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La Tierra Olvidada Por El Tiempo

Edgar Rice Burroughs

Capítulo I

Debían ser poco más de las tres de la tarde cuando sucedió: la tarde del 3 de junio de 1916. Parece
increíble que todo por lo que he pasado, todas esas experiencias extrañas y aterradoras, tuvieran
lugar en un espacio de tiempo tan breve; tres meses. Más parece que he experimentado un ciclo
cósmico, tantos cambios y evoluciones en las cosas que he visto con mis propios ojos durante este
breve intervalo de tiempo, cosas que ningún otro ojo mortal había visto antes, atisbos de un mundo
pasado, un mundo muerto, un mundo desaparecido hace tanto tiempo que ni siquiera quedan restos
en los más bajos estratos cámbricos. Oculto en la derretida corteza interna, ha pasado siempre
inadvertido para el hombre más allá de aquel perdido trozo de tierra donde el destino me ha traído y
donde se ha sellado mi condena.

Estoy aquí y aquí debo permanecer.

Después de leer esto, mi interés, que ya había sido estimulado por el hallazgo del manuscrito, se
acercaba al punto de ebullición. Había venido a Groenlandia a pasar el verano, siguiendo las
indicaciones de mi médico, y me estaba ya aburriendo de muerte, pues había olvidado traer lectura
suficiente. Como la pesca me resulta indiferente, mi entusiasmo por este tipo de deporte se desvaneció
pronto; sin embargo, en ausencia de otras formas de recreación estaba ahora arriesgando mi vida en un
barquito absolutamente inadecuado a la altura de Cabo Farewell, en la zona más septentrional de
Groenlandia.
¡Groenlandia! Como apelación descriptiva, es un pobre chiste, pero mi historia no tiene nada que ver
con Groenlandia, nada que ver conmigo. Así que terminaré con una cosa y con otra lo más
rápidamente que pueda.
El inadecuado barquito finalmente tocó tierra de manera precaria, los nativos, metidos en el agua
hasta la cintura, me ayudaron. Me llevaron a la orilla, y mientras preparaban la cena, caminé de un
lado a otro por la costa rocosa y recortada. Fragmentos de playa salpicaban el gastado granito, o las
rocas de las que pudiera estar compuesto Cabo Farewell, y mientras seguía el flujo de la marea por una
de estas suaves playas, lo vi. Si me hubiera encontrado con un tigre de Bengala en el barranco que hay
detrás de los Baños de Bimini, no me habría sorprendido más de lo que me sorprendí al ver un termo
flotando y girando en las aguas. Lo recogí, pero me mojé hasta las rodillas para hacerlo. Luego me
senté en la arena y lo abrí, y a la luz del crepúsculo leí el manuscrito, claramente escrito y
perfectamente doblado, que formaba su contenido.
Ya han leído el primer párrafo, y si son unos idiotas imaginativos como yo mismo, querrán leer el
resto; así que lo reproduciré aquí, omitiendo hacer más comentarios, que son difíciles de recordar. En
dos minutos me habrán olvidado.
***

Mi casa está en Santa Mónica. Soy, o era, ayudante en la firma de mi padre. Somos armadores. En
los últimos años nos hemos especializado en submarinos, que hemos construido para Alemania,
Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Conozco un submarino como una madre conoce la cara de su
bebé, y he dirigido una docena de ellos en sus pruebas. Sin embargo, mis inclinaciones tienden hacia
la aviación.
Me gradué en Curtiss, y después de un largo acoso mi padre me dio permiso para intentar enrolarme
en la Escuadrilla Lafayette. Como paso previo conseguí un puesto en el servicio americano de
ambulancias e iba camino de Francia cuando tres agudos chirridos alteraron, en otros tantos segundos,
todo el esquema de mi vida.
Yo estaba sentado en cubierta con algunos de los tipos que también iban al servicio de ambulancias,
con mi terrier airedale, Príncipe Heredero Nobbler, dormido a mis pies, cuando la primera andanada
del silbato rompió la paz y seguridad del barco. Desde que entramos en la zona de submarinos
habíamos estado ojo avizor ante la posible presencia de periscopios, y chiquillos como éramos,
lamentábamos el triste destino que iba a llevarnos a salvo a Francia sin poder atisbar siquiera a los
temibles incursores. Éramos jóvenes, ansiábamos emociones, y Dios sabe que las obtuvimos aquel día;
sin embargo, en comparación con lo que he vivido desde entonces, fueron tan sosas como un
espectáculo de marionetas.
Nunca olvidaré los rostros cenicientos de los pasajeros cuando corrieron hacia sus chalecos
salvavidas, aunque no había pánico. Nobs se levantó con un gruñido. Yo también me levanté, y me
acerqué al costado del barco y divisé, a menos de doscientos metros de distancia, el periscopio de un
submarino mientras la estela blanca de un torpedo era perfectamente visible. Viajábamos en un barco
americano que, naturalmente, no iba armado. Estábamos completamente indefensos; sin embargo, sin
advertencia, nos estaban torpedeando.
Me quedé rígido, aturdido, viendo la estela blanca del torpedo. Golpeó la banda de estribor, casi en
el centro del barco, que se agitó como si el mar hubiera sido desgarrado por un violento volcán.
Caímos a cubierta, magullados y aturdidos, y entonces una columna de agua se alzó varios metros por
encima del navío, llevando consigo fragmentos de metal y madera y cuerpos humanos desmembrados.
El silencio que siguió a la detonación del torpedo fue casi igual de horrible. Duró posiblemente dos
segundos, y fue seguido por los gritos y gemidos de los heridos, las imprecaciones de los hombres y
las roncas órdenes de los oficiales de a bordo. Se portaron como unos valientes, ellos y la tripulación.
Nunca me había sentido más orgulloso de mi nacionalidad como en ese momento. En medio de todo
el caos que siguió al impacto del torpedo, ningún oficial o miembro de la tripulación perdió la cabeza
ni mostró el más mínimo grado de pánico o miedo.
Mientras intentábamos arriar los botes, el submarino emergió y nos apuntó con sus ametralladoras.
El oficial al mando nos ordenó arriar nuestra bandera, pero el capitán del carguero se negó. El barco se
inclinaba peligrosamente a estribor, inutilizando los botes de babor, y la mitad de los botes de estribor
habían sido destruidos por la explosión. Mientras los pasajeros se apiñaban en la amura de estribor y
corrían hacia los pocos botes que nos quedaban, el submarino empezó a ametrallar el barco. Vi una
granada alcanzar a un grupo de mujeres y niños, y entonces volví la cabeza y me cubrí los ojos.
Cuando miré de nuevo al horror se unió el desencanto, pues cuando el submarino emergió reconocí
que había sido fabricado en nuestro propio astillero. Lo conocía al detalle. Había supervisado su
construcción. Me había sentado en aquella misma torreta y había dirigido los esfuerzos de la sudorosa
cuadrilla cuando su proa hendió por primera vez las soleadas aguas veraniegas del Pacífico. Y ahora
esta criatura, fruto de mi cerebro y mis manos se había convertido en Frankenstein y pretendía mi
muerte.
Una segunda bomba explotó en cubierta. Uno de los botes salvavidas, lleno de gente, colgó en
peligroso ángulo de sus cabestrantes. Un fragmento de granada rompió la proa, y vi a las mujeres y los
hombres y los niños precipitarse al mar, mientras el bote colgaba por la proa durante un instante, y por
fin, con gran impulso, se zambullía en mitad de las víctimas en medio de las aguas.
Vi que los hombres corrían a la amura y saltaban al océano. La cubierta se inclinaba en un ángulo
imposible. Nobs abrió las patas intentando no resbalar y me miró con un gemido interrogador. Me
incliné y le acaricié la cabeza.

–¡Vamos, chico! –exclamé, y tras correr al costado del barco, me lancé de cabeza.
Cuando emergí, lo primero que vi fue a Nobs nadando asombrado a unos pocos metros de mí. Al
verme las orejas se le aplanaron, y su boca se abrió en una mueca característica.
El submarino se retiraba hacia el norte, pero sin dejar de bombardear los botes que quedaban, tres de
ellos, llenos de supervivientes. Por fortuna, los botes pequeños eran un blanco difícil, lo cual,
combinado con la poca habilidad de los alemanes impidió que sus ocupantes sufrieran nuevos daños.
Después de unos pocos minutos, una mancha de humo apareció en el horizonte, al este, y el submarino
se sumergió y desapareció.
Mientras tanto, los botes salvavidas se habían estado alejando del transporte hundido, y ahora,
aunque grité con toda la fuerza de mis pulmones, no oyeron mi llamada o no se atrevieron a volver
para rescatarme. Nobs y yo conseguimos distanciarnos un poco del barco cuando éste se volcó por
completo y se hundió. La succión nos atrapó sólo lo suficiente para arrastrarnos hacia atrás unos
cuantos metros, pero ninguno de los dos llegó a hundirse bajo la superficie. Busqué rápidamente algo
donde agarrarme. Mis ojos se dirigían hacia el punto donde el barco se había hundido cuando desde las
profundidades del océano llegó la reverberación ahogada de una explosión, y casi simultáneamente un
geiser de agua donde botes salvavidas destrozados, cuerpos humanos, vapor, carbón, aceite y los restos
de la cubierta se alzaron sobre la superficie: una columna de agua que marcó por un momento la
tumba de otro barco en éste, el más grande cementerio de los mares.
Cuando las turbulentas aguas cesaron un poco y el mar dejó de escupir restos, me aventuré a nadar
en busca de algo donde apoyar mi peso y el de Nobs. Había alcanzado la zona del naufragio cuando, a
menos de media docena de metros, la proa de un bote salvavidas surgió del océano para golpear la
superficie con una poderosa sacudida. Debía de haber sido arrastrado hacia el fondo, sujeto a su nave
madre por una sola cuerda que finalmente se rompió bajo la enorme tensión a la que había sido
sometida, de ningún otro modo puedo explicar que saliera del agua con tanta fuerza: una circunstancia
beneficiosa incluso ante el hecho de que un destino más terrible espera a los que escapamos ese día;
pues a causa de esa circunstancia la encontré a ella, a quien de otro modo nunca debería de haber
conocido; la he encontrado y la he amado. Al menos he tenido esa gran felicidad en la vida; ni siquiera
Caspak puede, con todos sus horrores, borrar lo que ya ha sucedido.
Así que por enésima vez di las gracias al extraño destino que expulsó a aquel bote del pozo verde de
destrucción al que había sido arrastrado, lanzándolo muy por encima de la superficie, vaciándolo de
agua mientras se alzaba sobre las olas, y dejándolo caer sobre la superficie del mar, orgulloso y
seguro.
No tardé mucho en encaramarme a su costado y arrastrar a Nobs hasta aquel lugar comparativamente
más seguro; luego contemplé la escena de muerte y destrucción que nos rodeaba. El mar estaba
cubierto de restos entre los que flotaban las penosas formas de mujeres y niños, sostenidos por sus
inútiles chalecos salvavidas. Algunos estaban desfigurados y destrozados; otros se mecían suavemente
con el movimiento del mar, su semblante tranquilo y pacífico; otros formaban horribles filas de agonía
o de horror. Cerca del costado del bote flotaba la figura de una muchacha. Tenía el rostro vuelto hacia
arriba, sujeto por encima del agua por el chaleco, enmarcado en una masa flotante de pelo oscuro y
ondulante. Era muy hermosa. Nunca había contemplado unos rasgos tan perfectos, un contorno tan
divino y a la vez tan humano, intensamente humano. Era un rostro lleno de personalidad y fuerza y
feminidad, el rostro de alguien creado para amar y ser amado. Las mejillas tenían el color arrebolado
de la vida y la salud y la vitalidad, y sin embargo allí yacía, sobre el fondo del mar, muerta. Sentí que
algo se alzaba en mi garganta al ver aquella radiante visión, y juré que viviría para vengar su asesinato.
Y entonces mis ojos se posaron una vez más sobre la superficie del agua, y lo que vi casi me hizo
caer de espaldas al mar, pues los ojos de aquel rostro muerto se habían abierto, igual que los labios, y
una mano se alzaba hacia mí en una muda llamada de socorro. ¡Estaba viva! ¡No estaba muerta! Me
incliné sobre la borda del bote y la aupé rápidamente a la salvación relativa que Dios me había
concedido. Le quité el chaleco salvavidas y mi chaqueta empapada le hizo las veces de almohada. Le
froté las manos y brazos y pies. La atendí durante una hora, y por fin fui recom pensado por un
profundo suspiro, y de nuevo aquellos grandes ojos se abrieron y miraron a los míos.
Me sentí cohibido. Nunca he sido un seductor; en Leland-Stanford era el hazmerreír de la clase por
mi absoluta torpeza en presencia de una chica bonita; pero los hombres me apreciaban, al menos. Le
estaba frotando una de las manos cuando abrió los ojos, y la solté como si fuera un hierro al rojo vivo.
Aquellos ojos me miraron lentamente de arriba a abajo; luego se dirigieron al horizonte marcado por el
subir y bajar de la amura del bote. Miraron a Nobs y se suavizaron, y luego volvieron a mí, llenos de
duda.

–Y-yo... –tartamudeé, apartándome y retrocediendo hasta el siguiente banco. La visión sonrió


débilmente.
–¡Aye-aye, señor! –replicó en voz baja, y una vez más sus labios se curvaron, y sus largas pestañas
barrieron la firme y pálida textura de su piel.
–Espero que se encuentre mejor –conseguí decir.
–¿Sabe? –dijo ella tras otro momento de silencio–. ¡Hace un buen rato que estoy despierta! Pero no me
atrevía a abrir los ojos. Pensé que debía estar muerta, no me atrevía a mirar, por temor a no ver más
que oscuridad a mi alrededor. ¡Me da miedo a morir! Dígame qué ha pasado después de que se
hundiera el barco. Recuerdo todo lo que sucedió antes... ¡oh, desearía poder olvidarlo! –un sollozo le
quebró la voz–. ¡Bestias! –continuó después de un momento–. ¡Y pensar que iba a casarme con uno de
ellos... un teniente del ejército alemán!

Volvió al tema del naufragio como si no hubiera dejado de hablar.

–Me hundí más y más y más. Pensé que no iba a dejar de hundirme nunca. No sentí ninguna desazón
particular hasta que de repente empecé a subir a velocidad cada vez mayor; entonces mis pulmones
parecieron a punto de estallar, y debí de perder el conocimiento, porque no recuerdo más hasta que
abrí los ojos después de oír un torrente de insultos contra Alemania y los alemanes. Dígame, por favor,
qué pasó después de que el barco se hundiera.

Le conté entonces, lo mejor que pude, todo lo que había visto: el submarino bombardeando los botes
y todo lo demás. A ella le pareció maravilloso que nos hubiéramos salvado de manera tan
providencial, y yo tenía un discurso preparado en la punta de la lengua, pero no tuve valor para
contarle nuestra situación. Nobs se había acercado y posó su morro en su regazo, y ella acarició su fea
cara, y por fin se inclinó hacia adelante y apoyó la mejilla contra su frente. Siempre he admirado a
Nobs; pero ésta fue la primera vez que se me ocurrió poder desear ser Nobs. Me pregunté cómo lo
aceptaría él, pues está tan poco acostumbrado a las mujeres como yo. Pero para él fue pan comido.
Mientras que yo no soy para nada un mujeriego, Nobs es sin duda un perro de damas. El viejo pícaro
cerró los ojos y puso una de las expresiones más dulces que he visto jamás y se quedó allí, aceptando
las caricias y pidiendo más. Me hizo sentir celoso.

–Parece que le gustan los perros –dije yo.


–Me gusta este perro –respondió ella.

No supe si quería decir con eso algo personal; pero me lo tomé como algo personal y eso me hizo
sentirme estupendamente.
Mientras íbamos a la deriva en aquella enorme extensión de soledad, no fue extraño que nos
lleváramos bien rápidamente. Escrutábamos constantemente el horizonte en busca de signos de humo,
aventurando suposiciones sobre nuestras posibilidades de ser rescatados; pero llegó el atardecer, y la
negra noche nos envolvió sin que hubiera una mota de luz sobre las aguas.
Estábamos sedientos, hambrientos, incómodos y helados. Nuestras ropas mojadas se habían secado
un poco y yo sabía que la muchacha podía correr el riesgo de pillar una pulmonía con el frío de la
noche al estar medio mojada en medio del mar en un bote despejado, sin ropa suficiente ni comida.
Había conseguido achicar el agua del bote con las manos, y acabé por escurrirla con mi pañuelo, una
tarea lenta e incómoda; así conseguí despejar un sitio relativamente seco para que la muchacha se
tendiera en el fondo del bote, donde las amuras la protegerían del viento nocturno, y cuando por fin
ella así lo hizo, casi abrumada por la debilidad y la fatiga, la cubrí con mi chaqueta para protegerla del
frío. Pero no sirvió de nada: mientras la observaba, la luz de la luna destacando las graciosas curvas de
su esbelto cuerpo, la vi tiritar.

–¿Hay algo que pueda hacer? –pregunté–. No puede quedarse de esa forma toda la noche. ¿No se le
ocurre nada?

Ella negó con la cabeza.

–Tenemos que apretar los dientes y soportarlo –replicó después de un momento.


Nobbler se acercó y se tumbó en el banco a mi lado, la espalda contra mi pierna, y yo me quedé
contemplando tristemente a la muchacha, sabiendo en el fondo de mi corazón que podía morir antes de
que llegara el amanecer, pues con la impresión y la intemperie, ya había soportado lo suficiente para
matar a cualquier mujer. Y mientras yo la contemplaba, tan pequeña y delicada e indefensa, dentro de
mi pecho fue naciendo lentamente una nueva emoción. Nunca había estado allí antes; ahora nunca
dejará de estar allí. Mi deseo por encontrar un modo de hacerla entrar en calor e insuflar vida en sus
venas me puso casi frenético. Yo también sentía frío, aunque casi lo había olvidado hasta que Nobbler
se movió y sentí una nueva sensación de frialdad en mi pierna, allá donde él se había apoyado, y de
pronto me di cuenta de que en ese sitio había sentido calor. La comprensión de cómo hacer entrar en
calor a la muchacha se abrió paso como una gran luz. Inmediatamente me arrodillé junto a ella para
poner mi plan en práctica, pero de pronto me abrumó la vergüenza. ¿Lo permitiría ella, aunque yo
pudiera acumular el valor para sugerirlo? Entonces vi cómo se estremecía, tiritando, los músculos
reaccionando a la rápida bajada de temperatura, y decidí mandar la prudencia a paseo y me arrojé
junto a ella y la tomé en brazos, apretujando su cuerpo contra el mío.

Ella se apartó de repente, dando voz a un gritito de temor, y trató de librarse de mí.

–Perdóneme –conseguí tartamudear–. Es la única forma. Se morirá de frío si no entra en calor, y Nobs
y yo somos lo único que puede ofrecérselo.

Y la sujeté con fuerza mientras llamaba a Nobs y le ordenaba que se tumbara a su espalda. La
muchacha dejó de resistirse cuando comprendió mi propósito; pero emitió dos o tres sollozos, y luego
empezó a llorar débilmente, enterrando el rostro en mi brazo, y así se quedó dormida.

Capítulo II

Debí quedarme dormido a eso del amanecer, aunque en ese momento me pareció que había
permanecido despierto durante días, en vez de horas. Cuando por fin abrí los ojos, era de día, y el pelo
de la muchacha me cubría la cara, y ella respiraba con normalidad. Di gracias a Dios por eso. Ella
había vuelto la cabeza durante la noche, de modo que cuando abrí los ojos vi su rostro a menos de una
pulgada del mío, mis labios casi tocando los suyos.
Fue Nobs quien finalmente la despertó. Se levantó, se desperezó, se giró unas cuantas veces y se
tumbó de nuevo, y la muchacha abrió los ojos y miró a los míos. Se sorprendió al principio, y luego
lentamente comprendió, y sonrió.

–Ha sido muy bueno conmigo –dijo, mientras la ayudaba a levantarse, aunque a decir verdad yo
necesitaba más ayuda que ella; la circulación en mi costado izquierdo parecía paralizada por
completo–. Ha sido muy bueno conmigo.

Y esa fue la única mención que hizo al respecto; sin embargo, sé que estaba agradecida y que sólo la
natural reserva impidió que se refiriera a lo que, por decirlo brevemente, era una situación embarazosa,
aunque inevitable.
Poco después vimos una columna de humo que al parecer se dirigía hacia nosotros, y después de un
rato divisamos el contorno de un remolcador, uno de esos intrépidos exponentes de la supremacía
marítima inglesa que ayudan a los veleros a entrar en los puertos de Inglaterra y Francia. Me alcé
sobre un banco y agité mi empapada chaqueta por encima de mi cabeza. Nobs hizo lo propio en otro
banco y ladró. La muchacha permaneció sentada a mis pies, escrutando con intensidad la cubierta del
barco que se acercaba.

–Nos han visto –dijo por fin–. Hay un hombre respondiendo a sus señales.

Tenía razón. Un nudo se me formó en la garganta: por su bien más que por el mío. Estaba salvada, y
justo a tiempo. No habría podido sobrevivir a otra noche en el Canal; tal vez no habría podido
sobrevivir a este día.
El remolcador se acercó a nosotros, y un hombre en cubierta nos lanzó un cabo. Unas manos
dispuestas nos arrastraron hasta la cubierta, pero Nobs saltó a bordo sin ayuda. Los rudos marineros se
portaron con la muchacha con amabilidad propia de madres. Mientras nos asaltaban a preguntas nos
condujeron al camarote del capitán y a mí a la sala de calderas. Le dijeron a la muchacha que se
quitara las ropas mojadas y las arrojara por la puerta para que pudieran secarlas, y que se acostara en el
camastro del capitán y entrara en calor. No tuvieron que decirme que me desnudara después de que yo
notara el calor de la sala de calderas. En un dos por tres, mis ropas colgaron donde se secarían
rápidamente, y yo mismo empecé a absorber, a través de cada poro, el agradable calor del sofocante
compartimento. Me trajeron sopa caliente y café, y los que no estaban de servicio se sentaron a mi
alrededor y me ayudaron a maldecir al Kaiser y su ralea.
En cuanto nuestras ropas se secaron nos hicieron ponérnoslas, ya que era más que posible que en
aquellas aguas volviéramos a toparnos con el enemigo, como yo bien sabía. Con el calor y la
sensación de que la muchacha estaba a salvo, y el conocimiento de que un poco de descanso y comida
eliminarían rápidamente los efectos de sus experiencias en las últimas terribles horas, me sentí más
contento de lo que me había sentido desde que aquellos tres torpedos sacudieron la paz de mi mundo
la tarde anterior.
Pero la paz en el Canal había sido algo transitorio desde agosto de 1914. Eso quedó claro aquella
mañana, pues apenas me había puesto la ropa seca y llevado las de la muchacha al camarote del
capitán cuando desde la sala de máquinas gritaron la orden de avanzar a toda máquina, y un instante
después oí el sordo bramar de un cañonazo. En un instante subí a cubierta y vi a un submarino
enemigo a unos doscientos metros de nuestra proa. Nos había hecho señales para que nos
detuviéramos, y nuestro capitán había ignorado la orden; pero ahora nos apuntaba con sus cañones, y
la segunda andanada picoteó sobre el camarote, advirtiendo al beligerante capitán del remolcador de
que era hora de obedecer. Una vez más se lanzó una orden a la sala de máquinas, y el remolcador
redujo velocidad. El submarino dejó de disparar y ordenó al remolcador que diera media vuelta y se
acercara. Nuestro impulso nos había llevado un poco más allá de la nave enemiga, pero trazamos un
arco que nos llevó a su lado. Mientras contemplaba la maniobra y me preguntaba qué iba a ser de
nosotros, sentí que algo me tocaba el codo y me volví para ver a la muchacha de pie a mi lado. Me
miró a la cara con expresión entristecida.

–Parece que su destino es destruirnos –dijo–. Creo que es el mismo submarino que nos hundió ayer.
–Lo es –contesté–. Lo conozco bien. Ayudé a diseñarlo y lo capitaneé en su botadura.

La muchacha se apartó con una pequeña exclamación de sorpresa y decepción.

–Creía que era usted americano –dijo–. No tenía ni idea de que fuera un... un...
–No lo soy –repliqué–. Los americanos llevamos muchos años construyendo submarinos para todas las
naciones. Ojalá hubiéramos caído en la bancarrota, mi padre y yo, antes de haber creado ese monstruo
de Frankenstein.

Nos acercábamos al submarino a media velocidad, y casi pude distinguir los rasgos de los hombres
en cubierta. Un marinero se me acercó y deslizó algo duro y frío en mi mano. No tuve que mirar para
saber que era una pesada pistola.
–Cójala y úsela –fue todo lo que dijo.

Nuestra proa apuntaba directamente hacia el submarino cuando oí dar la orden a la sala de máquinas
de pasar a avante toda. Al instante me agarré con fuerza a la barandilla de bronce del grueso
remolcador inglés: íbamos a embestir las quinientas toneladas del submarino. Apenas pude reprimir un
viva. Al principio los boches no parecieron comprender cuál era nuestra intención. Evidentemente
pensaron que estaban siendo testigos de una exhibición de escasa marinería, y gritaron sus
advertencias para que el submarino redujera velocidad y lanzara el ancla a babor.
Estábamos a treinta metros de ellos cuando comprendieron la amenaza que implicaba nuestra
maniobra. Los artilleros estaban desprevenidos, pero saltaron a sus armas y enviaron un inútil
proyectil sobre nuestras cabezas. Nobs dio un salto y ladró furiosamente.

–¡A por ellos! –ordenó el capitán del remolcador, y al instante los revólveres y rifles descargaron una
lluvia de balas sobre la cubierta del sumergible. Dos de los artilleros cayeron; los otros apuntaron a la
línea de flotación del remolcador. Los que estaban en cubierta replicaron al fuego de nuestras
pequeñas armas, dirigiendo sus esfuerzos contra el hombre al timón.
Empujé rápidamente a la muchacha hacia el pasillo que conducía a la sala de máquinas, y luego alcé
mi pistola y disparé por primera vez a un boche. Lo que ocurrió en los siguientes segundos sucedió tan
rápidamente que los detalles se nublan en mi memoria. Vi al timonel abalanzarse sobre la rueda, y
hacerla girar para que el remolcador virara rápidamente de rumbo, y recuerdo que advertí que todos
nuestros esfuerzos iban a ser en vano, porque de todos los hombres a bordo, el destino había decretado
que éste fuera el primero en caer bajo una bala enemiga. Vi cómo la menguada tripulación del
submarino disparaba su pieza y sentí la sacudida del impacto y oí la fuerte explosión cuando el
proyectil estalló en nuestra proa.
Advertí todas estas cosas mientras saltaba a la cabina del piloto y agarraba la rueda del timón, a
horcajadas sobre el cadáver del timonel. Con todas mi fuerzas hice girar el timón a estribor, pero fue
demasiado tarde para desviar el propósito de nuestro capitán. Lo mejor que hice fue rozar contra el
costado del submarino. Oí a alguien gritar una orden en la sala de máquinas; el barco se estremeció de
pronto y tembló ante el súbito cambio de los motores, y nuestra velocidad se redujo rápidamente.
Entonces vi lo que aquel loco capitán había planeado desde que su primer intento saliera mal.
Con un alarido, saltó a la resbaladiza cubierta del submarino, y tras él lo hizo su encallecida
tripulación. Salí corriendo de la cabina del piloto y los seguí, para no quedarme atrás cuando hubiera
que enfrentarse a los boches. Desde la sala de máquinas llegaron el jefe de máquinas y los
maquinistas, y juntos saltamos tras el resto de la tripulación y nos enzarzamos en una pelea cuerpo a
cuerpo que cubrió la cubierta mojada de roja sangre. Nobs me siguió, silencioso ahora, y sombrío.
Los alemanes salían por la escotilla abierta para tomar parte en la batalla. Al principio las pistolas
dispararon entre las maldiciones de los hombres y las fuertes órdenes del comandante y sus oficiales;
pero poco después estábamos demasiado revueltos para que fuera seguro usar armas de fuego, y la
batalla se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo por dominar la cubierta.
El único objetivo de cada uno de nosotros era lanzar al agua al enemigo. Nunca olvidaré la horrible
expresión del rostro del gran prusiano con quien me enfrentó el destino. Bajó la cabeza y embistió
contra mí, mugiendo como un toro. Con un rápido paso lateral y agachándome bajo sus brazos
extendidos, lo eludí; y cuando se volvió para atacarme de nuevo, le descargué un golpe en la barbilla
que le hizo retroceder hasta el borde de la cubierta. Vi sus salvajes intentos por recuperar el equilibrio;
lo vi girar como un borracho durante un instante y luego, con un fuerte grito, caer al mar. En el mismo
momento un par de brazos gigantescos me rodearon por detrás y me alzaron en vilo. Pataleé y me
rebullí como pude, pero no podía volverme contra mi antagonista ni liberarme de su tenaz presa.
Implacablemente, me arrastraba hacia el costado del barco y la muerte. No había nada para enfrentarse
a él, pues cada uno de mis compañeros estaba más que ocupado enfrentándose a uno o hasta a tres
enemigos. Durante un instante temí por mi vida, y entonces vi algo que me llenó de un terror aún más
grande.
Mi boche me arrastraba hacia el costado del submarino contra el que todavía golpeteaba el
remolcador. El hecho de que fuera a ser aplastado entre los dos fue insignificante cuando vi a la
muchacha sola en la cubierta del remolcador, como vi la popa en el aire y la proa preparándose para la
última zambullida, como vi la muerte de la que no podría salvarla tirando de las faldas de la mujer
que, bien lo supe ahora, amaba.
Me quedaba tal vez una fracción de segundo de vida cuando oí un furioso gruñido tras nosotros,
mezclado con el grito de dolor y furia del gigante que me sujetaba. Al instante cayó a la cubierta, y al
hacerlo extendió los brazos para salvarse, liberándome. Caí pesadamente sobre él, pero me puse de pie
al instante. Al levantarme, dirigí una rápida mirada a mi oponente. Nunca más me amenazaría, ni a
nadie, pues las grandes mandíbulas de Nobs se habían cerrado sobre su garganta. Entonces salté hacia
el borde de la cubierta más cercana a la muchacha.

–¡Salte! –grité–. ¡Salte!

Y le extendí los brazos. Al instante, como confiando implícitamente en mi habilidad para salvarla,
saltó por la borda del remolcador al inclinado y resbaladizo costado del submarino. Me dispuse a
agarrarla. En ese mismo instante el remolcador apuntó su popa hacia el cielo y se perdió de vista. Mi
mano perdió la de la muchacha por una fracción de pulgada y la vi caer al mar; pero apenas había
tocado el agua cuando me lancé tras ella.
El remolcador hundido nos arrastró bajo la superficie, pero yo la había agarrado en el momento en
que golpeé el agua, y por eso nos hundimos juntos, y juntos subimos... a unos pocos metros del
submarino. Lo primero que oí fue a Nobs ladrando furiosamente; era evidente que me había perdido
de vista y me estaba buscando. Una sola mirada a la cubierta del navío me aseguró que la batalla había
terminado y que habíamos vencido, pues vi a nuestros supervivientes manteniendo encañonados a un
puñado de enemigos mientras uno de los tripulantes salía del interior del sumergible y se alineaba en
cubierta con los otros prisioneros.
Mientras nadaba con la muchacha hacia el submarino, los insistentes ladridos de Nobs llamaron la
atención de algunos miembros de la tripulación del remolcador, así que en cuanto llegamos al costado
había manos de sobra para ayudarnos a subir. Le pregunté a la muchacha si estaba herida, pero ella me
aseguró que esta segunda inmersión no había sido peor que la primera; tampoco parecía sufrir ningún
shock. Pronto iba yo a aprender que esta criatura esbelta y aparentemente delicada poseía el corazón y
el valor de un guerrero.
Cuando nos reunimos con nuestro grupo, encontré al contramaestre del remolcador comprobando a
los supervivientes. Quedábamos diez, sin incluir a la muchacha. Nuestro valiente capitán había caído,
igual que otros ocho hombres más. Éramos diecinueve y habíamos despachado de un modo u otro a
dieciséis alemanes y habíamos hecho nueve prisioneros, incluyendo al comandante. Su lugarteniente
había muerto.

–No ha sido un mal trabajo –dijo Bradley, el contramaestre, cuando completó su conteo–. Perder al
capitán es lo peor –añadió–. Era un buen hombre, un buen hombre.

Olson (quien a pesar de su nombre era irlandés, y a pesar de que no era escocés era el jefe de máquinas
del remolcador), se nos acercó a Bradley y a mí.

–Sí –reconoció–. No ha estado mal, pero ¿qué vamos a hacer ahora?


–Llevaremos al submarino al puerto inglés más cercano –contestó Bradley–, y luego iremos a tierra y
nos tomaremos unas cervezas –concluyó, riendo.
–¿Cómo vamos a dirigirlo? –preguntó Olson–. No podemos fiarnos de estos alemanes.

Bradley se rascó la cabeza.

–Supongo que tienes razón –admitió–. Y no sé nada de nada sobre submarinos.


–Yo sí –le aseguré–. Sé más sobre este submarino en concreto de lo que sabía el oficial que lo
capitaneaba.

Ambos hombres me miraron sorprendidos, y entonces tuve que explicarles otra vez lo que le había
explicado ya a la muchacha. Bradley y Olson se quedaron encantados. Inmediatamente me pusieron al
mando, y lo primero que hice fue bajar con Olson e inspeccionar la nave a conciencia en busca de
boches escondidos y maquinaria dañada. No había ningún alemán bajo cubierta, y todo estaba intacto
y en perfecto estado. Entonces ordené que todo el mundo bajara excepto un hombre que actuaría como
vigía. Tras interrogar a los alemanes, descubrí que todos excepto el comandante estaban dispuestos a
reemprender sus tareas y ayudarnos a llevar al navío a un puerto inglés. Creo que se sintieron aliviados
ante la perspectiva de ser retenidos en un cómodo campo de prisioneros inglés durante lo que quedara
de guerra en vez de enfrentarse a los peligros y privaciones que habían sufrido. El oficial, sin embargo,
me aseguró que nunca colaboraría en la captura de su barco.
No hubo, por tanto, otra cosa que hacer sino cargar al hombre de cadenas. Mientras nos
preparábamos para aplicar esta decisión por la fuerza, la muchacha bajó desde cubierta. Era la primera
vez que ella o el oficial alemán se veían desde que abordamos el submarino. Yo estaba ayudándola a
bajar la escalerilla y todavía la sostenía por el brazo (posiblemente después de que tal apoyo fuera
necesario), cuando ella se dio la vuelta y miró directamente al rostro del alemán. Cada uno de ellos
dejó escapar una súbita exclamación de sorpresa y desazón.

–¡Lys! –exclamó él, y dio un paso hacia ella.


Los ojos de la muchacha se abrieron como platos, y lentamente se llenaron de horror, mientras
retrocedía. Entonces su esbelta figura se enderezó como un soldado, y con la barbilla al aire y sin decir
palabra le dio la espalda al oficial.

–Lleváoslo –ordené a los dos hombres que lo custodiaban–, y cargadlo de cadenas.

Cuando el alemán se marchó, la muchacha me miró a los ojos.

–Es el alemán del que le hablé –dijo–. El barón von Schoenvorts.

Yo simplemente incliné la cabeza. ¡Ella lo había amado! Me pregunté si en el fondo de su corazón


no lo amaba todavía. De inmediato me volví insanamente celoso. Odié al barón Friedrich von
Schoenvorts con tanta intensidad que la emoción me embargó con una especie de exaltación.
Pero no tuve muchas oportunidades para regocijarme en mi odio entonces, pues casi inmediatamente
el vigía asomó la cabeza por la escotilla y gritó que había humo en el horizonte, ante nosotros. Al
punto subí a cubierta para investigar, y Bradley vino conmigo.

–Si son amigos, hablaremos con ellos –dijo–. Si no, los hundiremos... ¿eh, capitán?
–Sí, teniente –repliqué, y le tocó a él el turno de sonreír.

Izamos la bandera inglesa y permanecimos en cubierta. Le pedí a Bradley que bajara y asignara su
función a cada miembro de la tripulación, colocando a un inglés con pistola detrás de cada alemán.

–Avante a media velocidad –ordené.

Más rápidamente ahora, cubrimos la distancia que nos separaba del barco desconocido, hasta que
pude ver claramente la insignia roja de la marina mercante británica. Mi corazón se hinchó de orgullo
ante la idea de que los ingleses nos felicitarían por tan noble captura; y justo en ese momento el vapor
mercante debió avistarnos, pues viró súbitamente hacia el norte, y un momento más tarde densas
columnas de humo surgieron de sus chimeneas. Entonces, tras marcar un rumbo en zigzag, huyó de
nosotros como si tuviéramos la peste bubónica. Alteré el curso del submarino y me dispuse a
perseguirlos, pero el vapor era más rápido que nosotros, y pronto nos dejó dolorosamente atrás.
Con una sonrisa triste, ordené que se reemprendiera nuestro curso original, y una vez más nos
dirigimos a la alegre Inglaterra. Eso fue hace tres meses, y no hemos llegado todavía: ni es probable
que lo hagamos nunca. El vapor que acabábamos de avistar debió telegrafiar una advertencia, pues no
había pasado ni media hora cuando vimos más humo en el horizonte, y esta vez el barco llevaba la
bandera blanca de la Royal Navy, e iba armado. No viró al norte ni a ninguna otra parte, sino que se
dirigió hacia nosotros rápidamente. Estaba preparándome para hacerle señales cuando una llamarada
brotó en su proa, y un instante después el agua ante nosotros se elevó por la explosión de un proyectil.
Bradley había subido a cubierta y estaba a mi lado.

–Un disparo más, y nos alcanzará –dijo–. No parece darle mucho crédito a nuestra bandera.

Un segundo proyectil pasó sobre nosotros, y entonces di la orden de cambiar de dirección, indicando
al mismo tiempo a Bradley que bajara y diera la orden de sumergirnos. Le entregué a Nobs y al
seguirlo me encargué de cerrar y asegurar la escotilla. Me pareció que los tanques de inmersión nunca
se habían llenado más despacio. Oímos una fuerte explosión sobre nosotros; el navío se estremeció por
la onda expansiva que nos arrojó a todos a cubierta. Esperé sentir de un momento a otro el diluvio del
agua inundándonos, pero no sucedió nada. En cambio, continuamos sumergiéndonos hasta que el
manómetro registró cuarenta pies y entonces supe que estábamos a salvo. ¡A salvo! Casi sonreí. Había
relevado a Olson, que había permanecido en la torreta siguiendo mis indicaciones, pues había sido
miembro de uno de los primeros submarinos ingleses, y por tanto sabía algo del tema. Bradley estaba a
mi lado. Me miró, intrigado.

–¿Qué demonios vamos a hacer? –preguntó–. El barco mercante huye de nosotros; el de guerra nos
destruirá; ninguno de los dos creerá nuestros colores y nos dará una oportunidad para explicarnos.
Tendremos una recepción aún peor si nos asomamos a un puerto inglés: minas, redes y todo lo demás.
No podemos hacerlo.
–Intentémoslo de nuevo cuando ese barco haya perdido la pista –insté–. Tendrá que haber algún barco
que nos crea.

Y lo intentamos otra vez, pero estuvimos a punto de ser embestidos por un pesado carguero. Más
tarde nos disparó un destructor, y dos barcos mercantes se dieron la vuelta y huyeron al vernos
aproximarnos. Durante dos días recorrimos el Canal de un lado a otro intentando decirle a alguien que
quisiera escuchar que éramos amigos; pero nadie quería escucharnos. Después de nuestro encuentro
con el primer barco de guerra, di instrucciones para que enviaran un cable explicando nuestra
situación: pero para mi sorpresa descubrí que el emisor y el receptor habían desaparecido.

–Sólo hay un lugar al que pueden ir –me hizo saber von Schoenvorts–, y es Kiel. No podrá
desembarcar en ningún lugar en estas aguas. Si lo desea, los llevaré allí, y puedo prometer que serán
tratados bien.
–Hay otro lugar al que podemos ir –repliqué–, y allí iremos antes que a Alemania. Ese lugar es el
infierno.

Capítulo III

Aquellos fueron días ansiosos, donde apenas tuve oportunidad de relacionarme con Lys. Le había
asignado el camarote del capitán, Bradley y yo nos quedamos con el del oficial de cubierta, mientras
que Olson y dos de nuestros mejores hombres ocuparon el cuarto que normalmente se dedicaba a los
suboficiales. Hice que Nobs se alojara en la habitación de Lys, pues sabía que así ella se sentiría
menos sola.
No sucedió nada de importancia durante algún tiempo, mientras dejábamos atrás las aguas
británicas. Navegamos por la superficie, a buen ritmo. Los dos primeros barcos que avistamos
escaparon tan rápido como pudieron, y el tercero, un carguero, nos disparó, obligándonos a
sumergirnos. Después de esto comenzaron nuestros problemas. Uno de los motores de gasoil se
estropeó por la mañana, y mientras intentábamos repararlo el tanque de inmersión de la banda de
babor a proa empezó a llenarse.
Yo estaba en cubierta en ese momento y advertí la inclinación gradual. Comprendí de inmediato lo
que estaba ocurriendo, y salté a la escotilla y la cerré de golpe sobre mi cabeza y corrí a la sala central.
A estas alturas el navío se hundía por la proa con una desagradable inclinación a babor, y no esperé a
transmitirle las órdenes a nadie más, sino que corrí hasta la válvula que dejaba entrar el agua en el
tanque. Estaba abierta de par en par. Cerrarla y conectar la bomba de succión que lo vaciaría fue cosa
de un minuto, pero estuvimos cerca.
Sabía que esa válvula nunca se habría abierto sola. Alguien lo había hecho... alguien que estaba
dispuesto a morir si con eso conseguía la muerte de todos nosotros. Después de eso, mantuve a un
guardia alerta por todo el estrecho navío. Trabajamos en el motor todo ese día y esa noche y la mitad
del día siguiente.
La mayor parte del tiempo flotamos a la deriva en la superficie, pero hacia mediodía divisamos
humo al oeste, y tras haber descubierto que sólo teníamos enemigos en el mundo, ordené que pusieran
en marcha el otro motor para poder apartarnos del rumbo del vapor que se acercaba. Sin embargo, en
el momento en que el motor empezó a funcionar, hubo un rechinante sonido de acero torturado, y
cuando cesó, descubrimos que alguien había colocado un cortafrío en una de las marchas.
Pasaron otros dos días antes de que pudiéramos continuar renqueando, a medio reparar. La noche
antes de que las reparaciones estuvieran completas, el centinela vino a despertarme. Era un tipo
inteligente de clase media, en el que tenía mucha confianza.

–Bien, Wilson –pregunté–. ¿Qué pasa ahora? Él se llevó un dedo a los labios y se acercó a mí. –Creo
que he descubierto quién está haciendo los sabotajes –susurró, y señaló con la cabeza en dirección al
camarote de la muchacha–. La he visto salir de la sala de la tripulación ahora mismo –continuó–. Ha
estado dentro charlando con el capitán boche. Benson la vio allí anoche también, pero no dijo nada
hasta que me tocó la guardia a mí esta noche. Benson es un poco corto de entendederas, y nunca suma
dos y dos hasta que alguien le ha dicho que son cuatro.

Si el hombre hubiera venido y me hubiera abofeteado en la cara, no me habría sentido más


sorprendido.

–No le digas nada de esto a nadie –ordené–. Mantén los ojos y los oídos abiertos e infórmame de toda
cosa sospechosa que veas u oigas.

El hombre saludó y se marchó; pero durante una hora o más me agité, inquieto, en mi duro jergón,
lleno de celos y temor. Finalmente, me hundí en un sueño preocupado. Era de día cuando desperté.
Navegábamos lentamente sobre la superficie, pues mis órdenes eran avanzar a velocidad media hasta
que pudiéramos hacer una medición y determinar nuestra posición. El cielo había estado nublado todo
el día y la noche anterior; pero cuando salí a la torreta esa mañana, me complació ver que el sol
brillaba de nuevo. Los ánimos de los hombres parecían haber mejorado; todo parecía propicio. Olvidé
de inmediato los crueles recelos de la noche pasada y me puse a trabajar para hacer mis mediciones.
¡Qué golpe me esperaba! El sextante y el cronómetro estaban destruidos sin posibilidad de ser
reparados, y los habían roto esta misma noche. Los habían roto la noche que habían visto a Lys hablar
con von Schoenvorts. Creo que fue este último pensamiento lo que me hirió más. Podía mirar el otro
desastre a la cara con ecuanimidad: pero el hecho desnudo de que Lys pudiera ser una traidora me
escandalizaba. Llamé a Bradley y a Olson a cubierta y les conté lo que había sucedido, pero por mi
vida que no pude repetir lo que Wilson me había informado la noche anterior. De hecho, como había
reflexionado sobre el tema, me parecía increíble que la muchacha pudiera haber pasado a través de mi
habitación, donde dormíamos Bradley y yo, y luego hubiera entablado conversación en la sala de la
tripulación, donde estaba retenido von Schoenvorts, sin que la hubiera visto más que un solo hombre.

Bradley sacudió la cabeza.

–No lo comprendo –dijo–. Uno de los boches debe ser muy listo para jugárnosla de esta manera; pero
no nos han hecho tanto daño como creen: todavía tenemos los instrumentos de repuesto.

Ahora me tocó el turno a mí de sacudir tristemente la cabeza.

–No hay ningún instrumento de repuesto –les dije–. También desaparecieron, con el telégrafo.
Ambos hombres me miraron sorprendidos.

–Todavía tenemos la brújula y el sol –dijo Olson–. Puede que intenten cargarse la brújula alguna
noche, pero somos demasiados durante el día para que puedan eliminar el sol.

Fue entonces cuando uno de los hombres asomó la cabeza por la escotilla, me vio y pidió permiso
para subir a cubierta y aspirar una bocanada de aire fresco. Reconocí que era Benson, el hombre quien,
según había dicho Wilson, informó de haber visto a Lys con von Schoenvorts dos noches antes. Le
indiqué que subiera y luego lo llevé a un lado, y le pregunté si había visto algo extraño o fuera de lo
común durante su guardia la noche anterior. El hombre se rascó la cabeza.

–No –dijo, y entonces, como si se lo pensara mejor, me dijo que había visto a la muchacha en la sala
de la tripulación a eso de media noche hablando con el comandante alemán, pero que no le había
parecido que hubiera nada malo en ello, y por eso no dijo nada al respecto. Tras decirle que no dejara
de informarme si veía que pasaba cualquier cosa que se desviara lo más mínimo de la rutina del barco,
lo despedí.
Varios hombres más pidieron permiso para subir a cubierta, y pronto todos menos los que tenían
trabajo que hacer estaban arriba fumando y charlando, de buen humor. Me aproveché de la ausencia de
los hombres y bajé a tomar el desayuno, que el cocinero estaba preparando ya en el horno eléctrico.
Lys, seguida de Nobs, apareció cuando yo llegaba al puente.
–¡Buenos días! –dijo alegremente, y se reunió conmigo, pero me temo que yo le respondí de manera
bastante constreñida y hosca.
–¿Quiere desayunar conmigo? –le pregunté de sopetón, decidido a comenzar una investigación propia
siguiendo las líneas que exigía el deber.

Ella asintió, aceptando dulcemente mi invitación, y juntos nos sentamos ante la mesita del comedor
de oficiales. –¿Durmió bien anoche? –le pregunté.
–Toda la noche –respondió ella–. Tengo el sueño profundo. Sus modales eran tan directos y sinceros
que no pude creer en su duplicidad. Sin embargo, creyendo que iba a sorprenderla para que traicionara
su culpa, revelé:
–El cronómetro y el sextante fueron destruidos anoche. Hay un traidor entre nosotros.

Pero ella no movió ni un pelo que evidenciara un conocimiento culpable de la catástrofe.

–¿Quién puede haber sido? –exclamó–. Los alemanes estarían locos si lo hicieran, pues sus vidas
correrían tanto peligro como las nuestras.
–Los hombres a menudo se alegran de morir por un ideal... un ideal patriótico, tal vez –respondí–. Y
están dispuestos a convertirse en mártires, lo que incluye la disposición a sacrificar a otros, incluso a
aquellos que los aman. Las mujeres son igual, pero son capaces de ir más allá que los hombres... lo
sacrifican todo por amor, incluso el honor.

La observé con atención mientras hablaba, y me pareció detectar un leve sonrojo en su mejilla.
Viendo una oportunidad y una ventaja, decidí continuar.

–Pongamos el caso de von Schoenvorts, por ejemplo –dije–. Sin duda se alegraría de morir y llevarnos
a todos por delante si pudiera impedir que su barco cayera en manos enemigas. Sacrificaría a
cualquiera, incluso a usted. Y si usted lo ama todavía, bien podría ser su herramienta. ¿Me
comprende?

Ella me miró con los ojos espantados y llenos de consternación durante un momento, y luego se
puso muy blanca y se levantó de su asiento.

–Le comprendo –replicó, y tras darme la espalda salió rápidamente de la sala. Me dispuse a seguirla,
pues incluso creyendo lo que creía, lamentaba haberla herido.
Llegué a la puerta de la sala de la tripulación justo a tiempo de ver a von Schoenvorts inclinarse
hacia adelante y susurrarle algo mientras pasaba. Pero ella debió suponer que la estaban vigilando,
porque siguió de largo.
Esa tarde el tiempo cambió: el viento se convirtió en una galerna, y el mar se alzó hasta que el navío
empezó a agitarse y mecerse de manera aterradora. Casi todo el mundo a bordo se mareó; el aire
estaba cargado y opresivo. Durante veinticuatro horas no dejé mi puesto junto a la torreta, ya que tanto
Olson como Bradley estaban enfermos. Finalmente descubrí que debía descansar un poco, y busqué a
alguien que me relevara. Benson se ofreció voluntario. No se había mareado, y me aseguró que había
servido en tiempos con la Royal Navy, y que había servido en un submarino durante más de dos años.
Me alegré de que fuera él, pues confiaba bastante en su lealtad, y por eso bajé y me acosté,
sintiéndome seguro.
Dormí doce horas seguidas, y cuando desperté y descubrí lo que había hecho, no perdí tiempo y
regresé a la torre. Allí estaba Benson, sentado y despierto, y la brújula mostraba que nos habíamos
dirigido al oeste. La tormenta seguía su curso: no aplacó su furia hasta el cuarto día. Todos estábamos
exhaustos y anhelábamos poder subir a cubierta y llenar nuestros pulmones de aire fresco.
Durante cuatro días no vi a la muchacha, ya que ella permaneció en su habitación, y durante este
tiempo no hubo ningún incidente extraño, un hecho que parecía reforzar la telaraña de pruebas
circunstanciales en torno a ella.
Durante seis días después de que la tormenta remitiera tuvimos un tiempo bastante desapacible: el
sol no asomó ni una sola vez. Para tratarse de mediados de junio, la tormenta no era normal, pero
como soy del sur de California, estoy acostumbrado a los vaivenes del tiempo. De hecho, he
descubierto que, en todo el mundo, el clima inestable prevalece en todas las épocas del año.
Mantuvimos nuestro firme rumbo oeste, y puesto que el U-33 era uno de los sumergibles más
rápidos que habíamos fabricado jamás, supe que debíamos estar bastante cerca de la costa
norteamericana. Lo que más me sorprendía fue el hecho de que durante seis días no hubiéramos
avistado a un solo barco. Parecía curioso que pudiéramos cruzar el Atlántico casi de costa a costa sin
avistar humo o una vela, y por fin llegué a la conclusión de que nos habíamos desviado del rumbo,
pero no pude determinar si hacia el norte o hacia el sur.
Al séptimo día el mar amaneció comparativamente calmo. Había una leve neblina en el océano que
nos había impedido divisar las estrellas, pero todas las condiciones apuntaban a una mañana
despejada, y yo estaba en cubierta esperando ansiosamente a que saliera el sol. Tenía la mirada
clavada en la impenetrable niebla a proa, pues al este debería ver el primer atisbo del sol al amanecer
que pudiera indicarme que todavía seguíamos el rumbo adecuado. Gradualmente los cielos se
aclararon; pero a proa no pude ver ningún brillo más intenso que indicara la salida del sol detrás de la
niebla.
Bradley estaba a mi lado. Me tocó el brazo.

–Mire, capitán –dijo, y señaló al sur.

Miré y me quedé boquiabierto, pues directamente a babor vi el contorno rojizo del sol. Corrí a la
torre, miré la brújula. Mostraba que nos dirigíamos firmemente hacia el oeste. O bien el sol salía por el
sur, o habían manipulado la brújula. La conclusión era obvia.

Volví junto a Bradley y le dije lo que había descubierto.

–Y no podremos hacer otros quinientos nudos sin combustible –concluí–. Nuestras provisiones
empiezan a escasear, igual que el agua. Sólo Dios sabe hasta dónde hemos llegado.
–No hay nada que hacer –replicó él–, sino alterar nuestro curso una vez más hacia el oeste. Debemos
encontrar tierra pronto o estaremos perdidos.

Le dije que así lo hiciera, y luego me puse a trabajar improvisando un burdo sextante que al final nos
indicó nuestro paradero de manera burda e insatisfactoria, pues cuando terminé el trabajo, no supimos
cuan lejos de la verdad estaba el resultado. Nos mostró que estábamos 20’ norte y 30’ oeste... casi dos
mil quinientas millas desviados de nuestro rumbo. En resumen, si nuestros cálculos eran remotamente
correctos, debíamos de haber estado viajando hacia el sur durante seis días. Bradley no relevó a
Benson, pues habían dividido nuestros turnos de modo que éste último y Olson ahora se encargaban de
las noches, mientras que Bradley y yo alternábamos los días.
Interrogué a Olson y Benson sobre el asunto de la brújula. Pero cada uno de ellos mantuvo
firmemente que nadie la había tocado durante su turno de guardia. Benson me dirigió una mirada de
inteligencia, como diciendo:

–Bueno, usted y yo sabemos quién lo hizo.

Pero yo no podía creer que hubiera sido la muchacha.

Mantuvimos el rumbo durante varias horas, y entonces el grito del vigía anunció una vela. Ordené
alterar el curso del U-33 y nos acercamos al barco desconocido, pues yo había tomado una decisión
fruto de la necesidad. No podíamos quedarnos aquí en medio del Atlántico y morir de hambre si había
un medio de evitarlo. El velero nos vio cuando aún estábamos lejos, como quedó claro por sus intentos
de escapar. Sin embargo, apenas había viento, y su caso estaba perdido; así que cuando nos acercamos
y le indicamos que parase, quedó al pairo con las velas muertas. Nos acercamos. Era el Balmen de
Halsmstad, Suecia, con un cargamento general de Brasil para España.
Expliqué nuestras circunstancias a su capitán y pedí comida, agua y combustible, pero cuando
descubrió que no éramos alemanes, se puso muy furioso y molesto y empezó a retirarse. Yo no estaba
de humor para este tipo de cosas. Volviéndome hacia Bradley, que estaba en la torre, ordené:

–¡Artilleros a cubierta! ¡A sus puestos!

No habíamos tenido ninguna oportunidad para ensayar maniobras, pero cada hombre se situó en su
puesto, y los miembros alemanes de la tripulación comprendieron que para ellos era obediencia o
muerte, ya que cada uno iba acompañado por un hombre con una pistola. La mayoría de ellos, sin
embargo, se alegraron de obedecerme.
Bradley transmitió la orden y un momento después la tripulación subió la estrecha escalerilla y
apuntaron al lento velero sueco.

–Disparad una andanada contra su proa –instruí al capitán artillero.

Créanme, el sueco no tardó mucho en ver su error e izar el estandarte rojo y blanco que significa
«comprendo». Una vez más las velas colgaron flácidas, y entonces le ordené que arriara un bote y
viniera a recogerme. Abordé el barco con Olson y un par de ingleses, y seleccioné de su carga mento lo
que necesitábamos: combustible, provisiones y agua. Le di al capitán del Balmen una lista de lo que
nos llevamos, junto con una declaración firmada por Bradley, Olson y yo mismo, declarando
brevemente cómo habíamos tomado posesión del U-33 y la urgencia de nuestra necesidad por lo que
nos llevábamos. Dirigimos ambas misivas a cualquier agente británico con la petición de que pagaran
a los propietarios del Balmen, pero si lo han hecho o no, no lo sé. 1
Con agua, comida y combustible, sentimos que habíamos obtenido una nueva oportunidad en la
vida. Ahora también sabíamos definitivamente dónde estábamos, y decidí dirigirnos a Georgetown,
Guinea Británica... pero estaba destinado a sufrir otra amarga decepción.
Seis de los miembros de la tripulación habían subido a cubierta para atender el cañón o abordar el
velero suizo durante nuestro encuentro, y ahora, uno a uno, fuimos descendiendo la escalerilla. Fui el
último en bajar, y cuando llegué al pie, me encontré mirando la boca de una pistola que el barón
Friedrich von Schoenvorts tenía en la mano. Vi a todos mis hombres alineados a un lado, con los ocho
alemanes restantes vigilándolos.

1
A finales de julio de 1916, un artículo en las noticia marítimas mencionaba a un velero sueco el
Balmen, con rumbo de Río de Janeiro a Barcelona, hundido por un barco alemán en junio. En las
islas de Cabo Verde fue recogido un único superviviente en una barca, moribundo. Expiró sin dar
ningún detalle.
No pude imaginar cómo había sucedido, pero así había sido. Más tarde me enteraría de que habían
asaltado a Benson, que dormía en su camastro, y le habían quitado la pistola, y luego encontraron la
manera de desarmar al cocinero y a los otros dos ingleses restantes. Después de eso, fue
comparativamente sencillo esperar al pie de la escalera para ir deteniendo a cada individuo a medida
que iban bajando.
Lo primero que hizo von Schoenvorts fue mandarme llamar y anunciar que como pirata sería
fusilado a primera hora de la mañana. Entonces explicó que el U-33 surcaría estas aguas durante algún
tiempo, hundiendo barcos neutrales y enemigos indiscriminadamente, y buscando a uno de los
incursores alemanes que supuestamente estaban en esta zona.
No me fusiló a la mañana siguiente como había prometido, y nunca me quedó demasiado claro por
qué pospuso la ejecución de mi sentencia. En cambio, me encadenó como lo habíamos encadenado a
él, luego echó a Bradley de mi habitación y la tomó para sí.
Navegamos durante mucho tiempo, hundiendo muchos barcos, todos menos uno por medio de
torpedos, pero no nos encontramos con ningún incursor alemán. Me sorprendió advertir que von
Schoenvorts permitía a menudo a Benson que tomara el mando, pero comprendí que Benson parecía
saber más del trabajo de un comandante de submarino que cualquiera de los estúpidos alemanes.
Una o dos veces Lys pasó por mi lado, pero en su mayor parte se mantuvo encerrada en su camarote.
La primera vez vaciló, como si quisiera hablar conmigo; pero yo no levanté la cabeza, y al final pasó
de largo. Un día llegó la noticia de que íbamos a rodear el cabo de Hornos y que a von Schoenvorts se
le había metido en la cabeza surcar la costa del Pacífico de Norteamérica y atacar a los barcos
mercantes.

–Les haré sentir el temor de Dios y del Kaiser –dijo.

El mismo día en que entramos en el Pacífico Sur tuvimos una aventura. Resultó ser la aventura más
excitante que he conocido jamás. A unas ocho campanadas de la guardia de la tarde oí un grito en
cubierta, y poco después los pasos de toda la tripulación, por la cantidad de ruido que oí en la
escalerilla. Alguien le gritó a los que todavía no habían llegado a cubierta:

–¡Es el incursor, el incursor alemán Geier!

Vi que habíamos llegado al final del camino. Abajo todo era silencio: no quedaba nadie. Una puerta
se abrió al fondo del estrecho pasillo, y al momento Nobs vino trotando hacia mí. Me lamió la cara y
se tumbó de espaldas, buscándome con sus grandes y torpes patas. Entonces oí otros pasos que se
acercaban. Sabía a quién pertenecían, y alcé la cabeza. La muchacha venía casi a la carrera. Me
alcanzó inmediatamente.

–¡Tome! –exclamó–. ¡Rápido!

Y me puso algo en la mano. Era una llave: la llave de mis cadenas. A mi lado también colocó una
pistola, y luego corrió a la central. Mientras pasaba junto a mí, vi que también llevaba una pistola. No
tardé mucho en liberarme, y corrí a su lado.

–¿Cómo puedo agradecérselo? –empecé a decir, pero ella me hizo callar.


–No me dé las gracias –dijo fríamente–. No quiero oír su agradecimiento ni nada más de su parte. No
se quede ahí mirándome. Le he dado una oportunidad de hacer algo... ¡ahora hágalo!

Lo último fue una orden perentoria que me hizo dar un respingo. Al alzar la cabeza, vi que la torre
estaba vacía, y no perdí el tiempo y subí y miré a mi alrededor. A unos cien metros se encontraba un
pequeño y rápido barco incursor, y en él ondeaba la bandera de guerra alemana. Acababan de arriar un
bote, y pude ver que se dirigía hacia nosotros lleno de oficiales y hombres.

El crucero estaba quieto.


–Vaya –pensé–, qué delicioso blanco...

Dejé incluso de pensar, sorprendido y alarmado por la osadía de la imagen. La chica estaba debajo
de mí. La miré con tristeza. ¿Podía confiar en ella? ¿Por qué me había liberado en este momento?
¡Debo hacerlo! ¡Debo hacerlo! No había otro modo. Volví abajo.

–Pídale a Olson que baje aquí, por favor –le dije–, y no deje que la vea nadie.

Ella me miró con una expresión de aturdimiento en el rostro durante una brevísima fracción de
segundo, y entonces se volvió y subió la escalerilla. Un momento después Olson regresó, seguido por
la muchacha.

–¡Rápido! –le susurré al grandullón irlandés, y me dirigí al compartimento de proa donde estaban los
torpedos.

La muchacha nos acompañó, y cuando vio lo que yo tenía en mente, avanzó y echó una mano para
cargar el gran cilindro de muerte y destrucción en la boca de su tubo. Con grasa y fuerza bruta
metimos el torpedo en su hueco y cerramos el tubo; entonces corrí hacia la torre, rezando para que el
U-33 no hubiera variado de posición con respecto a la presa. ¡No, gracias a Dios!

Nunca podría haber un blanco más fácil. Señalé a Olson:

–¡Suéltalo!

El U-33 tembló de proa a popa cuando el torpedo salió disparado de su tubo. Vi la estela blanca
saltar de la proa hacia el crucero enemigo. Un coro de roncos gritos surgió de la cubierta de nuestro
propio navío: Vi a los oficiales erguirse de pronto en el bote que se acercaba a nosotros, y oí gritos y
maldiciones en el otro barco. Entonces volví mi atención a mis propios asuntos. La mayoría de los
hombres en la cubierta del submarino permanecían paralizados, contemplando fascinados el torpedo.
Bradley estaba mirando hacia la torre y me vio. Salté a cubierta y corrí hacia él.

–¡Rápido! –susurré–. Debemos vencerlos mientras están aturdidos.

Cerca de Bradley había un alemán, justo delante de él. El inglés golpeó al tipo con fuerza en el
cuello y al mismo tiempo le quitó la pistola de la funda. Von Schoenvorts se había recuperado
rápidamente de la sorpresa inicial y se había vuelto hacia la escotilla principal para investigar. Lo
apunté con mi revolver, y en el mismo momento en que el torpedo alcanzó al incursor, la terrible
explosión ahogó la orden que el alemán daba a sus hombres.
Bradley corría ahora de uno de nuestros hombres a otro, y aunque algunos de los alemanes lo vieron
y oyeron, parecían demasiado aturdidos para reaccionar.
Olson estaba abajo, así que éramos nueve contra ocho alemanes, pues el hombre al que Bradley
había golpeado estaba todavía en el suelo de cubierta. Sólo dos de nosotros estábamos armados, pero
los boches parecían haberse quedado sin ánimos, y pusieron poca resistencia. Von Schoenvorts fue el
peor: estaba frenético, lleno de furia y frustración, y me atacó como un toro salvaje, descargando
mientras lo hacía su pistola. Si se hubiera detenido a apuntar, me podría haber alcanzado; pero su
frenesí era tal que ni una sola bala me rozó, y entonces nos enzarzamos en un cuerpo a cuerpo y
caímos a cubierta. Dos de mis hombres recogieron rápidamente las dos pistolas caídas. El barón no era
rival para mí en este encuentro, y pronto lo tuve desplomado en cubierta, casi sin vida.
Media hora más tarde las cosas se habían apaciguado, y todo estaba casi igual que antes de que los
prisioneros se hubieran rebelado, sólo que ahora vigilábamos mucho más de cerca a von Schoenvorts.
El Geier se había hundido mientras nosotros todavía peleábamos en cubierta. Nos retiramos hacia el
norte, dejando a los supervivientes a la atención del bote que se acercaba a nosotros cuando Olson
disparó el torpedo. Supongo que los pobres diablos nunca llegaron a tierra, y si lo hicieron,
probablemente perecieron en aquella costa inhóspita y fría, pero no podía hacerles sitio en el U-33.
Teníamos todos los alemanes de los que podíamos ocuparnos.
Lys apareció, envuelta su esbelta figura en una gruesa manta, y cuando me acerqué a ella, casi se dio
la vuelta para ver quién era. Cuando me reconoció, se giró inmediatamente.

–Quiero darle las gracias –dije–, por su valentía y su lealtad... Estuvo usted magnífica. Lamento que
tuviera usted razones antes para pensar que dudé de usted.
–Dudó usted de mí –repitió ella con voz átona–. Prácticamente me acusó de ayudar al barón von
Schoenvorts. Nunca podré perdonárselo.

Había una frialdad total en sus palabras y su tono.

–No pude creerlo –dije–, pero dos de mis hombres informaron que la habían visto conversar con von
Schoenvorts de noche, en dos ocasiones distintas... y después de cada una de ellas encontramos actos
de sabotaje. No quería dudar de usted, pero mi responsabilidad son las vidas de estos hombres, y la
seguridad del barco, y su vida y la mía. Tuve que vigilarla, y ponerla en guardia contra cualquier
repetición de su locura.

Ella me miró con aquellos grandes ojos suyos, muy redondos y espantados.

–¿Quién le dijo que hablé con el barón von Schoenvorts, de noche o en cualquier otro momento? –
preguntó.
–No puedo decírselo, Lys –respondí–, pero me vino por dos fuentes distintas.
–Entonces dos hombres han mentido –aseguró ella sin apasionamiento–. No he hablado con el barón
von Schoenvorts más que en su presencia cuando subimos a bordo del U-33. Y por favor, cuando se
dirija a mí, acuérdese que excepto para mis íntimos soy la señorita La Rué.

¿Les han golpeado alguna vez en la cara cuando menos se lo esperaban? ¿No? Bueno, entonces no
saben cómo me sentí en ese momento. Pude sentir el rojo calor que ruborizaba mi cuello, mis mejillas,
mis orejas, hasta el cuero cabelludo. Y eso me hizo amarla aún más, me hizo jurar por dentro un millar
de solemnes promesas de que ganaría su amor.

Capítulo IV

Durante varios días seguimos el mismo rumbo. Cada mañana, con mi burdo sextante, calculaba
nuestra posición, pero los resultados eran siempre muy insatisfactorios. Siempre mostraban un
considerable desvío al oeste cuando yo sabía que habíamos estado navegando hacia el norte. Eché la
culpa a mi burdo instrumento, y continué.

Una tarde, la muchacha se me acercó.

–Perdóneme –dijo–, pero si yo fuera usted, vigilaría a ese tal Benson... sobre todo cuando está al
cargo.

Le pregunté qué quería decir, pensando que podía ver la influencia de von Schoenvorts levantando
sospechas contra uno de mis hombres de más confianza.

–Si anota el curso del barco media hora después de que Benson entre de guardia –dijo ella–, sabrá lo
que quiero decir, y comprenderá por qué prefiere las guardias nocturnas. Posiblemente, también,
comprenderá algunas otras cosas que han sucedido a bordo.

Entonces volvió a su camarote, dando fin a nuestra conversación. Esperé media hora después de que
Benson entrara de guardia, y luego subí a cubierta, pasando junto a la timonera blindada donde estaba
Benson, y miré la brújula. Mostraba que nuestro rumbo era noroeste, es decir, un punto al oeste del
norte, que era lo adecuado para nuestra posición asumida. Me sentí muy aliviado al descubrir que no
sucedía nada malo, pues las palabras de la muchacha me habían causado una considerable aprensión.
Estaba a punto de regresar a mi camarote cuando se me ocurrió una idea que de nuevo me hizo
cambiar de opinión... y que, incidentalmente, casi se convirtió en mi sentencia de muerte.
Cuando dejé la timonera hacía poco más de media hora, el mar golpeaba a babor, y me pareció
improbable que en tan corto espacio de tiempo la marea pudiera estar golpeándonos desde el otro lado
del barco. Los vientos pueden cambiar rápidamente, pero no la marejada. Sólo había una solución:
desde que dejé la timonera, nuestro curso había sido alterado unos ocho puntos. Tras volverme
rápidamente, subí a la torre. Una sola mirada al cielo confirmó mis sospechas: las constelaciones que
deberían de haber estado delante estaban directamente a estribor. Navegábamos hacia el oeste.
Me quedé allí un instante más para comprobar mis cálculos. Quería estar seguro del todo antes de
acusar a Benson de traición, y lo único que estuve a punto de conseguir fue la muerte. No comprendo
cómo escapé de ella. Estaba de pie en el filo de la timonera, cuando una pesada palma me golpeó entre
los hombros y me lanzó al espacio. La caída a la cubierta triangular de la timonera podría haberme
roto una pierna, o haber hecho que cayera al agua, pero el destino estaba de mi parte, y sólo acabé con
leves magulladuras. Cuando me puse en pie, oí cerrarse la compuerta. Hay una escalerilla que va de la
cubierta a lo alto de la torreta. La subí lo más rápido que pude, pero Benson la cerró antes de que
llegara.
Me quedé allí un instante, lleno de aturdida consternación. ¿Qué pretendía aquel tipo? ¿Qué estaba
sucediendo abajo? Si Benson era un traidor, ¿cómo podía yo saber que no había otros traidores entre
nosotros? Me maldije a mí mismo por mi estupidez al subir a cubierta, y entonces esta idea sugirió
otra, una idea horrible: ¿quién era realmente responsable de que yo estuviera allí?
Pensando en llamar la atención a los que estaban dentro del submarino, bajé de nuevo la escalerilla y
llegué a la pequeña cubierta sólo para encontrar que las compuertas de la torre estaban cerradas, y
entonces apoyé la espalda contra la torre y me maldije por ser un idiota crédulo.
Miré hacia proa. El mar parecía estar encrespándose, pues cada ola ahora barría completamente la
cubierta inferior. Las observé durante un instante, y entonces un súbito escalofrío recorrió todo mi ser.
No era el frío de la ropa mojada, ni las gotas de agua que empapaban mi rostro: no, era el frío de la
mano de la muerte sobre mi corazón. En un instante había girado la última esquina de la carretera de la
vida y estaba mirando a la cara a Dios Todopoderoso... ¡el submarino se sumergía lentamente!
Sería difícil, incluso imposible, ser capaz de escribir mis sensaciones en ese momento. Todo lo que
puedo recordar en concreto es que me eché a reír, ni por valentía ni por histeria. Y quise fumar. ¡Dios,
cómo quise fumar! Pero eso estaba fuera de toda cuestión.
Vi el agua subir hasta que la pequeña cubierta en la que yo estaba quedó barrida, y entonces me subí
una vez más a lo alto de la timonera. Por la lentitud del barco en sumergirse supe que Benson estaba
realizando la maniobra solo: estaba permitiendo simplemente que los tanques de inmersión se llenaran
y que los timones de inmersión no estuvieran en uso. El latido de las turbinas cesó, y en su auxilio
llegó la firme vibración de los motores eléctricos. ¡El agua estaba a la mitad de la timonera! Podría
estar quizás unos cinco minutos más en la cubierta. Traté de decidir qué hacer después de que el agua
me barriera. ¿Debería nadar hasta que el cansancio pudiera conmigo, o debería renunciar y terminar la
agonía con el primer asalto?
Desde abajo llegaron dos sonidos ahogados. Parecieron disparos. ¿Se había encontrado Benson con
algún tipo de resistencia? Para mí aquello significaría muy poco, pues aunque mis hombres pudieran
vencer al enemigo, ninguno sabría de mi situación hasta que ya fuera demasiado tarde para rescatarme.
La parte superior de la timonera estaba ya cubierta. Me agarré al mástil del telégrafo, mientras las
grandes olas saltaban y a veces me cubrían por completo.
Supe que el fin estaba cerca y, casi involuntariamente, hice lo que no había hecho desde la infancia:
recé. Después de eso me sentí mejor. Me agarré y esperé, pero el agua no siguió subiendo.
En cambio, retrocedió. Ahora la parte superior de la torreta recibía solo las crestas de las olas más
altas; ¡y la pequeña cubierta triangular de abajo se hizo visible! ¿Qué había sucedido dentro? ¿Creía
Benson que ya me había eliminado, y emergía por eso, o había sido derrotado junto con sus aliados?
El suspense fue más agotador que lo que yo había soportado mientras esperaba el desenlace. Al
instante la cubierta principal quedó a vista, y entonces la torreta se abrió detrás de mí, y me volví y vi
el ansioso rostro de Bradley. Una expresión de alivio se dibujó en sus rasgos.
–¡Gracias a Dios, hombre! –fue todo lo que dijo, mientras extendía la mano y me arrastraba hasta la
torre. Me sentía helado y aturdido y agotado.

Unos pocos minutos más y habría sido mi final, estoy seguro, pero el calor del interior del submarino
ayudó a revivirme, auxiliado e impulsado por el brandy que Bradley me hizo tragar y que casi me
quema la garganta. Ese brandy habría revivido a un cadáver.
Cuando bajé al puente, vi a los alemanes en fila, encañonados por un par de mis hombres. Von
Schoenvorts estaba entre ellos. En el suelo yacía Benson, gimiendo, y más allá se encontraba de pie la
muchacha, con un revólver en la mano. Miré en derredor, atónito.

–¿Qué ha pasado aquí abajo? –pregunté–. ¡Díganmelo!


–Ya ve el resultado, señor –respondió Bradley–. Podría haber sido muy distinto si no fuera por la
señorita La Rué. Todos estábamos dormidos. Benson había relevado la primera guardia de la noche,
no había nadie para vigilarlo... nadie más que la señorita La Rué. Sintió que el barco se sumergía y
salió de su camarote para investigar. Justo a tiempo para ver a Benson en los timones de inmersión.
Cuando él la vio, alzó su pistola y le disparó, pero falló y ella le disparó... y no falló. Los dos disparos
despertaron a todo el mundo, y como nuestros hombres estaban armados, el resultado fue inevitable
como puede ver; pero habría sido muy diferente de no ser por la señorita La Rué. Fue ella quien cerró
los tanques y nos alertó a Olson y a mí, para que pusiéramos en marcha las bombas para vaciarlos.
¡Y yo que había llegado a pensar que con sus maquinaciones me había atraído a cubierta y a la
muerte! Me habría puesto de rodillas para pedirle perdón, o al menos lo habría hecho si no hubiera
sido anglosajón. Sólo pude quitarme la gorra empapada e inclinar la cabeza y murmurar mi
agradecimiento. Ella no respondió: solamente se dio la vuelta y regresó rápidamente a su camarote.
¿Pude oír bien? ¿Fue realmente un sollozo lo que llegó flotando por el estrecho pasillo del U-33?
Benson murió esa noche. Permaneció desafiante casi hasta el final, pero justo antes de morir, me
mandó llamar, y me incliné junto a él para oír sus débiles susurros.

–Lo hice solo –dijo–. Lo hice porque los odio... odio a todos los de su clase. Me expulsaron de su
muelle en Santa Mónica. Me expulsaron de California. Soy sindicalista. Me convertí en agente
alemán... no porque me gustaran, pues también los odio, sino porque quería hacer daño a los
americanos, a quienes odio aún más. Lancé el aparato transmisor por la borda. Destruí el cronómetro y
el sextante. Ideé un plan para desviar la brújula a mi antojo. Le dije a Wilson que había visto a la
muchacha hablar con von Schoenvorts, e hice creer al pobre diablo que la había visto haciendo lo
mismo. Lo siento... siento que mis planes fracasaran. Los odio.
Sobrevivió media hora. No volvió a hablar en voz alta, pero unos pocos segundos antes de ir a
reunirse con su Hacedor, sus labios se movieron en un débil susurro. Y cuando me acerqué para captar
sus palabras, ¿qué creen que oí?

–Ahora... me... voy a... dormir.

Eso fue todo. Benson había muerto. Lanzamos su cuerpo por la borda.

El viento de esa noche provocó un tiempo muy desapacible con un montón de nubes negras que
duraron varios días. No sabíamos qué rumbo habíamos seguido, y no había manera de averiguarlo, ya
que no podíamos seguir fiándonos de la brújula, pues no sabíamos qué le había hecho Benson. En
resumen, navegamos sin rumbo hasta que volvió a salir el sol. Nunca olvidaré ese día ni sus sorpresas.
Dedujimos, o más bien intuimos, que estábamos en algún lugar en aguas de Perú. El viento, que había
estado soplando con fuerza desde levante, viró de pronto a sur, y poco después sentimos frío.
–¡Perú! –rezongó Olson–. ¿Cuándo ha habido icebergs cerca de Perú?

¡Icebergs!

–¡De icebergs nada! –exclamó uno de los ingleses–. Venga ya, hombre, no los hay al norte del
meridiano catorce en estas aguas.
–Entonces –replicó Olson–, estamos al sur del catorce.

Pensamos que estaba loco, pero no lo estaba, y esa tarde avistamos un gran iceberg al sur, y eso que
nos habíamos estado dirigiendo al norte durante días, según creíamos. Puedo decirles que nos sentimos
muy desanimados, pero sentimos un leve destello de esperanza cuando a primeras horas de la mañana
siguiente el vigía gritó por la escotilla abierta:

–¡Tierra! ¡Tierra a oeste noroeste!

Creo que todos nos sentimos enfermos al avistar tierra. Sé que ese fue mi caso, pero mi interés se
disipó rápidamente por la súbita enfermedad de tres de los alemanes. Casi de manera simultánea
comenzaron a vomitar. No pudieron sugerir ninguna explicación. Les pregunté qué habían comido, y
descubrí que no habían comido más que la comida que comíamos todos.

–¿Habéis bebido algo? –pregunté, pues sabía que a bordo había licor, y medicinas en el mismo
armario.
–Sólo agua –gimió uno de ellos–. Todos bebimos agua juntos esta mañana. Abrimos un tanque nuevo.
Tal vez fue el agua.

Di comienzo a una investigación que reveló algo terrible: alguien, probablemente Benson, había
envenenado toda el agua potable del barco. Pero podría haber sido peor, si no hubiera habido tierra a la
vista. La visión de tierra nos llenó de renovadas esperanzas.
Nuestro rumbo había sido alterado, y nos acercábamos rápidamente hacia lo que parecía ser un
macizo rocoso donde unos acantilados se alzaban perpendicularmente del mar, hasta perderse en la
bruma que nos rodeaba mientras nos acercábamos. La tierra que teníamos delante podría haber sido un
continente, tan poderosa parecía la costa; sin embargo sabíamos que debíamos estar a miles de
kilómetros de las tierras más cercanas, Nueva Zelanda o Australia.
Calculamos nuestra situación con nuestros burdos e inadecuados instrumentos; estudiamos los
mapas, nos devanamos los sesos, y por fin fue Bradley quien sugirió una solución. Estaba en la
timonera observando la brújula, sobre la cual llamó mi atención. La aguja apuntaba directamente hacia
tierra. Bradley giró el timón a estribor. Noté que el U-33 respondía, y sin embargo la flecha seguía
apuntando hacia los distantes arrecifes.
–¿Qué conclusión sacas? –le pregunté.
–¿Ha oído hablar alguna vez de Caproni?
–¿No fue un navegante italiano?
–Sí, siguió a Cook hacia 1721. Apenas lo mencionan los historiadores contemporáneos suyos:
probablemente porque se metió en líos a su regreso a Italia. Se puso de moda despreciar sus
descubrimientos, pero recuerdo haber leído una de sus obras, la única creo, donde describe un nuevo
continente en los mares del sur, un continente compuesto de «un extraño metal» que atraía la brújula;
una costa rocosa, inhospitalaria, sin playa ni bahías, que se extendía durante cientos de millas. No
pudo desembarcar, ni vio signos de vida en los días en que circunnavegó la costa. Llamó al lugar
Caprona y se marchó. Creo, señor, que lo que estamos contemplando es la costa de Caprona,
inexplorada y olvidada durante doscientos años.
–Si tienes razón, eso podría explicar parte de la desviación de la brújula durante los dos últimos días –
sugerí–. Caprona nos ha estado atrayendo a sus mortales rocas. Bien, aceptaremos su desafío.
Desembarcaremos en Caprona. A lo largo de ese extenso frente debe de haber algún punto vulnerable.
Lo encontraremos, Bradley, pues nos vemos obligados a ello. Tenemos que encontrar agua en
Caprona, o moriremos.

***

Y así nos aproximamos a la costa en la que nunca se había posado ningún ojo vivo. Los altos
acantilados se alzaban de las profundidades del océano, veteados de líquenes y mohos marrones y
azules y verdes y el verdigrís del cobre, y por todas partes el ocre rojizo de las piritas de hierro. Las
cimas de los acantilados, aunque entrecortadas, eran de una altura uniforme como para sugerir los
límites de una gran altiplanicie, y de vez en cuando veíamos atisbos de verdor en lo alto del escarpado
rocoso, como si arbustos o jungla hubieran sido empujados por una lujuriosa vegetación de tierra
adentro para indicar a un mundo invisible que Caprona vivía y disfrutaba de la vida más allá de su
austera y repelente costa.
Pero las metáforas, por poéticas que sean, nunca han saciado una garganta seca. Para disfrutar de las
románticas sugerencias de Caprona teníamos que tener agua, y por eso nos acercamos, sondeando
siempre, y bordeamos la costa. Por cerca que nos atrevíamos a navegar, encontramos profundidades
insondables, y siempre la misma costa irregular de acantilados pelados. A medida que la oscuridad se
fue volviendo más amenazante, nos retiramos y anclamos mar adentro esa noche. Todavía no
habíamos empezado a sufrir realmente por la falta de agua, pero yo sabía bien que no pasaría mucho
tiempo hasta que lo hiciéramos, y por eso con las primeras luces del alba me puse de nuevo en marcha
y emprendí una vez más la desesperada exploración de la impresionante costa.
Hacia mediodía descubrimos una playa, la primera que veíamos. Era una estrecha franja de arena en
la base de una parte del acantilado que parecía más bajo de los que habíamos oteado con anterioridad.
En su pie, medio enterrados en la arena, había grandes peñascos, muda evidencia de que en eras
remotas alguna poderosa fuerza natural había desmoronado la barrera de Caprona en este punto. Fue
Bradley quien llamó primero nuestra atención hacia un extraño objeto que yacía entre los peñascos
sobre las olas.

–Parece un hombre –dijo, y me pasó su catalejo.

Miré larga y cuidadosamente y podría haber jurado que la cosa que veía era la figura tendida de un
hombre. La señorita La Rué estaba en cubierta con nosotros. Me di la vuelta y le pedí que bajara. Sin
decir una palabra, ella hizo lo que le ordenaba. Entonces me desnudé, y al hacerlo Nobs me miró,
intrigado. En casa estaba acostumbrado a nadar conmigo, y evidentemente no lo había olvidado.

–¿Qué va a hacer, señor? –preguntó Olson.


–Voy a ver qué es esa cosa de la orilla –repliqué–. Si es un hombre, eso significa que Caprona está
habitado, o puede que sólo signifique que otros pobres diablos naufragaron aquí. Por las ropas, podría
decir que se acerca más a la verdad.
–¿Y los tiburones? –preguntó Olson–. Sin duda debería llevar un cuchillo.
–Tome, señor –exclamó uno de los hombres.
Me ofreció una hoja larga y delgada, que podría llevar entre los dientes, y por eso la acepté
alegremente.

–No se alejen –le dije a Bradley, y entonces me zambullí y nadé hacia la estrecha orilla. Hubo otra
salpicadura de agua justo detrás de mí, y al volver la cabeza vi al fiel y viejo Nobs nadando
valientemente tras mi estela.

El oleaje no era fuerte, y no había corrientes subacuáticas, así que llegamos a la orilla fácilmente, y
arribamos sin más problemas. La playa estaba compuesta sobre todo de pequeñas piedras gastadas por
la acción del agua. Había poca arena, aunque desde la cubierta del U-33 la playa había parecido ser
toda de arena, y no vi ninguna evidencia de moluscos o crustáceos como son comunes en todas las
playas que he conocido. Lo atribuyo a la pequeñez de la playa, a la enorme profundidad de las aguas
que la rodean y la gran distancia a la que está Caprona de su vecino más cercano.
Mientras Nobs y yo nos acercábamos a la figura tendida en la playa mi nariz me indicó que aquella
cosa había sido en su momento algo orgánico y vivo, pero que llevaba bastante tiempo muerta. Nobs
se detuvo, olisqueó y gruñó. Poco más tarde se sentó sobre sus cuartos traseros, alzó el hocico al cielo
y dejó escapar un aullido lastimero. Yo le tiré una piedrecita y le hice callar, su increíble ruido me
ponía nervioso.
Cuando me acerqué lo suficiente a la cosa, no pude ver todavía si había sido hombre o bestia. El
cadáver estaba hinchado y descompuesto en parte. No había rastro de ropas. Un pelo fino y marrón
cubría el pecho y el abdomen, y la cara, las palmas de las manos, los pies, los hombros y la espalda
eran prácticamente lampiños. La criatura debió tener la altura de un hombre grande: sus rasgos eran
bastantes similares a los de un hombre, ¿pero había sido un hombre?
No podía decirlo, pues se parecía más a un mono de lo que se parecía a un hombre. Los grandes
dedos de los pies asomaban lateralmente, como los de los pueblos semiarbóreos de Borneo, las
Filipinas y otras regiones remotas donde todavía persisten tipos inferiores. El contorno podría haber
sido un cruce entre pitecantropus, el hombre de Java y una hija de la raza Piltdown del Sussex
prehistórico. Junto al cadáver había un garrote de madera.
Esto me hizo pensar. No había madera de ningún tipo a la vista. No había nada en la playa que
sugiriera que se trataba de un náufrago. No había nada en el cuerpo que sugiriera que podría haber
conocido en vida alguna experiencia marítima. Era el cuerpo de un tipo bajo de hombre o de un tipo
elevado de bestia. En ningún caso habría sido una raza marinera. Por tanto deduje que se trataba de un
nativo de Caprona, que vivía tierra adentro, y que se había caído o había sido empujado desde lo alto
de los acantilados. Si ese era el caso, Caprona era habitable por el hombre, aunque no estuviera
habitada, ¿pero cómo llegar al interior habitable? Esa era la cuestión. Una inspección más cercana a
los acantilados que desde la cubierta del U-33 sólo confirmó mi convicción de que ningún hombre
mortal podría escalar aquellas alturas perpendiculares; no había ningún tipo de asidero en ellas.
Nobs y yo no encontramos ningún tiburón en nuestro viaje de regreso al submarino. Mi informe
llenó a todo el mundo de teorías y especulaciones, y de renovada esperanza y determinación. Todos
razonaron siguiendo los mismos parámetros que yo; las conclusiones eran obvias, pero seguía
faltándonos agua. Estábamos más sedientos que nunca.
El resto del día lo pasamos realizando una concienzuda e infructuosa exploración de la monótona
costa. No había otra abertura en los acantilados, ni otra minúscula playa de guijarros. Al anochecer,
nuestros ánimos se vinieron abajo. Yo había intentado hablar de nuevo con la muchacha, pero ella no
quiso hablar conmigo, y por eso no sólo me sentía sediento, sino también triste y abatido. Me alegré
cuando el nuevo día rompió el horrible hechizo de una noche de insomnio.
La búsqueda de la mañana no nos trajo ningún fragmento de esperanza. Caprona era inexpugnable,
esa fue la decisión de todos. Sin embargo, continuamos. Debían faltar unas dos campanadas para la
guardia de la tarde cuando Bradley llamó mi atención hacia la rama de un árbol que, con hojas y todo,
flotaba en el mar.

–Puede haber sido arrastrada hasta el océano por algún río –sugirió él.
–Sí –respondí–, es posible. Puede haber caído también desde lo alto de uno de esos acantilados.

El rostro de Bradley se ensombreció.

–También lo he pensado –replicó–, pero quería creer lo contrario.


–¡Tienes razón! –exclamé–. Debemos creerlo hasta que se demuestre que estamos equivocados. No
podemos permitirnos renunciar ahora a la esperanza, cuando más la necesitamos. La rama ha sido
arrastrada por la corriente de un río, y vamos a encontrarlo.

Cerré el puño, para recalcar una decisión que no estaba respaldada por la esperanza.

–¡Allí! –grité de pronto–. ¿Ves eso, Bradley?

Y señalé un punto cercano a la orilla.

–¡Mira eso, amigo!

Algunas flores y hierbas y otra rama llena de hojas flotaban hacia nosotros. Ambos escrutamos el
agua y la línea de la costa. Bradley evidentemente descubrió algo, o al menos pensó que lo había
hecho. Pidió un cubo y una cuerda, y cuando se los entregaron, bajó el cubo al mar y lo llenó de agua.
La probó, y tras enderezarse, me miró a los ojos con expresión de júbilo, como diciendo «¡Te lo dije!».

–¡Este agua está caliente –dijo– y es potable!


Agarré el cubo y probé su contenido. El agua estaba muy caliente, y era potable, aunque tenía un
sabor desagradable.

–¿Ha probado alguna vez un charco lleno de renacuajos? –preguntó Bradley.


–Eso es –exclamé–, ese es justo el sabor, aunque no lo experimentaba desde la infancia. ¿Pero cómo
puede saber así el agua de un río, y qué demonios hace que esté tan caliente? Debe estar al menos a 70
u 80 grados Farenheit, si no más.
–Sí –coincidió Bradley–. Yo diría que más, ¿pero de dónde viene?
–Eso es fácil de saber ahora que lo hemos encontrado –respondí–. No puede venir del océano, así que
debe venir de tierra. Todo lo que tenemos que hacer es seguir la corriente, y tarde o temprano
encontraremos su fuente.

Ya estábamos bastante cerca, pero ordené volver la proa del U-33 hacia tierra y avanzamos
lentamente, sondeando constantemente el agua y probándola para asegurarnos de que no nos salíamos
de la corriente de agua potable. Había un ligerísimo viento y apenas rompientes, de modo que
continuamos acercándonos a la costa sin tocar fondo. Sin embargo, cuando ya estábamos muy cerca,
no vimos ninguna indicación de que hubiera ninguna irregularidad en la costa por la que pudiera
manar ni siquiera un diminuto riachuelo, ni desde luego la desembocadura de un río grande como
debía ser necesariamente para marcarse en el océano a doscientos metros de la orilla. La marea estaba
cambiando, y esto, junto con el fuerte reflujo de la corriente de agua dulce, nos habría arrojado contra
los acantilados si no hubiéramos tenido los motores en marcha; de todas formas, tuvimos que luchar
para mantener nuestra posición. Llegamos a unos nueve metros de la impresionante pared que se
alzaba sobre nosotros. No había ninguna abertura en su imponente superficie.
Mientras observábamos las aguas y escrutábamos la cara del acantilado, Olson sugirió que el agua
dulce podía proceder de un geiser submarino. Esto, dijo, explicaría el calor, pero mientras hablaba, un
matorral cubierto de hojas y flores, salió a la superficie y quedó flotando a la deriva.

–Los matorrales no viven en cavernas subterráneas donde hay geiser s –le sugerí a Bradley.

Olson sacudió la cabeza.

–No entiendo nada –dijo.


–¡Ya lo tengo! –exclamé de repente–. ¡Mirad aquí!

Y señalé a la base del acantilado que teníamos delante, que la marea al bajar nos mostraba
gradualmente. Todos miraron, y vieron lo que yo había visto: la parte superior de una oscura abertura
en la roca, por la que el agua manaba hasta el mar.

–Es el canal subterráneo de un río de la isla –exclamé–. Fluye a través de una tierra cubierta de
vegetación... y por tanto de una tierra donde brilla el sol. Ninguna caverna subterránea produce ningún
tipo de planta que se parezca remotamente a lo que hemos visto arrastrado por este río. Más allá de
estos acantilados hay tierras fértiles y agua potable... ¡y quizás, caza!
–¡Sí, señor, tras los acantilados! –dijo Olson–. ¡Tiene usted razón, señor, tras los acantilados!

Bradley soltó una carcajada, pero de tristeza.

–Igual podría usted llamar nuestra atención, señor, sobre el hecho de que la ciencia ha indicado que
hay agua dulce y vegetación en Marte.
–En absoluto –repliqué–. Un submarino no está construido para navegar por el espacio, pero está
diseñado para viajar bajo la superficie del agua.
–¿Estaría dispuesto a meterse en ese negro agujero? –preguntó Olson.
–Lo estoy, Olson –repliqué–. No tendremos ninguna posibilidad de sobrevivir si no encontramos
comida y agua en Caprona. Esta agua que sale del acantilado no es salada, pero tampoco es adecuada
para beber, aunque cada uno de nosotros lo haya hecho. Es justo asumir que tierra adentro el río se
nutrirá de arroyos puros, y que hay frutos y hierbas y caza. ¿Nos vamos a quedar aquí tumbados
muriendo de sed y hambre con una tierra rica en posibilidades tan sólo a unos pocos cientos de metros
de distancia? Tenemos los medios para navegar por un río subterráneo. ¿Somos demasiado cobardes
para utilizar este medio?
–Por mí, de acuerdo –dijo Olson.
–Estoy dispuesto a intentarlo –coincidió Bradley.
–¡Entonces sumerjámonos, y que la suerte nos acompañe y al diablo con todo! –exclamó un joven que
estaba en cubierta.
–¡A sus puestos! –ordené, y en menos de un minuto la cubierta quedó vacía, la torreta se cerró y el U-
33 se sumergió... posiblemente por última vez. Sé que experimenté esta sensación, y que la mayoría de
los otros también.

Mientras nos sumergíamos, me senté en el puente apuntando con las luces de proa hacia adelante.
Nos sumergimos muy despacio y sin más impulso que el suficiente para mantener el morro en la
dirección adecuada, y a medida que bajábamos, vi esbozada ante nosotros la negra abertura en el gran
acantilado. Era una abertura que habría admitido a media docena de submarinos a la vez, de contorno
vagamente cilíndrico, y oscuro como el pozo de la muerte.
Mientras daba la orden que hacía avanzar lentamente al submarino, no pude dejar de sentir un
presentimiento maligno. ¿Adonde íbamos? ¿Qué nos esperaba al fondo de esta gran alcantarilla? ¿Le
habíamos dicho adiós a la luz del sol y la vida, o había ante nosotros peligros aún más grandes que
aquellos a los que nos enfrentábamos ahora? Traté de impedir que mi mente divagara nombrando todo
lo que veía a los hombres. Yo actuaba como si fuera los ojos de toda la compañía, e hice todo lo
posible para no fallarles.
Habíamos avanzado un centenar de metros, tal vez, cuando nos enfrentamos a nuestro primer
peligro.
Justo delante había un brusco giro en ángulo recto en el túnel. Pude ver el material que arrastraba la
corriente del río chocando contra la pared de roca a la izquierda, y temí por la seguridad del U-33 al
tener que hacer un giro tan cerrado en condiciones tan adversas; pero no había más remedio que
intentarlo. No advertí a mis camaradas del peligro: eso sólo podría haber producido aprensión inútil en
ellos, pues si nuestro destino era aplastarnos contra la pared de roca, ningún poder en la tierra podría
impedir el rápido final que nos sobrevendría. Di la orden de avanzar a toda velocidad y cargamos
contra la amenaza. Me vi obligado a aproximarnos a la peligrosa pared de la izquierda para hacer el
giro, y dependí de la potencia de los motores para que nos llevara de modo seguro a través de las
borboteantes aguas. Bueno, lo conseguimos, pero fue difícil. Cuando girábamos, la fuerza plena de la
corriente nos pilló y lanzó la proa contra las piedras; hubo un golpe que hizo temblar todo el navío, y
luego un instante de desagradable rechinar cuando la quilla de acero rozó la pared de roca. Esperé el
flujo de agua que sellaría nuestro destino, pero de abajo llegó la noticia de que todo iba bien.
¡Cincuenta metros más adelante hubo otro giro, esta vez hacia la izquierda! Pero la curva era más
suave, y la tomamos sin problemas. Después fue navegar recto, aunque por lo que sabía, podría haber
más curvas por delante, y mis nervios se tensaron hasta el borde de la ruptura. Después del segundo
giro el canal se extendía más o menos recto durante unos ciento cincuenta o doscientos metros. Las
aguas de pronto se hicieron más claras, y mi espíritu se animó. Le grité a los de abajo que veía luz por
delante, y un gran grito de agradecimiento reverberó por todo el navío. Un momento después
emergimos hasta aguas iluminadas, e inmediatamente alcé el periscopio y contemplé a mi alrededor el
paisaje más extraño que había visto jamás.
Nos encontrábamos en mitad de un ancho y ahora lento río cuyas orillas estaban flanqueadas por
gigantescas coníferas que alzaban sus poderosas frondas quince, veinte, treinta metros al aire. Cerca de
nosotros algo subió a la superficie del río y atacó el periscopio. Tuve una visión de amplias
mandíbulas abiertas, y entonces todo se apagó. Un escalofrío corrió por la timonera cuando aquella
cosa se cernió sobre el periscopio. Un momento después desapareció, y pude volver a ver. Por encima
de los árboles apenas atisbé una cosa enorme, con alas como de murciélago, una criatura grande como
una ballena, pero más parecida a un lagarto. Entonces atacó una vez más el periscopio y rompió el
espejo. He de confesar que casi estaba jadeando en busca de aliento cuando di la orden de emerger. ¿A
qué extraña clase de tierra nos había traído el destino?
En el instante en que la cubierta quedó libre, abrí la escotilla de la torreta y salí. Un minuto más
tarde la escotilla de la cubierta se abrió, y los hombres que no estaban de servicio subieron por la
escalerilla. Olson traía bajo el brazo a Nobs. Durante varios minutos nadie habló; creo que todos
estaban tan asombrados como yo. A nuestro alrededor había una flora y una fauna tan extraña y
maravillosa para nosotros como podría haberlo sido la de un planeta lejano al que hubiéramos sido
milagrosamente transportados de pronto a través del éter. Incluso la hierba de la orilla más cercana era
como de otro mundo: crecía alta y exuberante, y cada hoja tenía en su punta una brillante flor, violeta
o amarilla o carmín o azul, componiendo el césped más maravilloso que la mente humana pudiera
concebir. ¡Pero la vida! Rebosaba. Las altas coníferas estaban repletas de monos, serpientes y lagartos.
Enormes insectos zumbaban y revoloteaban de acá para allá. En el bosque podían verse moviéndose
formas poderosas, mientras el lecho del río rebullía de seres vivos, y en el aire aleteaban criaturas
gigantescas que según nos han enseñado llevan extintas incontables siglos.

–¡Mirad! –exclamó Olson–. ¿Veis esa jirafa que sale del fondo del río?

Miramos en la dirección que señalaba y vimos un largo y brillante cuello rematado por una cabeza
pequeña que se alzaba sobre la superficie del agua. La espalda de la criatura quedó expuesta, marrón y
brillante como el agua que goteaba de ella. Volvió sus ojos hacia nosotros, abrió su boca de lagarto,
emitió un agudo siseo y nos atacó. Debía medir cinco o seis metros de longitud y se parecía
lejanamente a los dibujos que yo había visto de los plesiosarios restaurados del jurásico inferior. Nos
atacó con el salvajismo de un toro rabioso, como si intentara destruir y devorar al poderoso submarino,
cosa que creo que en efecto pretendía.
Nos movíamos lentamente río arriba cuando la criatura nos atacó con las fauces abiertas. El largo
cuello extendido, las cuatro aletas con las que nadaba batiendo poderosamente el agua, avanzando a
ritmo rápido. Cuando llegó al costado del barco, las mandíbulas se cerraron sobre uno de los puntales
de las de cubierta y lo arrancaron de su sitio como si no fuera más que un palillo de dientes.
Ante esta exhibición de fuerza titánica, creo que todos retrocedimos simultáneamente, y Bradley
desenfundó su revolver y disparó. La bala alcanzó a la criatura en el cuello, justo por encima de su
cuerpo: pero en vez de disuadirla, simplemente aumentó su furia. Su siseo se convirtió en un alarido
cuando alzó la mitad de su cuerpo por encima del agua y se abalanzó sobre la cubierta del U-33 y se
dispuso a destrozar la cubierta para devorarnos. Una docena de disparos resonaron cuando aquellos de
nosotros que íbamos armados sacamos nuestras pistolas y disparamos contra la criatura. Pero, aunque
la alcanzamos varias veces, no mostró signos de sucumbir y sólo continuó avanzando por el
submarino.
Advertí que la muchacha había subido a cubierta y no se encontraba muy lejos de mí, y cuando vi el
peligro al que todos estábamos expuestos, me di la vuelta y la empujé hacia la escotilla. No habíamos
hablado desde hacía varios días, y no hablamos ahora, pero ella me dirigió una mirada de desdén, tan
elocuente como las palabras, así que le di la espalda para poder protegerla del extraño reptil si éste
conseguía alcanzar la cubierta. Y al hacerlo vi que la criatura alzaba una aleta sobre la barandilla,
lanzaba la cabeza hacia adelante y con la rapidez del rayo agarraba a uno de los boches. Corrí hacia
adelante, descargando mi pistola contra el cuerpo del monstruo en un esfuerzo por hacerle soltar su
presa. Pero lo mismo habría dado si hubiera estado disparándole al sol.
Gritando y chillando, el alemán fue arrastrado de la cubierta, y en el momento en que el reptil se
separó del barco, se hundió bajo la superficie del agua con su aterrorizada presa. Creo que todos nos
quedamos anonadados por lo terrible de la tragedia... hasta que Olson observó que el equilibrio de
poder se había restablecido. Tras la muerte de Benson éramos nueve y nueve, nueve alemanes y nueve
«aliados», como nos llamábamos a nosotros mismos, y ahora no había más que ocho alemanes. Nunca
contábamos a la muchacha en ninguno de los dos bandos, supongo que porque era una mujer, aunque
ahora sabíamos bien que era de los nuestros.
Y así la observación de Olson sirvió para despejar la atmósfera para los aliados por fin, y nuestra
atención se dirigió una vez más al río, pues a nuestro alrededor había brotado un perfecto manicomio
de chirridos y siseos y un rebullente caldero de horribles reptiles, carentes de temor y llenos sólo de
hambre y rabia. Se rebulleron, reptaron, intentando llegar a la cubierta, obligándonos a retroceder,
hasta que vaciamos nuestras pistolas sobre ellos. Los había de todo tipo y condición, enormes,
horribles, grotescos, monstruosos, una verdadera pesadilla mesozoica.
Vi que llevaron a la muchacha bajo cubierta lo más rápidamente posible, y que se llevó a Nobs
consigo, pues el pobre animal casi había conseguido que le arrancaran la cabeza. Creo que también,
por primera vez desde que fuera un cachorrillo, había conocido el miedo, y no puedo reprochárselo.
Después de la muchacha envié a Bradley y a la mayoría de los aliados y luego a los alemanes que
estaban en cubierta. Von Schoenvorts estaba todavía encadenado abajo.
Las criaturas se acercaban peligrosamente cuando me metí por la escotilla y cerré con fuerza la tapa.
Luego corrí al puente y ordené avante toda, esperando distanciarme de las terribles criaturas, pero fue
inútil. No sólo podía cualquiera de ellos vencer rápidamente al U-33, sino que corriente arriba nos
encontramos todavía con más, hasta que temeroso de navegar por un río extraño a toda velocidad,
ordené reducir y avanzar lenta y majestuosamente a través de aquella masa pulsante y siseante. Me
alegré de que nuestra entrada al interior de Caprona hubiera sido en submarino en vez de en cualquier
otra forma de navío. Comprendí cómo era posible que en el pasado Caprona hubiera sido invadido por
navegantes desdichados que no pudieron volver al mundo exterior, pues puedo asegurar que sólo con
un submarino se podría remontar con vida aquel gran río viscoso.
Continuamos río arriba durante unos sesenta kilómetros hasta que la oscuridad nos invadió. Temí
que si nos sumergíamos y anclábamos en el fondo para pasar la noche el lodo pudiera ser lo bastante
profundo para atraparnos, y como no podíamos echar el ancla en ningún lado, me acerqué a la costa, y
tras un breve ataque por parte de los reptiles, nos sujetamos a un gran árbol. También sacamos un poco
de agua del río y descubrimos que, aunque bastante caliente, era un poco más dulce que antes.
Teníamos comida de sobra, y con el agua nos sentimos aliviados, pero añorábamos poder comer carne
fresca. Habían pasado semanas desde la última vez que la probamos, y la visión de los reptiles me dio
una idea: que un filete o dos de alguno de ellos no sería mala comida. Así que subí a cubierta con un
rifle, de los veinte que teníamos en el submarino.
Al verme, una enorme criatura me atacó y se subió a la cubierta. Me retiré hasta lo alto de la
timonera, y cuando el monstruo alzó su poderoso cuerpo al nivel de la pequeña cubierta donde me
encontraba, le metí un balazo justo entre los ojos.

La criatura se detuvo un momento y me miró, como diciendo: «¡Vaya, esta cosa tiene aguijón! ¡Debo
tener cuidado!».

Y entonces estiró el largo cuello y abrió sus poderosas mandíbulas e intentó capturarme, pero yo no
estaba ya allí. Había vuelto a meterme de la torre, y a punto estuve de matarme al hacerlo. Cuando
miré hacia arriba, aquella pequeña cabeza que remataba el largo cuello se cernía hacia mí, y una vez
más corrí a sitio seguro, arrastrándome por el suelo hasta el puente.
Olson estaba alerta, y al ver lo que asomaba en la torre, corrió a por un hacha. No vaciló un instante
cuando regresó con una, y subió a la escalerilla y empezó a golpear aquel horrible rostro. La criatura
no tenía suficiente cerebro para albergar más de una idea a la vez. Aunque golpeada y llena de cortes,
y con un agujero de bala entre los ojos, todavía insistía locamente en su intento de meterse en la torreta
y devorar a Olson, aunque su cuerpo era muchas veces superior al diámetro de la escotilla. No cesó en
sus esfuerzos hasta que Olson terminó de decapitarla.
Entonces dos de los hombres subieron a cubierta a través de la escotilla principal, y mientras uno
vigilaba, el otro cortó un cuarto trasero del Plesiosarius Olsoni, como Bradley bautizó a la criatura.
Mientras tanto, Olson cortó el largo cuello, diciendo que serviría para hacer una buena sopa. Para
cuando despejamos la sangre y despejamos la torre, el cocinero tenía jugosos filetes y un humeante
guiso preparado en el hornillo eléctrico, y el aroma que surgía del Plesiosarius Olsoni nos llenó de
gran admiración hacia él y todos los de su clase.

Capítulo V

Comimos los filetes esa noche, y estaban buenos, y a la mañana siguiente saboreamos el guiso.
Parecía extraño comer una criatura que debería, según todas las leyes de la paleontología, haberse
extinguido hacía varios millones de años. Producía una sensación novedosa que resultaba casi
embarazosa, aunque no pareció cohibir nuestros apetitos. Olson comió hasta que me pareció que iba a
estallar.
La muchacha comió con nosotros esa noche en el pequeño comedor de oficiales situado tras el
compartimento de los torpedos. Desplegamos la estrecha mesa, y colocamos los cuatro taburetes, y por
primera vez en días nos sentamos a comer, y por primera vez en semanas tuvimos algo de comer
diferente a la monotonía de las exiguas raciones de un pobre submarino. Nobs se sentó entre la
muchacha y yo y comió trozos del filete de plesiosaurio, con el riesgo de contaminar para siempre sus
modales. Me miró tímidamente todo el tiempo, pues sabía que ningún perro bien criado debería comer
a la mesa, pero el pobrecillo estaba tan flaco por haber sido mal alimentado que yo no habría podido
disfrutar de mi propia comida si a él se le hubiera negado una parte, y de todas formas Lys quería darle
de comer. Así que eso zanjó el asunto.
Lys se mostró fríamente amable conmigo y dulcemente graciosa con Bradley y Olson. Yo sabía que
no era de las efusivas, así que no esperé gran cosa de ella y agradecí las migajas de atención que me
lanzó al suelo. Tuvimos una comida agradable, con sólo una desafortunada ocurrencia, cuando Olson
sugirió que la criatura que estábamos comiendo era posiblemente la misma que se había comido al
alemán. Tardamos un rato en persuadir a la muchacha para que continuara comiendo pero por fin
Bradley lo consiguió, recalcando que habíamos avanzado casi sesenta kilómetros corriente arriba
desde que el boche fuera arrebatado, y que durante ese tiempo habíamos visto literalmente a miles de
esos habitantes del río, lo que indicaba que era muy improbable que se tratara del mismo plesiosaurio.

–Y de todas formas –concluyó–, sólo ha sido un plan del señor Olson para quedarse con todos los
filetes.

Discutimos sobre el futuro y aventuramos opiniones sobre lo que nos aguardaba, pero sólo podíamos
teorizar, pues ninguno de nosotros lo sabía. Si toda la tierra estaba infectada por estos y otros horribles
monstruos, vivir aquí sería imposible, y decidimos que sólo exploraríamos lo suficiente para encontrar
agua fresca y comida y fruta y luego rehacer nuestros pasos bajo los acantilados para regresar al mar
abierto.
Y así nos volvimos a nuestros estrechos camastros, llenos de esperanza, felices y en paz con
nosotros mismos, nuestras vidas y nuestro Dios, para despertarnos a la mañana siguiente descansados
y todavía optimistas. No tuvimos problemas para continuar con nuestro camino... como descubrimos
más tarde, porque los saurios no comenzaban a comer hasta bien entrada la mañana. De mediodía a
medianoche su curva de actividad está en su cúspide, mientras que del amanecer hasta las nueve está
en lo más bajo. De hecho, no vimos a ninguno todo el tiempo que estuvimos sumergidos, aunque hice
que prepararan el cañón en cubierta y estuviéramos preparados contra cualquier ataque. Esperaba,
aunque no estaba seguro del todo, que las balas pudieran desanimarlos. Los árboles estaban llenos de
monos y de todo tipo y tamaño, y una vez nos pareció ver a una criatura parecida a un hombre
observándonos desde la profundidad del bosque.
Poco después de continuar nuestro rumbo río arriba, vimos la desembocadura de otro río más
pequeño que llegaba desde el sur, es decir, desde nuestra derecha. Y casi inmediatamente nos
encontramos con una pequeña isla de unos ocho o nueve kilómetros de longitud; y a unos ochenta
kilómetros había un río aún más grande que el anterior que llegaba desde el noroeste, pues el curso de
la corriente principal había cambiado ahora a noreste suroeste. El agua estaba bastante libre de
reptiles, y la vegetación en las orillas se había convertido en un bosque más despejado, como un
parque, con eucaliptos y acacias mezclados con abetos dispersos, como si dos periodos distintos de
eras geológicas se hubieran solapado y mezclado. La hierba, también, era menos florida, aunque había
aún zonas preciosas moteando el césped; también la fauna era menos multitudinaria.
Diez o doce kilómetros más adelante, el río se ensanchó considerablemente; ante nosotros se abrió
una expansión de agua que se extendía hasta el horizonte, y nos encontramos navegando por un mar
interior tan grande que sólo una línea de costa era visible. Las aguas a nuestro alrededor rebosaban de
vida. Seguía habiendo pocos reptiles, pero había peces a millares, a millones.
El agua del mar interior era muy cálida, casi caliente, y la atmósfera era calurosa y cargada. Parecía
extraño que más allá de las murallas de Caprona flotaran icebergs y el viento del sur mordiera con
fuerza, pues sólo una gentil brisa se movía sobre la superficie de estas aguas, y que hubiera humedad y
calor. Gradualmente, comenzamos a despojarnos de nuestras ropas, conservando sólo la suficiente por
decoro; pero el sol no era caliente. Era más parecido al calor de una sala de máquinas que al de un
horno.
Bordeamos la costa del lago en dirección noroeste, sondeando todo el tiempo. El lago era profundo y
el fondo era rocoso y en empinada pendiente hacia el centro, y una vez, cuando nos apartamos de la
costa para seguir sondeando no pudimos encontrar fondo. En espacios abiertos a lo largo del la costa
atisbamos de vez en cuando los lejanos acantilados, que aquí parecían sólo un poco menos
impresionantes que los que asomaban al mar. Mi teoría es que en una era lejana Caprona fue una
enorme montaña, quizás la acción volcánica más grande del mundo voló toda la cima, lanzó cientos de
metros de montaña hacia arriba y la desgajó del continente, dejando un gran cráter; y luego,
posiblemente, el continente se hundió como se sabe que sucedió con los antiguos continentes, dejando
sólo la cima de Caprona sobre el mar. Las murallas circundantes, el lago central, los manantiales
calientes que suministraban agua al lago, todo apuntaba hacia esa conclusión, y la fauna y la flora
mostraban pruebas indiscutibles de que Caprona fue una vez parte de una gran masa de tierra.
Mientras bordeábamos la costa, el paisaje continuó siendo más o menos un bosque abierto, salpicado
aquí y allá por una pequeña llanura donde vimos animales pastando. Con el catalejo pude distinguir
una especie de gran ciervo rojo, algunos antílopes y lo que parecía ser una especie de caballo; y una
vez vi una forma abultada que podría haber sido un monstruoso bisonte. ¡Aquí había caza en
abundancia! Parecía haber poco peligro de morir de hambre en Caprona. La caza, sin embargo, parecía
alerta, pues en el instante en que los animales nos descubrieron, alzaron la cabeza y las colas y salieron
huyendo, y los que estaban más lejos siguieron el ejemplo de los otros hasta que todos se perdieron en
los laberintos del distante bosque. Sólo el gran buey peludo permaneció en su terreno. Con la cabeza
gacha nos observó hasta que pasamos de largo, y entonces continuó pastando.
A unos treinta y cinco kilómetros costa arriba de la desembocadura del río encontramos bajos
acantilados de piedra caliza, evidencia rota y torturada del gran cataclismo que había anclado a
Caprona en el pasado, entremezclando las formaciones rocosas de épocas ampliamente separa das,
fundiendo algunas y dejando otras intactas.
Continuamos avanzando junto a ellas durante unos quince kilómetros, y llegamos a una amplia
hendidura que conducía a lo que parecía ser otro lago. Como íbamos en busca de agua pura, no
deseábamos pasar por alto ninguna porción de la costa, así que después de sondear y hallar que
teníamos profundidad de sobra, introduje el U-33 entre las masas de tierra hasta llegar a una bahía
hermosa, con buena agua a pocos metros de la orilla. Mientras navegábamos lentamente, dos de los
boches volvieron a ver lo que creyeron un hombre, o una criatura parecida a un hombre,
observándonos desde un bosquecillo situado a un centenar de metros tierra adentro, y poco después
descubrimos la desembocadura de un pequeño arroyo que se vaciaba en la bahía. Era el primer arroyo
que encontrábamos desde que dejamos el río, y de inmediato inicié los preparativos para probar su
agua. Para desembarcar, sería necesario acercar al U-33 a la orilla, tanto como fuera posible, pues
incluso estas aguas estaban infestadas, aunque no demasiado, por salvajes reptiles. Ordené que en los
tanques entrara la suficiente agua para sumergirnos un palmo, y luego dirigí lentamente la proa hacia
la orilla, confiando en que si encallábamos tendríamos todavía potencia suficiente en los motores para
liberarnos cuando el agua se vaciara de los tanques; pero la proa se abrió paso suavemente entre los
cañaverales y tocó la orilla con la quilla despejada.
Mis hombres iban ahora armados con rifles y pistolas, cada uno con munición abundante. Ordené
que uno de los alemanes desembarcara con una cuerda, y a dos de mis propios hombres para vigilarlo,
pues por lo poco que habíamos visto de Caprona, o Caspak como aprendimos más tarde a llamar al
interior, advertimos que en cualquier instante algún nuevo y terrible peligro podría acecharnos.
Amarraron la cuerda a un arbolito, y al mismo tiempo eché el ancla.
En cuanto el boche y sus guardias volvieron a bordo, llamé a todo el mundo a cubierta, incluyendo a
von Schoenvorts, y allí les expliqué que había llegado el momento de que llegáramos a algún tipo de
acuerdo que nos aliviara de la molestia y la incomodidad de vernos divididos en dos grupos
antagónicos: prisioneros y captores. Les dije que era obvio que nuestra misma existencia dependía de
nuestra unidad de acción, que para todo propósito íbamos a entrar en un nuevo mundo tan lejano de las
ideas y las causas de nuestro mundo como si millones de kilómetros de espacio y eones de tiempo nos
separaran de nuestras vidas y costumbres pasadas.
–No hay ningún motivo para que traigamos nuestros odios raciales y políticos a Caprona –insistí–. Los
alemanes entre nosotros podrían matar a todos los ingleses, o los ingleses podrían matar hasta el
último alemán, sin que afectara en lo más mínimo el resultado de la escaramuza más pequeña que
pudiera tener lugar en el frente occidental o en la opinión de un solo individuo en cualquier país
beligerante o neutral. Por tanto, les planteo el tema a las claras: ¿Enterramos nuestras animosidades y
trabajamos juntos mientras permanezcamos en Caprona, o continuamos divididos y la mitad de
nosotros armados, posiblemente hasta que la muerte reclame al último de nosotros? Y déjenme
decirles, si no se han dado cuenta todavía, que las probabilidades de que alguno de nosotros vuelva a
ver el mundo exterior otra vez son de mil a uno. Ahora estamos a salvo en cuestión de comida y agua;
podríamos aprovisionar el U-33 para un largo crucero: pero prácticamente nos hemos quedado sin
combustible, y sin combustible no podemos esperar llegar al océano, y sólo un submarino puede pasar
a través de la barrera de acantilados. ¿Cuál es su respuesta?

Me volví hacia von Schoenvorts.

Él me miró de esa manera desagradable suya y exigió saber, por si aceptaban mi sugerencia, cuál
sería su estatus si llegábamos a encontrar un modo de escapar con el U-33. Repliqué que consideraba
que si todos habíamos trabajado lealmente juntos deberíamos dejar Caprona en pie de igualdad, y para
ese fin sugerí que si la remota posibilidad de nuestro escape en submarino se convertía en realidad,
deberíamos dirigirnos inmediatamente hacia el puerto neutral más cercano y ponernos en manos de las
autoridades, y que probablemente seríamos internados durante la duración de la guerra. Para mi
sorpresa, él accedió considerando que era lo justo y me dijo que aceptarían mis condiciones y que
podía contar con su lealtad a la causa común.
Le di las gracias y luego me dirigí individualmente a cada uno de sus hombres, y cada uno de ellos
me dio su palabra de que cumpliría todo lo que yo había esbozado. Quedó entendido que íbamos a
actuar como una organización militar bajo reglas y disciplina militares... yo como comandante, con
Bradley como mi primer teniente y Olson como mi segundo, al mando de los ingleses; mientras que
von Schoenvorts actuaría como segundo teniente adicional y se haría cargo de sus propios hombres.
Los cuatro constituiríamos un tribunal militar bajo el cual los hombres serían juzgados y castigados
por las infracciones de las reglas militares y la disciplina, incluso hasta la pena de muerte.
Entonces hice que entregaran armas y municiones a los alemanes, y tras dejar a Bradley y a cinco
hombres para proteger el U-33, bajamos a tierra. Lo primero que hicimos fue probar el agua del
pequeño arroyo... y para nuestra delicia descubrimos que era dulce, pura y fría. Este arroyo estaba
completamente libre de reptiles peligrosos porque, como descubrí más tarde, quedaban
inmediatamente aletargados cuando se sometían a temperaturas inferiores a los 70 grados Farenheit.
Rechazaban el agua fría y se mantenían lo más apartados de ella posible. Había incontables arroyuelos
aquí, y agujeros profundos que nos invitaban a bañarnos, y a lo largo de la orilla había árboles
parecidos a fresnos y hayas y robles, sus características evidentemente inducidas por la temperatura
inferior del aire sobre el agua fría y por el hecho de que sus raíces fueran regadas por el agua del
arroyo en vez de por los cálidos manantiales que después encontramos con tanta abundancia en todas
partes.
Nuestra primera preocupación fue llenar los tanques del U-33 con agua fresca, y tras hacerlo, nos
dispusimos a cazar y explorar el terreno. Olson, von Schoenvorts, dos ingleses y dos alemanes me
acompañaron, dejando a diez hombres para proteger el barco y a la muchacha. Yo pretendía dejar
también a Nobs, pero se escapó y se nos unió y me alegré tanto que no tuve valor para hacerlo
regresar.
Seguimos el arroyo corriente arriba a través de un paisaje maravilloso durante unos siete kilómetros,
y encontramos su fuente en un claro salpicado de peñascos. De entre las rocas borboteaban veinte
manantiales de agua helada. Al norte del claro se alzaban acantilados de piedra caliza hasta unos
quince o veinte metros, con altos árboles creciendo en su base y casi ocultándolos de nuestra visión.
Al oeste el paisaje era plano y apenas poblado, y fue aquí donde vimos nuestra primera presa: un gran
ciervo rojo. Pastaba de espaldas a nosotros y no nos había visto cuando uno de mis hombres me lo
señaló. Tras indicar que guardáramos silencio y que el resto de la partida se ocultara, me arrastré hacia
la presa, acompañado solamente por Whitely.
Nos acercamos a un centenar de metros del ciervo cuando de pronto el animal alzó la cabeza y erizó
sus grandes orejas. Ambos disparamos al mismo tiempo y tuvimos la satisfacción de verlo caer;
entonces corrimos para rematarlo con nuestros cuchillos. El ciervo yacía en un pequeño espacio
abierto cerca de un manojo de acacias, y nos encontrábamos ya a varios metros de nuestra presa
cuando ambos nos detuvimos súbita y simultáneamente.

Whitely me miró, y yo miré a Whitely, y entonces ambos miramos en dirección al ciervo.

–¡Cielos! –dijo él–. ¿Qué es eso, señor?


–Me parece, Whitely, un error –contesté–. Un ayudante de dios que ha estado creando elefantes que
debe haber sido transferido temporalmente al departamento de lagartos.
–No diga eso, señor –dijo Whitely–, parece una blasfemia.
–Más blasfema es esa cosa que está robando nuestra carne –repliqué, pues fuera lo que fuese la
criatura, había saltado sobre nuestro ciervo y lo devoraba con grandes bocados que tragaba sin
masticar.

La criatura parecía ser un gran lagarto de al menos tres metros de alto, con una enorme y poderosa
cola tan larga como su torso, poderosos cuartos traseros y patas delanteras cortas. Cuando salió del
bosque, saltó como si fuera un canguro, usando sus patas traseras y cola para impulsarse, y cuando
permanecía erecto, se apoyaba en la cola. Su cabeza era larga y gruesa, con un hocico chato, y la
abertura de la mandíbula se extendía hasta un punto detrás de los ojos, y las fauces estaban armadas
con largos dientes afilados. El cuerpo escamoso estaba cubierto de manchas negras y amarillas de un
palmo de diámetro, irregulares en su contorno. Estaban enmarcadas en un círculo rojo de una pulgada
de ancho. La parte inferior del pecho, el cuerpo y la cola eran de un blanco verdoso.

–¿Y si nos cargamos al bicho, señor? –sugirió Whitely.

Le dije que esperase a que diera la orden. Entonces dispararíamos simultáneamente, él al corazón y
yo a la columna.

–Al corazón, señor... sí, señor –replicó él, y se llevó el arma al hombro.
Nuestros disparos resonaron a la par. La criatura alzó la cabeza y miró en derredor hasta que sus ojos
se posaron en nosotros; entonces dio rienda a un siseo espeluznante que se alzó hasta el crescendo de
un alarido terrible y nos atacó.

–¡Atrás, Whitely! –grité mientras me daba la vuelta para echar a correr.

Estábamos a medio kilómetro del resto de nuestra partida, y a plena vista de ellos, que nos esperaban
tendidos entre la hierba. Que vieron todo lo que había sucedido quedó demostrado por el hecho de que
se levantaron y corrieron hacia nosotros, y a su cabeza saltaba Nobs.
La criatura que nos perseguía nos ganaba rápidamente terreno. Nobs pasó junto a mí como un
meteoro y corrió directo hacia el temible reptil. Traté de llamarlo, pero no me prestó atención, y como
no podía soportar la idea de que se sacrificara, también yo me detuve y me enfrenté al monstruo.
La criatura pareció más impresionada con Nobs que con ninguno de nosotros y nuestras armas de
fuego, pues se detuvo mientras el perro lo atacaba gruñendo, y le lanzó una poderosa dentellada.
Pero Nobs se movía como un relámpago comparado con la lenta bestia y esquivó con facilidad los
ataques de su oponente. Entonces corrió hasta detrás de la horrible bestia y la agarró por la cola. Allí
Nobs cometió el error de su vida. Dentro de aquel órgano moteado había los músculos de un titán, la
fuerza de una docena de poderosas catapultas, y el propietario de la cola era plenamente consciente de
las posibilidades que contenía. Con una simple sacudida de la punta envió al pobre Nobs por los aires,
directo al bosquecillo de acacias de donde la bestia había surgido para apoderarse de nuestra presa... Y
entonces la grotesca criatura se desplomó sin vida en el suelo.
Olson y von Schoenvorts llegaron un minuto más tarde con sus hombres. Entonces todos nos
acercamos con cautela a la forma tendida. La criatura estaba muerta, y un examen más atento reveló
que la bala de Whitely le había atravesado el corazón, y la mía había roto la espina dorsal.
–¿Pero por qué no murió instantáneamente? –exclamé.
–Porque –dijo von Schoenvorts de modo desagradable–, la bestia es tan grande, y su organización
nerviosa de un calibre tan bajo, que tardó su tiempo en que la inteligencia de la muerte llegara y se
marcara en el diminuto cerebro. La cosa estaba muerta cuando sus balas la alcanzaron, pero no lo supo
durante varios segundos... posiblemente un minuto. Si no me equivoco, es un Allosaurus del Jurásico
Superior. Se han encontrado restos similares en Wyoming Central, en la periferia de Nueva York.

Un irlandés llamado Brady hizo una mueca. Más tarde me enteré que había servido tres años en la
división de tráfico de la policía de Chicago.
Estuve llamando a Nobs mientras tanto y me disponía a ir a buscarlo, temeroso, lo reconozco, de
encontrarlo lisiado y muerto entre los árboles del bosquecillo de acacias, cuando de repente emergió
de entre los troncos, las orejas planas, el rabo entre las piernas y el cuerpo convertido en una ese
suplicante. Estaba ileso a excepción de unas cuantas magulladuras menores; pero era el perro más
abatido que he visto jamás.
Recogimos lo que quedaba de ciervo rojo después de despellejarlo y lavarlo, y nos dispusimos a
regresar al submarino. Por el camino, Olson, von Schoenvorts y yo discutimos sobre las necesidades
de nuestro futuro inmediato, y consideramos por unanimidad que teníamos que emplazar un
campamento permanente en tierra. El interior de un submarino es el sitio más incómodo y deprimente
que se pueda imaginar, y con este clima cálido, y en aguas calientes, era casi insoportable. Así que
decidimos construir un campamento con su correspondiente empalizada.

Capítulo VI

Mientras regresábamos lentamente al barco, planeando y discutiendo sobre esto, nos sorprendió de
pronto una detonación fuerte e inconfundible.

–¡Un proyectil del U-33! –exclamó von Schoenvorts.


–¿De qué puede tratarse? –inquirió Olson.
–Están en problemas –respondí por todos–, y tenemos que ayudarlos. Soltad ese cadáver –dije a los
hombres que llevaban la carne–, ¡y seguidme!

Eché a correr en dirección a la bahía.

Corrimos durante casi un kilómetro sin oír nada más, y entonces reduje el ritmo, ya que el ejercicio
nos estaba pasando factura, pues habíamos pasado demasiado tiempo confinados en el interior del U-
33. Jadeando y resoplando, continuamos nuestro camino hasta que, a poco más de un kilómetro de la
bahía, nos encontramos con algo que nos hizo detenernos. Atravesábamos una barrera de árboles,
habitual en esta parte del país, cuando de repente emergimos a un espacio abierto en el centro del cual
había una banda que habría hecho detenerse al más valiente. Eran unos quinientos individuos que
representaban varias especies relacionadas con el hombre. Había simios antropoides y gorilas; a estos
no tuve ninguna dificultad para reconocerlos. Pero también había otras formas que nunca había visto
antes, y me resultó difícil distinguir si eran mono u hombre. Algunos de ellos se parecían al cadáver
que habíamos encontrado en la estrecha playa, junto a la muralla de acantilados de Caprona, mientras
que otros eran de un tipo todavía más inferior, más parecido a los monos, pero otros eran
sorprendentemente parecidos a los hombres, y caminaban erectos, menos peludos y con cabezas mejor
formadas.
Había uno entre ellos, evidentemente el líder, que se parecía al llamado hombre de Neanderthal de
La Chapelle-aux-Saints. Tenía el mismo tronco corto y fornido sobre el que descansaba una enorme
cabeza habitualmente inclinada hacia adelante en la misma curvatura que la espalda, los brazos más
cortos que las piernas, y las piernas considerablemente más cortas que las del hombre moderno, las
rodillas dobladas hacia adelante y nunca rectas.
Esta criatura, junto a una o dos más que parecían de un orden inferior a él, aunque más alto que los
monos, llevaban gruesos palos: los otros iban armados con músculos gigantescos y poderosos
colmillos, las armas de la naturaleza. Todos eran machos, y todos iban completamente desnu dos. No
había entre ellos el menor signo de adorno.
Al vernos, se volvieron mostrando los colmillos y gruñendo. No quise dispararles hasta que fuera
estrictamente necesario, así que empecé a dirigir a mi grupo para evitarlos dando un rodeo; pero en el
momento en que el hombre de Neanderthal adivinó mi intención, evidentemente la atribuyó a cobardía
por nuestra parte, y con un salvaje alarido saltó hacia nosotros, agitando su maza por encima de la
cabeza. Los otros lo siguieron, y en un minuto nos habrían vencido. Di la orden de disparar, y a la
primera descarga cayeron seis, incluyendo el hombre de Neanderthal. Los otros vacilaron un momento
y luego corrieron hacia los árboles, algunos a ciegas entre las ramas, mientras que otros se nos
perdieron entre la maleza. Von Schoenvorts y yo advertimos que al menos dos de las criaturas más
altas, las parecidas a los hombres, se refugiaban en los árboles con la misma facilidad que los simios,
mientras que otros que se parecían en porte y contorno buscaban la seguridad en el suelo, junto a los
gorilas.
Un examen reveló que cinco de nuestros oponentes estaban muertos y el sexto, el hombre de
Neanderthal, no estaba más que levemente herido, pues la bala había rozado su grueso cráneo,
aturdiéndolo. Decidimos llevarlo con nosotros al campamento, y con los cinturones conseguimos
asegurar sus manos tras su espalda y colocarle una correa al cuello antes de que recuperara la
consciencia. Rehicimos entonces nuestros pasos para recoger la caza, convencidos por propia
experiencia que los que estaban a bordo del U-33 habían podido asustar a esta partida con un solo
disparo. Pero cuando llegamos al lugar donde habíamos dejado el ciervo, éste había desaparecido.
En el camino de vuelta Whitely y yo nos adelantamos un centenar de metros a los demás con la
esperanza de poder cazar algo comestible, pues todos estábamos enormemente disgustados y
decepcionados por la pérdida de nuestro venado. Whitely y yo avanzamos con mucha cautela, y pese a
que no nos acompañaba toda la partida, tuvimos mejor suerte que en el viaje de ida, y abatimos a dos
grandes antílopes a poco más de medio kilómetro de la bahía; así, con nuestra caza y nuestro
prisionero regresamos alegremente al barco, donde encontramos que todos estaban a salvo. En la
orilla, un poco al norte de donde nos encontrábamos, yacían los cadáveres de veinte de las criaturas
salvajes que habían atacado a Bradley y a su grupo en nuestra ausencia; nosotros habíamos dispersado
al resto unos pocos minutos más tarde.
Consideramos que les habíamos enseñado una lección a aquellos salvajes hombres-mono y que por
eso estaríamos más seguros en el futuro... al menos por parte de ellos; pero decidimos no correr
riesgos, pues consideramos que este nuevo mundo estaba lleno de terrores que todavía nos eran
desconocidos. No nos equivocábamos.
A la mañana siguiente comenzamos a trabajar en nuestro campamento, después de que Bradley,
Olson, von Schoenvorts, la señorita La Rué y yo nos pasáramos media noche despiertos discutiendo
sobre el asunto y trazando planes. Pusimos a los hombres a talar árboles, eligiendo para el propósito
jarrah, una madera dura y resistente al clima que crecía en profusión en las inmediaciones. La mitad de
los hombres trabajaban mientras la otra mitad montaba guardia, alternándose cada hora con una hora
de descanso a mediodía. Olson dirigía esta tarea. Bradley, von Schoenvorts y yo, con ayuda de la
señorita La Rué, fuimos marcando con estacas los diversos edificios y la muralla exterior.
Cuando terminó el día, teníamos un puñado de troncos bien cortados y preparados para iniciar la
construcción al día siguiente, y todos estábamos cansados, pues después de trazar el contorno de los
edificios todos echamos una mano y ayudamos a talar... todos menos von Schoenvorts. Se pasó la
tarde dándole forma a una maza con una rama de jarrah y hablando con la señorita La Rué, que se
había dignado a advertir su existencia.
No vimos a los hombres salvajes del día anterior, y sólo una vez fuimos amenazados por los
extraños habitantes de Caprona, cuando una terrible pesadilla del cielo cayó sobre nosotros, sólo para
ser expulsada por una andanada de balas. La criatura parecía ser una variedad de pterodáctilo, y su
enorme tamaño y su feroz aspecto eran aterradores. Hubo otro incidente, también, que para mí al
menos fue más desagradable que el súbito ataque del reptil prehistórico. Dos de los hombres, ambos
alemanes, estaban despojando a un árbol caído de sus ramas. Von Schoenvorts había terminado su
maza, y él y yo nos acercábamos al lugar donde los dos hombres trabajaban.
Uno de ellos lanzó hacia atrás una pequeña rama que acababa de cortar, y por desgracia le dio a von
Schoenvorts en la cara. No pudo hacerle daño, pues no dejó marca, pero von Schoenvorts montó en
cólera, y gritó:

–¡Atención!

El marinero se puso firmes inmediatamente, se volvió hacia su oficial, chasqueó los talones y saludó.

–¡Cerdo! –rugió el barón, y golpeó al hombre en la cara, rompiéndole la nariz.

Agarré a von Schoenvorts por el brazo y lo aparté antes de que pudiera volver a golpear, si esa era su
intención, y entonces él alzó su palo para atacarme. Pero antes de que descendiera el cañón de mi
pistola se apretó contra su vientre y debió ver en mis ojos que nada me complacería más que tener una
excusa para apretar el gatillo. Como toda su ralea y todos los demás matones, von Schoenvorts era un
cobarde de corazón, y por eso bajó la mano y empezó a darse la vuelta. Pero yo tiré de él, y allí ante
sus hombres le dije que una cosa así no debía volver a suceder jamás, que ningún hombre iba a ser
golpeado ni castigado fuera del proceso de leyes que habíamos creado y del tribunal que habíamos
establecido. Todo el tiempo el marinero permaneció firme, pero no pude saber por su expresión si
lamentaba el golpe de su oficial o mi interferencia en el evangelio del Kaiser. Tampoco se movió hasta
que le dije:

–Plesser, puede regresar a su camarote y vendar su herida.

Entonces él saludó y se marchó rápidamente al U-33.

Justo antes del anochecer nos apartamos un centenar de metros de la costa y anclamos, pues
consideré que estaríamos más a salvo allí que en otro lugar. También destaqué a un grupo de hombres
para que montaran guardia durante la noche y nombré a Olson oficial de guardia, diciéndole que
llevara sus mantas a cubierta y descansara en lo posible. En la cena probamos nuestro primer asado de
antílope de Caprona, y una ensalada de verduras que el cocinero había encontrado cerca del arroyo.
Durante toda la cena von Schoenvorts permaneció hosco y silencioso.
Tras la cena todos subimos a cubierta y contemplamos los desconocidos escenarios de la noche
caproniana; todos menos von Schoenvorts. Había menos que ver que oír. Desde el gran lago interior
situado detrás de nosotros llegaban los siseos y gritos de incontables saurios. En el cielo oíamos el
sacudir de alas gigantescas, mientras desde la jungla se alzaban las voces multitudinarias de una jungla
tropical, de la atmósfera cálida y húmeda que debía haber cubierto toda la tierra durante las eras
Paleozoica y Mesozoica. Pero aquí se entremezclaban también las voces de eras posteriores: el grito de
la pantera, el rugido del león, el aullido de los lobos y un gruñido estrepitoso que no pudimos atribuir a
nada terrenal pero que un día conectaríamos con la más temible de las antiguas criaturas.
Uno a uno los otros volvieron a sus camarotes, hasta que la muchacha y yo nos quedamos a solas,
pues había permitido que la guardia permaneciera abajo unos minutos más, sabiendo que yo estaría en
cubierta. La señorita La Rué permanecía en silencio, aunque respondía graciosamente a todo lo que yo
tuviera que decir y demandara una respuesta. Le pregunté si no se sentía bien.

–Sí –dijo ella–, pero todo este horror me deprime. Me siento tan poco importante... tan pequeña e
indefensa ante todas estas manifestaciones de vida reducidas al salvajismo y la brutalidad. Me doy
cuenta como nunca antes de lo insignificante que es la vida. Parece una broma, una broma cruel y
sombría. Eres algo risible o temible según seas más o menos poderoso que cualquier otra forma de
vida que se cruce en tu camino: pero como regla general no vales nada más que ante ti mismo. Eres
una figura cómica que salta de la cuna a la tumba. Sí, ese es nuestro problema: nos tomamos a
nosotros mismos demasiado en serio. Pero sin duda Caprona nos curará de eso.

Hizo una pausa y se echó a reír.


–Ha desarrollado una hermosa filosofía –dije yo–. Llena el ansia el pecho humano. Es plena, satisface,
ennoblece. Qué maravillosos pasos hacia la perfección podría haber hecho la raza humana si el primer
hombre hubiera evolucionado y hubiera insistido hasta ahora como el credo de la humanidad.
–No me gusta la ironía –dijo ella–. Indica un alma pobre.
–¿Qué otro tipo de alma puede esperar de una «figura cómica que salta de la cuna a la tumba»? –
inquirí–. ¿Y qué diferencia hay, por cierto, entre lo que a uno le gusta y no le gusta? Estás aquí sólo un
momento, y no puedes tomarte a ti mismo demasiado en serio.

Ella me miró con una sonrisa.

–Imagino que estoy asustada y deprimida –dijo–, y sé que me siento muy sola y añoro mi hogar.

Había casi un sollozo en su voz. Era la primera vez que me hablaba así. Involuntariamente, deposité
mi mano sobre la suya, que descansaba en la barandilla.

–Sé lo difícil que es su posición –dije–, pero no piense que está sola. Hay... hay quien haría cualquier
cosa por usted –terminé tímidamente.

Ella no apartó la mano. Me miró a la cara con lágrimas en las mejillas y leí en sus ojos el
agradecimiento que sus labios no pudieron expresar. Entonces se volvió hacia el extraño paisaje
iluminado por la luna y suspiró. Evidentemente su recién descubierta filosofía le estaba jugando a la
contra, pues parecía tomarse a sí misma demasiado en serio. Quise cogerla entre mis brazos y decirle
cuánto la amaba, y había retirado la mano de la barandilla y empezaba a atraerla hacia mí cuando
Olson llegó a cubierta con su petate.
La mañana siguiente empezamos en serio con nuestro proyecto de construcción, y las cosas
avanzaron a buen ritmo. El hombre de Neanderthal nos dio algunos problemas, y tuvimos que
mantenerlo encadenado todo el tiempo, y se comportaba de manera salvaje cada vez que nos
acercábamos. Pero al cabo del tiempo se volvió más dócil, y entonces intentamos descubrir si tenía
algún lenguaje. Lys se pasó mucho tiempo hablando con él y tratando de sonsacarle alguna palabra,
pero no tuvo éxito. Tardamos tres semanas en construir todas las casas, que edificamos junto a un frío
manantial a unos tres kilómetros de la bahía.
Cambiamos un poco nuestros planes cuando se trató de construir la empalizada, pues encontramos
un acantilado desmoronado cerca y podíamos conseguir allí todas las piedras planas necesarias, así
que construimos una muralla de piedra que rodeaba los edificios. Tenía forma de cuadrado, con
bastiones y torres en cada esquina que permitían disparar desde cualquier lado del fuerte, y tenía cien
metros cuadrados por fuera, con murallas de diez centímetros de grosor en la base y de un palmo en la
parte superior, y cuatro metros y medio de altura. Tardamos mucho tiempo en construir esa muralla, y
todos echamos una mano y ayudamos excepto von Schoenvorts, quien, por cierto, no me hablaba
excepto para asuntos oficiales desde nuestro encontronazo... una especie de neutralidad armada que
me venía al pelo. Acabamos de terminar la muralla, y hoy mismo estamos dándole los últimos
retoques. Yo dejé el trabajo hace una semana y comencé a trabajar en esta crónica de nuestras extrañas
aventuras, lo cual explicará cualquier equivocación en la cronología que pueda haberse colado: había
tanto material que puede que haya cometido algún error, pero creo que son pocos y sin importancia.
Veo al repasar las últimas páginas que no he llegado a contar que Lys finalmente descubrió que el
hombre de Neanderthal poseía un lenguaje. Ella aprendió a hablarlo, y yo también, hasta cierto grado.
Fue él (dice que su nombre es Am, o Ahm), quien nos contó que este país se llama Caspak. Cuando le
preguntamos hasta dónde se extendía, alzó ambos brazos sobre su cabeza en un gesto absorbedor que
incluía, al parecer, todo el universo. Ahora es más tratable, y vamos a liberarlo, pues nos ha asegurado
que no permitirá que sus amigos nos hagan daño. Nos llama galus y dice que dentro de poco él será un
galu. No está claro lo que quiere decir con eso. Dice que hay muchos galus al norte de nosotros, y que
en cuanto se convierta en uno irá a vivir con ellos.
Ahm salió a cazar con nosotros ayer y se quedó impresionado por la facilidad con que nuestros rifles
abatían antílopes y ciervos. Hemos estado viviendo de los productos de la tierra; Ahm nos enseñó
cuáles eran las frutas, tubérculos y hierbas comestibles, y dos veces a la semana salimos a conseguir
carne fresca. Secamos y almacenamos una parte, pues no sabemos qué puede acontecer. Nuestro
proceso de secado es en realidad ahumado. También secamos una gran cantidad de dos variedades de
cereales que crecen salvajes a unos pocos kilómetros al sur. Uno es un maíz indio gigante, una planta
perenne que suele tener hasta quince o veinte metros de altura, con hojas del tamaño del cuerpo de un
hombre, y granos grandes como un puño. Hemos tenido que construir un segundo almacén para la
gran cantidad de grano que hemos almacenado.

***

3 de septiembre de 1916: Hoy hace tres meses que el torpedo del U-33 me arrancó de la pacífica
cubierta del trasatlántico americano para lanzarme al extraño viaje que ha terminado aquí en Caspak.
Hemos acabado por aceptar nuestro destino, pues todos estamos convencidos de que ninguno volverá
a ver el mundo exterior. Las repetidas afirmaciones de Ahm de que hay seres humanos como nosotros
en Caspak han despertado en los hombres un agudo deseo de exploración. Envié una partida la semana
pasada a las órdenes de Bradley. Ahm, que ahora es libre de ir y venir a su antojo, los acompañó. Se
dirigieron al oeste, y encontraron muchas terribles bestias y reptiles y unas cuantas criaturas parecidas
a hombres a quienes Ahm espantó. Aquí incluyo el informe de Bradley sobre la expedición:
«Marchamos unos veinte kilómetros el primer día, acampando en la orilla de un gran arroyo que corre
hacia el sur. Había caza de sobra y vimos varias especies que no habíamos encontrado antes en
Caspak. Justo antes de acampar nos atacó un enorme rinoceronte lanudo, que Plesser abatió con un
disparo perfecto. Cenamos filetes de rinoceronte. Ahm llamó al bicho «atis». Fue una batalla casi
continua desde que dejamos el fuerte hasta que llegamos al campamento. La mente del hombre apenas
puede concebir la plétora de vida carnívora que hay en este mundo perdido; y sus presas,
naturalmente, son aún más abundantes.
«El segundo día marchamos unos quince kilómetros hasta el pie de los acantilados. Atravesamos
densos bosques cercanos a la base de los acantilados. Vimos criaturas parecidas a hombres y un orden
bajo de simio en un lado, y algunos de los hombres juraron que había un hombre blanco entre ellos.
Intentaron atacarnos al principio; pero una descarga de nuestros rifles les hizo cambiar de opinión.
Escalamos los acantilados hasta donde pudimos, pero cerca de la cima son absolutamente
perpendiculares sin ningún hueco o protuberancia que pueda servir de asidero. Todos nos sentimos
decepcionados, pues anhelábamos ver el océano y el mundo exterior. Incluso esperamos poder ver y
atraer la atención de algún barco de paso. Nuestra exploración ha determinado una cosa que
posiblemente nos resultará de poco valor y nunca será oída más allá de las murallas de Caprona: este
cráter estuvo una vez completamente lleno de agua. Hay pruebas irrefutables en la cara de los
acantilados.
«Nuestro viaje de regreso ocupó dos días y estuvo lleno de aventuras, como de costumbre. Todos nos
estamos acostumbrando a la aventura. Está empezando a calarnos. No sufrimos ninguna baja y no
hubo enfermedades».

Tuve que sonreír al leer el informe de Bradley. En aquellos cuatro días había vivido sin duda más
aventuras que un cazador africano en toda su vida, y sin embargo lo resumía todo en unas pocas líneas.
Sí, nos estamos acostumbrando a la aventura. No pasa un sólo día sin que ninguno de nosotros tenga
que enfrentarse a la muerte al menos una vez. Ahm nos enseñó unas cuantas cosas que han resultado
provechosas y nos han ahorrado mucha munición, que empleamos para conseguir comida o como
último recurso de autoconservación. Ahora, cuando nos atacan los grandes reptiles voladores corremos
a ocultamos bajo los árboles; cuando los carnívoros terrestres nos amenazan, nos subimos a los
árboles, y hemos aprendido a no disparar a los dinosaurios a menos que podamos quitarnos de en
medio durante al menos dos minutos después de alcanzarlos en el cerebro o la espina dorsal, o cinco
minutos después de perforarles el corazón: ese tiempo tardan en morir. Alcanzarlos en cualquier otra
parte es peor que inútil, pues no parecen advertirlo, y hemos descubierto que ese tipo de disparos no
los matan ni los hieren.

***
7 de septiembre de 1916. Han pasado muchas cosas desde la última vez que escribí. Bradley ha vuelto
a salir con una expedición para explorar los acantilados. Espera estar fuera unas cuantas semanas y
continuar su camino en busca de un punto donde los acantilados puedan ser escalados. Se llevó
consigo a Sinclair, Brady, James y Tippet. Ahm ha desaparecido. Se marchó hace tres días. Pero lo
más sorprendente que tengo que registrar es que von Schoenvorts y Olson, mientras cazaban el otro
día, descubrieron petróleo a unos veinte kilómetros al norte de nosotros, más allá de los acantilados de
piedra caliza. Olson dice que hay un gran surtidor de petróleo, y von Schoenvorts está haciendo
preparativos para refinarlo. Si tiene éxito, tendremos los medios para dejar Caspak y regresar a nuestro
mundo. Apenas puedo creer que sea verdad. Nos sentimos en el séptimo cielo. Ruego a Dios para que
no nos decepcionemos luego.

He intentado en varias ocasiones abordar el tema de mi amor por Lys. Pero ella no quiere escucharme.

Capítulo VII

8 de octubre de 1916. Esta es la última entrada que haré en mi manuscrito. Cuando acabe, se habrá
terminado. Aunque rezo para que llegue a hombres civilizados, el sentido me dice que nunca será leído
por otros ojos que no sean los míos, y que aunque así fuera, sería demasiado tarde para que me sirviera
de algo. Estoy solo en lo alto del gran acantilado, contemplando el ancho Pacífico. Un gélido viento
del sur me cala hasta los huesos, mientras que debajo puedo ver el follaje tropical de Caspak a un lado
y enormes icebergs de la cercana Antártida al otro. Cuando termine meteré el manuscrito doblado en
el termo que llevo para ese propósito desde que salí del fuerte (Fuerte Dinosaurio, lo llamamos) y lo
lanzaré al Pacífico desde lo alto del acantilado. No sé qué corrientes abrazan las costas de Caprona, ni
puedo imaginar adonde llegará mi botella, pero he hecho todo lo que cualquier hombre mortal puede
hacer para informar al mundo de mi paradero y de los peligros que amenazan a aquellos que todavía
permanecemos vivos en Caspak... si es que quedan otros aparte de mí.

El 8 de septiembre aproximadamente acompañé a Olson y von Schoenvorts al geiser de petróleo.


Lys vino con nosotros, y llevamos varias cosas que von Schoenvorts necesitaba para erigir una burda
refinería. Recorrimos costa arriba unos quince o veinte kilómetros en el U-33, tratando de desembarcar
cerca de la desembocadura de un pequeño arroyo que vaciaba grandes cantidades de crudo al mar; me
resulta difícil llamar a este gran lago por otro nombre. Entonces desembarcamos y caminamos tierra
adentro unos siete kilómetros, donde nos encontramos con una pequeña laguna enteramente llena de
petróleo, en cuyo centro brotaba un geiser.
En las orillas del lago ayudamos a von Schoenvorts a construir su primitiva refinería. Trabajamos
con él durante dos días hasta que consiguió poner las cosas en marcha, y luego regresamos a Fuerte
Dinosaurio, ya que temía que Bradley pudiera regresar y se preocupara por nuestra ausencia. El U-33
simplemente desembarcó a los que íbamos a regresar al fuerte y luego regresó hacia el pozo de
petróleo. Olson, Whitely, Wilson, la señorita La Rué y yo mismo desembarcamos, mientras que von
Schoenvorts y sus alemanes regresaban para refinar el crudo. Al día siguiente Plesser y otros dos
alemanes vinieron a por munición. Plesser dijo que los habían atacado hombres salvajes y que habían
gastado gran cantidad de balas. También pidió permiso para llevarse carne seca y maíz, diciendo que
estaban tan ocupados con el trabajo de refinado que no tenían tiempo para cazar. Permití que se llevara
todo lo que quiso, y no sospeché de sus intenciones. Regresaron al pozo de petróleo el mismo día,
mientras nosotros continuábamos con las diversas rutinas de la vida en el campamento.
Durante tres días no sucedió nada digno de mención. Bradley no regresó; tampoco tuvimos noticias
de von Schoenvorts. Por la noche Lys y yo subimos a una de las torres de observación y escuchamos
la sombría y terrible vida nocturna de las temibles eras del pasado. Una vez un dientes de sable rugió
casi debajo de nosotros, y la muchacha se apretujó contra mí. Mientras sentía su cuerpo contra el mío,
todo el amor acumulado de estos tres largos meses rompió las cadenas de la timidez y la corrección, y
la envolví en mis brazos y cubrí su cara y labios de besos. Ella no intentó soltarse, sino que rodeó mi
cuello con sus brazos y acercó mi cara aún más a la suya.
–¿Me amas, Lys? –pregunté. Sentí que asentía con la cabeza, un gesto afirmativo contra mi pecho–.
Dímelo, Lys –supliqué–, dime con palabras cuánto me amas.

La respuesta fue en voz baja, dulce y tierna:

–Te amo más allá de todo lo imaginable.

Mi corazón se llenó entonces de embeleso, y se llena ahora igual que ha hecho las incontables veces
que he recordado aquellas queridas palabras, y siempre lo hará hasta que la muerte me reclame. Puede
que nunca vuelva a verla: puede que ella no sepa cuánto la amo... puede que se cuestione, puede que
dude. Pero siempre verdadero y firme, y cálido con los fuegos del amor, mi corazón late por la
muchacha que dijo aquella noche:

–Te amo más allá de todo lo imaginable.

Durante mucho tiempo permanecimos sentados en el pequeño banco construido para el centinela que
aún no habíamos considerado necesario apostar más que en una de las cuatro torres. Aprendimos a
conocernos mejor mutuamente en aquellas dos breves horas que en todos los meses que habían pasado
desde que nos conocimos. Ella me dijo que me amó desde el principio, y que nunca había amado a von
Schoenvorts, pues su compromiso había sido concertado por su tía debido a razones sociales.
Fue la noche más feliz de mi vida. No espero volver a vivir una experiencia como aquella, pero se
terminó, igual que se termina la felicidad. Bajamos al complejo, y acompañé a Lys hasta la puerta de
su habitación. Allí volvió a besarme y me dio las buenas noches, y entonces entró y cerró la puerta.
Me dirigí a mi propia habitación, y me senté a la luz de una de las burdas velas que habíamos hecho
con la grasa de una de las bestias que habíamos matado, y reviví los acontecimientos de aquella noche.
Por fin me acosté y me quedé dormido, soñando sueños felices y haciendo planes para el futuro, pues
incluso en la salvaje Caspak estaba decidido a hacer feliz a mi amada.
Desperté cuando ya era de día. Wilson, que hacía las veces de cocinero, estaba ya levantado y
enfrascado en su trabajo en la cocina. Los demás dormían, pero yo me levanté y seguido de Nobs bajé
al arroyo a darme un chapuzón. Como era nuestra costumbre, iba armado con rifle y revólver, pero me
desnudé y nadé sin ser molestado más que por una gran hiena, que suelen habitar las cuevas de los
acantilados de piedra caliza al norte del campamento. Son enormes y terriblemente feroces. Imagino
que se corresponden con la hiena de las cavernas de tiempos prehistóricos.
Este ejemplar atacó a Nobs, cuyas experiencias en Caprona le habían enseñado que la discreción es
la mejor parte del valor, con el resultado de que acabó lanzándose de cabeza al arroyo junto a mí
después de emitir una serie de feroces gruñidos que no tuvieron más efecto sobre la Hyaena spelaeus
de lo que podría conseguir una dulce sonrisa contra un jabalí enfurecido. Al final abatí a la bestia, y
Nobs se dio un festín mientras me vestía, pues se había acostumbrado a comer la carne cruda durante
nuestras numerosas expediciones de caza, donde siempre le dábamos una porción de la presa.
Cuando regresamos, Whitely y Olson estaban levantados y vestidos, y todos nos sentamos a tomar
un buen desayuno. No pude dejar de preguntarme por la ausencia de Lys de la mesa, pues siempre era
una de las personas más madrugadoras del campamento. Así, a eso de las nueve, temiendo que se
hallara indispuesta, me acerqué hasta su habitación y llamé a la puerta. No recibí ninguna respuesta,
así que llamé con todas mis fuerzas. Entonces giré el pomo y entré, para descubrir que ella no estaba
allí. Su cama había sido ocupada, y sus ropas yacían donde las había dejado la noche anterior al
retirarse, pero Lys había desaparecido. Decir que me sentí lleno de terror sería expresarlo de una forma
suave. Aunque sabía que no podía estar en el campamento, busqué en cada palmo del complejo y en
todos los edificios, sin conseguir nada.
Fue Whitely quien descubrió la primera pista: una gran huella de aspecto humano en la tierra blanda
junto al arroyo, e indicaciones de una pelea en el lodo.
Entonces encontré un diminuto pañuelo cerca de la muralla exterior. ¡Lys había sido secuestrada!
Estaba bien claro. Algún horrible miembro de la tribu de hombres-mono había entrado en el fuerte y se
la había llevado. Mientras contemplaba aturdido y horrorizado la temible evidencia que tenía delante,
desde el gran lago llegó un sonido cada vez más fuerte que se fue convirtiendo en una especie de
alarido. Todos alzamos la cabeza cuando el ruido pasó por encima de nosotros, y un momento más
tarde se produjo una terrible explosión que nos lanzó al suelo.
Cuando nos pusimos en pie, vimos que una gran sección de la muralla oeste había quedado
destruida. Fue Olson quien primero se recuperó lo suficiente para adivinar la explicación del
fenómeno.

–¡Un proyectil! –exclamó–. Y no hay más proyectiles en Caspak que los que tenemos en el submarino.
¡Los sucios boches nos han traicionado! ¡Vamos!

Y agarró su rifle y echó a correr hacia el lago. Eran más de tres kilómetros, pero no nos detuvimos
hasta que tuvimos la bahía a la vista, aunque no podíamos ver el lago a causa de los acantilados de
piedra arenisca que se interponían. Corrimos lo más rápido que pudimos hasta el extremo inferior de la
bahía, subimos los acantilados y por fin desde la cima vimos el lago completo. Muy lejos costa abajo,
hacia el río por el cual habíamos llegado, vimos el contorno del U-33, vomitando humo negro por su
chimenea.
¡Von Schoenvorts había conseguido refinar el petróleo! El mal nacido había roto su promesa y nos
dejaba a nuestro destino. Incluso había bombardeado el fuerte como saludo de despedida. Nada podría
haber sido más prusiano que esta marcha del barón Friedrich von Schoenvorts.
Olson, Whitely y yo nos quedamos mirándonos un momento. Parecía increíble que un hombre
pudiera ser tan pérfido, que hubiéramos visto con nuestros propios ojos lo que acabábamos de ver.
Pero cuando regresamos al fuerte, la muralla derruida nos dio pruebas suficientes de que no se había
tratado de un error.
Entonces empezamos a especular sobre si había sido un hombre-mono o un prusiano quien había
secuestrado a Lys. Por lo que sabíamos de von Schoenvorts, no habría sido sorprendente por su parte;
pero las huellas junto al arroyo parecían una prueba irrefutable de que uno de los hombres
subdesarrollados de Caprona había secuestrado a la mujer que yo amaba.
En cuanto me convencí a mí mismo de que ese era el caso, hice mis preparativos para seguirla y
rescatarla. Olson, Whitely y Wilson quisieron acompañarme; pero yo les dije que eran necesarios aquí,
ya que el grupo de Bradley seguía ausente y con la marcha de los alemanes era necesario conservar
nuestras fuerzas en la medida de lo posible.

Capítulo VIII

Fue una despedida triste. En silencio estreché la mano de cada uno de los tres hombres restantes.
Incluso el pobre Nobs parecía abatido cuando dejamos el complejo e iniciamos la persecución del
claro rastro dejado por el secuestrador. Ni una sola vez volví la mirada hacia Fuerte Dinosaurio. No lo
he vuelto a ver desde entonces... ni es probable que vuelva a verlo jamás. La pista se dirigía hacia el
noreste hasta que llegaba a la zona occidental de los acantilados de piedra arenisca al norte del fuerte;
allí seguía un sendero bien definido que se dirigía al norte por un territorio que todavía no habíamos
explorado.
Era un terreno hermoso y levemente ondulado, con amplias praderas donde pastaban incontables
animales herbívoros: ciervos rojos, uros, y una amplia gama de antílopes y al menos tres especies
distintas de caballo que oscilaban desde el tamaño de Nobs hasta un magnífico animal de catorce o
dieciséis palmos de altura. Estas criaturas pastaban juntas en perfecta camaradería, y no mostraron
ninguna indicación de terror cuando Nobs y yo nos acercamos. Se apartaron de nuestro camino y no
nos quitaron los ojos de encima hasta que pasamos de largo; luego continuaron pastando.
El sendero atravesaba el claro hasta llegar a otro bosque, en cuya linde vi algo blanco. Parecía
destacar en marcado contraste con sus inmediaciones, y cuando me detuve a examinarlo, descubrí que
era una pequeña tira de muselina... parte del dobladillo de una ropa. De inmediato me sentí animado,
pues sabía que era una señal dejada por Lys para indicar que había seguido por este camino: era un
trocito del dobladillo de la ropa que usaba en vez del camisón que había perdido en el hundimiento del
crucero. Tras llevarme a los labios el trocito de tela, avancé aún más rápido que antes, porque ahora
sabía que seguía la pista correcta y que, hasta este punto al menos, Lys seguía con vida.
Hice más de treinta kilómetros ese día, pues ya estaba endurecido ante la fatiga y acostumbrado a
largas caminatas, ya que pasaba mucho tiempo cazando y explorando en las inmediaciones del
campamento. Una docena de veces ese día mi vida fue amenazada por temibles criaturas de la tierra o
el cielo, aunque no pude dejar de advertir que cuanto más avanzaba hacia el norte, menos grandes
dinosaurios había, aunque aún persistían en pequeño número. Por otro lado la cantidad de rumiantes y
la variedad y frecuencia de animales herbívoros aumentaba. Cada kilómetro cuadrado de Caspak
albergaba sus terrores.
A intervalos por el camino fui encontrando trozos de muselina, y a menudo me reconfortaban
cuando de otro modo habría sentido dudas sobre qué camino tomar cuando dos se cruzaban o había
desviaciones, como ocurrió en varios momentos. Y así, a medida que se acercaba la noche, llegué al
extremo sur de una hilera de acantilados más altos de los que había visto antes, y al acercarme, me
llegó el olor de madera quemada. ¿Qué podía suceder? Sólo era posible una solución: había hombres
cerca, una orden superior a la que habíamos visto hasta ahora, diferente a la de Ahm, el hombre de
Neanderthal. Me pregunté de nuevo, como había hecho tantas veces, si no habría sido Ahm quien
secuestró a Lys.
Me acerqué cautelosamente al flanco de los acantilados, allá donde terminaban en un brusco tajo,
como si una mano poderosa hubiera arrancado una gran sección de roca y la hubiera depositado sobre
la superficie de la tierra. Ya estaba bastante oscuro, y mientras me arrastraba vi a cierta distancia un
gran fuego en torno al cual había varias figuras... al parecer figuras humanas. Indiqué a Nobs que
guardara silencio, cosa que hizo pues había aprendido muchas lecciones sobre el valor de la
obediencia desde que llegamos a Caspak. Avancé, aprovechándome de toda cobertura que pude
encontrar, hasta que detrás de unos matorrales pude ver claramente a las figuras congregadas en torno
al fuego.
Eran humanas y no lo eran. Debería decir que estaban un poco más alto que Ahm en la escala
evolutiva, ocupando posiblemente un lugar en la evolución entre lo que es el hombre de Neanderthal y
lo que se conoce como raza de Grimaldi. Sus rasgos eran claramente negroides, aunque sus pieles eran
blancas. Una considerable porción del torso y los miembros estaban cubiertos de pelo corto, y sus
proporciones físicas eran en muchos aspectos simiescas, aunque no tanto como las de Ahm.
Adoptaban una postura más erecta, aunque sus brazos eran considerablemente más largos que los del
hombre de Neanderthal. Mientras los observaba, vi que poseían un lenguaje, que tenían conocimiento
del fuego y que llevaban, además de un palo de madera como el de Ahm, algo que parecía una burda
hacha de piedra. Evidentemente estaban muy abajo en la escala de la humanidad, pero eran un peldaño
superior a los que había visto anteriormente en Caspak.
Pero lo que más me interesó fue la esbelta figura de una delicada muchacha, apenas vestida con un
fragmento de muselina que apenas le cubría las rodillas... una muselina rota y rasgada por el borde
inferior. Era Lys, y estaba viva y, por lo que pude ver, ilesa. Un enorme bruto de gruesos labios y
mandíbula prominente se encontraba a su lado. Hablaba en voz alta y gesticulaba salvajemente. Yo
estaba lo bastante cerca como para oír sus palabras, que eran similares al lenguaje de Ahm, aunque
más completo, pues había muchas palabras que no podía entender. Sin embargo capté el sentido de lo
que estaba diciendo: que él había encontrado y capturado a esta galu, que era suya y que desafiaba a
cualquiera que cuestionase su derecho de posesión. Me pareció, como después he comprendido, que
estaba siendo testigo de la más primitiva de las ceremonias de matrimonio. Los miembros reunidos de
la tribu escuchaban sumidos en una especie de apatía indiferente, pues el que hablaba era con
diferencia el más poderoso del clan.

No pareció haber nadie que disputara su reclamación cuando dijo, o más bien gritó con tono
estentóreo:

–Soy Tsa. Ésta es mi ella. ¿Quién la desea más que Tsa?


–Yo –dije en el lenguaje de Ahm, y salí a la luz ante ellos. Lys dejó escapar un gritito de alegría y
avanzó hacia mí, pero Tsa la agarró por el brazo y la hizo retroceder.
–¿Quién eres tú? –chilló Tsa–. ¡Yo mato! ¡Yo mato! ¡Yo mato!
–La ella es mía –repliqué–, y he venido a reclamarla. Yo mato si tú no la dejas venir conmigo.
Y alcé mi pistola a la altura de su corazón. Naturalmente la criatura no tenía ni idea de para qué
servía el pequeño instrumento con el que le apuntaba. Con un sonido que era medio humano y medio
gruñido de bestia salvaje, saltó hacia mí. Apunté a su corazón y disparé, y mientras caía de cabeza al
suelo, los otros miembros de la tribu, aterrados por la detonación de la pistola, corrieron hacia los
acantilados... mientras Lys, con los brazos extendidos, corría hacia mí.
Mientras la abrazaba, de la noche negra a nuestra espalda, y luego a nuestra derecha y después a
nuestra izquierda se alzó una serie de terribles alaridos, aullidos, rugidos y gruñidos. Era la vida
nocturna de este mundo selvático que recuperaba la vida, las enormes y carnívoras bestias nocturnas
que volvían espantosas las noches de Caspak. Un sollozo estremeció la figura de Lys.

–¡Oh, Dios –gimió–, dame fuerzas para soportarlo!

Advertí que estaba a punto de un colapso nervioso, después de todo el horror y el miedo que debía
haber pasado ese día, y traté de tranquilizarla y consolarla lo mejor que pude. Pero incluso para mí el
futuro parecía aciago, ¿pues qué posibilidad de vivir teníamos contra los terribles cazadores de la
noche que incluso ahora nos rondaban cada vez más cerca?
Me volví para ver qué había sido de la tribu, y a la irregular luz del fuego percibí que la cara del
acantilado estaba llena de grandes agujeros hacia los que subían aquellas criaturas humanoides.

–Vamos –le dije a Lys–, tenemos que seguirlos. Aquí no duraremos ni media hora. Tenemos que
encontrar una cueva.

Ya podíamos ver los brillantes ojos verdes de los hambrientos carnívoros. Agarré una rama de la
hoguera y la lancé a la noche, y como respuesta oímos un coro de protestas salvajes y enfurecidas,
pero los ojos desaparecieron durante un rato. Tras seleccionar una rama ardiente para cada uno de
nosotros, avanzamos hacia los acantilados, donde fuimos recibidos por furiosas amenazas.

–Nos matarán –dijo Lys–. Será mejor que busquemos otro refugio.
–No nos matarán con tanta seguridad como esas otras criaturas de ahí fuera –repliqué–. Voy a buscar
refugio en una de esas cavernas. Esos hombres-cosa no se saldrán con la suya.

Y continué avanzando en dirección a la base del acantilado. Una gran criatura se alzaba en un
saliente, blandiendo su hacha de piedra.

–Ven y te mataré y me quedaré con la ella –alardeó.


–Ya has visto lo que le pasó a Tsa cuando quiso quedarse con mi ella –repliqué en su propio
lenguaje–. Es lo que te pasará a ti y a todos tus amigos si no nos permitís ir en paz entre vosotros para
evitar los peligros de la noche.
–Id al norte –gritó él–. Id al norte entre los galus, y no nos haremos daño. Algún día nosotros seremos
galus, pero ahora no lo somos. No pertenecéis a este lugar. Marchaos u os mataremos. La ella puede
quedarse si tiene miedo, y la cuidaremos; pero el él tiene que marcharse.
–El él no se marchará –repliqué, y me acerqué aún más.

Salientes irregulares y estrechos formados por la naturaleza daban acceso a las cuevas superiores. Un
hombre podría escalarlas si no encontraba problemas, pero hacerlo delante de una tribu beligerante de
semihombres y con una muchacha a la que ayudar estaba más allá de mi capacidad.

–No te temo –gritó la criatura–. Estabas cerca de Tsa, pero yo estoy muy por encima de ti. No puedes
dañarme como dañaste a Tsa. ¡Márchate!

Coloqué el pie en el saliente más bajo y empecé a subir, tras extender la mano y aupar a Lys a mi
lado. Ya me sentía más seguro. Pronto estaríamos a salvo de las bestias que volvían a acercarse a
nosotros. El hombre que teníamos encima alzó el hacha de piedra por encima de su cabeza y saltó
rápidamente para recibirnos. Su posición sobre mí le proporcionaba una ventaja superior, o al menos
eso pensó probablemente, pues nos atacó mostrando grandes signos de confianza. Odié hacerlo, pero
parecía que no había otro modo, así que lo abatí de un disparo como había hecho con Tsa.

–Veis –le grité a sus amigos–, que puedo mataros dondequiera que estéis. Os puedo matar de lejos o
de cerca. Dejadnos ir entre vosotros en paz. No os haré daño si no nos hacéis daño. Ocuparemos una
cueva alta. ¡Hablad!
–Venid entonces –dijo uno–. Si no nos hacéis daño, podéis venir. Ocupad el agujero de Tsa, que es el
que tenéis encima.

La criatura nos indicó la boca de una negra cueva, pero se mantuvo apartado mientras lo hacía, y Lys
me siguió mientras me arrastraba para explorarla. Llevaba cerillas conmigo, y a la luz de una de ellas
encontré una pequeña cueva con el techo plano y un suelo que seguía las hendiduras de los estratos.
Piezas del techo se habían caído en alguna fecha lejana, como quedaba claro por el grado de la
suciedad que las cubría. Incluso un examen superficial reveló el hecho de que no se había intentado
nada para mejorar la habitabilidad de la caverna; ni, juzgué, se había limpiado jamás. Con
considerable dificultad solté algunas de las piezas más grandes de roca rota que cubrían el suelo y las
coloqué como barrera ante la puerta. Estaba demasiado oscuro para hacer nada más.
Le di entonces a Lys un poco de carne seca, y tras sentarnos junto a la entrada, cenamos como
pudieron hacerlo nuestros antepasados en los albores de la edad del hombre, mientras debajo el
diapasón de la noche salvaje se alzaba extraño y aterrador a nuestros oídos. A la luz de la gran hoguera
que todavía ardía pudimos ver grandes formas acechantes, y al fondo incontables ojos encendidos.
Lys se estremeció, y la rodeé con mis brazos y la atraje hacia mí, y así permanecimos durante toda la
noche. Ella me contó su secuestro y el temor que había sufrido, y juntos le dimos gracias a Dios
porque había salido ilesa, porque el gran bruto no se había atrevido a detenerse por el camino
infectado de peligros. Ella dijo que acababan de llegar a los acantilados cuando yo aparecí, pues en
varias ocasiones su captor se había visto obligado a subir a los árboles con ella para escapar de las
garras de algún león de las cavernas o algún tigre de dientes de sable, y dos veces se habían visto
obligados a permanecer ocultos durante largo rato antes de que las bestias se retirasen.
Nobs, a base de muchos saltos y rodeos y de escapar un par de veces por los pelos de la muerte,
había conseguido seguirnos a la cueva y estaba ahora acurrucado entre la puerta y yo, tras haber
devorado un trozo de carne seca, que pareció saborear inmensamente. Fue el primero en quedarse
dormido, pero imagino que debimos imitarlo pronto, pues ambos estábamos cansados. Yo había
soltado el rifle y el cinturón con las municiones, aunque los tenía cerca, pero seguía teniendo la pistola
en el regazo, bajo mi mano. Sin embargo, no nos molestaron durante la noche, y cuando desperté el sol
brillaba en la distancia, sobre las copas de los árboles. La cabeza de Lys había caído hasta mi pecho, y
mi brazo todavía la rodeaba.
Poco después, Lys despertó y por un momento pareció no poder comprender la situación. Me miró y
entonces se giró y vio mi brazo que la rodeaba, y de pronto pareció advertir de repente lo exiguo de su
vestimenta y se apartó, cubriéndose el rostro con las manos y ruborizándose furiosamente. La atraje
hacia mí y la besé, y entonces ella me rodeó con sus brazos y lloró suavemente, en muda rendición a lo
inevitable.
Una hora después la tribu empezó a despertar. Los observamos desde nuestro «apartamento», como
lo llamaba Lys. Ni los hombres ni las mujeres llevaban ningún tipo de ropas u ornamentos, y todos
parecían ser de la misma edad: no había bebés ni niños entre ellos. Esto fue, para nosotros, lo más
extraño e inexplicable, pero nos recordó que aunque habíamos visto a muchas especies salvajes y
menos desarrolladas en Caspak, nunca habíamos llegado a ver ancianos ni niños.
Después de un buen rato recelaron menos de nosotros y luego se mostraron amistosos a su manera
brutal. Tiraban de nuestras ropas, que parecían interesarles, y examinaron mi rifle y mi pistola y el
cinturón de municiones. Les mostré la botella térmica, y cuando serví un poco de agua, se quedaron
encantados, pensando que era un manantial que llevaba conmigo... una fuente infalible de agua.
Advertimos una cosa más entre sus características: nunca reían ni sonreían. Y entonces recordamos
que Ahm tampoco lo hacía. Les pregunté si conocían a Ahm, pero contestaron que no.
–Allá puede que lo conociéramos –dijo uno de ellos. E indicó con la cabeza el sur.
–¿Venís de allí? –pregunté. Él me miró sorprendido.
–Todos venimos de allí –dijo–. Después vamos allí.

Y esta vez indicó con la cabeza el norte.

–Para ser galus –concluyó.

Muchas veces habíamos oído esta referencia a convertirse en galus. Ahm lo había mencionado
muchas veces. Lys y yo decidimos que era una especie de convicción religiosa, tan parte de ellos
como el instinto de conservación, una aceptación primitiva de una vida posterior y más sagrada. Era
una teoría brillante, pero completamente equivocada. Ahora lo sé, y lo lejos que estábamos de
imaginar la maravillosa, la milagrosa, la gigantesca verdad de la que todavía sólo puedo hacer
suposiciones... el detalle que aparta a Caspak del resto del mundo mucho más claramente que su
aislada situación geográfica o su inexpugnable barrera de gigantescos acantilados. Si pudiera vivir
para regresar a la civilización, tendría material para que religiosos y profanos debatieran durante
años... y los evolucionistas también.

***

Después de desayunar los hombres salieron a cazar, mientras las mujeres se dirigieron a una gran
charca de agua caliente cubierta de espuma verde y llena de millones de renacuajos. Avanzaron hasta
un palmo de profundidad y se tumbaron en el lodo. Permanecieron allí durante una o dos horas y luego
regresaron al acantilado. Mientras estuvimos con ellos, vimos que repetían este ritual cada mañana,
pero cuando les preguntamos por qué lo hacían no obtuvimos ninguna respuesta inteligible. Lo único
que repetían a modo de explicación era la palabra ata. Intentaron que Lys las acompañara y no
pudieron entender por qué ella se negaba.
Después del primer día fui a cazar con los hombres, dejando a Lys con Nobs y la pistola, pero nunca
tuvo que utilizarlos, pues ningún reptil ni bestia se acercaba a la charca mientras las mujeres estaban
allí... ni, por lo que sabemos, en otras ocasiones. No había rastro de bestias salvajes en el suave lodo
de las orillas, y desde luego el agua no parecía potable.
La tribu vivía principalmente a base de animales pequeños que abatían con sus hachas de piedra
después de rodear a sus presas y obligarlas a acercarse a ellos. Los pequeños caballos y los antílopes
existían en número suficiente para mantenerlos con vida, y también comían numerosas variedades de
frutas y verduras. Nunca traían más comida que la suficiente para cubrir sus necesidades inmediatas,
¿pero por qué molestarse? El problema de la comida en Caspak no causa preocupación en sus
habitantes.
El cuarto día Lys me dijo que consideraba que estaba preparada para intentar al día siguiente el viaje
de regreso, y por eso partí a la caza muy animado, pues estaba ansioso por volver al fuerte y descubrir
si Bradley y su partida habían regresado y cuál había sido el resultado de su expedición. También
quería tranquilizarlos en cuanto al destino de Lys y el mío, pues sabía que ya debían de darnos por
muertos. Era un día nuboso, aunque cálido, como siempre en Caspak. Parecía extraño advertir que
sólo a unos kilómetros de distancia el invierno se cernía sobre el océano cubierto de tormentas, y que
debía estar nevando alrededor de Caprona. Pero ninguna nieve podía penetrar la húmeda y cálida
atmósfera del gran cráter.
Tuvimos que ir más lejos que de costumbre antes de que pudiéramos rodear a una pequeña manada
de antílopes, y estaba ayudando a conducirlos cuando vi un hermoso ciervo a unos doscientos metros a
mi espalda. Debía haber estado durmiendo entre las altas hierbas, pues lo vi levantarse y mirar a su
alrededor con aspecto asustado, y entonces alcé el arma y le disparé. Cayó y corrí hacia él para
rematarlo con el largo machete que me había dado uno de los hombres; pero, justo cuando lo
alcanzaba, se puso en pie tambaleándose y echó a correr durante otros doscientos metros. Entonces lo
volví a tumbar. Una vez más repetí la operación antes de poder alcanzarlo y cortarle la garganta.
Entonces busqué a mis compañeros, ya que quería que vinieran y se llevaran la carne a casa. Pero no
pude ver a ninguno. Llamé unas cuantas veces y esperé, pero no hubo respuesta y no vino nadie. Por
fin, disgustado, corté toda la carne que pude llevar, y me puse en camino en dirección a los
acantilados. Debí recorrer más de un kilómetro antes de comprender la verdad: estaba perdido,
desesperanzadamente perdido.
Todo el cielo estaba cubierto de densas nubes, y no había ningún lugar reconocible con el que
pudiera orientarme. Continué en la dirección que consideraba el sur pero que ahora imagino debía ser
el norte, sin detectar ni un solo objeto familiar. En un tupido bosque de repente me topé con algo que
al principio me llenó de esperanza y después de la más profunda desesperación.
Era un montículo de tierra fresca moteado de flores resecas ya, y en un extremo había una losa plana
de piedra arenisca clavada en el suelo. Era una tumba, y eso significaba que había por fin encontrado
un país habitado por seres humanos. Los encontraría, ellos me indicarían el camino de los acantilados,
tal vez me acompañarían y nos acogerían en su seno... el seno de hombres y mujeres como nosotros.
Mis esperanzas y mi imaginación corrieron desbocados en los pocos metros que recorrí hasta alcanzar
aquella tumba solitaria, antes de leer los burdos caracteres tallados en la sencilla lápida. Esto es lo que
leí:

AQUÍ YACE JOHN TIPPET, INGLÉS


MUERTO POR UN TIRANOSAURIO
10 DE SEPTIEMBRE DE 1916 D.C.
R.I.P.

¡Tippet! Parecía increíble. ¡Tippet de cuerpo yaciente en este oscuro bosque! ¡Tippet muerto! Había
sido un buen hombre, pero la pérdida personal no fue lo que me afectó. Fue el hecho de que esta
silenciosa tumba presentaba la prueba de que Bradley había llegado hasta aquí con su expedición y
que también él estaba probablemente perdido, pues no era nuestra intención que estuviese fuera tanto
tiempo. Si me había topado con la tumba de un miembro de la partida, ¿había algún motivo para no
creer que los huesos de los otros yacían esparcidos en algún lugar cercano?

Capítulo IX

Mientras contemplaba aquel triste y solitario montículo, abatido por las más tristes reflexiones y
premoniciones, me agarraron de pronto por detrás y me lanzaron a tierra. Mientras caía, un cuerpo
caliente cayó encima de mí, y unas manos me agarraron por los brazos y las piernas. Cuando pude
mirar, vi unos dedos gigantescos que me sujetaban, mientras que otros me registraban. Se trataba de
un nuevo tipo de hombre, un tipo superior a la tribu primitiva que acababa de abandonar. Eran más
altos, también, con cráneos mejor formados y rostros más inteligentes. Tenían menos características
simiescas en sus rasgos, y también menos negroides. Llevaban armas, lanzas con punta de piedra,
cuchillos de piedra, y hachas... y llevaban adornos y una especie de taparrabos; los primeros hechos de
plumas prendidas en el pelo y el taparrabos hecho de una sola piel de serpiente con cabeza y todo que
colgaba hasta sus rodillas.
Naturalmente no advertí todos esos detalles en el momento de mi captura, pues estaba ocupado con
otros asuntos. Tres de los guerreros estaban sentados encima de mí, tratando de retenerme a base de
fuerza bruta, y tenían las manos llenas, puedo asegurarlo. No me gusta parecer vanidoso, pero bien
puedo admitir que estoy orgulloso de mi fuerza y la ciencia que he adquirido y desarrollado para
cultivarla: siempre he estado orgulloso de eso y de mi habilidad como jinete. Y ahora, ese día, todas
las largas horas que había dedicado al cuidadoso estudio, la práctica y el entrenamiento me dieron en
dos o tres minutos un reembolso pleno de mi inversión. Los californianos, por regla general, estamos
familiarizados con el jiu-jitsu, y yo en concreto lo había estudiado durante varios años, tanto en la
universidad como en el Club Atlético de Los Ángeles, y además había tenido recientemente como
empleado a un japonés que era una maravilla en ese arte. Tardé unos treinta segundos en romperle el
codo a uno de mis atacantes, en derribar a otro y mandarlo dando tumbos contra sus compañeros, y en
lanzar al tercero por encima de mi cabeza de una forma que se rompió el cuello al caer.
En el momento en que los demás miembros del grupo se quedaron mudos e inactivos por la sorpresa,
eché mano a mi rifle (que, descuidadamente, llevaba a la espalda), y cuando atacaron, como sabía que
iban a hacer, le metí una bala en la frente a uno de ellos. Esto los detuvo a todos temporalmente... no la
muerte de su compañero, sino la detonación del rifle, la primera que habían oído en su vida. Antes de
que estuvieran preparados para volver a atacarme, uno de ellos dio una orden a los demás, y en un
lenguaje similar pero más complicado que el de la tribu del sur, igual que el de estos era más completo
que el de Ahm. Les ordenó que retrocedieran y entonces él avanzó y se dirigió a mí.
Me preguntó quién era, de donde venía y cuáles eran mis intenciones. Repliqué que era extranjero en
Caspak, que estaba perdido y que mi único deseo era encontrar el camino de vuelta con mis
compañeros. El me preguntó dónde estaban y yo le dije que hacia el sur, usando la frase caspakiana
que, literalmente, quería decir «hacia el principio». La sorpresa se reflejó en su cara antes de que la
expresara con palabras.

–No hay galus allí –dijo.


–Te digo que soy de otro país –repuse, enfadado–, lejos de Caspak, mucho más allá de los grandes
acantilados. No sé quiénes pueden ser los galus; nunca los he visto. Nunca he estado más al norte que
aquí. Miradme... mira mis ropas y mis armas. ¿Has visto alguna vez a un galu o a cualquier otra
criatura en Caspak que posea estas cosas?

Él tuvo que admitir que no, y también que estaba muy interesado en mí, mi rifle y en la forma en que
me había deshecho de sus tres guerreros. Finalmente medio se convenció de que le estaba diciendo la
verdad y se ofreció a ayudarme si le enseñaba cómo había arrojado al hombre por encima de mi
cabeza y le regalaba la «lanza-ruido», como la llamaba. Me negué a darle mi rifle, pero prometí
enseñarle el truco que deseaba aprender si me guiaba en la dirección correcta. Él me dijo que así lo
haría mañana, que ahora era demasiado tarde y que bien podía ir a su aldea y pasar la noche con ellos.
No me gustó perder tanto tiempo, pero el tipo era obstinado, y acabé por acompañarlos. Los dos
hombres muertos quedaron donde habían caído, sin que les dirigieran una segunda mirada: así de poco
vale la vida en Caspak.
Este pueblo también era cavernícola, pero sus cuevas mostraban el resultado de una inteligencia
superior que los acercaba un paso más al hombre civilizado que a la tribu más próxima «hacia el
principio». El interior de las cavernas estaba despejado de basura, aunque distaba mucho de estar
limpio, y tenían jergones de hierba seca cubierta con pieles de leopardos, linces y osos, mientras que
ante las entradas había barreras de piedra y pequeños y rudos hornos de piedra circulares. Las paredes
de la cueva a la que me dirigieron estaban cubiertas de dibujos. Vi los contornos de un gigantesco
ciervo rojo, de mamuts, tigres y otras bestias. Aquí, como en la última tribu, no había niños ni
ancianos.
Los hombres de esta tribu tenían dos nombres, o más bien nombres de dos sílabas; mientras que en
la tribu de Tsa las palabras eran monosilábicas, con la excepción de unas pocas como atis y galus. El
nombre del jefe era To-jo, y su familia consistía en siete hembras y él mismo. Las mujeres eran mucho
más agraciadas, o al menos no tan horribles como las del pueblo de Tsa. Una de ellas era incluso bella,
al tener menos pelo y tener una piel bastante más bonita, con buen color.
Todos estaban muy interesados en mí y examinaron con cuidado mis ropas y mi equipo, tocando y
palpando y oliendo cada artículo. Aprendí de ellos que su pueblo era conocido como los band-lu, u
hombres-lanza; la raza de Tsa eran los sto-lu, u hombres-hacha. Bajo esta escala de la evolución
venían los bo-lu, u hombres-maza, y luego los alus, que no tenían armas ni lenguaje. En esa palabra
reconocí lo que me pareció el más notable descubrimiento que había hecho en Caprona, pues a menos
que fuera mera coincidencia, me había encontrado con una palabra que había sido transmitida desde el
principio del lenguaje hablado sobre la tierra, transmitida durante millones de años, quizás, con pocos
cambios. Era el único hilo que quedaba del antiguo ovillo de una cultura que había sido tejida cuando
Caprona era una feroz montaña en una masa de tierra rebosante de vida. Enlazaba el insondable
entonces con el eterno ahora. Y sin embargo puede que fuera pura coincidencia: mi juicio me dice que
es coincidencia que en Caspak el término para el hombre sin habla sea alus, y en el mundo exterior de
nuestro tiempo sea alalus.
La mujer bonita de la que he hablado se llamaba So-ta, y se interesó tan vivamente por mí que To-jo
acabó por poner objeciones a sus atenciones, recalcando su incomodidad golpeándola y empujándola a
patadas hasta un rincón de la caverna. Salté entre ellos mientras todavía la estaba dando de patadas y,
tras hacerle una rápida llave, lo arrastré gritando de dolor fuera de la cueva. Allí le hice prometer que
no volvería a hacerle daño, so pena de un castigo peor. So-ta me dirigió una mirada de agradecimiento,
pero To-jo y el resto de sus mujeres se mostraron hoscos y amenazantes.

Más tarde, So-ta me confesó que pronto iba a dejar la tribu.

–Sota pronto va a ser kro-lu –dijo con un susurro.

Le pregunté qué era eso, y ella trató de explicarlo, pero todavía no sé si la comprendí. Por sus gestos
deduje que los kro-lus eran un pueblo armado con arcos y flechas, tenían utensilios donde cocinar su
comida y algún tipo de chozas donde vivían, y eran acompañados por animales. Todo era muy
fragmentario y vago, pero la idea parecía ser que los kro-lus eran un pueblo más avanzado que los
band-lus. Reflexioné durante largo rato sobre todo lo que había oído, antes de que el sueño me
reclamara. Traté de encontrar alguna conexión entre estas diversas razas que explicara la esperanza
universal que todos ellos albergaban de que algún día se convertirían en galus. So-ta me había dado
una sugerencia, pero la idea resultante era tan extraña que apenas podía creerla; sin embargo, coinci día
con la esperanza expresada por Ahm, con los diversos pasos en la evolución que había advertido en las
diferentes tribus que había encontrado y con la gama de tipos representada en cada tribu. Por ejemplo,
entre los band-lu había tipos como So-ta, que me parecían los más altos en la escala de la evolución, y
To-jo, que estaba un poco más cerca del mono, mientras que había otros que tenían narices chatas,
rostros protuberantes y cuerpos más peludos. La cuestión me exasperaba. Probablemente en el mundo
exterior la respuesta está encerrada al pie de la Esfinge. ¿Quién sabe? Yo no.
Con los pensamientos de un lunático o un adicto al opio, me quedé dormido. Y cuando desperté,
descubrí que mis manos y mis pies estaban amarrados y me habían quitado las armas. No sé cómo lo
hicieron sin despertarme. Fue humillante, pero cierto. To-jo se alzó sobre mí. Las primeras luces de la
mañana se filtraban tenuemente en la caverna.

–Dime –ordenó–, cómo lanzar a un hombre por encima de mi cabeza y romperle el cuello, pues voy a
matarte, y quiero saberlo antes de que mueras.

De todas las declaraciones ingenuas que he oído jamás, ésta fue la gota que colmó el vaso. Me
pareció tan graciosa que, incluso ante la perspectiva de la muerte, solté una carcajada. La muerte, he
de recalcar aquí, había perdido gran parte de su fascinación para mí. Me había vuelto discípulo de la
filosofía de Lys sobre la falta de valor de la vida humana. Advertí que ella tenía razón, que no éramos
más que figuras cómicas que saltaban de la cuna a la tumba, sin ningún interés para otra criatura que
no seamos nosotros mismos y nuestros pocos íntimos.
Tras To-jo se encontraba So-ta. Alzó una mano con la palma hacia mí, el equivalente caspakiano de
una negación con la cabeza.

–Déjame pensarlo –repliqué, y To-jo dijo que esperaría hasta la noche.

Me dio un día para pensarlo, y luego se marchó, junto con las mujeres. Los hombres se fueron a
cazar, y las mujeres, como más tarde supe por So-ta, se encaminaron hacia la charca cálida donde
sumergieron sus cuerpos, como hacían las ellas de los sto-lu. «Ata», explicó So-ta cuando le pregunté
por el propósito de este rito matutino; pero eso fue más tarde.
Debía llevar allí atado dos o tres horas cuando por fin So-ta entró en la cueva. Llevaba un afilado
cuchillo. El mío, de hecho, y con él cortó mis ligaduras.

–¡Vamos! –dijo–. So-ta te acompañará para volver con los galus. Es hora de que So-ta deje a los band-
lu. Juntos iremos a los kro-lu, y después a los galus. To-jo te matará esta noche. Matará a So-ta si se
entera de que So-ta te ayudó. Iremos juntos.
–Iré contigo a los kro-lu –repliqué–, pero luego debo regresar con mi gente «hacia el principio».
–No puedes regresar. Está prohibido. Has llegado hasta aquí... no hay regreso.
–Pero debo regresar –insistí–. Mi gente está allí. Debo regresar y guiarlos en esta dirección.
Ella insistió y yo insistí, pero por fin llegamos aun compromiso. Yo la escoltaría hasta el país de los
kro-lu y luego volvería a por mi gente y los guiaría al norte, hacia una tierra donde los peligros eran
menores y la gente menos asesina. So-ta me trajo todas las pertenencias que me habían quitado: el
rifle, las municiones, el cuchillo y el termo, y luego descendimos mano sobre mano el acantilado y nos
dirigimos al norte.
Continuamos nuestro camino durante tres días, hasta que llegamos al anochecer a las afueras de una
aldea de chozas de caña. So-ta dijo que entraría sola; no debían verme si no pretendía quedarme, ya
que estaba prohibido que nadie regresara y viviera después de haber avanzado hasta tan lejos. Así que
me dejó. Era una buena muchacha y una camarada fiel y fuerte, más parecida a un hombre que a una
mujer. A su modo simple y bárbaro, era a la vez refinada y casta. Había sido la esposa de To-jo. Entre
los kro-lu encontraría otro compañero a la usanza del extraño mundo de Caspak; pero me dijo muy
claramente que cuando yo regresara dejaría a su compañero y se iría conmigo, pues me prefería a
todos los demás. ¡Me estaba convirtiendo en un donjuán después de toda una vida de timidez!
La dejé en las afueras de la aldea sin llegar a ver el tipo de gente que la habitaba, y en la creciente
oscuridad me encaminé hacia el sur. Al tercer día me desvié al oeste para evitar el país de los band-lu,
ya que no quería encontrarme con To-jo.
Al sexto día llegué a los acantilados de los sto-lu, y mi corazón latió con fuerza cuando me
aproximaba, pues aquí estaba Lys. Pronto la tendría de nuevo entre mis brazos; pronto sus cálidos
labios se fundirían con los míos. Estaba convencido de que ella estaría a salvo entre el pueblo del
hacha, y ya imaginaba la alegría y la luz del amor en sus ojos cuando me viera una vez más al salir del
último macizo de árboles y casi echaba a correr hacia los acantilados.
Eran las últimas horas de la mañana. Las mujeres debían de haber regresado de la charca. Sin
embargo, al acercarme, no vi ningún rastro de vida. «Se habrán quedado más tiempo», pensé. Pero
cuando me acerqué a la base de los acantilados vi algo que echó por tierra mis esperanzas y mi
felicidad. Disgregadas por el suelo había una docena de mudas y horribles sugerencias de lo que había
tenido lugar durante mi ausencia: huesos mondados de carne, los huesos de criaturas parecidas a
hombres, los huesos de muchos miembros de la tribu de sto-lu. En ninguna caverna había rastros de
vida.
Examiné con atención los espectrales restos, temiendo en cada instante de encontrar el brillante
cráneo que destrozara mi felicidad de por vida. Pero aunque busqué diligentemente, recogiendo todos
y cada uno de los veintitantos cráneos, no encontré ninguno que perteneciera a una criatura que no
pareciera un simio. La esperanza, entonces, aún vivía. Durante otros tres días busqué a los hombres del
hacha de Caspak al norte y al sur, al este y al oeste, pero no encontré ni rastro de ellos. Ahora llovía
casi todo el tiempo, y el clima era casi frío.
Por fin renuncié a la búsqueda y partí hacia Fuerte Dinosaurio. Durante una semana (una semana
llena de los terrores y peligros de un mundo primigenio) continué en la dirección que consideraba era
el sur. El sol no brilló nunca; la lluvia apenas dejó de caer. Las bestias que me encontré eran menores
en número pero infinitamente más terribles de temperamento; sin embargo, continué mi camino hasta
que comprendí que estaba perdido sin esperanza, que un año de luz no podría indicarme mi paradero,
y todo el tiempo me sentía abrumado por el terrible conocimiento de que nunca podría encontrar a
Lys. Entonces me encontré con otra tumba, la tumba de William James, con su burda lápida y sus
letras garabateadas indicando que había muerto el 13 de septiembre, víctima de un tigre de dientes de
sable.
Creo que entonces estuve a punto de tirar la toalla. Nunca en mi vida me he sentido más indefenso,
más solo, más falto de esperanza. Estaba perdido. No podía encontrar a mis amigos. Ni siquiera sabía
si continuaban con vida. De hecho, no era capaz de creer que estuvieran vivos. Estaba seguro de que
Lys había muerto. Yo mismo quería morir, y sin embargo me aferraba a la vida, aunque se había
vuelto algo desesperanzado e inútil. Me aferraba a la vida porque algún antiguo y reptilesco
antepasado mío se había aferrado a la vida y me transmitió a lo largo de las eras el motivo más
poderoso que guiaba su diminuto cerebro: el motivo de la autoconservación.
Por fin llegué a la gran barrera de acantilados. Y después de tres días de loco esfuerzo, de maniático
esfuerzo, los escalé. Construí burdas escalas; introduje palos en estrechas fisuras; tallé asideros con mi
largo cuchillo, pero por fin los escalé. Cerca de la cima me encontré con una gran caverna. Es el
refugio de una poderosa criatura alada del Triásico... o más bien lo era. Ahora es mía. Maté a la
criatura y me apoderé de su nido. Llegué a la cima y contemplé el amplio gris terrible del Pacífico en
invierno. Hacía frío aquí arriba. Hace frío hoy. Sin embargo, sigo sentado, oteando, oteando en busca
de lo que sé que nunca vendrá: una vela.

Capítulo X

Una vez al día desciendo a la base del acantilado y cazo, y lleno mi estómago de agua de un
manantial fresco. Tengo tres odres que lleno de agua y me llevo a la caverna para pasar las largas
noches. He fabricado una lanza y un arco y flechas, para poder conservar mis municiones, que
empiezan a escasear. Mis ropas están reducidas a harapos. Mañana las cambiaré por una piel de
leopardo que he curtido y cosido para formar un atuendo fuerte y cálido. Hace frío aquí arriba. Tengo
una hoguera encendida y me siento junto a ella mientras escribo; pero aquí estoy a salvo. Ninguna otra
criatura viviente se aventura a subir a la helada cumbre de la barrera de acantilados. Estoy a salvo, y
estoy solo con mis penas y mis alegrías recordadas... pero sin esperanza. Se dice que la esperanza
brota eterna en el pecho humano. Pero no hay ninguna en el mío.
Casi he terminado. Doblaré estas páginas y las meteré dentro del termo. Lo taparé y aseguraré el
cierre, y luego lo lanzaré al mar todo lo que permitan mis fuerzas. El viento sopla mar adentro, la
marea está cambiando, quizás se lo lleve una de esas numerosas corrientes oceánicas que barren
perpetuamente de polo a polo y de continente a continente, para ser depositado por fin en alguna orilla
habitada. ¡Si el destino es amable y esto sucede, entonces, por el amor de Dios, vengan a por mí!

***

Hace una semana que escribí el párrafo anterior, con el que creí terminar el registro por escrito de mi
vida en Caprona. Había hecho una pausa para poner una nueva punta a mi pluma y agitar la burda tinta
(que fabrico moliendo una variedad negra de baya y mezclándola con agua) antes de estamparle mi
firma, cuando desde el valle de abajo llegó levemente un sonido inconfundible que me hizo ponerme
en pie, temblando de nerviosismo, para asomarse ansiosamente a mi mareante alféizar. ¡Pueden
suponer lo lleno de significado que me resultó ese sonido cuando les diga que era el estampido de un
arma de fuego! Por un instante mi mirada atravesó el paisaje que tenía a mis pies hasta que por fin
capté cuatro figuras cerca de la base del acantilado... una figura humana acorralada por tres
hyaenodons, esos feroces perros salvajes sedientos de sangre del Eoceno. Una cuarta bestia yacía
muerta o moribunda no muy lejos.
No podía estar seguro, pues me encontraba muy alto, pero sin embargo temblé como una hoja ante la
creencia intuitiva de que era Lys, y mi juicio sirvió para confirmar mi salvaje deseo, pues quien quiera
que fuese iba armado sólo con una pistola, y así iba armada Lys. La primera oleada de súbita alegría
que me invadió fue corta ante la rápida convicción de que quien combatía abajo estaba ya condenado.
Sólo la suerte debía de haber permitido que aquel primer disparo abatiera a una de las salvajes
criaturas, pues incluso un arma tan pesada como mi pistola es completamente inadecuada incluso
contra los carnívoros inferiores de Caspak. ¡Dentro de un instante los tres perros salvajes atacarían! Un
disparo inútil no haría más que aumentar la furia del que llegara a alcanzar. Y entonces los tres se
abatirían sobre la figura humana y la despedazarían.
¡Y tal vez fuera Lys! Mi corazón se quedó parado ante la idea, pero mi mente y mis músculos
respondieron a la rápida decisión que me vi forzado a tomar. Había una sola esperanza, una sola
oportunidad, y la aproveché. Me llevé el rifle a la cara y apunté con cuidado. Fue un disparo al azar,
un disparo peligroso, pues a menos que uno esté acostumbrado, disparar desde una altura considerable
resulta engañoso. Hay, sin embargo, algo en la puntería que está más allá de todas las leyes científicas.
De ninguna otra forma puedo explicar mi tino en ese momento. Tres veces habló mi rifle... tres rápidas
y cortas sílabas de muerte. No apunté conscientemente, ¡y sin embargo a cada disparo una bestia cayó
muerta!
Desde mi saliente hasta la base del acantilado hay varias docenas de metros de peligrosa escalada;
sin embargo me aventuro a decir que el primer simio de cuyas entrañas desciende mi linaje nunca
podría haber igualado la velocidad con la que literalmente me descolgué por la cara de aquella
irregular elevación. Los últimos treinta metros son una empinada acumulación de guijarros sueltos
hasta la base del valle, y acababa de llegar allí cuando a mis oídos llegó un grito agónico:

–¡Bowen! ¡Bowen! ¡Rápido, mi amor, rápido!

Yo había estado demasiado ocupado con los peligros del descenso para mirar hacia el valle, pero
aquel grito me dijo que era en efecto Lys, y que corría otra vez peligro, y mis ojos la buscaron a
tiempo de ver cómo un bruto peludo y fornido la agarraba y echaba a correr hacia el bosque cercano.
De roca en roca, como un ante, fui saltando hasta el valle, persi guiendo a Lys y su horrible
secuestrador.
Era bastante más pesado que yo, y lastrado por la carga que llevaba pude alcanzarlo fácilmente. Por
fin se volvió, rugiendo, para enfrentarse a mí. Era Kho de la tribu de Tsa, los hombres-hacha. Me
reconoció, y con un gruñido hizo a Lys a un lado y me atacó.

–¡La ella es mía! –gritó–. ¡Yo mato! ¡Yo mato!

Yo había tenido que soltar mi rifle antes de comenzar el rápido descenso del acantilado, así que
ahora solo iba armado con un cuchillo de caza que desenvainé mientras Kho saltaba hacia mí. Era una
bestia poderosa, de potentes músculos, y la urgencia que ha hecho que los machos peleen desde el
amanecer de la vida en la tierra lo llenaba de ansia de matanza y de sed de sangre; pero yo no me
andaba a la zaga en cuestión de pasiones primigenias. Dos bestias abismales saltaron al cuello de la
otra aquel día, bajo la sombra de los más antiguos acantilados de la tierra: el hombre de ahora y el
hombre-cosa del entonces olvidado, imbuidos de la misma pasión inmortal que no ha cambiado a
través de las épocas, periodos y eras del tiempo desde el principio, y que continuarán hasta el
incalculable final... la mujer, el imperecedero Alfa y Omega de la vida.
Kho me atacó, buscando mi yugular con sus dientes. Pareció olvidar el hacha que colgaba de su
cadera, junto a su taparrabos de piel de uro, como yo olvidé, de momento, el cuchillo que tenía en la
mano. Y no dudo que Kho me habría derrotado fácilmente en un combate de esas características si la
voz de Lys hubiera despertado dentro de mi cerebro momentáneamente revertido la habilidad y la
astucia del hombre racional.

–¡Bowen! –exclamó–. ¡Tu cuchillo! ¡Tu cuchillo!

Fue suficiente. Eso me rescató del olvidado eón al que mi cerebro había huido y me convirtió de
nuevo en un hombre moderno que luchaba contra un bruto torpe y sin habilidad. Mis mandíbulas
dejaron de chasquear ante la peluda garganta que tenía delante, y mi cuchillo buscó y encontró un
espacio entre dos costillas sobre el salvaje corazón.

Kho dejó escapar un alarido horripilante, se estremeció espasmódicamente y se desplomó.

Y Lys se arrojó a mis brazos. Todos los miedos y temores del pasado se borraron, y una vez más fui
el más feliz de los hombres.
Con cierto recelo dirigí mis ojos poco después hacia el precario saliente que corría ante mi caverna,
pues me parecía impropio esperar que una joven moderna se arriesgara a los peligros de aquella
temible escalada. Le pregunté si creía que podría ser capaz de subir, y ella se me rió alegremente en la
cara.

–¡Observa! –exclamó, y corrió ansiosamente hacia la base del acantilado.

Subió con la rapidez de una ardilla, de modo que tuve que esforzarme por seguirle el ritmo. Al
principio me asustó, pero poco después me di cuenta de que subía con tanta seguridad como yo.
Cuando finalmente llegamos a mi saliente y otra vez la tomé entre mis brazos, ella me hizo recordar
que durante varias semanas había vivido como una cavernícola con la tribu de los hombres-hacha.
Éstos habían sido expulsados de sus antiguas cavernas por otra tribu que había matado a muchos y se
había llevado a la mitad de las mujeres, y los nuevos acantilados a los que huyeron resultaron ser más
altos y más peligrosos, de modo que Lys se había convertido, por pura necesidad, en una escaladora
hábil.
Me habló del deseo que Kho sentía hacia ella, ya que habían robado a todas sus hembras, y cómo la
vida había sido una constante pesadilla de terror mientras buscaba noche y día cómo eludir al gran
bruto. Durante un tiempo Nobs fue toda la protección que le hizo falta, pero un día el perro
desapareció: no lo ha vuelto a ver desde entonces. Cree que lo mataron deliberadamente, y yo también,
pues ambos estamos seguros de que nunca la habría abandonado.
Desaparecida su protección, Lys quedó a merced del hombre-hacha. No pasaron muchas horas antes
de que la capturara en la base del acantilado, pero mientras la arrastraba triunfante hacia su cueva, ella
consiguió soltarse y escapar.

–Me ha perseguido durante tres días –dijo ella–, a través de este mundo horrible. No sé cómo he
llegado hasta aquí, ni cómo conseguí mantenerlo siempre a distancia. Sin embargo, lo conseguí, justo
hasta que nos encontraste. El destino ha sido amable con nosotros, Bowen.

Asentí y la apreté contra mi pecho. Y entonces hablamos e hicimos planes mientras yo cocinaba en
mi hoguera filetes de antílope, y llegamos a la conclusión de que no había ninguna esperanza de
rescate, que ella y yo estábamos condenados a vivir y morir en Caprona. ¡Bueno, podría ser peor!
Prefiero vivir siempre aquí con Lys que vivir en otro lugar sin ella. Y ella, querida muchacha, dice lo
mismo de mí. Pero temo esta vida para ella. Es una vida dura, feroz, peligrosa, y siempre rezo para que
nos rescaten... por su bien.
Esa noche las nubes se despejaron, y la luna brilló sobre nuestro pequeño saliente. Y allí, cogidos de
la mano, volvimos el rostro hacia los cielos e hicimos nuestro juramento bajo los ojos de Dios.
Ninguna agencia humana podría habernos casado más sagradamente de lo que lo hicimos. Somos
marido mujer, y estamos contentos. Si Dios lo quiere, viviremos aquí nuestras vidas. Si desea lo
contrario, entonces este manuscrito que ahora consigno a las inescrutables fuerzas del mar caerá en
manos amigas. Sin embargo, no tenemos demasiada esperanza. Y por eso decimos adiós en éste,
nuestro último mensaje al mundo más allá de la barrera de acantilados.

(Firmado) Bowen J. Tyler, Jr. Lys La R. Tyler


La gente que el tiempo olvidó

Capítulo I

Me veo obligado a admitir que aunque había recorrido una larga distancia para entregar el
manuscrito de Bowen Tyler a su padre, todavía me sentía un poco escéptico en lo referido a su
sinceridad, ya que no podía dejar de recordar que no habían pasado demasiados años desde que Bowen
fuera uno de los bromistas más notables de su alma mater. Lo cierto es que mientras estaba sentado en
la biblioteca Tyler en Santa Mónica, comencé a sentirme un poco tonto y a desear haber enviado el
manuscrito por correo en vez de entregarlo personalmente, pues confieso que no me gusta que se rían
de mí. Tengo un sentido del humor muy bien desarrollado... cuando la broma no es a mi costa.
Esperábamos al señor Tyler sénior de un momento a otro. El último vapor de Honolulú había traído
la información de la fecha de llegada prevista para su yate, el Toreador, que ahora traía veinticuatro
horas de retraso. El secretario del señor Tyler, que se había quedado en casa, me aseguró de que no
había ninguna duda de que el Toreador había zarpado según lo prometido, ya que conocía a su jefe lo
bastante bien para estar seguro de que tan sólo un acto de Dios sería capaz de impedirle que hiciera lo
que había planeado hacer. Yo también era consciente de que el telégrafo del Toreador estaba sellado, y
que sólo se utilizaría en caso de extrema necesidad. Por tanto, no había otra cosa que hacer sino
esperar, y esperamos. Discutimos sobre el manuscrito y aventuramos algunas suposiciones referidas a
él y a los extraños acontecimientos que relataba. El hundimiento por un torpedo del barco en el que
Bowen J. Tyler Jr. viajaba a Francia para unirse al cuerpo de ambulancias norteamericano era bien
sabido, y por medio de un cable a las oficinas en Nueva York de los propietarios yo había podido
establecer que una señorita La Rué se encontraba en efecto entre el pasaje. Aún más, ni ella ni Bowen
aparecían mencionados en la lista de supervivientes: tampoco se habían recuperado sus cadáveres.
Era perfectamente posible que hubieran sido rescatados por un remolcador inglés, y la captura del U-
33 enemigo por parte de la tripulación del remolcador no era descabellada tampoco; y sus aventuras
durante el peligroso viaje que la traición y el engaño de Benson extendió hasta que se encontraron en
aguas del lejano Pacífico Sur sin provisiones y con los depósitos de agua envenenados, aunque
bordeaban lo fantástico, parecían bastante lógicas según eran narradas, caso a caso, en el manuscrito.
Caprona siempre ha sido considerada una tierra más o menos mítica, aunque fuera descubierta por
un eminente navegante del siglo dieciocho; pero la narración de Bowen hacía que pareciera muy real,
no importaba cuántas millas de desconocido océano se interpusieran entre nosotros. Sí, la narración
nos hizo pensar. Estábamos de acuerdo en que en su mayor parte era improbable; pero ninguno de
nosotros podía decir que nada de lo que contenía estuviera por encima de lo posible. Las extrañas flora
y fauna de Caspak eran tan posibles bajo las densas y cálidas condiciones atmosféricas del cráter
supercalentado como lo fueron en la era Mesozoica bajo condiciones casi exactamente similares, que
entonces probablemente se extendían a todo el mundo. El secretario había oído hablar de Caproni y
sus descubrimientos, pero admitía que nunca había dado mucho crédito a una cosa ni a otra.
Estábamos de acuerdo en que lo que más costaba trabajo de entender era la total ausencia de humanos
jóvenes entre las diversas tribus con las que Tyler se había relacionado. Era lo único que no tenía
sentido en el manuscrito. ¡Un mundo de adultos! Era imposible.
Especulamos sobre el probable destino de Bowen y su grupo de marineros ingleses. Tyler había
encontrado las tumbas de dos de ellos; ¡cuántos más podrían haber perecido! Y la señorita La Rué...
¿podría una joven haber sobrevivido a los horrores de Caspak después de haber sido separada de todos
los de su propia especie? El secretario se preguntaba si Nobs estaba todavía con vida, y ambos
sonreímos ante esta táctica aceptación de la verdad de toda la increíble historia.
–Supongo que soy un bobo –observó el secretario–, pero por Júpiter, no puedo dejar de creerlo, y
puedo ver a esa muchacha ahora, con el gran perrazo a su lado protegiéndola de los terrores de hace un
millón de años. Puedo ver la escena entera: los simiescos hombres de Grimaldi acurrucados en sus
sucias cuevas; los enormes pterodáctilos surcando el denso aire con sus alas de murciélago; los
poderosos dinosaurios moviendo sus torpes moles bajo las oscuras sombras de los bosques
preglaciares... los dragones que considerábamos mitos hasta que la ciencia nos enseñó que eran los
auténticos recuerdos del primer hombre, transmitidos a través de incontables generaciones de padres a
hijos desde el amanecer de la humanidad.

–Es estupendo... si es cierto –repliqué yo–. ¡Y pensar que posiblemente todavía estén vivos, Tyler y la
señorita La Rué, rodeados de horribles peligros, y que posiblemente Bradley viva todavía, y algunos
miembros de su grupo! No puedo dejar de desear continuamente que Bowen y la chica hayan
encontrado a los demás; por lo último que supo Bowen de ellos, quedaban seis: el contramaestre
Bradley, el maquinista Olson, y Wilson, Whitely, Brady y Sinclair. Podrían albergar alguna esperanza
si pudieran unir sus fuerzas. Pero separados, me temo que no podrían durar mucho.
–¡Si no hubieran dejado que los prisioneros alemanes capturaran el U-33! Bowen tendría que haber
tenido más sentido y no haber confiado en ellos. Es muy posible que von Schoenvorst consiguiera
regresar a Kiel y ahora mismo ande por ahí con una Cruz de Hierro colgada del cuello. Con un gran
suministro de petróleo de los pozos que descubrieron en Caspak, con agua y provisiones de sobra, no
hay ningún motivo para que no pudieran atravesar el túnel sumergido bajo los acantilados y escapar.
–No me caen nada bien –dijo el secretario–, pero a veces hay que reconocerles el mérito.
–Sí –gruñí yo–. ¡Y no hay nada que me guste más que reconocérselo como se merecen!

Entonces sonó el teléfono. Lo atendió el secretario, y mientras yo lo miraba, vi que abría la boca y la
cara se le ponía blanca.

–¡Dios mío! –exclamó mientras colgaba el receptor, como si estuviera en trance–. ¡No puede ser!
–¿Qué? –pregunté.
–El señor Tyler está muerto –respondió con voz apagada–. Murió en el mar, de repente, ayer.

Ocupamos los diez días siguientes enterrando al señor Bowen J. Tyler Sénior, y haciendo planes
para el rescate de su hijo. Tom Billings, el secretario del difunto señor Tyler, se encargó de todo. Es la
fuerza, la energía, la iniciativa y el buen juicio personificados. Nunca he visto a un joven más
dinámico. Manejó abogados, juicios y notarios como un escultor maneja su barro para esculpir. Los
manejó, les dio forma y los obligó a cumplir su voluntad. Había sido compañero de facultad de Bowen
Tyler, y hermano de su fraternidad, y antes de eso había sido un pobre vaquero sin recursos en uno de
los grandes ranchos Tyler. El señor Tyler Sénior lo había elegido entre miles de empleados y lo había
ayudado; o más bien Tyler le había dado la oportunidad, y luego Billings se hizo a sí mismo. Tyler
Júnior, tan buen juez de hombres como su padre, se había hecho amigo suyo, y entre los dos habían
forjado a un hombre que habría muerto por Tyler tan rápidamente como lo habría hecho por su
bandera. Sin embargo no había nada de extravagante ni de engreído en Billings: normalmente no
muestro mi entusiasmo hacia nadie, pero Billings es lo más cerca que considero de cómo es un hombre
normal y corriente. Me arriesgo a decir que antes de que Bowen J. Tyler lo enviara a la universidad
nunca había oído la palabra ética, y sin embargo estoy igualmente seguro de que en toda su vida no ha
transgredido nunca el código ético de un caballero americano.
Diez días después de que desembarcaran el cadáver del señor Tyler del Toreador, zarpamos al
Pacífico en busca de Caprona. Éramos un grupo de cuarenta, incluyendo al capitán y la tripulación del
Toreador; el indomable Billings iba al mando. Hicimos una larga y aburrida búsqueda de Caprona,
pues el viejo mapa que el secretario había localizado por fin era impreciso. Cuando sus ominosas
murallas por fin se alzaron ante nosotros entre las brumas del océano, estábamos tan lejos al sur que
era difícil decidir si nos encontrábamos en el Pacífico Sur o en la Antártida. Los icebergs eran
numerosos, y hacía mucho frío.
Durante todo el viaje Billings había evadido las preguntas referidas a cómo íbamos a entrar en
Caspak después de que encontráramos Caprona. El manuscrito de Bowen Tyler dejaba perfectamente
claro que el río subterráneo era el único medio de entrada o salida al mundo-cráter más allá de los
inexpugnables acantilados. El grupo de Tyler había podido navegar por este canal porque su navío era
un submarino: pero el Toreador podría haber volado con la misma facilidad por encima de los
acantilados que navegado bajo ellos. Jimmy Hollis y Colin Short mataron muchas horas inventando
planes para superar el obstáculo que suponía aquella barrera de acantilados, y haciendo ridículas
apuestas sobre cuál de ellas unía en mente Tom Billings. Pero en cuanto nos aseguramos de que
habíamos llegado a Caprona, Billings nos convocó a todos.

–No tenía sentido hablar de estas cosas hasta que encontráramos la isla –dijo–. En el mejor de los
casos, no pueden ser sino conjeturas por nuestra parte hasta que hayamos podido escrutar la costa de
cerca. Cada uno de nosotros se ha formado una imagen mental de la costa caproniana u partir del
manuscrito de Bowen, y no es probable que haya dos imágenes iguales, o que ninguna de ellas se
parezca a la costa tal como la vemos. Tengo previstos tres planes para escalar los acantilados y los
medios para ejecutar cada uno de ellos están en la bodega. Hay un torno eléctrico con suficiente cable
aislante para llegar desde las dinamos del barco a lo alto del acantilado cuando el Toreador esté
anclado a distancia segura de la costa, y suficientes varas de hierro de media pulgada para construir
una escalera desde la base a lo alto del acantilado. Sería un trabajo largo, duro y peligroso taladrar los
agujeros e insertar los peldaños de la escalera desde el pie hasta arriba: sin embargo, puede hacerse.
»También tengo un mortero con el que podríamos lanzar un cable hasta la cumbre del acantilado: pero
este plan necesitaría que uno de nosotros escalara hasta lo alto con la posibilidad más que aparente de
que la cuerda se cortara en lo alto, o que los ganchos del extremo superior resbalaran.
»Mi tercer plan me parece el más factible. Todos han visto el gran número de cajas que introdujimos
en la bodega antes de zarpar. Sé que lo hicieron, porque me han preguntado por su contenido y
comentaron qué significaba la gran letra «H» pintada en cada caja. Esas cajas contienen las partes de
un hidroavión. Propongo montarlo en la franja de playa que se describe en el manuscrito de Bowen...
la playa donde encontró el cadáver del hombre simiesco, suponiendo que haya suficiente espacio sobre
el agua. De lo contrario, tendremos que montarlo en cubierta y bajarlo por la borda. Después de que
esté montado, llevaré cuerda y aparejos a lo alto del acantilado, y luego será relativamente simple
subir al grupo de búsqueda y sus suministros de manera segura. O puedo hacer un número suficiente
de viajes y desembarcar a todo el grupo en el valle más allá de la barrera: todo dependerá,
naturalmente, de lo que revele mi primera exploración.

Esa tarde navegamos lentamente a lo largo de la alta barrera de Caprona.

–Ahora ven ustedes –observó Billings mientras doblábamos el cuello para observar la cumbre situada
a cientos de metros sobre nosotros–, lo inútil que habría sido perder el tiempo elaborando los detalles
de un plan para superar esta barrera –e indicó con el pulgar los acantilados–. Harían falta semanas,
probablemente meses, para construir una escala hasta la cima. No imaginaba su formidable altura.
Nuestro mortero no podría llevar una cuerda a la mitad de la cima del punto más bajo. No tiene sentido
discutir otro plan más que el del hidroavión. Localizaremos la playa y nos pondremos manos a la obra.

A la mañana siguiente el vigía anunció que podía ver olas a una milla por delante: y al acercarnos,
vimos la línea de la rompiente de una estrecha playa. Arriamos un bote, y cinco de nosotros
desembarcamos, dándonos un chapuzón en las aguas heladas al hacerlo; pero fuimos recompensados
por el hallazgo, cerca de la base del acantilado, de los huesos mondados de lo que podría haber sido el
esqueleto de una orden superior de simios o de una orden muy baja de hombre.
Billings se dio por satisfecho, igual que el resto de nosotros, de que ésta era la playa mencionada por
Bowen, y después descubrimos que había espacio de sobra para montar el hidroavión.
Tras haber tomado su decisión, Billings no perdió el tiempo, y antes de media tarde habíamos
desembarcado todas las grandes cajas marcadas «H», y nos dispusimos a abrirlas. Dos días más tarde
el avión estaba montado y puesto a punto. Cargamos aparejos y cuerdas, agua, comida y municiones, y
luego cada uno de nosotros imploró a Billings que nos dejara ser su acompañante. Pero él no quiso
llevar a nadie. Así era Billings: si había un trabajo especialmente difícil o peligroso que hacer, Billings
siempre lo hacía él mismo. Si necesitaba ayuda, nunca pedía voluntarios: sólo seleccionaba al hombre
u hombres que consideraba mejores cualificados para el trabajo. Decía que consideraba que los
principios donde se entendía que todos eran voluntarios era fundamentalmente equivocado, y que le
parecía que pedir voluntarios reflejaba el valor y la lealtad de todo el mando.
Empujamos el avión hasta el borde del agua, y Billings ocupó el asiento del piloto. Hubo un
momento de retraso mientras se aseguraba de que tenía todo lo necesario. Jimmy Hollis repasó su
armamento y municiones para asegurarse de que no se había omitido nada. Además de la pistola y el
rifle, contaba con la ametralladora montada en el avión, y munición para las tres. El relato de los
terrores de Caspak que había hecho Bowen nos había impresionado a todos y éramos conscientes de la
necesidad de tener los medios de defensa adecuados.
Por fin todo estuvo preparado. El motor arrancó, y empujamos el avión contra las olas. Un momento
después, y el avión navegaba mar adentro. Suavemente se elevó de la superficie del agua, ejecutó una
amplia espiral mientras ascendía veloz, trazó un círculo muy por encima de nosotros y desapareció
sobre la cima de los acantilados. Todos permanecimos en silencio y expectantes, los ojos pegados en
la torre que se alzaba sobre nosotros.

Hollis, que ahora estaba al mando, consultaba su reloj de muñeca a intervalos frecuentes.

–¡Tranquilo, tendremos noticias suyas dentro de poco! –exclamó Short.

Hollis se rió, nervioso.

–Se marchó hace sólo diez minutos –anunció.


–Parece una hora –replicó Short.
–¿Qué es eso? ¿Habéis oído? ¡Está disparando! ¡Es la ametralladora! ¡Oh, Dios, y nosotros aquí tan
indefensos como un puñado de ancianas a mil kilómetros de distancia! No podemos hacer nada. No
sabemos qué está pasando. ¿Por qué no dejó que uno de nosotros lo acompañara?

Sí, era la ametralladora. Pudimos oírla claramente durante al menos un minuto. Entonces se produjo
el silencio.

Eso fue hace dos semanas. No hemos tenido noticias ni señales de Tom Billings desde entonces.

Capítulo II

Nunca olvidaré mis primeras impresiones de Caspak mientras sobrevolaba los altos acantilados que
la rodean. Desde el avión contemplé, a través de la niebla, el paisaje difuso a mis pies. La atmósfera
caliente y húmeda de Caspak se condensa al ser empujada por las frías corrientes de aire antárticas que
barren la cima del cráter, enviando un tenue lazo de vapor al Pacífico. A través de esto la imagen
producía la impresión de un colosal lienzo impresionista con verdes y marrones y escarlatas y
amarillos rodeando el azul profundo del mar interior... apenas manchas de color brotando de la bruma
impenetrable.
Me acerqué a los arrecifes y los sobrevolé durante varios minutos sin encontrar la menor indicación
de un lugar adecuado donde aterrizar; y entonces descendí a un nivel inferior, buscando un claro cerca
del pie del poderoso promontorio. Pero no pude encontrar ninguno seguro. Volaba ya bastante bajo, no
sólo buscando un sitio para aterrizar sino observando las múltiples vidas que había a mi alrededor. Me
hallaba hacia el sur de la isla, donde un brazo del lago se extiende tierra adentro, y podía ver la
superficie del agua literalmente negra con criaturas de algún tipo. Estaba demasiado lejos para
reconocer a los individuos, pero la impresión general era la de un enorme ejército de monstruos
anfibios. La tierra estaba casi igualmente viva con seres que reptaban, corrían, saltaban o volaban. Fue
uno de estos últimos quien casi acabó conmigo mientras tenía puesta la atención en la extraña escena
de abajo.
La primera impresión que tuve fue la súbita desaparición de la luz del sol encima, y cuando alcé la
cabeza vi a la más terrible criatura cerniéndose sobre mí. Debía tener más de dos metros y medio
desde el extremo de su largo y horrible pico hasta la punta de su gruesa y corta cola, con una distancia
igual entre sus alas. Venía directamente hacia mí y siseaba terriblemente: pude oírlo por encima del
rugido del motor. Venía derecho hacia la boca de la ametralladora y la golpeó con el pecho: pero
siguió atacándome, y no tuve más remedio que descender y girar, aunque estaba peligrosamente cerca
del suelo.
La criatura no me alcanzó por unos pocos metros, y cuando me elevé, giró y me siguió, pero sólo
hasta el aire más frío cercano al nivel de la cima de los acantilados: allí volvió a girar y se marchó.
Algo (el amor natural del hombre por la batalla y la caza, supongo) me impulsó a perseguirla, y por
eso yo también di la vuelta y descendí.
En el momento en que llegué a la cálida atmósfera de Caspak, la criatura vino de nuevo al ataque,
alzándose para poder cernirse sobre mí. Nada podría haber venido mejor a mi armamento, ya que la
ametralladora apuntaba hacia arriba en posición fija y no podía ser bajada ni elevada por el piloto. Si
hubiera traído a alguien conmigo, podríamos haber abatido al gran reptil casi desde cualquier posición,
pero como la manera de atacar de la criatura era siempre desde arriba, siempre me encontraba
preparado con una andanada de balas. La batalla debió durar un minuto o más antes de que el animal
girara por completo en el aire y cayera al suelo.
Bowen y yo fuimos compañeros de habitación en la universidad, y aprendí mucho de él además de
mi curso regular. Era un estudiante bastante bueno a pesar de su gusto por la diversión, y su hobby
particular era la paleontología. Solía hablarme de las diversas formas de vida animal y vegetal que
habían cubierto el globo durante eras anteriores, y por eso yo estaba bien familiarizado con los peces,
anfibios, reptiles y mamíferos de épocas paleolíticas. Sabía que el animal que me había atacado era
una especie de pterodáctilo que tendría que haberse extinguido hace millones de años. Fue todo lo que
necesitaba para comprender que Bowen no había exagerado nada en su manuscrito.
Tras haber eliminado a mi primer enemigo, me dispuse una vez más a buscar un sitio donde aterrizar
cerca de la base de los acantilados más allá de los cuales me esperaba mi grupo. Sabía lo ansiosos que
estarían, y yo estaba igualmente deseando tranquilizarlos y traerlos a Caspak junto con nuestros
suministros, para poder dedicarnos a buscar y rescatar a Bowen Tyler, pero el cadáver del pterodáctilo
apenas había acabado de caer cuando de pronto me vi rodeado de al menos una docena de horribles
criaturas, unas grandes, otras pequeñas, pero todas empeñadas en destruirme.
No podía enfrentarme a todas, así que me elevé rápidamente para dirigirme a los estratos más fríos
donde no se atrevían a seguirme; y entonces recordé que el relato de Bowen indicaba claramente que
cuanto más al norte se viajaba en Caspak, menos eran los terribles reptiles que hacían imposible la
vida humana en el extremo sur de la isla.
Parecía que ahora no podía hacer otra cosa sino buscar un lugar de aterrizaje más al norte y luego
regresar al Toreador y transportar a mis compañeros, de dos en dos, por encima de los acantilados y
depositarlos en el punto de encuentro. Mientras volaba hacia el norte, la tentación de explorar me
abrumó. Sabía que podía cubrir fácilmente Caspak y regresar a la playa con menos combustible del
que tenía en mis depósitos; y además existía la esperanza de que pudiera encontrar a Bowen o a
alguien de su grupo. La amplia expansión del mar interior me atraía sobre sus aguas, y mientras lo
cruzaba, vi en cada extremo del gran cuerpo de agua una isla: una al sur y otra al norte; pero no alteré
mi curso para examinarlas de cerca, dejándolo para un momento posterior.
La orilla más lejana del mar reveló una franja de tierra mucho más estrecha entre los acantilados y el
agua que en el lado occidental: pero era un territorio más montañoso y abierto. Había espléndidos
sitios donde aterrizar, y en la distancia, hacia el norte, me pareció atisbar un poblado, aunque de eso no
pude estar seguro. Sin embargo, mientras me acercaba a tierra, vi varias figuras humanas persiguiendo
aparentemente a otra a través de un ancho prado.
Mientras descendía para verlos mejor, ellos oyeron el rugido de mis hélices y alzaron la cabeza. Se
detuvieron un instante, perseguidores y perseguido por igual, y luego echaron a correr hacia el refugio
del bosque más cercano. Casi instantáneamente una enorme masa me cubrió, y al mirar hacia arriba
me di cuenta de que había reptiles voladores incluso en esta parte de Caspak.
La criatura se zambulló hacia mí a la derecha tan rápidamente que nada que no fuera un picado
cerrado me habría podido salvar. Ya estaba cerca del suelo, así que mi maniobra fue extremadamente
peligrosa. Estaba a punto de coronarla con éxito cuando vi que me acercaba demasiado a un gran
árbol.
Mi esfuerzo por esquivar el árbol y el pterodáctilo a la vez acabó en desastre. Un ala rozó una rama
superior, el avión osciló y giró, y entonces, fuera de control, chocó contra las ramas del árbol, donde se
detuvo, magullado y roto, a doce metros sobre el suelo.
Siseando con fuerza, el enorme reptil se acercó al árbol donde se había empotrado mi avión,
revoloteó dos veces sobre mí y luego se marchó hacia el sur. Como supuse entonces y aprendería más
tarde, los bosques son el santuario más seguro para protegerse de esas horribles criaturas, pues con su
gran peso y con la enorme extensión de sus alas, están tan fuera de lugar entre los árboles como un
hidroavión.
Durante un minuto o dos permanecí agarrado a mi destrozado aparato, ahora inútil sin remedio, el
cerebro aturdido por la terrible catástrofe que me había caído encima. Todos mis planes para rescatar a
Bowen y la señorita La Rué habían dependido de este avión, y en unos pocos minutos de egoísta amor
a la aventura había destruido sus esperanzas y las mías. Qué efecto tendría para el futuro del equilibrio
de la expedición de rescate ni siquiera podía imaginarlo. Sus vidas, también, podían ser sacrificadas
por mi suicida estupidez. Que yo estuviera condenado parecía inevitable; pero puedo decir
sinceramente que el destino de mis amigos me preocupaba más que el mío propio.
Más allá de la barrera del acantilado mi grupo estaba ahora aún más nervioso esperando mi regreso.
La aprensión y el miedo los afectarían dentro de poco... ¡y nunca sabrían qué me había pasado!
Intentarían escalar los acantilados, de eso estaba seguro: pero no estaba tan convencido de que
tuvieran éxito: y después de algún tiempo se volverían, los que quedaran, y regresarían tristemente a
casa. ¡A casa! Apreté las mandíbulas y traté de olvidar la palabra, pues sabía que nunca volvería a ver
mi casa.
¿Y qué había de Bowen y su chica? Los había condenado también. Ni siquiera sabrían nunca que se
había hecho un intento de rescate. Si todavía vivían, podrían encontrarse algún día con los restos
destrozados de este avión colgando en su sepulcro aéreo y aventurarían vanas suposiciones y se
llenarían de asombro; pero nunca lo sabrían, y yo no podía sino alegrarme de que no supieran que
Tom Billings había firmado su sentencia de muerte con su criminal egoísmo.
Todas las inútiles lamentaciones me estaban afectando; pero por fin me estremecí e intenté sacar
esos pensamientos de mi mente y valorar la situación tal como era y hacer lo que estuviera en mi mano
para arrancar la victoria de la derrota. Estaba aturdido y magullado, pero me consideré muy afortunado
por haber escapado con vida. El avión colgaba en un ángulo precario, así que con dificultad y
considerable peligro salí de él, bajé del árbol y llegué al suelo.
Mi situación era grave. Entre mis amigos y yo había un mar interior de noventa kilómetros de
anchura en este punto y una distancia estimada de tierra de unos quinientos kilómetros hasta el mar, a
través de peligros horribles que admito perfectamente que me habían aterrorizado. Había visto lo
suficiente de Caspak este día para asegurarme de que Bowen no había exagerado en modo alguno sus
peligros. De hecho, me siento inclinado a creer que se había acostumbrado tanto a ellos antes de
empezar su manuscrito que los había reducido. Mientras permanecía allí bajo aquel árbol (un árbol que
debería haber sido parte de un lecho de carbón desde hacía incontables siglos), y contemplaba el mar
rebosante de vida (una vida que debería haber sido ya fósil antes de que Dios creara a Adán) no habría
dado un vaso de cerveza rancia por mis posibilidades de volver a ver a mis amigos o al mundo
exterior; sin embargo allí y entonces juré abrirme paso por esta tierra horrible cuanto lo permitieran las
circunstancias. Tenía municiones en abundancia, una pistola automática y un rifle pesado: éste último
uno de los veinte que añadimos a nuestro equipo gracias a la fuerza de la descripción de Bowen sobre
las enormes bestias que asolaban Caspak. Mi mayor peligro se encontraba en los horribles reptiles
cuyo bajo sistema nervioso permitía funcionar a sus instintos carnívoros varios minutos después de
que hubieran dejado de vivir.
Pero presté menos atención a estos pensamientos que a la súbita frustración de todos nuestros planes.
Con el más amargo de los pensamientos me maldije por la estúpida debilidad que me había permitido
apartarme del objetivo principal de mi vuelo y dedicarme a una prematura e inútil exploración. Me
pareció entonces que debía descartar totalmente seguir buscando a Bowen, pues, según lo estimaba,
los quinientos kilómetros de territorio de Caspak que debía atravesar para llegar a la base de los
acantilados eran prácticamente infranqueables para un individuo solo, que no estaba acostumbrado a la
vida caspakiana e ignoraba todo lo que se encontraba ante él. Sin embargo, no pude renunciar por
completo a la esperanza. Tenía claro mi deber: debía seguirlo mientras me quedara vida, así que me
encaminé hacia el norte.
El paisaje que atravesé era tan hermoso como inusitado, casi diría que no era terrestre, pues las
plantas, los árboles, los capullos no pertenecían a la Tierra que conocía. Eran más grandes, los colores
más brillantes y las formas sorprendentes, algunos casi hasta lo grotesco, aunque incluso esos
contribuían a lo encantador y romántico del paisaje, igual que los cactus gigantescos proporcionan una
extraña belleza a las desoladas arenas del triste Mohave. Y por encima de todo el sol brillaba enorme y
redondo y rojo, un sol monstruoso sobre un mundo monstruoso, su luz dispersa por el aire húmedo de
Caspak... el aire cálido y húmedo que yace viscoso sobre el pecho de esta gran madre de la vida, la
más poderosa incubadora de la Naturaleza.
A mi alrededor, por todas partes, había vida. Se movía entre las copas de los árboles y entre los
troncos: se desplegaba en amplios y entremezclados círculos en el fondo del mar; saltaba desde las
profundidades: podía oírla en un tupido bosque a mi derecha, su murmullo se alzaba y caía en
incesantes volúmenes de sonido, roto a intervalos por un grito horrible o un rugido atronante que hacía
estremecer la tierra; y siempre me sentía acosado por aquella inexplicable sensación de que ojos
invisibles me observaban, que pies silenciosos seguían mis pasos. No soy nervioso ni excitable: pero
la carga de responsabilidad que pesaba sobre mí era enorme, así que me mostré más cauteloso de lo
que es habitual en mí. Me volvía a menudo a derecha e izquierda y atrás para no ser sorprendido, y
llevaba el rifle dispuesto en las manos. Una vez podría haber jurado que entre las muchas criaturas
tenuemente percibidas entre las sombras del bosque vi una figura humana correr de un escondite a
otro, pero no pude estar seguro.
En su mayor parte sorteé el bosque, haciendo desvíos ocasionales en vez de entrar en aquellas
imponentes profundidades oscuras, aunque muchas veces me vi obligado a pasar entre brazos del
bosque que se extendían hasta la misma orilla del mar interior. Había una sugerencia tan siniestra en
los sonidos desconocidos y los vagos atisbos de cosas que se movían dentro del bosque, de la amenaza
de extrañas bestias y posiblemente de hombres aún más extraños, que siempre respiraba con más
libertad cuando salía una vez más a paisaje descubierto.
Había caminado durante quizás una hora, aún convencido de que estaba siendo acechado por alguna
criatura que se mantenía escondida entre los árboles y matorrales a mi derecha y un poco por detrás,
cuando por enésima vez me atrajo un sonido desde esa dirección, y al volverme vi a un animal que
cruzaba rápidamente el bosque hacia mí. Ya no había ningún deseo por su parte de ocultarse: salió
rápidamente de entre los matorrales, y esperé que fuera lo que fuese, hubiera por fin hecho acopio de
valor para atacarme con valentía. Antes de que quedara claramente a la vista, me di cuenta de que no
estaba solo, pues a unos pocos metros por detrás una segunda criatura sacudía la jungla.
Evidentemente, iban a atacarme un par de bestias de caza o de hombres.
Y entonces, a través del último macizo de helechos asomó la figura de la primera criatura, que saltó
hacia mí con pies ligeros mientras yo esperaba con rifle al hombro para cubrir el punto por donde
esperaba que fuera a emerger. Debí de parecer bastante tonto si mi sorpresa y mi cons ternación se
reflejaron de algún modo en mi semblante cuando bajé el rifle y contemplé incrédulo la esbelta figura
de la muchacha que corría velozmente en mi dirección. Pero no tuve que permanecer mucho tiempo
con el arma bajada, pues mientras ella se acercaba, la vi echar una afligida mirada por encima del
hombro, y en el mismo momento la jungla se abrió en el mismo lugar donde la había visto a ella y
apareció el felino más grande que he visto jamás.
Al principio tomé a la bestia por un tigre de dientes de sable, ya que era la bestia de aspecto más
temible que nadie podría imaginar; pero no era ese terrible monstruo del pasado, aunque resultaba lo
suficientemente formidable para satisfacer al más fastidioso buscador de emociones. Avanzó, ominoso
y terrible, sus ojos cargados de odio relampagueando sobre sus mandíbulas abiertas, los labios
curvados en una mueca espantosa que mostraba una boca llena de dientes formidables. Al verme
abandonó la impetuosa carrera y avanzó lentamente hacia nosotros, mientras la muchacha, con un
largo cuchillo en la mano, se situaba valerosamente a mi izquierda, algo rezagada. Me había llamado
algo en una extraña lengua mientras corría hacia mí, y ahora volvió a hablar; pero lo que dijo no pude,
naturalmente, entenderlo entonces: sólo supe que su tono era dulce, bien modulado y libre de cualquier
sugerencia de pánico.
Frente al enorme felino, que ahora vi que era una enorme pantera, esperé hasta poder colocar un
disparo donde sabía que haría más daño, pues conseguir un disparo frontal a cualquiera de los grandes
carnívoros es como poco asunto difícil. Tenía cierta ventaja porque la bestia no atacaba ahora:
mantenía la cabeza gacha y la espalda expuesta; y así, a unos cuarenta metros, apunté con cuidado a su
espalda en la unión del cuello y los hombros.
Pero en el mismo instante, como si sintiera mi intención, la gran criatura alzó la cabeza y saltó hacia
adelante, atacando plenamente. Dispararle a aquella frente sesgada sería peor que inútil, así que
rápidamente cambié y apreté el gatillo, esperando contra todo pronóstico que la bala chata y la pesada
carga de pólvora tuvieran el suficiente efecto como para concederme por lo menos la posibilidad de
efectuar un segundo disparo.
En respuesta a la detonación del rifle tuve la satisfacción de ver que la bestia saltaba al aire, dando
una voltereta completa; pero se enderezó casi instantáneamente, aunque en el breve segundo que tardó
en ponerse en pie y girarse, dejó al descubierto su flanco izquierdo, y una segunda bala le atravesó el
corazón. Cayó por segunda vez... y luego se levantó y vino hacia mí. La vitalidad de las criaturas de
Caspak es uno de los rasgos maravillosos de este extraño mundo y habla en favor de la baja
organización nerviosa de la antigua vida paleolítica que se ha extinguido hace tanto tiempo en otras
partes del mundo.
A tres pasos, coloqué una tercera bala en la bestia, y entonces pensé que había llegado mi fin. Pero el
animal rodó y se detuvo a mis pies, muerto como una piedra. Descubrí que mi segunda bala le había
destrozado el corazón casi por completo, y sin embargo la pantera había vivido para atacarme
ferozmente, y que de no ser por mi tercer disparo sin duda me habría matado antes de expirar por fin...
o como Bowen Tyler había dicho claramente, antes de saber que estaba muerta.
Con la pantera evidentemente consciente del hecho de que la disolución se había apoderado de ella,
me volví hacia la muchacha, que me miraba con evidente admiración y no poco asombro, aunque he
de admitir que mi rifle le llamaba tanto la atención como yo. Era el animal más hermoso que he visto
jamás, y los pocos encantos que ocultaban sus ropajes conseguían en efecto acentuarlo. Un trozo de
cuero suave y sin curtir colgaba de su hombro izquierdo y pasaba bajo el pecho derecho, cayendo
sobre su costado izquierdo hasta su cadera y sobre el derecho hasta una tira metálica que rodeaba su
pierna por encima de la rodilla y donde se sujetaba el punto más bajo de la piel. En su cintura llevaba
un cinturón de cuero suelto, en cuyo centro colgaba la vaina donde guardaba su cuchillo. Había un
solo brazalete entre su hombro derecho y su codo, y una serie de ellos cubría su antebrazo izquierdo
del hombro a la muñeca. Más tarde supe que estos tenían como función proporcionar un escudo contra
los ataques con cuchillos cuando se alza el brazo izquierdo para proteger el pecho o el rostro.
Sujetaba su tupido pelo con una ancha banda metálica que llevaba un adorno triangular en el centro
de su frente. El adorno parecía ser una enorme turquesa, mientras que el metal de todos sus adornos
era oro virgen, grabado con intrincadas pautas de madreperla y trocitos diminutos de piedras de
diversos colores. De su hombro izquierdo colgaba una cola de leopardo, mientras que en los pies
calzaba recias sandalias. El cuchillo era su única arma. Su hoja era de hierro, y en lo alto del pomo
había un trozo de oro. Advertí todo esto en los pocos segundos que permanecimos mirándonos el uno
a la otra, y también observé otro rasgo sobresaliente de su aspecto: ¡estaba espantosamente sucia! Su
cara, sus miembros y su atuendo estaban manchados de barro y sudor, y sin embargo, incluso así, me
pareció que nunca había mirado a una criatura tan perfecta y hermosa como ella. Su figura desafía toda
descripción, al igual que su rostro. Si yo fuera uno de esos escritores, probablemente diría que sus
rasgos eran griegos, pero como no soy ni escritor ni poeta, sólo puedo hacerle mayor justicia diciendo
que combinaba las mejores características que se ven en el rostro de una típica chica americana más
que en la pronunciada fisonomía pastoril de las diosas griegas. No, ni siquiera la suciedad podía
ocultar ese hecho: era hermosa sin comparación.
Mientras nos mirábamos, una lenta sonrisa asomó a su rostro, dividiendo sus labios simétricos y
mostrando una fila de fuertes dientes.

–¿Galu? –preguntó alzando la voz.

Y como recordé haber leído en el manuscrito de Bowen que «galu» parecía indicar un tipo superior
de hombre, respondí señalándome a mí mismo y repitiendo la palabra. Entonces ella inició una especie
de catecismo, si podía juzgar por su inflexión, pues desde luego no entendí ni una palabra de lo que
decía. Todo el tiempo la muchacha no paró de mirar hacia el bosque, y por fin tocó mi brazo y señaló
en esa dirección.
Al volverme, vi una velluda figura de aspecto humanoide observándonos, y poco después otra y otra
más salieron de la jungla y se reunieron con su líder hasta que debieron ser al menos veinte. Estaban
completamente desnudos. Sus cuerpos estaban cubiertos de pelo, y aunque se alzaban sobre sus patas
sin tocar con las manos el suelo, tenían un aspecto muy simiesco, ya que se inclinaban hacia adelante y
tenían brazos muy largos y rasgos bastante simiescos. No eran un espectáculo agradable con aquellos
ojos fijos, las narices chatas, los largos labios superiores y los protuberantes colmillos amarillentos.

–¡Alus! –dijo la muchacha.

Yo había releído tantas veces las aventuras de Bowen que me las sabía casi de memoria, y por eso
ahora supe que estaba mirando los últimos restos de aquella raza de hombres antiguos: los alus de un
periodo olvidado, el hombre sin habla de la antigüedad.

–¡Kazor! –exclamó la muchacha, y al mismo tiempo los alus avanzaron balanceándose hacia nosotros.

Iban armados solamente con las armas de la naturaleza: poderosos músculos y gigantescos colmillos.
Sin embargo supe que eran suficientes para vencernos si no teníamos nada mejor para defendernos, así
que desenfundé mi pistola y le disparé al líder. Cayó como una piedra, y los otros se dieron la vuelta y
huyeron. Una vez más la muchacha sonrió lentamente y, tras acercarse más, acarició el cañón de mi
automática. Mientras lo hacía, sus dedos entraron en contacto con los míos, y un súbito escalofrío me
recorrió, cosa que atribuí al hecho de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a una
mujer de ningún tipo.
Ella me dijo algo con tonos suaves y líquidos; pero no pude entenderla, y entonces señaló hacia el
norte y echó a andar. La seguí, pues también me dirigía al norte; pero si ella se hubiera dirigido al sur
también la habría seguido, tan ansioso estaba de compañía humana en este mundo de bestias y reptiles
y semihombres.
Caminamos juntos, la muchacha charlando mucho y al parecer asombrada porque yo no podía
entenderla. Su risa plateada resonó alegremente cuando yo a mi vez intenté hablarle, como si mi
lenguaje fuera la cosa más extraña que hubiera oído jamás. A menudo, después de varios inútiles
intentos por hacerme entender, ella me mostraba la palma de la mano, diciendo:

–¡Galu!

Y luego me tocaba el pecho o el brazo y exclamaba:

–¡Alu, alu!

Supe qué quería decir, pues había aprendido por la narración de Bowen el gesto negativo y las dos
palabras que repetía. Quería decir que yo no era galu, como sostenía, sino un alu, o sin habla. Sin
embargo cada vez que lo decía se reía, y tan contagiosa era su risa que sólo pude reírme yo también.
Era natural, también, que se sintiera intrigada por mi incapacidad de comprenderla o de hacerme
comprender, pues desde los hombres-maza, el tipo humano más bajo de Caspak en tener habla, hasta
la dorada raza de los galus, las lenguas de las diversas tribus son idénticas... a ex cepción de las
amplificaciones en la escala de la evolución. Ella, que es una galu, puede comprender a uno de los bo-
lu y hacerse entender por él, o por un hombre-hacha, o un hombre-lanza o un arquero. Los ho-lus, o
simios, los alus y yo mismo éramos las únicas criaturas de aspecto humano con los que no podía
conversar. Sin embargo, era evidente que su inteligencia le decía que yo no era ni ho-lu ni alu, ni simio
antropoide ni hombre sin habla.
No desesperó, sino que se dispuso a enseñarme su lenguaje, y si no hubiera sido porque me
preocupaba enormemente el destino de Bowen y de mis compañeros del Toreador, podría haber
deseado que el periodo de instrucción se prolongara.
Nunca he sido lo que se llama un mujeriego, aunque me gusta inmensamente la compañía femenina,
y durante mis días universitarios y desde entonces he hecho varias amistades entre el bello sexo. Creo
que atraigo a cierto tipo de muchacha por el motivo que nunca pretendo cortejarlas; dejo esa labor a
los numerosos hombres que lo hacen infinitamente mejor que yo, y disfruto de la compañía femenina
en lo que considero modos más razonables: bailando, jugando al golf, paseando a caballo, jugando al
tenis y demás. Sin embargo, en compañía de aquella pequeña salvaje semi-desnuda encontré un nuevo
placer que era completamente diferente a todo lo que había experimentado jamás. Cuando ella me
tocaba, me entusiasmaba como nunca lo había hecho en compañía de otra mujer. No podía
comprenderlo, pues soy lo suficientemente sofisticado para saber que esto era un síntoma de amor y
desde luego no amaba a esta pequeña bárbara sucia con sus uñas rotas y descuidadas y su piel tan
manchada de barro y el verde del follaje aplastado que era difícil decir de qué color había sido
originalmente. Pero si por fuera estaba sucia, sus ojos claros y sus dientes blancos, fuertes y regulares,
su risa argentina y su porte de reina indicaban una nobleza innata que la suciedad no podía ocultar del
todo.
El sol estaba bajo en el cielo cuando llegamos a un riachuelo que desembocaba en una gran bahía al
pie de unos acantilados bajos. Nuestro viaje hasta el momento había estado cuajado de constante
peligro, como todo viaje en esta tierra espantosa. No quiero aburriros con un recital de la cansina
sucesión de ataques por parte de la multitud de criaturas que constantemente cruzaban nuestro camino
o nos atacaban deliberadamente. Siempre estábamos alerta; pues allí, por parafrasear la frase, la
vigilancia eterna es en efecto el precio de la vida.
Yo había conseguido progresar un poco en la adquisición del conocimiento de su lengua, así que
conocí a muchos de los animales y reptiles por sus nombres caspakianos, así como los árboles y los
helechos y las hierbas. Supe las palabras para nombrar al mar y el río y el acantilado, para nombrar el
cielo y el sol y las nubes. Sí, estaba progresando, y entonces se me ocurrió que no sabía el nombre de
mi acompañante. Así que me señalé a mí mismo y dije:

–Tom.

Ella alzó las cejas, sin comprender. Se pasó los dedos por aquella mata de pelo y pareció aturdida.
Repetí la acción una docena de veces.

–Tom –dijo ella por fin con aquella voz clara, dulce y líquida–. ¡Tom!

Yo nunca había pensado mucho en mi nombre antes, pero cuando ella lo pronunció, me pareció por
primera vez en la vida un nombre potente y hermoso, y entonces ella sonrió de repente y se señaló el
pecho y dijo:

–¡Ajor!
–¡Ajor! –repetí, y ella se echó a reír y batió las palmas.

Bueno, ahora sabíamos nuestros nombres, y eso fue bastante positivo. Me gustaba el suyo: ¡Ajor! Y
a ella parecía gustarle el mío, pues lo repetía.
Llegamos al acantilado junto al riachuelo donde éste desemboca en la bahía con el gran mar interior
detrás. Los acantilados estaban gastados y podridos, y en un lugar un profundo hueco corría tras la
piedra durante varios metros, sugiriendo un refugio para la noche. Había rocas sueltas dispersas con
las que podría construir una barricada en la entrada de la cueva, y así me detuve y le señalé el lugar a
Ajor, intentando hacerle comprender que podríamos pasar la noche allí.
En cuanto comprendió, asintió con el equivalente caspakiano de un gesto afirmativo, y luego tocó mi
rifle y me indicó que la siguiera hasta el río. Se detuvo en la orilla, se quitó el cinturón y la daga,
dejándolos caer al suelo a su lado: luego soltó la parte inferior de su atuendo de la banda de metal que
llevaba en la pierna, lo hizo resbalar por su hombro izquierdo y lo dejó caer a sus pies. Lo hizo de
manera tan natural, tan sencilla y rápidamente que me dejó boquiabierto como un pez fuera del agua.
Dándose la vuelta, me dirigió una sonrisa y entonces se zambulló en el río, y allí se bañó mientras yo
montaba guardia. Durante cinco o diez minutos estuvo nadando, y cuando emergió su piel brillante era
suave y blanca y hermosa. Sin medios para secarse, simplemente ignoró lo que para mí habría sido una
necesidad, y en un momento se vistió de nuevo con su sencillo pero efectivo ropaje.
Hacía ya una hora que había oscurecido, y como yo estaba muerto de hambre, la conduje medio
kilómetro hasta un prado donde habíamos visto antílopes y pequeños caballos un rato antes. Aquí abatí
a un pequeño ciervo; la detonación de mi rifle hizo que todos los demás corrieran al bosque, donde
fueron recibidos por un coro de horribles rugidos cuando los carnívoros se aprovecharon de su pánico
y saltaron sobre ellos.
Con mi cuchillo de caza corté un cuarto trasero, y luego regresamos al campamento. Recogí gran
cantidad de leña de los árboles caídos, con la ayuda de Ajor; pero antes de que pudiera encender una
hoguera, también recogí suficientes rocas sueltas para construir mi barricada para protegernos de los
espantosos terrores de la noche que se acercaba.
Nunca olvidaré la expresión del rostro de Ajor cuando me vio prender una cerilla y encender la
estopa bajo nuestra hoguera. La expresión de asombro era tal que parecía el rostro de un mortal que de
pronto contempla la misteriosa obra de la divinidad. Era evidente que Ajor desconocía los métodos
modernos para hacer fuego. Había considerado maravillosos mi pistola y mi rifle, pero estas diminutas
lascas de madera que al frotarlas mágicamente producían llamas eran en efecto milagros para ella.
Mientras la carne se asaba al fuego, Ajor y yo tratamos de hablar una vez más; pero aunque
copiosamente llena de incentivos, gestos y sonidos, la conversación no fluyó demasiado. Y entonces
Ajor se tomó en serio la tarea de enseñarme su lenguaje. Comenzó, como supe más tarde, por la forma
de habla más simple conocida en Caspak o, para el caso, en el mundo: la empleada por los bo-lu. No
me resultó difícil, y aunque resultaba un gran hándicap para mi instructora no poder hablar mi lengua,
lo hizo notablemente bien y demostró que poseía ingenuidad e inteligencia de un orden superior.
Después de comer, añadí leña al fuego para poder aumentar la hoguera ante la entrada de nuestra
barricada, creyendo que sería una buena protección contra los carnívoros, y luego Ajor y yo nos
sentamos ante la hoguera, y la lección continuó, mientras alrededor sonaban los extraños y horribles
ruidos de la noche en Caspak: los gemidos y las toses y el rugido de los tigres, las panteras y los
leones, los ladridos y el distante aullido del lobo, el chacal y el hyaenadon, los agudos alaridos de las
presas abatidas y el siseo de los grandes reptiles: sólo la voz del hombre guardaba silencio.
Pero aunque la voz de este terrible coro se alzaba y caía lejos y cerca en todas direcciones,
alcanzando en ocasiones un volumen de sonido tan tremendo que la tierra se estremecía, yo estaba tan
absorto en mi lección y en mi maestra que a menudo no oí lo que en otro momento me habría llenado
de espanto. El rostro y la voz de la hermosa muchacha que se inclinaba tan ansiosamente hacia mí
mientras intentaba explicarme el significado de alguna palabra o corregir mi pronunciación ocupaba
todas mis capacidades de percepción. La luz de la hoguera brillaba sobre sus animados rasgos y sus
chispeantes ojos; acentuaba los graciosos movimientos de sus gesticulantes manos y brazos;
resplandecía en sus dientes blancos y sus adornos de oro, y brillaba en la suave firmeza de su piel
perfecta. Me temo que a menudo me ocupaba más de admirar este hermoso animal que del deseo de
conocimiento: pero fuera como fuese, aprendí mucho esa noche, aunque parte de lo que aprendí no
tenía nada que ver con ningún nuevo lenguaje.
Ajor parecía decidida a que yo hablara caspakiano lo más rápidamente posible, y me pareció ver en
su deseo un poco de esa tendencia femenina que se ha transmitido a través de las épocas desde la
primera dama del mundo: curiosidad. Ajor deseaba que yo hablara su lengua para poder satisfacer una
curiosidad referida a mí que la acuciaba hasta tal punto que corría el peligro de estallar: de eso estaba
seguro. Era un signo de interrogación animado. Borboteaba con preguntas que nunca quedarían
satisfechas a menos que yo aprendiera a hablar su lengua. Sus ojos chispeaban de excitación; su mano
volaba con gestos expresivos: su lengüecita corría velozmente; todo para nada. Yo podía decir hombre
y árbol y acantilado y león y varias otras palabras en perfecto caspakiano: pero ese vocabulario era
sólo el inicio; no permitía entablar una conversación general, y el resultado fue que Ajor se enfadaba
tanto que cerraba los puños y me golpeaba en el pecho con todas sus fuerzas, y luego se echaba a reír
cuando comprendía el humor de la situación.
Estaba intentando enseñarme algunos verbos a través de las acciones que ella misma ejecutaba
mientras repetía la palabra adecuada. Estábamos muy concentrados, tanto que no prestamos atención a
lo que sucedía fuera de nuestra cueva. Y entonces Ajor se detuvo de repente y exclamó:

–¡Kazor!

Ahora ella había estado intentando enseñarme que ju significaba alto; por eso, cuando gritó kazor y
al mismo tiempo se detuvo, pensé por un momento que era parte de mi lección: por un instante olvidé
que kazor significa cuidado. Por tanto repetí la palabra tras ella; pero cuando vi la expresión en sus
ojos mientras miraban más allá de mí y la vi señalar la entrada de la cueva, me di la vuelta
rápidamente... y vi una horrible cara en la pequeña abertura que asomaba a la noche. Era el feroz y
rugiente semblante de un oso gigantesco. He cazado osos de cola plateada en las Montañas Blancas de
Arizona y los consideraba los más grandes y formidables de todos; pero al ver aparecer la cabeza de
esta horrible criatura me pareció que el más grande grizzly que haya visto jamás se reduciría en
comparación a las dimensiones de un perro de Newfoundland.
Nuestra hoguera estaba justo dentro de la cueva, y el humo salía a través de las aberturas entre las
rocas que yo había apilado de forma que se arqueaban hacia dentro en la parte superior. La abertura
por la que nosotros podríamos salir quedaba bloqueada por unos cuantos grandes fragmentos que no
llegaban a cerrarla por completo; pero a través de esas aberturas no podía pasar ningún animal grande.
Yo contaba, más que nada, con nuestro fuego, considerando que ninguna de las peligrosas bestias
nocturnas se aventuraría a acercarse a las llamas. En esto, sin embargo, me había equivocado
claramente, pues el gran oso se alzaba con la nariz apenas a un palmo del fuego, que ahora era bajo,
debido al hecho de que yo estaba tan entretenido con mi lección y mi maestra que me había olvidado
de alimentarlo.
Ajor desenfundó su fútil cuchillo y señaló mi rifle. Al mismo tiempo habló con voz clara,
completamente carente de nerviosismo o cualquier rastro de miedo o pánico. Supe que me estaba
exhortando a que disparara contra la bestia, pero yo no deseaba hacer esto más que como último
recurso, pues estaba seguro de que incluso mis pesadas balas no harían más que enfurecerlo... y en ese
caso podría fácilmente forzar la entrada en nuestra cueva.
En vez de disparar, apilé más madera sobre la hoguera, y cuando el humo y la llamarada se alzaron
ante el rostro de la bestia, ésta retrocedió, rugiendo terriblemente. Todavía pude ver dos feos puntos de
luz brillando en la oscuridad de fuera y oí sus rugidos. Durante algún tiempo el oso permaneció allí,
vigilando la entrada de nuestro frágil santuario mientras yo me devanaba los sesos en una fútil
empresa para planear algún método de defensa o de huida. Sabía muy bien que si el oso decidía
alcanzarnos, las rocas que había apilado como barrera se desmoronarían sobre sus gigantescos
hombros como un castillo de naipes, y que se abalanzaría directamente contra nosotros.
Ajor, que tenía menos conocimiento de la efectividad de las armas de fuego que yo, y por tanto
confiaba más en ellas, me incitó a que disparara contra la bestia, pero yo sabía que la posibilidad de
detenerla de un solo disparo era remota, y que el riesgo de enfurecerla era real: por eso, esperé lo que
pareció una eternidad, observando aquellos diabólicos puntos de fuego que brillaban mirándonos con
odio, y escuché el volumen cada vez más fuerte de aquellos gruñidos sísmicos que parecían surgir
desde dentro de las entrañas de la tierra y sacudir los mismos acantilados bajo los que nos
escondíamos, hasta que por fin vi que el bruto se acercaba de nuevo a la abertura.
No había servido de nada que hubiera apilado madera en el fuego, hasta que Ajor y yo estuvimos a
punto de asarnos: aquel poderoso motor de destrucción avanzó hasta que una vez más el espantoso
rostro abrió la boca directamente dentro de la abertura de la barrera. Permaneció allí un momento, y
luego la cabeza se retiró. Dejé escapar un suspiro de alivio: el oso había alterado su intención e iba en
busca de otra presa más fácil. El fuego había sido demasiado para él.
Pero mi alegría fue breve, y mi corazón se encogió una vez más cuan do un momento más tarde vi
una poderosa zarpa hurgar en la abertura... una zarpa tan grande como una sartén. Muy suavemente la
zarpa jugueteó con la gran roca que cerraba en parte la entrada, empujó y tiró y luego muy
deliberadamente la sacó hacia afuera y la hizo a un lado. De nuevo apareció la cabeza, y esta vez llegó
mucho más adentro de la cueva, pero los grandes hombros no pudieron atravesar la abertura. Ajor se
acercó más a mí hasta que su hombro tocó mi costado y aunque sentí un ligero temblor recorrer su
cuerpo, no dio ninguna otra muestra de temor. Involuntariamente la rodeé con el brazo izquierdo y la
atraje hacia mí durante un instante. Fue un acto de consuelo más que una caricia, aunque debo admitir
que una vez más e incluso ante el rostro de la muerte me sentí extasiado por su contacto; entonces la
solté y me llevé el rifle al hombro, pues había llegado a la conclusión de que no ganaría nada más
esperando. Mi única esperanza era meterle a la criatura tantas balas como fuera posible antes de que
cayera sobre mí. Ya había apartado una segunda roca y estaba a punto de introducir su enorme masa
por la abertura que había creado.
Así que apunté con cuidado entre sus ojos. Mis dedos se cerraron con firmeza sobre la caja del fusil,
apoyando el dedo del gatillo con la acción muscular de la mano. ¡La bala no podía fallar! Contuve la
respiración para no alterar ni un pelo el cañón. Permanecí inmóvil y tranquilo, como no había estado
jamás ante un blanco, y tuve plena consciencia de que sería un disparo perfecto: sabía que no podía
fallar. Y entonces, cuando el oso se abalanzó hacia mí, el percutor cayó... inútilmente, contra un
cartucho defectuoso.
Casi simultáneamente oí desde fuera un rugido infernal: el oso daba voz a una serie de gruñidos que
transcendían en volumen y ferocidad todo lo que hubiera ensayado hasta el momento, mientras salía
de la cueva. Por un instante no pude comprender qué había sucedido para causar esta súbita retirada
cuanto tenía prácticamente su presa al alcance. La idea de que el golpe del percutor lo hubiera
asustado era demasiado ridícula. Sin embargo, no tuvimos que esperar mucho antes de poder al me nos
suponer la causa de la diversión, pues desde fuera llegaron gruñidos y rugidos mezclados y el sonido
de grandes cuerpos debatiéndose y haciendo temblar la tierra. El oso había sido atacado por detrás por
alguna otra bestia poderosa, y los dos estaban ahora enzarzados en una titánica lucha por la
supremacía. Con breves interludios, durante los cuales pudimos oír la jadeante respiración de los
contrincantes, la batalla continuó durante casi una hora hasta que los sonidos del combate se fueron
reduciendo gradualmente y al fin cesaron por completo.
A sugerencia de Ajor, hecha con signos y con unas pocas de las palabras que teníamos en común,
trasladé la hoguera a la entrada de la caverna de modo que una bestia tendría que atravesar
directamente las llamas para alcanzarnos, y luego nos sentamos y esperamos a que el vencedor de la
batalla viniera y reclamara su recompensa. Pero aunque permanecimos sentados largo rato con los ojos
pegados a la abertura, no vimos ningún signo de ninguna bestia.
Por fin, indiqué a Ajor que se acostarán, pues sabía que ella debía tener sueño, y monté guardia hasta
casi por la mañana, cuando la muchacha despertó e insistió en que descansara un poco. No me pude
negar, pues me tumbó en el suelo mientras me amenazaba riendo con su cuchillo.

Capítulo III

Cuando desperté, era de día y encontré a Ajor ante un fino lecho de brasas asando un trozo de carne
de antílope. Créanme, la visión del nuevo día y el delicioso olor de la carne me llenó de una renovada
sensación de felicidad y esperanza que casi había perdido con la experiencia de la noche anterior.
Quizás la esbelta figura de aquella muchacha de rostro alegre resultara un potente paliativo. Me miró y
me sonrió, mostrando aquellos dientes perfectos, rebosante de clara felicidad: la imagen más adorable
que he visto jamás. Recuerdo que fue entonces cuando lamenté por primera vez que no fuera más que
una pequeña salvaje inculta y estuviera tan por debajo de mí en la escala de la evolución.
Su primer acto fue llamarme para que la siguiera al exterior, y allí fue señalando para explicar el
motivo que nos había librado del oso: un enorme tigre de dientes de sable, su hermosa piel y su carne
rota en pedazos, yacía muerto a unos cuantos metros de nuestra cueva, y a su lado, igualmente
destrozado, y sin entrañas, se encontraba el cadáver de un enorme oso cavernario. Que un tigre de
dientes de sable te salve la vida, y en el siglo veinte además, era una experiencia única por decir poco;
pero había sucedido: tenía la prueba ante mis ojos.
Tan enormes son los grandes carnívoros de Caspak que deben alimentarse perpetuamente para
mantener sus gigantescos músculos, y el resultado es que comen la carne de cualquier criatura y atacan
a todo lo que se pone a su alcance, no importa lo formidable que sea la presa. Por observaciones
posteriores (y menciono esto porque es digno de la atención de paleontólogos y naturalistas), he
llegado a la conclusión de que criaturas como el oso cavernario, el león de las cavernas y el tigre de
dientes de sable, así como los más grandes reptiles carnívoros, hacen, corrientemente, dos presas al
día: una por la mañana y otra después de la noche. Inmediatamente devoran todo el cadáver, y después
se tienden y duermen durante unas cuantas horas. Por fortuna su número es comparativamente escaso:
de lo contrario no habría otra vida en Caspak. Es su voracidad lo que mantiene su número reducido
hasta un punto que permite que vivan otras formas de vida, pues incluso en la época de apareamiento
los grandes machos a menudo se vuelven contra sus hembras y las devoran, mientras que tanto machos
como hembras a menudo devoran a sus crías. Cómo han conseguido sobrevivir las razas humanas y
semihumanas durante todas las incontables eras en que estas condiciones deben de haber existido es
algo que escapa a mi entendimiento.
Después de desayunar Ajor y yo nos pusimos de nuevo en marcha en nuestro camino hacia el norte.
Habíamos recorrido una pequeña distancia cuando fuimos atacados por varias criaturas de aspecto
simiesco armadas con palos. Parecían un poco más altas en la escala que los alus. Ajor me dijo que
eran bo-lu, u hombres-maza. Un disparo mató a uno y dispersó a los otros, pero varias veces después
durante el día fuimos amenazados por ellos, hasta que dejamos su país y entramos en el de los sto-lu, u
hombres-hachas. Estos eran menos velludos y más similares a los hombres, y no parecían tan ansiosos
por destruirnos. Más bien mostraban curiosidad, y nos seguían a cierta distancia examinándonos con
atención. Nos llamaron, y Ajor les respondió: pero sus respuestas no parecieron satisfacerlos, pues
gradualmente se volvieron amenazadores, y creo que se estaban preparando para atacarnos cuando un
pequeño ciervo que se escondía entre los matorrales abandonó de pronto su escondite y apareció ante
nosotros. Necesitábamos carne fresca, pues eran casi la una y yo tenía hambre, así que desenfundé mi
pistola y con un solo tiro abatí a la criatura. El efecto sobre los bo-lu fue eléctrico. Inmediatamente
abandonaron todo pensamiento de guerra, y se dieron la vuelta y corrieron al bosque que bordeaba
nuestro camino.
Pasamos esa noche junto a un pequeño arroyo en el país de los sto-lu. Encontramos una caverna
diminuta en la orilla rocosa, tan oculta que sólo la casualidad podría indicar a una bestia de presa su
emplazamiento, y después de comer la carne del ciervo y algunas frutas que Ajor había recogido, nos
metimos en el pequeño agujero, y con palos y piedras recogidos para la ocasión alcé una fuerte
barricada en la entrada. Nada podría alcanzarnos sin nadar y chapotear por el arroyo, y me sentí
bastante seguro de que no iban a atacarnos. Nuestro espacio era pequeño. El techo era tan bajo que no
podíamos permanecer de pie, y el suelo tan estrecho que con dificultad cabíamos los dos; pero
estábamos muy cansados, y nos las apañamos. Tan grande era la sensación de seguridad que estoy
seguro de que me quedé dormido en cuanto me tumbé junto a Ajor.
Durante los tres días que siguieron nuestros avances, fueron exasperantemente lentos. Dudo que
hiciéramos quince kilómetros en los tres días. El país era horriblemente salvaje, de modo que nos
veíamos obligados a pasar horas seguidas escondiéndonos de una u otra de las grandes bestias que nos
amenazaban continuamente. Había menos reptiles, pero la cantidad de carnívoros parecía haber
aumentado, y los reptiles que vimos eran gigantescos. Nunca olvidaré un enorme espécimen que
encontramos pastando entre los juncos al borde del gran mar. Tenía más de tres metros y medio de
altura en la grupa, su punto más alto, y con su cola enormemente larga y su cuello medía entre
veinticinco y treinta metros de longitud. Su cabeza era ridículamente pequeña; su cuerpo no estaba
acorazado, pero su gran masa hacía que su aspecto fuera formidable. Mi experiencia de la vida en
Caspak me llevó a crear que aquella gigantesca criatura nos atacaría nada más vernos, así que alcé mi
rifle y al mismo tiempo me fui dirigiendo a unos matorrales que ofrecían refugio; pero Ajor tan sólo se
echó a reír, y cogiendo un palo, corrió hacia el gran animal, gritando. La cabecita se alzó en el largo
cuello mientras el animal miraba estúpidamente acá y allá en busca del autor del ruido. Por fin sus ojos
descubrieron a la diminuta Ajor, y entonces ella lanzó el palo a la diminuta cabeza. Con un grito que
parecía el balido de una oveja, la colosal criatura se volvió hacia el agua y pronto se sumergió.
Mientras recordaba lentamente mis estudios universitarios y mis lecturas sobre paleontología en los
libros de texto de Bowen, me di cuenta de que había estado contemplando nada menos que a un
diplodocus del Jurásico Superior; ¡pero qué distinta era la criatura viva y real de las burdas
restauraciones de Hatcher y Holland! Yo tenía la impresión de que el diplodocus era un animal
terrestre, pero evidentemente era en parte anfibio. He visto a varios desde mi primer encuentro, y en
cada caso la criatura se dirigió al mar para ocultarse en cuanto fue molestada. Con la excepción de su
gigantesca cola, no tiene armas de defensa: pero con ese apéndice puede descargar golpes terribles con
los que puede abatir incluso a un oso cavernario gigante. Es una bestia estúpida, sencilla y amable...
una de las poquísimas criaturas de Caspak a quienes puede cuadrar esa descripción.
Durante tres noches dormimos en los árboles, pues no encontramos cuevas ni ningún otro sitio
donde ocultarnos. Aquí estábamos libres de los ataques de los grandes carnívoros terrestres, pero los
reptiles voladores más pequeños, las serpientes, leopardos y panteras eran una amenaza constante,
aunque en modo alguno tan temibles como las enormes bestias que surcaban la superficie de la tierra.
A finales del tercer día Ajor y yo podíamos conversar con considerable fluidez, y fue un gran alivio
para ambos, sobre todo para Ajor. Ahora ella no hacía más que preguntarme cuando la dejaba, cosa
que no podía ser todo el tiempo, pues nuestra supervivencia dependía en gran parte de la rapidez con
que yo pudiera obtener conocimiento de la geografía y las costumbres de Caspak, y por tanto yo
también tenía muchas cosas que preguntarle.
Disfrutaba enormemente escuchándola y respondiéndole, tan ingenuas eran muchas de sus preguntas
y tan llenas de asombro por las cosas que le contaba del mundo más allá de las altas barreras de
Caspak; ni una sola vez pareció dudar de mí, por maravillosas que pudieran haber parecido mis
declaraciones; y sin duda eran causa de asombro en Ajor, que jamás había soñado antes que existiera
vida ninguna más allá de Caspak y la vida que conocía.
Por simples que fueran muchas de sus preguntas, evidenciaban un agudo intelecto y una astucia que
parecía muy superior a la experiencia que indicaba su edad. Empecé a considerar que mi pequeña
salvaje era una persona interesante y sociable, y a menudo di gracias al destino que había hecho que
nuestros caminos se cruzaran. De ella aprendí muchas cosas de Caspak, pero seguí sin resolver el
misterio que tanto había intrigado a Bowen Tyler: la total ausencia de crías jóvenes entre las razas
humanas, semihumanas y simias con las que tanto ella como yo habíamos entrado en contacto en las
orillas opuestas del mar interior. Ajor trató de explicarme el asunto, aunque estaba claro que no podía
concebir cómo una condición tan natural debería exigir explicación. Me dijo que entre los galus había
unos cuantos bebés, que una vez ella había sido un bebé pero que la mayoría de su gente «venía»,
como ella lo dijo «cor sva jo», o literalmente, «desde el principio». Y como todos hacían cuando
usaban esa frase, indicaba el sur con un amplio gesto.
–Durante mucho –explicó, acercándose mucho a mí y susurrando– me las palabras al oído mientras
dirigía miradas aprensivas alrededor y sobre todo hacia el cielo–, durante mucho mi madre me tuvo
oculta para que los wieroo, que pasan por el aire de noche, no vinieran y me llevaran a Oo-oh.

Y la muchacha se estremecía al pronunciar la palabra. Intenté que me contara más cosas, pero su
terror era tan real cuando hablaba de los wieroo y de la tierra de Oo-oh donde habitaban que al final
desistí, aunque sí aprendí que los wieroo se llevaban solamente a bebés femeninos y ocasionalmente a
mujeres de los galus que habían «venido desde el principio». Todo era muy misterioso e insondable,
pero me dio la impresión que los wieroo eran criaturas imaginarias, los demonios o dioses de su raza,
omniscientes y omnipresentes. Esto me llevó a suponer que los galus tenían un sentido religioso, y
nuevas preguntas me convencieron de que así era. Ajor hablaba con tono reverente de Luata, la diosa
del calor y la vida. La palabra se deriva de otras dos: Lua, que significa sol, y ata que significa huevos,
vida, joven y reproducción. Ella me contó que adoraban a Luata en varias formas, como fuego, el sol,
los huevos y otros objetos materiales que sugerían calor y reproducción.
Yo había advertido que cada vez que encendía una hoguera, Ajor es bozaba en el aire con un dedo un
triángulo isósceles, y que hacía lo mismo por la mañana cuando veía por primera vez el sol. Al
principio no conecté su acto con nada en concreto, pero después de que aprendiéramos a conversar y
que me explicara un poco de sus supersticiones religiosas, me di cuenta de que hacía el signo del
triángulo como un católico hace el signo de la cruz. Siempre el lado desigual del triángulo quedaba
hacia arriba. Mientras me lo explicaba, indicó los adornos de sus brazaletes de oro, en el pomo de su
daga y en la banda que rodeaba su pierna derecha por encima de la rodilla: siempre era el diseño hecho
en parte con triángulos isósceles, y cuando explicó el significado de esta figura geomé trica, comprendí
de inmediato su sentido.
Ahora estábamos en el país de los band-lu, los hombres de las lanzas de Caspak. Bowen había
observado en su narración que este pueblo era análogo a la raza Cro-Magnon del Paleolítico Superior,
y por tanto yo estaba ansioso por verlos. No iba a quedarme con las ganas: ¡los vi, en efecto!
Habíamos dejado el país de los sto-lu y literalmente nos habíamos abierto paso luchando a través de
cordones de bestias salvajes durante dos días cuando decidimos acampar un poco antes que de
costumbre, debido al hecho de que habíamos alcanzado una línea de acantilados que corría al este y el
oeste donde había numerosas cavernas. Los dos estábamos muy cansados, y ver estas cavernas, en
varias de las cuales podíamos colocar una barricada, nos hizo decidirnos a detenernos hasta la mañana
siguiente. Con solo unos minutos de exploración descubrí una caverna en lo alto de la cara del
acantilado que parecía ideal para nuestros propósitos. Daba a un estrecho saliente donde podríamos
preparar nuestra hoguera; la abertura era tan pequeña que tuvimos que tumbarnos y arrastrarnos para
ganar acceso, mientras que el interior era espacioso y tenía un techo alto. Encendí una cerilla y miré
alrededor: pero por lo que pude ver, la cámara se internaba en el acantilado.
Tras soltar mi rifle, pistola y cinturón de municiones pesadas, dejé a Ajor en la cueva mientras iba a
recoger leña. Ya teníamos carne y frutas, recogidas justo antes de llegar a los acantilados, y mi
cantimplora estaba llena de agua fresca. Por tanto, lo único que necesitábamos era combustible, y
como siempre permitía que Ajor conservara sus fuerzas, no quise dejar que me acompañara. La pobre
muchacha estaba muy cansada, pero me habría acompañado hasta desplomarse, lo sé, tan leal era. Era
la mejor camarada del mundo, y a veces lamentaba y a veces me alegraba que no fuera de mi propia
casta, pues si lo hubiera sido me habría enamorado irremediablemente de ella. Por eso, viajábamos
hacia el norte como dos muchachos, con enorme respeto mutuo pero ningún blando sentimiento.
Había poca leña cerca de la base de los acantilados, y por eso me vi obligado a entrar en el bosque
situado a unos doscientos metros. Ahora me doy cuenta de lo alocada que fue mi acción en una tierra
como Caspak, rebosante de peligros y muerte; pero hay cierta cantidad de locura en todo hombre; y la
porción mía debía estar en ascenso aquel día, pues la verdad del asunto es que me interné en aquellos
bosques completamente indefenso. Y pagué el precio, como suele hacer la gente por sus
indiscreciones. Mientras rebuscaba entre los matorrales los trozos adecuados de leña, la cabeza
inclinada y los ojos en el suelo, advertí de pronto un gran peso sobre mí. Caí de rodillas y agarré a mi
asaltante, un hombre enorme y desnudo... desnudo a excepción de un taparrabos hecho de piel de
serpiente que le colgaba hasta las rodillas. El tipo iba armado con una lanza con punta de piedra, un
cuchillo de piedra, y un hacha. En su pelo negro había varias plumas de colores. Mientras luchábamos
de un lado a otro, le fui consiguiendo ventaja, pero de pronto una docena de amigos suyos aparecieron
corriendo y me superaron.
Me ataron las manos a la espalda con largas cuerdas de cuero y luego me observaron con atención.
Me parecieron en su mayor parte buenos especimenes humanos. Entre ellos había algunos que se
parecían a los sto-lu y tenían mucho pelo, pero la mayoría tenía cabezas grandes y rasgos no del todo
feos. Había poco en ellos que recordara a los monos, como sucede con los sto-lu, los bo-lu y los alus.
Pensé que me iban a matar al momento, pero no lo hicieron. En cambio, me interrogaron, pero resultó
evidente que no creyeron mi historia, pues se burlaron y se rieron.

–Los galus te han rechazado –exclamaron–. Si vuelves con ellos, morirás. Si te quedas aquí, morirás.
Te mataremos, pero primero bailaremos y tú bailaras con nosotros... la danza de la muerte.
¡Parecía muy tranquilizador! Pero supe que no iban a matarme inmediatamente, y por eso no
desesperé. Me condujeron hacia los acantilados, y cuando nos aproximamos a ellos, miré hacia arriba
y estoy seguro de que vi los brillantes ojos de Ajor observándonos desde nuestra alta cueva. Pero ella
no dio muestras de haberme visto, y continuamos nuestro camino, rodeamos el extremo de los
acantilados y seguimos a lo largo de la cara opuesta hasta que llegamos a una sección literalmente
cubierta de cuevas. Por todas partes, en el suelo y en los salientes ante las entradas, había cientos de
miembros de la tribu. Había muchas mujeres pero no bebés ni niños, aunque advertí que las hembras
tenían pechos más desarrollados que los que había visto entre las de los hombres-hacha, los hombres-
maza, los alus o los simios. De hecho, entre las órdenes inferiores del hombre caspakiano, el pecho
femenino es un órgano rudimentario, apenas sugerido en los simios y alus, y sólo un poco más
definido en los bo-lu y los sto-lu, aunque siempre aumentando hasta que se encuentra medio
desarrollado en las hembras de los hombres-lanza; sin embargo, no había ninguna indicación de que
las hembras amamantaran a los jóvenes, ni había ningún joven entre ellos. Algunas de las mujeres
band-lu eran bastante bonitas. Las figuras de todos, hombres y mujeres por igual, eran simétricas
aunque fornidas, y aunque había algunos que se parecían mucho al tipo de los sto-lu, había otros que
eran decididamente guapos y cuyos cuerpos eran bastante poco velludos. Todos los alus tienen barba,
pero entre los bo-lu las barbas desaparecen en las mujeres. Los hombres sto-lu muestran una barba
escasa, los band-lu ninguna; y hay poco vello en los cuerpos de sus mujeres.
Los miembros de la tribu mostraron gran interés en mí, sobre todo en mis ropas, pues naturalmente
nunca habían visto nada parecido. Me empujaron y tiraron de mí, y algunos incluso me golpearon,
pero en su mayoría no se sintieron inclinados a la brutalidad. Fueron sólo los más velludos, los que
más se parecían a los sto-lu, quienes me maltrataron.
Por fin mis captores me condujeron a una gran cueva, en cuya boca ardía una gran hoguera. El suelo
estaba cubierto de suciedad, incluyendo los huesos de muchos animales, y la atmósfera apestaba a
cuerpos humanos y carne putrefacta. Aquí me dieron de comer, me soltaron los brazos y comí un filete
medio cocido de auroc y un guiso que debía de estar hecho de serpientes, pues eso sugerían los
redondos trozos de repugnante carne.
Después de comer, me introdujeron en las profundidades de la caverna, que encendieron con
antorchas colocadas en los huecos de las paredes y con las que pude ver, para mi sorpresa, que las
paredes estaban cubiertas de dibujos y esbozos. Había aurocs, ciervos, tigres de dientes de sable, osos
cavernarios, hyaenodones y muchos otros ejemplos de la fauna de Caspak, hechos en color,
normalmente con cuatro tonos de marrón, o arañados sobre la superficie de la roca. A menudo estaban
superpuestos y hacía falta un examen minucioso para distinguir las diversas figuras. Pero todos
mostraban una aptitud bastante notable para el dibujo, lo que fortalecía las comparaciones de Bowen
entre este pueblo y los extintos Cro-Magnon cuyo antiguo arte sigue todavía conservado en las
cavernas de Niaux y Le Portel. Sin embargo, los band-lu no tenían arcos y flechas, y en este aspecto
diferían de sus extintos progenitores, o descendientes, de Europa occidental.
Si alguno de mis amigos tiene oportunidad de leer la historia de mis aventuras en Caprona, espero
que no se aburran con estas disgresiones, y si lo hacen, sólo puedo decir que estoy escribiendo mis
memorias para mi propio solaz y por tanto anoto las cosas que me interesaron particularmente en su
momento. No tengo ningún deseo de que el público general tenga acceso a estas páginas; pero es
posible que mis amigos, y tal vez algunos sabios, puedan estar interesados, y para ellos, aunque no
pido disculpas por mis reflexiones filosóficas, les explico humildemente que están siendo testigos de
los recuerdos de una mente finita tras lo infinito, la búsqueda de explicaciones de lo inexplicable.
En un lejano hueco de la caverna mis captores me hicieron detenerme. De nuevo me ataron las
manos, y esta vez también los pies. Durante la operación me interrogaron, y me alegré enormemente
de que la clara similitud entre las diversas lenguas tribales de Caspak nos permitiera entendernos a la
perfección, aunque ellos eran incapaces de creer o comprender la verdad de mi origen y las
circunstancias de mi llegada a Caspak. Finalmente me dejaron diciendo que vendrían a por mí para
celebrar la danza de la muerte al amanecer. Antes de que se marcharan con sus antorchas, vi que no me
habían llevado hasta el fondo de la caverna, pues un oscuro y ominoso corredor conducía desde mi
prisión hasta el corazón del acantilado.
No pude sino maravillarme de la inmensidad de esta gran gruta subterránea. Ya había recorrido
varios cientos de metros de cueva, de la cual se bifurcaban muchos otros pasadizos. Todo el acantilado
debía estar lleno de apartamentos y pasadizos de los que esta comunidad apenas ocupaba una parte
comparativamente pequeña, de modo que la posibilidad de que los pasadizos más remotos fueran el
cubil de bestias salvajes que tuvieran otros medios de entrada y salida distintos de los que usaban los
band-lu me llenó de oscuros presagios.
Creo que normalmente no soy histérico ni aprensivo; sin embargo, he de confesar que en las
condiciones en las que me hallaba, sentí que mis nervios estaban a flor de piel. Por la mañana iba a
morir para diversión de una horda de salvajes, pero el amanecer se me antojaba menos terrorífico que
el presente, y reto a cualquier hombre de mente equilibrada si no es aterrador estar atado de pies y
manos en la negrura estigia de una cueva inmensa poblada por peligros desconocidos en una tierra
llena de horribles bestias y de reptiles de la mayor ferocidad. En cualquier momento, quizá en este
mismo instante, alguna bestia silenciosa podría captar mi olor desde su cubil en las sombras y
arrastrarse hasta mí. Doblé el cuello, y a través de la oscuridad busqué los dos puntos diminutos de
ardiente odio que sabía serían el heraldo de la llegada de mi ejecutor. Tan reales eran las
imaginaciones de mi frenético cerebro que me cubrí de un sudor frío con la absoluta convicción de que
alguna bestia estaba cerca de mí: sin embargo, pasaron las horas, y ningún sonido quebró la quietud
como de tumba de la caverna.
Durante ese periodo de eternidad muchos acontecimientos de mi vida pasaron ante mis ojos, un
vasto desfile de amigos y acontecimientos que desaparecerían para siempre con el amanecer. Me
maldije por la tontería que me había apartado del grupo de búsqueda que tanto dependía de mí, y me
pregunté qué progresos habrían hecho, si habían hecho alguno. ¿Estaban todavía tras la barrera de
acantilados, esperando mi regreso? ¿O habían encontrado la forma de entrar en Caspak? Consideré
que lo más probable era lo segundo, pues el grupo estaba compuesto por hombres de acción que no
renunciaban fácilmente a sus propósitos. Era muy probable que ya me estuvieran buscando, pero
dudaba que alguna vez encontraran ningún rastro de mí. Hacía tiempo que había llegado a la
conclusión de que era imposible para el ser humano rodear las orillas del mar interno de Caspak a la
luz de la miríada de amenazas que acechaban en cada sombra de día y de noche. Hacía tiempo que
había renunciado a la esperanza de alcanzar el lugar por donde había entrado en este país, y por eso
estaba igualmente convencido de que nuestra expedición entera había sido peor que inútil desde que
fue concebida, ya que Bowen J. Tyler Jr. y su esposa no podían haber sobrevivido durante todos estos
largos meses, igual que Bradley y su grupo de marineros no podían seguir vivos todavía. Si la fuerza y
el equipo superior de mi grupo les permitía rodear el extremo norte del mar interior, tal vez pudieran
encontrar algún día los restos de mi avión destrozado colgando del gran árbol, pero mucho antes que
eso mis huesos formarían parte de la basura que cubría el suelo de esta enorme caverna.
Y mientras tanto todos mis pensamientos, reales y caprichosos, se dirigían a la imagen de una
muchacha perfecta, de ojos claros, fuerte, esbelta y hermosa, con el porte de una reina y la gracia
ondulante de un leopardo. Aunque amaba a mis amigos, su destino me parecía menos importante que
el destino de esta bella bárbara por quien, según me había convencido a mí mismo muchas veces, no
albergaba mayores sentimientos que una amistad de paso por una compañera de viaje en una tierra de
horrores. Sin embargo, tanto me preocupaba y angustiaba por ella y su futuro que por fin olvidé mi
propia situación, aunque seguía debatiéndome con mis ligaduras en una vana pugna para poder
liberarme y así, poder correr a protegerla si lograba escapar del destino que me tenían planeado. Y
mientras me dedicaba a ello y olvidaba por el momento mis aprensiones sobre la proximidad de alguna
bestia, en medio del silencio me sobresaltó un sonido claro e inconfundible que venía del oscuro
corredor, desde el corazón mismo de la montaña: el sonido de pies acolchados moviéndose
sibilinamente en mi dirección.
Creo que nunca antes en toda mi vida, ni siquiera entre los terrores de las noches de infancia, he
sufrido una sensación de horror extremo como en ese momento, cuando me di cuenta de que estaba
atado e indefenso mientras alguna horrible bestia reptaba para devorarme en la completa oscuridad de
las cuevas band-lu de Caspak. Apestaba a sudor frío, y tenía la piel erizada, podía sentirlo. Si alguna
vez estuve cerca de la cobardía abyecta, no recuerdo el caso, pero no puede decirse que tuviera miedo
a morir, pues hacía tiempo que me consideraba perdido: unos cuantos días en Caspak impresionan a
cualquiera y le hacen ver la total futilidad de la vida. Las aguas, la tierra, el aire rebosan de esa idea, y
cualquier forma de vida es siempre devorada por otra. La vida no tiene ningún valor en Caspak, como
no tiene valor ninguno en la tierra, y, sin duda, en todo el cosmos. No, no tenía miedo a morir: de
hecho, rezaba por hacerlo, por poder librarme del temor del intervalo de vida que me quedaba: la
espera, la horrible espera, a que alguna bestia temible me alcanzara y golpeara.
En este momento estaba tan cerca que pude oír su respiración, y entonces me tocó y di un rápido
salto hacia atrás. Durante largos instantes ningún sonido rompió el silencio sepulcral de la cueva.
Entonces oí un movimiento por parte de la criatura que tenía cerca, y de nuevo me tocó, y sentí algo
parecido a una mano sin vello pasar sobre mi cara hasta tocar el cuello de mi camisa de franela. Y
entonces, apagada, pero llena de emoción acumulada, una voz exclamó:

–¡Tom!

Creo que casi me desmayé, tan grande fue la reacción.

–¡Ajor! –conseguí decir–. Ajor, muchacha, ¿es posible que seas tú?
–¡Oh, Tom! –volvió a exclamar ella, con vocecita temblorosa, y se abalanzó hacia mí, sollozando
suavemente. Yo no sabía que Ajor pudiera llorar.

Mientras me cortaba mis ligaduras, me dijo que desde la entrada de nuestra cueva había visto a los
band-lu salir del bosque conmigo, y que nos había seguido hasta que me trajeron a esta cueva, que
había visto estaba situada en el lado opuesto del acantilado donde estaba situada la nuestra. Y así,
sabiendo que no podía hacer nada por mí hasta después de que los band-lu durmieran, se apresuró a
regresar a nuestra cueva. La alcanzó con dificultad, después de ser atacada por un león de las cavernas
que casi acabó con ella. Temblé al comprender el riesgo que había corrido.
Su intención fue esperar hasta después de la medianoche, cuando la mayoría de los carnívoros
hubieran terminado sus matanzas, y luego intentar alcanzar la cueva donde yo estaba prisionero y
rescatarme. Me explicó que con mi rifle y mi pistola (que me aseguró que sabía usar, después de
verme tantas veces hacerlo) planeaba asustar a los band-lu y obligarlos a entregarme. ¡Muchachita
valiente! Habría arriesgado voluntariamente la vida por salvarme. Pero poco después de llegar a
nuestra cueva oyó voces en sus más lejanos recovecos, e inmediatamente llegó a la conclusión de que
habíamos encontrado otra entrada a las cuevas que los band-lu ocupaban en la otra cara del acantilado.
Entonces se dispuso a explorar aquellos pasadizos y en medio de una oscuridad total se había abierto
paso, guiada solamente por un maravilloso sentido de la dirección, hasta donde yo estaba. Había
tenido que avanzar con la mayor de las cautelas para no caer en algún abismo en medio de la
oscuridad y en efecto dos veces había estado a punto de caer por agujeros cortados a pico y tuvo que
correr los riesgos más temibles para sortearlos. Me estremezco incluso ahora mientras imagino lo que
la muchacha tuvo que pasar para liberarme, y cómo aumentó el peligro al cargar consigo con el peso
de mis armas y municiones y la incomodidad del largo rifle que no estaba acostumbrada a llevar.
Me dieron ganas de arrodillarme y besarle la mano en reverencia y gratitud; no me avergüenzo en
decir que eso fue exactamente lo que hice después de que me liberara de mis ataduras y oyera la
historia de sus aventuras. ¡Pequeña y valiente Ajor! ¡Muchacha maravillosa del oscuro, increíble
pasado! Nunca antes la habían besado, pero pareció comprender algo del significado de la nueva
caricia, pues se inclinó hacia adelante en la oscuridad y depositó sus propios labios en mi frente. Una
súbita urgencia se apoderó de mí por abrazarla contra mi pecho y cubrir sus jóvenes y cálidos labios
con los besos de un amor real, pero no lo hice, pues sabía que no la amaba; y haberla besado así, con
pasión, habría sido causarle un gran daño a ella, que había ofrecido su vida por la mía.
No, Ajor debería estar tan segura conmigo como con su propia madre, si tenía una, cosa que me
sentía inclinado a dudar, aunque me había dicho que una vez había sido niña y que su madre la había
ocultado. Yo había llegado a dudar que existiera algo parecido a una madre en Caspak, una madre tal
como nosotros la conocemos. Desde los bo-lu hasta los kro-lu no hay una palabra que se corresponda a
nuestro término madre. Hablan de ata y de cor sva jo, que significan reproducción y desde el principio,
y señalan hacia el sur. Pero nadie tiene una madre.
Tras considerables dificultades llegamos a lo que creímos era nuestra cueva, sólo para descubrir que
no lo era, y entonces nos dimos cuenta de que estábamos perdidos en los laberintos de la gran caverna.
Rehicimos nuestros pasos y buscamos el punto desde el que habíamos partido, pero sólo conseguimos
perdernos aún más. Ajor estaba anonadada, no tanto por miedo a nuestra situación, sino por haber
perdido aquel maravilloso sentido de la orientación que poseía en común con la mayoría de las otras
criaturas de Caspak, y que les hace posible moverse sin errar de un sitio a otro, sin usar brújula o guía.
Seguimos avanzando poco a poco, buscando una salida al mundo exterior, pero dándonos cuenta de
que a cada paso podríamos estar internándonos aún más en el corazón de la gran montaña, o dando
inútiles círculos en un vago deambular que sólo podría terminar en la muerte. ¡Y la oscuridad! Era casi
palpable, y completamente deprimente. Yo tenía cerillas, y en algunos de los lugares más difíciles
encendía una, pero no podíamos permitirnos malgastarlas, y por eso tanteábamos el camino muy
despacio, haciendo todo lo posible por seguir una dirección general con la esperanza de que acabara
por conducirnos a una salida. Cuando encendí las cerillas, advertí que las paredes ya no contenían
pinturas, ni había otros indicios de que el hombre se hubiera adentrado tan profundamente en la
montaña, ni había rastros de animales de ningún tipo.
Sería difícil calcular cuánto tiempo pasamos deambulando por aquellos negros corredores, subiendo
empinadas cuestas, palpando el camino por el borde de pozos sin fondo, sin saber nunca en qué
momento podríamos caer a algún abismo y acosados siempre por el omnipresente terror de morir de
hambre y sed. Por difícil que fuera, me daba cuenta de que podría haber sido infinitamente peor si
hubiera tenido otro acompañante que no fuera Ajor... ¡valiente, tenaz, leal Ajor! Estaba cansada y
hambrienta y sedienta, y debía sentirse desanimada, pero nunca vaciló en su alegría. Le pregunté si
tenía miedo, y replicó que aquí los wieroo no podrían encontrarla, y que si moría de hambre, al menos
moriría conmigo y que estaba contenta de que ese fuera su fin. En ese momento atribuí su actitud a
algo parecido a la devoción de un perro por un nuevo amo que había sido amable. Puedo jurar que no
consideraba que fuera nada más.
No podía decir si llevábamos prisioneros de la montaña un día o una semana; ni siquiera ahora lo sé.
Nos sentimos muy cansados y hambrientos; las horas se arrastraron; dormimos al menos dos veces, y
luego nos levantamos y continuamos, cada vez más y más débiles. Había momentos en que la
tendencia de los pasadizos era siempre hacia arriba. Fue un trabajo brutal para gente que se encontraba
en el estado agotador en el que nos hallábamos, pero nos aferramos tenazmente a ello. Tropezamos y
caímos, nos derrumbamos por pura incapacidad física para mantenernos en pie, pero siempre
conseguimos levantarnos por fin y continuar. Al principio, cada vez que era posible, caminamos
cogidos de la mano para no separarnos, y más tarde, cuando vi que Ajor se debilitaba rápidamente,
caminamos el uno al lado del otro, yo sujetándola por la cintura con un brazo. Cuando también yo
mostré inequívocas muestras de agotamiento, Ajor sugirió que dejara mis armas y municiones, pero le
dije que, puesto que cruzar Caspak sin ellas sin duda significaría la muerte, bien podía correr el riesgo
de morir aquí en la caverna con ellas, pues existía la posibilidad de que pudiéramos encontrar el
camino a la libertad.
Llegó un momento en que Ajor ya no pudo andar, y entonces la cogí en brazos y la llevé. Ella me
suplicó que la dejara, diciendo que después de que encontrara una salida podría volver a recogerla:
pero Ajor sabía, y yo sabía que ella sabía, que si alguna vez la dejaba, nunca podría volver a
encontrarla. Sin embargo, insistía. Yo apenas tenía fuerzas para dar una docena de pasos seguidos:
entonces tuve que dejarme caer y descansar durante cinco o diez minutos. No sé qué fuerza me instó a
continuar y me hizo seguir a pesar de la absoluta convicción de que mis esfuerzos eran completamente
inútiles. Nos consideraba muertos ya, pero seguí arrastrándome hasta que llegara el momento en que
no pudiera levantarme, pues sólo podía avanzar unas pulgadas cada vez, arrastrando a Ajor conmigo.
Su dulce voz, ahora casi inaudible por la debilidad, me imploró que la abandonara y me salvara yo:
parecía que sólo pensaba en mí. Naturalmente, yo no podría haberla dejado allí sola, no importaba
cuánto hubiera podido desear hacerlo; pero el hecho es que no deseaba dejarla. Lo que le dije entonces
vino de manera muy simple y natural a mis labios. No podría haber sido de otro modo, imagino, pues
con la muerte tan cerca dudo que nadie se sienta muy inclinado a hacer heroicidades.

–Preferiría no salir de aquí jamás, Ajor –le dije–, que hacerlo sin ti.

Estábamos descansando contra una pared de roca, y Ajor se apoyaba en mí, la cabeza sobre mi
pecho. Podía sentirla junto a mí, y una mano acarició débilmente mi brazo, pero no dijo nada, pues no
eran necesarias más palabras.
Después de unos minutos más de descanso, nos pusimos de nuevo en marcha, completamente
desesperados. Pronto me di cuenta de que me debilitaba rápidamente, y al cabo de un rato me vi
forzado a admitir que era el fin.

–No tiene sentido, Ajor –dije–. He agotado mis fuerzas. Es posible que, si duermo, pueda continuar
más tarde.

Pero sabía que eso no era cierto, y que el final estaba cerca.

–Sí, duerme –dijo Ajor–. Dormiremos juntos... para siempre.

Se arrastró hacia mí, tendido en el suelo, y acomodó su cabeza sobre mi brazo. Con las pocas fuerzas
que me quedaban, la atraje hasta que nuestros labios se tocaron, y entonces susurré:

–¡Adiós!

Debí perder el conocimiento casi inmediatamente, pues no recuerdo nada más hasta que de pronto
desperté, escapando de un sueño preocupado en el que creí estar ahogándome, y encontré la cueva
iluminada por lo que parecía ser la difusa luz del día, y un hilillo de agua manando por el pasadizo
abajo y formando un charco y una pequeña depresión donde nos hallábamos Ajor y yo. Volví los ojos
rápidamente hacia Ajor, temiendo lo que la luz pudiera revelar, pero ella todavía respiraba, aunque
muy débilmente. Entonces busqué una explicación a la luz, y pronto descubrí que procedía de un
recodo en el pasadizo justo delante de nosotros y en lo alto de una empinada pendiente, y al instante
comprendí que Ajor y yo nos habíamos derrumbado de noche casi en el portal de la salvación. Si por
casualidad hubiéramos continuado avanzando unos cuantos metros más, siguiendo cualquiera de los
pasadizos que se bifurcaban a partir del nuestro justo por delante, podríamos habernos perdido
irremisiblemente. Todavía podíamos estar perdidos, pero al menos moriríamos a la luz del día, fuera
de la horrible negrura de esta terrible caverna.
Intenté levantarme, y descubrí que el sueño me había devuelto una porción de mis fuerzas. Entonces
probé el agua y me sentí más refrescado. Sacudí suavemente a Ajor por el hombro, pero ella no abrió
los ojos, así que recogí un poco de agua en mis manos y la dejé caer entre sus labios. Esto la revivió lo
suficiente para que abriera los ojos y, al verme, sonriera.

–¿Qué ha pasado? –preguntó–. ¿Dónde estamos?


–Estamos al final del pasadizo –repliqué–, y la luz del día llega del mundo exterior justo ahí delante.
¡Estamos salvados, Ajor!

Ella se sentó y miró en derredor; entonces, muy femeninamente, se echó a llorar. Fue la reacción, por
supuesto, y además estaba muy débil. La cogí en brazos y la tranquilicé como pude y finalmente, con
mi ayuda, se puso en pie, pues también ella, como yo, se había recuperado un poco con el sueño.
Juntos avanzamos hacia la luz, y en el primer giro vimos una abertura a unos metros ante nosotros y
un cielo plomizo más allá, un cielo plomizo del que caía una lluvia chispeante, la autora del pequeño
arroyo que nos había dado de beber cuando más lo necesitábamos.
La caverna era húmeda y fría pero cuando salimos por la abertura, el calor pastoso del aire
caspakiano nos acarició y nos alivió; incluso la lluvia era más cálida que aquellos oscuros corredores.
Ahora teníamos agua, y calor, y yo estaba seguro de que Caspak pronto nos ofrecería carne o fruta.
Pero cuando miramos a nuestro alrededor vimos que nos encontrábamos en la cima de los acantilados,
donde parecía haber pocos motivos para esperar que hubiera caza. Sin embargo, había árboles, y entre
ellos pronto encontramos frutas comestibles con las que acabar con nuestro largo ayuno.

Capítulo IV

Pasamos dos días en lo alto del acantilado, descansando y recuperándonos. Había algunos pequeños
animales cuya caza nos proporcionó carne, y los pequeños charcos de agua de lluvia fueron suficientes
para saciar nuestra sed. El sol salió pocas horas después de que emergiéramos de la cueva, y con su
calor pronto olvidamos la tristeza que nuestras recientes experiencias nos habían infligido.
Al amanecer del tercer día decidimos buscar un sendero que nos condujera al valle. Bajo nosotros, al
norte, vimos una gran laguna al pie de las montañas, y en ella pudimos discernir a las mujeres de los
band-lu chapoteando en las aguas poco profundas, mientras más allá y cerca de la base de la poderosa
barrera de acantilados había un gran partida de caza de guerreros band-lu que se dirigía al norte.
Teníamos una visión espléndida desde nuestro alto acantilado. Tenuemente, al oeste, podíamos ver la
orilla más lejana del mar interior, y al suroeste la gran isla del sur se alzaba claramente sobre nosotros.
Un poco al noreste se encontraba la isla norte, que Ajor, estremeciéndose, señaló como hogar de los
wieroo, la tierra de Oo-oh. Se encontraba al otro lado del lago y apenas era visible, pues se hallaba a
más de noventa kilómetros de distancia.
Desde nuestro promontorio, y con aire claro, la habríamos visto perfectamente, pero el aire de
Caspak está cargado de humedad, con el resultado de que los objetos lejanos se ven borrosos y
confusos. Ajor también me dijo que la tierra situada al este de Oo-oh era su tierra, la tierra de los galu.
Señaló los acantilados como su límite sur, que marcaba la frontera, al sur de la cual se encuentra el
país de los kro-lu, los arqueros. Ahora sólo teníamos que atravesar el territorio band-lu y el de los kro-
lu para encontrarnos en los confines de su propia tierra; pero eso significaba recorrer cincuenta
kilómetros de territorio hostil lleno de todos los terrores imaginables, y posiblemente muchos otros
más allá de los poderes de la imaginación. Sin duda habría dado mucho por tener mi avión en ese
momento, pues con él, en veinte minutos habríamos aterrizado en los confines del territorio de Ajor.
Finalmente encontramos un lugar por el que pudimos deslizamos por el borde del precipicio hasta un
estrecho saliente que parecía ser una especie de sendero que seguían los animales hasta al valle,
aunque al parecer no había sido utilizado desde hacía algún tiempo. Ayudé a bajar a Ajor, sujeta al
extremo de mi rifle, y luego yo mismo bajé, y no me da reparo admitir que sentí los pelos de punta
durante todo el proceso, pues la caída era considerable y el saliente era estrecho, pero con Ajor para
sujetarme y afirmarme, lo hice bien, y luego bajamos hacia el valle. Hubo otros dos o tres momentos
difíciles, pero en su mayor parte fue un descenso fácil, y llegamos a las más altas cuevas de los band-
lu sin más problemas. Aquí fuimos más despacio, para no ser descubiertos por algún miembro de la
tribu.
Debíamos haber dejado atrás la mitad de las cuevas de los band-lu cuando nos descubrieron, y
entonces un tipo enorme se plantó delante de mí, cortándome el paso.

–¿Quién eres? –preguntó. Me reconoció y yo a él, pues era uno de los que me habían llevado a la
cueva y me habían atado la noche en que me capturaron.

Miró entonces a Ajor. Era un hombre de buen aspecto y ojos claros e inteligentes, la frente despejada
y psique soberbia: hasta el momento, el tipo más elevado de caspakiano que había visto hasta el
momento, sin contar a Ajor, por supuesto.

–Tú eres una auténtica galu –le dijo a Ajor–, pero este hombre es de un molde diferente. Tiene la cara
de un galu, pero sus armas y las extrañas pieles que lleva en su cuerpo no son de los galus ni de
Caspak. ¿Quién es?
–Es Tom –replicó Ajor sucintamente.
–No existe ese pueblo –declaró el band-lu sinceramente, jugando con su lanza de manera muy
sugerente.
–Mi nombre es Tom –expliqué–, y soy de un país más allá de Caspak.

Pensé que lo mejor era no alarmarlo si era posible, porque era necesario ahorrar munición y no
llamar la atención que un disparo podría hacer recaer sobre nosotros.

–Soy de América, una tierra de la que nunca has oído hablar, y estoy buscando a otros compatriotas
míos que están en Caspak y de quienes me he perdido. No tengo nada en contra de ti ni de tu pueblo.
Déjanos marchar en paz.
–¿Vas allí? –preguntó, y señaló hacia el norte.
–Sí –repliqué.

Él guardó silencio durante unos minutos, aparentemente sopesando algún pensamiento. Por fin, habló.

–¿Qué es esto? –preguntó–. ¿Y qué es eso?

Señaló primero mi rifle y luego mi pistola.

–Son armas –respondí–, armas que matan a gran distancia.

Señalé a las mujeres de la laguna.

–Con esto –dije, golpeando mi pistola–, podría matar a tantas mujeres como quisiera, sin moverme ni
un paso de donde estamos ahora.

Él me miró con incredulidad, pero yo continué.

–Y con esto –sopesé mi rifle–, podría matar a uno de esos lejanos guerreros.

Y señalé con la mano izquierda las diminutas figuras de los cazadores, muy lejos al norte. El tipo se
echó a reír.

–Hazlo –exclamó, divertido–, y entonces puede que crea tu extraña historia.


–Pero no quiero matar a ninguno de ellos –repliqué–. ¿Por qué debería hacerlo?
–¿Por qué no? –insistió él–. Ellos te habrían matado cuando te tuvieron prisionero. Te matarían ahora
si pudieran ponerte la mano encima, y te comerían además. Pero sé por qué no lo intentas: porque has
dicho mentiras. Tu arma no mata a gran distancia. Es sólo un palo extrañamente forjado. Por lo que sé,
no eres más que un bo-lu inferior.
–¿Por qué quieres que mate a tu propio pueblo?
–Ya no son mi pueblo –replicó orgullosamente–. Anoche, justo en mitad de la noche, me llegó la
llamada. Llegó así a mi cabeza –y dio una palmada con fuerza–, y supe que me había elevado. Lo
estaba esperando desde hace mucho tiempo; hoy soy un kro-lu. Hoy voy a ir a coslupak –(país
despoblado o, literalmente, tierra de ningún hombre)–, entre los band-lu y los kro-lu, y allí daré forma
a mi arco y mis flechas y mi escudo. Allí cazaré el ciervo rojo para la piel de cuero que será la marca
de mi nuevo estado. Cuando haga esas cosas, podré ir al jefe de los kro-lu, y no se atreverá a
rechazarme. Por eso debes matar a esos inferiores band-lu si quieres vivir, pues tengo prisa.
–¿Por qué quieres matarme a mí? –pregunté.

Él pareció aturdido y finalmente se encogió de hombros.

–No lo sé –admitió–. Es la costumbre de Caspak. Si no matamos, nos matarán, por tanto es sabio
matar primero a quien no pertenezca a tu propio pueblo. Esta mañana me escondí en mi cueva hasta
que los demás salieron de caza, pues sabía que comprenderían de inmediato que me había convertido
en un kro-lu y me matarían. Me matarán si me encuentran en la coslupak; eso harán los kro-lu si me
encuentran antes de que haya ganado mis armas kro-lu y mi piel. Tú me matarías si pudieras, y por ese
motivo sé que dices mentiras cuando dices que tus armas me matarán a una gran distancia. Si lo
hicieran, hace tiempo que me habrías matado. ¡Vamos! No tengo más tiempo que perder con palabras.
Perdonaré a la mujer y me la llevaré conmigo a los kro-lu, pues es agradable.

Y con eso avanzó hacia mí con la lanza alzada.

Tenía el rifle preparado a la altura de la cadera. Y él estaba tan cerca que no necesitaba llevármelo al
hombro: sólo tenía que apretar el gatillo para enviarlo al otro mundo. Sin embargo, vacilé. Me
resultaba difícil acabar con una vida humana. No podía sentir ninguna enemistad hacia este salvaje
bárbaro que actuaba casi por instinto, igual que una bestia salvaje, y hasta el último momento intenté
buscar un medio de evitar lo que ahora parecía inevitable. Ajor se encontraba a mi lado, con el
cuchillo preparado en la mano y una mueca de desagrado en los labios tras la sugerencia del hombre
de que querer llevársela consigo.
Justo cuando pensaba que iba a tener que disparar, las mujeres de la laguna prorrumpieron en un
coro de gritos. Vi que el hombre se detenía y miraba hacia abajo, y siguiendo su ejemplo mis ojos
advirtieron el pánico y su causa. Las mujeres, evidentemente, habían salido del agua y regresaban a las
cavernas cuando fueron atacadas por un monstruoso león de las cavernas que se encontraba
directamente entre ellas y el centro del estrecho sendero que serpenteaba entre las rocas. Gritando, las
mujeres volvieron corriendo a la laguna.

–No les servirá de nada –observó el hombre, con un rastro de nerviosismo en la voz–. No les servirá
de nada, porque el león esperará hasta que salgan y se llevará por delante a cuantas pueda. Y allí hay
una –añadió, con tono de tristeza–, que yo esperaba que me siguiera pronto a los kro-lu. Juntos hemos
venido desde el principio.

Alzó la lanza por encima de su cabeza y se dispuso a arrojarla contra el león.

–Es la más cercana –murmuró–. La matará y ella nunca vendrá conmigo entre los kro-lu, ni al más
allá. ¡Es inútil! No hay guerrero vivo que pueda lanzar un arma a tanta distancia.

Pero mientras él hablaba, yo apunté con el rifle a la gran fiera. Y cuando dejó de hablar, apreté el
gatillo. Mi bala debió dar justo donde yo quería, pues alcanzó al león entre los hombros y le atravesó
el corazón, haciendo que cayera muerto en el acto. Por un momento las mujeres se mostraron tan
aterrorizadas por la detonación del rifle como por la amenaza del león; pero cuando vieron que el
fuerte ruido evidentemente había destruido a su enemigo, salieron de la laguna con cautela para
examinar el cadáver.
El hombre, a quien apunté inmediatamente después de disparar, no fuera a ser que continuara con su
ataque, se me quedó mirando lleno de sorpresa y admiración.
–¿Por qué, si podías hacer eso, no me mataste mucho antes?
–Ya te he dicho que no tengo nada contra ti –repliqué–. No me gusta matar hombres contra los que no
tengo nada en contra.

Pero él parecía no entender la idea.

–Ahora creo que no eres de Caspak –admitió–, pues nadie de Caspak habría permitido que se le
escapara una oportunidad así.

Más tarde descubrí que esto era una exageración, ya que las tribus de la costa oeste e incluso los kro-
lu de la costa este son bastante menos sanguinarios de lo que me había hecho creer.

–¡Y tu arma! –continuó–. Decías palabras verdaderas cuando yo creía que decías mentiras.

Y entonces, de pronto, exclamó:

–¡Seamos amigos!

Yo me volví hacia Ajor.

–¿Puedo confiar en él?


–Sí –contestó ella–. ¿Por qué no? ¿No te ha pedido ser tu amigo?
En ese momento yo no estaba tan familiarizado con las costumbres de Caspak para saber que la
fidelidad y la lealtad son dos de las más fuertes características de esa gente primitiva. No tienen la
suficiente cultura para haber aprendido a dominar la hipocresía, la traición y el disimulo. Hay, por
supuesto, unas cuantas excepciones.

–Podemos ir juntos al norte –continuó el guerrero–. Yo lucharé por ti, y tú podrás luchar por mí. Te
serviré hasta la muerte, pues has salvado a So-al, a quien daba por muerta.

Soltó su lanza y se cubrió ambos ojos con las palmas de sus manos. Yo miré a Ajor, quien explicó lo
mejor que pudo que ésta era la forma en que los habitantes de Caspak juraban alianza.

–Nunca tendrás que temerlo después de esto –concluyó ella.


–¿Qué debo hacer?
–Apártale las manos de los ojos y devuélvele la lanza –explicó ella.

Hice lo que me decía, y el hombre pareció muy satisfecho. Entonces pregunté qué debería de haber
hecho si no deseaba aceptar su amistad. Ellos me dijeron que si me hubiera apartado, en el momento
en que el guerrero me hubiera perdido de vista habríamos vuelto a ser enemigos mortales.

–¡Pero si podría haberlo matado fácilmente cuando estaba indefenso! –exclamé.


–Sí –replicó el guerrero–, pero ningún hombre con buen sentido ciega sus ojos ante alguien en quien
no confía.

Era un cumplido bastante decente, y me enseñó cuánto podía confiar en la lealtad de mi nuevo
amigo. Me alegré de tenerlo con nosotros, pues conocía el terreno y era evidentemente un guerrero
intrépido. Deseé poder reclutar a un batallón como él.
Mientras las mujeres se acercaban al acantilado, To-mar el guerrero sugirió que nos dirigiéramos al
valle antes de que pudieran interceptarnos, pues podrían intentar detenernos y casi con toda certeza
capturarían a Ajor. Así que corrimos por el estrecho sendero, llegando al pie de la montaña poco antes
que las mujeres. Ellas nos llamaron, pero continuamos a paso rápido, ya que no queríamos tener
problemas con ellas, que sólo podrían acabar con la muerte de algunas.
Habíamos avanzado poco más de un kilómetro cuando oímos que alguien tras nosotros llamaba a
To-mar por su nombre, y cuando nos detuvimos y miramos, vimos a una mujer que corría rápidamente
a nuestro encuentro. Mientras se acercaba vi que era una criatura muy atractiva, y como todas las de su
sexo que había visto en Caspak, aparentemente joven.

–¡Es So-al! –exclamó To-mar–. ¿Está loca siguiéndonos de esa forma?

Un momento después la joven se detuvo, jadeando, ante nosotros. No nos prestó la más mínima
atención a Ajor ni a mí, pero devorando a Tomar con sus chispeantes ojos, exclamó:

–¡Me he elevado! ¡Me he elevado!


–¡So-al! –fue todo lo que el hombre pudo decir.
–Sí –continuó ella–, la llamada me vino justo antes de salir de la laguna, pero no sabía que te había
llegado a ti también. ¡Puedo verlo en tus ojos, To-mar, mi To-mar! ¡Iremos juntos!

Y se arrojó en sus brazos.

Fue un momento muy emocionante, pues era evidente que habían sido compañeros desde hacía
mucho tiempo y que pensaban que iban a ser separados por esa extraña ley evolutiva que se mantiene
en Caspak y que se desplegaba lentamente ante mi mente incrédula. No comprendía entonces nada del
maravilloso proceso, que se extiende eternamente dentro de los confines de la barrera de arrecifes de
Caprona, ni estoy seguro de entenderlo del todo ahora.
To-mar le explicó a So-al que había sido yo quien mató al león de las cavernas y le salvó la vida, y
que Ajor era mi mujer y que por tanto se merecía la misma lealtad que me era debida.
Al principio Ajor y So-al fueron como una pareja de gatas desconocidas que se encuentran en un
callejón, pero pronto empezaron a aceptarse mutuamente en una especie de tregua armada, y más tarde
se hicieron rápidamente amigas. So-al era una joven hermosa, parecida a un tigre en su fuerza y
sinuosidad, pero al mismo tiempo dulce y femenina. Ajor y yo llegamos a apreciarla mucho y creo que
también ella nos apreció a nosotros. To-mar era todo un hombre: un salvaje, si quieren, pero no menos
hombre por eso.
Como descubrimos que viajar en compañía de To-mar hacía nuestro viaje a la vez más fácil y más
seguro, Ajor y yo no continuamos nuestro camino solos mientras los novicios retrasaban su
acercamiento al país de los kro-lu para poder equiparse adecuadamente con armas y aparejos, sino que
permanecimos con ellos. Así nos llegamos a conocer bien, hasta un punto en que temíamos que llegara
el día en que ocuparan su sitio entre sus nuevos camaradas y nos viéramos obligados a continuar solos.
A To-mar le preocupaba mucho que los kro-lu indudablemente no nos recibirían a Ajor y a mí de
manera amistosa, y que por tanto debíamos evitar a esa gente.
Nos habría venido muy bien poder entablar amistad con ellos, ya que su país está junto al de los
galus. Su amistad habría significado que los peligros de Ajor habrían quedado prácticamente atrás, y
que yo había realizado la mitad de mi viaje. A la vista de lo que he vivido, a menudo me he
preguntado qué posibilidades tenía de completar ese viaje en busca de mis amigos. Cuanto más viajaba
al sur por el lado oeste de la isla, más terribles eran los peligros ya que me acercaba a los terrenos de
los reptiles más espantosos y los peligros de los alus y los ho-lu, que se encontraban en la mitad sur de
la isla. ¿Y si no encontraba a los miembros de mi grupo, qué iba a ser de mí? No podría vivir mucho
tiempo en ninguna de las partes de Caspak con las que estaba familiarizado. En el momento en que
agotara mi munición, valdría tanto como muerto.
Era posible que los galus me recibieran bien, pero ni siquiera Ajor podía asegurar que lo hicieran o
no, e incluso suponiendo que me aceptaran, ¿podría rehacer mis pasos desde el principio, después de
no encontrar a mi gente, y regresar a la lejana tierra de los galus? Lo dudaba. Sin embargo, estaba
aprendiendo de Ajor, que era más o menos una fatalista, una filosofía que era tan necesaria en Caspak
para tranquilizar la mente como es la fe al cristiano devoto del mundo exterior.

Capítulo V
Estábamos sentados ante una pequeña hoguera dentro de una gruta segura una noche, poco después
de abandonar los acantilados de los band-lu, cuando So-al planteó una pregunta que nunca se me había
ocurrido hacerle a Ajor. Preguntó por qué había dejado a su propio pueblo y cómo había llegado tan al
sur, al país de los alus, donde yo la había encontrado.
Al principio Ajor vaciló, pero al final consintió en explicarlo, y por primera vez escuché la historia
completa de su origen y experiencias. Para mi beneficio, entró en muchos más detalles de los que
habrían sido necesarios si yo hubiera sido nativo de Caspak.

–Soy una cos-ata-lo –comenzó Ajor, y se volvió hacia mí–. Una cos-ata-lo, mi Tom, es una mujer (lo)
que no viene de un huevo y así va subiendo desde el principio (Cor sva jo). Fui una niña en el pecho
de mi madre. Sólo entre los galus se encuentran, pero poco frecuentemente. Los wieroo se llevan a la
mayoría de nosotras, pero mi madre me ocultó hasta que conseguí cierto tamaño y los wieroo ya no
pudieron distinguirme de una que hubiera venido desde el principio. Conocía a mi padre y a mi madre,
como sólo yo podía. Mi padre es un gran jefe entre los galus. Su nombre es Jor, y tanto él como mi
madre venían desde el principio; pero uno de ellos, probablemente mi madre, había completado los
siete ciclos –(aproximadamente setecientos años)–, con el resultado de que sus retoños podían ser cos-
ata-lo, o nacidos como todos los niños de tu raza, mi Tom, como me has contado. Yo me diferenciaba
por tanto de los demás en que mis hijos serían probablemente como soy yo, de un estado de evolución
más alto, y por eso era requerida por los hombres de mi pueblo, aunque ninguno me atraía. No me
interesaba ninguno. El más insistente era Du-seen, un gran guerrero a quien mi padre temía
enormemente, ya que era muy probable que Du-seen pudiera arrebatarle su jefatura de los galus. Tiene
gran seguimiento entre los galus más nuevos, los que han subido más recientemente desde los kro-lu, y
como esta clase es mucho más poderosa numéricamente que los galus más viejos, y como la ambición
de Du-seen no conoce barreras, llevamos mucho tiempo esperando que encuentre alguna excusa para
romper con Jor el Gran Jefe, mi padre.
»Otro motivo era que Du-seen me quería, aunque yo no quería nada de él, y entonces mi padre
descubrió que estaba conchabado con los wieroo: un cazador, una noche muy tarde, llegó temblando a
ver a mi padre, diciendo que había visto a Du-seen hablar con un wieroo en un lugar solitario lejos de
la aldea, y que claramente oyó las palabras: «Si me ayudas, te ayudaré: te entregaré a todas las cos-ata-
lo entre los galus, ahora y para siempre; pero por ese servicio debes matar a Jor el Gran Je fe y causar
terror y confusión entre sus seguidores».
»Cuando mi padre se enteró de esto, se enfureció. Pero también sintió miedo: miedo por mí, que soy
cos-ata-lo. Me llamó y me contó lo que había oído, señalando dos formas con las que podríamos
frustrar a Du-seen. La primera era que yo me convirtiera en compañera de Du-seen, pues después de
eso odiaría tener que entregarme a manos de los wieroo o cumplir el perverso pacto que había hecho...
un pacto que condenaría a sus propios retoños, quienes sin duda serían como yo soy, su madre. La
alternativa era huir hasta que Du-seen hubiera sido vencido y castigado. Elegí lo segundo y huí al sur.
Más allá de los confines del país galu hay poco peligro por parte de los wieroo, quienes buscan
normalmente a los galus de las órdenes superiores. Hay dos motivos excelentes para esto: Uno es que
desde el principio del tiempo ha existido animosidad entre los wieroo y los galus para ver quién
acabará dominando el mundo. Generalmente se admite que la raza que primero llegue a un punto de la
evolución que permita producir hijos de su propia especie y de ambos sexos dominará a todas las otras
criaturas. Los wieroo empezaron primero a producir a los suyos propios... no se sabe por qué la
evolución de galu a wieroo cesó gradualmente, pero los wieroo sólo producen varones, y por eso roban
a nuestras hembras jóvenes, y al robar a las cos-ata-lo aumentan sus propias posibilidades de
reproducir ambos sexos y al mismo tiempo reducen las nuestras. Los galus ya producen varones y
hembras, pero los wieroo nos vigilan con tanta atención que sólo pocos machos llegan a ser adultos,
mientras que aún son menores las hembras que no son robadas. Es en efecto una extraña situación,
pues aunque nuestros mayores enemigos nos odian y nos temen, no se atreven a exterminarnos,
sabiendo que también se exterminarían si no fuera por nosotros.
»Ah, pero podríamos tener ventaja, estoy segura, cuando todos los verdaderos cos-ata-lo
evolucionaran por fin para convertirse en la verdadera raza dominante ante la que el mundo entero
tendría que inclinarse.
Ajor siempre hablaba del mundo como si no existiera nada más allá de Caspak. No parecía
comprender la verdad de mi origen ni que hubiera incontables pueblos al otro lado de la barrera de
acantilados. Al parecer consideraba que yo procedía de un mundo completamente distinto. Dónde
estaba y cómo llegué yo a Caspak eran asuntos que la superaban tanto que rehusaba a preocuparse por
ello.
–Bien –continuó–, así que me escapé para esconderme, con la intención de dejar atrás las montañas al
sur de Galu y encontrar refugio en el país de los kro-lu. Sería peligroso, pero no parecía haber otra
manera.
»La tercera noche me refugié en una gran cueva en los acantilados, al borde de mi propio país; al día
siguiente cruzaría al país de los kro-lu, donde me parecía que me encontraría razonablemente a salvo
de los wieroo, aunque amenazada por otros incontables peligros. Sin embargo, para una cos-ata-lo
cualquier destino es preferible a caer en las garras de los temibles wieroo, de cuya tierra no regresa
nadie.
»Llevaba durmiendo pacíficamente varias horas cuando me despertó un leve ruido dentro de la
caverna. La luna brillaba, iluminando la entrada, contra la que vi recortada la temible silueta de un
wieroo. No había huida posible. La caverna era poco profunda, la entrada estrecha. Me quedé muy
quieta, esperando contra toda esperanza, que la criatura se hubiera detenido allí a descansar y se
marchara pronto sin descubrirme, pero al mismo tiempo sabía que iba buscándome.
»Esperé, sin atreverme a respirar, viendo cómo la cosa se arrastraba hacia mí sus grandes ojos
brillando en la oscuridad del interior de la cueva, y por fin supe que esos ojos me miraban
directamente, pues los wieroo pueden ver en la oscuridad mejor incluso que el león y el tigre. Unos
pocos pasos nos separaban cuando me puse en pie de un salto y corrí locamente hacia mi acechante en
un vano esfuerzo de esquivarlo y llegar al mundo exterior. Fue una locura, por supuesto, pues aunque
hubiera conseguido hacerlo, el wieroo me habría seguido y atacado desde arriba. De todas formas, me
agarró, y aunque me debatí, me venció. En el duelo, su larga túnica blanca se le desgarró, y se
enfureció mucho, de modo que empezó a temblar y batió sus alas lleno de ira.
»Me preguntó mi nombre, pero yo no quise contestarle, y eso lo enfureció aún más. Por fin me arrastró
hasta la entrada de la cueva, me cogió en brazos, desplegó sus grandes alas y saltó al aire para surcar la
noche. Vi el paisaje iluminado por la luna quedar atrás, y entonces nos encontra mos sobre el mar,
camino de Oo-oh, el país de los wieroo.
»Los oscuros contornos de Oo-oh se dibujaban bajo nosotros cuando desde arriba llegó el fuerte batir
de alas gigantescas. El wieroo y yo alzamos la cabeza simultáneamente, y vimos a un par de grandes
jo-oos –(reptiles voladores; pterodáctilos)–, que nos atacaban. El wieroo giró en el aire y bajó casi
hasta el nivel del mar, y entonces corrió hacia el sur intentando dejar atrás a nuestros perseguidores.
Las grandes criaturas, a pesar de su enorme peso, son rápidas con sus alas; pero las de los wieroo son
más rápidas. Incluso con mi peso añadido, la criatura que me sujetaba mantuvo la distancia, aunque no
pudo aumentarla. Más rápido que el viento más rápido volamos a través de la noche, hacia el sur,
siguiendo la costa. A veces nos elevábamos a grandes alturas, donde el aire era frío y el mundo de
abajo apenas un borrón de oscuridad. Pero siempre los jo-oos se mantuvieron cerca.
»Yo sabía que habíamos cubierto una gran distancia, pues el batir del viento en mi cara atestiguaba la
velocidad de nuestro avance, pero no tenía ni idea de dónde estábamos cuando por fin me di cuenta de
que el wieroo se estaba debilitando. Uno de los jo-oos nos ganó terreno y consiguió alcanzarnos, de
modo que mi captor tuvo que girar hacia la costa. Cada vez lo fueron obligando a ir más y más a la
izquierda, a descender más y más. Su respiración era entrecortada, y los golpes de sus poderosas alas
cada vez más débiles. No estábamos ni a tres metros sobre el suelo cuando los jo-oos nos alcanzaron,
en la linde de un bosque. Uno de ellos agarró al wieroo por el ala derecha, y en un esfuerzo por
liberarse, el wieroo me soltó y caí a tierra. Como un ecca asustado me puse en pie de un salto y corrí
hacia el refugio del bosque, donde sabía que ninguno de ellos podría seguirme ni atraparme. Entonces
me di la vuelta y miré atrás para ver cómo los dos grandes reptiles despedazaban a mi secuestrador y
lo devoraban en el acto.
»Estaba a salvo, aunque perdida. No podía imaginar a qué distancia estaba del país de los galus, y no
parecía probable que pudiera regresar a mi tierra.
»Estaba amaneciendo. Pronto los carnívoros empezarían a buscar sus primeras presas: yo estaba
armada solamente con mi cuchillo. A mi alrededor el paisaje era extraño: las flores, los árboles, las
hierbas incluso, eran diferentes a las de mi mundo del norte, y de pronto ante mí apareció una criatura
tan horrible como el wieroo: una especie de hombre peludo que apenas se mantenía erguido. Me
estremecí, y eché a correr. Huí de los horribles peligros que mis antepasados habían soportado en las
primeras etapas de su evolución humana, siempre perseguida por el monstruo peludo que me había
descubierto. Más tarde se le unieron otros de los suyos. Eran los hombres sin habla, los alus, de
quienes tú me rescataste, mi Tom. ¡A partir de ahí, conoces la historia de mis aventuras, y desde el
principio lo soportaría otra vez todo porque me llevaron a ti!

Fue muy amable al decir aquello, y yo lo agradecí. Pensaba que era una muchacha admirable de
cuya amistad podría enorgullecerse cualquiera, pero deseaba que, cuando me tocaba, no me recorriera
aquella peculiar emoción. Era muy incómoda, porque me recordaba al amor, y yo sabía que nunca
podría amar a esta pequeña bárbara a medio cocer. Me interesó mucho su descripción del wieroo, que
hasta ese momento había considerado una criatura puramente mitológica; pero Ajor se estremecía
tanto ante la sola mención del nombre que no quise insistir en el tema, y por eso los wieroo
continuaron siendo un misterio para mí.
Aunque los wieroo me interesaban enormemente, tuve poco tiempo para pensar en ellos, ya que nos
pasábamos las horas del día ocupados con las necesidades de la existencia: la constante batalla por la
supervivencia que es la principal ocupación de los caspakianos. To-mar y So-al estaban ya equipados
para su ingreso en la sociedad kro-lu y por tanto debían dejarnos, pues nosotros no podíamos
acompañarlos sin correr grandes peligros nosotros mismos y ponerlos en peligro a ellos. Pero cada uno
juró ser siempre amigo nuestro y nos aseguraron que en caso de que necesitáramos su ayuda no
teníamos más que pedirla. No dudé de su sinceridad, porque habíamos sido indispensables para
traerlos a salvo a la aldea de los kro-lu.
Ese fue nuestro último día juntos. Por la tarde nos separaríamos. Tomar y So-al fueron directamente
a la aldea kro-lu, mientras que Ajor y yo nos desviamos para evitar un conflicto con los arqueros. To-
mar y So-al mostraron síntomas de nerviosismo cuando llegó el momento de acercarse a la aldea de su
nuevo pueblo, pero a la vez se sentían orgullosos y felices. Nos dijeron que serían bien recibidos ya
que las incorporaciones a una tribu son siempre bienvenidas, y a medida que la distancia desde el
principio aumentaba, las tribus o razas más altas eran mucho más débiles numéricamente que las más
bajas. El extremo sur de la isla rebosa de ho-lu, o simios; por encima están los alus, que son
ligeramente inferiores en número que los ho-lu; y de nuevo hay menos bo-lu que alus, y menos sto-lu
que bo-lu. Los kro-lu son inferiores en número a todos los demás, y aquí la ley se invierte, pues los
galus superan a los kro-lu. Como me explicó Ajor, el motivo es que como la evolución cesa
prácticamente con los galus, de los que no hay más, pues incluso los cos-ata-lo son considerados galus
y permanecen con ellos. Y los galus procedían de las costas este y oeste. También hay menos reptiles
carnívoros en el extremo norte de la isla, y no tantos de los grandes y feroces felinos como los que
cobran su horrible precio entre las razas más al sur.
Por fin estaba haciéndome a la idea del esquema de la evolución en Caspak, que en parte explicaba
la falta de jóvenes entre las razas que había visto hasta ahora. En su camino desde el principio, el
caspakiano pasa, durante una sola existencia, a través de las diversas etapas de la evolución, o al
menos muchas de ellas, las mismas por las que la raza humana ha pasado durante incontables épocas
desde que la vida se agitó por primera vez en un nuevo mundo. Pero la cuestión que continuaba
intrigándome era: ¿qué crea la vida en el principio, cor sva jo?
Había advertido que mientras nos dirigíamos al norte desde el país de los alus, el terreno se había ido
elevando lentamente y ahora estábamos a varias docenas de metros por encima del nivel del mar
interior. Ajor me dijo que el país de los galus estaba todavía más alto y era considerablemente más
frío, lo que explicaba la escasez de reptiles. El cambio en formas y especies de los animales inferiores
era aún más marcado que las etapas evolutivas del hombre. Los diminutos ecca, o caballos pequeños,
se convertían en pequeños ponis de piel hirsuta en el país de los kro-lu. Vi gran número de pequeños
leones y tigres, aunque muchos de los grandes persistían aún, mientras que el mamut lanudo se
advertía más, igual que algunas variedades de labyrinthadonta. Estas criaturas, de las que Dios me
libre, eran de esperar más al sur: por algún motivo inexplicable consiguen su masa más grande en los
países de los kro-lu y los galus, aunque por fortuna son raros. Imagino que son una vida muy antigua
que se acerca rápidamente a la extinción en Caspak, aunque dondequiera que se encuentran
constituyen una amenaza para todas las formas de vida.
Era media tarde cuando To-mar y So-al se despidieron de nosotros. No estábamos lejos de la aldea
kro-lu; de hecho, nos habíamos acercado mucho más de lo que pretendíamos, y ahora Ajor y yo
tuvimos que hacer un desvío hacia el mar mientras nuestros compañeros iban directamente en busca
del jefe kro-lu. Ajor y yo habíamos recorrido algo más de un kilómetro y estábamos a punto de salir de
un tupido bosque cuando vi ante nosotros algo que me hizo ocultarme y al mismo tiempo empujar a
Ajor detrás de mí. Lo que vi fue una partida de guerreros band-lu: hombres grandes y de aspecto feroz.
Por la dirección en que marchaban vi que regresaban a sus cuevas, y que si permanecíamos donde
estábamos, pasarían de largo sin descubrirnos.

Poco después Ajor me dio un codazo.

–Tienen un prisionero –susurró–. Es un kro-lu.

Y entonces lo vi, el primer kro-lu plenamente desarrollado que veía. Era un salvaje de buen aspecto,
alto y erguido, con porte regio. To-mar era un hombre guapo, pero este kro-lu mostraba claramente en
todos sus atributos físicos un plano superior de evolución. Mientras To-mar acababa de entrar en la
esfera kro-lu, me pareció que este hombre debía estar cerca del siguiente paso de su desarrollo, que lo
convertiría en un envidiado galu.

–¿Lo matarán? –le pregunté a Ajor.


–La danza de la muerte –respondió ella, y yo me estremecí, tan recientemente había escapado del
mismo destino.

Parecía cruel que alguien que había sobrevivido a todas las temibles etapas de la evolución humana
en Caspak debiera morir a las mismas puertas de su objetivo. Me llevé el rifle al hombro y apunté con
cuidado a uno de los band-lu. Si lo alcanzaba, le daría a dos, pues otro hombre estaba directamente
detrás del primero.

Ajor me tocó el brazo.

–¿Qué vas a hacer? –preguntó–. Todos son nuestros enemigos.


–Voy a salvarlo de la danza de la muerte, enemigo o no –repliqué, y apreté el gatillo.

Con la detonación, los dos band-lu cayeron de bruces. Le entregué mi rifle a Ajor, y tras desenfundar
mi pistola me planté ante el sorprendido grupo. Los band-lu no huyeron como habían hecho algunas
de las órdenes inferiores con el sonido del rifle. En cambio, en el momento en que me vieron, soltaron
una serie de demoníacos gritos de guerra y, alzando las lanzas por encima de sus cabezas, me atacaron.
El kro-lu permaneció silencioso y estatuario, contemplando lo que sucedía. No hizo ningún intento
por escapar, aunque no tenía los pies atados y ninguno de los guerreros se quedó a vigilarlo. Eran diez
los band-lu que venían hacia mí. Abatí a tres de ellos con mi pistola tan rápidamente como un hombre
podría contar hasta tres, y entonces mi rifle habló cerca de mi hombro izquierdo, y otro de ellos se
tambaleó y cayó al suelo. ¡Valiente Ajor! Nunca había disparado antes en toda su vida, aunque yo le
había enseñado a apuntar y a apretar el gatillo con suavidad. Había practicado a menudo, pero yo no
esperaba haber hecho de ella una tiradora de precisión tan rápidamente.
Con seis compañeros apartados tan fácilmente de la lucha, los otros seis restantes buscaron refugio
entre unos matorrales y comenzaron un consejo de guerra. Deseé que se marcharan, pues no quería
desperdiciar munición, y temía que si preparaban otro ataque algunos de ellos llegaran a alcanzarnos,
pues ya estaban bastante cerca. De repente uno de ellos se levantó y arrojó su lanza. Fue la más
maravillosa exhibición de velocidad de la que he sido testigo jamás. Me pareció que apenas se había
enderezado cuando la lanza había recorrido ya la mitad de su camino, cayendo como una flecha hacia
Ajor. ¡Y fue entonces, con aquella pequeña vida en peligro, cuando hice el mejor disparo de mi vida!
No apunté conscientemente; fue como si mi mente subconsciente, impulsada por un poder aún más
fuerte que la autoconservación, dirigiera mi mano. ¡Ajor estaba en peligro! Simultáneamente al
pensamiento mi pistola ocupó su posición, una veta de pólvora incandescente marcó el camino de la
bala desde su boca; y la lanza, quebrada la punta, se desvió de su camino. Con un aullido de desazón
los seis band-lu abandonaron su escondite y corrieron hacia el sur.
Me volví hacia Ajor. Estaba muy blanca y con los ojos muy abiertos, pues los dedos de la muerte
habían estado a punto de alcanzarla. Una pequeña sonrisa asomó a sus labios, y una expresión de gran
orgullo a sus ojos.

–¡Mi Tom! –dijo, y tomó mi mano en la suya. Eso fue todo, «¡Mi Tom!», y un apretón en la mano. ¡Su
Tom! Algo se agitó en mi interior. ¿Era júbilo o era consternación? ¡Imposible! Me di la vuelta, casi
con brusquedad.
–¡Vamos! –dije, y avancé hacia el kro-lu prisionero.

El kro-lu se nos quedó mirando con estólida indiferencia. Supongo que esperaba que lo matara; pero
si así era, no mostró ningún signo externo de temor. Sus ojos, indicando su gran interés, estaban fijos
en mi pistola o el rifle que todavía llevaba Ajor. Corté sus ligaduras con mi cuchillo. Mientras lo
hacía, una expresión de sorpresa tiñó y animó la altiva reserva de su semblante. Me miró, intrigado.

–¿Por qué haces esto conmigo? –preguntó.


–Eres libre –respondí–. Vete a casa, si quieres.
–¿Por qué no me matas? –inquirió–. Estoy indefenso.
–¿Por qué debería matarte? He arriesgado la vida y la de esta joven dama para salvar la tuya. ¿Por qué,
por tanto, debería tomarla ahora?

Naturalmente, no dije «joven dama», ya que no hay ningún término caspakiano equivalente; pero
tengo que tomarme considerables libertades con la traducción de las conversaciones en caspakiano.
Hablar siempre de una hermosa joven como una «ella» puede ser literal, pero dista mucho de ser
galante.

El kro-lu concentró su firme mirada en mí durante al menos un minuto. Entonces volvió a hablar.

–¿Quién eres tú, hombre de muchas pieles? –preguntó–. Tu ella es galu; pero tú no eres ni galu ni kro-
lu ni brand-lu, ni ningún otro tipo de hombre que yo haya visto antes. Dime de dónde viene un
guerrero tan poderoso y un enemigo tan poderoso.
–Es una larga historia –respondí–, pero basta decir que no soy de Caspak. Soy extranjero aquí, y,
aceptémoslo, no soy tu enemigo. No tengo ningún deseo de ser enemigo de ningún hombre de Caspak,
con la posible excepción del guerrero galu Du-seen.
–¡Du-seen! –exclamó él–. ¿Eres enemigo de Du-seen? ¿Y porqué?
–Porque quiso hacer daño a Ajor –repliqué–. ¿Lo conoces?
–No puede conocerlo –dijo Ajor–. Du-seen se alzó de entre los kro-lu hace mucho tiempo, y tomó un
nuevo nombre, como hacen todos cuando llegan a una nueva esfera. No puede conocerlo, ya que no
hay ninguna relación entre los kro-lu y los galus.

El guerrero sonrió.

–Du-seen se alzó no hace tanto como para que no lo recuerde bien –dijo–, y recientemente ha decidido
acabar con las antiguas leyes de Caspak: ha tenido relación con los kro-lu. Du-seen quiere ser jefe de
los galus, y ha acudido a los kro-lu en busca de ayuda.

Ajor se quedó de una pieza. Aquello era increíble. Nunca habían tenido relaciones amistosas los kro-
lu y los galus: según las salvajes leyes de Caspak eran enemigos mortales, pues sólo así pueden
mantener su individualidad las diversas razas.

–¿Se unirán a él los kro-lu? –preguntó Ajor–. ¿Invadirán el país de Jor, mi padre?
–Los kro-lu más jóvenes favorecen el plan –replicó el guerrero–, pues creen que así se convertirán en
galus inmediatamente. Esperan evitar los largos años de cambio que deben pasar en el curso ordinario
de los hechos y de un solo golpe convertirse en galus. Los que somos kro-lu mayores les decimos que
aunque ocupen la tierra de los galu y lleven las pieles y adornos del pueblo dorado, seguirán sin ser
galus hasta que llegue el momento en que estén maduros para elevarse. También les decimos que
nunca se convertirán en una auténtica raza galus, ya que seguirá habiendo entre ellos algunos que no
podrán elevarse. Una cosa es atacar de vez en cuando el país galu para saquearlo, como nuestro pueblo
hace, pero intentar conquistarlo y mantenerlo es una locura. Por mi parte, me contento con esperar
hasta que me llegue la llamada. Siento que no puede estar lejos.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntó Ajor.
–Chal-az –respondió el hombre.
–¿Eres el jefe de los kro-lu?
–No, es Altan quien es jefe de los kro-lu del este –respondió Chal-az.
–¿Y está en contra del plan para invadir el país de mi padre?
–Por desgracia está a favor –respondió el hombre–, ya que acaba de llegar a la conclusión de que es
batu. Ha sido jefe desde siempre, antes de que llegara de los band-lu, y no he podido ver ningún
cambio en él en todos estos años. De hecho, todavía parece más band-lu que kro-lu. Sin embargo, es
un buen jefe y un poderoso guerrero, y si Du-seen lo persuade para su causa, los galus puede que
tengan un jefe kro-lu antes de que pase mucho tiempo... Du-seen además de los otros, pues Al-tan
nunca consentirá en ocupar una posición subordinada, y una vez que plante un pie victorioso en Galu,
no lo retirará sin lucha.
Les pregunté qué significaba batu, ya que no había oído antes la palabra. Traducida literalmente, es
equivalente a acabado, terminado, y se aplica al progreso evolutivo individual en Caspak, y con esta
información se desarrolló el interesante hecho de que no todos los individuos son capaces de elevarse
a través de todas las etapas hasta la de los galus. Algunos nunca progresan más allá del estado alu;
otros se detienen como bo-lu, como sto-lu, como band-lu o como kro-lu. Los ho-lu de la primera
generación pueden llegar a convertirse en alus; los alus de la segunda generación pueden convertirse
en bo-lu, mientras que hacen falta tres generaciones de bo-lu para convertirse en band-lu, y así hasta
que el progenitor kro-lu por un lado debe ser de la sexta generación.
No me quedó suficientemente claro ni siquiera con esta explicación, pues no podía comprender
cómo podía haber distintas generaciones de gente que al parecer no tenía hijos. Sin embargo empecé a
ver un leve atisbo de las extrañas leyes que gobiernan la propagación y la evolución en esta extraña
tierra. Ya conocía que las charcas cálidas que siempre se encuentran cerca de los terrenos tribales
estaban muy relacionadas con el esquema evolutivo caspakiano, y que la diaria inmersión de las
hembras en las aguas verdes y fangosas era una respuesta a alguna ley natural, ya que no se podía
obtener placer ni limpieza de lo que casi parecía un rito religioso. Sin embargo, seguía sin entenderlo,
ni al parecer Ajor podía iluminarme, pues se veía obligada a usar palabras que yo no lograba
comprender y cuyo significado le era imposible explicar.
Mientras hablábamos, nos sorprendió una conmoción entre los matorrales y entre los troncos de los
árboles que nos rodeaban, y simultáneamente un centenar de guerreros kro-lu aparecieron y nos
rodearon. Saludaron a Chal-az con una andanada de preguntas mientras se acercaban lentamente desde
todas direcciones, sus pesados arcos equipados con largas y afiladas flechas. Nos miraron a Ajor ya mí
con deseo en un caso y recelo en el otro, pero después de que escucharan la historia de Chal-az, su
actitud fue más amistosa. Un gran salvaje se encargó de hablar. Era una montaña humana, aunque
perfectamente proporcionado.

–Este es el jefe Al-tan –dijo Chal-az a modo de presentación.

Entonces le contó mi historia, y Al-tan me hizo muchas preguntas sobre la tierra de la que procedía.
Los guerreros se congregaron alrededor para oír mis respuestas, y hubo muchas expresiones de
incredulidad mientras hablaba de lo que para ellos era otro mundo, del yate que me había traído sobre
las vastas aguas, y del avión que me había traído como un jo-oo sobre la cumbre de las montañas. Fue
la mención del hidroavión lo que precipitó el primer clamor escéptico, y entonces Ajor salió en mi
defensa.

–¡Yo lo vi con mis propios ojos! –exclamó–. Lo vi volar por el aire en batalla con un jo-oo. Los alus
me estaban persiguiendo, y lo vieron y huyeron.
–¿De quién es esta ella? –exigió Al-tan de repente, los ojos fijos ferozmente en Ajor.
–Ella es mía –respondí, aunque no sé qué fuerza me impulsó a decirlo. Pero un instante después me
alegré de haber dicho esas palabras, pues la expresión del rostro orgulloso y feliz de Ajor fue
recompensa suficiente.

Al-tan la miró durante varios minutos y luego se volvió hacia mí.

–¿Puedes conservarla? –preguntó, con una leve mueca de desdén en el rostro.

Yo coloqué la palma de la mano sobre mi pistola y contesté que podía. Él vio el movimiento, miró la
culata de la automática que sobresalía de su cartuchera, y sonrió. Entonces se dio la vuelta y, tras alzar
su gran arco, colocó una flecha y tensó la cuerda. Sus guerreros, con rostro sonriente, lo observaron en
silencio. Su arco era el más fuerte y el más pesado de todos. Un hombre poderoso debía ser para
tensarlo; sin embargo, Al-tan tiró de la cuerda hasta que la punta de piedra de la flecha tocó su índice
izquierdo, y lo hizo con suma facilidad. Entonces alzó la flecha hasta el nivel de su ojo derecho, la
mantuvo allí durante un instante y la soltó. Cuando la flecha se detuvo, había atravesado hasta asomar
la mitad por el tronco de un árbol situado a quince metros de distancia. Al-tan y sus guerreros se
volvieron hacia mí con expresiones de inmensa satisfacción en los rostros, y entonces, al parecer para
exhibirse ante Ajor, el jefezuelo se balanceó un par de veces, haciendo oscilar sus grandes brazos y sus
fornidos hombros, como un vencedor borracho en un baile de verbena.
Vi que algún tipo de respuesta era necesaria, así que con un solo movimiento desenfundé mi pistola,
apunté a la flecha que todavía temblaba y apreté el gatillo. Al sonido de la detonación, los kro-lu
saltaron hacia atrás y alzaron sus armas; pero como yo sonreía, se calmaron y volvieron a bajarlas,
siguiendo mi mirada hasta el árbol: la flecha de su jefe había desaparecido, y a través del tronco del
árbol se veía un agujero que marcaba el paso de mi bala. Fue un disparo si puedo decirlo, y la
necesidad tuvo que guiar aquella bala: yo simplemente tenía que hacer un buen tiro, para poder
establecer inmediatamente mi posición, pero no estoy seguro de que eso ayudara a mi causa con Al-
tan. Mientras que podría haber condescendido para tolerarme como una curiosidad inofensiva e
interesante, ahora, por el cambio en su expresión, parecía considerarme bajo una nueva y desfavorable
luz. No puedo extrañarme, conociendo a los de su calaña, ¿pues no lo había dejado en ridículo ante los
ojos de sus guerreros, venciéndolo en su propio juego? ¿Qué rey, salvaje o civilizado, podría perdonar
tal imprudencia? Al ver sus negras miradas, consideré pertinente, sobre todo por bien de Ajor, poner
fin a la entrevista y continuar nuestro camino. Pero cuando me dispuse a hacerlo, Al-tan nos detuvo
con un gesto, y sus guerreros nos rodearon.
–¿Qué significa esto? –exigí, y antes de que Al-tan pudiera responder, Cha-laz alzó la voz en nuestra
defensa.
–¿Es esta la gratitud de un jefe kro-lu, hacia alguien que te ha servido salvando a uno de tus guerreros
del enemigo... salvándolo de la danza de la muerte de los band-lu?

Al-tan guardó silencio durante un instante, y entonces su ceño se despejó, y la leve imitación de una
expresión agradable luchó por cobrar vida mientras decía:

–El extranjero no será dañado. Sólo quería retenerlo para que pueda participar esta noche en el festín
de la aldea de Al-tan el kro-lu. Por la mañana puede continuar su camino. Al-tan no lo retrasará.

Yo no me quedé tranquilo del todo, pero quería ver el interior de la aldea kro-lu, y de todas formas
sabía que si Al-tan pretendía traicionarnos no estaría más en su poder por la mañana que ahora mismo.
De hecho, durante la noche podría encontrar alguna oportunidad para escapar con Ajor, mientras que
en este momento ninguno de nosotros podía esperar escapar ileso del círculo de guerreros. Por tanto,
para desarmarlo de cualquier pensamiento que yo pudiera tener respecto a su sinceridad, acepté de
inmediato y cortésmente su invitación. Su satisfacción fue evidente, y cuando partimos hacia su aldea
caminó a mi lado, haciendo muchas preguntas sobre el país de donde yo procedía, sus gentes y sus
costumbres. Parecía muy intrigado por el hecho de que pudiéramos caminar de día o de noche sin
miedo a ser devorados por bestias o reptiles salvajes, y cuando le hablé de los grandes ejércitos que
tenemos, su mente simple no pudo comprender el hecho de que existieran solamente para matar seres
humanos.

–Me alegro de no habitar en tu país entre gentes tan salvajes –dijo–. Aquí, en Caspak, los hombres se
enfrentan a los hombres cuando se encuentran... hombres de diferentes razas, pero sus armas son
primero para matar a las bestias en la caza o para defenderse. No creamos armas solamente para matar
hombres como hace tu gente. Tu país debe ser un país salvaje, y has tenido suerte de poder escapar y
llegar a la paz y seguridad de Caspak.

Ese era un punto de vista nuevo y refrescante: yo no podía contradecirlo después de lo que le había
contado a Altan de la gran guerra que asolaba Europa desde hacía más de dos años antes de que yo
saliera de casa.
Camino de la aldea de los kro-lu fuimos continuamente acechados por innumerables depredadores, y
tres veces nos atacaron criaturas terribles: pero Al-tan no les dio importancia, y se abalanzaba con la
lanza levantada o disparaba una flecha al cuerpo del atacante y luego regresaba a nuestra conversación
como si no se hubiera producido ninguna interrupción. Dos veces fueron heridos los miembros de la
partida, y uno murió al ser atacado por un enorme y belicoso rinoceronte; pero en el instante en que la
acción terminaba, era como si nunca hubiera ocurrido. Quitaban al muerto sus pertenencias y lo
dejaban donde había caído: los carnívoros se encargarían de su entierro. Los trofeos que estos kro-lu
dejaban a los comedores de carne habrían vuelto verde de envidia a un cazador inglés. Es cierto que
cortaron todas las partes comestibles del rinoceronte y se las llevaron a casa, pero ya estaban lastrados
por los productos de la cacería, y sólo el hecho de que son particularmente aficionados a la carne de
rinoceronte les indujo a llevársela.
Se llevaron la piel de las piezas que seleccionaron, ya que la usan para sandalias, escudos, los
mangos de sus cuchillos y diversos otros propósitos donde la piel dura es necesaria. A mí me
interesaron mucho sus escudos, sobre todo después de ver uno en defensa contra el ataque de un tigre
de dientes de sable. La enorme criatura nos había atacado sin avisar tras salir de entre un grupo de
tupidos matorrales donde estaba tendido después de comer. Fue recibido por una lluvia de lanzas,
algunas de las cuales lo atravesaron por completo, con tanta fuerza fueron arrojadas. El ataque fue
desde una distancia muy corta, lo que requirió el uso de la lanza en vez del arco y las flechas; pero
después de arrojar las lanzas, los hombres que no estaban directamente en su camino lanzaron una
andanada de flechas tras otra con rapidez casi increíble.
La bestia, rugiendo de dolor y furia, cayó sobre Chal-az mientras yo no me atrevía a utilizar mi rifle
por miedo a herir a alguno de los guerreros que estaban cerca. Pero Chal-az estaba preparado. Tras
hacer a un lado su arco, se agazapó tras su gran escudo ovalado, en el centro del cual había un agujero
de unos doce centímetros de diámetro. Sostenía el escudo con lazos tensos en su brazo izquierdo,
mientras que en su mano derecha empuñaba su pesado cuchillo. Cubierto de lanzas y flechas, el gato
se abalanzó sobre el escudo, y Chal-az cayó de espaldas, cubierto completamente por el escudo. El
tigre arañó y mordió la gruesa piel de rinoceronte que recubría el escudo, mientras Chal-az, a través
del agujero redondo del centro, apuñalaba repetidamente las partes vitales del salvaje animal. Sin duda
la batalla se habría decantado hacia Chal-az aunque yo no hubiera interferido, pero en el momento en
que vi una ocasión clara, sin ningún kro-lu en medio, alcé mi rifle y maté a la bestia.
Cuando Chal-az se levantó, miró al cielo y observó que parecía que iba a llover. Los otros ya habían
reemprendido el camino hacia la aldea. El incidente quedó zanjado. Por algún motivo inexplicable
todo el asunto me recordó a un amigo que una vez mató a un gato en su patio. Durante tres semanas no
habló de otra cosa.
Casi había oscurecido cuando llegamos a la aldea, una gran plaza de varios centenares de chozas de
techo de paja, dispuestas en grupos de dos a siete, y rodeada por una empalizada. Las chozas eran de
forma hexagonal, y cuando se agrupaban parecían las celdas de un panal. La empalizada que rodeaba
la aldea estaba hecha de troncos unidos y convertidos en una sólida muralla con duras enredaderas
plantadas en su base que se entretejían alrededor de los troncos, que asomaban hacia afuera en un
ángulo de unos treinta grados, en una posición que sostenían troncos más cortos clavados en el suelo
en ángulo recto a ellos, con los extremos superiores sosteniendo los más grandes un poco por encima
de su centro de equilibrio. En lo alto de la empalizada había colocadas estacas afiladas en todo tipo de
ángulos.
La única entrada era a través de una pequeña abertura de un metro de ancho y un metro de alto,
cerrada desde dentro con troncos de unos dos metros de largo, colocados en horizontal, uno encima de
otro, entre la cara interior de la empalizada y otros dos troncos entrelazados y paralelos a la pared.
Cuando entramos en la aldea fuimos recibidos por una muchedumbre de curiosos guerreros y
mujeres, a quienes Chal-az explicó generosamente el servicio que le habíamos prestado, y que por
tanto nos mostraran las mejores atenciones, pues parecía que Chal-az era un miembro muy apreciado
por la tribu. Nos pusieron collares de dientes de león y tigre y pieles finamente curtidas y nos
entregaron vasijas de barro hermosamente decorados, mientras Al-tan nos miraba resentido, al parecer
celoso de las atenciones que nos dirigían porque habíamos ayudado a Chal-az.
Por fin llegamos a una choza que habían seleccionado aparte para nosotros, y allí cocinamos nuestra
carne y algunas verduras que nos trajeron las mujeres, y bebimos leche de vaca (la primera que
probaba en Caspak) y queso de cabra salvaje, con miel y pan fino hecho con la harina de trigo de su
propia cosecha, y uvas y jugo fermentado de uvas. Fue la comida más maravillosa que comí desde que
dejé al Toreador y el cocinero negro de Bowen J. Tyler, que podía hacer que las chuletas de cerdo
supieran a pollo, y que el pollo supiera a cielo.

Capítulo VI

Después de cenar me preparé un cigarrillo y me tendí sobre una pila de pieles ante la puerta, con la
cabeza de Ajor sobre mi regazo y sintiendo que me embargaba la satisfacción. Era la primera vez
desde que mi avión sobrevoló los acantilados de Caspak que me sentía en paz y seguridad. Mi mano
acariciaba la mejilla de terciopelo de la muchacha que había reclamado como mía, y su cabello
desbordante y el broche dorado que lo sujetaba. Sus finos dedos buscaron los míos y se los llevaron a
los labios, y entonces la abracé y la apretujé contra mí, cubriendo su boca con un beso larguísimo. Era
la primera vez que la pasión teñía mi relación con Ajor. Estábamos solos, y la choza era nuestra hasta
el amanecer.
Pero desde más allá de la empalizada, en la dirección de la entrada, llegaron gritos de hombres y las
preguntas de los guardias. Escuchamos. Cazadores que regresaban, sin duda. Oímos que entraban en la
aldea entre el ladrido de los perros. He olvidado mencionar a los perros de los kro-lu. La aldea
rebosaba de perros, criaturas flacas y lobunas que protegían el rebaño de día cuando pastaba fuera de
la empalizada, diez perros por vaca. Por la noche las vacas eran encerradas en un pequeño corral
techado para protegerlas de los ataques de los gatos carnívoros; y los perros, con la excepción de unos
pocos, eran traídos a la aldea: esos pocos brutos bien entrenados permanecían con el ganado. Durante
el día se alimentaban de los depredadores que mataban para proteger al rebaño, así que su
mantenimiento no costaba nada.
Poco después de que la conmoción en la puerta remitiera, Ajor y yo nos levantamos para entrar en la
choza y al mismo tiempo un guerrero apareció en uno de los retorcidos callejones que, entre las chozas
irregulares, forman las callejas de la aldea de los kro-lu. El tipo se detuvo ante nosotros y se dirigió a
mí, diciendo que Al-tan requería mi presencia en su choza. La forma en que expresó la invitación y los
modales del mensajero me pillaron completamente desprevenido, tan cordiales y respetuosos fueron, y
el resultado fue que acudí voluntariamente, diciéndole a Ajor que regresaría en breve. Había dejado
mis armas y municiones en cuanto nos entregaron la choza, y las dejé ahora con Ajor, ya que había
advertido que aparte de los cuchillos de caza los hombres de Kro-lu no llevaban armas por las calles
de la aldea. Había una atmósfera de paz y seguridad dentro de la aldea que yo no esperaba encontrar
en Caspak, y después de lo que había vivido, debió de hechizar de algún modo mis facultades de juicio
y razón. Había comido la flor de loto de la seguridad: los peligros ya no me acechaban pues habían
dejado de existir.
El mensajero me condujo a través del laberinto de callejas hasta una plaza abierta cerca del centro de
la aldea. En un extremo de esta plaza había una choza mucho más grande que las que había visto hasta
ahora, y ante su puerta había muchos guerreros. Pude ver que el interior estaba iluminado y que gran
número de hombres se congregaban en su interior. Los perros que deambulaban por la plaza eran
flacos como pulgas, y a los que me acerqué evidenciaron un fuerte deseo de devorarme, pues sus
hocicos sin duda advertían que yo era de una raza extraña, ya que no prestaron ninguna atención a mi
acompañante.
Una vez dentro de la choza del consejo, pues eso parecía ser, encontré a un gran número de guerreros
sentados, o más bien agachados, por todo el suelo. En un extremo del espacio oval que los guerreros
dejaban en el centro de la sala se encontraba Al-tan con otro guerrero a quien reconocí de inmediato
como un galu, y entonces vi que había muchos galus presentes. En las paredes había antorchas
encendidas colocadas en agujeros de barro que evidentemente servían al propósito de impedir que la
madera y las pajas de que estaba hecha la choza fueran prendidas por las llamas. Tendidos alrededor
de los guerreros o deambulando inquietos de un lado a otro había un montón de perros salvajes.
Los guerreros me miraron con curiosidad cuando entré, sobre todo los galus, y entonces me
condujeron al centro del grupo y me dirigieron hacia Al-tan. Mientras avanzaba sentí que uno de los
perros olisqueaba mis talones, y de pronto un gran bruto saltaba a mi espalda. Mientras me volvía para
apartarlo antes de que sus colmillos me hicieran daño, vi a un enorme terrier airedale saltando
frenéticamente hacia mí. Las mandíbulas sonrientes, los ojos semicerrados, las orejas tendidas hacia
atrás me hablaron más fuerte que podrían haber hecho las palabras del hombre y me dijeron que aquí
no había ningún enemigo salvaje sino un alegre amigo, y entonces lo reconocí, y me postré sobre una
rodilla y rodeé con los brazos su cuello mientras él gemía de alegría. Era Nobs, el viejo y querido
Nobs. El Nobs de Bowen Tyler, que me había querido tanto como a su amo.

–¿Dónde está el amo de este perro? –pregunté, volviéndome hacia Al-tan.

El jefezuelo inclinó la cabeza hacia el galu que tenía al lado.

–Pertenece a Du-seen el galu –respondió.


–Pertenece a Bowen J. Tyler Jr., de Santa Mónica –repliqué–, y quiero saber dónde está su amo.

El galu se encogió de hombros.

–El perro es mío –dijo–. Vino a mí cor-sva-jo, y no se parece a ningún perro en Caspak, pues es
amable y dócil y a la vez un matador cuando se enfada. No me separaría jamás de él. No conozco al
hombre del que hablas.

¡Así que éste era Du-seen! Este era el hombre del que había huido Ajor. Me pregunté si sabía que
ella estaba aquí. Me pregunté si me habían mandado llamar por eso, pero después de que comenzaran
a interrogarme, me sentí aliviado: no mencionaron a Ajor. Su interés parecía centrado en el extraño
mundo del que yo venía, mi viaje a Caspak y mis intenciones ahora que estaba aquí. Les respondí con
sinceridad, ya que no tenía nada que ocultar y les aseguré que mi único deseo era encontrar a mis
amigos y regresar a mi propio país.
En el galu Du-seen y sus guerreros vi parte de la explicación de por qué se les aplicaba el término
«raza dorada», pues sus adornos y armas eran o bien de oro labrado o estaban decorados con el metal
precioso. Eran un conjunto de hombres impresionante: altos y erectos y guapos. En sus cabezas
llevaban bandas de oro como la de Ajor, y de sus hombros izquierdos colgaban las colas de leopardo
de los galus. Además de la túnica de piel de ciervo que constituía la mayor parte de su atuendo, cada
uno llevaba una manta ligera de diseño bárbaro pero hermoso: el primer indicio de tejido que yo veía
en Caspak. Ajor no tenía manta ninguna, pues la había perdido durante su huida, ni estaba tan repleta
de oro como los miembros machos de su tribu.
La audiencia debía durar ya casi una hora cuando Al-tan indicó que podía regresar a mi choza. Todo
el tiempo Nobs había permanecido tendido a mis pies, pero en el momento en que me volví para
marcharme, se levantó y me siguió. Du-seen lo llamó, pero el terrier ni siquiera miró en su dirección.
Yo casi había llegado a la puerta del salón de consejos cuando Al-tan se levantó y me llamó.

–¡Alto! –gritó–. ¡Alto, extranjero! La bestia de Du-seen el galu te sigue.


–El perro no es de Du-seen –respondí–. Le pertenece a mi amigo, como te dije, y prefiere quedarse
conmigo hasta que encuentre a su amo.
Y de nuevo me di la vuelta para continuar mi camino. No había dado más que unos pocos pasos
cuando oí una conmoción detrás de mí, y al mismo tiempo vi a un hombre que se acercaba y me
susurraba «¡Kazar!» al oído, el equivalente caspakiano a cuidado. Era To-mar. Mientras hablaba, se
apartó rápidamente como no queriendo que los otros vieran que me conocía, y en el mismo momento
me giré para ver cómo Du-seen avanzaba rápidamente hacia mí. Al-tan le seguía, y era evidente que
los dos estaban furiosos.

Du-seen, con su arma medio desenfundada, se acercó truculentamente.

–La bestia es mía –reiteró–. ¿Quieres robarla?


–No es tuya ni mía –respondí–, y no estoy robando nada. Si el perro desea seguirte, que lo haga: no
interferiré. Pero si desea seguirme a mí, lo hará, y tú no lo impedirás.

Me volví hacia Al-tan.

–¿No es eso justo? –exigí–. Que el perro elija a su amo.

Du-seen, sin esperar a la respuesta de Al-tan, extendió la mano hacia Nobs y lo agarró por el pelaje
del cuello. No interferí, pues supuse lo que iba a ocurrir, como así fue. Con un salvaje gruñido Nobs se
volvió como un rayo contra el galu, se soltó de su tenaza y le saltó a la garganta. El hombre dio un
paso atrás y se protegió del primer ataque con un poderoso puñetazo, e inmediatamente desenvainó su
cuchillo para recibir al airedale.
Y Nobs habría vuelto a atacarlo, en efecto, si yo no le hubiera hab lado. En voz baja le indiqué que se
sentara. Durante un instante vaciló, temblando y enseñando los colmillos a su enemigo. Pero estaba
bien entrenado y había tenido tanta relación conmigo como con Bowen. De hecho, fui yo quien se
encargó de su primer entrenamiento. Así que el perro camino muy despacio y estirado hasta situarse
detrás de mí.
Du-seen, rojo de ira, se habría enfrentado con los dos si Al-tan no lo hubiera arrastrado a un lado y le
hubiera susurrado al oído. Después de eso, con un gruñido, el galu se dirigió al extremo opuesto de la
sala, mientras que Nobs y yo continuamos nuestro camino hacia la choza y Ajor.
Cuando salimos a la plaza del poblado, vi a Chal-az; estábamos tan cerca que nos podríamos haber
tocado. Nos miramos a los ojos y lo saludé amablemente y me detuve a hablar con él, pero él se apartó
sin hacer ademán de reconocerme. Me sorprendí por su conducta, y entonces recordé que To-mar,
aunque me había advertido, al parecer no deseaba parecer amistoso conmigo. Yo no podía comprender
su actitud, y estaba intentando elucubrar algún tipo de explicación, cuando la detonación de un arma
de fuego apartó bruscamente el asunto de mi mente.
Eché a correr, mi cerebro vuelto un remolino de malos presagios, pues las únicas armas de fuego en
el país Kro-lu eran las que yo había dejado en la choza con Ajor.
Sólo podía temer que ella estuviera en peligro, pues ahora era más o menos diestra en el manejo del
rifle y la pistola, un hecho que eliminaba en gran parte la posibilidad de que el disparo hubiera sido
fortuito. Cuando dejé la choza, consideraba que ambos estábamos a salvo entre amigos: ninguna idea
de peligro cruzó mi mente. Pero desde mi audiencia con Altan, la presencia y el porte de Du-seen y la
extraña actitud de To-mar y Cha-laz habían contribuido a despertar mis recelos, y por eso corrí entre
los estrechos y serpenteantes callejones de la aldea kro-lu con el corazón desbocado.
Estoy dotado de un excelente sentido de la dirección, perfeccionado por años en las montañas y en
las llanuras y desiertos de mi estado natal, así que encontré el camino de regreso a la choza donde
había dejado a Ajor con poca o ninguna dificultad. Mientras entraba por la puerta, la llamé en voz alta.
No hubo respuesta. Saqué una caja de cerillas de mi bolsillo y encendí una. Cuando la llama prendió,
media docena de guerreros oscuros saltaron sobre mí desde muchas direcciones. Pero incluso en el
breve instante en que la cerilla destelló, vi que Ajor no estaba dentro de la choza, y que mis armas y
municiones habían desaparecido.
Mientras los seis hombres saltaban sobre mí, un furioso gruñido se alzó tras ellos. Me había olvidado
de Nobs. Como un demonio de odio saltó entre aquellos guerreros kro-lu, rasgando, mordiendo,
desgarrando con sus largos colmillos y sus poderosas fauces. Ellos me redujeron al instante, y no hace
falta decir que los seis habrían podido conmigo si no hubiera sido por Nobs; pero mientras me debatía
para librarme de ellos, Nobs saltó primero sobre uno y luego sobre otro hasta que estuvieron tan
apurados por salvar el pellejo que sólo pudieron prestarme parte de su atención. Uno de ellos intentaba
golpearme en la cabeza con su hacha de piedra, pero lo cogí por el brazo y el mismo tiempo giré sobre
mi vientre. Un momento después me puse en pie.
Al hacerlo, agarré al hombre por el brazo y se lo retorcí. Entonces me incliné hacia delante y lancé a
mi antagonista contra el otro lado de la choza. A la tenue luz del interior vi que Nobs ya había dado
cuenta de uno de ellos, que yacía muy quieto en el suelo, mientras los cuatro restantes que
permanecían en pie le golpeaban con cuchillos y hachas.
Corrí junto al hombre que acababa de poner fuera de combate, cogí su hacha y su cuchillo, y me
zambullí de nuevo en la pelea. Yo no era rival para aquellos guerreros salvajes con sus propias armas,
y pronto me habrían sometido a una derrota ignominiosa y a la muerte si no hubiera sido por Nobs,
que por sí solo podía con los cuatro. Nunca he visto a una criatura más rápida que el gran airedale, ni
una ferocidad tan espantosa como la que manifestaba en sus ataques. Fue tanto una cosa como la otra
lo que contribuyó a la derrota de sus enemigos, quienes, acostumbrados como estaban a la ferocidad
de criaturas terribles, parecían asombrados por la visión de esta extraña bestia de otro mundo que
batallaba al lado de su amo igualmente extraño. Sin embargo, no eran cobardes, y sólo trabajando en
equipo pudimos Nobs y yo vencerlos por fin. Corríamos hacia un hombre, simultáneamente, y
mientras Nobs saltaba hacia él desde un lado, yo le golpeaba la cabeza con el hacha de piedra desde el
otro.
Cuando el último hombre cayó, oí la carrera de muchos pies que se acercaban desde la plaza. Ser
capturado ahora significaría la muerte; sin embargo, no podía intentar escapar de la aldea sin
comprobar primero el paradero de Ajor y liberarla si la tenían cautiva. No estaba muy seguro de que
pudiera escapar del poblado, pero una cosa estaba clara: no haría ningún servicio a Ajor ni a mí mismo
si me quedaba aquí y me capturaban, así que con Nobs, ensangrentado y feliz, corriendo tras mis
talones, me interné en el primer callejón y corrí hacia el extremo norte de la aldea.
Solo y sin amigos, acechado a través de los oscuros laberintos de esta salvaje comunidad, rara vez
me había sentido más indefenso que en ese momento. Sin embargo, más allá de cualquier temor que
pudiera haber sentido por mi propia seguridad estaba mi preocupación por la de Ajor. ¿Qué destino
había corrido? ¿Dónde estaba, y en manos de quién?
Dudaba que viviera para descubrir estas respuestas, pero estaba seguro de que me enfrentaría
alegremente a la muerte en el intento. ¿Y por qué? Con toda mi preocupación por el bienestar de los
amigos que me habían acompañado a Caprona, y de mi mejor amigo de todos, Bowen J. Tyler, Jr.,
nunca había experimentado el temor casi paralizador por la seguridad de otra criatura que ahora me
arrojaba alternativamente a una fiebre de desesperación y un frío sudor de aprensión, mientras mi
mente reflexionaba sobre el destino de una pequeña semisalvaje cuya existencia ni siquiera había
imaginado unas cuantas semanas antes.
¿Qué era este poder que ella tenía sobre mí? ¿Estaba embrujado, y mi mente se negaba a funcionar
con cordura, y el juicio y la razón habían sido destronados por algún loco sentimiento que me nega ba
obstinadamente a considerar amor? Nunca había estado enamorado. No estaba enamorado ahora... la
misma idea era ridícula. ¿Cómo podía yo, Thomas Billings, la mano derecha del difunto Bowen J.
Tyler, Sr., uno de los principales industriales de América y el hombre más grande de California, estar
enamorado de una., una...? La palabra se me atascó en la garganta. Sin embargo, según mis propios
baremos Ajor no podía ser otra cosa; en casa, a pesar de toda su belleza, de su piel delicadamente
teñida, por su aspecto, por sus hábitos y costumbres y los usos de su pueblo, por su vida, la pequeña
Ajor habría sido considerada una squaw. ¡Tom Billings enamorado de una squaw! Me estremecí ante
la idea.
Y entonces en mi mente apareció un súbito y brillante destello, el recuerdo de la imagen de Ajor tal
como la había visto por última vez, y viví de nuevo el delicioso momento en que nos abrazamos, los
labios rozando los labios, cuando la dejé para acudir al salón del consejo de Altan. Y podría haberme
dado de patadas por lo esnob y lo zafio que había demostrado ser... ¡yo, que siempre me había
enorgullecido de no ser ni una cosa ni la otra!
Esas cosas me pasaron por la cabeza mientras Nobs y yo recorríamos la oscura aldea, mientras las
voces y los pasos de nuestros perseguidores resonaban en nuestros oídos. Estas y muchas otras cosas,
pues no podía escapar al ineludible hecho de que la pequeña figura que enlazaba mis recuerdos y mis
esperanzas era la de Ajor... ¡querida bárbara!
Mis reflexiones fueron interrumpidas por un ronco susurro desde el negro interior de una choza junto
a la que pasábamos. Susurraron mi nombre en voz baja, y un hombre apareció a mi lado mientras yo
me detenía con el cuchillo en alto. Era Chal-az.

–¡Rápido! –advirtió–. ¡Aquí dentro! Es mi choza, y no la registrarán.

Vacilé, recordando su actitud de unos minutos antes; y como si leyera mis pensamientos, él dijo
rápidamente:

–No podía hablarte en la plaza sin despertar sospechas que me impidieran ayudarte más tarde, pues se
había corrido la voz de que Al-tan se había vuelto contra ti y quería destruirte... Todo esto fue después
de que llegara Du-seen el galu.

Lo seguí al interior de la choza, y con Nobs pegado a nuestros talones atravesamos varias cámaras
hasta llegar a un remoto rincón sin ventanas donde una lamparilla chisporroteaba en batalla desigual
contra la negra oscuridad. Un agujero en el techo permitía que el humo de la lámpara de aceite saliera;
sin embargo, la atmósfera distaba de ser lúcida.

Cha-laz me indicó que me sentara en una piel tendida sobre el suelo de tierra.

–Soy tu amigo –dijo–. Me salvaste la vida, y no soy ningún ingrato como el batu Al-tan. Te serviré, y
hay otros que te servirán contra Al-tan y este galu renegado, Du-seen.
–¿Pero dónde está Ajor? –pregunté, pues me importaba poco mi seguridad mientras ella estuviera en
peligro.
–Ajor está también a salvo –respondió él–. Nos enteramos de los planes de Al-tan y Du-seen, que
exigió que se la entregaran cuando se enteró de que ella estaba aquí. Al-tan le prometió que la tendría,
pero cuando los guerreros fueron a por ella To-mar los acompañó. Ajor trató de defenderse. Ella mató
a uno de los guerreros, y entonces To-mar la cogió en brazos cuando los otros le quitaron las armas.
Le dijo a los demás que cuidaran del hombre herido, que en realidad ya estaba muerto, y que te
capturaran a tu regreso, y que él, To-mar, le llevaría a Ajor a Altan. Pero en vez de hacerlo, se la llevó
a su propia choza, donde está ahora con So-al, la ella de To-mar. Todo sucedió muy rápidamente. To-
mar y yo estábamos en la choza del consejo cuando Du-seen intentó quitarte el perro. Yo elegí a To-
mar para este trabajo. Él salió corriendo de inmediato y acompañó a los guerreros a tu choza mientras
yo me quedaba para ver qué pasaba en la choza del consejo y para ayudarte si necesitabas auxilio. Lo
que sucedió desde entonces, ya lo sabes.

Le di las gracias por su lealtad y le pedí que me llevara con Ajor, pero él dijo que no podía hacerse,
ya que las callejas de la aldea estaban llenas de gente buscándome. De hecho, podíamos oírlos pasar
de un lado a otro entre las cabañas, haciendo preguntas, y por fin Chal-az pensó que era mejor ir a la
puerta de su morada, que consistía en muchas chozas unidas, para que no entraran a buscar.
Chal-az estuvo ausente durante mucho tiempo: varias horas que me parecieron una eternidad. Los
sonidos de la persecución habían cesado hacía largo rato, y yo me estaba inquietando por su larga
ausencia cuando lo oír regresar a través de los otros apartamentos de su morada. Cuando entró donde
yo estaba, vi una expresión preocupada en su rostro.

–¿Qué ocurre? –pregunté–. ¿Han encontrado a Ajor?


–No –replicó él–, pero Ajor se ha ido. Se enteró de que tú habías escapado y que habías abandonado la
aldea, creyendo que ella había escapado también. So-al no pudo detenerla. Escapó por encima de la
empalizada, armada sólo con su cuchillo.
–Entonces debo irme –dije, poniéndome en pie. Nobs se levantó y se sacudió. Había estaba durmiendo
como un tronco.
–Sí, debes irte de inmediato –reconoció Chal-az–. Casi ha amanecido. Du-seen saldrá entonces a
buscarla.

Se inclinó y me susurró al oído:


–Hay muchos que te seguirán para ayudarte. Al-tan ha accedido a ayudar a Du-Seen contra los galus
de Jor, pero muchos de nosotros nos hemos combinado para alzarnos contra Al-tan e impedir su
despiadada profanación de las leyes y costumbres de los kro-lu y de Caspak. Nos elevaremos como
Luata ha ordenado que nos elevemos, y sólo así. ¡Ningún batu puede ganar el estado de galu por
medio de traición y por la fuerza de las armas mientras Chal-az viva y pueda descargar un fuerte golpe
y clavarle una afilada lanza en la espalda!
–Espero poder vivir para ayudarte –respondí–. Si tuviera mis armas y mi munición, podría valer de
mucho. ¿Sabes dónde están?
–No, han desaparecido –dijo él–. ¡Espera! No puedes ir medio armado, y vestido de esa forma. Vas a
ir al país galu, y debes ir como galu. ¡Ven!

Y sin esperar respuesta, me condujo a otro apartamento, o para ser más explícito, a otra de las chozas
que formaban su habitáculo celular. Allí había una montaña de pieles, armas y adornos.

–Quítate tu extraño atuendo –dijo Chal-az–, y te equiparé como un auténtico galu. He matado a varios
en las incursiones de mis primeros días como kro-lu, y estos son sus trofeos. Vi la sabiduría de su
sugerencia, y como mis ropas estaban ya tan desgarradas que apenas ocultaban mi desnudez, no tuve
ningún reparo en quitármelas. Una vez desnudo, me puse la túnica de ciervo, la cola de leopardo, la
tiara dorada, los brazaletes y los adornos de las piernas de los galus, con el cinturón, la vaina y el
cuchillo, el escudo, la lanza, el arco y flechas y la larga cuerda que por primera vez comprendí era el
arma distintiva el guerrero galu. Es una cuerda de cuero sin curtir, no muy diferente del lazo vaquero
de mi juventud. La honda es un óvalo de oro y tiene el peso adecuado para arrojar el lazo. Esta pesada
honda, explicó Chal-az, se usa como arma, pues se lanza con gran fuerza y precisión al enemigo y
luego se recoge para tirarla otra vez. En la caza y la batalla, ellos usan tanto el lazo como la honda. Si
varios guerreros rodean a un solo enemigo, lo rodean con el lazo desde varios lados: pero un solo
guerrero contra un único antagonista intentará vencer a su enemigo con el óvalo de metal.

No podría haberme sentido más satisfecho con ninguna otra arma, excepto un rifle, ya que era
diestro con el lazo desde la infancia; pero he de confesar que me sentía menos favorablemente
inclinado hacia mi atuendo. En lo que se refiere a la sensación, bien podría haber ido completamente
desnudo, tan corta y ligera era la túnica. Cuando le pregunté a Chal-az el nombre caspakiano de la
cuerda, me dijo que ga, y por primera vez comprendí la derivación de la palabra galu, que significa
hombre de la cuerda.
Enteramente equipado no me habría conocido ni yo mismo, tan extraño era mi atuendo y mi
armamento. De mi espalda colgaban el arco, las flechas, el escudo, y la lanza corta; del centro de mi
cinto colgaba mi cuchillo, y en la cadera izquierda llevaba mi hacha de piedra, y de la izquierda la
larga cuerda enrollada. Extendiendo la mano derecha sobre el hombro izquierdo podía coger la lanza o
las flechas; mi mano izquierda podía encontrar mi arco por encima de mi hombro derecho, mientras
que era necesario un verdadero acto de contorsionista para colocar el escudo delante de mí y en el
brazo izquierdo. El escudo, largo y ovalado, se utiliza más como armadura trasera que como defensa
contra un ataque frontal, pues los brazaletes de oro del antebrazo izquierdo sirven principalmente para
desviar cuchillos, lanzas, hachas o flechas. Pero contra los grandes carnívoros y los ataques de varios
antagonistas humanos, el escudo se usa como mejor protección y se sujeta con lazos al brazo
izquierdo.
Plenamente equipado, a excepción de la manta, seguí a Chal-az a las oscuras y desiertas callejas de
Kro-lu. Avanzamos en silencio, con Nobs pegado a nuestros talones, dirigiéndonos a la parte más
cercana de la empalizada. Aquí Chal-az se despidió de mí, diciendo que esperaba verme pronto entre
los galus, ya que sentía que la «llamada» le vendría pronto. Le di las gracias por su leal ayuda y le
prometí que, alcanzara el país Galu o no, siempre estaría dispuesto a devolverle su amable gesto, y que
podía contar conmigo para la revolución contra Al-tan.

Capítulo VII
Subir corriendo la inclinada superficie de la empalizada y saltar al otro lado era cuestión de un
momento, o lo habría sido de no ser por Nobs. Tuve que rodearlo con la cuerda después de que
llegáramos a lo alto, alzarlo por encima de las afiladas estacas y bajarlo al otro lado. Encontrar a Ajor
en el territorio desconocido del norte parecía inútil, pero sólo podía intentarlo, rezando mientras tanto
para que llegara sana y salva con su padre.
Mientras Nobs y yo avanzábamos bajo la creciente luz del día, me impresionó el número cada vez
menor de bestias salvajes que iba encontrando cuanto más al norte me dirigía. Con la reducción de
carnívoros, los herbívoros aumentaban en cantidad, aunque en cualquier parte de Caspak hay
suficientes para suministrar amplia comida a los devoradores de carne de cada localidad. Las vacas
salvajes, antílopes, ciervos y caballos que encontré mostraban cambios evolutivos respecto a sus
primos del sur. Los cerdos eran más pequeños y menos hirsutos, los caballos más grandes. Al norte de
la aldea de los kro-lu vi una pequeña manada de caballos del tamaño de los de nuestras llanuras del
oeste, como los que criaban los indios en tiempos antiguos y, en menor medida, incluso hoy en día.
Eran muy hermosos y esbeltos, y los contemplé con ojos ansiosos y con pensamientos que cualquier
vaquero puede imaginar después de haber viajado a pie durante semanas; pero permanecían siempre
alerta, y apenas me permitieron acercarme, mucho menos a tiro de lazo, aunque fue una esperanza que
nunca llegué a descartar del todo.
Dos veces antes del mediodía fuimos atacados por depredadores, pero aunque yo carecía de armas
de fuego, seguía teniendo amplia protección en Nobs, que evidentemente había aprendido algo de las
reglas de caza caspakianas bajo la tutela de Du-seen o de algún otro galu, y por supuesto tenía mucha
más experiencia. Siempre estaba alerta, e invariablemente me advertía con sus gruñidos de la
proximidad de un animal carnívoro mucho antes de que yo pudiera verlo u oírlo, y cuando la bestia
aparecía corría ladrando hacia él, alejándolo de mí hasta que yo me refugiaba en algún árbol; sin
embargo, el voluntarioso Nobs nunca corrió peligro de ser despedazado. Corría tan rápidamente de un
lado a otro que ni siquiera los velocísimos movimientos de los grandes felinos podían alcanzarlo. Lo
he visto burlarse de ellos hasta que casi gritaban de furia.
El mayor inconveniente que me causaban los depredadores era el retraso, pues tenían la
desagradable costumbre de mantenerme encaramado a los árboles durante una hora o más antes de
cambiar de planes. Pero por fin llegamos a ver una línea de montañas que se extendía de este a oeste
en nuestro camino hasta donde la vista podía alcanzar en ambas direcciones, y supe que habíamos
alcanzado la frontera natural que marca la línea entre los países de los kro-lu y los galus. La cara sur
de estos acantilados se alzaban hasta unos cincuenta metros, cortadas a pico, impresionantes, sin una
abertura que el ojo pudiera percibir. No podía ni imaginar cómo encontrar un paso, ni sabía si
encaminarme al este hacia los aún más altos acantilados que daban al océano, o al oeste, en dirección
al mar interior. ¿Había muchos pasos o sólo uno? No tenía forma de saberlo. No podía sino confiarme
al azar. Nunca se me ocurrió que Nobs había hecho el cruce al menos una vez, posiblemente gran
número de veces, y que él podría guiarme; así, sin tener ni idea de que podría ayudarme me dirigí a él
como a menudo hace un hombre solitario con un animal sin seso.

–Nobs –dije–, ¿cómo demonios vamos a cruzar estos acantilados?

No digo que me comprendiera, aunque soy consciente de que un terrier airedale es un perro muy
inteligente; pero juro que pareció entenderme, pues se dio la vuelta, ladrando alegremente, y trotó
hacia el oeste. Como yo no lo seguía, volvió hacia mí ladrando furiosamente, y por fin me cogió por la
pantorrilla en un esfuerzo por empujarme hacia la dirección en la que deseaba que fuera. Como mis
piernas estaban desnudas y las mandíbulas de Nobs son mucho más poderosas de lo que él se da
cuenta, cedí y lo seguí, pues sabía que lo mismo podíamos dirigirnos al este que al oeste, pues no tenía
ningún conocimiento de cuál era la dirección correcta.
Seguimos la base de los acantilados durante una considerable distancia. El terreno era ondulado y
salpicado de árboles y cubierto de animales que pastaban, solos, en parejas o manadas: una dispersa
reunión de herbívoros extintos y modernos. Un enorme mastodonte lanudo caminaba de un lado a otro
a la sombra de un helecho gigante, un macho poderoso con enormes colmillos curvados hacia arriba.
Cerca de él pastaba un macho auroc con su hembra y su ternero, cerca de un rinoceronte solitario que
dormía en una charca. Ciervos, antílopes, bisontes, caballos, ovejas y cabras se veían por todas partes,
y un poco más lejos un gran megaterio se alzaba sobre su enorme cola y sus patas traseras para
arrancar las hojas de un alto árbol. El pasado olvidado se mezclaba con el presente... mientras Tom
Billings, moderno entre modernos, pasaba vestido con el atuendo de un hombre preglaciación, y ante
él trotaba una criatura de una raza que escasamente tenía sesenta años. Nobs era un recién llegado,
pero eso no le preocupaba.
A medida que nos fuimos acercando al mar interior vimos más reptiles voladores y varios grandes
anfibios, pero ninguno de ellos nos atacó. Cuando remontábamos un promontorio a mitad de la tarde,
vi algo que me hizo detenerme de pronto. Llamé a Nobs con un susurro, le indiqué que guardara
silencio y lo mantuve a mi lado mientras me tendía en el suelo y observaba, desde detrás de unos
matorrales, a un grupo de guerreros que se acercaban al acantilado desde el sur. Pude ver que eran
galus, y supuse que Du-seen los guiaba. Habían tomado un atajo hacia el paso y por eso me habían
adelantado. Pude verlos claramente, pues no estaban muy lejos, y comprobé con alivio que Ajor no
estaba entre ellos.
Las montañas que tenían delante eran entrecortadas y picudas, pues las que procedían del este
solapaban los acantilados del oeste. El grupo entró en el desfiladero formado por el encuentro de
ambas montañas. Cuando el último de ellos pasó y se perdió de vista, me puse en pie y corrí hacia el
paso... el mismo paso hacia el que Nobs evidentemente me había estado guiando. Me acerqué con
cautela, temiendo que el grupo se hubiera detenido a descansar. Si no se habían parado, no tenía miedo
de que me descubrieran, pues había visto que los galus marchaban sin vanguardia, flancos o
retaguardia. Cuando alcancé el paso vi una fila recta de un solo hombre, deseé ser jefe de los galus
durante unas pocas semanas. Una docena de hombres podrían contener en ese estrecho paso a todas las
hordas que pudieran llegar desde el sur: sin embargo, allí estaba, completamente desprotegido.
Los galus podían ser un gran pueblo en Caspak, pero eran penosamente ineficaces incluso en las
formas más simples de tácticas militares. Me sorprendió que incluso un hombre de la Edad de Piedra
careciera tanto de perspicacia militar. Du-seen cayó muchos puntos en mi estima cuando vi la
desordenada formación de su tropa al atravesar un territorio enemigo y entrar en los dominios del jefe
contra el que se había levantado en armas; pero Du-seen debía conocer al jefe Jor y sabía que éste no
le estaría esperando en el paso. Sin embargo, corría riesgos innecesarios. Con un escuadrón de una
compañía cualquiera yo podría haber conquistado Caspak.
Nobs y yo los seguimos hasta la cumbre del paso, y allí vimos que el grupo entraba en el país galu,
que se encontraba a más de quince metros por debajo de la cumbre de las montañas y a unos cincuenta
metros por encima de los adyacentes territorios kro-lu. El paisaje cambió inmediatamente. Los árboles,
las flores y los matorrales eran más recios, y advertí que de noche la manta galu podía ser casi una
necesidad. Entre los árboles predominaban acacias y eucaliptos, aunque había robles y álamos e
incluso pinos y abetos y hemlocks. La vida vegetal era desbordante. Los bosques eran densos y
poblados por árboles enormes. Desde lo alto de la montaña pude ver bosques alzándose a docenas de
metros por encima del nivel donde me encontraba, e incluso en la distancia advertí que los troncos
tenían un tamaño gigantesco.
Por fin había llegado al país galu. Aunque no concebido en Caspak, me había convertido en efecto
en un cor-sva-jo: desde el principio había ido subiendo por los terribles horrores de las esferas
inferiores de la evolución caspakiana, y no podía sino sentir parte del júbilo y el orgullo que habían
llenado a To-mar y So-al cuando advirtieron que les había llegado la llamada y que estaban a punto de
elevarse del estatus de band-lus al de kro-lus. Me alegré de no ser un batu.
¿Pero dónde estaba Ajor? Aunque mis ojos escrutaban el paisaje, no veía más que a los guerreros de
Du-seen y las bestias de los campos y el bosque. Rodeadas de bosques, podía ver amplias praderas que
salpicaban el terreno hasta donde alcanzaba la vista; pero por ninguna parte había rastro de la pequeña
ella galu, la amada ella por quien habría dado mi mano derecha.
Nobs y yo teníamos hambre. No habíamos comido desde la noche anterior, y bajo nosotros había
ciervos, ovejas, todo lo que pudiera antojársele a un cazador ansioso. Así que bajamos por el sendero,
y arrastrándome seguido por Nobs, llegué hasta una pequeña manada de ciervos rojos que pastaban en
la linde de una llanura, cerca de un bosque. Había cobertura de sobra, entre árboles solitarios y
matojos, por lo que no encontré ninguna dificultad para acechar a sotavento hasta situarme a quin ce
metros de mi presa: una cierva grande y esbelta acompañada por un cervatillo. Eché enormemente en
falta mi rifle. Nunca en mi vida había disparado una flecha, pero sabía cómo se hace, y tras colocarla
en la cuerda, apunté con cuidado y la lancé. En el mismo momento, llamé a Nobs y me puse en pie de
un salto.
La flecha alcanzó a la cierva en el costado, y en el mismo instante Nobs saltó sobre ella. Intentó
escapar mientras los dos la perseguíamos, Nobs con sus grandes colmillos desnudos y yo con la lanza
corta preparada. El resto de la manada se dispersó rápidamente, pero la cierva herida se retrasó, y en
un momento Nobs la alcanzó y saltó a su garganta. La derribó mientras yo me acercaba, y la rematé
con mi lanza.
No pasó mucho tiempo antes de que tuviera una hoguera ardiendo y un filete asándose, y mientras
yo preparaba mi propio festín, Nobs se atracaba de venado crudo. Nunca he disfrutado tanto de una
comida.
Durante dos días busqué infructuosamente a Ajor de un lado a otro por todo el mar interior y hasta la
barrera de acantilados, siempre tendiendo hacia el norte, pero no vi ni rastro de ningún ser humano, ni
siquiera la banda de guerreros galu a las órdenes de Du-seen. Y entonces comencé a sentir recelos.
¿Había dicho la verdad Chal-az cuando me dijo que Ajor había abandonado la aldea de los kro-lu?
¿Podría haber estado siguiendo las órdenes de Al-tan, en cuyo salvaje corazón podría haber florecido
alguna pequeña chispa de vergüenza por hacer intentado matar a alguien que se había hecho amigo de
un guerrero kro-lu, un invitado que no había causado ningún daño a la raza kro-lu, y por eso me había
enviado a una misión inútil con la esperanza de que las bestias salvajes hicieran lo que Al-tan vacilaba
en hacer? No lo sabía, pero cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que Ajor no había
abandonado la aldea kro-lu. Pero si no había sido así, ¿por qué había continuado Du-seen su viaje sin
ella? Era un enigma que no podía resolver.
Al segundo día de mi experiencia en el país galu encontré a un puñado de magníficos caballos, si es
que alguna vez he visto alguno. Eran bayos oscuros con caras manchadas y perfectos círculos de
blanco en el lomo. Sus patas eran blancas hasta las rodillas. De altura tendrían unos dieciséis palmos,
las yeguas un poco más pequeñas que los garañones, de los cuales había tres o cuatro en esta manada
de cien, donde había muchos potros y caballos medio crecidos. Sus marcas eran casi idénticas, lo que
indicaba una pureza de raza que podía haber persistido desde hacía largas eras. ¡Si yo había ansiado
uno de los pequeños ponis del país de los kro-lu, imaginen mi estado de ánimo cuando encontré estas
magníficas criaturas! En cuanto las atisbé decidí poseer una de ellas. No tardé mucho en seleccionar a
un joven y hermoso garañón; de cuatro años, supuse.
Los caballos pastaban cerca de la linde del bosque donde Nobs y yo estábamos ocultos, mientras que
el terreno entre nosotros y ellos estaba salpicado de macizos de arbustos que ofrecían un escondite
perfecto. El garañón que yo había elegido pastaba con una hembra y dos potrillos un poco apartados
del resto de la manada, más cerca del bosque y de mí.

–¡Espera! –le susurré a Nobs, y el perro se aplastó contra el suelo y supe que no se movería hasta que
lo llamara, a menos que me atacaran desde atrás. Con cuidado me arrastré hacia mi presa, y llegué sin
ser advertido hasta un matorral situado a no más de seis metros de él. Aquí preparé con cuidado mi
lazo, abriéndolo en el suelo.

Apartarme del matorral y lanzarlo directamente desde el suelo, que es el estilo en el que soy más
diestro, no requeriría más que un instante, y en ese instante el garañón sin duda echaría a correr en
dirección opuesta. Entonces tendría que girar cuando yo le sorprendiera, y al hacerlo sin duda se
alzaría sobre sus patas traseras y alzaría la cabeza, presentando un blanco perfecto para mi lazo cuando
girara.
Sí, lo tenía bien planeado, y esperé a que se volviera en mi dirección. Por fin quedó claro que iba a
hacerlo, cuando al parecer sin causa la yegua alzó la cabeza, relinchó y echó a trotar en dirección
contraria, seguida inmediatamente, por supuesto, por los potrillos y mi semental. Por un momento
pareció que mi última esperanza había quedado deshecha, pero poco después su temor (si temor era)
pasó, y continuaron pastando de nuevo a un centenar de metros más allá. Esta vez no había matorrales
cerca, y no podía acercarme. A menos de doce metros soy un excelente lacero, a quince soy bueno,
pero más allá sabía que sería cuestión de suerte que consiguiera colocar mi lazo alrededor de aquel
hermoso cuello arqueado.
Mientras debatía la cuestión en mi mente, casi estuve a punto de intentar el tiro largo. Tenía cuerda
en abundancia, pues el arma galu tenía más de dieciocho metros de longitud. ¡Cómo eché de menos
los collies del rancho! A una palabra habrían rodeado el pequeño y lo habrían empujado directamente
hacia mí; y luego se me pasó por la cabeza que Nobs había corrido con aquellos collies todo un
verano, que había ido a los pastos con ellos tras las vacas cada tarde y había participado para
conducirlas a los establos, y lo había hecho inteligentemente. Pero Nobs nunca lo había hecho solo, y
había pasado más de un año. Sin embargo, era más probable que yo fallara con el lazo a que Nobs no
cumpliera su parte si le daba la oportunidad.
Tras haber tomado la decisión, regresé con Nobs y le hice acompañar me hasta un gran matorral
cerca de los cuatro caballos. Aquí podíamos ver directamente entre los matojos, y señalando a los
animales le susurré a Nobs:

–¡A por ellos, muchacho!

Se puso en marcha en un instante, corriendo hacia el centro del grupo. Los caballos lo vieron casi
inmediatamente y echaron a correr para huir de él; pero cuando vieron que el perro les daba una
amplia ventaja se detuvieron de nuevo, aunque se quedaron mirándolo, con las cabezas altas y los
hocicos temblando. Fue una visión maravillosa. Y entonces Nobs se situó tras ellos y trotó lentamente
hacia mí. No ladró, ni los asaltó atropelladamente, y cuando se acercó más, redujo la marcha. Las
espléndidas criaturas parecían más curiosas que temerosas, y no hicieron nin gún intento por escapar
hasta que Nobs estuvo bastante cerca de ellas; entonces se marcharon trotando lentamente, pero cada
uno por su lado.
Y entonces empezaron los problemas y la diversión. Nobs, por supuesto, intentó alcanzarlos, y
parecía haber seleccionado al garañón, pues no prestó atención a los demás, porque tenía suficiente
inteligencia para saber que un perro solo se podía gastar las patas antes de poder alcanzar a cuatro
caballos que no deseaban ser alcanzados. El garañón, sin embargo, no pensaba lo mismo, y el
resultado fue una buena carrera como nunca he visto otra. ¡Dios, cómo corría ese caballo! Parecía
cortar el aire con un esfuerzo mínimo, y a sus cascos corría Nobs, haciendo todo lo posible por
alcanzarlo. Ahora ladraba, y dos veces saltó hacia el flanco del semental; pero esto le costó mucho
esfuerzo y perdió terreno, ya que cada vez fue derribado por el impacto. Sin embargo, antes de que
desaparecieran tras un promontorio estuve seguro de que la persistencia de Nobs estaba dando frutos;
me pareció que el caballo cedía un poco a la derecha. Nobs estaba entre él y la manada principal, hacia
la que habían huido la yegua y los potrillos.
Mientras esperaba el regreso de Nobs, no pude sino especular sobre mis posibilidades si me atacaba
alguna bestia formidable. Estaba a cierta distancia del bosque y armado con armas cuyo uso no
dominaba, aunque había practicado un poco con la lanza desde que dejé el país de los kro-lu. ¡He de
admitir que mis pensamientos no eran agradables, y que bordeaban casi la cobardía, hasta que pensé
que la pequeña Ajor estaba en esta misma tierra y armada sólo con un cuchillo! Inmediatamente me
sentí avergonzado; pero al reflexionar sobre el asunto, he llegado a la conclusión de que mi estado
mental era influenciado enormemente por mi cuasidesnudez. Si nunca han deambulado ustedes a la luz
del día vestidos con un trozo de piel de ciervo de longitud inadecuada, no pueden comprender la
sensación de futilidad que lo embarga a uno. Las ropas, para un hombre acostumbrado a llevarlas,
imparten cierta autoconfianza; la falta de ropas induce al pánico.
Pero ninguna bestia me atacó, aunque vi varias formas amenazantes pasar por los oscuros pasillos
del bosque. Por fin empecé a preocuparme por la prolongada ausencia de Nobs, y a temer que le
hubiera sucedido algo. Estaba recogiendo mi cuerda para ir en su busca, cuando vi al garañón aparecer
casi en el mismo punto donde había desaparecido, con Nobs pegado a sus talones. Ninguno de los dos
corría tan furiosa ni tan rápidamente como la última vez que los vi.
Cuando se acercó a mí, vi que el caballo jadeaba, pero insistía en su esfuerzo, y Nobs también. El
espléndido perro empujaba a mi presa hacia mí. Me agazapé tras el matorral y preparé el lazo para
lanzarlo. Cuando los dos se aproximaron a mi escondite, Nobs redujo la velocidad, y el garañón,
evidentemente contento de poder respirar, pasó al trote. Pasó junto a mí a este paso; lancé la cuerda; la
honda, bien colocada, mantenía abierto el lazo, y el precioso bayo metió la cabeza.
Al instante intentó girarse. Me rodeé la cintura con la cuerda y lo detuve. Dando marcha atrás y
debatiéndose, el caballo luchó por su libertad mientras Nobs, jadeando y con la lengua fuera, se
tumbaba cerca de mí. Parecía saber que su trabajo había terminado y que se había ganado su descanso.
El garañón estaba agotado, y después de unos minutos de pugna se quedó quieto con las patas abiertas,
el hocico dilatado y los ojos espantados, observándome mientras me acercaba a él recogiendo la
cuerda. Una docena de veces retrocedió mientras me acercaba, pero siempre le hablé para
tranquilizarlo y después de una hora de esfuerzo conseguí alcanzar su cabeza y acariciarle el hocico.
Entonces recogí un puñado de hierba y se la ofrecí, sin dejar de hablarle con voz baja y
tranquilizadora.
Yo esperaba una gran batalla, pero al contrarío su doma me pareció sencilla. Aunque salvaje, el
caballo era noble, y de una inteligencia tan notable que pronto descubrió que yo no tenía ninguna
intención de hacerle daño. Después de eso, todo fue fácil. Antes de que terminara el día, le enseñé a
quedarse quieto mientras le acariciaba la cabeza y los flancos, y a comer de mi mano, y tuve la
satisfacción de ver morir la luz del miedo en sus ojos grandes e inteligentes.
Al día siguiente improvisé un ronzal con un trozo de mi larga cuerda galu, y monté en el caballo
preparado para una pelea de proporciones titánicas de la que no estaba demasiado seguro de salir
victorioso, pero él nunca hizo el menor esfuerzo por desmontarme, y a partir de entonces su educación
fue rápida. Ningún caballo aprendió más velozmente el significado de la rienda y la presión de las
rodillas. Creo que pronto aprendió a quererme, y sé que yo lo quería: Nobs y él eran los mejores
amigos. Lo llamé As. Tuve un amigo en las escuadrillas francesas, y cuando As echaba a correr, desde
luego volaba.
No puedo explicarles, ni podrán comprenderlo, a menos que sean jinetes, la abrumadora sensación
de felicidad que me inundó desde el momento en que comencé a cabalgar a As. Era un hombre nuevo,
imbuido de una sensación de superioridad que me llevó a sentir que podía ir al norte y conquistar todo
Caspak yo solo. Ahora, cuando necesitaba carne, montaba en As y la laceaba, y cuando alguna gran
bestia con la que no podíamos enfrentarnos nos amenazaba, escapábamos galopando hasta lugar
seguro. Pero en su mayor parte las criaturas que nos encontrábamos nos miraban aterrorizadas, pues
As y yo combinados dábamos forma a una bestia nueva e inusitada, más allá de su experiencia e
instinto.
Durante cinco días recorrí a caballo el extremo sur del país galu sin ver un ser humano: sin embargo,
todo el tiempo me fui dirigiendo lentamente hacia el norte, pues estaba decidido a peinar todo el
territorio en mi búsqueda de Ajor. Pero al quinto día, cuando salíamos de un bosque, vi a cierta
distancia una figura solitaria y pequeña perseguida por muchas otras. Instantáneamente reconocí a la
presa como Ajor. Todo el grupo estaba a más de un kilómetro de distancia. Ajor corría a unos pocos
cientos de metros por delante de sus perseguidores. Uno de ellos le llevaba ventaja a los demás, y le
ganaba terreno rápidamente. Con una palabra y una leve presión de las rodillas, hice que As echara a
correr, y seguidos por Nobs, nos dirigimos hacia ella.
Al principio ninguno nos vio: pero cuando nos acercamos a Ajor, el grupo que seguía al primer
perseguidor nos descubrió y exhaló un alarido como no he oído jamás. Todos eran galus, y pronto
reconocí al que iba delante como Du-seen. Casi había alcanzado a Ajor ya, y con una sensa ción de
terror como nunca había experimentado antes, vi que corría con el cuchillo en la mano, y que su
intención no era capturarla, sino matarla. No pude comprenderlo, pero sólo pude instar a As a correr
más, y de la manera más noble respondió la maravillosa criatura a mis demandas. Si alguna vez una
criatura de cuatro patas se ha acercado a lo que es volar, fue As aquel día.
Du-seen, concentrado en su brutal plan, todavía no nos había advertido. Estaba a un paso de Ajor
cuando As y yo nos interpusimos entre ellos, y yo, inclinándome a la derecha, cogí a mi pequeña
bárbara con el hueco del brazo y la subí a la grupa de mi glorioso As. La habíamos arrancado de las
zarpas de Du-seen, que se detuvo, asombrado y furioso. También Ajor estaba asombrada, ya que como
habíamos aparecido en diagonal tras ella no tenía ni idea de que estábamos cerca hasta que la aupé a la
grupa de As.
La pequeña salvaje se volvió con el cuchillo desenvainado, pensando que yo era algún nuevo
enemigo, pero entonces sus ojos encontraron mi rostro y me reconocieron. Con un pequeño sollozo me
rodeó el cuello con sus brazos, sollozando:

–¡Mi Tom! ¡Mi Tom!

Y entonces As se hundió en lodo hasta los ijares, y Ajor y yo caímos por encima de su cabeza. Había
tropezado en uno de los numerosos arroyos que cubren Caspak. A veces son pequeños lagos, otras no
son más que charcos diminutos, y a menudo son lodazales, como era éste cubierto de hierbas que
ocultaban su traicionera identidad. Fue un milagro que As no se hubiera roto un remo, tan rápido iba
cuando cayó; pero no lo hizo, aunque con cuatro patas sanas no podía salir del lodazal.
Ajor y yo habíamos caído boca abajo en las hierbas y por eso no nos habíamos hundido demasiado,
pero cuando intentamos levantarnos, descubrimos que no había pie, y un momento después vimos que
Du-seen y sus guerreros se aproximaban. No había huida. Era evidente que estábamos condenados.
–¡Mátame! –suplicó Ajor–. Déjame morir a tus amadas manos antes que bajo el cuchillo de ese ser
odioso, pues me matará. Ha jurado matarme. Anoche me capturó, y cuando más tarde quiso hacerme
suya, lo golpeé con mis puños y le clavé mi cuchillo, y luego escapé, dejándolo lleno de dolorida furia
y frustrado deseo. Hoy me buscó y me encontró, y mientras huía, Du-seen me persiguió gritando que
iba a matarme. Mátame tú, mi Tom, y luego cae sobre tu propia lanza, pues te matarán horriblemente
si te capturan con vida.

Yo no podía matarla... no hasta el último momento. Y así se lo dije, y que la amaba, y que hasta que
llegara la muerte, viviría y lucharía por ella.
Nobs nos había seguido hasta la ciénaga y lo había hecho bastante bien, pero cuando se acercó a
nosotros también él se hundió hasta el vientre y sólo pudo forcejear. En esta situación estábamos
cuando Du-seen y sus seguidores se acercaron al borde del horrible pantano. Vi que Al-tan estaba con
él y muchos otros guerreros kro-lu. La alianza contra el jefe Jor, por tanto, se había consumado, y esta
horda marchaba ya contra la ciudad galu. Suspiré al pensar lo cerca que había estado no sólo de salvar
a Ajor, sino a su padre y a su pueblo de la derrota y la muerte.
Más allá del pantano había un denso bosque. Si lo hubiéramos alcanzado, habríamos estado a salvo:
pero bien podría haberse encontrado a cien kilómetros como a cien metros de aquel charco escondido
de lodo pegajoso.
Du-seen y su horda se detuvieron al borde del pantano para burlarse de nosotros. No podían
alcanzarnos con sus manos, pero a una orden de Du-seen prepararon sus flechas, y vi que el fin había
llegado. Ajor se apretujó contra mí, y la rodeé con mis brazos.

–Te quiero, Tom –dijo–, sólo a ti.

Mis ojos se llenaron de lágrimas entonces, no lágrimas de autoconmiseración por mi situación, sino
lágrimas porque mi corazón se llenó de un gran amor... un amor que ve el sol de su vida y de su amor
poniéndose incluso cuando sale.
Los renegados galus y sus aliados kro-lu esperaron a que Du-seen diera la orden que enviará una
avalancha de afilada muerte contra nosotros. Entonces, desde el bosque, oímos la música más dulce
que hayan oído jamás los oídos del hombre: una brusca descarga de al menos dos docenas de rifles
disparando rápidamente a discreción. Los guerreros galus y kro-lu cayeron como conejos ante aquella
mortífera descarga.
¿Qué podía significar? Para mí sólo una cosa, que Hollis y Short y los demás habían escalado los
acantilados y habían llegado al norte del país galu por el lado opuesto de la isla a tiempo para
salvarnos a Ajor y a mí de una muerte segura. No necesitaba ninguna presentación para saber que los
hombres que empuñaban aquellos rifles eran los hombres de mi propia partida; y cuando, unos pocos
minutos más tarde, ellos salieron de su escondite, mis ojos verificaron mis esperanzas. Estaban allí,
todos ellos, y con ellos un millar de esbeltos y erectos guerreros de la raza galu. Por delante de los
demás llegaron dos hombres con atuendos de galu. Cada uno de ellos era alto y recto y
maravillosamente musculado; sin embargo, diferían entre sí como As podría diferir de un espécimen
perfecto de otra especie.

Cuando se acercaron a la ciénaga, Ajor extendió los brazos y exclamó:

–¡Jor, mi jefe! ¡Mi padre!

Y el mayor de los dos se hundió en barro hasta las rodillas para rescatarla, y entonces el otro se
acercó y me miró a la cara, y sus ojos se abrieron de asombro, como se abrieron los míos, y grité:

–¡Bowen! ¡Por los santos del cielo, Bowen Tyler!


Era él. Mi búsqueda había terminado. A mi alrededor estaban mi compañía y el hombre por quien
habíamos explorado un nuevo mundo.
Cortaron troncos del bosque y prepararon un camino antes de poder sacarnos del pantano, y luego
regresamos a la ciudad de Jor, el jefe galu, y hubo gran alegría cuando Ajor volvió a casa montada en
la brillante espalda del garañón As.
Tyler y Hollis y Short y todo el resto de los americanos casi nos quedamos boquiabiertos cuando
emprendimos la caminata de vuelta a la aldea, y durante días permanecimos allí. Ellos me contaron
cómo habían cruzado en cinco días la barrera de acantilados, trabajando veinticuatro horas al día en
tres turnos de ocho horas con dos relevos por cada turno alternándose cada media hora. Dos hombres
con taladradoras eléctricas impulsadas por la dinamo del Toreador abrieron dos agujeros separados por
cuatro palmos en la cara del acantilado y en el mismo plano horizontal. Los agujeros se curvaban
levemente hacia adentro. En estos agujeros insertaron las varas de hierro que habíamos traído como
parte de nuestro equipo y para ese propósito, sobresaliendo aproximadamente un palmo de la pared de
roca, y sobre estas dos varas colocaron una tabla, y luego el siguiente turno, subido al siguiente nivel,
taladró otros dos agujeros sobre la nueva plataforma, y así sucesivamente.
Durante la noche los reflectores del Toreador iluminaban el acantilado en el lugar donde trabajaban
las taladradoras, y al ritmo de tres metros por hora llegaron a la cima al quinto día. Arriaron cuerdas,
ataron los bloques a los árboles de arriba, y los burdos ascensores se pusieron en marcha, de modo que
a la noche del quinto día todo el grupo, con la excepción de los hombres necesarios para tripular el
Toreador, estuvieron dentro de Caspak con abundancia de armas, munición y equipo.
A partir de entonces, se abrieron paso hacia el norte buscándome, después de un vano y peligroso
esfuerzo por entrar en el país infectado de horribles reptiles al sur. Como llevaban gran cantidad de
armas, no perdieron ningún hombre, pero su camino quedó alfombrado de cadáveres de criaturas que
se habían visto obligados a matar en su camino al extremo norte de la isla, donde encontraron a Bowen
y su esposa entre los galus de Jor.
La reunión de Bowen y Nobs fue marcada por una frenética exhibición por parte de Nobs, que casi
desnudó a Bowen de las exiguas ropas que los galus le habían dado.
Cuando llegamos a la ciudad galu, Lys La Rué estaba esperando para darnos la bienvenida. Ahora
era la esposa de Tyler, ya que el capitán del Toreador los había casado el mismo día en que el grupo
los encontró, aunque ni Lys ni Bowen querrían admitir que ninguna ceremonia civil o religiosa podría
haber hecho más sagrados los lazos con los que Dios los había unido.
Ni Bowen ni el grupo del Toreador habían visto rastro de Bradley y su partida. Llevaban tanto
tiempo perdidos ya, que habían perdido toda esperanza de encontrarlos. Los galus habían oído rumores
de ellos, igual que los kro-lu y los band-lu del oeste; pero ninguno los había visto desde que dejaron
Fuerte Dinosaurio meses atrás.
Descansamos en la aldea de Jor durante quince días mientras nos preparábamos para el viaje al sur,
hasta el sitio donde el Toreador nos esperaba en la costa. Durante estas dos semanas Chal-az llegó
desde el país Kro-lu, ahora convertido en un galu pleno. Nos dijo que el resto del grupo de Al-tan
habían muerto cuando intentaron regresar a los kro-lu. Chal-az fue nombrado jefe, y cuando se elevó,
dejó la tribu al mando de un nuevo jefe a quien todos respetaban.
Nobs se quedó con Bowen, pero As y Ajor y yo fuimos muchas veces de paseo por el maravilloso
país galu. Chal-az había traído mis armas y municiones, pero mis ropas habían desaparecido, y no las
eché de menos cuando me acostumbré al libre atuendo de los galu.
Por fin llegó el momento de nuestra partida: A la mañana siguiente nos encaminaríamos al sur y el
Toreador y la querida California. Yo le había pedido a Ajor que viniera con nosotros, pero su padre se
negó a atender la sugerencia. Ninguna súplica pudo hacerle cambiar su decisión: Ajor, la cos-ata-lo, de
quien podría brotar una nueva y más grande raza caspakiana, no podía marcharse. Podía quedarme con
cualquier otra ella entre los galus... ¡pero no con Ajor!
La pobre chiquilla estaba desolada. En cuanto a mí, advertía lentamente el poder que Ajor tenía
sobre mi corazón y me pregunté cómo podría vivir sin ella. Mientras la abrazaba aquella última noche,
traté de imaginar cómo sería la vida sin ella, pues por fin había comprendido que la amaba: amaba a
mi pequeña bárbara, y cuando por fin me separé de ella y fui a mi propia choza a arrancar unas cuantas
horas de sueño antes de partir, me consolé con la idea de que el tiempo sanaría la herida y en mi tierra
nativa encontraría una compañera que sería para mí todo y más de lo que podría ser la pequeña Ajor:
una mujer de mi propia raza y cultura.
Amaneció más rápido de lo que habría deseado. Me levanté y desayuné, pero no vi a Ajor por
ninguna parte. Era mejor, pensé, que me marchara sin sentir el dolor de una última despedida. El
grupo se preparó para la marcha, con una escolta de guerreros galus dispuesta a acompañarnos. Ni
siquiera fui capaz de acercarme al corral de As y despedirme de él. La noche antes, se lo había
regalado a Ajor, y ahora en mi mente los dos parecían inseparables.
Por fin nos pusimos en camino, y bajamos la calle flanqueada por casas de piedra y atravesamos la
gran abertura en la muralla de piedra que rodea la ciudad y continuamos hacia el claro, en dirección al
bosque que debíamos atravesar para llegar a la frontera norte de Galu antes de girar al sur.
En la linde del bosque miré hacia atrás, a la ciudad donde estaba mi corazón, y tras la enorme puerta
vi algo que me hizo detenerme en seco. Era una figura pequeña, apoyada contra uno de los grandes
postes que sujetaban la puerta: una figurita encogida, e incluso desde esta distancia pude ver que sus
hombros se estremecían entre sollozos. Fue la gota que colmó el vaso.

Bowen estaba a mi lado.

–Adiós, viejo amigo –dije–. Me vuelvo.

Él me miró, sorprendido.

–Adiós, amigo –dijo–. Sabía que acabarías haciéndolo.

Y así volví y tomé a Ajor en mis brazos y besé las lágrimas de sus ojos, y la hice sonreír, mientras
contemplábamos juntos a los últimos americanos desaparecer en el bosque.
Desde el Abismo del Tiempo

Capítulo I

Esta es la historia de Bradley después de que saliera del Fuerte Dinosaurio en la costa oeste del gran
lago que está en el centro de la isla.

El cuarto día de septiembre de 1916, partió con cuatro compañeros, Sinclair, Brady, James y Tippet,
para buscar en la base de la barrera de acantilados un punto por el que éstos pudieran ser escalados. A
través del denso aire caspakiano, bajo el hinchado sol, los cinco hombres marcharon en dirección
noreste desde Fuerte Dinosaurio, ora hundidos hasta la cintura en la exuberante hierba de la jungla,
poblada por miríadas de hermosas flores, ora cruzando prados descubiertos y llanuras parecidas a
parques antes de zambullirse de nuevo en los tupidos bosques de eucaliptos y acacias y gigantescos
helechos con copas rebosantes que se agitaban suavemente a treinta metros sobre sus cabezas.
A su alrededor, entre los árboles y en el aire, se movían y agitaban las incontables formas de vida de
Caspak. Siempre los amenazaba alguna criatura temible y rara vez sus rifles tenían descanso, pero en
el breve lapso de tiempo que habían vivido en Caprona se habían vuelto insensibles al peligro, de
modo que caminaban riendo y charlando como soldados un día de marcha en verano.

–Esto me recuerda a South Clark Street –observó Brady, que había trabajado como policía de tráfico
en Chicago; y como nadie le preguntó por qué, continuó–: Porque no es lugar para un irlandés.
–South Clark Street y el cielo tienen algo en común, entonces –sugirió Sinclair.
James y Tippet se echaron a reír, y entonces un horrible rugido surgió de un bosquecillo ante ellos y
distrajo su atención hacia otros asuntos.
–Uno de esos gigantes de las Santas Escrituras –murmuró Tippet mientras se detenían y, con las armas
preparadas, esperaban el ataque casi inevitable.
–Son un montón de mendigos ansiosos –dijo Brady–, siempre intentando comerse todo lo que ven.
Durante un instante no llegaron más sonidos del bosquecillo.
–Puede que esté comiendo ahora –sugirió Bradley–. Intentaremos rodearlo. No podemos malgastar
munición. No nos durará siempre. Seguidme.
Y se desviaron de su antiguo rumbo, esperando evitar un ataque. Habían dado tal vez una docena de
pasos, cuando los matorrales se movieron ante el avance de la criatura, las hojas frondosas se abrieron,
y emergió la horrible cabeza de un oso gigantesco.
–A los árboles –susurró Bradley–. No podemos malgastar munición.
Los hombres miraron alrededor. El oso avanzó un par de pasos, todavía gruñendo amenazador. Ya se
había asomado hasta los hombros. Tippet le echó una ojeada al monstruo y corrió hacia el árbol más
cercano; y entonces el oso atacó. Directamente a Tippet.
Los otros hombres corrieron hacia los diversos árboles que habían j escogido... todos excepto Bradley.
Se quedó mirando a Tippet y el oso. El hombre tenía una buena ventaja y el árbol no estaba lejos, pero
la velocidad de la enorme criatura que le perseguía era asombrosa. Tippet estaba a punto de llegar a su
santuario cuando el pie se le enganchó en una maraña de raíces y cayó al suelo. El rifle se le escapó de
las manos y quedó a varios metros de distancia.
Al instante Bradley se llevó el arma a la cara, y hubo una brusca detonación respondida por un rugido
mezcla de dolor y furia por parte del carnívoro. Tippet intentó ponerse en pie.
–¡Quédate quieto! –gritó Bradley–. ¡No podemos malgastar munición!
El oso se detuvo, giró hacia Bradley y luego otra vez hacia Tippet. De nuevo el rifle del primero
escupió furiosamente, y el oso se volvió otra vez en su dirección.
–¡Ven aquí, gigante de las Sagradas Escrituras! –gritó Bradley con fuerza–. ¡Ven aquí, monstruo! No
podemos malgastar munición.
Y cuando vio que el oso parecía decidirse a atacarlo, animó la idea retrocediendo rápidamente, pues
sabía que una bestia furiosa a menudo ataca a quien se mueve antes que a quien permanece quieto.
El oso atacó. Como un relámpago se lanzó contra el inglés.
–¡Ahora corre! –le gritó Bradley a Tippet, mientras él mismo se abalanzaba hacia el árbol más
cercano. Los otros hombres, ahora a salvo entre las ramas, contemplaron inquietos la carrera. ¿Lo
conseguiría Bradley? Parecía imposible. ¿Y si no lo hacía....? James jadeó ante la idea.
La temible montaña de carne y hueso y piel que corría con la velocidad de un tren expreso contra el
hombre, que en comparación parecía inmóvil, tenía más de un metro ochenta de altura. Todo sucedió
en unos segundos, pero fueron segundos que parecieron horas a los hombres que esperaban en los
árboles. Vieron a Tippet ponerse en pie de un salto y correr tras el grito de advertencia de Bradley. Lo
vieron correr, agacharse a recoger su rifle al pasar por el lugar donde había caído. Lo vieron mirar a
Bradley, y detenerse ante el árbol que podría haberle procurado seguridad, y volverse contra el oso.
Disparando mientras corría, Tippet corrió tras el gran oso cavernario, un monstruo que tendría que
haberse extinguido hacía eras. Disparó de nuevo cuando le bestia casi había alcanzado a Bradley. Los
hombres de los árboles apenas se atrevían a respirar. Les parecía un intento inútil, ¡y por parte de
Tippet, nada menos! Nunca lo habían considerado un cobarde (no parecía haber ningún cobarde entre
aquel extraño grupo que el Destino había reunido de los cuatro rincones del globo), pero sí un hombre
cauto. Demasiado cauto, pensaban algunos. ¡Cuan inútiles parecían él y su pequeña arma de fuego
mientras corría hacia aquel motor viviente de destrucción! ¡Pero, oh, qué glorioso! Algo parecido
pensó Bradley, aunque sin duda lo habría expresado de otra manera, más explícita.
Justo entonces a Bradley se le ocurrió disparar, y también él abrió fuego sobre el oso, pero en el
mismo instante el animal se tambaleó y cayó hacia adelante, aunque todavía rugiendo de manera
terrible. Tippet nunca dejó de correr ni disparar hasta que se encontró a un palmo del bruto, que yacía
casi tocando a Bradley y trataba de ponerse en pie. Colocando la boca de su arma en el oído del oso,
Tippet apretó el gatillo. La criatura se quedó flácida en el suelo y Bradley se puso en pie.
–Buen trabajo, Tippet –dijo–. Te debo una... aunque ha sido un despilfarro de munición.
Y continuaron la marcha y quince minutos después el incidente dejó de ser incluso un tema de
conversación.
Durante dos días continuaron su peligroso camino. Los acantilados se alzaban ya cerca, sin ningún
indicio que animara a pensar que podían ser escalados. A últimas horas de la tarde el grupo cruzó un
pequeño arroyo de agua caliente en cuya viscosa superficie flotaban incontables millones de diminutos
huevos verdes rodeados de una leve espuma del mismo color, aunque algo más oscura. Su pasada
experiencia en Caspak les había enseñado que podían esperar encontrarse con una charca
emponzoñada de agua caliente si seguían el arroyo hasta su fuente: pero estaban casi seguros de que
encontrarían a algunas de las grotescas criaturas de aspecto humanoide de Caspak.
Desde que desembarcaron del U-33 tras su peligroso viaje a través del canal subterráneo bajo la
barrera de acantilados que les había traído al mar interior de Caspak, habían encontrado lo que
parecían ser tres tipos distintos de estas criaturas. Estaban los simios puros (grandes bestias parecidas a
gorilas), y los que andaban de un modo más erectos y tenían rasgos una pizca más humanos. Luego
estaban los hombres como Ahm, a quien habían capturado y confinado en el fuerte: Ahm, el hombre-
maza. «Famoso hombre-maza», le había llamado Tyler. Ahm y su pueblo sabían hablar. Tenían un
lenguaje que les diferenciaba de la raza inferior a ellos, y caminaban mucho más erguidos y tenían
menos pelo: pero era sobre I todo el hecho de que poseían un lenguaje oral y llevaban un arma lo que
los diferenciaba de los demás.
Todos estos pueblos habían demostrado ser enormemente beligerantes. Como el resto de la fauna de
Caprona, la primera ley de la naturaleza tal como parecían entenderla era matar, matar, matar. Y por
eso Bradley no sintió ningún deseo de seguir el pequeño arroyo hasta la charca donde seguro que se
encontraban las cuevas de alguna tribu salvaje, pero la fortuna les jugó una mala pasada, pues la
charca estaba mucho más cerca de lo que imaginaban, y por eso se la encontraron al atravesar una
zona cubierta de vegetación, aunque habían querido evitarla.
Casi simultáneamente apareció frente a ellos un grupo de hombres desnudos y armados con mazas y
hachas. Ambos grupos se detuvieron al verse. Los hombres del fuerte vieron ante ellos una partida de
caza que evidentemente regresaba a sus cuevas cargada de carne. Eran hombres grandes con rasgos
que se parecían mucho a los negros africanos aunque sus pieles eran blancas. Sobre gran parte de sus
miembros y cuerpos, que todavía conservaba considerables rastros de antepasados simios, crecía pelo
corto. Eran, sin embargo, un tipo claramente superior a los bo-lu, u hombres-maza.
A Bradley le habría gustado evitar un encontronazo: pero como deseaba conducir a su grupo al sur
rodeando la charca, y como estaban rodeados por la jungla a un lado y por agua al otro, no parecía
posible.
Intentando evitar un enfrentamiento, Bradley dio un paso al frente con la mano alzada.
–Somos amigos –dijo en la lengua de Ahm, el bo-lu, que había sido prisionero del fuerte–, permitidnos
pasar en paz. No os haremos daño.
Ante sus palabras, los hombres-hacha soltaron una risotada, fuerte y estentórea.
–No –gritó uno–, no nos haréis daño, porque os mataremos. ¡Venid! ¡Os mataremos! ¡Os mataremos!
Y con gritos terribles cargaron contra los europeos.
–Sinclair, puedes disparar –dijo Bradley tranquilamente–. Abate al líder. No podemos desperdiciar
munición.
El inglés se llevó la escopeta a la cara y apuntó rápidamente al pecho del salvaje que saltaba gritando
hacia ellos. Directamente tras el líder venía otro hombre-hacha, y con la detonación del rifle de
Sinclair, ambos hombres se desplomaron en el suelo, abatidos por la misma bala.
El efecto sobre el resto de la banda fue eléctrico. Como un solo hombre se detuvieron súbitamente,
dieron media vuelta y se perdieron en la jungla, donde los europeos pudieron oírlos abriéndose paso en
un intento de poner tanta distancia como fuera posible de los autores de este nuevo y terrible ruido que
mataba a los guerreros a gran distancia.
Cuando Bradley se acercó a examinarlos, ambos salvajes estaban muertos y cuando los europeos se
congregaron alrededor, otros ojos se centraron en ellos con más curiosidad que la que ellos dirigieron
a las víctimas de la bala de Sinclair. Cuando el grupo de nuevo reinició la marcha hacia el extremo sur
de la charca, el propietario de aquellos ojos los siguió. Eran unos ojos grandes, redondos, casi
inexpresivos, excepto por cierta fría crueldad que brillaba maligna bajo sus pálidas pupilas grises.
Sin ser conscientes de que los acechaban, los hombres llegaron por fin a un punto que parecía
favorable para acampar. Un arroyo fresco borboteaba en la base de una formación rocosa que se
alzaba y en parte cubría un pequeño hueco. Siguiendo una orden de Bradley, los hombres
emprendieron las tareas que les habían sido asignadas: recoger leña, encender una hoguera y preparar
la cena.
En eso estaban cuando el batir de unas grandes alas llamó la atención de Brady. Alzó la cabeza,
esperando ver uno de los grandes reptiles voladores de eras pasadas, el rifle preparado en la mano.
Brady era un hombre valiente. Una vez, había subido las escaleras de un edificio de apartamentos y
había sacado a un maníaco armado de una habitación oscura sin inmutarse. Pero ahora, al mirar, se
puso blanco y retrocedió.
–¡Dios! –casi gritó–. ¿Qué es esto?
Atraídos por el grito de Brady, los otros cogieron sus rifles y siguieron I su mirada espantada, y
ninguno de ellos dejó de sentir terror o asombro.
Entonces Brady habló de nuevo con voz casi inaudible.
–¡Que la Santa Madre de Dios nos proteja... es una banshee!
Bradley, siempre frío casi hasta la indiferencia ante el peligro, sintió una extraña sensación reptándole
por la piel, mientras lentamente, apenas a treinta metros sobre ellos, el ser cruzó el cielo aleteando,
observándolos con sus enormes ojos redondos. Y hasta que desapareció sobre las copas de los árboles
de un bosquecillo cercano los cinco hombres permanecieron como paralizados, sin apartar la mirada
de su extraña forma. Ninguno de ellos pareció recordar que empuñaba un rifle cargado.
Cuando la criatura pasó, llegó la reacción. Tippet se desplomó y se cubrió la cara con las manos.
–Oh, Dios –gimió–. Sácame de este horrible lugar.
Brady, recuperado de la primera impresión, maldijo en voz alta. Llamó a todos los santos para que
fueran testigos de que no tenía miedo y que cualquiera con medio ojo podría haber visto que la criatura
no era más que «uno de esos caimanes» que todos conocían.
–Sí –dijo Sinclair con fino sarcasmo–, hemos visto muchos de ellos con mortajas blancas.
–¡Cállate, idiota! –rugió Brady–. Si sabes tanto, dinos entonces qué era.
Entonces se volvió hacia Bradley.
–¿Qué cree que era, señor? –preguntó.
Bradley sacudió la cabeza.
–No lo sé –dijo–. Parecía un ser humano con alas, vestido con una túnica blanca. Su cara era más
humana que otra cosa. Eso es lo que me pareció, pero en realidad no sé nada más, pues una criatura
semejante está tan por encima de mi conocimiento o mi experiencia como de la vuestra. De lo que
estoy seguro es de que, fuera lo que fuese, era bastante material: no era ningún fantasma. Sólo otra de
las extrañas formas de vida que hemos encontrado aquí y a las que ya deberíamos de estar
acostumbrados.
Tippet alzó la cabeza. Su cara estaba todavía cenicienta.
–No lo sabe –gimió–. Lo ha visto. Cielos, lo ha visto. Era un muerto volando por los aires. ¿No vio sus
ojos? ¡Oh, Dios! ¿No los vio?
–No me pareció ni bestia ni reptil –intervino Sinclair–. Me miró directamente cuando alcé la cabeza y
vi su cara tan claramente como veo la tuya. Tenía grandes ojos redondos que parecían fríos y muertos,
y sus mejillas estaban hundidas, y pude ver sus dientes amarillos tras unos labios finos y tensos...
como los de un hombre que lleva mucho tiempo muerto, señor –añadió, volviéndose hacia Bradley.
–¡Sí! –James no había hablado desde que la aparición pasó sobre ellos, y ahora apenas era capaz de
articular una serie de pequeños sollozos–. Sí... muerto... hace mucho tiempo. Eso... significa algo.
Viene... a por... alguno... A por alguno... de nosotros. Uno de... nosotros... va a morir. ¡Voy a morir! –
terminó con un sollozo.
–¡Vamos! ¡Vamos! –exclamó Bradley–. Eso no nos servirá de nada. A trabajar, todos. No podemos
perder el tiempo.
Su tono autoritario hizo que todos se pusieran en pie y poco después cada uno se dedicó a sus
quehaceres; pero trabajaron en silencio y no hubo cantos ni bromas como en los anteriores
campamentos. Hasta que no hubieron comido y repartieron el poco tabaco permitido después de cada
cena no mostraron ningún signo de relajación de sus tensos nervios. Fue Brady quien mostró los
primeros síntomas de recuperar el buen humor. Empezó a tararear «El largo camino a Tipperary» y
poco después a canturrear la letra, pero los demás no le imitaron hasta la tercera canción, e incluso
entonces parecía haber una nota de incertidumbre incluso en la más alegre de las tonadas.
En la abertura de su recodo rocoso ardía un fuego que podría mantener a raya a los depredadores
carnívoros, y siempre uno de ellos permanecía de guardia, alerta contra el posible ataque de alguna
enloquecida bestia de la jungla. Más allá del fuego aparecían manchas verde-amarillentas de llamas,
moviéndose inquietas de un lado a otro, apareciendo y desapareciendo, acompañadas de un horrible
coro de gritos y gruñidos y rugidos mientras los hambrientos depredadores que cazaban de noche eran
atraídos por la luz o el olor de una posible presa.
Pero los cinco hombres se habían vuelto insensibles a aquellas visiones y sonidos. Cantaban o
hablaban sin preocuparse, como podrían haber hecho en la barra de cualquier bar en casa.
Sinclair montaba guardia. Los demás escuchaban la descripción que Brady hacía de un atasco de
tráfico en el puente de Rush Street durante la hora punta. El fuego chisporroteaba alegremente. Los
propietarios de los ojos amarillo-verdosos alzaron sus temibles coros a los cielos. La normalidad
parecía haber regresado. Y entonces, como si la mano de la Muerte se hubiera extendido y los hubiera
tocado a todos, los cinco hombres se tensaron, rígidos.
Sobre el diapasón nocturno de la jungla sonó un claro batir de alas y en lo alto, a través de la densa
noche, una sombra oscura cruzó la luz difusa del fuego del campamento. Sinclair alzó su rifle y
disparó. Un extraño gemido llegó flotando y la aparición, fuera lo que fuese, fue engullida por la
oscuridad. Durante varios segundos los hombres escucharon el sonido de aquellas alas perdiéndose en
la distancia, hasta que ya no pudieron oírlas.
Bradley fue el primero en hablar.
–No tendrías que haber disparado, Sinclair –dijo–. No podemos malgastar munición.
Pero no había ninguna nota de censura en su voz. Era como si comprendiese la reacción nerviosa que
había impulsado la acción del otro hombre.
–No pude evitarlo, señor –dijo Sinclair–. Dios, habría hecho falta un hombre de hierro para no
dispararle a esa horrible cosa. ¿Cree usted en fantasmas, señor?
–No –respondió Bradley–. No existen esas cosas.
–Eso yo no lo sé –dijo Brady–. Asesinaron a una mujer en un prado cerca de Brighton, le cortaron la
garganta de oreja a oreja...
–Cállate –replicó Bradley.
–Mi abuelo vivía en Coppington –dijo Tippet–. Había un viejo castillo en ruinas en una isla cercana, y
a media noche veían luces celestes en las ventanas y oían...
–¿Quieres callarte la boca? –demandó Bradley–. Os asustaréis de muerte unos a otros en un minuto.
Ahora, a dormir.
Pero pudieron dormir poco esa noche en el campamento hasta que el cansancio absoluto llevó a los
agotados hombres al amanecer. Tampoco regresó la extraña criatura que les había puesto a todos los
nervios de punta.
Al siguiente mediodía el grupo llegó al pie de la barrera de acantilados, y durante dos días marcharon
hacia el norte en un esfuerzo por descubrir una ruptura en la cerrada muralla que alzaba su cara rocosa
casi en perpendicular sobre ellos. En ninguna parte encontraron la menor indicación de que los
acantilados fueran escalables.
Desanimado, Bradley decidió regresar al fuerte, ya que había excedido el tiempo que Bowen Tyler y él
mismo habían concedido a la expedición. Los acantilados se extendían durante muchos kilómetros en
dirección noreste, lo cual le indicaba a Bradley que se acercaban al extremo norte de la isla. Según sus
mejores cálculos se habían acercado lo suficiente al este durante los dos últimos días como para
encontrarse en un punto directamente al norte de Fuerte Dinosaurio, así que no ganarían nada
rehaciendo sus pasos, por lo que decidió cortar al sur a través del territorio inexplorado que se
encontraba entre ellos y el fuerte.
Esa noche (el 9 de septiembre de 1916), acamparon a corta distancia de los acantilados, en uno de los
numerosos arroyuelos fríos que se encuentran en Caspak, a menudo cerca de las aún más numerosas
charcas cálidas que desembocan en muchas lagunas. Después de cenar, los hombres se pusieron a
fumar y charlar. Tippet estaba de guardia. Ahora los amenazaban menos depredadores nocturnos y los
hombres comentaban el hecho de que cuanto más al norte viajaban, menor era el número de todas las
especies de animales, aunque tenían claro que habría sido una cantidad sorprendente en cualquier otra
parte del mundo. La disminución de la vida reptilesca era el cambio más notable en la fauna del norte
de Caspak. Aquí, sin embargo, había formas que no habían visto en ninguna otra parte, algunas de las
cuales tenían proporciones gigantescas.
Según su costumbre, todos, con la excepción del hombre de guardia, se acostaron temprano, y no
tardaron en quedar dormidos. A Bradley le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando se puso en
pie, completamente despierto, tras oír un penetrante grito que fue reforzado por la brusca detonación
de un rifle que llegó desde la dirección donde Tippet montaba guardia. Mientras corría hacia el
hombre, Bradley oyó sobre él el mismo alarido imposible que había afectado a los nervios de todos
hacía unas cuantas noches, y el batir de poderosas alas. No tuvo que mirar a la figura vestida de blanco
que aleteaba lentamente en la noche para saber que su torvo visitante había regresado.
Los músculos de su brazo, reaccionando a la visión y el sonido de la amenazante forma, llevaron su
mano a la culata de su pistola. Pero después de desenfundar el arma, inmediatamente la devolvió a su
sitio, encogiéndose de hombros.
–¿Para qué? –murmuró–. No podemos malgastar munición.
Entonces se dirigió rápidamente hacia el lugar donde Tippet yacía boca abajo.
–¿Está muerto, señor? –susurró James mientras Bradley se arrodillaba junto a la forma postrada.
Bradley le dio la vuelta a Tippet y acercó una oreja al corazón del otro hombre. Un momento después
alzó la cabeza.
–Desmayado –anunció–. Traed agua. ¡Rápido!
Entonces desabrochó el cuello de la camisa de Tippet y cuando le trajeron el agua arrojó un puñado a
la cara del hombre.
Lentamente, Tippet recuperó la consciencia y se sentó. Al principio miró curiosamente los rostros de
los hombres que le rodeaban; luego una expresión de terror se apoderó de sus rasgos. Dirigió una
mirada sobresaltada al negro vacío del cielo y luego enterró el rostro en sus manos y empezó a sollozar
como un niño.
–¿Qué pasa, hombre? –demandó Bradley–. ¡Anímate! No puedes llorar como un bebé. Es una pérdida
de energía. ¿Qué pasó?
–¿Qué pasó, señor? –gimió Tippet–. ¡Oh, Dios, señor! Casi me capturó. Estuvo a punto de matarme.
Iba a llevarme consigo.
–Déjate de tonterías –replicó Bradley–. ¿Lo viste bien?
Tippet dijo que sí, mucho mejor de lo que habría querido. La criatura casi lo había agarrado, y la había
mirado directamente a los ojos.
–Ojos muertos en una cara muerta –describió.
–¿Qué crees que pretendía? –inquirió Brady.
–Era la Muerte –gimió Tippet, estremeciéndose, y de nuevo el pequeño grupo se sumió en la
pesadumbre.
Al día siguiente Tippet caminó como si estuviera en trance. Nunca hablaba a menos que fuera para
responder a una pregunta directa, y a menudo había que repetírsela antes de que le llamara la atención.
Insistía en que ya era hombre muerto, pues si la criatura no venía a por él durante el día nunca
sobreviviría a otra noche de agónica aprensión, esperando el temible final que estaba seguro le
aguardaba.
–Me encargaré de eso –dijo, y todos supieron que Tippet pretendía quitarse la vida antes de que llegara
la oscuridad.
Bradley trató de razonar con él, a su modo breve y cortante, pero pronto vio la futilidad de todo
aquello. Y tampoco podía quitarle las armas sin someterlo a una muerte casi segura por parte de
cualquiera de los innumerables peligros que encontraban en su camino.
El grupo permanecía sombrío y deprimido. Ya no hacían bromas como antes, aun ante los peligros y
peripecias que iban encontrando. La amenaza que los acechaba era nueva, algo que no podían
explicar; y por eso, de manera natural, despertaba en ellos temores supersticiosos que la actitud de
Tippet tan sólo tendía a aumentar. Para aumentar su desazón, tuvieron que atravesar un tupido bosque,
donde, a causa de los matorrales, era difícil hacer siquiera un kilómetro a la hora. Tenían que estar
constantemente de guardia para evitar las muchas serpientes de diverso grado de repulsión y tamaño
que infestaban el bosque; y el único rayo de esperanza al que podían aferrarse era que el bosque, como
la mayoría de los bosques caspakianos, no tendría una extensión considerable.
Bradley encabezaba la marcha cuando se topó de repente con una grotesta criatura de titánicas
proporciones. Agazapado entre los árboles, que ahora comenzaban a reducirse, Bradley vio lo que
parecía ser un dragón enorme devorando el cadáver de un mamut. Desde sus poderosas mandíbulas
hasta la punta de su larga cola mediría más de doce metros de longitud. Su cuerpo estaba cubierto con
placas de gruesa piel que tenían un enorme parecido con las placas de una armadura.
La criatura vio a Bradley casi en el mismo momento en que él la veía y se alzó sobre sus enormes
patas traseras hasta que su cabeza se elevó a más de siete metros del suelo. De las cavernosas
mandíbulas surgió un sonido sibilante igual al del vapor de las válvulas de seguridad de media docena
de locomotoras, y entonces la criatura se abalanzó hacia el hombre.
–¡Dispersaos! –gritó Bradley a los que le seguían, y todos menos Tippet acataron la orden.
Tippet se quedó como aturdido, y cuando Bradley vio que corría peligro, también él se detuvo y se dio
media vuelta para enviar una bala contra el enorme corpachón que se abría paso entre los árboles hacia
él. La bala alcanzó a la criatura en el vientre, donde no tenía protección, provocando una nueva nota
que se alzó hasta convertirse en alarido. Fue entonces cuando Tippet pareció salir de su trance, pues
con un grito de terror se dio media vuelta y corrió hacia la izquierda. Bradley, al ver que tenía una
oportunidad tan buena como la de los demás para escapar, dirigió ahora su atención a su propia
seguridad. Como el bosque parecía más denso a la derecha, corrió en esa dirección, esperando que los
árboles arracimados impidieran la persecución del gran reptil.
El dragón dejó de prestarle atención, sin embargo, pues la súbita carrera de Tippet hacia la libertad
había atraído su curiosidad. Y detrás de Tippet fue, derribando árboles pequeños, desenraizando los
matorrales y dejando tras de sí la estela de un pequeño tornado.
Bradley, en el momento en que descubrió que la bestia perseguía a Tippet, la siguió. Tenía miedo de
disparar por temor a herir al hombre, y por eso no los alcanzó hasta el mismo momento en que el
monstruo saltaba hacia su amigo. Los afilados espolones de los miembros delanteros agarraron al
pobre Tippet, y Bradley vio cómo el desgraciado era elevado del suelo mientras la criatura se alzaba
de nuevo sobre sus patas traseras, transfiriendo inmediatamente el cuerpo de Tippet a sus mandíbulas
abiertas, que se cerraron con un sonido aplastante y enfermizo mientras los huesos de Tippet se
rompían bajo los grandes dientes.
Bradley alzó su rifle para disparar otra vez y entonces lo bajó, meneando la cabeza. No se podía hacer
nada por Tippet, ¿por qué malgastar una bala que Caspak no podría reemplazar nunca? Si pudiera
escapar ahora sin llamar la atención del monstruo sería más inteligente que desperdiciar su vida
buscando una venganza inútil. Vio que el reptil no miraba en su dirección, y por eso se deslizó sin
hacer ruido tras el tronco de un gran árbol y desde allí se encaminó en la dirección que creía habían
tomado los demás. Cuando llegó a una distancia que consideró segura, se volvió y miró hacia atrás.
Medio oculta por los árboles, todavía podía ver la enorme cabeza y las gigantescas mandíbulas de la
que sobresalían las piernas flácidas del muerto. Entonces, como golpeada por el martillo de Thor, la
criatura se desplomó en el suelo. La bala de Bradley, tras penetrar el cuerpo a través de la suave piel
del vientre, había matado al titán.
Unos minutos más tarde, Bradley encontró a los demás miembros de la partida. Los cuatro regresaron
cautelosamente al lugar donde yacía la criatura, y después de convencerse de que estaba muerta se
acercaron a ella. Sacar los restos triturados de Tippet de las poderosas mandíbulas fue una labor ardua
y repugnante, y los hombres trabajaron en su mayor parte en silencio.
–Fue obra de una banshee, desde luego –murmuró Brady–. Advirtió al pobre Tippet, vaya si no.
–Lo mató, eso es lo que hizo, y matará a algunos de nosotros –dijo James, su labio inferior temblando.
–Si fue un fantasma –intervino Sinclair–, y no digo que lo fuera, pero si lo fue, bueno, podría tomar
cualquier forma que quisiera. Podría haberse convertido en esta cosa, que no es un ser natural, sólo
para acabar con el pobre Tippet. Si hubiera sido un león o algo más parecido a un humano no parecería
tan extraño. Pero esta cosa no parece humana. Nunca ha habido una criatura así.
–Las balas no matan a los fantasmas –dijo Bradley–, así que esta cosa no pudo ser un fantasma.
Además, los fantasmas no existen. He estado intentando situar a esta criatura. Y me acabo de dar
cuenta. Es un tiranosaurio. Vi la foto de un esqueleto en una revista. Hay uno en el Museo de Historia
Natural de Nueva York. Me parece que decía que lo encontraron en un lugar llamado Hell Creek, en el
oeste americano. Se supone que vivió hace seis millones de años.
–Hell Creek está en Montana –dijo Sinclair–. Yo fui vaquero en Wyoming, y he oído hablar de Hell
Creek. ¿Cree que este bicho tiene seis millones de años? –su tono era escéptico.
–No –replicó Bradley–. Pero eso indicaría que la isla de Caprona ha permanecido casi sin cambiar
desde hace más de seis millones de años.
La conversación y la seguridad de Bradley de que la criatura no tenía ningún origen sobrenatural
ayudó a elevar un poco el ánimo de los hombres. Y entonces llegó otra diversión en la forma de
ansiosos depredadores atraídos al lugar por el sorprendente sentido del olfato que los había llevado a
presencia de carne, muerta y preparada para ser devorada.
Fue una batalla constante mientras cavaban una tumba y consagraban los restos mortales de John
Tippet al que sería su último lugar de solitario descanso. No quisieron marcharse, sino que se
quedaron hasta dar forma a una ruda lápida hecha con un bloque de piedra y recoger un puñado de
hermosas flores que crecían en profusión alrededor y amontonar la tumba recién hecha con sus
brillantes capullos.
En la lápida, Sinclair grabó con rudos caracteres las palabras:

AQUÍ YACE JOHN TIPPET, INGLÉS


MUERTO POR UN TIRANOSAURIO
16 DE SEPTIEMBRE DE 1916
R.I.P.

Y Bradley pronunció una corta oración antes de que dejaran a su camarada para siempre.
Durante tres días el grupo se dirigió al sur a través de bosques y prados y grandes zonas llanas donde
pastaban incontables animales herbívoros: ciervos y antílopes y bos y pequeños ecca, la especie más
pequeña de caballo caspakiano, del tamaño aproximado de un conejo. Había también otros caballos;
pero todos eran pequeños, siendo el más grande de poco más de ocho palmos de altura. Los herbívoros
sufrían constantemente el acoso de los depredadores, grandes y pequeños: lobos, hyaenadones,
panteras, leones, tigres y osos además de varias grandes y feroces especies de vida reptilesca.
El 12 de septiembre la partida escaló unos acantilados de piedra caliza que cruzaban su ruta hacia el
sur; pero lo hicieron sólo después de un encuentro con la tribu que habitaba las numerosas cuevas que
horadaban la superficie de la montaña. Esa noche acamparon en una llanura rocosa que estaba
escasamente salpicada de arbustos, y una vez más fueron visitados por la extraña aparición nocturna
que ya los había llenado de innombrable terror.
Igual que la noche del 9 de septiembre, la primera advertencia la dio el centinela que montaba guardia
mientras sus compañeros dormían. Un grito de terror reforzado por el disparo de un rifle hizo que
Bradley, Sinclair y Brady se pusieran en pie a tiempo para ver a James, con la culata del rifle, batallar
contra una figura vestida de blanco que flotaba con sus alas desplegadas por encima de la cabeza del
inglés. Mientras corrían, gritando, comprendieron que la extraña y terrible aparición pretendía
apoderarse de James, pero cuando vio que los demás acudían a su rescate, desistió, y se marchó
aleteando, sus largas alas irregulares produciendo aquellas peculiares notas que siempre caracterizaban
el sonido de su vuelo.
Bradley disparó a la amenaza de su paz y seguridad mientras se desvanecía en el aire. Pero ninguno
pudo decir si lo alcanzó o no, pues después del disparo oyeron el mismo gemido penetrante que en
otras ocasiones les había helado la sangre en las venas.
Entonces se volvieron hacia James, que yacía boca abajo en el suelo, temblando como en estado febril.
Durante un rato no pudo ni siquiera hablar, pero por fin recuperó la suficiente compostura para
decirles cómo la criatura debió cernirse sobre él desde arriba y desde atrás, ya que la primera
premonición de peligro que había recibido fueron las largas uñas como garras que lo agarraron por los
brazos. En el forcejeo el rifle se disparó y él se zafó al mismo tiempo y se volvió para defenderse con
la culata. El resto ya lo habían visto.
Desde ese momento James fue un hombre absolutamente roto. Con labios temblorosos dijo que su
destino estaba sellado, que la criatura lo había marcado ya, que valía tanto como muerto, y ningún
argumento ni discusión consiguió convencerlo de lo contrario. Había visto a Tippet marcado y
reclamado y ahora él había sido marcado también. Sus constantes referencias a esta creencia tuvieron
su efecto en el resto del grupo. Incluso Bradley se sintió deprimido, aunque por el bien de los demás
consiguió ocultarlo bajo un alarde de seguridad que distaba mucho de sentir.
Y al día siguiente, el 13 de septiembre de 1916, William James murió al ser atacado por un tigre de
dientes de sable. Bajo un árbol en la llanura pedregosa al norte del país de los sto-lu en la tierra que el
tiempo olvidó, yace en una tumba solitaria marcada por una burda lápida.
Tres hombres sombríos y silenciosos marcharon entonces hacia el sur. Según los cálculos de Bradley
estaban a unos cuarenta kilómetros de Fuerte Dinosaurio, al que podrían llegar al día siguiente, por lo
que siguieron avanzando hasta que la oscuridad los cubrió. Con la precaria seguridad que les daba
estar a algo más de veinte kilómetros, acamparon por fin, pero ya no cantaban ni bromeaban. En el
fondo de sus corazones, cada uno rezaba por poder sobrevivir a esta noche, pues sabían que durante el
día harían el último trecho y sentían la tensión de que aquella horrible cosa pudiera caer sobre ellos
desde el negro cielo, marcando a otro de ellos. ¿Quién sería el siguiente?
Como era su costumbre, hicieron turnos para montar guardia, cada hombre veló dos horas y luego
despertó al siguiente. Brady hizo la guardia de ocho a diez, seguido por Sinclair de diez a doce, y
luego despertó Bradley. Brady haría la última guardia de dos a cuatro, ya que habían decidido que en
el momento en que hubiera luz suficiente para asegurarles una seguridad relativa se pondrían en
marcha.
El chasquido de una rama despertó a Brady de un sueño profundo, y cuando abrió los ojos vio que era
plena luz del día y que a veinte pasos de él se encontraba un león enorme. Cuando el hombre se ponía
en pie de un salto, el rifle preparado en la mano, Sinclair despertó y advirtió lo que sucedía con una
rápida mirada. El fuego se había apagado y no se veía a Bradley por ninguna parte. Durante un largo
instante el león y los hombres se miraron. A los hombres no les habría importado no disparar si la
bestia se hubiera ocupado de sus propios asuntos: bien que se habrían alegrado de dejarlo marchar s i
hubieran podido, pero el león pensaba diferente.
De repente la larga cola se alzó erecta, y como si hubieran estado unidos, los rifles hablaron al
unísono, pues ambos hombres conocían demasiado bien esta señal: el inmediato heraldo de un ataque
mortal. Como el león tenía alzada la cabeza, su espina dorsal no era visible, y por eso hicieron lo que
por larga experiencia sabían que era lo mejor. Cada uno se encargó de una pata delantera, y cuando la
cola se agitó, dispararon. Con un horrible rugido el poderoso carnívoro se abalanzó al suelo con las
dos patas delanteras rotas. Fue cosa fácil un instante antes de que la bestia atacara: después, habría
sido una hazaña casi imposible. Brady se acercó y lo remató con un tiro en la base del cráneo, no fuera
a ser que sus terroríficos rugidos atrajeran a su compañera o a otros de su especie.
Entonces los dos hombres se volvieron y se miraron el uno al otro.
–¿Dónde está el teniente Bradley? –preguntó Sinclair.
Se acercaron al fuego. Sólo quedaban ascuas humeantes. A unos pocos metros se encontraba el rifle de
Bradley. No había signos de pelea. Los dos hombres rodearon varías veces el campamento y en la
última ronda Brady se agachó y recogió un objeto a unos diez metros de la hoguera: la gorra de
Bradley.
De nuevo los dos se miraron, intrigados, y luego, simultáneamente, ambos volvieron la mirada al
cielo. Un momento después Brady se puso a examinar el suelo cerca del lugar donde se encontraba la
gorra de Bradley. Era una de esas yermas extensiones de arena que habían encontrado solo en esa
llanura pedregosa. Las pisadas de Brady se marcaban tan claramente como la tinta negra sobre el papel
blanco; pero era el único pie que había marcado la lisa superficie, No había ninguna indicación de que
Bradley hubiera estado aquí, aunque su gorra yacía en el centro del terreno.
Sin desayunar, y con los nervios destrozados, los dos supervivientes se zambulleron locamente en la
larga marcha del día. Ambos eran hombres fuertes, valientes, llenos de recursos, pero habían llegado al
límite de la fortaleza humana y sentían que preferían morir antes que pasar otra noche al descubierto
en aquella tierra terrible. En la mente de cada uno estaba vivida la imagen del final de Bradley, pues
aunque ninguno había sido testigo de la tragedia, ambos podían imaginar claramente lo que había
ocurrido. No lo discutieron, ni siquiera lo mencionaron, pero durante todo el día lo que más acudió a la
mente de cada uno de ellos fue una imagen similar, donde eran las víctimas si no conseguían llegar a
Fuerte Dinosaurio antes de que oscureciera.
Y así fueron avanzando con intrépida velocidad, sus ropas, sus manos, sus caras arañadas por los
matorrales que se extendían para retrasarlos. Una y otra vez cayeron, pero siempre uno de ellos
esperaba y ayudaba al otro y a ninguno se le pasó por la cabeza la tentación de abandonar a su
compañero: llegarían al fuerte juntos si ambos sobrevivían, o no llegaría ninguno.
Encontraron el número habitual de bestias y reptiles salvajes, pero se enfrentaron a ellos con el valor y
la intrepidez nacidos de la desesperación, y gracias a la misma locura del riesgo que corrían, salieron
ilesos y con un mínimo de retraso.
Poco después del mediodía llegaron al final de la altiplanicie. Ante ellos había un descenso de sesenta
metros hasta el valle de abajo. A la izquierda, en la distancia, podían ver las aguas del gran mar
interior que cubre una considerable porción de la zona de la isla cráter de Caprona y un poco más al
sur de los acantilados vieron una fina espiral de humo alzándose sobre las copas de los árboles.
El paisaje era familiar. Lo reconocieron inmediatamente y supieron que aquella columna de humo
indicaba el lugar donde se encontraba el Fuerte Dinosaurio. ¿Estaba el fuerte todavía en pie, o el humo
se alzaba de las ascuas del edificio que habían ayudado a construir para que alber gara a su grupo?
¡Quién podía decirlo!
Treinta preciosos minutos que parecieron otras tantas horas a los impacientes hombres fueron
consumidas en la localización de un precario camino desde la cumbre a la base de los acantilados que
limitaban la altiplanicie al sur, y entonces una vez más se encaminaron hacia su objetivo. Cuanto más
se acercaban al fuerte más grande era su impresión de que algo iba mal.
Imaginaron los barracones desiertos o a la pequeña compañía masacrada y los edificios en ruinas. Casi
en medio de un frenesí de miedo cruzaron los últimos tramos de la jungla y se encontraron por fin al
borde del prado, a un kilómetro de Fuerte Dinosaurio.
–¡Señor! –exclamó Sinclair–. ¡Todavía están ahí!
Y cayó de rodillas, sollozando.
Brady temblaba como una hoja cuando se persignó y dio gracias en silencio, pues ante ellos se alzaban
los fuertes bastiones del fuerte y de dentro del recinto se alzaba una fina espiral de humo que indicaba
el emplazamiento de la cocina. ¡Todo iba bien, entonces, y sus camaradas estaban preparando la cena!
Cruzaron corriendo el claro como si no hubieran cubierto ya en un solo día un territorio hirsuto y
primigenio que bien podría haber requerido dos días a hombres frescos y descansados. Cuando
consideraron que podían oírlos empezaron a gritar de tal manera que al instante unas cabezas se
asomaron a lo alto del parapeto y pronto unos gritos de respuesta se alzaron desde dentro de Fuerte
Dinosaurio. Un momento después tres hombres salieron del recinto y recibieron a los supervivientes y
escucharon la apresurada historia de los once aciagos días que habían transcurrido desde que iniciaron
su expedición a la barrera de acantilados. Oyeron las muertes de Tippet y James y la desaparición del
teniente Bradley, y un nuevo terror se apoderó del fuerte.
Olson, el maquinista irlandés, con Whitely y Wilson constituían los restos de los defensores de Fuerte
Dinosaurio, y narraron a Sinclair y Brady los acontecimientos que habían tenido lugar desde que
Bradley y su grupo se marcharon el 4 de septiembre. Les contaron el infame acto del barón Friedrich
von Schoenvorts y su tripulación alemana, quienes habían robado el U-33, rompiendo su palabra, y
huyendo hacia la abertura subterránea a través de la barrera de acantilados que llevaba las aguas del
mar interior al Océano Pacífico; y contaron también el cobarde bombardeo del fuerte.
Les contaron la desaparición de la señorita La Rué el 11 de septiembre, y la partida de Bowen Tyler en
su busca, acompañado sólo de su terrier airedale, Nobs. Así del grupo original de once aliados y nueve
alemanes que había constituido la compañía del U-33 cuando dejaron aguas inglesas tras la captura del
remolcador inglés, ahora sólo quedaban cinco en Fuerte Dinosaurio. Se sabía que Benson, Tippet,
James, y uno de los alemanes habían muerto. Se suponía que Bradley, Tyler y la muchacha ya habían
sucumbido ante los salvajes habitantes de Caspak, mientras que el destino de los alemanes era
igualmente desconocido, aunque bien podían creer que habrían logrado escapar. Habían tenido tiempo
de sobra para aprovisionar el submarino y el refinamiento del petróleo crudo que habían descubierto al
norte del fuerte podía haberles asegurado un amplio suministro para llevarlos de vuelta a Alemania.

Capítulo II

Cuando Bradley se encargó de la guardia la media noche del 14 de septiembre, sus pensamientos
estaban principalmente ocupados con la alegre idea de que la noche casi había terminado sin ningún
incidente serio y que mañana sin duda regresarían todos a salvo a Fuerte Dinosaurio. Su esperanzado
estado de ánimo se tiñó de pesar al recordar a los dos miembros de su grupo que yacían en la salvaje
jungla y para quienes nunca habría ya una bienvenida a casa.
Ninguna premonición de un mal inminente arrojó sombras sobre sus expectativas del día por venir,
pues Bradley era un hombre que, aunque tomaba todas las precauciones posibles contra el peligro, no
permitía que ningún torvo presagio lastrara su ánimo. Cuando amenazaba el peligro, él estaba
preparado; pero no evitaba el riego eternamente, y por eso cuando a eso de la una de la madrugada oyó
el batir de alas gigantes en el cielo, no se sorprendió ni se asustó sino que se preparó para el ataque que
sabía era de esperar.
El sonido parecía proceder del sur, y poco después, por encima de las copas de los árboles en esa
dirección, Bradley distinguió una forma oscura revoloteando. Bradley era un hombre valiente, pero tan
aguda fue la sensación de repulsión engendrada por la visión y el sonido de aque lla forma oscura e
imposible, que se abstuvo de seguir su instintiva urgencia por disparar contra el intruso nocturno.
Habría sido mucho mejor que hubiera cedido a la insistente demanda de su subconsciente, pero su
obsesión casi fanática por ahorrar munición le jugó ahora a la contra, pues aunque su atención estaba
concentrada en la cosa que revoloteaba ante él y mientras sus oídos se llenaban del batir de sus alas, de
la negra noche apareció tras él otra forma extraña y fantasmal. Con sus enormes alas cerradas en parte
para lanzarse en picado y su túnica blanca aleteando tras su estela, la aparición se abalanzó contra el
inglés.
Tan grande fue la fuerza del impacto cuando la criatura golpeó a Bradley entre los hombros que el
hombre quedó medio aturdido. Perdió el rifle de las manos, y sintió unos espolones como cuchillos
agarrarlo por debajo de los brazos y levantarlo. Y entonces la criatura se elevó rápidamente con él, tan
velozmente que el aire le arrancó la gorra de la cabeza mientras era alzado al cielo negro y el grito de
advertencia a sus compañeros se ahogaba en sus pulmones.
La criatura giró inmediatamente hacia el este y de inmediato fue seguida por su compañero, quien los
sobrevoló una vez y luego se situó detrás. Bradley advirtió ahora la estrategia que la pareja había
utilizado para capturarlo y llegó a la conclusión de que estaba en poder de seres inteligentes, parientes
cercanos de la raza humana, aunque no lo fueran de hecho.
Su experiencia pasada le sugirió que las grandes alas eran parte de algún ingenioso artilugio mecánico,
pues las limitaciones de la mente humana, que siempre se niegan a aceptar lo que está más allá de su
propia experiencia, no le permitían albergar la idea de que las criaturas pudieran tener alas naturales y
ser al mismo tiempo de origen humano. Desde su posición Bradley no podía ver las alas de su captor,
ni en la oscuridad había podido examinar de cerca las de la segunda criatura cuando revoloteó ante él.
Prestó atención por si oía el zumbido de un motor o algún otro sonido delator que demostrara lo
acertado de su teoría. Sin embargo, no captó más que el constante aleteo.
Poco después, muy por debajo y por delante, vio las aguas del mar interior, y un momento más tarde
se encontró sobre ellas. Entonces su captor hizo algo que demostró a Bradley sin ninguna duda que
estaba en manos de seres humanos que habían diseñado un plan casi perfecto para duplicar,
mecánicamente, las alas de un ave: la criatura le habló a su compañero en un lenguaje que Bradley
comprendía en parte, ya que reconoció palabras que había aprendido de las salvajes razas de Caspak.
A partir de esto juzgó que eran humanos, y al ser humanos, supo que no podían tener alas naturales...
¿pues quién había visto jamás a un ser humano adornado así? Por tanto, sus alas debían ser mecánicas.
Así razonaba Bradley, como razonaríamos la mayoría de nosotros, no según lo que podría ser posible,
sino según lo que cae dentro del alcance de nuestra experiencia.
Lo que les oyó decir fue que tras haber cubierto la mitad de la distancia, podían pasar la carga de uno a
otro. Bradley se preguntó cómo iban a realizar el intercambio. Sabía que aquellas gigantescas alas no
permitirían que las criaturas se acercaran lo suficiente para efectuar el traspaso de esa manera, pero
pronto descubrió que tenían otros medios para hacerlo.
Sintió que la cosa que lo llevaba se elevaba aún más, y bajo él atisbo momentáneamente la segunda
figura vestida de blanco. Entonces la criatura de arriba trinó una llamada, que fue respondida desde
abajo, y al instante Bradley sintió que los espolones lo soltaban. Jadeando en busca de aliento, cayó a
través del espacio.
Durante un aterrador instante, preñado de horror, Bradley cayó. Entonces algo lo agarró por detrás,
otro par de espolones lo sujetaron por debajo de los brazos, su caída fue refrenada y, cuando ya estaba
cerca de la superficie del mar, volvió a elevarse. Igual que un halcón se lanza a capturar un pajarillo,
este gran pájaro humano se abalanzó hacia Bradley. Fue una experiencia aterradora, pero breve, y una
vez más el cautivo fue transportado rápidamente hacia el este y hacia un destino que no podía
imaginar siquiera.
Inmediatamente después de este traspaso en el aire, Bradley distinguió la forma oscura de una gran
isla por delante, y poco después advirtió que éste debía ser el destino de sus captores. No se equivocó.
Tres cuartos de hora después de su secuestro, sus captores se posaron suavemente en tierra, en la
ciudad más extraña que el ojo humano haya visto jamás. Bradley apenas pudo ver un leve atisbo de lo
que le rodeaba antes de que lo empujaran al interior de uno de los edificios, pero en aquella ojeada
momentánea vio extraños montones de piedra y madera y lodo que ciaban forma a edificios de todo
tipo de tamaño y estructura, a veces apilados unos encima de otros, a veces alzándose solos en patios
abiertos, pero normalmente juntos y apretujados, de modo que no había calles ni callejones entre ellos,
más que unos pocos que terminaban casi donde empezaban. Las puertas principales parecían estar en
los techos, y fue a través de una de ellas por las que Bradley fue introducido en el oscuro interior de
una habitación de techo bajo. Aquí, lo empujaron bruscamente hacia un rincón donde tropezó con una
gruesa estera, y allí lo dejaron sus captores. Los oyó moverse en la oscuridad durante un momento, y
varias veces vio brillar sus ojos luminosos. Finalmente, desaparecieron y reinó el silencio, roto tan
sólo por una respiración que indicó al inglés que dormían en algún lugar del mismo apartamento.
Ahora quedó claro que la estera del suelo era para dormir y que el empujón que le habían dado era una
ruda invitación al reposo. Después de comprobar su estado y asegurarse que aún tenía su pistola y
munición, algunas cerillas, un poco de tabaco, una cantimplora llena de agua y una navaja de afeitar,
Bradley se acomodó en la estera y pronto se quedó dormido, sabiendo que intentar huir en la oscuridad
sin conocer sus inmediaciones estaría condenado al fracaso.
Cuando despertó era de día, y lo que vieron sus ojos le hizo frotárselos una y otra vez para asegurarse
de que los tenía en verdad abiertos y que no estaba soñando. Una amplia lanzada de luz entraba por la
puerta abierta del techo de la habitación, que tenía unos diez metros cuadrados, más o menos, pues era
de forma irregular, con un lado curvado hacia afuera, otro se combaba hacia adentro por lo que podría
ser la esquina de otro edificio anexo, otra mostraba los tres lados de un octágono, mientras que la
cuarta pared era de contorno serpentino. Dos ventanas dejaban entrar más luz, mientras que las puertas
evidentemente daban paso a otras habitaciones. Las paredes estaban parcialmente cubiertas con finas
franjas de madera, hermosamente encajadas y terminadas, pulidas en parte y el resto cubiertas con un
fino paño tejido. Había figuras de reptiles y bestias pintadas sin seguir ningún plan uniforme por las
paredes. Un rasgo sorprendente de la decoración consistía en varias columnas situadas en las paredes
sin seguir ningún intervalo regular, cuyos capiteles mostraban un cráneo humano que tocaba el techo,
pero Bradley no sabía si se trataba del sombrío recuerdo de parientes muertos o de algún horrible rito
tribal.
Sin embargo, no fue nada de esto lo que le llenó de asombro. No, fueron las figuras de las dos
criaturas que lo habían capturado y lo habían traído aquí. En un extremo de la habitación había una
recia vara de unas dos pulgadas de diámetro que corría horizontalmente de pared a pared, a unos dos
metros del suelo, sus extremos fijos en dos de las columnas. Colgando de las rodillas de este asidero,
las cabezas hacia abajo y los cuerpos envueltos en sus grandes alas, dormían las criaturas de la noche
anterior... como dos grandes y horribles murciélagos.
Mientras Bradley las contemplaba con asombro, vio claramente que toda su inteligencia, todo su
conocimiento adquirido a través de años de observación y experiencia no valían nada ante la sencilla
evidencia que se presentaba ante sus ojos: las alas de las criaturas no eran aparatos mecánicos, sino
apéndices naturales, como sus brazos y sus piernas, que crecían a partir de sus omóplatos. También
vio que, a excepción de las alas, la pareja tenía un gran parecido a los seres humanos, aunque creados
en un molde más grotesco.
Mientras los contemplaba, uno de ellos despertó, separó las alas para liberar los brazos que tenía
cruzados sobre el pecho, colocó las manos en el suelo, soltó los pies y se irguió. Durante un instante
extendió lentamente sus grandes alas, parpadeando solemne sus grandes ojos redondos. Entonces su
mirada se posó sobre Bradley. Los finos labios se replegaron para mostrar unos dientes amarillos, con
una mueca horrible. No podía considerarse una sonrisa, y el inglés no pudo imaginar qué emoción
registraban. Ninguna emoción alteró la fija mirada de aquellos ojos grandes y redondos; no había color
ninguno en las mejillas hundidas y pálidas. Era la mueca de una calavera, como si un hombre muerto
hacía mucho tiempo hubiera alzado de la tumba su cráneo cubierto de pellejo reseco. La criatura tenía
la altura de un hombre medio, pero parecía mucho más alto por el hecho de que las articulaciones de
sus largas alas se alzaban más de un palmo sobre su cabeza sin pelo. Los brazos desnudos eran largos
y nudosos, y terminaban en manos fuertes y huesudas con dedos como garras, casi parecidos a
espolones. La túnica blanca se abría por delante, revelando piernas huesudas y el hecho de que la
criatura no llevaba otro atuendo sino aquel, que era de fina tela tejida. De la cabeza a los pies las
porciones del cuerpo que quedaban al descubierto carecían por completo de pelo, y al advertir esto,
Bradley notó también por primera vez que gran parte de la aparente falta de expresión de la criatura se
debía a que no tenía pestañas ni cejas. Las orejas eran pequeñas y aplastadas contra el cráneo, que era
redondeado, aunque la cara era plana. La criatura tenía pies pequeños, hermosamente arqueados y
gruesos, pero tan alejados de los demás atributos físicos que poseía que parecían ridículos.
Después de observar a Bradley durante un momento, la criatura se le acercó.
–¿De dónde eres? –preguntó.
–De Inglaterra –respondió Bradley, con la misma brevedad.
–¿Dónde está Inglaterra y qué? –continuó el interrogador.
–Es un país lejos de aquí –contestó el inglés.
–¿Es tu gente cor-sva-jo o cos-ata-lu?
–No te comprendo –dijo Bradley–. Y ahora supongamos que tú contestas a unas cuantas preguntas.
¿Quién sois? ¿Qué país es éste? ¿Por qué me habéis traído aquí?
De nuevo aquella mueca sepulcral.
–Somos wieroo. Luata es nuestro padre. Caspak es nuestro. Este, nuestro país, se llama Oo-oh. Te
trajimos aquí para que El Que Habla Por Luata te mire e interrogue. Querrá saber de dónde vienes y
por qué, pero sobre todo si eres cos-ata-lu.
–Y si no soy eos... como se diga, ¿qué?
El wieroo alzó las alas con un gesto muy humano, como de encogerse de hombros, y señaló con sus
garras huesudas los cráneos humanos que sostenían el techo. Su gesto fue elocuente, pero lo
embelleció argumentando:
–Y posiblemente sí lo eres.
–Tengo hambre –replicó Bradley.
El wieroo le señaló una de las puertas, que abrió, permitiendo que Bradley pasara a otro tejado en un
nivel inferior al que habían aterrizado la noche anterior. A la luz del día la ciudad parecía aún más
notable que a la luz de la luna, aunque menos extraña e irreal. Las casas de todas las formas y tamaños
estaban apiladas como un niño podría apilar bloques de diversas formas y colores. Ahora vio que
había lo que podían ser considerados callejones o callejas, pero que se extendían en sorprendentes
giros y vueltas, sin llegar jamás a un destino, terminando siempre en una pared sin salida donde algún
wieroo había construido una casa.
En cada casa había una fina columna sosteniendo un cráneo humano. A veces las columnas estaban en
un rincón del techo, a veces en otro, o se alzaban en el centro o cerca del centro, y las columnas eran
de alturas diversas, desde la altura de un hombre hasta las que se elevaban seis metros por encima de
sus techos. Los cráneos, por norma, estaban pintados de azul o blanco, o de una combinación de
ambos colores. Los más efectivos estaban pintados de azul con los dientes blancos y las cuencas de los
ojos veteadas de blanco.
Había otros cráneos, miles de ellos, decenas, centenas de millares. Cubrían los tejados de cada casa,
adornaban las paredes exteriores y no muy lejos de donde se encontraba Bradley se alzaba una torre
redonda construida enteramente con cráneos humanos. Y la ciudad se extendía en cada dirección hasta
donde alcanzaba la vista del inglés.
A su alrededor los wieroo se movían por los tejados y revoloteaban por el aire. El triste sonido del
batir de sus alas subía y caía como un solemne canto fúnebre. La mayoría iban vestidos todos de
blanco, igual que los que le habían capturado, pero otros tenían marcas de rojo o azul o amarillo en la
parte delantera de sus túnicas.
Su guía señaló una puerta en una calleja bajo ellos. –Ve allí y come –ordenó–, y luego vuelve. No
puedes escapar. Si alguien te pregunta, di que perteneces a Fosh-bal-soj. Ese es el camino. Y señaló la
parte superior de una escala que sobresalía de los aleros del tejado cercano. Luego se volvió y entró de
nuevo en la casa.
Bradley miró a su alrededor. No, no podía escapar, eso parecía evidente. La ciudad parecía
interminable, y más allá de la ciudad, si no una jungla salvaje llena de bestias, estaba el mar interno
infestado de horribles monstruos. No era extraño que sus captores se sintieran a salvo dejándolo suelto
en Oo-oh. Se preguntó si ese era el nombre del país o de la ciudad y si había otras ciudades como ésta
en la isla.
Lentamente bajó por la escala hasta el callejón aparentemente desierto, que estaba pavimentado con lo
que parecían ser grandes y redondos adoquines. Miró de nuevo el liso y gastado pavimento, y una
mueca de tristeza cruzó sus rasgos: el callejón estaba pavimentado con cráneos.
–La Ciudad de los Cráneos Humanos –murmuró Bradley–. Deben de haber estado coleccionándolos
desde los tiempos de Adán –pensó, y entonces cruzó la calle y entró en el edificio a través de la puerta
que le habían indicado.
Dentro encontró una gran sala donde había muchos wieroos sentados ante pedestales cuya parte
superior estaba hueca, de manera que parecían los bebederos corrientes para pájaros y abrevaderos que
se encuentran en los campos. Un asiento sobresalía de cada uno de los cuatro lados del pedestal,
apenas una tabla plana que corría en diagonal desde su extremo externo hasta la base.
Cuando Bradley entró, algunos de los wieroos lo espiaron, y emitieron un extraño quejido. Bradley no
sabía si era un saludo o una amenaza. De repente, de un oscuro hueco otro wieroo se abalanzó hacia él.
–¿Quién eres? –chilló–. ¿Qué quieres?
–Fosh-bal-soj me envió aquí a comer –replicó Bradley.
–¿Perteneces a Fosh-bal-soj? –preguntó el otro.
–Parece que eso es lo que cree –respondió el inglés.
–¿Eres cos-ata-lu? –demandó el wieroo.
–Dame algo de comer y seré todo eso –replicó Bradley.
El wieroo pareció sorprendido.
–Siéntate aquí, jaal-lu –ordenó, y Bradley se sentó sin saber que lo había insultado llamándolo
hombre-hiena, una apelación despectiva en Caspak. El wieroo se sentó en un pedestal a su lado, y
mientras Bradley esperaba, miró a su alrededor y al wieroo. Vio que en cada abrevadero había una
cantidad de comida, y que cada wieroo iba armado con un pincho de madera, afilado por un extremo,
con el que se llevaban a la boca sólidas porciones de comida. En el otro extremo del pincho había una
pequeña concha de almeja que se utilizaba para recoger las porciones más pequeñas y blandas de la
comida de la que los cuatro ocupantes de cada mesa picoteaban imparcialmente. Los wieroo se
inclinaban sobre su comida, comiéndola rápidamente y con mucho ruido, y tan grande era su prisa que
una parte de cada bocado caía siempre en el plato común. Y cuando se atragantaban, debido a la
rapidez con la que trataban de engullir, a menudo la perdían toda. Bradley se alegró de tener un
pedestal para él solo.
Pronto el dueño del lugar regresó con un cuenco de madera lleno de comida. Lo vació en el
«abrevadero» de Bradley. El inglés se alegró de no poder ver el oscuro rincón ni saber cuáles eran los
ingredientes de lo que tenía delante, pues tenía mucha hambre.
Después del primer bocado se preocupó aún menos por investigar los antecedentes del plato, pues lo
encontró particularmente sabroso. Parecía ser una combinación de carne, frutas, verduras, peces
pequeños y otros alimentos indistinguibles, todos sazonados para producir un efecto gastronómico que
era a la vez sorprendente y delicioso.
Cuando terminó, su abrevadero estaba vacío, y entonces empezó a preguntarse quién iba a pagar su
comida. Mientras esperaba a que regresara el propietario, examinó el plato que había comido y el
pedestal donde descansaba. La fuente era de piedra gastada por el uso, los cuatro bordes exteriores
ahuecados y pulidos por el contacto de incontables cuerpos wieroo que se habían apoyado contra ellos
durante quién sabe cuánto tiempo. Todo en el lugar transmitía la impresión de edad. Los pedestales
tallados estaban negros por el uso, los asientos de madera estaban huecos por el desgaste, el suelo de
planchas de piedra estaba pulido por el contacto de millones de pies descalzos y gastado en los pasillos
entre los pedestales, de modo que éstos se alzaban en pequeños montículos de piedra a varias pulgadas
por encima del nivel general del suelo.
Finalmente, al ver que nadie venía a cobrar, Bradley se levantó y se dirigió a la puerta. Había cubierto
la mitad de la distancia cuando oyó la voz del dueño llamándolo.
–Vuelve, jaal-lu –gritó el wieroo; y Bradley hizo lo que le ordenaban.
Mientras se acercaba a la criatura que se encontraba tras un gran pedestal de encimera plana junto al
hueco, vio sobre la lisa superficie algo que casi le hizo jadear de asombro: era algo simple y corriente,
o lo habría sido en cualquier otra parte del mundo menos en Caspak. ¡Un trozo de papel!
¡Y en él, con buena letra compacta, había muchos extraños jeroglíficos! Estas notables criaturas,
entonces, dominaban la escritura además del lenguaje oral y aparte del arte de tejer ropas poseían el de
fabricar papel. ¿Podría ser que estas grotescas criaturas representaran la cultura superior de la raza
humana dentro de las fronteras de Caspak? ¿Había producido la selección natural durante las
incontables eras de la evolución caspakiana una monstruosidad alada que representaba el cénit
terrestre de la evolución del hombre?
Bradley había advertido algunas de las indicaciones obvias de una evolución gradual de simio a
hombre-lanza que se ejemplificaban en las varias razas de ala-lus, hombres-maza y hombres-hacha
que formaban los eslabones entre los dos extremos con los que había entrado en contacto. Había oído
hablar de kro-lus y galus (supuestamente los más altos en el plano de la evolución) y ahora veía
indisputables evidencias de una raza que poseía refinamientos de una civilización adelantada eones a
la de los hombres-lanza. Las conjeturas despertadas por una consideración momentánea de las
posibilidades implicadas se volvieron de inmediato tan extrañamente retorcidas como las insanas
ensoñaciones de un drogadicto.
Mientras estos pensamientos corrían por su mente, el wieroo tendió una pluma de hueso clavada a un
receptáculo de madera y al mismo tiempo hizo un gesto indicando que Bradley tenía que escribir sobre
el papel. Era difícil juzgar por los rasgos inexpresivos del wieroo qué estaba pasando por la mente de
la criatura, pero Bradley no pudo dejar de sentir que le dirigía una mirada de desprecio, como
diciendo, «Naturalmente, no sabes escribir, pobre y baja criatura; pero puedes dejar tu marca».
Bradley cogió la pluma y con letra clara escribió:
«John Bradley, inglés».
El wieroo dio muestras de consternación cuando cogió el papel y examinó lo escrito con claros
indicios de incredulidad y sorpresa. Naturalmente, no podía entender los extraños caracteres, pero
evidentemente los aceptó como prueba de que Bradley poseía conocimiento de un lenguaje escrito
propio, pues detrás de la entrada del inglés incluyó unos cuantos caracteres propios.
–Vendrás aquí de nuevo antes de que Lua esconda su cara tras el gran acantilado –anunció la criatura–,
a menos que antes seas llamado por El Que Habla Por Luata, en cuyo caso no tendrás que comer más.
«Muy tranquilizador», pensó Bradley mientras se daba la vuelta y salía del edificio.
En el exterior había varios de los wieroos que habían estado comiendo en los pedestales.
Inmediatamente lo rodearon, haciendo todo tipo de preguntas, tirando de sus ropas, su cinturón de
municiones y su pistola. Esta conducta era completamente distinta a la que habían mostrado en el
lugar de comidas, y Bradley todavía tenía que aprender que una casa de comida era un santuario para
él, pues las rígidas leyes de los wieroos prohibían altercados dentro de sus paredes. Ahora se
mostraban bruscos y bravucones, y con las alas medio desplegadas revoloteaban sobre él con actitudes
amenazantes, bloqueándole el paso hasta la escala que llevaba al techo del que había descendido. Pero
el inglés no era de los que soportan mucho tiempo las interferencias. Al principio intentó abrirse paso
entre ellos, y cuando uno lo agarró por el brazo y lo sacudió, Bradley se volvió hacia la criatura y con
un fuerte puñetazo en la barbilla lo derribó al suelo.
Al instante reinó el caos. Se alzaron fuertes gritos, las grandes alas se abrieron y cerraron con un fuerte
batir y muchas manos como garras se extendieron para agarrarlo. Bradley golpeó a diestra y siniestra.
No se atrevió a utilizar la pistola por miedo a que en cuanto descubrieran su poder lo derrotaran por su
número y le quitaran lo que consideraba su as en la manga, algo que había que reservar hasta el último
momento, cuando mejor pudiera usarlo para escapar, pues el inglés ya estaba planeando, aunque sin
esperanza, tal huida.
Unos cuantos golpes convencieron a Bradley que los wieroos eran unos cobardes y que no llevaban
armas, ya que después de dos o tres cayeran bajo sus puños los otros formaron un círculo a su
alrededor, pero a distancia segura, y se contentaron con amenazar e insultar, mientras que aquellos que
habían caído al suelo no intentaban levantarse y gemían y chillaban en un lúgubre coro.
Bradley avanzó otra vez hacia la escala, y esta vez el círculo se abrió para dejarle paso; pero en cuanto
ascendió unos pocos peldaños lo agarraron por un pie e intentaron arrastrarlo. Con una rápida mirada
hacia atrás el inglés, aferrado firmemente a la escala con ambas manos, descargó su pie libre con toda
la fuerza de su poderosa pierna, plantando un pesado zapato en la cara plana del wieroo que lo había
agarrado. Chillando horriblemente, la criatura se llevó ambas manos al rostro y se desplomó en el
suelo mientras Bradley escalaba rápidamente la distancia que lo separaba del techo, aunque en cuanto
llegó a lo alto de la escala un gran batir de alas le advirtió que los wieroos lo perseguían. Un momento
después revolotearon sobre su cabeza mientras corría hacia el apartamento donde había pasado las
primeras horas de la mañana tras su llegada.
La distancia desde lo alto de la escala hasta la puerta era corta, y Bradley casi había alcanzado su
objetivo cuando la puerta se abrió de golpe y Fosh-bal-soj salió de ella. Inmediatamente los wieroos
que le perseguían exigieron que castigara al jaal-lu que de manera tan agraviante los había maltratado.
Fosh-bal-soj escuchó sus quejas y luego, con un súbito movimiento de su mano derecha agarró a
Bradley por el cuello y lo arrojó por la puerta al suelo de la cámara.
Tan repentino fue el ataque y tan sorprendente la fuerza del wieroo que el inglés quedó completamente
desprevenido. Cuando se levantó, la puerta estaba cerrada, y Fosh-bal-soj se alzaba sobre él, su
horrible rostro convulsionado en una expresión de ira y odio.
–¡Hiena, serpiente lagarto! –gritó–. ¿Cómo te atreves a poner tus viles y sucias manos sobre los más
bajos de los wieroos, los sagrados elegidos de Luata?
Bradley se enfureció, y por eso habló con voz muy baja y tranquila mientras una media sonrisa
asomaba a sus labios, pero sus fríos ojos grises no sonreían.
–Por lo que me acabas de hacer –dijo–, voy a matarte.
Y mientras hablaba se abalanzó hacia la garganta de Fosh-bal-soj. El otro wieroo que había estado
durmiendo cuando Bradley dejó la cámara se había marchado, y los dos se encontraban solos. Fosh-
bal-soj no mostró la misma cobardía de los que habían atacado a Bradley en el callejón, pero eso pudo
deberse al hecho de que tuvo poca oportunidad, pues Bradley lo agarró por la garganta antes de que
pudiera murmurar un grito y con la mano derecha lo golpeó repetidas veces en la cara y sobre el
corazón: golpes feos y aplastantes, de los que dejan fuera de combate a un hombre rápidamente.
Pero Fosh-bal-soj no estaba dispuesto a morir de manera pasiva. Arañó y golpeó a Bradley mientras
con sus grandes alas intentaba protegerse de la implacable lluvia de golpes, buscando al mismo tiempo
agarrar la garganta de su antagonista. Consiguió derribar al inglés, y los dos cayeron pesadamente al
suelo, Bradley debajo, y en el mismo instante el wieroo cerró sus espolones sobre la laringe del
hombre.
Fosh-bal-soj poseía una fuerza enorme y luchaba por su vida. El inglés pronto advirtió que la batalla se
volvía en su contra. Sus pulmones buscaban dolorosamente aire mientras empuñaba la pistola. Con
dificultad, la sacó de su funda, e incluso entonces, con la muerte mirándolo a la cara, pensó en su
precaria munición. «No puedo desperdiciarla», pensó, y rodeando con los dedos el cañón alzó el arma
y descargó un golpe terrible entre los ojos de Fosh-bal-soj. Al instante los dedos como garras soltaron
su presa, y la criatura cayó flácida al suelo junto a Bradley, quien permaneció durante varios minutos
jadeando dolorosamente mientras intentaba recuperar la respiración.
Cuando pudo hacerlo, se levantó, y se inclinó sobre el wieroo, que yacía silencioso e inmóvil, las alas
desparramadas y flácidas y los grandes ojos redondos contemplando ciegos el techo. Un breve examen
convenció a Bradley de que la criatura estaba muerta, y con la convicción vino una abrumadora
sensación de los peligros que ahora debían acecharlo; ¿pero cómo iba a escapar?
Su primera idea fue buscar algún medio para ocultar la prueba de su acción y luego intentar escapar.
Se acercó a la segunda puerta y la abrió con cuidado y se asomó a lo que parecía ser un almacén.
Estaba cubierto de telas como la que los wieroos usaban para sus túnicas, y había varios cofres
pintados de azul y blanco, con jeroglíficos blancos pintados con afilados trazos sobre el azul y
jeroglíficos azules sobre el blanco. En un rincón había una pila de cráneos humanos que llegaba casi
hasta el techo, y en otro un puñado de alas secas de wieroo. La cámara tenía forma irregular, como la
otra, pero había una ventana y una segunda puerta en el otro extremo, aunque carecía de salida por el
techo y, lo más importante de todo, no había ninguna criatura dentro.
Lo más rápidamente que pudo, Bradley arrastró al wieroo muerto a través de la puerta y la cerró; luego
buscó un sitio para ocultar el cadáver. Uno de los cofres era lo bastante grande para contener el cuerpo
si le doblaba las rodillas, y con esta idea a la vista Bradley se acercó a abrirlo. La tapa constaba de dos
piezas, cada una con bisagras en un extremo opuesto del cofre, uniéndose en el centro. No había
cerradura. Bradley alzó una mitad y miró dentro.
–¡Por Júpiter! –exclamó para sus adentros, y se asomó a examinar el contenido. El cofre estaba medio
lleno de abalorios de oro. Parecía haber brazaletes, tobilleras y broches de oro virgen.
Advirtiendo que no había espacio en el cofre para el cadáver del wieroo, Bradley se dispuso a buscar
otro medio para ocultar la prueba de su crimen. Había un espacio entre los cofres y la pared, y ahí
metió el cadáver, apilando las túnicas abandonadas hasta que quedó completamente oculto a la vista.
¿Pero cómo iba a lograr escapar a plena luz del día?
Caminó hasta la puerta situada en el otro extremo del apartamento y cautelosamente la abrió un
poquito. Ante él y a unos dos palmos de distancia se alzaba la pared de otro edificio. Bradley abrió la
puerta un poco más y miró en ambas direcciones. No había nadie a la vista a la izquierda durante una
considerable expansión de tejados, y a la derecha otro edificio cortaba su visión a unos seis metros.
Tras salir, giró a la derecha y tras unos pocos pasos encontró un estrecho pasadizo entre dos edificios.
Entró en él y había recorrido la mitad cuando vio que un wieroo aparecía en el extremo opuesto y se
detenía. La criatura no miraba pasadizo abajo, pero en cualquier momento volvería los ojos hacia él, y
entonces lo descubriría inmediatamente.
A la izquierda de Bradley había un hueco triangular en la pared de una de las casas, y allí se escabulló,
para ocultarse a la vista del wieroo. Junto a él había una puerta pintada de un vivo color amarillo y
construida con el mismo estilo que las otras puertas wieroo que había visto, es decir, compuesta por
incontables tiras de madera de cuatro a seis pulgadas de grosor colocadas en grupos de la misma
anchura; las tiras de los grupos adyacentes nunca corrían en la misma dirección. El resultado tenía
cierto parecido a una enloquecida colcha tramada, impresión que quedó aumentada cuando, como en
una de las puertas que había visto, comprobó que los parches continuos estaban pintados de diferentes
colores. Las tiras parecían haber sido unidas entre sí y luego al entramado de la puerta con tripa o fibra
y luego habían sido pegadas, y después se había aplicado una gruesa capa de pintura. Un borde de la
puerta estaba formado por una vara redonda y recta de unas dos pulgadas de diámetro que sobresalía
arriba y abajo, las proyecciones encajaban en el dintel y el umbral formando el eje sobre el que giraba
la puerta. Un disco excéntrico en la cara interior de la puerta producía una muesca en el marco cuando
se deseaba asegurar la puerta contra los intrusos.
Mientras Bradley se aplastaba contra la pared esperando a que el wieroo continuara su camino, oyó las
alas de la criatura rozando contra los lados de los edificios mientras avanzaba en su dirección por el
estrecho pasadizo. Como la puerta amarilla ofrecía el único medio para escapar sin ser detectado, el
inglés decidió arriesgarse, no importaba lo que pudiera encontrar dentro, y así, tras empujarla
atrevidamente, cruzó el umbral y entró en un pequeño apartamento.
Al hacerlo, oyó una apagada exclamación de sorpresa, y al volver los ojos en la dirección de donde
había procedido el sonido, contempló a una muchacha de ojos espantados que se apretujaba contra la
pared opuesta, con una expresión de incredulidad en el rostro. De una mirada Bradley vio que no
pertenecía a ninguna raza de humanos con los que hubiera contactado desde su llegada a Caprona: no
había ningún rastro en su forma ni en sus rasgos de ningún parentesco con las órdenes inferiores de
hombres, ni iba ataviada como ellos... o, más bien, no carecía de atuendo como la mayoría de ellos.
Una suave piel caía de su hombro hasta justo por debajo de su cadera izquierda a un lado y casi hasta
la rodilla derecha en el otro, un cinturón suelto le rodeaba la cintura, y adornos de oro como los que
había visto en el cofre azul y blanco adornaban sus brazos y piernas, mientras que una tiara de oro con
una diadema triangular sujetaba su tupido pelo sobre su frente. Su piel era blanca, como de haber
estado largamente confinada, pero era clara y fina. Su figura, a pesar de estar parcialmente oculta por
la suave piel de ciervo, era todo curvas de simetría y juvenil gracia, mientras que sus rasgos podían
haber sido fácilmente la envidia de las más reputadas bellezas continentales.
Si la muchacha se asombró por la súbita aparición de Bradley, éste quedó absolutamente anonadado al
descubrir a una criatura tan maravillosa entre los horribles habitantes de la Ciudad de los Cráneos
Humanos. Durante un instante ambos se miraron el uno al otro con clara consternación, y entonces
Bradley habló, usando lo mejor posible su pobre capacidad en la lengua común de Caspak.
–¿Quién eres y de dónde vienes? –preguntó–. No me digas que eres una wieroo.
–No –replicó ella–. No soy una wieroo –y se estremeció un poco al pronunciar la palabra–. Soy una
galu; ¿pero quién y qué eres tú? Por tus ropas, estoy segura de que no eres ningún galu, pero eres
como los galus en otros aspectos. Sé que no eres de esta horrible ciudad, pues llevo aquí casi diez
lunas, y nunca he visto traer a un macho galu antes, ni hay otros prisioneros como tú y yo en la tierra
de Oo-oh, y esos son todas hembras. ¿Eres un prisionero, entonces?
Él le resumió rápidamente quién y qué era, aunque dudó que ella lo entendiera, y por ella se enteró de
que llevaba allí prisionera muchos meses; pero no pudo descubrir para qué propósito, ya que en mitad
de la conversación la puerta amarilla se abrió de golpe y entró un wieroo con una túnica veteada de
amarillo.
Al ver a Bradley, la criatura se enfureció.
–¿De dónde sale este reptil? –le exigió a la muchacha–. ¿Cuánto tiempo lleva aquí contigo?
–Acabo de entrar por la puerta antes que tú –respondió Bradley por la muchacha.
El wieroo pareció aliviado.
–Es bueno para la muchacha que así sea, pero ahora tú tendrás que morir –dijo, y dirigiéndose a la
puerta la criatura alzó la voz y emitió uno de aquellos alaridos extraños.
El inglés miró a la muchacha.
–¿Lo mato? –preguntó, alzando la pistola–. ¿Qué es lo mejor que puedo hacer? No quiero ponerte en
peligro.
El wieroo retrocedió hacia la puerta.
–¡Sucio! –gritó–. ¿Te atreves a amenazar a uno de los sagrados elegidos de Luata?
–No lo mates –gimió la muchacha–, pues entonces no podría haber ninguna esperanza para ti. Que
estés aquí, vivo, demuestra que tal vez no pretenden matarte, y por eso hay una oportunidad para ti si
no los enfureces; pero tócalo con violencia y tu cráneo reseco adornará los pedestales más altos de Oo-
oh.
–¿Y qué pasará contigo? –preguntó Bradley.
–Yo ya estoy condenada –replicó la muchacha–. Soy cos-ata-lo.
¡Cos-ata-lo! ¡Cos-ata-lu! ¿Qué significaban esas frase que tanto las repetían los habitantes de Oo-oh?
Lu y lo, Bradley lo sabía, significaban hombre y mujer; ata se empleaba para indicar vida, huevos,
jóvenes, reproducción y parientes; eos era un negativo, pero la combinación de las palabras carecía de
sentido para el europeo.
–¿Quieres decir que van a matarte? –preguntó Bradley.
–Ojalá lo hicieran –respondió la muchacha–. Mi destino será peor que la muerte, dentro de unas
cuantas noches más, con la llegada de la luna nueva.
–¡Pobre ella-serpiente! –exclamó el wieroo–. Vas a ser sagrada sobre todas las demás ellas. El Que
Habla Por Luata te ha elegido para él. Hoy irás a su templo –el wieroo usó una frase que significaba
literalmente Lugar Alto–, donde recibirás las sagradas órdenes.
–Ah –suspiró ella–, ¡si pudiera volver a ver mi amado país una vez más!
El hombre se colocó a su lado antes de que el wieroo pudiera interponerse y en voz baja le preguntó si
no había ningún modo de conseguir que huyera. Ella negó con la cabeza tristemente.
–Aunque escapáramos de la ciudad –replicó–, está la gran agua entre la isla de Oo-oh y la costa galu.
–¿Y qué hay más allá de la ciudad, si pudiéramos salir de ella? –insistió Bradley.
–Sólo puedo suponer por lo que he oído desde que me trajeron aquí –respondió ella–; pero por algunas
observaciones e informes al azar deduzco que tiene que ser una tierra hermosa donde apenas hay
bestias salvajes y ningún hombre, pues sólo los wieroos viven en esta isla y habi tan siempre en
ciudades, de las que hay tres, siendo ésta la más grande. Las otras están en el otro extremo de la isla,
que tiene unas tres marchas de un extremo a otro, y una marcha en su punto más ancho.
Por su propia experiencia y por lo que los nativos de tierra firme le habían dicho, Bradley sabía que
quince kilómetros era un buen día de marcha en Caspak, debido al hecho de que en la mayoría de los
sitios no había senderos en la jungla y en todo momento los viajeros eran atacados por horribles
bestias y reptiles que impedían siempre el avance rápido.
Los dos habían hablado velozmente pero ahora fueron interrumpidos por la llegada de varios wieroos,
que acudían en respuesta a la alarma del de la túnica de franjas amarillas.
–Este jaal-lu –gritó el ofendido–, me ha amenazado. Quitadle el hacha y llevadlo a un sitio donde no
pueda causar ningún daño hasta que El Que Habla Por Luata haya dicho qué hay que hacer con él. Es
una de esas extrañas criaturas que Fosh-bal-soj descubrió primero en el país de los band-lu y siguió
hacia el principio. El Que Habla Por Luata envió a Fosh-bal-soj a capturar a una de esas criaturas, y
aquí está. Es de esperar que sea de otro mundo y posea el secreto de los cos-ata-lus.
Los wieroos se acercaron atrevidamente a quitarle a Bradley su «hacha», la pistola que colgaba de su
funda en la cadera del inglés y que el líder había señalado, pero el primero cayó dando tumbos contra
los demás por el golpe en la barbilla que Bradley le propinó, seguido de un empujón, pues tenía la
intención de despejar la habitación en tiempo record; pero no lo habría conseguido sin la abertura en el
techo. Dos wieroos habían caído y se había producido un gran alboroto de gritos y quejidos cuando
llegaron refuerzos desde arriba.
Bradley no los vio, pero la muchacha sí, y aunque gritó una advertencia, fue demasiado tarde para que
Bradley esquivara a un gran wieroo que se abalanzó contra él, golpeándolo entre los hombros y
derribándolo al suelo. Al instante, una docena más se precipitó contra él. Le arrancaron la pistola de la
funda y la superioridad numérica pudo con él.
A una palabra del wieroo de la túnica amarilla, que evidentemente era una persona de autoridad, uno
de ellos se marchó y regresó poco después con cuerdas de fibra con las que ataron fuertemente a
Bradley.
–Ahora llevadlo al Lugar Azul de los Siete Cráneos –indicó el jefe wieroo–, y que uno le lleve la
noticia de lo que ha pasado a El Que Habla Por Luata.
Las criaturas alzaron una mano, el dorso contra sus caras, como en gesto de saludo. Uno de ellos
agarró a Bradley y se lo llevó por la puerta amarilla al techo, donde abrió sus anchas alas y cruzó los
tejados de Oo-oh con su pesada carga sujeta entre sus largos espolones.
Bradley pudo ver debajo la ciudad extendiéndose en todas direcciones. No era tan grande como había
imaginado, aunque calculó que debía tener al menos cinco kilómetros cuadrados. Las casas estaban
apiladas en montones indescriptibles, a veces hasta una altura de treinta metros. Las calles y callejas
eran cortas y retorcidas y había muchas zonas donde los edificios estaban tan apretujados que la luz no
podía alcanzar los niveles inferiores, pues toda la superficie del terreno estaba cubierta de ellos.
Los colores eran variados y sorprendentes, la arquitectura sorprendente. Muchos tejados tenían forma
de taza o de platillo con un pequeño agujero en el centro, como si hubieran sido construidos para
recolectar agua de lluvia que fuera conducida a una reserva debajo; pero casi todos los demás tenían la
gran abertura en lo alto, la que Bradley había visto que utilizaban como si fuera una puerta. En todos
los niveles había múltiples postes rematados por cráneos sonrientes, pero los dos rasgos más
prominentes de la ciudad eran la torre redonda de cráneos humanos que Bradley había advertido antes
y otro edificio mucho más grande cerca del centro de la ciudad. Mientras se acercaban allí, Bradley
vio que era un enorme edificio que se alzaba a treinta metros de altura y que se hallaba solo en el
centro de lo que en cualquier otra parte del mundo habría sido considerado una plaza. Sin embargo,
sus diversas partes estaban unidas con la misma extraña irregularidad que marcaba la arquitectura de
la ciudad en conjunto, y estaba rematado por un enorme tejado con forma de platillo que se extendía
más allá de los aleros, como si fuera un colosal sombrero chino invertido.
El wieroo que transportaba a Bradley pasó sobre un rincón del espacio abierto sobre el gran edificio,
revelando al inglés hierba y árboles y agua corriente debajo. Dejaron atrás el edificio y unos
quinientos metros más allá la criatura aterrizó en el tejado de un edificio azul y cuadrado rodeado de
siete postes con siete cráneos. Éste es entonces, pensó Bradley, el Lugar Azul de los Siete Cráneos.
En la abertura del techo había una rejilla con barrotes, que el wieroo retiró. La criatura ató entonces un
trozo de cuerda a uno de los tobillos de Bradley y lo hizo caer por el borde. Todo estaba oscuro abajo
y durante un instante el inglés estuvo más cerca que nunca en su vida de experimentar auténtico terror.
Mientras caía al abismo negro sintió que la cuerda se tensaba alrededor de su tobillo y un instante
después fue detenido por un súbito tirón que le hizo oscilar como un péndulo, boca abajo. Entonces la
criatura lo fue bajando hasta que la cabeza de Bradley entró en súbito y doloroso contacto con el suelo.
Después de eso, el wieroo soltó la cuerda y el cuerpo del inglés chocó contra el suelo de tablas de
madera. Sintió que el extremo libre de la cuerda caía sobre él y oyó la reja cerrarse en lo alto.

Capítulo III

Medio aturdido, Bradley permaneció tendido en el suelo durante un minuto tal como había caído, y
luego lenta y dolorosamente consiguió adoptar una postura menos incómoda. No podía ver nada en la
oscuridad que le rodeaba, hasta que después de unos minutos sus ojos se acostumbraron al oscuro
interior, y entonces escrutó de un lado a otro su prisión.
Descubrió que estaba en una habitación pelada, sin ventanas, ni ninguna otra abertura que por la que
había caído. En un rincón había una masa encogida que podía ser cualquier cosa, desde un montón de
harapos a un cadáver.
Casi inmediatamente después de haber clarificado su situación, Bradley comenzó a trabajar en sus
ligaduras. Era un hombre de fuerza poderosa, y como desde el principio se había imbuido de la idea de
que las cuerdas de fibra eran demasiado débiles para sujetarlo, trabajó con la firme convicción de que
tarde o temprano se romperían. Después de cinco minutos estuvo seguro de que las cuerdas de sus
muñecas empezaban a ceder; pero se vio obligado a descansar por el agotamiento.
Mientras yacía tendido, sus ojos se posaron en el bulto del rincón, y poco después pudo haber jurado
que la cosa se movía. Esforzando los ojos, observó la cosa torva y siniestra del rincón. Tal vez sus
nervios agotados le estaban jugando una mala pasada. Pensó que eso, y también su estado de total
indefensión, podían haber estimulado su imaginación. Cerró los ojos y se dispuso a relajar sus
músculos y nervios; pero cuando volvió a mirar, supo que no se había confundido: la cosa se había
movido. Ahora yacía de forma ligeramente distinta, más apartada de la pared. Estaba más cerca de él.
Con fuerzas renovadas Bradley se debatió contra sus ataduras, la mirada fascinada pegada todavía en
el bulto informe. Ya no había duda de que se movía: vio que se levantaba en el centro varias pulgadas
y que se arrastraba hacia él. Se hundió y levantó otra vez: una forma amenazante, horrible, sin cabeza.
Su propio silencio la hacía aún más terrible.
Bradley era un hombre valiente; por lo común, sus nervios eran de acero. Pero estar a merced de un
horror desconocido y sin nombre, no poder defenderse... fueron estas cosas las que casi pudieron con
él, pues sólo era humano. Si estuviera al aire libre, incluso con todas las probabilidades en su contra, si
pudiera usar los puños, defenderse de alguna manera, causar daño a su adversario... entonces podría
enfrentarse a la muerte con una sonrisa. No era la muerte lo que temía ahora: era ese horror a lo
desconocido que es parte de la fibra de todo hijo de mujer.
La masa informe se acercó más y más. Bradley se quedó inmóvil, escuchando. ¿Qué era lo que había
oído? ¿Una respiración? No podía confundirse. Y entonces, del puñado de harapos surgió un gemido
hueco. Bradley sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Se debatió con las cuerdas que lo
sujetaban. La cosa a su lado se alzó más que antes y el inglés podría haber jurado que veía un único
ojo mirándolo por encima de la tela arrugada. Por un momento el bulto permaneció inmóvil: sólo el
sonido de la respiración, y luego una risa maníaca.
La frente de Bradley se cubrió de un sudor frío mientras se debatía por liberarse. Vio que los harapos
se alzaban más y más sobre él, hasta que por fin cayeron al suelo y revelaron el cuerpo de un hombre
desnudo, una caricatura de hombre delgada y huesuda, que silabeaba y murmuraba y, caminando
tambaleándose sobre sus débiles y temblorosas piernas, se desplomó de nuevo en el suelo, todavía
riendo... riendo horriblemente.
Se arrastró hacia Bradley.
–¡Comida! ¡Comida! –gritó–. ¡Hay una salida! ¡Hay una salida!
Arrastrándose hasta su lado, la criatura se derrumbó sobre el pecho del inglés.
–¡Comida! –chilló mientras sus dedos huesudos y sus dientes buscaban la garganta desnuda del
hombre–. ¡Comida! ¡Hay una salida!
Bradley sintió los dientes en su yugular.
Se giró y retorció, librándose por un instante. Pero una vez más, con horrible insistencia, la criatura se
lanzó contra él. Las débiles mandíbulas eran incapaces de hundir los raídos dientes en la carne de la
víctima, pero Bradley lo sentía arañando, arañando, arañando, como una rata monstruosa, buscando la
sangre de su vida.
Los brazos huesudos lo agarraron ahora por el cuello, acercando los dientes a su garganta contra todos
sus esfuerzos por zafarse de la criatura. Débil como estaba, tenía fuerza suficiente para esto en su loco
esfuerzo por comer. Murmurando mientras lo hacía, repetía una y otra vez:
–¡Comida! ¡Comida! ¡Hay una salida!
Bradley pensó que aquellas dos expresiones lo volverían loco.
Y enloquecido estaba cuando con un último esfuerzo, apoyado por una fuerza casi maníaca, liberó sus
muñecas de las ligaduras que las sujetaban y agarrando al repulsivo ser por el pecho lo empujó al otro
lado de la habitación. Jadeando como un sabueso agotado, Bradley se dedicó a las ataduras de sus
tobillos mientras el loco yacía temblando y tiritando donde había caído. Poco después el inglés se puso
en pie de un salto, sintiéndose más libre que nunca antes en toda su vida, aunque todavía era prisionero
en el Lugar Azul de los Siete Cráneos.
Apoyando la espalda en la pared para sostenerse, tan débil se sentía, Bradley observó a la criatura
caída. La vio moverse y levantarse lentamente apoyándose en las manos y las rodillas, y así se quedó,
mientras se mecía de un lado a otro, buscándolo. Cuando por fin lo localizó, de sus labios rotos
brotaron las palabras:
–¡Comida! ¡Comida! ¡Hay una salida!
El tono de súplica de su voz compadeció el corazón del inglés. Sabía que no podía tratarse de un
wieroo, sino un hombre como él mismo que había sido arrojado a este pozo de confinamiento solitario
con este horrible resultado, que con el tiempo podría ser también su destino.
Y luego, también, estaba la sugerencia de esperanza contenida en la constante reiteración de la frase.
«Hay una salida». ¿La había? ¿Qué sabía esta pobre criatura?
–¿Quién eres y cuánto tiempo llevas aquí? –preguntó de pronto Bradley.
Durante un instante el hombre del suelo no respondió, pero luego murmuró las palabras:
–¡Comida! ¡Comida!
–¡Basta! –ordenó el inglés. La palabra la podría haber escupido el cañón de una pistola. Hizo que el
hombre se sentara, apartando las manos del suelo.
Dejó de balancearse de un lado a otro y pareció intentar recuperar sus facultades de concentración y
pensamiento. Bradley repitió sus preguntas claramente.
–Soy An-Tak, el galu –replicó el hombre–. Sólo Luata sabe cuánto tiempo llevo aquí... tal vez diez
lunas, tal vez diez lunas tres veces. Era joven y fuerte cuando me trajeron aquí. Ahora soy viejo y muy
débil. Soy cos-ata-lu, por eso no me ha matado. Si les digo el secreto para ser cos-ata-lu, me sacarán
de aquí. ¿Pero cómo puedo decirles lo que sólo Luata sabe?
–¿Qué es cos-ata-lu? –preguntó Bradley.
–¡Comida! ¡Comida! ¡Hay una salida! –murmuró el galu.
Bradley cruzó la habitación, agarró al hombre por los hombros y lo sacudió.
–Dime –gritó–, ¿qué es cos-ata-lu?
–¡Comida! –gimió An-Tak.
Bradley se contuvo. No le habían quitado su zurrón. En él, además de su navaja de afeitar y su cuchillo
tenía algunas piezas de equipo y una pequeña cantidad de carne seca. Le arrojó un pedazo al
hambriento galu. An-Tak la cogió y lo devoró ansiosamente. La comida insufló al hombre de nueva
vida.
–¿Qué es cos-ata-lu? –insistió otra vez Bradley.
An-Tak trató de explicarse. Su narración fue rota a menudo por lapsos de concentración durante los
cuales volvía a murmurar quejumbrosamente pidiendo comida y diciendo de nuevo que había una
salida; pero con firmeza y paciencia el inglés consiguió sonsacarle una exposición más o menos lúcida
del curioso esquema evolutivo que existe en Caspak. Así, encontró explicaciones de lo que hasta ahora
era inexplicable. Descubrió por qué no había visto bebés ni niños entre las tribus caspakianas con las
que había entrado en contacto; por qué cada tribu situada más al norte mostraba un grado superior de
evolución que los del sur; por qué cada tribu incluía individuos que oscilaban en sus características
mentales y físicas de lo más alto de la siguiente raza inferior a lo más bajo de la siguiente superior, y
por qué las mujeres de cada tribu se sumergían cada mañana durante una hora o más en las cálidas
charcas que estaban siempre cerca de los lugares donde vivían; y también descubrió por qué esas
charcas eran casi siempre inmunes a los ataques de los reptiles y animales carnívoros.
Descubrió que todos los que eran cos-ata-lu venían desde cor-sva-jo, o desde el principio. El huevo del
que se desarrollaban en larva era depositado, con millones de otros huevos, en una de las charcas
cálidas y con un suero venenoso que los carnívoros instintivamente repudiaban. Por el cálido arroyo
que surgía de la charca flotaban los incontables miles de millones de huevos y larvas, desarrollándose
mientras se dirigían lentamente hacia el mar. Algunos se convertían en larvas en la charca, otros en el
viscoso arroyo y algunos no lo hacían hasta que llegaban al gran mar interior. En la siguiente etapa se
convertían en peces o reptiles, An-Tak no estaba seguro, y de esta forma, siempre desarrollándose,
nadaban hasta el sur, donde, en las fétidas y rebosantes junglas, algunos evolucionaban en anfibios.
Siempre había aquellos en quienes el desarrollo se detenía en la primera etapa, otros cuyo desarrollo
cesaba cuando se convertían en reptiles, mientras que la mayor proporción con diferencia formaba el
suministro alimenticio de las hambrientas criaturas de las profundidades.
Pocos eran los que se desarrollaban en babuinos y luego en simios, que eran considerados por los
caspakianos como el auténtico principio de la evolución. Del huevo, entonces, los individuos se
desarrollaban lentamente hasta una forma superior, igual que el huevo de una rana se desarrolla a
través de varias etapas de un pez con branquias a una rana con pulmones. Con esa idea en mente
Bradley descubrió que no era difícil creer en la posibilidad de un esquema semejante: no había nada
nuevo en él.
Del mono, el individuo, si sobrevivía, se desarrollaba lentamente en la orden más baja del hombre: el
alu. Y luego gradualmente en bo-lu, sto-lu, band-lu, kro-lu y finalmente galu. Y en cada etapa
incontables millones de otros huevos se depositaban en las cálidas charcas de las diversas razas y
flotaban hasta el gran mar para pasar por un proceso similar de evolución fuera del vientr e igual que
nosotros desarrollamos a nuestros pequeños dentro; pero en Caspak el esquema es más complicado,
pues combina no sólo el desarrollo individual sino también la evolución de las especies y los géneros.
Si un huevo sobrevive atraviesa todas las etapas de desarrollo que el hombre pasó a través de
incontables eones desde que la vida apareció por primera vez en la superficie de la tierra.
La etapa final (que los galus casi habían alcanzado y que todos esperaban conseguir), es el cos-ata-lu,
que literalmente significa hombre-no-huevo, o que nace directamente como los jóvenes del mundo
exterior de los mamíferos. Algunos de los galus producen cos-ata-lu y cos-ata-lo; los wieroos sólo cos-
ata-lu. En otras palabras, todos los wieroos nacen varones, y por eso acechan a los galus para robarles
sus mujeres y a veces capturan y torturan a hombres galus que son cos-ata-lu, con la intención de
descubrir el secreto que creen les proporcionará poder ilimitado sobre los otros ciudadanos de Caspak.
Ningún wieroo viene desde el principio: todos nacen de padres wieroos y madres galu que son cos-ata-
lo, de las que hay muy pocas debido a los largos y precarios estados de desarrollo. Siete generaciones
del mismo ancestro deben venir desde el principio antes de que pueda nacer un niño cos-ata-lu; y
cuando se consideran los terribles peligros que rodean la chispa de la vida desde el momento en que
deja la cálida charca donde ha sido depositada para flotar hasta el mar entre las voraces criaturas que
pueblan la superficie y las profundidades y las casi igualmente impensables ordalías de su esfuerzo por
sobrevivir después una vez que se convierte en animal terrestre y empieza a dirigirse hacia el norte a
través de los horrores de las junglas y bosques caspakianos, es simplemente asombroso que un solo
bebé nazca de una mujer galu.
Se necesitan siete ciclos antes de que el séptimo galu pueda completar el séptimo círculo infestado de
peligros desde que su primer antecesor galu consiguió el estado de galu. Durante montones de años,
los antepasados de este primer galu pueden haberse desarrollado a partir de un huevo band-lu o bo-lu
sin llegar a completar todo el círculo: de huevo galu a galu plenamente desarrollado.
La cabeza empezó a darle vueltas a Bradley antes de que hubiera comenzado a comprender siquiera
las complejidades de la evolución caspakiana; pero a medida que la verdad se fue abriendo paso en su
comprensión y pudo visualizar gradualmente el esquema, le pareció más sencillo. De hecho, parecía
incluso menos difícil de comprender que aquello con lo que estaba familiarizado.
Durante varios minutos después de que An-Tak cesara de hablar, pues su voz se había apagado
débilmente, ninguno de los dos volvió a decir nada. Entonces el galu comenzó de nuevo con su letanía.
–¡Comida! ¡Comida! ¡Hay una salida!
Bradley le arrojó otro trozo de carne seca, y esperó pacientemente a que terminara de comerla, más
despacio esta vez.
–¿Qué quieres decir con eso de que hay una salida? –preguntó.
–El que murió aquí después de que yo llegara me lo dijo –replicó An-Tak–. Dijo que había una salida,
que la había descubierto pero estaba demasiado débil para usar su conocimiento. Estaba intentando
decirme cómo encontrarla cuando murió. ¡Oh, Luata, si hubiera vivido un instante más!
–¿No te dan de comer aquí? –preguntó Bradley.
–No, me dan agua una vez al día, nada más.
–¿Pero cómo has sobrevivido entonces?
–Las lagartijas y las ratas –respondió An-Tak–. Las lagartijas no están tan mal, pero las ratas saben
asquerosas. Sin embargo, debo comerlas o ellas me comerían a mí, y son mejor que nada. Pero
últimamente no vienen tan a menudo, y no he comido lagartijas desde hace mucho tiempo. Pero
comeré –murmuró–. Comeré ahora, pues tú no puedes permanecer siempre despierto –soltó una risa
hueca y seca–. Cuando duermas, An-Tak comerá.
Era horrible. Bradley se estremeció. Durante largo rato ambos permanecieron en silencio. El inglés
podía imaginar por qué el otro no hacía ningún ruido: esperaba el momento en que el sueño venciera a
su víctima. En el largo silencio Bradley detectó un leve y monótono sonido de agua corriendo. Prestó
atención. Parecía proceder del fondo del suelo.
–¿Qué es ese ruido? –preguntó–. Parece agua corriendo por un canal estrecho.
–Es el río –respondió An-Tak–. ¿Por qué no te duermes? Pasa directamente bajo el Lugar Azul de los
Siete Cráneos. Atraviesa los terrenos del templo, y pasa por debajo del templo y de la ciudad. Cuando
muramos, nos cortarán la cabeza y arrojarán nuestros cuerpos al río. En la desembocadura del río
esperan muchos grandes reptiles. Así se alimentan. Los wieroos hacen lo mismo con sus propios
muertos, conservando sólo los cráneos y las alas. Venga, vamos a dormir.
–¿No suben los reptiles por el río hasta la ciudad? –preguntó Bradley.
–El agua está demasiado fría. Nunca dejan las aguas cálidas de la gran laguna –replicó An-Tak.
–Busquemos la salida –sugirió Bradley.
An-Tak negó con la cabeza.
–La he buscado todas estas lunas –dijo–. Si yo no pude encontrarla, ¿cómo vas a poder tú?
Bradley no respondió, pero empezó a examinar diligentemente las paredes y el suelo de la habitación,
sondeando cada centímetro cuadrado y golpeando con los nudillos. A unos dos metros de la puerta
descubrió una percha para dormir cerca de un extremo del apartamento. Le preguntó a An-Tak al
respecto, pero el galu dijo que ningún wieroo había ocupado el lugar desde que lo habían encarcelado
aquí. Una y otra vez Bradley repasó el suelo y las paredes hasta donde podía alcanzar. Finalmente se
encaramó al poste, para poder examinar al menos un extremo de la habitación hasta el techo.
En el centro de la pared, cerca de lo alto, una zona de un metro cuadrado emitió un sonido hueco
cuando la golpeó. Bradley palpó cada centímetro de esa zona con la punta de los dedos. Cerca de lo
alto encontró un agujerito redondo un poco más grande en diámetro que su pulgar, que metió dentro
inmediatamente. El panel, si eso era, parecía de una pulgada de grosor, y más allá su dedo no encontró
nada. Bradley dobló el dedo en el lado opuesto del panel y tiró hacia sí, firmemente pero con fuerza.
De repente el panel voló hacia adentro, casi precipitando al hombre al suelo. Tenía una bisagra en la
parte inferior, y cuando bajó el borde inferior para que descansara en el poste, formó una pequeña
plataforma en paralelo al suelo de la habitación.
Más allá de la abertura había un vacío completamente oscuro. El inglés se asomó y metió el brazo todo
lo posible, pero no tocó nada. Entonces rebuscó en su zurrón y sacó una cerilla, pues conservaba unas
pocas. Cuando la encendió, An-Tak emitió un grito de terror. Bradley introdujo la luz en la abertura
que tenía delante y con sus fluctuantes rayos vio la parte superior de una escalerilla que descendía a
los negros abismos de abajo. Hasta dónde se extendía no podía imaginarlo, pero que lo iba a averiguar
pronto era cosa segura.
–¡La has encontrado! ¡Has encontrado la salida! –gritó An-Tak–. ¡Oh, Luata! Y ahora estoy demasiado
débil para escapar. ¡Llévame contigo! ¡Llévame contigo!
–¡Cállate! –advirtió Bradley–. Harás que toda la bandada de pájaros revolotee sobre nuestras cabezas
si no te callas, y ninguno de los dos podrá escapar. Cállate, y yo me adelantaré. Si encuentro una
salida, volveré y te ayudaré, si prometes no intentar comerme de nuevo.
–Lo prometo –gimió An-Tak–. ¡Oh, Luata! ¿Cómo puedes reprochármelo? Estoy medio loco por el
hambre y el confinamiento y el horror de las lagartijas y las ratas y la constante espera de la muerte.
–Lo sé –dijo Bradley simplemente–. Lo siento por ti, amigo. Mantén la calma.
Y se deslizó por la abertura, encontró la escala con los pies, cerró el panel tras él, y empezó a bajar en
la oscuridad.
Bajo él se alzaba cada vez más claro el sonido del agua. El aire era húmedo y frío. No podía ver lo que
le rodeaba y no sentía más que los lisos y gastados lados y los peldaños de la escala, que iba
sondeando con el pie para no encontrar un travesaño roto o fuera a dar un traspiés que lo precipitara
hacia el fondo.
Mientras descendía lentamente, la escala parecía interminable y el pozo sin fondo, aunque Bradley
advirtió cuando por fin llegó al final que no podía haber descendido más de quince metros. El pie de la
escala descansaba en un estrecho saliente pavimentado con lo que parecían ser grandes piedras
redondas, pero él sabía por experiencia que se trataba de cráneos humanos. No pudo dejar de
preguntarse de dónde habían salido tantos millares de cráneos, hasta que se detuvo a considerar que la
infancia de Caspak sin duda se remontaba a eras remotas, mucho más allá de lo que el mundo exterior
consideraba el principio de la vida en la Tierra. Durante todos estos eones los wieroos podían haber
estado coleccionando cráneos humanos a partir de sus enemigos y de sus propios muertos: suficientes
para construir una ciudad entera.
Palpando el camino por el estrecho saliente, Bradley llegó a un muro liso que se extendía sobre el agua
que borboteaba bajo él y se extendía hasta donde podía ver. Se agachó, tanteó con una mano hacia la
superficie del agua, y descubrió que el pie del muro se alzaba en arco por encima de la corriente. No
podía decir cuánto espacio había entre el agua y el arco, ni qué profundidad había. Sólo había una
forma de descubrirlo, y era lanzarse a la corriente. Durante un instante vaciló, sopesando sus
posibilidades. Tras él se encontraba casi con toda certeza el horrible destino de An-Tak; ante él nada
más que una puerta comparativamente indolora, ahogándose. Alzando el zurrón por encima de la
cabeza con una mano, bajó lentamente por el borde de la estrecha plataforma. Casi de inmediato sintió
el agua fría en los tobillos, y entonces con una silenciosa oración se dejó caer al agua.
Grande fue el alivio de Bradley cuando descubrió que el agua no le llegaba más que a la cintura y que
bajo sus pies había un firme suelo de gravilla. Avanzó con cautela corriente abajo, que no era tan
fuerte como había imaginado por el ruido del agua.
Atravesó el arco, siguiendo las sinuosas curvas del muro a mano derecha. Después de unos metros de
avance su mano entró en contacto con una cosa viscosa pegada a la pared: una criatura que siseó y se
escurrió fuera de su alcance. No pudo saber qué era, pero casi instantáneamente oyó que algo caía al
agua ante él, y luego algo más.
Continuó, pasando bajo otros arcos a diversas distancias, y siempre en total oscuridad. Los habitantes
invisibles de esta gran alcantarilla, molestados por el intruso, saltaban al agua ante él y se perdían de
vista. Una y otra vez su mano los tocaba y ni por un instante podía estar seguro de que al siguiente
paso alguna criatura horrible no fuera a atacarlo. Se había colgado el zurrón del cuello, por encima de
la superficie del agua, y en la mano izquierda llevaba su cuchillo. No podía tomar otro tipo de
precauciones.
La monotonía del ciego avance quedó aumentada por el hecho de que desde el momento en que había
empezado al pie de la escala había contado cada paso. Había prometido regresar a por An-Tak si era
humanamente posible hacerlo, y sabía que en la oscuridad del túnel no podría localizar el pie de la
escala de otra manera.
Había dado doscientos sesenta y nueve pasos (después supo que nunca olvidaría ese número) cuando
algo chocó suavemente contra él desde detrás. Al instante se dio media vuelta y con el cuchillo
preparado para defenderse extendió la mano derecha para apartar el objeto que ahora se pegaba contra
su cuerpo. Sus dedos palparon en la oscuridad hasta entrar en contacto con algo frío y pegajoso;
pasaron de un lado a otro hasta que Bradley supo que se trataba de la cara de un cadáver que flotaba en
la superficie de la corriente. Con una imprecación empujó a su horrible compañero hasta el centro de
la corriente para que siguiera flotando hacia la gran laguna y los carroñeros de las profundidades que
esperaban.
Cuando llevaba cuatrocientos treinta pasos otro cadáver chocó contra él. No era capaz de imaginar
cuántos habrían pasado de largo sin tocarlo, pero de repente experimentó la sensación de que estaba
rodeado de caras muertas que flotaban junto a él, todas con horribles muecas fijas, los ojos muertos
mirando a este extraño profanador que se atrevía a introducirse en las aguas de este río de los muertos,
una escolta horrible, cargada de sombríos presagios y amenazas.
Aunque avanzaba muy despacio, siempre trataba de dar pasos de la misma longitud; por eso sabía que
aunque había pasado mucho tiempo, en realidad no había avanzado más de cuatrocientos metros
cuando delante vio que la oscuridad se hacía más leve, y en el siguiente giro de la corriente sus
inmediaciones se volvieron vagamente discernibles. Sobre él había un techo abovedado y en las
paredes a cada lado aparecían aberturas cubiertas de puertas de madera. Justo ante él, en el techo del
acueducto, había un agujero redondo y negro de unas treinta pulgadas de diámetro.
Bradley todavía estaba contemplando la abertura cuando pasó junto a él el cadáver desnudo de un ser
humano que casi inmediatamente se alzó a la superficie y se perdió corriente abajo. A la tenue luz
Bradley vio que era un wieroo muerto al que habían quitado las alas y la cabeza.
Un momento después pasó flotando otro cadáver sin cabeza, y al recordar lo que An-Tak le había
dicho de la costumbre de coleccionar cráneos de los wieroos, Bradley se preguntó cómo era posible
que el primer cadáver que había encontrado en la corriente no hubiera sido mutilado de la misma
forma.
Cuanto más avanzaba ahora, más luz había. El número de cadáveres era mucho más pequeño de lo que
había imaginado: sólo dos pasaron junto a él antes de que, a los seiscientos pasos, o a unos quinientos
metros desde el momento en que se internó en el caudal, llegó al final del túnel y contempló el agua
iluminada por el sol, corriendo entre orillas rodeadas de hierba.
Uno de los últimos cadáveres que pasó junto a él estaba todavía vestido con la túnica blanca de los
wieroos, manchada de sangre en el cuello sin cabeza.
Tras acercarse a la abertura que conducía a la brillante luz del día, Bradley escrutó lo que había más
allá. A corta distancia se alzaba un gran edificio en el centro de varios acres de un terreno cubierto de
hierba y árboles, sobre el arroyo que desaparecía a través de una abertura en sus murallas. Debido al
gran tejado en forma de platillo y los vivos colores de las diversas partes de la heterogénea estructura,
reconoció que era el templo que había sobrevolado cuando lo llevaban al Lugar Azul de los Siete
Cráneos.
Los wieroos volaban de un lado a otro, entrando y saliendo del templo. Otros cruzaban a pie el terreno
descubierto, ayudándose con sus grandes alas, de modo que apenas rozaban el suelo. Dejar la boca del
túnel habría sido arriesgarse a ser descubierto y capturado al instante; pero Bradley no sabía por qué
otro camino podría escapar, a menos que rehiciera sus pasos corriente arriba y buscara salir por el otro
extremo de la ciudad. La idea de recorrer de nuevo aquel oscuro y horripilante túnel tal vez durante
kilómetros era insoportable: tenía que haber otro medio. Tal vez después de que oscureciera podría
atravesar los terrenos del templo y seguir corriente abajo hasta dejar atrás la ciudad. Y así esperó hasta
que sus miembros quedaron casi paralizados de frío, y supo que tenía que encontrar algún otro plan de
huida.
Casi había decidido arriesgarse a nadar bajo el agua hasta el templo, a pesar de que corría el peligro de
que cualquier wieroo que volara sobre el arroyo pudiera verlo fácilmente, cuando de nuevo un objeto
flotante chocó contra él desde atrás. Se giró rápidamente y vio que era lo que había supuesto: un
cadáver wieroo sin alas y sin cabeza. Con un gruñido de disgusto estaba apunto de apartarlo de él de
un empujón cuando el atuendo blanco que lo amortajaba le sugirió un osado plan.
Agarró al cadáver por un brazo y le quitó el atuendo y luego dejó el cuerpo flotar corriente abajo,
hacia el templo. Con gran cuidado se envolvió en la túnica, disponiendo sobre su propia cabeza la
zona manchada de sangre que había cubierto el cuello cercenado. Apretó lo más fuerte posible su
zurrón contra su pecho y lo ocultó bajo su chaqueta. Así, se introdujo suavemente en la corriente y, de
espaldas, se dejó flotar hacia la luz del sol.
A través de la tela podía distinguir objetos grandes. Vio a un wieroo aletear sobre él; vio las orillas del
riachuelo pasar de largo; oyó un súbito quejido en la orilla derecha, y el corazón se le paró al pensar
que lo habían descubierto, pero no movió ni un solo músculo y no traicionó que sólo un frío trozo de
barro flotaba sobre el fondo del agua. Pronto, aunque le pareció una eternidad, la luz del sol se apagó,
y supo que la corriente lo había hecho llegar al templo.
Buscó rápidamente el fondo con los pies y rápidamente se irguió, arrancando la tela ensangrentada y
pegajosa de su torso. A ambos lados había paredes pulidas y ante él el río trazaba un brusco giro y
desaparecía. Avanzando cautelosamente, se acercó al recodo y se asomó. A su izquierda había una baja
plataforma a un palmo sobre el nivel del agua, y no tardó tiempo en subir hasta allí, pues estaba
empapado de la cabeza a los pies, y sentía frío y estaba casi exhausto.
Mientras descansaba en el saliente pavimentado de cráneos, vio en el centro de la cripta sobre el río
otro de aquellos siniestros agujeros redondos, y esperó ver caer de un momento a otro un cadáver sin
cabeza, lanzado en su último viaje a una tumba acuática.
A unos pocos pasos plataforma abajo una puerta cerrada rompía lo liso de la pared. Mientras la
observaba preguntándose qué había más allá, la mente llena de fragmentos de muchos descabellados
planes de huida, se abrió y un wieroo de blanca túnica salió a la plataforma. La criatura llevaba una
gran bacina de madera llena de basura. No advirtió a Bradley, que se agazapó como pudo en el rincón.
El wieroo se acercó al borde de la plataforma y vació la basura en el arroyo. Si se daba la vuelta y
empezaba a volver hacia la puerta, existía una pequeña oportunidad de que no lo viera; pero si se
giraba hacia él, no habría ninguna. Bradley contuvo la respiración.
El wieroo se detuvo un momento, contemplando el agua, luego se enderezó y se volvió hacia el inglés.
Bradley no se movió. El wieroo se detuvo y lo miró intensamente. Se acercó, como dubitativo.
Bradley permaneció inmóvil, como tallado en piedra. La criatura estaba directamente ante él. No había
ninguna posibilidad de que no descubriera lo que era.
Con la rapidez de un gato, Bradley se puso en pie de un salto y con su gran fuerza, reforzada por su
peso, golpeó al wieroo en la barbilla. Sin emitir un sonido la criatura se desplomó en el suelo, mientras
Bradley, siguiendo casi instintivamente el impulso de la primera ley de la naturaleza, hizo rodar el
cuerpo exánime hasta el río.
Entonces miró la puerta abierta, cruzó la plataforma y se asomó al apartamento que había más allá. Lo
que vio era una habitación grande, tenuemente iluminada, y los costados de cajas de madera
amontonadas unas encima de otras. No había ningún wieroo a la vista, así que el inglés entró. Al otro
extremo de la habitación había una puerta, y mientras se dirigía hacia ella, se asomó a alguna de las
cajas, que estaban llenas de frutas, verduras y pescados secos. Sin hacer ningún ruido se llenó el
zurrón, pensando en la pobre criatura que aguardaba su regreso en el Lugar de los Siete Cráneos.
Cuando llegara la noche, regresaría y traería a An-Tak al menos hasta aquí; pero mientras tanto tenía
intención de explorar el lugar con la esperanza de descubrir una salida más fácil de la ciudad que la
que ofrecía el negro y gélido canal del fantasmagórico río de cadáveres.
Tras la puerta se extendía un largo pasillo donde unas puertas cerradas indicaban el acceso a otras
partes de los sótanos del templo. A unos pocos metros del almacén una escala se extendía hasta una
abertura en el techo. Bradley se detuvo al pie, debatiendo si debía seguir explorando o regresar al río;
pero en él era fuerte el espíritu de exploración que había llevado a su raza a los cuatro rincones de la
tierra. ¿Qué nuevos misterios yacían ocultos en las cámaras de arriba? La urgencia por conocer era
fuerte, pero su juicio le advertía que lo más seguro era retirarse. Permaneció indeciso un momento,
pasándose los dedos por el pelo; luego mandó la discreción a hacer gárgaras y empezó a subir.
En conformidad con la arquitectura wieroo que ya había observado, el pozo por el que subía la escala
continuamente se inclinaba de la perpendicular. A intervalos más o menos regulares estaba horadado
por aberturas cerradas por puertas, ninguna de las cuales pudo abrir hasta que escaló sus buenos
quince metros desde el nivel del río. Aquí descubrió una puerta entornada que daba a una cámara
grande y circular, cuyas paredes y suelos estaban cubiertos con las pieles de bestias salvajes y con
esteras de muchos colores; pero lo que más le interesó fueron los ocupantes de la sala: un wieroo y una
muchacha de proporciones humanas. Estaba de pie, con la espalda apoyada contra la columna que se
alzaba en el centro del apartamento del suelo al techo: una columna hueca de unas cuarenta pulgadas
de diámetro donde pudo ver una abertura de unas treinta pulgadas de diámetro. La muchacha se
hallaba de lado respecto a Bradley, el rostro vuelto, pues estaba mirando al wieroo, que ahora
avanzaba lentamente hacia ella, hablando mientras lo hacía.
Bradley pudo oír claramente las palabras de la criatura, que instaba a la muchacha a acompañarlo a
otra ciudad wieroo.
–Ven conmigo –dijo–, y conservarás la vida. Quédate aquí y El Que Habla Por Luata te reclamará para
sí; y cuando acabe contigo, tu cráneo se blanqueará en lo alto de un poste mientras tu cuerpo alimenta
a los reptiles en la desembocadura del Río de la Muerte. Aunque traigas al mundo a una wieroo
femenina, tu destino será el mismo si no huyes de él, mientras que conmigo tendrás vida y comida y
nadie te hará daño.
Estaba bastante cerca de la muchacha cuando ésta le replicó a la cara con todas sus fuerzas.
–Hasta que me maten –exclamó–, lucharé contra todos vosotros.
De la garganta del wieroo surgió aquel gemido que Bradley había oído tan a menudo en el pasado,
como un grito de dolor convertido en un aullido, y entonces la criatura saltó hacia la muchacha, el
rostro distorsionado en una horrible mueca mientras la arañaba y la golpeaba para obligarla a caer al
suelo.
El inglés estaba a punto de saltar a defenderla cuando la puerta del otro lado de la cámara se abrió para
dejar paso a un enorme wieroo vestido completamente de rojo. Al ver a los dos peleando en el suelo,
el recién llegado alzó la voz en un alarido de furia. Al instante el wieroo que estaba atacando a la
muchacha se puso en pie de un salto y se encaró al otro.
–Lo he oído –gritó el que acababa de entrar–. Lo he oído, y cuando El Que Habla Por Luata se
entere...
Hizo una pausa e hizo un elocuente gesto pasándose un dedo por la garganta.
–No se enterará –respondió el primer wieroo, y con un poderoso movimiento de sus grandes alas se
abalanzó contra la figura vestida de rojo.
El recién llegado esquivó el primer ataque, desenvainó una hoja curva que llevaba bajo la túnica roja,
desplegó las alas y se lanzó contra su antagonista. Batiendo sus alas, gimiendo y aullando, las dos
horribles criaturas midieron sus distancias. El de la túnica blanca, como estaba desarmado, intentó
agarrar al otro por la muñeca de la mano que empuñaba el cuchillo y por la garganta, mientras el otro
daba saltitos alrededor, buscando una abertura para descargar un golpe mortal. Lo intentó y falló, y
luego el otro se abalanzó contra él y lo sujetó. Inmediatamente los dos empezaron a golpearse las
cabezas con las articulaciones de sus alas, y a dar patadas con sus blandos pies y a morderse las caras.
Mientras tanto, la muchacha intentó apartarse de los duelistas, y al hacerlo Bradley llegó a verle la
cara e inmediatamente reconoció que era la chica del lugar de la puerta amarilla. No se atrevió a
intervenir ahora hasta que uno de los wieroos hubiera vencido al otro, no fuera a ser que los dos se
volvieran contra él, pues era posible que lo derrotaran en una batalla tan desigual, y por eso esperó,
viendo como el de la túnica blanca estrangulaba lentamente al de rojo. La lengua salida y los ojos
saltones proclamaban que el final estaba cerca y un momento más tarde el de la túnica roja se
desplomó al suelo, el cuchillo curvo resbalando de sus dedos sin nervios. Durante un instante el
vencedor siguió apretando la garganta de su derrotado antagonista y luego se levantó, arrastrando el
cadáver consigo, y se acercó a la columna central. Aquí alzó el cuerpo y lo metió en la abertura, donde
Bradley lo vio perderse de vista de repente. Al instante recordó las aberturas circulares en el techo de
la cripta subterránea y los cadáveres que había visto caer al río de abajo.
Mientras el cadáver desaparecía, el wieroo se volvió y buscó a la muchacha en la habitación. Durante
un momento, se quedó mirándola.
–Has visto –murmuró–, y si lo cuentas, El Que Habla Por Luata hará que me corten las alas mientras
estoy vivo y me cortarán la cabeza y me arrojarán al Río de la Muerte, pues es lo que sucede incluso al
más alto que mata a uno de túnica roja. ¡Lo has visto, y debes morir! –terminó de decir con un grito, y
se lanzó contra la muchacha.
Bradley no esperó más. Saltó a la habitación y corrió hacia el wieroo, que ya había agarrado a la
muchacha, y mientras corría se agachó y recogió la hoja curva. La criatura le daba la espalda y, con la
mano izquierda, lo cogió por el cuello. Como un relámpago las grandes alas batieron hacia atrás
mientras la criatura se volvía, y Bradley perdió el equilibrio, aunque no llegó a soltar la hoja. Al
instante el wieroo cayó sobre él. Bradley yacía apoyado sobre el codo izquierdo, la mano derecha
libre, y mientras la cosa se acercaba, lanzó un tajo al horrible rostro con todas sus fuerzas.
La hoja golpeó la unión del cuello y el torso con tanta fuerza que decapitó por completo al wieroo y la
horrible cabeza cayó al suelo y el cuerpo se precipitó sobre el inglés. Tras hacerlo a un lado, Bradley
se puso en pie y miró a la muchacha, que lo miraba con ojos espantados.
–¡Luata! –exclamó ella–. ¿Cómo has llegado aquí?
Bradley se encogió de hombros.
–Aquí estoy –dijo–, pero ahora lo importante es que los dos salgamos de aquí.
La muchacha negó con la cabeza.
–No puede ser –dijo tristemente.
–Eso es lo que yo pensé cuando me arrojaron al Lugar Azul de los Siete Cráneos –respondió Bradley–.
No se puede hacer. Y lo hice. Estás manchando todo el suelo –le dijo al wieroo muerto, y arrastró el
cadáver hasta el poste central, donde lo alzó hasta la abertura y lo metió en el tubo. Luego recogió la
cabeza y la lanzó tras el cuerpo.
–No pongas esa cara –le dijo mientras la llevaba al pozo–. ¡Sonríe!
–¿Pero cómo puede sonreír? –preguntó la muchacha, con una expresión medio aturdida medio
asombrada en el rostro–. Está muerto.
–Así es –admitió Bradley–, y supongo que se siente un poco culpable.
La muchacha sacudió la cabeza, y se apartó del hombre, dirigiéndose a la puerta.
–¡Vamos! –dijo el inglés–. Tenemos que salir de aquí. Si no conoces un camino mejor que el río,
entonces será el río.
La muchacha lo miró todavía temerosa.
–¿Pero cómo podía sonreír si estaba muerta?
Bradley se rió con ganas.
–Creí que los ingleses teníamos el peor sentido del humor del mundo –exclamó–. Pero ahora he
encontrado a un ser humano que no tiene ninguno. Naturalmente, no entiendes ni la mitad de lo que
digo. Pero no te preocupes, muchachita. No voy a hacerte daño, y si puedo sacarte de aquí, lo haré.
Aunque ella no entendió todo lo que dijo, al menos interpretó algo en su sonriente semblante, algo que
la tranquilizó.
–No te temo –dijo–, aunque no comprendo todo lo que dices a pesar de que hablas mi propia lengua y
usas palabras que sé. Pero en cuanto a escapar –suspiró–, ay, ¿cómo puede hacerse?
–Yo escapé del Lugar Azul de los Siete Cráneos –le recordó Bradley–. ¡Ven!
Y se volvió hacia el pozo y la escala por la que había subido desde el río.
–No podemos perder tiempo aquí.
La muchacha lo siguió, pero en el umbral ambos se apartaron, pues desde abajo llegó el sonido de
alguien que ascendía.
Bradley se dirigió de puntillas a la puerta y se asomó cautelosamente al pozo; luego regresó junto a la
muchacha.
–Suben media docena de ellos. Pero probablemente pasarán de largo.
–No –dijo ella–, pasarán directamente por esta habitación: van camino de El Que Habla Por Luata. Tal
vez podamos escondernos en la habitación de al lado: hay pieles y podemos ocultarnos debajo. No se
detendrán en esa habitación, pero puede que se detengan en esta un ratito... la otra habitación es azul.
–¿Qué tiene eso que ver? –preguntó el inglés.
–Le tienen miedo al azul –respondió ella–. En todas las habitaciones donde se ha cometido un
asesinato encontrarás azul: una cierta cantidad por cada asesinato. Cuanto la habitación es entera azul,
la cierran. Esta habitación tiene mucho azul, pero evidentemente matan sobre todo en la habitación de
al lado, que ahora es toda azul.
–Pero hay azul en el exterior de todas las casas que he visto –dijo Bradley.
–Sí –asintió la muchacha–, hay habitaciones azules en cada una de las casas: cuando todas las
habitaciones son azules entonces todo el exterior de la casa será azul, como es el Lugar Azul de los
Siete Cráneos. Hay muchas aquí.
–¿Y los cráneos con azul pintado encima? –inquirió Bradley–. ¿Pertenecían a asesinos?
–Fueron asesinados... algunos de ellos: los que tienen sólo una pequeña cantidad de azul eran asesinos,
asesinos conocidos. Todos los wieroos son asesinos. Cuando han cometido un cierto número de
crímenes sin ser capturados, confiesan ante El Que Habla Por Luata y son avanzados, y entonces
llevan túnicas con franjas de algún color... creo que el amarillo es el primero. Cuando llegan a un
punto en que toda la túnica es amarilla, la cambian por una túnica blanca con una franja roja: y cuando
uno gana una túnica roja completa, lleva un cuchillo largo y curvo como el que tienes en la mano.
Después de eso viene la franja azul en la túnica blanca, y luego, supongo, la túnica toda azul. Nunca
he visto ninguna.
Mientras hablaban en voz baja pasaron de la habitación del pozo de la muerte a la habitación adjunta,
toda azul, donde se sentaron en un rincón con las espaldas apoyadas contra la pared, y se rodearon de
un montón de pieles. Un momento después oyeron a los wieroos entrar en la cámara. Hablaban entre sí
mientras cruzaban la habitación, o de lo contrario no habrían podido oírlos. A mitad de la cámara se
detuvieron, porque la puerta hacia la que se dirigían se abrió y otra media docena de wieroos entró en
el apartamento.
Bradley pudo suponer todo esto por el aumento de volumen de sonido y los fuertes saludos; pero no
pudo dar explicación al súbito silencio que se produjo casi inmediatamente, pues no podía saber que
bajo una de las pieles que lo cubrían asomaba uno de sus pesados zapatos del ejército, ni que unos
dieciocho wieroos con túnicas de rojo sólido o veteadas de rojo estaban mirándolo. Tampoco pudo oír
su sibilina aproximación.
La primera indicación que tuvo de que lo habían descubierto fue cuando le agarraron de repente el pie,
y lo arrancaron con violencia de debajo de las pieles. Se encontró entonces rodeado de hojas
amenazantes. Lo habrían matado en el acto si uno de los que iban vestidos todo de rojo no los hubiera
contenido, diciendo que El Que Habla Por Luata deseaba ver a esta extraña criatura.
Mientras se lo llevaban, Bradley tuvo oportunidad de mirar hacia atrás para ver qué había sido de la
muchacha y, para su alegría, descubrió que todavía estaba oculta bajo las pieles. Se preguntó si ella
tendría valor para intentar sola el viaje por el río y lamentó no poder acompañarla. Se sintió bastante
deprimido, más que nunca desde que lo capturaron los wieroos, porque no parecía haber el menor
motivo de esperanza en su actual situación. Había dejado la hoja curva entre las pieles cuando lo
arrancaron tan violentamente de su escondite. Casi resignado, acompañó silenciosamente a sus
captores a través de las diversas cámaras y pasillos, hacia el corazón del templo.

Capítulo IV

Cuanto más avanzaba el grupo, más bárbaras y suntuosas se volvían las decoraciones. Predominaban
las pieles de tigres y leopardos, al parecer por sus hermosas marcas, y los cráneos decorativos se
hacían cada vez más numerosos. Muchos de estos estaban montados en metales preciosos, adornados
con piedras de colores y gemas sin precio, mientras que en las pieles que cubrían las paredes había
ornamentos de oro similares a los que llevaba la muchacha y los que ya había visto en los cofres que
examinó en el almacén de Fosh-bal-soj, lo cual llevó al inglés a la convicción de que eran tesoros de
guerra o robo, ya que cada pieza parecía hecha para adorno personal, y hasta ahora no había visto a
ningún wieroo con adornos de ningún tipo.
Y también a medida que iban avanzando los wieroos que recorrían el templo se hicieron más y más
numerosos. Ahora eran muchas las túnicas rojas enteras, y los que llevaban la franja azul: un
verdadero cubil de asesinos.
Por fin el grupo se detuvo en una sala donde había muchos wieroos, quienes se congregaron alrededor
de Bradley y preguntaron a sus captores mientras lo examinaban a él y a su atuendo. Uno de los
miembros del grupo que acompañaba al inglés habló aun wieroo que permanecía de pie junto a una
puerta.
–Dile a El Que Habla Por Luata que no pudimos encontrar a Fosh-bal-soj; pero que a cambio
encontramos a esta criatura dentro del templo, escondiéndose. Debe ser el mismo que Fosh-bal-soj
capturó en el país sto-lu durante la última oscuridad. Sin duda El Que Habla Por Luata deseará ver e
interrogar a este extraño ser.
El wieroo de la puerta se dio la vuelta, entró y la cerró tras de sí, pero primero depositó su cuchillo
curvo en el suelo. Su puesto fue ocupado inmediatamente por otro, y Bradley vio ahora que al menos
veinte guardias deambulaban por las inmediaciones. El guardián de la puerta estuvo fuera apenas un
instante, y cuando regresó, indicó al grupo de Bradley que entrara en la cámara de al lado; pero
primero cada uno de los wieroos se despojaron de la hoja curva y la dejaron en el suelo. La puerta se
abrió, y el grupo, ahora reducido a Bradley y cinco wieroos, entró a una sala grande y de forma
irregular donde había un único y gigantesco wieroo, cuya túnica era toda azul, sentado en un dosel
cubierto.
La cara de la criatura era blanca como la de un cadáver, sus ojos muertos carecían por completo de
expresión, y sus labios finos y crueles mostraban unos dientes amarillos en una mueca perpetua. A
cada lado había una enorme espada curva, similar a la que tenían los otros wieroos, pero más grande y
más pesada. Constantemente sus dedos como garras jugueteaban con un arma u otra.
Las paredes de la cámara, así como el suelo, estaban completamente cubiertas de pieles y telas tejidas.
El azul predominaba en todo. Aplastados contra las pieles había muchos pares de alas wieroo,
montadas de manera que parecían largos escudos negros. En el cielo había pintada con caracteres
azules una asombrosa serie de jeroglíficos, y en los pedestales contra las paredes o amontonados en el
centro de la habitación, había muchos cráneos humanos.
Mientras los wieroos se acercaban a la criatura del dosel, se inclinaron hacia adelante, alzando las alas
por encima de sus cabezas y estirando el cuello como ofreciéndolo a las afiladas espadas de la sombría
y horrible criatura.
–¡Oh Tú Que Hablas por Luata! –exclamó un miembro del grupo–. Te traemos la extraña criatura que
capturó Fosh-bal-soj y nos ponemos a tus órdenes.
¡Así que ésta era la mítica figura que hablaba en nombre de la divinidad! ¡Este archi-asesino era el
representante caspakiano de Dios en la Tierra! Su túnica azul anunciaba lo primero y la aparente
humildad de sus sicarios lo otro. Durante un largo minuto observó a Bradley. Luego empezó a
interrogarlo: de dónde venía y cómo, el nombre y la descripción de su país nativo, y un centenar de
otras preguntas.
–¿Eres cos-ata-lu? –inquirió la criatura.
Bradley respondió que lo era y que lo era toda su especie, además de todos los seres vivos en su parte
del mundo.
–¿Puedes contarme el secreto? –preguntó la criatura.
Bradley vaciló y entonces, pensando en ganar tiempo, contestó afirmativamente.
–¿Cuál es? –exigió el wieroo, inclinándose hacia adelante y exhibiendo claras pruebas de su excitado
interés.
Bradley se inclinó a su vez hacia adelante y susurró:
–Sólo lo puedes oír tú; no lo divulgaré a los demás, y sólo con la condición de que me lleves a mí y a
la muchacha que vi en el lugar de la puerta amarilla de vuelta a su país.
La criatura se levantó, airado, alzando una de sus espadas por encima de la cabeza.
–¿Quién eres tú para poner condiciones a El Que Habla Por Luata? –chilló–. ¡Cuéntame el secreto o
muere donde estás!
–Si muero ahora, el secreto morirá conmigo –le recordó Bradley–. Nunca más tendrás la oportunidad
de interrogar a otro de mi especie que conozca el secreto.
Cualquier cosa valía para ganar tiempo, para hacer salir de la habitación al resto de los wieroos, y así
poder idear un plan de huida y llevarlo a la práctica.
La criatura se volvió hacia el líder del grupo que había traído a Bradley.
–¿Tiene esta cosa armas?
–No.
–Entonces marchaos. Pero decidle al guardia que no se aleje –ordenó el superior.
Los wieroos hicieron una reverencia y se marcharon, cerrando la puerta tras ellos. El Que Habla Por
Luata agarró nervioso una espada con la mano derecha. A su izquierda se hallaba una segunda arma.
Era evidente que vivía en el temor constante de ser asesinado. El hecho de que no permitiera que
hubiera nadie armado en su presencia y tuviera siempre dos espadas a mano lo confirmaba.
Bradley se estaba devanando los sesos buscando algún indicio que pudiera volver la situación a su
favor. Sus ojos miraron más allá de la extraña figura que tenía delante; recorrieron las paredes del
apartamento como buscando inspiración en los cráneos muertos y las pieles y las alas, y entonces
volvió a mirar al dios wieroo, que ahora mostraba su furia.
–¡Rápido! –gritó el ser–. ¡El secreto!
–¿Nos darás la libertad a la muchacha y a mí? –insistió Bradley.
Durante un instante la criatura vaciló, y luego murmuró:
–Sí.
En el mismo instante Bradley vio que dos pieles en la pared, situadas directamente detrás del dosel, se
separaban y un rostro aparecía en la abertura. Ningún cambio de expresión en el semblante del inglés
traicionó que había visto algo, aunque se sorprendió pues el rostro en la abertura era el de la muchacha
que estaba oculta bajo las pieles en la otra cámara. Un brazo blanco y contorneado asomó a la
habitación, y en la mano, bien sujeta, apareció la hoja curva, manchada de sangre, que Bradley había
dejado bajo las pieles en el momento en que fue descubierto y capturado. –Escucha, entonces –le dijo
Bradley en voz baja al wieroo–. Sabrás el secreto de cos-ata-lu tan bien como yo: pero nadie más debe
oírlo. Acércate más: te lo susurraré al oído.
Avanzó y subió al dosel. La criatura alzó la espada, listo para golpear a la primera indicación de
traición, y Bradley se inclinó bajo la hoja y acercó la oreja a aquel rostro horrible. Al hacerlo, apoyó su
peso en ambas manos, una a cada lado del cuerpo del wieroo, la mano derecha sobre la empuñadu ra de
la segunda espada que yacía a la izquierda de El Que Habla Por Luata. –Este es el secreto de la vida y
la muerte –susurró, y al mismo tiempo cogió al wieroo por la muñeca derecha y con la mano derecha
cogió la segunda espada y descargó un sañudo golpe contra el cuello de la criatura antes de que ésta
pudiera emitir siquiera un grito de alarma. Sin esperar un instante, Bradley saltó sobre el dios muerto y
desapareció tras las pieles que habían ocultado a la muchacha.
Con los ojos como platos y jadeando, la muchacha lo agarró por el brazo.
–Oh, ¿qué has hecho? –gimió–. Luata vengará a El Que Habla Por Luata. Ahora sí que vas a morir. No
hay escape, pues aunque lleguemos a mi país, Luata puede encontrarte.
–¡Tonterías! –exclamó Bradley, y entonces añadió–: Pero tú misma ibas a apuñalarlo.
–Entonces sólo yo habría muerto –replicó ella.
Bradley se rascó la cabeza.
–Ninguno de los dos va a morir –dijo–, al menos no a manos de ningún dios. Pero si no salimos de
aquí, nos matarán. ¿Puedes encontrar el camino de vuelta a la habitación donde te encontré por
primera vez en el templo?
–Conozco el camino –respondió la muchacha–, pero dudo que podamos hacerlo sin ser vistos. Pude
llegar hasta aquí porque sólo me encontré con wieroos que sabían que tenía que estar en el templo;
pero no se puede ir a ninguna otra parte sin ser descubierto.
La ingenuidad de Bradley se había topado con un muro de piedra. No parecía haber ninguna
posibilidad de huida. Miró a su alrededor. Estaban en una pequeña sala cubierta de basura: jirones de
ropa, viejas pieles, trozos de cuerda de fibra. En el centro de la sala había una columna cilíndrica con
una abertura en su superficie. Bradley sabía para qué servía. El suelo alrededor de la abertura y los
lados de la columna estaban cubiertos por una sustancia seca, marrón oscuro que el inglés sabía que
alguna vez fue sangre. El lugar tenía el aspecto de haber sido un verdadero matadero. El olor a carne
podrida permeaba el aire.
El inglés se acercó a la columna y se asomó a la abertura. Debajo todo estaba oscuro como boca de
lobo; pero sabía que en el fondo había un río. De repente la inspiración y un atrevido plan saltaron en
su mente. Se volvió con rapidez y rebuscó por la sala hasta que encontró lo que buscaba: un tramo de
cuerda que yacía esparcida aquí y allá. Con rápidos dedos soltó los diferentes trozos, con la ayuda de
la muchacha, y luego ató los trozos hasta que tuvo tres cuerdas de unos tres metros de longitud. Las
unió por cada extremo y sin decir palabra aseguró uno de los extremos alrededor del cuerpo de la
muchacha, por debajo de sus brazos.
–No tengas miedo –dijo, mientras la llevaba hacia el pozo–. Voy a bajarte hasta el río, y luego iré
detrás de ti. Cuando estés a salvo abajo, da dos rápidos tirones de la cuerda. Si hay peligro y quieres
que te vuelva a subir, tira una vez. No tengas miedo... es el único camino.
–No tengo miedo –respondió la muchacha, demasiado deprisa, pensó Bradley, y se encaramó a la
abertura y se quedó colgando de las manos a la espera de que Bradley la fuera haciendo bajar.
Tan rápidamente como exigía la seguridad, el hombre fue soltando cuerda. Cuando estaba a la mitad
de la labor, oyó fuertes gritos y gemidos en la habitación que acababan de dejar atrás. Los wieroos
habían descubierto la muerte de su dios. La búsqueda del asesino empezaría de inmediato.
¡Dios! ¿Es que la muchacha nunca llegaría al río? Por fin, justo cuando ya estaba seguro de que
entraban en la habitación tras él, llegaron los dos rápidos tirones a la cuerda. Al instante Bradley rodeó
la columna con los restos de cuerda, se deslizó por el negro tubo y empezó a descender rápidamente
hacia el río. Un instante después se encontraba metido hasta la cintura en el agua, junto a la muchacha.
Impulsivamente, ella lo cogió por el brazo. Un extraño escalofrío recorrió a Bradley tras el contacto;
pero tan sólo cortó la cuerda que rodeaba su cuerpo y la aupó al pequeño saliente en la orilla del río.
–¿Cómo podremos salir de aquí? –preguntó ella. –Por el río –respondió él–; pero primero tengo que
volver al Lugar Azul de los Siete Cráneos y sacar al pobre diablo que dejé allí. Tendré que esperar a
que oscurezca, ya que no puedo pasar por la parte descubierta del río de día.
–Hay otro camino –dijo la muchacha–. Nunca lo he visto, pero a menudo los he oído hablar de ellos:
un pasadizo que corre junto al río de un extremo a otro de la ciudad. A través de los jardines, es
subterráneo. Si pudiéramos encontrar una entrada, podríamos salir de aquí de inmediato. Aquí no
estamos seguros, pues registrarán cada pulgada del templo y los terrenos.
–Vamos –dijo Bradley–. Lo buscaremos de todas formas. Y tras decirlo se acercó a una de las puertas
que asomaban al saliente pavimentado de cráneos.
Encontraron fácilmente el pasadizo, pues corría paralelo al río, separado solo por una pared. Los llevó
bajo los jardines y la ciudad, siempre a través de una oscuridad total. Después de haber llegado al otro
lado de los jardines, Bradley contó los pasos hasta rehacer los que había dado al venir corriente abajo:
pero aunque tuvieron que ir palpando el camino, fue un viaje mucho más rápido que el anterior.
Cuando pensó que estaba frente al sitio por donde había descendido del Lugar Azul de los Siete
Cráneos, buscó y halló una puerta que daba al río; y entonces, todavía en medio de una negrura
absoluta, se internó en la corriente y fue buscando el pequeño saliente y la escala. Los encontró a diez
metros del lugar por donde había emergido, mientras la muchacha esperaba al otro lado.
Ascender hasta el panel secreto fue trabajo de un minuto. Aquí se detuvo y prestó atención por si algún
wieroo estaba visitando la prisión para buscarlo a él o al otro recluso; pero no llegó ningún sonido del
sombrío interior. Bradley no podía sino imaginar la alegría del hombre del otro lado cuando volviera
junto a él con comida y una nueva esperanza de huida. Entonces abrió el panel y se asomó a la
habitación. La débil luz de la rejilla del techo revelaba el montón de harapos en un rincón, pero el
hombre que yacía bajo ellos no respondió al saludo de Bradley.
El inglés descendió hasta el suelo y se acercó a los harapos. Tras inclinarse, los levantó un poco. Sí,
allí estaba el hombre dormido. Bradley lo sacudió. No hubo respuesta. Se acercó más y a la tenue luz
examinó a An-Tak. Luego se enderezó con un suspiro. Una rata saltó de entre los harapos y escapó.
–¡Pobre diablo! –murmuró Bradley.
Cruzó la habitación para encaramarse a la percha, disponiéndose a abandonar para siempre el Lugar
Azul de los Siete Cráneos. Entonces se detuvo.
–No les daré la satisfacción –gruñó–. Hagámosles creer que se ha escapado.
Regresó al montón de harapos y cogió en brazos al hombre. Fue difícil encaramarlo al asidero y
meterlo por la pequeña abertura hasta la escala, pero por fin lo consiguió, y llevó el cadáver al río y lo
arrojó.
–¡Adiós, amigo! –susurró.
Un momento después se reunió con la muchacha y cogidos de la mano siguieron el oscuro pasadizo
corriente arriba, hacia el otro extremo de la ciudad. Ella le dijo que los wieroos rara vez frecuentaban
estos pasadizos inferiores, ya que el aire era demasiado frío para ellos. Pero de vez en cuando venían,
y como podían ver igual de día que de noche, sin duda descubrirían a Bradley y la muchacha.
–Si se acercan lo suficiente, podemos ver sus ojos brillando en la oscuridad –dijo la muchacha–.
Parecen puntos de luz. Brillan, pero no como los ojos del tigre o el león.
El hombre no pudo dejar de advertir el evidente horror con el que la muchacha hablaba de las
criaturas. Para él los wieroos eran extraños, pero ella se había acostumbrado a verlos durante casi un
año, y probablemente toda su vida los había visto o había oído hablar constantemente de ellos.
–¿Por qué los temes tanto? –preguntó–. Parece que es algo más que el temor ordinario al daño que
pueden hacerte.
Ella trató de explicarse, pero lo máximo que él pudo comprender era que consideraba a los wieroos
casi como seres sobrenaturales.
–Entre mi pueblo hay una leyenda que dice que una vez los wieroos sólo se diferenciaban de nosotros
en que poseían alas rudimentarias. Vivían en aldeas en el país galu, y aunque los dos pueblos
guerreaban con frecuencia, no se odiaban. En aquellos días cada raza venía desde el principio y había
gran rivalidad respecto a cuál era la más alta en la escala de la evolución. Los wieroos desarrollaron
los primeros eos-ata-lu, pero eran siempre machos: nunca pudieron reproducir mujeres. Lentamente
empezaron a desarrollar ciertos atributos mentales que, consideraron, los situaban en un nivel aún más
alto y que les dieron muchas ventajas sobre nosotros: sus mentes se volvieron como las estrellas y los
ríos, moviéndose siempre de la misma forma, sin variar nunca. Llamaron a esto tas-ad, que significa
hacerlo todo bien, o, en otras palabras, al modo wieroo. Si amigo o enemigo, bien o mal, se interpone
en el camino del tas-ad, debe ser aplastado.
«Pronto los galus y las razas inferiores de hombres llegaron a odiarlos y temerlos. Fue entonces
cuando los wieroos decidieron llevar el tas-ad a todos los rincones del mundo. Eran muy belicosos y
muy numerosos, aunque hacía tiempo que habían adoptado la política de matar a todos aquellos cuyas
alas no mostraban un desarrollo avanzado.
«Tardaron muchos años en que esto sucediera: lentamente se produjeron cambios distintos. Pero por
fin los wieroos tuvieron alas que pudieran usar. Pero como siempre hacían la guerra a sus vecinos
fueron odiados por toda criatura de Caspak, pues nadie quería su tas-ad, y por eso usaron sus alas para
volar a esta isla cuando las otras razas se volvieron contra ellos y amenazaron con matarlos a todos.
Tan crueles y sedientos de sangre se habían vuelto que ya no tienen corazones que latan con amor o
compasión: pero su misma crueldad y maldad les impidió conquistar a las otras razas, ya que eran
también crueles y malvados entre sí, y ningún wieroo confiaba en otro.
«Siempre estaban matando a sus superiores para poder conseguir poder y posesiones, hasta que por fin
surgió quien fue más poderoso que los demás con un tas-ad propio. Congregó a su alrededor a algunos
de los más terribles wieroos, y entre ellos hicieron leyes que quitaron a todos los wieroos las armas
que poseían, menos a estos.
«Ahora su tas-ad ha alcanzado un plano superior entre ellos. Hacen muchas cosas maravillosas que
nosotros no podemos hacer. Piensan grandes pensamientos, sin duda, y aún sueñan con grandezas por
venir, pero sus pensamientos y sus actos están regulados por años de costumbre: todos son iguales, y
son infelices.
Mientras la muchacha hablaba, los dos avanzaban firmemente por el pasadizo junto al río. Habían
recorrido una distancia considerable cuando desde lejos les llegó el rugido ahogado del agua al caer,
que aumentó de volumen mientras avanzaban hasta que por fin llenó el pasadizo de un estruendo
ensordecedor. Entonces el pasadizo terminó en un muro liso, pero en un hueco a la derecha había una
escalera que subía, y a la izquierda una puerta que daba al río. Bradley probó primero con la puerta y,
al abrirla, sintió el golpe del agua contra su cara. El pequeño recodo ante la puerta estaba mojado y
resbaladizo, y el rugido del agua era tremendo. Sólo podía haber una explicación: habían llegado a una
cascada, y si el pasadizo terminaba aquí, su huida había quedado cortada, ya que evidentemente era
imposible seguir el lecho del río y ascender por la catarata.
Como la escalera era la única alternativa, los dos se volvieron hacia ella y, el hombre primero,
iniciaron el ascenso a través de un pozo similar al que los había llevado a las plantas superiores del
templo. Mientras subía, Bradley buscaba aberturas en los lados del pozo, pero no descubrió ninguna
por debajo de los quince metros. A la primera a la que llegó estaba entornada, dejando que una leve
luz fluyera al pozo. Se detuvo, y la muchacha llegó a su lado, y juntos se asomaron a la rendija y
vieron una cámara de techo bajo donde había varias mujeres galu y un número igual de horribles
pequeñas réplicas de los wieroos adultos con las que Bradley no estaba familiarizado.
Pudo sentir que el cuerpo de la muchacha se apretujaba contra el suyo y se echaba a temblar mientras
sus ojos se posaban sobre los reclusos de la habitación, e involuntariamente le rodeó los hombros con
un brazo, como para protegerla de un peligro que sentía aunque no llegaba a reconocer.
–Pobrecillas –susurró ella–. Éste es su horrible destino: ser prisioneras bajo la superficie de la ciudad
con sus horribles hijos, a quienes odian tanto como odian a sus padres. Los wieroos mantienen a sus
hijos así escondidos hasta que se hacen adultos por miedo a que sean asesinados por sus semejantes.
Las habitaciones inferiores de la ciudad están llenas de muchos casos como éste.
Varios metros más arriba había una segunda puerta y tras ella encontraron una habitación pequeña
llena de comida y cuencos de madera. Una ventana con rejas en una pared daba a un callejón, y a
través de ella pudieron ver que estaban justo debajo del techo del edificio. Se acercaba la noche, y a
una sugerencia de Bradley decidieron ocultarse aquí hasta después de que oscureciera y luego subir al
tejado y explorar.
Poco después de acomodarse oyeron algo descender por la escala. Esperaron que continuara hueco
abajo, y contuvieron la respiración mientras el sonido se acercaba a la puerta del almacén. El corazón
se les encogió cuando oyeron abrirse la puerta y entre las rendijas en los cuencos vieron a un wieroo
con franja amarilla entrar en la habitación. Lo reconocieron de inmediato, y la muchacha reaccionó
apretando súbitamente el brazo de Bradley. Era el wieroo de la franja amarilla en cuyo habitáculo
había visto Bradley por primera vez a la muchacha.
La criatura llevaba un cuenco de madera que llenó con comida seca de varios de los aljibes; entonces
se dio la vuelta y salió de la habitación. Bradley pudo ver a través de la puerta parcialmente abierta
que bajaba por la escala. La muchacha le dijo que le llevaba comida a las mujeres y jóvenes de abajo,
y que aunque podía regresar inmediatamente, era posible que se quedara allí un rato.
–Estamos justo debajo del lugar de la puerta amarilla –dijo–. Está lejos del límite de la ciudad; tan
lejos que no tendremos ninguna esperanza de escapar si subimos al tejado.
–Creo que de todos los lugares en Oo-oh este será el más fácil para escapar –replicó el hombre–. De
todas formas, quiero regresar al lugar de la puerta amarilla y recuperar mi pistola si está allí.
–Está allí todavía –respondió la muchacha–. Vi cómo la metía en un cofre donde guarda las cosas que
coge a sus prisioneros y sus víctimas.
–¡Bien! –exclamó Bradley–. Vamos, rápido.
Y los dos cruzaron la habitación hasta el pozo y subieron la escala hasta llegar a otra puerta que daba a
una habitación vacía, la misma en la que Bradley había encontrado a la muchacha. Encontrar la pistola
fue cuestión de un momento por parte de la compañera de Bradley; luego, a una señal del inglés, lo
siguió hasta la puerta amarilla.
Había oscurecido bastante cuando los dos se internaron en el estrecho pasillo entre dos edificios. Unos
cuantos pasos los llevaron sin ser descubiertos a la puerta del almacén donde se encontraba el cuerpo
de Fosh-bal-soj. En la distancia, hacia el templo, pudieron oír sonidos como de una gran concentración
de wieroos: el peculiar y agudo gemido que se alzaba sobre el batir de incontables alas.
–Se han enterado de la muerte de El Que Habla por Luata –susurró la muchacha–, y cuando nos
encuentren, nos despedazarán, pues sólo los wieroos pueden matar... sólo ellos pueden practicar el tas-
ad.
–Pero a ti no te matarán –dijo Bradley–. Tú no lo mataste.
–No les importará –insistió ella–. Si nos encuentran juntos, nos matarán a los dos.
–No nos encontrarán juntos –anunció Bradley decididamente–. Tú te quedarás aquí... no estarás peor
que antes de que yo llegara, y yo iré lo más lejos que pueda y daré cuenta de tantos como pueda antes
de que me maten. ¡Adiós! Eres una chica muy buena. Ojalá hubiera podido ayudarte.
–No –gimió ella–. No me dejes. Prefiero morir. Tenía esperanza de encontrar algún medio de regresar
a mi país. Quería volver con An-Tak, que estará muy solo sin mí; pero ahora sé que nunca será
posible. Es difícil matar la esperanza, aunque la mía está casi muerta. No me dejes.
–¡An-Tak! –repitió Bradley–. ¿Amabas a un hombre llamado An-Tak?
–Sí –replicó la muchacha–. An-Tak había salido a cazar cuando los wieroos me capturaron. ¡Cómo
debe de haber desesperado por mí! También era cos-ata-lu, doce lunas mayor que yo, y habíamos
estado toda la vida juntos.
Bradley permaneció en silencio. Así que ella amaba a An-Tak. No tuvo valor de decirle que An-Tak
había muerto, ni cómo.
Se detuvieron a escuchar ante la puerta del almacén de Fosh-bal-soj. De dentro no llegaba sonido
alguno, y suavemente Bradley abrió la puerta. Todo era negra oscuridad en el interior, pero poco
después sus ojos se acostumbraron a la penumbra que aliviaba parcialmente la suave luz de las
estrellas desde el exterior. El inglés buscó y encontró las cosas por las que había venido: dos túnicas,
dos pares de alas muertas y varios tramos de cuerda de fibra. Ajustó con la cuerda un par de alas a los
hombros de la muchacha. Luego la envolvió en la túnica, cubriéndole la cabeza con la capucha.
La oyó jadear de asombro cuando advirtió la ingenuidad y la osadía de su plan; entonces le indicó que
le ajustara el otro par de alas y la túnica. Trabajando con dedos fuertes y diestros ella pronto terminó el
trabajo, y los dos salieron al tejado, en todos los sentidos auténticos wieroos. Además de su pistola
Bradley llevaba la espada del profeta wieroo muerto, mientras que la muchacha iba armada con la
pequeña hoja del wieroo rojo.
Uno al lado del otro caminaron lentamente por los tejados, dirigiéndose al norte de la ciudad. Los
wieroos aleteaban alrededor de ellos y varias veces pasaron junto a otros que caminaban o se sentaban
en los tejados. Desde el templo todavía llegaban ruidos de conmoción, ahora taladrados por
ocasionales alaridos.
–Los asesinos están desatados –susurró la muchacha–. Así otro se convertirá en la lengua de Luata.
Eso nos viene bien, ya que los mantiene demasiado ocupados para tener tiempo para buscarnos.
Piensan que no podemos escapar de la ciudad, y saben que no podemos dejar la isla... lo mismo que
creo yo.
Bradley negó con la cabeza.
–Si hay algún medio, lo encontraremos.
–No lo hay –respondió la muchacha.
Bradley no contestó, y continuaron en silencio hasta que el extremo exterior de los tejados se hizo
visible ante ellos.
–Casi hemos llegado –susurró él.
La muchacha le buscó los dedos y los apretó. Bradley pudo sentir los de ella temblar mientras devolvía
el apretón, pero no le soltó la mano. Así, llegaron al borde del último tejado.
Se detuvieron y miraron alrededor. Verlos intentar bajar al suelo traicionaría el hecho de que no eran
wieroos. Bradley deseó que sus alas estuvieran unidas a sus cuerpos por medio de músculo y hueso y
no de cuerdas de fibra. Un wieroo aleteaba en las alturas. Otros dos se hallaban junto a una puerta a
unos pocos metros de distancia. Colocándose entre ellos y uno de los pedestales exteriores que
sostenían uno de los numerosos cráneos, Bradley ató un trozo de cuerda al pedestal y dejó caer el otro
extremo al suelo, fuera de la ciudad. Entonces esperaron.
Pasó una hora antes de que el terreno quedara completamente despejado y un momento en que no
hubiera ningún wieroo a la vista.
–¡Ahora! –susurró Bradley. Y la muchacha cogió la cuerda y se deslizó por el borde del tejado a la
oscuridad de abajo. Un instante después Bradley sintió dos rápidos tirones a la cuerda e
inmediatamente siguió a la muchacha.
Cruzaron un estrecho claro y se introdujeron en el bosque más allá. Caminaron toda la noche,
siguiendo el río corriente arriba hacia su fuente, y al amanecer se refugiaron en un bosquecillo junto al
caudal. En ningún momento oyeron los rugidos de los carnívoros, y aunque muchos animales
asustados huían de ellos, no fueron amenazados por ninguna bestia salvaje. Cuando Bradley expresó
su sorpresa por la ausencia de las más feroces bestias que son tan numerosas en la tierra firme de
Caprona, la muchacha aclaró el motivo que explicaba sus antiguas leyendas.
–Cuando los wieroos desarrollaron alas con las que pudieron volar, encontraron esta isla vacía de
ninguna otra vida más que los pocos reptiles que vivían en la tierra y en el agua, y sólo cerca de la
costa. Como necesitaban carne para comer, los wieroos llevaron a la isla los animales que desearon
para ese propósito. Todavía los traen ocasionalmente, y esto 1 aumento natural les proporciona carne
fresca.
–Como haremos nosotros –sugirió Bradley.
El primer día permanecieron ocultos, comiendo sólo la comida seca Bradley había cogido del templo,
y la noche siguiente emprendieron de nuevo el camino río arriba, continuando firmemente hasta casi el
amanecer, cuando llegaron a unas lomas donde el río serpenteaba a través de un barranco: ahora era
poco más que un riachuelo, y el agua era clara y fría y estaba llena de peces similares a las truchas
pero mucho más grandes. Como no deseaban abandonar la corriente los dos chapotearon siguiendo su
curso hasta que llegaron a un punto donde el barranco se ensanchaba entre macizos perpendiculares y
continuaba en un bosquecillo de tierra llana. Aquí se detuvieron, pues también terminaba el arroyo.
Habían llegado a su fuente: muchos manantiales fríos borboteaban en el centro de un pequeño
anfiteatro natural en las colinas y formaban una clara y hermosa laguna a la sombra de los árboles a un
lado, limitada por un pequeño claro al otro.
Cuando salió el sol vieron que habían llegado a un lugar donde podían ocultarse de los wieroos
durante mucho tiempo y también defenderse de estas criaturas aladas, ya que los árboles los
protegerían de un ataque desde el aire y también entorpecer los movimientos de las criaturas si
intentaban seguirlos al bosque.
Durante tres días descansaron aquí antes de intentar explorar las inmediaciones. Al cuarto, Bradley
declaró que iba a escalar los macizos rocosos para ver qué había más allá. Le dijo a la muchacha que
permaneciera oculta, pero ella se negó a quedarse sola, diciendo que fuera cual fuese su destino,
pretendía compartirlo, así que Bradley se vio obligado a permitirle que lo acompañara. Se abrieron
paso a través de los bosques en la cima del promontorio, dirigiéndose hacia el norte, y había recorrido
una corta distancia cuando el bosque terminó y ante ellos vieron las aguas del mar interior y
tenuemente, en la distancia, la ansiada costa.
La playa se encontraba a unos doscientos metros del pie de la colina donde se encontraban, no había
ningún árbol ni ninguna otra forma de refugio entre ellos y el agua hasta donde podían ver arriba y
abajo de la costa. Entre otros planes Bradley había pensado en construir una balsa cubierta con la que
pudieran llegar a tierra, pero semejante embarcación tendría que ser de un peso considerable, y habría
que construirla en el agua, ya que no podían esperar moverla ni siquiera una corta distancia.
–Si este bosque estuviera tan solo al borde del agua... –suspiró.
–Pero no lo está –le recordó la muchacha–. Aprovechemos lo que tenemos. Hemos escapado de la
muerte al menos por algún tiempo. Tenemos comida y agua y paz, y nos tenemos el uno al otro. ¿Qué
más podríamos tener en tierra?
–¡Pero pensé que querías volver a tu país! –exclamó él.
Ella clavó la mirada en el suelo y casi se dio la vuelta.
–Sí, pero soy feliz aquí. Podría ser un poco más feliz.
Bradley reflexionó en silencio.
«¡Tenemos comida y agua y paz, y nos tenemos el uno al otro!», se repitió.
Se volvió y miró a la muchacha, y fue como si en los días que habían estado juntos esta fuera la
primera vez que la veía realmente. Las circunstancias que los habían unido, los peligros que habían
atravesado, todas las extrañas y horribles situaciones que habían formado el trasfondo de su
concepción de ella habían tenido su efecto: ella no había sido más que la compañera de una aventura;
su confianza en sí misma, su resistencia, su lealtad, habían sido únicamente lo que un hombre podría
esperar de otro, y vio que había asumido inconscientemente hacia ella la misma ac titud que podría
haber asumido hacia un hombre. Sin embargo, había habido una diferencia: Bradley recordó ahora la
extraña sensación de júbilo que lo asaltaba en las ocasiones en que la muchacha le había apretado la
mano, y la tristeza que había seguido a su declaración de amor a An-Tak.
Dio un paso hacia ella. Una feroz ansia por agarrarla y aplastarla entre sus brazos lo inundó, y
entonces en la pantalla de sus recuerdos apareció la imagen de una mansión entre amplios jardines y
viejos árboles y un anciano orgulloso con pobladas cejas, un anciano que mantenía la cabeza muy alta,
y Bradley sacudió la cabeza y se volvió de nuevo.
Regresaron a su pequeña pradera, y los días fueron y vinieron, y el hombre fabricó una lanza y un arco
y flechas y cazó con ellos para poder tener carne, e hizo anzuelos con huesos de peces y capturó peces
con maravillosas moscas de su propia invención; y la muchacha recogió frutos y cocinó la carne y los
peces e hizo lechos de ramas y hierbas blandas. Curtió las pieles de los animales que él mataba y las
ablandó a base de golpes. Hizo sandalias para ella y para el hombre y dio forma a una piel al estilo de
las que llevaban los guerreros de su tribu y se la entregó al hombre para que la llevara, pues sus ropas
estaban hechas jirones.
Ella era siempre igual: dulce y amable y servicial, pero siempre había en sus modales y su expresión
un rastro de tristeza, y a menudo se sentaba y miraba al hombre cuando él no se daba cuenta, el
entrecejo arrugado como si intentara sondearlo y comprenderlo. En la cara del acantilado Bradley
abrió una cueva en el granito podrido que componía la colina, fabricando un refugio contra las lluvias.
Traía madera para la hoguera que usaban sólo a medio día (un momento en que era poco probable que
los wieroos estuvieran volando tan lejos de su ciudad), y luego aprendió a cubrirla con tierra de
manera que las ascuas aguantaran hasta el mediodía siguiente sin desprender humo.
Siempre planeaba llegar a tierra firme, y no pasaba un solo día que no subiera a lo alto de la colina y
contemplara la oscura y lejana línea que para él significaba una libertad comparativa y la posibilidad
de reunirse con sus camaradas. La muchacha siempre lo acompañaba, se colocaba a su lado y
contemplaba la severa expresión de su rostro con un deje de tristeza en el suyo.
–No eres feliz –dijo una vez.
–Debería estar allí con mis hombres –respondió él–. No sé qué puede haberles sucedido.
–Quiero que seas feliz –dijo ella sencillamente–, pero me sentiría muy sola si te fueras y me dejaras
aquí.
Él le colocó la mano en el hombro.
–No haría eso, pequeña –dijo amablemente–. Si no puedes venir conmigo, no me iré. Si uno de los dos
tiene que irse solo, serás tú.
La cara de ella se iluminó con una maravillosa sonrisa.
–Entonces no nos separaremos –dijo–, pues nunca te dejaré mientras los dos vivamos.
Él la miró a la cara un momento, y entonces preguntó:
–¿Quién era An-Tak?
–Mi hermano –respondió ella–. ¿Por qué?
Y entonces, aún menos que antes, pudo él contárselo. Fue entonces cuando hizo algo que nunca había
hecho antes: la rodeó con los brazos e, inclinándose, la besó en la frente.
–Hasta que encuentres a An-Tak –dijo–, yo seré tu hermano.
Ella se apartó.
–Ya tengo un hermano –dijo–, y no quiero otro.
Capítulo V
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas se convirtieron en meses, y los meses se
sucedieron unos a otros en una lenta procesión de días calurosos y húmedos y noches cálidas y
húmedas Los fugitivos nunca vieron a un solo wieroo durante el día, aunque a menudo oían de noche
el horrible batir de alas gigantescas sobre ellos.
Cada día era igual que el anterior. Bradley nadaba durante unos minutos en la fría laguna cada mañana
temprano, y después de un tiempo la muchacha lo probó y le gustó. En la parte central era lo bastante
profunda como para poder nadar, y así le enseñó a nadar: ella fue probablemente la primera humana en
todas las largas eras de Caspak en hacerlo. Y luego, mientras ella preparaba el desayuno, el hombre se
afeitaba: esto no dejaba de hacerlo nunca. Al principio fue una fuente de asombro para la muchacha,
pues los hombres galu son lampiños.
Cuando necesitaban carne, él cazaba, y de lo contrario se entretenía mejorando su refugio, haciendo
armas nuevas y mejores, perfeccionando su conocimiento del lenguaje de la muchacha y enseñándola
a hablar y escribir en inglés: cualquier cosa que los mantuviera a ambos ocupados. Seguía pensando en
nuevos planes para escapar, pero cada vez con menos entusiasmo, ya que cada nueva idea presentaba
algún obstáculo insuperable.
Y entonces un día, como un rayo caído del cielo, sucedió algo que acabó con la paz y seguridad de su
santuario para siempre. Bradley estaba saliendo del agua después de su chapuzón matutino cuando
desde lo alto llegó el sonido de alas batiendo. Al alzar rápidamente la cabeza el hombre vio un wieroo
de túnica blanca volando lentamente sobre él. No pudo dudar que había sido descubierto porque la
criatura incluso redujo su altura para asegurarse de que había visto a un hombre. Entonces se elevó
rápidamente y se alejó camino de la ciudad.
Durante dos días Bradley y la muchacha vivieron en un constante estado de aprensión, esperando el
momento en que los cazadores vinieran a por ellos; pero no sucedió nada hasta después del amanecer
del tercer día, cuando el sonido de las alas les anunció que los wieroos se acercaban. Juntos se
dirigieron a la linde del bosque y vieron en el cielo a cinco criaturas de túnica roja que descendían
trazando espirales cada vez más bajas hacia el pequeño anfiteatro. No intentaban ocultar que llegaban,
seguros de su habilidad para superar a estos dos fugitivos, y con enorme confianza en sí mismos
aterrizaron en el claro, a unos pocos metros del hombre y la muchacha.
Siguiendo un plan que ya habían discutido, Bradley y la chica se retiraron lentamente hacia los
bosques. Los wieroos avanzaron, llamándolos para que se rindieran; pero ellos no replicaron.
Avanzaron más y más hacia el pequeño bosque, permitiendo que se acercaran cada vez más; entonces
Bradley dio la vuelta hacia el claro, evidentemente para gran placer de los wieroos, que ahora los
seguían más confiados, esperando el momento en que dejaran atrás los árboles y pudieran usar sus
alas. Se habían desplegado en formación semicircular ahora, con la evidente intención de impedir que
los dos regresaran al bosque. Cada wieroo avanzaba con su hoja curva en la mano, sus horribles
rostros vacíos de toda expresión.
Fue entonces cuando Bradley abrió fuego con su pistola: tres disparos, apuntados con cuidadosa
deliberación, pues hacía mucho tiempo que no usaba el arma, y no podía permitirse malgastar
munición fallando. Ante cada disparo cayó un wieroo; y los dos restantes intentaron escapar volando,
gritando y chillando a la manera de su especie. Cuando un wieroo corre, sus alas se despliegan casi sin
que lo pretenda, ya que desde tiempo inmemorial siempre las han usado para equilibrarse y acelerar su
velocidad de manera que al descubierto parecen rozar la superficie del suelo cuando intentan correr.
Pero aquí en el bosque, entre los árboles, el despliegue de las alas les jugó a la contra: los retrasó y los
detuvo y los arrojó al suelo, y Bradley se alzó sobre ellos amenazándolos con una muerte instantánea
si no se rendían, prometiéndoles la libertad si se plegaban a sus exigencias.
–Como habéis visto –exclamó–, puedo mataros desde lejos cuando quiera. No podéis escapar de mí.
Vuestra única esperanza se basa en la obediencia. ¡Rápido, u os mataré!
Los wieroos se detuvieron y se volvieron hacia él.
–¿Qué quieres de nosotros? –preguntó uno.
–Soltad vuestras armas –ordenó Bradley. Después de un momento de vacilación, obedecieron.
–¡Ahora acercaos!
Un gran plan (el único plan) se había formado súbitamente en su mente.
Los wieroos se acercaron y se detuvieron siguiendo sus órdenes. Bradley se volvió hacia la muchacha.
–Hay cuerda en el refugio –dijo–. ¡Tráela!
Ella así lo hizo, y entonces él le indicó que atara un extremo al tobillo de uno de los wieroos y el
extremo opuesto al segundo. Las criaturas dieron muestras de sentir gran temor, pero no se atrevieron
a intentar impedir la acción.
–Ahora salid al claro –dijo Bradley–, y recordad que estoy detrás y que dispararé al primero que
intente escapar: eso detendrá al otro hasta que pueda matarlo también.
Los hizo detenerse cuando llegaron al claro.
–La muchacha subirá a la espalda del que va delante –anunció el inglés–. Yo montaré al otro. Ella
lleva una hoja afilada, y yo llevo este arma que sabéis que mata fácilmente en la distancia. Si
desobedecéis en lo más mínimo las instrucciones que voy a daros, moriréis los dos. Si tenemos que
morir con vosotros, no nos importará. Si obedecéis, os prometo que os liberaré sin haceros daño.
«Nos llevaréis al oeste, y nos depositaréis en la orilla de la tierra firme... eso es todo. Ese es el precio
de vuestras vidas. ¿Estáis de acuerdo?
A regañadientes, los wieroos aceptaron. Bradley examinó los nudos que ataban la cuerda a sus tobillos,
y tras considerar que eran seguros indicó a la muchacha que montara a la espalda del primer wieroo,
mientras que él lo hacía en el otro. Entonces dio la señal para que los dos se elevaran juntos. Con un
fuerte batir de sus poderosas alas, las criaturas saltaron al aire, trazaron un círculo antes de superar las
copas de los árboles de la colina y luego se dirigieron al oeste sobre las aguas del mar.
En ninguna parte pudo ver Bradley rastro de los otros wieroos, ni de las otras amenazas que había
temido pudieran frustrar sus planes de huida: los enormes reptiles alados que tan numerosos son sobre
las zonas del sur de Caspak y que a menudo se ven, aunque en menor número, más al norte.
La tierra firme se acercaba más y más: una amplia pradera que se extendía al pie de una altiplanicie
que se extendía ante ellos. Los puntitos que veían se convirtieron en manadas de ciervos y antílopes y
bos; un enorme rinoceronte lanudo chapoteaba en un charco de barro a la derecha, y más allá, un
poderoso mamut comía las hojas tiernas de un alto árbol. Los rugidos y gritos y gruñidos de los
gigantescos carnívoros llegaban levemente a sus oídos. Ah, esto era Caspak. Pese a todos sus peligros
y su salvajismo primigenio causó en la garganta del inglés una sensación de plenitud, como la de
alguien que ve y oye los sonidos y vistas familiares de su casa después de una larga ausencia.
Entonces los wieroos se posaron en el césped cuajado de flores que crecía casi al borde del agua, los
fugitivos desmontaron de sus espaldas, y Bradley le dijo a las criaturas de túnica roja que eran libres
para marcharse.
Cuando les cortó las cuerdas de los tobillos, se alzaron emitiendo aquel chillido increíble que siempre
provocaba un escalofrío en el inglés, y con sus poderosas alas se marcharon volando hacia la temible
Oo-oh.
Cuando las criaturas se marcharon, la muchacha se volvió hacia Bradley.
–¿Por qué has hecho que nos traigan aquí? –preguntó–. Ahora estamos lejos de mi país. Puede que
nunca vivamos para alcanzarlo, ya que estamos entre enemigos que, aunque no de manera tan horrible,
nos matarán igual que lo harían los wieroos si nos capturaran, y tenemos por delante muchas jornadas
de marcha a través de tierras llenas de bestias salvajes.
–Por dos razones –replicó Bradley–. Me dijiste que hay dos ciudades wieroo en el extremo oriental de
la isla. Haber pasado cerca de cualquiera de ellas podría haber atraído a cientos de criaturas de quienes
no habríamos podido escapar. Además, mis amigos deben de estar cerca de este lugar: no podemos
estar a más de dos jornadas de marcha del fuerte del que te he hablado. Es mi deber regresar con ellos.
Si siguen viviendo, encontrarán un medio de devolverte a tu pueblo.
–¿Y tú? –preguntó la muchacha.
–Escapé de Oo-oh –respondió Bradley–. He conseguido lo imposible una vez, y lo conseguiré de
nuevo: escaparé de Caspak.
No la estaba mirando a la cara mientras le respondía, y por eso no vio la sombra de tristeza que cruzó
su semblante. Cuando volvió a alzar los ojos, ella sonreía.
–Lo que tú desees, yo lo deseo –dijo la muchacha.
Se dirigieron al sur siguiendo la playa, donde caminar era más fácil, pero siempre manteniéndose lo
bastante cerca de los árboles para asegurarse poder encontrar refugio de las bestias y reptiles que tan a
menudo los amenazaban. Eran las últimas horas de la tarde cuando la muchacha cogió de pronto a
Bradley por el brazo y señaló hacia adelante.
–¿Qué es eso? –susurró–. ¿Qué extraño reptil es ese?
Bradley miró en la dirección que indicaba su dedo. Se frotó los ojos y volvió a mirar, y entonces la
agarró por la muñeca y la empujó rápidamente tras unos matorrales.
–¿Qué es eso? –preguntó ella.
–Es el reptil más temible que han conocido las aguas de este mundo –replicó él–. ¡Es un submarino
alemán!
Una expresión de asombro y comprensión iluminó los rasgos de la muchacha.
–¡Es la cosa de la que me hablaste –exclamó–, la cosa que nada bajo el agua y lleva a los hombres en
su vientre!
–Así es.
–¿Entonces por qué te escondes? –preguntó la muchacha–. Dijiste que ahora pertenecía a tus amigos.
–Han pasado muchos meses y no sé qué ha pasado con mis amigos –replicó él–. No puedo saber qué
les ha ocurrido. Hace tiempo que tendrían que haberse marchado en esa embarcación, y por eso no
puedo comprender que esté todavía aquí. Voy a investigar primero antes de dejarme ver. Cuando me
marché, había más alemanes en el U-33 que hombres de mi grupo en el fuerte, y tengo suficiente
experiencia con los alemanes para saber que hay que vigilarlos de cerca.
Abriéndose paso por un bosquecillo que se alzaba a unos pocos metros tierra adentro, los dos se
arrastraron sin ser vistos hacia el submarino, que estaba atracado en la orilla, en un lugar que Bradley
reconoció ahora como cercano al pozo de petróleo al norte de Fuerte Dinosaurio. Se detuvieron lo más
cerca posible del submarino, agazapados entre la tupida vegetación, y vigilaron la embarcación en
busca de signos de vida humana. Las escotillas estaban cerradas: no se podía ver ni oír a nadie.
Bradley vigiló durante cinco minutos, y entonces decidió subir a bordo a investigar. Se había puesto en
pie para llevar a cabo su propósito cuando oyó, en tono fuerte y amenazador, una andanada de
maldiciones y juramentos en alemán, y la expresión Englische schewinhunde repetida varias veces. La
voz no procedía de la dirección del submarino, sino de tierra adentro. Bradley avanzó arrastrándose
hasta llegar a un punto donde, a través de las enredaderas que colgaban de los árboles, pudo ver a un
grupo de hombres que caminaban hacia la orilla.
Vio al barón Friedrich von Schoenvorts y a seis de sus hombres, todos armados, que avanzaban
rodeando a un grupo de hombres entre quienes se hallaban Olson, Brady, Sinclair, Wilson y Whitely.
Bradley no sabía nada de la desaparición de Bowen Tyler y la señorita La Rué, ni de la perfidia de los
alemanes al bombardear el fuerte y su intento de escapar en el U-33; pero no se sorprendió en absoluto
por lo que veía.
El grupito avanzaba lentamente, los prisioneros se tambaleaban bajo los pesados toneles de petróleo,
mientras que Schwartz, uno de los oficiales alemanes, los maldecía y los golpeaba caprichosamente
con una vara de madera. Von Schoenvorts caminaba detrás de la columna, animando a Schwartz y
riendo por la incomodidad de los británicos. Dietz, Heinz y Klatz también parecían disfrutar
inmensamente de la diversión; pero dos de los hombres (Plesser y Hindle), marchaban con la mirada
fija al frente y una mueca de disgusto en el rostro.
Bradley sintió que la sangre le ardía en las venas al ver las cobardes indignidades a las que eran
sometidos sus hombres, y en el breve espacio de tiempo que la columna tardó en llegar al lugar donde
esta escondido trazó sus planes, aunque parecían una locura. Entonces acercó a la muchacha hacia él.
–Quédate aquí –susurró–. Voy a salir a pelear contra esas bestias; pero me matarán. No dejes que te
vean. No dejes que te cojan viva. Son más crueles, más cobardes, más bestiales que los wieroos. La
muchacha se apretó contra él, la cara muy blanca. –Ve, si es necesario –susurró–, pero si mueres, yo
moriré, pues no puedo vivir sin ti.
Él la miró súbitamente a los ojos.
–¡Oh! –exclamó–. ¡Qué idiota he sido! Yo tampoco podría vivir sin ti, pequeña.
Y la atrajo hacia sí y la besó en los labios. –Adiós.
Se soltó de sus brazos y miró de nuevo a tiempo de ver que la retaguardia de la columna acababa de
pasar. Entonces se puso en pie y saltó rápida y silenciosamente.
De repente von Schoenvorts sintió que le colocaban un arma en la nuca y le quitaban la pistola de la
cartuchera. Soltó un grito de temor y advertencia, y sus hombres se volvieron para ver a un hombre
blanco medio desnudo que sujetaba con fuerza a su líder desde atrás y los apuntaba con una pistola por
encima de su hombro.
–¡Soltad esas armas! –dijo con cortas y afiladas sílabas en un alemán perfecto–. Soltadlas o le meteré
una bala en la cabeza a von Schoenvorts.
Los alemanes vacilaron un momento, mirando primero hacia von Schoenvorts y luego a Schwartz,
quien evidentemente era el segundo al mando, en busca de órdenes.
–Es el cerdo inglés, Bradley –gritó este último–, y está solo. ¡Id a por él!
–Ve tú mismo –gruñó Plesser.
Hindle se acercó a Plesser y le murmuró algo. Éste asintió. De repente von Schoenvorts giró sobre sus
talones y agarró la pistola de Bradley con ambas manos.
–¡Ahora! –gritó–. ¡Venid y cogedlo, rápido!
Schwartz y los otros tres saltaron hacia adelante; pero Plesser y Hindle se quedaron atrás, mirando
vacilantes a los prisioneros ingleses. Entonces Plesser habló.
–Es vuestra oportunidad, ingleses –dijo en voz baja–. Sujetadnos a Hindle y a mí y quitadnos las
armas... no ofreceremos resistencia.
Olson y Brady no tardaron en hacer caso a la sugerencia. Habían visto suficiente del brutal tratamiento
que von Schoenvorts daba a sus hombres y las atenciones especialmente venenosas que disfrutaba
infligiendo a Plesser y Hindle para comprender que el deseo de venganza de estos dos hombres podía
ser sincero. En un momento los dos alemanes fueron desarmados y Olson y Brady corrieron para
apoyar a Bradley. Pero ya parecía demasiado tarde.
Von Schoenvorts había conseguido hacer dar la vuelta al inglés, de modo que le daba la espalda a
Schwartz y los otros alemanes que avanzaban hacia él. Schwartz casi había alcanzado a Bradley y
estaba dispuesto a golpearlo con la culata de su rifle. Brady y Olson corrían hacia los alemanes,
seguidos de Wilson, Whitley y Sinclair, dispuestos a apoyarlos con los puños desnudos.
Parecía que Bradley estaba perdido cuando, aparentemente de la nada, silbó una flecha que alcanzó a
Schwartz en el costado, lo atravesó en parte y lo derrumbó al suelo. El hombre cayó con un alarido, y
al mismo tiempo Olson y Brady vieron la esbelta figura de una muchacha de pie al borde de la jungla,
colocando otra flecha en su arco.
Bradley había conseguido liberar su brazo de la tenaza de von Schoenvert y lo derribó dándole un
golpe con la culata de su pistola. El resto de los ingleses y alemanes se enzarzaron en una lucha cuerpo
a cuerpo. Plesser y Hindle permanecieron apartados de la melé e instaron a sus camaradas a rendirse y
a unirse a los ingleses contra la tiranía de von Schoenvorts. Heinz y Klatz, posiblemente influenciados
por sus palabras, apenas pusieron resistencia; pero Dietz, un prusiano enorme, barbudo y con cuello de
toro, gritando como un maníaco, intentó exterminar al Englische schweihunde con su bayoneta, pues
temía disparar por miedo a matar a alguno de sus camaradas.
Fue Olson quien se enfrentó a él, y aunque no estaba acostumbrado al rifle largo y la bayoneta
alemanas, recibió el embiste del huno con la fría y cruel precisión y la ciencia de la lucha con bayoneta
inglesa. No hubo ninguna finta, ninguna retirada, ni esquivó lo que tampoco era un ataque. La lucha
con bayonetas no es hoy un espectáculo hermoso de ver: no es esgrima artística donde los hombres
dan y toman. Es una matanza inevitable que acaba rápidamente.
Dietz saltó locamente hacia la garganta de Olson. Tan cerca, con sólo girar la bayoneta a la izquierda
la afilada hoja pasó por encima del hombro izquierdo del inglés. Al instante Olson dio un paso
adelante, hizo resbalar el rifle entre sus manos y lo agarró por debajo de la boca y con un corto y
brusco impulso envió la hoja bajo la barbilla de Dietz, hasta el cerebro. Lo hizo tan rápidamente y tan
rápidamente retiró la hoja que Olson había girado para enfrentarse a otro adversario antes de que el
cadáver del alemán se hubiera derrumbado al suelo.
Pero no había más adversarios a los que enfrentarse. Heinz y Klatz habían soltado sus rifles y, con las
manos sobre la cabeza, gritaban a todo pulmón:
–¡Kamerad! ¡Kamerad!
Von Schoenvorts todavía yacía donde había caído. Plesser y Hindle le explicaron a Bradley que se
alegraban del resultado de la pelea, pues ya no podían soportar la brutalidad del comandante del
submarino.
El resto de los hombres miraba a la muchacha que ahora avanzaba lentamente, el arco preparado.
Bradley se volvió hacia ella y alzó una mano.
–Co-Tan –dijo–, suelta el arco. Estos son mis amigos, y los tuyos –se volvió hacia los ingleses–. Ésta
es Co-Tan. Los que la habéis visto salvarme de Schwartz conocéis una parte de lo que le debo.
Los rudos hombres se congregaron alrededor de la muchacha, y cuando ella les habló en inglés
entrecortado, con una sonrisa en los labios que aumentaba el encanto de su irresistible acento, todos y
cada uno de ellos se enamoraron de ella y se convirtieron a partir de entonces en sus guardianes y sus
esclavos.
Un momento después, la atención de todos se volvió hacia Plesser, que gritaba una sarta de
imprecaciones. Se volvieron a tiempo de ver cómo el hombre corría hacia von Schoenvorts, que
acababa de levantarse del suelo. Plesser llevaba un rifle con la bayoneta calada, cogido al cadáver de
Dietz. El rostro de von Schoenvorts estaba pálido de miedo, y movía la boca como intentando pedir
ayuda, pero ningún sonido surgía de sus labios azules.
–Me golpeaste –chilló Plesser–. Una, dos, tres veces, me golpeaste, cerdo. Asesinaste a Schwerke... lo
volviste loco con tu crueldad hasta que se quitó la vida. Eres típico de tu especie... todos sois como tú
del Kaiser para abajo. Ojalá fueras el Kaiser. ¡Le haría esto!
Y atravesó con la bayoneta el pecho de von Schoenvorts. Entonces dejó que el rifle cayera con el
moribundo y se volvió hacia Bradley.
–Aquí estoy –dijo–. Hagan conmigo lo que quieran. Toda mi vida he sufrido las patadas y los insultos
de esta gente, y siempre he ido adonde me ordenaban, cantando, dispuesto a dar mi vida si era
necesario para mantenerlos en el poder. Sólo últimamente me he dado cuenta de lo tonto que he sido.
Pero ya no soy ningún tonto, y además, estoy vengado y Schewerke está vengado, así que pueden
matarme si quieren. Aquí estoy.
–Si yo fuera el rey –dijo Olson–, colgaría la Cruz Victoria de tu noble pecho. Pero como sólo soy un
irlandés de apellido sueco, que Dios me perdone por eso, lo mejor que puedo hacer es estrecharte la
mano.
–No serás castigado –dijo Bradley–. Quedáis cuatro... si los cuatro queréis trabajar con nosotros, os
aceptaremos. Pero vendréis como prisioneros.
–Me parece bien –dijo Plesser–. Ahora que el capitán ha muerto, no tenéis que temernos. Toda nuestra
vida no hemos hecho otra cosa sino obedecer a los de su clase. Si no lo hubiera matado, supongo que
sería tan tonto que lo obedecería de nuevo; pero está muerto. Ahora os obedeceremos... tenemos que
obedecer a alguien.
–¿Y vosotros? –Bradley se volvió hacia los otros supervivientes de la tripulación original del U-33.
Todos prometieron obediencia.
Los dos alemanes muertos fueron enterrados en una sola tumba, y el grupo subió al submarino y
almacenó el combustible.
Una vez allí Bradley le contó a los hombres lo que le había sucedido desde la noche del 14 de
septiembre, cuando desapareció tan misteriosamente del campamento en la altiplanicie. Ahora se
enteró por primera vez que Bowen J. Tyler Jr. y la señorita La Rué llevaban desaparecidos aún más
tiempo, y que no habían descubierto el menor rastro de ellos.
Olson le contó cómo los alemanes habían regresado y los emboscaron ante el fuerte, capturándolos
para poder utilizarlos como ayudantes en el refinamiento del petróleo y más tarde para tripular el U-
33, y Plesser contó brevemente las experiencias de la tripulación alemana a las órdenes de von
Schoenvorts desde que escaparon de Caspak meses antes: cómo perdieron el rumbo después de haber
sido bombardeados por los barcos que los encontraron cuando intentaban dirigirse hacia el norte y
cómo por fin, con las provisiones agotadas y casi sin combustible, buscaron y encontraron por fin, más
por accidente que por otra cosa, la misteriosa isla que antaño tanto se alegraron de abandonar.
–Ahora haremos planes para el futuro –anunció Bradley–. Creo que has dicho que el submarino tiene
combustible, provisiones y agua para un mes, Plesser. Somos diez para tripularlo. Tenemos que
cumplir un triste deber: debemos buscar a la señorita La Rué y al señor Tyler. Digo triste deber porque
sabemos que no los encontraremos; pero no podemos hacer otra cosa sino peinar la costa, disparando
señales a intervalos, para que al menos podamos marcharnos con el conocimiento de que hemos hecho
todo lo posible por encontrarlos.
Ninguno puso objeciones, ni alzó la voz protestando contra el plan de asegurarse al menos doblemente
antes de abandonar Caspak para siempre.
Y así se pusieron en marcha, navegando lentamente por la costa arriba y disparando ocasionalmente
con el cañón. A menudo la embarcación tenía que detenerse, y siempre había ojos ansiosos escrutando
la orilla en busca de una señal de respuesta. A últimas horas de la tarde vieron una horda de guerreros
band-lu; pero cuando la embarcación se acercó a la orilla y los nativos advirtieron que había seres
humanos a lomos del extraño monstruo marino, huyeron aterrorizados antes de que Bradley pudiera
llamarlos.
Esa noche echaron el ancla en la desembocadura de un viscoso arroyo cuyas cálidas aguas rebosaban
de millones de diminutos organismos parecidos a larvas: minúsculos engendros humanos que
iniciaban su precario viaje desde alguna charca tierra adentro hacia «el principio»; un viaje que,
quizás, sobreviviría para completar uno entre un millón. Ya, casi en la concepción de la vida, eran
recibidos por miles de bocas voraces, pues peces y reptiles de muchas clases luchaban por devorarlos,
y a su vez otras criaturas más grandes perseguían a los devoradores, para ser, a su vez, perseguidas por
las incontables otras formas que habitan las profundidades del temible mar de Caprona.
El segundo día fue prácticamente una repetición del primero. Avanzaron lentamente con frecuentes
paradas y una vez desembarcaron en el país kro-lu para cazar. Aquí fueron atacados por los hombres
de los arcos y las flechas, a quienes no pudieron persuadir de que parlamentaran con ellos. Tan
beligerantes eran los nativos que tuvieron que disparar para escapar de sus persistentes y feroces
atenciones.
–¿Qué posibilidades pudieron tener Tyler y la señorita La Rué entre esta gente? –preguntó Bradley,
mientras regresaban al submarino con sus presas.
Pero continuaron su infructuosa búsqueda, y al tercer día, después de recorrer la orilla de una profunda
cala, pasaron ante una línea de altos acantilados que formaban la orilla sur de la cala y rodearon un
afilado promontorio a eso de mediodía. Co-Tan y Bradley estaban solos en cubierta, y cuando la nueva
orilla apareció a la vista, la muchacha dejó escapar un grito de alegría y agarró la mano del hombre
con la suya.
–¡Oh, mira! –exclamó–. ¡El país galu! ¡El país galu! Es mi país, que creí no volver a ver nunca.
–¿Te alegras de volver, Co-Tan? –preguntó Bradley.
–¡Oh, me alegro tanto! ¿Vendrás conmigo? Podemos vivir aquí con mi pueblo, y serás un gran
guerrero... oh, cuando Jor muera puedes incluso ser jefe, pues no hay ningún otro guerrero más
poderoso. ¿Vendrás?
Bradley negó con la cabeza.
–No puedo, pequeña Co-Tan –respondió–. Mi país me necesita, y debo volver. Tal vez regrese algún
día. ¿No me olvidarás, Co-Tan?
Ella lo miró, con los ojos llenos de asombro.
–¿Vas a marcharte? –preguntó, con voz muy débil–. ¿Vas a dejar a Co-Tan?
Bradley contempló la cabecita inclinada. Sintió la suave mejilla contra su brazo desnudo; y sintió algo
más también: calientes lágrimas que corrían hasta la yema de sus dedos, cada una de ellas surgida del
corazón de una mujer.
Se inclinó y alzó el rostro manchado de lágrimas hasta el suyo.
–No, Co-Tan –dijo–. No voy a dejarte... vas a venir conmigo. Vas a venir a mi país para ser mi esposa.
Dime que lo harás, Co-Tan.
Y se inclinó un poco más y la besó en los labios.
No necesitó más que la maravillosa luz en sus ojos para saber que ella lo acompañaría hasta el fin del
mundo. Y entonces los artilleros subieron a disparar una nueva salva, y los dos bajaron del cielo de su
nueva felicidad a la ajada y sacudida cubierta del U-33.
Una hora más tarde el submarino navegaba cerca de la orilla de una hermosa pradera que se extendía
durante más de un kilómetro tierra adentro hasta el pie de una altiplanicie cuando Whitley llamó la
atención sobre una docena de figuras que bajaba desde allí. Invirtieron los motores y detuvieron el
submarino mientras todos se congregaban en cubierta para ver al pequeño grupo que corría hacia ellos
cruzando el prado.
–Son galus –exclamó Co-Tan–. Son mi propio pueblo. Dejadme que hable con ellos, para que no
piensen que venimos a luchar. Déjame en la orilla, hombre mío, y yo iré a recibirlos.
Vararon el morro del submarino en la empinada orilla, pero cuando Co-Tan intentó adelantarse sola,
Bradley la agarró por la mano y la detuvo.
–Iré contigo Co-Tan –dijo, y juntos avanzaron hacia el grupo.
Había unos veinte guerreros que avanzaban en hilera, como nuestra infantería avanza para las
escaramuzas. Bradley no pudo sino advertir la marcada diferencia entre esta formación y los métodos
más desordenados de las tribus inferiores con las que había entrado en contacto, y se lo comentó a Co-
Tan.
–Los guerreros galu siempre avanzan así a la batalla –dijo ella–. Los pueblos inferiores permanecen en
grupo y apenas pueden usar sus armas, a la vez que presentan un blanco tan fácil para nuestras lanzas
y flechas que no podemos fallar. Pero cuando ellos lanzan las suyas contra nuestros guerreros, si fallan
al primero, no hay ninguna posibilidad de que maten a alguien detrás.
«Quédate quieto ahora –advirtió–, y crúzate de brazos. Así no nos harán daño.
Bradley hizo lo que le ordenaba, y los dos esperaron cruzados de brazos a que la hilera de guerreros se
acercara. Cuando estuvieron a unos cincuenta metros, se detuvieron y uno habló.
–¿Quiénes sois y de dónde venís? –preguntó; y entonces Co-Tan dejó escapar un gritito de alegría y
echó a correr con los brazos abiertos.
–¡Oh, Tan! –exclamó–. ¿No conoces a tu pequeña Co-Tan?
El guerrero se la quedó mirando un instante, incrédulo, y entonces también él echó a correr y, cuando
se encontraron, cogió a la muchacha en brazos. Fue entonces cuando Bradley experimentó plenamente
una sensación que era nueva para él: un súbito odio por este extraño guerrero y el deseo de matar sin
saber por qué. Avanzó rápidamente hasta el lado de la muchacha y la cogió por la muñeca.
–¿Quién es este hombre? –exigió con frío tono.
Co-Tan se volvió sorprendida hacia el inglés, y entonces estalló en una alegre carcajada.
–Este es mi padre, Brad-li –exclamó.
–¿Y quién es este Brad-li? –demandó el guerrero.
–Es mi hombre –contestó sencillamente Co-Tan.
–¿Con qué derecho? –insistió Tan.
Y entonces ella le contó brevemente todo lo que había vivido desde que los wieroos la secuestraron y
cómo Bradley la había rescatado y quiso rescatar a An-Tak, su hermano.
–¿Estás contenta con él? –preguntó Tan.
–Sí –replicó la muchacha orgullosamente.
Fue entonces cuando un movimiento al borde de la altiplanicie atrajo la atención de Bradley, y al mirar
con atención vio un caballo montado por dos figuras que bajaba por la empinada pendiente. Cuando
llegó abajo, el animal cruzó la pradera con un rápido trote. Era un animal magnífico: un gran semental
bayo con la cara blanca y patas blancas hasta las rodillas, el lomo rodeado por una gran mancha
blanca. Cuando se detuvo súbitamente junto a Tan, el inglés vio que lo montaban un hombre y una
muchacha: un hombre alto y una muchacha tan hermosa como Co-Tan. Cuando la muchacha vio a Co-
Tan, bajó del caballo y corrió hacia ella, gritando de alegría.
El hombre desmontó y se colocó junto a Tan. Como Bradley, iba vestido a la usanza de los guerreros
que los rodeaban, pero había una sutil diferencia entre sus compañeros y él. Posiblemente detectó una
diferencia similar en Bradley, pues su primera pregunta fue:
–¿De qué país eres? –y aunque habló en galu, a Bradley le pareció reconocer el acento.
–De Inglaterra –respondió Bradley.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro del recién llegado mientras extendía la mano.
–Soy Tom Billings, de Santa Mónica, California –dijo–. Lo sé todo sobre ti, y me alegro muchísimo
de encontrarte con vida.
–¿Cómo has llegado aquí? –preguntó Bradley–. Creí que éramos el único grupo de hombres del
mundo exterior que habían entrado en Caprona.
–Lo erais, hasta que vinimos en busca de Bowen J. Tyler Jr. –replicó Billings–. Lo encontramos y lo
enviamos a casa con su esposa. Pero yo me quedé prisionero aquí.
El rostro de Bradley se ensombreció: entonces no se hallaban entre amigos.
–Hay diez de nosotros en un submarino alemán con rifles y pistolas –dijo rápidamente en inglés–.
Sería fácil escapar de toda esta gente.
–No conoces a mi carcelero –replicó Billings–, o no estarías tan seguro. Espera, te presentaré.
Y se volvió hacia la muchacha que lo acompañaba y la llamó por su nombre.
–Ajor –dijo–, permíteme que te presente al teniente Bradley; teniente, la señora Billings... ¡mi
carcelera!
El inglés se echó a reír mientras estrechaba la mano de la muchacha.
–No eres tan buen soldado como yo –le dijo a Billings–. En vez de haber caído prisionero, he hecho un
prisionero: Señora Bradley, este es el señor Billings.
Ajor, comprendiendo rápidamente, se volvió hacia Co-Tan.
–¿Vas a ir con él a tu país? –preguntó.
Co-Tan lo admitió.
–¿Te atreves? –preguntó Ajor–. Pero tu padre no lo permitirá: Jor, mi padre, gran jefe de los galus, no
lo permitirá, pues como yo eres cos-ata-lo. ¡Oh, Co-Tan, si pudiéramos! ¡Cómo me gustaría ver el
extraño mundo y las maravillosas cosas de las que me habla mi Tom!
Bradley se inclinó y le susurró al oído.
–Di la palabra y los dos podréis venir con nosotros.
Billings lo oyó y, hablando en inglés, le preguntó a Ajor si querría ir.
–Sí –respondió ella–. Si tú lo deseas. Pero ya sabes, mi Tom, que si Jor nos captura, tú y yo y el
hombre de Co-Tan lo pagaremos con la vida... ni siquiera su amor por mí ni la admiración que te tiene
podrán salvarte.
Bradley advirtió que ella hablaba en inglés, un inglés entrecortado como el de Co-Tan, pero
igualmente atractivo.
–Podemos subir fácilmente al submarino –dijo–, con algún pretexto, y luego podemos marcharnos. No
podrán hacernos daño ni detenernos, ni nosotros tendremos que dispararles.
Y así lo hicieron. Bradley y Co-Tan llevaron a Ajor y Billings a bordo para «mostrarles» la
embarcación, que casi inmediatamente levó anclas y se internó despacio en el mar.
–Odio hacer esto –dijo Billings–. Han sido buenos conmigo. Jor y Tan son hombres espléndidos y
pensarán que soy un desagradecido. Pero no puedo malgastar mi vida aquí cuando hay tanto que hacer
en el mundo exterior.
Mientras recorrían el mar interior dejando atrás la isla de Oo-oh, volvieron a contar las historias de sus
aventuras, y Bradley se enteró de que Bowen Tyler y su esposa habían dejado el país galu hacía
apenas quince días, y que era posible que el Toreador estuviera todavía anclado en el Pacífico, no muy
lejos de la desembocadura subterránea del río que volcaba las aguas calientes de Caprona en el
océano.
A finales del segundo día, después de atravesar manadas de horribles reptiles, se sumergieron en el
punto donde el río entraba bajo los acantilados y poco después ascendieron a la superficie iluminada
del Pacífico; pero no pudieron ver por ninguna parte rastro del otro barco. Siguieron costa abajo hasta
la playa donde Billings había cruzado en su hidroavión y al anochecer el vigía anunció que veía luz
delante. Resultó ser el Toreador, y media hora más tarde hubo una reunión en la cubierta del esbelto
yate como nadie había imaginado que fuera posible. De los aliados sólo había que lamentar las
muertes de Tippet y James, y nadie lamentó las muertes de los alemanes ni la de Benson, el traidor,
cuya fea historia fue narrada en el manuscrito de Bowen Tyler.
Tyler y el grupo de rescate habían llegado al yate esa misma tarde. Habían oído, levemente, las salvas
disparadas por el U-33 pero no habían podido localizar su dirección, y por eso habían supuesto que el
sonido procedía de los cañones del Toreador.
Fue un grupo feliz el que navegó hacia el soleado sur de California, el viejo U-33 siguiendo la estela
del Toreador, haciendo ondear la gloriosa bandera de las Barras y Estrellas bajo la que había nacido en
el muelle de Santa Mónica. Tres parejas recién casadas, sus lazos ahora debidamente solemnizados por
el capitán del barco, disfrutaban de la paz y la seguridad de las aguas despejadas del Pacífico sur y la
luna de miel única que, de no ser por los recios deberes que los esperaban, podrían haber prolongado
hasta el final de los tiempos.
Y así atracaron un día en el muelle que ahora controlaba Bowen Tyler, y allí se encuentra todavía el
U-33 mientras quienes pasaron tantos días en él y a causa de él, continuaron sus diversos caminos.

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