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Palabras nuevas

George Orwell
Palabras nuevas / George Orwell
Corrección / Gimena Riveros

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Introducción

Clavó su mirada en la enorme cara


encima de él. Le había llevado
cuarenta años aprender el tipo de
sonrisa que se escondía debajo de
ese mostacho oscuro. (...) Ya estaba
todo bien, el esfuerzo sufrido había
terminado. Había vencido sus
propios prejuicios. Ahora amaba al
Gran Hermano.

George Orwell, 1984

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Glaciares mentales y morales derritiéndose levemente
Delatan la influencia de su cálida intención.
Porque él nos enseñó lo que lo real significaba
El crudo invierno aferra a su presa con menos fuerza.

No todos agradecieron su ayuda, se entera uno,


Ya que cómo lo odiaron, quienes se agazapaban con
El consuelo de un rápido mito terapéutico
Contra el mundo frío y sus mentes más frías.

Morimos de palabras. Para las piedras angulares él


restableció
A la persona real, al suceso o a la cosa real;
-Y así vemos no la guerra sino el sufrir
Como la conjunción que debe ser más aborrecida.

Él compartió con un gran mundo, para fines más


grandes,
Esa honestidad, una curiosa y astuta virtud
Que compartes con los pocos que no han desertado.
Una docena de escritores, media docena de amigos.

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Un genio moral. Y la búsqueda de la verdad trae
A veces una estupidez que vemos de soslayo,
Como Darwin tocando el fagot a las plantas;
Él también tenía lapsos, pero no reclamaban alas.

Mientras aquellos que ahogan la parte empírica de


una verdad
En ditirambos o dogmas se tornan frenéticos
Comparados con quienes ningún escritor podría
ser menos poético
Él dejó esta lección para todo verso, todo arte.

Robert Conquest, George Orwell

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E
l derrotero ideológico e intelectual
de George Orwell tiene muchos
puntos altos. Casi nadie podría po-
ner en discusión la lucidez con que retrata
una época en 1984, o la manera tan meta-
fórica y a la vez tan certera de describir
un sistema político, como sucede con Re-
belión en la granja [Animal farm]. Ahora
bien, como antecedente fundamental de
toda su obra hay que hacer una demarca-
ción cronológica, biográfica, que nos debe
hacer entender su producción literaria:
George Orwell, en verdad Eric Arthur
Blair, era hijo de quien administraba el es-
purio negocio del opio en India, Robert
Walmsley. Convencido de las injusticias
que todo el tiempo perpetraba Inglate-

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rra hacia sus colonias, Orwell siempre se
mostró como un opositor a ese régimen.
Hoy en día, evocar a Orwell y vol-
ver a traer algunos de sus escritos al mapa
cultural, implica defender y describir cier-
tas ideas y formas de expresión que en
algunos casos pueden resultar chocantes,
pero que vistas con seriedad se traducen
en una herramienta para intentar cam-
biar el curso de la historia. Es necesario
destacar una doble capacidad propia del
escritor nacido en India en 1903. En pri-
mer lugar, poder mostrar con claridad los
puntos oscuros de cada sistema político
propuesto como alternativa en su época,
si tomamos por “época de Orwell” a los
años en los que pudo producir escritos:

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entre 1922 y 1949. Todos los “ismos” en
boga -comunismo, socialismo, fascismo,
stalinismo- siempre fueron atacados por
Orwell. En segundo término, ser capaz
de exhibir su propia postura, sin rodeos.
Criado en un momento críticamente im-
perialista, en una familia sostenida por el
padre, que cumplía servicio en la policía
británica, Orwell se encargó de redactar
numerosos ensayos contra el imperialis-
mo británico, valiéndose también de su
propia experiencia (siguió los pasos de
su padre entre 1922 y 1927 en la Indian
Imperial Police). En “Matar un elefante”1,
ensayo escrito en 1936, su ira antiimperia-
A co-

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lista no deja margen para la duda:

Ya había decidido que el imperialismo era


funesto y que cuanto antes renunciara a mi
trabajo y saliera de allí, mejor. (...) En un
puesto como ese uno ve de cerca el trabajo
sucio del Imperio. Los desgraciados prisio-
neros hacinados en las jaulas malolientes
de las cárceles, los rostros grises e intimi-
dados de los sentenciados a mucho tiempo
de prisión, las nalgas llagadas de los hom-
bres a quienes habían azotado con ramas
de bambú; todo eso me oprimía con una
intolerable sensación de culpa.

Nuevo mérito de Orwell: salir de


un sistema torturador del que había sido

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partícipe. Del mismo modo en que su
experiencia le había permitido detestar
el imperialismo, su visión anticipadora
le hizo observar los fatales objetivos del
stalinismo. Diferenciado de una izquierda
comunista que en un principio había sido
seducida por el líder soviético, Orwell
nunca pasó por una etapa tal. No se en-
marcó dentro de una “derecha” o una “iz-
quierda”, y eso lo diferencia del resto de
los pensadores. Nunca fue parte de apa-
ratos totalizadores. “La verdad sobre el
régimen de Stalin, afirma Orwell, es de
máxima importancia. ¿Es socialismo o
una forma particularmente depravada del
capitalismo de Estado?”.
La palabra, para Orwell, era el ins-

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trumento para llevar adelante toda políti-
ca, “en el sentido amplio de la palabra”.
En “Por qué escribo”2, ensayo escrito en
1946, Orwell marca como uno de los prin-
cipios fundamentales de la escritura el te-
ner propósitos políticos:

(...) Usando la palabra “político” en el sen-


tido más amplio posible. Deseo de llevar al
mundo en determinada dirección, influir
en el pensamiento de personas e impartir
nuestras ideas sobre el mundo por el que
hay que pelear. La postura según la cual el
arte no tiene nada que ver con la política es
en sí misma una actitud política.

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Los textos que presentamos en este
libro surgen de una inquietud editorial por
recuperar, en alguna medida, parte de este
pensamiento constante en el que política y
lenguaje se entrecruzan permanentemen-
te. A su vez, tenemos que resaltar, por lo
dicho anteriormente, la postura orwellia-
na, constante e insistente, contra todo na-
cionalismo; y simultáneamente, sus cruza-
das por lograr un uso correcto del idioma
inglés, como herramienta fundamental
para estimular y fomentar la creatividad
y formas alternativas de pensamiento. En
este sentido, uno de los textos, Palabras
nuevas, es un ensayo inédito de Orwell en
el que se postula la posibilidad (o necesi-

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dad) de crear un nuevo lenguaje, nuevos
términos, para referirse a determinados
conceptos o situaciones. El ejemplo que
da Orwell se puede extrapolar a muchos
ámbitos: si tenemos un sueño y luego que-
remos relatarlo, ¿qué es lo que verdadera-
mente decimos de ese sueño que tuvimos?
Probablemente, un porcentaje ínfimo en
relación con la totalidad de aquello que
soñamos. Hay expresiones, inflexiones,
sentimientos que, según Orwell, quedan
fuera de la posibilidad de ser nombrados,
al menos, por el lenguaje actual. ¿Hay po-
sibilidad de cambio, se puede pensar en
formas de arribar a un nuevo lenguaje, con
nuevas palabras y nuevos conceptos?
Orwell cree que sí, y esa es su ma-

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nera de cimentar su postura: no hay otra
solución más que buscar, investigar en
posibles nuevas formas del lenguaje para
poder expresar y describir situaciones,
momentos y sentimientos que se escapan
de las palabras que estamos acostumbra-
dos a utilizar.
El otro ensayo, El espíritu deporti-
vo, fue publicado por el Tribune, en Lon-
dres, en diciembre de 1945. Aquí aparece
otra inquietud palpable y recurrente en
Orwell: la cuestión del nacionalismo, an-
clada en diversos aspectos; en este caso,
las “gestas deportivas”. A propósito de
la visita de un club de fútbol soviético, el
Dinamo de Moscú, Orwell se despacha
no solo contra el fútbol como deporte

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violento y generador de enemistades sino
también contra el cricket y, en mayor me-
dida, contra el boxeo, que es para él, sin
rodeos, “el espectáculo más repugnante”.
Es interesante, aquí, ver un análisis del na-
cionalismo como dispositivo a través de
los espectáculos deportivos. Orwell hace
referencia a los Juegos Olímpicos de 1936,
que se quisieron erigir como aglomerado-
res de los habitantes de las distintas nacio-
nes, así como también las ridículas discri-
minaciones emergidas a partir de partidos
de fútbol en el que se enfrentaban un equi-
po británico y un equipo ruso.
La vasta escritura de Orwell abar-
ca, claro está, muchísimos ensayos y nove-
las. Ojalá este pequeño libro pueda infun-

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dir la pasión por este interesante escritor y
sirva como un modo ameno, agradable, de
acercarse a él.

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Palabras nuevas
[Ensayo inédito. Escrito probablemente
entre febrero y abril de 1940.]

H
oy en día, la formación de pala-
bras nuevas es un proceso len-
to (he leído en algún lado que
el idioma inglés gana unos seis vocablos
y pierde otros cuatro cada año) y no se
acuña ninguna palabra nueva de manera
deliberada, salvo cuando se trata de nom-
bres para objetos materiales. Las palabras
abstractas directamente no se acuñan nun-

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ca, aunque a veces se tergiversan términos
antiguos (“condición”, “reflejo”, etc.)
para endilgarles nuevas acepciones con fi-
nes científicos. Lo que quiero plantear a
continuación es que sería bastante factible
inventar un vocabulario, quizás de varios
miles de palabras, que abarque partes de
nuestra experiencia que ahora son prácti-
camente inasibles para el lenguaje. Existen
varias objeciones a esta idea, y las iré abor-
dando a medida que se presenten. El pri-
mer paso es indicar para qué se necesitan
vocablos nuevos.
Cualquiera que piense un poco ha-
brá notado que nuestro lenguaje es prác-
ticamente inútil a la hora de describir lo
que sucede dentro del cerebro. Este es un

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hecho tan aceptado que escritores de gran
habilidad (por ejemplo, Trollope y Mark
Twain) empiezan sus autobiografías de-
clarando que no tienen intención alguna
de describir su vida interior, ya que esta es
indescriptible de por sí. Ni bien tratamos
con aquello que no es ni concreto ni visi-
ble (e incluso en gran medida con aque-
llo que lo es: basta con ver las dificultades
que implica describir la apariencia de una
persona cualquiera) descubrimos que las
palabras se asemejan tan poco a la reali-
dad como las piezas de ajedrez a los seres
vivos. Para poner un ejemplo evidente y
sin complicaciones adicionales, tomemos
el caso de los sueños. ¿Cómo se describen
los sueños? Claramente, uno nunca los

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describe, porque no existen palabras que
transmitan la atmósfera de los sueños en
nuestro lenguaje. Por supuesto, se puede
hacer un recuento aproximado y burdo de
algunos de los hechos más importantes de
un sueño. Uno puede decir: “Soñé que es-
taba caminando por Regent Street con un
puercoespín que llevaba puesto un bom-
bín”, etc., pero esa no es una verdadera
descripción del sueño. E incluso si un psi-
cólogo lo interpreta en clave “simbólica”,
tendrá que depender en gran medida de
suposiciones, dado que la verdadera cua-
lidad del sueño, la cualidad que le otorgó
al puercoespín su única significación, resi-
de más allá del mundo de las palabras. De
hecho, describir un sueño es como tradu-

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cir un poema palabra por palabra, como
se hace en algunos ejercicios escolares: lo
que se obtiene es una paráfrasis sin senti-
do a menos que uno conozca el original.
Menciono los sueños porque son
un ejemplo innegable, pero si estos fue-
ran lo único que no pudiera describirse,
quizás no valdría la pena preocuparse del
asunto. Sin embargo, como se ha señalado
una y otra vez, la mente en la vigilia no di-
fiere tanto de la mente al soñar como pare-
ce, o como nos gusta simular que parece.
Es cierto que la mayor parte de nuestros
pensamientos cuando estamos despiertos
son “razonables”; es decir, existe en nues-
tra mente una suerte de tablero de ajedrez
en el cual nuestros pensamientos se mue-

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ven de manera lógica y verbal; usamos esta
parte de la mente para resolver cualquier
problema intelectual simple, y nos acos-
tumbramos a pensar (es decir, pensar en
nuestros momentos de “ajedrez mental”)
que esa es la mente entera. Pero, evidente-
mente, no es así. El mundo desordenado
y no verbal de los sueños nunca está del
todo ausente en nuestra conciencia, y si
fuera posible calcular el porcentaje, esti-
mo que se descubriría que más o menos la
mitad de nuestros pensamientos durante
la vigilia son de este tipo. Sin duda estos
pensamientos oníricos están presentes in-
cluso cuando tratamos de pensar de forma
verbal, influyen en los pensamientos ver-
bales, y son en gran parte los que le dan

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valor a nuestra vida interior. Si uno exa-
mina lo que piensa en un momento cual-
quiera, verá que nuestra actividad mental
principal consiste en el fluir de cosas sin
nombre, hasta tal punto que uno no sabe
si denominarlas pensamientos, imágenes
o sensaciones. En primer lugar, están los
objetos que uno ve y los sonidos que oye,
los cuales en sí mismos pueden describirse
con palabras, pero que una vez dentro de
nuestras mentes pasan a ser algo bastante
distinto y totalmente indescriptible3. Ade-

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más, existe la vida onírica que la mente
crea para sí misma sin cesar, la cual, si bien
es en su mayor parte trivial y se olvida rá-
pidamente, contiene elementos que son
mucho más hermosos, graciosos, etcétera,
de lo que jamás podemos expresar en pala-
bras. En cierto sentido, esta parte no verbal
de la mente es incluso la más importante,
ya que representa la fuente de casi todos
nuestros motivos. Todo lo que nos gusta
y lo que no nos gusta, toda sensación es-
tética, toda noción del bien y el mal (las
consideraciones estéticas y morales son,
en cualquier caso, inextricables) surgen de
sensaciones que, como se suele reconocer,

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son más sutiles que las palabras. Cuando
nos preguntan: “¿Por qué haces esto o no
haces aquello?”, invariablemente nos da-
mos cuenta de que la verdadera razón no
puede expresarse verbalmente, aun cuan-
do no la queramos ocultar; en consecuen-
cia, racionalizamos nuestra conducta, de
un modo más o menos deshonesto. No
sé si todo el mundo lo admitiría, y es un
hecho que algunas personas no parecen
percatarse de la influencia que ejerce sobre
ellas su vida interior, ni darse cuenta si-
quiera de que su vida interior existe. Noto
que mucha gente nunca se ríe cuando está
sola, y supongo que si un hombre no se
ríe solo su vida interior debe ser relativa-
mente estéril. No obstante, cualquiera con

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un mínimo de individualidad posee vida
interior, y es consciente de la imposibi-
lidad práctica de entender a los demás o
de ser entendido; es decir, del aislamiento
en el que vivimos los humanos, como si
cada uno fuera una estrella distante. Casi
la totalidad de la literatura es un intento
de escapar de este aislamiento por medios
tangenciales, ya que los medios directos
(las palabras en sus acepciones más bási-
cas) no sirven para casi nada.
La escritura “imaginativa” es, por
así decirlo, un ataque lateral contra posi-
ciones inexpugnables de frente. El escri-
tor que intente plasmar cualquier cosa
que no sea fríamente “intelectual” podrá
hacer muy poco con las palabras en sus

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acepciones básicas. Si logra el efecto de-
seado será mediante un uso complejo e
indirecto de las palabras, sirviéndose de
sus cadencias y otros aspectos similares,
como al hablar uno se sirve del tono y
la gesticulación. En el caso de la poesía
esto es tan sabido que no vale la pena
discutirlo. Nadie que posea el menor en-
tendimiento poético diría que

The mortal moon hath her eclipse endured,


And the sad augurs mock their own presage4

realmente significa lo que “significa” cada

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palabra en el diccionario. (Se cree que es-
tos versos pareados aluden al hecho de
que la reina Isabel había atravesado sin
problemas su gran “año climatérico”5). La
acepción que figura en el diccionario casi
siempre tiene algo que ver con el verdade-
ro sentido las palabras, pero en la misma
proporción en que la “anécdota” de un
cuadro tiene algo que ver con su diseño.
Y lo mismo sucede con la prosa, mutatis
mutandis. Veamos el caso de una novela,
incluso una que evidentemente no tenga

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nada que ver con la vida interior y relate
lo que se denomina “una historia senci-
lla”. Manon Lescaut, por ejemplo. ¿Por
qué inventa el autor esta larga peripecia
sobre una chica infiel y un abad fugitivo?
Porque él tiene cierta sensación, visión o
como quieran llamarla, y sabe, posible-
mente por haberlo intentado, que de nada
sirve tratar de transmitir esta visión des-
cribiéndola como uno describiría una lan-
gosta en un libro de zoología. Pero al no
describirla, al inventar otra cosa (en este
caso, una novela picaresca; en otra época
hubiera elegido un género distinto), pue-
de transmitirla, al menos en parte. El arte
de la escritura de hecho consiste en gran
medida en la perversión de las palabras, e

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incluso diría que mientras menos evidente
sea esta perversión, más profunda es. Por-
que aquel escritor que parece tergiversar
las palabras e inferirles un sentido distinto
(por ejemplo, Gerard Manley Hopkins),
en verdad, bien visto, está realizando un
esfuerzo desesperado para emplearlas de
un modo directo. En cambio, el escritor
que no parece recurrir a ningún truco,
como los antiguos compositores de bala-
das, está llevando a cabo un ataque lateral
particularmente sutil, aunque estos compo-
sitores sin duda lo hagan de forma incons-
ciente. Por supuesto, se oyen muchísimas
falacias según las cuales todo arte bueno es
siempre “objetivo” y todo artista verdade-
ro debería guardarse para sí su vida inte-

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rior. Pero quienes repiten este tipo de cosas
no las dicen en serio. A lo que se refieren
es al simple hecho de que quieren que el
autor exprese su vida interior por medios
excepcionalmente indirectos, como en las
baladas o las “historias sencillas”.
El defecto del método indirecto,
además de su dificultad, es que suele fallar;
ya que, si uno no es un artista considera-
ble (y quizás también en caso de serlo),
la rusticidad de las palabras provoca una
falsedad constante. ¿Acaso existe alguien
que haya escrito siquiera una carta de
amor en la que sienta que ha dicho exac-
tamente lo que quería decir? Un escritor
se falsea a sí mismo voluntaria e involun-
tariamente. Voluntariamente, porque las

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cualidades accidentales de las palabras lo
tientan y lo intimidan de manera conti-
nua, de tal modo que termina alejándose
de lo que en verdad quiere transmitir. Se
le ocurre una idea, empieza a tratar de ex-
presarla, y luego, en medio de la espantosa
maraña de palabras que por lo general ob-
tiene, comienza a formarse cierto diseño
más o menos por accidente. No es ni de
lejos el diseño que estaba buscando, pero
por lo menos no es vulgar ni desagrada-
ble; como arte, es “bueno”. Lo acepta,
porque el “arte bueno” es en mayor o me-
nor medida un misterioso regalo del cielo,
y sería una lástima desperdiciarlo cuando
se presenta. ¿Acaso existe alguna persona
con un mínimo de honestidad intelectual

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que no sea consciente de mentir todo el
día, tanto al hablar como al escribir, solo
porque las mentiras adoptan fácilmen-
te formas artísticas cuando la verdad no?
Sin embargo, si las palabras representaran
sentidos bien determinados, con la misma
plenitud y precisión que la multiplicación
de la altura por la base representa el área
de un paralelogramo, por lo menos la ne-
cesidad de mentir no se presentaría nunca.
Y en la mente del lector u oyente existen
más falsedades; porque, dado que las pa-
labras no transmiten de un modo directo
nuestros pensamientos, quien nos lee o
escucha constantemente encuentra senti-
dos que nos son ajenos. Un buen ejemplo
sería nuestro supuesto aprecio por la poe-

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sía extranjera. Sabemos, a juzgar por los
críticos en el exterior que publican textos
como La vie amoureuse du docteur Wat-
son, que un verdadero entendimiento de
la literatura de otras culturas es casi im-
posible; y aun así existe gente ignorante
que afirma obtener, y de hecho obtiene,
un enorme placer al leer poesía escrita en
otros idiomas y hasta en lenguas muertas.
Es claro que el placer que experimentan
quizá deriva de cosas que el autor nunca
quiso decir y que posiblemente lo harían
revolcarse en su tumba si supiera que al-
guien se las atribuye. Yo recito para mí:
“Vixi puellis nuper idoneus”, y repito este
verso una y otra vez durante cinco minu-
tos por la belleza que encuentro en la pa-

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labra “idoneus”. Sin embargo, si tomamos
en cuenta la brecha temporal y cultural,
mi ignorancia del latín y el hecho de que
nadie sabe siquiera cómo se pronunciaba
este idioma, ¿es posible que el efecto que
estoy disfrutando sea el que buscaba Ho-
racio? Es como si estuviera en éxtasis ante
la belleza de un cuadro debido a un par de
salpicaduras de pintura que por accidente
terminaron en el lienzo doscientos años
después de que el pintor finalizara la obra.
Obsérvese que no digo que el arte necesa-
riamente mejoraría si las palabras fueran
más confiables a la hora de transmitir lo
que significan. Hasta donde yo sé, es posi-
ble que el arte florezca justamente gracias
a la crudeza e imprecisión del lenguaje.

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Mi única intención es criticar las palabras
en lo que respecta a su supuesta función
como vehículos del pensamiento. Y me da
la impresión de que, en materia de exacti-
tud y expresividad, nuestro idioma se ha
quedado en la Edad de Piedra.
La solución que propongo es in-
ventar palabras nuevas tan deliberada-
mente como inventaríamos componentes
nuevos para el motor de un automóvil.
Supongamos que existiera un vocabulario
que pudiera expresar con exactitud la vida
mental, al menos en gran parte. Suponga-
mos que no fuera necesario atravesar la
opresiva sensación de que la vida es inex-
presable ni recurrir a ninguna tramoya ar-
tística; que para expresar lo que uno quie-

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re decir simplemente tuviera que elegir las
palabras correctas y ubicarlas en el lugar
indicado, como cuando se resuelve una
ecuación algebraica. Creo que las ventajas
serían obvias. Menos obvio, sin embargo,
parecerá el hecho de que sentarse y acuñar
palabras de forma deliberada sea un pro-
cedimiento sensato. Antes de indicar un
método con el cual podrían acuñarse pa-
labras satisfactorias, lo mejor será que me
ocupe de las objeciones inevitables.
Si le decimos a cualquier persona
pensante: “Formemos una sociedad para
la invención de palabras nuevas y más su-
tiles”, primero nos objetará que se trata
de una idea demente, y luego probable-
mente afirmará que nuestro vocabulario

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actual, si se lo usa bien, alcanza para resol-
ver cualquier dificultad. (Esto último, por
supuesto, es apenas una objeción teórica.
En la práctica, todo el mundo reconoce
lo inadecuado que es el lenguaje: de ahí
el uso de expresiones como “No bastan
las palabras” o “No fue lo que dijo, sino
cómo lo dijo”, etcétera). Pero finalmente
responderá algo así: “Las cosas no pueden
hacerse de un modo tan pedante. El len-
guaje solo puede crecer lentamente, como
las flores; no se lo puede ensamblar de a
pedazos como si fuera una máquina. Los
idiomas inventados nunca tienen ni per-
sonalidad ni vitalidad; mira si no lo que
sucede con el esperanto, etcétera. El signi-
ficado de una palabra reside justamente en

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las asociaciones que esta va adquiriendo
poco a poco”, etcétera, etcétera.
En primer lugar, este argumento,
como la mayoría que se esgrime cuan-
do uno propone cambiar cualquier cosa,
es una forma gárrula de decir que “si las
cosas son así, por algo será”. Hasta ahora
nunca emprendimos la creación delibera-
da de palabras, y todos los idiomas se han
ido desarrollando lenta y azarosamente;
ergo, un idioma no puede desarrollarse de
otro modo. Hoy por hoy, cuando quere-
mos decir algo que va más allá de las defi-
niciones de la geometría, nos vemos obli-
gados a realizar trucos de ilusionismo con
sonidos, asociaciones y demás; ergo, esta
necesidad es inherente a la naturaleza de

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las palabras. La completa falta de lógica
de esta deducción es evidente. Y nótese
que mi propuesta de acuñar palabras abs-
tractas es apenas una extensión de lo que
hacemos actualmente, ya que sí acuñamos
palabras concretas. Cuando se inventaron
los aeroplanos y las bicicletas, les inventa-
mos un nombre, lo que es natural. De ahí a
acuñar términos para aquello que no tiene
nombre y existe en la mente hay un solo
paso. Si me dicen: “¿Por qué te cae mal el
señor Smith?”, yo responderé: “Porque
es un mentiroso, un cobarde”, etcétera, y
es casi seguro que ese no sea el verdadero
motivo. En mi mente, la respuesta es esta:
“Porque es un hombre ______”, donde
“______” equivale a algo que yo entiendo

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y que mi interlocutor entendería si yo pu-
diese decírselo. ¿Por qué no buscarle un
nombre a “______”? La única dificultad
sería ponerse de acuerdo sobre qué esta-
mos nombrando. Sin embargo, mucho an-
tes de que surja esta dificultad, el hombre
instruido y pensante habrá rechazado la
idea misma de inventar palabras. Y esgri-
mirá argumentos como los que he men-
cionado más arriba, u otros más o menos
mordaces o circulares. En realidad, estos
argumentos son falsos. El rechazo provie-
ne de un profundo instinto irracional, de
origen supersticioso. Es la sensación de
que cualquier solución directa y racional
a nuestras dificultades, cualquier inten-
to de resolver los problemas de la vida

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como uno resolvería una ecuación, son
algo inútil… o, peor aún, definitivamen-
te peligroso. Es posible ver esta idea im-
plícita en todos lados. Todas las patrañas
que se dicen sobre nuestro genio nacional
para “rebuscárnoslas”, todo ese reblande-
cido misticismo secular que se promueve
contra cualquier tipo de rigor y sensatez
intelectual, significan en el fondo que es
más seguro no pensar. Esta sensación nace,
estoy convencido, a partir de esa creencia
tan difundida entre los niños de que el aire
está repleto de demonios vengativos, lis-
tos para castigar cualquier tipo de presun-
ción6. En los adultos esta creencia perdura

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en el miedo hacia cualquier pensamiento
que sea demasiado racional. “Yo, el Señor,
tu Dios, soy un Dios celoso”, “el orgullo
antecede la caída”, etcétera. Y el orgullo
más peligroso es el falso orgullo del inte-
lecto. A David lo castigaron porque contó
el número de integrantes de su pueblo; es

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decir, utilizó su intelecto de una manera
científica. Por eso, una idea como, diga-
mos, la ectogénesis, más allá de sus posi-
bles consecuencias para la salud de la es-
pecie, la vida familiar, etcétera, puede ser
vista en sí misma como una herejía. De
igual modo, cualquier ataque contra algo
tan elemental como el lenguaje, un ataque,
por así decirlo, contra la estructura misma
de nuestras mentes, es una herejía y por
lo tanto un peligro. Reformar el lenguaje
es prácticamente interferir con la labor de
Dios, aunque no afirmo que nadie lo diría
exactamente con esas palabras. Esta es una
objeción importante, porque impediría
que la mayor parte de la gente tomara en
cuenta siquiera la posibilidad de poner en

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práctica una idea como la reforma del len-
guaje. Y, por supuesto, esta idea es inútil a
menos que muchas personas la pongan en
práctica. Que un solo hombre, o un gru-
púsculo, trate de inventar un lenguaje,
como creo que está haciendo ahora James
Joyce, es tan absurdo como jugar al fút-
bol solo. Lo que necesitamos son varios
miles de personas, dotadas pero norma-
les, que se dediquen a la invención de pa-
labras con la misma seriedad que otros se
dedican ahora al estudio de Shakespeare.
Pienso que así podríamos lograr maravi-
llas con el idioma.
Pasemos ahora al método. Un
ejemplo de invención léxica eficaz, aun-
que poco refinada y a pequeña escala, es

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la que se observa entre los miembros de
familias numerosas. Todas las familias
grandes usan dos o tres palabras que nadie
más conoce, palabras que han inventado
y cuyo significado es sutil e imposible de
encontrar en el diccionario. Dicen “El se-
ñor Smith es un hombre ______”, y uti-
lizan algún término casero acuñado por
ellos que los demás parientes entienden
a la perfección; aquí, entonces, dentro de
los límites de la familia, existe un adjeti-
vo que resuelve una de las tantas lagunas
del diccionario. Lo que le permite a la fa-
milia inventar estas palabras es su expe-
riencia compartida. Sin una experiencia
compartida, claro, ninguna palabra puede
significar nada. Si alguien me dice “¿Qué

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olor tiene la bergamota?”, y yo le res-
pondo “Un olor parecido al del cedrón”,
mientras la otra persona conozca el olor
a cedrón, más o menos me entenderá. El
método para inventar palabras, por ende,
consiste en emplear analogías basadas en
un conocimiento compartido e inconfun-
dible; es necesario contar con estándares
a los que uno pueda hacer referencia sin
la menor posibilidad de que surjan malen-
tendidos, al igual que uno puede referirse
a una propiedad física como el olor del ce-
drón. En efecto, todo se reduce al hecho de
otorgar a las palabras una existencia física
(y probablemente visible). Limitarse a las
definiciones es inútil; esto puede verse cada
vez que se intenta definir las palabras que

Palabras nuevas | 49
usan los críticos literarios (“sentimental”7,
“vulgar”, “morboso”, etcétera): carecen
de sentido; o mejor dicho, cada una tiene
un sentido distinto según la persona que
la utiliza. Lo que necesitamos es mostrar
el significado de algún modo que sea in-
confundible y luego, cuando varias per-
sonas lo hayan identificado en sus pro-
pias mentes y lo hayan reconocido como
digno de nombrarse, ponerle un nombre.
La cuestión consiste simplemente en en-

50 | George Orwell
contrar la manera de dotar al pensamien-
to de existencia objetiva.
En lo primero que uno piensa es en
el cinematógrafo. Todos habrán notado el
extraordinario poder latente de los films:
el poder de la distorsión, de la fantasía, de
la evasión en general a las restricciones del
mundo físico. Supongo que se debe solo
a una necesidad comercial que el cine se
haya empleado hasta ahora principal-
mente para realizar imitaciones ridículas
de obras teatrales, en lugar de enfocarlo
como se debiera en aquello que está más
allá del teatro. Bien usado, el cine es el
único medio posible para representar pro-
cesos mentales. Un sueño, por ejemplo,
como dije antes, es imposible de describir-

Palabras nuevas | 51
se con palabras, pero se lo puede represen-
tar bastante bien en la pantalla. Hace unos
años vi un film de Douglas Fairbanks en el
que se mostraba un sueño. La escena, por
supuesto, era más que nada una broma so-
bre esos sueños en los que uno aparece sin
ropa en público; pero durante unos pocos
minutos realmente parecía un sueño, de un
modo que hubiera sido imposible plasmar
en palabras, o hasta en un cuadro o, su-
pongo, en la música. He visto algo similar
por momentos en otros films. Por ejem-
plo, El gabinete del doctor Caligari, una
obra más bien ridícula, sin embargo, en la
que se abusaba del costado fantástico de
la historia sin intención de transmitir nin-
gún significado preciso. Si uno piensa al

52 | George Orwell
respecto, no existe casi fenómeno mental
que no pueda representarse de alguna ma-
nera u otra gracias a los extraños poderes
de distorsión del cine. Un millonario con
un cinematógrafo privado, todos los ele-
mentos de utilería necesarios y una troupe
de actores inteligentes podría, si así lo qui-
siera, plasmar prácticamente toda su vida
interior. Podría explicar los verdaderos
motivos de sus acciones en lugar de justi-
ficarse con mentiras racionalizadas, seña-
lar lo que a él le parece hermoso, patético,
gracioso, etcétera: aquello que un hombre
normal tiene que guardar para sí porque
no existen palabras que le permitan expre-
sarlo. En general, podría hacer que otras
personas lo entiendan. Por supuesto, no

Palabras nuevas | 53
sería deseable que ninguna persona, salvo
algún genio, convirtiera su vida interior
en un espectáculo. Lo que necesitamos es
descubrir aquellas sensaciones hasta aho-
ra innominadas que todos tenemos en co-
mún. Todos esos poderosos motivos que
no pueden expresarse en palabras y que
dan lugar a constantes mentiras y malen-
tendidos podrían rastrearse, visibilizarse,
convenirse y nombrarse. Estoy seguro de
que el cine, con su casi ilimitada capacidad
de representación, podría lograr esto en
las manos de los investigadores indicados,
aunque darle forma visible a los pensa-
mientos no siempre sería fácil; de hecho,
quizás en un principio sea tan difícil como
cualquier otro arte.

54 | George Orwell
Haré una observación sobre la for-
ma misma que deberían adoptar las nuevas
palabras. Supongamos que varios miles de
personas con el tiempo, talento y dinero
suficientes se dispusieran a ampliar el idio-
ma; supongamos que lograran ponerse de
acuerdo en acuñar varias palabras nuevas
y necesarias: aun así, deberían cuidarse de
no terminar creando un mero Volapuk
que caiga en desuso ni bien se lo invente.
Me parece probable que cada palabra, in-
cluso las que todavía no existen, tiene por
así decirlo una forma natural, o mejor di-
cho varias formas naturales en varios idio-
mas. Si los idiomas fueran realmente ex-
presivos, no habría necesidad de jugar con
los sonidos de las palabras como hacemos

Palabras nuevas | 55
ahora, pero supongo que siempre deberá
haber alguna correlación entre el sonido
de una palabra y su significado. Una teoría
aceptada (creo) y plausible del origen del
lenguaje es esta: el hombre primitivo, an-
tes de los vocablos, dependía naturalmen-
te de los gestos y, como cualquier otro
animal, gritaba al gesticular para llamar
la atención. Ahora bien, cuando hacemos
por instinto el gesto que corresponde con
lo que queremos decir, todas las partes del
cuerpo actúan de forma correspondiente,
incluida la lengua. Por ende, ciertos movi-
mientos de la lengua –es decir, ciertos so-
nidos– acabaron asociándose con ciertos
significados. En la poesía pueden señalar-
se palabras que, más allá de su sentido li-

56 | George Orwell
teral, usualmente expresan ideas mediante
su sonido. Por ejemplo: “Deeper than did
ever plummet sound” [Más hondo de lo
que jamás sondeó el plomo] (Shakespeare:
esto puede verse en más de una ocasión,
creo); “Past the plunge of plummet” [Más
allá del sondeo del plomo] (A. E. Hous-
man); “The unplumbed, salt, estranging
sea” [El mar salado, alienante, por el plomo
aún no sondeado] (Matthew Arnold), etcé-
tera. Claramente, más allá del sentido literal
de las palabras, el sonido “plum” o “plun”
tiene algo que ver con los océanos sin fon-
do. Por lo tanto, al formar nuevas palabras,
uno tendría que prestar atención a la ido-
neidad del sonido además de la exactitud
del sentido. No bastaría, como hasta aho-

Palabras nuevas | 57
ra, con privar a las palabras nuevas de su
carácter novedoso creándolas sobre la base
de palabras preexistentes, pero tampoco
con formarlas mediante la mera unión ar-
bitraria de letras. Habría que determinar la
forma natural de la palabra. Y como sucede
a la hora de ponerse de acuerdo sobre su
significado, necesitaríamos la cooperación
de una gran cantidad de personas.
He escrito esto apresuradamente, y
ahora que lo leo noto que hay varios pun-
tos débiles en mi argumento y que repito
muchos lugares comunes. A la mayoría, de
cualquier modo, la idea misma de reformar
el idioma le parecerá típica de un diletante
o de un loco. Aun así, vale la pena tener
en cuenta la absoluta incomprensión que

58 | George Orwell
existe entre los seres humanos; al menos
entre aquellos que no se conocen íntima-
mente. Hoy por hoy, como dijo Samuel
Butler, el mejor arte (es decir, la más per-
fecta transferencia de pensamientos) debe
“vivirse” de una persona a la otra. Esto no
sería necesario si nuestro idioma fuese más
adecuado. Es curioso ver que, mientras
nuestro conocimiento, la complejidad de
nuestras vidas y, por ende (creo que es una
consecuencia lógica), nuestras mentes cre-
cen con tanta rapidez, el lenguaje, nuestro
principal medio de comunicación, apenas
si varía. Por este motivo opino que la idea
de la invención deliberada de palabras al
menos merece ser tomada en cuenta.

Palabras nuevas | 59
El espíritu deportivo

A
hora que ha llegado a su fin la bre-
ve visita del Dinamo8, es posible
decir públicamente lo que muchas
personas juiciosas estuvieron diciendo en
privado antes de que llegaran sus jugado-
res, a saber, que el deporte es una causa
infalible de mala voluntad, y que si seme-
jante visita llegó a tener algún efecto sobre

Palabras nuevas | 61
las relaciones anglo-soviéticas, solo pudo
haber sido para empeorarlas.
Hasta los periódicos fueron inca-
paces de ocultar el hecho de que por lo
menos dos de los cuatro partidos juga-
dos terminaron en resentimiento. En el
partido Dinamo-Arsenal, según me dijo
alguien que estuvo presente, un jugador
inglés y uno ruso se fueron a las manos y
la multitud silbó al árbitro. En Glasgow,
me informó otro, se desató una batalla
campal desde el comienzo, permitida por
el árbitro. Y luego hubo una controversia,
típica de nuestra era nacionalista, acerca
de la composición del equipo del Arse-
nal. ¿Se trataba de un equipo conformado
únicamente por jugadores ingleses, como

62 | George Orwell
sostuvieron los rusos, o era simplemente
un equipo de liga, conformado por ju-
gadores de distintas procedencias, como
sostuvieron los ingleses? ¿Y acaso el Di-
namo terminó abruptamente su gira, con
el objetivo de evitar jugar contra un equi-
po conformado puramente por jugadores
ingleses? Por lo general, cada uno res-
ponde a estas preguntas de acuerdo a sus
predilecciones políticas. Sin embargo, no
sucede así en todos los casos. Observé con
interés, como ejemplo de todas las pasio-
nes viciosas que puede desatar el deporte,
que el corresponsal deportivo del periódi-
co rusófilo News Chronicle siguió una lí-
nea anti-Rusia y sostuvo que el Arsenal no
era un equipo conformado puramente por

Palabras nuevas | 63
jugadores ingleses. No hay dudas de que la
controversia continuará repercutiendo du-
rante años en las notas al pie de las páginas
de los libros de historia. Mientras tanto, el
resultado de la gira del Dinamo, si es que
hubo algún resultado, habrá sido el de crear
una nueva animosidad en ambos lados.
¿Y cómo podría ser de otro modo?
Siempre me sorprendo cuando oigo decir
a la gente que el deporte crea buena vo-
luntad entre las naciones y que si solo las
personas corrientes del mundo se pudie-
sen encontrar en el fútbol o el cricket, no
tendrían inclinación a encontrarse en el
campo de batalla. Aun cuando uno no su-
piese mediante ejemplos concretos, como
ser los Juegos Olímpicos de 1936, que las

64 | George Orwell
competencias deportivas internacionales
conducen a orgías de odio, podría dedu-
cirlo de principios generales.
Casi todos los deportes que se
practican hoy en día son de competencia,
se juega para ganar, y el juego tiene poco
significado a menos que se haga todo lo
posible para ganar. En el prado del pue-
blo, donde se juegan partidos y no hay
implicado ningún sentimiento de patrio-
tismo local, es posible jugar simplemente
por distracción y ejercicio pero apenas
surge la cuestión del prestigio, apenas se
siente que uno y una unidad más grande se
verán deshonrados si uno pierde, se des-
piertan los más salvajes instintos combati-
vos. Cualquiera que haya jugado, aunque

Palabras nuevas | 65
sea en un equipo de fútbol escolar, sabe
esto. En el nivel internacional, el deporte
es francamente una mímica del enfrenta-
miento armado. Pero lo significativo no es
la conducta de los jugadores sino la actitud
de los espectadores y, detrás de los especta-
dores, de las naciones, que se convierten en
furias y creen seriamente, a cualquier costo
y por lo menos durante cortos períodos,
que correr, saltar y patear una pelota son
pruebas de virtud nacional. Hasta un juego
pausado como el cricket, que requiere más
gracia que fuerza, puede provocar mucha
mala voluntad, como pudimos notar en la
controversia acerca del body-line bowling9

66 | George Orwell
y de las bruscas tácticas del equipo austra-
liano que visitó Inglaterra en 1921. El fút-
bol, juego en que todos se lastiman y don-
de cada nación tiene su propio estilo para
jugar, que parece desleal a los extraños, es
mucho peor. Peor lo peor de todo es el bo-
xeo. Uno de los espectáculos más horribles
del mundo es una lucha entre un boxea-
dor blanco y un boxeador de color frente
a una concurrencia mixta. Pero el públi-
co del boxeo siempre es repugnante, y la
conducta de las mujeres en particular es tal
que la Armada, según creo, no les permi-
te presenciar sus competencias. De todos
modos, hace dos o tres años, cuando las

Palabras nuevas | 67
Home Guards y las tropas regulares esta-
ban llevando a cabo un torneo de boxeo,
me pusieron como guardia en la puerta de
entrada del lugar, con la orden de no dejar
entrar mujeres.
En Inglaterra, la obsesión por el
deporte ya es bastante dañina, pero pa-
siones más feroces se despiertan en países
jóvenes, donde tanto la práctica de jue-
gos como el nacionalismo son desarro-
llos recientes. En países como la India o
Birmania son necesarios fuertes cordones
policiales en los partidos de fútbol para
impedir que la multitud invada la cancha.
En Birmania he visto a los partidarios de
un equipo romper el cordón policial e im-
posibilitar la acción al arquero del equipo

68 | George Orwell
contrario en un momento crítico. El parti-
do de fútbol que se disputó en España unos
quince años atrás llevó a un incontrolable
tumulto. Apenas se despiertan fuertes
sentimientos de rivalidad, siempre se des-
vanece la noción de jugar de acuerdo a las
reglas. La gente quiere ver un equipo en la
cumbre y el otro humillado, y se olvida de
que la victoria obtenida con trampa o me-
diante la intervención de la muchedum-
bre carece de significado. Aun cuando los
espectadores no intervengan físicamente,
tratan de influir en el juego vitoreando a
su equipo favorito y bombardeando a los
jugadores contrarios con silbidos e insul-
tos. El deporte serio no tiene nada que ver
con el fair play. Está fuertemente soste-

Palabras nuevas | 69
nido por el odio, los celos, la jactancia, el
desconocimiento de todas las reglas y un
sádico placer en ser testigo de la violencia;
en otras palabras: es la guerra, menos las
bombas. En lugar de hablar sobre la ri-
validad limpia y saludable del campo de
fútbol y del gran rol desempeñado por los
Juegos Olímpicos para unir a las naciones,
sería más útil averiguar cómo y por qué
surgió este culto moderno del deporte.
La mayoría de los juegos que practicamos
actualmente son de origen antiguo, pero
el deporte no parece haber sido tomado
muy en serio entre los tiempos romanos
y el siglo XIX. Hasta en las escuelas pú-
blicas inglesas el culto de los deportes no
comenzó hasta la última parte del siglo

70 | George Orwell
pasado. El doctor Arnold, considerado
generalmente como el fundador de la es-
cuela pública moderna, consideraba que
los deportes eran simplemente una pér-
dida de tiempo. Después, principalmente
en Inglaterra y los Estados Unidos, los
deportes fueron convertidos en una fuerte
actividad financiera, capaz de atraer vastas
multitudes y despertar salvajes pasiones,
y la infección se extendió de país en país.
Los deportes más violentamente comba-
tivos son el fútbol y el boxeo; son, de he-
cho, los que más se han difundido y los
que más popularidad tuvieron. No puede
haber muchas dudas de que todo el asun-
to está relacionado con el surgimiento del
nacionalismo, es decir, con el loco hábito

Palabras nuevas | 71
moderno de identificarse con unidades de
gran poder y de observar todo en térmi-
nos de prestigio competitivo. También,
los juegos organizados son más fáciles de
florecer en comunidades urbanas donde
el ser humano promedio lleva una vida
sedentaria y no tiene mucha oportunidad
para la labor creadora. En una comunidad
rural, un niño o un hombre joven gastan
una gran parte de su excedente de energía
caminando, nadando, jugando con pelotas
de nieve, trepándose a los árboles, andan-
do a caballo y mediante varios deportes
que involucran crueldad para los anima-
les, tales como la pesca, las peleas de gallos
y la caza de ratas. En una gran ciudad, uno
tiene que entregarse a las actividades gru-

72 | George Orwell
pales si quiere dar salida a la fuerza física o
los impulsos sádicos. Los deportes se to-
man en serio en Londres y Nueva York, y
se tomaron en serio en Roma y Bizancio;
en la Edad Media se practicaban y pro-
bablemente con mucha brutalidad física,
pero no se los mezclaba con la política ni
eran motivos de odios de grupos.
Si quisiéramos aumentar la enor-
me reserva de mala voluntad que existe
actualmente en el mundo, no podríamos
hacerlo mejor que con la serie de partidos
de fútbol entre judíos y árabes, alemanes
y checos, hindúes e ingleses, rusos y po-
lacos, italianos y yugoslavos, cada uno
observado por una concurrencia mixta
de cien mil espectadores. No estoy sugi-

Palabras nuevas | 73
riendo, naturalmente, que el deporte es
una de las causas principales de la rivalidad
entre naciones; el deporte en gran escala es
en sí mismo simplemente otro efecto de las
causas que han producido el nacionalismo.
Más aun, se empeoran las cosas enviando un
equipo de once hombres, clasificados como
campeones nacionales, para luchar contra
algún equipo rival y dando sentir en ambos
bandos que, cualesquiera que fuesen, la na-
ción derrotada perderá su prestigio.
Espero, por consiguiente, que no
reforcemos la visita del Dinamo envian-
do un equipo inglés a la Unión Soviéti-
ca. En caso de que tengamos que hacerlo,
debemos enviar entonces un equipo de
segunda categoría que sea derrotado con

74 | George Orwell
seguridad y del cual no pueda decirse que
representa a Gran Bretaña en su totalidad.
Ya hay bastantes motivos verdaderos de
preocupación, y no necesitamos aumen-
tarlos alentando a los jóvenes a darse pata-
das en la tibia en medio de los rugidos de
espectadores enfurecidos.

Palabras nuevas | 75
Índice

Introducción
/ 03

Palabras nuevas
/ 19

El espíritu deportivo
/ 61
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