escla­
vos para extraerlo, la plasmó el cine americano, que se encargó de hacer
famoso este lugar.
La cuesta pronunciada por la que descendimos dejaba ver en su horizon­
te los reflejos de plata del agua iluminada por el sol. Es el Mar Rojo. A
medida que la luz iba desapareciendo, el brillo que cada vez teníamos
más cerca, también tornaba de color. Amarillo, oro, rosa y al final, cuan­
do casi los rayos del sol se ocultaron detrás de las montañas de la Penín­
sula del Sinaí, el reflejo se volvió rojo intenso por unos instantes. También
el cielo se teñía de mara­
villosas bandas de tonali­
dades variad as. Desde
los rosas más claros, a
los ambar y negros.
Y mientras tanto nuestra
furgoneta seguía descen­
diendo hacia esa conjun­
ción de luces prodigiosas
y casi irreales que atóni­
tos co n tem p láb am o s.
¿Será por eso por lo que
le llaman el mar Rojo?
¿Tendría algo que ver el
color de sus atardeceres
para bautizarlo de esta
forma? No lo sabemos,
pero tampoco nos impor­
ta. Para nosotros la visión
de rojos reflejos y rosadas
nubes siempre serán los
cusantes de su nombre.
La ciudad de Eila t, ya
iluminada, brillaba como
si se tratase de un en­ Las minas del Rey Salomón.

324
jambre de luciérnagas. Por el número de luces que contemplamos era pe­
queña y extendida. A su izquierda, vista desde nuestra posición, más bri­
llos, cercanos pero separados. Era la villa de Aqaba en Jordania, el único
puerto que tiene este país y su salida a la mar. Por eso, junto a la ciudad,
otra fiesta de luces de colores iluminaban su entorno. Los grandes petrole­
ros que cargan el oro negro proveniente del desierto, o que fondeados,
simplemente esperan pacientes su turno.
Nos detuvimos para contemplar las luces de la bahía. Detrás, dejamos el
árido valle de Arava, por el que habíamos conducido todo el día, ya os­
curo y sin luces que lo señalen. Por delante el Golfo de Eilat, nuestra año­
rada meta. El lugar que sin duda ha esperado semanas para dejarse ver,
pero que debido a su tardanza más tiempo pasaríamos en él.
Aparcamos casi sin mirar donde lo hicimos. Estábamos realmente cansa­
dos de tanto calor y sólo queríamos dormir. Nos detuvimos junto a una
pequeña playa desde la que se oía el bullicio de un turístico hotel ilumi­
nado, del que salían notas musicales que se esparcían por la noche cálida
y clara. Comimos alguna cosa, y a dormir. Por la mañana el día sería in­
tenso, casi frenético.
En el mismo lugar donde estábamos aparcados, nos dipusimos a ver por
primera vez el sueño de todo buceador; los fondos de un mar de coral.
Nerviosos, diría yo que un poco histéricos, olvidamos ponernos casi todas
las partes del equipo de buceo. Cargamos a la espalda las botellas, gafas,
aletas y al agua, dejando en la arena los profundímetros, cuchillos, respi­
rador, chalecos etc. como palpable muestra de nuestro estado de excita­
ción. Lo que apareció ante nosotros no p o d ía ser m ás im p resio n a n te. El
agua transparente como el cristal, te dejaba ver cuarenta o cincuenta me­
tros en todas las direcciones, jamás nadie que no lo haya visto puede
imaginarlo. Los peces, de colores y formas nunca vistos al natural, se te
acercaban sin miedo. La pared coralina era indescriptible. Miles de cavi­
dades y plantas se mezclaban en un complicado cuadro surrealista. Pero
quizás lo más sorprendente de todo lo que nos sucedió fue la temperatura
del agua, casi caliente. Era un auténtico placer estar inmerso en ese líqui­
do limpio y confortable.
La primera vez que te sumerges en un arrecife de coral, es diferente a
todo lo que hayas podido ver y sentir en anteriores lugares bajo la mar.
Es el no va más de la inmersión, la meca del submarinista, el lugar
donde mejor puedes ver, nadar y contemplar fauna y flora sorprendente.
A quince o dieciseis metros que estaba el arrecife en su parte más pro­
funda, puedes estar mucho tiempo, pero salimos al rato, para que Mag­
dalena pudiese también probar la alucinación que se siente ante este sor-

325
préndente paisaje. Regresé con ella a la pared del arrecife y transitamos
de un lado al otro, mirándonos con ojos grandes y sorprendidos.
Este intempestivo y rápido contacto con el Mar Rojo nos dejó ingrávidos.
Si esto había sido un pequeño buceo cercano a una ciudad, ¿que nos
podía esperar a lo largo de la desértica costa del Sinaí, alejada de toda ci­
vilización? Pero teníamos faena que hacer, y aunque fuese difícil dejar de
soñar en las cálidas y cristalinas aguas que nos habían despertado, tuvi­
mos que preparar el camión y la despensa para varias semanas a lo largo
de la costa del desierto.
Eilat es una villa muy particular dentro de Israel y uno de los centro urba­
nos más curiosos del mundo. Fue creada a principios de los años cin­
cuenta por un puñado de pioneros, diferentes los unos de los otros y dig­
nos de aparecer en una p e lícu la del oeste; id ealistas, soñadores,
aventureros, individuos multifacetas, jóvenes en busca de un trabajo y
todos preparados a soportar los 50Qde temperatura que hace en los meses
de verano. Al principio vivieron en tiendas de campaña, racionándose el
agua y dependiendo de un avión a la semana que les traía las provisiones
y el preciado líquido.
Hoy es difícilmente imaginable lo que ha sucedido en este lugar perdido
del mundo, para que se haya convertido en una ciudad de veinticuatro
mil habitantes a comienzos de los ochenta, y donde gente de todas partes
se divierte y hace deporte. Los edificios sin ventanas son una de sus ca­
racterísticas más singulares. Los aparatos de aire acondicionado ocupan
el lugar de muchas de ellas. Los primeros que llegaron bautizaron al
lugar; el fin de la tierra. La magnificencia del paisaje, la sutilidad de sus
aguas y la casi sensual atmósfera que nos rodeaba, desde luego te hacían
olvidar fácilmente donde estabas. Todo es una armoniosa conjunción de
mar tropical, rudas cadenas de montañas y valles desérticos, tan perfecta­
mente repartidos y situados en el paisaje, que ninguno de esos elementos
domina el uno sobre el otro.
La depresión del valle de Arava, que desciende desde el Mar Muerto,
viene a crear aquí un fenómeno de lo más remarcable, un mar tropical en
medio de una región absolutamente árida y de clima muy duro por el
calor desértico. Desde la época del rey Salomón comenzó la importancia
de este puerto por ser una puerta natural y naútica a las rutas de Oriente.
-Y el rey Salomón arma una flota en Eilat, sobre el borde del Mar Rojo-.
Del libro de los Reyes.
También la reina de Saba en su visita a Salomón pasó por este lugar.
Luego la época bizantina le dio explendor y comercio con Oriente, para

326
casi desaparecer del mapa tras la conquista del emplazamiento por los
musulmanes hacia el siglo Vil d. C. Durante casi quinientos años no se
volvió a utilizar. Hasta la llegada de los Cruzados en el siglo XII, perma­
neció deshabitado. Estos construyeron dos fuertes; uno en Aila y otro en
la Isla de Coral, donde tantas horas pasaríamos sumergidos a lo largo de
los dos años consecutivos que aquí vinimos. Pero los cruzados sólo hicie­
ron las construcciones defensivas y no aportaron ningún desarrollo. Du­
rante la edad Media tampoco nadie prestó interés a este puerto natural. Y
ni siquiera la dominación inglesa de principios del siglo XX, sacó prove­
cho de esta importante puerta acuática.
Pero en 1949, durante la guerra de independencia que libraron los judíos,
llegaron en su final hasta Eilat. Era vital para ellos tener un puerto de ac­
ceso a Oriente por el sur. El Canal de Suez estaba cerrado. Sin apenas re­
sistencia, pusieron su bandera blanca y azul con la estrella de David
sobre la única construcción sólida que había, y que acogía a un puñado
de soldados jordanos. Años más tarde, durante la guerra de 1956 y de
1967, siguieron conservando este lugar estratégico fruto hoy de muchos
ingresos por divisas para el estado de Israel.
Hasta 1958 no hubo carretera que uniera Eilat con las otras ciudades del
país. A partir de esta construcción, los inmigrantes judíos llegaron de
Hungría, Rumania, Africa del Norte, y América del Sur. Por eso, era siem­
pre agradable poder hablar en varias lenguas en tiendas y oficinas públi­
cas. Los años sesenta le trajeron como a España la explosión del turismo,
pero más controlado aquí por los constantes conflictos con sus vecinos,
que en ocasiones hacía peligroso veranear por allí.
La calle los Angeles St. nos devuelve a la realidad. Situada detrás de la li­
brería pública que visitamos, es un bonito y cuidado bulevar, donde las
palmeras recién plantadas no han tenido tiempo de crecer. En las bien
provistas tiendas encontramos de todo. Tienen productos variados, la
mayor parte de ellos americanos. Pero también los judíos producen mu­
chos, sobre todo los relacionados con la alimentación y el vestido.
Por la tarde paseamos por el puerto deportivo en construcción. Lo esta­
ban haciendo dentro de una laguna artificial, seguro que será expectacu-
lar cuando lo hayan terminado. Nos impresionó que en este recóndito
lugar haya tales hoteles, enormes y majestuosos, el Oasis, Reina de Saba
y hasta El Club Mediterrané. Pero estas grandes construcciones no son lo
nuestro, ni tampoco nos deslumbra su vida o las comodidades que pue­
dan tener. Debe ser una deformación congénita, pero nunca cambiaría­
mos la independencia y el calor de nuestra furgoneta por una de estas
moles de hormigón llenas de números en las puertas. Es una cuestión de

327
matiz, que hoy apesar de los años seguimos siendo de la misma opinión.
Antes de cenar, no podemos resistir la tentación de otro baño bajo las
aguas. Dejamos a Daniel al cuidado de un matrimonio con cuyo hijo ju­
gaba, y nos sumergimos los tres durante treinta minutos. A estas horas de
la tarde el arrecife cambia de color, casi de forma también. De los tonos
azul claro que tiene por la mañana, han pasado al marino profundo. Los
rayos del sol también entran diferentes. Ladeados en hazes claros y níti­
dos, te iluminan de costado el espectáculo. Es como si unos potentes
focos, al igual que en los teatros, te dieran una luz concentrada y blanca
que realza lo que estás mirando. Pero aunque agradecidos al sol, no era
necesario. Casi de noche salimos encantados con el paseo submarino.
Nos pusimos enseguida a hacer planes para al día siguiente dejar ya la ci­
vilización, y adentrarnos por un largo tiempo en el silencio, que tanto en
el desierto como en los arrecifes coralinos, siempre impera.
Con la luz del día emprendimos nuestro camino. Cambiamos de aceite al
motor del furgón, y compramos dos nuevos depósitos de cincuenta litros
de agua. También tuvimos que adquirir un toldo grande, que colocado
delante de la furgoneta, nos protegiera durante el día del fuerte calor. Pa­
ramos en el observatorio submarino. Una magnífica construcción que se
adentra unos metros en la mar, para bajar después por un tubo acristalado
hasta la base del arrecife cercano. Daniel estuvo impresionado con los
peces y plantas que vio, pero lo estuvo más, cuando por una ventana del
observatorio submarino, apareció su tío Diego, que como un sireno mo­
derno nadaba, hacía piruetas y le saludaba.
Diecisiete kilómetros después, vimos recortada sobre una mar azul casi
añil, la impresionante Isla de Coral. En este lugar permaneceríamos varios
días disfrutando ya sin prisas de las bellezas de este mundo submarino, y
que como toma de contacto con el mismo, nos serviría de preparación
para las inmersiones profundas que pensábamos realizar en los arrecifes
del sur. La isla es una gran roca de granito situada a doscientos metros de
la costa, que tiene sobre ella las ruinas magníficamente conservadas de
una fortaleza de los Cruzados, construida en el siglo XII. Algunos dicen
que su emplazamiento corresponde al puerto Bíblico de Etzion-Geber.
Los árabes en cambio la denominan la isla del Faraón. Pero tampoco su
nombre medieval era este que ahora se utiliza. Se llamaba la isla de
Greye. Su actual nombre viene dado del impresionante arrecife de coral
que la rodea y fue puesto por los judíos después de su conquista, tras la
Guerra de los Seis Días.
Sobre ella se cuentan muchas historias, pero quizás la más célebre es la

328
que relata que en su conquista por el caballero cruzado Renaud de Chati-
Non, trajo consigo dos botes de madera por piezas a lomos de camellos
desde los campamentos de Kerach, situados sobre la orilla este del mar
Muerto. Reconstruyó los botes y les puso como aparejo una vela. Des­
pués dio rumbo a la cercana isla. El viento fuerte que normalmente sopla
de norte a sur, influenciado por la depresión térmica del valle de Arava,
les llevó mar adentro, pasando de largo la isla. Por eso, su defensor el mu­
sulmán Saladino, no tuvo siquiera que rechazar el fallido y esperado ata­
que. Las embarcaciones eran tan poco marineras, que ya no pudieron
parar hasta la otra costa, Arabia Saudita, que fue con suerte, donde el
viento las condujo. Se cree que los árabes guardaban este puesto con la
sola intención de proteger a los peregrinos musulmanes en su tránsito
obligatorio hacia la Meca.
Este fantástico e histórico lugar, ahora más risueño por las artes marineras
de los curtidos cruzados, fue nuestro primer contacto serio con el buceo
en los fondos de coral. Esa misma mañana siguiendo las instrucciones del
mejor libro submarino que he visto; -Guide de la plongee en mer Rouge-
de Shlomo Cohe, hicimos una primera inmersión. Con los chalecos hin-

La Isla de Coral con su castillo de la época de los Cruzados.

329
chados, teníamos que cruzar el canal que separa la isla de tierra firme. Lo
hicimos por la superficie, colgados sobre un fondo coralino. A medio ca­
mino había dieciseis metros debajo de nosotros, y a medida que nos acer­
cábamos al impertérrito castillo, ascendía poco a poco.
El lugar más interesante para bucear lo marca Shlomo al sur. En una pro­
fundidad que variaba entre los ocho y los veinte metros. Desinflamos los
chalecos salvavidas, y esto hizo que nos hundiéramos lentamente. Los
grandes bloques de coral desprendidos parecían setas gigantescas con sus
sombreros pétreos carcomidos y rotos. Los peces de miles de colores, nos
seguían comiendo las partículas que levantábamos con nuestro aleteo.
Fuimos bajando la pendiente coralina hasta llegar a veinte metros. A llí
nos detuvimos a mirarlos con calma, investigando y fotografiando sus for­
mas y colores.
Es tanta la claridad y limpieza de las aguas que se puede fotografiar sin
flash. Pero lo utilizo para poder plasmar todos sus colores. No es un pro­
blema de luz, es de dominante. La fuerza del agua que convierte a nues­
tro mundo en el Planeta Azul, hace que siempre las imágenes obtenidas
bajo la mar sean de color azul, y que sus aguas eliminen los auténticos y
maravillosos colores de las plantas y peces. Para eso son necesarios los
fogonazos del flash, para restablecer los auténticos tonos de las cosas su­
mergidas. Sólo en la superficie y en cotas no superiores a seis o siete me­
tros puede fotografiarse sin pérdida de los colores naturales. Pero a veces
esta particularidad es buena para crear composiciones e imágenes dra­
máticas y diferentes.
Estuvimos un rato absortos con la simbiosis increíble que forman los
peces payasos y la anémona. Los dos pequeños animales nos plantaban
cara saliendo hacia nosotros decididos y valientes, pero cuando con la
mano les azuzábamos, se refugiaban entre los marrones y largos brazos
de la planta, que salvo para el hombre y para ellos, es venenosa. Así de­
fiende a sus bravos habitantes, y ellos como compensación, le limpian su
cuerpo de parásitos y enemigos.
También jugamos un rato con los verdes peces loro de pico oseo y trazos
coloreados en su cuerpo. Los peces mariposa, cirujanos, limones, solda­
dos y los pequeños meros, nadaban a nuestro alrededor despreocupados
de nuestra presencia. Tuvimos especial cuidado con el pez piedra y el pez
escorpión. Auque todo el mundo en estas aguas esta obsesionado con los
tiburones y barracudas, estos casi invisibles animales representan mucho
más peligro para los buceadores, que los grandes depredadores. Camufla­
dos en los fondos coralinos esperan pacientes a que alguien les pise o
toque sus sensibles púas dorsales. Al hacerlo, un fuerte veneno que ocasio­

330
na la muerte en poco minutos, sale por sus espinas. Es un enemigo pasivo,
pues jamás ataca, espera paciente el descuido de peces, moluscos y hom­
bres para dejarlos paralizados y después comerse a los primeros.
En los arrecifes de coral, todos los grandes especialistas de este medio te
recomiendan ponerte unas playeras debajo de las aletas, que te protejan
perfectamente las plantas de los pies de estos enemigos del silencio,
aliados a la más perfecta mimetización y camuflaje. Muchas veces los
vimos especiantes entre el coral caído, y los fotografiamos en repetidas
ocasiones, pero poniendo un poco de cuidado, jamás tuvimos un alter­
cado con ellos.
Podías pasar horas nadando entre tanta belleza y curiosidad, pero la ca­
pacidad de las botellas y los tiempos de descompresión nos obligaban a
salir cuando más emocionados estábamos. Hacíamos normalmente dos
inmersiones, una por la mañana temprano, y otra hacia las cuatro de la
tarde. Luego, cuando tomamos la medida a los arrecifes y nuestra con­
fianza aumentó, también buceábamos por la noche. Era imposible salir
del agua y no estar deseando regresar.
Habíamos acampado junto al embarcadero que servía para llevar en vera­
no a los turistas al castillo. También nos parapetamos del viento cálido del
norte por un gran promontorio pelado y seco. Entre la pared y el furgón,
teníamos el compresor de carga de las botellas, orientada su toma de aire
hacia el viento, y colocado de tal forma, que los gases del motor de cua­
tro tiempos, salieran en dirección al viento, lejos de la boquilla de entra­
da del aire puro. Esta precaución, insignificante en principio, puede cos-
tarte la vida. El anhídrido carbónico que el motor desprende, se junta con
el aire que absorbe el compresor, y queda dentro de la botella. Después
todo es desagradable y peligroso al utilizarlas. Mareos, vómitos, y si no te
vigila nadie, la muerte.
Este primer día nos habíamos concentrado en los multicolores peces y
moluscos que desde que sumerges la cabeza te rodean por todas partes.
Pero tan importantes como ellos eran los corales, auténtica columna ver­
tebral de todo el ecosistema. Por eso nos dedicamos a ellos. Conociéndo­
los nos moveríamos mejor en su entorno. ¿Son los corales, animales,
plantas, o sólo piedras bonitas y de formas caprichosas?
Esa tarde y parte de la noche nos propusimos conocer más y mejor, todo
lo que ya habíamos leido en Bilbao sobre ellos, antes de nuestra salida.
Pero ahora teníamos en la mano las formas que hasta entonces sólo habí­
amos visto en gráficos y fotos. Empezaríamos desde el principio para
comprenderlos mejor.

331
La transparencia del aqua deja ver los corales.

Todos sab em o s q u e son los a rre cife s de c o ra l, q u iz á s un d ía los v im o s en


las películas de los Mares del Sur, y sentimos las ganas de ir allí y quedar­
nos para siempre. Eso mismo nos sucedió a nosotros, tras casi seis meses
de vivir entre las aguas cálidas y los corales brillantes y coloreados del
Mar Rojo.
Pero lo verdaderamente extraordinario del mundo del coral esta en su
fundamento constructor de ser vivo. Los diminutos pólipos que forman los
arrecifes coralinos, han creado la mayor obra de la tierra. La Gran Barrera
de Australia, es la construcción más grande jamás erigida por seres vivos,
tiene más de dos mil kilómetros de longitud.
El hombre ha intentado desde siempre utilizar comercialmente los arreci­
fes coralinos de diversas formas. Por ejemplo, desde hace tiempo es ex­
traída cal para hacer cemento, de sus formaciones. Un arrecife de coral es
semejante a una ciudad en un desierto. La desconcertante variedad de re­
laciones de sus habitantes con su entorno, supera incluso las complejas
infraestructuras de una moderna ciudad.
Los marinos primitivos fueron los primeros que se encotraron con arrecifes
y de ellos viene su nombre, ya que la palabra arrecife se aplicaba a toda

332
formación que se interpone en el camino de los barcos. Así, un banco de
arena es un arrecife de arena. Sin embargo, los biólogos y geólogos, des­
criben de esta forma un arrecife de coral. -Estructura construida por orga­
nismos, por lo general en formas de banco, que desde el fondo marino se
eleva hasta la superficie del agua y que por su gran tamaño influye consi­
derablemente en las particularidades físicas y ecológicas del medio am­
biente. Su consistencia es lo bastante sólida como para resistir los embates
de las olas y formar así un recinto de muchos años de duración-.
Por eso algunos arrecifes actúan de rompeolas, deteniendo en mitad de la
mar el curso de las aguas, y originando ensenadas abrigadas según la di­
rección de los vientos. Siempre se ha dicho, que los grandes arrecifes,
cambian las condiciones geográficas de los lugares. Los arrecifes del Mar
Rojo son pétreos, pero existen otro tipo de corales en todos los mares del
mundo que no tienen esa formación. Así, en las frías aguas de Noruega,
existen extensas zonas de coral, situados entre los doscientos y seiscientos
metros de profundidad, y en algunos fiordos como el de Trondheim, los
corales llegan hasta cincuenta metros de la superficie.
También son diferentes los valiosos corales del Mar Mediterráneo, y nor­
malmente se encuentran a grandes profundidades. Su precio viene dado
por el riesgo que lleva cogerlos. Pero salvo estos curiosos casos, las ma­
yores acumulación de arrecifes coralinos están situadas entre el Trópico
de Cáncer y el Trópico de Capricornio. Los arrecifes más septentrionales y
más meridionales están en el Atlántico, los de las islas Bermudas. Y los
más meridionales, se sitúan en las costas de Río de Janeiro a 23s sur.
Una característica común a todos ellos, es que estas verdaderas paredes
sumergidas, se apoyan en fondos no superiores a los cincuenta metros
cuando están vivos, y la razón estriba en la necesidad que tienen de luz
para sobrevivir. Este factor impide que los corales se establezcan en
medio de la mar, en profundidades de cientos de metros. Si actualmente
existen arrecifes de coral cuya base alcanza grandes sondas, es debido a
que se han hundido posteriormente, y de una forma tan lenta, que los co­
rales vivos pudieron acumularse con suficiente velocidad como para
poder permanecer en la superficie iluminada.
El Mar Rojo es un lugar especialmente concentrado de arrecifes coralinos,
sólo comparable con la Gran Barrera de Australia. La temperatura casi ca­
liente de sus aguas todo el año y la poca variación de esta, hacen de fac­
tor primordial de tales acumulaciones. Nunca el termómetro de sus aguas
baja de los 20e. También las islas Maldivas presentan una acumulación
increíble de arrecifes en forma de atolón, con más de tres mil de ellos. En

33 3
las Seychelles y en las islas Reunión, son formaciones de tipo costero, así
como en Mauricio y Madagascar.
Existe una clasificación de los diferentes tipos de arrecife según su situa­
ción respecto a la tierra firme. Arrecifes costeros, el tipo más difundido, su
expansión hacia la mar depende de la pendiente más o menos abrupta
del fondo marino donde se apoyan y de la intensidad de su crecimiento
producido por la temperatura del agua. Una gran laguna los baña con
apenas un metro o dos de profundidad, donde se desarrolla una intensa
vida animal.
Pero quizás los atolones sean los arrecifes que más veces nos han hecho
soñar. Tienen forma de anillo y encierran una paradisiaca laguna. En su
construcción es el más complicado. Siempre se forman sobre islas semi-
sumergidas o sobre salientes notables del fondo, o rodeando conos vol­
cánicos.
El proceso más normal y común se origina por acumulaciones submarinas
en aguas constantemente muy cálidas. Poco a poco dichos pólipos llegan
a la superficie. A llí mueren, transformándose su parte superior o parte
muerta, en fina arena, y más tarde en tierra firme. Después los pájaros se
encargan de transportar en sus patas semillas de cocoteros y arbustos.
Luego, cuando el territorio se llena de vegetación, colonias de mamíferos
llegan a la isla y establecen un equilibrio. Hasta que el hombre aparece, y
como siempre lo vuelve a desequilibrar. Esto es lo que sucedió con la
mayor parte de los atolones de las islas de Polynesia y Melanesia.
Los arrecifes barrera, se diferencian de los costeros, en que su laguna
suele ser de cientos de kilómetros. Estas formaciones no nacieron en la
costa, se extendieron posteriormente. El ejemplo más claro e impresio­
nante es la gran Barrera de Australia.
Por último y para acabar este repaso, sólo nos queda el de plataforma.
Está rodeado por todas partes de agua profunda. Su contorno es muy alar­
gado, se extiende en todas direcciones. Un arrecife plataforma puede for­
marse donde quiera que el fondo marino se eleve de tal modo hacia el
nivel del mar, que con las condiciones ecológicas locales, de calor y alta
temperatura del agua, sea posible el crecimiento de los pólipos. Es el caso
de los arrecifes del estrecho de Tirán en la entrada del Mar Rojo, y que
después bucearíamos.
Todas estas formaciones de coral albergan casi la misma fauna y flora. Sí
pueden darse animales más característicos en unas u otras, pero por lo
general son los mismos en todos los arrecifes. Una particularidad impor­

334
tante son las gorgonias gigantes, en el Mar Rojo sólo se dan en la punta
sur del Sínaí, mientras que a todo lo largo de la costa de Arabia y Egipto
no aparecen. La razón está en las fuertes corrientes. Se conoce que son
necesarias para su crecimiento. Lo mismo sucede con los tiburones y los
grandes depredadores, nadan en zonas profundas y de fuerte corriente,
donde tienen más abundancia de oxígeno y de alimento.
Pero de cualquier forma los arrecifes de coral son todavía en gran parte
un secreto para los hombres. Se siguen estudiando concienzudamente
pero poco más se saca en claro. Los corales siguen creciendo a una in­
creíble lentitud de dos centímetros cada diez años, y los peces y plantas
por lo contrario nacen y mueren periódicamente. A mí el miedo que me
causaba tanta belleza es que las grandes compañías de petróleo del
mundo, habían puesto los ojos en zonas de Australia y del Mar Rojo,
donde para extraer el oro negro, tenían que destruir gran cantidad de
estas construcciones. Hoy después de doce años, duermo más tranquilo.
La conciencia sobre el medio ambiente es una de las cosas que más ex-
pectacularmente ha crecido en el mundo, sobre todo en los jóvenes, que
a fin de cuentas son los futuros dueños del Planeta. Y aunque quedan mu­
chas cosas por corregir y hacer, estos lugares ya se han salvado para los
que vengan detrás. Matar los arrecifes de coral, sería perder una de las
cosas más bellas de la tierra. Conocer uno, supone probar una droga im­
posible de superar, ya que siempre su recuerdo te hará soñar en ellos y
sentir la constante necesidad de volver a verlos.
Era de noche cuando terminamos de leer y comparar los trozos de coral
muerto que teníamos sobre la mesa, con los libros de los que estábamos
sacando la información. Habíamos decidido quedarnos dos o tres días
más en la Isla de Coral. Una mañana que nos habíamos sumergido muy
pronto, tuvimos la visita inesperada de una gran tortuga. Nadaba estética
y graciosa. Tendría aproximadamente un metro de longitud y parecía des­
pistada y perdida. Habíamos leído que este tipo de reptiles no se acercan
nunca tan al norte, quizás por eso su extrañeza y desconcierto. Nos acer­
camos a ella despacio, intentando soltar el menor número de burbujas
para no asustarla. Diego la sujetó con las manos, y el animal no puso re­
sistencia alguna. Nos miraba interrogante con sus pequeños ojos marro­
nes y dulces. Después de nadar un rato junto a ella, dejamos de molestar­
la, así tendría un buen recuerdo de los humanos.
Tuvimos nuestro primer encuentro con las anguilas bailantes. En el fondo
arenoso, donde el coral ya no crece, forman colonias de cientos de indi­
viduos, que como cobras al sonido de la flauta de un faquir, se elevan
desde sus cuevas horadadas en el suelo causándote la primera vez una

335
El incomparable Fiordo.

336
impresión desagradable. Después te habitúas a ellas, son inofensivas y
graciosas. Siempre asoman sus cabezas contra la corriente, de modo que
esta les aporte el plancton para su manutención.
Cuando creimos que ya habíamos visto todo lo que daba la Isla de Coral,
seguimos nuestro vagabundeo por la costa del Sinaí, rumbo al sur. A la
vuelta de una curva apareció ante nosotros el Fjord, la réplica en peque­
ño y tropical, de un fiordo noruego, azul, radiante por los tonos celestes y
turquesas de sus fondos. Desde lo alto, las dos montañas de granito que
lo protegían, formaban con una playa la ensenada más bonita de todo el
Golfo de Eilat. Llegamos ya por la tarde, y el agua mostraba sus colores
naturales. La arena esparcida entre los corales le daban un aspecto propi­
cio para el idilio, y a la vez un toque Polinésio.
Seguimos la pista de tierra que nos conducía hasta la misma playa y
aparcamos la furgoneta cerca del agua, pensamos pasar al menos una
noche en este prodigioso lugar. Lo conocíamos por la foto de un libro, y
ya desde esa primera visión nos había impresionado. Cerca de donde
nos encontrábamos una tienda de pieles y palos nos intrigó.
Aunque era tarde, nos pusimos gafas, aletas y tubo y nadamos durante
una hora sobre los arrecifes costeros del fiordo. Un fondo azul marino nos
delataba que al día siguiente bucearíamos a mucha profundidad. A esas
horas del atardecer los peces comen frenéticamente estrellándose literal­
mente contra los corales, de los que extraen sustancias microscópicas. A
la vez, los corales también están más activos, y aunque sus movimientos
son imperceptibles para el hombre, se alimentan. Extraen del agua el
plancton que les sirve para crecer y formar esas majestuosas construccio­
nes submarinas.
Salimos del agua cuando el sol ya se había ido, y la luna, su rival, apare­
cía redonda y moruna como desde ya hacía días que la esperábamos.
Pero nunca creimos que se pudiese hacer tan grande. Emergía desde los
cercanos montes de Arabia Saudita con un color amarillo viejo que la
asemejaba más a un sol tras la bruma que a la propia luna. Era tal la luz
que nos lanzaba, que la noche apenas se notó cuando llegó. A nuestro al­
rededor una atmósfera azulada y grisácea rodeaba el lugar y te incitaba a
las locuras. Influenciados por ese sensual ambiente decidimos hacer una
inmersión nocturna y ponernos a su altura. No lo habíamos hecho nunca,
pero desde hacía ya dos años lo pretendíamos, nos había faltado la at­
mósfera adecuada, y nunca mejor que ese día.
Todo lo que habíamos leído sobre la inmersión nocturna era contradicto­
rio. Para unos había sido una sensación prodigiosa, para otros aterradora,

337
La estrella y el cerebro de Neptuno, una simbiosis perfecta.

338
nosotros nos conformábamos con que la experiencia se quedara a caballo
entre el placer y el miedo. Ambos mezclados representan el complemen­
to ideal. Las mejores inmersiones y las que luego recuerdas con más inte­
rés, son aquellas que te producen un cosquilleo en el estómago antes de
realizarlas. Es algo inconsciente y sugestivo que te divide, pero que altera
y eleva tu adrenalina y que sin saber de donde, sacas fuerzas que no sabí­
as tener escondidas. No es miedo, no, es responsabilidad. En Bilbao le
llamamos el "gusanillo". Pero de cualquier forma tampoco hay que preo­
cuparse por sentir miedo, es un buen moderador de la prudencia y un
elemento necesario para lograr el infinito placer de superarlo. No es va­
liente quien no tiene miedo, lo es, el que logra superarlo. Lo otro es in­
consciencia.
Con el "gusanillo" recorriéndonos el estómago, cargamos las botellas para
cuarenta minutos de inmersión a veinte metros de profundidad. Aproxi­
madamente les pusimos ciento cincuenta kilos de aire. Los trajes de goma
completos fueron imprescindibles, con gorros y guantes. Se trataba de
rozar los corales lo menos posible. De noche no puedes distinguir las es­
pecies venenosas, como el coral de fuego, de los que sólo te producen un
rasponazo. Este pólipo venenoso, si lo tocas con cualquier parte del cuer­
po que no sean los dedos, te produce unas irritaciones descomunales a
modo de quemaduras.
Equipados completamente, dejamos la luz del candil de petróleo encen­
dida y colgada de la puerta de la furgoneta para que fuese nuestro faro en
la noche. Por la playa nos fuimos sumergiendo lentamente iluminados por
dos linternas Nemrod. Para los apuros llevábamos un foco halógeno ita­
liano de gran potencia que utilizábamos para filmar película.
El agua aún tibia nos fue tapando, y sin apenas darnos cuenta descendía­
mos por la pared de coral. Es difícil contar todo lo que te depara un noche
de luna bajo las aguas de uno de los mares más limpios y bonitos del
mundo, pero lo que si puedo decir sin temor a equivocarme, es que duran­
te muchos años después de haber realizado infinidad de buceos noctur­
nos, no he experimentado nada que se le parezca. La sensación de sole­
dad te hace agarrarte con más fuerza a tu linterna como queriendo sujetar
el haz de luz que proyecta porque es la única unión que te queda con el
mundo conocido, lo demás que te rodea es difuso, diferente y extraño.
A medida que avanzamos comienza a abrirse para nosotros este mundo
silencioso, de irritante quietud a estas horas. El baile de vals que durante
todo el día realizan los peces multicolores del arrecife ha desaparecido,
todo está en calma. Los animales también duermen, iluminamos los hue­
cos de la pared de coral, aparacen estos quietos, dormidos, flotando ¡n-

339
grávidos, como muertos. A pesar de nuestra luz, no se despiertan. Sólo si
persistes con el foco se desperezan lenta y parsimoniosamente.
Extrañas plantas que durante las horas de luz eran raquíticos palos meci­
dos por la corriente, se han transformado como por encanto en rosas
abiertas y majestuosas. Esto le sucede al pequeño Gusano Tubícola, que
como una cenicienta por el día, feo e ignorado, se abre de noche mons-
trando toda su belleza. Enormes plumas de tonalidades ocres y marrones
aparecen de súbito. El agua las mece delicadamente ayudándole a resal­
tar más su hermosura. También los corales blandos tienen por la noche
sus tentáculos totalmente extendidos para buscar plancton y pequeños
seres despistados con los que alimentarse. Pero lo más sorprendente se
produce al tocarlos; se abren como las finas alas de una mariposa desple­
gando todos sus tonos; rojo, ambar, cereza, granate y carmín.
Podría así relatar una por una las sorprendentes mutaciones que se produ­
cen bajo las aguas, cuando la oscuridad envuelve a los arrecifes. Parados
a veinte metros ocupados en fotografiar y filmar, se me ocurrió mirar
hacia arriba, a la superficie, por ver de que color estaba. No pude tener
mejor ¡dea. La luna se había apoyado sobre el agua, y a través de ella, en­
traban sus rayos blanquecinos y ordenados, casi simétricos. Rebotaban en
los corales y se extendían ya ingrávidos por todas partes. Quise coger uno
de ellos, que me estaba llegando blanco y nítido. Aproveché para reflejar­
lo en el cristal de mi profundímetro y jugar con él apuntándolo hacia
todas las direcciones. Cuando lo orientaba hacia la pared de coral daba
protagonismo y luz a los peces y plantas, pero cuando lo dirigía hacia la
inmensidad del vacio, hacia la mar abierta, el pobre se perdía como si no
tuviera fuerza. El color negro de las aguas lo absorbía sin darle la menor
oportunidad de iluminarlas, desperdiciando así la cualidad para la que
fue concebido. Pero las aguas de más allá del arrecife apenas se dejaban
impresionar e ¡luminar por un simple rayo de luna vagabundo y perdido,
son más lúgubres y oscuras, más tétricas y serias como para caer en la
tentación de aclararse por una simple luz, aunque esta provenga de la
mismísima luna.
Borrachos de belleza y satisfacción por el hecho de estar allí, no miramos
el manómetro de aire, y para cuando nos dimos cuenta tuvimos que ac­
cionar la barra de la reserva. Sólo entonces emprendimos el regreso, ab­
sortos en esta nueva dimensión y vida nocturna que acabábamos de des­
cubrir. Al sacar la cabeza del agua y mirar a nuestro alrededor, tomé por
primera vez consciencia de lo que había sucedido. Éramos seres de otro
mundo, o dicho de otra forma, lo que habíamos vivido sólo podía asimi­
larse desde la prespectiva irreal con la que los hombres asimilamos las
cosas de otros mundos. Por la mañana llegaría el día otra vez y rompería

340
sin duda el hechizo. Pero nos quedaría para siempre el haberlo vivido. Allí
perdidos en mitad del desierto, protegidos por la oscuridad de la noche te
sentías infinito, pero a la vez pequeño, casi diminuto. La luz del candil de
petróleo nos daba una muestra de que éramos nosotros, de que no había­
mos cambiado, de que seguíamos perteneciendo a este bello planeta.
El fiordo y sus montañas, ahora más oscuros por la progresiva elevación
de la luna hacia su cénit, se mezclaban con un cielo estrellado, casi blan­
co de tantos astros que había. El agua inmóvil, casi sólida, se abría lo
justo para que nuestros cuerpos asomaran por ella. Todo en conjunto te
elevaba de tal forma que casi caías en el peligro de sentirte superior. Pero
las desafinadas notas de un extraño instrumento, que parecido a una flau­
ta, salían de la vecina y misteriosa tienda de palos y pieles y que desde
ayer nos tenía intrigados, nos devolvió a la realidad. Pero no a una cual­
quiera, pues también tuvo su encanto escuchar desde la orilla ataviados
de buzos los acordes torpes y disonantes del desconocido flautista.
Caminamos con dificultad hasta el furgón guiados por su luz y por la clari­
dad, intentando no rompernos los pies con los cantos y piedras. Nos cam­
biamos y permanecimos mucho tiempo sentados, abrigados con chaque­
tas. En silencio, cada uno interpretaba a su forma la magia del momento.

El coral de fuego.

341
Para ayudarnos a no olvidar esa noche, también la mar, ahora en su super­
ficie se había transformado en una camino de plata, le propinaba un claro
de luna digno de un día memorable como este.
Por la mañana conocimos al morador de la misteriosa tienda. Era una fa­
milia de beduinos, que a lomos de sus camellos recorren incansablemen­
te el desierto. La vida de este pueblo fascina al instante, sobre todo a los
que como nosotros amamos vaganbundear no sometidos a normas y ho­
rarios. Conservan sus culturas, jamás escritas en libros. Son el mejor re­
cordatorio de la historia Sagrada. Nada ha cambiado en sus vidas desde
que Moisés formara parte de su pueblo. Ni los años, ni las guerras han ¡do
con ellos. Se rigen por las mismas leyes de entonces y una vez al año se
reúnen en las proximidades del Monte Sinaí para conmemorar la salida
del pueblo hebreo de Egipto.
La mayor parte de las tribus que habitan hoy el desierto del Sinaí, son
descendientes de nómadas origiarios de la península Arábiga. Sólo la
tribu de los Jebeliya han vivido siempre en estos lugares. Descendientes
de viajeros europeos del este, llegaron aquí seiscientos años antes del na­
cimiento de Cristo. Durante la época bizantina del emperador Justiniano,
se establecieron en los alrededores del Monasterio de Santa Caterina,

Compañeros de juegos.

342
construido para conmemorar el
lugar donde Dios entregó las ta­
blas de la ley a Moisés. Son guia­
dos por un Shaykh, o jefe, del que
depende la ejecución de sus leyes.
Su economía gira en torno del ca­
mello. Son los grandes expertos
del mundo en el trato de estos es­
túpidos e irritables animales. De
ellos sacan la leche, con la que
también hacen quesos. Les sirven
de medio de carga y transporte, y
cuando mueren utilizan sus pieles
de mantas para las frías noches
del desierto y para construir sus
tiendas. También con sus huesos
fabrican pequeñas tallas que ven­
den a los turistas por unos pocos -
agorots- centésima parte de una
libra israelita. Las cabras y las ove­
jas, de las que se encargan las
mujeres, son moneda de cambio y
fuente de lana para tejer y de leche para hacer quesos y cuajadas. Ade­
más estos animales les aportan su comida predilecta, el cordero asado
con plantas aromáticas.
En ciertas épocas del año cultivan un trozo de tierra junto a un oasis,
donde plantan tomates y cebollas. También pescan en otras estaciones y
siguen un proverbio heredado de padres a hijos que dice; -echa tu red, y
deja que Dios haga lo demás-, A mi me parece un concepto un tanto op­
timista del trabajo, pero a ellos les funciona, ayudados porque en estas
aguas tan ricas en vida, es casi imposible sacar la red vacia.
La familia es el centro de su existencia, y las mujeres se encargan de las
labores del -hogar- y del cuidado de los niños, que de cuatro en cuatro,
llenan la vida de los matrimonios.
Por la noche se reúnen entorno al fuego que hacen en medio de la tienda
y beben té , mientras tocan alegres ritmos con sus -caramillos-. Son finas
flautas de madera, que tradicionalmente los hebreos construían y que
ellos siguen llevando en su cintura para los momentos de soledad. Los
matrimonios los concertan con los padres de las mujeres, y se pagan
siempre en camellos. Una mujer normal cuesta aproximadamente entre
cinco y siete animales. Por Magdalena me ofrecieron diez, seguramente

343
por ser guapa y también blanca. Entre bromas les provocábamos para que
nos hicieran ofertas, y siempre con un sorprendente sentido del humor, te
seguían el juego. Para divorciarse, el procedimiento es simple: devuelven
a la esposa a su originaria familia junto con los hijos, y paga el marido
por la manutención de todos ellos. La mujer repudiada podrá después irse
con otro hombre. Normalmente los padres respetan las inclinaciones ro­
mánticas de sus hijos, y muchas veces se casan entre primos para conser­
var cerrados los vínculos.
Pueden unirse como los musulmanes con cuantas mujeres puedan mante­
ner, pero con una limitación de cuatro. Normalmente lo hacen con una a
lo sumo con dos, por lo caro que les resulta alimentarlas y la pobreza de
su condición. Las mujeres son capaces de tejer en improvisados telares de
madera y cuerda en mitad del desierto, y confeccionar todas sus ropas.
Tienen un gusto exquisito, multicolorista y alegre. Entierran a sus muertos
en el desierto señalando el lugar con piedras y ofrecen prendas de anima­
les a Dios para que les proteja.
A lo largo de los meses que estuvimos en las costas del Sinaí, los bedui­
nos llegaron a formar parte de nuestra existencia. Nos acostumbramos rá­
pidamente a ellos, a su presencia silenciosa y distante, a sus figuras pol­
vorientas sobre los camellos de aquí para allá, a sus mujeres misteriosas y
cubiertas practicando el trueque con los pocos turistas que por allí transi­
tábamos, en fin, a su compañía discreta en los recónditos lugares donde
aparcábamos, y aunque distantes, su pequeño y primitivo campamento te
hacía sentirte más en el mundo, aunque fuese un pueblo primitivo y nó­
mada el que te tuviera que recordar con tiendas y camellos, que todavía
estabas en la tierra, que los hombres, fuesen de la raza que fuesen, eran
tus compañeros de planeta. El hecho de sentir vida a tu alrededor te per­
mitía sentirte mejor, pero más si se trataba de este misterioso pueblo que
hace de su deambular un ideal perseguido desde siglos atrás, y que ni el
progreso ni la comodidad les pervierte.
Con las semejanzas entre este pueblo y los lapones de Siberia en la ca­
beza, emprendimos el viaje de nuevo. El oasis de Nuweiva a cincuenta
kilómetros al sur era nuestro destino. Por la serpenteante carretera que
trepa y baja constantemente a modo de montaña rusa entre los áridos ce­
rros, fuimos llegando. Por el camino divisamos los arrecifes desde una
nueva y desconocida dimensión, aérea. Los grandes cortes en forma de
barrera que producen en la mar acantilados sumergidos, son más espec­
taculares desde lo alto de las empinadas cuestas, pues el azul intenso del
agua se difumina con el ocre de sus paredes, y el blanco de la arena, que
siempre les acompaña, les da cuerpo y los une en una visión sosegada y
tranquilizadora.

344
La pequeña colonia agrícola de Neviot ha sido desde siempre un punto
tradicional de encuentro y descanso de las familias beduinas. El pozo de
agua que aquí hay, misterioso y abundante, les obliga a parar al menos un
día en su cabalgar. Recargan sus pellejos cofeccionados con tripa de ani­
mal de agua, y dejan abrevar a sus camellos, que como enormes cantim­
ploras, apenas necesitan beber líquido en varios días para seguir subsis­
tiendo. Las plantas de loto en sus orillas entremezcladas con las palmeras
altas y viejas, le dan un aspecto acogedor a este pequeño oasis, que te in­
vita a detenerte. Antes, al mediodía nos sumergimos en un arrecife aislado
y distante de la costa, que Shlomo, autor de nuestra guía, lo define como
un lugar de gran interés submarino.
La inmersión nos llevó a casi media milla mar adentro. Encontrar la plata­
forma de coral semisumergida fue relativamente fácil, pues la trasparencia
del agua es tal, que te ayuda siempre a distinguir cualquier cosa que so­
bresalga del fondo con cierta importancia de tamaño. Trincamos el bote
fuertemente con dos cabos al coral, y nadamos por espacio de una hora a
través de un paisaje fantástico e inmaculado, casi virgen. De regreso a la
costa nos entretuvimos jugando con una raya manta. La perseguíamos con
el bote sin que el gran pez, parsimonioso y lento, se inmutara. Diego se
tiró a nadar con ella. Era sorprendente lo armónico de la pareja, el con­
traste de dos seres antagónicos sumidos en un sutil y pausado baile cerca­
no pero a la vez distante. Durante una milla le acompañamos en su nadar
despistado y majestuoso. Sus grandes alas le impulsan con sólo doblarlas.
Pero cuando quiere marcharse y da por terminado el juego, desaparece a
una velocidad que por su comportamiento, ignoras que pueda tener.
Pasamos dos jornadas más en Neviot o Nuweiba, como les gusta a los be­
duinos que le llames a su oasis, y seguimos de nuevo hacia el sur. A partir
de aquí la carretera se introduce por el interior. El calor comenzaba a ser
insoportable, y ya no lo abandonaríamos hasta el regreso, junto al Medi­
terráneo. Cuarenta y cinco grados a las doce del mediodía te recuerdan e
incitan a quedarte a esas horas junto a la mar. Pero nosotros que tenemos
que probar de todo, incluso el calor más tórrido del desierto, no hacemos
caso, y sudamos en silencio, comparando estas temperaturas con las sufri­
das en el Sahara y Mauritania. Al llegar a Di Zahab, la brisa de la mar te
devuelve de nuevo al confort de los veintiséis grados.
Los beduinos le llaman Dahab, y la Biblia también. Este prodigioso oasis
situado a doscientos kilómetro de Eilat, lo menciona el Libro Sagrado para
describir el avituallamiento de agua que hizo el pueblo judio, durante
una etapa camino de la tierra prometida. Las edificaciones móviles de los
israelitas han sustituido al asentamiento árabe de siglos atrás. El poblado
de beduinos estables, un tanto traidores a los principios del estricto pue­

345
blo nómada, le da un carácter festivo y animado. A su alrededor las con­
centraciones de palmeras datileras se mezclan con los arbustos verdes y
frondosos. El agua potable brota aquí como por encanto proviniente de
tres fuentes subterráneas. Una al norte, junto a la ladera de las colinas,
cercana al poblado beduino, otra en el centro del oasis, la más usada por
los viajeros, y la tercera casi al borde de la mar formando un pequeño
lago repleto de manglares y plantas. Es esta la tierra de los Muzeni, habi­
tantes adustos de las palmeras, que hoy perdidas sus tradiciones, comer­
cian con los turistas, ataviados los más jóvenes de camisetas con la figura
de John Travolta.
La villa de vacaciones judía, es desmontable, y ofrece un alto en el cami­
no para las semanas vividas sin haber podido aprovisionarte. Su pequeño
y bien surtido supermercado nos sirvió para reponer nuestra maltratada
despensa. Daniel se alegró de encontrar por fin yogures de todo tipo, que
a él tanto le gustaban. Diego y yo, como todo vicio, pudimos comprar al­
guna cerveza que alegraran un poco las noches de insomnio. Magdalena
por su parte aprovechó el lugar para lavar al estilo beduino, en la piedra
frotando ropa y utensilios. Cargamos los grandes bidones de agua y el de­
pósito del furgón. Todo era una fiesta alrededor de este preciado líquido.
Durante nuestra vida en la civilización, ignoramos el valor del agua, pero
en estos lugares toma su auténtica dimensión, su verdadero valor en el
cuidado de la vida de hombres, peces y plantas.
Después nos alejamos del bullicio. Dos o tres horas de constantes ruidos
nos molestaban. Veníamos habituados a la tranquilidad más absoluta, al
silencio como norma impuesta, al ruido casi imperceptible del chocar de
las olas contra los arrecifes, al leve silbido del viento cuando pasaba a tra­
vés de alguna piedra de forma caprichosa. Es por eso que corrimos a refu­
giarnos de nuevo en él.
Aparcamos en un precioso lugar. Situado a ocho kilómetros de Di-Zahav,
junto a la mar. Como el oasis no tenía nombre lo bautizamos con el
nuestro. Regresaríamos al año siguiente y recogeríamos cosas que a pro­
pósito habíamos dejado para comprobar si quedaban o desaparecían. Es­
tuvo claro que por allí casi nadie transita, o si lo hacen, son respetuosos
con lo ajeno.
La planicie de coral se prolonga treinta metros en la mar, cubierta por uno
de agua. En esa laguna se desarrollaba una vida absolutamente sorpren­
dente. Los grandes peces se adentraban en ella al atardecer para golpear
frenéticamente con sus picos los corales, extrayéndoles los pólipos. Por la
fuerza del sol el agua está caliente y esto favorece una fecundidad sin lí­
mites entre sus habitantes. Vimos por vez primera las grandes tridacnas

346
El pez escorpión a pesar de su belleza es muy venenoso.

azules y las morenas rojas. También los peces escorpión y los globos co­
menzaron a ser habituales en nuestros buceos. Los corales cerebro de
Neptuno y los corneos, largos como bastones. Pero no todo es vida en los
arrecifes coralinos también hay muerte. A medida que las aguas se abren
hacia lo profundo, son más numerosos los enemigos que tienen estas co­
lonias, y algas, pulgones y peces destrozan y comen grandes extensiones
de pared coralina.
Sumergirse en la gruta de Nakab Shaheen es algo no apto para cardiacos.
Te introduces por una cavidad en tierra, alejado al menos veinte metros
del arrecife. Luego todo se precipita sobre tí. Las paredes se estrechan
hasta casi asfixiarte y los corales te dan escolta tocándote muchas veces.
El cañón serpentea profundo, cerrado por murallas verticales. Pasan los
minutos y no termina. Sigues descendiendo absorto en el juego de luces y
sombras que las paredes te hacen. Al cabo de trece minutos estás a cua­
renta metros de profundidad y la salida se ve clara y nítida. Luego, marea­
dos y claustrofóbicos por tanto descenso en cautividad, nos acostumbra­
mos de nuevo a la libertad de los grandes espacios. Nos estiramos,
nadamos libres, y enseguida ascendemos lentamente persiguiendo a un
gran pez Napoleón.

347
Es una prodigiosa experiencia que repetiríamos a la vuelta. Los días se su­
ceden al igual que nuestras inmersiones. Cuando creemos haber saturado
las posibilidades de un arrecife, nos marchamos a otro. Pero teníamos
ganas de llegar al extremo sur, donde los grandes depredadores añadirían
una nueva dimensión a nuestros buceos y las gorgonias gigantes como
enormes redes nos depararan visiones mejores. Por eso seguimos viaje. La
carretera vuelve a meterse por el interior de las montañas, es como si no
quisieran los que la construyeron, que se viesen mientras viajas los incita­
dores arrecifes, y así no distraerte, ni caer en la tentación de detenerte
cada kilómetro. Son sesenta kilómetros los que nos separaban del próxi­
mo oasis, Nabek. Tiene la particularidad de ser el último punto donde el
agua emerge de la tierra. También es el lugar más cercano de la Península
del Sinaí con Arabia Saudita, dejando en el medio del estrecho canal, las
islas de Tirán.
Cerca del cabo, buceamos en un lugar llamado Arkana, distinto a todo lo
visto hasta ahora por la cantidad de arrecifes barrera que hay concentra­
dos. Nos acercamos andando con los equipos hasta el cementerio del
María Schroder, una auténtica paliza con resbalones y cortes que hacen al
pecio casi inaccesible. Es un buque fantasma varado sobre el coral a una
milla de la costa. Un monumento a la desolación y a la soledad más ab­
soluta. Erguido, oxidado, batido por las marejadas, se despedaza día a día
ante la vigilancia de las rojizas montañas del desierto.
Las prisas de llegar a nuestro destino, hacen que nos saltemos algunos lu­
gares que nuestra guía marca como interesantes, pero ya no queremos
montar y desmontar nuestro campamento una y otra vez, ni evitar el en­
cuentro con los tiburones y barracudas que nos obsesionan. Emprende­
mos la última singladura hasta Sharm El Sheikh. El mítico lugar para aven­
tureros y buceadores de todo el mundo.
La pequeña bahía que forma su puerto es una auténtica sorpresa de con­
fort y vida organizada en la soledad del desierto. Los judíos construyeron
con edificaciones prefabricadas un auténtico oasis de comodidad y servi­
cios. Utilizado por militares especialmente, fue centro de operaciones en
las guerras del los años 1956 y 1967. Entonces era un enclave de comuni­
caciones importante, además de una respetable base naval. Había un ae­
ropuerto de tierra, donde los viejos DC3, ruidosos y destartalados se deja­
ban ver varias veces por día.
Teníamos una tarjeta de recomendación de los propietarios de la revista
francesa Oceans, Mr y Mss Baix, para los dueños de un club de buceo
instalado allí desde hacía tiempo. Rolf y Petra, alemanes de Munich, que
habían hecho de su vida un constante deambular por los fondos del

348
mundo, y que ahora regían el
centro subm arino A q u an au t.
Nos recibieron cordialm ente.
Pasamos agradables veladas es­
cuchando sus historias sobre
estas aguas serias y para gente
curtida, que conocían como las
palm a de sus m anos. Desde
luego que experiencias y anéc­
dotas no les faltaban y sin du­
darlo, compartieron con noso­
tros sus conocimientos.
Nos aconsejaron instalarnos en
Ras Muhammed, o cabeza de
Muhammed. Se llama así por el
sorprendente parecido que tiene
la roca que formaba el cabo con
la cabeza de un beduino. A llí
nos d ije ro n , en co n tra ría m o s
arrecifes majestuosos, casi sin Diego, jugando con el poderoso animal.
fondo que toparte, repletos de
todo tipo de fauna y flora submarina. No en vano está considerado como
uno de los mejores lugares del mundo para la inmersión.
Aparcados cerca de una torre de simpáticos militares nos entregamos en
cuerpo y alma a descubrir los secretos de este inmenso arrecife. Bucea­
mos dos veces por día entre grandes colonias de túnidos, con la incerti­
dumbre siempre de ver tiburones
y barracudas. Jugamos con una
gran morena de más de dos me­
tros de largo, que lejos de ense­
ñar su carácter agresivo, te deja­
ba acercarte después de haberte
visto durante varias veces con re­
galos para ella. Emily, ese era su
nombre, nos la presentó Petra.
Vivía cerca del punto por el que
nos metíamos al agua. En cada
imersión le llevábamos restos de
comida que apreciaba sacando
su d esco m un al cu erp o de la
gruta donde habitaba. Por las Emily, nuestra amiga la morena.

349
tardes repetíamos el ritual. Ella atenta nos esperaba a la misma hora con
la cabeza fuera del nido. Aunque las morenas son muy agresivas y su
mordedura es tremenda, pudimos llegar a entablar una cordial y respetuo­
sa relación no ajena a sustos, cuando su inmenso cuerpo se enroscaba sin
querer en tu pierna, o su boca potente y musculosa mordía la patata o el
huevo duro demasiado cerca de tus dedos.
La cosa cambiaba por las noches. Se olvidaba de nuestra amistad y se
convertía en el depredador nocturno que es, concentrada en sus capturas.
Varias veces fuimos a llevarle comida alumbrados por las linternas, pero
la mayor parte de ellas no estaba en su cueva. Otras, la vimos nadando
lejos en la oscuridad profunda, entre las grandes formaciones de coral,
persiguiendo a otros animales. Al año siguiente cuando regresamos, ya no
estaba, se habría cansado de ver tanto monstruo burbujeante que no le
llevaban nada de comer.
Al borde del arrecife hacíamos divertidas pruebas submarinas. Daniel
venía con su madre nadando, provistos de gafas y tubos por la superficie.
Diego y yo nos sentábamos a cinco o seis metros de profundidad, bien vi­
sibles de ellos, y comenzábamos a espolvorear madalenas y trocitos de
chorizo. Al instante una legión de peces multicolores nos rodeaban co­

to s Montes del Sinaí áridos y majestuosos.

350
miendo de nuestras manos.
Daniel que miraba desde la
superficie con sus pequeñas
gafas, se atragantaba de la
risa que le entraba teniendo
que cogerle para vaciarle el
tubo de agua. Nosotros exa­
gerábamos el gesto como si
nos mordieran con grandes
aspavientos. Era un ritual que
todos los días practicábamos
y que cada vez le producía
más alb o ro zo al pequeño
"loco bajito", cómo llamaba
Serrat a los niños en una pro­
digiosa canción. A mí, me di­
vertía ver sus ojillos alegres y
chispeantes a través de sus
gafas llenos de sorpresa y
La carretera se perdía y difuminaba. complicidad.

Ras Muhammed.

351
En la noche
de los arrecifes

353
/ as inmersiones nocturnas aquí, fueron muy distinta a las que veníamos
/ haciendo a lo largo del Golfo. Las descargas de adrenalina que nos
/■> producían eran mayores y más numerosas. Lo mismo te encontrabas
en la oscuridad, sólo rota por el haz de tu pequeña linterna, con la fría si­
lueta de una barracuda, que te enredabas, como si alguien te sujetara,
con las finas gorgonias gigantes, que a modo de inmensa malla invisible
te cortaban muchas veces el camino. La pared del arrecife era vertical,
caía cien metros por debajo de tí, dándote una vertigiosa sensación de in­
gravidez y vacio. Pero la transparencia del agua al mediodía era tal, que
fácilmente podias distinguir el fondo a cuarenta metros.
Cuando iluminabas alguna cavidad de la pared, el pequeño y redondo haz
de luz que te guiaba, se hacía más fuerte por la refracción del agua sobre
los blancos corales. Por el contrario al seguir tu camino junto al acantilado
submarino enfocando hacía delante, apenas dejaba un rastro perdido por
el poder de absorción de las negras aguas. De vez en cuando sombras os­
curas se dejaban ver, casi sentir. No se acercaban demasiado, pero su sola
presencia te hacía estar siempre vigilante. Tampoco sería mucho lo que
podrías hacer en el hipotético caso de que te atacara algún animal, aun­
que el cálculo de posibilidades de que lo hiciesen era pequeño.
Buceábamos uno detrás del otro a unos veinticinco metros de profundi­
dad. Las nubes de viento que durante todo el día habían tapado algunas
veces al sol, persistían por la noche. Por eso la luminosidad no era excesi­
va. También la luna había pasado a cuarto menguante por lo que contri­
buía muy poco a iluminar la costa y sus aguas. Diego se había alejado un
poco persiguiendo a un gran mero para fotografiarlo cuando cazaba ale­
jado de su cueva. De pronto algo me rozó en la espalda. Era sin duda
grande y fuerte pues con su impulso el regulador de repuesto me vino de
un salto a mi pecho. Aterrado me volví, pensando en décimas de segundo
que me encontraría con la boca enorme y descomunal del tiburón de la
famosa película de Spilberg. La oscuridad total en la que te movías, te
daba una sensación de angustia mayor. Con el susto la linterna se me
cayó de la mano y su luz se perdía en la profudidad balanceándose. Por
suerte que siempre tenemos la precaución de llevarla sujeta a la muñeca
con un cordel ajustable. Pero con mis nervios no era capaz de encontrar­
la. La cabeza no me dejaba pensar. Trascurrió todo en segundos que me
pareció largos minutos. Desesperado, intentaba ver a través de la oscuri­
dad sin lograrlo.
Al acelerar las pulsaciones de mi corazón, el regulador mandaba mucho
más aire, por lo que producía millones de burbujas. La luz de Diego se
acercó reconciliadora. Había visto mi haz perdido moviéndose por su

355
propia inercia. Al aproximarse, los cuantiosos globos de aire que emitía le
alarmaron. Me sujetó por el brazo y me colocó la linterna en la mano,
mientras me señalaba detrás de mí, haciéndome gestos para que mirara.
Ante nosotros quieto y especiante había un inmenso pez napoleón de casi
dos metros de largo. Su cabeza con hocico le daba un aspecto de bestia
terrible y salvaje. Nos observaba sumido en una expectacular quietud.
Podría pesar cerca de doscientos kilos y al foco de las dos luces era de un
color verde caqui. Sabíamos que era inofensivo, lo habíamos oido decir a
Rolf y Petra, pero la impresión de tenerlo junto a nosotros en la lúgubre
noche era aterrador. Le movimos la luz por la cara para ver si reacciona­
ba. Diego ya un poco inquieto también sacó su cuchillo y le amenazó
con él. El filo brillaba intensamente con la luz de la linterna, pero el enor­
me animal seguía sin moverse. Sólo cuando los dos nos precipitamos
contra él amenazándalo, se desplazó lentamente. A los pocos segundos
se perdió en la oscuridad sin que volviéramos a encontrarle durante el
resto de la inmersión.
Seguramente que habíamos interpretado mal sus intenciones. Torpemente
se había tropezado conmigo, luego, ciego por la luz, le dimos el mismo
susto que él a nosotros. Cuando les contamos a nuestros amigos el hecho,

El enorme Napoleón que me asustó.

356
En la noche a través de las Gorgonias.

se morían de risa, pues Nap, diminutivo de napoleón era famoso en el


arrecife. Petra lo tenía mal acostumbrado a comer huevos duros que de
vez en cuando le llevaba. Posiblemente al vernos nos confundió con ella,
poniéndonos los mismos productos que a él tanto le gustaban, atascados
en la garganta, pero por otro camino.
En los casi veinte minutos que seguimos por el arrecife, no logré quitarme
la sensación de que por detrás venía el monstruoso pero inofensivo napo­
león. Los últimos minutos de aire los pasamos perdidos por el bosque más
singular del mundo. Las gigantescas gorgonias de Ras Muhammed, pue­
den alcanzar los cuatro metros de altura, y reunirse en grupos de cientos.
Su color negro es sólo una ilusión óptica. En realidad son marrones cla­
ras, casi blanquecinas. Nacen a más de treinta metros de profundidad y
durante el día las ves moverse suavemente debido a la acción de las co­
rrientes. Pero por la noche pueden producirte un terror propio de las más
macabras experiencias. Cuando nadas ayudado por tu pequeña luz, no
puedes distinguirlas, pues sus brazos son tan finos que apenas son per­
ceptibles en la oscuridad. Así que de súbito te golpean en la cara o en el
cuerpo. Para cuando las reconoces, ya te has visto envuelto en sus finas
ramas de tacto vegetal y que parece que aprisionen. A medida que te

357
pones más nervioso, más te enredas en ellas, produciendo un círculo vi­
cioso del que puedes salir aplicando la calma y la serenidad. En realidad
no te sujetan, pero da esa sensación. Son tantas las ramificaciones que
tienen, que forman una inusual tela de araña acuática desprovista de todo
ser vivo. Sólo tienes que ascender un poco aleteando, y te ves libre de
ellas.
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a movernos por la noche junto al
arrecife. Hasta el extremo de que las cosas que antes nos producían al
menos sobresalto, fueron siendo habituales y conocidas. Ni el gran napo­
león, ni las gorgonias volvieron a asustarme. Es curioso como tu cerebro
recicla las sensaciones y las cataloga. Reaccionamos violentamente ante
lo desconocido y en la mar, y por la noche, sucede esto especialmente. Es
un medio al que te habitúas paso a paso, sin prisas. Tus ojos se hacen más
sensibles y los reflejos y la percepción también se incrementa con el tiem­
po. Después de varios meses deambulando por la oscuridad de un arreci­
fe casi llegas a transformarte en un auténtico pez.
Las noches bajo el agua se sucedieron. Aprendíamos cosas nuevas sobre
este mundo tranquilo aparentemente. Algunas especies aprovechan la os-

358
curidad para cazar, otras por el con­
trario se abandonan a dormir y por
eso mueren. Es la ley del arrecife, el
ciclo biológico inalterable que pro­
duce el perfecto equilibrio de estas
aguas. Los israe litas, en los casi
quince años que llevaban controla­
do esta costa, fueron exquisitos en
su cuidado, repartiendo toda la ex­
tensión del G olfo en zonas, para
que todo el mundo pudiese disfrutar
a su manera de cada actividad. Al
sur lo declararon reserva protegida,
al igual que a los oasis de Dahab y
Neviot. Alternaron con mucho crite­
rio los lugares donde se pudo pes­
car, de los parques submarinos. Se
trataba también, que los beduinos
principalmente, tuviesen unos kiló­
metros de costa de donde sacar su
alimento.
El resultado de este cuidado lo dis­
frutamos los buceadores. Por eso,
las especies apenas tenían temor del
hombre. Nadaban confiadas, a lo Lo s p e c e s te tratan co n fam iliaridad.
mucho molestas por los fogonazos
del flash. El año 1982, en el que volvimos para otro largo periodo, fue el
último en el que las costas del Golfo de Eilat pertenecieron a los judíos. El
tratado de paz con Egipto, les obligó a su devolución en diciembre de ese
mismo año. Permanecimos hasta noviembre, como en espera de que eso
no se produjese. Pero puntualmente se marcharon. Los egipcios han con­
servado -relativamente- las costas. Con su diferente concepción de las
cosas, ha permitido la pesca indiscriminadamente. Sólo cuando se aperci­
bieron de la importancia de estas costas por el incesante número de buce-
adores que llegaban, comenzaron a mirar los arrecifes con otros ojos.
Mas tiernos, pero más interesados.
Desde luego los que tuvimos el privilegio de ir antes de aquel año, fuimos
testigos de un mundo equilibrado y perfecto, donde hasta los más grandes
depredadores y túnidos nadaban confiados a nuestro lado. Donde los
peces, dejaban al hombre sentirse parte del arrecife.

359
Pero la paz se imponía. Fue difícil convencer a los musulmanes de los es­
trictos códigos de parques submarinos o reservas naturales. Los judíos por
su parte les dieron -el manual- y una costa mejor de lo que se la encon­
traron. Pero al menos les quedará la satisfacción del deber cumplido. Y
los privilegiados como nosotros que pudimos verlo en todo su explendor,
nos quedará siempre el recuerdo y cientos de imágenes con las que so­
ñarlo y añorarlo.

Los corales córneos feos de día, se transforman en bellas flores por la noche.

360
Buceando
en el Estrecho de Tirán

361
1J olf y Petra, nuestros amigos alemanes, nos propusieron ir a bucear en
¡K los arrecifes del estrecho de Tirán. Nos aseguraron que era una expe-
/ \rie n cia única, pues las corrientes y el mar abierto le daban una nueva
dimensión a la inmersión. Encontraríamos sin ninguna duda todo tipo de
tiburones, barracudas y grandes túnidos. Algunas especies de coral serían
diferentes e impregnadas de colores casi irreales. Con tantas promesas de
belleza, no pudimos decir que no. Había que pagar el viaje, pero su pre­
cio era razonable.
Entre las islas del estrecho y el cabo Ras Natzrani, en la costa israelita, so­
bresalen del agua un conjunto de arrecifes barrera, que durante siglos han
ocasionado todo tipo de desgracias a los navegantes. Cercanos a la isla
Tirán están sumergidos en el agua asomando algunas formaciones de póli­
pos ya muertas. Su meseta está constantemente barrida por las olas. El
paso libre a la navegación es de mil metros de ancho. Y esto que parece
pudiera ser suficiente para no tener problemas al cruzarlo, se convierte en
un auténtico calvario para pilotos y capitanes, que ven como los grandes
petroleros y cargueros que salen del Golfo con el agua hasta la borda, son
arrastrados por fortísimas corrientes. Estas varían de intensidad según las
diferentes posiciones de la luna.
En 1956, los judíos en guerra constante con sus vecinos árabes, las con­
quistaron, eran un punto estratégico de suma importancia. Su dueño con­
trola el acceso al Golfo. Permanecieron en ellas durante unos años asegu­
rando la entrada de sus buques con rumbo a Eilat. Aunque tampoco
dificultaron el acceso de otros mercantes en singladuras a puertos árabes
como el de Akaba en Jordania.
La isla de Tirán tiene una extensión de setenta y cinco kilómetros de largo
por cuarenta de ancho. Esta deshabitada y sólo militares la poblaron algu­
na vez. Desértica y polvorienta por el viento que normalmente se encaño­
na a través del estrecho, no deja crecer más que arbustos, cuyas semillas
transportan las aves sin querer en sus patas. Algunos nidos de pájaros mi­
gratorios se forman en ciertas épocas del año, pues la ausencia de anima­
les depredadores, hacen de este lugar un paraíso para la incubación.
Snapir, su vecina, es otra gran roca de doce kilómetros de largo por once
de ancho. De la misma composición y formas de vida que la anterior. Se
diferencian por la colina alta y esbelta que Snapir tiene coronándola, y
que se ve desde lejos cuando te aproximas navegando.
Forma con su cercana Tirán un canal prodigioso de grandes corales y enor­
mes peces jamás molestados por el hombre. Pero su auténtica vida no esta
en su tierra pelada, si no bajo el agua de sus costas. En eso son únicas, y su

363
pobreza en superficie, se convierte abajo en una exuberancia de peces y
plantas inigualables. Y los buceadores, mitad peces y mitad hombres, pu­
dimos disfrutar ambas cosas en estos salvajes e inaccesibles lugares.
Las grandes formaciones de coral anidaron aquí hace siglos y descienden
vivas hasta profundidades asombrosas. El agua es tan cristalina, que deja
pasar la luz hasta la base del acantilado, situada a cerca de ochenta me­
tros de profundidad, permitiendo la vida y desarrollo de los pólipos.
En 1967, estos territorios pasaron a formar parte de un protectorado enca­
bezado por la O N U . El fundamento era la privilegiada situación estratégi­
ca que tenían, las constantes reclamaciones ante Naciones Unidas por
parte de los saudies, que reclamaban como suyas las islas, y las presiones
de judíos y egipcios que no querían dejar la entrada de su golfo sujeta a
los arbitrios y decisiones de los pueblos árabes ribereños, como Jordania
y Arabia Saudí. Además estas posiciones ya habían sido el origen de mu­
chos conflictos. Desde ellas , y con las armas, habían dejado a los judíos
encerrados durante años en su puerto de Eilat sin posibilidad de salir
hacia las rutas de Oriente, tan importantes para ellos.
Para ir a estas conflictivas islas, había que hacerlo en barco. Ya en aque­
llos años dos buenas embarcaciones de buceo, el "Tom" y el "Apuñara",
hacían la singladura. Creo que hoy siguen haciéndolo. Embarcamos en el
Tom, con Rolf y cinco buceadores más de nacionalidad francesa, a los
que conducía y adiestraba. El barco de madera confortable y de bordo
alto y seco, comenzó su travesía a las siete de la mañana. Era necesario
aprovecharse de la escasez de viento a esas horas y a los flujos de mareas
y corrientes que nuestro amigo conocía a la perfección.
Por una mar cristalina y -bella-, para señalar cuando esta absolutamente
plana, navegamos al menos durante dos horas. Veíamos la costa judia, y
a lo lejos destacaba majestuoso el macizo del Sinaí, rojizo y difuminado
tan de mañana.
También el agua que nuestro barco rompía era diferente. Se comportaba
como los movimientos del aceite al ser agitado, cuando la fina proa del
Tom la atravesaba. Enseguida los delfines hicieron acto de presencia y nos
acompañaron nadando y jugando alegre y ruidosamente con sus saltos y
risas casi humanas.
Nos íbamos acercando a las áridas islas del estrecho, que amarillentas y
solitarias, teníamos ya por estribor. Cerca de las nueve comenzaron a
verse en el limitado horizonte de la mañana, espumas cercanas y negras
formas sobre ellas. Desde nuestra posición eran irreconocibles. La mar
parecía que se rompía, pues los senos de las pequeñas olas que había, de­

364
jaban al pasar al descubierto algo sólido entre ellas. A medida que nos
acercamos vimos mejor de lo que se trataba. Dos inmensas islas submari­
nas asomaban lo justo en la superficie como para hacer la puñeta a todo
barco que por allí se aproximara. Y la prueba de lo que digo era tan cier­
ta, que en cada una de ellas un esqueleto oxidado y siniestro aparecía en­
callado. El "Loullia" y el "Lara". La mar les había producido grandes bo­
quetes en sus cascos y las olas pasaban de una parte a otra produciendo
pequeñas cascadas.
Fondeamos entre las dos barreras coralinas, por babor teníamos al arreci­
fe Goordon y por estribor a Jackson, era así como se llamaban. Descende­
ríamos por la cadena de la embarcación situada a veinticinco metros,
según nos dijeron. Calculamos una inmersión de cuarenta y cinco minu­
tos, tocando un fondo máximo de treinta y cinco metros, por lo que ten­
dríamos que descomprimir catorce minutos a tres metros de la superficie.
Pero por una vez no había ningún problema de falta de aire. El Tom esta­
ba equipado con un compresor y botellas de sobra, por lo que Rolf nos
ató dos con sus reguladores a varias profundidades y así a nuestro regre­
so, tendríamos todo el aire que necesitáramos para el hipotético caso que
regresásemos justos.
Diego y yo bucearíamos por nuestra cuenta. El grupo lo haría por los co­
rales situados a veinte metros. Saltamos escandalosamente desde la borda
sujetándonos las gafas, y en pocos segundos desaparecimos en las cristali­
nas aguas de Tirán. La isla sumergida tiene una inmensa plataforma en su
parte superior y desciende por sus costados suavemente hasta una profun­
didad de quince metros aproximadamente. Luego se precipita vertical­
mente hasta cotas que ya no alcanzábamos a divisar. Nadamos entre los
corales donde una vida intensa los animaba. Quedamos admirados con
los corales Anthias, de sorprendentes colores naranjas y rosas, y que hasta
ahora no habíamos visto.
Fotografiamos formaciones de coral nuevas para nosotros y apreciamos la
enorme vida que hay en lugares como este, de mar abierta. Desde el prin­
cipio de nuestra inmersión los cimarrones y bonitos, nadaban parsimonio­
sos ajenos a nuestra visita. También las temidas barracudas en grandes
formaciones casi militares, estaban inmóviles reflejándose contra la super­
ficie, sólo movían sus bocas repletas de grandes dientes. Descendíamos
cada vez más, frenados por una leve corriente de cara que se encañonaba
entre las dos islas submarinas. En pleno día, esta corriente puede llegar a
alcanzar los diez nudos de velocidad e imposibilita la inmersión. Para
cuando nos dimos cuenta estábamos a cincuenta metros. Era sorprenden­
te que a semejante profudidad la luz fuera tan clara.

365
La última singladura del Lara.

Habíamos bajado entre sobrecogedores corales muertos, que las aguas


habían ido cambiando de sitio. Desde aquí se veía un fondo blanquecino
debajo. Calculamos otros veinte metros de descenso para llegar al fondo.
En la pizarra submarina que siempre llevamos Diego apuntó -tenemos
dos botellas a tres metros y una a seis- bajemos a ver, -cuidado con la nar­
cosis- afirmé con la cabeza. Siempre habíamos querido saber cual era
nuestro límite antes de entrar en la -borrachera de las profundidades- o
narcosis.
Este gas, el nitrógeno, que lo respiramos en pequeñas cantidades, produ­
ce a mucha profundidad una intoxicación que afecta a la cabeza. Cuan­
do el buceador es atacado por la narcosis, experimenta una sensación de
bienestar, euforia y optimismo que se siente capaz de todo. Normalmente
sigues bajando y mueres, al ser incapaz de dominar tus actos. Pero en al­
gunas personas produce el efecto contrario; angustia, miedo, y esto les
hace ascender, salvándoles la vida. Para salir de ella, sólo tienes que
subir un poco hasta la cota donde te encontrabas bien y los síntomas de­
saparecen por completo. No hay una profundidad standard para sufrirla,
aunque generalmente comienza a producirse a partir de los cincuenta
metros. Si te sobreviene, es fácil detectarla siempre que conozcas el fenó­

366
meno. Los buceadores profe­
sionales en su trabajo utili­
zan una mezcla de aire com­
primido con gas helio, que
suprime esta acción del n¡-
trógeo y les permite bajar sin
problemas hasta cotas supe­
riores a los cien metros.
Bajam os lentam ente, muy
juntos, para poder ayudarnos
en caso de problemas, sesen­
ta metros y todo parecía nor­
mal. La superficie se veía dis­
tante, casi inalcazable, pero
todavía ilum inada. Estába­
mos llegando a lo más hondo
del canal y nuestros profun-
dímetros marcaban sesenta y
ocho metros. Nos seguíamos
encontrando bien. Tocamos
fondo a setenta y un metros,
nada, nos miramos y asenti­
mos. Para nosotros no había
en esta profundidad narcosis
alguna, respirábam os nor­
malmente. Estábamos encan­
tados e interrogantes. Con un
Un barco hundido siempre se convierte en refugio
gesto de la mano acordamos de peces.
asce n d e r. H in ch am o s un
poco los chalecos para ayudarnos a subir. A ocho atmósferas de presión,
la columna de agua que hay sobre tí es dura de vencer.
Mientras ascendíamos recordé la aridez de la pared de coral a esa profun­
didad, la impresionante falta de vida que allí había, acostumbrado al mul­
ticolor expectáculo de los arrecifes por los que siempre nos movíamos.
Para aguarnos la fiesta y dar un poco de emoción a nuestra hazaña, dos
tiburones se acercaron por la izquierda curiosos, y para nosotros amena­
zantes. Era el primer encuentro que teníamos con estos grandes depreda­
dores. No parecía que tuvieran malas intenciones, pero a medida que se
aproximaban nuestra inquietud iba en aumento. Tendríamos que hacer
una larguísima descompresión y no encontrábamos gracioso tener que
hacerla con semejante compañía.

367
Para acabar de dar suspense a nuestro singular buceo, distinguimos cuan­
do se aproximaron que eran tiburones tigres, poco dados a contemplacio­
nes, pero que hasta la fecha no habían atacado a nadie en estas aguas. Los
dos grandes animales se acercaron a unos diez metros, mientras ascendía­
mos por la pared con la espalda pegada al arrecife y nuestras cámaras en
las manos como única defensa posible. El inconsciente me hizo fotogra­
fiarlos. Distinguimos sus ojillos fríos mirándonos interesados. Pero decidie­
ron seguir su camino para regocijo de ambos. Al llegar a veinte metros veí­
amos sus grandes colas caudales moviéndose lentamente al alejarse.
Cerca de una gran piedra de coral nos detuvimos a mirar las tablas de
descompresión dibujadas en la manga. Habíamos estado a setenta y un
metros y llevábamos en el agua veinte minutos, luego teníamos que con­
siderar la máxima profundidad alcanzada. Setenta y un metros. Como
esta medida no venía, aplicaríamos la tabla de setenta y tres. Nunca se
debe tomar la medida inferior.
Tendríamos que empezar parando tres minutos a doce metros. Y eso hici­
mos, ascendimos hasta esa profudidad y junto al ancla esperamos el tiem­
po prescrito. A nueve metros, que controlamos con precisión en los pro-
fundímetros, estuvimos seis minutos y nos quedaban dos paradas más.
Seis y tres metros. Pero el aire que teníamos según los manómetros no era
suficiente para tanta descompresión por lo que ascendimos a seis, donde
tendríamos que parar quince largos minutos. Pusimos uno de nuestros re­
guladores en la botella allí estacionada, mientras seguimos respirando de
las nuestras.
Terminado este tiempo, que pasamos escribiendo tontadas de tiburones en
la pizarra, tendríamos que pasar veinticinco minutos colgados de la cadena
del ancla a tres metros, pagando por nuestra osadía de bajar a semejante
profundidad. Pero estábamos encantados, pues habíamos probado nuestros
límites a la narcosis. No muchos buceadores pueden decir que a setenta y
un metros, nada más y nada menos, no se produce ataque alguno.
Mientras como longanizas colgadas esperábamos el inexorable paso del
tiempo, el grupo de Rolf regresó al barco y nos saludaron cortesmente.
Nos hicieron el signo de OK con los dedos por si queríamos algo, les res­
pondimos con el mismo gesto y seguimos esperando. Desde ese mirador
privilegiado el expectáculo era sensacional. Los animales grandes y chi­
cos se alborotaban unos a otros disputándose siempre algún trozo de co­
mida. Las barracudas seguían en el mismo sitio donde las dejamos y los
tiburones por suerte no habían vuelto a visitarnos.
Empezábamos a notar que en la superficie algo pasaba, pues teníamos
que sujetarnos con auténtica fuerza a la cadena para no ser arrastrados.

368
¿Pasaría lo mismo en la superficie? ¿Habría entrado ya el viento que siem­
pre lo hacía sobre las diez? Nos quedaban doce minutos de descompre­
sión pero con las botellas de recambio llenas que ya estábamos utilizan­
do. La corriente nos preocupaba, aunque era favorable en dirección hacia
la popa donde estaba la escalerilla. Pero dependería de su fuerza la posi­
bilidad de poder agarrarte a ella con tantos artilugios . A medida que pa­
saban los minutos el río en el que se había convertido el canal era más
fuerte e incómodo.
Cuando estábamos escribiendo en la pizarra el plan para salir, ahora ya
aferrados al ancla, la cabeza de Rolf apareció sobre nosotros con sus
gafas de bucear. Pero no veíamos su cuerpo, sólo su cara. Sonriente nos
indicaba la punta de una cuerda con un plomo en su extremo que nos en­
viaba. Entendimos rápidamente que era para que nos la atáramos y poder
así ascender sin la posibilidad de que la fortísima corriente nos arrastrara.
Por si acaso inflamos los chalecos con la válvula automática un poco más
y la dejamos preparada para inflarlos del todo al llegar a la superficie.
Trincamos también con las correas los aparatos de fotos y sacamos los
tubos de superficie que pusimos en las gafas. Después atamos firmemente
la cuerda a nuestras cinturas y, "voila".

Las barracudas son siempre inquietantes.

369
Un minuto y habríamos terminado la descomunal parada de descompre­
sión. Listos, nos miramos y soltamos la cadena del barco, mientras inflá­
bamos al máximo el chaleco que nos daba una instantánea flotabilidad.
La corriente como un río de aguas bravas nos arrastraba hacia no se
donde. Al sacar la cabeza en la superficie, vimos el bote en el que esta­
ban Rolf y un marinero que sujetaba la cuerda. Flotábamos muy bien,
pero un fuerte viento te metía agua en la nariz y boca por lo que segui­
mos con el tubo y las gafas puestos. Poco a poco fuimos ganando su cos­
tado tirando de la cuerda. Al mismo tiempo derivábamos a una velocidad
prodigiosa. Le fuimos entregando a Rolf las partes de nuestro equipo hasta
que ya, sujetos al carel entregamos las botellas y embarcamos.
Para cuando esto había sucedido el barco estaba a media milla de distan­
cia. Sólo imaginar que hubiera pasado si esta experiencia no la hubiéra­
mos hecho con profesionales, se te ponía la piel de gallina. Pero ahí esta­
ba nuestro am igo, risueño y com prensivo con los lím ites que los
buceadores nos queremos imponer algunos días.
Regresamos al barco donde fuimos recibidos con simpatía. Daniel que co­
rreteaba por el barco, apenas tuvo ocasión de enterarse de nuestra compli­
cada salida del agua. La mar mientras tanto se comenzaba a montar empu­
jada por un viento de veinte nudos cálido y espeso. Volvimos al puerto
cómodamente de popa, jugando a la montaña rusa. Era sorprendente el
cambio del tiempo y del p aisa je en ap enas dos horas. De la placidez más
absoluta en la singladura de ¡da, habíamos pasado al viento, a las olas, a la
mar revuelta y agitada, acompañados de salpicaduras y ruidos.
Regresaríamos al año siguiente a bucear con Rolf de nuevo estos prodi­
giosos arrecifes, traicioneros para los que no conocen su vida y funcio­
namiento, pero seguros y sorprendentes para los que como Rolf, hacen
de la vida su contemplación y estudio. Había que seguir apurando las
pocas posibilidades que quedan en la tierra de transitar por lugares vírge­
nes, para que cuando nos falten podamos al menos refugiarnos en los re­
cuerdos.

370
UN M UNDO
DE TIBURONES

371
esde siempre la palabra tiburón ha hecho estremecerse a todos aque­
llos que, por uno u otro motivo, se ponían en contacto con la mar. Las
historias, leyendas y películas, nos han dado literatura para rato, au­
mentando y exagerando los hechos y desgracias producidos por los tibu­
rones. Los esqualos han sido siempre el final lógico de todo naufragio. La
propia imaginación de los marinos siempre deseosos de mostrar el peligro
cierto de su trabajo, han exagerado los hechos, rodeando al mundo de
estos grandes depredadores de una aureola trágica y asesina.
Tampoco los comerciales directores de películas americanas han tenido
compasión con el tema, por el contrario son los que más han contribuido
a que los chicos creciéramos con una imagen distorsionada de estos ani­
males, inventado monstruos inexistentes, más grandes y perversos cuanto
más rentables eran sus taquillas. Los periodistas a lo largo de los siglos,
tampoco han ayudado a esclarecer la verdad. Era más vendible que un
naufragio terminara con todas las víctimas devoradas por tremendos tibu­
rones, que achacar como causa de su muerte a algo tan vulgar como al
frío de las aguas o al simple ahogamiento por cansancio.
Pero la realidad nada tiene que ver con estas truculentas historias. En los
mares del globo existen más de treinta clases distintas de escualos, de los
que sólo dos o tres especies pueden presentar problemas serios para el
hombre. Para entendernos. No es lo mismo caer al Mar Rojo desde un
barco con una pierna herida y sangrante, que bucear o nadar junto a un
arrecife y ser atacados por ellos.
Los biólogos y submarinistas han realizado miles de experiencias para de
esta forma conocer mejor sus hábitos y comportamientos. Pero la mayor
parte de ellas, sobre todo las que se refieren a su agresivo carácter, fue­
ron hechas provocándoles dentro de su hábitat natural, buscando reac­
ciones extremas a través de jaulas burbujeantes o muñecos inertes na­
dando en medio de trozos de carne. Las reacciones que se derivan de
estas experiencias, para nada son auténticas ni instintivas. Es como si
quisieran probar nuestras reacciones acorralándonos ante una cercana
muerte. El hombre también se transforma y se defiende. Pues el tiburón
ante los estúpidos experimentos, encaminados más a la pantalla cinema­
tográfica que a la verdad, también se irrita y ataca, especialmente cuan­
do se le conduce a estas situaciones extremas que alteran su medio natu­
ral de vida.
En los mares tropicales existen multitud de pequeños peces y organismos
de apenas veinte centímetros, que pueden hacernos mucho más daño que
los espectaculares tiburones. Y lo realmente grave, es que la gente no los
conoce. Peces piedra, escorpiones y las finas culebras de dientes como

373
agujas, abundan en las aguas coralinas, sin que los confiados turistas
hayan tenido la oportunidad de conocer sus tremendos peligros.
En dos ocasiones tuvimos encuentros con las mortíferas culebras. Amari­
llas, finas, de medio metro de longitud, nadan velocísimas. La sangre casi
se te hiela con su presencia. Estos pequeños bichos si que muerden indis­
criminadamente cuanto les rodea. Para defendernos de ellas y de otros
percances, siempre buceamos en los mares de coral con los trajes de neo-
preno, a pesar de que el agua esta entre veinte y veinticinco grados centí­
grados. Pero en el hipotético caso de que la culebra te atacase, estás bien
protegido, pues sus finos dientes, casi como agujas, no pueden atravesar
la goma por mucho que la muerdan.
Por eso, flaco servicio se hace a los cada vez más numerosos visitantes
de los arrecifes, no contándoles la verdad sobre los peligros existentes.
Me asombra comprobar como los buceadores de fin de semana se su­
mergen en los corales provistos de tan sólo un traje de baño, sin que sus
instructores les aconsejen. Muchos de ellos prefieren seguir quedando
como supermanes delante de las señoras cuando se nombra la palabra ti­
burón, en lugar de enseñar cuales son realmente los auténticos peligros
del mundo del coral.
A pesar de los años pasados desde que yo comenzaba a hacer estas refle­
xiones, sigo leyendo en artículos y libros, cientos de tonterías sin fudamen-
to alguno sobre estos majestuosos depredadores, y nada o casi nada de los
pequeños seres que habitan el coral, mucho más peligrosos. ¿Se trata de
demostrar quien arriesgó más, o de quien dijo más sandeces? No cabe la
menor duda de que hay que ser precavido y prudente con los tiburones,
pero como con todo gran animal. Es necesario saber como comportarse
con las diferentes especies, y aprender a distinguirlas. No adoptaremos la
misma actitud delante de un tiburón tigre, o de un martillo, que ante los ti­
burones grises de arrecife que son los más frecuentes y abundantes.
Otra cosa muy distinta es bucear en alta mar, donde los grandes tiburones
blancos habitan. También es toda una experiencia esperar en mitad del
océano el paso de los grandes escualos martillo. En esos lugares realmen­
te hay peligro, pero tu sabes que existe y vas a buscarlo conscientemente
amparado en tus conocimientos del medio. Son pocas las posibilidades
que tienes de un ataque si has aprendido a comportarte entre ellos.
Me pone los pelos de punta, ver a la gente lanzarse a la mar desde em­
barcaciones separadas una milla o más de la costa. Es una imprudencia
temeraria, y muchas personas lo hacen divertidas desconocedoras del
riesgo que corren. Los tiburones, que dependiendo de su especie habitan
en todos los mares del mundo, se alertan con los ruidos, y la acción de

374
zambullirse les provoca su curiosidad. Luego, se aproximan y contemplan
dos cosas, las piernas, que se mueven violentamente mientras nadas. Sólo
por esa curiosidad se acercan a comprobar de que se trata, y te rozan con
su piel para degustar tu sabor. Ante el contacto, la persona que nada, se
mueve más histéricamente, lo que hace que el escualo, que ya percibió
que eres comestible, se encele y quiera morder. Esta misma situación bajo
el agua no se produciría, pues al estar frente a él de tú a tú, fisgará, mero­
deará, pero acabará marchándose.
Por eso el peligro, que tienen evidentemente los tiburones, lo provocamos
con nuestro comportamiento. Y sólo los conocimientos y la prudencia
son un antídoto seguro para evitar tener problemas con ellos. Lo demás es
ciencia ficción, imprudencia o ignorancia.
Entre las distintas clases de escualos que llenan todos los mares de la tie­
rra, quizás son los habitantes de las aguas tropicales los más tranquilos, y
la razón es evidente; tienen a su alcance toda la comida que desean. Per­
tenecen a la familia de los Carcharinus Melanepterus. Son escualos de
dos metros aproximadamente de longitud, que acuden rápidamente cuan­
do algo anormal, que altere la monotonía y equilibrio del fondo, sucede.
Estos animales son los más abundantes, y habitan en aguas cálidas. Den­
tro de ellos, los más vistos son siempre los tiburones de alerones negros.
Viajeros infatigables, que abandonan las aguas profundas al menor ruido,
para venir junto al arrecife a ver que pasa. También el Perro de Mar un
poco más pequeño nada a veces por dentro de las lagunas coralinas bus­
cando presas. Se le distingue fácilmente por su mancha blanca en el ex­
tremo de su aleta caudal.
Quisimos experimentar, la sensación de nadar entre ellos, de mirarlos de
cerca y sobre todo de poder estudiar su discutido comportamiento. Era
una obsesión que tenía desde que comencé a realizar escafandrismo.
Entre nosotros diré, que ni mi hermano ni yo somos dos gladiadores, ni
que estamos locos de remate como para jugarnos la vida sólo por el
hecho de verlos. Habíamos estudiado durante mucho tiempo todo lo que
encontramos sobre estas especies, y las conclusiones que ahora saco, no
son más que la consecuencia de esos conocimientos adquiridos de los
demás, unidos a nuestras propias experiencias, que hacen como resulta­
do, que sepas de lo que estás hablando.
Pero en Ras Muhammed seguimos aprendiendo de nuestros amigos Rolf y
Petra. También de los pocos pescadores profesionales que por allí había.
Preguntamos las cosas que desconocíamos de los escualos que pueblan
estos arrecifes. Todos nos dieron su opinión bien intencionada, y desde
luego que no los veían de la misma manera. Cada uno te daba la versión

375
de sus encuentros basada en su experiencia. Con los datos que recopila­
mos, los reciclamos y obtuvimos nuestras propias conclusiones. Pero ya
teníamos en la cabeza las lucecitas, que como llamadas, se encenderían
ante cada situación y especie que se nos presentara.
Desde luego estaba claro, y en eso todos estaban de acuerdo, que el lugar
idoneo para ver tiburones era el observatorio de Shark Reef, como no
podía ser de otra forma con semejante nombre. Situado en el extremo de
Ras Muhammed, auguraba todo tipo de sensaciones. Para ir hasta allí,
tendríamos que recorrer cincuenta kilómetros entre pistas y piedras. A
partir de ahí el paisaje cambia brutalmente. Desaparecen las playas y da
paso a escarpados acantilados en cuya base nacen ya los corales. Condu-
cimos por la carretera general que termina en Port Tefik, a la entrada del
canal de Suez, y nos desviamos en Wadi-Hashbi hacia la izquierda.
Luego la pista hay que adivinarla, pues las huellas de vehículos militares
en todas las direcciones te confunden constantemente. La aridez más ab­
soluta te rodea, pero no por eso está exenta de belleza. Unos grandes
montes rojizos se alzan por detrás de tí, cerrándote el paso hacia el norte.
Son la cadena del Sinaí, donde cada atardecer los espectáculos de cielos
y nubes están asegurados. Al esconderse el sol tras ellos, te abre un autén­
tico abanico de colores comparable con los amaneceres en sus vecinos
montes de Arabia.
Rodamos despacio entre surcos profundos dejados por los pesados carros
de combate con los que de vez en cuando nos cruzábamos. A estas altu­
ras ya no llaman la atención. En Israel se aprende a convivir con ellos,
forman parte de la decoración diaria, del paisaje.
Vamos atentos al cruce de caminos, indicado por la presencia de una
gran roca negra. Ahí tendríamos que torcer a la izquierda de nuevo. Lo
encontramos fácilmente y seguimos con rumbo sur. Desde ese lugar la
pista tiene unas pequeñas piedras blancas situadas en los bordes , alterna­
das cada cien metros para que puedas constatar que sigues en el buen ca­
mino. Los coches militares nos saludaban risueños. Dos enormes cazas de
combate aterrizaron casi sobre nuestras cabezas. No vimos ningún aero­
puerto donde pudieran hacerlo, pero en esto los judíos son los mejores.
Esconden sus bases incluso bajo tierra.
El calor es inhumano, medimos 502 a la una del mediodía. Nuestra mar­
cha es lenta, diría yo agónica. Las piedras y baches del camino no nos
dejan pasar de treinta kilómetros a la hora. Además nuestro peso es enor­
me, y entrar en una trampa de arena pudo ser angustioso hasta la llegada
de alguna patrulla militar que nos ayudase. Tenemos la certeza que somos
muy pocos los que transitamos por este lugar. A medida que avanzamos,
la cordillera de montes se va haciendo lejana y distante. Una estela de un
avión a reacción, que destaca nítida y clara en un cielo azul intenso, nos
acerca un poco más a nuestro mundo.
Por donde circulábamos, la mar no es visible. Atravesamos un ancho y
arenoso istmo y poco a poco nos acercamos a Black Hill, otro cruce de
pistas militares. Debemos seguir rectos y pasar junto a una piedra con
forma de cabeza, de ahí el nombre del cruce. Una improvisada casa de
hoja de lata, una bandera americana y un simpático tipo que pesca para
alimentarse, son sus moradores. Luego conocimos la historia de este hom­
bre de cincuenta años aproximadamente. Famoso agente de bolsa neo­
yorquino, de origen judio, terminó por chalarse un poco. Hacía tres años

377
que vivía de esa guisa ayudado por los militares que le consideraban ya
una institución en el lugar. Los que conocemos la ciudad de los rascacie­
los, podemos sin duda comprenderle muy bien.
Pero no sería el único espécimen raro que habitase la península de Ras
Muhammed. Teníamos noticias por Petra de un alemán, llamado cariño­
samente por los profesionales de la inmersión, el -alemán volador-. Este
sujeto llevaba dos años aparcado en la punta de Shark Reef, experimen­
tando con los tiburones. Solo , como un yogui, repartía el día entre la mar
y la meditación. Cada seis meses dejaba su campamento al cuidado de
los militares y regresaba una semana a su país. Años más tarde pude ver
parte de su trabajo con los escualos en la revista alemana Geo. Sus foto­
grafías eran impresionantes al igual que su valor.
Después tendríamos el privilegio de ser de los pocos extranjeros a los que
nos permitió bucear con él. Al conocer nuestros periplos por el mundo,
decidió aceptarnos en el reducido club de aventureros, digno de su respe­
to, concediéndonos el honor de ser sus compañeros. Pasamos una hora
sudando. Por fin comenzamos a ver la franja azul de la mar. Apareció por
la derecha, por lo tanto era el Golfo de Suez. Desde allí ya no podíamos
ir a ningún otro lado, para lograrlo, tendríamos que retroceder, era la
meta tantas veces soñada.
Nuestro punto final, el destino ambicionado estaba ante nosotros, y la
verdad es que no consistía en ningún oasis, ni tampoco estábamos ante
las comodidades de un hotel, se trataba de un peñón de apenas veinte
metros de altura, erosionado por el viento y desértico. Pero lo que algu­
nos sólo podían ver como una piedra sin importancia en un lugar plaga­
do de ellas, era para otros, entre los que nos encontrábamos, el lugar
mágico, el paraíso del buceo, la meca del submarinista; el arrecife de los
tiburones.
En la pequeña dársena este de Shark Reef, en su playa, que viene magis­
tralmente descrita en la guía de Cohén, acampamos. Como vecino el -ale­
mán volador-, o mejor dicho su viejo furgón Mercedes, pues de él no
había ni rastro. Era el comienzo de la tarde o lo que representaba la
"tarde"para nosotros dentro de ese especial ciclo de vida que llevábamos
al no estar sujeto a horarios. El sol alto y potente era más llevadero junto
a la mar. La temperatura había bajado a veintiocho o veintinueve grados
por el efecto del agua y la brisa, que a estas horas ya se recogía. Nos re­
frescamos en la laguna, y pusimos manos a la obra con el montaje del
campamento. Lo instalamos a conciencia, pensábamos pasar aquí varias
semanas. Nos habíamos provisto en Ophira de todo lo necesario para ser
autónomos. Quizás nos faltase el agua, pero nos aseguraron que los m ili­
tares, si les entrabas bien, te llenaban los bidones.

378
Aunque agotados por el calor, no pudimos resistirnos a la tentación de
darnos un baño con las botellas, las teníamos llenas del día anterior que
por causa del viento no pudimos hacer una nueva inmersión nocturna en
Ras Muhammed. Al menos sentíamos la necesidad de ver por encima el
lugar, de reconocer superficialmente las aguas que tantas veces nos habí­
an hecho soñar. Teníamos el anhelo secreto y la necesidad urgente, de
observar algún tiburón en condiciones menos apuradas que los vistos en
las islas del Estrecho de Tiran. Y eso hicimos. Nos sumergimos junto al ex­
tremo del cabo por una pared que descendía verticalmente. Decidimos
no ir a las islas de enfrente, verdadero observatorio de tiburones, para eso
había que preparar con cuidado la inmersión. En principio era un arrecife
como otros vistos aquí en el sur, con la sola particularidad de su gran pro­
fundidad. El fondo cae cerca de cien metros a pico desde la misma orilla,
dándote esa sensación de astronauta ingrávido, sujeto por no se que prin­
cipios de la física.
Durante treinta minutos nadamos hasta el pequeño canal que separa las
dos islas sumergidas. Su fondo está a veinte metros de la superficie. En el
medio, las dos formaciones coralinas que casi emergían. Un día lo harán.
Vimos el canal que Rolf nos había indicado que tomásemos como paso a
la parte exterior del arrecife, y comprobamos la fuerte corriente anuncia­
da en sentido oeste este, y que a estas horas debería ya haber disminuido.
Regresamos por donde habíamos venido sin ver ningún pez que no cono­
ciéramos ya.
La entrada y salida del agua era fantástica. Apenas tenías que arrastrarte
por la laguna de coral. Diez o doce metros con ochenta centímetros de
agua debajo de tí, eran suficientes para traspasarla sin tocarlos. Luego, la
pared te acogía profunda y misteriosa. Mientras recogíamos el equipo, por
el horizonte vimos llegar el pequeño bote inflable del alemán que se acer­
caba lentamente. Atracó por la misma vía de buceo y arrastró la embarca­
ción hasta sacarla del agua. Le saludamos con la mano y él nos devolvió el
saludo con un parco gesto de cabeza. Al parecer efectivamente era un tipo
de pocas palabras, ¿y cómo si no para permanecer allí tanto tiempo solo?
La verdad es que tampoco podía saludarnos con las manos pues traspor­
taba una voluminosa caja y las tenía ocupadas. Después regresó a por las
botellas, dos mono de quince litros y desapareció en el interior de su
toldo. Cenamos pronto y apenas el sol se escondió, nos fuimos a dormir.
Diego y yo permanecimos bajo las estrellas tumbados charlando del
buceo del día siguiente. Mientras tanto una casi imperceptible luz ilumi­
naba la furgoneta del alemán provocándonos hablar de él con simples
conjeturas que seguro nada tenían que ver con su realidad.

379
El arrecife de Shark Reef.

Por la mañana pronto pusimos los equipos a cargar y planificamos nuestra


inmersión. Bajaríamos a lo sumo a treinta metros para poder estar un buen
tiempo fotografiando, si los tiburones se presentaban. Para ir a la isla, lo
haríamos por la superficie con el tubo, así ahorraríamos mucho aire. Por si
acaso situamos una botella con dos reguladores a tres metros junto a la en­
trada de la pared. Diego haría cine, yo como siempre fotografiaría.
El sol no se había despegado del agua cuando entrábamos nosotros. Exci­
tados, un poco tensos, con el miedo suficiente para controlar nuestra pru­
dencia, cruzamos flotando el canal, y nos sumergimos junto a la isla de la
izquierda. Era un impresionante expectáculo azul salpicado de colores
múltiples que los peces se encargaban de poner. Unas inmensas barracu-
das nos recibieron, movían sus mandíbulas con una impresión casi sono­
ra. Seguimos descendiendo entre grandes bloques de coral cerebro de
Neptuno y fuego. Cuando estuvimos a treinta metros buscamos un salien­
te donde sentarnos. La corriente no había comenzado su curso, por lo
que todo era apacible y tranquilo. De tiburones nada, ni uno a la vista.
Para remediarlo, pusimos en práctica el sistema enseñado por Rolf de ras­
par algo que produzca ruido, o simplemente golpear las botellas con el
cuchillo. Eso hicimos, una, dos y hasta diez veces. No hubo que conti­
nuar. Desde abajo, entre la oscuridad azulona del fondo las siluetas de

380
grandes peces se comenzaron a ver. Mi corazón se aceleró involuntaria­
mente. En pocos segundos dos tiburones grises de aleta negra nadaban a
nuestra altura, acercándose poco a poco, detrás otros tres, abajo dos más.
Esto era una fiesta a la que no queríamos haber invitado a tantos. Los dos
primeros en aparecer se acercaron hasta poco más de dos metros. Con
aprensión encogí las piernas y enseñamos el palo con punta de acero que
nos habían regalado nuestros amigos, y que sirve para pinchar un poco la
dura piel del escualo si persiste en acercarse demasiado.
Como en el mejor palco del más fantástico teatro del mundo, contempla­
mos el ballet de giros y vueltas que los tiburones hacían junto a nosotros.
A medida que pasaba el tiempo nos fuimos acostumbrando a su presen­
cia. No parecía que quisieran nada especial de nosotros. Las cantidades
ingentes de burbujas que provocamos a su llegada, se habían convertido
ya en normales y regulares. La excitación remitía, lo mismo que nuestra
primera aprensión.
Como a treinta metros puedes permanecer cuarenta minutos con una pe­
queña parada para descomprimir, seguimos ensimismados con los perfec­
tos y fuertes escualos. Algunos, hartos de contemplarnos, desaparecían
como flechas ayudados por sus aerodinámicos cuerpos con forma de obús.

Primero se acercan curioseando.

381
Mientras tanto, otros nuevos se sumaban a la danza desde el abismo, as­
cendiendo con el movimiento de su aleta caudal a velocidades inexplica­
bles. Como la corriente empezaba a hacer acto de presencia y nos tenía­
mos que sujetar con una mano al coral para fotografiar, Diego se apartó de
la pared y nadó un poco hacia ellos mientras fotografiaba. Era impresio­
nante la imagen, los escualos le rodeaban mirándole desconfiadamente.
Animado por él, también me solté del arrecife y la corriente nos separó
suavemente. Había tiburones por arriba, por abajo, por los costados, más
de veinte bichos nadaban parsimoniosos a nuestro alrededor. Permaneci­
mos varios minutos así, ingrávidos, filmando. Luego el sentido común nos
hizo nadar de nuevo hacia la pared distante ya varios metros.
Nuestro tiempo se terminaba, aunque algo había surgido que casi nos obli­
gaba a seguir con ellos. Te embelesaban sus movimientos, su forma, su
poder. Regresamos por el fondo hasta la botella hundida con anterioridad.
A medida que nos alejábamos de las islas, los tiburones comenzaron otra
vez su descenso a aguas más profundas, ratificando la teoría, de que suben
por curiosidad ante lo extraño. A llí hicimos diez minutos de descompre­
sión y nos miramos con ojos saltones deseando que el tiempo pasara rápi­
do para gritar. Eso hicimos, dimos un alarido de placer. Menos mal que el -
alemán volador- se había marchado en su bote detrás de nosotros.
La satisfacción que sentíamos después de esta inmersión es sólo reciclada
después de varias horas de haberla realizado. Todos los mitos se han roto,
los sueños cumplidos, y esto no era nada más que el principio. Hablamos
todo el día de ello. Pudimos por fin comprobar en directo que el compor­
tamiento de los escualos en este lugar es muy especial.
Ras Muhammed ocupa el último arrecife de coral donde se unen las aguas
del Golfo de Suez y el de Eilat, en su confluencia con el Mar Rojo. Por eso
las corrientes y las mareas realizan unos mágicos juegos con el agua sin
ninguna explicación lógica. Cuando buceas, tan pronto te ves arrastrado a
la derecha, como al de un rato hacia el lado contrario. Este curioso fenó­
meno hace que el lugar sea el ideal para la vida de los tiburones.
Estos animales viven suspendidos en el agua sin apenas moverse, a una
profundidad de cuarenta a sesenta metros. Las corrientes les mandan el
oxígeno que toman del agua sin que ellos se esfuercen. Para verlos es casi
necesario llamarlos, sólo algunas veces que están de caza se aproximan.
Los escualos son sumamente sensibles a los ruidos, cualquier roce, y por
supuesto los escándalos que nosotros realizábamos para llamar su aten­
ción, les hace buscar por curiosidad el origen del ruido. Es por eso que al
cabo de unos segundos nos encontrábamos rodeados de ellos, mirándo­
nos curiosos con sus gélidos ojillos. En realidad, pienso que ellos nos te­
mían también a nosotros cuando invadíamos sus dominios.

382
Cuando cogen confianza se aproximan hasta casi tocarnos.

Los sistemas de localización y gusto de los tiburones son increíbles. Pose­


en unos canales sensitivos que se extienden a lo largo de todo su cuerpo
y forman su linea lateral. Con ella detectan y amplifican las vibraciones
de las ondas de presión que se producen por los ruidos. Los frascos de Lo-
rencini, localizados en su hocico, miden las diferencias de presión en el
ambiente, y el pliegue de Schneider, obliga al agua a quedarse detenida
durante un rato en las terminaciones nerviosas de su nariz. Esto hace que
su órgano del olfato esté increíblemente desarrollado. Por otro lado, su
piel está compuesta de dentículas sensoriales, verdaderos órganos del
gusto, que le permiten saborear el agua y los objetos que roza. Pero todos
estos sofisticados organismos no los tiene para atacar a los hombres.
Los tiburones de todos los mares son tímidos, cobardes, que se alimentan
de peces viejos, enfermos o heridos. Por su instinto de procurarse oxíge­
no, nadan constantemente durante todo el día, lo que puede parecer inti-
midatorio. Nunca atacan a pescados sanos aislados ni a bandadas. Du­
rante nuestras inm ersiones, jam ás presenciam os agresiones a otros
animales sanos. Esta generalmente admitido que sólo pueden atacar al
hombre por extrema necesidad de subsistencia.

383
Pero todas las observaciones han coincidido en que los escualos atacan a
los que nadan en dificultad y peligro, ya que unos estímulos acústicos,
visuales y químicos, les ponen en aviso e incrementan su sensación de
hambre. El tiburón aprecia los movimientos que no son armónicos, así
como las señales de pánico. Pero no es cierto que sean comedores de
carroña, pueden comerla, pero como a cualquier presa, ya que tienen un
apetito moderado, no son voraces en su forma de alimentarse, sus nece­
sidades energéticas son relativamente pequeñas. Por eso cuando nadan
en mar libre no sufren frío y por lo tanto sus pérdidas de calor son insig­
nificantes.
Los ataques de los tiburones pueden presentarse por otros motivos que
hoy los hombres no hemos podido descifrar, pero que sí tenemos estable­
cidas unas normas de comportamiento para evitarlos. En esos momentos
es cuando comienza el peligro. Parece ser que muchos ataques de los es­
cualos se originan por una postura defensiva del animal. Se siente acorra­
lado o molestado en su hábitat y reacciona como todo ser vivo. Es el caso
típico de las escenas que se filman para el cine o la televisión. Se les
acosa, provoca, molesta y lógicamente se defienden atacando.

Un gran tigre. Nada de bromas con ese poderoso animal.

384
En varias ocasiones a lo largo de nuestras inmersiones en Shark Reef les
vimos ponerse nerviosos coincidiendo con la llegada de un barco egipcio
lleno de buceadores franceses. La tranquilidad natural del arrecife sólo
rota por nosotros, se veía de pronto alterada por un tremendo ruido de
agua y aletas. Saltaban desde el barco cuatro o cinco buzos a la vez, lo
que provocaba una alteración considerable en su medio, y los tiburones
reaccionaban de forma curiosa, pero metódica.
Desde nuestra butaca de platea éramos unos espectadores de excepción,
apenas advertidos por la "manada" de ruidosos excursionistas de domin­
go. Reconozco, que sin ningún derecho, nos parecía que invadían algo
nuestro. Posiblemente en estas consideraciones estaba fundada la actitud
huraña del alemán volador, que veía en cada nuevo buceador que llega­
ba, un profanador de su santuario. Comenzábamos a comprenderle. Era
impresionante el cambio que experimentaba el arrecife con su llegada.
Los peces, conscientes de que algo sucedía, desaparecían en sus cuevas,
y los escualos se alteraban enormemente. Para demostrar su ira ante la in­
vasión, comenzaban a describir grandes círculos alrededor de los intru­
sos. Esta conducta podía prolongarse hasta que saliesen del agua. Querí­
an mostrar su enfado intimidando.
Con esta actitud, estudia el comportamiento de su enemigo y mide sus
posibilidades. Si por fin se decide al ataque, jamás morderá primero, em­
pujará a su presa con el hocico, al mismo tiempo que al restregarse sobre
ella, saca su sabor con las papilas gustativas de su piel. Si esto sucede,
como ocurría muchas veces con atunes y cimarrones enfermos y viejos,
comienza un increíble b a ile de m o vim ie n to s natatorios laterales, de círcu­
los y espirales con su cuerpo. A la vez levanta la cabeza y extiende sus
aletas pectorales. En ese momento es necesario alejarse pausadamente
con la espalda pegada al arrecife, con tranquilidad, sin prisa pero sin
pausa. Se trata de abandonar su espacio vital, pues al hacerlo, se sienten
triunfadores, no quieren testigos a la hora de comer.
El animal se alejará, para regresar al de unos minutos para comprobar si
ya te fuiste. No hacerlo, es mejor no probarlo sin tener un refugio seguro
donde meterte. Pero no todos los escualos siguen este metódico compor­
tamiento. El gran blanco por ejemplo, no lo hace, sus pautas son diferen­
tes. Ataca todo aquello que se le pone por delante cuando está hambrien­
to, sin reparar de que se trata. Estos monstruos de los mares pueden
alcanzar los quince metros de longitud y han ocasionado el hundimiento
de pequeñas embarcaciones, e incluso, ataques a hélices de barcos. Son
bestias de una fuerza descomunal unida a una sorprendente velocidad.
Pero por vivir en aguas muy profundas y frías, creo que jamás los encon­

385
traremos en nuestras inmersiones en los mares templados. Aunque excep­
ciones siempre las hay. En 1982, en Sicilia, se pescó un gran blanco de
más de doce metros de largo, dejando la incógnita en el aire. ¿Por donde
entró al Mediterráneo, por Suez, o lo hizo por Gibraltar? No lo sabremos.
Pero estos hechos aislados son los que hacen que siempre que entras bajo
las aguas de la mar, un -gusanito- te recorra el estómago ante tantas pre­
guntas que te podrías hacer, pero que es mejor que las dejes para tu regre­
so, de lo contrario nadie se sumergería.
Otras especies con mala fama como los tigres, azules, martillos o pardos,
normalmente jamás atacan a un buceador sumergido que sepa tener san­
gre fría, a no ser que pesquemos peces con arpón o llevemos alguna heri­
da al descubierto, entonces el tiburón no ataca al hombre sino al -pez-
que el detecta muerto o a la herida que le manda olor a sangre. La per­
cepción de sus sentidos es prodigiosa, y pueden hacerlo a cientos de me­
tros de distancia.
También está demostrado que la mayor parte de los ataques los realizan
en la superficie sobre nadadores imprudentes que se alejan de la costa. En
ese caso, el tiburón sólo ve dos objetos que se mueven, y tras una rápida
pasada de degustación atacará por curiosidad. Al desprenderse las prime­
ras gotas de sangre, entra en una cegadora locura. A partir de ahí morde­
rán todo lo que encuentren en su camino. Pero su apetito moderado
q u ed a d em o strad o con la actitud que mantienen si el atacado le repele
con contundencia. Normalmente se marchan, pues el festín lo empezaron
más por curiosidad que por hambre. Esa es la única explicación que hay
y que justifica que algunas personas hayan logrado escapar de ellos des­
pués de ser mordidas.
Para nosotros era curioso cada día comprobar como estos grandes anima­
les, evitaban el contacto con el hombre. En Ras Muhammed buceábamos
a treinta o cuarenta metros de profundidad, y todos los días los escualos
nadaban a nuestra llegada a veinte o treinta metros por debajo de noso­
tros, y aunque nos oían desde que tocábamos el agua, jamás acudían sin
llamarlos. Con el tiempo fuimos aprendiendo a estar tranquilos entre
ellos, a no tener miedo de su presencia, sólo el imprescindible respeto,
pero sin que lo notasen. Al igual que otros animales, conocen cuando se
les teme y es cuando actúan con superioridad.
El trato diario con estas máquinas perfectas de nadar, te acababa subyu­
gando. Te hipnotizaba su forma majestuosa de moverse, la perfección de
su cuerpo, haciéndonos olvidar que en el instante que quisiesen podrían
terminar con nosotros en apenas minutos. Creo que ahí estaba la magia
de estas experiencias con los tiburones, el creerte superior, pero sabiendo

386
que no lo eras, quizás sólo era un juego con nosotros mismos sin dema­
siado sentido pero ¿cuantas cosas de las que hacemos lo tienen? Al
menos entre ellos encontrábamos, la paz unida a la belleza en un mundo
de silencios, que siempre te obliga a reflexionar.
De todas formas existen unas reglas básicas de comportamiento adopta­
das por los buceadores cuando nadamos entre tiburones. Está de más que
digamos que hay que tener sangre fría, al mismo tiempo que las acciones
de pánico y miedo deben evitarse. Incluso cuando un tiburón ha decidido
probarte, tu actitud decidida de plantarle cara, hará que desista, porque a
sus ojos, nosotros los buceadores somos unos peces de dimensiones res­
petables, casi como ellos, con los que se tendrían que medir.
Como los tiburones son cobardes, aunque nos hayan contado lo contra­
rio, se alejan para regresar después acompañados de más colegas de su
especie, a los que piden ayuda. Pero hay que seguir buceando sin per­
derlos de vista, jamás subir alocadamente, porque es allí donde no tene­
mos defensa. Si somos dos buceadores, como es normal y recomenda­
ble, y los animales comienzan a dar síntomas de nerviosismo, es mejor
unirse espalda con espalda y ganar con mucha lentitud la pared del arre-

Smulik, venía cada día a ver que le habíamos traído.

38 7
cife. Los corales presentan una abrupta pared que termina a medio metro
de la superficie, lo que hace muy fácil protegerse. Otro sistema eficaz,
teniendo el arrecife a la espalda, es remontar apoyado en la pared con
cualquier objeto en la mano, que ellos vean que les puedes golpear. Las
armas -anti-tiburón- no sirven para nada, tampoco los cuchillos y arpo­
nes ya que jamás podrás traspasar su dura piel con la sola fuerza de los
brazos flotando en el agua.
Pero dejemos estas precauciones de ataque, que aunque bueno es saber­
las, posiblemente jamás se darán gravemente, y disfrutemos del placer de
verlos nadar y cazar. Durante las semanas que permanecimos allí, baja­
mos dos veces al día en inmersiones de cuarenta o cincuenta minutos.
Empezamos a reconocer a los distintos tiburones e hicimos experimentos
increíbles. Habíamos acostumbrado a dos enormes escualos grises, a
comer en el extremo de una cuerda peces que les llevábamos. El tirón
que daban al arrancarlo te daba una idea de su potencia. Pero quizás lo
más peligroso de la experiencia, era llevar aislados a su olfato los peces
muertos, envueltos en plástico. Recelosos, siempre se aproximaban dando
una o dos vueltas antes de aceptar nuestro regalo. Se alejaban durante un
buen rato, y regresaban a ver si había más. Con este juego fuimos logran­
do que se acercasen ya sin llamarlos. Como perritos nos esperaban sobre
la misma hora en el mismo lugar. Era prodigioso que unos animales que
con abrir su boca tenían en estos arrecifes cuantos peces quisiesen, men­
digaran unos peces de nuestra mano. Yo creo que les divertía como a no­
sotros la tímida relación que habíamos empezado, que de seguirla habría
podido terminar en una simbiosis casi perfecta.
Con el -alemán volador- al que ya habíamos conquistado, salimos en las
zodiac a dos millas de la costa donde él realizaba sus experiencias. Con­
sistía en lanzarse al agua junto a una isla sumergida cuya cima estaba a
treinta metros de la superficie y su base a más de ochocientos, según la
carta de navegación.
Nos sumergíamos atados a cuerdas que colgaban desde el bote y deriva­
mos juntos, movidos por una ligera corriente de dirección cambiante.
Con sólo asomar la cabeza en el agua, los grandes tiburones grises y mar­
tillos se veían ya nadar parsimoniosos, ajenos a nuestra presencia. Jürgen,
que era el nombre del -volador-, los tenía habituados a su compañía. Los
atunes, las mantas, y las enormes barracudas parecían tolerarnos sin difi­
cultad. El corazón me latía agitado pues esto si que era un buceo radical,
una experiencia jamás vivida, en los límites de lo imposible.
Aunque la cuerda te daba cierta tranquilidad, nadar así, ingrávido, sin
arrecife donde poder refugiarte, era una sensación a la que no te habitua­

388
bas tan pronto. No obstante poco a poco lo conseguí. Dejé volar mis te­
mores y me concentré en el expectáculo único que tenía el privilegio de
presenciar. Cientos de grandes peces nadaban contigo respetándote como
si tu fueras otro. Jürgen se aproximaba a los martillos como si fueran perri­
tos, y estos, dóciles se alejaban con calma. Parecían escenas sacadas de
una película trucada, pero no, era cierto, podíamos nadar entre ellos sin
peligro, inmersos en una realidad irrepetible.
Durante varios días acompañamos a nuestro amigo en sus inmersiones,
pero no fotografiamos, por ser su exclusiva, de la que el sacaba sus mar­
cos para seguir experimentando. Casi era mejor. Cuando fotografías, pier­
des la ¡dea general de lo que te rodea, la percepción en conjunto de las
cosas. Las cámaras te hacen seguir concentrado en cosas particulares, in­
dividuales, que sólo te dejan apreciar y disfrutar lo realizado cuando re­
velas y ves los resultados.
Algunas veces el ataque fortuito sobre una presa distante, les hacían co­
menzar sus bailes increíbles de excitación, recomendándonos el ascenso.
Esperábamos un rato charlando en los botes y volvíamos otra vez al agua.
Normalmente habían desaparecido gran parte de los escualos, pero a me­
dida que pasaba el tiempo, regresaban tranquilos y pausados, como si
nada hubiera sucedido.
Otras veces Jürgen les daba de comer y organizaba un caos a su alrededor
que nos ponía los pelos de punta. Cualquier ataque que se produjera, no
podría ser amortiguado por la seguridad de la pared del arrecife. A llí en la
mar sólo tu experiencia y velocidad de movimientos te podrían ayudar.
Pero el alemán sabía lo que se traía entre manos, no en vano lo llevaba
haciendo dos años. Medía el histerismo de los tiburones hasta extremos
inimaginables. En determinados momentos, decidía abandonar el reparto
de comida. Luego, cuando regresábamos se reía de nuestras apreciacio­
nes suicidas.
Al año siguiente volvimos a estos lugares, coto de los grandes depredado­
res, pero el -alemán volador-, había -volado-. El bueno de Jürguen emigró
a Australia, donde seguro que con sus conocimientos y su valor estará
consiguiendo resultados submarinos extraordinarios.
El invierno apenas imperceptible en estas latitudes se aproximaba y con él
la época de las lluvias, siempre escasas, pero que transformaban un tanto
la plácida superficie de la mar, con olas multidíreccionales, incómodas
para nuestro trabajo. También las corrientes por los efectos de las estacio­
nes, se habían vuelto salvajes, no dejándonos apenas nadar contra ellas.
Las inmersiones en los arrecifes se hacían cada vez más difíciles y peli­

389
grosas, por los flujos de agua que a veces alcanzaban los siete u ocho
nudos de velocidad. También los tiburones como presagiando el final de
nuestras visitas, les costaba más responder a nuestras llamadas. Daniel y
yo pasamos varios días con fiebre de cuarenta grados, provocada por in­
fecciones de cortes en los pies con los corales. Los médicos del ejército
nos atendieron en medio del desierto con más esmero que en cualquier
gran hospital del mundo. Con antibióticos y simpatía logramos recuperar­
nos. Después, cada día pasaba la patrulla a interesarse por nuestra salud,
trayéndonos medicinas y vendajes. Toda una lección de civismo y cordia­
lidad que nos inducía aún más a querer a esta tierra. Así que todo era un
cúmulo de circunstancias que nos marcaban la partida. Además queríamos
estar para Navidad en casa, se lo habíamos prometido a Daniel, que ansia­
ba verse rodeado de regalos.
Bajamos una última vez al arrecife a despedirnos de nuestros amigos los ti­
burones, y recogimos el campamento para ya no montarlo hasta el año si­
guiente. Despedida de Jürgen, nuestro agradecimiento a las patrullas mili­
tares que amablemente nos traían los bidones llenos de agua potable, y
sobre todo nostalgia y añoranzas. Más tarde en Sharm el Sheikh, abrazos y
besos con Rolf y Petra, promesas de volver, que cumplimos, y de nuevo en
la carretera.
Durante el regreso a lo largo de la costa del Sinaí seguimos buceando con
la promesa cada vez, de que esa sería la última inmersión. Pero fue difícil
sustraerse a los encantos y al silencio de los arrecifes, sabiendo el ruido y
la multitud que nos esperaba en Europa. En el trayecto que nos acercaba
a Jerusalén, divagábamos sobre los tiburones y su mundo, era arduo sa­
carnos de la cabeza las cordiales relaciones mantenidas.
Como conclusión de todo ello, creo que la relación entre hombres y es­
cualos irá mejorando desde el punta de vista de la convivencia, ya que
cada vez conocemos más sobre ellos. También la técnica, como las son­
das y los sensores auditivos, unidas a las observaciones más precisas y
científicas, menos peliculeras, nos están haciendo posible descifrar he­
chos y actitudes desconocidos de sus vidas, y como consecuencia de
todo ello, sus reacciones son más previsibles. Pero la contaminación de
los mares y los abusos de la pesca, están retrocediendo esa incipiente ar­
monía. Sí nosotros terminamos con los naturales alimentos de los escua­
los, lógicamente ellos los cogerán de donde puedan. El ejemplo más claro
lo muestra el arrecife de Shark Point. Desde hacía casi quince años se
había declarado a toda la zona, reserva natural protegida, prohibiéndose
en casi toda la península de Ras Muhammed la pesca profesional. La eco­
logía, ella sola, logró equilibrar el lugar, haciendo inofensivos a los temi­

390
dos y mal afamados tiburones. Y la consecuencia es evidente. Para su ma­
nutención tienen todo el alimento que precisan, por lo que no se inmutan
con la presencia humana, ni quieren nada de ella, a lo sumo, seguirte cu­
riosos en tus juegos. Hay un equilibrio, eso es evidente. Estoy absoluta­
mente seguro que esta es la única y exclusiva razón del comportamiento
de los tiburones en estas costas.
El respeto a su medio, que fue perfecto y armónico hasta nuestra llegada,
se ha ¡do degradando en todos los mares del mundo. Creo que los escua­
los se comportan bien con los hombres, pero que nuestras ansias de do­
minarlo todo, quitándoles incluso sus lugares de caza y reproducción, es­
tropea esa convivencia. Mientras no quisimos poner torres de petróleo, ni
diques de puertos, ni otras actividades que han supuesto una invasión a
su hábitat, los escualos no repararon en nosotros. Fuimos los hombres los
que les utilizamos para aterrar o simplemente adornar.
Estas consideraciones más o menos filosóficas podrán tomarse de una
forma u otra, pero nadie podrá negar, que cada día existen menos alimen­
tos en la mar. Cada vez se rompen más la ecología de los animales sin re­
parar en sus gravísimas consecuencias. LOS TIBURONES A VECES ATA­
CAN AL HOMBRE ¿Será eso sólo una consecuencia?

Sus cuerpos son aerodinámicos, y su forma de nadar llega a entusiasmarte.

391
392
JERUSALEN
ENTRE LA HISTORIA
Y LA GUERRA
I camino de regreso hacia Jerusalén lo hicimos por la vieja carretera

¿ del desierto del Tsin, atravesando lugares impresionantes en su arqui­


tectura como Avdat y Shivta. En el año 106 de nuestra era, el empe­
rador Trajano incorporó al imperio romano esta monumental ciudad es-
cavada por los británicos en 1934. El cráter Ramón, posiblemente
horadado por un meteorito aparece siniestro y perdido en medio de la
planicie desértica de Elameishar. La llegada e Beer Sheba la realizamos
por la noche. Sobre sus cúpulas doradas se refleja un sol milenario y an­
tiguo. Es una ciudad totalmente judia, sin modernas ascendencias ára­
bes, tomada en 1948 por las fuerzas israelitas en la operación llamada
"de las diez plagas".
En esta ciudad acamparon los patriarcas de Israel y sobre sus colinas apa­
centaron sus rebaños. Aquí Abraham sello su pacto con Abimelec y edifi­
có un altar donde rezó a Yave. La palabra Beer Sheba significa; -lo más
meridional-, indicando su situación geográfica en relación con el resto
del país.
En el hotel Desert Inn, hicimos un alto para dormir. Nos bañamos con
gran profusión de espumas y champús, dejando en sus aguas las últimas
partículas de la arena del desierto. Un gran desayuno nos hizo sentirnos

Las cúpulas doradas se ven desde lejos.

395
casi ricos, importantes. Pero rápidamente regresamos a nuestra casa con
ruedas para seguir nuestro camino hacia la Villa Sagrada. Fue como un
espejismo en el camino. Las cruces del cementerio británico destacaban
en la sosegada mañana, mecidas por un viento del este que seguro que
traería lluvia. En 1917 fueron miles los ingleses que aquí murieron duran­
te la campaña contra los turcos. Esta fue la primera ciudad que tomaron y
donde más encarnizadamente se libró la contienda.
A medio camino, Hebrón nos hizo detenernos. Es una de las ciudades
mas antiguas del mundo. Desde Abrahan a David dirigieron los destinos
de su pueblo desde esta fortaleza, antes de hacer capital a Jerusalén. Su
nombre viene de la derivación del nombre árabe Abraham, er Rahman,
traducido, el amigo del señor. En hebreo Hebrón. No pudimos dejar de ir
a visitar las tumbas de Isaac, Jacob y Abraham enterrados en la cueva
Majpelá junto a sus esposas, Sara, Rebeca y Lea. El roble de Abraham, la
colina Roja, Betania, nos conducen hasta la mítica Belén. Traducido del
hebreo significa -casa del pan-. Aquí nació Cristo, al igual que David.
La iglesia de la Natividad, principal monumento de Belén, es suntuosa
pero conservando el sabor de una edificación rústica, de origen modesto
y reedificado. Nada tiene que ver con la grandiosidad de nuestras cate­
drales. Es un lugar influenciado por la arquitectura de los armenios, euro­
peos y árabes, con catacumbas, y reminiscencias de griegos y francisca­
nos. En fin, que sus cimientos fueron lo suficientemente sólidos como
para soportar tantas culturas. Parece ser que los Lugares Sagrados sirvie­
ron siempre para afianzar conceptos, recuperar ideas y acentuar fanatis­
mos. Construida sobre la cueva donde dicen nació Jesús, fue edificada
por el emperador Constantino, mejorada y restaurada por los cruzados, y
tomada después por los griegos en el 1672.
Hasta nuestros días sus paredes han visto de todo. Han oido cismas reli­
giosos, herejías y cantos de alabanza. Pero sus sólidos muros lo han resis­
tido, incluso la intransigencia y la intolerancia de los hombres.
Desde allí casi se ven los minaretes elevados y etéreos de las mezquitas
de la ciudad santa, Jerusalén. Conocerla y soñar con ella es todo un acto,
y por otra parte una constante de todos aquellos que contemplaron algu­
na vez la magia de sus muros y la diversidad casi brutal de sus gentes.
Los atardeceres llenos, repletos de sonidos, donde los rezos ante el muro
de las lamentaciones se sobreponen en un inenarrable -do sostenido- y
te inundan el alma de paz y espiritualidad. Sus estrechas calles empina­
das, tortuosas, como la misma historia de la raza judía, que por seguir un
mandato divino se enfretaron al mundo aferrándose a unas tierras que ya
no les pertenecían.

396
Las murallas de Jerusalén ven pasar los años con impasividad.

Al caminar por entre las construcciones y gentes de esta ciudad, repaso


mentalmente la historia sangrienta donde las haya de este pueblo. Sus
martirios, las persecuciones a las que se vieron sometidos a lo largo de los
siglos, el genocidio nazi. Pero nada parece que deje una profunda huella
en el batallador israelita. Junto a mí, ajenos a todo eso, un grupo de feli­
ces turistas alemanes transitan divertidos y ruidosos lejos de la historia. Es
más difícil, entender el concepto del perdón al andar por estas calles, su­
mergido en la diversidad de sus pobladores. Pero por otra parte es más
admirable la tolerancia y el sentido pragmático de sus gentes al finalizar
el conflicto.
A la humanidad no hay quien la entienda, hacemos la guerra a veces por
orgullos absurdos y reinvidicaciones estúpidas, pero perdonamos atroci­
dades por un puñado de marcos. Pero es que el vil metal siempre ha ¡do

397
unido a la historia del pueblo judio. Por dinero murieron y por dinero han
tenido la oportunidad de seguir naciendo.
Llegamos al muro de las lamentaciones, auténtico mercado del rezo.
Donde después de cada oración tienes que meterte la mano al bolsillo
para pagar sus buenas o malas influencias. Los rabinos cumplen el man­
dato divino de; a Dios rogando y con el mazo dando. Pero contrariamen­
te a un arrimar general de hombros, dedican su tiempo al rezo y al estu­
dio de la Biblia de cuyos fragamentos todavía no han encontrado uno que
les obligue a trabajar o a prescindir de los cultos folklóricos.
Hemos recorrido casi todas las calles de Jerusalén y no creo fácil la tarea
de apuntar o describir con unas pinceladas que tiene esta ciudad. No se si
es misterio, encanto o simple y llanamente historia. Pero otras ciudades
del mundo también la tienen y no te prenden tanto. Puede ser que esta
ciudad te hace mella en el corazón cuando lo tienes tierno y blando, en
la niñez. De tanto repetir su nombre en las clases de religión llegas a
hacer un mito de ella, sobre todo las personas como yo educadas en cole­
gio de curas. Evocando todo cuanto acontece de bueno en ella, su nom­
bre eterno, lejos de su verdadera historia, fanática y cruel.
De cualquiera de las formas que hubiéramos imaginado Jerusalén, jamás
podríamos haber llegado a su visión completa, se complican demasiado
las razas y los h o m b res co m o para p oder c o n se g u irlo fá c ilm e n te . Ya no
hay burros repletos de cántaros, ni tampoco hermosas mujeres de túnicas
blancas y finas tejidas con lino. Tampoco los templos están ya llenos de
hombres buenos y piadosos repartiendo una elemental y sabia justicia.
Como tampoco las miradas y sonrisas afables que nos cuenta la biblia las
pudimos conocer, o si las vimos no fuimos capaces de distinguirlas.
Un torrente de seres humanos corren cuesta abajo por las estrechas y em­
pedradas callejuelas codeando y empujando a otro río de personas ascen­
dentes que al mezclarse todas ellas explotan en un arco iris de ropas
atuendos y gorros. Religiones, idiomas y razas se unen en una fiesta diaria
que comienza ya en el amanecer. Y en medio de todos, lo contrario de la
paz y la armonía; las armas.
El expectáculo se disloca por la constante presencia de ametralladoras y
fusiles, algunos llevados por mujeres y niños. Soldaditos de mentira con
armas de verdad, que asustados de su propio poder se frotan una y otra
vez las cintas de su guerrera que determinan su rango. Una barra violeta,
primera guerra, dos; veterano del Sinaí, tres todo un Dios menor. Con sólo
veinte años ya conocen los campos de batalla, el odio y la siempre injus­
tificada acción de creerse superior a los demás.

398
La solución de sus problemas territoriales no la conocen, ni tampoco tie­
nen todos los resortes para decidir, sólo los intereses mundanos siempre
del lado del dinero, manejan las piezas de esta complicada partida de
ajedrez, en la que la reina la tienen los americanos, y el rey, no lo conoce
ninguno. Los demás son a lo sumo alfiles y caballos que con movimientos
establecidos siempre pueden hacer lo mismo yendo y viniendo a los mis­
mos lugares.
Con toda la carga de adrenalina que suponen la omnipresente presencia
de las armas, la Ciudad Universal tiene sus zonas de paz y hermosura pri­
mitiva, de auténtica belleza armónica y milenaria. Sus años de gloria no
le dejaron escapar de su responsabilidad de sentirse hermosa y altanera.
Su osadía llegó a tales extremos que se permitió el lujo de repartirla entre
diferentes razas, credos y religiones. Un día leí en algún lugar que; la be­
lleza se nos revela sentada en el trono de la gloria, pero nosotros nos
acercamos a ella en nombre de la lujuria y del poder, la despojamos de su
corona de pureza y manchamos sus vestiduras con nuestros odios y baje­
zas mundanas.
Pero la vieja ciudad nos deja aún transitar. Pasamos primero bajo la puer­
ta de Yafó, donde comenzaba la ruta hacia la mar. Junto a ella otro arco

En estas tumbas están enterrados gran parte de los hombres que llenan la Historia Sagrada.

399
paralelo a la dudad de David. En 1899, la muralla fue demolida en este
lugar y se llenó con piedras su foso para preparar una gran avenida, que
llenara las vanidades del Kaiser alemán Guillermo II que venía de hués­
ped del sultán turco. Paradojas de la vida.
Pero su histórica división viene de siglos atrás. Cuando el país fue reparti­
do entre las tribus de Israel. Jerusalén se le otorgó a dos tribus; la parte
norte a Benjamín y la parte sur a Judá. Pero poco después el rey David la
conquistó y fijó en ella la capital de su Estado. Sucedió en el año 1000 a.
C. También le cambió de nombre y le llamó ciudad de David. Su hijo el
rey Salomón fue el artífice del templo que hoy reconstruido domina la
villa, convirtiéndola en el centro espiritual de las tribus de Israel.

400
Al dividirse en dos reinos, Jerusalén quedó como capital de Judá. En el
700 a. C. el monarca Ezequias la fortificó, para ser destruida años después
por Nabucodonosor, rey de Babilonia. Hacia el 450 a. C. , los judíos la
reconquistaron por un corto periodo, para pasar a manos de griegos pri­
mero y romanos después.
Los turcos la poseerían durante más de cuatrocientos años, y en la Prime­
ra Guerra Mundial fue conquistada por los británicos. Desde esta fecha,
su historia se complica aún más. Sus fuertes, murallas y templos fueron
utilizados por los ingleses como sede de su cuartel general en el Oriente
Medio, guardando secretos y traiciones sin precedentes. En 1948, la en­
tregaron al estado de Israel, recién formado.
En la guerra de liberación, la Jerusalén judia de aproximadamente ochen­
ta mil habitantes fue aislada del resto del país. Escasa de alimentos y bajo
estricto racionamiento de agua y otras provisiones, luchó amargamente
por la supervivencia. Sus enemigos fueron los árabes locales que conside­
raban suya la ciudad, pero que mal armados no ofrecían mayores proble­
mas. Pero se aliaron con jordanos y egipcios que con mejores armas, la
sometieron a fuertes bombardeos.
Tras la guerra de liberación la paz no les otorgó la propiedad de los Luga­
res Sagrados, Jordania se quedó con ellos. Los judíos siguieron en su em­
peño milenario de recuperarla. El ataque sorpresa que originó la guerra de
los Seis Días, les dio el pretexto para conquistar la vieja ciudad de manos
profanas musulmanes. Desde esa fecha, 1967 la ciudad fue unificada.
Hoy, la población de Jerusalén alberga a quinientas mil personas, de los
que más de la mitad son judíos que habitaban desde la independencia del
Estado, en la parte nueva. El resto, lo forman musulmanes y cristianos. Por
fin el pueblo judío supo encontrar y enhebrar el largo y penoso camino
interrumpido desde el reinado del Rey David. Pero los pueblos viven tam­
bién de las esperanzas de sus gentes, de los anhelos de sus jóvenes y de
la comprensión de sus vecinos.
Los judíos, que son una raza vieja y como tal sabia, parecen seguir los
versos que una vez aprendí y que no logro recordar quien era su autor, y
que dicen: "La vida de los pueblos es una isla en un inmenso océano de
soledad, una isla cuyos roquedales son esperanzas, sus árboles sueños y
sus flores soledad, también sus arroyos son sed. Y la vida de cada hombre
es otra isla separada de todas las demás. Por muchas que sean las naves
que zarpan de nuestra costa rumbo a otros lugares, por muchas que sean
las embarcaciones que tocan nuestras playas, seguiremos siendo islas soli­
tarias dentro de la gran isla que es la patria. Es imposible salvar la infinita
soledad con la que nacemos y morimos. Mientras tanto los pueblos lu­
chan contra la soledad y los hombres ansian la felicidad".

401
Y DESPUES
SIEMPRE VIAJAR

403
I regreso a través de Grecia, Yugoslavia, Italia y Francia, se hizo largo

¿ y cansado. El invierno azotaba desde hacía tiempo al continente euro­


peo y el explendor de árboles, ramas y flores que dejamos cuando ini­
ciamos el viaje, se había convertido en un triste, despoblado y desértico
paisaje.

Cruzamos fronteras, cambiamos de ropas, retomamos monedas y habla­


mos en diferentes lenguas. Pero ni siquiera tanto cambio vivo y entreteni­
do nos sacaba de la nostalgia que cada vez nos ahogaba más. El regreso
de Israel supuso un hito en nuestra vida, y las cosas para nosotros comen­
zaron a ser; antes de Israel o después de haber ido. Ahora medíamos la
dimensión de las cosas, los problemas, e incluso los miedos y fustraciones
desde un prisma diferente mucho más amplio y generoso. En anteriores
viajes superamos infinidad de pruebas, conflictos y situaciones, pero
nunca nos habíamos puesto tan al límite como en esta ocasión. Jamás su­
peramos el miedo profundo y la tensión conducida a su grado máximo
como en esta aventura. Por eso, también nuestra satisfacción y autoestima
estaban exultantes y desbordadas.

Pero el pensar de esta manera no significaba que pensásemos que ya lo


sabíamos todo, que el mundo se simplificaba a nuestro alrededor, si no
todo lo contrario. El convencimiento del camino a seguir, las pruebas su­
peradas, los miedos vividos, las lecciones aprendidas, en fin, la vida acu­
mulada, no eran un límite de nada sino la constatación de que había otras
formas de vida a seguir, otra escala de valores que contemplar, otras
metas por las que comprometerse, otros ideales a los que ser fieles.

A medida que la ciudad de Bilbao se acercaba, las alternancias en los áni­


mos se sucedían. Por un lado añoraba todo lo que de mi tierra me resulta
imprescindible, y que cada vez, y cuanto más lejos vivo de ella, necesito
sentir, coger o simplemente contemplar. Iba a ser difícil encerrarme a
sacar otra vez de mí, lo que tantos meses me había costado digerir lenta­
mente. Sabía que cada vez era más costoso transmitir todo aquello que
habías hecho tuyo poco a poco.

Mi confusión era tal, que no logro recordar mi estado de ánimo, supongo


que cortésmente alegre. Pero tuve que esforzarme al máximo para redac­
tar tantos artículos como tenía que hacer, y clasificar con un sentido tan­
tas fotografías logradas.

Poner parches temporales a mi forma de vida no era el objetivo. Tenía


que encontrar la fórmula de poder estabilizarme en ese melancólico va­

405
gabundear por el mundo. Encontrar un sentido al hecho de escribir y con­
tar. En ocasiones me parecía superfluo y sin interés. Pensaba que narrar
tus vivencias era como traicionarlas un poco. Enseñar tus fotografías ven­
derte para pasto de insensibles y curiosos.

Sólo el entusiasmo de mis clientes, los paseos por Plencia y los ánimos de
mis lectores y seguidores del periódico Deia, me sacaron del atolladero.
La sinceridad de aquellos que sin conocerte te alentaban, justificaba po­
nerte a trabajar de nuevo. Dos paradas en la calle por desconocidos pre­
guntándome por la última aventura logró por fin animarme.

Pero estaba convencido que tendría que afrontar cosas aún peores para
lograr mi ansiada y definitiva meta. Volvería a las cobartas, tan necesarias
para abrigar el cuello, a las leyes y al desorden establecido. Pero la pres-
pectiva de que sólo sería un medio para obtener un fin, me dejaba inclu­
so disfrutar con lo que hacía. Los años pasan rápidos, demasiado desbo­
cados como para sacar de ellos el placer de vivirlos.

Mis esperanzas se cumplieron con creces, y además de lograr mis objeti­


vos, aprendí o desamprendí, no lo se, cuantas cosas, principios, motivos y
leyes están plasmados en los grandes libros de normas, escritos casi siem­
pre para que nadie se entere de lo que dicen, pues de hacerlo, se quebra­
ría el propio sentido de las leyes que soportan. Pero la mar siguió una vez
más junto a mí. Todos los fines de semana recorría el Cantábrico con mi
barco. Primero uno pequeño; el Fotolito I. Luego fueron creciendo conmi­
go y con mis conocimientos marineros; Fotolito II, Peregrino, Fotolito III.

Y entre leyes, vientos y estachas, otra vez me encontré preparado para


tomar el difícil pero apasionante camino de descubrir. Me llegó antes de
lo pensado, casi sin notarlo. En medio del Atlántico, en Lanzarote durante
tres años. Me sirvió para despejar definitivamente las dudas de como lle­
nar la vida y el alma. Los vientos Alisios, costantes y templados fueron los
causantes a la vez que apropiados para abrir los caminos y despejar las
dudas. Las cabalgadas en las grandes olas sujeto a mi vela, ofrecían una y
mil posibilidades, otorgándote el privilegio de no pensar más que en ello.
El trabajo también arduo a veces, se encontraba en perfecto equilibrio
con el disfrute.

Luego, Hawai, California, Florida, Nueva Orleans y Carolina del Sur ter­
minaron de dar forma a mis aspiraciones. Los cambios del mundo que yo
transité me hacen retener mis fotos como auténticos tesoros. Yugoslavia
destrozada, Israel eternamente partida, Sahara desamparada, Marruecos

406
inamovible y España, unida en sacro matrimonio con Francia, Italia, Gre­
cia, Noruega etc... sin las fronteras que yo tanto odiaba. Un nuevo mundo
se abre ante nosotros, y los que ya entonces salimos a buscarlo hemos v i­
vido el cambio con más entusiasmo. Los caminos se han allanado, las
gentes unido, las lenguas traspasado y el futuro casi se desconoce de lo
amplio que aparece y se proyecta.

Por eso hoy el placer de escribir y vaciarte cada tarde ensimismado en tus
propias experiencias, me subyuga. Incluso cuando las historias son de
otros. Reconstruir situaciones, crear personajes ficticios, acompasar tiem­
pos e historia, se ha convertido en mi quehacer diario. Descubrir los se­
cretos de la lengua, rimar frases y sentidos, inventar historias y descubrir
situaciones, son mi ocupación predilecta, mojado todo ello por el cons­
tante y casi diario sumergirme en la mar. Unas veces por encima, rápido y
veloz con el viento, otras por abajo, callado y silencioso, las más sobre
las olas. Sólo espero ser el observador que ya fui de otros países, para re­
crearme de nuevo en el placer de haberlos vivido.

Pero durante todos estos años de recorrer el mundo, de preguntarme, de


insinuar conocimientos y dudas, los valores esenciales que me movieron
siguen intactos. Siempre recuerdo el elemental sofisma que dice, -no es
necesario tener muchos valores, pero los que tengas han de ser inamovi­
bles- Por eso muchas veces en la tarde calurosa del sur repaso entre los
retorcidos alcornoques y los olivos sedientos, los grandes principios y má­
ximas que fueron conformando mi vida y que se repiten siempre que la
naturaleza me regala algo sorprendente y que dice:

"Que buena es la vida del hombre, pero que alejados estamos los hom­
bres de la vida. La libertad nos invita todos los días para que la disfrute­
mos, pero nosotros la comemos tan rápidamente que nos atragantamos.
Es curioso como la naturaleza abre sus brazos hacia nosotros y nos invita
a gozar de su belleza, pero los hombres tenemos pánico al silencio y nos
adentramos en las populosas ciudades buscando un consuelo que no
llega. Y pasan los días y las noches, y sumergidos en nuestra inconscien­
cia damos tumbos. El corazón te implora ayuda, pero no escuchamos sus
súplicas porque ya no oímos, y aunque lo hiciéramos ya no entendemos".

Y cuando las dudas y las zozobras llegan, casi siempre juntas y cargadas
de hiel, y ya tus propios pensamientos no te bastan para remansar las in­
seguridades que aún afloran y te hacen detenerte, recuerdo las palabras
de mi admirado Guillermo Díaz Plaja cuando decía. "El escritor no debe

407
exhibir constantemente lo personal, lo que individualmente le acontece;
pero tampoco debe ocultarlo. Pienso muchas veces que por un exceso de
mal entendido pudor, el escritor se difumina ante la sociedad que le con­
templa. Se desvanece en un frío impersonalismo, suponiendo que es poco
oportuno llamar la atención sobre su propio ser.

Se equivoca. No hay literatura sin un público que la sostenga. No hay


creación sin comunicación. Por eso el escritor necesita saber furiosamen­
te que alguien le escucha. En la soledad de su escritorio dirige el teclear
de su maquina hacia un universo invisible pero evidente que ha de reco­
ger el tono de su corazón".

El camino está ahí, sólo hay que tener el valor de ir a cogerlo. . .

408
Claros de luna como este son los que te incitan a viajar perdiéndote para siempre.

409
INDICE

411
PRIMERA PARTE
LA ELEC C IO N .......................................................................................................................... 9
HACIA EL POLO NORTE ........................................................................................... 23
El cementerio del Atlántico................................................................................. 23
EL M ISTERIO DE BRETAÑA ...................................................................................... 37
N O RU EG A Y EL SOL DE M EDIAN O CHE .......................................................55
LOS ULTIMOS LAPONES ............................................................................................79

SEGUN DA PARTE
AFRICA M ARRUECOS Y EL ATLAN TICO .......................................................101
Sáhara, Mauritania, Senegal y Costa de Marfil .................................. 119
El País de los Ida Outanane ........................................................................... 135
LA VENECIA SUM ERGIDA .......................................................................................145
EL AD RIATICO Y U G O S L A V O ................................................................................. 163

TERCERA PARTE
GRECIA D ESC O N O C ID A ............................................................................................183
El bosque de piedras de Meteora..................................................................191
LA ATLANTIDA S U M E R G ID A ................................................................................. 211
YO FUI PESCADOR DE ESPONJAS.......................................................................241
Islas Cicladas ...........................................................................................................269

CUARTA PARTE
ISRAEL Y EL ORIENTE PROXIM O .......................................................................279
Guerra en el Golán ........................................................................................... 291
Inmersión en el Mar M uerto............................................................................303
Masada, fortaleza maldita................................................................................. 313
BAJO LAS AG UAS DEL MAR ROJO ..................................................................321
En la noche de los arrecifes ............................................................................353
Buceando en el Estrecho de Tiran .............................................................361
UN M U N D O DE TIBURO N ES ............................................................................371
JERUSALEN, ENTRE LA HISTORIA Y LA G UERRA ................................... 393
DESPUES, SIEMPRE VIAJAR Y ESCRIBIR ....................................................... 403

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©1994. Lorenzo Sarmiento Dueñas

Edición y fotografías: Lorenzo Sarmiento Dueñas


Fotocromos: Croman
Diseño e impresión: Artes Gráficas Elkar, S. Coop.

Depósito Legal: BI-1 662-94


I.S.B.N .: 84-605-0929-X

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O TRO S TITU LO S
EN PREPA RA C IO N

G ra n d es re g a ta s
o ceá n ica s.

P o r o tra s co sta s
d el m undo.

T e m p o ra les y
n a u fra g io s.

Teso ro s
su m e rg id o s.

M e m o ria s de un
re p o r te ro g rá fic o
en E u ska d i.

El re v é s d e l
d e re c h o .
F o t o g r a fía : Dr. J u lio G a ra iz a b a l

DEIA; " La Aventura es la Aventura... Pipe Sarmiento, un vasco


"Nómada del Mundo". Apasionantes Aventuras”.
BITACORA; "Nuestro corresponsal Pipe Sarmiento nos vuelve
a dar su personal y sorprendente visión de los mares de la tierra,
llena de un gran interés".
VIAJAR; Meteora, el Bosque de Piedra, ensoñadora visión
"

de Pipe Sarmiento sobre los Monasterios Griegos".


ARTE FOTOGRAFICO. "Primer Curso de Fotografía Submarina
en cuatro capítulos a cargo del fotógrafo Pipe Sarmiento.

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