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La universidad humanista

Una reflexión sobre el estado actual de la educación superior en nuestro país y el extranjero
en una época signada por el mercado.

Miguel Giusti

Desde hace un tiempo se viene observando internacionalmente una tendencia a reducir,


cuando no simplemente a eliminar, cursos o carreras de humanidades en la formación
universitaria. Esto ocurre no solamente en las llamadas “universidades con fines de lucro”
(expresión que, en sentido estricto, es una contradicción en los términos), sino en muchas
otras tradicionales y públicas, lo que ha traído consigo una vasta polémica sobre si las
humanidades son útiles o superfluas en la educación superior. Pero en esta polémica hay
más de un espejismo que conviene aclarar para entender lo que realmente está en juego
tras la tendencia indicada.
El primer espejismo consiste en creer que el problema es interno a la universidad, es decir,
que se trata simplemente de decidir cuántos y qué cursos de humanidades han de ofrecerse
a los estudiantes de cualquier carrera, y que por ello cada universidad puede resolver el
asunto a su manera. Hay, en ese sentido, universidades que se precian de tener muchos
cursos de humanidades y de ofrecerlos a los alumnos de todas las facultades, imaginando
que de este modo promueven una cultura humanística y creyendo diferenciarse así de otras
universidades que no lo hacen.
Pero el problema no radica allí. El verdadero problema consiste en que la universidad
misma se ha ido transformando con el tiempo en una gigantesca maquinaria burocrática, en
una industria académica internacional que es esencialmente contraria al espíritu de las
humanidades. Es insignificante la relevancia que pueda tener lo que se enseñe allí en
materia de ciencias humanas, porque la ley general que impera en ella contradice en los
hechos esa enseñanza.
Todas las actividades de la vida académica —desde el dictado de los cursos hasta la
realización de investigaciones, desde el registro de las publicaciones hasta el trabajo más
rutinario— han sido traducidas forzadamente a procesos de gestión, divididos en
centenares de indicadores y bajo una lógica evaluadora de tipo cuantitativo. Contradiciendo
abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación del conocimiento y de la creatividad
científica, se pretende promover la “calidad” de las actividades académicas por medio de
instrumentos de medición y de parámetros estandarizados de gestión. En este trasplante de
la mentalidad gerencial a la vida académica no ha habido siquiera la preocupación por
respetar la nomenclatura universitaria, de modo tal que los profesores somos ahora
“proveedores”; los alumnos, “clientes”; las investigaciones, “resultados” o “productos”, y así
sucesivamente.
¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo,
que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella lo
que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de globalización: que los
imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado por encima de las instancias
políticas o democráticas (es decir, lo han hecho inconsultamente) para implantar la lógica
del mercado y la gestión de sus intereses como si estos fueran la clave del funcionamiento
de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los alumnos hemos visto, con tanta
impotencia como desconcierto, que se imponía sobre nosotros un orden de cosas
indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un tsunami y como si fuese un proceso
irreversible, aunque, claro está, también ha contado con la complicidad de un buen número
de autoridades locales que, por razones varias, se han dejado seducir por los cantos de
sirena del sistema.
Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables procesos,
reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una igualmente abultada
clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada universidad, en cada país y
también en el plano internacional: una extensa red de evaluadores, supuestamente expertos
en gestión, encargados de la aplicación de los indicadores cuantitativos que midan el
funcionamiento de la máquina. Con ironía y agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien
fue víctima de los antepasados de estos funcionarios, los llamaba “negociantes del
conocimiento”: ellos no producen ni poseen el conocimiento que producen y poseen los
profesores, pero se las han ingeniado para convertirse en funcionarios que imponen ahora a
los profesores los parámetros de su actividad académica, y han hecho de eso el negocio de
su vida.
Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si algo
nos han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la innovación del
conocimiento tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición, desarrollarse en
libertad, no admitir sometimiento alguno a los poderes temporales (tampoco al del
mercado), ampliar continuamente el sentido de lo humano, interesarse por las creaciones
de otras culturas, promover una conducta ética solidaria, cultivar las artes; en una palabra,
seguir labrando y renovando el ideal de humanidad que se encuentra en la base de la
fundación de la universidad.
El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo titulado “La
universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí, convencido de estar
recogiendo la inspiración más profunda de la idea de universidad en la historia, que a ella
debería reconocérsele no solo la autonomía académica, sino además una libertad
“incondicional” de crítica y de producción de conocimiento sin estar sometida a los
requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo es posible, piensa, gracias a
las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por el contrario, es una inmensa red
de condicionamientos cuantitativos con propósitos utilitarios que ahogan el trabajo
académico, banalizan la investigación y entorpecen la búsqueda de la verdad.
En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la esencia de
la universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es contraproducente, obtiene lo
contrario de lo que se propone. Eso lo percibimos a diario los profesores, que advertimos
claramente la falta de idoneidad de los criterios cuantitativos; vemos cómo se manipulan las
cifras para simular prestaciones y producciones académicas, y perdemos además
muchísimo tiempo en rellenar formularios burocráticos. Pero no es solo nuestra percepción.
También hay estudios científicos que nos advierten sobre la existencia de este
contrasentido. El sociólogo Donald Campbell, por ejemplo, formuló a fines del siglo pasado,
como resultado de sus investigaciones empíricas, la siguiente tesis, conocida ahora como la
ley de Campbell: “Cuanto más se utiliza un indicador social cuantitativo para la toma de
decisiones sociales, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que
distorsione y corrompa los procesos sociales que supuestamente debe monitorear”
(Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que está pasando con la cultura evaluativa actual
en las universidades: los indicadores cuantitativos introducidos con el fin de mejorar la
calidad de las actividades académicas están produciendo el efecto contrario: su distorsión,
su corrupción, su banalización, la disminución de la calidad.

Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la
intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir, que
no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más lamentable que la
de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la anarquía del sistema
universitario, al abandono del Estado y a la proliferación indiscriminada de negocios
académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los alcances o las deficiencias de la
ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en primer plano ha sido la tendencia
general de la cultura evaluativa internacional y sus efectos perniciosos, antihumanísticos,
sobre el sentido del quehacer universitario.
¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido de
que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios de
todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad. La
resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está condenada al fracaso;
tarde o temprano, las comunidades universitarias se convencerán de que la burocracia de la
educación superior está distorsionando, en la teoría y en la práctica, la esencia de la
universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que aquí llamamos “cultura
humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una facultad en particular,
sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad, de todas las facultades:
es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro trabajo y sobre la necesidad
de defenderlo frente a la mercantilización y la banalización de la cultura. Es una causa que
ganará la adhesión de muchos profesores y por la que vale la pena empezar a ofrecer
resistencia.

https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/?ref=ecr

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