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El Embajador

© Fernando Josseau, 1979


© Pehuén Editores, 2012
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Inscripción N° 49.299
ISBN 978-956-16-0559-6

Primera edición en Pehuén Editores, julio de 2012

Diseño y diagramación
Pehuén Editores

Impresión
Maval Impresores

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ópticos, químicos, eléctricos, electrónicos, fotográficos, incluidas las fotocopias, sin autorización escrita de los editores.

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE


Fernando Josseau

El Embajador
Sobre el Autor
y la Obra
Fernando Josseau

Director de teatro, crítico, empresario, profesor de arte dramático, Fernando Josseau es


también uno de los más destacados dramaturgos y novelistas chilenos. Sobresaliente es su
período en México donde, junto a Raúl Zenteno, fue guionista cinematográfico para María
Félix, Angélica María, Silvana Pampanini, Julio Alemán, Gloria Marín, el actor español
Enrique Rambal, Mauricio Garcés y muchos otros.
Su primer libro de relatos, “Chez Pavez”, aparece en 1980, impresionando por su
descarnado sátira y obteniendo el aplauso de la crítica.
En 1995 se publica “La Posada de la Calle Lancaster”, libro al que se le otorgá el Premio
del Libro y la Lectura 1995 y el Premio Municipal de Literatura 1995.
Sus siguientes publicaciones han sido: “Crónicas del Absurdo”, cuento (2003); reedición
de su mayor obra teatral, “El Prestamista” (2005); Cuentos Selectos, volumen 1 (2006);
Cuentos Selectos, volumen 2 (2008); ”La mano” y “La gallina”, teatro (2009); y “The Devil’s
Resignation” - “La renuncia del diablo”, edición bilingüe, teatro (2010).
Actualmente está finalizando la compilación de su tercer volumen de Cuentos Selectos.
10 Fernando Josseau

Las obras de teatro que ha estrenado


son las siguientes :

• “César” y “Esperaron el amanecer”


(1 representación)

• “El Prestamista”
(20.000 representaciones)

• “La Torre de Marfil”


(280 representaciones)

• “La Mano” y “La Gallina”


(300 representaciones)

• “El Estafador Renato Kauman”


(140 representaciones)

• “Su Excelencia el Embajador”


(150 representaciones)

• “La Muela del Juicio Final”


(100 representaciones)

• “Demencial Party”
(60 representaciones)

• “Alicia en el País de las Zancadillas”


(300 representaciones)

• “Los Pianistas Mancos”


(100 representaciones)

• “Al diablo con todo”


(550 representaciones)

• “No vote por mí”


(550 representaciones)

• “Tú te lamentas, de qué te lamentas”


(400 representaciones)

• “Con la camiseta puesta”


(500 representaciones)
El Embajador 11

“Su Excelencia el Embajador” se estrenó el 16 de abril de 1982 en Santiago de Chile. La


obra fue montada en el Salón Filarmónico del teatro de la I. Municipalidad de Santiago, con
funciones los días viernes a las 19:00 hrs.; los sábado, funciones dobles, a las 19:00 y 22:00
hrs.; y los domingo, también con doble función, a las 16:30 y 19:00 hrs.
La acción se desarrolla en dos planos o sectores del escenarios, opuestos entre sí, que
interactuan según la trama de la obra. Se tienen así la estación de policía y el subterráneo,
los cuales aparecen o desaparecen ante el público por medio de iluminación frontal y cenital,
marcando las secuencias de la obra.
Dirigida por Alejandro Castillo, contó con la participación del siguiente elenco:

Embajador
: Luis Alarcón
Hombrecito (Secuestrador)
: Jorge Álvarez
Jefe de Policía
: Mario Lorca
Esposa (Señora del Embajador) : Ana María Palma

Primer Secretario : Juan Carlos Bistoto

Spencer (Teniente de policía)
: Rodolfo Bravo
Milland (Teniente de policía)
: Gregory Cohen

Fernando Josseau junto al director, actores y equipo técnico de la obra


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Hombrecito • El secuestrador - Jorge Álvarez


El Embajador 13

El Embajador - Luis Alarcón


14 Fernando Josseau

Esposa del Embajador - Ana María Palma


El Embajador 15

Jefe de Policia - Mario Lorca


16 Fernando Josseau

Programa de la obra de teatro


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Primer Secretario - Juan Carlos Bistoto (izq.) / Esposa del Embajador - Ana María Palma (der.)

Primer Secretario - Juan Carlos Bistoto (izq.) /Esposa del Embajador - Ana María Palma (centro izq.)
Spencer - Rodolfo Bravo (centro atrás) / Jefe de Policia - Mario Lorca (izq.)
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Milland - Gregory Cohen (izq.) / Jefe de Policia - Mario Lorca (centro) / Spencer - Rodolfo Bravo (der.)

Esposa del Embajador - Ana María Palma (izq.) / Embajador - Luis Alarcón (centro izq.)
Primer Secretario - Juan Carlos Bistoto (centro der.) / Spencer - Rodolfo Bravo (der.)
El Embajador 19

Aviso Prensa
El Embajador

Luis Alarcón - El Embajador


(La telefonista contestó)

TELEFONISTA: Departamento de Policía.


HOMBRECITO: Quisiera hablar con el Director del Servicio.
TELEFONISTA: ¿El Director del Servicio? (Vaciló un segundo y agregó). ¿Con qué persona
exactamente desea hablar?
HOMBRECITO: Creo que lo dije claramente, señorita; con el Director de Servicio. Con el
Jefe.
TELEFONISTA: ¿No sabe usted su nombre?
HOMBRECITO: ¿Por qué tendría que saberlo?
La voz era algo asmática, inquieta y hablaba en un tono apremiante con un ligero jadeo.
TELEFONISTA: ¿De parte de quién? El es una persona muy o...
HOMBRECITO: Ocupada (Remató la voz irónicamente). Me lo imagino. Yo también estoy
muy ocupado ahora... ¡y deseo hablar con él en seguida y personalmente! (La voz se había
tornado más segura y decidida y habló esta vez más rápido).
TELEFONISTA: Le comunicaré con uno de sus ayudantes.
HOMBRECITO: No quiero hablar con ningún maldito ayudante. Quiero hablar con el Jefe
en persona ¡y usted me va a comunicar con él!
Había sido una verdadera orden.
TELEFONISTA: ¿Me da su nombre, por favor?
HOMBRECITO: No tengo por qué darle mi nombre.
Hubo una pausa desconcertante.
TELEFONISTA: Muy bien. Le comunico en seguida.
24 Fernando Josseau

A pesar de los bromistas y de los chiflados, la muchacha intuyó algo extraño en aquella voz.
Presionó el timbre de la central de grabaciones y una máquina comenzó a registrar la llamada.
En seguida conectó con el citófono de uno de los ayudantes del Director del Servicio.
TELEFONISTA: ¿Teniente Spencer?
SPENCER: Con él.
TELEFONISTA: Un desconocido desea hablar con el Jefe.
SPENCER: ¿De qué se trata?
TELEFONISTA: No ha querido decírmelo. Tampoco me ha querido dar su nombre. Hay algo
raro en esa voz.
SPENCER: Un excéntrico más que llama desde una caseta pública. ¿Está grabando?
TELEFONISTA: Sí, señor.
SPENCER (Con un dejo de fastidio): Comuníqueme con él.
TELEFONISTA: En seguida, señor.
SPENCER: ¿Sí...? (Preguntó la voz del teniente disponiéndose a analizar el sonido de aquella voz.
Siempre, después de todo, había un margen de duda... Podía tratarse de un loco, un imbécil, un
bromista o, también, un caso importante).
SPENCER: ¿Aló? (Dijo con naturalidad).
HOMBRECITO: ¿Con el Jefe del Servicio?
El teniente computó mentalmente la primera sensación producida por aquella voz algo asmáti-
ca, que hacía un evidente esfuerzo por mantenerse serena. Tomó unas ligeras notas en un block
de apuntes. Aunque escuchara posteriormente esa misma voz cientos de veces en la grabadora, la
primera impresión era fundamental para él.
SPENCER: Habla usted con su ayudante.
HOMBRECITO (Con voz más ronca y áspera esta vez): ¡Cabrona! Le dije claramente que deseo
hablar con el Jefe.
SPENCER: Está en una reunión muy importante...
HOMBRECITO: La reunión que va a tener después de escucharme a mí va a ser más impor-
tante todavía.
SPENCER: Si usted me explica de qué se trata, no tendré inconveniente en comunicarlo con
el Jefe.
HOMBRECITO: Llamaré dentro de unos minutos... desde otro teléfono. Dígale a sus sabue-
sos que no pierdan el tiempo detectando esta llamada.
SPENCER: Mire, lo mejor que podemos hacer... (Había alcanzado a exclamar el teniente, cuan-
do el auricular fue colgado al otro extremo de la línea). ¿Aló? ¿Aló? (Repitió el teniente, pero
no hubo respuesta).
Irritado consigo mismo, seguro de haber cometido un error, dio instrucciones a la central tele-
fónica para que en cuanto llamara la misma voz, siguieran grabando y le avisaran de inme-
diato. A través de uno de los citófonos ubicados en el amplio escritorio, ordenó que le trajeran
El Embajador 25

la grabación. Enseguida, pidió que le comunicaran con el Jefe. Mientras aguardaba la comu-
nicación, tenso y concentrado, encendió un cigarrillo; el sonido de aquella voz débil y asmática
le zumbaba en el oído como un moscardón.
El Jefe había tenido otro pequeño ataque de ira.
JEFE (Gritando): ¡Les he dicho hasta el cansancio que no puedo pasarme la vida escuchando
las llamadas de cualquier cretino que anda suelto por esta maldita ciudad!
SPENCER: Bien, señor. Analizaremos la cinta detenidamente y esperaremos que vuelva a lla-
mar.
Ahora, ante la grabadora, el teniente escuchaba aquella voz y sus propias réplicas.
“¿Con el Jefe del Servicio?”.
“Habla usted con su ayudante”.
“¡Cabrona...! Le dije claramente que deseo hablar con el Jefe!”.
“Está en una reunión muy importante”...
“La reunión que va a tener después de escucharme a mí va a ser más importante todavía”.
El teniente detuvo la grabadora y se volvió al psiquiatra que estaba de pie a su lado con un vaso
de agua en la mano.
SPENCER: Qué me dice de esa frase, ah?
El psiquiatra guardó silencio sopesando y midiendo mentalmente sus sensaciones. Habían escu-
chado la grabación una docena de veces.
PSIQUIATRA (Bebiendo pequeños sorbos de agua): Entre los profesionales que se hacen pasar
por aficionados y los aficionados que simulan la tranquilidad y la insolencia de un profe-
sional, la cosa no es fácil. Lástima que no haya usted prolongado un poco más la conver-
sación.
SPENCER: Sí, cometí un error (Afirmó, mientras recordaba las órdenes que a gritos le había dado
el Jefe: “¡Pongan al teléfono a cualquier hijo de puta que se haga pasar por mí y averigüen qué
quiere ese pájaro!”).
El hijo de puta acababa de entrar, en ese momento, a la oficina del teniente Spencer. Era el
teniente Milland, un hombre corpulento, completamente calvo, bastante joven y de buen ca-
rácter.
MILLAND: Ya me explicaron de qué se trata. De tanto hacerme pasar por el Jefe, algún día
estaré sentado en su sillón, van a ver.
El teniente Milland tenía la voz idéntica a la del Jefe y se lo usaba frecuentemente para estas
ocasiones.
Los tres hombres escucharon de nuevo la grabación; después de una pausa, Spencer dijo dirigién-
dose al psiquiatra:
26 Fernando Josseau

SPENCER: Ese tipo es un revoltijo. ¿El asma?


PSIQUIATRA: Es un asma fingida. En cambio, tiene una afonía crónica. Probablemente un
nódulo en una de las cuerdas vocales, debido a su mala impostación de la voz.
SPENCER: ¿El jadeo? (Preguntó ahora Spencer. Pero en ese momento sonó el teléfono. El teniente
Milland agarró inmediatamente el fono).
Se escuchó la voz de la telefonista:
TELEFONISTA: ¿Señor Mac Nara?
MILLAND: Con él.
Los dos hombres escuchaban por los otros auriculares.
HOMBRECITO: ¡Por fin!
MILLAND (Acomodando la voz a la manera del Jefe): ¿En qué puedo servirlo?
HOMBRECITO: Me imagino que habrá leído los periódicos de la mañana.
MILLAND: Sí, sí, por supuesto (Exclamó Milland con fingido entusiasmo, alentándolo a que
siguiera).
HOMBRECITO: Entonces ya se habrá dado cuenta de qué se trata.
MILLAND: Bueno, no del todo. Hay varias noticias importantes.
Los tres hombres cambiaron una mirada de expectación.
HOMBRECITO (Escuetamente): El Embajador.
Spencer contuvo el aliento. El psiquiatra arqueó las cejas y Milland dio un brinco en su silla.
HOMBRECITO (Agregó con acento incoloro): La noticia aparece en todos los diarios.
MILLAND: Ah, se trata de eso.
Mientras tanto, Spencer se deslizó, rápido y silencioso, hasta la pieza contigua y pidió que lo
comunicaran con el Jefe.
HOMBRECITO (Repitiendo): Sí, se trata de eso.
MILLAND: Bueno, tiene usted un pez grande en la caña.
HOMBRECITO: Así parece.
En la otra habitación, el Jefe se comunicaba con Spencer.
JEFE: ¿Qué sucede ahora? ¿Se robaron la Estatua de la Libertad?
SPENCER: Está el mismo hombre al teléfono, señor. Tiene en su poder al Embajador ante las
Naciones Unidas. El secuestro de anoche.
JEFE: ¡Demonios! Pónganmelo al teléfono. Sincronicen bien el empalme.
SPENCER: Sí, señor.
El Embajador 27

JEFE: ¿Están grabando?


SPENCER: Por supuesto, señor.
JEFE: Bien.
MILLAND (De modo estúpido, aguardando el “empalme” con la voz de su Jefe): ¿Habla usted de
un teléfono público?
HOMBRECITO: No. Estoy hablando con un teléfono casero. Aprendí a fabricarlos en un
curso por correspondencia...
En ese instante la telefonista comunicó el llamado al teléfono del Jefe. Los tres hombres deja-
ron escapar la respiración con sensación de alivio.
JEFE: ¿Así es que el Embajador en persona?
HOMBRECITO: Bueno. El tipo que tengo encerrado en un closet tiene la misma cara que
aparece en los diarios de la mañana...
JEFE (Alarmado): ¿Encerrado en un closet? (Sus ayudantes, ahora, lo rodeaban). Y usted, por
supuesto, está hablando desde un teléfono público. ¿Ha tomado las precauciones para evi-
tar una asfixia?
HOMBRECITO: Sí. Por eso dispongo de sólo cinco minutos para hablarle.
JEFE: No vaya a estropear este negocio con un descuido...
HOMBRECITO (Interrumpiéndolo, secamente): Pierda cuidado.
JEFE: Y a propósito de negocio, ¿a cuánto ascienden sus honorarios?
HOMBRECITO (Parcamente): Treinta y cinco .
JEFE: ¿Treinta y cinco millones de dólares? ¿Está usted loco?
HOMBRECITO: No. No me ha entendido. Treinta y cinco.
JEFE: ¿Tres millones y...
HOMBRECITO (Volviendo a responder): Treinta y cinco.
JEFE (Con alivio): ¿Trescientos cincuenta mil? Bueno, eso es razonable.
HOMBRECITO: No, señor. No me ha entendido usted. O no quiere entenderme.
JEFE: Estoy dispuesto a entenderle y a negociar con usted con toda la paciencia del mundo. Se
trata del Embajador de un país importante. (Cubrió con su mano derecha la bocina y ordenó
a uno de sus ayudantes): Avisen a la Embajada inmediatamente.
SPENCER: Sí, señor (Saliendo de la habitación).
HOMBRECITO: Bien. Me alegro de que así sea. No quiero causarle el menor daño a este
caballero que, en lo personal, me ha caído muy bien.
JEFE (Sarcástico): Sí, claro que le ha caído muy bien. Una caída que le deja trescientos cincuen-
ta mil dólares, libres de impuestos.
HOMBRECITO (Pacientemente): Veo que aún no me ha entendido. Le dije treinta y cinco.
JEFE: Ah, bueno. ¡Treinta y cinco mil! Eso lo resolvemos esta misma mañana.
HOMBRECITO: Treinta y cinco. (Súbitamente su voz se había tornado humilde, blanda y más
opaca).
28 Fernando Josseau

Hubo una pausa abrupta. El jefe parpadeó.


JEFE: ¿Treinta y cinco qué?
HOMBRECITO: Treinta y cinco dólares.
JEFE: ¿Quiere repetírmelo calmadamente, por favor?
HOMBRECITO: Treinta y cinco dólares.
JEFE: ¿Se ha vuelto usted loco?
HOMBRECITO: Eso ya me lo dijo antes, cuando habló usted de treinta y cinco millones de
dólares.
JEFE: ¡Es que se va usted a los extremos!
HOMBRECITO: ¡Usted se va a los extremos!
Alrededor del Jefe había un silencioso alboroto de gestos, miradas y susurros inaudibles entre sus
colaboradores, varios de ellos con la oreja fundida a los auriculares.
JEFE (Indignado): ¡Treinta y cinco dólares! ¿Sabe cuántos años de cárcel le puede costar esta
broma cuando demos con usted?
HOMBRECITO: No es ninguna broma, señor. Tengo al Embajador en mi poder y quiero
treinta y cinco dólares.
JEFE: Espéreme un segundo, por favor (Cubriendo el auricular con la mano y volviéndose a su
ayudante más cercano): Quiere treinta y cinco dólares como rescate. Es un loco perdido.
¿Treinta y cinco dólares? Exclamó uno de los ayudantes, estupefacto.
JEFE: Bueno, si se trata de un loco, ¿cómo saber si tiene realmente al Embajador? No podemos
correr riesgos. Hay que seguirle el juego. (Destapando el auricular): ¿Y por qué quiere usted
sólo treinta y cinco dólares?
HOMBRECITO: Es la cantidad que necesito.
JEFE: No tiene por qué usted secuestrar a un Embajador para obtener dicha suma. ¿Para qué
la quiere?
Los demás hombres seguían la conversación expectantes, incrédulos, atónitos; había de todo en
sus expresiones.
HOMBRECITO: Hace una semana que no como verdaderamente. El Embajador tenía sólo
diez dólares en efectivo. Compré un par de hamburguesas, dos coca-colas y un paquete de
cigarrillos.
JEFE (Indagando cauteloso): ¿Hamburguesas con mayonesa?
HOMBRECITO (Con naturalidad): No. Sin mayonesa.
JEFE: ¿No tiene usted trabajo?
HOMBRECITO: No señor. Hace más de seis meses que estoy cesante.
JEFE: Bueno, eso lo podemos arreglar. Nosotros...
El Embajador 29

HOMBRECITO: Quiero un trabajo afuera de la cárcel y no adentro.


JEFE (Reflexionando generoso): De todas maneras, ¿qué puede hacer con treinta y cinco dólares?
Mire, le puedo dar ahora mismo cien dólares, si me proporciona las señas dónde entregár-
selos. Puede usted cenar en un restaurante y hasta ver un par de películas. ¿Qué me dice?
HOMBRECITO: Sólo quiero treinta y cinco dólares. No quiero abusar. Bueno, llamaré dentro
de una hora. Al señor Embajador le debe estar faltando el aire. (Y colgó).
El Jefe observó el auricular que tenía en la mano como si viniese emergiendo de un sueño. Luego
también colgó.
JEFE: ¡Fantástico! ¡Es lo más fantástico que he oído en toda mi vida, así se trate de una broma
o de un maldito y asqueroso chiflado! (Se volvió a sus hombres y preguntó): ¿Qué opinan
ustedes?
MILLAND: Bueno, señor; hay una pista posible si es que realmente tiene en su poder al Em-
bajador; un closet donde lo ha encerrado.
JEFE (Con el rostro congestionado de furor): ¿Cuántos millones de clósets cree usted que hay en
Nueva York? ¡Millones! ¡Quizás uno por cada habitante! ¡Y quizás dos! ¡Esta es la ciudad de
los clósets! ¡Ahora me doy cuenta!...
La voz del Jefe y la voz del teniente Milland habían sonado tan idénticas la una a la otra, que
el breve diálogo dio sólo la impresión de un monólogo. Los hombres guardaron silencio unos
segundos: había una atmósfera delirante y abruptamente demencial en la sala.
Pocos segundos antes, en una caseta telefónica de la calle 42, un hombrecito había colgado el
auricular. En seguida, se había apoyado contra el cristal de la caseta, al borde de una fatiga. Res-
piraba aceleradamente y con dificultad. Con la manga de su chaqueta se había limpiado la frente
empapada en sudor. Mordiéndose los labios, había permanecido inmóvil un largo instante, con
la vista perdida en el vacío. Era un hombre pequeño, pálido y enjuto, vestido con modesta discre-
ción. Finalmente, había abierto la puerta y se había deslizado furtivamente entre la multitud.

Fueron muchas las preguntas que se formularon a continuación el Jefe y sus hombres. En una
atmósfera recargada por el aroma de decenas de tazas de café y cigarrillos fumados ininte-
rrumpidamente, las preguntas se sucedían unas tras otras.
En primer lugar, las informaciones sobre el secuestro mismo del Embajador y su desaparición
eran, aún, demasiado confusas.
El automóvil del Embajador había sufrido un desperfecto a media cuadra del edificio de las
Naciones Unidas. El Embajador, según las declaraciones del chofer que había sido interrogado
toda la noche (hombre, por otra parte, de antecedentes intachables), decidió tomar un taxi,
pues esa misma noche tenía una cena en la Embajada de Egipto. Cometió el error, al parecer,
de alejarse de su chofer quien permaneció en el interior del automóvil, aguardando el servicio
de emergencia del Automóvil Club. El chofer —en el lapso de unos segundos— había perdido
de vista al Embajador, pero no se inquietó, en la seguridad que habría conseguido un taxi
30 Fernando Josseau

rápidamente. En la Embajada, por su parte, no se preocuparon por el atraso del Embajador,


pensando que de haber sucedido algo anormal, el chofer habría llamado inmediatamente por
teléfono.
El Embajador, en suma, había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra, en pleno cen-
tro de Manhattan y a las siete de la tarde. Las pesquisas, en torno a posibles testigos presenciales
del secuestro, habían sido nulas. Nadie había llamado a la policía por teléfono para proporcio-
nar un indicio. Nadie se había presentado, a pesar de las profusas noticias aparecidas en todos
los periódicos de la mañana en torno al secuestro.
¿Por qué treinta y cinco dólares? La absurda cantidad pedida por el presunto secuestrador, intri-
gaba y desconcertaba cada vez más a la policía.
Ciertamente el hecho no resistía análisis desde cualquier ángulo que se lo enfocara. ¿Para qué
podían servir realmente treinta y cinco dólares? ¿Era posible que un solo hombre pudiera reali-
zar un secuestro de esta naturaleza en pleno centro de la ciudad a la luz del atardecer?
Si, como era obvio, había tenido que usar un arma, evidentemente, ella valía más de treinta y
cinco dólares. ¿Por qué no había vendido el arma para comer, de ser cierta la insólita explicación
del presunto secuestrador?
¿Deseaba conservar el arma para seguir realizando asaltos, raptos o cualquier otra fechoría?
Pero si se trataba de un delincuente, ¿por qué arriesgaba su vida o una condena de cárcel a
perpetuidad por treinta y cinco dólares?
¿Por qué se había negado a recibir los cien dólares ofrecidos por el Jefe? Si, según la información
preliminar del psiquiatra, la voz correspondía a un individuo de caja toráxica pequeña, segu-
ramente menudo y hambriento (conforme a su propia declaración) ¿cómo el Embajador que era
un hombre más bien corpulento no había opuesto resistencia? Las declaraciones del personal de
la Embajada confirmaron que el Embajador era un hombre decidido, dueño de sí y sin el menor
rasgo de cobardía en su personalidad.
¿Había sido tomado tan de sorpresa que había sufrido un verdadero ataque de paralogización?
En este sentido, surgió una información interesante: el Embajador había estado aquella misma
tarde reunido en una comisión de las Naciones Unidas estudiando problemas concernientes al
terrorismo internacional y donde se habían exhibido varios impresionantes documentales sobre
la materia. ¿Tal vez el Embajador había salido del edificio sobreexcitado por aquellos filmes?
¿Se trataba, quizás, de una venganza personal?
La Embajadora descartó dicha posibilidad, dado el carácter generoso, recto y altruista de su
esposo quien, por otra parte, poseía una respetable fortuna personal.
Después de considerarse éstas y otras posibilidades, mientras aguardaban expectantes la próxima
llamada del secuestrador, el jefe y el psiquiatra del Servicio estudiaban la grabación de los lla-
mados telefónicos.
El psiquiatra —preventivamente— proporcionó un primer informe somero: “La voz reflejaba
importantes y continuos cambios de personalidad. Pasaba de la amenaza al razonamiento sen-
cillo, de la petulancia a la humildad, de la vacilación a la euforia, y así sucesivamente”.
¿Una disgregación de la personalidad?
El Embajador 31

PSIQUIATRA (Haciendo funcionar la grabadora): Escuchen ese tono tranquilo y sencillo:


“No. Sin mayonesa”. (El funcionario detuvo la grabadora y ubicó en la numeración de la
cinta otra frase): “No. Estoy hablando con un teléfono casero. Aprendí a fabricarlos en un
curso por correspondencia”. (Detuvo la máquina y subrayó): Burlón, sarcástico, ¿verdad?
Ahora escuchen esto: “No, señor. Hace más de seis meses que estoy cesante” (repitió la
máquina). Humilde, casi rastrero, lastimoso. Compárenlo con esta reacción donde se ha
convertido en un pequeño Mussolini...: “¡Cabrona! ¡Le dije claramente que deseo hablar
con el Jefe!”
Insolente, vulgar y agresivo. En fin, la primera impresión de estas grabaciones equivale a las
reacciones de diez personas distintas...
JEFE: ¿Un psicópata? ¿Un paranoico?
PSIQUIATRA: Es probable. Es fundamental su próxima llamada. De todos modos, si se trata
de un individuo con las facultades mentales alteradas y realmente tiene al Embajador en su
poder, éste corre serio peligro.
A la hora en punto, la telefonista comunicó el llamado. Mac Nara cogió el teléfono con avidez:
JEFE: ¿Sí?
HOMBRECITO (Estúpidamente): ¿Con quién?
JEFE: Mac Nara. Jefe del Servicio. ¿Cómo está el Embajador?
HOMBRECITO: Estaba un poco fatigado por la falta de aire. Le di un vaso de agua. Se repuso
completamente.
JEFE: ¿Sigue en el closet?
HOMBRECITO: Sigue.
Mac Nara se aventuró deslizando lentamente la voz.
JEFE: ¿Está usted solo metido en esto?
HOMBRECITO: ¿Se imagina usted que para un negocio de treinta y cinco dólares necesito
un socio?
Hubo un coro de risas ahogadas a las espaldas del Jefe.
JEFE: Bien, señor...
HOMBRECITO: ¿No esperará que le diga mi nombre, verdad?
JEFE: No. Ciertamente. Bien, señor: usted puede indicarme el procedimiento para que le en-
treguemos los treinta y cinco dólares, contra la persona del señor Embajador. ¿Los quiere
usted en billetes de un dólar o de cinco?
HOMBRECITO (Serenamente): De un dólar.
El Jefe se había puesto de un rojo encendido. Experimentaba una vaga sensación de ridículo y
de vergüenza ajena.
32 Fernando Josseau

JEFE: Muy bien.


Entonces la voz le interrumpió imperativamente:
HOMBRECITO: ¡Y nada de billetes nuevos o marcados, ah!
JEFE: No, no creo que sea necesario...
Los hombres, a su lado, volvieron a reír solapadamente.
JEFE: ¿Cómo se los hacemos llegar y a dónde? Me imagino que lo tiene todo bien planificado,
¿verdad?
HOMBRECITO: Lo llamaré dentro de una hora para decirle cómo y dónde.
El Jefe tuvo un gesto de irritación e impaciencia.
JEFE: Si sigue gastando dinero en llamadas telefónicas se va a descapitalizar más todavía. (El
Jefe se arrepintió de esta última frase. Pensó que el hombre, resentido, podía cortar). ¿Aló?...
HOMBRECITO (Secamente): Llamaré dentro de una hora. (Y colgó).
Hubo un pesado silencio. La sensación de absurdo, desvarío e incongruencia electrizaba la at-
mósfera de la sala.
JEFE: De todos modos si se trata de un bromista no tenemos otra alternativa que seguir el jue-
go hasta que aparezcan los verdaderos secuestradores. (Y dirigiéndose a sus ayudantes agregó):
Prosigan con las investigaciones al margen de este cretino.
En ese momento sonó el timbre de uno de los citófonos.
TELEFONISTA: La esposa del Embajador y el Primer Secretario de la Embajada acaban de
llegar, señor.
JEFE: Que pasen. Spencer, quédese usted.
Los ayudantes abandonaron la sala. La esposa del Embajador y el Primer Secretario entraron en
seguida. El Primer Secretario era un hombre exuberante, de piel sonrosada y ademanes parsimo-
niosos. La esposa del Embajador era una mujer de unos treinta y cinco años, atractiva, alta, de
cuerpo esbelto y modales suaves y refinados. Estaba realizando un inmenso esfuerzo por controlar
la desesperación que la invadía. Vestía un elegante traje gris, de corte sobrio y sencillo.
JEFE: Tengan la bondad de tomar asiento.
PRIMER SECRETARIO: Nos hemos enterado de que hay novedades.
JEFE (Con cierta sorpresa): ¿Novedades? Bueno, sí... ¿Un café?
ESPOSA (Con voz débil): No, gracias. (El Primer Secretario denegó con un movimiento de ca-
beza).
PRIMER SECRETARIO: Se nos ha pedido venir con urgencia.
El Embajador 33

JEFE: Sí. Hemos recibido un llamado telefónico.


ESPOSA: ¿Cuánto han pedido por el rescate? Cualquiera que sea la suma estamos dispuestos
a pagarla. Hablé con el Ministro de Relaciones Exteriores de mi país. “La suma que sea”,
dijo. Es el criterio del gobierno.
JEFE: Bien. No vamos a tener un problema por eso...
ESPOSA (Interrumpiendo, nerviosa): Lo importante es la vida de mi esposo.
JEFE: ¡Desde luego! ¡Desde luego! (Interrumpido por el Primer Secretario que habló en forma un
tanto arrogante):
PRIMER SECRETARIO: ¡¡¡La suma que sea!!!
JEFE (Escuetamente): Treinta y cinco.
PRIMER SECRETARIO (Estupefacto): ¿Treinta y cinco millones de dólares? (Mientras, la es-
posa experimentó un súbito vértigo).
JEFE (Con oscura e inexplicable malignidad): No. Treinta y cinco solamente.
PRIMER SECRETARIO (Balbuceando): ¿Treinta y cinco mil?
JEFE: ¡Treinta y cinco dólares!, es todo lo que ha pedido.
La esposa lo miraba sin comprender, con los ojos vacíos de expresión.
PRIMER SECRETARIO: Perdóneme, pero no entiendo.
JEFE: Si, comprendo... a mí me sucedió lo mismo. (Se volvió hacia la esposa gravemente y dijo):
Han pedido sólo treinta y cinco dólares por la devolución de su esposo, señora...
PRIMER SECRETARIO (Protestando indignado): ¡Pero eso es inaudito!
ESPOSA (Murmurando débilmente): ¿Se trata de una broma, entonces?
JEFE: ¿Cómo saberlo, señora? No podemos jugar con la vida de su esposo. No podemos correr
riesgos. Al parecer, se trata de... un trastornado. Un desequilibrado...
ESPOSA: ¿Pero qué puede pretender con treinta y cinco dólares?
JEFE: Comer una semana.
ESPOSA: ¿Comer una semana? ¿No ha comido durante una semana... aquí en Nueva York?
JEFE: Aquí en Nueva York.
Hubo un pesado silencio. El teniente Spencer había observado a la pareja detenidamente du-
rante el diálogo. De súbito, se produjo algo increíble. El Primer Secretario lanzó un verdadero
alarido. El Jefe y Spencer tuvieron un sobresalto.
PRIMER SECRETARIO (Gritando, perdiendo la compostura): ¡ESTO ES INAUDITO, AB-
SOLUTA Y TOTALMENTE INAUDITO!
JEFE: Sí, es bastante inaudito.
PRIMER SECRETARIO: ¡NO, NO, ES QUE USTED NO ME COMPRENDE: ESTO ES
INACEPTABLE!
JEFE (Sin comprender): ¿Inaceptable? ¿Qué quiere usted decir con “inaceptable”?
PRIMER SECRETARIO: ¡Quiero decir que sencillamente es algo que no podemos aceptar!
34 Fernando Josseau

Miró a la esposa del Embajador buscando su aprobación.


Ella hizo un leve gesto con la cabeza aprobando las palabras del Primer Secretario. El Jefe miró
a Spencer con desconcierto.
JEFE: ¿Cuánto aceptan ustedes? ¿Veinticinco dólares?
PRIMER SECRETARIO: ¿De qué demonios está usted hablando? (Y reaccionó, controlándose):
Perdone, no he deseado ofenderle. Pero esto es demasiado. Lo que queremos decir es que
todo esto es ridículo.
JEFE: ¿Qué puedo hacer yo? Es la cantidad que ha pedido ese hombre.
PRIMER SECRETARIO: ¿Sabe usted quién es nuestro Embajador?
JEFE: Lo leí esta mañana en los periódicos...
PRIMER SECRETARIO: ¿Quién es, verdaderamente? ¡ES UNA EMINENCIA!
JEFE: No lo pongo en duda...
PRIMER SECRETARIO: Es el más brillante jurisconsulto de nuestro país. Autor de varios
libros, profesor universitario. ¡Doctor Honoris Causa de la Universidad de Oxford, ex Se-
nador de la República, ex Ministro de Educación!
JEFE: Correcto, correcto...
PRIMER SECRETARIO: ¿Y usted cree que se puede pedir como rescate por un hombre se-
mejante treinta y cinco dólares?
(El Jefe y Spencer lo miraron perplejos. ¿A dónde quería llegar el Primer Secretario?).
¡Hace una semana, por el secuestro de un miserable fabricante de tapas de excusados, pidie-
ron 500.000 dólares!!! ¡Y hace varios días, en París, por un insignificante agregado cultural
de un país ignorante de quinta categoría exigieron 800.000 dólares! ¡Y por el campeón
europeo de los pesos moscas, una especie de arañita sin pelos 1.000.000 de dólares! Un
peso mosca, no un peso completo, ¿ES POSIBLE QUE POR NUESTRO EMBAJADOR,
UNA EMINENCIA, PIDAN TREINTA Y CINCO DÓLARES?
(El Jefe lo miró mudo. Spencer sin pestañear. La esposa, en cambio, asintió con la cabeza).
¿Es que ustedes no comprenden el alcance de todo esto? ¡Es una ofensa para nuestro país! ¡Es
un insulto a nuestro pueblo! ¡Es absolutamente denigrante para el esposo de la señora Embaja-
dora! ¡Un hombre de treinta y cinco dólares, eso pasará a ser nuestro Embajador ante el cuerpo
diplomático, ante las Naciones Unidas, ante el mundo, ante la historia!
¿Con qué cara podrá regresar mañana a su patria? ¡“Ahí va Méndez, el de los treinta y cinco
dólares”, dirán donde se presente!
El Primer Secretario se derrumbó en uno de los divanes y respiró con dificultad. La esposa agre-
gó, al borde de las lágrimas:
ESPOSA: Es una vergüenza, es una vergüenza. ¿Qué van a decir nuestros hijos? ¿Cómo van a
resistir las burlas de sus compañeros de clase en el colegio de Suiza donde estudian?
PRIMER SECRETARIO (Haciendo coro): ¿Qué van a decir en el Club de la Unión, en el Joc-
key Club, en...?
El Embajador 35

JEFE (Interrumpiendo): Sí, sí, verdaderamente se pueden decir muchas cosas. Pero el problema
fundamental es uno: salvar la vida del Embajador. ¿No es así, señora? (El Jefe la miró expre-
samente a los ojos).
ESPOSA: Por supuesto. Pero también su dignidad, su prestigio, su categoría.
JEFE: Entonces, ¿qué proponen ustedes?
PRIMER SECRETARIO: Esto va a trascender, esto va a llegar a la prensa, a la televisión, a
todas partes, ese individuo debe estar sediento de publicidad barata... ¡Es posible que una
vez que reciba los treinta y cinco dólares lo vuelva a llamar a usted por teléfono, ante la
expectación del mundo, y diga: “No, ahora quiero cinco dólares más”! ¿No ve usted todo
el horror, toda la maldad, todo el absurdo que encierra su actitud?
Se produjo un súbito silencio, como si el aire de la sala se hubiese petrificado. El Jefe, lentamente,
comenzó a encender un cigarrillo...
JEFE: Bien. ¿Entonces qué proponen ustedes? El individuo quedó en llamar dentro de una
hora. (Miró su reloj y calculó): Han transcurrido ya más de treinta minutos. ¿Cuál es la
oferta que desean ustedes que le hagamos?
El Primer Secretario miró a la esposa del Embajador. Ella le hizo una venia ampulosa, indicán-
dole que el asunto quedaba a su criterio. Éste dijo:
PRIMER SECRETARIO: Bien. Anoche, nuestro Ministro de Relaciones me autorizó a pagar
un rescate de un millón de dólares.
JEFE (Volviéndose a Spencer): ¿Un millón?
PRIMER SECRETARIO: Hasta un millón y medio. Naturalmente que ofreceremos algo
menos. Creo que una cifra razonable, en relación a la calidad intelectual y social del
señor Embajador y al orgullo de nuestro país, podría ser 1.000.000 de dólares.
JEFE: ¿El mismo precio que un peso mosca, una especie de arañita sin pelos?
El Jefe no pudo evitar la comparación.
PRIMER SECRETARIO (Razonando vertiginosamente): Es cierto. Podemos comenzar con
una oferta de 1.200.000 hasta llegar a 1.500.000. No creo que ese individuo se resista a la
tentación de 1.500.000...
JEFE: Es muy modesto el hombre. Al parecer sólo tiene hambre...
PRIMER SECRETARIO: Hambre de fama, de notoriedad, de maldad...
JEFE: Bien, señores. Sólo nos queda, entonces, esperar de nuevo su llamada...
ESPOSA (Con voz patética): En todo caso, debe usted convencerlo, debe usted usar toda
su capacidad de persuasión para convencerlo. Debe usted hacerle comprender todas
las maravillosas posibilidades que significan tener un millón y medio de dólares... ¡Mi
esposo... mi esposo (Con acento trágico) es capaz de suicidarse ante semejante humilla-
ción!
36 Fernando Josseau

El Jefe la miró, sin decir ahora una sola palabra. Sacudió violentamente la mano, en un gesto
casi epiléptico; la colilla del cigarrillo le estaba quemando los dedos.

A veinticinco cuadras del edificio de las Naciones Unidas, en un subterráneo inhóspito, casi va-
cío, iluminado débilmente por una bombilla que proyectaba una luz macilenta, el hombrecito
estaba sentado en la única silla de paja frente a una mesa de laurel, sin cepillar y sin barnizar.
Ante él, y sobre la mesa, había una pistola Colt, de calibre 45. Al lado, un vaso de coca-cola a
medio beber, un cenicero lleno de colillas y otro vaso vacío.
El hombrecito miraba fijamente hacia la parte del muro donde había un gran closet de metal.
Miró durante un largo rato fijamente la puerta del closet, bebió lentamente un sorbo de coca-
cola, encendió un cigarrillo, cogió la pistola y caminó sigilosamente hasta la puerta del closet.
Escuchó atentamente, pero el silencio era total. Finalmente dijo:
HOMBRECITO: Señor Embajador... (No hubo respuesta). ¡Señor Embajador! (Hubo otra
pausa). ¡SEÑOR EMBAJADOR! (Escuchó ansiosamente, aproximando la oreja a la puerta).
(No hubo respuesta ni se produjo un solo ruido en el interior del closet. El hombrecito esbozó una
pálida sonrisa. Después dijo en voz baja): Nada de trampas, señor Embajador. Tiene usted
aire para tres horas más...
Una voz débil se dejó oír entonces desde el interior:
EMBAJADOR: Tengo sed.
HOMBRECITO: ¿Sed y ganas de orinar?
EMBAJADOR: Tengo sed.
El hombrecito regresó sigilosamente, cogió la pistola, vació un poco de Coca-Cola de una botella
que estaba bajo la mesa y caminó nuevamente hasta la puerta del closet.
HOMBRECITO: Una vez que escuche el ruido de la cerradura, cuente hasta diez y salga len-
tamente con las manos en alto. (Sacó una llave y la introdujo en la cerradura).

Hubo una pausa de diez segundos. El hombrecito se ubicó apoyando las espaldas en el muro opues-
to, apuntando firmemente con la pistola en dirección a la puerta del closet. Esta comenzó a abrirse
lentamente. Recortada contra la oscuridad del closet surgió la imagen del Embajador con los brazos
en alto. Se trataba de un hombre de mediana estatura, de cabello entrecano, tez rubicunda, ojos
azules y un bigote finamente recortado. La noche en vela había producido dos tenues aureolas azu-
les alrededor de sus ojos y la piel lisa y bien cuidada de su rostro se veía manchada por una barba
incipiente. Se había subido la solapa de su elegante traje gris, [indudablemente el interior de aquel
closet metálico era bastante helado]. El Embajador avanzó un paso con los brazos en alto.
HOMBRECITO (Señalando con un movimiento de cabeza el vaso recién servido de Coca-Cola):
Puede beber. (El Embajador avanzó lentamente hasta la mesa, sin despegar la vista de su
El Embajador 37

secuestrador. ¿Temía, acaso, que le disparara a quemarropa? En seguida cogió el vaso de Coca-
Cola y bebió ávidamente). Perdone usted que no tenga un whisky en las rocas.
El Embajador no respondió. Indudablemente que el vaso de Coca-Cola, en esos instantes, tenía
mejor sabor que un “Chivas Regal”.
Hubo una larga pausa durante la cual el Embajador aún pestañeaba, tratando de acostumbrar
sus ojos a la luz.
EMBAJADOR: ¿Por qué lo ha hecho?
HOMBRECITO: ¿Invitarle Coca-Cola?
EMBAJADOR: No. Secuestrarme.
HOMBRECITO: ¿Ha tenido usted hambre alguna vez?
El Embajador pensó un breve instante la respuesta. Por fin dijo, sinceramente:
EMBAJADOR: No. Nunca... En mi país... el hambre...
HOMBRECITO (Interrumpiéndole): Eso he leído. Tengo entendido que su pueblo es el mejor
alimentado de la tierra. Me han contado que comen unos bifes que parecen alfombras...
¿Es cierto?
EMBAJADOR (Con aire modesto): Bueno, no hay que exagerar... Quizá sea cierto, tal vez el
hambre no exista en mi país.
HOMBRECITO: Pero usted es Embajador ante las Naciones Unidas.
EMBAJADOR: Sí, claro.
HOMBRECITO: Eso significa... que debería importarle un poco el hambre... del resto del
mundo.
EMBAJADOR: A las Naciones Unidas le preocupa...
HOMBRECITO: Bien, usted es el Embajador del país mejor alimentado de la tierra... y yo
soy, se lo aseguro, el tipo más hambriento de esta asquerosa ciudad. De los ocho millones
que pululan en este hormiguero, yo, sin duda, soy el más hambriento... (Se dejó caer en la
silla de paja. El Embajador estaba de pie, a diez pasos de él, mirándolo curiosamente: observa-
ba el aspecto de aquel hombre menudo y pálido, sopesando sus últimas palabras y cotejando el
significado de ellas con su aspecto físico; efectivamente, la ropa, gastada pero limpia, flotaba en
su cuerpo delgado. Los ojos irritados, la piel ligeramente manchada de su rostro fue interpretada
por el Embajador como una avitaminosis. Había algo famélico, etéreo y desfallecido en todo
su aspecto. No obstante, el arma, la brillante Colt 45, era sostenida firmemente por su mano
huesuda apuntándole directamente al tórax).
¡Soy el más hambriento de todos los malditos hijos de puta que hay en esta cochina ciudad!
Y usted es el Embajador de los sobrealimentados ¿O.K.? (El Embajador lo miró fijamente,
pero no tuvo el valor de darle una respuesta).
¿Sabe usted lo que experimento cuando estoy frente a una insignificante, plateada y bri-
llante sardina? Una especie de éxtasis, el glorioso éxtasis de saber que tengo “el porvenir”
38 Fernando Josseau

asegurado por unas cuantas horas, de que podré darme el lujo hasta de tener, quizá, un
eructo y de que podré dormir una siesta de cinco minutos, ¡una siesta! ¿me oye?, ¡y no un
cabrón desmayo!
Dejó escapar una carcajada hueca y vacía, que retumbó lóbregamente en el recinto.
El Embajador reparó entonces en el extraño silencio que reinaba en el lugar: no se filtraba el más
minúsculo ruido desde el exterior, la risa había rebotado en los muros de cemento desnudo hasta
extinguirse. El silencio los envolvió nuevamente y la imagen del hombrecito sentado en su silla
de paja con la pistola en la mano, causaba la desagradable sensación de un solitario muñeco en
un museo de cera.
Media hora más tarde, en el Departamento de Policía se produjo un llamado telefónico: la voz
de una mujer informó que el día anterior, alrededor de las siete de la tarde, había visto al Em-
bajador (el mismo rostro que aparecía en todos los periódicos de la mañana) caminando junto
a un hombre menudo y pálido en dirección hacia Broadway. En seguida había cortado. El Jefe,
después de recibir la información, se volvió hacia Spencer mientras la señora Embajadora y el
Primer Secretario bebían lentamente un café, y le espetó a la cara:
JEFE: Bien. Dígale en voz alta a los señores lo que he estado pensando. Usted también ha es-
tado pensando lo mismo. ¿O me equivoco?
Spencer sonrió. Se sirvió una taza de café y comenzó a hablar, calmadamente:
SPENCER: A las seis de la tarde el señor Embajador asistió a la exhibición de dos documen-
tales sobre el terrorismo y la violencia. Son dos muestras cinematográficas bastante impre-
sionantes sobre la materia donde, curiosamente, se han insertado varios secuestros y raptos
con diferentes finales para sus víctimas. Los documentales terminaron diez minutos para
las siete. El Embajador, minutos después, abandonó el edificio de Naciones Unidas. Tenía
el compromiso para una cena esa misma noche en la Embajada de Egipto. El automóvil del
Embajador sufrió un desperfecto a dos cuadras del Edificio de Naciones Unidas. Le dijo al
chofer que tomaría un taxi, necesitaba cambiarse de ropa para la cena de la noche. El chofer
permaneció en el coche del Embajador, esperando una grúa del Automóvil Club. El Em-
bajador, en vista del gentío que circula a esa hora en la calle, se alejó de su chofer en busca
de un taxi cuando, de súbito —un hombre pequeño y pálido— le incrustó una pistola en
las costillas ordenándole callarse y seguir sus instrucciones al pie de la letra. Al menor mo-
vimiento dudoso el hombre dispararía. El Embajador, en una revisión fugaz del rostro del
hombre, comprendió de inmediato que la amenaza era seria. El secuestrador caminó pega-
do al cuerpo del Embajador varias cuadras, dándole instrucciones en voz baja. El secuestro
lo ejecutó solo. El secuestrador lo hizo a pie. Caminaron así, seis o diez cuadras, hasta algún
edificio abandonado de la zona que circunda Naciones Unidas. Posiblemente se trata de
un subterráneo. El secuestrador lo arriesgó todo: el encuentro casual de algún amigo del
Embajador, alguien que pudo haber divisado la escena desde un automóvil, algún policía
El Embajador 39

que entrara en sospechas al advertir la forma de caminar de la pareja. Nada de esto sucedió.
Simplemente, el secuestrador introdujo al Embajador en un edificio solitario, lo encerró en
un closet, esperó un par de horas, revisó los bolsillos del diplomático, encontró diez dólares
en efectivo, salió a comprar un par de hamburguesas, Coca-Colas y cigarrillos, pasó en vela
toda la noche apuntando con su pistola la puerta del closet donde encerró al Embajador, y
esta mañana a las diez aproximadamente, abandonó el recinto, después de comprobar que
nada sospechoso o anormal se había producido en los edificios vecinos y que la policía no
merodeaba por los alrededores, y se dirigió a una caseta telefónica donde marcó el número
del Departamento de Policía.
El teniente Spencer guardó silencio bruscamente y bebió el último sorbo de su taza de café que
se había enfriado.
JEFE: Correcto. Spencer piensa siempre lo mismo que yo y Milland habla con mi voz. Somos
un verdadero trío... (La señora Embajadora y el Primer Secretario miraron a Mac Nara irri-
tados. El Jefe se disculpó rápidamente): Sé que parece un chiste. Pero trabajamos sincroniza-
dos, ¿me entienden? Estamos registrando los alrededores, cuadra por cuadra, edificio por
edificio, rincón por rincón, sótano por sótano, azotea por azotea...
PRIMER SECRETARIO: ¿Cómo se explica que ese individuo actúe solo... y abandone al Em-
bajador para salir a telefonear?
JEFE: Significa, en primer lugar, que el sitio es a prueba de ruidos. Puede ser el segundo piso
de un sótano profundo. En cuanto a la habitación, o closet, según él mismo dijera por telé-
fono, debe tratarse de un lugar muy reducido con alguna puerta metálica. Hasta es posible
que se trate de una gran caja de fondos...
ESPOSA (Gritando, en un quejido ahogado): ¡Oh, no!
JEFE: Usted perdone, señora, pero son conjeturas necesarias.
Hubo una breve pausa que fue interrumpida por el Primer Secretario:
PRIMER SECRETARIO: ¿Un hombre solo?... Realmente, es para ponerlo en duda. ¿Y el se-
ñor Embajador dejarse dominar por un solo hombre?
JEFE: El Embajador lo entendió enseguida, un hombre que realiza un acto tan insensato atra-
viesa sin duda por una crisis aguda que puede reducirse a una sola palabra: “suicidio”. Na-
turalmente que el señor Embajador tiene que haber pensado en la posibilidad de un golpe
inesperado para desprenderse del individuo, o gritar o pedir auxilio. Pero el señor Embaja-
dor entendió que ese hombre estaba en una situación-límite. Simplemente, se habría pues-
to a disparar a boca de jarro sobre el Embajador o sobre quien se interpusiera “sin pensar ya
en su propia vida”. Por eso, señora (el Jefe se dirigió expresamente a la Embajadora) nuestro
problema no es tanto localizar al individuo, como salvar al Embajador. Estamos revisando,
registrando edificio por edificio diez cuadras a la redonda de las Naciones Unidas, pero no
puedo usar la fuerza ni dar órdenes de allanamiento, ni utilizar helicópteros. Simplemente,
40 Fernando Josseau

vigilamos... esperando que nuestro hombre salga nuevamente a telefonear. Pero aún así, en
ese caso, tampoco podemos apresarlo: el Embajador está herméticamente encerrado en un
closet... Y mientras pudiéramos hacer confesar al secuestrador, el señor Embajador...
ESPOSA (Nerviosamente): Comprendo, comprendo la situación. Hay que seguir el juego de su
locura. ¿Qué desea? ¿Treinta y cinco dólares? Yo sólo le pido que usted lo convenza que esa
cantidad no tiene sentido... Naturalmente deseo a mi esposo vivo, pero no bajo el peso de
la humillación, el ridículo y el escarnio...
Las palabras de la señora Embajadora vibraron unos segundos en el aire espeso de la sala. El Jefe
carraspeó, sin hacer comentarios, tratando de evitar otra secuela de argumentos y especulaciones.
En ese instante, sonó el teléfono. El Jefe agarró rápidamente el auricular. La telefonista dijo
escuetamente:
TELEFONISTA: La llamada, señor Mac Nara.
JEFE: ¿Sí???
HOMBRECITO (Casi en un susurro): Deseo darle las instrucciones.
JEFE: Lo escucho.
La señora Embajadora y el Primer Secretario recibieron nerviosamente los auriculares que les
extendió el teniente Spencer, y llenos de ansiedad se aprestaron a escuchar.
HOMBRECITO (Preguntando con naturalidad): ¿Conoce usted la Biblioteca Central?
JEFE: Si no la conociera, no ocuparía el cargo de...
HOMBRECITO (Interrumpiendo): Claro, claro... Correcto. Sólo quiero asegurarme que no
se cometan errores. Que no me salgan después con que entendieron que se trataba de la
“Biblioteca Benjamín Franklin”
JEFE (Asombrado): ¿Benjamín Franklin? ¿Qué biblioteca es ésa? No la conozco.
HOMBRECITO: Oh. Es sólo una forma de decir. Un ejemplo. Bien. Usted conoce la Biblio-
teca Central, en la Quinta Avenida. Eso es lo importante.
El Jefe se agitó nerviosamente en su sillón reclinable. La esposa del Embajador se mordió los
labios, invadida por una gama demasiado confusa de sentimientos: miedo, ira, impotencia. El
Primer Secretario sacudió los brazos como una extraña ave agitando las alas ante un destino
incierto.
JEFE: Perfectamente. La Biblioteca de la Quinta Avenida, hasta el último analfabeto la conoce.
HOMBRECITO: La Biblioteca posee una gran escalinata central.
JEFE: Sí, deben ser treinta escalones más o menos. ¿O me equivoco? Me imagino que usted ya
los ha contado.
HOMBRECITO: Naturalmente. Son treinta y ocho escalones. Bien, en el último escalón,
al extremo derecho, envueltos en una página de “The Wall Street Journal” atado con un
elástico corriente, deseo que deje usted el dinero.
El Embajador 41

HOMBRECITO: JEFE: ¿Por qué “The Wall Street Journal” y no “The New York Times”? (El
Jefe no pudo evitar la curiosidad).
HOMBRECITO (Tenazmente): Es un asunto financiero, ¿no?
JEFE (Con voz conciliadora): Tiene usted razón.
HOMBRECITO: Otra cosa, nada de trampas. Quiero la cuadra despejada. Iré a buscar el
dinero a las doce en punto de la noche. No quiero policías, ni detectives, ni espías a mi
alrededor. Si ustedes me detienen conseguirán una sola cosa. Que el Embajador muera
asfixiado dentro del closet...
La esposa tuvo un acceso de tos y el teniente Spencer se abalanzó prontamente a coger el fono que
había caído sobre su falda, mientras el Primer Secretario ordenaba con voz contenida al oído
del Jefe: “¡Convénzalo! ¡Convénzalo!”...

JEFE (Tomando notas en su block de apuntes): Estamos enteramente de acuerdo. Haré exac-
tamente todo lo que usted me ha ordenado. Sólo quiero hacerle una proposición antes.
Usted la escucha con calma, y si le interesa...
HOMBRECITO (Interrumpiendo): ¡No me interesa!
JEFE: Vamos, hombre, si todavía no me ha dejado explicarle de qué se trata...
HOMBRECITO (Repitiendo, con un dejo maníaco): ¡No me interesa!
JEFE: Quiero puntualizar y jurarle que obedeceré sus órdenes al pie de la letra, pero le ruego...
PRIMER SECRETARIO (Susurrando al Jefe al oído): ¡Convénzalo!

El Jefe se volvió irritado y le gritó tapando la bocina:

JEFE: ¡Si usted no me deja hablar no veo cómo lo puedo convencer! (Y se dirigió nuevamente al
receptor): Es simplemente una proposición y usted puede aceptarla o desecharla. (Al otro extre-
mo del hilo no hubo respuesta). Creo que con treinta y cinco dólares no va a llegar muy lejos...
HOMBRECITO: No pienso hacer ningún tour alrededor del mundo. Sólo quiero alimentar-
me una semana, “y comenzar de nuevo”.
JEFE: ¿Comenzar de nuevo qué?
HOMBRECITO: A buscar una nueva vida.
JEFE: Mire, señor... escúcheme. Mi oferta es la siguiente: en el mismo lugar indicado por
usted, a la misma hora, y en una página doble de “The Wall Street Journal”, le dejaré un
millón doscientos mil dólares...

El Primer Secretario asintió vigorosamente con la cabeza y la esposa del Embajador agregó con
voz casi inaudible: “Convénzalo, convénzalo”.

HOMBRECITO (Repitiendo con acento indiferente, después de una pausa): ¿Un millón doscien-
tos mil dólares?
JEFE (Con energía): ¡UN MILLÓN DOSCIENTOS MIL DÓLARES!!!

La voz no respondió.
42 Fernando Josseau

JEFE: Piense usted en todo lo que puede hacer con tanto dinero. Tendría usted el porvenir
asegurado para siempre. Podría comprarse una casa, ropa nueva, buscarse una linda novia o
viajar por el mundo, y aún más, si quiere... le podría alcanzar para unas trescientas tonela-
das de hamburguesas, tres millones de botellas de coca-cola, miles de paquetes de cigarri-
llos e ir al cine en la matinée en la tarde y en la noche hasta el día de su muerte!!!.
El Jefe se detuvo, para tomar aliento. Sentía que sus palabras sonaban huecas, falsas, sin el más
leve poder de convicción. La misma insoportable sensación de extravío le secó la boca; intentó una
frase más, que resultó muda, inaudible, y agonizó en una extraña mueca junto al auricular.
HOMBRECITO (Tranquilamente): No me interesa. Y no me venga con engaños de última
hora...
JEFE (Protestando): ¿Engaño? ¿Engaño? ¿Para qué demonios quiere usted treinta y cinco dóla-
res? El delito de secuestro, usted lo sabe muy bien, tiene cadena perpetua... No va usted a
arriesgar el resto de su vida por treinta y cinco dólares.
HOMBRECITO: Necesito treinta y cinco dólares, eso es todo.
JEFE: Bueno, lleguemos a un arreglo inteligente, ¿qué le parece sólo un millón de dólares?
HOMBRECITO: Treinta y cinco.
El Jefe, exasperado, tuvo un frenético gesto de impotencia, mientras la esposa susurraba a su
lado:
ESPOSA: ¡Tiene que convencerlo!
JEFE (Encontrando el hilo de un nuevo argumento y dispuesto a desenrollar la madeja hasta el
final): Cuide usted su prestigio. “Un secuestrador de treinta y cinco dólares”. ¿Qué van a
pensar sus amigos de usted, sus colegas, sus competidores? ¡Un miserable secuestrador de
treinta y cinco dólares! ¡Un fracasado! ¡Un cobarde! ¡Un...
HOMBRECITO: Sólo quiero treinta y cinco dólares.
JEFE (Fatigado y respirando con dificultad): Bueno. ¿Qué le parecen, entonces, quinientos mil
dólares?
PRIMER SECRETARIO (Corrigiéndolo): ¡Un millón quinientos!
JEFE (Cubriendo la bocina y gritándole al Primer Secretario): ¡Déjeme negociar tranquilo! (Y
volviéndose al teléfono): Con quinientos mil dólares...
HOMBRECITO: Sí, ya sé. Podría comprar una tonelada de hamburguesas, quinientas mil
botellas de Coca-Cola e ir al cine una sola vez al día hasta la noche de mi muerte...
JEFE: ¿Por qué dice usted “hasta la noche de mi muerte”?
HOMBRECITO: ¿Cómo quiere usted que diga?
Mac Nara suspiró pesadamente envuelto en una espesa nube de imbecilidad, autodesprecio y
cansancio. Hizo un esfuerzo supremo y se juró a sí mismo y en silencioso secreto hacer un último
y postrer esfuerzo por conciliar los oscuros intereses de la voz con los demenciales anhelos de los
diplomáticos.
El Embajador 43

JEFE: Dígame una cosa, ¿ha llamado usted por teléfono a algún periódico?
HOMBRECITO: ¿Periódico? ¿Qué pretende usted? ¿Que envíe mi fotografía a los periódicos?
El Jefe tuvo, ahora, un gesto triunfal y miró desafiante al Primer Secretario y a la señora del
Embajador, como sentenciando: “¿No se los dije yo?”.
JEFE: Bien. ¿No se conformaría usted con sólo cien mil dólares?
HOMBRECITO: No.
JEFE: ¿Cincuenta mil?
HOMBRECITO: No.
JEFE: ¿Ni siquiera treinta y cinco mil?
HOMBRECITO: No.
Hubo una pausa. El Jefe recordó una expresión típicamente mexicana (su luna de miel en Aca-
pulco desfiló ante sus ojos irritados como un relámpago) y exclamó en perfecto español: “Ni
modo”.
La esposa del Embajador dejó caer la cabeza y el Primer Secretario cerró los ojos comprendiendo
que todo había terminado.
JEFE: Bien, le dejaré el dinero que usted pide y como usted lo desea, en la escala de la Biblio-
teca a las doce de la noche. ¿A qué horas quedará en libertad el Embajador?
HOMBRECITO: Al amanecer.
JEFE: Conforme.
El auricular fue colgado al extremo de la línea. Hubo un largo silencio, donde sólo se escuchaba
el rumor contenido y leve de los ahogados sollozos de la esposa del Embajador:
ESPOSA (Balbuceando y secándose las lágrimas que rodaban por sus mejillas con el dorso de la
mano): Esto es el fin para mi esposo. El fin. ¿Pero qué piensa usted? ¿Es un loco? ¿Se trata
de una venganza? ¿Qué conclusión ha sacado usted?
JEFE: No hay ninguna escala de valores al respecto. Muchas veces hemos dudado en casos
parecidos: ¿cómo saber si se trata de un loco o simplemente de un hombre que ha matado
por gusto o por un pedazo de pan? Conocemos tipos que han asesinado a su mejor amigo
por cinco dólares, a un niño que asesinó a su madre porque ésta no le regaló una bicicleta
para su cumpleaños, como él esperaba, y también crímenes motivados por insignificantes
celos idiotas. Hoy en día alguien puede secuestrar a una persona importante... por nada.
Son seres patológicos, desequilibrados, enfermos. No hay reglas. No hay normas. No hay
medidas. Podría seguir dándole miles de ejemplos. (Hubo una breve pausa. Luego se volvió
a la esposa del Embajador): Espero que me haya comprendido, señora.
ESPOSA (Con un hilillo de voz, apenas audible): Sí.
Pensando que aún no se había explicado con suficiente claridad, y mientras observaba la mirada
un tanto vaga y desesperada de la esposa del señor Embajador, el Jefe agregó:
44 Fernando Josseau

JEFE: Miles y miles de crímenes se cometen año a año en este país. Las estadísticas son impre-
sionantes. Y en esos miles y miles de crímenes se encuentran toda clase de motivaciones, las
causas y las razones más exóticas, variadas e increíbles y siempre, al mismo tiempo, estamos
ante un gran puzzle: un puzzle que se extiende desde la frontera de México hasta la del
Canadá. Del Pacífico al Atlántico.
(El Jefe se detuvo y volvió a observar atentamente a la bella mujer cuya vaga mirada parecía
contemplar los tenues dibujos de la alfombra).
Este ataque de locura, este verdadero shock, es el producto de un largo proceso. Nadie
“se muere de hambre bruscamente como fulminado por el latigazo de un infarto”, seño-
ra. El proceso siempre es largo. Cesantía. Trabajos minúsculos. Cansancio. Frustración.
Frustración ante el pasado, la familia, las posibles relaciones sentimentales. La personali-
dad disminuye, se disuelve, se desintegra, se pulveriza, pero busca desesperadamente un
canal por donde circular y siempre este canal conduce a un mismo síntoma. Los grados
y características son diferentes: Esquizofrenia. Paranoia. Delirio de Persecución. Histeria.
Megalomanía. Mitomanía. Homosexualismo. Mesianismo. Sadomasoquismo. Todo lo que
usted pueda leer en cualquier manual de psicopatología corriente. Nosotros sabemos una
sola cosa: no hay asesinos normales. No hay delincuentes normales. No hay degenerados
normales. Para ellos, en cambio, la sociedad es anormal. Entonces surge al acto compen-
satorio... siempre es un acto insólito, inexplicable, descomunal, que se puede justificar con
razones políticas, religiosas, morales. Nadie, hasta ahora, ha resuelto ninguno de los males
de nuestra sociedad con estos actos “individuales”.
¿QUIÉN ES ESTE HOMBRE? BIEN: ES UNO DE ELLOS. Su hambre —posible-
mente auténtica, aquí, insólitamente, en Nueva York, en el país de la opulencia— se hace
más monstruosa. Y él la convierte en metáfora. En símbolo. Su hambre... es el hambre
de todos los hambrientos del mundo. Y ACTÚA SIMBÓLICAMENTE: TREINTA Y
CINCO DÓLARES. Esa es su protesta. Es la razón por la cual no ha aceptado un millón
de dólares ni un millón y medio ni cien mil dólares... ni siquiera le va a robar el encen-
dedor de oro del Embajador o su lapicera... Me imagino que llevaba un encendedor de
oro...
ESPOSA: Sí, con sus iniciales. Un obsequio de cumpleaños.
JEFE: Bien. Ese encendedor, sin duda, sigue en el bolsillo del Embajador. Me atrevo a hacerle
una apuesta sobre esto.
ESPOSA: Entonces, me da usted la razón. Mañana o pasado... saldrá la noticia en todos los pe-
riódicos. Porque me imagino, si es una protesta, él no querrá, después de todos los riesgos
corridos, que ésta muera en el silencio, el anonimato, el olvido.

El Jefe evitó su mirada y observó por la ventana hacia afuera: los edificios comenzaban a perfi-
larse contra el pálido cielo con sus ventanas iluminadas.
JEFE (Apesadumbrado): Sí, pienso que sí.
El Embajador 45

Toda la mañana y toda la tarde, los radiopatrullas recorrieron las calles de la ciudad y, especial-
mente, el sector que circunda las Naciones Unidas. Las voraces miradas de los policías registra-
ban las escenas y las personas que pudieran despertar la más leve sospecha.
Las instrucciones habían sido precisas, ordenando no realizar detenciones ni allanamientos ni
redadas y habían sido igualmente precisas en el sentido de fotografiar con poderosos teleobjetivos a
los más dudosos, seguir disimuladamente a otros hasta sus domicilios, y anotar toda clase de señas,
direcciones y datos, con el propósito de aprehender al secuestrador una vez que éste hubiese dejado
en libertad al Embajador. Por otra parte, existía la certeza de que si el Embajador efectivamente
era puesto en libertad, podría describir fácilmente las señas del culpable o los culpables.
Bares, mercados, casetas telefónicas, baños, billares, pasajes, azoteas y negocios de todas las clases
fueron “fichados” por la policía en una red invisible y silenciosa, pero realizada con meticulosi-
dad y paciencia infinita.

HOMBRECITO: ¿Desea usted orinar, señor Embajador? (No había nada particularmente ofen-
sivo en el tono de la voz del hombrecito: por el contrario, sólo le impulsaba el deseo de ser humano,
cordial y cortés. Pero no hubo repuesta. Aguardó un largo instante, pegado junto al closet y final-
mente regresó hasta la mesa, encendió un cigarrillo, dejó la pistola junto al vaso con Coca-Cola y
se sentó una vez más en la silla de paja. Tenía deseos de conversar. Y tenía hambre nuevamente.
Y estaba fatigado tras la violenta tensión de los hechos vividos aquellas largas horas y la intermi-
nable noche vigilando implacablemente la puerta del closet. La amarillenta luz de la bombilla,
que arrojaba una etérea aureola alrededor de su rostro, hería sus ojos irritados y enrojecidos.
Apagó bruscamente el cigarrillo contra el cenicero de metal y permaneció laxo y silencioso un
largo instante, con los ojos cerrados, intentando inútilmente relajarse. Pero la tensión emergía
desde su esqueleto mismo y apuñalaba especialmente la nuca. Entonces, se escuchó un ligero
golpe desde el interior del closet. El hombrecito se puso rápidamente de pie, cogió la pistola y se
aproximó a la puerta).
Señor Embajador?
EMBAJADOR: Tengo sed.
HOMBRECITO: Cuando oiga el ruido de la cerradura, cuente hasta diez y salga (y se repitió la
misma escena anterior como en un pequeño rito familiar entre secuestrador y secuestrado. Apun-
tando al Embajador con la pistola firmemente sostenida por su mano derecha y encañonándole
el tórax): Hay sólo agua.
El Embajador comprobó que en un vaso había Coca-Cola y en el otro agua. Cogió el vaso con
agua y lo bebió. Se le veía extenuado, más pálido y el rostro un tanto desencajado.

EMBAJADOR (Con voz apagada): ¿Puedo sentarme?


HOMBRECITO (Sin dejar de apuntarle): Sí. (El Embajador se dejó caer en la silla de paja. Luego,
lentamente, se volvió hacia el secuestrador y lo miró fija, escrutadoramente, haciendo un esfuerzo
con la vista aún no habituada del todo a la luz). ¿Cuánto pesa usted?
46 Fernando Josseau

El hombrecito había soltado la pregunta abruptamente y el Embajador pareció sorprendido.


EMBAJADOR: ¿Cuánto peso? Ochenta y cuatro kilos.
HOMBRECITO: ¿Cuánto mide?
EMBAJADOR: Un metro setenta y cinco.
HOMBRECITO: Tiene usted diez kilos de más.
EMBAJADOR: ¿Sí?
El Embajador se inclinó observándose.
HOMBRECITO: Yo tengo veinte kilos de menos.
EMBAJADOR: Oh, lo siento.
HOMBRECITO: Mido un metro setenta y cinco y peso... cincuenta kilos y ya no tengo edad
para transformarme en un jockey de última hora... (Miró al Embajador con una sonrisa
extraña). Hay una diferencia entre usted y yo de treinta kilos. Una barrera de carne nos
separa. Un muro de buen filete nos separa. ¿Me comprende? (Hubo otra pausa). El invierno
pasado tuve tres gripes seguidas, una neumonía y... a veces pienso cómo será eso de ir al
dentista. Debo tener unas ocho mil caries en la boca. Ahí donde pongo la lengua siento
un agujero. (Sonrió). A veces, también, pienso en cómo será eso de levantarse tarde en la
mañana, en un lugar cálido, alfombrado, y ponerse una bata de seda sobre el pijama y
llegar hasta un baño reluciente y orinar pensando que el destino es seguro y sonriente y...
(Se interrumpió bruscamente) ¿Ve usted este recinto? (Hizo un gesto circular con la pistola. El
Embajador siguió el movimiento de aquella mano pálida y huesuda con los ojos) Es... la tierra
de nadie... Usted y yo, solos. Sin leyes, sin partidos, no hay ninguna cabrona Carta Magna
que engañe al uno o al otro. No tiene usted el consuelo de pensar en la OTAN o en el Pacto
de Varsovia o en cualquier otra huevada que alivie su inseguridad. Esta pistola es nuestra
bomba de hidrógeno y yo la tengo en la mano y usted la mira fijamente pensando en qué
momento podrá arrebatármela y vaciarla sobre mi cabeza. (Respiró hondamente y sacudió
la mandíbula inferior como un caballo al que le han puesto mal el arnés). También podría
esperar... hasta que usted baje de peso... hasta que llegue a pesar cincuenta kilos, digamos.
Y le obligaría a usted a ponerse en igualdad de condiciones conmigo. (Encendió lentamente
otro cigarrillo y observó al Embajador en silencio).
¿Cuál fue el último banquete al cual usted asistió, señor Embajador?
EMBAJADOR: ¿Banquete?
HOMBRECITO: Sí. Banquete. Recepción o como quiera llamarle...
El Embajador vaciló. Después dijo:
EMBAJADOR: ¿Qué importancia tiene?
HOMBRECITO: Mucha.
EMBAJADOR: ¿Para mí...?
El Embajador 47

HOMBRECITO: No. Para mí. Para usted no debe tener ninguna. Al mirarlo, rosadito y re-
lleno, me da la impresión de que nació usted en un banquete: entre fuentes de mayonesa,
caviar y crema chantilly... (El Embajador no respondió). ¿Bien?
EMBAJADOR: ¿Sí?
HOMBRECITO: ¿Cuál fue el último banquete al que usted asistió, señor Embajador?
El Embajador hizo memoria. Súbitamente, experimentó un vacío mental. ¿Dónde había esta-
do? ¿En la Embajada de Inglaterra? ¿Con los Vanderbilt?
EMBAJADOR: Fue una cena íntima, simplemente.
HOMBRECITO: ¿Qué es una cena íntima, simplemente?
EMBAJADOR: Donde un matrimonio amigo. Eramos sólo cuatro personas.
HOMBRECITO: Ah... (Hubo una pausa. El hombrecito lanzó una amplia bocanada de humo,
mirando nostálgicamente los espirales como si en cada uno de ellos se esfumara una parte de su
propia energía). ¿Y qué cenaron?
EMBAJADOR: ¿Qué cenamos?
HOMBRECITO: Sí. ¿Qué cenaron? Me imagino que la cosa comenzó con algunos aperitivos.
EMBAJADOR: Bueno. Sí. Claro.
HOMBRECITO: ¿Qué aperitivos?
EMBAJADOR: Bebí solamente unos... un Conard.
HOMBRECITO: ¿Uno o unos?
EMBAJADOR: Bueno, dos o tres.
HOMBRECITO: Conard. ¿Qué es eso?
EMBAJADOR: Un... licor francés.
HOMBRECITO: Ah. Francés. ¿Amargo? ¿Dulce? (El Embajador hizo un gesto ambiguo con la
mano). ¿Cómo se prepara?
EMBAJADOR: Simplemente... con hielo.
HOMBRECITO: ¿En vaso grande?
EMBAJADOR: Chico.
HOMBRECITO: ¿Es un trago refinado, verdad?
EMBAJADOR: ¿Refinado? Depende...
HOMBRECITO: Claro. Depende... (Hubo otra pausa). ¿Y cigarrillos?
EMBAJADOR: Sí... Algunos...
HOMBRECITO: ¿Importados?
EMBAJADOR: Ingleses.
HOMBRECITO: ¿Negros?
EMBAJADOR: Rubios.
HOMBRECITO: Ajá... Aromáticos.
EMBAJADOR: No. Simplemente diferentes.
HOMBRECITO: Diferentes. ¿Marca?
EMBAJADOR: Dunhill.
HOMBRECITO: Ajá.
48 Fernando Josseau

EMBAJADOR: Fumo poco, en realidad.


HOMBRECITO: ¿Y la cena?
EMBAJADOR: ¿La cena? (De súbito una ola de cólera envolvió al Embajador, haciéndole temblar
de pies a cabeza). ¿A qué demonios viene todo esto? ¿Qué importancia tienen sus estúpidas
preguntas? ¡Ya estoy harto, ¿me oye?! ¡ESTOY HARTO!
La voz golpeó los muros del recinto una y otra vez, hasta extinguirse en una vibración amorti-
guada e incolora.
HOMBRECITO: No lo he hecho por molestarlo, señor Embajador. Créame, es sólo auténtica
curiosidad. El tacto, el olfato, el paladar... Usted palpa cosas diferentes a las que yo palpo:
sedas italianas, popelinas inglesas, pieles... Usted ha olfateado perfumes de los cuales yo no
tengo la menor idea que siquiera existan. Y ha paladeado comidas de todo el mundo. Es
simple curiosidad. En comparación, yo tengo el olfato atrofiado, el paladar y el tacto. ¿Qué
cenaron?
EMBAJADOR: Centollas.
HOMBRECITO: ¿Qué es eso?
EMBAJADOR: Un marisco... importado de Chile.
HOMBRECITO: ¿Marisco? ¿Importado? ¿Lo traen por avión?
EMBAJADOR: Sí. Por avión.
HOMBRECITO: ¿Se le acompaña con alguna crema?
EMBAJADOR: En este caso, de nueces.
El Embajador masculló las palabras con fuerza. La cólera se había transformado en desafío.

HOMBRECITO: ¿Crema de nueces?


EMBAJADOR: Sí, de nueces, una exquisitez. Acompañada con vino blanco del Rhin, helado.
HOMBRECITO: ¿Helado?
EMBAJADOR: Completamente helado, como es de rigor.
HOMBRECITO: ¿De rigor, eh?
EMBAJADOR: Sí, señor, de rigor.
HOMBRECITO: ¿Y después?
EMBAJADOR: ¿Después? Reno asado.
HOMBRECITO: ¿Reno? ¿Se come el reno?
EMBAJADOR: Nosotros, sí.
HOMBRECITO: ¿Ustedes?
EMBAJADOR: Acompañado con puré de...
HOMBRECITO: ¿Es carne jugosa?
EMBAJADOR: Jugosa, sí, muy jugosa. Algo exquisito. Delicioso. Y es blanda y suave al pala-
dar como... bien, es casi indescriptible.
HOMBRECITO: ¿Vino?
El Embajador 49

EMBAJADOR: Francés, Bordeaux. Reserva 1924.


HOMBRECITO: ¿1924?
EMBAJADOR: Algo fuera de serie.
HOMBRECITO: ¿Postre?
EMBAJADOR: Oh, varios no recuerdo. A ver, déjeme pensarlo. Sí, claro; yo me serví algo
bastante trivial...
HOMBRECITO: ¿Trivial?
EMBAJADOR: Bueno, quiero decir “corriente”. (El hombrecito lo miró a los ojos, esperando).
Crepes suzettes...
HOMBRECITO: Me suena. Me parece haberlo visto en alguna película.
EMBAJADOR: En todas las películas piden crepes suzettes. Es un lugar común de los produc-
tores de Hollywood.
HOMBRECITO: Sí. Me imagino. (Hubo una pausa. El hombrecito sonrió. Volvió a encender
otro cigarrillo. Después dijo con voz débil): ¿Conoce usted los “molletes”?
EMBAJADOR: ¿Molletes? ¿Qué es eso?
HOMBRECITO: Un amigo mío estuvo en México y me sugirió para los períodos desespera-
dos... prepararme unos “molletes”. Es una cosita mexicana. Pan francés con queso derretido
y puré de frijoles. Se le puede agregar un poco de salsa de tomate. Alimenta. Y tiene buen
sabor... No, claro, como el reno... pero... en fin. Hace tiempo que no pruebo un “mollete”.
El me dijo: “en tiempos desesperados”, por lo barato. Hoy... los recuerdo como un sueño
lejano y maravilloso. “¡Molletes!”. (El Embajador lo miró desconcertado, confuso. No sabía si
reír o escupir en el suelo).
En todo caso, yo lo pensaría dos veces antes de intentar algo parecido a un ataque. Piense,
señor Embajador, en todo lo que usted tiene que perder. Y piense, también, en todo lo que
yo NO TENGO QUE PERDER. (El hombrecito jugó ahora con la reluciente Colt 45, y dio
la impresión, más bien, de un niño ansioso haciendo maromas con un arma de juguete).
¿Qué podría perder usted, por ejemplo? Me imagino su casa, una gran mansión con alfom-
bras... ¿cuáles son más famosas?
EMBAJADOR (Parcamente): Persas.
HOMBRECITO: Alfombras persas. Jarrones de porcelana de... ¿cuáles son los famosos?
EMBAJADOR: Sèvres.
HOMBRECITO (Repitiendo): De Sèvres. ¿Dónde queda eso?
EMBAJADOR: En Francia. Cerca de París.
HOMBRECITO: Muebles de estilo...
EMBAJADOR (Interrumpiendo): Muebles de caoba, de palo rosa, de jacarandá. Los estilos son
variados. Hoy en día se alterna lo antiguo con lo moderno, lo suntuoso con lo simple.
HOMBRECITO: Ajá. Los licores los servirá usted en...
EMBAJADOR: Cristalería de cristal tallado.
HOMBRECITO: También hay unas muy famosas. ¿De dónde son?
EMBAJADOR: Baviera.
50 Fernando Josseau

HOMBRECITO: Ya. (Hubo una breve pausa). Y cuadros, me imagino.


EMBAJADOR: Sí, por supuesto. Soy aficionado a la pintura. Mi esposa también lo es. Ella, sí,
prefiere los cuadros modernos: Chirico, Dubuffet, Saura. Yo soy un poco anticuado: tengo
algunos Renoir, dos Degas y apuntes de Picasso.
HOMBRECITO: Picasso me suena. Y Degas. Y Renoir. Los otros no los conozco. ¿Tiene su
casa piscina?
EMBAJADOR: Sí, con baldosas inglesas de intenso color azul. El agua así se ve más limpia, más
transparente, sobre todo en las noches, cuando la iluminamos desde abajo y damos una de
esas fiestas típicas de los diplomáticos, al aire libre, bajo los toldos multicolores y con todas
“nuestras mujeres”, hermosas, refinadas, radiantes y magníficamente vestidas pululando al-
rededor de la pileta con sus vasos de cristal cortado con “Chivas Regal” en las rocas.
HOMBRECITO: Hermoso. Usted dijo: “nuestras mujeres”. ¿Además de su esposa?
EMBAJADOR: Sí, claro. Además de mi esposa.
HOMBRECITO: Deben de tener la piel muy tersa esas mujeres.
EMBAJADOR: Obviamente. La piel tersa, las carnes apretadas, elásticas, flexibles. Mujeres
alimentadas para la sensualidad, vestidas para la provocación displicente, peinadas para
impactar, perfumadas para producir orgasmos inesperados y sorprendentes. La seda sobre
la piel de seda, como decía Sade.
HOMBRECITO: ¿Sade?
EMBAJADOR: El Marqués.
HOMBRECITO: Ah. Sí. Algo he oído también.
EMBAJADOR: Usted no sabe lo que son verdaderamente esas cinturas, esos muslos, esas
grupas que en cualquier lugar y en cualquier circunstancia producen una violenta erección
bajo el smoking importado.
HOMBRECITO: ¿Importado?
EMBAJADOR: Las telas, es claro. Inglesas.
HOMBRECITO: Erecciones... internacionales bajo telas inglesas.
EMBAJADOR: Usted no sabe lo que son esas mujeres: cómo huelen sus cabellos, sus axilas,
sus vaginas: huelen a Nina Ricci con sal de mar adentro, viven envueltas en nubes de fra-
gancia...
HOMBRECITO (Preguntando tardíamente): ¿Nina Ricci?
EMBAJADOR: Tiene que haber visto en alguna revista la publicidad. Nina Ricci, Helena
Rubinstein, Coco Chanel...
HOMBRECITO: Nombres de putas. (El hombrecito tragó saliva y esbozó una pálida sonrisa.
Luego agregó): Me imagino, también, que tendrá usted un departamentito en París.
EMBAJADOR: Acertó. En la avenida Foch. El barrio aristocrático de París. Lo uso, funda-
mentalmente, para mis vacaciones...
HOMBRECITO: Mientras su esposa va a esquiar...
EMBAJADOR: Acertó nuevamente: a Suiza.
HOMBRECITO: Mmmmm. ¡París!
El Embajador 51

EMBAJADOR: También tiene que incluir en su inventario el pent-house de la Quinta Avenida.


Eso pertenece al Gobierno.
HOMBRECITO: ¿Al Gobierno?
EMBAJADOR: A mi Gobierno.
HOMBRECITO: Sí, pero también disfruta de él ¿verdad?
EMBAJADOR: Sí. Lógicamente.
HOMBRECITO: Y agreguemos en el inventario las joyas, los automóviles, las acciones. La
sensación de poder. De seguridad. De “eternidad” que producen toda estas cosas: tiene
usted demasiado que perder, señor Embajador... Ahora, veamos qué puedo perder yo.
EMBAJADOR (Siniestro y desafiante): ¿Me permite que haga yo su inventario?
HOMBRECITO: Con mucho gusto. Algo sabrá de oídas.
EMBAJADOR: Podrá perder usted... su dentadura podrida, su mal aliento, su avitaminosis.
HOMBRECITO: ¿Qué es eso?
EMBAJADOR: Falta de vitaminas. Perderá usted su caspa, su seborrea. Su trajecito lustroso y
demasiado holgado. Sus veinte kilos de menos. Sus insomnios...
HOMBRECITO: Sí, el estómago vacío produce insomnio, el mismo insomnio que el estóma-
go demasiado atiborrado de cremas, mentas, chocolates y licores.
EMBAJADOR: Perderá usted su cuartito oscuro y húmedo con un catre de fierro viejo y una
bacinica viscosa, su cepillo de dientes con cuatro cerdas hediondas y sus calzoncillos su-
dorosos y deshilachados. Perderá usted un par de libros sebosos de detectives encontrados
en algún basurero y un par de fotografías pornográficas para masturbarse cuando no ha
podido conseguir una hembra barata en algún callejón. Perderá usted su frustración, su
resentimiento, sus viejos rencores y todos los recuerdos amargos de su infancia... ¿Más o
menos? Sus gonorreas mal curadas y sus gripes crónicas.
HOMBRECITO: Más o menos. Entonces, señor Embajador, sería estúpido que usted se arries-
gara conmigo. Tiene usted todo que perder. Y yo... quizá ganaría una tranquilidad inespera-
da, una quietud inmensa, cósmica. Una paz dulce.
EMBAJADOR: ¿Por eso se arriesgó?
El hombrecito lo miró fijamente, estudiándolo una vez más y no contestó a la pregunta. En
cambio dijo, apuntándole con la pistola a boca de jarro:
HOMBRECITO: Tenga la bondad de regresar al closet, señor Embajador.
Éste miró la pistola que relucía bajo la luz mortecina de la bombilla eléctrica, movió la cabeza
de arriba abajo y dijo diplomáticamente:
EMBAJADOR: Por eso es que le obedezco.
Se puso de pie, se dio vuelta lentamente, sin abandonar la idea punzante de que un tiro por
la espalda podría sobrevenir en cualquier momento, avanzó hasta el closet, abrió la puerta y
penetró a él.
52 Fernando Josseau

En la oscuridad del closet, respirando pesadamente debido a la atmósfera enrarecida por la


falta de aire y en donde no se filtraba la más minúscula partícula de luz, el Embajador re-
pasaba mentalmente una y otra vez los últimos acontecimientos. Una sucesión interminable
de preguntas con respecto al pequeño individuo que lo había raptado y a su desconcertante
personalidad desfilaban en su mente. ¿Trabajaba solo? ¿Había un grupo de extremistas afuera
del recinto, vigilando a su vez al individuo? Desde el momento mismo del secuestro, en plena
calle de Manhattan, habían controlado a éste otras personas, atentas a que el hombrecito no
cometiera algún grave error? ¿Hasta qué punto había arriesgado su vida tanto él como el secues-
trador? ¿Cuál era el verdadero motivo del secuestro? ¿Una fuerte suma de dinero por su rescate?
Y, una vez obtenido el dinero ¿saldría con vida? ¿Valía la pena arriesgarse intentando una fuga
desesperada? ¿La fatiga, el cansancio, la falta de sueño debilitarían al hombrecito al extremo de
caer en un instante de distracción que le permitiera actuar? ¿Qué clase de hombre era realmente?
¿Actuaba impulsado por presiones ajenas donde, a su vez, se jugaba él también la vida? ¿Y su
personalidad? Hablaba, ciertamente, en forma desconcertante. Su acento y su vocabulario eran
altamente desconcertantes. En ciertos momentos, daba la impresión de un hombre culto y en
otros el lenguaje era chapucero y trivial. Usaba giros y palabras en un extraño e insólito revol-
tijo: términos cultos con vulgaridades; frases incisivas con respuestas banales; preguntas idiotas
alternadas con indagaciones llenas de ironía, sarcasmo y mordacidad. Sólo su aspecto físico era
tangible y concreto: la mala dentadura, las manchas de la piel de su rostro pálido, las enfermizas
ojeras que acentuaban aún más las profundas cuencas alrededor de sus ojos sin brillo, la delgadez
extrema de su cuerpo. Y su manía de hablar de comidas, ¿era real o fingida? ¿Era una lección
aprendida de memoria o su obsesión alimenticia y culinaria era producto de hambre auténtica-
mente padecida durante largo tiempo? ¿Qué oficio podría haber desempeñado anteriormente?
Sus manos no eran del todo toscas ni estaban deformadas por callosidades ni por largos esfuerzos
físicos. ¿Era, simplemente, un desequilibrado mental; un hombre enloquecido por la soledad, la
miseria, el hambre y las enfermedades crónicas?
El secuestro mismo —ahora lo pensaba— había sido ciertamente un acto demencial...
Y también la imagen del hombre pequeño y menudo que bruscamente incrustó una pistola en
sus costillas en plena calle y con voz velada pero autoritaria y firme le espetó al oído: “Este es
un secuestro. No hable ni grite porque será baleado instantáneamente. Ni intente escabullirse
porque descargaré toda la pistola en su maldito cuerpo sobrealimentado”.
El Embajador se había vuelto y había mirado, atónito, esos ojos afiebrados, amenazantes, suici-
das. “Siga caminando como si nada sucediera”.
Paralogizado por el estupor, el Embajador había obedecido con una súbita e inexplicable do-
cilidad. ¿Por qué la ira, la rebelión o el orgullo no habían intervenido para nada? ¿Dónde,
ciertamente, terminaba la sensatez y comenzaba la cobardía?
Y se había dicho mientras caminaba calle abajo, entre la multitud, con el caño de pistola fuer-
temente incrustado en sus costillas: “Un policía, un conocido, alguien tiene que vernos”, pero
sus piernas actuaban impulsadas por un insólito desdoblamiento. Porque si bien es cierto que la
ira, la impotencia y el furor bullían dentro de él, su cuerpo actuaba bajo la presión de la pistola
El Embajador 53

y el impacto demente de la mirada del hombre que caminaba pegado a su costado, impasible,
imperturbable, aparentemente sereno.
¿Había influido en su actitud el documental que habían exhibido en Naciones Unidas sobre la
violencia?
Y una sucesión de raptos, crímenes, bombas, explosiones y torturas proyectadas en la pantalla del
confortable mini-cine de la Sociedad volvieron a aparecer ante sus ojos, hasta que lo envolvió
nuevamente el vacío y la oscuridad del closet.
A las once de la noche, nadie más se había reportado al Departamento de Policía. Nadie había
llamado a la Embajada. Ningún supuesto o auténtico secuestrador o secuestradores se habían
comunicado con periódico alguno.
La policía clausuró la circulación de peatones a lo largo de tres cuadras frente a la Biblioteca y
desvió el tránsito de vehículos.
Los treinta y cinco dólares, en billetes viejos sin marcar, fueron envueltos en un ejemplar de
“The Wall Street Journal” y todas las demás indicaciones se siguieron al pie de la letra, según las
instrucciones recibidas por el teléfono del Departamento de Policía.
Sólo quedaba esperar. Y todos esperaron con una extraña y enloquecedora impaciencia.
El Embajador, una vez más, había sido invitado a salir del closet para respirar. Estaba sentado
frente a su secuestrador, en la silla de paja. Delante de él, uno de los dos vasos con un poco de
agua brillaba tenuemente en la húmeda y rancia atmósfera del recinto.

HOMBRECITO: Tengo algunos consejos que darle a los hambrientos. Son ejercicios o tru-
cos que practico para amortiguar el hambre. Quizá usted, a través de Naciones Unidas o
de UNESCO, podría recomendarlos a algunos millones de habitantes en Africa, India y
América hispana.
EMBAJADOR (Con acento sarcástico): ¿Consejos?
HOMBRECITO: Mire usted, se lo diré, primero en forma de slogan, después, si no lo capta
del todo, se lo explicaré en detalle: “Mastique despacio, el doble de tiempo y tendrá la sen-
sación de haber comido doble cantidad”.
(El Embajador no pudo retener una carcajada sucia y nerviosa).
Veo que ha comprendido. Yo lo practico frecuentemente: un trozo de charqui, por
ejemplo, lo he masticado durante horas, hasta volverse una super-papilla en mi boca
(y esto, a pesar de mis dientes). Así, he tenido la sensación de estar comiendo durante
horas. Es estimulante. Da optimismo y ejercita la mandíbula que comienza a paralizarse
por falta de lubricación y de ejercicio. Un pequeño banquete sazonado de imaginación
y sueño... porque el estómago sigue vacío, pero la boca cansada.
(La risa del Embajador se había congelado convirtiéndose en una mueca ambigua).
Otro truco. Si usted ha bajado demasiado de peso por falta de alimentación, y su esqueleto,
sus huesos, sus caderas, sus vértebras, sus coyunturas comienzan a sobresalir por todas par-
tes, póngase un traje chico, estrecho, encogido: por flaco y famélico que usted se encuentre,
si en las mañanas usted se abotona un pantalón que apenas puede cerrarlo en la cintura,
54 Fernando Josseau

usted tendrá la sensación de “haber engordado” y si usa usted una chaqueta que le tira por
todas partes, entonces habrá engordado otro poco. (Hubo una pausa. El hombrecito observó
las manos blancas suaves, pulidas del Embajador). ¿Sabía usted que en unos cuantos años
más la humanidad tendrá 600.000.000 de hambrientos? Son estadísticas de la UNESCO...
(Bebió el último sorbo del vaso de Coca-Cola y sin despegar sus cansados ojos del Embajador
prosiguió con voz apagada): Quizá esto tenga algunas ventajas: el promedio de un ser huma-
no adulto será de treinta y cinco kilos. En un ascensor normal cabrán cuarenta personas.
Y en los cines se podrán sentar dos en cada butaca. Y la carrera de jockey será quizá la más
solicitada. Las corbatas, en este mundo de famélicos, pasarán a llamarse bufandas. Los
taxis trabajarán reemplazando a los buses de ahora y en el Madison Square Garden cabrán
3.000.000 de personas cómodamente sentadas viendo boxear exclusivamente a pesos mos-
cas... que pasarán a llamarse pesos completos.

Dejó escapar una risa áspera y asmática. Fue entonces cuando el Embajador, con la celeridad de
un rayo, empujó violentamente la mesa sobre el hombrecito quien, por intentar coger la pistola,
trastabilló en su silla, cayendo bruscamente de espaldas. El Embajador se abalanzó sobre la pistola
que rodó por las baldosas varios metros. Se arrojó de rodillas intentando agarrar el arma que se
escapaba de sus manos, viscosa y huidiza como un pez vivo fuera del agua. Por fin, en medio de un
jadeo desesperado, pudo cogerla y se volvió bruscamente: una sombra de perplejidad ensombreció
su rostro. El hombrecito se había puesto de pie y lo miraba fijamente, pálido, magullado, dolorido,
inmóvil: sus ojos velados se habían agrandado extrañamente llenos de estupor y de miedo.

EMBAJADOR (Respirando dificultosamente): Ahora podemos conversar de verdad. Ahora po-


dremos conversar “desde mi punto de vista”.

Lo encañonaba apuntando directamente al corazón. Su mano había temblado al comienzo,


pero el pulso fue adquiriendo seguridad y firmeza. En sus ojos había un destello asesino.

HOMBRECITO: Tiene usted sólo dos balas.


EMBAJADOR: ¿Dos balas? ¡Con eso me es suficiente!
HOMBRECITO: Y el cañón ligeramente torcido. No sé bien si a la izquierda o a la derecha.
Es una pistola de tercera mano. Disparará contra la muralla.

El Embajador parpadeó, pensando en una trampa.

EMBAJADOR: En la cárcel quizá usted no pase tanta hambre.


HOMBRECITO: Seguro.
EMBAJADOR: Abra la puerta.
HOMBRECITO: Esa pistola tiene sólo dos balas y el cañón desviado.

El Embajador sintió que la sangre bullía dentro de él. La cólera, intensa como un latigazo, le
sacudía de pies a cabeza.
El Embajador 55

EMBAJADOR: ¿Dos balas, eh? (Apuntó unos centímetros a la derecha del hombrecito y apretó
el gatillo. En el silencio del sótano, se escuchó el estampido seco, y la bala rebotó en el muro de
cemento. El Embajador presionó el gatillo una vez más pero éste sonó como un extraño flato me-
tálico. Luego, el silencio se hizo tan intenso que el diplomático tuvo la sensación de que le hería
los tímpanos). (Gritando y apretando el gatillo inútilmente): ¡Maldito hijo de puta!
HOMBRECITO: No tenía dinero para balas.
El Embajador había comenzado a avanzar, cogiendo el arma al revés, sin duda con el deseo de
golpearle la cabeza con la cacha, pero el hombrecito giró sobre sus talones y se arrojó a la puerta,
la abrió torpemente y la cerró tras de sí con inesperada violencia. El Embajador se lanzó sobre
la puerta: buscó inútilmente la manilla. Estaba cerrada desde afuera. Permaneció con la cabeza
apoyada en ella, vacío, exhausto, humillado, impotente. Intentó tragar saliva, pero era tal la
sequedad de su boca que la lengua y la garganta permanecieron inmovilizadas. Sin embargo,
un frío sudor se deslizaba desde las axilas a lo largo de todo su cuerpo.
El hombrecito ascendió en la oscuridad, pisando cada escalón con premura y cautela, temía tor-
cerse un tobillo. El corazón le latía con una fuerza loca, como si sólo ahora diera rienda suelta
a un vital instinto de conservación. Sus ojos taladraban la penumbra del local, aferrándose con
las manos temblorosas a un pasamanos invisible.
Recorrió varios pisos, cruzó bodegas vacías, emergió a un patio de luz donde, en un pequeño
cuadrículo, arriba, se divisaba un trozo de cielo oscuro y volvió a internarse en el edificio aban-
donado.
Cuando salió, la calle estaba desierta. Se deslizó furtivamente, el cuerpo pegado a los muros,
calle arriba.
Luego de caminar varias cuadras, (evidentemente había cruzado la zona que la policía había
excluido en su redada) divisó un reloj luminoso: faltaban siete minutos para las doce. Se detuvo,
vacilante. Pensó en los treinta y cinco dólares envueltos en “The Wall Street Journal” depositados en
la escalera de la Biblioteca, y evocó jugosas hamburguesas, una gran taza de café caliente, y ciga-
rrillos. Sintió un nudo angustioso en su estómago y un deseo suicida y ciego de agarrar esos treinta
y cinco dólares y comer y beber café y fumar cigarrillos hasta saciarse y luego dormir todo un día
seguido y después penetrar a un cine pornográfico y ver una y otra vez películas con mujeres desnu-
das... Estaba seguro que el Embajador demoraría por lo menos una hora en abrir la puerta.
Más de una hora, pensó, es una robusta puerta de roble con un pasamanos de metal por fuera.
Súbitamente, echó a correr por la oscuridad de la calle. Sabía que sería fotografiado a la distan-
cia con poderosos teleobjetivos, y que luego la policía buscaría entre el millón de hombres pare-
cidos a él en todo el país. Pero eso estaba en los riesgos que había considerado desde el comienzo.
Y siguió corriendo...
El edificio de la Biblioteca estaba frente a sus ojos. La calle parecía desierta. Los dos grandes
faroles de la Biblioteca Pública estaban apagados y las luces a lo largo de la calle. Una gran
calma surgió desde su interior, una calma imprevista y extraña, como si hubiese muerto súbita-
mente y su alma se hubiese desprendido —flotante y vaporosa— de su cuerpo... Subió las gradas
56 Fernando Josseau

lentamente y ahí, en el último escalón, se encontraba el pequeño bulto. ¡Sí, era “The Wall Street
Journal”! Había entrado al mundo de los grandes negocios. Al mundo de los negocios importan-
tes. Y sonrió.
Contó tranquilamente el dinero, descendió la escalera y caminó por la oscuridad sin impor-
tarle en lo más mínimo si algún puñetero policía lo estaba fotografiando, dibujando, midien-
do o traspasando con misteriosos rayos desde la oscuridad: una gran hamburguesa tenía ante
sí, jugosa y fragante. Y sintió que estaba vivo. Y que seguiría vivo por dos o tres días. Y esto le
dio optimismo y fuerzas. Sintió que estaba más auténticamente vivo que los treinta y cuatro
años que había vivido hasta entonces. Y desapareció en la oscuridad; su rostro había sido
transfigurado por el éxtasis.
Efectivamente, era la una de la mañana cuando el Embajador, luego de deambular, tropezar,
perderse, volver al punto de partida y buscar una nueva salida en el viejo, lóbrego y oscuro edifi-
cio, consiguió saltar a la calle. El aire fresco de la noche azotó su rostro sudoroso y ardiente. Las
piernas le temblaban de debilidad, corrió vacilante un par de cuadras hasta que divisó un taxi.
Este se detuvo y el Embajador, con un hilo de voz jadeante, murmuró:
EMBAJADOR: Lléveme al Departamento de Policía.
TAXISTA (Reconociéndolo): ¿Es usted el Embajador...?
EMBAJADOR: Sí: soy el maldito Embajador del país mejor alimentado del mundo...
TAXISTA: Su fotografía está en todos los periódicos de la tarde...
El Embajador se había derrumbado en el asiento trasero y el taxi se puso en marcha.
EMBAJADOR: ¿Hablaron del rescate?
TAXISTA: ¿El rescate?
EMBAJADOR (Preguntando ansioso): Sí, sí... ¿Cuánto pidieron?
TAXISTA: No sé. No leí nada de eso. Leí sobre su vida y de cómo se suponía habían sucedido
las cosas.
EMBAJADOR: ¿No hablaron de dinero?
TAXISTA: No que yo sepa.
EMBAJADOR: ¿Está seguro?
TAXISTA: Completamente.
EMBAJADOR (Exhalando angustiado): Bueno, bueno...
TAXISTA: Hoy en día no se puede ser Embajador, ni banquero, ni actor de cine famoso, ni
campeón de tenis, ni novelista importante si no se quiere correr el riesgo de ser secuestrado.
¿Qué va a pasar cuando la cosa llegue tan bajo que estos hijos de puta se dediquen a secues-
trar vendedores de helados callejeros, mucamas de hotel y charlatanes de feria?
EMBAJADOR (Mordiéndose los labios, y rematando la frase): Y taxistas. (Aquella cháchara le
sacaba de quicio. En su mente, ahora, había una sola idea. ¿Cuánto habían pagado? ¿Cuánto
dinero tenía en su poder aquel famélico enano desnutrido? El taxi se detuvo bruscamente frente
al edificio de la policía). Le envío el dinero en seguida.
El Embajador 57

TAXISTA (Gritando y lanzando una sonora carcajada): Si no lo hace es mejor que se quede ahí
dentro.
Cuando el Embajador entró abruptamente a la oficina del Jefe, su esposa se arrojó a sus brazos,
sollozando histéricamente.
EMBAJADOR (Palmoteando a su esposa y repitiendo): Todo ha pasado, todo ha pasado, todo
ha pasado.
El Jefe le tendía una taza de café y un cigarrillo encendido mientras, rodeado de todo su equipo,
aguardaba ansioso los detalles.
El Embajador, derrumbado en el sillón giratorio del Jefe, bebía a pequeños sorbos el café y lo
alternaba con unas largas chupadas del cigarrillo. Distraídamente, contempló la marca: “Dun-
hill”, decía en finas letras doradas. Una sonrisa afloró a sus labios, mientras exclamaba para sí,
ya sin odio:
EMBAJADOR: “Qué hijo de puta, qué hijo de puta más grande”.
En seguida narró los pormenores de su fuga. El Jefe intervino:
JEFE: ¿Su encendedor de oro, señor Embajador, y su lapicera Parker de oro, dónde están?
EMBAJADOR: Aquí en mi bolsillo. ¿Por qué? (El Embajador sacó el precioso encendedor con sus
iniciales y un juego de lapicera y lápiz Parker, igualmente de oro y lo depositó sobre el escritorio).
(El Jefe miró significativamente a la esposa del Embajador y éste los interrumpió, apremiante).
EMBAJADOR: Bien, ¿cuánto fue el rescate? (Hubo un silencio. Los ayudantes miraron al Jefe.
El Jefe miró a los ayudantes. Luego al Primer Secretario. En seguida a la esposa y finalmente de
nuevo a sus ayudantes. Inquisitivo, preguntó):
¿Qué pasa? ¿Cuanto pagaron? ¿Cuánto fue el rescate?
Con el rostro contrito, como quien da un pésame al familiar de un desaparecido importante, el
Jefe murmuró con voz ronca:
JEFE: Treinta y cinco dólares.
EMBAJADOR: ¿Treinta y cinco dólares?
JEFE: Treinta y cinco dólares...
ESPOSA (Interrumpiendo): Verás, querido, tenemos la esperanza de que no... haya informado
a los periódicos.
EMBAJADOR (Repitiendo): ¿Treinta y cinco dólares? No lo entiendo.
ESPOSA: Si, comprendo. El rescate que pidieron... (corrigiéndose) que pidió tu secuestrador
fue de treinta y cinco dólares.
EMBAJADOR: ¿Treinta y cinco mil...?
JEFE: Treinta y cinco dólares exactamente. Ni un dólar más ni un dólar menos.
EMBAJADOR: No tiene sentido.
58 Fernando Josseau

JEFE: Se trata... de un muerto de hambre. Sólo de un muerto de hambre.


EMBAJADOR: Pero...
JEFE: Quería el dinero para comer una semana. Al menos, eso fue lo que nos aseguró por el
teléfono. ¿Un trastornado? ¿Un trastornado por el hambre? Eso tiene usted que saberlo
mejor que nosotros...
EMBAJADOR: ¿Treinta y cinco dólares?
PRIMER SECRETARIO (Con vehemencia): Yo me opuse terminantemente Estábamos dis-
puestos a ofrecer un millón y medio de dólares...
EMBAJADOR (Interrumpiéndolo): ¿Un millón y medio? (Y volviéndose a su esposa espantado):
¿De mi fortuna personal?
PRIMER SECRETARIO (Con vigor): ¡Oh, no! ¡Fueron instrucciones del señor Ministro de
Relaciones Exteriores!...
ESPOSA (Interviniendo): Comprende querido. Nuestro Gobierno tomó esa decisión. No po-
demos permitir que a una persona de tu jerarquía se la avalúe por una cantidad tan in-
significante. ¿Comprendes el alcance de todo esto? Lo que significaría para tu prestigio,
para tu carrera diplomática, en fin, para todos nosotros, vivir la humillación, la macabra
humillación de ser... “avaluados” en treinta y cinco dólares?
EMBAJADOR: “Yo”..., avaluado en treinta y cinco dólares.
PRIMER MINISTRO (Perorando incoherentemente): Pero usted representa nuestro Gobierno.
Nuestro país. Nuestro status. Nuestro balance per cápita. En fin: “nuestro pueblo”. No so-
mos hombres y mujeres (contemplando la espléndida silueta de la Embajadora) de treinta y
cinco dólares.
EMBAJADOR (Volviendo a repetir, incrédulo): Treinta y cinco dólares.
ESPOSA (Al borde de la fatiga): ¿Crees que ese malvado... llamará a todos los periódicos, a los
canales de televisión, a las estaciones de radio para propagar esta burla?
EMBAJADOR (Lentamente): Sí, eso es lo que hará. No me cabe la menor duda.
(La esposa se derrumbó en un sillón y el Primer Secretario se golpeó la cabeza con furia apoyán-
dola en el muro).
ESPOSA: ¡Es horrible! ¡Todo esto es horrible!
EMBAJADOR (Repitiendo una vez más): Treinta y cinco dólares.
Entonces lanzó una gran carcajada, una carcajada gutural, extraña e incontenible, una carcaja-
da que comenzó desde adentro de sus entrañas y fue ascendiendo como un espiral hasta envolverlo
en una especie de sonoridad cósmica, una carcajada que invadió la oficina dando la impresión
que los muros podrían reventar de un momento a otro y que, después de varios minutos, fue ago-
nizando en sucesivas sacudidas, hasta morir, por fin, en un extraño y espasmódico silencio.
En una cafetería ubicada en el Village, el hombrecito devoraba una gran hamburguesa adere-
zada con todos los condimentos imaginables.
En un plato frente a él, dos hamburguesas más aguardaban el inminente asalto y una gran
taza de café con crema había sido bebida hasta la mitad.
El Embajador 59

El hombrecito devoraba con avidez profunda, ritual, entre rabiosa y serena a la vez y en cada
mordisco parecía poner toda su alma, todo su espíritu, todos sus sentidos y todo su intelecto y
concentración. Masticaba el alimento con un impulso acompasado y firme, como los pasos de
un ejército en el pavimento, guiados por el ritmo marcial de una marcha. Cuando concluyó
la primera hamburguesa, siguió con la segunda como si fuese la prolongación de la anterior.
Sólo se detuvo un instante para beber un largo sorbo de café de la taza, dejar escapar un eructo
dichoso, y dar una larga chupada al cigarrillo encendido cuya ceniza amenazaba con desplo-
marse sobre la mesa. Volvió a la hamburguesa y masticó firmemente con los ojos cerrados: luego
la alzó en sus manos como una gran hostia y dijo: “Por mis hermanos”. La cafetería estaba
desierta y el mesonero limpiaba unos vasos. El ambiente era tranquilo, en penumbras, y desde
el fondo sólo cobraba vida el relampagueo zigzagueante e intermitente del televisor encendido,
sin imagen y sin audio.
JEFE: Bien, ¿podría, ahora, señor Embajador, hacernos una descripción minuciosa y completa
del individuo?
En el escritorio, uno de los ayudantes había colocado un gran plato de canapés surtidos, una
botella de sidra, una porción de caviar, pan tostado y mantequilla.
El Embajador miró aquello pensativamente y luego preguntó:
EMBAJADOR: ¿No me podrían traer molletes?
ESPOSA: ¿Molletes? Estos son canapés del Waldorf. El servicio nocturno nos hizo el favor
de...
EMBAJADOR: Sí, pero me gustaría más comer molletes.
JEFE: ¿Molletes? ¿Qué es eso?
EMBAJADOR: ¿Cómo, no conocen los molletes? ¿Ninguno de ustedes ha estado en México?
JEFE: Pasé mi luna de miel en México, pero no recuerdo haber comido...
EMBAJADOR (Puntualizando): Molletes. Simplemente es pan francés tostado, con puré de
frijoles refritos, queso derretido encima... coronado con una leve capa de salsa de tomates.
El Jefe miró a la esposa, y ésta miró al teniente Milland con un gesto de resignación.
ESPOSA: ¿Podría ser tan amable de llamar al Waldorf, ordenar... unos molletes?
MILLAND (Tomando uno de los teléfono): Sí, señora.
El Jefe volvió al punto de partida:
JEFE: ¿Podría ser tan amable, señor Embajador, de hacernos una descripción minuciosa del
individuo, o de los individuos?
EMBAJADOR (Duditativo): Sí, claro... (Luego, con acento ambiguo): ¿Pudieron tomar fotos
del tipo?
JEFE (Volviéndose a Spencer): ¿Están las fotografías?
60 Fernando Josseau

SPENCER: Están mojadas, pero podemos verlas.


JEFE (Ordenando): Dígale a los dibujantes que vengan.
SPENCER: Sí, señor.
EMBAJADOR: Me gustaría ver esas fotografías antes.
JEFE: Si usted quiere. El tiempo apremia.
EMBAJADOR: Me gustaría ver las fotografías primero... y escuchar la voz que llamó por te-
léfono.
JEFE: ¿Piensa usted que puedan ser dos personas, una la que hablaba con nosotros y otra la
que le custodiaba a usted?
EMBAJADOR: Quisiera descartar esa posibilidad. (Dijo sintiendo la curiosa sensación que esta-
ba actuando como si él fuese el Jefe y éste respondiendo con la cortesía de un diplomático).
El Jefe lo miró a los ojos, ligeramente turbado. Misteriosamente, la misma idea había pasado
por su mente. Luego se sobrepuso y decidió perentoriamente:
JEFE: Los segundos cuentan. Hay que evitar que salgan de la ciudad.
Mientras el Embajador masticaba los canapés y bebía largos sorbos de sidra, el psiquiatra hizo
escuchar la grabadora con la voz del secuestrador.
EMBAJADOR: Es uno solo y es la misma voz.
JEFE: Bien. Veamos esas fotografías. (Milland, luego de colocar un plástico en el escritorio, ex-
tendió una serie de fotografías, tomadas desde los edificios ubicados frente a la Biblioteca con
teleobjetivos). La falta de luz no nos ayudó mucho.
(Las fotografías eran borrosas y en ellas aparecía el hombrecito caminando tranquilamente frente
a la Biblioteca, tomado de perfil desde el lado derecho. Se podía advertir su estatura, su escuálida
delgadez y el difuso contorno de su rostro, pero todas carecían de los detalles precisos para definir
con exactitud absoluta los rasgos y características probatorias del rostro).
No mide más de un metro sesenta y cinco.
EMBAJADOR: ¿Un metro sesenta y cinco?
El Embajador lo miró abruptamente a los ojos. Parecía estar al borde de tomar una íntima
decisión, cuando uno de los empleados anunció:
SPENCER: Los molletes, señor Embajador.
El Embajador contempló el plato de molletes con íntimo y placentero deleite. Comenzó a devo-
rarlos con insólita avidez, mientras mascullaba con la boca llena:
EMBAJADOR: El que preparó esto sin duda es un mexicano infiltrado en el Waldorf. (Y lanzó
una pequeña carcajada). ¡Son molletes auténticos!...
Hubo un silencio lleno de malestar y estupor a su alrededor. El Jefe, incómodo, volvió a la carga:
El Embajador 61

JEFE: Podría ser tan amable, señor Embajador, de hacernos una descripción minuciosa del
individuo?
EMBAJADOR: Bien. El hombre se ve de un metro sesenta y cinco en las fotografías... pero es más
alto. Es una distorsión óptica, sin duda. Debe tener apenas cinco centímetros menos que yo, o
sea un metro setenta.
Los dibujantes comenzaron a trabajar en los retratos hablados.
JEFE: ¿Pálido? ¿Color de tez?
EMBAJADOR (Mintiendo, con una imperceptible sonrisa): No. Sonrosado. El extraño caso de
un tipo desnutrido... pero sanguíneo.
JEFE: Sanguíneo (Repitió el Jefe y los dibujantes volvieron a trabajar aceleradamente. Luego pre-
guntó): ¿Escaso pelo, verdad?
EMBAJADOR (Mintiendo nuevamente): No. Es un efecto de luz y sombra. Tiene pelo abun-
dante... pero fino.
JEFE: ¿Moreno?
EMBAJADOR (Mintiendo): Castaño oscuro.
JEFE: ¿La frente?
EMBAJADOR (Coincidiendo con las fotografías): Amplia.
JEFE: ¿El mentón?
EMBAJADOR (Una vez más mintiendo): Prominente. En las fotos se advierte el rostro contraí-
do, pero tiene el mentón prominente.
Los dibujantes siguieron trabajando con acelerada concentración.
JEFE: ¿Otras señas especiales?
EMBAJADOR: Una cicatriz en el... (Mirando las fotografías, comprobando que habían sido tomadas
desde el ángulo derecho) pómulo izquierdo. De navaja, sin duda (Mintiendo descaradamente).
JEFE (Indagando): ¿Alguna otra seña importante?
EMBAJADOR: El traje, bastante usado pero de buen casimir, es de color gris... con finísimas
rayitas azules.
JEFE: ¿Con rayitas? No se advierten aquí en las fotografías.
EMBAJADOR (Apoltronándose en el sillón y aceptando otro cigarrillo que le tendía el teniente
Milland): Sí, son finísimas.
Los dibujantes tomaron notas una vez más y el Jefe insistió.
JEFE: ¿Algo más?
EMBAJADOR: Sí: algo muy importante... (Mirando una vez más las fotografías): le faltan dos
dedos...
JEFE (Exclamando): ¿Dos dedos?
EMBAJADOR: Sí, dos dedos... los de la mano izquierda.
62 Fernando Josseau

JEFE: ¿La mano izquierda? Al parecer, el hombre ha recibido toda una paliza... por el lado
izquierdo.
EMBAJADOR: El meñique y el índice. Tengo la impresión que ha trabajado anteriormente en
alguna imprenta, seguramente usando una de esas guillotinas y...
JEFE: Tomen nota. Tomen nota (Apremiando a los dibujantes y en seguida dirigiéndose a todo su
equipo): Bien, con estos datos no creo que la detención de nuestro hombre nos lleve más
allá de un par de días. (Volviéndose al teniente Spencer): Ordenen a todos los radiopatrullas
y policías de la ciudad su captura y hagan circular su retrato hablado y las copias de las
fotografías. Gracias, señor Embajador.
EMBAJADOR (Ocultando una invisible sonrisa): Oh, no es nada. (Luego se volvió a su esposa
con ojos penetrantes y le preguntó bruscamente): ¿Crees, querida, que valgo sólo... treinta y
cinco dólares?
Ella lo miró atónita, sin responder.
EMBAJADOR: Tú tienes que saberlo... es una pregunta peligrosa e íntima a la vez... ¿Sólo
treinta y cinco dólares?
Y estalló nuevamente en una carcajada: era una risa extraña, un tanto espasmódica, parecida,
más bien, al llanto de un niño recién nacido.
La esposa no pronunció una sola palabra, mientras el Embajador seguía riendo en medio del
silencio de todos los funcionarios del Departamento de Policía.
El Embajador aún no había dejado de reír cuando un ejército de mil hombres se derramó por
toda la ciudad en sus radiopatrullas en búsqueda del secuestrador que vestía un traje a rayitas,
tenía un tajo en el rostro y dos dedos cercenados de su mano izquierda.

Cortina
ÍNDICE

Sobre el Autor y la Obra ....................................................................................... 7

El Embajador .......................................................................................................... 21

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