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NLR 143, septiembre-octubre de 2023

A N D E R S O N P E R RY

EL ESTÁNDAR DE LA
CIVILIZACIÓN

I e n 1 9 2 9 , lu c i e n fe b v r e ofreció la primera reflexión


sistemática sobre la evolución de los significados del tér-
mino "civilización", desde el ideal singular, que fechó en el
tercer cuarto del siglo XVIII, hasta el hecho plural, que si-
tuó al final del siglo XVIII. Época napoleónica. En 1944-1945 de-
dicó su último curso a "Europa: génesis de una civilización", y un
año más tarde añadió la palabra Civilizaciones a Économies et Socié-
tés en el título de la propia revista Annales . Justo antes de morir,
escribió una dura nota aprobando que un colega desestimara la fa-
mosa máxima de Valéry de que esta civilización ahora se había
dado cuenta de que era mortal: "De hecho, no son las civilizacio-
nes las que son mortales". La corriente de la civilización persiste a
través de eclipses pasajeros. . . Sobria deflación de un charlatán.1
Una década más tarde, Fernand Braudel estaría de acuerdo:
'Cuando Paul Valéry declaró “Civilizaciones, sabemos que sois
mortales”, seguramente estaba exagerando. Las estaciones de la
historia hacen que las flores y los frutos caigan, pero el árbol per-
manece. Como mínimo, es mucho más difícil de matar.2

¿Hasta qué punto ha resultado justificada la confianza de Braudel


en que el uso del término en singular ya no tenía mucha impor-
tancia? Una forma de abordar esto es observar un cuerpo de pen-
samiento y práctica en el que la "civilización" fue históricamente
notoria: el derecho internacional. Allí podemos empezar por seña-
lar lo que podría parecer una paradoja. La noción contemporánea
de derecho internacional evoca inmediatamente la idea de relacio-
nes entre Estados soberanos. En Occidente, se considera general-
mente que estas relaciones se convirtieron por primera vez en algo
así como un sistema formal con el Tratado de Westfalia, que en
1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años en Europa. Parece-
ría lógico suponer que en torno a este punto de inflexión habría
surgido un cuerpo de pensamiento desarrollado sobre el derecho
internacional. De hecho, sin embargo, para precisar sus orígenes
debemos remontarnos a la década de 1530. Fue entonces cuando
realmente comenzó su historia, en los escritos del teólogo español
Francisco de Vitoria, cuya preocupación no eran las relaciones en-
tre los estados de Europa, de los cuales España era en ese mo-
mento el más poderoso, sino las relaciones entre europeos. sobre
todo, por supuesto, los españoles... y los pueblos de las Américas
recién descubiertas.

Cimientos

Basándose en las nociones romanas de ius gentium , o derecho de


gentes, Vitoria preguntó con qué derecho España había tomado re-
cientemente posesión de la mayor parte del hemisferio occidental.
¿Fue porque estas tierras estaban deshabitadas, o porque el Papa
las había asignado a España, o porque era un deber convertir a los
paganos al cristianismo, si era necesario por la fuerza? Vitoria re-
chazó todos esos motivos para la conquista del Nuevo Mundo.
¿Significa eso que es contrario al derecho de gentes? No fue así,
porque cuando los españoles llegaron a sus tierras, los salvajes ha-
bitantes de América habían violado el "derecho de comunicación"
universal ( ius communicandi ), que era un principio esencial del
derecho de gentes. ¿Qué significaba esa "comunicación"? Signifi-
caba libertad para viajar y libertad para comprar y vender en cual-
quier lugar; en otras palabras, libertad de comercio y libertad para
persuadir, es decir, para predicar verdades cristianas a los indios,
como los llamaban los españoles. Si los indios se resistían a estos
derechos, los españoles estaban justificados para defenderse por la
fuerza, construir fortalezas, apoderarse de tierras y hacerles la gue-
rra como represalia. Si los indios persistían en sus fechorías, se-
rían tratados como enemigos traidores, sujetos a saqueo y esclavi-
tud.3 Por lo tanto, después de todo, las Conquistas fueron perfecta-
mente legítimas.

La primera piedra fundamental de lo que, durante otros doscien-


tos años, todavía se llamaría el derecho de gentes se construyó así
como justificación del imperialismo español. El segundo pilar, aún
más influyente, llegó con los escritos de Hugo Grocio a principios
del siglo XVII. Hoy en día, Grocio es recordado y admirado princi-
palmente por su tratado sobre "El derecho de la guerra y la paz" (
De iure belli ac pacis ), de 1625. Pero su verdadera entrada en el de-
recho internacional, tal como lo entendemos ahora, comenzó con
un texto que pasaría a ser conocido como «Sobre el botín» ( De
iure praedae), escrito veinte años antes. En este documento, Grocio
expuso una justificación legal para la incautación por parte de un
capitán de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, uno
de sus primos, de un barco portugués que transportaba cobre,
seda, porcelana y plata por valor de tres millones de florines, una
cifra comparable a los ingresos anuales totales de Inglaterra en ese
momento: un acto de saqueo a una escala sin precedentes, que
causó sensación en Europa. En su capítulo decimoquinto, publi-
cado posteriormente como Mare Liberum , Grocio explicó que alta
mar debería considerarse una zona libre tanto para los estados
como para las compañías privadas armadas, y su primo estaba en
su derecho, proporcionando así un informe legal para el imperia-
lismo comercial holandés. , como lo había hecho Vitoria con el im-
perialismo territorial español.

Cuando Grocio llegó a escribir su tratado general sobre las leyes


de la guerra y la paz, dos décadas más tarde, los holandeses tam-
bién se habían interesado en las colonias terrestres, y pronto arre-
bataron partes de Brasil a Portugal, y Grocio ahora argumentaba
que los europeos tenían el derecho. hacer la guerra a cualquier
pueblo, incluso si no fuera atacado por ellos, cuyas costumbres
consideraban bárbaras, como represalia por sus crímenes contra la
naturaleza. Esto era ius gladii : el derecho a la espada o al castigo.
Escribió: "Los reyes, y aquellos que están investidos de un poder
igual al de los reyes, tienen derecho a imponer castigos no sólo
por las injurias cometidas contra ellos mismos o contra sus súbdi-
tos, sino también por aquellas que no les conciernen particular-
mente, sino que son , en cualquier persona, violaciones graves del
Derecho de la Naturaleza o de las Naciones.'4 En otras palabras,
Grocio ofreció licencia para atacar, conquistar y matar a quien se
interpusiera en el camino de la expansión europea.

A estas dos piedras angulares del derecho internacional moderno


temprano, ius communicandi y ius gladii , se agregaron dos justifi-
caciones más para la colonización del mundo más allá de Europa.
Thomas Hobbes propuso un argumento basado en la demografía:
había demasiada gente en casa y tan poca gente en el extranjero
que los colonos europeos en tierras de cazadores-recolectores te-
nían derecho a no "exterminar a los que encontraran allí"; pero
oblígalos a habitar más juntos y a no recorrer mucho terreno para
arrebatar lo que encuentren.5 : un programa sencillo para las reser-
vas a las que eventualmente serían empujados los habitantes nati-
vos de América del Norte. Obviamente, si las tierras pudieran con-
siderarse simplemente desocupadas, incluso esto sería innecesa-
rio. A esa opinión ampliamente difundida, John Locke añadió el
argumento adicional de que si había habitantes locales en el lugar,
pero no hacían el mejor uso de la tierra a su disposición, entonces
los europeos tenían todo el derecho legal a privarlos de ella, ya que
cumplirían el propósito de Dios al aumentar la productividad del
suelo.6 Con esto, a finales del siglo XVII el repertorio de justifica-
ciones para la expansión imperial europea estaba completo; los de-
rechos de comunicación, de castigo, de ocupación y de producción
justificaban la toma del resto del planeta.
Limitado a los civilizados

En el siglo XVIII, las relaciones entre los Estados dentro de Eu-


ropa se habían convertido en el primer plano de los escritos sobre
el derecho de gentes, y había voces de la Ilustración (Diderot,
Smith, Kant entre ellos) que cuestionaban la moralidad de las con-
fiscaciones coloniales de tierras más allá de Europa, aunque En
realidad, ninguno propuso revertirlos. Característicamente, el más
influyente de los nuevos tratados, Le Droit des gens , fue el del pen-
sador suizo Emer de Vattel. En él, Vattel comentaba fríamente: "La
tierra pertenece a toda la humanidad y fue diseñada para propor-
cionarles subsistencia: si cada nación hubiera decidido desde el
principio apropiarse de un vasto país, para que la gente pudiera vi-
vir sólo de la caza, la pesca y frutos silvestres, nuestro globo no se-
ría suficiente para mantener a una décima parte de sus habitantes
actuales. Por lo tanto, no nos desviamos de las opiniones de la na-
turaleza al confinar a los indios dentro de límites más estrechos.'7

Continuo en este sentido con sus predecesores, el trabajo de Vattel


marcó, sin embargo, un punto de inflexión discursivo, hacia una
versión más secular de las leyes de la naturaleza divinamente de-
cretadas que justificaban versiones anteriores del derecho de gen-
tes. Sin desaparecer en modo alguno, la religión dejó de ser la ga-
rantía de primer orden para la colonización del resto del mundo.
Ese cargo pasó, en adelante, a otro mandato. El tratado de Vattel se
publicó en 1758. Sólo un año antes, en 1757, apareció el primer uso
rastreable del sustantivo civilización —aún ausente en el volumen
relevante de la Encyclopédie que había aparecido en 1753— en un
texto del padre de Mirabeau . Al cabo de unos años, Adam Fergu-
son lo introdujo, de forma independiente, en Escocia.

El éxito del trabajo de Vattel, que se ocupaba principalmente de las


relaciones entre los Estados europeos, pero que abarcaba sus rela-
ciones con el resto del mundo, fue inseparable de su oportunidad.
Apareció en medio del primer conflicto global, la Guerra de los
Siete Años que enfrentó a Francia contra Gran Bretaña, que se li-
bró no sólo en Europa, sino también en América del Norte, el Ca-
ribe, el Océano Índico y el sudeste asiático; a su vez, una ensayo
general de las luchas titánicas dentro de Europa, con sus extensio-
nes en todo el mundo, desatadas por la Revolución Francesa.
Cuando estos llegaron a su fin con la victoria de los antiguos regí-
menes combinados sobre Napoleón en 1815, se habían producido
tres cambios significativos en lo que alguna vez fue el derecho de
gentes. En 1789, al criticar la ambigüedad de la fórmula (¿no era
jus gentium un nombre inapropiado para jus inter gentes ?), Bent-
ham acuñó el término "derecho internacional", que gradualmente
se fue imponiendo durante el siglo siguiente. Para entonces, la lí-
nea divisoria normativa entre Europa y el resto del mundo se ha-
bía convertido en la "civilización", en lugar de principalmente la re-
ligión cristiana, aunque esta última seguía siendo un atributo vital
de la primera.

Por último, en la segunda década del siglo XIX, cuando Vattel ha-
bía asumido, de acuerdo con las convenciones diplomáticas de la
época, la igualdad nominal de los estados soberanos, el Congreso
de Viena introdujo por primera vez una jerarquía formal de esta-
dos dentro de Europa, una distinción de rango entre cinco "gran-
des potencias" -la llamada Pentarquía de Inglaterra, Rusia, Aus-
tria, Prusia y Francia- a las que se concedieron privilegios especia-
les y colonizaron el mapa del continente y de todos los demás esta-
dos. Se trataba de una innovación diseñada para sellar la unidad
de la coalición contrarrevolucionaria que había derrotado a Napo-
león y restaurado las monarquías en toda Europa. Pero fue uno
que sobrevivió al propio período de Restauración. En la década de
1880, el destacado jurista escocés James Lorimer pudo observar
que la igualdad de los Estados "ahora creo que puede decirse con
seguridad que ha sido repudiada por la historia", por no hablar de
la razón, como una "ficción más transparente que la igualdad". de
todos los individuos".8
Junto con estos cambios vino el surgimiento, junto con la diplo-
macia clásica, del derecho internacional como profesión. Su pri-
mera declaración importante provino de un ex embajador estadou-
nidense en Prusia, Henry Wheaton, cuyos Elementos de derecho in-
ternacional , publicado en 1836, fue ampliamente traducido al ex-
tranjero (al francés, alemán, italiano, español y al chino de la dé-
cada de 1860) y estableció el punto de referencia para definición
de la disciplina. Citando a Grocio, Leibniz, Montesquieu y otros,
Wheaton explicó que, con pocas excepciones, "el derecho público
de las naciones siempre ha estado, y todavía está, limitado a los
pueblos civilizados y cristianos de Europa o a aquellos de origen
europeo", porque era " el progreso de la civilización, fundada en el
cristianismo que la había generado.9 Cuando nació el primer Insti-
tut de Droit International, en Bruselas en 1873, ya no era necesaria
una asociación con la religión: bastaba con la civilización.

Clasificaciones

Este fue el estándar que dividió al mundo, en un período que vio


la intrusión del imperialismo europeo, ya no en tierras de oponen-
tes débiles: cazadores-recolectores o estados sin armas de fuego,
como en las Américas, lo que había ocasionado los escritos de Vi-
toria. o Grocio, Locke o Vattel, sino en los grandes imperios asiáti-
cos y otros estados desarrollados, más capaces de defenderse. Esta
oleada expansionista ya había comenzado durante las propias gue-
rras napoleónicas, cuando los británicos se apoderaron de gran
parte de la India mogol y maratha, y los franceses ocuparon el
Egipto otomano. Pero después de 1815 se intensificó notable-
mente, trayendo las Guerras del Opio a China, la penetración na-
val de Japón, la conquista de Birmania, Indochina y la mayor parte
de lo que hoy es Indonesia, por no hablar de todo el litoral del
norte de África, repetidas invasiones de Afganistán y más.

¿Cómo debían clasificarse y manejarse estos estados? ¿Disfruta-


ban de los mismos derechos que las potencias europeas? Tácita-
mente, el Congreso de Viena había dado su respuesta: excluido del
Concierto de Poderes que sus procedimientos dieron origen es-
taba el Imperio Otomano, donde el Concierto finalmente fracasa-
ría. Esa exclusión todavía podría referirse a cuestiones de fe. En lu-
gar de esto, en las décadas siguientes se desarrolló la doctrina del
"estándar de civilización". Sólo aquellos Estados que podían consi-
derarse civilizados a los ojos de los europeos tenían derecho a ser
tratados en pie de igualdad con las potencias de Europa. Así como
ahora existía una jerarquía aceptada dentro de la cortesía de las na-
ciones europeas, el mundo incivilizado también estaba dividido en
diferentes categorías. Lorimer produjo la teorización más sistemá-
tica de esta nueva doctrina, que se convirtió en una característica
aceptada de los escritos sobre derecho internacional de la época.
Tres tipos de Estado no lograron alcanzar el estándar de civiliza-
ción. Había Estados criminales (lo que hoy se llamaría proscritos o
canallas), como la Comuna de París o sociedades musulmanas fa-
náticas: si Rusia cayera presa del nihilismo, se uniría a sus filas.
Había Estados que no desafiaban las normas europeas civilizadas
de la misma manera, pero –«semibárbaros»– tampoco las encar-
naban, como China o Japón. También había Estados seniles o im-
béciles que no podían ser tratados en absoluto como agentes res-
ponsables: lo que hoy se llamaría "Estados fallidos". Ninguna de
estas categorías formaba parte de la sociedad internacional propia-
mente dicha, y la primera y la tercera requerían supresión armada
por parte de ésta: "El comunismo y el nihilismo están prohibidos
por el derecho de las naciones", explicó Lorimer. Pero las relacio-
nes diplomáticas podían mantenerse con el segundo grupo, los se-
mibárbaros, siempre que las potencias europeas adquirieran dere-
chos extraterritoriales dentro de ellos.10

Lorimer escribía en vísperas de la Conferencia de Berlín de 1884


que resolvió el destino de África, como el Congreso de Viena había
decidido en otro tiempo el destino de Europa, con una vasta divi-
sión del botín colonial entre los estados europeos reunidos. De
ellos, la mayor masa de botín la adquirió el país donde tenía su
sede la emergente disciplina del derecho internacional, en forma
de una empresa privada controlada por el rey de Bélgica. En Bru-
selas, el Institut de Droit International celebró la adquisición y su
revista declaró en 1895 que bajo el gobierno de Leopoldo había "un
cuerpo completo de legislación cuya aplicación protege a los pue-
blos indígenas contra todas las formas de opresión y explotación".11
Las estimaciones sobre el número de muertes de las que fue res-
ponsable su reinado en el Congo varían: algunas llegan a matar
entre 8 y 10 millones de habitantes.

A principios de siglo, cinco Estados asiáticos (China, Japón, Persia,


Siam y Turquía) habían pasado de su estatus semibárbaro a ser ad-
mitidos en la primera Conferencia de Paz de La Haya, convocada
por el zar ruso en 1899, junto con diecinueve países europeos. ,
Estados Unidos y México. ¿Significaba eso una nueva igualdad de
posiciones? En la segunda Conferencia de La Haya de 1907, convo-
cada esta vez por Theodore Roosevelt, la participación se amplió
para incluir a las repúblicas de América del Sur y Central y las mo-
narquías de Etiopía y Afganistán. La propuesta clave ante la confe-
rencia fue la creación de una Corte Internacional de Arbitraje.
¿Quién estaría representado en esto? Estados Unidos y las princi-
pales potencias europeas dieron por sentado que nombrarían
miembros permanentes, mientras que otros estados simplemente
rotarían en puestos temporales a su alrededor. Para su asombro e
indignación, Brasil, en la persona del distinguido pensador y esta-
dista antiesclavista Rui Barbosa, atacó el plan anglo-alemán-esta-
dounidense que estipulaba esto, declarando que significaba "una
justicia cuya naturaleza se caracterizaría por una distinción jurí-
dica". de valores entre los Estados", asegurando que "las Potencias
ya no serían formidables sólo por el peso de sus ejércitos y sus flo-
tas". También tendrían la superioridad del derecho en la magistra-
tura internacional, arrogándose una posición privilegiada en las
instituciones a las que pretendemos confiar la impartición de jus-
ticia a las naciones.'12
Defendiendo incondicionalmente el principio de la igualdad jurí-
dica de todos los Estados soberanos, Barbosa reunió el apoyo de lo
que un observador europeo llamó la "oclocracia de los Estados más
pequeños" (el término griego clásico para referirse al gobierno de
la mafia) para insistir en que la futura Corte Internacional debe
otorgar derechos iguales. representación, no jerárquica, a los esta-
dos convocados a ella. Naturalmente, las grandes potencias se ne-
garon a admitirlo y la Conferencia se disolvió sin resultado. La
inutilidad de su objetivo nominal de ayudar a asegurar la paz in-
ternacional quedó clara siete años después, con el estallido de la
Primera Guerra Mundial.

El principio de jerarquía

Al final de la guerra, las potencias vencedoras, Inglaterra, Francia,


Italia y Estados Unidos, convocaron la Conferencia de Versalles
para dictar condiciones de paz a Alemania, rediseñar el mapa de
Europa del Este, dividir el imperio otomano y, no menos impor-
tante, crear una nuevo organismo internacional dedicado a la "se-
guridad colectiva", para garantizar el establecimiento de una paz y
una justicia duraderas entre los Estados, en la forma de la Socie-
dad de Naciones. En Versalles, Estados Unidos no sólo se aseguró
de que Rui Barbosa fuera excluido de la delegación brasileña, sino
que la doctrina Monroe –la abierta presunción de dominio de Wa-
shington sobre América Latina– fuera realmente incorporada al
Pacto de la Liga como instrumento de paz. Se creó en La Haya un
Tribunal Permanente de Justicia Internacional, cuyo artículo 38
seguía invocando "los principios generales del derecho reconoci-
dos por las naciones civilizadas". Entre quienes redactaron sus Es-
tatutos se encontraba el autor de una defensa de 600 páginas del
admirable historial de la administración belga en el Congo.

El Senado estadounidense finalmente rechazó la entrada de


Estados Unidos en la Liga, pero el diseño de la nueva organización
reflejó fielmente los requisitos de las potencias vencedoras, ya que
su Consejo Ejecutivo, el predecesor del actual Consejo de Seguri-
dad de la ONU, estaba controlado por las otras cuatro grandes po-
tencias en el bando ganador de la guerra, Gran Bretaña, Francia,
Italia y Japón, a quienes se les concedió membresía permanente
exclusiva, siguiendo el modelo del plan estadounidense en la Con-
ferencia de La Haya de 1907. Ante esta flagrante imposición de un
orden jerárquico a la Liga, Argentina se negó a participar en ella
desde el principio, y unos años más tarde Brasil, cuando su de-
manda de que se diera a un país latinoamericano un asiento per-
manente en el consejo fue rechazada. rechazado-retirado. A finales
de los años treinta, no menos de otros ocho países latinoamerica-
nos, grandes y pequeños, se habían retirado de él. Undeterred, el
principal libro de texto de la época sobre derecho internacional, to-
davía ampliamente utilizado hoy en día, atribuido a Lassa Oppen-
heim y Hersch Lauterpacht, señaló con satisfacción que "las gran-
des potencias son los líderes de la familia de naciones y cada
avance del derecho de las naciones durante el pasado ha sido el re-
sultado de su "hegemonía política", que ahora finalmente había re-
cibido, por primera vez, en el Consejo de la Liga una "base y ex-
presión jurídica" formal.13

Lauterpacht, cuyos logros se consideran insuperables por ningún


abogado internacional del siglo pasado, sigue siendo una piedra de
toque de la jurisprudencia liberal en éste. No tenía tiempo para
quejarse de que potencias como Estados Unidos o el Reino
Unido se portaban mal cuando les convenía. "¿Estamos real-
mente confrontados", preguntó sobre la política exterior estadou-
nidense, "con ejemplos de conducta claramente inmoral que ha-
rían sonrojar al ciudadano común y corriente?" La separación de
Panamá de Colombia podría haber sido ilegal, pero ¿podría califi-
carse de inmoral? ¿O no se trata más bien de un caso en el que un
Estado, en ausencia de un legislador internacional, ha sido lla-
mado a actuar como legislador para el bien más amplio de la co-
munidad internacional? La cuestión era si una empresa benéfica y
civilizadora debería ser retrasada u obstaculizada por un Estado
que se encontraba en posesión del territorio en cuestión. ¿El bom-
bardeo británico de Copenhague, capital de una Dinamarca pacífi-
camente neutral, en 1807 y la destrucción de su flota? Si "la exis-
tencia misma de Gran Bretaña estuviera en juego", un ataque tan
repentino "no habría sido inconsistente ni con el derecho interna-
cional ni con la moralidad internacional", porque "el derecho y la
moral pueden legítimamente ceder ante el bien de la comunidad
internacional". comunidad" (sinónimo de derrota de Francia).14

Lauterpacht dejaría que otros mostraran "la razonabilidad y la


franqueza" de los tratos de su país con la humanidad en general,
adhiriéndose a principios sin los cuales "dejaría de ser parte del
mundo civilizado". Pero podía "afirmar con confianza que un estu-
dio de la política exterior de los Estados modernos mostrará que la
inmoralidad de la conducta internacional es algo parecido a un
mito", una "ficción". Semejante veredicto no era panglosiano. La
jurisprudencia necesaria presenta algunas lagunas que es necesa-
rio subsanar. Pero eso no es motivo para el pesimismo: "el derecho
internacional debe considerarse incompleto y en un estado de
transición hacia el ideal finito y alcanzable de una sociedad de Es-
tados bajo el imperio de la ley vinculante tal como lo reconocen y
practican las comunidades civilizadas dentro de sus fronteras". '15
El objetivo último, perfectamente factible, del derecho internacio-
nal era el surgimiento de una Federación Mundial supranacional
dedicada a la paz. El igualmente noble colega de Lauterpacht, Al-
fred Zimmern, otro pilar intelectual de la Liga, fue más realista y
confesó en un momento de descuido que el derecho internacional
era poco más que "un nombre decoroso para conveniencia de las
Cancillerías", que era más útil cuando "encarnaba un matrimonio
armonioso entre la ley y la fuerza".dieciséis

Palabras y espadas

Ésta era la situación en el período de entreguerras. De la Segunda


Guerra Mundial surgió una nueva situación. Con gran parte del
continente en ruinas o endeudado, la primacía de Europa había
desaparecido. Cuando se fundaron las Naciones Unidas en San
Francisco en 1945, el principio de jerarquía heredado de la Liga se
conservó en el nuevo Consejo de Seguridad, a cuyos miembros
permanentes se les dieron poderes aún mayores que a sus prede-
cesores en el antiguo Consejo Ejecutivo, ya que ahora poseían de-
rechos de veto. Pero el monopolio occidental de este privilegio se
rompió: la URSS y China eran ahora miembros permanentes,
junto con Estados Unidos y una Gran Bretaña y Francia disminui-
das, y a medida que la descolonización se aceleraba en las siguien-
tes dos décadas, la Asamblea General se convertía en un foro para
resoluciones y demandas cada vez más importantes. incómodo
para la potencia hegemónica y sus aliados.

Al examinar la escena en 1950, en su imponente retrospectiva El


nomos de la Tierra en el derecho internacional del Jus Publicum Euro-
paeum, Carl Schmitt observó que en el siglo XIX: “El concepto de
derecho internacional era un derecho internacional específica-
mente europeo . Esto era evidente en el continente europeo, espe-
cialmente en Alemania. Esto también se aplica a conceptos univer-
sales y mundiales como humanidad , civilización y progreso , que
determinaron los conceptos generales, la teoría y el vocabulario de
los diplomáticos. Todo el cuadro seguía siendo eurocéntrico hasta
la médula, ya que por “humanidad” se entendía, sobre todo, la hu-
manidad europea , la civilización era evidentemente sólo la civiliza-
ción europea , y el progreso era el desarrollo lineal de esta civiliza-
ción. Pero, continuó Schmitt, después de 1945 "Europa ya no era
el centro sagrado de la tierra" y la creencia en "la civilización y el
progreso se había hundido en una mera fachada ideológica".
"Hoy", anunció, "el antiguo orden eurocéntrico del derecho inter-
nacional está pereciendo". Con ello se desvanece el viejo nomos de
la Tierra, nacido del descubrimiento inesperado, parecido a un
cuento de hadas, de un Nuevo Mundo, un acontecimiento histó-
rico irrepetible.'17 El derecho internacional nunca había sido verda-
deramente internacional. Lo que pretendía ser universal era mera-
mente particular. Lo que hablaba en nombre de la humanidad era
el imperio.
Después de 1945, como vio Schmitt, el derecho internacional dejó
de ser una criatura de Europa. Pero Europa, por supuesto, no des-
apareció. Simplemente quedó subsumido en otra de sus propias
extensiones en el extranjero, los Estados Unidos, dejando abierta
la pregunta: ¿hasta qué punto el derecho internacional desde 1945
ha seguido siendo una criatura, ya no de Europa, sino de Occi-
dente, con a la cabeza la superpotencia estadounidense? Cualquier
respuesta a esta pregunta remite a otra. Dejando de lado sus oríge-
nes históricos , ¿cuál es la naturaleza jurídica del derecho interna-
cional como tal? Para sus primeros teóricos en la Europa de los si-
glos XVI y XVII, la respuesta era clara. El derecho de gentes se ba-
saba en el derecho natural , es decir, un conjunto de decretos orde-
nados por Dios, que no deben ser cuestionados por ningún mor-
tal. En otras palabras, la deidad cristiana era la garantía de la obje-
tividad de sus proposiciones jurídicas.

En el siglo XIX, la creciente secularización de la cultura europea


socavó gradualmente la credibilidad de esta base religiosa para el
derecho internacional. En su lugar surgió la afirmación de que la
ley natural todavía era válida, pero ya no como mandamientos di-
vinos, sino más bien como expresiones de una naturaleza humana
universal , que todos los seres humanos racionales podían y de-
bían reconocer. Sin embargo, esta idea pronto se volvió vulnerable
a su vez por el desarrollo de la antropología y la sociología compa-
rada como disciplinas, que demostraron la enorme variedad de
costumbres y creencias humanas a lo largo de la historia y el
mundo, contradiciendo cualquier universalidad tan sencilla. Pero
si ni la deidad ni la naturaleza humana pueden ofrecer una base
segura para el derecho internacional, ¿cómo debería concebirse
entonces?

La respuesta a esta pregunta sólo podía buscarse en una anterior:


¿cuál era la naturaleza del derecho mismo? Allí, el mayor pensa-
dor político del siglo XVII (o quizás de cualquier siglo), Thomas
Hobbes, había dado una respuesta clara en la versión latina de su
obra maestra Leviatán, que apareció en 1668: sed auctoritas non ve-
ritas facit legem (no verdad, pero la autoridad hace la ley, o como lo
expresó en otro lugar: "Los pactos, sin la espada, no son más que
palabras".18 Esto, con el tiempo, se conocería como la “teoría del
derecho de mando”. Esa teoría fue obra, dos siglos más tarde, de
John Austin, un amigo lúcido y seguidor de Bentham, que admi-
raba a Hobbes por encima de todos los demás pensadores y, al
coincidir en que "toda ley es una orden", vio lo que esto significaba
para el derecho internacional. . Su conclusión fue: 'El llamado de-
recho de gentes consiste en opiniones o sentimientos corrientes
entre las naciones en general. Por tanto, no es derecho propiamente
dicho . . . [porque] una ley establecida por la opinión general con-
lleva las siguientes consecuencias: que la parte que la hará cumplir
contra cualquier transgresor futuro nunca es determinada ni
asignable.'19

Palabras cruciales: nunca determinadas y asignables. ¿Por qué fue


así? Austin continuó: 'De ello se deduce que el derecho que rige
entre naciones no es derecho positivo; porque toda ley positiva es
fijada por un soberano dado a una persona o personas en un es-
tado de sujeción a su autor'; pero como en un mundo de estados
soberanos 'ningún gobierno supremo está en un estado de suje-
ción a otro', se seguía que el derecho de gentes 'no está armado de
una sanción, y no impone un deber, en la aceptación adecuada de
estas expresiones. Porque una sanción propiamente dicha es un
mal anexo a una orden”.20 En otras palabras, en ausencia de una
autoridad determinable capaz de dictaminarlo o hacerlo cumplir,
el derecho internacional deja de ser derecho y se convierte en nada
más que una opinión.

Esta fue, y es, una conclusión profundamente impactante para la


perspectiva liberal de la abrumadora mayoría de los juristas y abo-
gados internacionales de hoy. Lo que a menudo se olvida es que
fue compartido por el mayor filósofo liberal del siglo XIX, el pro-
pio John Stuart Mill, quien revisó y aprobó dos veces las conferen-
cias de Austin sobre jurisprudencia. En respuesta a los ataques a
la política exterior de la efímera República Francesa en 1849, que
había ofrecido asistencia a una Polonia insurgente, escribió: "¿Qué
es el derecho de gentes? Algo a lo que llamar ley es una mala apli-
cación del término. El derecho de gentes es simplemente la cos-
tumbre de las naciones. ¿Eran éstas, preguntó Mill, "el único tipo
de costumbres que, en una época de progreso, no deben estar su-
jetas a ninguna mejora?" ¿Están solos ellos para permanecer fijos,
mientras todo a su alrededor es cambiante? Por el contrario, con-
cluyó enérgicamente, en un espíritu que Marx habría aprobado:
"Una legislatura puede derogar leyes, pero no hay un Congreso de
naciones para dejar de lado las costumbres internacionales, ni una
fuerza común para tomar las decisiones de tales naciones". vincu-
lante para el Congreso. La mejora de la moralidad internacional
sólo puede lograrse mediante una serie de violaciones de las nor-
mas existentes. . . [donde] sólo existe una costumbre, la única ma-
nera de alterarla es actuar en contra de ella.'21

Doblemente indeterminado

Mill escribía con un espíritu de solidaridad revolucionaria, en una


época en la que el derecho internacional era poco más que una
frase piadosa invocada por los gobiernos para justificar cualquier
acción que les conviniera: no tenía dimensión institucional y los
abogados internacionales aún no existían. A principios de la dé-
cada de 1880, Salisbury todavía podía decir al Parlamento sin ro-
deos: «El derecho internacional no existe en el sentido en que
suele entenderse el término derecho. Depende generalmente de
los prejuicios de los escritores de libros de texto. Ningún tribunal
puede imponerlo.22 Un siglo después, sin embargo, la institucio-
nalización estaba en pleno apogeo; estaba la Carta de las Naciones
Unidas, una Corte Internacional de Justicia, un cuerpo de aboga-
dos profesionales y una disciplina académica en expansión. A par-
tir de la década de 1940, una considerable literatura –Hans Kelsen
y Herbert Hart fueron los nombres más distinguidos– buscó refu-
tar a Austin señalando todas aquellas dimensiones del derecho,
municipal o internacional, que no pueden describirse como man-
datos.23 En vano, ya que ningún escritor ha podido demostrar que
éstos pueden eximir al derecho de una autoridad soberana capaz
de imponerlo bajo pena de infracción, como condición (no exhaus-
tiva, pero sí siempre necesaria) de su existencia como derecho.
Todo lo demás es, como dijo Austin, mera metáfora.

En la coyuntura de entreguerras fue una vez más Carl Schmitt, la


antítesis de un pensador liberal, quien señaló la validez continua
del caso de Austin. En una serie de mordaces demoliciones de las
pretensiones de la Sociedad de Naciones y su Corte Internacional,
Schmitt demostró que el Estado de derecho imparcial que preten-
dían defender era invariablemente indeterminado, tal como Aus-
tin había predicho que debía ser. Y doblemente: indeterminado en
cuanto a su contenido , como en el caso de las reparaciones com-
pletamente ilimitadas impuestas a Alemania en Versalles, que las
potencias vencedoras podían ajustar a las vencidas a su gusto, con-
virtiéndolas en un verdadero Abgrund der Unbestimmtheit ;24 e in-
determinado (“inasignable”, como lo expresó Austin) en cuanto a
su ejecución , que dependía simplemente de la decisión de los po-
deres al mando de la Sociedad de Naciones y su Corte. La doctrina
de la "no intervención" con la que Inglaterra y Francia aseguraron
la victoria del fascismo en España ofrece otro caso clásico de tal in-
determinación, en el ejemplo más elocuente de la famosa máxima
de Talleyrand de que "la no intervención es un término metafísico
que significa más o menos menos lo mismo que intervención'.

La esencia del derecho internacional que surgió después de 1918, y


cuya evolución todavía vivimos hoy, fue lo que Schmitt identificó
como su carácter fundamentalmente discriminatorio .25 Las guerras
libradas por las potencias liberales que dominaban el sistema fue-
ron acciones policiales desinteresadas que defendían el derecho
internacional. Las guerras emprendidas por cualquier otra persona
son empresas criminales que violan el derecho internacional. Lo
que prohibían a otros, las potencias liberales se reservaban la liber-
tad de hacerlo ellos mismos. Históricamente, señaló Schmitt, la
conducta de larga data de Estados Unidos en el Caribe y América
Central había sido pionera en este patrón.

Práctica

El mundo en el que vivimos ahora ha visto una vasta expansión y


proliferación de lo que pasa por derecho internacional, exten-
diendo el diagnóstico de Schmitt en dos direcciones. Por un lado,
se ha desarrollado una categoría de derecho que es una ilustración
tan perfecta de la caracterización que hace Austin del derecho de
gentes que él mismo apenas podría haber soñado con ella: la no-
ción de un derecho que no es, en la frase técnica, 'justiciable', es
decir, que ni siquiera pretende tener ninguna fuerza de ejecución
detrás de sí en el mundo real, siendo simplemente una aspiración
nominal; en otras palabras, opinión pura y simple, en términos de
Austin; Sin embargo, los juristas lo denominan solemnemente de-
recho. Por otro lado, el número de acciones tomadas por las prin-
cipales potencias según sus deseos, ya sea en nombre del derecho
internacional o desafiándolo (indeterminación sin límite), ha au-
mentado exponencialmente. La agresión no es un monopolio de la
potencia hegemónica. Se han lanzado guerras de invasión sin con-
sulta, en connivencia subrepticia o en abierta colisión con él: In-
glaterra y Francia contra Egipto, China contra Vietnam, Rusia con-
tra Ucrania; por no hablar de potencias menores, Turquía contra
Chipre, Irak contra Irán, Israel contra Líbano. Ninguna de estas
acciones está exenta de exigir veredictos históricos. Ese juicio, sin
embargo, es necesariamente político, no jurídico. Desde 1945, las
guerras de este orden, entre las justificaciones alegadas para ellas,
rara vez (en 1956, los intentos anglo-franceses no lograron ningún
efecto en Washington) han invocado el derecho internacional. Ésa
es la prerrogativa del poder hegemónico y sus ayudantes en cual-
quier operación común.
Bastarán algunos ejemplos. En la base misma de la máxima encar-
nación oficial del derecho internacional, a saber, las Naciones Uni-
das, cuya Carta consagra la soberanía y la integridad de sus miem-
bros, los Estados Unidos estaban involucrados en su violación sis-
temática. En una base del ejército en el antiguo fuerte español, a
pocos kilómetros de la conferencia inaugural que creó las Nacio-
nes Unidas en San Francisco en 1945, un equipo especial de inteli-
gencia militar estadounidense interceptaba todo el tráfico por
cable de los delegados a sus países de origen; Los mensajes deco-
dificados aterrizaron en la mesa del desayuno del Secretario de Es-
tado estadounidense Stettinius a la mañana siguiente. El oficial a
cargo de esta operación de vigilancia permanente informó que "la
sensación en la Sección es que el éxito de la Conferencia puede de-
berse en gran medida a su contribución".26 ¿Qué significó el éxito
aquí? El historiador estadounidense que describe este espionaje
sistemático se regocija porque "Stettinius presidía una empresa
que su nación ya estaba dominando y moldeando", pues la ONU
fue "desde el principio un proyecto de Estados Unidos, ideado
por el Departamento de Estado, guiado expertamente por Dos pre-
sidentes prácticos e impulsados ​por el poder estadouni-
dense . . . Para una nación legítimamente orgullosa de sus innu-
merables logros” (el más reciente, el lanzamiento de bombas ató-
micas sobre Japón), “este logro único debería estar siempre en lo
más alto de su ilustre lista”.27

Las cosas no fueron diferentes sesenta años después. La Conven-


ción de las Naciones Unidas de 1946 establece que "Los lo-
cales de las Naciones Unidas serán inviolables". Los bienes y
activos de las Naciones Unidas, dondequiera que se encuentren y
quienquiera que los tenga, estarán inmunes a registro, requisa,
confiscación, expropiación y cualquier otra forma de injerencia, ya
sea por acción ejecutiva, administrativa, judicial o legislativa.' En
2010 se reveló que la esposa de Clinton, entonces Secretaria de Es-
tado, había ordenado a la CIA , el FBI y el Servicio Secreto que
violaran los sistemas de comunicación, apropiándose de contrase-
ñas y claves de cifrado, del Secretario General de la ONU , junto
con los embajadores de todos los países. otros cuatro miembros
permanentes del Consejo de Seguridad, y para asegurar los datos
biométricos, números de tarjetas de crédito, direcciones de correo
electrónico e incluso números de viajero frecuente de "funciona-
rios clave de la ONU, incluidos subsecretarios, jefes de agencias
especializadas y asesores principales, secretarios superiores- "ayu-
dantes generales, jefes de operaciones de paz y misiones políticas
sobre el terreno".28 Naturalmente, ni la señora Clinton ni el Estado
americano pagaron ningún precio por su descarada violación de
una ley internacional que supuestamente protegía a la propia
ONU , sede oficial de dicha ley.
¿Qué pasa con la justicia internacional que el derecho internacio-
nal pretende defender? El Tribunal de Tokio de 1946-1948, organi-
zado por Estados Unidos para juzgar a líderes militares de Japón
por crímenes de guerra, excluyó al Emperador Showa del juicio
para lubricar la ocupación estadounidense del país, y trató las
pruebas con tal desprecio por el debido proceso que El juez indio
del Tribunal, en una dura condena de 1.000 páginas, observó que
los juicios de Tokio equivalían a poco más que "una oportunidad
para que los vencedores tomaran represalias", declarando que
"sólo una guerra perdida es un crimen".29 El juez holandés del Tri-
bunal admitió con franqueza: «Por supuesto, en Japón todos está-
bamos al tanto de los bombardeos y los incendios de Tokio, Yo-
kohama y otras grandes ciudades. Fue horrible que fuéramos allí
con el propósito de reivindicar las leyes de la guerra y, sin em-
bargo, viéramos todos los días cómo los aliados las habían violado
terriblemente.30 —La concepción discriminatoria del derecho de
Schmitt al pie de la letra. Las sucesivas guerras estadounidenses
que siguieron en el este de Asia, primero en Corea y luego en Viet-
nam, estuvieron plagadas, como han demostrado los historiadores
estadounidenses, de atrocidades de todo tipo. Naturalmente, nin-
gún tribunal los ha hecho rendir cuentas.
¿Ha cambiado mucho algo desde entonces? En 1993, el Consejo
de Seguridad de la ONU creó un Tribunal Penal Internacional
sobre Yugoslavia para procesar a los culpables de crímenes de gue-
rra durante la desintegración del país. En estrecha colaboración
con la OTAN , el fiscal jefe canadiense se aseguró de que las
acusaciones exitosas por limpieza étnica recayeran sobre los ser-
bios, el objetivo de la hostilidad estadounidense y de la UE ,
pero no sobre los croatas, armados y entrenados por Estados Uni-
dos para sus propias operaciones de limpieza étnica; y cuando la
OTAN lanzó su guerra contra Serbia en 1999, excluyó cualquiera
de sus acciones (el bombardeo de la embajada china en Belgrado y
el resto) de su investigación sobre crímenes de guerra. Esto era
perfectamente lógico, ya que, como explicó entonces el responsa-
ble de prensa estadounidense de la OTAN : "Fueron los
países de la OTAN quienes crearon el Tribunal, quienes lo fi-
nancian y apoyan a diario".31 En resumen, una vez más, Estados
Unidos y sus aliados utilizaron los juicios para criminalizar a
sus oponentes derrotados, mientras su propia conducta permane-
ció por encima del escrutinio judicial.

En la última versión del mismo patrón, la ahora permanente Corte


Penal Internacional creada en 2002 fue impulsada por Estados
Unidos, que participó de manera central en su concepción y pre-
paración, pero luego se aseguró de que Estados Unidos no estu-
viera sujeto . a la jurisdicción de la cpi . Cuando, para gran ira
de la Administración Clinton, se modificó el proyecto de Estatuto
para hacer posible el procesamiento de miembros incluso de un
Estado que no fuera signatario del mismo, dejando a los soldados,
pilotos, torturadores y otros estadounidenses potencialmente vul-
nerables a la inclusión en el Durante el mandato de la Corte, Es-
tados Unidos firmó rápidamente más de cien acuerdos bilate-
rales con países donde sus militares estaban o habían estado pre-
sentes, excluyendo al personal estadounidense de cualquier riesgo
de ese tipo. Finalmente, en una típica farsa, en su último día en la
Casa Blanca, Clinton encargó al representante estadouni-
dense que firmara el Estatuto de la futura Corte, sabiendo muy
bien que ese gesto no tenía posibilidades de ratificación en el Con-
greso. Naturalmente, la CPI (con personal dócil) se negó a investi-
gar cualquier acción estadounidense o europea en Irak o Af-
ganistán, concentrando su celo enteramente en los países de
África, según la máxima tácita: una ley para los ricos, otra para los
pobres. .

Discriminaciones

As for the un Security Council, the nominal guardian of interna-


tional law, its record speaks for itself. Iraqi occupation of Kuwait in
1990 brought immediate sanctions, and a million-strong counter-
invasion of Iraq. Israeli occupation of the West Bank has lasted
half a century without the Security Council lifting a finger. When
the us and its allies could not secure a resolution authorizing
them to attack Yugoslavia in 1998–99, they used nato instead, in
patent violation of the un Charter forbidding wars of aggression,
whereupon the un Secretary-General Kofi Annan, appointed by
Washington, calmly told the world that though nato’s action
might not be legal, it was legitimate—as if Schmitt had scripted
his words to illustrate what he meant by the constitutive indeter-
minacy of international law. When, four years later, the United
States and Britain launched their attack on Iraq, having had to by-
pass the un Security Council under threat of a veto from France,
the same Secretary-General once again blessed the operation ex
post facto, making sure that by a unanimous vote the Security
Council gave back-dated cover to Bush and Blair by voting un as-
sistance to their occupation of Iraq with Resolution 1483. Interna-
tional law may be dispensed with in launching a war; but it can al-
ways come in handy to ratify such a war after the event.

Weapons of mass destruction? The Nuclear Non-Proliferation


Treaty is the starkest of all illustrations of the discriminatory cha-
racter of the world order that has taken shape since the Cold War,
reserving for just five powers the right to possess and deploy hy-
drogen bombs, and forbidding their possession to all others, who
might need them more for their defence. Formally, the Treaty is
not a binding rule of international law, but a voluntary agreement
from which any signatory is free to withdraw. Factually, not only is
a perfectly legal withdrawal from the Treaty treated as if it were a
breach of international law, to be punished with the utmost seve-
rity, as in the case of North Korea, but even observance of the
Treaty is open to restrictive interpretation, and if insufficiently mo-
nitored, subject to retribution, as in the case of draconian sanc-
tions against Iran—indeterminacy and discrimination elegantly
combined. That Israel has ignored the Treaty and has long posses-
sed abundant nuclear weapons cannot be so much as mentioned.
The powers punishing North Korea and Iran pretend the massive
Israeli nuclear arsenal does not exist—perhaps the best commen-
tary of all on the alchemies of international law.

Triumph of the singular

Pyongyang y Teherán, por supuesto, son categorizados libremente


como Estados “canallas” o “parias” en el discurso de la discrimina-
ción jurídica contemporánea, haciéndose eco de la clasificación de
regímenes ilegales del siglo XIX.32 ¿ Deberíamos considerar esto
como un anacronismo extraviado e involuntario, como el Artículo
38 I (c) que todavía figura en la Constitución de la Corte Interna-
cional de Justicia de La Haya, reconstituida por las Naciones Uni-
das, y que continúa anunciando su adhesión a los principios del
derecho que define a las naciones civilizadas, a la sombra de un
busto de Grocio? Eso sería un error. El "estándar de civilización"
proclamado -muy apropiadamente- en Bruselas ayer goza, por el
contrario, de una nueva vida hoy. El primer estudio moderno sobre su
pasado, The Standard of 'Civilization' in International Society , lo de-
bemosa un erudito estadounidense, servidor del Departamento de
Estado y líder de la Iglesia mormona, quien, crítico con su uso
para justificar los excesos coloniales en tiempos pasados, Sin em-
bargo, señaló el importante papel que también podría desempeñar
en la educación de los no europeos en códigos más elevados de
conducta moral, y elogió a dos posibles sucesores: un nuevo "es-
tándar de derechos humanos" del que fueron pioneros los euro-
peos, o alternativamente un " "estándar de la modernidad", lle-
vando las bendiciones de la civilización en forma de cultura cos-
mopolita a todos.33

Eso fue en 1984. Fue profético. En el nuevo siglo, el titular de una


cátedra en una escuela que lleva el nombre del mentor de la ex Se-
cretaria de Estado Condoleezza Rice, explicando que "se necesita
algo así como un nuevo estándar de civilización para salvarnos de
la barbarie de una soberanía prístina", proclama los derechos hu-
manos –sobre todo los practicados por la Unión Europea– como
ese estándar; y uno de sus principales infractores: la Autoridad Pa-
lestina.34 Alternativamente, un destacado especialista estadouni-
dense en terrorismo y ciberseguridad ofrece una actualización
más palpable de la noción. Los planes de ajuste estructural im-
puestos a los países subdesarrollados por el FMI son el equiva-
lente contemporáneo de las ilustradas capitulaciones de antaño
que ayudaron a llevar a los otomanos y otros países a la cortesía de
estados aceptables, continuando su trabajo de "armonización de
civilizaciones", esencial para la sociedad internacional.35 Más ambi-
cioso aún, un académico iraní de Dinamarca, denunciando al Is-
lam como un totalitarismo oriental, ha anunciado la llegada de un
Estándar Global de Civilización –gsc– como la estrella polar del
avance de la humanidad hacia un mundo mejor, ganando impulso
cada día. Estamos viviendo, exclama, un nuevo "momento gro-
ciano", en el que los dos pilares de la civilización global son "el ca-
pitalismo y el liberalismo".36 Los historiadores tampoco se han
quedado cortos. El historiador contemporáneo más destacado y
prolífico de Harvard, Niall Ferguson, autor de obras sobre los ban-
cos Rothschild y Warburg, la Primera y Segunda Guerra Mundial y
la historia del dinero, restaura lo singular con imperturbable
aplomo en Civilization: The West and the . Rest (2011), dedicado a
explicar todas las razones por las que los primeros triunfaron so-
bre los segundos.

En un escrito de principios de los años sesenta, Braudel reiteró la


convicción de Febvre de que Valéry estaba equivocado: «Las civili-
zaciones son una realidad de muy larga duración. No son “morta-
les”, sobre todo –a pesar de la frase demasiado célebre de Valéry–
si se los mide por nuestra vida individual. Accidentes letales. . . les
ocurren con mucha menos frecuencia de lo que pensamos. En
muchos casos, simplemente los mandan a dormir.' Habitual-
mente, sólo "sus flores más exquisitas, sus logros más raros, pere-
cen, pero sus raíces profundas sobreviven a muchas rupturas, a
muchos inviernos".37 Podría haber "una inflación de la civilización
en singular", pero "sería pueril imaginar que, más allá de su
triunfo, acabara con las diferentes civilizaciones que son los perso-
najes reales que aún nos enfrentan". Sin embargo, es característico
que las conclusiones de Braudel oscilaran. En un registro, el sin-
gular y el plural colaboran fructíferamente: "El plural y el singular
forman un diálogo, se complementan y se diferencian, a veces vi-
sibles a simple vista, casi sin requerir atención". En la página si-
guiente se toca una nota muy diferente: 'Se está librando una lu-
cha ciega y feroz, bajo varios nombres y en varios frentes, entre ci-
vilizaciones y civilizaciones. La tarea es domesticarlo, canalizarlo,
imponerle un nuevo humanismo», y «en esa batalla sin preceden-
tes pueden resquebrajarse muchas estructuras culturales y todas a
la vez».38 Medio siglo después, podemos preguntarnos: ¿la civiliza-
ción en singular ha sido sometida por las civilizaciones en plural,
como él esperaba que sucediera?

El espectáculo del derecho internacional sugiere lo contrario.


Braudel tenía una comprensión comparativa amplia y profunda de
la dinámica material y cultural de la historia humana, lo que le dio
un sentido incomparable de las diferencias entre civilizaciones.
Mucho menos interesado en sus dimensiones políticas e ideológi-
cas, identificó la civilización en singular ( civilización occidental
scilicet ) con demasiada simpleza simplemente con "la máquina":
esencialmente, tecnología, que, acertadamente, pensó podría ser
adaptada por cualquiera de las civilizaciones del siglo XIX. mundo
que había sobrevivido hasta el presente. Tomó menos en cuenta el
poder del orden intelectual e institucional de Occidente, por no
hablar de su predominio militar.

La fuerza de la opinión

Nada de esto, por supuesto, significa que el derecho internacional


carezca de sustancia alguna que pueda considerarse universal a
efectos prácticos. Basta considerar el hecho de que ningún Estado
del mundo prescinde de apelar a ella, aunque sólo sea porque to-
dos se benefician de al menos una convención asociada a ella: la
inmunidad diplomática de sus embajadas en el extranjero, respe-
tada incluso después de que la guerra haya sido declarada por los
Estados Unidos. país anfitrión contra el Estado que representan: lo
que podría llamarse el Contenido Mínimo del Derecho Internacio-
nal, por analogía con la reducción de Hart al mismo nivel del De-
recho Natural. No hace falta decir que todas las embajadas de un
Estado importante, y la mayoría de los de menor tamaño, están re-
pletas de personal dedicado a tiempo completo al espionaje, sin
ninguna justificación legal en el derecho internacional. Sus teóri-
cos encuentran poco consuelo en tales incongruencias.

Para concluir: desde cualquier evaluación realista, el derecho inter-


nacional no es ni verdaderamente internacional ni genuinamente
derecho. Sin embargo, eso no significa que no sea una fuerza a te-
ner en cuenta. Es uno importante. Pero su realidad es tal como la
describió Austin: lo que en el vocabulario que heredó de Hobbes
denominó opinión, y hoy llamaríamos ideología. Allí, como fuerza
ideológica en el mundo al servicio de la potencia hegemónica y sus
aliados, es un formidable instrumento de poder. Para Hobbes, la
opinión era la clave de la estabilidad o inestabilidad política de un
reino. Como escribió: "Las acciones de los hombres proceden de
sus opiniones, y en el buen gobierno de las opiniones consiste el
buen gobierno de las acciones de los hombres", así "el poder de los
poderosos no tiene más fundamento que en la opinión y la creen-
cia del pueblo". .39 Creía que fueron las opiniones sediciosas las
que desencadenaron la Guerra Civil en Inglaterra, y fue para incul-
car opiniones correctas que escribió Leviatán , que esperaba que se
enseñara en las universidades que eran "las fuentes de la doctrina
civil y moral". para devolver la "tranquilidad pública" al país.40 No
tenemos que compartir el alcance del respeto de Hobbes por el po-
der de la opinión, o incluso sus preferencias entre las opiniones de
su época, para reconocer la validez de la importancia que les otor-
gaba. El derecho internacional puede ser una mistificación. No es
una bagatela.

¿Cómo debería concebirse entonces? Para el más formidable de


los juristas internacionales de hoy, el estudioso finlandés Martti
Koskenniemi, el derecho internacional podría considerarse una
técnica hegemónica, en el sentido de Gramsci. Para Gramsci, se-
ñala, el ejercicio de la hegemonía siempre implicó la representa-
ción exitosa de un interés particular como valor universal. Eso,
ciertamente, el estándar de civilización intentó, y en su apogeo lo
logró, como lo ha hecho típicamente el vocabulario de la "comuni-
dad internacional" desde entonces. En ese sentido, el derecho in-
ternacional nunca ha dejado de ser un instrumento del poder eu-
roamericano. Pero precisamente porque ofrecía un discurso osten-
siblemente universal, estaba abierto a la apropiación y la reversión,
reclamándolo para otros intereses más amplios y más humanos.41
Después de todo, incluso en el apogeo de la arrogancia imperial en
el siglo XIX, voces elocuentes se habían resistido al estándar de la
civilización: 'El argumento empleado en nuestro tiempo...' . . "Jus-
tificar y disfrazar el expolio de las razas más débiles ya no es el lla-
mado de la religión, sino de la civilización: los pueblos modernos
tienen una misión civilizadora que cumplir y que no pueden re-
chazar", escribió un modesto abogado de Burdeos, Charles Salo-
mon, en 1889. Más radical aún que Braudel, prosiguió: «Se habla
de civilización como si hubiera un absoluto de uno solo: quienes
lo hacen creen que tienen derecho al primer rango de ella. Cam-
biando ligeramente la conocida frase de Joseph de Maistre, bien
podríamos decir: "Sé de civilizaciones, pero no sé nada de civiliza-
ción".42

Por lo tanto, como observa Koskenniemi, el derecho internacional


moderno está intrínsecamente entrelazado con la contestación, y a
medida que su instrumentación contemporánea para la voluntad
de la hegemonía actual y sus satélites se ha vuelto cada vez más
descarada, el número de mentes jurídicas críticas no sólo cuestio-
nan sino que buscan revertir su El uso imperial también ha au-
mentado. Los más lúcidos lo hacen sin atribuir a sus afirmaciones
más fuerza de la que pueden soportar. Según el lema de un distin-
guido jurista francés, el derecho internacional es "performativo".
Es decir, tales pronunciamientos en su nombre buscan hacer reali-
dad lo que invocan, en lugar de referirse a cualquier realidad exis-
tente, por loable que sea.43

La misma dialéctica, por supuesto, ha sido más famosa en el caso


del derecho municipal, invocado en Europa al menos desde el si-
glo XVII en defensa de los débiles contra los fuertes que lo crea-
ron. Pero ahí el axioma de Austin marca la diferencia. Dentro de
los Estados-nación, tal como se convirtieron en Europa, siempre
hubo un soberano determinable autorizado para hacer cumplir la
ley, y a medida que esta autoridad pasó de las coronas a los pue-
blos, no fue casualidad que también surgiera el poder legítimo
para cambiarla. En las relaciones entre estados, a diferencia de las
relaciones entre ciudadanos, ninguna de las dos condiciones se
cumple. Así, si bien la hegemonía funciona tanto en el ámbito na-
cional como en el internacional y, por definición, siempre com-
bina coerción y consentimiento, en el plano internacional la coer-
ción es en su mayor parte legibus solutus y el consentimiento que
se obtiene inevitablemente es más débil y más precario. El dere-
cho internacional actúa para ocultar esa brecha. Koskenniemi co-
menzó su carrera con una brillante demostración de los dos polos
entre los cuales se había movido históricamente la estructura del
argumento jurídico internacional, titulada De la apología a la uto-
pía : o el derecho internacional proporcionaba pretextos serviles
para cualquier acción que los Estados desearan tomar, o bien im-
ponía una elevada moral. visión de sí misma como, en palabras de
Hooker, "su voz, la armonía del mundo" , sin relación con nin-
guna realidad empírica. Lo que Koskenniemi no vio fue la interco-
nexión de ambas: no utopía o disculpa, sino utopía como disculpa:
la responsabilidad de proteger como carta para la destrucción de
Libia, la preservación de la paz para el estrangulamiento de Irán, y
todo lo demás.

Aun así, los defensores del derecho internacional pueden argu-


mentar que su existencia, por mucho que los Estados abusen de él
en la práctica, es al menos mejor que su ausencia, invocando en
su ayuda la conocida máxima de La Rochefoucauld: L'hypocrisie
est un hommage que el vice rend à la vertu . Sin embargo, los críti-
cos también pueden responder que en este caso debería revertirse.
¿No debería decirse más bien: la hipocresía es la falsificación de la
virtud mediante el vicio, para ocultar mejor fines viciosos: el ejerci-
cio arbitrario del poder por parte de los fuertes sobre los débiles, la
persecución o provocación despiadada de la guerra en nombre fi-
lantrópico de la paz?

1
Lucien Febvre, «Une Histoire de la civilisation», Annales , octubre-di-
ciembre de 1950, p. 492, reseña de la Histoire générale de la civilisation
d'Occident de 1870 à 1950 de Joseph Chappey .

2
Fernand Braudel, Grammaire des civilizaciones , París 1963.
3
Francisco de Vitoria, Relecciones sobre los Indios [1538/9], Madrid 1946,
i , 3: 1, 2, 6, 7, 8.
4
Hugo Grocio, De Jure Belli ac Pacis , ii , xl .
5
Thomas Hobbes, Leviatán , Oxford 2012, p. 540.
6
John Locke, Dos tratados de gobierno ii , § 32–46.
7
En cuanto a los nómadas: "Aquellos pueblos (como los antiguos ale-
manes y algunos tártaros modernos), que habitan en países fértiles, pero
desdeñan cultivar sus tierras y prefieren vivir del saqueo, se quieren a sí
mismos, son perjudiciales para todos". sus vecinos, y merecen ser extir-
pados como bestias salvajes y perniciosas': vii , § 81. Emer de Vattel, Le
Droit des gens, ou Principes de la loi naturallle , xviii , § 209.

8
James Lorimer, Los institutos del derecho de las naciones: tratado sobre las
relaciones jurídicas de comunidades políticas separadas , Edimburgo y Lon-
dres 1883, vol. yo , págs.44, 170.
9
Henry Wheaton, Elementos de derecho internacional , Londres 1836,
págs. 16-17, 21.
10
Lorimer, Institutos , págs. 123–33, 155–61.
11
Martti Koskenniemi, El gentil civilizador de las naciones: el ascenso y la
caída del derecho internacional 1870–1960 , Cambridge 2001, pág. 160.
12
“Hasta ahora, los Estados, por diversos que sean debido a su exten-
sión territorial, su riqueza y su poder, tenían sin embargo entre sí un
punto de conmensuración moral. Ésta era su soberanía nacional. En este
punto su igualdad jurídica podría establecerse de manera inquebranta-
ble. En esta fortaleza de un derecho igual para todos, e igualmente invio-
lable, inalienable, incontrovertible, cada Estado, grande o pequeño, se
sentía tan verdaderamente dueño de sí mismo e incluso tan seguro con
respecto a los demás, como se siente el ciudadano libre en su interior.
las paredes de su propia casa': Actas de las Conferencias de La Haya , vol.
ii , Nueva York 1921, págs.645, 647.
13
Lassa Oppenheim, International Law (quinta edición) , Londres 1937,
págs. 224-25. Oppenheim, un inmigrante rico de Hesse con una cátedra
en Cambridge, publicó las dos primeras ediciones del libro (1909 y
1912) antes de la Primera Guerra Mundial y murió en 1919, habiendo
completado en gran parte la tercera (1920). Cuando apareció la quinta
edición en 1937, el libro ya no era suyo. Lauterpacht, su editor, explicó en
su prefacio que había "considerado apropiado, en muchas ocasiones,
presentar puntos de vista que difieren de los propuestos en las ediciones
anteriores de este tratado". Especialmente al eliminar la declaración
inequívoca de Oppenheim, siguiendo ahora su descripción original de
las grandes potencias, de que la Liga de las Naciones no había "conver-
tido su hegemonía política en una hegemonía legal, porque esta prepon-
derancia es sólo el fruto de su influencia política" ( tercera edición, p.
200), e insertando lo opuesto: que la Liga, por el contrario, había dado a
su hegemonía una "base y expresión jurídica" (quinta edición, p. 225).
Hasta aquí el escrúpulo filológico, y mucho menos probatorio, en la ex-
posición del derecho internacional. En todas las ediciones posteriores
del tratado, Lauterpacht se convirtió en su coautor.
14
Hersch Lauterpacht, Derecho Internacional. Artículos recopilados. Vol ii
, La ley de la paz , Cambridge 1975, págs. 72–73, 83.

15
Lauterpacht, Derecho Internacional. Artículos recopilados. Vol. II , págs.
28, 73, 75, 19. Un sionista ardiente en su juventud, sin abandonar en
modo alguno la causa de Israel (para la que finalmente redactó una De-
claración de Independencia), Lauterpacht evitó la participación directa
en actividades políticas de cualquier tipo. después de llegar a Inglaterra
en 1923. Pero intelectualmente sus preocupaciones originales persistie-
ron. Hacia 1927 compuso un conjunto de reflexiones sobre 'Algunos
problemas bíblicos del derecho de la guerra', en las que distinguía entre
aquellas campañas de los Hijos de Israel que estaban comandadas por
Dios y aquellas campañas que estaban permitidas por Dios. El primero
ordenaba el exterminio de todos aquellos contra quienes se libraban gue-
rras santas: hombres, mujeres y niños: "no dejarás nada que respire".
Este último permitía, sin necesariamente estipular, un trato más suave.
Cualesquiera que sean las atrocidades de la primera, observó Lauter-
pacht, fueron "guerras religiosas de una pureza sin igual en la
antigüedad". Porque al conquistar Canaán, "los israelitas salieron a so-
meter y exterminar a esos pueblos en cumplimiento, creían, del juicio
de Dios, no por razones egoístas". El carácter más indulgente, aunque
menos codificado, de las guerras con permiso ofrecía un contraste cuya
influencia, reflexionó Lauterpacht, podría rastrearse en la influencia ra-
bínica sobre las doctrinas cristianas medievales sobre la guerra justa e
injusta. Con la llegada de la Sociedad de Naciones, estos habían encon-
trado ahora su hábitat adecuado en el derecho internacional moderno:
véase Hersch Lauterpacht, International Law. Artículos recopilados. Vol v ,
Disputas, guerra y neutralidad , Cambridge 2004, págs.

16
Alfred Zimmern, La Liga de las Naciones y el Estado de Derecho (1918-
1935), Londres 1977, págs. 94, 95.
17
Carl Schmitt, Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Jus Publicum Euro-
paeum , Berlín 1950, págs. 199-201, 4.
18
Thomas Hobbes, Leviatán (texto en latín), xxvi , Oxford 2012, p. 431;
(texto en inglés), xvii , p. 254.
19
John Austin, The Province of Jurisprudence Determined , Londres 1832,
p. 148.
20
Determinación de la provincia de jurisprudencia , págs. 208, 148-149.

21
JS Mill, Obras completas, vol. xx , págs. 345–46.
22
Lord Salisbury, Discurso en la Cámara de los Lores, 25 de julio de
1887.
23
Véase Hans Kelsen, General Theory of Law and State , Cambridge ma
1945, págs. 30–37, también 62–64, 71–74, 77–83; HLA Hart, The Concept
of Law , Oxford 1961, págs. 18 a 79, y sobre derecho internacional, págs.
208 a 31; (Del mismo modo, Terry Nardin, Law, Morality and the Rela-
tions of State s, Princeton 1983, págs. 116-86). Kelsen, como era de espe-
rar, fue un erudito textual más cuidadoso que Hart y se relacionó con
Austin de una manera menos casual; pero el despido de Austin por
parte de Hart iba a ser más influyente,
24
Carl Schmitt, Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar–Genf–Ver-
sailles. 1923-1939 , Berlín 1988, pág. 3.
25
Carl Schmitt, Die Wendung zum diskriminierenden Kriegsbegriff, Berlín
1988, p. 41 y siguientes . Para Schmitt, Wilson había sido pionero en esta
innovación en la Primera Guerra Mundial. Entre los principales juristas
que consideró que lo desarrollaron en el período de entreguerras se en-
contraban Georges Scelle de Francia y Lauterpacht en Gran Bretaña.
26
Stephen Schlesinger, Acto de Creación: La Fundación de las Naciones
Unidas , Boulder 2003, p. 331.
27
Schlesinger, Acta de creación , págs. 174, xiii.
28
La instrucción fue cablegrafiada en julio de 2009.
29
Radhabinod Pal, Juicio disidente , Tokio 1999.
30
BVA Röling, El juicio de Tokio y más allá , Cambridge 1993, p. 87.
31
James Shea, 17 de mayo de 1999.
32
Para conocer la historia y actualidad contemporánea de estas nocio-
nes, véase el destacado estudio de Gerry Simpson, Great Powers and
Outlaw States: Unequal Sovereigns in the International Legal Order , Cam-
bridge 2004, passim.
33
Gerrit Gong, El estándar de la 'civilización' en la sociedad internacional ,
Oxford 1984, págs. 91–93.
34
Jack Donnelly, 'Derechos humanos: ¿un nuevo estándar de civiliza-
ción?', Asuntos Internacionales , vol. 74, núm. 1, 1998, págs. 1–23.
35
David Fidler, '¿Un sistema más amable y gentil o capitulaciones? De-
recho internacional, políticas de ajuste estructural y el estándar de la ci-
vilización liberal y globalizada, Texas International Law Journal , vol. 35,
enero de 2000, págs. 387–414.
36
Mehdi Mozaffari, 'La perspectiva transformacionalista y el surgi-
miento de un estándar global de civilización', Relaciones internacionales
de Asia y el Pacífico , vol. 1, núm. 2, 2001, págs.259, 262.
37
Fernand Braudel, 'L'Apport de l'histoire des civilisations', en Gaston
Berger, ed., Encyclopédie française, vol. xx , Le Monde en devenir , París
1959, 12:10.
38
Braudel, 'L'Apport de l'histoire des civilisations', 12: 12-13.
39
Hobbes, Leviatán (texto en inglés), xviii , p. 272; Gigante , pág. dieci-
séis.
40
Hobbes, Leviatán , 'Una revisión y conclusión', p. 1140.
41
Martti Koskenniemi, 'International Law and Hegemony: a Reconfigu-
ration', en The Politics of International Law , Oxford 2011, págs. 221–22 y
siguientes .

42
Charles Salomon, L'Occupation des territoires sans maître: Étude de droit
international , París 1889, págs. 193, 195.

43
Hart consideraba que el adjetivo, y lo que designa, era el más feliz de
todos los trouvailles de JL Austin, el filósofo analítico del que era adepto
en Oxford.

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