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INTRODUCCIÓN AL CRISTIANISMO

Joseph Ratzinger

Selección de textos

Ediciones Sígueme
Salamanca, 2013

Para el curso del P. Peter Mullan, LC


Introducción al cristianismo 2

Tabla de contenido
YO CREO…AMÉN................................................................................................................................................3
LA FE COMO PERMANECER Y COMPRENDER.................................................................................................3
LA RAZÓN DE LA FE........................................................................................................................................5
«CREO EN TI».................................................................................................................................................7
DIOS UNO Y TRINO............................................................................................................................................ 9
LA RELACIÓN RETROSPECTIVA CON LO BÍBLICO Y EL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA...................9
JESUCRISTO SEGÚN LA PROFESIÓN DE FE...........................................................................................12
La imagen de Cristo en la confesión de fe....................................................................................................12
La cruz como punto de partida de la confesión de fe..................................................................................13
ESTRUCTURAS DEL CRISTIANISMO...............................................................................................................15
El Principio «Para».......................................................................................................................................15
La ley de la sobreabundancia.......................................................................................................................16
CRISTO CRUCIFICADO..................................................................................................................................19
«PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO»....................19
Justificación y gracia....................................................................................................................................19
DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS......................................................................................................................23
Creo en el Espíritu Santo..................................................................................................................................27
¿LA IGLESIA SANTA?.....................................................................................................................................27
Introducción al cristianismo 3

YO CREO…AMÉN

LA FE COMO PERMANECER Y COMPRENDER

Una vez que he contrapuesto los conceptos permanecer-comprender a saber-hacer,


voy a referirme a un texto bíblico fundamental sobre la fe, que es imposible traducir, pero
cuyo sentido profundo trató Lutero de expresar en esta frase: “Si no creéis, no
permaneceréis”. Literalmente, podríamos traducirla así: “Si no creéis (si no OS apoyáis en
Yahvé), no tendréis apoyo” (Is 7, 9). Una única raíz, 'mn (amen), tiene un cúmulo de
significados que se entremezclan y diferencian, y que dan a esta frase la sutil grandiosidad
que posee. La raíz 'mn expresa la idea de verdad, solidez, firmeza, suelo, pero también
indica confiar, confiarse, abandonarse a algo, creer. La fe es como un sujetarse a Dios, en
quien el hombre tiene un firme apoyo para toda su vida. La fe se describe pues, como un
agarrarse firmemente, como un permanecer en pie confiadamente sobre el suelo de la
palabra de Dios.
La versión griega del Antiguo Testamento - llamada de los Setenta- ha traducido esa
frase en el contexto griego tanto desde el punto de vista lingüístico como conceptual, al
redactarla así: «Si no creéis, no comprendéis». Se ha dicho muchas veces que en esta
traducción opera ya el típico proceso de helenización, eliminando lo originalmente bíblico.
La fe se intelectualiza. En lugar de expresar la permanencia en el sólido fundamento de la
palabra fidedigna de Dios, indica comprensión y entendimiento, situándose en un piano
completamente distinto que no le corresponde en absoluto. En esta afirmación puede haber
parte de verdad; sin embargo, yo creo que, aunque con distintas palabras, en líneas
generales se ha conservado lo decisivo. Permanecer, que en hebreo especifica el contenido
de la fe, tiene algo que ver con comprender. Sobre ello reflexionaremos un poco más
adelante.
Mientras tanto, sigamos el hilo de lo que venimos diciendo: la fe se sitúa en un
plano completamente distinto del hacer y de la factibilidad; es esencialmente confiarse a lo
que no se ha hecho a sí mismo, a lo no factible, a lo que sostiene y posibilita nuestro hacer.
Esto significa, además, que la fe no aparece ni aparecerá en el plano del saber de la
factibilidad, en el plano del verum quia factum seu faciendum; todo intento de «ponerla
sobre la mesa», de querer probarla en el sentido del saber factible, fracasará
necesariamente. No se puede encontrar en la estructura de esa forma de saber, y quien así la
ponga sobre la mesa, tiene una idea falsa de ella. El penetrante «quizá» con que la fe
cuestiona al hombre de todo tiempo y lugar, no alude a la inseguridad dentro del saber
factible, sino que es poner en tela de juicio lo absoluto de ese ámbito, es su relativización
como único plano del ser humano y del ser en general, que solo puede ser algo penúltimo.
Es decir, nuestras reflexiones nos han llevado a un punto que nos permite afirmar que, ante
la realidad, el hombre puede adoptar dos actitudes básicas, totalmente distintas, porque se
sitúan en planos absolutamente distintos.
Introducción al cristianismo 4

Recordemos la contraposición que establece Martin Heidegger al hablar de la


dualidad entre el pensamiento matemático y el pensamiento conceptual. Ambas formas de
pensar son legítimas y necesarias, pero justamente por ello ninguna puede disolverse de la
otra. Deben existir las dos: el pensar matemático, que tiene que ver con la factibilidad, y el
pensar conceptual, que se pregunta por el sentido. No creemos que el filósofo de Friburgo
se equivoque totalmente cuando manifiesta su temor de que, en un momento en el que el
pensamiento matemático triunfa por doquier, el hombre se ve amenazado, quizá más que
antes, por la falta de ideas, por la renuncia a pensar. Por ejemplo, en el siglo XIII, un gran
teólogo franciscano como san Buenaventura echaba en cara a sus colegas de la facultad de
París que habían aprendido a medir el mundo, pero que habían olvidado cómo medirse a sí
mismos. Es decir, podemos afirmar que la fe, en el sentido del credo, no es una forma
imperfecta de saber, una opinión que el hombre puede o debe remover con el saber factible.
Es más bien, y esencialmente, una forma de actitud espiritual, que existe como propia y
autónoma junto al saber factible, pero que no se refiere a él ni de él se deduce. Pues la fe no
está subordinada ni a lo factible ni a lo hecho, aunque tenga algo que ver con ambos, sino al
ámbito de las grandes decisiones a cuya responsabilidad no puede sustraerse el hombre y
que en rigor, sólo se pueden realizar de una forma. A esta forma llamamos fe. Me parece
ineludible ver con absoluta claridad cómo cada hombre tiene que tomar postura de algún
modo en el terreno de las decisiones; y esto solo puede hacerse en forma de fe. Hay un
terreno en el que no cabe otra respuesta que la de la fe, a la que nadie puede sustraerse.
Todo ser humano tiene que «creer» de algún modo.

El marxismo, sin embargo, ha sido quien ha hecho el mayor esfuerzo hasta ahora
para subordinar la actitud de fe a la del saber factible, ya que aquí el faciendum, el futuro
que se crea a sí mismo, representa a la vez el sentido del hombre de tal forma que la
aportación de sentido que se realiza en la fe o que ella asume, parece transferirse al plano
de lo factible. Llegamos así, sin duda alguna, a la última consecuencia del pensar moderno;
a primera vista parece afortunada la idea de incluir por completo el sentido del hombre en
lo factible, más aun, de identificarlo con él. Pero al estudiarla más a fondo, vemos que el
marxismo tampoco ha logrado la cuadratura del círculo. Porque no puede hacer que lo
factible se perciba como sentido, sino solo prometer que es así y que la fe sea la que decida.
Lo que hace tan atractiva y accesible la fe marxista es esa impresión de armonía con el
saber factible que pone de manifiesto.

Tras esta breve digresión, volvamos a nuestro problema, que podemos sintetizar en
esta cortísima pregunta: ¿Qué es propiamente la fe? Y nuestra respuesta es: la fe es la forma
de situarse firmemente el hombre ante toda la realidad, forma que no se reduce al saber ni
que el saber puede medir; es la orientación sin la que el hombre sería un apátrida, la
orientación que precede a todo calculo y a toda acción humana, y sin la que le sería
imposible calcular y actuar, porque eso solo puede hacerlo en virtud de un sentido que lo
sostiene. De hecho, el hombre no solo vive del pan de lo factible; como hombre, y en lo
más propio de su ser humano, vive de la palabra, del amor, del sentido. El sentido es el pan
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de que se alimenta el hombre en lo más íntimo de su ser. Huérfano de palabra, de sentido y


de amor cae en el «ya no vale la pena vivir», aunque viva en media de un confort
extraordinario. ¿Hay alguien que no sepa lo mucho que esta situación del «ya no vale la
pena vivir» se puede dar aun cuando por fuera reine la opulencia? Pero el sentido no viene
del saber. Quererlo conseguir a base del saber demostrable de la factibilidad, sería tan
absurdo coma la pretensión de Münchhausen, que quería salir del estanque tirándose de los
pelos. Crea que lo absurdo de esta historia pone claramente de manifiesto cual es la
situación del hombre de hoy. Del estanque de la inseguridad, del no-poder-mas, no se sale
espontáneamente, ni nos sacamos nosotros mismos con una cadena de conclusiones lógicas,
como haría Descartes con su cogito ergo sum. El sentido que se ha hecho a sí mismo no es
al final sentido. El sentido, es decir, el suelo en nuestra existencia puede permanecer y
vivir, no se puede construir, sólo se puede recibir.

Hemos partido de un análisis general de la actitud de fe y ahora llegamos sin


solución de continuidad a la forma cristiana de fe. Creer cristianamente significa confiar en
el sentido que me sostiene a mí y al mundo, considerándolo fundamento firme sobre el que
puedo permanecer sin miedo alguno. Hablando más tradicionalmente, podríamos decir que
creer cristianamente significa comprender nuestra existencia como respuesta a la palabra, al
logos que todo lo sostiene y lo soporta. Significa afirmar que el sentido que nosotros no
podemos construir, que sólo nos es dado recibir, se nos ha regalado, de manera que lo único
que tenemos que hacer es aceptarlo y fiarnos de él. Según eso, la fe cristiana es optar a
favor de que lo recibido precede el hacer. Eso no quiere decir que se desprecie el hacer o
que se le considere superfluo. Sólo porque hemos recibido, podemos “hacer”. La fe
cristiana significa también, como hemos dicho, considerar lo invisible como más real que lo
visible. Es afirmar la supremacía de lo invisible como propiamente real, lo cual nos sostiene
y autoriza a situarnos relajados y tranquilos ante lo visible, respondiendo ante lo invisible
como verdadero fundamento de todas las cosas.

Por eso, no puede negarse que la fe cristiana constituya una doble afrenta a la
actitud predominante hoy en el mundo. Como positivismo y fenomenologismo, nos invita a
limitarnos a lo «visible», a lo «aparente» en el más amplio sentido de la palabra; nos invita
a extender la actitud metódica fundamental, a la que las ciencias naturales deben sus
resultados, a la totalidad de nuestra relación con la realidad. Y come techné nos exige de
nuevo confiar en lo factible, esperando que sea el suelo que nos soporte. El primado de lo
invisible sobre lo visible, del recibir sobre el hacer, discurre en sentido totalmente opuesto a
esa situación fundamental. Por eso es hoy tan difícil dar el salto a la confianza en lo
invisible. Y con todo, la libertad del hacer y la de aceptar lo visible por a investigación
metódica se hacen posibles por el carácter provisional que la fe cristiana otorga a ambos y
por la jerarquía que así se inicia.
Introducción al cristianismo 6

LA RAZÓN DE LA FE

Quien reflexione sobre esto, pronto se dará cuenta de que la primera y la última
palabra del credo («creo» y «amén») se entrelazan entre sí, abarcan todos los demás
enunciados y constituyen el contexto de cuanto hay entre ellas. La doble resonancia de
«creo» y «amén» muestra el sentido del conjunto, el movimiento espiritual que nos ocupa.
Ya hemos dicho que el término «amén» procede de la misma raíz de la que se deriva «fe».
«Amen» expresa a su modo lo que significa creer: permanecer firme y confiadamente en el
fundamento que nos sostiene, no porque yo lo haya hecho y examinado, sino justamente
porque ni lo he hecho ni puedo examinarlo. Expresa la entrega de sí mismo a lo que
nosotros no podemos ni tenemos que hacer, la entrega de sí mismo al fundamento del
mundo como sentido que me ofrece antes que nada la libertad del hacer.

Esto no significa que lo que aquí sucede sea ponerse a ojos cerrados en manos de lo
irracional. Al contrario, es acercarse al «logos», a la ratio, al sentido y por tanto a la verdad
misma, ya que el fundamento en el que se apoya el hombre no puede ni debe ser, a fin de
cuentas, más que la verdad. Llegamos de este modo a un punto en el que por lo menos
sospechamos una última antítesis entre la fe y el saber de lo factible. Ya hemos visto que el
saber de lo factible ha de ser necesariamente positivista, porque así lo ha querido; tiene que
limitarse al dato, a lo mensurable. La consecuencia es clara: no busca la verdad. Consigue
sus objetivos renunciando a la cuestión de la verdad en sí misma y quedándose en la
«exactitud» y en la «coherencia» del sistema, cuyos planes hipotéticos deben conservarse
en el experimento. El saber factible no se pregunta, digámoslo una vez más, como son las
cosas en sí y para sí, sino cual es la función que tienen para nosotros. El paso al saber
factible se da cuando el ser ya no se considera en sí mismo, sino en función de nuestra obra.
Esto supone que, al dejar de preguntarse por la cuestión del ser y al transmutarse en el
factum y faciendum, se cambia totalmente el concepto de verdad. La verdad del ser en si no
es ya lo que importa, si no la utilidad de las cosas para nosotros, que se confirma en la
exactitud de los resultados. Es obvio e incontestable que sólo esta exactitud se nos brinda
como posibilidad de cálculo, mientras que la verdad del ser mismo escapa al saber cómo
cálculo.

La actitud cristiana de confiar se expresa en la palabra “amén”, que también


significa fidelidad, firmeza, fundamento sólido, permanecer, verdad palabras que
mantienen una relación entre sí. Pues bien, eso significa que sólo la verdad sostiene al
hombre y puede darle sentido. Sólo la verdad es el fundamento adecuado de la permanencia
del hombre. Por eso el acto de fe cristiana incluye esencialmente la convicción de que el
fundamento que da sentido, el “logos” en el que nos mantenemos, en cuanto sentido es
también verdad. Un sentido que no fuese verdad, sería un sin-sentido. La inseparabilidad de
sentido, inteligencia, fundamento y verdad, expresada tanto en la palabra hebrea “amén”
como en la griega “logos”, supone toda una concepción del mundo, en la inseparabilidad de
inteligencia, fundamento y verdad, y en cómo estas palabras expresan inimitablemente la
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fe, se muestra la red de coordenadas en las que la fe cristiana considera al mundo y se sitúa
entre él.

Esto supone también que la fe no es, en principio y por esencia, un cumulo de


paradojas incomprensibles. Supone que también es un abuso recurrir al misterio, como a
menudo sucede, como pretexto para renunciar a comprender. Cuando la teología dice estos
disparates y cuando pretende no solo justificarse, sino canonizarse acudiendo al misterio, es
que desconoce qué es lo que hay realmente tras la palabra “misterio”, que no es desde luego
destruir el conocimiento, sino posibilitar la fe como comprensión. Esto es, decimos que la
fe no es saber en el sentido de saber factible y de su forma de previsibilidad. Esto jamás
podrá ser así, y la fe hará el ridículo si quiere adoptar esas formas. Pero también cabe decir
lo contrario, que el saber factible y previsible sobre el ser se limita esencialmente a lo
aparente y funcional, y que no es el camino para ir al encuentro de la verdad, a la que ha
renunciado por su propio método. La forma con que el hombre entra en contacto con la
verdad del ser no es la forma del saber, sino la del comprender: comprender el sentido al
que uno se ha entregado. Y podemos añadir que solo en la permanencia es posible la
comprensión, no fuera de ella. Una cosa no sucede sin la otra, ya que comprender significa
asir y entender el sentido que se ha recibido como fundamento, como sentido. Creo que este
es el significado exacto de lo que llamamos comprender: captar el fundamento sobre el que
nos mantenemos como sentido y como verdad; reconocer que el fundamento significa
sentido.

Si esto es así, la comprensión no sólo no se contrapone a la fe, sino que constituye


su auténtico contenido. Ya que el saber de lo funcional del mundo, cosa que nos brinda el
pensamiento técnico-científico-natural, no aporta ninguna comprensión del mundo ni del
ser. La comprensión nace exclusivamente de la fe. Por eso, una tarea primordial de la fe
cristiana es la teología, discurso comprensible, 1ógico (rationale, racional-inteligible) de
Dios. Aquí radica el derecho inamovible de lo griego en lo cristiano. Estoy plenamente
convencido de que no fue pura casualidad el que el mensaje cristiano, en su primera
configuración, entrase en el mundo griego y que ahí se mezclase con el problema de la
comprensión, de la verdad. La fe y la comprensión van tan parejas como la fe y la
permanencia, porque permanecer y comprender son inseparables. La traducción griega del
pasaje de Isaías sobre la fe y la permanencia descubre una dimensión imprescindible de lo
bíblico, si no quiere caer en lo fanático y sectario.

Por otra parte, es propio de la inteligencia el superar cada día más nuestra
comprensión hasta llegar al conocimiento de nuestro ser comprehendidos. Pero si entender
es comprender nuestro ser comprehendidos, esto significa que todavía no podemos
comprehenderlo; sólo tiene sentido para nosotros cuando nos comprehende. En este sentido
podemos hablar con rigor del misterio del fundamento que nos precede, que siempre nos
supera, que nunca podemos alcanzar ni superar. Pero precisamente en el ser
comprehendidos por lo que no puede ser comprendido está la responsabilidad de la
comprensión sin la que la fe sería cosa despreciable y quedaría destruida.
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«CREO EN TI»

Todavía no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter


personal. La fe cristiana es mucho más que una opción a favor del fundamento espiritual
del mundo. Su enunciado clave no dice «creo en algo», sino «creo en ti». Es encuentro con
el hombre Jesús y en ese encuentro experimenta el sentido del mundo como persona. En su
vivir por el Padre, en el carácter inmediato y vigoroso de su unión suplicante y
contemplativa con el Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace
tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aun, no es un puro y simple testigo, al
que creemos lo que ha visto en una existencia en la que ha llegado a alcanzar la
profundidad de toda la verdad. No. Es la presencia de lo eterno en este mundo. En su vida,
en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, se hace presente el sentido del mundo se
nos brinda como amor que también me ama a mí. Y que hace que valga la pena vivir la vida
con el don incomprensible de un amor que no está amenazado por ningún pasado ni por
ningún ofuscamiento egoísta. El sentido del mundo es el tú, ese tú que no es un problema
que hay que resolver, sino el fundamento de todo; fundamento que no necesita a su vez de
ningún otro fundamento.

La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que, en medio de todas las


carencias y de la última y definitiva carencia que comporta el encuentro humano, regala la
promesa de un amor indestructible que, además de ansiar la eternidad, la otorga. La fe
cristiana vive de que no existe el puro entendimiento, sino el entendimiento que me conoce
y me ama; de que puedo confiarme a él con la seguridad de un niño que en el tú de su
madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de
cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos en torno a los cuales gira la fe no son sino
aspectos concretos del cambio radical, del «yo creo en ti», del descubrimiento de Dios en el
rostro del hombre Jesús de Nazaret.

Como hemos vista antes, esto no nos libra de pensar. ¿Eres tú de verdad el que ha de
venir?: esto es lo que, en un momento oscuro y angustioso, pregunto Juan el Bautista, es
decir, el profeta que mandó a sus discípulos a Jesús de Nazaret, el profeta que dijo de él que
era el más grande, el que sólo podía ayudar a preparar los caminos del Señor. ¿Eres tú el
profeta? ¿Lo eres realmente? El creyente vivirá siempre en esa oscuridad que crea a su
alrededor, como prisión de la que no puede huir, la oposición del que no cree. La
indiferencia del mundo, que sigue adelante como si nada hubiera sucedido, parece ser solo
una burla de sus esperanzas. ¿Lo eres realmente? A hacernos estas preguntas nos obliga la
honradez del pensamiento y la responsabilidad de la razón, y también la ley interna del
amor que quisiera conocer más y más a aquel a quien ha dado su sí para poder amarle más
y más. ¿Lo eres realmente? Todas las reflexiones de este libro tienen que ver con esta
pregunta y giran en torno a la forma fundamental de la confesión: yo creo en ti, Jesús de
Nazaret, como sentido («Logos») del mundo y de mi vida.
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DIOS UNO Y TRINO

LA RELACIÓN RETROSPECTIVA CON LO BÍBLICO Y EL PROBLEMA DE LA


EXISTENCIA CRISTIANA

Volvamos a nuestro problema. Lo que acabamos de decir puede sugerir que


hemos llegado ya a una teología especulativa que maneja la Escritura, apartándose de ella
y situándose en un plano puramente filosófico. Pero, por sorprendente que parezca, al
examinar más a fondo la cuestión vemos que, en este caso, la especulación más exterior
nos remite de inmediato a lo bíblico. En realidad, todo lo que hemos dicho está ya en san
Juan, aunque con otros conceptos y otros objetivos. Vamos a explicarlo brevemente. En
el Evangelio de Juan, Cristo dice de sí: “El hijo no puede hacer nada por sí mismo” (Jn 5,
19.30). Esta afirmación parece indicar el mayor despojo de poder del Hijo, pues no tiene
nada propio y sólo puede obrar en dependencia de quien procede. Veamos, pues en
primer lugar el concepto “Hijo” es un concepto relativo. Juan llama “Hijo” a Cristo, pero
lo hace de una forma que apunta a algo distinto y superior a él; emplea, pues, una
expresión que indica esencialmente referencia. Por eso, toda su cristología rebosa
relación, como nos muestran enunciados como el anterior, que expresan también lo que
incluye la palabra Hijo, es decir, la relatividad. Pero todo esto parece contraponerse a lo
que el mismo Cristo afirma en otros pasajes del Evangelio de Juan: «El Padre y yo somos
uno» (Jn 10, 30). Ahora bien, si estudiamos más a fondo el asunto, vemos que ambas
afirmaciones no solo no se contraponen, sino que se exigen mutuamente. La referencia
total de Cristo al Padre se deduce que Jesús se llama Hijo y de que así se hace «relativo»
al Padre, de que la cristología es una expresión de esta relación. Justamente porque él no
está en si, sino en él, es siempre uno con él.

La importancia que, por encima de la cristología, tiene todo esto para explicar el
sentido y el significado del hecho de ser cristiano, se ve con claridad cuando Juan
extiende estas ideas a los cristianos, que proceden de Cristo. Pues entonces se ve que se
sirve de la cristología para explicar lo que atañe a los cristianos. Y aquí volvemos a ver la
misma interpenetración de las dos series de enunciados anteriores. Paralelamente a la
formula «el Hijo no puede hacer nada por sí mismo», que explica la cristología como
doctrina de la relación del concepto Hijo, dice de los que pertenecen a Cristo, de los
discípulos: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). La existencia cristiana está
presidida, pues, por la categoría de relación. Y al enunciado de Cristo «El Padre y yo
somos uno», le corresponde esta oración: «para que todos sean uno, como nosotros somos
uno» (Jn 17, 11.22). Respecto a la cristología hay una diferencia que cabe resaltar: de la
unidad de los cristianos no se habla en indicativo, sino en forma de petición.

Tratemos de ver ahora, también muy brevemente, la importancia de las líneas


directrices que se perfilan en lo anterior. El Hijo, como Hijo y por ser Hijo, no es de sí
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mismo y por eso es uno con el Padre; es exactamente igual al Padre porque él no es nada
junto a él, porque no se atribuye nada propio que solo fuera el, porque no tiene nada que
le contraponga al Padre, porque no tiene ningún espacio reservado donde el realice lo
suyo propio. La lógica es implacable: como no hay nada por lo que él es sencillamente él,
como no es un privatim delimitado, coincide plenamente con el Padre, es «uno» con él. La
palabra «Hijo» quiere expresar la totalidad de esta unión. Para Juan, «Hijo» significa ser-
que-viene-de-otro. Con esta palabra define el ser de ese hombre como un ser que viene de
otros y para otros, como un ser que está totalmente abierto por ambos lados a los demás,
como un ser que no conoce ningún espacio reservado al puro yo. Es claro, pues, que el ser
de Jesús como Cristo es un ser completamente abierto, un ser «de» y «para», que no se
queda en sí mismo y que no consiste en sí mismo. Y, por tanto, es también claro que este
ser es pura relación (no sustancialidad) y, como pura relación, es pura unidad.

Todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano
significa para san Juan ser como el Hijo, ser hijo, no quedarse, pues, en sí mismo ni
consistir en sí mismo sino vivir radicalmente abierto al «de» y al «para». Porque el
cristiano es «Cristo», vale también para él. En tales expresiones verá lo poco cristiano que
es.

A mi juicio, es importante notar que la doctrina de la Trinidad se convierte en
afirmaciones existenciales, como que la relación, que es pura unidad, se refleja también en
nosotros. La esencia de la persona trinitaria consiste en ser pura relación y absoluta unidad.
Es claro que no hay contradicción entre ambas cosas. Ahora entenderemos mejor que el
«átomo», el cuerpo indivisible más pequeño que existe, no es el que tiene mayor unidad; la
unidad pura acontece en el espíritu e incluye la referencia al amor. La confesión de la
unicidad de Dios no es menos radical en el cristianismo que en otras religiones
monoteístas. Es más, sólo en él adquiere toda su grandeza. La esencia de la realidad
cristiana consiste en recibir la existencia y vivir la vida como referencia, para alcanzar la
unidad que es el fundamento que sostiene lo real. La doctrina trinitaria, pues, bien
entendida, puede convertirse en el eje de la teología y el pensamiento cristianos, de donde
se deducirá todo lo demás.

Volvamos al Evangelio de san Juan, que una vez más nos presta una ayuda decisiva.
La orientación antes esbozada ofrece los rasgos dominantes de su teología. Pero esta
aparece también, junto con la idea del Hijo, en otros dos conceptos cristológicos de los que
nos vamos a ocupar brevemente: la «misión» y la designación de Jesús como «palabra»
(Logos) de Dios. También aquí la teología de la misión es teología del ser como Relación y
de la relación como forma de unidad. Según un conocido adagio del judaísmo tardío, ¡“el
enviado es como el que envía! Para san Juan, Jesús es el enviado del Padre en quien se
realiza todo lo que los demás sólo podían conseguir asintóticamente; él es el enviado que
representa al Padre sin interponer nada propio. Y por ser verdadero enviado, es uno con el
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que lo envía. El concepto de misión explica el ser como “que viene de” y “para”; se concibe
una vez más como apertura sin reservas. Juan aplica esto también a la existencia cristiana
cuando dice: “Como el Padre me envió, así os envió yo a vosotros” (Jn 20,21; cf. 13, 20;
17,18). Al dar a la existencia la categoría de misión, tanto el “venir de” como el “para”
vuelven a explicarse como referencia y, por tanto, como unidad.

Hagamos una observación final sobre el concepto de Logos. Al caracterizar al Señor


como Logos, Juan introduce y acepta una palabra muy extendida tanto en el mundo
intelectual griego como en el mundo intelectual judío, y asume con él a una serie de
referencias significativas que después aplica a Cristo. Quizá lo nuevo del concepto de
Logos estribe para Juan en que no es simplemente la idea de una racionalidad eterna del
ser, como era fundamentalmente para el pensamiento griego. El concepto de Logos recibe
una nueva aceptación al aplicarlo a Jesús de Nazaret. No solo se afirma el puro
entrelazamiento de todo ser con la inteligencia, sino que califica a este hombre: quien aquí
esta es la «palabra». El concepto de Logos, que para los griegos significa inteligencia
(ratio), se cambia realmente en «palabra» (verbum). Quien aquí está, es palabra; es, pues,
ser hablado y, por consiguiente, relación pura entre el locutor y el interpelado. La
cristología del Logos, como teología de la palabra, es de nuevo apertura del ser a la idea de
relación, ya que siempre es verdad que la palabra procede esencialmente “de alguien” y se
dirige “a alguien”; es una existencia que es radicalmente camino y apertura.

Completo lo dicho con un texto de san Agustín que recalca mucho lo que hemos
apuntado. Está en su comentario al evangelio de Juan y comenta el versículo 16 del capítulo
7: “doctrina mea non est mea” - mi doctrina no es mía, si no del Padre que me envía. Con
este enunciado paradójico explica san Agustín la paradoja de la imagen de Dios en la
existencia cristiana. Se pregunta primero si no es un contrasentido, una negación de las
reglas elementales de la lógica, decir “mi doctrina no es mía”. Pero luego se pregunta ¿qué
es propiamente esa doctrina de Jesús, que es suya y a la vez no lo es? Jesús es “palabra” y,
por eso, su doctrina es él mismo. Si se vuelve a leer el texto desde esta perspectiva, dice: yo
no soy mi puro yo; yo no soy mío, sino que mí yo es de otro. Así, desde la cristología
llegamos a nosotros mismos: “Quid tan tuum quam tu? ¿Quid tan non tuum quam tu? “
(¿Qué tan tuyo como tú? ¿Qué tan no tuyo como tú?). Lo más propio, lo que en último
término nos pertenece, nuestro propio yo, es al mismo tiempo lo menos propio, porque no
lo hemos recibido ni de nosotros ni para nosotros. El yo es a la vez lo que tengo y lo que
menos me pertenece. El concepto de la pura sustancia, de lo que subsiste en sí mismo,
queda, pues, destruido y, al mismo tiempo, se deja claro que un ser que realmente se
entiende, comprende que en su ser mismo no se pertenece, que sólo llega a ser el mismo
cuando sale de sí mismo y vuelve a percibir que por su propio origen es referencia a los
demás.

Nuestras reflexiones no han quitado a la doctrina trinitaria su carácter misterioso.


Pero a través de ella llegamos a una nueva comprensión de lo real, de lo que es Dios y lo
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que es el hombre. En la cima de la teoría más rigurosa esta lo sumamente práctico. Al


hablar sobre Dios descubrimos lo que es el hombre. Lo más paradójico es lo más claro y
lo que más nos ayuda.

JESUCRISTO SEGÚN LA PROFESIÓN DE FE

La imagen de Cristo en la confesión de fe

El símbolo, que es la expresión más representativa de la fe, confiesa su fe en Jesús


con estas sencillas palabras: «Creo en Cristo Jesús». Nos llama muchísimo la atención
que la palabra Cristo, que no es un nombre sino un título (“Mesías”), preceda al nombre
de Jesús, siguiendo la forma preferida de Pablo. Esto quiere decir que la comunidad
cristiana de Roma, que formuló nuestra profesión de fe, sabía muy bien cuál era el
contenido y el significado de la palabra Cristo. Su transformación en nombre propio, tal
como la conocemos hoy, se llevó a cabo muy pronto. “Cristo” significa aquí lo que es
Jesús, la unión de la palabra Cristo con el nombre Jesús constituye la última etapa de los
cambios de significación que ha experimentado la palabra Cristo.

Ferdinand Kattenbusch, gran estudioso del símbolo apostólico, ilustró con acierto
este hecho con un ejemplo de su tiempo (1897). Lo compara con la expresión “el
emperador Guillermo”. Entre emperador y Guillermo hay una relación tan estrecha, que
la palabra emperador forma ya parte del nombre, aunque todo el mundo sabe que no es
un nombre, sino que indica una función. Pues bien, algo parecido es lo que pasa con
“Jesucristo”, un nombre que se ha formado convirtiendo el título Cristo en una parte del
nombre singular con que designamos a un individuo de Nazaret. Esta unión de título y
nombre refleja algo muy distinto de lo que sucede en los innumerables olvidos de la
historia. Porque esta unión muestra el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús
realizada por la fe. Este es justamente el enunciado auténtico de la fe porque afirma
propiamente que en ese Jesús ya no cabe distinguir entre oficio y persona, que esa
distinción sería sencillamente contradictoria, porque la persona es el oficio y el oficio es
la persona. Ya es imposible separarlos, ya es imposible que tanto lo privado como el yo
que puede esconderse tras sus manejos y acciones pongan condiciones y que alguna vez
pueda «estar fuera de servicio». Aquí no existe el yo separado de la obra, porque el yo es
la obra y la obra el yo.

Según la auto-comprensión de la fe que se expresa en el símbolo, Jesús no ha


formulado una doctrina que se pueda desvincular de su yo, como cabe hacer con las ideas
de un gran pensador, que se pueden reunir y estudiar dejando a un lado su persona. El
símbolo no nos ofrece una doctrina de Jesús y a nadie se le ha ocurrido que así sea, algo
que nos parece evidente, porque la comprensión básica que realmente funciona va por
Introducción al cristianismo 13

otro camino radicalmente distinto. Por tanto, para la auto-comprensión de la fe Jesús no


ha llevado a cabo una obra distinta de su yo, que se pueda separar de él, Comprender a
Jesús como Cristo significa estar convencido de que él mismo se ha dado en su palabra.
No estamos ante un yo que pronuncia una palabra (como en el caso de los hombres), sino
ante un yo que se ha identificado tanto con su palabra que entre ambos –yo y palabra- no
cabe distinción alguna: él se hace y se da, su obra es el don de sí mismo. Karl Barth
expresa así este enunciado de la fe:

Jesús es esencialmente portador de su oficio. No es primero hombre y luego portador


de su oficio. En Jesús no existe una humanidad neutral. Las singulares palabras de
Pablo: “A Cristo sí le conocimos según la carne, pero ahora ya no es así” (2 Cor 5,
16), podrían pronunciarse en nombre de los cuatro evangelistas. Cuando ellos dicen
que pasó hambre y sed, que se cansó, que descansó y durmió, que amó, que se
encolerizó y que confió, aluden a circunstancias en que no aparece una personalidad
autónoma con deseos, inclinaciones y afectos propios…Su ser como hombre es su
obra.

En otros términos, la fe cristológica afirma decididamente la experiencia de la identidad


existencia-misión en la unión inseparable Jesús-Cristo. En este sentido se puede hablar de
una cristología «funcional»: todo el ser de Jesús está en función del «para nosotros», pero
por eso mismo su función es también y totalmente ser.

Desde esta perspectiva, ni la doctrina ni las obras de Jesús son importantes en cuanto
tales, sino que basta el puro hecho, si ese hecho abarca toda la realidad de la persona que,
como tal, es su doctrina, si coincide con su obra y si tiene en ella su particularidad y
singularidad irrepetibles. Así pues, la fe cristiana, es decir, la fe en Jesús como Cristo es
verdadera “fe personal”. Partiendo de aquí, podemos saber lo que significa. La fe no
consiste en aceptar un sistema, sino en aceptar a una persona que es su palabra. La fe es
aceptar la palabra como persona y la persona como palabra.

La cruz como punto de partida de la confesión de fe

Un paso más que, remontando el credo apostólico, nos lleve hasta el origen de la
confesión de fe cristiana, iluminará cuanto hemos dicho. Hoy podemos afirmar con cierta
seguridad que el origen de la fe en Jesús como Cristo, es decir, el origen de la fe
«cristiana» está en la cruz. El propio Jesús no se proclamó directamente como Cristo
(«Mesías»). Esta afirmación, que puede parecer un poco extraña, se deduce con cierta
claridad de las desavenencias entre los historiadores, muy a menudo desconcertantes. No
se la puede esquivar cuando se critica justamente el apresurado proceso de sustracción que
la investigación actual ha puesto en marcha, y que afirma que Jesús no se proclamó
Introducción al cristianismo 14

abiertamente como Mesías (Cristo) y que fue Pilato quien lo proclamó rey de los judíos,
Mesías y Cristo, al atender la petición de los judíos y escribir y colgar de la cruz el motivo
de la condena en todas las lenguas entonces conocidas. Esta inscripción con el motivo de
la sentencia, la condena a muerte de la historia, se transformó paradójicamente en unidad,
en «confesión», en punto de partida y en raíz de la que brotó la fe cristiana en Jesús como
Cristo.

Jesús es Cristo, es rey en cuanto crucificado. Su crucifixión es su realeza, su realeza es


el don de sí mismo a los hombres, es la identidad de palabra, misión y existencia
justamente en la renuncia a su existencia; su existencia es, pues, su palabra. Él es palabra
porque es amor. Desde la cruz, la fe va entendiendo poco a poco que ese Jesús no solo ha
hecho y dicho algo, sino que en él persona y mensaje son lo mismo, que él es siempre lo
que dice. Juan se limitó a extraer la última y sencilla consecuencia: si esto es así -tales la
idea cristológica fundamental de su evangelio- Jesucristo es “palabra”; el Logos mismo
(“la palabra”, el sentido) es persona, pero no una persona que pronuncia palabras, sino que
es su palabra y su obra; existe desde siempre y para siempre; es el fundamento que sostiene
el mundo; esa persona es el sentido que nos sostiene a todos. A partir de la cruz, el proceso
de comprensión que los cristianos llamamos fe hizo que los cristianos llegaran a identificar
persona, palabra y obra. Esto es, al fin y al cabo, lo decisivo; todo lo demás es secundario.
Por eso, su confesión de fe puede limitarse a unir las palabras Jesús y Cristo, ahí se dice
todo. A Jesús se le contempla desde la cruz, que dice más que todas las palabras; él es el
Cristo y nada más. El yo crucificado del Señor es una realidad tan plena que lo demás
puede pasar a segundo plano. Sólo en un segundo estadio, y a partir de la comprensión que
se ha logrado, se reflexiona retrospectivamente sobre sus palabras. La comunidad ve
asombrada en sus recuerdos cómo la palabra de Jesús se centra también en su yo, cómo su
mismo mensaje, leído desde atrás, conduce siempre a ese yo, a la identidad entre palabra y
persona. Finalmente, en un último estadio, Juan pudo unir ambos movimientos. Su
evangelio es a un tiempo lectura continua de las palabras de Jesús desde su persona y de su
persona desde sus palabras. La unidad plena entre Cristo y Jesús, que es y siempre será
constitutiva para la historia posterior de la fe, aparece en que, para Juan, la «cristología»,
testimonio de la fe en Cristo, es mensaje de la historia de Jesús, y viceversa, la historia de
Jesús es cristología.
Introducción al cristianismo 15

ESTRUCTURAS DEL CRISTIANISMO

El Principio «Para»

La fe cristiana promueve al individuo, pero no para sí mismo, sino para el todo. Por
eso la palabra “para” es la verdadera ley fundamental de la existencia cristiana. Por eso los
sacramentos básicos del cristianismo, centro de culto cristiano, explican la existencia de
Jesucristo como existencia “para muchos” “para vosotros”, como existencia abierta que,
por la comunión con el crea y hace posible la comunión con los demás.

Por eso, su existencia culmina y se consuma como existencia ejemplar en su


apertura en la cruz. Así, cuando Cristo anuncia y explica su muerte, dice: «Me voy y vuelvo
a vosotros» (Jn 14, 28). Me voy, y por eso se derrumba el muro que limita mi existencia;
ese acontecimiento será mí autentica venida, en la que realizo lo que soy: el que introduce a
todos en la unidad de su nuevo ser, que no es límite, sino unidad.

Así interpretaron los Padres los brazos extendidos de Cristo en la cruz. Ese es para
ellos el gesto cristiano originario para orar, la actitud orante que con tanta emoción
contemplamos en las catacumbas. Esos brazos extendidos del Crucificado nos lo presentan
como orante, pero su oración ofrece al mismo tiempo una nueva dimensión que caracteriza
la glorificación cristiana de Dios. Los brazos abiertos significan la adoración porque nos
revelan la entrega total a los hombres, porque son el gesto del abrazo, de la hermandad
plena e indivisa. Al interpretar simbólicamente la cruz de Cristo, la teología de los Padres
afirmó que en la actitud cristiana de oración van indisolublemente unidas la adoración y la
hermandad, el servicio a los hombres y la glorificación de Dios.

Ser cristiano significa esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los
demás. Esto explica también la idea de elección, que tan extraña nos resulta en la
actualidad. Elegir a alguien no significa que se le prefiera y se le separe de los demás, sino
introducirlo en la tarea común de que hemos hablado por eso, la decisión básica cristiana -
ser cristiano- supone dejar de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse
a la existencia de Jesucristo, consagrado al todo. Seguir la cruz no tiene nada que ver con
una devoción privada. Seguir la cruz supone, más bien, que el hombre deja atrás la
reclusión y la tranquilidad de su yo, crucificar el propio yo para salir de sí mismo, para
seguir las huellas del Crucificado y existir para los otros.

En general, las grandes figuras de la historia de la salvación, que son también las
grandes figuras del culto cristiano, son una forma de expresar el principio «para».
Pensemos en la imagen del Éxodo («salida»), que desde Abrahán y pasando por el clásico
éxodo de la historia de la salvación, constituye la idea fundamental que preside la
existencia del pueblo de Dios y de todo lo suyo. Todos están llamados a prolongar el éxodo
saliendo de sí mismos. Lo mismo sucede con la idea de pascua, en la que la fe cristiana
unió la cruz y el misterio de la resurrección de Jesús con la idea de éxodo de la antigua
alianza.
Introducción al cristianismo 16

Juan expresó todo esto con una imagen tomada del reino vegetal. Así, el horizonte
que antes se limitaba a lo antropológico y a lo histórico-salvífico, se extiende ahora también
a lo cósmico; la estructura de la vida cristiana refleja el sello característico de la creación:
«En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece
solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).

También en lo cósmico vive la ley de que la vida nace de la muerte, del abandono
de uno mismo. Lo que nos dice, pues, la creación, se realiza en el hombre y finalmente en
Jesucristo, el hombre ejemplar. La auténtica vida empieza cuando se asume la suerte del
grano de trigo, cuando uno vive la vida como ofrenda, cuando uno se abre, cuando uno se
pierde a sí mismo. Los datos de la historia de las religiones, que en este punto coinciden
con el testimonio bíblico, nos autorizan a afirmar que el mundo vive por el sacrificio. Los
mitos que nos cuentan que el cosmos se formó a consecuencia de un sacrificio original, que
vive del sacrificio y que se sustenta en él, conservan su verdad y validez. Estas imágenes
míticas ilustran el principio del éxodo cristiano: “Quien ama su vida la pierde; y quien odia
su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25; cf. Mc 8,35 par.).

Digamos, por último, que no basta con que el hombre salga de sí. El que sólo quiere
dar y no está dispuesto a recibir; el que sólo quiere ser para los demás y no está dispuesto a
reconocer que también él vive del sorprendente e inmerecido don del “Para” de los demás,
ignora la configuración fundamental del ser humano y destruye el verdadero sentido del
“para los demás”. Si la superación de sí mismo quiere ser realmente provechosa, necesita
recibir algo de los otros y, en definitiva, del Otro, que es el auténtico otro de toda la
humanidad y que a la vez es el plenamente uno con ella: Jesucristo, el Dios hecho hombre.

La ley de la sobreabundancia

Lo primero que afirma el texto es que la justicia humana es a todas luces


insuficiente. ¿Quién puede gloriarse de verdad de que en el fondo de su alma ha captado
plena y absolutamente el sentido de todas y cada una de las exigencias, y que las cumple en
toda su profundidad, por no decir que las realiza superabundantemente? Sabemos que en la
Iglesia hay un «estado de perfección» en el que uno se obliga a superar lo mandado, a ser
sobreabundante. Pero quienes pertenecen a él son los primeros en reconocer que no han
hecho más que empezar, que siempre quieren más. El «estado de perfección» es, en
definitiva, el ejemplo más dramático de la imperfección humana.

Si alguien no se siente satisfecho con esta observación general, sólo tiene que leer
los versículos siguientes del sermón del monte (Mt 5, 21-48), para verse inmerso en un
sorprendente examen de conciencia. Porque esos versículos dejan bien claro que significa
tomar en serio algunos mandamientos del decálogo que parecen sencillos. Solo
explicaremos tres: «No matarás, no cometerás adulterio, no jurarás en falso».

Cuando uno se mira sólo por encima, todo parece fácil, tiene uno la impresión de
que todo está en regla. Al fin y al cabo, no he matado, no he cometido adulterio y no he
Introducción al cristianismo 17

jurado en falso. Pero cuando Jesús profundiza y lleva hasta el final estas exigencias, vemos
que el hombre si ha hecho todas esas cosas cuando es rencoroso, cuando odia, cuanto tiene
envidia, cuando codicia, cuando no perdona. Vemos cómo el hombre parece justo, pero en
realidad participa en todas esas cosas. Vemos claramente lo mucho que está implicado el
hombre, que parece justo, en todo eso que compone la injusticia del mundo. Cuando leemos
seriamente el sermón del monte, vemos lo que le pasa a todo el que deja la apología de un
partido y se sitúa en la realidad. Entonces esa bella distinción blanco-negro con que se suele
dividir a los hombres, se convierte en el gris de un crepúsculo generalizado. Es evidente
que no hay ningún hombre que sea blanco o negro y, a pesar de que hay matices suficientes
para formar una escala, todos están como entre dos luces. O sea, podemos decir que cuando
se examinan las diferencias morales de los hombres desde un punto de vista
“macroscópico” pueden parecernos totales, pero si las consideramos de un modo cuasi-
microfísico o cuasimicromoral, el resultado es muy distinto, porque vemos que esas
diferencias empiezan a ser dudosas y se deja de hablar inmediatamente de sobreabundancia
de justicia.

Si todo esto lo aplicamos al hombre, veremos cómo no puede franquear el umbral


del reino de los cielos, la región de la justicia verdadera y perfecta. En ese caso, ese reino
sería una utopía sin contenido alguno. En realidad, y si sólo se refiere a la buena voluntad
del hombre, debe ser así. Se nos dice a menudo que un poco de buena voluntad basta para
que todo marche bien. Así es ciertamente, pero lo trágico está precisamente en que la
humanidad no tiene fuerzas suficientes para poner en práctica esa buena voluntad. ¿Hemos
pues, de concluir, que tiene Camus mucha razón cuando propone a Sísifo como símbolo de
la humanidad, a ese Sísifo que se empeña en rodar una piedra hasta la cumbre de una
montaña y que una y otra vez se le escapa hacia abajo? La Biblia ha planteado tan
crudamente como Camus la cuestión del poder humano, pero no se ha quedado en su
escepticismo.

Para la Biblia, los límites de la justicia y del poder humano en general expresan la
referencia del hombre al don incuestionable del amor inmenso que se abre al ser humano -y
así se abre este a sí mismo-, sin el que el hombre quedaría aprisionado en su «justicia» y no
justificado. Solo el que acepta el don puede volver a sí mismo. Pero contemplar la
“justicia” del hombre nos remite a la justicia de Dios, cuya plenitud es Jesucristo. Él es la
justicia de Dios que supera ampliamente lo que tiene que hacer, que no calcula, sino que
sobreabunda verdaderamente; él es el sin-embargo de su amor infinito, con el que vence
infinitamente el pecado del hombre.

No comprendería absolutamente nada el que dedujese que todo lo que hemos dicho
supone un desprecio del hombre y dijese: las cosas son como son y no tiene sentido que el
hombre trate de ser justo y perfecto ante Dios. Nuestro no ha de ser rotundo. A pesar de lo
que hemos dicho, la exigencia del exceso sigue en pie, aunque el hombre no pueda
conseguir la plena justicia. Pero ¿no es contradictorio? ¿Qué significa todo esto? pues, en
pocas palabras, significa que quien todavía no es cristiano hace sus cálculos para ver que
debe hacer para hacer lo suficiente y con sus artimañas casuísticas quedarse tranquilo. El
que calcula dónde acaba el deber y cómo se puede hacer más mediante un opus
supererogatorium, ese no es cristiano sino fariseo. Porque ser cristiano no es aceptar un
Introducción al cristianismo 18

determinado conjunto de deberes ni tampoco superar el umbral de seguridad de la


obligación para ser extraordinariamente perfectas. Ser cristiano es más bien saber que se
vive solo y siempre del don que se ha recibido y que, por eso, solo se es justo cuando se da,
como el mendigo que, agradecido por lo que le han dado, lo reparte con generosidad. El
justo que solo calcula, el que cree que puede lavarse las manos y justificarse por sí mismo,
ese es el injusto. El hombre sólo es justo cuando se olvida de sus pretensiones, cuando es
generoso con Dios y con los demás. Esta es la justicia del «perdona, así como nosotros
perdonamos», que es la expresión orante más precisa de la justicia humana desde el punto
de vista cristiano. Una justicia que consiste en perdonar, porque el hombre vive
esencialmente del perdón.

El tema neo testamentario de la sobreabundancia va también por otro camino que


nos revela totalmente su sentido. Esta palabra aparece también en el relato de la
multiplicación de los panes, donde se nos dice que «sobraron» siete cestos (Mc 8, 8). Este
relato nos presenta la idea y la realidad de lo excesivo, de lo que no es necesario. Y nos
recuerda el milagro de las bodas de Cana (Jn 2, 1-11), donde no aparece la palabra
sobreabundancia, pero si lo que significa, porque el evangelista nos dice que se convirtieron
en vino entre 480 y 700 litros de agua, cantidad increíble en una fiesta privada. Para los
evangelistas, ambos relatos tienen que ver con la eucaristía, figura clave del culto cristiano,
a la que presentan como sobreabundancia divina, que supera infinitamente todas las
necesidades y todo lo que legalmente se pueda exigir.

Por su carácter eucarístico, ambos relatos tienen que ver con Cristo y a él apuntan:
Cristo es el infinito auto-derroche de Dios.

Ambos aluden también, igual que el principio “para”, a la estructura fundamental de


la creación, en la que la vida derrocha millones de gérmenes para que nazca un ser viviente.
En la creación se reparte todo el universo para preparar un sitio al espíritu, al hombre. La
sobreabundancia es el signo peculiar de Dios en la creación, porque, como decían los
padres Dios “da sin medida”.

La sobreabundancia es también el auténtico fundamento y la forma de la historia de


la salvación que a fin de cuentas no es sino, el acontecimiento sensacional por el que Dios,
en su liberalidad incomprensible, no sólo da el universo, sino que se da a sí mismo para
salvar esa mota de polvo que es el hombre. Digámoslo una vez más: la sobreabundancia es
la mejor definición de la historia de la salvación.

A quien es calculador le parece absurdo que Dios sea generoso con el hombre.
Únicamente quien ama es capaz de entender lo absurdo del amor. La ley del amor es la
entrega, sólo cuando es excesivo es suficiente. Si es cierto que la creación vive del exceso,
si el hombre es un ser para quien el exceso es necesario, ¿nos puede extrañar que la
revelación será puro exceso y que, por tanto, sea lo necesario, lo divino el amor que da
sentido al universo?
Introducción al cristianismo 19

CRISTO CRUCIFICADO
«PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO,
MUERTO Y SEPULTADO»

Justificación y gracia

¿Qué lugar tiene la cruz en la fe en Jesús como Cristo? Esta es la cuestión que nos
plantea este artículo de la fe. Nuestras reflexiones anteriores nos suministran ya los
elementos esenciales para dar una respuesta, lo único que tenemos que hacer ahora es
articularlos. Como ya hemos dicho, la conciencia cristiana en general está condicionada en
este punto por la concepción de Anselmo de Canterbury que ya expusimos brevemente.
Para muchos cristianos, sobre todo para los que conocen la fe de lejos, la cruz es una pieza
del mecanismo de un derecho violado que tiene que restablecerse. Es el modo de
restablecer, con una expiación infinita, la justicia de Dios, infinitamente ofendida. La cruz
es, pues, la expresión de una actitud que mantiene un perfecto equilibrio entre el deber y el
tener, pero al mismo tiempo uno piensa por dentro que ese equilibrio es una verdadera
ficción. Porque lo que se hace es dar con la mano izquierda lo que se ha recibido
solemnemente con la derecha. Una doble y misteriosa luz ilumina la “expiación infinita”
que Dios parece exigir. Los devocionarios nos presentan un Dios cuya severa justicia exigió
el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio Hijo. Pero, a la vez, nos apartamos
con temor de una justicia cuya ira tenebrosa nos hace increíble el mensaje del amor.

Esta concepción está muy extendida, pero también está muy equivocada. La Biblia
no nos presenta la cruz como una pieza del mecanismo del derecho que ha sido violado. La
cruz, en la Biblia, es más bien expresión de un amor radical que se entrega por completo, el
hecho en que uno es lo que hace y hace lo que es; expresión de una vida que es ser
totalmente para los demás. Quien observe atentamente, verá que la teología bíblica de la
cruz es una revolución frente a las ideas de expiación y redención de la historia de las
religiones no cristianas, pero no podemos negar que la conciencia cristiana posterior la han
neutralizado y muy pocas veces ha percibido todo su alcance.

En otras religiones, expiación significa normalmente el restablecimiento de la


relación perturbada con Dios mediante acciones expiatorias de los hombres. Casi todas las
religiones giran en torno a la expiación, porque nacen de la conciencia que el hombre tiene
de su propia culpa ante Dios, y son justamente un intento de borrar el sentimiento de
culpabilidad y de superar la culpa mediante las acciones compensatorias ofrecidas a la
divinidad. La obra expiatoria con que los hombres quieren reconciliarse con Dios y aplacar
a la divinidad constituye el centro de la historia de las religiones.

El Nuevo Testamento ofrece una visión absolutamente distinta. No es el hombre


quien se acerca a Dios y le ofrece un don que restablece el equilibrio, sino que es Dios
quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El derecho violado se restablece
por iniciativa del amor, que con su misericordia creadora justifica al impío y da vida a los
muertos. Su justicia es gracia, es justicia activa que endereza al que está encorvado, que lo
sana, que lo pone derecho. Este es el cambio que supuso el cristianismo frente a las demás
Introducción al cristianismo 20

religiones. El Nuevo Testamento no nos dice, como cabría esperar, que los hombres han
expiado ante Dios, porque al fin y al cabo ellos son los que han pecado, no Dios. Lo que
dice es: “Era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo” (2 Cor 5, 19). Algo
realmente nuevo e inaudito, puno de partida de la existencia cristiana y médula de la
teología neo-testamentaria de la cruz, que nos dice que Dios no espera a que los hombres
vayan a reconciliarse con él, sino que va hacia ellos y los reconcilia. Esto es el verdadero
sentido de la encarnación y de la cruz.

Para el Nuevo Testamento, la cruz es, por tanto, un movimiento que va


esencialmente de arriba abajo. No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al
Dios airado, sino la prueba de amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al
hombre. Es su acercamiento a nosotros, no al revés. Con el cambio de la idea de expiación,
núcleo de lo religioso, tanto el culto cristiano como toda la existencia toman una nueva
dirección, en el cristianismo, la adoración es ante todo acción de gracias por haber sido
objeto de la acción salvadora de Dios. Por eso la expresión esencial del culto cristiano se
llama con razón eucaristía, acción de gracias. En este culto no se ofrecen a Dios obras del
hombre; consiste más bien en que el hombre acepta el don. No glorificamos a Dios cuando
creemos que le ofrecemos algo (¡como si eso no fuera suyo!), sino cuando aceptamos lo
que él nos da y lo reconocemos como único Señor. Lo adoramos cuando abandonamos la
ficción de que somos autónomos y rivales suyos, siendo así que solo podemos ser en él y
desde el. El sacrificio cristiano no consiste en que le damos a Dios algo que no podría tener
sin nosotros, sino en que recibimos lo que nos da, en que dejamos que nos de algo; consiste
en permitir que Dios haga algo en nosotros.

La cruz como adoración y sacrificio

Todavía no lo hemos dicho todo. Si leemos el Nuevo Testamento de principio a fin


no podemos evitar preguntarnos si el acto expiatorio de Jesús no consiste en ofrecer un
sacrificio al Padre o si es la cruz el sacrificio que Jesús ofrece sumisamente al Padre. Hay
toda una serie de textos que parecen apuntar a un movimiento que va de la humanidad a
Dios, hasta el punto de que parece resurgir lo que ya hemos rechazado. Pero ese
movimiento ascendente no nos permite captar por si solo cuál es el estado de las cosas del
Nuevo Testamento. ¿Cómo podríamos explicar, pues, la relación entre ambas líneas?
¿Excluiremos a una en beneficio de la otra? Si hacemos esto último, ¿Cómo lo
justificaríamos? Sabemos bien que no podemos actuar así, porque no haríamos sino erigir
nuestra forma arbitraria de pensar en norma de fe.

Para seguir adelante, debemos ensanchar nuestra pregunta y tratar de aclarar dónde
radica el sentido que el nuevo Testamento da a la cruz. Empecemos reconociendo que para
los discípulos de Jesús sería el rey que reinaría para siempre, y de repente vieron que eran
compañeros de un ajusticiado. La resurrección les convenció de que Jesús era
verdaderamente rey y solo poco a poco fueron entendiendo el significado de la cruz. La
Escritura, es decir, el Antiguo Testamento les ayudó a reflexionar, y fueron conceptos e
imágenes veterotestamentarias las que les sirvieron para empezar a entender lo ocurrido.
Introducción al cristianismo 21

Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron de que lo que estaba
anunciado se había cumplido en Jesús; a partir de ahí, podía cambiar radicalmente la
comprensión de todo lo que había sucedido. Esta es la razón de que el Nuevo
Testamento explique la cruz utilizando, entre otros, los conceptos de la teología del culto
del Antigua Testamento.

La Carta a los hebreos es la continuación más consecuente de esta tarea. En ella, la


muerte de Jesús en la cruz se relaciona con el rito y la teología de la fiesta judía de la
reconciliación, considerándola una auténtica fiesta de reconciliación cósmica. Resumamos
su pensamiento: los sacrificios de la humanidad, los intentos de reconciliarse con Dios a
través del culto y de los mitos, de los que tan saturado está el mundo, no sirven para nada
porque son obras humanas, porque lo que Dios quiere no son ni toros, ni machos cabríos, ni
nada que se le pueda ofrecer ritualmente. ¿Que se le ofrecen a Dios montones de animales
en todas las partes del mundo? Pues bien, no los necesita porque todo eso le pertenece y al
Señor de todo no se le puede dar nada, aunque el hombre queme sacrificios en su honor.
No aceptare un becerro de tu casa
ni un macho cabrío de tus apriscos,
pues mías son todas las fieras
y en los bosques tengo bestias a millares:
Conozco todas las aves del cielo,
mías son las alimañas del campo.
Si tuviera hambre, no te lo diría,
porque mío es el mundo y lo que contiene.
¿Acaso como yo carne de toros,
o bebo sangre de machos cabríos?
Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza,
y cumple las promesas que hiciste al Altísimo (Sal 50 , 9- 14).

El redactor de la Carta a los hebreos se sitúa en la línea espiritual de este texto y de


otros semejantes. Insiste todavía más, en la caducidad de esos ritos. Dios no quiere toros ni
machos cabríos, sino hombres. El “si” humano sin reservas a Dios es lo único que puede
construir la verdadera adoración. A Dios le pertenece todo, y al hombre solo le queda la
libertad de poder decir «si» o «no», de amar o de rechazar. Lo que Dios espera es el «si»
libre del amor, la única adoración y el único «sacrificio» que tienen sentido. Ni la sangre de
toros ni la de machos cabríos pueden sustituir o representar el «si» del hombre a Dios por el
que vuelve a entregarse a él. «Pues ¿qué dará el hombre a cambio de su alma?», pregunta el
evangelista Marcos (8, 37). Y la respuesta es esta: pues nada, porque no hay nada en el
mundo que se le pueda comparar.

Todo el culto precristiano está presidido por la idea de sustitución, de


representación. Quiere sustituir lo insustituible y por eso es necesariamente inútil. A la luz
del acontecimiento de Cristo, la Carta a los hebreos ofrece un balance sombrío de la historia
de las religiones, cosa que en un mundo saturado de sacrificios podía parecer un ultraje
inaudito. Pues bien, se atreve a manifestar sin reservas el naufragio total de las religiones,
porque sabe que la idea de sustitución y de representación tiene en Cristo un sentido nuevo,
radicalmente nuevo. El que, desde la perspectiva del derecho religioso, era un simple laico,
sin ninguna función en el culto de Israel, era el único verdadero sacerdote. Su muerte, un
Introducción al cristianismo 22

acontecimiento totalmente profano desde el punto de vista histórico – condena de un


criminal político- fue en realidad la única liturgia de la historia de la humana, una liturgia
cósmica por la que Jesús entró en el templo real, es decir en la presencia de Dios, no en el
ámbito restringido de la escena cúltica, en el templo, sino ante los ojos del mundo. Por su
muerte no ofreció cosas, sangre de animales o cualquier otra cosa, sino que se ofreció a sí
mismo (Heb 9,11s).

Observemos el cambio fundamental que se ha operado en la Carta a los hebreos y


que constituye su idea central: lo que desde una perspectiva terrena era un acontecimiento,
profano, es en realidad el verdadero culto de la humanidad, pues quien lo hizo traspasó el
espacio de la escena litúrgica e hizo verdad: se entregó a sí mismo. Arrebató a los hombres
de sus manos las ofrendas sacrificiales y en su lugar ofreció el sacrificio de su propia
persona. Sin embargo, cuando dice nuestro texto que Jesús nos reconcilió por su sangre
(Heb 9, 12), no se ha de entender esta sangre como un don material, como un medio
cuantitativo de expiación, sino como la concreción del amor hasta el extremo (Jn 13, 1).
Muestra que su don y su servicio son totales, encarna el hecho de que se entrega a sí
mismo, ni más ni menos. Según la Carta a los hebreos, el gesto del amor que todo lo da, y
sólo ese gesto, es la reconciliación real del mundo; por eso la hora de la cruz es el día de la
reconciliación cósmica, la verdadera y definitiva fiesta de la reconciliación. No hay ni otro
culto ni otro sacerdote que el que lo celebró: Jesucristo.
Introducción al cristianismo 23

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

Quizás sea este el artículo de la fe que más nos choca hoy. Nos sentimos muy
inclinados a practicar aquí la desmitologización, como en el nacimiento de Jesús de la
Virgen Maria y la ascensión del Señor, pues no parece que corramos ningún peligro ni
escandalicemos a nadie. Los pocos textos bíblicos que parecen referirse a este tema ( I Pe 3,
19s; 4, 6; Ef 4, 9; Rom 10, 7; Mt 12, 40; Hech 2, 27, 31) son tan difíciles de entender que se
les puede interpretar fácilmente en muchos sentidos.

Si prescindimos por tanto de este enunciado, nos parece que nos hemos librado de
algo raro y difícil de conciliar con nuestro modo de pensar, sin que por ello nos sintamos
particularmente infieles o culpables. ¿Pero qué ganamos con ello? ¿Eliminamos la
dificultad y la obscuridad de lo real? Cuando alguien se quiere quitar de encima un
problema, tiene dos salidas: o planteárselo o negar que exista. Lo segundo es más cómodo,
pero solo lo primero nos permite seguir adelante. ¿No sería mejor, en vez de negar el
problema, ver qué nos dice este artículo de la fe que está relacionado con el sábado santo,
que está tan próximo a nosotros y que refleja en gran medida la experiencia del siglo XX?

El viernes santo miramos al Crucificado; el sábado santo es en cambio, el día de la


«muerte de Dios», el día que expresa y anticipa la inaudita exponencial de nuestro tiempo,
el día que nos habla de la ausencia de Dios, el día en que Dios está en la tumba, que ya no
se levanta, que ya no habla, hasta el punto de que ya no hay nada que discutir de él, de que
hay sencillamente que olvidarlo. «Dios ha muerto, hemos matado a Dios».
Lingüísticamente, esta afirmación de Nietzsche tiene que ver con la tradición de la
devoción cristiana de la pasión, expresa el contenido del sábado santo, el «descenso a los
infiernos».

Este artículo del símbolo me recuerda siempre dos escenas de la tradición bíblica.
La primera es el terrible relato del Antigua Testamento en que Elías exige a los sacerdotes
de Baal que su dios haga bajar fuego que consuma el sacrificio. Los sacerdotes suplican a
Baal, pero este no responde. Y entonces Elías, como cualquier racionalista, se ríe de unos
hombres piadosos que no consiguen lo que piden en su oración: «¡Gritad bien fuerte! Baal
es dios, pero quizás este ocupado con negocios y problemas, o este de viaje; tal vez este
dormido y se despertará» (l Re 18, 27).

Al leer este relato, al ver cómo Elías se burla de los sacerdotes de Baal, nos parece
que estamos en la misma situación, que se burlarán de nosotros. Parece que no hay grito
que pueda despertar a Dios. Parece que tiene razón el racionalista cuando nos dice que
gritemos más, que puede que nuestro Dios esté dormido. “Descendió a los infiernos”: he
aquí la verdad de esta hora nuestra, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la
ausencia.

Hablemos asimismo del relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), que
también tiene que ver con este tema, junto con la historia de Elías y la narración neo-
testamentaria en que el Señor duerme plácidamente en medio de la tempestad (Mc 4, 35-41
Introducción al cristianismo 24

par.). Los discípulos están asustados y comentan que su esperanza ha muerto. Para ellos es
como si Dios mismo hubiera muerto. Se ha extinguido la llama por la que Dios parecía
haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios y no queda más que vacío. No hay nada que
responda. Pero mientras hablan así de la muerte y parece que ya no pueden ver a Dios, no
se dan cuenta de que esa misma esperanza está viva en medio de ellos, de que «Dios» o,
mejor, la idea que poseían de sus promesas tenían que morir para volver después con más
vida. Debían derribar la imagen que se habían hecho de Dios para, desde esas ruinas, poder
contemplar el cielo ya aquel que es infinitamente más grande. Así lo expresó Eichendorff
con el lenguaje tierno, algo ingenuo quizás para nosotros, de su tiempo:

Tú eres el que nosotros construimos;


sobre nosotros se quiebra dulcemente, miramos al cielo,
Por eso no me quejo.

El artículo de la fe sobre el descenso a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana
habla del Dios de la palabra, pero también del Dios del silencio. Dios no es tan sólo la
palabra comprensible, es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e
incomprensible que se nos escapa. Sabemos que en el cristianismo prima el Logos, la
palabra sobre el silencio.

Dios ha hablado, Dios es palabra. Pero eso no nos ha de hacer olvidar que el
ocultamiento permanente de Dios también es verdad. Sólo si lo experimentamos como
silencio podremos tener la esperanza de escuchar un día su palabra, que brota del silencio.
La cristología pasa por la cruz, el momento en que el amor de Dios se hace perceptible,
para sumergirse en la muerte, en el silencio y en el oscurecimiento de Dios. ¿Nos puede
extrañar, entonces, que algún día le llegue a la Iglesia ya nosotros la hora del silencio, ese
artículo de la fe tan olvidado y marginado, el «descenso» a los infiernos?

Por lo tanto, si se reflexiona sobre esto, el problema de la «prueba de la Escritura»


se cae por sí solo. El misterio del descenso a los infiernos es como un relámpago en medio
de la noche oscura de la muerte de Jesús, en medio de su grito «Dios mío, Dios mío, ¿Por
qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). No olvidemos que con este verso empezaba una
oración judía (Sal 22, 2) que expresaba la angustia y la esperanza del pueblo elegido, que
ahora se siente completamente abandonado por Dios. La oración empieza con una gran
angustia por el ocultamiento de Dios y termina alabando su grandeza. En la muerte de
Cristo está también presente lo que Kasemann ha llamado la oración de los infiernos, la
promulgación del primer mandamiento en el desierto del aparente abandono de Dios:

El Hijo conserva todavía la fe cuando parece que la fe ya no tiene sentido, cuando la


realidad terrena anuncia la ausencia de Dios a la que se refieren, no sin razón, el mal
ladrón y la turba que se mofa de él. Su grito no tiene nada que ver ni con la vida ni
con la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre. Su grito contradice la
realidad del mundo entero.
Introducción al cristianismo 25

¿Tenemos aún que preguntarnos qué significa adoración en nuestra hora de tinieblas?
¿Puede ser algo distinto de ese grito que sale del fondo, junto con el señor que ha
“descendido a los infiernos” y ha hecho a Dios presente en medio del abandono de Dios?
Sigamos reflexionando un poco más para penetrar en este poliédrico misterio, que
no ha de aclararse desde una sola perspectiva. Tengamos presente, en primer lugar, una
constatación exegética. Sabemos que la palabra “infierno” traduce incorrectamente sheol
(hades, en griego), término con el que los judíos designaban el estado de ultratumba. Nos lo
imaginamos, de forma muy imprecisa, como una especie de existencia tenebrosa, más
como no-ser que como ser. Sin embargo, la proposición sólo significaba que Jesús entró en
el sheol, es decir, que murió. Puede que esto sea verdad, pero aun así todavía queda por
resolver el problema de si el asunto es por eso más fácil y menos misterioso. A mi juicio, el
problema que ahora realmente se plantea es el de qué es la muerte, qué pasa cuando uno
muere e ingresa en el reino de la muerte. Ante este problema debemos reconocer nuestro
desconcierto, ya que ninguno sabemos que es la muerte, todos vivimos de este lado de ella
y ninguno de nosotros la ha experimentado. Pero quizás podamos aproximarnos a ella
desde este grito de Jesús en la cruz, en la que hemos visto el núcleo significativo del
descenso a los infiernos, la participación en el destino mortal de los hombres. Como en la
oración del Huerto de los Olivos, también en esta breve oración la medula de la pasión no
es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. Ahí se revela, en definitiva,
el abismo de la soledad del hombre, que está solo en lo más profundo de su ser. Esta
soledad, que de tantos modos se trata de ocultar, pero que es la situación real es que se
encuentra el hombre, es lo más contrario a su esencia, que nos dice que el hombre no puede
estar solo, que busca sin cesar la compañía. Por eso, la soledad es ese ámbito de angustia
propio del destino de un ser que está llamado a ser y que, sin embargo, le resulta imposible.

Pongamos un ejemplo que nos ilustre esta situación. Supongamos que un niño tiene
que atravesar un bosque en una noche oscura. Naturalmente, tendrá mucho miedo aunque
alguien le haya dicho que no tiene nada que temer, que nada Je puede asustar. Cuando se
encuentre solo en la oscuridad cuando se dé cuenta de que esta radicalmente solo, entonces
le vendrá el miedo, el verdadero miedo humano, que no es miedo a algo, sino miedo de sí
mismo. El miedo a algo es básicamente inofensivo y desaparece cuando se quita de en
medio el objeto lo causa. Se puede tener miedo de un perro rabioso, pero todo se arregla si
se va y se ata ese perro. Pero el miedo de que aquí se trata es mucho más profundo. Porque,
en su soledad más honda, el hombre no tiene miedo de algo concreto que pueda quitar de en
medio, sino que tiene miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio
ser, miedo que no puede superar racionalmente. Otro ejemplo: supongamos que alguien
tiene que velar toda la noche un cadáver. Puede que se sienta inquieto aun cuando puede
autoconvencerse de que ese miedo no tiene sentido, porque sabe muy bien que el muerto no
le puede hacer ningún daño y que estaría más inseguro si esa persona viviera. Pero este
miedo es de un orden radicalmente distinto. No es miedo a algo, sino miedo a quedarse solo
con la muerte, miedo a la soledad, miedo a la inseguridad de la existencia.

Ahora bien, ¿cómo superar este miedo si fracasa por completo el intento de probar
que es absurdo? El niño perderá el miedo cuando una mano lo agarre y lo guie, cuando
alguien le hable, es decir, perderá el miedo cuando sienta que está ahí, junto a él, alguien
que lo ama. Y el que vela al muerto dejara de tener miedo cuando haya alguien con él,
Introducción al cristianismo 26

cuando sienta la cercanía de un tú. La superación del miedo nos muestra una vez más en
que consiste esencialmente: es miedo a la soledad, mie-do a la angustia de un ser que solo
puede vivir con los demás. El miedo autentico del hombre no puede vencerse con la razón,
sino solo con la presencia de alguien que lo ama.

Sigamos adelante. Si hubiera una soledad en la que no fuera posible dirigir al


hombre la palabra, si su abandono fuese tan grande que ningún tu pudiera entrar en
contacto con él, esa sería la auténtica y radical soledad, eso sería el miedo, eso sería lo que
los teólogos llaman “infierno”. Y ahora ya podemos definir el significado preciso de esta
palabra: se trata de la soledad en la que la palabra “amor” ya no puede resonar, la soledad
que implica la inseguridad de la existencia. ¿Quién no ve que, según nuestros poetas y
filósofos, todo encuentro humano se queda en la superficie, que nadie tiene acceso a la
intimidad del otro? Ninguno puede penetrar en lo más íntimo de otra persona. Los
encuentros pueden ser muy hermosos, pero lo que hacen sobre todo es adormecer la
incurable herida de la soledad. Ahí, en lo más profundo de nuestra existencia mora el
infierno., la desesperación, la inevitable y tremenda soledad. De ahí parte Jean Paul Sartre
para elaborar su antropología. Pero esas mismas ideas aparecen también en Hermann
Hesse, un poeta que parece más conciliador y relajado:

Extraño, ¡caminar en la niebla!;


La vida es soledad.
Los hombres no se conocen
todos están solos.

Una cosa es cierta: existe la noche, en cuyo aislamiento no penetra ninguna voz; hay
una puerta, la puerta de la muerte, por la que vamos pasando uno a uno. Todo el miedo que
hay en el mundo es, en definitiva, miedo a esta soledad. Por eso se comprende que en el
Antiguo Testamento sólo se utiliza una palabra para designar el infierno y la muerte, la
palabra sheol, porque para él ambas cosas son lo mismo. La muerte es pura y simplemente
soledad y el infierno es esa soledad en la que el amor no puede entrar.

Volvemos, pues, a nuestro punto de partida, al artículo de fe sobre el descenso a los


infiernos. La proposición afirma que Cristo franqueó la puerta de nuestra más profunda
soledad, que en su pasión penetró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no
podemos oír ninguna voz, allí esta él. Por tanto, el infierno ya está superado, mejor, ya no
existe la muerte que antes era infierno. Ni el infierno ni la muerte son ya lo mismo, porque
hay vida en medio de la muerte, porque el amor habita en ella. El infierno o la segunda
muerte, como dice la Biblia (cf. Ap 20,14) es ahora el encerrarse voluntariamente en sí
mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol están abiertas de par en
par. Creo que en esta línea es como hay que entender los textos de los Padres, que dicen
que los muertos salen de sus sepulcros y que se abren las puertas del infierno, textos que se
han interpretado sobre todo mitológicamente. Y tambien hay que interpretar así el texto
mítico del Evangelio de Mateo que nos cuenta que, cuando murió Jesús, se abrieron los
sepulcros y resucitaron los cuerpos de muchos santos (Mt 27, 52). La puerta de la muerte
está abierta, desde que en la muerte habita la vida, el amor...
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Creo en el Espíritu Santo

¿LA IGLESIA SANTA?

Quizá desaparezca en gran parte el malestar que nos produce nuestra confesión de fe
en la Iglesia si tenemos en cuenta ese doble contexto. Hablemos también de lo que nos
preocupa hoy a este respecto, porque no hemos de disimular que tenemos la tentación de
decir que la Iglesia ni es santa ni católica. Incluso el Vaticano II se vio constreñido a hablar
no solo de la Iglesia santa, sino también de la Iglesia pecadora. Estamos tan convencidos
del pecado de la Iglesia, que si de algo hubiéramos de acusar al Vaticano II es justamente
de haber sido demasiado suave en este tema. Es verdad que a ello puede contribuir tanto la
teología de Lutero sobre el pecado, como algún prejuicio que procede de decisiones
dogmáticas anteriores. Pero lo que hace tan razonable a esta «dogmática» es que coincide
con nuestra experiencia. La historia de la Iglesia está tan llena de estas negativas, que
comprendemos la tremenda visión de Dante en la que veía cómo se sentaban en el cache de
la Iglesia las prostitutas de Babilonia. Y entendemos también las terribles palabras de
Guillermo de Auvernia (siglo XIII), que decía que tendríamos que echarnos a temblar al
comprobar la perversión de la Iglesia: «La Iglesia ya no es una novia, sino un monstruo
tremendo, salvaje y deforme».

No hay ninguna teoría que pueda refutar convincentemente estos argumentos de la


mera razón. Pero hay que decir también que estos argumentos no sólo vienen de la razón,
sino de un corazón lleno de amargura, cuyas expectativas han sido defraudadas y que ahora,
enfermo y herido en su amor ve cómo se desmorona su esperanza.

¿Qué podemos responder a todo esto? En definitiva, únicamente podemos confesar


porque podemos seguir amando en la fe a esta Iglesia, porque nos atrevemos a seguir
viendo el rostro de la Iglesia santa en la faz de la Iglesia deformada.

Pero empecemos ante todo por los elementos objetivos. Como ya hemos dicho, la
palabra «santo» no se refiere en primer lugar a la santidad de las personas, sino al don
divino que regala la santidad en medio de la maldad humana. El símbolo no dice que la
Iglesia es «santa» porque todos y cada uno de sus miembros sean santos, es decir, personas
libres de pecado. Este ha sido un sueño permanente en la Iglesia, pero que no se refleja en
el símbolo, y muestra el anhelo constante del hombre de que se le dé un cielo y una tierra
nuevos que en este mundo no puede alcanzar. Las críticas más duras que se hacen a la
Iglesia de hoy nacen veladamente de este sueño. Mucha gente se siente defraudada, dan un
portazo y tildan a la Iglesia de mentirosa. Pero volvamos a nuestro tema. La santidad de la
Iglesia consiste en que, por pecador que sea el hombre, Dios tiene poder para hacerla santa.
El signo característico de la «nueva alianza» es que, en Cristo, Dios se ha unido a los
hombres, se ha dejado atar por ellos. La nueva alianza ya no reside en el cumplimiento
mutuo del pacto, sino que es un don de Dios, una gracia que sigue ahí a pesar de que el
Introducción al cristianismo 29

hombre sea infiel. Muestra cómo es el amor de Dios, un amor que no se deja vencer por la
incapacidad del hombre, sino que es siempre bueno con él, lo acepta continuamente como
pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama.

Y precisamente porque este don del Señor, no se revoca jamás, la Iglesia es la


incesantemente santificada por él, donde se hace presente la santidad del Señor entre los
hombres. Lo que en ella está presente, lo que, con un amor que raya en la paradoja, elige
una y otra vez como recipiente de su presencia las manos sucias del hombre, es realmente
la santidad del Señor. Una santidad que, como santidad de Cristo, resplandece en medio de
los pecados de la Iglesia. Por eso la figura paradójica de la Iglesia, en la que unas manos
indignas nos ofrecen a menudo lo divino, en la que lo divino siempre y solo está presente
como «pero», es para los creyentes un signo del «pero» del amor más grande de Dios. La
emocionante amalgama de fidelidad de Dios y de infidelidad del hombre que caracteriza la
estructura de la Iglesia, es también la dramática figura de la gracia por la que se hace
realmente visible, en el curso de la historia, la realidad de la gracia como perdón de lo que
en sí mismo es indigno. Podríamos decir que, en su estructura paradójica de santidad y
pecado, la Iglesia es, en este mundo, la figura de la gracia.

Demos un paso más. Cuando el hombre sueña con un mundo salvado y no


contaminado ni por el mal ni por el pecado, no se imagina que la santidad forme parte de él.
La santidad es siempre una idea entre blanca y negra que separa y tira sin piedad lo
negativo (que puede concebirse de modos muy distintos).

Este rasgo inexorable, que acompaña sin cesar a los ideales humanos, se manifiesta
claramente en la crítica social actual y en las acciones en que se concreta. Por eso se
escandalizaban tanto los contemporáneos de Cristo al ver que a su santidad le faltaba el
aspecto judicial, pues no era ni fuego que caía sobre los indignos, ni permiso para que los
celosos arrancaran las malas hierbas que veían crecer. Al contrario, su santidad se mostraba
acercándose a los pecadores que venían a él, hasta el punto de convertirse el mismo en
«pecado», en maldición de la ley en la cruz, y de compartir el destino de los perdidos (cf. 2
Cor 5, 21; Gal 3, 13). Atrajo a los pecadores, les hizo participes de sus bienes y así les
mostró que era la «santidad»: no separación, sino reunión; no condena, sino amor redentor.
¿No es acaso la Iglesia la continuación de esta encarnación de Dios en la miseria humana?
¿No es la continuación de la participación de Jesús en la misma mesa con los pecadores?
¿No es la prosecución de su contacto con la miseria del pecado, hasta llegar casi a sucumbir
en él? Frente a las expectativas humanas de lo puro, ¿no se revela en la santidad pecadora
de la Iglesia la auténtica santidad de Dios, el amor que no guarda la distancia aristocrática
de lo puro y lo inaccesible, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para acabar con
ella? ¿Puede ser la santidad de la Iglesia algo más que soportarse mutuamente porque
Cristo nos ha soportado a todos?

Confieso que la santidad pecadora de la Iglesia tiene para mí algo consolado. ¿No
nos desalentaríamos ante una santidad inmaculada que sólo actuara en nosotros juzgando y
abrasando? ¿Quién se atreverá a decir que no necesita que nadie le soporte, más aún, que le
porte?
Introducción al cristianismo 30

El que vive porque otros le soportan, ¿cómo va a negarse a soportar a los demás? El
único don que puede ofrecer, el único consuelo que le queda, ¿no es soportar a otros como
a él mismo se le soporta? En la Iglesia, la santidad empieza soportando y acaba portando, y
claro, cuando se deja de soportar se deja también de portar, y entonces la existencia se
vuelve inconsistente y se queda sin contenido. El cristiano reconoce que la autarquía es
imposible y la debilidad de lo propio. Cuando la crítica a la Iglesia es amarga como la bilis
y empieza a convertirse en burla, lo que ahí se esconde es orgullo. A eso se une
normalmente un gran vacío espiritual que ya no ve en la Iglesia nada propio y peculiar, sino
solo una institución con miras políticas. Se tacha a su organización de lamentable y brutal,
como si lo peculiar de la Iglesia fuera la organización y no el consuelo de la palabra y de
los sacramentos, que conserva incluso en sus días más aciagos. Los verdaderos creyentes
no dan demasiada importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas,
pues viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si alguien quiere saber lo que es la Iglesia,
que entre en ella. Pues la Iglesia no está sobre todo donde se organiza, se reforma o se
gobierna, sino en los que creen con sencillez y reciben en ella el don de la fe, que para ellos
es vida. Sólo sabe qué fue en la Iglesia de antes y qué es la Iglesia de ahora el que ha
experimentado cómo la Iglesia sitúa al hombre por encima de sus formas y servidumbres, y
cómo es para él patria y esperanza, patria que es esperanza, Camino que lleva a la vida
eterna.

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