Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Antología Textos Intro A Cristianismo, Ratzinger
Antología Textos Intro A Cristianismo, Ratzinger
Joseph Ratzinger
Selección de textos
Ediciones Sígueme
Salamanca, 2013
Tabla de contenido
YO CREO…AMÉN................................................................................................................................................3
LA FE COMO PERMANECER Y COMPRENDER.................................................................................................3
LA RAZÓN DE LA FE........................................................................................................................................5
«CREO EN TI».................................................................................................................................................7
DIOS UNO Y TRINO............................................................................................................................................ 9
LA RELACIÓN RETROSPECTIVA CON LO BÍBLICO Y EL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA CRISTIANA...................9
JESUCRISTO SEGÚN LA PROFESIÓN DE FE...........................................................................................12
La imagen de Cristo en la confesión de fe....................................................................................................12
La cruz como punto de partida de la confesión de fe..................................................................................13
ESTRUCTURAS DEL CRISTIANISMO...............................................................................................................15
El Principio «Para».......................................................................................................................................15
La ley de la sobreabundancia.......................................................................................................................16
CRISTO CRUCIFICADO..................................................................................................................................19
«PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO»....................19
Justificación y gracia....................................................................................................................................19
DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS......................................................................................................................23
Creo en el Espíritu Santo..................................................................................................................................27
¿LA IGLESIA SANTA?.....................................................................................................................................27
Introducción al cristianismo 3
YO CREO…AMÉN
El marxismo, sin embargo, ha sido quien ha hecho el mayor esfuerzo hasta ahora
para subordinar la actitud de fe a la del saber factible, ya que aquí el faciendum, el futuro
que se crea a sí mismo, representa a la vez el sentido del hombre de tal forma que la
aportación de sentido que se realiza en la fe o que ella asume, parece transferirse al plano
de lo factible. Llegamos así, sin duda alguna, a la última consecuencia del pensar moderno;
a primera vista parece afortunada la idea de incluir por completo el sentido del hombre en
lo factible, más aun, de identificarlo con él. Pero al estudiarla más a fondo, vemos que el
marxismo tampoco ha logrado la cuadratura del círculo. Porque no puede hacer que lo
factible se perciba como sentido, sino solo prometer que es así y que la fe sea la que decida.
Lo que hace tan atractiva y accesible la fe marxista es esa impresión de armonía con el
saber factible que pone de manifiesto.
Tras esta breve digresión, volvamos a nuestro problema, que podemos sintetizar en
esta cortísima pregunta: ¿Qué es propiamente la fe? Y nuestra respuesta es: la fe es la forma
de situarse firmemente el hombre ante toda la realidad, forma que no se reduce al saber ni
que el saber puede medir; es la orientación sin la que el hombre sería un apátrida, la
orientación que precede a todo calculo y a toda acción humana, y sin la que le sería
imposible calcular y actuar, porque eso solo puede hacerlo en virtud de un sentido que lo
sostiene. De hecho, el hombre no solo vive del pan de lo factible; como hombre, y en lo
más propio de su ser humano, vive de la palabra, del amor, del sentido. El sentido es el pan
Introducción al cristianismo 5
Por eso, no puede negarse que la fe cristiana constituya una doble afrenta a la
actitud predominante hoy en el mundo. Como positivismo y fenomenologismo, nos invita a
limitarnos a lo «visible», a lo «aparente» en el más amplio sentido de la palabra; nos invita
a extender la actitud metódica fundamental, a la que las ciencias naturales deben sus
resultados, a la totalidad de nuestra relación con la realidad. Y come techné nos exige de
nuevo confiar en lo factible, esperando que sea el suelo que nos soporte. El primado de lo
invisible sobre lo visible, del recibir sobre el hacer, discurre en sentido totalmente opuesto a
esa situación fundamental. Por eso es hoy tan difícil dar el salto a la confianza en lo
invisible. Y con todo, la libertad del hacer y la de aceptar lo visible por a investigación
metódica se hacen posibles por el carácter provisional que la fe cristiana otorga a ambos y
por la jerarquía que así se inicia.
Introducción al cristianismo 6
LA RAZÓN DE LA FE
Quien reflexione sobre esto, pronto se dará cuenta de que la primera y la última
palabra del credo («creo» y «amén») se entrelazan entre sí, abarcan todos los demás
enunciados y constituyen el contexto de cuanto hay entre ellas. La doble resonancia de
«creo» y «amén» muestra el sentido del conjunto, el movimiento espiritual que nos ocupa.
Ya hemos dicho que el término «amén» procede de la misma raíz de la que se deriva «fe».
«Amen» expresa a su modo lo que significa creer: permanecer firme y confiadamente en el
fundamento que nos sostiene, no porque yo lo haya hecho y examinado, sino justamente
porque ni lo he hecho ni puedo examinarlo. Expresa la entrega de sí mismo a lo que
nosotros no podemos ni tenemos que hacer, la entrega de sí mismo al fundamento del
mundo como sentido que me ofrece antes que nada la libertad del hacer.
Esto no significa que lo que aquí sucede sea ponerse a ojos cerrados en manos de lo
irracional. Al contrario, es acercarse al «logos», a la ratio, al sentido y por tanto a la verdad
misma, ya que el fundamento en el que se apoya el hombre no puede ni debe ser, a fin de
cuentas, más que la verdad. Llegamos de este modo a un punto en el que por lo menos
sospechamos una última antítesis entre la fe y el saber de lo factible. Ya hemos visto que el
saber de lo factible ha de ser necesariamente positivista, porque así lo ha querido; tiene que
limitarse al dato, a lo mensurable. La consecuencia es clara: no busca la verdad. Consigue
sus objetivos renunciando a la cuestión de la verdad en sí misma y quedándose en la
«exactitud» y en la «coherencia» del sistema, cuyos planes hipotéticos deben conservarse
en el experimento. El saber factible no se pregunta, digámoslo una vez más, como son las
cosas en sí y para sí, sino cual es la función que tienen para nosotros. El paso al saber
factible se da cuando el ser ya no se considera en sí mismo, sino en función de nuestra obra.
Esto supone que, al dejar de preguntarse por la cuestión del ser y al transmutarse en el
factum y faciendum, se cambia totalmente el concepto de verdad. La verdad del ser en si no
es ya lo que importa, si no la utilidad de las cosas para nosotros, que se confirma en la
exactitud de los resultados. Es obvio e incontestable que sólo esta exactitud se nos brinda
como posibilidad de cálculo, mientras que la verdad del ser mismo escapa al saber cómo
cálculo.
fe, se muestra la red de coordenadas en las que la fe cristiana considera al mundo y se sitúa
entre él.
Por otra parte, es propio de la inteligencia el superar cada día más nuestra
comprensión hasta llegar al conocimiento de nuestro ser comprehendidos. Pero si entender
es comprender nuestro ser comprehendidos, esto significa que todavía no podemos
comprehenderlo; sólo tiene sentido para nosotros cuando nos comprehende. En este sentido
podemos hablar con rigor del misterio del fundamento que nos precede, que siempre nos
supera, que nunca podemos alcanzar ni superar. Pero precisamente en el ser
comprehendidos por lo que no puede ser comprendido está la responsabilidad de la
comprensión sin la que la fe sería cosa despreciable y quedaría destruida.
Introducción al cristianismo 8
«CREO EN TI»
Como hemos vista antes, esto no nos libra de pensar. ¿Eres tú de verdad el que ha de
venir?: esto es lo que, en un momento oscuro y angustioso, pregunto Juan el Bautista, es
decir, el profeta que mandó a sus discípulos a Jesús de Nazaret, el profeta que dijo de él que
era el más grande, el que sólo podía ayudar a preparar los caminos del Señor. ¿Eres tú el
profeta? ¿Lo eres realmente? El creyente vivirá siempre en esa oscuridad que crea a su
alrededor, como prisión de la que no puede huir, la oposición del que no cree. La
indiferencia del mundo, que sigue adelante como si nada hubiera sucedido, parece ser solo
una burla de sus esperanzas. ¿Lo eres realmente? A hacernos estas preguntas nos obliga la
honradez del pensamiento y la responsabilidad de la razón, y también la ley interna del
amor que quisiera conocer más y más a aquel a quien ha dado su sí para poder amarle más
y más. ¿Lo eres realmente? Todas las reflexiones de este libro tienen que ver con esta
pregunta y giran en torno a la forma fundamental de la confesión: yo creo en ti, Jesús de
Nazaret, como sentido («Logos») del mundo y de mi vida.
Introducción al cristianismo 9
La importancia que, por encima de la cristología, tiene todo esto para explicar el
sentido y el significado del hecho de ser cristiano, se ve con claridad cuando Juan
extiende estas ideas a los cristianos, que proceden de Cristo. Pues entonces se ve que se
sirve de la cristología para explicar lo que atañe a los cristianos. Y aquí volvemos a ver la
misma interpenetración de las dos series de enunciados anteriores. Paralelamente a la
formula «el Hijo no puede hacer nada por sí mismo», que explica la cristología como
doctrina de la relación del concepto Hijo, dice de los que pertenecen a Cristo, de los
discípulos: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). La existencia cristiana está
presidida, pues, por la categoría de relación. Y al enunciado de Cristo «El Padre y yo
somos uno», le corresponde esta oración: «para que todos sean uno, como nosotros somos
uno» (Jn 17, 11.22). Respecto a la cristología hay una diferencia que cabe resaltar: de la
unidad de los cristianos no se habla en indicativo, sino en forma de petición.
mismo y por eso es uno con el Padre; es exactamente igual al Padre porque él no es nada
junto a él, porque no se atribuye nada propio que solo fuera el, porque no tiene nada que
le contraponga al Padre, porque no tiene ningún espacio reservado donde el realice lo
suyo propio. La lógica es implacable: como no hay nada por lo que él es sencillamente él,
como no es un privatim delimitado, coincide plenamente con el Padre, es «uno» con él. La
palabra «Hijo» quiere expresar la totalidad de esta unión. Para Juan, «Hijo» significa ser-
que-viene-de-otro. Con esta palabra define el ser de ese hombre como un ser que viene de
otros y para otros, como un ser que está totalmente abierto por ambos lados a los demás,
como un ser que no conoce ningún espacio reservado al puro yo. Es claro, pues, que el ser
de Jesús como Cristo es un ser completamente abierto, un ser «de» y «para», que no se
queda en sí mismo y que no consiste en sí mismo. Y, por tanto, es también claro que este
ser es pura relación (no sustancialidad) y, como pura relación, es pura unidad.
Todo lo que hemos dicho de Cristo puede aplicarse a los cristianos. Ser cristiano
significa para san Juan ser como el Hijo, ser hijo, no quedarse, pues, en sí mismo ni
consistir en sí mismo sino vivir radicalmente abierto al «de» y al «para». Porque el
cristiano es «Cristo», vale también para él. En tales expresiones verá lo poco cristiano que
es.
…
A mi juicio, es importante notar que la doctrina de la Trinidad se convierte en
afirmaciones existenciales, como que la relación, que es pura unidad, se refleja también en
nosotros. La esencia de la persona trinitaria consiste en ser pura relación y absoluta unidad.
Es claro que no hay contradicción entre ambas cosas. Ahora entenderemos mejor que el
«átomo», el cuerpo indivisible más pequeño que existe, no es el que tiene mayor unidad; la
unidad pura acontece en el espíritu e incluye la referencia al amor. La confesión de la
unicidad de Dios no es menos radical en el cristianismo que en otras religiones
monoteístas. Es más, sólo en él adquiere toda su grandeza. La esencia de la realidad
cristiana consiste en recibir la existencia y vivir la vida como referencia, para alcanzar la
unidad que es el fundamento que sostiene lo real. La doctrina trinitaria, pues, bien
entendida, puede convertirse en el eje de la teología y el pensamiento cristianos, de donde
se deducirá todo lo demás.
Volvamos al Evangelio de san Juan, que una vez más nos presta una ayuda decisiva.
La orientación antes esbozada ofrece los rasgos dominantes de su teología. Pero esta
aparece también, junto con la idea del Hijo, en otros dos conceptos cristológicos de los que
nos vamos a ocupar brevemente: la «misión» y la designación de Jesús como «palabra»
(Logos) de Dios. También aquí la teología de la misión es teología del ser como Relación y
de la relación como forma de unidad. Según un conocido adagio del judaísmo tardío, ¡“el
enviado es como el que envía! Para san Juan, Jesús es el enviado del Padre en quien se
realiza todo lo que los demás sólo podían conseguir asintóticamente; él es el enviado que
representa al Padre sin interponer nada propio. Y por ser verdadero enviado, es uno con el
Introducción al cristianismo 11
que lo envía. El concepto de misión explica el ser como “que viene de” y “para”; se concibe
una vez más como apertura sin reservas. Juan aplica esto también a la existencia cristiana
cuando dice: “Como el Padre me envió, así os envió yo a vosotros” (Jn 20,21; cf. 13, 20;
17,18). Al dar a la existencia la categoría de misión, tanto el “venir de” como el “para”
vuelven a explicarse como referencia y, por tanto, como unidad.
Completo lo dicho con un texto de san Agustín que recalca mucho lo que hemos
apuntado. Está en su comentario al evangelio de Juan y comenta el versículo 16 del capítulo
7: “doctrina mea non est mea” - mi doctrina no es mía, si no del Padre que me envía. Con
este enunciado paradójico explica san Agustín la paradoja de la imagen de Dios en la
existencia cristiana. Se pregunta primero si no es un contrasentido, una negación de las
reglas elementales de la lógica, decir “mi doctrina no es mía”. Pero luego se pregunta ¿qué
es propiamente esa doctrina de Jesús, que es suya y a la vez no lo es? Jesús es “palabra” y,
por eso, su doctrina es él mismo. Si se vuelve a leer el texto desde esta perspectiva, dice: yo
no soy mi puro yo; yo no soy mío, sino que mí yo es de otro. Así, desde la cristología
llegamos a nosotros mismos: “Quid tan tuum quam tu? ¿Quid tan non tuum quam tu? “
(¿Qué tan tuyo como tú? ¿Qué tan no tuyo como tú?). Lo más propio, lo que en último
término nos pertenece, nuestro propio yo, es al mismo tiempo lo menos propio, porque no
lo hemos recibido ni de nosotros ni para nosotros. El yo es a la vez lo que tengo y lo que
menos me pertenece. El concepto de la pura sustancia, de lo que subsiste en sí mismo,
queda, pues, destruido y, al mismo tiempo, se deja claro que un ser que realmente se
entiende, comprende que en su ser mismo no se pertenece, que sólo llega a ser el mismo
cuando sale de sí mismo y vuelve a percibir que por su propio origen es referencia a los
demás.
Ferdinand Kattenbusch, gran estudioso del símbolo apostólico, ilustró con acierto
este hecho con un ejemplo de su tiempo (1897). Lo compara con la expresión “el
emperador Guillermo”. Entre emperador y Guillermo hay una relación tan estrecha, que
la palabra emperador forma ya parte del nombre, aunque todo el mundo sabe que no es
un nombre, sino que indica una función. Pues bien, algo parecido es lo que pasa con
“Jesucristo”, un nombre que se ha formado convirtiendo el título Cristo en una parte del
nombre singular con que designamos a un individuo de Nazaret. Esta unión de título y
nombre refleja algo muy distinto de lo que sucede en los innumerables olvidos de la
historia. Porque esta unión muestra el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús
realizada por la fe. Este es justamente el enunciado auténtico de la fe porque afirma
propiamente que en ese Jesús ya no cabe distinguir entre oficio y persona, que esa
distinción sería sencillamente contradictoria, porque la persona es el oficio y el oficio es
la persona. Ya es imposible separarlos, ya es imposible que tanto lo privado como el yo
que puede esconderse tras sus manejos y acciones pongan condiciones y que alguna vez
pueda «estar fuera de servicio». Aquí no existe el yo separado de la obra, porque el yo es
la obra y la obra el yo.
Desde esta perspectiva, ni la doctrina ni las obras de Jesús son importantes en cuanto
tales, sino que basta el puro hecho, si ese hecho abarca toda la realidad de la persona que,
como tal, es su doctrina, si coincide con su obra y si tiene en ella su particularidad y
singularidad irrepetibles. Así pues, la fe cristiana, es decir, la fe en Jesús como Cristo es
verdadera “fe personal”. Partiendo de aquí, podemos saber lo que significa. La fe no
consiste en aceptar un sistema, sino en aceptar a una persona que es su palabra. La fe es
aceptar la palabra como persona y la persona como palabra.
Un paso más que, remontando el credo apostólico, nos lleve hasta el origen de la
confesión de fe cristiana, iluminará cuanto hemos dicho. Hoy podemos afirmar con cierta
seguridad que el origen de la fe en Jesús como Cristo, es decir, el origen de la fe
«cristiana» está en la cruz. El propio Jesús no se proclamó directamente como Cristo
(«Mesías»). Esta afirmación, que puede parecer un poco extraña, se deduce con cierta
claridad de las desavenencias entre los historiadores, muy a menudo desconcertantes. No
se la puede esquivar cuando se critica justamente el apresurado proceso de sustracción que
la investigación actual ha puesto en marcha, y que afirma que Jesús no se proclamó
Introducción al cristianismo 14
abiertamente como Mesías (Cristo) y que fue Pilato quien lo proclamó rey de los judíos,
Mesías y Cristo, al atender la petición de los judíos y escribir y colgar de la cruz el motivo
de la condena en todas las lenguas entonces conocidas. Esta inscripción con el motivo de
la sentencia, la condena a muerte de la historia, se transformó paradójicamente en unidad,
en «confesión», en punto de partida y en raíz de la que brotó la fe cristiana en Jesús como
Cristo.
El Principio «Para»
La fe cristiana promueve al individuo, pero no para sí mismo, sino para el todo. Por
eso la palabra “para” es la verdadera ley fundamental de la existencia cristiana. Por eso los
sacramentos básicos del cristianismo, centro de culto cristiano, explican la existencia de
Jesucristo como existencia “para muchos” “para vosotros”, como existencia abierta que,
por la comunión con el crea y hace posible la comunión con los demás.
Así interpretaron los Padres los brazos extendidos de Cristo en la cruz. Ese es para
ellos el gesto cristiano originario para orar, la actitud orante que con tanta emoción
contemplamos en las catacumbas. Esos brazos extendidos del Crucificado nos lo presentan
como orante, pero su oración ofrece al mismo tiempo una nueva dimensión que caracteriza
la glorificación cristiana de Dios. Los brazos abiertos significan la adoración porque nos
revelan la entrega total a los hombres, porque son el gesto del abrazo, de la hermandad
plena e indivisa. Al interpretar simbólicamente la cruz de Cristo, la teología de los Padres
afirmó que en la actitud cristiana de oración van indisolublemente unidas la adoración y la
hermandad, el servicio a los hombres y la glorificación de Dios.
Ser cristiano significa esencialmente pasar de ser para sí mismo a ser para los
demás. Esto explica también la idea de elección, que tan extraña nos resulta en la
actualidad. Elegir a alguien no significa que se le prefiera y se le separe de los demás, sino
introducirlo en la tarea común de que hemos hablado por eso, la decisión básica cristiana -
ser cristiano- supone dejar de girar en torno a uno mismo, alrededor del propio yo, y unirse
a la existencia de Jesucristo, consagrado al todo. Seguir la cruz no tiene nada que ver con
una devoción privada. Seguir la cruz supone, más bien, que el hombre deja atrás la
reclusión y la tranquilidad de su yo, crucificar el propio yo para salir de sí mismo, para
seguir las huellas del Crucificado y existir para los otros.
En general, las grandes figuras de la historia de la salvación, que son también las
grandes figuras del culto cristiano, son una forma de expresar el principio «para».
Pensemos en la imagen del Éxodo («salida»), que desde Abrahán y pasando por el clásico
éxodo de la historia de la salvación, constituye la idea fundamental que preside la
existencia del pueblo de Dios y de todo lo suyo. Todos están llamados a prolongar el éxodo
saliendo de sí mismos. Lo mismo sucede con la idea de pascua, en la que la fe cristiana
unió la cruz y el misterio de la resurrección de Jesús con la idea de éxodo de la antigua
alianza.
Introducción al cristianismo 16
Juan expresó todo esto con una imagen tomada del reino vegetal. Así, el horizonte
que antes se limitaba a lo antropológico y a lo histórico-salvífico, se extiende ahora también
a lo cósmico; la estructura de la vida cristiana refleja el sello característico de la creación:
«En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece
solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).
También en lo cósmico vive la ley de que la vida nace de la muerte, del abandono
de uno mismo. Lo que nos dice, pues, la creación, se realiza en el hombre y finalmente en
Jesucristo, el hombre ejemplar. La auténtica vida empieza cuando se asume la suerte del
grano de trigo, cuando uno vive la vida como ofrenda, cuando uno se abre, cuando uno se
pierde a sí mismo. Los datos de la historia de las religiones, que en este punto coinciden
con el testimonio bíblico, nos autorizan a afirmar que el mundo vive por el sacrificio. Los
mitos que nos cuentan que el cosmos se formó a consecuencia de un sacrificio original, que
vive del sacrificio y que se sustenta en él, conservan su verdad y validez. Estas imágenes
míticas ilustran el principio del éxodo cristiano: “Quien ama su vida la pierde; y quien odia
su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna” (Jn 12, 25; cf. Mc 8,35 par.).
Digamos, por último, que no basta con que el hombre salga de sí. El que sólo quiere
dar y no está dispuesto a recibir; el que sólo quiere ser para los demás y no está dispuesto a
reconocer que también él vive del sorprendente e inmerecido don del “Para” de los demás,
ignora la configuración fundamental del ser humano y destruye el verdadero sentido del
“para los demás”. Si la superación de sí mismo quiere ser realmente provechosa, necesita
recibir algo de los otros y, en definitiva, del Otro, que es el auténtico otro de toda la
humanidad y que a la vez es el plenamente uno con ella: Jesucristo, el Dios hecho hombre.
La ley de la sobreabundancia
Si alguien no se siente satisfecho con esta observación general, sólo tiene que leer
los versículos siguientes del sermón del monte (Mt 5, 21-48), para verse inmerso en un
sorprendente examen de conciencia. Porque esos versículos dejan bien claro que significa
tomar en serio algunos mandamientos del decálogo que parecen sencillos. Solo
explicaremos tres: «No matarás, no cometerás adulterio, no jurarás en falso».
Cuando uno se mira sólo por encima, todo parece fácil, tiene uno la impresión de
que todo está en regla. Al fin y al cabo, no he matado, no he cometido adulterio y no he
Introducción al cristianismo 17
jurado en falso. Pero cuando Jesús profundiza y lleva hasta el final estas exigencias, vemos
que el hombre si ha hecho todas esas cosas cuando es rencoroso, cuando odia, cuanto tiene
envidia, cuando codicia, cuando no perdona. Vemos cómo el hombre parece justo, pero en
realidad participa en todas esas cosas. Vemos claramente lo mucho que está implicado el
hombre, que parece justo, en todo eso que compone la injusticia del mundo. Cuando leemos
seriamente el sermón del monte, vemos lo que le pasa a todo el que deja la apología de un
partido y se sitúa en la realidad. Entonces esa bella distinción blanco-negro con que se suele
dividir a los hombres, se convierte en el gris de un crepúsculo generalizado. Es evidente
que no hay ningún hombre que sea blanco o negro y, a pesar de que hay matices suficientes
para formar una escala, todos están como entre dos luces. O sea, podemos decir que cuando
se examinan las diferencias morales de los hombres desde un punto de vista
“macroscópico” pueden parecernos totales, pero si las consideramos de un modo cuasi-
microfísico o cuasimicromoral, el resultado es muy distinto, porque vemos que esas
diferencias empiezan a ser dudosas y se deja de hablar inmediatamente de sobreabundancia
de justicia.
Para la Biblia, los límites de la justicia y del poder humano en general expresan la
referencia del hombre al don incuestionable del amor inmenso que se abre al ser humano -y
así se abre este a sí mismo-, sin el que el hombre quedaría aprisionado en su «justicia» y no
justificado. Solo el que acepta el don puede volver a sí mismo. Pero contemplar la
“justicia” del hombre nos remite a la justicia de Dios, cuya plenitud es Jesucristo. Él es la
justicia de Dios que supera ampliamente lo que tiene que hacer, que no calcula, sino que
sobreabunda verdaderamente; él es el sin-embargo de su amor infinito, con el que vence
infinitamente el pecado del hombre.
No comprendería absolutamente nada el que dedujese que todo lo que hemos dicho
supone un desprecio del hombre y dijese: las cosas son como son y no tiene sentido que el
hombre trate de ser justo y perfecto ante Dios. Nuestro no ha de ser rotundo. A pesar de lo
que hemos dicho, la exigencia del exceso sigue en pie, aunque el hombre no pueda
conseguir la plena justicia. Pero ¿no es contradictorio? ¿Qué significa todo esto? pues, en
pocas palabras, significa que quien todavía no es cristiano hace sus cálculos para ver que
debe hacer para hacer lo suficiente y con sus artimañas casuísticas quedarse tranquilo. El
que calcula dónde acaba el deber y cómo se puede hacer más mediante un opus
supererogatorium, ese no es cristiano sino fariseo. Porque ser cristiano no es aceptar un
Introducción al cristianismo 18
Por su carácter eucarístico, ambos relatos tienen que ver con Cristo y a él apuntan:
Cristo es el infinito auto-derroche de Dios.
A quien es calculador le parece absurdo que Dios sea generoso con el hombre.
Únicamente quien ama es capaz de entender lo absurdo del amor. La ley del amor es la
entrega, sólo cuando es excesivo es suficiente. Si es cierto que la creación vive del exceso,
si el hombre es un ser para quien el exceso es necesario, ¿nos puede extrañar que la
revelación será puro exceso y que, por tanto, sea lo necesario, lo divino el amor que da
sentido al universo?
Introducción al cristianismo 19
CRISTO CRUCIFICADO
«PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO,
MUERTO Y SEPULTADO»
Justificación y gracia
¿Qué lugar tiene la cruz en la fe en Jesús como Cristo? Esta es la cuestión que nos
plantea este artículo de la fe. Nuestras reflexiones anteriores nos suministran ya los
elementos esenciales para dar una respuesta, lo único que tenemos que hacer ahora es
articularlos. Como ya hemos dicho, la conciencia cristiana en general está condicionada en
este punto por la concepción de Anselmo de Canterbury que ya expusimos brevemente.
Para muchos cristianos, sobre todo para los que conocen la fe de lejos, la cruz es una pieza
del mecanismo de un derecho violado que tiene que restablecerse. Es el modo de
restablecer, con una expiación infinita, la justicia de Dios, infinitamente ofendida. La cruz
es, pues, la expresión de una actitud que mantiene un perfecto equilibrio entre el deber y el
tener, pero al mismo tiempo uno piensa por dentro que ese equilibrio es una verdadera
ficción. Porque lo que se hace es dar con la mano izquierda lo que se ha recibido
solemnemente con la derecha. Una doble y misteriosa luz ilumina la “expiación infinita”
que Dios parece exigir. Los devocionarios nos presentan un Dios cuya severa justicia exigió
el sacrificio de un hombre, el sacrificio de su propio Hijo. Pero, a la vez, nos apartamos
con temor de una justicia cuya ira tenebrosa nos hace increíble el mensaje del amor.
Esta concepción está muy extendida, pero también está muy equivocada. La Biblia
no nos presenta la cruz como una pieza del mecanismo del derecho que ha sido violado. La
cruz, en la Biblia, es más bien expresión de un amor radical que se entrega por completo, el
hecho en que uno es lo que hace y hace lo que es; expresión de una vida que es ser
totalmente para los demás. Quien observe atentamente, verá que la teología bíblica de la
cruz es una revolución frente a las ideas de expiación y redención de la historia de las
religiones no cristianas, pero no podemos negar que la conciencia cristiana posterior la han
neutralizado y muy pocas veces ha percibido todo su alcance.
religiones. El Nuevo Testamento no nos dice, como cabría esperar, que los hombres han
expiado ante Dios, porque al fin y al cabo ellos son los que han pecado, no Dios. Lo que
dice es: “Era Dios el que reconciliaba consigo al mundo en Cristo” (2 Cor 5, 19). Algo
realmente nuevo e inaudito, puno de partida de la existencia cristiana y médula de la
teología neo-testamentaria de la cruz, que nos dice que Dios no espera a que los hombres
vayan a reconciliarse con él, sino que va hacia ellos y los reconcilia. Esto es el verdadero
sentido de la encarnación y de la cruz.
Para seguir adelante, debemos ensanchar nuestra pregunta y tratar de aclarar dónde
radica el sentido que el nuevo Testamento da a la cruz. Empecemos reconociendo que para
los discípulos de Jesús sería el rey que reinaría para siempre, y de repente vieron que eran
compañeros de un ajusticiado. La resurrección les convenció de que Jesús era
verdaderamente rey y solo poco a poco fueron entendiendo el significado de la cruz. La
Escritura, es decir, el Antiguo Testamento les ayudó a reflexionar, y fueron conceptos e
imágenes veterotestamentarias las que les sirvieron para empezar a entender lo ocurrido.
Introducción al cristianismo 21
Los textos litúrgicos y las profecías les convencieron de que lo que estaba
anunciado se había cumplido en Jesús; a partir de ahí, podía cambiar radicalmente la
comprensión de todo lo que había sucedido. Esta es la razón de que el Nuevo
Testamento explique la cruz utilizando, entre otros, los conceptos de la teología del culto
del Antigua Testamento.
Quizás sea este el artículo de la fe que más nos choca hoy. Nos sentimos muy
inclinados a practicar aquí la desmitologización, como en el nacimiento de Jesús de la
Virgen Maria y la ascensión del Señor, pues no parece que corramos ningún peligro ni
escandalicemos a nadie. Los pocos textos bíblicos que parecen referirse a este tema ( I Pe 3,
19s; 4, 6; Ef 4, 9; Rom 10, 7; Mt 12, 40; Hech 2, 27, 31) son tan difíciles de entender que se
les puede interpretar fácilmente en muchos sentidos.
Si prescindimos por tanto de este enunciado, nos parece que nos hemos librado de
algo raro y difícil de conciliar con nuestro modo de pensar, sin que por ello nos sintamos
particularmente infieles o culpables. ¿Pero qué ganamos con ello? ¿Eliminamos la
dificultad y la obscuridad de lo real? Cuando alguien se quiere quitar de encima un
problema, tiene dos salidas: o planteárselo o negar que exista. Lo segundo es más cómodo,
pero solo lo primero nos permite seguir adelante. ¿No sería mejor, en vez de negar el
problema, ver qué nos dice este artículo de la fe que está relacionado con el sábado santo,
que está tan próximo a nosotros y que refleja en gran medida la experiencia del siglo XX?
Este artículo del símbolo me recuerda siempre dos escenas de la tradición bíblica.
La primera es el terrible relato del Antigua Testamento en que Elías exige a los sacerdotes
de Baal que su dios haga bajar fuego que consuma el sacrificio. Los sacerdotes suplican a
Baal, pero este no responde. Y entonces Elías, como cualquier racionalista, se ríe de unos
hombres piadosos que no consiguen lo que piden en su oración: «¡Gritad bien fuerte! Baal
es dios, pero quizás este ocupado con negocios y problemas, o este de viaje; tal vez este
dormido y se despertará» (l Re 18, 27).
Al leer este relato, al ver cómo Elías se burla de los sacerdotes de Baal, nos parece
que estamos en la misma situación, que se burlarán de nosotros. Parece que no hay grito
que pueda despertar a Dios. Parece que tiene razón el racionalista cuando nos dice que
gritemos más, que puede que nuestro Dios esté dormido. “Descendió a los infiernos”: he
aquí la verdad de esta hora nuestra, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la
ausencia.
Hablemos asimismo del relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), que
también tiene que ver con este tema, junto con la historia de Elías y la narración neo-
testamentaria en que el Señor duerme plácidamente en medio de la tempestad (Mc 4, 35-41
Introducción al cristianismo 24
par.). Los discípulos están asustados y comentan que su esperanza ha muerto. Para ellos es
como si Dios mismo hubiera muerto. Se ha extinguido la llama por la que Dios parecía
haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios y no queda más que vacío. No hay nada que
responda. Pero mientras hablan así de la muerte y parece que ya no pueden ver a Dios, no
se dan cuenta de que esa misma esperanza está viva en medio de ellos, de que «Dios» o,
mejor, la idea que poseían de sus promesas tenían que morir para volver después con más
vida. Debían derribar la imagen que se habían hecho de Dios para, desde esas ruinas, poder
contemplar el cielo ya aquel que es infinitamente más grande. Así lo expresó Eichendorff
con el lenguaje tierno, algo ingenuo quizás para nosotros, de su tiempo:
El artículo de la fe sobre el descenso a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana
habla del Dios de la palabra, pero también del Dios del silencio. Dios no es tan sólo la
palabra comprensible, es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e
incomprensible que se nos escapa. Sabemos que en el cristianismo prima el Logos, la
palabra sobre el silencio.
Dios ha hablado, Dios es palabra. Pero eso no nos ha de hacer olvidar que el
ocultamiento permanente de Dios también es verdad. Sólo si lo experimentamos como
silencio podremos tener la esperanza de escuchar un día su palabra, que brota del silencio.
La cristología pasa por la cruz, el momento en que el amor de Dios se hace perceptible,
para sumergirse en la muerte, en el silencio y en el oscurecimiento de Dios. ¿Nos puede
extrañar, entonces, que algún día le llegue a la Iglesia ya nosotros la hora del silencio, ese
artículo de la fe tan olvidado y marginado, el «descenso» a los infiernos?
¿Tenemos aún que preguntarnos qué significa adoración en nuestra hora de tinieblas?
¿Puede ser algo distinto de ese grito que sale del fondo, junto con el señor que ha
“descendido a los infiernos” y ha hecho a Dios presente en medio del abandono de Dios?
Sigamos reflexionando un poco más para penetrar en este poliédrico misterio, que
no ha de aclararse desde una sola perspectiva. Tengamos presente, en primer lugar, una
constatación exegética. Sabemos que la palabra “infierno” traduce incorrectamente sheol
(hades, en griego), término con el que los judíos designaban el estado de ultratumba. Nos lo
imaginamos, de forma muy imprecisa, como una especie de existencia tenebrosa, más
como no-ser que como ser. Sin embargo, la proposición sólo significaba que Jesús entró en
el sheol, es decir, que murió. Puede que esto sea verdad, pero aun así todavía queda por
resolver el problema de si el asunto es por eso más fácil y menos misterioso. A mi juicio, el
problema que ahora realmente se plantea es el de qué es la muerte, qué pasa cuando uno
muere e ingresa en el reino de la muerte. Ante este problema debemos reconocer nuestro
desconcierto, ya que ninguno sabemos que es la muerte, todos vivimos de este lado de ella
y ninguno de nosotros la ha experimentado. Pero quizás podamos aproximarnos a ella
desde este grito de Jesús en la cruz, en la que hemos visto el núcleo significativo del
descenso a los infiernos, la participación en el destino mortal de los hombres. Como en la
oración del Huerto de los Olivos, también en esta breve oración la medula de la pasión no
es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. Ahí se revela, en definitiva,
el abismo de la soledad del hombre, que está solo en lo más profundo de su ser. Esta
soledad, que de tantos modos se trata de ocultar, pero que es la situación real es que se
encuentra el hombre, es lo más contrario a su esencia, que nos dice que el hombre no puede
estar solo, que busca sin cesar la compañía. Por eso, la soledad es ese ámbito de angustia
propio del destino de un ser que está llamado a ser y que, sin embargo, le resulta imposible.
Pongamos un ejemplo que nos ilustre esta situación. Supongamos que un niño tiene
que atravesar un bosque en una noche oscura. Naturalmente, tendrá mucho miedo aunque
alguien le haya dicho que no tiene nada que temer, que nada Je puede asustar. Cuando se
encuentre solo en la oscuridad cuando se dé cuenta de que esta radicalmente solo, entonces
le vendrá el miedo, el verdadero miedo humano, que no es miedo a algo, sino miedo de sí
mismo. El miedo a algo es básicamente inofensivo y desaparece cuando se quita de en
medio el objeto lo causa. Se puede tener miedo de un perro rabioso, pero todo se arregla si
se va y se ata ese perro. Pero el miedo de que aquí se trata es mucho más profundo. Porque,
en su soledad más honda, el hombre no tiene miedo de algo concreto que pueda quitar de en
medio, sino que tiene miedo de la soledad, de la inquietud, de la inseguridad de su propio
ser, miedo que no puede superar racionalmente. Otro ejemplo: supongamos que alguien
tiene que velar toda la noche un cadáver. Puede que se sienta inquieto aun cuando puede
autoconvencerse de que ese miedo no tiene sentido, porque sabe muy bien que el muerto no
le puede hacer ningún daño y que estaría más inseguro si esa persona viviera. Pero este
miedo es de un orden radicalmente distinto. No es miedo a algo, sino miedo a quedarse solo
con la muerte, miedo a la soledad, miedo a la inseguridad de la existencia.
Ahora bien, ¿cómo superar este miedo si fracasa por completo el intento de probar
que es absurdo? El niño perderá el miedo cuando una mano lo agarre y lo guie, cuando
alguien le hable, es decir, perderá el miedo cuando sienta que está ahí, junto a él, alguien
que lo ama. Y el que vela al muerto dejara de tener miedo cuando haya alguien con él,
Introducción al cristianismo 26
cuando sienta la cercanía de un tú. La superación del miedo nos muestra una vez más en
que consiste esencialmente: es miedo a la soledad, mie-do a la angustia de un ser que solo
puede vivir con los demás. El miedo autentico del hombre no puede vencerse con la razón,
sino solo con la presencia de alguien que lo ama.
Una cosa es cierta: existe la noche, en cuyo aislamiento no penetra ninguna voz; hay
una puerta, la puerta de la muerte, por la que vamos pasando uno a uno. Todo el miedo que
hay en el mundo es, en definitiva, miedo a esta soledad. Por eso se comprende que en el
Antiguo Testamento sólo se utiliza una palabra para designar el infierno y la muerte, la
palabra sheol, porque para él ambas cosas son lo mismo. La muerte es pura y simplemente
soledad y el infierno es esa soledad en la que el amor no puede entrar.
Quizá desaparezca en gran parte el malestar que nos produce nuestra confesión de fe
en la Iglesia si tenemos en cuenta ese doble contexto. Hablemos también de lo que nos
preocupa hoy a este respecto, porque no hemos de disimular que tenemos la tentación de
decir que la Iglesia ni es santa ni católica. Incluso el Vaticano II se vio constreñido a hablar
no solo de la Iglesia santa, sino también de la Iglesia pecadora. Estamos tan convencidos
del pecado de la Iglesia, que si de algo hubiéramos de acusar al Vaticano II es justamente
de haber sido demasiado suave en este tema. Es verdad que a ello puede contribuir tanto la
teología de Lutero sobre el pecado, como algún prejuicio que procede de decisiones
dogmáticas anteriores. Pero lo que hace tan razonable a esta «dogmática» es que coincide
con nuestra experiencia. La historia de la Iglesia está tan llena de estas negativas, que
comprendemos la tremenda visión de Dante en la que veía cómo se sentaban en el cache de
la Iglesia las prostitutas de Babilonia. Y entendemos también las terribles palabras de
Guillermo de Auvernia (siglo XIII), que decía que tendríamos que echarnos a temblar al
comprobar la perversión de la Iglesia: «La Iglesia ya no es una novia, sino un monstruo
tremendo, salvaje y deforme».
Pero empecemos ante todo por los elementos objetivos. Como ya hemos dicho, la
palabra «santo» no se refiere en primer lugar a la santidad de las personas, sino al don
divino que regala la santidad en medio de la maldad humana. El símbolo no dice que la
Iglesia es «santa» porque todos y cada uno de sus miembros sean santos, es decir, personas
libres de pecado. Este ha sido un sueño permanente en la Iglesia, pero que no se refleja en
el símbolo, y muestra el anhelo constante del hombre de que se le dé un cielo y una tierra
nuevos que en este mundo no puede alcanzar. Las críticas más duras que se hacen a la
Iglesia de hoy nacen veladamente de este sueño. Mucha gente se siente defraudada, dan un
portazo y tildan a la Iglesia de mentirosa. Pero volvamos a nuestro tema. La santidad de la
Iglesia consiste en que, por pecador que sea el hombre, Dios tiene poder para hacerla santa.
El signo característico de la «nueva alianza» es que, en Cristo, Dios se ha unido a los
hombres, se ha dejado atar por ellos. La nueva alianza ya no reside en el cumplimiento
mutuo del pacto, sino que es un don de Dios, una gracia que sigue ahí a pesar de que el
Introducción al cristianismo 29
hombre sea infiel. Muestra cómo es el amor de Dios, un amor que no se deja vencer por la
incapacidad del hombre, sino que es siempre bueno con él, lo acepta continuamente como
pecador, lo transforma, lo santifica y lo ama.
Este rasgo inexorable, que acompaña sin cesar a los ideales humanos, se manifiesta
claramente en la crítica social actual y en las acciones en que se concreta. Por eso se
escandalizaban tanto los contemporáneos de Cristo al ver que a su santidad le faltaba el
aspecto judicial, pues no era ni fuego que caía sobre los indignos, ni permiso para que los
celosos arrancaran las malas hierbas que veían crecer. Al contrario, su santidad se mostraba
acercándose a los pecadores que venían a él, hasta el punto de convertirse el mismo en
«pecado», en maldición de la ley en la cruz, y de compartir el destino de los perdidos (cf. 2
Cor 5, 21; Gal 3, 13). Atrajo a los pecadores, les hizo participes de sus bienes y así les
mostró que era la «santidad»: no separación, sino reunión; no condena, sino amor redentor.
¿No es acaso la Iglesia la continuación de esta encarnación de Dios en la miseria humana?
¿No es la continuación de la participación de Jesús en la misma mesa con los pecadores?
¿No es la prosecución de su contacto con la miseria del pecado, hasta llegar casi a sucumbir
en él? Frente a las expectativas humanas de lo puro, ¿no se revela en la santidad pecadora
de la Iglesia la auténtica santidad de Dios, el amor que no guarda la distancia aristocrática
de lo puro y lo inaccesible, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para acabar con
ella? ¿Puede ser la santidad de la Iglesia algo más que soportarse mutuamente porque
Cristo nos ha soportado a todos?
Confieso que la santidad pecadora de la Iglesia tiene para mí algo consolado. ¿No
nos desalentaríamos ante una santidad inmaculada que sólo actuara en nosotros juzgando y
abrasando? ¿Quién se atreverá a decir que no necesita que nadie le soporte, más aún, que le
porte?
Introducción al cristianismo 30
El que vive porque otros le soportan, ¿cómo va a negarse a soportar a los demás? El
único don que puede ofrecer, el único consuelo que le queda, ¿no es soportar a otros como
a él mismo se le soporta? En la Iglesia, la santidad empieza soportando y acaba portando, y
claro, cuando se deja de soportar se deja también de portar, y entonces la existencia se
vuelve inconsistente y se queda sin contenido. El cristiano reconoce que la autarquía es
imposible y la debilidad de lo propio. Cuando la crítica a la Iglesia es amarga como la bilis
y empieza a convertirse en burla, lo que ahí se esconde es orgullo. A eso se une
normalmente un gran vacío espiritual que ya no ve en la Iglesia nada propio y peculiar, sino
solo una institución con miras políticas. Se tacha a su organización de lamentable y brutal,
como si lo peculiar de la Iglesia fuera la organización y no el consuelo de la palabra y de
los sacramentos, que conserva incluso en sus días más aciagos. Los verdaderos creyentes
no dan demasiada importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas,
pues viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si alguien quiere saber lo que es la Iglesia,
que entre en ella. Pues la Iglesia no está sobre todo donde se organiza, se reforma o se
gobierna, sino en los que creen con sencillez y reciben en ella el don de la fe, que para ellos
es vida. Sólo sabe qué fue en la Iglesia de antes y qué es la Iglesia de ahora el que ha
experimentado cómo la Iglesia sitúa al hombre por encima de sus formas y servidumbres, y
cómo es para él patria y esperanza, patria que es esperanza, Camino que lleva a la vida
eterna.