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"Sociosemiótica del texto poético", Discursos críticos.

Libro de Actas - VI CONGRESO


DE LA ASOCIACIÓN ARGENTINA DE SEMIÓTICA, en CDrom (Buenos Aires, 2006,
pp.1-9).

SOCIOSEMIOTICA DEL TEXTO POETICO

LAURA SCARANO
UNMDP-CONICET

En otro lugar he desarrollado una reflexión sobre las formas de lectura crítica del género
lírico a través de cuatro instancias, que configuran posibles tentativas de respuesta a un objeto
complejo como lo que se denomina hoy "sociosemiótica del texto poético" (Scarano 2003). Dichas
instancias involucraron los siguientes problemas que allí titulaba de este modo:
1. Reflexiones semióticas sobre la "pasión" como categoría teórica
2. El desafío de pensar la poesía más allá de Kristeva.
3. Sobre la necesidad de hacer una lectura histórica del género.
4. En torno a la ficcionalidad del género, su sujeto y su pragmática
En esta ocasión, y como una necesaria prolongación de aquellas reflexiones, he decidido
detenerme en cuatro categorías nucleares que ingresan a la discusión actual y provocan una
verdadera revolución en el estado de las teorías tradicionales sobre el discurso poético. Cada una de
ellas además se inscribe en propuestas teóricas específicas, que merecen particular atención si nos
interesa analizar cuál es la nueva agenda de problemas en torno al género.Se trata de las categorías
de pasión, acción, experiencia e interpelación. La primera emerge de la hoy llamada "semiótica de
las pasiones"; la segunda, a partir de los aportes de la pragmática y en especial la idea de la
literatura como "actos de sentido" (Fabbri); la tercera, como reconceptualización de la noción
alemana de erlebnis, desde las poco difundidas pero muy interesantes meditaciones del crítico
inglés Robert Langbaum en los años 50; y por último, la cuarta, reinserta la conocida consigna de
Althousser en el debate sobre la función social del arte y su capacidad de interpelar a los hombres
como sujetos, para reponer dos nociones decisivas -sujeto e historia- injustamente desestimadas por
las teorías estructuralistas.
Pero comencemos por el principio. El desafío de una semiótica social es superar su objeto
tradicional (una teoría de los signos) para examinar “la significación como proceso que se realiza
en textos donde emergen e interactúan sujetos” desde una “orientación accional, que revaloriza la
pragmática tras haber sido considerada durante años como la pariente pobre de los estudios
semióticos” (Lozano: 248). Tempranamente Mukarovsky rechazó la tesis de un “lenguaje poético”
per se, ya que la lengua como sistema es “estéticamente indiferente,” para proponer en su lugar una
teoría de la “función estética” que de hecho no actúa más que en el nivel del discurso, de la actuación
de la lengua. Una mirada hacia sus efectos, funciones y actos tiende a desplazar la lingüística como
modelo único y a abandonar el fetichismo del texto aislado y cerrado, en beneficio de un punto de vista
transtextual.
En un repaso del giro efectuado por la teoría literaria -y especialmente en las discusiones
en torno al género-, podemos advertir que ya no se trata de leer poesía sólo para identificar
inventarios de tropos o estructuras de relaciones diferenciales, sino de atender al hecho retórico,
más allá del dicho con una atención especial por los discursos que lo cruzan, producen y despliegan
No nos alcanza hoy con contemplar el texto sólo como "artefacto" o "monumento", o bien
entenderlo como "permutación constante" de otros textos en la serie, consagrado a un juego
endogámico e incesante de signos lingüísticos, sino que necesitamos advertir las torsiones que
sujetos históricos en culturas específicas le imprimen. Ya Paolo Fabbri en su estudio El giro

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semiótico (1999) advertía que tanto el último Barthes -en su intento por redefinir las relaciones
entre signo y afecto- o el fundacional Saussure -anticipando aun sin resolver la decisiva articulación
entre sema y soma, significación y cuerpo - vislumbraron que la literatura no debía rendirse al
cerco clausurado del lenguaje ni reducirse a la asfixia metodológica de los paradigmas formales, a
pesar de que ellos mismos no pudieron sortear esa valla. Apaciguados hoy esos fervores
estructuralistas, vemos que afortunadamente ya no es posible eliminar de la mesa de discusiones la
idea de valor y acción, efecto y creencia, sujeto y sentido, cuerpo e historia.
El estudio de la literatura como acto, más que como mero discurso, abre una nueva agenda de
problemas apasionantes que restituyen la capacidad de interpelación social del arte. La integración
de la enunciación y la situación contextual, los universos de discurso implicados en el texto, las
huellas de raza, edad, región, género, historia son dotados de legítimas significaciones. Los efectos
implicados en la lectura y recepción, la comprensión de los procesos de eficacia simbólica,
manipulación y conflicto constituyen categorías que abren la discusión sobre la literatura y el arte
como fuerza social y potente configurador de identidades culturales, en lugar de aplanar el debate
únicamente a sus superficies retóricas.
Curiosamente vale la pena rediscutir la legítima queja de Roland Barthes al final de su periplo
semiológico, cuando lamentaba: “´El texto, el texto solo´, nos dicen, pero el texto solo es algo que no
existe” (Barthes: 37). Seguir asediando la obra como superficie meramente lingüística parece ya una
aproximación -en palabras de Fabbri- "polvorienta y completamente superada por la condición
epistemológica contemporánea" (26). Debemos abandonar la noción de signo atado exclusivamente
al paradigma del lenguaje, y comenzar a verlo además como una acción que ejecutamos, una pasión
que padecemos, un efecto, un afecto. El desafío consiste precisamente en pensar la significación de la
literatura y sus procesos más allá del paradigma de la obra autónoma. Es hora de reponer el
olvidado problema de la función de la literatura, sus actores, sus usos, su actuación, las experiencias
que suscita.
Como lectores de poesía, contemplamos también cómo se ha vuelto un obstáculo el conocido
dogma de la "obra abierta" (hipostasiado hasta el delirio) y su deriva incesante en una semiosis
eternamente inacabada. Recuperar el espacio para una interpretación libre de sujeciones
dogmáticas, como quiso el posestructuralismo de los años 70 y 80, no significa rendirnos a la idea
del perpetuo descontrol y la fuga irresistible de los signos que impiden cualquier significación
culturalmente consensuada. Expulsar al sujeto, disolver el referente, renunciar a cualquier vínculo
con las cosas, bajo la excusa de que la literatura sólo es un trabajo con los signos verbales, no
parece admisible ya, porque esos signos son usados por usuarios, transportan sentidos en la historia
de una cultura, son motivos de lucha, confrontación o acuerdo, como bien lo anticipara Bajtín hace
décadas. Excluir estas categorías del arte nos condena a aceptar una falacia hoy día insostenible: por
un lado está el lenguaje y por el otro las cosas, por un camino va el arte y por otro
irremediablemente paralelo discurre lo real, como dos orbes fatalmente incomunicados.
Cuando pensamos qué nos entrega la poesía, invariablemente todos coincidimos: palabras. Pero
palabras que nos remiten a cosas, objetos, personas, cuerpos, historias... Lugares y tiempos; colores
y edades; etnias y dialectos; sexos y nombres... Otra vez: actos, pasiones, afectos, efectos. Imágenes
y sonidos, pero también sentidos y experiencias. Ya superamos la amenaza del sustancialismo
positivista; nadie sigue creyendo ingenuamente en la falacia biográfica. Caducó el tiempo en que la
semiótica, como afirma Fabbri, "declaró que no disponía de ninguna estrategia de correlación
entre los signos y las cosas" y "no tenía previsto ningún sujeto que hiciera una operación de
referencia; no había nadie que le dijera a otro: `'Yo a esto lo llamo así" (38). Hemos superado esos
miedos y exorcizado esos fantasmas, y reponer tales categorías se vuelve cada vez más urgente:
éstas son hoy las cuestiones capitales de la teoría y crítica literaria y cultural.
Césare Segre alerta con lucidez sobre esta dimensión histórica del signo y de su lectura, y enuncia
categóricamente una sucesión de certezas irrebatibles pero no siempre asimiladas: “El texto comienza a
comunicar sólo cuando se lee”, pero “no existe sólo el lector actual [...] Desde cuando el texto ha sido
escrito, oyentes y lectores se han sucedido, y la sustancia comunicativa ha sobrevivido a la prepotencia

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de tantas subjetividades. Nuestro tesoro de informaciones contiene ya las informaciones
precedentemente asimiladas, y nuestros códigos son la transformación de los códigos anteriores...”
(27). Esta puesta en perspectiva del acto individual de la lectura y su consecuente operación
hermenéutica historiza el proceso de su semiosis: “El estudio del texto debería en realidad afrontar la
imagen del texto deducible de la tradición” y, ya que “toda lectura es una forma de ejecución,”
ninguna lectura queda exenta de la intervención de los códigos lingüísticos y culturales del lector: “la
intervención del observador no puede dejar de turbar las condiciones de la observación” (Segre:39).
Esta acumulación cultural en sucesivos sedimentos conforma en el texto una especie de “escombros
heterogéneos sujetos a distintos reordenamientos: los ideológicos, los literarios...” que en parte “se nos
imponen, en parte ponderamos voluntariamente” (79), y unos nos llevan a otros por medio de
asociaciones: una suerte de “fantasmas” que viven en el discurso y dejan espacios abiertos, alternativos
y movibles. Por eso mismo, nunca estará de más recordar que el poeta no usa pasivamente una lengua
como sistema neutro, sino que manipula múltiples discursos asimilados culturalmente, con particulares
valencias sociales e ideológicas: “el signo se adquiere en situación” y “conserva en la memoria el
espacio dialógico de donde proviene” (Cross: 95). Es necesario reivindicar una semiótica consciente de
esta naturaleza reticular y expansiva del texto, zurcida de retazos de historia, tradición y actualización.
Podemos preguntarnos con pertinencia entonces si la poesía está compuesta sólo de palabras, si
la literatura está moldeada sobre el patrón exclusivo del lenguaje, o si existe una organización del
pensamiento al margen de la expresión verbal. Lentamente hemos descubierto como lectores y
críticos que hay un sentido que escapa a la formulación meramente lingüística. Los textos literarios
no son sólo representaciones mentales o conceptuales, sino que son provocadores de actos que
modifican al mismo tiempo a quien los produce y los recibe (Fabbri: 47). Uno de los ejes teóricos
más provocativos de la teoría literaria moderna es precisamente el estudio de las pasiones, también
presentes en la actividad configuradora del texto literario. Desde esta perspectiva, una aproximación
cultural al género validará como pertinente todo el universo afectivo que suscita en el proceso de
producción y recepción. Hoy, la entrada de la dimensión pasional en el análisis semiótico altera
radicalmente toda la teoría de la significación y la llegada de la afectividad al debate literario
remueve los cimientos exclusivamente cognitivos de la discusión tradicional.
Preguntarse cómo significa un poema hoy abre la discusión sobre quiénes lo actúan (performan,
para ser más estrictos, si se nos permite el anglicismo), pues el lenguaje del poema no sólo
construye edificios verbales, o comunica saberes, sino que permite provocar experiencias; es capaz
de "crear relaciones" entre personas de carne y hueso (Fabbri: 56). Por eso la pertinencia del
término "pasión", ya que está vista desde el punto de vista de la acción de quien recibe el texto: "La
pasión es el punto de vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción",
decía Descartes en su tratado sobre Las pasiones del alma (Fabbri: 61). No soy una especialista en
lo que hoy se denomina "semiótica de las pasiones", pero creo que merece la pena detenerse a
escuchar en esa dirección, más allá de sus rigurosidades metodológicas y técnicas. Herman Parret
propone este camino para “enriquecer la semiótica”, apoyado en la idea de que “la semiosis no es
una proyección intelectual sino un universo de pasiones [y] el interpretante no es únicamente
cognitivo sino, de entrada, emocional y sentimental”: se trata del “descubrimiento de una nueva
densidad del objeto” poético (6). En estos términos, podemos pensar hoy la poesía como "actos de
sentido" (Fabbri: 62), cometidos con palabras que suscitan emociones, afectos, reacciones.
Esta consideración social y pragmática del funcionamiento del poema en el interior de un
campo cultural repone una categoría teórica de indudable complejidad epistemológica, que no
conviene subestimar: la de experiencia. Esta noción -a primera vista ambigua y teñida de empirismo
y psicologismo- es desde esta perspectiva, no un punto de partida –biográfico, empírico- del poema,
un origen o pre-texto exterior, sino un resultado, un proceso mediado por el discurso, que tiene que
ver con su recepción: producir efectos de reconocimiento, vínculos emocionales en el lector. Ya
Gadamer traza su historia en Verdad y método y señala a Goethe como el primero que usa el
término alemán erlebnis, relacionado con su conocida afirmación de que su obra “no contiene ni
una pizca que no haya sido vivida, pero tampoco ninguna tal y como se vivió” (Wellek: 49).

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Resulta poco conocido por los teóricos de la literatura el original libro de Robert Langbaum, La
poesía de la experiencia, que repone el vocablo alemán erlebnis (traducido indistintamente como
vivencia o experiencia) para reflexionar sobre otras versiones poéticas menos estudiadas del
Romanticismo. Con el sugestivo título Poetry of Experience. The Dramatic Monologue in Modern
Literary Tradition, Langbaum estudia la poesía romántica inglesa y sus procedimientos, en especial
el monólogo dramático desde Browning, cuyo uso refuta la convención del tan mentado
confesionalismo romántico.1 La originalidad de Langbaum radica en que escribe en pleno fervor del
New criticism y comparte con figuras como Frye, Bloom, Hartmann y De Man el “romantic
revival”, pero desde una postura no formalista, sino más preocupado por los procesos de
identificación autor-personaje-lector, y desde una perspectiva histórica que traza la continuidad
entre Ilustración, Romanticismo y poesía contemporánea (hasta Pound y Eliot). Vale la pena citar
algunas de sus afirmaciones, que hoy adquieren plena vigencia, desligadas del derrotero
historiográfico que él mismo le imprimiera al editar su libro en 1957, pues revolucionan
tempranamente las formas de pensar en torno a la escritura y lectura de poesía.
Para Langbaum, esta poetry of experience “se enuncia no como idea sino como
experiencia” (95), lo que significa que “la experiencia tiene validez sólo porque se dramatiza como
suceso cuyo acaecimiento aceptamos, en lugar de formularse como idea, cuya legitimidad podemos
discutir”(106). Cobra relevancia entonces “la percepción individual frente a las abstracciones
científicas” (83). Pero este enunciado de valor importa en tanto “pasa a convertirse en suceso, en
una cosa que le ocurre a alguien en un momento y lugar concreto” (112). Langbaum subraya que
los poemas “deben ofrecer una experiencia”, dar “una apariencia de verdad suficiente para
procurar esa suspensión voluntaria y momentánea de la incredulidad que constituye la fe poética”
(125). Bajo la revolucionaria consigna de “el poema le sucede a alguien” (126), Langbaum ofrecía
así una inmejorable plataforma para avanzar en esta recuperación de la poesía como acción sobre el
lector y la realidad. Concluye Langbaum que “el poema no comunica como verdad, sino como
experiencia” (118) y genera una empatía (sympathy) en el lector, una reacción de identificación y
valoración, con un componente axiológico.2
Esta nueva agenda de estudio de la poesía constituye en realidad una segunda "revolución
del lenguaje poético", pero alejada de los presupuestos psicoanalíticos de aquella "primera
revolución" que propusiera Julia Kristeva, a propósito de las vanguardias.3 ¿Cuál es entonces la
nueva agenda de problemas que debe enfrentar el crítico ante la poesía actual? A partir de estas
consideraciones cobran relieve decisivo las circunstancias mismas de la enunciación lírica: ¿cómo
se produce poesía?, ¿desde qué horizonte cultural se lee un poema?, ¿qué convenciones actúan en
su actualización? Esta aproximación social desde una semiótica interesada en los procesos
implicados en la gestación y lectura del género, se inscriben dentro de una nueva "moral de la
escritura", que reivindica la olvidada consigna de Althousser: la función social del arte reside en
interpelar a los hombres como sujetos de su historia.4 Aquí reside el mayor desafío de las propuestas
semióticas actuales, que justifica el debate y enaltece las vitales polémicas del campo filosófico y
cultural: ¿qué nos hace la poesía?, ¿qué hacemos con ella?, ¿qué sucede en el mundo a partir del
poema?, ¿qué sucede en el poema al escribir el mundo?
Una semiótica con vocación social debe aportar elementos para comenzar a responder estas
preguntas, si no quiere arriesgarse a sucumbir bajo el peso del prejuicio que más fatalmente ha
estigmatizado la lectura de poesía (devenida “cárcel del lenguaje”). El necesario saneamiento
metodológico que buscó liberarla de la condena positivista y genética (y su amenazante “falacia
intencional”) no pudo sortear el peso de una tradición hermenéutica reificadora, que desde el
romanticismo identificó su modalidad enunciativa dominante (el prototípico yo lírico o lyrische

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ische) con la efusión expresiva y sentimental del discurso confesional. La trampa formalista la
recluyó primero fuera de las fronteras de la ficción, ya sea por interpretarla como ese cuasi-sagrado
“discurso de verdad” soñado por la pléyade de “poetas filósofos” del idealismo romántico, o por
sostener contra viento y marea su condición desviatoria y lingüísticamente diferencial (Jakobson,
Cohen, etc.). Por esta última vía, fue previsible su posterior sometimiento en la aventura
estructuralista a la asfixia de la mirada inmanentista. Pero un postestructuralismo la condenó más
tarde a ser un mero “juego azaroso de significantes”, certificado por algunos profetas de la
posmodernidad como deriva incontrolable de significaciones en un girar enloquecido sobre sus
propios materiales y confines.
Sin embargo, a pesar de esas sucesivas esclavitudes e hipóstasis de partes desmembradas de
un circuito necesariamente integral (autor, texto, lector), la poesía reclama hoy nuevos caminos para
su semiosis. Porque “más allá del verbo” y sus simulacros, como sostiene lúcidamente Raymond
Williams: "todo acto de composición en la escritura tiene necesariamente contenido e intención" (51).
Reponer sus contextos, entenderla como parte de un proceso histórico, interrogar sobre su situación
comunicativa, dar cuenta de sus marcas autorales y posiciones ideológicas no supone renunciar a
reconocer su intrínseca configuración verbal ni desestimar el análisis de su figuración retórica.
Comenzar a percibir las preguntas pragmáticas del género y abrir la puerta a una semiología del acto
poético y del hecho retórico, parece ser después de todo una de las cuentas pendientes que la semiótica
actual ha decidido no ignorar ya más.

NOTAS

(1) El libro de Langbaum está dedicado al estudio del “mundo de figuras que inaugura el drama
isabelino y que alcanza la era victoriana y contemporánea bajo la forma del monólogo dramático”,
planteando el romanticismo como “un empirismo corregido”, desde la filosofía de Berkeley, Locke
y Hume, focalizada en “cierto discurso poético cuyo dialecto sería deliberadamente coloquial”, en
el cual Langbaum “cree descubrir el espacio de una teoría del conocimiento” (según palabras de su
editor Julián Jiménez Hefferman: 21-22).

(2) En la Introducción el editor Julián Jiménez Hefferman explicita los conceptos más importantes
del libro. Describe así el proceso de esta poesía (resumiendo brevemente su exposición): el poeta
parte de una experiencia personal (fact) que impacta en su imaginación a modo de epifanía y luego
procede a la formulación verbal de dicha experiencia (judgement o articulation), en una ardua tarea
llena de obstáculos, por la cual debe mediar con su verbo la in-mediatez de su experiencia, el
impacto sensorial y el residuo emocional depositado en su conciencia (23). El componente empírico
de la teoría de Langbaum radica en esta confianza en la experiencia, pero se distancia del
empirismo dieciochesco que buscaba su reposo en la razón ilustrada, ya que aquí no hay equilibrio
neoclásico al cual llegar, sino una huida en la palabra, vértigo, laberinto, brumas, un avatar infinito,
una epifanía interrumpida e intermitente, emparentada con la gnoseología de Fichte y su infinita
circularidad entre el Yo y el no-Yo (24).

(3) En el libro Teorías sobre la lírica (1999) compilado por Fernando Cabo Aseguinolaza la
reunión de varias perspectivas novedosas (Wellek, Stierle, Schaeffer, Combe, Pozuelo, Merquior,
Agambe, Ferraté) abona una nueva orientación general para el estudio del género, centrado en sus
determinaciones enunciativas como tipo de discurso, en problemas como la representación o la voz,
la dimensión histórica o la ficción de la experiencia y la actitud lectora, abandonando las tradiciones
negativas de la lírica como antidiscurso.

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(4) Louis Althusser en su conocido estudio titulado “Ideología y aparatos ideológicos de estado”
rescata las relaciones de la ideología con la enunciación y afirma que es precisamente el destino de
ésta el de “interpelar a los individuos como sujetos” (1976: 162).

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6
Breve nota biográfica de la autora:

LAURA SCARANO es Master of Arts (USA, 1988) y Doctora en Letras (UBA, 1991). Profesora
Titular exclusiva en Literatura Española Contemporánea (CELEHIS) en la Facultad de
Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Investigadora Independiente del
CONICET (Cat. I de Incentivos). Autora de varios libros sobre cuestiones de teoría literaria (sujeto,
referencia, autobiografía, realismo) y poesía española contemporánea. Evaluadora de CONEAU,
FONCYT, CONICET, etc.

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