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Magisterio y apropiaciones
Laura Scarano
PLIEGO POESCO Nº 1
Diciembre 2016
Gabriel Celaya por Ángel González:
Magisterio y apropiaciones
Laura Scarano
Universidad Nacional de Mar del Plata- CONICET 1
1
Este ensayo está vinculado al Proyecto individual de Investigación del CONICET “Autopoéticas testimoniales en
el canon social de la posguerra española” y al Proyecto grupal “La cuestión del ethos retórico/autoral en el
discurso literario español” (UNMdP, Argentina).
2
(1965), González enuncia una poética en “defensa de la poesía social”, en la cual sostiene que
“al margen de las discusiones y de la polémica”, sigue teniendo fe “en esa poesía crítica que
sitúe al hombre en el contexto de los problemas de su tiempo, y que represente una toma de
posiciones respecto a esos problemas”. Y no teme afirmar que “más que posible, esa poesía me
parece inevitable” (2005: 454).2 Y en 2005, en una entrevista, a la pregunta: “¿Te sigues
considerando un poeta social?”, responde: “Es una etiqueta que no me molesta. Al contrario,
estoy en cierto modo orgulloso de esa etiqueta”, para reforzar luego la pervivencia de esa
postura durante toda su vida: 3
En esta operación de legitimación de una poesía con utilidad social, se recorta la figura
emblemática del vasco Gabriel Celaya, uno de los poetas mayores de dicho canon.4 Será la
figura que más destaca González en su balance, no sólo por erigirse en representante
privilegiado de dicha vertiente realista y antiesteticista, sino por ser dueño de una cultura
amplia y refinada, que excedía con creces el corral peninsular. Así lo recuerda en una de sus
últimas entrevistas:
Ese poeta social, que algunos presentan como plano, vulgar y pedestre, era una persona
cultísima, finísima. Había estudiado en la Residencia de Estudiantes, había vivido toda esa
2
Esta Poética así como la mayoría de sus escritos ensayísticos fueron recopilados en 2005 en el volumen titulado
La poesía y sus circunstancias.
3
Son expresiones de la entrevista dada a Xuan Bello en 2005, quien la publica el 6 de enero de 2008, con estas
aclaraciones: “Hace tres años, con motivo de su 80 cumpleaños, la revista Clarín me propuso hacerle una
entrevista a Ángel González. Se la hice, en la cafetería del Hotel El Magistral, pero nunca llegué a transcribir las
palabras del poeta, que hoy me sonarían si cabe más llenas de sentido y emoción, y la cinta magnetofónica, con
dos horas largas de charla, se me quedó en el cajón de los proyectos como tantas cosas importantes que algún día,
si el azar y la necesidad tejen su red, me vería en el punto de hacerlas; me había propuesto, en la mañana del
entierro civil de Ángel González, transcribir la entrevista y comprobar esa cercana reserva que tenía su voz: me
parecía la mejor forma de homenaje a un poeta que, a pesar de todas las apariencias, no ha muerto.” (Bello 2008)
4
Ya en su momento señalaba Andrew Debicki que la lección de Celaya “motiva en González el desarrollo de una
poesía abierta a lo cotidiano y a la vez compleja y creadora”, que supuso además “una visión cambiante y
relativista en la poesía” (1989: 80-81). Críticos como Ferrari, Romano, Payeras o Salvador, entre otros, han
admitido la relevancia de este vínculo, al estudiar la poesía del asturiano.
3
época destellante. Tenía copiados a mano todos los caligramas de Apollinaire. Quiero decir
que era un hombre muy fino, muy culto. A mí me enseñó muchas cosas hablando con él. Yo
creo que era un poeta excelente, muy consciente de lo que estaba haciendo. [...] Hay que ver
las obras de los hombres en su contexto: la militancia comunista de Celaya le llevó a plantear
la poesía de una manera muy precisa e intencionada; pero eso no quiere decir que no fuese
consciente de sus capacidades, que las tenía y muchas y bien demostradas. (Bello, 2008 s/p).
Nada tiene de extraño que el interés y la polémica se hayan desplazado desde la tendencia
general hasta la personalidad concreta de uno de los poetas que con más decisión y
lucidez- en un momento caracterizado por la pasividad, la represión y el oscurantismo-
asumió el intento de enlazar la literatura viva de la España de posguerra con otras
corrientes europeas ya prestigiosas –aunque a punto de dejar de serlo-: el arte
comprometido y el realismo socialista. (González 1977:7)
Desde Norman, Oklahoma, el 12 de abril de 1994, Ángel le escribe una carta a Celaya
con motivo del otorgamiento al poeta vasco del título de Doctor Honoris Causa por la
Universidad de Granada. Vuelve a exhibir su admiración por su vasta cultura y el merecido
reconocimiento institucional, y confiesa abiertamente su magisterio:
Pocas personas he conocido que sepan tantas cosas como tú sabes acerca de casi todas las
cosas. Parte de esa sabiduría está en tus libros, y aunque ellos me enseñaron mucho –
siempre te consideré uno de mis maestros- creo que aprendí más de las largas
conversaciones que manteníamos en Madrid, cuando yo vivía allí, y hablábamos,
hablábamos durante noches interminables (1994: 333; el destacado es nuestro).
desde varias conciencias colectivas” (2001:19). Cabe resaltar la aguda percepción crítica del
asturiano que propone ver una especie de “componente Celaya común a las variadas formas de
su decir”, “residuo compartido que subyace en las móviles apariencias del poeta” (2001: 21).
Frente al polo de “la energía positiva”, González advierte también su contracara, el “polo
negativo” del “decir meditativo, traspasado por la luz de la melancolía, enfrentado al vacío y a
la nada, replegado en sí mismo” (2001: 21). Pocos poetas posteriores llegaron a percibir la
hondura de esta proteica personalidad del vasco; y pocos críticos lograron exhibir una tan
honda comprensión de sus abismos y claroscuros, sin caer en los reductivos marbetes
clasificatorios, nacidos de una ignorancia total sobre la inmensa versatilidad de su escritura.
Pero González se busca y se encuentra en este retrato del maestro, que se vuelve una
especie de autorretrato. Se lee a sí mismo en muchos aspectos del Celaya que admira, como ya
lo había descrito en “Inquisición de Gabriel Celaya” (1987: 20). Pero reconoce los límites de tal
representación siempre imperfecta, su carácter inacabado e imperfecto, su imposible
correspondencia con lo real: “El retrato obtenido a partir de ese modelo será siempre la copia
prolija e inútil de un autorretrato”, porque “Celaya es incontable, más que por inenarrable, por
extenso e innúmero: demasiado Celaya para ser comprendido en su totalidad, demasiados
Celayas para contarlos uno a uno” (1987: 19). Y en la carta mencionada de 1994, al celebrar su
Doctorado Honoris Causa, reafirma esta peculiar percepción de la heterogénea personalidad de
su maestro:
Repentino y proteico, durante aquellos años que ahora evoco fuiste mucho Celaya y
múltiples Celayas (Rafaeles y Juanes y Gabrieles y Múgicas, Lecetas y otra vez Celayas),
imprevisibles y antagónicos, y no era fácil averiguar quién andaba por debajo de todos
ellos. (1994: 334)
5
silencio de 1935, La música y la sangre de 1934-1936 y La soledad cerrada de 1947). A Juan de
Leceta los libros que en 1961 recopilará bajo el título de Los poemas de Juan de Leceta (Avisos
1950, Tranquilamente hablando 1947 y Las cosas como son 1952) y a Gabriel Celaya el resto de
la producción. Para él “son verdaderos heterónimos y no seudónimos, pues señalan un cambio
radical” en su vida (1972: 13), como bien lo señala en una entrevista con Ángel Vivas:
Más de noventa libros publicaría desde su Marea de silencio de 1935, enlazando fases
que se vinculan mucho más de lo que sus etiquetas describen: surrealista, existencial, social y
órfica, como admite en sus Reflexiones sobre mi poesía (1987: 11). Se corresponderían con tres
estadios de conciencia poética: el de conciencia mágica (estética surrealista de sus primeros
libros), el de conciencia colectiva (etapa social propiamente dicha) y el de conciencia cósmica
(estética órfica a partir de Lírica de cámara). El primer estadio, al que Celaya acepta denominar
surrealista (si bien con modulaciones personales) va a introducir dos elementos que continuarán a
lo largo de toda su producción poética (también en la etapa definidamente social): la conciencia
del yo como otredad, aquí bajo el lema de Rimbaud (“Je est un autre”) y la consigna de
Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno” (1987: 13-15).
Esta conciencia de la alteridad del yo y de la dimensión colectiva de la propia voz le
permitió acercarse a una de las utopías mayores de la poesía social: simular el borramiento de la
autoría individual, como si fuese propiedad del pueblo, y enlazarla con el carácter anónimo de
cantares y coplas del acervo tradicional, lo cual retrotrae la figura del poeta a la del juglar. Así lo
expresaría Celaya en la famosa encuesta de Antonio Ribes para su Antología Consultada de 1952:
“Nuestra poesía no es nuestra. La hacen a través nuestro mil asistencias [...]. Aunque nuestro
Señor Yo tiende a olvidarlo trabajamos en equipo con cuantos nos precedieron y nos acompañan”
(Celaya 1979: 74).
Desde la década de los 50, esta impronta social tiene inequívoca filiación marxista,
aunque rubrica su afinidad con el existencialismo, a partir de las lecturas de Jean Paul Sartre. Este
alineamiento persistirá en Celaya a lo largo de las décadas posteriores y no es exclusivo de su fase
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propiamente “social-realista”. Pero en estas primeras décadas su compromiso se manifiesta no
tanto en consignas o eslóganes políticos, sino en un discurso claramente anti-trascendentalista e
iconoclasta, que tendrá su mejor expresión en el revulsivo coloquialismo de su Juan de Leceta,
quien admite en Avisos: “Escribiría un poema perfecto/ si no fuera indecente hacerlo en estos
tiempos” (Celaya 1969: 297).
González va a destacar en el magisterio que recibe de Celaya esta postura
ideológica, con su consecuente novedad retórica, porque a su juicio con él nacía “una poesía
diferente, concebida en torno al aquí y al ahora, una poesía de integración total de lo
inmediato, de la que quedan excluidas las preocupaciones trascendentes derivadas del ansia de
eternidad” (González 1977:18). Las obras de este heterónimo serán decisivas en su
consideración crítica, y es una de las vertientes que más valorará de Celaya, por el carácter
antipoético de tonos, anécdotas y personajes. En las conversaciones entre ambos poetas parece
que González confiesa esta predilección por su Juan de Leceta: “Celaya escribía desde la
superabundancia, es cierto, pero la parte de Juan de Leceta, aquello de Tranquilamente
hablando, me parece muy bueno, muy inteligente”. Aunque agrega que “¡Se ofendía tanto
cuando yo hablaba bien de su Tranquilamente hablando, como reprochándome que hacía de
menos el resto de su obra!” (Bello, 2008 s/p).
Se ha dicho que hacia los años 70 González radicaliza su estilo acercándose a poetas
hispanoamericanos como Parra, Benedetti, Dalton, Cardenal, con una tendencia al juego
verbal, a la ironía ácida, un humor poblado de chistes y gusto por lo paródico, en suma “una
especie de 'antipoesía', en cuyas raíces creo que está cierto rencor frente a las 'palabras
inútiles'” (González 1988, 22). Álvaro Salvador estudia esta faceta de antipoeta en el asturiano
y resume el repertorio más característico que aparece en su obra: la “reacción contra la retórica
romántica y modernista”, el empleo del prosaísmo y coloquialismo, un uso abundante de frases
hechas, la huida de la expresión altisonante y del lenguaje convencionalmente lírico y una
visión pesimista de la sociedad, junto con una conciencia crítica y una preocupación por el
individuo sin tono doctrinal o declamatorio (Salvador 2016: 90).
Pero estos procedimientos antipoéticos le llegan a González, antes que de
Hispanoamérica, de los propios poetas sociales de la posguerra que habían ensayado una poesía
prosaica y conversacional, especialmente de Celaya, como bien lo reconoce en su Introducción
a la antología de 1977:
7
Para mí la lectura de la poesía de Celaya resultó extraordinariamente enriquecedora; en ella
aprendí que no hay objetos específicamente poéticos; que en el verso tienen cabida no solo
los arcángeles, las rosas y los crepúsculos, sino también todos los prosaicos atributos y
artefactos del hombre; posibilidad que más tarde me confirmarían otros poetas... (González
1977: 17).
Si el lenguaje liso y llano -o prosaico, como decían mis adversarios- me atraía, no era sólo
por un deseo de facilitar la comunicación con un lector poco dispuesto a esforzarse, sino
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porque después del metapoético surrealismo y el superferolítico garcilasismo, y de un
modo sólo aparentemente paradójico, me sonaba a impresionantemente novedoso, me daba
el choque poético y la indispensable sorpresa que ya no encontraba en ninguna metáfora,
por muy atrevida o sabia que fuera (Celaya 1979: 27-28).
Esta nueva retórica era la faz exterior de “una ideología que le caía muy mal al poder”
(Celaya 1979: 31), porque estaba constituida por diversos componentes cuya amalgama resultó
ser una mezcla explosiva para la España de la dictadura: reivindicación de un léxico
conversacional, con tópicos menores y triviales como materia del enunciado, utilización de
modos compositivos revulsivos al lenguaje oficial y un nuevo humorismo irreverente e
inconformista, legados que el propio González no sólo reivindica sino que asume desde
apropiaciones originales y enriquecedoras.
Con motivo del discurso de recepción del Premio Reina Sofía de Poesía, Ángel
González rescata lo que la poesía tiene de acción, no sólo dicción; en su capacidad de “iluminar
la vida” de los otros reside “la capacidad activa, modificadora de la poesía" (González 2005:
475). Late aquí una de las propuestas más provocativas de Celaya, quien en un ensayo titulado
“Poesía y Trabajo” (escrito en 1972), subrayaba este concepto como uno de los fundamentos de
la poesía social:
Es inútil decir que en Poesía, el trabajo no lo es todo. Ni en Poesía, ni en nada. […] Quien
no comprenda esto y siga creyendo que el poeta es un ser superior y no un obrero, aunque
un obrero especial, como especial de otro modo es un médico o un electricista, no
entenderá nunca lo que quiere decir Poesía social en su recto sentido. (1979: 193)
La poesía, como cualquier otra actividad del hombre, está determinada por las bases
materiales de la sociedad en que se produce. Y si es así, cambiar radicalmente esa poesía, y
cambiar las relaciones de comunicabilidad del poeta con su público posible o real, será
cambiar esas bases materiales (1979: 91).
Estos intentos por formular una poética de corte materialista claramente corroboran los
postulados programáticos que ofrece Celaya hasta sus últimos ensayos, como lo ratifica en
“Reflexiones sobre mi poesía”: “La poesía no pretende convertir en cosa una interioridad, sino
en dirigirse a otro a través de la cosa-poema o la cosa-libro” (1987: 17).
Con la perspectiva temporal asentada, la crítica perspicaz no duda ya en admitir la
profundidad de los cambios introducidos por los poetas sociales (admitiendo su reductivo
rótulo y la amplitud y diversidad de su nómina). Las innovaciones que elaboraron para
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confrontar con el paradigma purista –el hegemónico de la tradición lírica moderna- se apoyaron
simultáneamente tanto en sus discursos programáticos, como en sus estrategias compositivas y
matrices de enunciación, como ya lo hemos expuesto en múltiples trabajos.5
No hay duda de que los ejes nucleares de aquel programa fueron asumidos por Ángel
González. La desmitificación de la figura del poeta-vate, la relativización del lenguaje como
idiolecto sacralizado, las modulaciones colectivas de enunciación y las formas dialógicas de
interlocución, la ficción autobiográfica y los usos del correlato autoral, entre otras innovaciones
de peso, hablan de un andamiaje procedimental coherente con una toma de posición ideológica
en el campo intelectual, frente al franquismo y de cara al futuro, pero consciente de la herencia
de la poesía moderna que debía rearticular.
Este brevísimo repaso de una de las corrientes personalistas de ese río común (el legado
de Celaya en González) nos permite revisitar la problemática categoría de poesía social de
modo renovado, desde un nuevo horizonte histórico y epistemológico, y desde otro siglo y
milenio. Lo que he desarrollado en otros trabajos al referirme al programa de los autores
canónicos de este paradigma histórico, pueden ser fértilmente aplicados a la obra del asturiano,
concentrándonos en tres ejes:
—un eje minimalista, que propuso una “poesía con minúscula”, “en voz baja”, “en tono
menor”, “anti-literatura”, con la consecuente figuración humanizada de su sujeto, frente a la
tradición moderna de la “Metapoesía” (como la llamara Celaya), poblada de valores absolutos y
abstractos;
—un eje perlocucionario, que se preocupó por los “efectos” del poema en el lector y sostuvo
una concepción materialista de la poesía, en tanto “hacer”, “labor”, “trabajo”, “acción”, y
demandó un nuevo léxico y nuevos procedimientos, para superar su naturaleza meramente
retórica y simbólica;
—un eje epistemológico, que no desechó de modo alguno la relación entre lenguaje y saber,
poesía y verdad, y reordenó la falsa oposición entre conocimiento y comunicación, desnudando
su mutua interpenetración.
Magisterio decisivo el del poeta vasco, apropiaciones singulares las del discípulo ovetense.
No es difícil pues enunciar una serie de atributos y principios que los hermanan más allá de la
5
Véase para un estudio en profundidad de estas cuestiones en la obra de Gabriel Celaya, mis artículos incluidos en
la Bibliografía.
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amistad personal que los unió en vida. Tono sencillista y conversacional, impronta antipoética,
estilo figurativo y realista, irreverencia humorística, ironía y parodia, inconformismo crítico y afán
testimonial fueron todos procedimientos de base para configurar un nuevo paradigma discursivo.
Sumemos además la atención a las estrategias retóricas para sortear la censura, la experimentación
con la elusión y la perífrasis, las metáforas y simbologías que, sin anular el componente de
denuncia, pudieran sostenerse como imágenes autónomas. En ese movimiento que intenta
identificar al poeta con “el hombre de la calle”, Celaya y González se afanaron por “apear” el
lenguaje y bajarlo de su “sitial hiper-esteticista”, siguiendo el modelo disidente y temporalista de
Antonio Machado, como bien lo expresara el vasco:
Seamos como esos poetas […] que en lugar de hablarnos desde fuera, como en un
confesionario, hablan en nosotros, hablan por nosotros, hablan como si fuéramos nosotros y
provocan esa identificación de nosotros con ellos, o de ellos con nosotros, que certifica su
autenticidad. (“Nadie es nadie”, 1969: 501).
Esta fértil cadena (Machado- Celaya- González) sigue siendo fuente inagotable de
estudio, aunque su desarrollo ameritaría otro trabajo individual y meticuloso. Pero para
mencionar una herencia abiertamente asumida, recordemos que para Celaya el poeta que
mejor se ajustaba a ese modelo poético que propugnaba era precisamente Antonio Machado.
Por eso explicaba que “la poesía social hizo de Machado su bandera”, porque como él
“también nosotros luchábamos contra la pérdida de la familiaridad comunicativa, contra el
egocentrismo y el hermetismo, contra la poesía como magia más que como expresión o
modo de hablar, contra el neutralismo y la frialdad de la Poesía Pura, contra la falta de
contacto con el hombre de la calle” (Celaya 1979: 120).
González por su parte coincide con este modelo y dedica uno de sus mejores ensayos
a la figura del poeta sevillano (1979), así como su inolvidable Discurso ante la Real
Academia del 25 de marzo de 1997, titulado “Las otras soledades de Antonio Machado”,
donde destaca la misma cualidad que admirara de Celaya: la asumida y pletórica diversidad
del yo desplegada en sus prolíficas máscaras autorales:
El pensamiento de Machado es inequívoco, pese a que la voz que lo expone sea incierta:
pues no se trata de una voz, sino del conjunto de voces que pertenecen a los varios poetas
que Mairena creía que un poeta lleva dentro de sí. También Machado pensaba que ‘nuestro
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espíritu contiene elementos para la construcción de muchas personalidades, todas ellas tan
ricas, coherentes y acabadas como aquella que se llama nuestro carácter’ [....] Un buscador
de Dios, un hombre en sueños, un cantor de Castilla, un lírico elegíaco, un poeta del pueblo
y muchas cosas más. (1997:19)
Quizás, cambiando de terruño (Castilla por el País Vasco y Asturias), se pueda afirmar
lo mismo para Celaya y González, en una senda coincidente de identidades, donde
convivieron el escéptico buscador de Dios, el hombre apasionado por sus sueños, el cantor de
sus ciudades, el lírico elegíaco, el poeta del pueblo y muchas cosas más.
Pero quedémonos en este final con unas de las más elocuentes descripciones que
González le dedica a Celaya y reafirma en su reescritura en el nuevo milenio, haciendo
justicia a la obra de uno de los poetas más versátiles e inacabables de la posguerra:
Energía que oscila entre contrarios, lo que su luz revela; la huella de las velocidades puras
del iris y del oro en el fondo de una cámara oscura, de una conciencia inmóvil: he ahí la
imagen última del poeta Gabriel Celaya. (2001: 21)
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