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SCARANO, Laura (2007).

“Poemas como actos: La segunda revolución del lenguaje poético”


en Palabras en el cuerpo: Literatura y experiencia. Buenos Aires: Editorial Biblos, pp.71-82.

CAPITULO 4

Poemas como actos:


La segunda revolución del lenguaje poético

“El poema le sucede a alguien”


(Robert Langbaum)

Intentar un trazado de los interrogantes que nos plantea hoy la poesía como género
de discurso, nos enfrenta a algunas categorías nucleares que ingresan en la discusión actual
provocando una verdadera revolución en el estado de las teorías tradicionales sobre la
lírica. Cada una de ellas además se inscribe en propuestas teóricas específicas, que merecen
particular atención si nos interesa analizar cuál es la nueva agenda de problemas en torno al
género.1 Sin duda, sujeto y experiencia son dos nociones claves a la hora de indagar sobre
las condiciones actuales en que se produce y recibe poesía. Pero de la primera ya me he
dedicado en varios trabajos anteriores; y analizo especialmente la segunda en el primer
capítulo de este libro. Por eso aquí quisiera detenerme en otras nociones tan relevantes y a
la vez tan íntimamente vinculadas con aquellas como las categorías de pasión, acción,
interpelación.2
La primera noción ha cobrado nuevos bríos con la disciplina llamada "semiótica de
las pasiones", pero resulta más perturbadoramente actual desde el enfoque cultural que
hemos propuesto aquí como abordaje, enlazando literatura, cuerpo, historia y experiencia.
La segunda, se consolida a partir de los aportes de la pragmática y en especial de la idea de
la literatura como "actos de sentido" (desarrollada por los nuevos enfoques socio-
semióticos, en los cuales cabe destacar el aporte de Paolo Fabbri). Por último, la tercera

1
Dentro de los escasos estudios actualizados sobre el género, cabe destacar el libro Teorías sobre la lírica
(1999), compilado por Fernando Cabo Aseguinolaza, con la reunión de varias perspectivas novedosas que
exhiben una nueva orientación teórica multidisciplinar (Wellek, Stierle, Schaeffer,Combe, Pozuelo, Merquior,
Agambe, Ferraté). La nueva agenda de cuestiones está centrada en sus determinaciones enunciativas como
tipo de discurso, en problemas como la representación o la voz, la dimensión histórica o la ficción de la
experiencia y la actitud lectora, abandonando las tradiciones negativas de la lírica como anti-discurso.
2
Un desarrollo parcial de estos problemas se encuentra en mis artículos más recientes: “La poesía y sus
lugares teóricos (Aproximaciones a una semiótica social)” (Celehis 2003), “Sujeto y sentido en la poesía
actual (Travesías estéticas de dos orillas)" (Actas, Tucumán, 2006 a) y "Socio-semiótica del texto poético"
(Discursos críticos, 2006 b).

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reinserta la conocida consigna de Althousser en el debate sobre la función social del arte y
su capacidad de interpelar a los hombres como sujetos, para reponer dos nociones decisivas
-sujeto e historia- injustamente desestimadas por las teorías estructuralistas y sus
derivados.3 A propósito de la lírica, reconocerá George Steiner que aún queda mucho por
hacer en cuanto a una “retórica de los efectos”: “Necesitamos saber mucho más sobre la
estrategia epistemológica por la cual un poema [...] se distancia de lo real, y sin embargo
propone a lo real nuevas posibilidades de ordenamiento” (2000, 197).

4.1. Poesía y acción.

“El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo sin tener nada que hacer.”
(H. D. Thoreau)

Tempranamente Mukarovsky rechazó la tesis de un “lenguaje poético” per se, ya que


la lengua como sistema es “estéticamente indiferente”, para proponer en su lugar una teoría de
la “función estética” que de hecho no actúa más que en el nivel del discurso, de la actuación de
la lengua. Una mirada hacia sus efectos, funciones y actos tiende a desplazar la lingüística
como modelo único y a abandonar el fetichismo del texto aislado y cerrado, en beneficio de un
punto de vista transtextual. El desafío de una semiótica social que ilumine los interrogantes
teóricos sobre el género lírico nos obliga a ir más allá del objeto tradicional (una teoría de
los signos) para examinar “la significación como proceso que se realiza en textos donde
emergen e interactúan sujetos”, desde una “orientación accional, que revaloriza la
pragmática tras haber sido considerada durante años como la pariente pobre de los estudios
semióticos” (Lozano et al., 248).
En un repaso del giro efectuado por la teoría literaria -y especialmente en las
discusiones en torno al género-, podemos advertir que ya no se trata de leer poesía sólo para
identificar inventarios de tropos o estructuras de relaciones diferenciales, sino de atender al
hecho retórico, más allá del dicho, con una atención especial por los discursos que lo
cruzan, producen y despliegan. No nos alcanza hoy con contemplar el texto sólo como
"artefacto" o "monumento", o bien entenderlo como "permutación constante" de otros

3
Louis Althusser en su conocido estudio titulado “Ideología y aparatos ideológicos de estado” rescata las
relaciones de la ideología con la enunciación y afirma que es precisamente el destino de ésta el de “interpelar
a los individuos como sujetos” (1976: 162).

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textos en la serie, consagrado a un juego endogámico e incesante de signos lingüísticos,
sino que necesitamos advertir las torsiones que sujetos históricos en culturas específicas le
imprimen.
Ya Paolo Fabbri en su estudio El giro semiótico (1999) advertía que tanto el último
Barthes -en su intento por redefinir las relaciones entre signo y afecto- o el fundacional
Saussure -anticipando aun sin resolver la decisiva articulación entre sema y soma,
significación y cuerpo - vislumbraron que la literatura no debía rendirse al cerco clausurado
del lenguaje ni reducirse a la asfixia metodológica de los paradigmas formales, a pesar de
que ellos mismos no pudieron sortear esa valla. Apaciguados hoy esos fervores
estructuralistas, vemos que afortunadamente ya no es posible eliminar de la mesa de
discusiones la idea de valor y acción, efecto y creencia, sujeto y sentido, cuerpo e historia.
El estudio de la literatura como acto, más que como mero discurso, abre una nueva
agenda de problemas apasionantes que restituyen la capacidad de interpelación social del
arte. La integración de la enunciación y la situación contextual, los universos de discurso
implicados en el texto, las huellas de raza, edad, región, género, historia son dotados de
legítimas significaciones. Los efectos implicados en la lectura y recepción, la comprensión
de los procesos de eficacia simbólica, manipulación y conflicto constituyen categorías que
abren la discusión sobre la literatura y el arte como fuerza social y potente configurador de
identidades culturales, en lugar de aplanar el debate únicamente a sus superficies retóricas.
Curiosamente vale la pena rediscutir la legítima queja de Roland Barthes al final de su
periplo semiológico, cuando lamentaba: “´El texto, el texto solo´, nos dicen, pero el texto
solo es algo que no existe” (Barthes: 37). Seguir asediando la obra como superficie
meramente lingüística parece ya una aproximación -en palabras de Fabbri- "polvorienta y
completamente superada por la condición epistemológica contemporánea" (26). Debemos
abandonar la noción de signo atado exclusivamente al paradigma del lenguaje, y comenzar
a verlo además como una acción que ejecutamos, una pasión que padecemos, un efecto, un
afecto.4 El desafío consiste precisamente en pensar la significación de la literatura y sus
procesos más allá del paradigma de la obra autónoma. Es hora de reponer el olvidado

4
Obviamente en mi intención de definir el poema como acto, resuena metafóricamente el enfoque de Austin
en su libro de 1982, Cómo hacer cosas con palabras, ampliado aquí por una mirada más histórica y cultural
que lingüística.

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problema de la función de la literatura, sus actores, sus usos, su actuación, las experiencias
que suscita.
Como lectores de poesía, contemplamos también cómo se ha vuelto un obstáculo el
conocido dogma de la "obra abierta" (hipostasiado hasta el delirio) y su deriva incesante en
una semiosis eternamente inacabada. Recuperar el espacio para una interpretación libre de
sujeciones dogmáticas, como quiso el posestructuralismo de los años 70 y 80, no significa
rendirnos a la idea del perpetuo descontrol y la fuga irresistible de los signos que impiden
cualquier significación culturalmente consensuada. Expulsar al sujeto, disolver el referente,
renunciar a cualquier vínculo con las cosas, bajo la excusa de que la literatura sólo es un
trabajo con los signos verbales, no parece admisible ya, porque esos signos son usados por
usuarios, transportan sentidos en la historia de una cultura, son motivos de lucha,
confrontación o acuerdo, como bien lo anticipara Bajtín hace décadas. Excluir estas
categorías del arte nos condena a aceptar una falacia hoy día insostenible: por un lado está
el lenguaje y por el otro las cosas, por un camino va el arte y por otro irremediablemente
paralelo discurre lo real, como dos orbes fatalmente incomunicados.
Es posible recuperar el sentido de los signos como acciones sobre el mundo, que
involucran actores, en espacios y tiempos concretos. Porque además (como señala José
María Pozuelo Yvancos) "el ahora de la poesía remite siempre al presente de su lectura",
como si el poema abriera "una brecha en el tiempo" (1998, 41), que permite el intercambio
natural e inconsciente de roles (entre las figuraciones del yo y el tú). Así, el yo poético se
ofrece no como tema u objeto al lector sino como receptáculo para actuarse como sujeto,
una especie de comodín deíctico que se pliega al lector para que lo actúe, ocupe,
experimente. Esta dimensión de presente particular de la lírica es el espacio que permite la
relación compleja de identificación y suplementareidad del lector, "fenómeno tan común y
conocido por los lectores de poemas como experiencia propia", pues la "identificación no
está con lo dicho sino con la experiencia del yo en lo dicho en el acto de su vivencia, que
coincide con la ejecución de su lenguaje, con el nacimiento del poema y con el acto de su
lectura" (Pozuelo Yvancos 1998, 73).
Un poeta social como José Hierro, en plena posguerra española, afirmaba en 1962
que "la poesía dice y hace" y propugnaba, frente al fervor experimentalista de esa década,
la urgente superación de la obsoleta polémica entre "poesía-comunicación" y "poesía-

60
conocimiento", al afirmar: "La poesía es comunicación de mis experiencias [...y también],
una forma de conocimiento personal; [...], expresión y conocimiento propio, pero luego
compartido con el lector, y en ese sentido, comunicación" (16). Hoy los derroteros de la
discusión nos llevan a afirmar que la poesía es ambas cosas, porque es ante todo una
acción. La acción de comunicar y la acción de conocer en un mismo acto de sentido, como
las dos caras de un proceso indisoluble. Actos de sentido desde las palabras del autor hacia
el mundo de sus lectores, desde un hombre para otros hombres: "La poesía dice y hace:
hace lo que dice". Acción que otro lúcido poeta como Auden reivindica, apropiándose de la
inspiradora máxima de Thoreau: “El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo sin
tener nada que hacer” (1999, 49).

4.2. Poesía y pasión


“La semiosis no es una proyección intelectual sino un universo de pasiones
[...], y el interpretante no es únicamente cognitivo sino,
de entrada, emocional y sentimental.”
(Herman Parret)

Cuando pensamos qué nos entrega la poesía, invariablemente todos coincidimos:


palabras. Pero palabras que nos evocan cosas, objetos, personas, cuerpos, historias...
Lugares y tiempos; colores y edades; etnias y dialectos; sexos y nombres... Otra vez: actos,
pasiones, afectos, efectos. Imágenes y sonidos, pero también sentidos y experiencias. Todo
este magma heterogéneo se halla inscripto y potencialmente disponible para su despliegue
por el lector, desde el frágil mecanismo de la letra escrita. Ya superamos la amenaza del
sustancialismo positivista; nadie sigue creyendo ingenuamente en la falacia biográfica.
Caducó el tiempo en que la semiótica, como afirma Fabbri, "declaró que no disponía de
ninguna estrategia de correlación entre los signos y las cosas" y "no tenía previsto ningún
sujeto que hiciera una operación de referencia; no había nadie que le dijera a otro: `'Yo a
esto lo llamo así" (38). Hemos superado esos miedos y exorcizado esos fantasmas, y
reponer tales categorías se vuelve cada vez más urgente: éstas son hoy las cuestiones
capitales de la teoría y crítica poética y literaria.
Desde otros géneros más visiblemente “referenciales” como los memorialistas,
Beatriz Sarlo también concluye que “se ha restaurado la razón del sujeto que fue, hace
décadas mera ideología o falsa conciencia, es decir, discurso que encubría ese depósito

61
oscuro de impulsos o mandatos que el sujeto necesariamente ignoraba”, pues “la identidad
de los sujetos ha vuelto a tomar el lugar que en los años 60 fue ocupado por las estructuras”
2005, 22). Si esto es así, ¿cómo podemos actualizar nuestra lectura del género poético sin
reificar posturas biografistas? He ahí el desafío de reponer la cuestión del sujeto y su
experiencia como modalización discursiva, instancia de mediación y programa de escritura
cuyos efectos sociales involucran necesariamente a autor y lector en un mismo campo de
interacción, sin negar el distanciamiento y juego de sus rostros verbales.
Césare Segre alerta con lucidez sobre esta dimensión histórica del signo y de su
lectura, y enuncia categóricamente una sucesión de certezas irrebatibles pero no siempre
asimiladas: “El texto comienza a comunicar sólo cuando se lee”, pero “no existe sólo el lector
actual. [...] Desde cuando el texto ha sido escrito, oyentes y lectores se han sucedido, y la
sustancia comunicativa ha sobrevivido a la prepotencia de tantas subjetividades. Nuestro
tesoro de informaciones contiene ya las informaciones precedentemente asimiladas, y nuestros
códigos son la transformación de los códigos anteriores...” (27). Esta puesta en perspectiva
del acto individual de la lectura y su consecuente operación hermenéutica historiza el proceso
de su semiosis: “El estudio del texto debería en realidad afrontar la imagen del texto deducible
de la tradición” y, ya que “toda lectura es una forma de ejecución,” ninguna lectura queda
exenta de la intervención de los códigos lingüísticos y culturales del lector: “la intervención
del observador no puede dejar de turbar las condiciones de la observación” (39).
Esta acumulación cultural en sucesivos sedimentos conforma en el texto una especie
de “escombros heterogéneos sujetos a distintos reordenamientos: los ideológicos, los
literarios...” que, en parte “se nos imponen, en parte ponderamos voluntariamente” (79), y
unos nos llevan a otros por medio de asociaciones: una suerte de “fantasmas” que viven en el
discurso y dejan espacios abiertos, alternativos y movibles. Por eso mismo, nunca estará de
más recordar que el poeta no usa pasivamente una lengua como sistema neutro, sino que
manipula múltiples discursos asimilados culturalmente, con particulares valencias sociales e
ideológicas: “el signo se adquiere en situación” y “conserva en la memoria el espacio
dialógico de donde proviene” (Cros, 95). Es necesario reivindicar una semiótica consciente de
esta naturaleza reticular y expansiva del texto, zurcida de retazos de historia, tradición y
actualización.

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Un eje provocativo de la teoría literaria moderna (especialmente si se la logra
desprender de sus residuos formalistas) es precisamente el estudio de las pasiones, también
presentes en la actividad configuradora del texto literario. Desde esta perspectiva, una
aproximación cultural al género validará como pertinente todo el universo afectivo que
suscita en el proceso de producción y recepción. Hoy, la entrada de la dimensión pasional
en el análisis semiótico altera radicalmente toda la teoría de la significación y la llegada de
la afectividad al debate literario remueve los cimientos exclusivamente cognitivos de la
discusión tradicional. Dentro de la llamada "semiótica de las pasiones", más allá de sus
rigurosidades metodológicas y técnicas, encontramos algunas incitaciones productivas.
Herman Parret propone este camino para enriquecer el enfoque, apoyado en la idea de que
“la semiosis no es una proyección intelectual sino un universo de pasiones [y] el
interpretante no es únicamente cognitivo sino, de entrada, emocional y sentimental”: se
trata del “descubrimiento de una nueva densidad del objeto” poético (1995, 6).
Podemos preguntarnos con pertinencia entonces si la poesía está compuesta sólo de
palabras, si la literatura está moldeada sobre el patrón exclusivo del lenguaje, o si existe
una organización del pensamiento al margen de la expresión verbal. Lentamente hemos
descubierto como lectores y críticos que hay un sentido que escapa a la formulación
meramente lingüística. Los textos literarios no son sólo representaciones mentales o
conceptuales, sino que son provocadores de actos que modifican al mismo tiempo a quien
los produce y los recibe (Fabbri, 47). Preguntarse cómo significa un poema hoy abre la
discusión sobre quiénes lo actúan (performan, para ser más estrictos, si se nos permite el
anglicismo), pues el lenguaje del poema no sólo construye edificios verbales, o comunica
saberes, sino que permite provocar experiencias; es capaz de "crear relaciones" entre
personas de carne y hueso (56). Por eso la pertinencia del término "pasión", ya que está
vista desde el punto de vista de la acción de quien recibe el texto: "La pasión es el punto de
vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción", decía Descartes
en su tratado sobre Las pasiones del alma (Fabbri, 61). En estos términos, podemos pensar
hoy la poesía como "actos de sentido" (62), cometidos con palabras que suscitan
emociones, afectos, reacciones.

4.3. Poesía como interpelación

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“El gran triunfo del capitalismo ha consistido siempre en no desustancializar a la
poética y en no convertirla jamás en vida ni lenguaje normal, sino en un rincón del alma:
el rincón último de la libertad expresiva y de la intimidad del sujeto.”
(Juan Carlos Rodríguez)

Esta nueva agenda de estudio de la poesía constituye en realidad una segunda


"revolución del lenguaje poético", pero alejada de los presupuestos psicoanalíticos de
aquella "primera revolución" que propusiera Julia Kristeva, a propósito de las vanguardias.
¿Cuál es esta nueva agenda de problemas que debe enfrentar el crítico ante la poesía actual?
A partir de estas categorías examinadas cobran relieve decisivo las circunstancias mismas
de la enunciación lírica: ¿cómo se produce poesía?, ¿desde qué horizonte cultural se lee un
poema?, ¿qué convenciones actúan en su actualización? Esta aproximación social, desde
una semiótica interesada en los procesos implicados en la gestación y lectura del género, se
inscribe dentro de una nueva "moral de la escritura" (Todorov 1991), que reivindica la vieja
y quizás olvidada consigna de Althousser: la función social del arte reside en interpelar a
los hombres como sujetos de su historia. Aquí reside el mayor desafío de las propuestas
teóricas actuales, que justifica el debate y enaltece las vitales polémicas del campo
filosófico y cultural: ¿qué nos hace la poesía?, ¿qué hacemos con ella?, ¿qué sucede en el
mundo a partir del poema?, ¿qué sucede en el poema al escribir el mundo?
Resultan sumamente esclarecedoras en este sentido las reflexiones que Juan Carlos
Rodríguez ha venido haciendo en torno a la básica historicidad de la poesía, y en contra del
proceso que él lúcidamente analiza de "sustancialización poética", que entendió el arte
como si fuera "aquel rincón subjetivo donde la poética podía lavarlo todo, [y] ser la única
sustancia limpiadora de cualquier contaminación" (1999, 269). En su agudo análisis de los
procesos históricos de las últimas décadas, mostró que la otra cara de la
"desustancialización de la política" fue sin duda la “sustancialización de la poética”, al
afirmar que “el gran triunfo del capitalismo ha consistido siempre en no desustancializar
jamás a la poética y en no convertirla jamás en vida ni lenguaje normal, sino en un rincón
del alma: el rincón último de la libertad expresiva y de la intimidad del sujeto” (264).
Precisamente sus argumentos vienen en nuestro auxilio para comprender la efectiva
operatividad de estos interrogantes que las nuevas poéticas de las últimas décadas
replantean, proponiendo giros desafiantes. Ver la poesía como una fuerza social de acción

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sobre el mundo, como una "experiencia" transformadora tanto para su autor como para su
lector, es el primer paso para reponer una lógica del sentido –no instrumental, sino
epistemológica- para el nuevo sujeto de la historia.
Y ¿qué nos dice y hace entonces la poesía actual ante las rotundas perplejidades que
vivimos a diario? ¿Cómo nos interpela? ¿Qué figuras nos proporciona para articular esta
realidad que nos acosa y que nos convence de la falsedad de muchos de los mitos
supuestamente posmodernos, ya hoy devaluados? Volver al sujeto no significa creer otra
vez en la falacia genética y positivista de su autoridad omnipotente sobre los significados
de la escritura ni en la ingenua reversibilidad de texto y vida, sino que apuesta a construir
un circuito de ida y vuelta, una inscripción del hombre como nombre, cuerpo, historia,
experiencia, en el orden del discurso. Este “retorno del sujeto” (más pasional que racional)
reemplaza la concepción del hombre cristalizada en los antiguos mitos de clase, pueblo,
partido, nación, sin declarar a éstos inexistentes, sino abordándolos desde sus historias
particulares de inserción, desde sus usos y funcionamientos. Como afirma Beatriz Sarlo “la
actual tendencia académica y del mercado de bienes simbólicos se propone reconstruir la
textura de la vida y la verdad albergadas en la rememoración de la experiencia, la
revalorización de la primera persona como punto de vista, la reivindicación de una
dimensión subjetiva (...). Son pasos de un programa que se hace explícito porque hay
condiciones ideológicas que lo sostienen” (2005, 21).
En el contexto estético actual, advertimos que lenta y trabajosamente, la literatura
actual hurga en ese hueco fenomenal que nos han dejado: el hueco del sentido perdido o
estallado, el de la muerte del autor, del fin de la historia y la derrota de las ideologías. La
poesía de las últimas décadas ha sido fiel reflejo de esta lucha. La lucha por recuperar un
lenguaje que nos comunique más allá de los ghettos privados de nuestras sesiones frente a
ordenadores y computadoras; la lucha por consolidar vínculos que oponer a una
globalización que bajo la ficción homogeneizadora del mercado único, avanza letalmente
con una fragmentación disgregadora. La lucha por una literatura que nos reconcilie con
nuestras identidades sucesivas (la del lugar donde vivimos, la de las lenguas que hablamos,
del sexo que practicamos, de la edad que atravesamos, los gustos que reivindicamos, el arte
que disfrutamos y no sólo las marcas comerciales que consumimos). Es cierto que no
somos un sujeto único, cartesiano y racional, pero también es cierto que vivimos

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cotidianamente la experiencia de ser sujetos por lo que hacemos, lo que leemos, los hijos,
amigos y familia que tenemos, los lugares donde trabajamos. Todos ellos son espacios de
articulación individual y comunitaria, pública y privada. Y la poesía y la literatura actual se
han lanzado a reinterpretar estos lugares desde un lenguaje que pasó ya por la prueba de la
fractura y la rebelión, que se renovó en el exilio y la subversión de las normas y que busca
hoy reencontrar su frustrada vocación comunicativa, su ambivalente capacidad referencial,
su nunca perdida apuesta por significar, por recuperar su naturaleza originaria de
herramienta material de un ineludible intercambio social.
Y ¿qué pasa con la necesaria “autonomía” de la literatura, como distancia
políticamente operativa para contestar a la institución Arte, como soñara Adorno?
Históricamente vinculada al paradigma de la literariedad en el terreno teórico y a la
proclama adorniana de extrañamiento artístico, la “autonomía” estética no supone ya un
corte en las relaciones entre la vida y el arte, ya que para efectivizar tal elaboración
ficcional la poesía debe necesariamente meditar sobre el lugar en que se constituye como
tal y en el cual construye sus artefactos. Es decir que la operación ficcional es una forma de
construcción de un sentido que opera sobre lo real; es la exploración en el discurso de una
posible formulación que exprese “las relaciones imaginarias que los individuos establecen
con ellos mismos y con sus condiciones de existencia”, parafraseando la noción de
ideología althusseriana.
Asunción de la poesía como acto y oficio (ni religión ni tribuna ni privilegio de unos
pocos), desde la materialidad de la práctica y sus instrumentos, en busca de una cita con el
lector, para revalorizar la instancia social de la experiencia. Todos estos postulados hacen
hoy de la poesía un género convencional del discurso, un desacralizado ejercicio de
escritura, una práctica material, desde una reivindicación de la autonomía de la poesía, pero
no como desvinculación del orden social e individual, sino como exhibición de su
independencia de dogmas previos, de causalidades genéticas o de determinaciones
sobrenaturales. La poesía como ficción y artificio trabaja deliberadamente sobre los
materiales de la realidad y la historia con su propio instrumental retórico y cognitivo. La
poesía no es mera dicción diferencial (Genette), sino ficción construida por palabras tan
privadas como públicas, con todo lo que esta definición supone de conciencia bajtiniana en
torno al silencioso acarreo ideológico del lenguaje y su evidente factura cultural.

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Una semiótica con vocación social debe aportar elementos para comenzar a
responder estas preguntas, si no quiere arriesgarse a sucumbir bajo el peso del prejuicio que
más fatalmente ha estigmatizado la lectura de poesía (devenida “cárcel del lenguaje”),
atrapada en las redes de un inverificable origen. El necesario saneamiento metodológico
que buscó liberarla de la condena positivista y genética (y su amenazante “falacia
intencional”) no pudo sortear el peso de una tradición hermenéutica reificadora, que desde
el romanticismo identificara su modalidad enunciativa con la efusión expresiva y
sentimental del discurso confesional. La trampa formalista la recluyó primero fuera de las
fronteras de la ficción, ya sea por interpretarla como ese cuasi-sagrado “discurso de
verdad”, soñado por la pléyade de “poetas filósofos” del idealismo romántico, o por
sostener contra viento y marea su condición desviatoria y lingüísticamente diferencial. Por
esta última vía, fue previsible su posterior sometimiento en la aventura estructuralista a la
asfixia de la mirada inmanentista. Pero ciertos postestructuralismos la condenaron más
tarde a ser un mero “juego azaroso de significantes” (Jameson). O bien la inmovilizaron en
una percepción de su naturaleza radicalmente a-lógica, en contra siempre del lenguaje
común.5 O bien la definieron como deriva incontrolable de significaciones en un girar
enloquecido sobre sus propios materiales y confines, sin posible anclaje en lo real.
Sin embargo, a pesar de esas sucesivas esclavitudes e hipóstasis de partes
desmembradas de un circuito necesariamente integral (autor, texto, lector), la poesía
reclama hoy nuevos caminos para su semiosis. Porque “más allá del verbo” y sus

5
En otro lugar analicé las consecuencias que las reflexiones de una figura “faro” como Julia Kristeva han
tenido en el debate postestructuralista sobre el género (Scarano 2003). Todavía hoy resulta polémico y a
menudo inadmisible disentir con sus posturas. Pero lo cierto es que a estas alturas ya nadie duda de que la
teoría semiótica kristeviana sólo resulta operativa cuando se aplica a una determinada poética del género, la
que opera sobre el desvío y la transgresión radical del lenguaje. Verdad que por otra parte ella nunca ha
desmentido, ya que todas sus reflexiones se apoyan en la lectura de textos simbolistas y vanguardistas. Sin
embargo, por una operación universalizadora (más propia de la lectura de sus epígonos y seguidores), en sus
escritos aparece como “naturalizada” una teoría del género donde el “sujeto cerológico”, el “no-lenguaje”
que opera en contra de la lógica racional y representacional y la productividad indefinida del significante
determinan la lectura de todo poema y por consiguiente su hermenéutica. En mi reflexión he tratado
precisamente de ampliar y matizar el objeto de estudio, superar las concepciones tradicionales de la poesía
como discurso anómalo o anti-prosa (Jean Cohen, Roman Jakobson), las versiones de la estilítica europea, que
localizaron su diferencia con los otros géneros en un repertorio de formas diferenciales, o finalmente, la visión de
aquellos que ubican el poema en una zona indiferenciada, con un estatuto independiente de los otros géneros
(“borroso e indecidible”, según Todorov; “dicción” en lugar de “ficción”, dirá Genette). Va llegando la hora de
animarnos a polemizar con tantos nombres de autoridad, que con su afirmación de diferencia, desvío, margen y
especialización, han convertido la poesía y sus teorizaciones en un continente mítico e incognoscible, parecido a
un culto sagrado vedado al sentido común.

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simulacros, como sostiene lúcidamente Raymond Williams, "todo acto de composición en la
escritura tiene necesariamente contenido e intención" (1987, 51). Reponer sus contextos,
entenderla como parte de un proceso histórico, interrogar sobre su situación comunicativa, dar
cuenta de sus marcas autorales y posiciones ideológicas no supone renunciar a reconocer su
intrínseca configuración verbal ni desestimar el análisis de su figuración retórica. Comenzar a
percibir las preguntas pragmáticas del género y abrir la puerta a una semiología del acto
poético y del hecho retórico, parece ser después de todo una de las cuentas pendientes que la
teoría actual ha decidido no ignorar más.
Si ésta es una “segunda revolución del lenguaje poético”, que abre la ventana del
poema a los aires que respiramos en el mundo real, más allá de su articulación en signos
verbales, tendrán razón esos iluminadores versos del poeta argentino Joaquín Giannuzzi,
abocado a la escritura para convocar a sus legítimos habitantes: personas y cosas dentro del
inconmensurable mundo de la experiencia, que incluye la fantasía y los sueños tanto como
la historia, el cuerpo y la realidad:

La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
..................................................

Poesía
es lo que se está viendo.

(Joaquín Giannuzzi, Señales de una causa personal, 1977)

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