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ROSALDO dice que de acuerdo a las pautas “pioneras” de investigación en la

antropología, en el “trabajo de campo” era esperable que el antropólogo describiese a los


nativos como miembros de una cultura armoniosa, internamente homogénea y estática, bajo
una aparente “imparcialidad desinteresada” que pretendía ocultar su función ideológica en la
perpetuación del control colonial de pueblos y lugares “distantes”. El resultado del
trabajo de campo era la etnografía, que se constituía como un “medio transparente que
describía una “cultura” lo suficientemente congelada para ser objeto de conocimiento
“científico””. Las etnografías eran almacenes de información supuestamente
incontrovertibles, que más tarde serían examinados por teóricos de escritorio, ocupados en
estudios comparativos, como un espejo que refleja otras culturas como “realmente” son.

ROSALDO dice que la época teórica de “Etnógrafo Solitario” dio paso al período
clásico (alrededor de entre 1921-1971). Durante ese período, la idea objetivista dominante
de la disciplina afirmaba que la vida social era fija y obligatoria. Los etnógrafos clásicos
suelen considerar al sociólogo francés Emile Durkheim como su “padre fundador”; según
esta tradición, la cultura y la sociedad determinan las personalidades y la conciencia
individual, y ambas gozan del estatus objetivo de los sistemas, son autónomas,
independientes de los individuos que siguen sus reglas. Junto con el objetivismo, el periodo
clásico codificaba una noción de monumentalismo; para ilustrar esto el autor emplea la
metáfora de un museo de arte como una imagen de las etnografías clásicas y las culturas que
éstas describen. Las culturas son vistas como imágenes sagradas; tienen integridad y
coherencia, lo que les permite ser estudiadas, como se dice, en sus propios términos, desde
dentro, desde punto de vista “nativo”, como ocurre en los grandes museos de arte, en este
museo cada cultura está sola, como un objeto estético digno de contemplación. Así, las obras
clásicas servían de modelos para la inspiración de los etnógrafos; se consideraban
descripciones culturales ejemplares, mapas de investigaciones pasadas y al mismo tiempo
modelos para investigaciones futuras.

La turbulencia política de finales de los sesenta y principios de la década siguiente


inició un proceso aclaratorio y de reelaboración. De manera semejante a las reorientaciones
en otros campos y en otros países, el ímpetu inicial por el desplazamiento conceptual en la
antropología fue la poderosa coyuntura histórica de la descolonización y la intensificación del
imperialismo norteamericano, que condujo a una serie de movimientos sociopolíticos. Del
énfasis en la conservación del sistema y la teoría del equilibrio, los antropólogos pasaron a
interesarse en averiguar cómo la gente construye sus propias historias y cómo funciona el
juego de dominio y resistencia. Hacer una antropología comprometida tenía más sentido que
intentar mantener la ficción del analista como un observador imparcial.
El ideal otrora dominante de un observador imparcial que utiliza un lenguaje neutral
para implicar datos “puros” ha sido desplazado por un proyecto alternativo que intenta
comprender la conducta humana según se desarrolla a través del tiempo y en relación con su
significado para los actores. La cultural, la política y la historia se han entrelazado, pasando a
un primer plano que no ocupaban durante el período clásico. Este nuevo giro ha transformado
la tarea de la teoría, la que ahora debe atender asuntos conceptuales que vieron la luz gracias
al estudio de casos particulares, y no restringirse a la búsqueda de generalizaciones.
La “reconfiguración del pensamiento social” ha coincidido con una crítica de las
normas clásicas y un período de experimentación en la forma de hacer etnografía. Al hablar
apasionadamente de un “momento experimental”, un grupo de antropólogos ha optado
deliberadamente por una nueva forma literaria. Sus escritos celebran las posibilidades
creativas que se han abierto, gracias a la nueva flexibilidad de los códigos que gobernaban la
producción de etnografías durante el período clásico.
ROSALDO sigue en parte la idea del psicólogo Jerome Bruner, quien afirma que
“aunque las descripciones de las sociedades tradicionales, donde la gente sigue servilmente
reglas sociales estrictas, tienen una cautivante formalidad, ciertas descripciones alternativas
respecto de las mismas sociedades hicieron que Bruner llegara a una conclusión no muy
agradable: en su opinión el retrato etnográfico de la sociedad tradicional sin tiempo, tal como
si fuera una ficción, solía ayudar en la composición y legitimar la subyugación de las
poblaciones humanas”. La teoría antropológica de moda estaba dominada por los conceptos
de estructura, códigos y normas; por su parte, desarrolló prácticas descriptivas en gran parte
implícitas. De hecho, los antropólogos han utilizado con orgullo la frase “el presente
etnográfico” para designar un modo lejano de escritura, que normalizaba la vida, al describir
actividades sociales como si todos los miembros del grupo las repitieran siempre de la misma
manera. De esta manera, por ejemplo, Evans Pritchard hablaba igual de los Nuer como de un
nuer, porque, dejando de lado las diferencias de edad, la cultura se considera uniforme y
estática. Sin embargo, en el mismo momento en que el etnógrafo realizaba su investigación,
los nuer estaban sometidos a cambios obligatorios por parte del régimen colonial británico en
su afán de supuesta pacificación.
La imagen de la antropología como una venta de garage describe la situación global
de la disciplina en el presente. Las posturas analíticas desarrolladas durante la época colonial
ya no pueden sostenerse. La nuestra es definitivamente una época postcolonial. Pese a la
intensificación del imperialismo norteamericano, el “Tercer Mundo” ha invadido las
metrópolis. La ficción de los compartimentos culturales está desgastada. Los llamados
nativos no “habitan” un mundo completamente separado del mundo donde “viven” los
etnógrafos. Cada vez más personas hacen ambas cosas, y cada vez hay más “nativos” entre
los lectores del etnógrafo.

EN SÍNTESIS, DURANTE EL PERÍODO CLÁSICO, las normas de descripción que


se proponían normalizar los hechos y crear distancia con respecto a ellos monopolizaron la
objetividad. Su autoridad parecían tan evidente, que se convertían en la única forma legítima
de decir la verdad literal acerca de otras culturas. Orgullosamente resumidas bajo el término
de presente etnográfico, estas normas prescribían, entre otras cosas, el uso del tiempo
presente para describir la vida social como un conjunto de rutinas compartidas, y la
superposición de una cierta distancia que probablemente confería objetividad. Todas las
demás formas de composición eran marginadas o suprimidas.
Según La opinión de ROSALDO, no hay una forma de escribir que sea neutral;
ninguna debe pretender ser una descripción social científicamente legítima. El problema de la
validez en el discurso etnográfico ha alcanzado magnitudes críticas en múltiples áreas durante
los últimos quince años.
El lenguaje de la etnografía clásica suele describir acontecimientos específicos como
si fueran rutinas culturales programadas, y colocan al observador a una gran distancia de lo
observado. Rosaldo explora entonces los cánones clásicos de objetividad.
ROSALDO analiza en una etnografía de Goody sobre la muerte: la mayoría de las
rutinas etnográficas sobre la muerte se distancian de las intensas emociones que están en
juego, y convierten en eventos rutinarios lo que para los deudos son pérdidas devastadoras e
irrepetibles. Al seguir las normas clásicas, Goody vincula coherentemente expresiones de
intenso dolor con expectativas convencionales. Así se elude la fuerza de las emociones como
si fueran puramente convencionales, mecanismos. ROSALDO dice que ni la propia habilidad
de anticipar adecuadamente las reacciones de otras personas, ni el hecho de que la gente
exprese su dolor de formas culturalmente específicas, se debería confundir con la idea de que
los afligidos deudos simplemente se ajustan a las expectativas convencionales. Aun los
informes directos, relatados con un lenguaje etnográfico normalizador, vuelven triviales
los acontecimientos que describen, al reducir la fuerza de las intensas emociones a un
simple espectáculo. Estos casos visualizan las acciones de la gente desde fuera y no ofrecen
ninguna reflexión de los participantes sobre sus propias experiencias. Se presentas recetas
generalizadas para la acción ritual, en lugar de buscar la comprensión del contenido particular
del luto. Así, las normas clásicas del discurso etnográfico hacen difícil mostrar cómo las
formas sociales pueden imponerse por convención y ser utilizadas de manera
espontánea y expresiva.

ROSALDO opina que no hay una sola receta para ofrecer una representación de otras
culturas. En general, las descripciones normalizadoras pueden revelar y ocultar aspectos de la
realidad social. Las etnografías escritas de acuerdo con las normas clásicas deben ser releídas
y no desterradas de la antropología, sino recuperadas, pero con una diferencia. Las normas
clásicas no deben ser los ídolos del realismo etnográfico, el único vehículo para hablar la
verdad literal acerca de otras culturas; las normas clásicas deben convertirse en un modo de
representar, entre muchos otros. Pueden ser utilizadas junto con otros modelos de
composición, al explorar la interacción entre la rutina y la vida cotidiana.
Ciertamente, colocar la moda actual a la cabeza y sustituir discursos
normalizadores por historias de casos específicos no constituye una solución al viejo
problema de la representación de los otros. Al dar cabida a formas de escritura que han
sido hasta ahora marginadas, podríamos lograr que la disciplina se acerque a la vida de la
gente desde distintas perspectivas.

ROSALDO explora la noción de “nostalgia imperialista”, a la cual describe como un


tipo especial de nostalgia, que a menudo se encuentra bajo el imperialismo, donde la gente se
lamenta del efecto de lo que ella misma ha transformado. La nostalgia imperialista gira
entonces en torno a una paradoja: una persona altera una forma de vida y luego se arrepiente
de que las cosas no sigan siendo las mismas, como eran antes de la intervención. En
cualquiera de sus versiones, la nostalgia imperialista utiliza una postura de “añoranza
inocente” para capturar la imaginación de la gente y ocultar su complicidad con el dominio
brutal.

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