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DE HOMBRES

Y BE STIAS
GEORGE ORWELL
Prólogo, selección de textos y traducción de

B ar tol omé L e a l

Ilustraciones

Jav ie r Mol ina


DE HOMBRES Y BESTIAS
George Orwell
Prólogo, selección de textos y traducción de Bartolomé Leal
Ilustraciones de Javier Molina

1.ª edición, septiembre de 2016


© 2016 Planeta Sostenible Ediciones EIRL
Diseño y producción gráfica: S Comunicación Visual
Revisión final de textos: Susana Flores Herrera
Edición al cuidado de: Juan Francisco Bascuñán
Registro de Propiedad Intelectual: A-267820
ISBN: 978-956-8937-508
www.planetasostenible.cl
Í N DICE

Prólogo 5

¿Por qué escribo? 11

Un ahorcamiento 21

Muerte de un elefante 31

Cómo mueren los pobres 43

Algunas reflexiones acerca del sapo común 61


PRÓLOGO

George Orwell nació en 1903 en Motihari (Bengala), India.


Se educó en Eton, uno de los mejores colegios ingleses. Allí fue
condiscípulo de destacados intelectuales británicos como Evelyn
Waugh y Cyril Connolly, así como alumno de Aldous Huxley.
Una anécdota revelada por un amigo de Orwell cuenta que el
futuro escritor habría usado unos sortilegios vudú, en un muñeco
de cera, para liberarse del acoso de un condiscípulo abusador, el
cual luego se quebraría una pierna y contraería una leucemia que
lo llevó a la muerte.
Es universalmente conocido como autor de dos novelas
fundamentales del siglo XX, Rebelión en la granja (1945) y 1984
(1949), crudas antiutopías que predicen un futuro de injusticia
social, totalitarismo político y dominio de las mentes, a través de
los medios de comunicación.
Fue destinado en su juventud a la Policía Imperial de Birmania
(actual Myanmar), donde sirvió de 1922 a 1928, experiencia reflejada
en dos dramáticos relatos que presentamos: “Un ahorcamiento” y

5
PRÓLO GO

“Muerte de un elefante”. Posteriormente se involucró en la guerra


civil española del lado republicano.
Vivió en París y luego en Londres, donde trabajó como profesor,
librero, locutor en la BBC y periodista para varios periódicos. Murió
en 1950, tras graves problemas pulmonares gatillados por el esmog
de Londres.
Ante todo ensayista político, Orwell escribió también notables
textos de crítica literaria, ocupándose seriamente del género policial
y de autores como Charles Dickens, Rudyard Kipling, Henry Miller
y Mark Twain.
Aunque conocido sobre todo por sus novelas, Orwell fue
un ensayista tenaz, produciendo sobre un centenar de textos de
particular profundidad. Son reflexiones acerca de la vida, sus ideas
y los sucesos contemporáneos, que muchas veces adquieren un
estilo narrativo que los hace, prácticamente, relatos. El suyo es un
estilo que ha sido considerado entre los mejores de toda la prosa
británica. Parecerían textos de ficción si no fuera porque el autor
indica abiertamente su deseo de expresar la verdad, tal como se
plantea en el ensayo que abre este libro, “¿Por qué escribo?” (1946).
Pocas veces la problemática de las motivaciones de un escritor
ha sido puesta de manera tan clara y transparente como en ese
texto. Orwell lo expresa en cuatro grandes bloques o caminos
posibles, para luego plantear lo que ha sido su opción personal
como autor, criticando su propia literatura, sobre todo la temprana.
Cuenta también su evolución como escritor, hasta llegar a las obras
que para él son las más logradas, como aquellas novelas señeras. Tal
vez este texto nos ayudará a entender mejor los planteamientos de
Rebelión en la granja y 1984.

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BARTOLOMÉ LEAL

“Un ahorcamiento” (1931), firmado como Eric Blair, su


nombre de nacimiento, es el resultado de la experiencia de Orwell
como miembro de la Policía Imperial de Birmania. Se relata la
ejecución de un criminal perteneciente a la población local. Es un
hombre pobre, sin nombre ni profesión, ni siquiera su delito es
explicitado; la ejecución aparece como un acto rutinario para las
autoridades. Orwell no puede sino dar, en unas pocas pinceladas, la
profunda humanidad de ese hombre anónimo. En un texto posterior
incluido en sus Ensayos, el autor ratificó que durante su servicio no
solo había sido testigo de una ejecución, sino que era una práctica
común llevar allí a los jóvenes reclutas británicos como una forma
de iniciación.
En “Muerte de un elefante” (1936), Orwell no vacila en mostrar
las dudas que lo movían en su juventud mientras era miembro
de la policía. Critica las prácticas deshumanizadas del gobierno
imperial británico, al tiempo que desarrolla, con la brutal muerte
de un elefante enloquecido por el instinto sexual, una metáfora
de la amoralidad de ciertos procesos políticos. No es solo piedad
lo que Orwell siente por el animal, sino que con ello muestra en
forma sarcástica la degradación a que lleva la imposición de modos
culturales en los pueblos sometidos. Valga anotar también que el
autor no muestra a los nativos que dan muerte al elefante como seres
idealizados, sino que manifiesta en ciertos pasajes lo mucho que le
repugnan sus costumbres, signadas por la miseria y la superstición.
“Cómo mueren los pobres” (1946) relata su propia y durísima
internación en un hospital francés. Con fuerte dramatismo y un
toque sardónico, aborda la manera inhumana en que a menudo son
tratados los enfermos en los hospitales públicos, todo ello a partir
de su propia experiencia, como lo cuenta en el texto. Vale señalar

7
PRÓLO GO

también algunas reflexiones de Orwell sobre el miedo a la muerte,


ese proceso implacable que condiciona nuestras vidas y que se
manifiesta con fuerza durante las enfermedades graves.
“Algunas reflexiones acerca del sapo común” (1946),
finalmente, es un elogio a la primavera y los pequeños placeres que
trae su aparición. Se trata de un texto dedicado sobre todo a los
más jóvenes, que los estimula para que no se priven de tal milagro
en despecho de asuntos que pudieran considerarse más serios y,
por cierto, más onerosos. Cabe señalar que Orwell recibió algunas
críticas de sus lectores por este texto, ya que lo apreciaban sobre
todo por sus artículos políticos.
La elección de estos ensayos de Orwell no ha sido arbitraria.
Corresponden de alguna manera a una evolución existencial en
el autor, mostrando sus sueños de realizarse como hombre, desde
niño, en la literatura y también en la búsqueda de la verdad.
Pero la vida lo lleva a cumplir funciones o tareas que no siempre
son congruentes con el idealismo. Es un aprendizaje áspero. A
menudo tiene que hacer cosas abominables cómo sacrificar a un
pobre animal o ver impotente cómo un ser desvalido es privado
de la vida. También sufre lo suyo en ese hospital, donde la muerte
ronda implacable. Para finalmente redescubrir la potencia infinita
de la naturaleza en la figura del animalito más modesto, un sapo.
Hombres y bestias se confunden porque, vaya descubrimiento,
comparten un destino común.
Les invitamos pues, sin más preámbulos, a disfrutar de
estos escritos de un autor tan fundamental como George Orwell,
un humanista convencido, por encima de sus ideas políticas
contingentes; un campeón de una convivencia social más tolerante
y despierta, que no dudó en denunciar los abusos del Gobierno

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BARTOLOMÉ LEAL

Imperial Británico y de los regímenes totalitarios; y un autor de una


obra donde el espíritu crítico juega un rol preponderante para huir
de las rutinas y los prejuicios.

Bartolomé Leal

Fuentes:

Los textos seleccionados para esta edición fueron tomados de:


• Proyecto Gutenberg Australia. Fifty Orwell Essays, eBook No. 0300011h.html, updated
January 2010.
• George Orwell. (1965). Decline of the English Murder and other Essays. England: Penguin Books.

Se consultó una edición integral en español:


• George Orwell. (2014). Ensayos. Barcelona: Debate, segunda edición 2014 (diversos traductores).

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¿POR QU É E SCR I BO?

Desde una edad muy temprana, tal vez los cinco o seis
años, supe que cuando creciera sería escritor. Entre las edades de
diecisiete a veinticuatro años, más o menos, traté de abandonar
esa idea, pero lo hice con la conciencia de que estaba violentando
mi verdadera naturaleza y de que tarde o temprano tendría que
dedicarme a escribir libros.
Yo era el del medio entre tres hermanos, pero había un
intervalo de cinco años por cada lado. Apenas vi a mi padre antes
de cumplir ocho. Por esta y otras razones fui más bien solitario y
pronto desarrollé desagradables manías que me hicieron impopular
durante mis días escolares. Adquirí el hábito de los niños solitarios
de inventar historias y de mantener conversaciones con personas
imaginarias. Creo que desde el mero inicio mis ambiciones literarias
estuvieron mezcladas con el sentimiento de estar aislado y ser
subvalorado por el resto. Sabía que tenía facilidad con las palabras
y capacidad para enfrentar hechos desagradables, y sentía que eso

11
¿POR QUÉ ESCRIB O?

creaba una especie de mundo privado, en el cual podía conseguir


mi propio respaldo para mi fracaso en la vida diaria. Sin embargo,
el volumen de escritura seria –léase pretendidamente seria– que
produje a través de mi niñez y adolescencia, no sumó más de media
docena de páginas.
Escribí mi primer poema a la edad de cuatro o cinco años,
con mi madre tomando el dictado. No recuerdo nada acerca de él
excepto que era sobre un tigre y que el tigre tenía “dientes como
sillas”, una frase bastante buena, aunque me temo que el poema
era un plagio del “Tigre, Tigre” de William Blake. A los once años,
cuando estalló la guerra de 1914-18, escribí un poema patriótico
que fue impreso en un periódico local, tal como otro, dos años
después, a la muerte del mariscal Kitchener. De tiempo en tiempo,
cuando era un poco mayor, escribí algunos malos y por lo general
inconclusos “poemas a la naturaleza”, en estilo georgiano1. También
intenté el relato corto, lo que fue otro fracaso espantoso. Esa fue
la totalidad de la obra supuestamente seria que realmente puse en
papel durante todos aquellos años.
Sin embargo, a lo largo de esa época, en algún sentido me
comprometí con actividades literarias. Para empezar, estaba el
material por encargo, que producía rápido, con facilidad y sin
mucho placer para mí. Aparte del trabajo escolar, escribí versos
sueltos, poemas semicómicos, los cuales me resultaban a lo que
ahora me parece una sorprendente velocidad –a los catorce años
escribí en cerca de una semana una pieza entera en versos con
rima, una imitación de Aristófanes– y ayudé a editar revistas de

1. Orwell se refiere al período del reinado de los Hannover (1714-1830), con cuatro monarcas de
nombre Jorge y que significó un florecimiento de las artes, incluida la obra de poetas románticos
como Lord Byron y William Blake, grandes cantores de la naturaleza. (Nota del traductor).

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GEORGE ORWELL

colegio, tanto impresas como manuscritas. Esas revistas tenían el


material burlesco más lamentable que se pueda imaginar, y tuve
mucho menos problemas con ellas de los que tendría ahora con
el periodismo barato. Pero en paralelo con todo esto, por quince
años o más, estuve llevando a cabo un ejercicio literario de un cariz
bastante diferente: esto era componer un “relato” continuo acerca
de mí mismo, una especie de diario existente solo en mi mente.
Creo que es un hábito común entre los niños y los adolescentes.
Siendo un niño pequeño acostumbraba creer que era, digamos,
Robin Hood, y me pintaba a mí mismo como el héroe de aventuras
escalofriantes; pero muy pronto mi “relato” cesó de ser narcisista
de manera grosera y se transformó cada vez más en una mera
descripción de lo que estaba haciendo y de las cosas que veía.
A menudo, por varios minutos, este tipo de trama rondaba por
mi cabeza: “Empujó la puerta abierta e ingresó en la pieza. Un amarillo
haz de luz solar, filtrándose a través de las cortinas de muselina, caía
oblicuamente sobre la mesa, donde una caja de fósforos, semiabierta,
yacía junto al tintero. Con su mano derecha en el bolsillo se desplazó
hacia la ventana. Abajo en la calle un gato pardo perseguía una
hoja seca”, etc. etc.2 Esta costumbre continuó hasta que tuve más
o menos veinticinco años, justo a través de mis años no literarios.
Aun cuando tenía que investigar, y lo hice, buscando las palabras
correctas, parece que estuve haciendo este esfuerzo descriptivo casi
contra mi deseo, bajo una suerte de compulsión venida de afuera. El
“relato”, supongo, debe haber reflejado los estilos de varios escritores
que admiré en diferentes edades; pero hasta donde recuerdo siempre
tuve la misma meticulosa calidad descriptiva.

2. Esta expresión viene del original. (Nota del editor).

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¿POR QUÉ ESCRIB O?

Cuando tenía alrededor de dieciséis años descubrí de repente


el deleite de las palabras simples, por ejemplo, los sonidos y
asociaciones de palabras... Respecto a la necesidad de describir cosas
ya lo sabía todo al respecto. Estaba claro qué tipo de libros quería
escribir, en la medida que se pueda decir que en esa época deseaba
escribir libros. Quería escribir enormes novelas naturalistas con
finales tristes, llenas de descripciones detalladas y comparaciones
llamativas; y también plenas de pasajes floridos en los cuales las
palabras eran usadas en parte por el gusto de su propio sonido. Mi
primera novela completada, Días en Birmania, que escribí cuando
tenía treinta años aunque proyectada desde mucho antes, era ese
tipo de libro.
Doy toda esta información de base porque no creo que uno
pueda aquilatar los motivos de un escritor sin saber algo de su
desarrollo temprano. Su temática estará determinada por la época
en que vivió –al menos eso es cierto en una época tumultuosa
y revolucionaria como la nuestra– pero antes que comience
a escribir, habrá adquirido una actitud emocional de la cual
nunca podrá escapar completamente. Es su trabajo, sin duda,
deberá disciplinar su temperamento y evitar quedarse pegado en
alguna etapa inmadura, en algún talante perverso; pero si escapa
totalmente de sus influencias tempranas, habrá matado su propio
impulso para escribir.
Dejando de lado la necesidad de ganarse la vida, creo que
hay cuatro grandes motivos para escribir, al menos para escribir
prosa. Existen en diferentes grados en cada escritor; y en cualquier
escritor las proporciones variarán de época en época, de acuerdo a
la atmósfera en que vive. Estos motivos son:

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GEORGE ORWELL

1. Puro egoísmo
Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de
ser recordado después de la muerte, de cobrárselas a los que te
desairaron en la niñez, etc. etc. Es una hipocresía pretender que
esto no es un motivo; y fuerte. Los escritores comparten esta
característica con los científicos, los artistas, los políticos, los
abogados, los soldados, los empresarios exitosos –en breve, con la
capa superior de la humanidad. La gran masa de los seres humanos
no es intensamente egoísta. Después de la edad de treinta años más
o menos, abandonan el criterio de ser totalmente individualistas– y
viven principalmente para otros, o son simplemente ahogados bajo
la rutina. Sin embargo, hay también una minoría de talentosos,
gente obstinada que está resuelta a vivir sus propias vidas hasta el
final, y los escritores pertenecen a esta clase. Los escritores serios,
debería decir, son en su conjunto más vanidosos y autocentrados
que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero.
2. Entusiasmo estético
Percepción de la belleza en el mundo exterior o, por otro lado,
en las palabras y en su correcta disposición. Placer en el impacto
de un sonido por sobre otro, en la solidez de la buena prosa o en el
ritmo de una buena historia. Deseo de compartir una experiencia
que uno siente que es valiosa y no debería perderse. El motivo
estético es muy débil en muchos escritores, pero incluso un autor
de panfletos o de textos escolares tendrá sus palabras o frases
favoritas que lo atraen por razones no utilitarias; o puede sentirse
tocado fuertemente por la tipografía, el ancho de los márgenes,
etc. Más allá del nivel de una guía de ferrocarriles, ningún libro
está totalmente libre de consideraciones estéticas.

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¿POR QUÉ ESCRIB O?

3. Impulso histórico
Deseo de ver las cosas como son, de averiguar los hechos reales
y de guardarlos para uso en la posteridad.
4. Propósito político
Utilizo la palabra “político” en el sentido más amplio posible.
Deseo de empujar al mundo en una cierta dirección, de alterar las
ideas de otra gente acerca del tipo de sociedad por el que deberían
luchar. De nuevo, ningún libro está genuinamente libre de sesgo
político. La opinión de que el arte no debería tener nada que ver con
la política es en sí misma una opinión política.
Se puede ver ahora cómo estos diversos impulsos necesitan
pelear unos contra otros, y cómo fluctúan de persona a persona y de
época en época. Por naturaleza –tomando por naturaleza el estado
que has alcanzado cuando eres joven adulto– soy una persona en
quien los tres primeros motivos pesan más que el cuarto. En una
época pacífica podría haber escrito libros floridos o meramente
descriptivos, y podría haber permanecido casi ajeno a mis lealtades
políticas. En realidad he sido forzado a transformarme en una
especie de propagandista. Primero pasé cinco años en un oficio
inapropiado (la Policía Imperial, en Birmania), y luego sufrí de
pobreza y de un sentimiento de fracaso. Esto incrementó mi
natural odio a la autoridad y me hizo por primera vez totalmente
consciente de la existencia de las clases trabajadoras; el trabajo en
Birmania me proporcionó alguna comprensión de la naturaleza del
imperialismo. Pero estas experiencias no fueron suficientes para
darme una orientación política precisa. Luego vinieron Hitler, la
Guerra Civil Española, etc. Hacia fines de 1935 había fallado en
alcanzar aún una decisión firme...

16
GEORGE ORWELL

La guerra en España y otros sucesos de 1936-37 dieron vuelta


la escala de valores y de allí en adelante supe donde estaba parado.
Cada línea de trabajo serio que había escrito desde 1936 ha sido
escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor
del socialismo democrático, tal como yo lo entiendo. Me parece un
sinsentido, en un período como el nuestro, pensar que uno puede
evitar escribir sobre tales temas. Cada uno escribe de ellos de una
manera u otra. Es una simple cuestión de cuál lado toma uno y qué
enfoque sigue. Y mientras más consciente es uno de su propio sesgo
político, más chance tiene de actuar políticamente sin sacrificar la
propia integridad estética e intelectual.
Lo que más he deseado a lo largo de los últimos diez años ha
sido transformar la escritura política en un arte. Mi punto de partida
es siempre un sentimiento de pertenecer a una causa, un sentido de
la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro no me digo a mí
mismo “voy a producir una obra de arte”. La escribo porque hay
alguna mentira que quiero revelar, algún hecho sobre el cual quiero
llamar la atención, y mi preocupación inicial es conseguir audiencia.
Pero no podría hacer el trabajo de escribir un libro, o incluso un
largo artículo de revista, si no hubiera también una experiencia
estética. Cualquiera que se interese en examinar mi obra verá que
aún cuando sea manifiestamente propaganda, contiene mucho
de lo que un político a tiempo completo consideraría irrelevante.
No soy capaz, y tampoco lo deseo, abandonar completamente la
visión del mundo que adquirí en la infancia. En la medida que
permanezca vivo y en capacidad, continuaré manteniendo fuertes
sentimientos acerca del estilo en la prosa, amando la superficie de la
tierra y encontrando placer en los objetos sólidos y en los restos de
información inútil. No tiene sentido tratar de suprimir ese lado de

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¿POR QUÉ ESCRIB O?

mí mismo. La tarea es conciliar mis gustos y disgustos arraigados


con las actividades esencialmente públicas, no individuales, que
esta época nos impone a todos.
No es tarea fácil. Surgen problemas de construcción y de
lenguaje; y surge, de una nueva manera, el problema de la veracidad.
Déjenme dar apenas un ejemplo de la clase de dificultad más grosera
que surge. Mi libro acerca de la Guerra Civil Española, Homenaje
a Cataluña es, por supuesto, un libro francamente político; pero
en lo principal está escrito con un cierto desapego y consideración
por la forma. En él traté con mucha fuerza de contar la verdad total
sin violar mis instintos literarios. Sin embargo, contiene entre otras
cosas un largo capítulo, lleno de citas de periódicos y cosas por el
estilo, defendiendo a los trotskistas que habían sido acusados de
conspirar contra Franco. Claramente tal capítulo, que tras un año
o dos perdería interés para un lector corriente, debería arruinar el
libro. Un crítico a quien respeto me dio una lección al respecto.
“¿Por qué puso usted a fin de cuentas tal cosa?”, dijo. “Transformó
lo que habría sido un buen libro en periodismo”. Lo que él dijo era
verdad, pero no podía haberlo hecho de otra manera. Ocurre que
yo sabía, lo que a poca gente en Inglaterra le estaba permitido saber,
que unos hombres inocentes estaban siendo falsamente acusados.
Si no hubiera estado enojado por eso, nunca habría escrito el libro.
En una forma u otra ese problema vuelve a surgir. El problema
del lenguaje es más sutil y tomaría demasiado tiempo discutirlo.
Solo diré que en los últimos años he tratado de escribir de manera
menos pintoresca y más exacta. En cualquier caso encuentro que por
el tiempo en que uno ha perfeccionado cualquier estilo de escritura,
uno siempre queda sobrepasado. Rebelión en la granja fue el primer
libro en el cual traté, con total conciencia de lo que estaba haciendo,

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GEORGE ORWELL

de fusionar en un todo objetivo político y objetivo artístico. No he


escrito una novela por siete años, pero espero escribir otra bastante
pronto. Está destinada a ser un fracaso, cada libro es un fracaso; sin
embargo sé con alguna claridad qué clase de libro quiero escribir.
Releyendo estas últimas dos páginas, veo que las he hecho
aparecer como si mis motivos para escribir fueran animados
completamente por el interés público. No quiero dejar eso como
impresión final. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y
descuidados, y en el mero fondo de sus motivaciones yace un
misterio. Escribir un libro es una batalla horrible, agotadora, como
el largo combate con una penosa enfermedad. Uno nunca debería
emprender tal cosa si no estuviera motivado por algún demonio
que uno no puede resistir ni comprender. Por todo lo que uno
sabe, ese demonio es simplemente el mismo instinto que hace a
un bebé berrear para llamar la atención. Sin embargo, también es
verdad que uno no puede escribir nada legible a menos que luche
constantemente para ocultar la propia personalidad. La buena
prosa es como el vidrio de una ventana. No puedo decir con certeza
cuáles de mis motivos son los más fuertes, pero sé cuáles merecen
ser continuados. Y mirando mi propia obra hacia atrás, veo que,
invariablemente, donde carecía de un objetivo político escribí libros
sin vida y fui traicionado entremedio por pasajes grandilocuentes,
frases sin sentido, adjetivos decorativos y, en general, patrañas.

Título original: “Why I write”.


Revista Gangrel N.° 4, verano de 1946.

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U N A HORCA M I EN TO

Ocurrió en Birmania, una húmeda mañana en la época


de lluvias. Sobre las altas murallas del patio de la cárcel caía
sesgadamente una luz amarilla, enfermiza, como papel de estaño.
Estábamos esperando afuera de las celdas de los condenados,
una fila de cabañas con barrotes dobles, como pequeñas jaulas de
animales. Cada celda medía alrededor de diez pies por diez y estaba
relativamente desnuda, con la excepción de una cama de tablas y
una vasija para el agua de beber. En algunas de ellas, unos hombres
morenos y silenciosos yacían acuclillados junto a los barrotes
interiores, tapados con sus frazadas. Estos eran los condenados, los
que debían ser colgados dentro de las próximas una o dos semanas.
Un prisionero había sido sacado de su celda. Era un hindú,
una insignificante pizca de hombre, con la cabeza afeitada y unos
vagos ojos acuosos. Tenía un bigote espeso e hirsuto, absurdamente
grande para su cuerpo, más bien como el mostacho de un cómico
de películas. Seis altos celadores indios estaban custodiándolo y
preparándolo para la horca. Dos de ellos se mantenían alertas, con
sus rifles a bayoneta calada, mientras otros lo esposaban. Pasaron

21
UN AHORCAMIENTO

a través de las esposas una cadena, la que fijaron a sus cinturones,


atándole ajustadamente las manos a los costados. Se agrupaban
muy cerca, con las manos siempre sobre él, en un apretón
cuidadoso, acariciante, como si todo el tiempo quisieran hacerle
sentir que estaban allí. Eran cual hombres manipulando un pez que
estuviera aún con vida y pudiera saltar de vuelta al agua. Pero él
permanecía de pie sin presentar resistencia, entregando sus manos
desmayadamente a las cuerdas, como si difícilmente se percatara de
lo que estaba sucediendo.
Dieron las ocho y la llamada de una corneta, desoladoramente
débil en el aire húmedo, flotó desde los barracones distantes. El
superintendente de la cárcel, que se hallaba de pie separado del
resto de nosotros, golpeando de mal humor la grava con su bastón,
levantó su cabeza al oír el sonido. Era un médico militar, con un
mostacho gris tipo cepillo y una voz áspera.
—Por el amor de Dios, apúrate Francis —dijo irritado—. El
hombre debería estar muerto a esta hora. ¿O es que no están listos aún?
Francis, el carcelero jefe, un dravidiano3 gordo en un traje de
instrucción blanco y lentes con marco de oro, agitó su negra mano.
—Sí señor, sí señor —balbuceó—. Todo está satisfactoriamente
preparado. El verdugo está esperando. Procederemos.
—Bueno, marcha forzada entonces. Los prisioneros no podrán
recibir su desayuno hasta que la faena esté hecha.
Nos dirigimos hacia la horca. Dos celadores marchaban
uno a cada lado del prisionero, con sus rifles terciados; otros dos
marchaban pegados a él, aferrándolo por brazos y hombros, como

3. Dravidianos o tamiles son los habitantes de las provincias meridionales de India. (Nota del traductor).

22
GEORGE ORWELL

si lo estuvieran empujando y sosteniendo a la vez. El resto de


nosotros, magistrados y similares, los seguíamos atrás. De pronto,
cuando habíamos caminado unas diez yardas, la comitiva se detuvo
brevemente sin ninguna orden ni aviso. Una cosa horrible había
ocurrido: un perro, venido sepa Dios de dónde, había aparecido
en el patio. Llegó brincando entre nosotros con una enérgica
sarta de ladridos y saltaba a nuestro alrededor, meneando todo
su cuerpo con salvaje regocijo al encontrar tantos seres humanos
juntos. Era un perro grande y lanudo, a medias airedale y quiltro.
Por un momento hizo cabriolas en torno a nosotros y luego, antes
que alguien pudiera detenerlo, se lanzó a la carrera en dirección
al prisionero y saltando trató de lamer su cara. Todo el mundo se
detuvo horrorizado, demasiado sorprendido incluso para agarrar
al perro.
—¿Quién dejó a esa maldita bestia entrar aquí? —dijo con
furia el superintendente—¡Que alguien lo agarre!
Un celador, separándose de la escolta, arremetió torpemente
tras el perro, pero este bailoteó y jugueteó poniéndose fuera de
alcance, considerando a todo el mundo como parte del juego. Un
joven carcelero eurasiático agarró un puñado de guijarros y trató
de alejar al perro a pedradas, pero el animal esquivó las piedras y
retornó hacia nosotros. Sus ladridos hacían eco en las paredes de
la cárcel. El prisionero, atrapado entre sus guardianes, miraba sin
curiosidad, como si eso fuera otra formalidad del ahorcamiento.
Pasaron varios minutos hasta que alguien logró atrapar al perro.
Entonces pusimos un pañuelo de mi propiedad alrededor de su
collar y nos movimos de nuevo adelante, con el perro todavía
tironeando y gimiendo.

23
UN AHORCAMIENTO

Quedaban unas cuarenta yardas hasta la horca. Miré la


morena espalda desnuda del prisionero marchando frente a mí.
Caminaba torpemente con sus manos atadas, aunque en forma
completamente regular, con esa oscilante manera de andar de
algunos indios que nunca enderezan sus rodillas. A cada paso sus
músculos se deslizaban nítidamente a su lugar, el mechón de pelo
de su cráneo bailaba de arriba abajo. Sus pies se estampaban en la
grava húmeda. Y de pronto, a pesar de los hombres que lo sujetaban
de cada hombro, dio un paso ligeramente a un lado para evitar un
charco en el camino.
Es curioso, pero hasta ese momento nunca me había percatado
de lo que significaba destruir a un hombre saludable y consciente.
Cuando vi al prisionero dar un paso al lado para evitar el charco,
advertí el enigmático e inenarrable error de cortar una vida en seco
cuando está en pleno apogeo. Ese hombre no estaba muriéndose,
estaba vivo tal como nosotros estábamos vivos. Todos los órganos de
su cuerpo estaban funcionando: los intestinos digiriendo alimentos,
la piel regenerándose, las uñas creciendo, los tejidos formándose.
Todos trabajando duro en un solemne absurdo. Sus uñas estarían
todavía creciendo cuando se ubicara en el estrado, cuando estuviera
cayendo a través del aire con un décimo de segundo de vida. Sus
ojos percibían la grava amarilla y las murallas grises, y su cerebro
recordaba, presentía, razonaba. Incluso en relación a los charcos.
Él y nosotros éramos una partida de hombres caminando juntos,
mirando, escuchando, sintiendo, comprendiendo un mismo
mundo; y en dos minutos, con un repentino chasquido, uno de
nosotros se habría ido. Una mente menos, un mundo menos.
La horca se erigía en un pequeño patio plagado de altas y
espinosas plantas de maleza, separado de los terrenos principales

24
GEORGE ORWELL

de la prisión. Era una construcción en ladrillos, una especie de


cobertizo de tres lados, con un estrado entablado y encima, dos
vigas y un travesaño del cual colgaba la soga. El verdugo, un
convicto de cabellos grises vestido con el uniforme blanco de la
prisión, aguardaba al lado de su aparato. Cuando ingresamos, nos
saludó con una inclinación servil. Tras una orden de Francis, los dos
celadores, ciñendo al prisionero de forma más estrecha que nunca,
lo condujeron medio a empujones hacia la horca y lo ayudaron
torpemente a subir los escalones. Luego el verdugo también subió y
fijó la soga alrededor del cuello del prisionero.
Permanecimos esperando, separados por unas cinco yardas.
Los celadores habían formado un tosco círculo alrededor de la
horca. Luego, cuando el lazo fue ajustado, el prisionero empezó a
invocar a gritos a su dios. Era un grito agudo y reiterado: “¡Rama!
¡Rama! ¡Rama!”. No era urgente ni aterrador, como una plegaria
o un grito de ayuda, sino constante, rítmico, casi como el tañido
de una campana. El perro respondió al sonido con un aullido. El
verdugo, todavía de pie junto a la horca, sacó una pequeña bolsa de
algodón como un saco de harina y la empujó hacia abajo sobre la
cara del prisionero. Pero el sonido, amortiguado por la tela, todavía
persistía, de nuevo una y otra vez: “¡Rama! ¡Rama! ¡Rama! ¡Rama!”.
El verdugo bajó del estrado y permaneció presto, sosteniendo
la palanca. Parecieron transcurrir varios minutos. El constante
grito amortiguado del prisionero seguía y seguía, “¡Rama! ¡Rama!
¡Rama!”, sin decaer por ningún instante. El superintendente, la
cabeza sobre su pecho, estaba pausadamente escarbando el suelo
con el bastón; quizás estaba contando los gritos, permitiendo al
prisionero un número fijo: cincuenta, o tal vez cien. Todo el mundo
había cambiado de color. Los indios se habían puesto grises, como

25
UN AHORCAMIENTO

un café de mala calidad, y un par de los soldados bayonetas parecían


estar desfalleciendo. Miramos al hombre amarrado y encapuchado
en el estrado, y escuchamos sus gritos: cada grito otro segundo de
vida. El mismo pensamiento estaba en todas nuestras cabezas: “¡Oh,
mátenlo luego, salgamos de esto, detengan ese ruido abominable!”.
Repentinamente el superintendente se decidió. Levantando su
cabeza hizo un rápido movimiento con su bastón.
—¡Chalo! —gritó, casi con fiereza.
Hubo un ruido metálico y luego un silencio mortal. El
prisionero se había esfumado y la cuerda estaba contorsionándose
sola. Dejé ir al perro, que galopó inmediatamente hacia la parte
trasera de la horca; pero cuando llegó allí se detuvo en seco, ladró
y luego se retiró a un rincón del patio, donde permaneció entre las
malezas, mirándonos en forma temerosa. Rodeamos la horca para
inspeccionar el cuerpo del prisionero. Estaba balanceándose con
los dedos de sus pies apuntando derecho hacia abajo, girando muy
lentamente, tan inerte como una piedra.
El superintendente alargó el brazo con su bastón y aguijoneó
el desnudo cuerpo moreno, que osciló ligeramente.
—Está listo —dijo el superintendente. Volvió atrás desde
la parte baja de la horca y soltó profundamente el aire de sus
pulmones. La mirada de mal humor se había ido de su cara, casi
repentinamente. Miró su reloj pulsera.
—Ocho minutos pasadas las ocho. Bien, eso es todo por esta
mañana, gracias a Dios.
Los celadores desenvainaron las bayonetas y se alejaron
marchando. El perro, serio y consciente de que se había portado
mal, se deslizó tras ellos. Nosotros caminamos fuera del patio

26
GEORGE ORWELL

de la horca, atravesamos las celdas de los condenados con sus


prisioneros en espera, e ingresamos al gran patio central de la
prisión. Los convictos, bajo la autoridad de celadores armados
con bastones, estaban ya recibiendo su desayuno. Se acuclillaban
en largas filas, cada hombre sosteniendo un cuenco de hojalata,
mientras dos celadores con unas cubetas caminaban en rededor
repartiendo arroz con un cucharón. Después del ahorcamiento
se parecía bastante a una alegre escena casera. Había descendido
sobre nosotros un enorme alivio, toda vez que la faena ya estaba
hecha. Uno sentía el impulso de cantar, de salir corriendo, de
reír con disimulo. Empezamos a parlotear alegremente, todos al
mismo tiempo.
El muchacho eurasiático que caminaba a mi lado se inclinó
hacia el lugar de donde veníamos y dijo con una sonrisa de conocedor:
—Usted sabe, señor, que nuestro amigo —se refería al
muerto— cuando escuchó que su apelación había sido denegada,
se orinó en el suelo de la celda. De miedo. Sea gentil y tome uno de
mis cigarrillos, señor. ¿No encuentra admirable mi nueva cigarrera
de plata, señor? Comprada en la caseta del wallah, el vendedor
ambulante, dos rupias y ocho annas. Estilo europeo de clase.
Varias personas rieron. ¿De qué?, nadie pareció seguro.
Francis iba caminando al lado del superintendente, hablando
locuazmente:
—Bien, señor. Todo ha transcurrido de la manera más
satisfactoria. Todo terminado de un sopetón. No siempre es así.
¡Oh, no! He conocido casos donde el doctor estuvo obligado a ir
debajo de la horca y tirar las piernas del prisionero para asegurar su
deceso. ¡De lo más desagradable!

27
UN AHORCAMIENTO

—¿Tratando de escabullir su responsabilidad, eh? Eso está mal


—dijo el superintendente.
—¡Ach, señor, es peor cuando se ponen obstinados! Un
hombre, me acuerdo, se aferró a las barras de su celda cuando
fuimos a sacarlo. Usted me dará escasamente crédito, señor, pero
hubo que disponer de seis guardias para soltarlo, tres tirando de
cada pierna. Razonamos con él. “Querido compañero”, le dijimos,
“¡piensa en todo el sufrimiento y disgusto que nos estás causando!”.
¡Pero no, él no quería escuchar! Ach, era muy grande el problema.
Me encontré riendo de manera bastante fuerte. Todos estaban
riendo. Incluso el superintendente sonrió de modo tolerante.
—Mejor vengan todos a tomar un trago —dijo cordialmente—.
Tengo una botella de whisky en el coche. Podemos servirnos de ella.
Fuimos a través de las grandes puertas dobles de la prisión
hacia el camino. “Tirando de sus pies”, exclamó un magistrado
birmano de repente y reventó en una fuerte aunque ahogada risotada.
Comenzamos a reír de nuevo. En ese momento la anécdota de
Francis parecía extraordinariamente divertida. Todos tomamos un
trago, juntos nativos y europeos por igual, bastante amigablemente.
El hombre muerto estaba a un centenar de yardas, lejos.

Título original: “A Hanging”.


Revista The Adelphi, agosto de 1931.

28
GEORGE ORWELL

29
30
M U ERT E DE U N EL EFA N T E

En Moulmein, Baja Birmania, yo era odiado por una gran


cantidad de gente, la única ocasión en mi vida en que fui lo bastante
importante como para que ello me ocurriera. Era el oficial de la
subdivisión de policía en el poblado donde, aunque de modo oculto
y limitado, el sentimiento antieuropeo era muy fuerte. Nadie tenía
los bríos para intentar un motín, pero si una mujer europea se
internaba sola en los bazares, probablemente alguien escupiría jugo
de betel encima de su vestido. Como oficial de policía yo era un
objetivo obvio y me veía provocado siempre que no fuera riesgoso
hacerlo. Cuando un birmano hábil me hacía una zancadilla en
el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) miraba para otro
lado, la muchedumbre chillaba con horribles risotadas. Eso ocurrió
más de una vez. Al final, las desdeñosas caras amarillas de los
jóvenes con quienes me encontraba por todas partes, los insultos
silbados detrás mío cuando me hallaba a una distancia segura, me

31
MUERTE DE UN ELEFANTE

estaban afectando los nervios de mala manera. Los jóvenes monjes


budistas eran los peores de todos. Había varios miles en el poblado
y ninguno de ellos parecía tener nada que hacer, excepto pararse en
las esquinas de las calles y abuchear a los europeos.
Todo esto era desconcertante y ofensivo. Porque en aquel
tiempo ya había decidido que el imperialismo era una cosa
demoníaca, y cuanto antes renunciara a mi trabajo y me alejara de
allí, tanto mejor. Teóricamente –y secretamente por supuesto– yo
solía estar con los birmanos y contra sus opresores, los británicos.
En cuanto al trabajo que hacía, lo odiaba más amargamente de lo
que quizá pueda expresar con claridad. Es un empleo en el que ves el
trabajo sucio del imperio desde cerca. Los desdichados prisioneros
acurrucados en las fétidas jaulas de las prisiones, las caras grises y
acobardadas de los convictos con largas condenas, las nalgas heridas
de los hombres que habían sido azotados con bambúes, todo eso me
oprimía con un intolerable sentido de culpa. Pero no conseguía ver
nada en su justa perspectiva.
Era joven y poco educado y tenía que madurar mis problemas
en el silencio absoluto que se impone a todo inglés en Oriente. Ni
siquiera sabía que el Imperio Británico estaba muriendo, y menos
aún sabía que era, en gran medida, mejor que los imperios más
jóvenes que lo iban a suceder. Todo lo que sabía era que me hallaba
atascado entre mi odio al imperio que estaba sirviendo y mi rabia
contra las pequeñas bestias de almas malignas que intentaban
hacer imposible mi trabajo. Con una parte de mi mente pensaba
que el Imperio Británico era una tiranía impenetrable, como algo
instalado drásticamente, per saecula saeculorum, sobre el deseo de
los pueblos oprimidos; y con otra parte pensaba que mi mayor alegría
en el mundo sería dirigir una bayoneta hacia las entrañas de un

32
GEORGE ORWELL

sacerdote budista. Pensamientos como estos son los subproductos


del imperialismo, pregunten a cualquier oficial anglo-indio; siempre
que puedan agarrarlo fuera de servicio.
Un día ocurrió algo, el cual aunque en forma indirecta, fue
esclarecedor. Un incidente diminuto en sí mismo, pero me dio un
mejor atisbo que lo que había pensado antes acerca de la naturaleza
real del imperialismo: los motivos reales por los cuales actúa un
gobierno despótico. Una mañana temprano, el subinspector de la
policía en el otro extremo del poblado me telefoneó diciendo que
un elefante estaba asolando el bazar. ¿Podría por favor venir y hacer
algo al respecto? Yo no sabía lo que podía hacer, pero como quería
saber qué estaba ocurriendo, me conseguí un pony y salí a averiguar.
Tomé mi rifle, un viejo Winchester calibre 44, demasiado pequeño
para matar un elefante; pero pensé que el ruido podía ser útil para
asustarlo. Varios birmanos me detuvieron en la ruta para contarme
acerca de las cosas que estaba haciendo el elefante. Por supuesto, no
era un elefante salvaje, sino uno domesticado que se había vuelto
“lujurioso”. Lo habían encadenado, tal como siempre se hace con
los elefantes cuando les viene el consabido ataque de “lujuria”, pero
la noche anterior había roto su cadena y escapado. Su cuidador, el
mahout, la única persona que podía manejarlo cuando se hallaba
en ese estado, se había largado a perseguirlo, pero lo había hecho en
la dirección equivocada y se hallaba ahora lejos, a unas doce horas
de camino. Por la mañana el elefante había reaparecido de repente
en el pueblo. La población birmana no tiene armas y se encontraba
bastante desamparada para defenderse de él. Ya había destruido
una choza de bambú, matado una vaca y arrasado algunos puestos
de frutas y devorado su contenido; también se había metido con
el camión municipal de la basura, y cuando el conductor había

33
MUERTE DE UN ELEFANTE

saltado afuera y salido arrancando, había dado vuelta el camión y


había ejercido su violencia contra él.
El subinspector birmano y algunos agentes de policía indios
me estaban esperando en el barrio donde había sido visto el elefante.
Era un barrio pobre colgado de la pendiente de una colina, un
laberinto de escuálidas chozas de bambú con techos de hojas de
palmera. Me acuerdo que era un día nublado y sofocante al inicio de
la temporada de lluvias. Empezamos por interrogar acerca de hacia
dónde había partido el elefante y, como de costumbre, fallamos
en conseguir información precisa. Eso es invariablemente el caso
en Oriente; una historia siempre suena clara a la distancia, pero
mientras más cerca te encuentras de la escena de los hechos, más
borrosa se vuelve. Alguna gente decía que el elefante se había ido en
una dirección, otros decían que en otra, algunos aseveraban que ni
siquiera habían escuchado de un elefante. Casi me había convencido
de que toda la historia no era sino un atado de mentiras, cuando
escuchamos chillidos a una pequeña distancia. Era un grito fuerte
y escandalizado de “¡Afuera niño! ¡Afuera ahora mismo!”, y una
mujer vieja con una vara en la mano apareció por un costado de una
choza, echando violentamente a un montón de chiquillos desnudos.
Detrás aparecieron más mujeres, haciendo chasquear sus lenguas y
gritando; evidentemente había algo que los niños no debían haber
visto. Rodeé la choza y vi el cuerpo muerto de un hombre tumbado
en el lodo.
Era un indio, un sirviente dravidiano negro. Se hallaba
semidesnudo. No podía sino llevar muerto unos pocos minutos.
La gente decía que el elefante había caído repentinamente sobre él
por el costado de la choza, lo había cogido con su trompa, puesto
su pata en la espalda y lanzado al suelo. Era la estación de lluvias

34
GEORGE ORWELL

y el suelo estaba blando. Su cara había marcado una zanja de un


pie de fondo y un par de yardas de largo. El hombre yacía sobre
su vientre con los brazos en cruz y la cabeza pronunciadamente
torcida hacia un lado. Su rostro se hallaba cubierto con lodo, los
ojos muy abiertos, los dientes descubiertos y una mueca que
expresaba una insoportable agonía. (Nunca me digan, a propósito,
que los muertos lucen pacíficos. La mayoría de los cadáveres que
he visto lucían diabólicos). La fricción de la gran pata de la bestia
había arrancado la piel de su espalda tan limpiamente como se
despelleja un conejo. Tan pronto como vi al hombre muerto, envié
a un guardia a la cercana casa de un amigo para pedir prestado un
rifle para elefantes. Ya había enviado de vuelta al pony, no quería
que me tirara al suelo de miedo si olía al animal.
El guardia volvió a los pocos minutos con el rifle y cinco
cartuchos. Por mientras, algunos birmanos habían llegado y nos
habían dicho que el elefante se hallaba en el arrozal más abajo, solo
a unas pocas yardas. Apenas me dirigí hacía allá, prácticamente
toda la población del barrio se desparramó fuera de las casas
para seguirme. Habían visto el rifle y estaban todos gritando
excitadamente que yo iba a dispararle al elefante. No les había
interesado cuando estaba simplemente devastando sus casas, pero
ahora era diferente, porque lo iba a matar. Era un poco una diversión
para ellos, como lo sería para una multitud inglesa; pero querían
además la carne del animal. Eso me hizo sentirme vagamente
incómodo. Yo no tenía intención de matar al elefante –simplemente
había mandado pedir el rifle para defenderme si era necesario– y
resulta siempre perturbador tener una multitud a la siga. Caminé
colina abajo, luciendo y sintiéndome como un idiota, con el rifle
en mi hombro y un creciente ejército de gente atropellándose a mis

35
MUERTE DE UN ELEFANTE

talones. Abajo, al dejar las chozas, había un camino pedregoso


y luego un fangoso baldío de campos de arroz, unas mil yardas
más allá, que aún no eran labrados pero estaban empapados por
las primeras lluvias y salpicado de hierbas silvestres. El elefante
estaba ubicado a una ocho yardas del camino, su flanco izquierdo
hacia nosotros. No se percató en lo más mínimo de la cercanía de
la multitud. Estaba arrancando manojos de pasto, golpeándolos
contra sus rodillas para limpiarlos y metérselos en la boca.
Me detuve en el camino. Tan pronto como vi al elefante supe con
total certitud que no debería matarlo. Es un asunto serio dispararle
a un elefante doméstico –es comparable a destruir una grande y
costosa pieza de maquinaria– y obviamente uno no debe hacerlo
si es posible evitarlo. A esa distancia, comiendo pacíficamente, el
elefante no lucía más peligroso que una vaca. Lo pensaba entonces,
y lo pienso ahora, que ese ataque de “lujuria” estaba pasando; en
cuyo caso debería simplemente vagabundear por allí sin causar
daño hasta que el cuidador volviera y se lo llevara. Además, yo no
quería en lo más mínimo matarlo. Decidí que lo vigilaría por un
rato para asegurarme que no se volviera salvaje de nuevo, y luego
me iría a casa.
Solo que en ese momento miré a mi alrededor, hacia la multitud
que me había seguido. Era una multitud inmensa, al menos dos mil
personas, y crecía minuto a minuto. Por un largo trecho bloqueaba
la calle a cada lado. Miré el mar de rostros amarillos por sobre
las ropas chillonas, los rostros felices y excitados por ese poco de
diversión, todos seguros de que el elefante iba a ser muerto. Me
miraban como observarían a un ilusionista presto para realizar
algún truco. Yo no les gustaba, pero con el rifle mágico en mis
manos era momentáneamente digno de ser observado. De pronto

36
GEORGE ORWELL

me di cuenta que, después de todo, tendría que matar al elefante.


La gente esperaba eso de mí y tenía que hacerlo; pude sentir sus
dos mil voluntades empujándome delante de un modo irresistible.
Y fue en ese momento, mientras permanecía parado allí con
el rifle en mis manos, que por primera vez capté lo vacío, lo fútil del
dominio del hombre blanco sobre Oriente. Allí estaba yo, el hombre
blanco con su arma, parado a la cabeza de la multitud de nativos
desarmados –aparentemente el actor principal de la pieza–; pero en
realidad era solo un muñeco absurdo, empujado de aquí para allá,
por la voluntad de aquellas caras amarillentas tras de mí. Percibí
en ese momento que cuando el hombre blanco se vuelve tirano, es
su propia libertad la que destruye. Se transforma en una especie
de sombra, haciendo de títere, la figura convencional del sahib, del
maestro. Es por la condición de su mando que debe pasar su vida
tratando de impresionar a los “nativos”; y así en cada crisis ha de
hacer lo que los “nativos” esperan de él. Usa una máscara y su cara
se amolda para ajustarla. Yo tenía que matar al elefante. Me había
comprometido a hacerlo cuando mandé pedir el rifle. Un sahib tiene
que actuar como un sahib; tiene que mostrarse resoluto, conocer su
propio pensamiento y hacer las cosas precisas. Haber hecho todo
ese trayecto, rifle en mano, con dos mil personas marchando a mis
talones; y luego retroceder débilmente, sin haber hecho nada, no,
eso era imposible. La multitud se reiría de mí. Y mi vida entera, la
vida de cada hombre blanco en Oriente, es una larga lucha para que
no se rían de uno.
Solo que yo no quería dispararle al elefante. Lo vi golpeando
su manojo de pasto contra sus rodillas, con ese aire de abuela
preocupada que suelen tener los elefantes. Se me ocurrió que
dispararle sería un asesinato. A esa edad yo no era remilgado

37
MUERTE DE UN ELEFANTE

para matar animales, pero nunca le había disparado a un elefante


y no quería hacerlo jamás. (De cualquier manera siempre parece
peor matar a un animal grande). Además, había que considerar al
propietario de la bestia. Vivo, el elefante valía al menos cien libras;
muerto, valdría solo por sus colmillos, posiblemente unas cinco
libras. Pero tenía que actuar rápido. Me volví hacia algunos birmanos
de aire experimentado que estaban allí cuando había llegado, y les
pregunté cómo se comportaba el elefante. Todos dijeron lo mismo:
no te toma en cuenta si lo dejas solo, pero podría pisotearte si te
pones demasiado cerca de él.
Me quedó perfectamente claro lo que debía hacer. Tenía
que caminar digamos unas veinticinco yardas hacia el elefante
y verificar su comportamiento. Si atacaba, podría disparar; si no
me hacía caso, sería seguro dejarlo hasta que su cuidador llegara
de vuelta. Pero también sabía que yo no iba a hacer tal cosa. Era
un pobre tirador con rifle y el terreno era un barro blando en el
cual uno podía hundirse a cada paso. Si el elefante me atacaba y no
le apuntaba, tendría tanta oportunidad como una rana bajo una
aplanadora. Pero incluso entonces no pensaba en mi propio pellejo,
solamente en los atentos rostros amarillos detrás de mí. Porque en
ese momento, con la multitud observándome, no estaba asustado en
el sentido ordinario, como si lo hubiera estado hallándome solo. El
único pensamiento en mi cabeza era que si cualquiera cosa saliera
mal, aquellos dos mil birmanos me verían perseguido, cogido,
pisoteado y reducido a un cadáver con una mueca en su rostro, tal
como el indio en la colina. Y si eso ocurría, era probable que alguno
de ellos se echara a reír. Eso no podía ocurrir jamás. Había una sola
alternativa. Empujé los cartuchos en el tambor y me tumbé sobre el
camino de grava para lograr una mejor puntería.

38
GEORGE ORWELL

La multitud se mantuvo quieta. Un profundo, leve y alegre


suspiro, como cuando la gente ve por fin que las cortinas del teatro
se suben, fue exhalado por innumerables gargantas. Iban a tener su
poco de diversión después de todo. El rifle era una bella manufactura
alemana con mirillas para apuntar. Yo no sabía entonces que cuando
se dispara a un elefante, uno debe disparar de modo de cortar una
línea imaginaria que va de oreja a oreja. Debía, por lo tanto, ya
que el elefante estaba de costado, apuntar al orificio de la oreja; en
realidad, apunté varias pulgadas sobre ese punto, pensando que el
cerebro estaría más allá.
Cuando empujé el gatillo, no escuché el estallido ni sentí el
culatazo –uno nunca lo siente cuando el tiro alcanza el blanco–
pero sí escuché el diabólico rugido de júbilo que surgió de la
muchedumbre. En ese instante, en tan corto tiempo incluso para
que una bala llegara hasta él, un terrible cambio había ocurrido en el
elefante. No se movió ni cayó, aunque cada arruga de su cuerpo fue
alterada. Lució repentinamente afligido, encogido, inmensamente
viejo, como si el aterrador impacto de la bala lo hubiera paralizado
sin derribarlo. Al final, después de lo que pareció un largo tiempo
–deben haber sido unos cinco segundos me atrevo a decir– el
elefante se dobló flácidamente sobre sus rodillas. Su boca babeó.
Una enorme senilidad pareció instalarse en él. Uno podía haberse
imaginado que tenía miles de años.
Hice fuego de nuevo al mismo punto. No colapsó al segundo
disparo, pero se paró con desesperada lentitud sobre sus patas y se
mantuvo débilmente derecho, con las piernas combadas y la cabeza
colgante. Disparé una tercera vez. Ese fue el disparo que terminó
con él. Se podía ver la agonía afectar todo su cuerpo y golpear el
último remanente de fuerza de sus piernas. Pero al caer, pareció

39
MUERTE DE UN ELEFANTE

en un momento levantarse, porque cuando sus patas traseras


colapsaban bajo él, pareció elevarse hacia arriba como un inmenso
peñón derrumbándose, su trompa alcanzando los cielos como un
árbol. Lanzó un bramido, por primera y única vez. Entonces cayó,
su vientre hacia mí, con un estruendo que pareció sacudir el suelo
incluso donde yo yacía.
Me levanté. Los birmanos ya estaban corriendo por encima mío
a través del lodo. Era obvio que el elefante nunca más se levantaría,
pero no estaba muerto. Respiraba rítmicamente con largos estertores,
su gran masa de carne subía y bajaba penosamente. Su boca estaba
muy abierta y pude ver bien abajo las cavernas de su pálida y rosada
garganta. Esperé un largo rato a que muriese, pero su respiración
no se debilitaba. Finalmente disparé mis dos tiros remanentes en
el punto donde suponía se hallaba su corazón. La espesa sangre se
derramó fuera de él como un terciopelo rojo, pero aún así no moría.
Su cuerpo ni siquiera se sacudió cuando los disparos lo alcanzaron,
la atormentada respiración continuaba sin pausa. Estaba muriendo
muy lentamente y en una gran agonía, pero en algún reino remoto
para mí, donde ni siquiera una bala podría dañarlo más. Sentí que
debía poner fin a ese espantoso sonido. Parecía cruel ver a la gran
bestia yaciendo allí, impotente para moverse y aún impotente para
morir, sin ser yo capaz siquiera de poner fin a aquello. Mandé buscar
mi pequeño rifle y lancé disparo tras disparo en su corazón y bajo
su garganta. No parecieron hacerle impresión. Los atormentados
jadeos continuaron tan incesantemente como el tictac de un reloj.
Finalmente no pude soportar más aquello y me largué. Escuché
después que le tomó media hora morir. Los birmanos estaban
trayendo recipientes y canastos incluso antes que yo partiera, y
me dijeron que hacia la tarde habían pelado su cuerpo casi hasta

40
GEORGE ORWELL

los huesos. Por supuesto, hubo largas discusiones posteriormente


acerca de la muerte del elefante. El propietario estaba furioso,
pero era apenas un indio y no pudo hacer nada. Además, yo había
hecho legalmente lo correcto, ya que un elefante furioso tiene que
ser liquidado, tal como un perro rabioso si su dueño no puede
controlarlo. Entre los europeos la opinión estaba dividida. Los más
viejos decían que estaba correcto, los jóvenes opinaban que era
una maldita vergüenza matar un elefante porque había matado a
un sirviente, ya que un elefante valía mucho más que un maldito
Coringhee4. Después de todo yo estaba bastante feliz de que el
sirviente hubiera sido muerto; eso me puso legalmente en la línea
correcta y me dio suficiente pretexto para matar al elefante.
A menudo me pregunto si alguno de los otros captó que lo
había hecho, únicamente, para evitar que me creyeran un idiota.

Título original: “Shooting an Elephant”.


Revista New Writing N.° 2, otoño de 1936.

4. Habitante del sur de la India emigrado a la Birmania de la época. (Nota del traductor).

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42
CÓMO MUEREN LOS POBRES

El año 1929 pasé varias semanas en el Hospital X en el distrito


15 de París. Los empleados de servicio me aplicaron el tercer grado
acostumbrado en el mostrador de recepción, y más encima me
tuvieron respondiendo a preguntas por casi veinte minutos antes
de dejarme entrar. Si alguna vez han tenido que llenar formularios
en un país latino sabrán el tipo de preguntas a las que me refiero.
Por algunos días no tuve fuerzas para traducir grados Celsius a
Fahrenheit, pero sé que mi temperatura era alrededor de 103
grados, y hacia el final de la entrevista tenía dificultades para
permanecer de pie. A mi espalda un pequeño corrillo de pacientes
que llevaban paquetes hechos con pañuelos de colores esperaba el
turno de ser interrogado.
Después del interrogatorio vino el baño. Aparentemente una
rutina obligatoria para todos los recién llegados, tal como en la
prisión o en el asilo. Mis ropas me fueron retiradas y después de
haberme dejado tiritando sentado por varios minutos en cinco
pulgadas de agua tibia, me dieron un pijama de lino y una bata de

43
C ÓMO MUEREN LOS POBRES

franela azul –nada de pantuflas, no tenían nada bastante grande


para mí según dijeron– fui conducido a la intemperie. Era una
noche de febrero y yo sufría de neumonía. La sala donde íbamos
se encontraba a unas 200 yardas y parecía que para llegar a ella
había que cruzar toda el área del hospital. Alguien trastabilló
frente a mí con una linterna. El sendero de gravilla se sentía
congelado bajo los pies y el viento golpeaba el pijama alrededor de
mis pantorrillas desnudas.
Cuando entramos a la sala me percaté de un extraño
sentimiento de familiaridad cuyo origen no logré identificar hasta
tarde en la noche. Era una sala larga y más bien baja pobremente
iluminada, llena de voces que murmuraban y con tres filas de
camas sorprendentemente cercanas unas a otras. Había un fétido
olor fecal, algo dulzón. Mientras yacía echado vi en una cama
cercana, opuesta a la mía, a un hombre pequeño, de hombros
redondos y cabello rubio, sentado semidesnudo mientras un doctor
y un estudiante realizaban una extraña operación en él. Primero el
doctor sacó de su maletín negro una docena de pequeños frascos
parecidos a vasos de vino. Luego el estudiante prendió un fósforo
dentro de cada vaso para agotar el aire. Entonces el vaso fue
colocado en la espalda y en el pecho del hombre. El vacío levantó
una enorme ampolla amarilla. Solo después de un rato me di
cuenta de lo que le estaban haciendo. Era algo llamado ventosa, un
tratamiento del cual se puede leer en los viejos textos de medicina,
pero del cual hasta entonces tenía una idea vaga de que era alguna
de esas cosas que se les hacen a los caballos.
El frío aire externo había probablemente hecho bajar mi
temperatura y miraba ese bárbaro remedio con indiferencia e
incluso con cierta cuota de diversión. Al instante, sin embargo, el

44
GEORGE ORWELL

doctor y el estudiante cruzaron hacia mi cama, me pusieron en una


postura erguida y sin mediar palabra comenzaron a aplicarme el
mismo juego de vasos, los cuales no habían sido esterilizados en
absoluto. Las pocas y débiles protestas que pronuncié no tuvieron
mayor respuesta que si hubiera sido un animal. Yo estaba sumamente
impresionado por la manera impersonal en que los dos hombres
me habían encarado. Nunca había estado antes en la sala común
de un hospital y fue mi primera experiencia con doctores que te
tratan sin dirigirte la palabra o, en un sentido humano, sin tener la
menor atención para contigo. En mi caso solo pusieron seis vasos,
pero después de hacer eso escarificaron las ampollas y aplicaron
de nuevo los vasos. Cada vaso hizo salir ahora una cucharilla de
oscura sangre roja. Mientras yacía de nuevo tumbado, humillado,
disgustado y asustado por la cosa que me habían hecho, reflexioné
que al menos ahora me dejarían solo. Pero no, ni un asomo.
Venía otro tratamiento, el emplasto de mostaza, aparentemente
un asunto rutinario tal como el baño caliente. Dos enfermeras
desastradas tenían lista una cataplasma y la habían atado a mi pecho
tan apretadamente como una camisa de fuerza, mientras algunos
hombres que andaban rondando por la sala en paños menores
comenzaron a juntarse alrededor de mi cama con muecas medio
comprensivas. Supe después que mirar a un paciente mientras le
administraban la cataplasma de mostaza era un pasatiempo favorito
en la sala. Esas cosas son normalmente aplicadas durante un cuarto
de hora y por cierto son bastante divertidas siempre que no ocurra
que seas la persona involucrada. Durante los primeros cinco minutos
el dolor es severo, pero uno piensa que lo puede soportar. Durante
los segundos cinco minutos esa idea se evapora, pero la cataplasma
está sujeta a la espalda y no es posible liberarse de ella. Esta es la

45
C ÓMO MUEREN LOS POBRES

etapa que más disfrutan los espectadores. Durante los últimos cinco
minutos, lo noté, sobreviene una especie de insensibilidad. Luego
que la cataplasma hubo sido retirada, una almohada impermeable
rellena con hielo fue encajada bajo mi cabeza y me dejaron solo. No
dormí y hasta donde sé esa fue la única noche de mi vida –quiero
decir la única noche pasada en una cama– en que no dormí nada,
ni siquiera un minuto.
Durante mi primera hora en el Hospital X había tenido
una serie completa de tratamientos diferentes y contradictorios,
pero esto era engañoso porque en general uno recibía muy poco
tratamiento en absoluto, fuera bueno o malo, a menos que estuviera
enfermo de una manera interesante e instructiva. A las cinco de la
mañana las enfermeras hacían su ronda, despertaban a los pacientes
y les tomaban la temperatura, pero no los lavaban. Si uno estaba
lo bastante bien como para hacerlo, se lavaba uno mismo, de otro
modo, uno dependía de la gentileza de algún paciente ambulante.
Eran generalmente otros pacientes quienes, también, transportaban
las sondas y las tristes bacinillas apodadas “cacerolas”. A las ocho
llegaba el desayuno, llamado en estilo militar, “la sopa”. Era sopa,
también, una ligera sopa de verduras con delgados trozos de pan
flotando en ella. Más tarde en el día, el doctor, alto, solemne y
barbinegro, hacía sus rondas, junto con un interno y una tropa de
estudiantes pegados a sus talones; pero éramos alrededor de sesenta
en la sala y era evidente que tenía otras salas que atender de igual
manera. Había muchas camas que día tras día pasaba de largo,
seguido de gritos implorantes.
Por el contrario, si uno tenía una enfermedad con la cual
los estudiantes querían familiarizarse, se gozaba de bastante
atención o algo así. En mi caso, atacado de un espécimen de

46
GEORGE ORWELL

estertor bronquial excepcionalmente atractivo, a veces tenía media


docena de estudiantes haciendo fila para auscultar mi pecho. Era
un sentimiento muy extraño; extraño en el sentido de que había
en ellos un intenso interés por aprender su oficio, junto con una
aparente falta de la mínima percepción de que los pacientes eran
seres humanos. Es raro de contar, pero a veces alguno de los jóvenes
estudiantes que había pasado adelante para tomar su turno en
manipularme, estaba realmente trémulo de excitación, como un
niño que ha puesto finalmente sus manos sobre alguna cara pieza
de maquinaria. Y luego oreja tras oreja –orejas de hombres jóvenes,
de muchachas, de negros– se posaba en tu espalda, relevos de dedos
te golpeaban solemnemente aunque con torpeza, y de ninguno de
ellos lograbas una palabra de conversación o una mirada directa
a tu rostro. Como paciente que no pagaba, embutido en tu pijama
uniforme, eras primariamente un espécimen, una cosa que no me
molestaba pero a la cual nunca logré acostumbrarme.
Después de algunos días me fortalecí lo suficiente como para
sentarme y estudiar a los pacientes a mi alrededor. La sofocante
habitación, con sus angostas camas tan juntas que tú podías tocar
fácilmente la mano de tu vecino, contenía todo tipo de enfermedades
excepto, supongo, los casos de infección aguda. Mi vecino a la
derecha era un pequeño zapatero pelirrojo con una pierna más corta
que la otra, que acostumbraba anunciar la muerte de cualquier otro
paciente. Esto ocurrió una cantidad de veces y mi vecino era siempre
el primero en enterarse. Me daba un silbido y exclamaba en español
Numéro 435 (o el que fuese) al tiempo que lanzaba los brazos sobre su

5. Esta es la forma en que el personaje pronunció esta palabra, y que, para darle un giro literario,
el narrador siguió usando en el resto del ensayo. (Nota del editor).

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C ÓMO MUEREN LOS POBRES

cabeza. No había nada demasiado malo con este hombre, pero en la


mayoría de las demás camas dentro de mi ángulo de visión alguna
sórdida tragedia o algún simple horror estaba teniendo lugar.
En la cama que se encontraba a mis pies yacía, hasta que murió
(no lo vi morir: lo movieron a otra cama), un hombre pequeño y
marchito que sufría de no sé qué enfermedad pero algo había hecho
su entero cuerpo tan sensible que cualquier movimiento de lado a
lado, a veces incluso el peso de la ropa de cama, lo hacía gritar de
dolor. Su peor sufrimiento era cuando orinaba, lo cual hacía con
la mayor dificultad. Una mujer le acercaba la sonda y por un largo
tiempo se instalaba a un costado de la cama, silbando, como se dice
que los mozos de cuadra hacen con los caballos, hasta que por fin
tras un chillido agonizante de “Je pisse!”, lo conseguía.
En la cama junto a la mía el hombre con el pelo rubio a quien
había visto sometido al tratamiento de ventosas, acostumbraba a
toser un moco sanguinolento a toda hora. Mi vecino a la izquierda
era un hombre joven, alto y flácido, a quien periódicamente le
insertaban un tubo en la espalda del cual surgían cantidades
asombrosas de un líquido espumoso salido de alguna parte de su
cuerpo. En la cama siguiente había un veterano de la guerra de 1870
que se estaba muriendo, un viejo buen mozo con una blanca barba
imperial, alrededor de cuya cama a cualquier hora en que estaban
permitidas las visitas, cuatro parientes mujeres vestidas de negro se
sentaban, exactamente como cuervos, obviamente intrigando por
algún despreciable legado. En la cama opuesta a la mía, en la fila
más alejada, había un viejo de cabeza calva con bigotes caídos y
una cara y cuerpo sobremanera hinchados, que sufría de alguna
enfermedad que lo hacía orinar casi incesantemente. Un enorme
receptáculo de vidrio yacía siempre a su lado. Un día llegaron

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GEORGE ORWELL

a visitarlo su mujer e hija. A la vista de ellas la cara hinchada del


viejo se encendió con una sonrisa de sorprendente dulzura y, en
cuanto su hija, una hermosa niña de unos veinte años, se aproximó,
vi su mano asomar lentamente desde debajo de la ropa de cama.
En principio parecía por el gesto que seguía, mientras la niña se
arrodillaba junto al lecho, que la mano del viejo ponía en su cabeza
una bendición de moribundo. Pero no, él simplemente le pasó la
sonda, que ella tomó prontamente para vaciarla en el receptáculo.
A una docena de camas de la mía estaba el Numéro 57 (creo
que ese era su número) un caso de cirrosis hepática. Todos lo
conocían en la sala porque a veces era objeto de una conferencia
médica. Dos tardes por semana el grave y alto doctor debía
conferenciar en la sala para un grupo de estudiantes, y en más de
una ocasión el viejo Numéro 57 era transportado en una especie de
camilla hasta el medio de la sala, donde el doctor enrollaba atrás
su pijama y dilataba con sus dedos una enorme protuberancia
flácida en el vientre del hombre (su hígado enfermo, supongo) y
explicaba solemnemente que esa era una enfermedad atribuible al
alcoholismo, más común en los países bebedores de vino. Como
de costumbre, el médico no le hablaba a su paciente, no le concedía
una sonrisa, un gesto ni ninguna clase de reconocimiento. Mientras
hablaba, muy grave y erguido, sostenía el cuerpo exangüe con sus
dos manos, dándole a veces un suave vaivén de aquí para allá,
en una actitud semejante a una mujer manejando un rodillo de
amasar. No es que al Numéro 57 le importara este tipo de cosas.
Obviamente era un paciente del hospital, una pieza de exhibición
habitual en las conferencias, su hígado hace tiempo estaba
marcado para meterlo en una botella en algún museo patológico.
Completamente desinteresado en lo que se decía acerca de él, solía

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C ÓMO MUEREN LOS POBRES

yacer con sus ojos incoloros mirando hacia la nada, mientras el


doctor lo exhibía como una pieza de porcelana china. Era un
hombre de unos sesenta años, sorprendentemente encogido. Su
cara, pálida como el papel encerado, se había encogido hasta el
punto que no parecía más grande que la de un muñeco.
Una mañana mi vecino el zapatero me despertó antes que
llegaran las enfermeras. Numéro 57 dijo y levantó las manos
por sobre la cabeza. Había luz en la sala, suficiente como para
verlo. Vi al viejo Numéro 57 encogido hacia un costado, su cara
sobresaliendo sobre un lado de la cama en dirección a donde yo
estaba. Había fallecido a alguna hora de la noche, nadie sabía
cuándo. Al llegar las enfermeras recibieron con indiferencia la
novedad de su muerte y se dirigieron a sus quehaceres. Después de
un largo rato, una hora o más, otras dos enfermeras marchando
como soldados, con fuerte ruido de zuecos, envolvieron el cuerpo
con las sábanas pero no fue removido hasta un tiempo después.
Mientras tanto, con mejor luz, tuve tiempo para darle una buena
mirada al Numéro 57. Incluso me tumbé sobre un costado para
mirarlo. Curiosamente era el primer europeo a quien veía muerto.
Había visto antes hombres muertos pero siempre asiáticos y
generalmente gente que había fallecido de muerte violenta. Los
ojos del Numéro 57 estaban aún abiertos y también su boca, su
pequeña cara retorcida en una expresión de agonía.
Sin embargo, lo que más me impresionó fue la blancura de
su cara. Había sido pálido antes, pero ahora era apenas un poco
más oscuro que las sábanas mortuorias. Mientras observaba la
cara reducida, destruida, me golpeó que este repugnante artículo
de desecho en espera de ser descartado y tirado sobre una tabla en
la sala de disecciones, era un ejemplo de muerte “natural”, una de

50
GEORGE ORWELL

las cosas por las que uno reza durante las Letanías. Para allá vas
entonces, pensé, eso es lo que te espera de aquí a veinte, treinta o
cuarenta años: así es como los afortunados mueren, los que viven
para llegar a viejos. Uno quiere vivir, por supuesto, de hecho uno
solo permanece vivo por miedo a la muerte, pero ahora pienso,
como lo pensaba entonces, que es mejor morir violentamente y no
demasiado viejo. La gente habla acerca de los horrores de la guerra,
pero ¿Qué arma ha inventado el hombre que siquiera se aproxime
en crueldad a algunas de las enfermedades más comunes?
La muerte “natural”, casi por definición, significa algo lento,
pestilente y doloroso. Incluso con eso, hace diferencia si uno la
puede alcanzar en el propio hogar y no en una institución pública.
Este pobre viejo desdichado, que se había recién extinguido como
un cabo de vela no era ni siquiera lo bastante importante como para
que alguien estuviera velando su lecho de muerte. No era más que
un número, luego un “ejemplar” para los bisturíes de los estudiantes.
¡Y la sórdida falta de intimidad de morir en tal lugar! En el Hospital
X las camas estaban muy próximas entre ellas y no había biombos.
Imagino por ejemplo, morir como el hombre pequeño cuya cama
estuvo por un tiempo a los pies de la mía, ¡aquél que gritaba cuando
la ropa de cama lo tocaba! Me atrevo a decir que “Je pisse!” fueron
sus últimas palabras registradas. Tal vez los que están muriendo
no se preocupan de tales cosas, esa sería al menos la respuesta
estándar: la gente que está muriendo es a menudo más o menos
normal mentalmente hasta casi el día de su final.
En las salas públicas de un hospital uno puede ver horrores
que no parece encontrar entre la gente que se la arregla para morir
en sus propios hogares, como si ciertas enfermedades solamente
atacaran a las gente de bajos niveles de ingreso. Pero es un hecho

51
C ÓMO MUEREN LOS POBRES

que nadie vería en un hospital inglés algunas de las cosas que vi en


el Hospital X. Este asunto de ver a gente en trance de morir como
animales, por ejemplo, sin nadie a su lado, sin nadie interesado,
con una muerte que ni siquiera es advertida hasta la mañana
siguiente, ocurrió más de una vez. Ciertamente no se vería eso en
Inglaterra, y mucho menos se vería un cadáver expuesto a la vista
de otros pacientes.
Recuerdo que en una ocasión en un hospital rural inglés
un hombre murió mientras tomábamos el té, y aunque había
seis de nosotros en la sala, las enfermeras manejaron las cosas
tan hábilmente que el hombre murió y su cuerpo fue removido
sin siquiera escuchar de aquello hasta que el té hubo terminado.
Una cosa que a veces subestimamos en Inglaterra es la ventaja que
gozamos de tener un gran número de enfermeras bien entrenadas
y rígidamente disciplinadas. No cabe duda que las enfermeras
inglesas son lo bastante bobas como para leer la suerte en las
hojas de té, llevar prendedores con la bandera británica y tener
fotografías de la Reina en la repisa de la chimenea; pero al menos
no te dejan yacer sin lavar y constipado en una cama sin hacer, por
pura y simple pereza.
Las enfermeras en el Hospital X tenían todavía en ellas un
aire de Mrs. Gamp6, y años después, en los hospitales militares de
la República Española pude ver enfermeras casi tan ignorantes que
apenas podían medir la temperatura. Tampoco se vería en Inglaterra
una suciedad tal como la que existía en el Hospital X. Mucho después,
cuando estuve lo suficientemente bien como para lavarme solo en

6. Sarah Gamp es la enfermera disoluta que aparece en la novela Martin Chuzzlewit (1843) de
Charles Dickens. (Nota del traductor).

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GEORGE ORWELL

el baño, encontré que allí se guardaba una enorme caja de embalaje


en la cual eran arrojados restos de comida y vendajes sucios. Los
revestimientos de las paredes estaban infestados de grillos.
Cuando pude conseguir que me devolvieran mis ropas y mis
piernas estuvieron lo suficientemente fuertes, arranqué del Hospital
X antes que mi tiempo se cumpliera y sin esperar el alta médica.
No fue el único hospital del cual debí huir, pero su tristeza y su
desnudez, su olor enfermizo y, sobre todo, algo en su atmósfera
mental resaltan en mi memoria como excepcionales. Yo había sido
llevado porque era el hospital correspondiente a mi distrito y no
supe sino después que estuve allí, que contaba con mala reputación.
Un año o dos después, una celebrada estafadora, Madame Hanaud,
que enfermó mientras se hallaba en prisión preventiva, fue llevada
al Hospital X y tras unos pocos días logró eludir a sus guardias,
tomar un taxi y volver a la prisión, explicando que estaba más
confortable allá.
No tengo duda que el Hospital X era bastante atípico entre los
hospitales franceses incluso por esas fechas. Pero los pacientes, casi
todos ellos trabajadores, estaban sorprendentemente resignados.
Algunos parecían encontrar que las condiciones eran cuasi
confortables, ya que al menos un par de ellos eran indigentes,
falsos enfermos, que habían encontrado allí una buena manera de
pasar el invierno. Las enfermeras se confabulaban porque los falsos
enfermos se volvían útiles haciendo ciertos trabajos. Pero la actitud
de la mayoría era: por supuesto que este es un lugar abominable,
pero ¿qué otra cosa podrías esperar? No parecía extraño para ellos
que les despertaran a las cinco de la mañana y luego les hicieran
esperar tres horas para iniciar el día con una sopa aguada, o que la
gente debía morir con nadie a su lado, o incluso que la oportunidad

53
C ÓMO MUEREN LOS POBRES

de lograr atención médica dependiera de llamar la atención del


doctor mientras pasaba. De acuerdo a sus tradiciones así eran los
hospitales entonces. Si uno está seriamente enfermo y es demasiado
pobre para ser tratado en el propio hogar, entonces debe ir al hospital
y una vez allí debe tolerar la rudeza y la incomodidad, tal como si
estuviera en el ejército.
Pero por encima de eso, yo estaba interesado en encontrar una
convicción, donde no cupiera duda, de viejas historias que ahora
en Inglaterra se han casi desvanecido de la memoria. Historias,
por ejemplo, acerca de doctores que te abren por pura curiosidad
o que encuentran divertido comenzar a operarte antes que estés
adecuadamente anestesiado. Había oscuros relatos acerca de una
pequeña sala de operaciones que se decía estaba situada justo
después del baño. Gritos espantosos salían de esa sala. No vi nada
que confirmara esas historias y sin duda eran un absurdo total,
aunque vi a dos estudiantes matar a un niño de dieciséis años, o
casi matarlo (parecía que moría cuando dejé el hospital pero puede
haberse recuperado después), gracias a un dañino experimento que
probablemente no habrían probado en un paciente de pago.
Bien dentro de la memoria viva se acostumbraba creer en
Londres que en algunos de los hospitales grandes ciertos pacientes
eran exterminados para obtener material en las disecciones. No
escuché esta historia repetida en el Hospital X, pero creería que
algunos de los hombres allí la habrían encontrado creíble. Porque
era un hospital en el cual no eran quizá los métodos, sino algo de la
atmósfera del siglo XIX que se las había arreglado para sobrevivir y
en eso yacía su peculiar interés.
Durante los últimos cincuenta años o algo así ha habido

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GEORGE ORWELL

grandes cambios en la relación entre doctor y paciente. Si uno mira


casi cualquier literatura de antes de la última parte del siglo XIX,
encontrará que un hospital era visto popularmente como casi la
misma cosa que una prisión; y por entonces una prisión anticuada
tipo mazmorra. Un hospital era un lugar de suciedad, tortura y
muerte, una especie de antecámara de la tumba. Nadie que no fuera
más o menos menesteroso pensaría en ir a tal lugar para tratamiento.
Y esto especialmente en la parte inicial del siglo pasado, cuando la
ciencia médica había crecido con mayor fuerza que nunca sin haber
sido más exitosa. El negocio de la medicina en conjunto era visto
con horror y temor por la gente común. La cirugía, en particular, era
considerada no más que una forma peculiarmente horripilante del
sadismo y la disección, posiblemente con la ayuda de los ladrones de
cadáveres, por lo que era incluso confundida con la necromancia.
Desde el siglo XIX uno puede recopilar una extensa lista de
literatura de horror conectada con doctores y hospitales. Piensen en
el pobre rey Jorge III, en su ancianidad, aullando por misericordia al
ver a sus cirujanos aproximándose para “desangrarlo hasta hacerlo
desfallecer”. Piensen en las conversaciones entre Bob Sawyer y
Benjamin Allen7 que son sin duda escasamente paródicas, o en los
hospitales de campo en La debacle y La guerra y la paz, o en la
chocante descripción de una amputación en Chaqueta blanca de
Melville. Incluso los nombres dados a los doctores en la literatura
inglesa de ficción del siglo XIX, Slasher, Carver, Sawyer, Fillgrave8 y
los demás, así como el apodo genérico de “matasanos”, son casi tan
lúgubres como cómicos.

7. Personajes de Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836) de Charles Dickens. (Nota del traductor).
8. Literalmente Cuchillero, Trinchador, Aserrador, Enterrador. (Nota del traductor).

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C ÓMO MUEREN LOS POBRES

La tradición anticirugía tiene quizá su mejor expresión en el


poema de Tennyson “The Children’s” Hospital que es esencialmente
un documento de la era precloroformo, aunque parece haber
sido escrito tan tarde como 1880. Por lo demás la perspectiva
que Tennyson registra tiene mucha justificación. Cuando uno
considera cómo habría sido una operación sin anestesia, lo que
notoriamente era así, es difícil no sospechar los motivos de la
gente que emprendería una cosa semejante. Porque esos horrores
sangrientos que los estudiantes anhelaban con tanto entusiasmo
eran ciertamente más o menos inútiles: el paciente que no moría de
un shock generalmente moría de gangrena, un resultado que se daba
por sentado. Incluso ahora se encuentran doctores cuyos motivos
son cuestionables. Cualquiera que haya estado muy enfermo, o que
haya escuchado las conversaciones de los estudiantes, sabe lo que
quiero decir. Solo que los anestésicos fueron un punto de inflexión,
y los desinfectantes, otro. En ninguna parte del mundo verías
ahora el tipo de escena descrito en La historia de San Michele de
Axel Munthe, cuando el siniestro cirujano con sombrero de copa
y levita, la almidonada pechera de su camisa salpicada de sangre
y pus, descuartiza paciente tras paciente con el mismo cuchillo y
arroja los miembros amputados en un montón junto a la mesa.
Además el seguro nacional de salud ha descartado parcialmente
la idea de que un paciente de la clase trabajadora es un desposeído
que merece escasa consideración. Bien entrado este siglo era común
que a los pacientes “gratuitos” en los grandes hospitales se les
extrajeran los dientes sin anestesia. Ellos no pagaban de modo que
¿Por qué deberían tener anestesia? Esa era la actitud. Eso también ha
cambiado. Y sin embargo cada institución debería siempre guardar
alguna memoria confiable de su pasado. Una barraca de cuartel está

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GEORGE ORWELL

aún embrujada por el fantasma de Kipling, y es difícil entrar en un


asilo para pobres sin que a uno le suene Oliver Twist. Los hospitales
comenzaron como una especie de sala informal para los leprosos
y otros similares, para que murieran allí, y han continuado siendo
lugares donde los estudiantes de medicina aprendían su arte en
los cuerpos de los pobres. Uno puede todavía capturar un borroso
indicio de sus historias en su característica arquitectura sombría.
Estaría lejos de reclamar acerca del tratamiento que he recibido en
cualquier hospital inglés, pero sé que existe un sensato instinto que
advierte a la gente mantenerse lejos de los hospitales si es posible,
especialmente de las salas comunes.
Cualquiera que sea la posición legal de cada uno, es
incuestionable que tienes de lejos menos control sobre tu tratamiento
y menos certeza de que ciertos experimentos frívolos no sean
aplicados en tu persona, cuando te hallas en una situación de
“acatas la disciplina o te vas”. Y es una gran cosa morir en tu cama,
aunque es aún mejor morir con las botas puestas. Por grande que
sea la gentileza y la eficiencia, en cada muerte en un hospital habrá
algún detalle cruel y sórdido, algo quizá demasiado pequeño para
ser contado pero que deja atrás recuerdos terriblemente dolorosos,
que surgen de la prisa, el hacinamiento, la impersonalidad de un
lugar donde hay cada día gente muriendo rodeada de extraños.
El miedo a los hospitales probablemente aún sobrevive entre
los muy pobres y entre el resto de nosotros solo ha desaparecido
recientemente. Es una mancha negra no lejos de la superficie de
nuestras mentes. He contado antes que cuando entré en la sala
del Hospital X tuve conciencia de un extraño sentimiento de
familiaridad. Lo que la escena me recordó fueron, por supuesto,
los apestosos hospitales del siglo XIX, tan llenos de dolor, los cuales

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C ÓMO MUEREN LOS POBRES

nunca había visto pero de los que tenía algún conocimiento por la
tradición. Y algo, tal vez el doctor vestido de negro con su ajado
maletín negro, o quizás el olor dulzón, jugó la extraña broma de
desenterrar de mi memoria el poema de Tennyson “The Children’s
Hospital”, en el cual no había pensado en veinte años. Había
ocurrido que cuando niño me lo había leído en voz alta una
enfermera asqueada, cuya propia vida profesional puede haber sido
traída de vuelta a los tiempos en que Tennyson escribió el poema.
Los horrores y sufrimientos de los hospitales para pobres eran un
recuerdo vívido para ella. Nos habíamos estremecido juntos con
el poema y luego aparentemente yo lo había olvidado. Incluso su
título probablemente no me hacía recordar nada. Pero la primera
mirada a la oscura y rumorosa pieza, con las camas puestas tan
juntas, de pronto hizo surgir la corriente de pensamiento al cual
pertenecía y en la noche que siguió me encontré a mí mismo
recordando toda la historia y la atmósfera del poema, con muchos
de sus versos completos.

Título original: “How the Poor Die”.


Revista Now N.° 6, noviembre de 1946.

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GEORGE ORWELL

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ALGUNAS REFLEXIONES
ACERCA DEL SAPO COMÚN

Antes que la golondrina, antes que el narciso y no mucho


después que la campanilla blanca, el sapo común saluda la llegada
de la primavera a su propia manera, que es emerger desde un hoyo
en el suelo donde ha yacido enterrado desde el otoño anterior. Repta
tan rápidamente como le es posible hacia la poza de agua más
cercana. Algo –cierta clase de estremecimiento en la tierra o tal vez
simplemente el aumento en unos pocos grados de la temperatura–
le ha dicho que es hora de despertar; aunque algunos sapos suelen
quedarse dormidos y de tiempo en tiempo se pierden un año. En
todo caso, más de una vez he desenterrado alguno en medio del
verano, vivo y aparentemente bien.
En este período, tras el largo ayuno, el sapo tiene un aspecto
muy espiritual, tal como un católico inglés hacia el fin de la
Cuaresma. Sus movimientos son lánguidos aunque decididos, su

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ALGUNAS R EFLEXIONES ACERCA DEL SAPO C OMÚN

cuerpo se ha encogido y, por contraste, sus ojos lucen anormalmente


grandes. Esto permite notar, lo que no se podría en otra época, que
el sapo tiene acaso los ojos más hermosos de cualquier criatura
viviente. Son como oro, o más precisamente, como esa piedra
dorada semipreciosa que uno suele ver en los anillos de sello, que
creo se llama crisoberilo.
Por unos pocos días tras encontrar el agua, el sapo se
concentra en reforzar su potencia comiendo pequeños insectos.
Muy pronto se ha hinchado de nuevo hasta su tamaño normal. Es
entonces cuando se lanza en una fase de intenso erotismo. Todo lo
que sabe, al menos si es un sapo macho, es que quiere colocar sus
patas alrededor de algo; si le ofreces un palo, o incluso tu dedo,
se aferrará a ello con sorprendente fuerza y le tomará bastante
tiempo descubrir que no se trata de una hembra. Con frecuencia
uno se tropieza con aglomeraciones informes de diez o veinte sapos
dándose vueltas en el agua, unos montándose en otros sin distinción
de sexo. Gradualmente, sin embargo, se ordenan en parejas, con el
macho debidamente instalado en la espalda de su hembra. Ahora
puede uno distinguir los machos de las hembras ya que aquel
es más pequeño, más oscuro, y se instala arriba, con sus patas
anteriores estrechamente agarradas al cuello de la hembra. Después
de un día o dos, los huevos fecundados yacen en prolongadas sartas
que serpentean dentro y fuera de los juncos para pronto hacerse
invisibles. Unas pocas semanas más y el agua está viva con masas de
pequeños renacuajos que crecen rápidamente, les brotan las patas
traseras, luego las delanteras y después se deshacen de las colas;
finalmente, por la mitad del verano, la nueva generación de sapos,
más pequeños que la uña del pulgar pero perfectos en cada detalle,
se arrastran fuera del agua para reiniciar el ciclo.

62
GEORGE ORWELL

Menciono el desove de los sapos porque es uno de los


fenómenos de la primavera que me atraen más profundamente;
y porque el sapo, al revés de la alondra y la margarita, nunca ha
contado con mucho favor de parte de los poetas. Me doy cuenta
que mucha gente no gusta de los reptiles o los anfibios, y no estoy
sugiriendo que para gozar de la primavera uno tiene que mostrar
interés en los sapos. Están también los crocus (flores del azafrán),
los zorzales, los cuclillos, las ciruelas, etc. El punto es que los
placeres de la primavera están disponibles para cualquiera, a costo
cero. Aún en la calle más sórdida la llegada de la primavera se hará
notar por una señal u otra, ya sea por un azul más brillante entre
los trastos de la chimenea o el vívido verde de un antiguo brote
de hierba en un sitio bombardeado. Más aún, es notable cómo la
naturaleza avanza y cómo lo hace, existiendo de manera no oficial
en el mero centro de Londres. He visto a un cernícalo volando por
sobre los gasógenos de Deptford, y he escuchado una interpretación
de primera clase por parte de un mirlo en la calle Euston. Debe
haber cientos de miles, si no millones, de pájaros viviendo dentro
del radio urbano de cuatro millas, y es un pensamiento bastante
placentero el que ninguno de ellos pague ni medio penique de renta.
En lo que respecta a la primavera, ni siquiera las estrechas
y sombrías calles alrededor del Banco de Inglaterra son lo
suficientemente hábiles para excluirla. Se cuela por todas partes,
tal como algunos de esos gases venenosos modernos que pasan a
través de los filtros. Comúnmente se hace referencia a la primavera
como “un milagro” y durante los últimos cinco o seis años esa
desgastada figura retórica ha tomado un nuevo impulso. Después
de la laya de inviernos que hemos tenido que padecer recientemente,
la primavera sí parece milagrosa, ya que se ha vuelto más y más

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ALGUNAS R EFLEXIONES ACERCA DEL SAPO C OMÚN

difícil creer que en verdad vaya a sobrevenir. Desde 1940 me he


encontrado cada febrero pensando que este tiempo invernal va
a ser permanente. Pero Perséfone, como los sapos, siempre se
levanta de entre los muertos más o menos al mismo momento. De
repente, hacia el fin de marzo, el milagro ocurre y el arrabal en
descomposición en que vivo se transfigura. Abajo, en la plaza, los
setos tiznados se han vuelto de un verde brillante, las hojas se están
hinchando en los castaños, los narcisos han aparecido, los alhelíes
se están manifestando, la capa de los policías luce positivamente de
un tono de azul placentero, el pescadero saluda a sus clientes con
una sonrisa e incluso los gorriones parecen de un color diferente,
habiendo sentido el bálsamo del aire que los hace atreverse a tomar
un baño, el primero desde el anterior septiembre.
¿Es diabólico encontrar placer en la primavera y en
otros cambios estacionales? Para ponerlo más precisamente,
¿es políticamente reprobable señalar, mientras estamos todos
refunfuñando o al menos deberíamos estar refunfuñando bajo las
cadenas del sistema capitalista, que la vida es frecuentemente más
digna de ser vivida debido al canto de un mirlo, un olmo amarillo
en octubre, o algún otro fenómeno natural que no nos cuesta dinero
y que no posee lo que los editores de diarios de izquierda llaman
un enfoque de clase? No cabe duda que mucha gente piensa así.
Sé por experiencia que una referencia favorable a la “Naturaleza”
en uno de mis artículos es responsable de hacerme llegar cartas
ofensivas y, aunque la palabra clave en estas cartas es normalmente
“sentimental”, dos ideas parecen mezclarse en ellas. Una es que
cualquier placer en el proceso real de la vida estimula una suerte
de quietismo político. La gente, según postula ese pensamiento,
debería estar descontenta, y es nuestra tarea multiplicar nuestras

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GEORGE ORWELL

ansias y no simplemente incrementar nuestro disfrute de las cosas


que ya tenemos.
La otra idea es que como estamos en la edad de las máquinas,
tener aversión a las máquinas, o incluso querer limitar su dominio,
es retrógrado, reaccionario y ligeramente ridículo. Esto es a menudo
respaldado por el planteamiento de que el amor a la Naturaleza es
una manía de la gente de la urbe, que no tiene noción de lo que
es realmente la Naturaleza. Se dice que quienes tienen que lidiar
realmente con el suelo no lo aman, y no se toman la menor molestia
con los pájaros o las flores, excepto desde un punto de vista
estrictamente utilitario. Para amar el campo uno tiene que vivir
en la ciudad, dedicándole apenas una caminata ocasional de fin de
semana, y en los períodos más tibios del año.
Esta última idea es manifiestamente falsa. La literatura
medieval, por ejemplo, incluyendo las baladas populares, está
llena de un entusiasmo casi georgiano por la Naturaleza; y el
arte de los pueblos agrícolas como el chino y el japonés siempre
se centra alrededor de árboles, pájaros, flores, ríos y montañas. La
otra idea me parece errada de un modo más sutil. Ciertamente
debemos mostrarnos descontentos, no debemos simplemente
buscar maneras de lograr lo mejor de un mal trabajo; sin embargo,
si matamos el placer del proceso real de la vida, ¿qué suerte de
futuro estamos preparando para nosotros mismos? Si un hombre
no puede gozar de la vuelta de la primavera, ¿por qué tendría que
ser feliz en una utopía ahorradora de mano de obra? ¿Qué hará con
el ocio que le proporcionarán las máquinas? Siempre he sospechado
que si nuestros problemas económicos y sociales fueran realmente
resueltos, la vida se haría más simple en lugar de más compleja,
y que esa forma de placer que uno logra al encontrar la primera

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ALGUNAS R EFLEXIONES ACERCA DEL SAPO C OMÚN

flor de primavera, tiene mucho más peso que la forma de placer


que uno consigue al comer un helado al compás de la música de
un Wurlitzer. Creo que preservando el amor de la infancia hacia
cosas como los árboles, los peces, las mariposas y –volviendo a mi
primer ejemplo– los sapos, es más probable que uno construya un
futuro algo más tranquilo y decente; y que predicando la doctrina
de que nada debe ser admirado excepto el acero y el concreto, se
hace simplemente un poco más seguro que los seres humanos no
tendrán un escape para sus excedentes de energía, excepto el odio y
la adoración de algún líder.
En cualquier caso, la primavera está aquí, incluso en el primer
distrito de Londres, y no pueden impedir que tú la disfrutes. Esta es
una reflexión gratificante. Cuántas veces me he detenido a observar
mientras los sapos se aparean, o un par de gacelas practican el boxeo
con sus jóvenes cuernos, y reflexiono acerca de todas las personas
importantes que podrían impedirme disfrutar esto, si pudieran.
Pero afortunadamente no pueden. En la medida que tú no estés
realmente enfermo, hambriento, asustado o encerrado en una
prisión o en un campo de vacaciones, la primavera es siempre la
primavera. Las bombas atómicas se apilan en las fábricas, la policía
merodea a través de las ciudades, las mentiras salen a raudales
de los parlantes, pero la tierra todavía gira alrededor del sol, y
ni los dictadores ni los burócratas, por muy profundamente que
desaprueben ese proceso, serán capaces de evitarlo.

Título original: “Some thoughts on the Common Toad”.


Revista Tribune, abril de 1946.

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