Está en la página 1de 468

Trabajo y valor en el capitalismo

contemporáneo
   
La Colección Ciencia, Innovación y Desarrollo reúne la
producción académica, producto de las investigaciones
relacionadas con las ciencias básicas y aplicadas, el
desarrollo tecnológico, la innovación y el emprendedurismo.
  
Los cambios tecnológicos y en los procesos propios del
capitalismo de los últimos treinta años hacen necesario
repensar los estudios sobre el trabajo y su relación con los
procesos de valorización. A lo largo del siglo XX, la teoría del
valor-trabajo fue excluida del ámbito de la economía
convencional por otras teorías, aunque siguió motivando
reflexiones de filósofos, economistas y pensadores
marxistas que la consideraban relevante para explicar la
generación de riqueza en las sociedades capitalistas.
El proceso de trabajo y su relación con el cambio
tecnológico se vieron afectados por la emergencia de las
nuevas tecnologías de la información y la comunicación en
los años setenta. Esos cambios constituyeron el primer paso
de una ruptura mayor de las lógicas de generación del valor
y habilitaron a hablar de una nueva etapa –que ya no es
esencialmente industrial– referida a una sociedad y una
economía del conocimiento, a un capitalismo posindustrial
informacional o cognitivo.
A lo largo del libro, Míguez muestra cómo la teoría valor-
trabajo sigue teniendo vigencia, pero de manera algo
diferente, puesto que la valorización supone –y a la vez
excede– los propios procesos de trabajo.

Pablo Míguez es doctor en Ciencias Sociales por la
Universidad de Buenos Aires (UBA), licenciado en Economía
y licenciado en Ciencia Política por la misma universidad. Es
investigador del Conicet-Universidad Nacional de San
Martín, investigador-docente del Instituto de Industria de la
Universidad Nacional de General Sarmiento y docente en la
UBA. Es autor de numerosos artículos de economía política y
estudios del trabajo.
Míguez, Pablo
Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo : reflexiones sobre la
valorización del conocimiento / Pablo Míguez. - 1a ed . - Los Polvorines :
Universidad Nacional de General Sarmiento, 2020.
Libro digital, EPUB - (Ciencia, innovación y desarrollo ; 14) Archivo Digital:
descarga y online ISBN 978-987-630-491-7
1. Capitalismo. 2. Economía. 3. Nuevas Tecnologías. I. Título.
CDD 306.342

© Universidad Nacional de General Sarmiento, 2020


J. M. Gutiérrez 1150, Los Polvorines (B1613GSX) Prov. de Buenos Aires,
Argentina Tel.: (54 11) 4469-7507
ediciones@campus.ungs.edu.ar ediciones.ungs.edu.ar

Diseño gráfico de la colección: Franco Perticaro Diseño de tapa: Daniel Vidable


Corrección: Gustavo Castaño Diagramación: Eleonora Silva Hecho el depósito
que marca la Ley 11723.
Prohibida su reproducción total o parcial.
Derechos reservados.
Índice
Agradecimientos
Prólogo. Tiempos y destiempos de la ley del valor/plusvalía

Introducción
Capítulo 1. Trabajo y valor en la obra de Karl Marx
Capítulo 2. Trabajo y valor en el capitalismo industrial

Capítulo 3. Proceso de trabajo y cambio tecnológico en el capitalismo

industrial
Capítulo 4. Proceso de trabajo y cambio tecnológico en el capitalismo

contemporáneo

Capítulo 5. Reflexiones y debates sobre el trabajo en el capitalismo


contemporáneo

Capítulo 6. Trabajo y conocimiento: del general intellect a las tesis del


capitalismo cognitivo

Epílogo. Sobre el futuro del trabajo ante el cambio tecnológico, las

plataformas y el trabajo digital

Bibliografía
Dedicado especialmente a Luca, por existir.
A Malvina y a León.
A la memoria de Marcelo Matellanes.
Agradecimientos

Este libro es el resultado del trabajo de años en diferentes


espacios y con diversas influencias, que no pueden ser
reconstruidas por completo. Pero no es posible dejar de
reconocer muchas de ellas, sin las cuales nada podría
haberse producido.
En primer lugar, quisiera reconocer los años que pasé en
la Universidad de Buenos Aires (UBA). Esta universidad
pública de la Argentina me permitió formarme. Primero
como abogado (aunque no haya ejercido) y después como
economista. Pero mi formación principal de grado y
posgrado se la debo enteramente a la Facultad de Ciencias
Sociales de la UBA, donde cursé la carrera de Ciencia Política
y el Doctorado en Ciencias Sociales. El marco teórico y el
trabajo de campo de la tesis de doctorado son la base de
este libro. Esta tesis (“El trabajo inmaterial en la
organización del trabajo. Un estudio sobre el caso de los
trabajadores informáticos en la Argentina”) me obligó a
poner a prueba en el campo la teorización del marxismo
italiano y acercar a nuestro medio académico las hipótesis
del capitalismo cognitivo, poco conocidas hasta ese
momento.
No puedo más que agradecer los años de aprendizaje en
la cátedra Economía Internacional a cargo de Marcelo
Matellanes –un gran amigo y maestro inspirador que falleció
hace algunos años–, quien introdujo muy tempranamente
en la Argentina muchos de estos debates. Allí comparto aún
el trabajo con amigos queridos, como Verónica Gago y Ariel
Filadoro, de quienes aprendo mucho todavía.
Quiero agradecer también a la Facultad de Filosofía y
Letras de la UBA, donde soy docente en la cátedra Economía
para Historiadores, del maestro Claudio Katz, y donde
comparto espacio con amigos como Eduardo Glavich. Pero
quedan aún más deudas con la universidad pública.
Con aquellas universidades en las que investigo y hago
docencia, como la Universidad Nacional de General
Sarmiento, cuya editorial publica este libro, así como antes
lo hizo con otros libros afines a esta temática.
Con mi gran amigo Sebastián Sztulwark, con quien
compartimos trabajo, oficina y equipo de fútbol.
Con Melisa Girard y Santiago Juncal, compañeros de
equipo. Y muchos otros más.
Con la Universidad Nacional de San Martín, donde soy
docente e investigador del Instituto de Altos Estudios
Sociales (IDAES) y del Centro Universitario San Martín (CUSAM),
en los que tengo grandes amigos de la vida, como Ariel
Wilkis, Alexandre Roig y Máximo Badaró. El IDAES ha crecido
en gran parte gracias a ellos, y allí estamos muy cómodos y
abiertos a estos debates.
Con la Universidad Nacional de Quilmes, donde dicto
cursos de posgrado y participo de proyectos con grandes
amigos, como Alberto Bonnet, Adrián Piva, Julián Kan,
Rodrigo Pascual, Luciana Ghiotto, Juan Grigera y muchos
compañeros más.
En fin, con la universidad pública y el Conicet, que han
permitido dedicar mi vida a estos temas.
También quiero agradecer a los amigos de afuera. A Carlo
Vercellone, gran economista italiano de La Sorbona, por
valorar mi amistad y hacer tan generoso prólogo. Y a su
grupo de investigación de París I sobre el capitalismo
cognitivo.
A los amigos de la vida, con quienes discutimos, damos
clases y festejamos cumpleaños: Marcela Zangaro, Hernán
Kozlovsky, Leandro Costanzo, Hernán Ouviña, Osvaldo
Battistini, Débora Gorban, Florencia Partenio, Sebastián
Carenzo y muchos otros más, como Víctor Dorado y su
hermano, el querido Juan. A Eggie Aguiar, Helgalís Ramos,
Giselle Román, Eva Soto y Gastón Saux, quienes me unen a
Puerto Rico.
A mis padres, Nino y Neli –que nos dejó en 2005–, y a mis
hermanos, Maxi y Martín, que me hicieron crecer en una
familia feliz en la república de Lanús, y me dieron la
experiencia sensible para valorar la vida desde allí.
Finalmente, y lo más importante, a mis grandes amores:
Malvina, Luca y León. A ellos, muy especialmente, por
dejarme ser parte de sus vidas todos los días.
Prólogo
Tiempos y destiempos de la ley
del valor/plusvalía

Pasados veinte años de su primera formulación, la tesis del


capitalismo cognitivo mantiene toda su vitalidad y
actualidad. La proliferación de coloquios, jornadas de
estudios, libros colectivos, números de revistas que, desde
ese entonces, se dedicaron a desarrollar esta tesis, así como
su anclaje en los movimientos sociales, revelan su vigor.
Prueba de ello también –y es el precio ineludible a pagar por
el éxito de un abordaje que cuestiona numerosos lugares
comunes del marxismo convencional– son las reacciones
viscerales y las críticas caricaturescas que suscita, a veces,
su recepción.1 Según estas perspectivas, los teóricos del
capitalismo cognitivo embellecerían el capitalismo
contemporáneo al insistir sobre la autonomía y la fuerza de
invención del trabajo inmaterial y cognitivo: el general
intellect sería “la descripción” de la coherencia de un nuevo
capitalismo que, liberado de la ley del valor y, con ella, de la
explotación, permitiría que el trabajo “ascienda al paraíso
de la economía del conocimiento”.2
Estas críticas caen en una serie de confusiones
conceptuales y teóricas. Se olvidan, en primer lugar, de que
hablar de la crisis de la ley del valor-tiempo de trabajo no
significa hablar de su extinción, y tampoco, aún menos, del
fin de la explotación fundada sobre la extracción capitalista
del plustrabajo. Es además una de las razones por las que,
luego de Negri (1979), utilizo a propósito el concepto de la
ley de valor/plusvalía para indicar que la primera, la ley del
valor-tiempo de trabajo, es una variable dependiente de la
segunda, la ley de la plusvalía.
Estas críticas olvidan, igualmente, que es el despliegue
mismo de la racionalidad de la ley del valor/plusvalía lo que
conduce de modo endógeno a su propia crisis, haciendo
progresivamente bajar el tiempo de trabajo necesario para
la producción de mercancías. El capital es, en realidad,
indiferente al valor de las mercancías; lo que le interesa no
es más que la plusvalía, de la que el valor es portador.3 Es
por ello que Marx había subrayado, en su célebre pasaje del
“Fragmento sobre las máquinas”, de los Grundrisse, que: El
capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho
de] que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo,
mientras que, por otra parte, pone al tiempo de trabajo
[necesario para la producción de mercancías (CV)] como
única medida y fuente de la riqueza4 (2017: 229).
El ensayo de Pablo Míguez titulado, de modo significativo,
Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo hace
justicia al conjunto de estos malentendidos a través de un
análisis que combina de manera admirable teoría e historia
económica. Moviliza un conocimiento fino de la historia del
pensamiento económico y de la dinámica de largo plazo de
la relación entre capital y trabajo, produciendo dos
contribuciones mayores y estrechamente imbricadas. La
primera de ellas consiste en reconstruir, remontándose a las
raíces de los debates marxistas sobre la ley del valor, una
presentación clara de la genealogía de la perspectiva del
capitalismo cognitivo y de los trabajos de investigación
neooperaístas5 que le dieron origen. La segunda
contribución se asienta sobre la puesta en perspectiva del
sentido y de aquello que está en juego en la actual
transformación de la relación entre capital y trabajo, que, en
el plano metodológico, pone en su centro la dialéctica entre
valor, trabajo y conocimiento.
Pablo Míguez nos abre así a la comprensión de las
metamorfosis de la ley del valor que condujeron hacia su
crisis, y demuestra, al mismo tiempo, que esta engendra
nuevas formas de explotación y de alienación del trabajo, a
menudo, aún más temibles que las del taylorismo en la
edad de oro del capitalismo industrial.
La idea central que atraviesa toda la obra y que el autor
apuntala a través de múltiples ilustraciones teóricas y
empíricas es, en cuanto a esto, sin equívocos. “La ley del
valor sigue teniendo vigencia, pero de manera algo
diferente”, y el advenimiento del general intellect no
significa un cuestionamiento de los fundamentos del análisis
marxiano que hace del trabajo la fuente de la plusvalía. Al
contrario, su extracción desborda, en adelante, los confines
de la fábrica y se extiende al conjunto de los tiempos
sociales, debido, justamente, a la erosión de las fronteras
entre el trabajo y el tiempo libre, inducida por el auge de la
dimensión cognitiva e inmaterial del trabajo. Aún más, el
capitalismo cognitivo tiende a subsumir, cada vez más, del
reino de la mercancía y del trabajo abstracto, numerosos
bienes comunes o colectivos. Nos referimos a bienes como
la información, el conocimiento y lo vivo que, por su
naturaleza, escapaban a la ley del valor y constituían
mercancías ficticias, permaneciendo, hasta ahora, en los
márgenes de la lógica del capital.
En este marco, la crisis de la ley del valor parece, en
muchos aspectos, ir de la mano de su exacerbación, tanto
en el plano de la intensificación del trabajo, como en el de la
expansión de sus relaciones mercantiles. Sin embargo, su
permanencia es cada vez más forzada y se apoya sobre
dispositivos rentísticos que se traducen en el agotamiento
de las funciones que, con o sin razón, para Marx
correspondían al rol histórico progresivo del capital: su rol
demiurgo en la organización del trabajo y en el desarrollo de
las fuerzas productivas como instrumento de lucha contra la
escasez.
Para apuntalar estas tesis, el plan de análisis y la
articulación de los diferentes capítulos son esclarecedores.
Están construidos como una demostración que, en línea con
el método de Marx, podríamos decir, plantea “el par
abstracto/concreto en interioridad respecto del desarrollo de
la teoría” (Aglietta, 1976: 16) y del análisis de las
metamorfosis del capitalismo. Los conceptos son
introducidos, al principio, en un nivel elevado de
abstracción. Luego, son transformados por el ida y vuelta
que constituye el pasaje de lo abstracto a lo concreto, de la
teoría al movimiento real de la historia, según un proceso
que permite la integración de lo concreto a la teoría, aun
hallándose siempre en devenir.
Desde este punto de vista, me parece relevante
reconocer la difícil apuesta, pero teóricamente necesaria,
realizada por el autor: la de retomar los clásicos de la
economía política y los debates sobre la interpretación de la
ley del valor de Marx (introducción y capítulos 1 y 2), para
luego articular eso con una cuestión central: aquella
inherente a la relación entre trabajo y conocimiento, es
decir, las relaciones conflictivas de saber y de poder que se
anudan en torno a la organización de la producción y del
desarrollo de las fuerzas productivas.
Sobre esta base, el autor reconstruye, entonces, las
principales transformaciones tecnológicas y
organizacionales que condujeron al desarrollo del
capitalismo industrial. Seguidamente, desanda dichos
cambios que, bajo el impulso de la crisis del fordismo y de la
revolución informacional, condujeron a la transición hacia el
capitalismo cognitivo (capítulos 3 y 4). Luego, el análisis se
dedica a realizar una meticulosa revisión de la literatura
neooperaísta relativa a las mutaciones posfordistas del
trabajo (capítulo 5) discutiendo, mediante un nuevo ida y
vuelta de lo concreto a lo abstracto, otros dos aspectos
teóricos esenciales: el sentido de la crisis de la ley del valor
y el de la hipótesis marxiana del general intellect. Es decir,
alude a un nuevo estadio del capitalismo en el que el
conocimiento deviene la fuerza productiva principal
reduciendo el trabajo inmediato de fabricación a un rol,
ciertamente indispensable, pero en adelante marginal,
desde el punto de vista de la creación del valor y de la
riqueza.
El libro finaliza (capítulo 6) con la caracterización de la
tesis del capitalismo cognitivo, poniendo en evidencia las
principales mutaciones del trabajo y del papel del
conocimiento, que llevan hacia una lógica de acumulación
fundada sobre la hegemonía de la renta. En particular, bajo
la égida de las finanzas y de la explosión de los derechos de
propiedad intelectual, los mecanismos de valorización del
capital conocen una nueva gran transformación: el
capitalismo vampiro, característico del capitalismo
industrial, no desaparece. Lejos de eso, se imbrica cada vez
más en un capitalismo parasitario en el que la captación de
la plusvalía se realiza a partir de una posición de
exterioridad a la organización directa de la producción.
Enunciémoslo de modo claro. Se trata de un libro
importante, destinado a convertirse en una referencia
ineludible, no solo para todo estudio serio dedicado a las
corrientes neooperaístas y del capitalismo cognitivo, sino
también para revisitar casi dos siglos de controversias sobre
la ley del valor, las mutaciones de la división del trabajo, el
conocimiento y, finalmente, la manera de considerar un
proceso de salida del capitalismo y del trabajo alienado. En
función de ello, la conclusión vuelve, finalmente, sobre el
interrogante acerca del sentido de las transformaciones del
trabajo que condujeron al advenimiento del capitalismo
cognitivo y sobre la posibilidad de conciliar los dos términos
en torno a los cuales la cuestión de la emancipación del
asalariado fue históricamente planteada en el seno del
marxismo: la emancipación del trabajo y la emancipación en
el trabajo.
Tomando en cuenta la riqueza de esta obra, son
demasiados los puntos que ameritan discusión, razón por la
que, luego de esta primera parte del prólogo, me focalizaré
en dos aspectos sobresalientes de la trama de investigación
del autor, a la vez que trataré de enriquecer y completar
algunos elementos teóricos y empíricos complementarios. A
tal efecto, recorriendo el libro de un extremo a otro, volveré
primero sobre el debate en torno a los fundamentos de la
teoría del valor. Argumentaré, en el sentido del autor, a
favor de la pertinencia de reexaminar esta teoría
asociándola estrechamente a la cuestión del trabajo
abstracto. Una segunda serie de observaciones se abocará
al vínculo entre la crisis de la ley del valor y la tendencia al
“devenir renta de la ganancia”, indicando la manera en que
esta evolución se hace manifiesta, también, debido al auge
de lo que nombraremos “capitalismo de plataformas”.

Trabajo abstracto, conocimiento y dinámica de


la relación entre capital y trabajo: tres
interpretaciones de la ley del valor
En una carta dirigida a Engels, el 24 de agosto 1867,
redactada en el transcurso de la publicación del libro
primero de El capital, Marx precisaba: Lo que hay de mejor
en mi libro es: 1) el hecho de que, desde el primer capítulo
(y sobre ello se asienta toda la inteligencia de los facts),
pongo en evidencia el doble carácter del trabajo [concreto y
abstracto] que se expresa, por un lado, en el valor de uso y,
por el otro, en el valor de cambio; 2) el tratamiento del
plusvalor6 (Mehrwert), independientemente de sus formas
particulares, como ganancia, interés, renta inmobiliaria,
etcétera (1960: 326).
Ello redunda en asir –subrayémoslo desde ya– el sentido de
la ley del valor/plusvalor como una teoría macroeconómica
y monetaria de la explotación.
Pablo Míguez es consciente de la importancia de estos
desafíos teóricos relevados por Marx, y recuerda, ya en la
introducción, el modo en que la apreciación del concepto
del trabajo abstracto traza una línea de demarcación entre
diferentes interpretaciones de la ley del valor. Sobre estas
bases, y sintetizando de modo extremo, es posible
identificar, en efecto, tres principales abordajes de la ley del
valor en el prisma de su articulación con dos puntos claves
que, según Marx, constituían el núcleo de su aporte a la
crítica de la economía política (conforme la expresión que
subtitula también El capital). El primer abordaje encuentra
sus premisas en algunas simplificaciones de Engels que
conducen a interpretar la ley del valor “como una ley de
intercambio [y no ante todo una ley de las relaciones
sociales de producción capitalistas (CV)], generando una
confusión con la teoría ricardiana del valor” (Dostaler, 1979:
54). Esta concepción insiste sobre el problema cuantitativo
de la determinación de la magnitud del valor. La ley del
valor está aquí pensada como una ley objetiva, casi
ahistórica, de funcionamiento de toda la economía sometida
a una restricción de escasez7 y regida por la norma del
tiempo de trabajo socialmente necesario. El capitalismo se
distinguiría, en este aspecto, del socialismo únicamente por
su anarquía de mercado, derivada de la manera en que son
tomadas las decisiones de producción, es decir, no sobre la
base de un plan concertado ex ante, sino debido a una
multitud de empresas en competencia las unas con las
otras. De ahí la problemática del salto arriesgado de la
mercancía y de las crisis.
Esta mirada se puede encontrar, por ejemplo, en los
trabajos de Paul Sweezy, cuando afirma que en una
sociedad mercantil-capitalista: … el trabajo abstracto es
abstracto únicamente en su sentido claramente indicado,
según el cual todas las características especiales que
diferencian un tipo de trabajo de otro son ignoradas. A fin
de cuentas, la expresión trabajo abstracto, como lo denota
diáfanamente el uso que hace Marx de ella, equivale al
trabajo en general; es aquello que es común a toda
actividad productiva humana (1970 [1942]: 35).
En esta misma óptica, la noción de trabajo abstracto
deviene casi una categoría natural, una simple abstracción
mental operada por el economista, liberada de todas las
características que –desde la alienación mercantil hasta la
expropiación del saber del trabajador– hacen de ella una
categoría específica del capitalismo. Se trata de un abordaje
más ricardiano que marxista de la teoría del valor-trabajo,
según el cual la genealogía histórica de la ley remite a un
hipotético modo de producción mercantil simple. Esta ley se
generalizaría luego en el capitalismo y se complejizaría,
debido al problema de redistribución de la plusvalía entre
los capitales individuales, garantizando así la ley de
igualación de las tasas de ganancia y la transformación de
los valores en precios de producción.
Esta concepción de la ley del valor presenta tres riesgos
principales, tanto en el plano teórico como en el de sus
implicaciones políticas. El primer riesgo es el de considerar
la abstracción del trabajo como una operación teórica
realizada por el economista y no como una abstracción real
y muy concreta del trabajo producida por el capitalismo.
Tiene como corolario lógico una concepción que postula la
neutralidad social del desarrollo capitalista de la división del
trabajo y de las fuerzas productivas. El hecho de reducir el
valor a una simple medida objetiva del gasto de trabajo,
independientemente de las formas sociales de su
organización (Rubin, 1977), podrá conducir, por ejemplo, al
marxismo soviético a pensar que el trabajo está
perfectamente emancipado, incluso cuando, mediante la
implementación del taylorismo, las condiciones de la
división del trabajo fueron idénticas a las del capitalismo,
reproduciendo ineluctablemente las relaciones de
dominación y de alienación. Como lo hace evidente Míguez,
esta deriva economicista del marxismo académico, en la
actualidad, se reproduce en la mayoría de los estudios de
sociología y de economía del trabajo. A pesar de algunas
excepciones notables, en la reflexión sobre el valor y el
trabajo abstracto, la alienación es prácticamente desterrada
en pos de un interés exclusivo por el estudio empírico de lo
que se denomina “cambio técnico y organizacional”. Una de
las tareas esenciales que Pablo Míguez emprende en su
obra es, justamente, la de reincorporar estas dimensiones
para mostrar que la explotación no se limita a una simple
desigualdad en la repartición del valor, y designa también,
sobre todo, la abstracción y la alienación del trabajo en
relación con el contenido y las finalidades sociales de la
producción.
El segundo riesgo es el de borrar el fetichismo de la
mercancía (que transforma la relación entre hombres en
una relación entre cosas) y la inversión entre sujeto y objeto
que deriva de ello, en el nivel de la representación de las
leyes del funcionamiento económico (Rubin, 1977;
Napoleoni, 1972). Las leyes del mercado adquieren un
semblante de coacción natural y objetiva y se imponen
desde el exterior sobre los hombres, en vez de
aparecérseles como lo que son: leyes de los hombres, es
decir, un producto de su historia y, por lo tanto, modificable.
El tercer riesgo es el de considerar que la principal tarea
de la teoría del valor es proveer una explicación
microeconómica para los precios relativos de las
mercancías, y no una teoría macroeconómica y monetaria
de la explotación. Nos desplazamos así del terreno de la
crítica de la economía política al de una nueva economía
política, que sujetará la validez científica de la teoría
marxista del valor a una coherencia formal, llevada al
problema de la transformación de valores en precios, y ello
en un terreno homólogo y en competencia con las teorías
económicas mainstream. Sobre la base de este formalismo
microeconómico, que pierde de vista la esencia de la ley de
la plusvalía, es entonces fácil decretar el fracaso y el
abandono de la teoría del valor.8 Una segunda serie de
abordajes, en filiación directa con Rubin, rechaza el
economicismo del marxismo convencional y comparte la
idea de que la abstracción del trabajo es un hecho bien real.
Pero, a partir de este rasgo común, se bifurca entre dos
interpretaciones sumamente diferentes.
Para una tradición de pensamiento que encuentra en
Postone (1993) y en la denominada corriente de la crítica
del valor9 su expresión teórica más acabada, la socialización
del trabajo abstracto convierte el trabajo y el capital en
cómplices: ambos se interesarían únicamente en el valor de
cambio y, por lo tanto, en el dinero, que permite que los
asalariados consuman y que los capitalistas acumulen. Todo
dualismo y antagonismo entre trabajo concreto y trabajo
abstracto, valor de cambio y valor de uso, es así eliminado,
tornando inconcebible la posibilidad de una reapropiación
de los saberes y de los medios de producción. Sobre estas
bases, como subraya Míguez, la crítica del trabajo abstracto
deviene una crítica del trabajo sin más.
Tanto para Postone como para Robert Kurz, solo resta, por
ende, una posibilidad para trascender el trabajo abstracto
como una determinación alienante: la de abolir el trabajo
como invención del capitalismo. Para ello, tomando en
cuenta la desaparición de todo antagonismo, la única
esperanza reside en la profundización de las contradicciones
internas del capitalismo que conducen a su derrumbe. De
esa manera, sería posible poner la productividad del capital
al servicio de una sociedad del tiempo liberado. Llama la
atención el modo en que un abordaje que le atribuye al par
fetichismo de la mercancía-alienación un rol que parece, a
todas luces, oponerse a la tesis althusseriana de la ruptura
epistemológica redunda finalmente en una visión de la
dinámica del capitalismo bastante cercana a la del
marxismo estructuralista. Esta es pensada como proceso sin
sujeto, o al menos como una totalidad en la que el único
sujeto es la lógica inmanente del capital y de sus
categorías, que someten la economía, así como el mundo
social-simbólico, a un único principio de forma abstracta.
Para otra tradición neomarxista, que encuentra una de
sus principales raíces en la corriente operaísta y en la que
se inscribe la reflexión de Pablo Míguez, la dominación de la
lógica del trabajo abstracto no es, en cambio, nunca
acabada e irreversible, y esto es así tanto en la esfera de las
necesidades como en la de la organización de la producción.
A diferencia del marxismo tradicional, de los abordajes
estructuralistas y de la crítica del valor, esta corriente
centra su atención en el análisis de los dispositivos de
dominación del capital y en la autonomía de los sujetos que
habitan las estructuras y que tienden a emanciparse en la
búsqueda de la liberación individual y colectiva.
En el centro de esta grilla de lectura se encuentra la
primacía de la ley de la plusvalía10 como ley indisociable de
la explotación y del antagonismo consustancial de la
relación entre capital y trabajo. Esta profundiza y vuelve a
abrir, sin cesar, a un nivel más elevado, los dualismos que
atraviesan todas las categorías del capital (entre trabajo
vivo y trabajo muerto, entre trabajo concreto y trabajo
abstracto, entre valor de uso y valor de cambio, etcétera).
La fuerza del capitalismo reside, en efecto, en su extrema
flexibilidad, en su capacidad de metamorfosis, a la vez que
permanece fiel a su primera naturaleza: la de un sistema
orientado a la búsqueda de acumulación ilimitada de capital
dinero, como lo ilustra la famosa fórmula general del capital
de Marx (D-M-D), en la que la mercancía y la fuerza de
trabajo son meros intermediarios para alcanzar este fin. Es
la ley de la plusvalía, que ha impuesto los grandes ritmos
socioeconómicos que marcaron la historia del capitalismo,
impulsando a la vez modificaciones profundas de modelos
productivos y de regímenes sociotemporales de la actividad
de trabajo, a partir de las cuales se producen la creación y
la extracción de la plusvalía. Notemos al respecto dos
corolarios esenciales:

La ley del valor tiempo de trabajo, que erige el trabajo


abstracto, simple, no calificado, como criterio de medida
del trabajo y como instrumento de su control, no es más
que una variable dependiente y un subproducto de la
ley de la plusvalía.
El asalariado canónico que encuentra su realización en
el fordismo es una de las formas de trabajo productivo
de la plusvalía.

Para comprender mejor este razonamiento y alumbrar las


nuevas formas del sometimiento del trabajo al capital,
retomaremos una enseñanza teórica clave heredada de
Marx y relativa a la naturaleza del trabajo. Como lo evoca
Míguez de modo sumamente oportuno, recordando la
famosa metáfora marxiana de la abeja y el arquitecto, esta
enseñanza concierne a la manera en que el trabajo, como
actividad cognitiva, unidad indisociable del pensamiento y
de la acción, es una característica propia y, en ciertos
aspectos, es la esencia misma del hombre.
En esta óptica, un punto crucial nos parece que es el
siguiente: si la dimensión cognitiva del trabajo es la esencia
misma de la actividad humana, puede, sin embargo,
constituir un obstáculo para el control capitalista del
proceso de producción y, por ende, para la acumulación del
capital. A ello se debe la importancia crucial –subrayada por
Míguez– de un método analítico capaz de articular el análisis
del valor y del trabajo con el conocimiento.
En efecto, los conocimientos, codificados o tácitos,
controlados por el trabajo, son para el capital la fuente de
una incertidumbre estructural relativa a lo que se denomina
la ejecución del contrato de trabajo. Más aún, pueden
convertirse en la palanca de un proceso de reapropiación de
las potencias intelectuales de la producción y de la
emancipación del trabajo de su abstracción capitalista.
La compra y venta de la fuerza de trabajo recae, en
efecto, sobre la puesta a disposición por parte del
trabajador de una cantidad de tiempo y no sobre el trabajo
efectivo de los asalariados, lo que remite a la distinción
aristoteliana entre potencia y acto. La cuestión marxiana
ligada al hiato entre la fuerza de trabajo y el trabajo, entre
el conocimiento y su aplicación efectiva al servicio del
capital, anticipa lo que la teoría económica estándar
denomina como el problema de la incompletitud del
contrato de trabajo. Este problema nos lleva a otra cuestión,
acerca de las modalidades a través de las cuales el capital
trató de reducirla o de sortearla. Simplificando al extremo,
desde un punto de vista teórico, podemos identificar tres
soluciones posibles y muy diferentes para este dilema,
incluso si siempre se combinaron en proporciones variables
a lo largo de la historia del capitalismo. La primera solución,
enunciada ya en las reflexiones de Smith y Babbage sobre
las ventajas de la división técnica del trabajo, ha encontrado
en cierto sentido su realización en los principios de la
organización científica del trabajo. Esta consiste en codificar
el conocimiento según la lógica del trabajo abstracto y en
transferir su control en manos del capital, prescribiendo
precisamente las tareas según su tiempo de realización y
sus modos operatorios. La subjetividad del trabajador es, en
este caso, idealmente, negada y separada del trabajo en sí,
aun cuando la realización de este proceso choque siempre
con límites estructurales.
La segunda solución consiste en la aceptación, nolens
volens (quiérase o no), de la dimensión cognitiva del
trabajo, de la autonomía de la que disponen los
trabajadores en su organización del proceso de producción.
Resulta de ello que, si el trabajo no puede ser prescripto y
medido precisamente ex ante, lo que hay que prescribir es
la subjetividad misma de los trabajadores, con el fin de que
pongan voluntariamente sus conocimientos y el conjunto de
sus tiempos sociales al servicio de la empresa.
La tercera solución, como lo había demostrado con fuerza
Braudel (1979), consiste simplemente en esquivar la
relación salarial canónica extrayendo la plusvalía de otras
relaciones de producción (precapitalistas o no). La historia
del capitalismo, antes y después de la Revolución Industrial,
abunda en ejemplos de este tipo de estrategias, fundadas
en formas híbridas y/o no remuneradas de trabajo o, más
aún, en mecanismos indirectos de tipo mercantil o
financiero. Es, por ejemplo, el caso del modelo de trabajo a
domicilio o putting out system, durante el capitalismo
mercantilista, o el del digital labour o capitalismo de
plataformas, en el capitalismo cognitivo.
La articulación y la importancia respectiva de estas tres
soluciones permiten, por otra parte, poner en evidencia, en
el plano lógico-histórico, la sucesión de diferentes
regímenes dominantes de la organización social del trabajo
productivo de plusvalía. Esta periodización mantiene una
relación estrecha con los conceptos de subsunción formal,
subsunción real y general intellect, mediante los cuales
Marx caracteriza, desde el punto de vista de las relaciones
de saber y de poder, tres configuraciones principales de
relación entre capital y trabajo (Vercellone, 2007). Según
esta evolución, la ley del valor/plusvalía conoce profundas
alteraciones que condujeron a la crisis actual.

General intellect, crisis de la ley del valor y


devenir renta de la ganancia en el capitalismo
cognitivo
Pablo Míguez reconstruye, de modo ejemplar, las tendencias
centrales que condujeron del capitalismo industrial al
capitalismo cognitivo. En esta última secuencia de
observaciones, me limitaré a subrayar dos puntos, a mi
juicio cruciales, para asir la manera en que, en el
capitalismo cognitivo e informacional, las nuevas formas de
explotación van de la mano de la crisis de la ley del valor
tiempo de trabajo y del desdibujamiento de las fronteras
entre renta y ganancia.

La tensión entre capitalismo cognitivo y economía del


conocimiento
Para comprender el sentido y aquello que está en juego en
la crisis del capitalismo contemporáneo, es relevante, en
primer lugar, precisar que el concepto de capitalismo
cognitivo no es sinónimo de la economía fundada sobre el
conocimiento o lo numérico. Al contrario, mantiene con esta
una relación eminentemente contradictoria.
De hecho, la economía fundada sobre el conocimiento y
lo numérico designa más bien lo que Marx denominaba
nuevo estadio del desarrollo de las fuerzas productivas.
Desde este punto de vista, la constitución de una
intelectualidad difusa y de un nuevo capital fixe social de las
tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y de
internet jugarían un rol comparable –aunque en un sentido
inverso– al de la máquina a vapor, al de la máquina
herramienta y al de la expropiación de los saberes
artesanales durante el auge de la Revolución Industrial.
Esta evolución de las fuerzas productivas, nacida de la
crisis social del fordismo, precedió, en gran parte, al
advenimiento del capitalismo cognitivo, y se acerca a la
realización de la hipótesis del general intellect, en el doble
sentido otorgado por Marx a este concepto:

En el plano del trabajo vivo, se trata de un ascenso de la


dimensión cognitiva del trabajo que desestabiliza la
lógica industrial de la subsunción real y determina una
crisis de la medida y el control del trabajo.
En el plano del capital fijo, se trata de un nuevo estadio
del desarrollo general de la ciencia y la tecnología que
hizo decrecer drásticamente el tiempo de trabajo
inmediato necesario para la fabricación de un gran
número de bienes y servicios, lo que abrió el horizonte
hacia una sociedad fundada sobre la gratuidad y el
primado de lo no mercantil.

Luego de la automatización robótica y algorítmica de las


tareas de fabricación y de la desmaterialización de un gran
número de bienes y servicios, el valor mercantil de la
producción debería bajar proporcionalmente y, por
consiguiente, también el monto de las ganancias asociadas
a ella. En efecto, tanto si razonamos en términos de la
teoría del valor tiempo de trabajo, como en términos de la
teoría neoclásica de fijación de precios a su costo marginal,
el resultado es siempre el mismo: el libre despliegue de
estas tendencias implica la ampliación de las esferas de
gratuidad y de bienes que se dicen colectivos (no rivales y
difícilmente excluibles por los precios).
En suma, entre el capitalismo cognitivo y la economía del
conocimiento existe una situación de “no correspondencia”
entre relaciones sociales de producción y fuerzas
productivas. El capitalismo cognitivo no se presenta, así,
como tentativa de salida de la crisis del capitalismo
industrial, sino, más bien, como un proceso de
reestructuración más profundo del capitalismo frente al
desafío planteado por una economía fundada sobre el
conocimiento que “contiene […] como idea de fondo una
negación de la economía capitalista mercantil” (Gorz, 2003:
76).

Propiedad intelectual y gratuidad mercantil: dos


respuestas del capital a la crisis de la ley del valor
En este marco, para el capital, encontrar nuevas soluciones
que permitan contrarrestar y/o desbaratar la crisis de la ley
del valor y hacer subsistir la primacía de la lógica de la
mercancía y de la ganancia fue una cuestión de vida o
muerte. Este dilema obligó a las grandes empresas del
antiguo y del nuevo capitalismo a inventar nuevos modelos
de ganancia y nuevas fuentes de extracción de plusvalía.
Dos estrategias, en apariencia opuestas –en realidad son
complementarias y utilizadas simultáneamente por los
grandes oligopolios del capitalismo cognitivo–, se
encuentran en el corazón de la respuesta a este desafío.
La primera estrategia –sobre la que insiste Míguez con
justa razón– apunta a mantener artificialmente elevados los
precios a través de una extraordinaria política de refuerzo y
extensión de derechos de propiedad intelectual (copyright,
patentes, marcas). Esta lógica se extremó hasta poner en
cuestión las fronteras tradicionales entre descubrimiento e
invención, entre investigación fundamental e investigación
aplicada.
En suma, el capital, en su tentativa de contrarrestar los
efectos de la crisis de la ley del valor, desarrolla siempre
más mecanismos de disminución de la oferta que permiten
fundar artificialmente una escasez de recursos y de rentas
de monopolio. Esta tentativa se enfrenta, no obstante, a
obstáculos mayores. Por una parte, esta se traduce en lo
que se denomina la tragedia de los anticommons del
conocimiento, es decir, un exceso de privatización que
termina por frenar la dinámica misma de la innovación en
las grandes corporaciones del capitalismo cognitivo. Por otra
parte, la exigencia ética de los individuos y la fuerza de
invención de una inteligencia colectiva en el uso de las TIC
hacen cada vez más difícil la ejecución de derechos de
propiedad intelectual.
La segunda estrategia, solo en apariencia contradictoria,
es la de la gratuidad mercantil. ¿Por qué gratuidad
mercantil?, una expresión que, a primera vista, puede
parecer un oxímoron, dado que la gratuidad es, en este
caso, aceptada como una coerción de partida al servicio de
una lógica capitalista de rentabilidad. La gratuidad mercantil
encuentra sus cimientos en la creación de un ecosistema
que habilita la movilización de una multitud de usuarios y
consumidores o, más precisamente, prosumidores
(contracción de las palabras profesional o producer y
consumer). Esta estrategia halla su forma más acabada y,
en cierto modo, más pura en las grandes plataformas de los
mercados bilaterales fundados sobre la publicidad, como
Google y Facebook. Estas empresas tecnológicas
implementaron un modelo de ganancia fundado en la
oferta, en apariencia gratuita, de un conjunto de bienes y
servicios inmateriales a cambio de la extracción y de la
apropiación privativa de datos y de contenidos producidos
por los usuarios. Se trata de lo que, en la literatura
económica y sociológica, analizamos mediante la categoría
de Free Digital Labour (Terranova, 2000; Pasquinelli et al.,
2014; Fuchs y Sevignani, 2013; Scholz, 2012; Vercellone et
al., 2018; Cardon y Casilli, 2015; Casilli, 2019), y que
designa el trabajo gratuito y aparentemente autónomo
realizado por una multitud de individuos mediante y sobre la
red cibernética, a menudo inconscientemente, y en
provecho de grandes oligopolios de internet y de data
industries.
Este modelo encuentra, en muchos aspectos, su forma
más pura y acabada en los medios de comunicación
basados en la gratuidad mercantil. Todo parece ocurrir como
si la empresa-plataforma hubiera logrado imponer a los
usuarios una suerte de contrato tácito que acepta la
siguiente formulación, actualizando el antiguo adagio de la
audience commodity de la televisión: Si es gratis, es porque
usted, en realidad, es [no solo] el producto, sino también el
trabajador que, gracias a su actividad colectiva en
apariencia libre y lúdica, se transforma en mercancía
fabricada y vendible, otorgando datos y contenidos, y
generando economías de red y mercados del tamaño
necesario para atraer anunciantes.
De este breve esbozo resultan dos conclusiones que me
parecen centrales para la consecución de un programa de
investigación sobre el capitalismo cognitivo. La primera
apunta a subrayar que este valor no es redistribuido a los
internautas, y, por lo tanto, podemos considerar que se
trata de un trabajo explotado. Esto es así tanto en la teoría
clásica del valor-trabajo, en el sentido marxiano del término,
como en la teoría neoclásica de la redistribución, dado que
la remuneración del Free Digital Labour (ausente) es, por
definición, inferior a su productividad marginal.
Esto es aún más cierto cuando, sin duda, es en la
magnitud cuantitativa y cualitativa de este trabajo gratuito,
creador de valor, que se encuentra la explicación del
misterio que ubica, en adelante y de modo estable,
empresas como Google y Facebook en el top ten de
empresas, en términos de capitalización bursátil y de
rentabilidad, mientras que son poco significativas en
términos de empleo. Tenemos aquí una nueva frontera de la
explotación, que tiende a extenderse al conjunto de las
corporaciones y que lleva al paroxismo la tendencia a la
dislocación de las fronteras entre tiempo libre y tiempo de
trabajo, entre consumo y producción, propias del
capitalismo cognitivo. En suma, en lugar del mito del fin del
trabajo, estaríamos confrontados, más bien, a su extensión
infinita, aun bajo formas que escapan a la norma del
asalariado canónico y de las garantías que este aseguraba.
La segunda conclusión alude a la lógica de captura del
valor, que Casilli (2015) califica como “reducción de
nuestras relaciones numéricas a un momento de la relación
de producción” y como “subsunción de lo social a lo
mercantil”, que se establece como enésima y esclarecida
manifestación del desdibujamiento de las fronteras entre
renta y ganancia.
Bajo la égida de la renta, el capitalismo cognitivo se
asienta, en suma, sobre lo que podríamos llamar un nuevo
extractivismo, en el sentido de captación de valor desde el
exterior, a partir de un conjunto de recursos comunes (sean
estos provenientes de la tierra, de la cultura o de formas de
vida, etcétera) y de interacciones sociales y productivas
preexistentes al capital, incluso si este último tiende a
aprehenderlos como res nullius (lo que no es de nadie) para
apropiárselos y transformarlos en lo que Polanyi ha
denominado “mercancías ficticias”.
Carlo Vercellone

Bibliografía
Aglietta, M. (1976). Régulation et crises du capitalisme.
París: Calmann Levy.
Braudel, F. (1979). Civilisation matérielle, économie et
capitalisme, XV-XVIII siècle, tres tomos. París: Armand
Colin.
Casilli, A. (2015). “Digital Labor: travail, technologies et
conflictualités”, en Cardon, D. y Casilli, A., Qu’est-ce que le
Digital Labor? Editions de L’INA, pp. 10-42 (halshs-
01145718). Diponible en: https://halshs.archives-
ouvertes.fr/halshs-01145718/document.
––– (2019). En attendant les robots. París: Seuil.
Coutrot, Th. (1998). L’entrepirse néo-libérale, nouvelle
utopie capitaliste? París: La découverte.
Dostaler, G. (1979). Valeur et Prix. Presses Universitaires du
Quebc. París: Maspero.
Fuchs, Ch. y Sevignani S. (2013). “What’s digital labour?
What’s digital work? What’s their difference? And why do
these questions matter for understanding social media?”,
en tripleC: Communication, Capitalism & Critique, Open
Access Journal for a Global Sustainable Information
Society, 11 (2), pp. 237-293. Disponible en:
http://www.triple-c.at/index.php/tripleC/article/view/461.
Gorz, A. (2003). L’immatériel: connaissance, valeur et
capital. París: Galilée.
Grupo Krisis (1999). Manifeste contre le Travail. Editions Léo
Scheer.
Hai Hac, T. (2003). Relire “Le Capital”, tomos I y II. Ginebra:
Cahiers libres, Editions Page deux.
Husson, M. (2003). “Sommes-nous entrés dans le
capitalisme cognitive”, en Critique communiste, nº 169-
170, verano-otoño. Disponible en:
http://hussonet.free.fr/cogniti.pdf.
Jappe, A. (2003). Les aventures de la marchandise. Pour une
nouvelle critique de la valeur. París: Denoël.
Kurz, Robert (1997). “L’honneur perdu du travail. Le
socialisme des producteurs comme impossibilité logique”,
en Conjonctures, nº 25. Disponible en: http://www.palim-
psao.fr/article-l-honneur-perdu-du-travail-le-socialisme-des-
producteurs-comme-impossibilite-logique-par-robert-kurz-
49275279.html.
Marx, K. (2017). Elementos fundamentales para la crítica de
la economía política (Grundrisse). Borrador, 1857-1858,
tomo II. México: Siglo XXI.
Marx, K. y Engels, F. (1960). Werke, vol. 31. Berlín: Dietz
Verlag.
Montalban, M. (2012). “De la place de la théorie de la valeur
et de la monnaie dans la théorie de la régulation: critique
et synthèse”, en Revue de la régulation [en línea], 12,
segundo semestre, otoño, publicado el 19 de diciembre de
2012, consultado el 30 de abril de 2019. Disponible en:
https://journals.openedition.org/regulation/9797.
Napoleoni, C. (1972). Lezioni sul capitolo sesto inedito di
Marx. Turín: Boringhieri.
Negri, A. (1979). Marx oltre Marx. Milán: Feltrinelli.
Pasquinelli, M. et al. (2014). “Google PageRank: une
machine devalorisation et d'exploitation de l'attention”, en
Yves Citton, L'économie de l'attention, La Découverte
Sciences humaines, pp. 161-178.
Postone, M. (1993). Time, Labor and Social Domination. A
Reinterpretation of Marx's Critical Theory. Nueva York y
Cambridge: Cambridge University Press.
Pouch, T. (2004). “Vers le meilleur des mondes possibles ou
les promesses du capitalisme, cognitif”, en L’Homme et la
Société, vol. 2, nº 152-153, pp. 151-162.
Rubin, I. (1977). Ensayo sobre la teoría marxista del valor.
México: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 53.
Scaron, P. (2015). “Advertencia del traductor”, en Marx, K.,
El capital. El proceso de producción del capital, tomo I, vol.
1. Buenos Aires: Siglo XXI.
Scholz, T. (dir.) (2012). Digital Labour. The Internet as
Playground and Factory. Nueva York: Routledge.
Sweezy, P. (1942). The Theory of Capitalist Development.
Nueva York: Monthly Review Press. [Trad. italiana: Sweezy,
P. (1970). La teoria dello sviluppo capitalistico. Turín:
Bollati Boringhieri].
Terranova, T. (2000). “Free Labor. Producing Culture for the
Digital Economy”, en Social Text, vol. 18, nº 2, pp. 33-58.
Vercellone, C. (2007). “From formal subsumption to general
intellect: elements for a Marxist reading of the thesis of
cognitive capitalism”, en Historical Materialism, vol. 15, nº
1, pp. 13-36.
Vercellone, C. (dir.) et al. (2018). Data-driven disruptive
commons-based models. Report D 2.4, DECODE
(Decentralised Citizens Owned Data Ecosystem),
programme européen Horizon 2020, 31 de octubre.
Disponible en:
https://pdfs.semanticscholar.org/80a3/bda63412c01a09aa
a425f5557330a7477225.pdf?
_ga=2.8516791.349755976.1579309286-
1374351061.1579309286.

[1]La razón de estas reacciones se encuentra, en gran


parte, en la manera en que el abordaje del capitalismo
cognitivo desestabiliza dos postulados del marxismo
convencional. Por un lado, desvelando la posibilidad de un
proceso de superación de un capitalismo fundado sobre la
capacidad de autoorganización del trabajo. Ello estaría
cuestionando el postulado de la toma de poder como
condición previa necesaria a toda perspectiva de
transformación social. Por otro lado, la hipótesis herética del
general intellect permite pensar directamente el horizonte
de una economía fundada en la abundancia y en el paso
directo al comunismo, sin pasar por la etapa socialista de
planificación de la ley del valor.

[2]Para críticas de este tipo, ver, por ejemplo, Pouch (2004)


y Husson (2003).

[3]Para indagar la manera en que la crisis de la ley del valor


–leyes de la contradicción– es el efecto mismo de su
desarrollo, ver también Tran Hai Hac (2003).

[4]Para esta cita, retomamos la traducción de Pedro Scaron


de la edición de Siglo XXI de los Grundrisse, tomo II. La
segunda inserción entre corchetes es del autor de este
texto, Carlo Vercellone (N. del T.).

[5]Preferimos emplear el término neooperaístas antes que


el de posoperaístas por una razón esencial. Este último
permite subrayar la continuidad de una metodología de
análisis fundada en el rol motor de la subjetividad del
trabajo vivo. Ello, a pesar de la magnitud de los cambios
que intervienen en la composición de clase y en la dinámica
de valorización del capital entre la era fordista del obrero-
masa, durante el primer obrerismo en los años sesenta, y la
época del capitalismo cognitivo.

[6]Retomamos el mismo criterio de traducción de Mehrwert


que utiliza Pedro Scaron, traductor de El capital, en la
edición de Siglo XXI (2015).

[7] Recordemos que, opuesto a la teoría neoclásica, en Marx


la escasez no es el fundamento del valor, sino la motivación
de la producción.

[8] Mediante un razonamiento de este tipo, Matthieu


Montalban, por ejemplo, explica las razones que habrían
llevado a varios teóricos de la escuela de la regulación a
abandonar la teoría del valor-trabajo: “La teoría del valor-
trabajo ha sido rechazada con razón porque tenía un rol
secundario en la teoría de la regulación y el marxismo
(‘demostrar’ la explotación)” (2012: 6).

[9]Ver el trabajo de Anselme Jappe (1999) y,


particularmente, el de Robert Kurz (1997) y el del Grupo
Krisis (2001).

Como Negri lo demostró a través de una relectura de los


[10]
Grundrisse (1979).
Introducción

Desde sus inicios, la economía política ha colocado en el


centro de sus preocupaciones la pregunta por el origen de la
riqueza. Riqueza, trabajo y valor no estuvieron siempre
asociados. Recién con la llegada del capitalismo, esta
ligazón se hace posible, en términos del pensamiento
económico, gracias a la obra de Adam Smith. Antes del
nacimiento de esta disciplina, la riqueza era aceptada, pero
siempre con cierta moderación. En la antigua Grecia,
cuando la riqueza superaba cierto nivel, era capaz de
erosionar la unidad de la polis, decía Aristóteles. En el
Medioevo, Santo Tomás condenaba explícitamente la usura
–el préstamo a interés– como forma de enriquecimiento, y,
como es sabido, los valores religiosos se contraponían con
aquellos que permitían la acumulación de capital. No
obstante, esta condena inicial fue posteriormente revisada y
comenzaron las indagaciones sobre las causas y la
legitimidad de la riqueza, sobre todo cuando el crédito se
convirtió en un instrumento indispensable para expandir la
Revolución Industrial y, de allí en adelante, para mantener
el desarrollo capitalista.
Ya en el mercantilismo, la riqueza estaba asociada a la
posibilidad de acumulación de metales, esto es, al afán de
enriquecimiento ilimitado de los Estados. Los escritores y
funcionarios mercantilistas no separaban el estudio de la
riqueza de la cuestión del poder, más precisamente, del
poder del Estado. La riqueza se correspondía con la potencia
del Estado absolutista, y la economía era la base material
de esa potencia, la que permite financiar los ejércitos,
multiplicar la flota para el dominio de los mares y demás
requerimientos para la expansión estatal. El comercio se
concebía como una actividad que beneficiaba a un Estado
en detrimento de otro, en una visión coherente con una idea
de riqueza entendida como mera acumulación de metales.
Se alude así a una magnitud constante de riqueza, algo
existente de antemano y que los Estados deben procurarse
para sí excluyendo a los demás. Los Estados se apropiaban
de la riqueza, y esta no era algo que debía producirse, sino
que existía. Por ello, la economía es un medio para la
prosperidad del Estado, ya que es la expresión de la
potencia del Estado absolutista.
La riqueza, en su forma monetaria, esto es, entendida
como la mera posibilidad de acumulación de oro y plata (de
la cual se ocupa Marx en el capítulo sobre la acumulación
originaria de El capital), daba cuenta de una concepción
demasiado estrecha. Esta fue, justamente, la concepción
criticada por los fundadores de la economía política clásica,
sobre todo por Adam Smith. Como dijimos, para los
mercantilistas, la riqueza del mundo estaba dada, y los
Estados buscaban apropiarse de ella a expensas de los
demás Estados. Se trataba más de la apropiación de la
riqueza existente que de su producción. No se respondía a
las preguntas acerca de dónde y cómo surgía la riqueza. La
riqueza era el resultado de la conquista, de la colonización y
del pillaje en el mundo no europeo, en el que los Estados
competían con otros Estados por apropiarse de los recursos
o por ser los agentes centrales de un comercio en
condiciones de monopolio.
El pasaje de la concepción de la riqueza de algo que se
apropia a algo que se produce surge incluso antes de los
economistas clásicos, esto es, con los fisiócratas. En la
Francia del siglo XVII, los fisiócratas son los primeros en
constituir una escuela, en el sentido clásico de tener una
doctrina con determinados principios, como la fe en el orden
natural y concebir la economía como un sistema, y, más
importante aún, un sistema sujeto a leyes naturales y
eternas.
El producto neto de Francois Quesnay constituye una
primera aproximación a la idea de excedente. Aunque solo
sea el sector agrícola el que produce, la riqueza ya no se
apropia. Aunque la riqueza se sigue concibiendo en
términos físicos (de granos), el hecho de restar a lo
producido los insumos necesarios para su producción es un
avance decisivo. El problema radicaba en que su
predilección por la agricultura lo llevaba a confundir la
naturaleza física con la naturaleza humana, la naturaleza
con la cultura, y lo llevaba también a sostener que solo la
tierra era productiva. Como bien señala Eric Roll:

Puesto que la agricultura era la única que producía un


excedente, las medidas mercantilistas de Colbert,
destinadas a fomentar la industria, eran inútiles, y contra
ellas lanzaron los fisiócratas su grito de guerra, laissez
faire, laissez passer. La industria no creaba valores, solo
los transformaba, y ninguna reglamentación de ese
proceso de transformación podía añadir nada a la riqueza
de la comunidad (1994: 125).

La publicación de Una indagación sobre la naturaleza y las


causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith,
constituye el origen de lo económico como una disciplina y
como un campo específico de relaciones sociales. Para ello
era necesario que la materia en cuestión fuera vista como
un sistema particular, con leyes propias y con una manera
específica de ser abordada, una tarea que había sido
realizada solo en parte por los fisiócratas. La separación de
lo político y lo económico en campos diferenciados no era
un resultado natural del surgimiento de la sociedad
capitalista, sino que había requerido la creación de
mercancías ficticias y la acción conjunta del Estado. Como
señala Polanyi en La gran transformación:

Bajo el feudalismo y el sistema gremial, la tierra y la


mano de obra formaban parte de la propia organización
social (el dinero no se había convertido todavía en un
elemento fundamental de la industria). La tierra, el
elemento central del orden feudal, era la base del sistema
militar, judicial, administrativo y político; su posición y su
función estaban determinadas por reglas legales y
consuetudinarias.

Y luego agrega:

Lo mismo se aplicaba a la organización de la mano de


obra. Bajo el sistema gremial, como en todos los sistemas
económicos de la historia anterior, las motivaciones y las
circunstancias de las actividades productivas estaban
incorporadas en la organización general de la sociedad
(1992: 78-79).11
Adam Smith fue el fundador de una nueva disciplina, la
economía política. La Riqueza de las naciones no negaba el
papel del Estado, pero construyó las bases para que en el
siglo XIX se hablara –con Hegel y Ricardo– de una sociedad
no sujeta a las leyes del Estado y que somete al Estado a
sus propias leyes. La economía política era la ciencia que
debía enunciar las leyes naturales de este orden económico
autorregulador. Según Polanyi, Smith dio forma literaria a un
proyecto de sociedad, a una forma de socialización que no
tenía aún nada de natural y que no era la consecuencia
obligada del desarrollo del capitalismo. Una sociedad de
mercados libres no era la consecuencia evidente de la
consagración del trabajo humano como fuente del valor,
como el fundamento último de la riqueza. Para la
antropología económica, las sociedades tradicionales o
precapitalistas desconocían la distinción entre lo político y lo
económico. Para que esa distinción fuera posible, era
necesario, en primer lugar, que la economía pudiera ser
vista como un sistema separado de lo social, con leyes
propias.
Para Smith, en contraposición a los mercantilistas, el
trabajo humano era la fuente del valor y de la riqueza de las
naciones, no lo eran los metales preciosos ni la fertilidad de
la tierra. La productividad del trabajo era la base para la
riqueza y esta dependía del tamaño del mercado al que
fuera necesario abastecer en este capitalismo naciente.
Cuanto mayor fuera el tamaño del mercado, mayor sería el
incentivo para aumentar la productividad mediante la
división del trabajo. Sin embargo, Smith habla del valor de
las mercancías en función del trabajo que con ellas se
puede adquirir en el mercado, esto es, el trabajo que se
puede comprar con una mercancía. Asimismo, confundía el
trabajo con el precio del trabajo, es decir, con los salarios, y
sostenía que en el capitalismo nadie produce si no obtiene a
cambio un excedente por encima de los gastos en salarios
(Dobb, 1992: 64). Con la acumulación progresiva, estos
beneficios crecían junto con los salarios, que dependían de
la demanda creciente de trabajadores, lo que permitía una
relación armónica y no conflictiva entre las clases
propietarias y no propietarias, acorde con el mecanismo de
la “mano invisible” del mercado.
A diferencia de Smith, David Ricardo, el otro pensador
fundamental de la economía política clásica, tiene como
escenario el contexto inglés posterior a la Revolución
Industrial. Para Ricardo, el valor era la cantidad de trabajo
directa o indirectamente incorporada a las mercancías. No
se refería al trabajo que esas mercancías podían comprar en
el mercado, como parecía hacer Smith, adoptando el punto
de vista del capitalista que compra la fuerza de trabajo. El
valor lo determinaba tanto el trabajo presente como el
trabajo pasado, incorporado en los medios de producción
(instrumentos de trabajo, insumos, instalaciones, edificios,
etcétera). Los instrumentos de trabajo que constituían el
equipo de producción representaban trabajo acumulado,
aunque pertenecieran al capitalista (pp. 79-87). De esta
manera, el valor se componía de dos partes: los salarios de
los trabajadores y las utilidades del capitalista. A diferencia
de Smith, la renta no formaba parte del valor (pp. 99-110).
Para los economistas clásicos, la teoría del valor es el
soporte de la teoría de los precios. No debía confundirse el
valor con el precio de mercado. El precio que expresa el
valor exacto es el precio natural de un bien, en el que existe
una tasa natural de salarios y de beneficios, y queda
excluida la renta. Los precios, establecidos por las
fluctuaciones coyunturales de la oferta y la demanda, no se
movían aleatoriamente, sino que “gravitaban” alrededor de
los valores. El trabajo era la fuente del valor y a la vez era
una mercancía cuyo “precio natural” era el valor
incorporado en los bienes que los trabajadores necesitaban
para subsistir, esto es, una canasta de productos que varía
social e históricamente (pp. 88-98).
El trabajo es la actividad que, partiendo del estado
natural de los materiales y los medios de producción y de
vida, actúa cambiando la naturaleza. El trabajo no es
patrimonio de los seres humanos; los animales también
trabajan, pero lo que diferencia el trabajo humano de otro
tipo de trabajo es que el trabajo humano es consciente y
está destinado a un fin, mientras que el trabajo de los
animales es instintivo. Lo que distingue al hombre del resto
de las especies es la capacidad de representarse en su
mente el resultado de su trabajo antes de buscar los medios
y de disponer de los materiales necesarios para producir lo
que imaginó.
Como señala Marx en los primeros capítulos de El capital,
lo que distingue al peor maestro albañil de la mejor de las
abejas es que el primero levanta su estructura en su
imaginación antes de erigirla en la realidad.
Como puede verse, el mecanismo rector es la fuerza del
pensamiento conceptual. El hombre puede representarse la
finalidad del trabajo, y en esto consiste la tarea de la
concepción, independientemente de quiénes se ocupen de
ejecutar las tareas. Las palabras, el lenguaje y los símbolos
constituyen, desde el inicio, la condición de posibilidad del
trabajo. Sin ellos no es posible la transmisión de
experiencia, de conceptos, o el aprendizaje. La fuerza de
trabajo humana se distingue por su carácter inteligente,
orientado a una meta, más que por su capacidad de
producir un excedente. La productividad, por lo tanto, lejos
de estar limitada por la postulada “escasez”, puede
ampliarse indefinidamente.
La crítica de Karl Marx a la concepción de riqueza
presente en los economistas clásicos es sustancial a su
crítica de la economía política, y se basa en el carácter dual
del trabajo. Este rasgo lo diferencia de la economía política
clásica, de la cual Ricardo es considerado por Marx como
uno de sus mejores exponentes: Ricardo, como sus
antecesores, supone una naturaleza transhistórica de la
riqueza y el trabajo, por lo que identifica riqueza y valor. La
economía política clásica, como bien señala Postone, no
examina las bases sociales e históricamente específicas de
las categorías que utiliza, sino que las toma tal como
“aparecen” en la superficie del capitalismo (2006: 198).
Sostenemos que, a pesar de la centralidad del trabajo en
Marx, incluso en el propio texto de El capital, este aspecto
no suele ser advertido como el rasgo específico del
capitalismo, como la clave que lo distingue, más que
cualquier otro aspecto de las sociedades precapitalistas. La
plusvalía, la fuente de la ganancia capitalista, el eje para
dar cuenta de la explotación, es, en definitiva, plustrabajo,
trabajo excedente. Su origen se corresponde con un tipo de
organización del trabajo en el que este es puesto a producir
valores de uso y –simultánea e inseparablemente– valor.
El punto clave del carácter dual del trabajo está dado por
el trabajo abstracto, creador de valor, un concepto creado
por Marx para diferenciarlo de la noción de trabajo concreto,
el trabajo creador de valores de uso. Esto diferencia
nítidamente a Marx de los economistas políticos clásicos: si
bien estos veían el trabajo como fuente del valor, siempre
se referían a él como trabajo concreto, como creador de
mercancías. La dificultad del concepto de trabajo abstracto
radica en que es uno de los más complejos de la obra de
Marx. Su alto nivel de abstracción impide su aplicación
directa a los fenómenos empíricos, como los aspectos
vinculados al proceso de trabajo. Postone señala que la
intención de Marx no es formular una teoría de los precios,
sino mostrar cómo el valor induce un nivel de apariencia
que lo disfraza: “Por tanto, en un nivel empírico inmediato,
los únicos rasgos del valor, como forma de riqueza y
mediación social constituida únicamente por el trabajo,
quedan ocultos” (p. 196).
La lectura de los textos de Marx ha suscitado infinitas
controversias sobre los más diversos temas, pero la
cuestión del valor, a pesar de ser considerada central en la
obra de Marx, curiosamente no ha formulado planteos y
debates tan relevantes, como sí lo han hecho otros tópicos
marxistas, como la acumulación de capital, la competencia
capitalista, la concentración de capitales, la transformación
de valores en precios, la lucha de clases, las crisis
económicas, la transición al socialismo, etcétera. En
numerosas ocasiones se acepta como presupuesta la idea
de que el trabajo genera valor, para rápidamente pasar a
analizar las cuestiones “verdaderamente importantes”. Este
desdén proviene de la dificultad que el tema tiene y de la
necesaria aproximación cuidadosa que se requiere hacia la
obra de Marx.
La temática del valor aparece en numerosos textos: en
los Grundrisse (1857-1859), en la Contribución a la crítica
de la economía política y en El capital. En la Contribución,
Marx se ocupa del valor y de la riqueza señalando sus
diferencias con Ricardo. En el volumen I de El capital, Marx
define los conceptos fundamentales para entender el doble
carácter del trabajo como aspecto esencial de la
contradicción del capitalismo como modo de producción.
Según Postone, aunque Marx da una definición fisiológica
del trabajo abstractamente humano, aclara luego que el
trabajo abstracto es la síntesis social, y que las mercancías
son expresiones de esa misma unidad social que es el
trabajo humano, pero “que dicha objetividad, como valores,
solo puede ponerse de manifiesto en la relación social entre
diversas mercancías” (Marx, 2002 [1867]: 58; el destacado
es nuestro).
Por lo tanto, para Postone, lo que Marx denomina trabajo
abstracto es la función del trabajo como actividad de
mediación social, que sustituye las relaciones sociales
abiertas o abiertamente sociales (en función de cierto
estatus social) de las sociedades no capitalistas (2006:
214). El trabajo abstracto es socialmente general en la
medida en que es el medio de adquisición de los bienes
producidos por otros, y no solo por el hecho de que es el
denominador común de los diferentes tipos de trabajo. Ya no
son las relaciones sociales “abiertas” las que otorgan
sentido a los diversos trabajos. Las mercancías como
valores de uso son materiales, y como valor son objetos
puramente sociales. El valor no depende de interacciones
sociales inmediatas, sino que puede funcionar a distancia
espacial y temporal.
Aclarar la relación entre valor y trabajo requiere precisar
detalladamente la relación entre valor y tiempo de trabajo.
El análisis marxista convencional estuvo lejos de dar
preeminencia a estas consideraciones y se movió alrededor
de una economía marxista basada en el trabajo, pero
adjudicándole a este unos efectos tan lejanos sobre la
acumulación de capital que hacía difícil considerar resuelta
la cuestión. La competencia entre capitales, la
centralización y la concentración del capital ocuparon el
centro de la escena, así como también los debates sobre
conceptos y temáticas que forman parte del volumen III de
El capital. Esto permitió el auge de las temáticas e
interpretaciones marxistas vinculadas a lo que se denominó
el problema de la transformación de valores en precios. Los
economistas marxistas han discutido desde finales del siglo
XX hasta hoy la posibilidad de dar una adecuada solución a

este problema, concebido como el principal de la economía


marxista y de la crítica de la economía política (Dostaler,
1980: 73).
Pero no todo es atribuible, por cierto, a una incapacidad
de los economistas de captar el aspecto central del
capitalismo. El devenir de la economía política y su
conversión en economía a secas a finales del siglo XIX operó
justamente en función de una nueva teoría del valor basada
en la utilidad marginal, de la cual los economistas
neoclásicos Jevons, Wallras y Marshall eran sus principales
exponentes. De esta manera, el campo de la ortodoxia
económica ni siquiera se refería al trabajo en la versión
clásica criticada por Marx, lo que generó como reacción la
necesidad de la economía marxista –muchas veces
posicionada en la heterodoxia económica, más que en la
crítica de la economía política– de reivindicar la vigencia del
trabajo como un concepto relevante para comprender el
desarrollo económico y social. Como bien señala Guerrero:

La economía de finales del siglo pasado se vio impelida


de esta manera a decidirse por una de las dos
alternativas de este dilema: o bien atenerse al mundo
real, con su explotación y sus conflictos de clases entre el
capital y el trabajo, o bien evadirse de la realidad y dirigir
sus esfuerzos hacia la construcción de un mundo ilusorio
y fabulado, a base de equilibrios, óptimos y perfecciones
(no en vano cuenta la economía neoclásica con una teoría
del equilibrio general, con una teoría del óptimo de Pareto
y con una teoría de la competencia perfecta, todas ellas,
piedras angulares de su pensamiento teórico) (1997: 29).

Frente al avance del paradigma neoclásico –ligado


generalmente a versiones afines al liberalismo político y
económico–, el marxismo se vio obligado a discutir con la
economía en sus propios términos, y dejó de lado su
cuestionamiento al carácter dual del trabajo.
La sociología del trabajo, la otra disciplina de las ciencias
sociales que se ocupa del trabajo como objeto privilegiado,
estuvo, en cambio, signada desde sus comienzos por la
teoría del valor-trabajo. Los trabajos pioneros de Touraine y
de Naville y de sus continuadores destacados, como
Braverman, Coriat y Freyssenet, se movían bajo este
esquema, cuando el trabajo industrial formaba parte de la
lógica dominante del capitalismo del siglo XX. La cuestión
central de la explotación, la disputa por el salario y las
condiciones de trabajo llevaron, a partir de la década del
sesenta, a profundizar el conocimiento del proceso de
trabajo. No obstante, los desarrollos de la sociología del
trabajo, fieles a su objeto de estudio y al análisis empírico,
tampoco introducen la discusión sobre el carácter del
trabajo abstracto. Analizan la productividad como la
productividad del trabajo concreto, y escasamente analizan
si este está condicionado por el nivel de desarrollo de la
ciencia y por el conocimiento social. Como veremos a lo
largo de varios capítulos, las transformaciones del proceso
de trabajo y de los mecanismos de control asociados, así
como los mecanismos de resistencia de los trabajadores,
fueron el objeto de estudio privilegiado de la sociología del
trabajo (Míguez, 2008). Sin embargo, la pretensión de ligar
ese objeto a la valorización del capital, si bien se mantiene
presente en el horizonte, quedó en un segundo plano o
como un telón de fondo muy general.
El marxismo siempre cuestionó la capacidad del
capitalismo para potenciar la riqueza social y estudió los
procesos de valorización como el aspecto central del
despliegue de las relaciones sociales de producción. Sin
embargo, las posturas todavía oscilan, por un lado, entre la
indudable vigencia y operatividad de la ley del valor-trabajo
y su posibilidad de cuantificación y, por otro lado, en torno a
una superación o “estallido” de la ley del valor, aunque
mantienen el valor como categoría económica relevante (sin
que ello implique suscribir a las teorías del valor basadas en
la utilidad marginal o a las teorías neoclásicas o
institucionalistas de la economía). Para los primeros, debe
mantenerse el contenido económico de la ley del valor.
Señalan que es posible la determinación cuantitativa del
trabajo socialmente necesario y la conversión de los
indicadores macroeconómicos convencionales a categorías
coherentes con la ley del valor para calcular tasas de
plusvalía, composiciones orgánicas o tasas de beneficio, así
como también los ritmos de la acumulación. Buscan
describir cómo se ordena la reproducción de un sistema
mercantil carente de regulaciones planificadas, de formas
más racionales de producción. Reconocen la dificultad de
testear la relación entre valores y precios (de la que no
están exentas las corrientes que pretenden medir, por
ejemplo, la utilidad o las preferencias de los consumidores),
ya que los métodos propuestos hasta ahora para testear la
correlación entre precios y valores no son plenamente
satisfactorios. En este análisis se mantiene la esfera de la
producción como el centro del funcionamiento del
capitalismo, con la salvedad de que el trabajo socialmente
necesario continúa siendo el elemento determinante del
valor de las mercancías.
Creemos que una propuesta superadora debería articular
la vieja pretensión de la economía política de dar cuenta de
la riqueza social y material, con el análisis de los procesos
de trabajo concretos, para volver a articularlos con la
generación de riqueza, con el objetivo de pensar, al menos,
la posibilidad de ir más allá de los procesos de valorización
propios del capitalismo. Como señala Postone, aunque
Polanyi destaca el carácter histórico del capitalismo al
pretender que la estructuración del mercado ocurre en torno
a mercancías que no son tales –como el trabajo humano, la
tierra y el dinero–, da a entender como natural la existencia
de productos del trabajo como mercancías, cuando estas no
lo son por naturaleza, sino por las relaciones sociales
propias del capitalismo, esto es, de un modo de producción
que, a diferencia de sociedades precapitalistas, pone el
trabajo en el centro (2006: 213).
Describir los procesos de trabajo en las sociedades
capitalistas no es otra cosa que hablar del proceso de
valorización del capital. La forma habitual con que los
cientistas sociales (sociólogos, economistas, antropólogos,
incluso marxistas) se aproximan a los procesos sociales que
estudian suelen centrarse en la descripción de los procesos
de trabajo sin hacer referencia –o solo de manera muy
indirecta– al proceso de valorización del capital, aunque
estos procesos de trabajo sean consustanciales a él, ya que
no solo contribuyen a él sino que lo constituyen. Por otro
lado, aquellos que se han mostrado interesados en estudiar
la valorización del capital suelen hacerlo a partir de las
categorías de la economía marxista, que, aun considerando
la situación del polo del trabajo frente al capital, la dejan en
una relación demasiado subordinada a las leyes de la
acumulación del capital. Bajo ese esquema, la competencia
entre capitales, la determinación de la cuota media de
ganancia y la tendencia decreciente de la tasa de ganancia,
así como también la tendencia inevitable a las crisis en el
capitalismo, se convierten en las temáticas privilegiadas de
estos análisis.
La muestra más acabada del intento de resolver esta
dualidad ha sido, quizás, el denominado “problema de la
transformación de valores en precios”, a partir del cual los
economistas y los pensadores marxistas intentaban hacer
compatible la teoría del valor-trabajo expuesta por Marx con
los cambios concretos en los precios de los productos y en
los factores que aparecían en la superficie de la sociedad
capitalista. Esta temática ha ocupado –y ocupa aún hoy– un
lugar privilegiado en el debate marxista, en buena medida
porque su resolución implicaría, para los animadores del
debate, darle a toda la economía marxista una coherencia
completa, así como también dar una respuesta adecuada a
los pedidos de aplicación empírica de sus diagnósticos y
análisis frente a los enfoques predominantes en la disciplina
económica, ya sean de tipo neoclásico, keynesiano,
poskeynesiano o neoschumpeteriano.
Esto ha generado que –con honrosas excepciones– los
estudiosos de los procesos de trabajo hicieran referencias
muy generales a la elucidación de la cuestión del valor, y
que los interesados en este tópico teórico dejaran de
estudiar esta cuestión al nivel de los procesos de trabajo
concretos. Los cambios tecnológicos y de los procesos de
trabajo propios del capitalismo de los últimos treinta años
nos llevan a pensar nuevamente esta cuestión, tanto los
estudios sobre el trabajo como su relación con los procesos
de valorización. A lo largo de este libro intentaremos
mostrar que dicha relación sigue teniendo vigencia, pero de
manera algo diferente, puesto que la valorización supone –y
a la vez excede– a los propios procesos de trabajo.
A lo largo del siglo XX, la teoría del valor-trabajo fue
excluida del ámbito de la economía convencional por otras
teorías del valor –menos satisfactorias, pero que podían
correrse del incómodo punto de vista de la explotación del
trabajo–, aunque permaneció motivando las reflexiones de
filósofos, economistas y pensadores marxistas que la
consideraban todavía relevante para explicar la generación
de riqueza en las sociedades capitalistas. La gestión
capitalista del trabajo no difería demasiado de las
economías socialistas del siglo XX, y muchas reflexiones
procuraron, justamente, despegarse de la impronta del
socialismo real. Muchos de los autores que serán revisados
aquí señalan este punto como un límite claro del carácter
emancipatorio del proyecto socialista, ya que, cuando el
impacto del socialismo queda a las puertas del proceso de
trabajo, es poco lo que podemos decir del carácter
transformador de las relaciones sociales que ello supone.
En el primer capítulo repasaremos la relación que se
establece entre trabajo y valor en la obra de Karl Marx, y en
el segundo capítulo lo haremos en relación con los
pensadores marxistas que plantearon el problema de la
forma valor en el siglo XX. Isaak Rubin y Alfred Shön Rethel,
en la primera mitad del siglo, y Toni Negri, John Holloway y
Moishe Postone, en la segunda mitad, son pensadores
ineludibles a la hora de reconstruir el estado de la cuestión
durante el capitalismo industrial.
En el tercer capítulo se repasan las características y el
contenido del trabajo durante el capitalismo industrial, que
cambia sostenidamente desde la gran industria, descripta
por Marx en la década de 1860, hasta la fábrica posfordista
de finales de los años setenta del siglo XX, cuando comienza
a producirse la ruptura que habilita a hablar de una nueva
lógica de valorización, propia del capitalismo
contemporáneo. Desde la introducción del taylorismo hasta
la cadena de montaje y la automatización de los años
sesenta, todos los cambios técnicos suponen
transformaciones relevantes en la relación del trabajo con
los medios de producción.
En el cuarto capítulo estudiaremos la manera en que el
proceso de trabajo y su relación con el cambio tecnológico
se ve afectado por la emergencia de las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación en los años setenta.
Estos cambios constituyen el primer paso de una ruptura
mayor de las lógicas de generación del valor y habilitan a
hablar de una nueva etapa –que ya no es esencialmente
industrial– que dio lugar a numerosas definiciones que
hacen referencia a una sociedad del conocimiento, a una
economía del conocimiento, a un capitalismo posindustrial
informacional o cognitivo, según los diferentes enfoques,
que buscan dar cuenta de esta transformación, a nivel
general, de la generación de riqueza.
Las reflexiones sobre la naturaleza y el sentido de estas
transformaciones las abordaremos en el quinto capítulo,
donde expondremos la manera en que numerosos
pensadores contemporáneos se ocupan de las
consecuencias que suponen los cambios del proceso de
trabajo en la dinámica productiva, en los tiempos de la
fragmentación global de la producción. Lejos del optimismo
de los discursos apologéticos de la globalización, estos
autores subrayan la confirmación de las tendencias que
algunos de ellos vislumbraban –y que eran aún poco
visibles– en los años setenta.
El sexto y último capítulo trata sobre un enfoque reciente,
que deriva, en buena medida, de los autores trabajados en
el quinto capítulo, y que remiten a los debates sobre el
trabajo inmaterial, pero haciéndolo extensivo a todo el
sistema de acumulación, que se caracteriza como
capitalismo cognitivo, lo que permite sistematizar las
transformaciones del capitalismo del siglo XXI que apenas
están comenzando a desplegarse y que suponen una lógica
novedosa –y un rentismo de nuevo tipo–, cuyos efectos
están todavía por verse.
En suma, las contradicciones de la relación entre capital y
trabajo que asoman en la relación entre trabajo y valor son
propias del capitalismo desde sus orígenes, sin embargo, en
la etapa actual, a las contradicciones propias del
capitalismo industrial debemos superponer las del
capitalismo contemporáneo, y esa combinación es la que
opera para evitar el surgimiento de una verdadera
economía fundada en el conocimiento.

[11]Según este autor, incluso en la época mercantilista, se


buscaba resguardar a la sociedad de los efectos
desestabilizadores del mercado: “El mercantilismo, con
todas tendencias hacia la comercialización, jamás atacó las
salvaguardas que protegían a estos dos elementos básicos
de la producción –la mano de obra y la tierra– para que no
se volvieran objeto de comercio. En Inglaterra, la
nacionalización de la legislación laboral a través de los
estatutos de artífices (1563) y de la ley de pobres (1601)
sacaba a los trabajadores de la zona de peligro, y la política
anticercamientos de los Tudor y los primeros Estuardos era
una protesta consistente contra el principio del uso lucrativo
de la actividad inmobiliaria” (1992: 78-79).
Capítulo 1
Trabajo y valor en la obra de
Karl Marx

Concebimos el trabajo bajo una forma que pertenece


exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones
que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría,
por la construcción de las celdillas de su panal, a más de
un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente
al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero
ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construirla
en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un
resultado que antes del comienzo de aquel ya existía en la
imaginación del obrero, o sea, idealmente (Marx, 2002
[1867]: 216).

1. Hegel, Ricardo, Marx


El contexto de la primera Revolución Industrial y de la
Revolución francesa, de 1789, condiciona la obra de dos
grandes pensadores de la modernidad, como son Friedrich
Hegel y Karl Marx, así como también la de los fundadores de
la economía política clásica, Adam Smith y David Ricardo. A
partir de estos dos grandes acontecimientos quedaba
establecido claramente que el mundo avanzaba en dirección
hacia una serie de revoluciones burguesas en sociedades que
todavía eran predominantemente rurales.
La Revolución Industrial se desplegaba en Inglaterra desde
el siglo XVIII, mientras que en el continente europeo, de la
mano de la Ilustración, avanzaban las ideas del liberalismo
político. Alemania todavía no era un Estado nación, sino una
serie de principados en los que la división de poderes y las
instituciones de la democracia burguesa eran prácticamente
inexistentes, pero en esos territorios se desarrollaba lo más
avanzado del pensamiento filosófico de la modernidad. A
fines del siglo XVIII, el pensamiento filosófico más potente
había pasado de Francia a Alemania, de Montesquieu,
Rousseau y Condorcet a Kant, Fichte, Schelling y Hegel
(Callinicos, 2000: 22). En 1804, Hegel había finalizado su libro
Filosofía del derecho y se entusiasmaba ante el avance de las
tropas de Napoleón, ya que traían consigo las consignas de la
revolución, la idea de ciudadanía y los avances del Estado de
derecho, con la introducción del código civil.
En los inicios de la década de 1840, Marx era un estudiante
de derecho que había circulado por diversas universidades de
Alemania, como las de Bonn y Berlín, hasta que obtuvo su
doctorado en Jenna en 1841. Además, mantenía contactos
fluidos con jóvenes hegelianos cuya crítica política pasaba
por el cuestionamiento de la religión. Habiendo sido
expulsado su director de tesis, Bruno Bauer, de la
Universidad de Bonn en 1842, al jóven Marx se le cerró de
manera muy temprana el camino académico. En esos años se
dedicó entonces a trabajar como periodista en La Gaceta del
Rin, entre 1842 y 1843, dando muestras todavía de una
marcada influencia hegeliana.
Marx tomó de Hegel algunos elementos fundamentales,
como la idea de que la historia tiene un sentido, es decir, no
es una suma caótica de acontecimientos, sino que tiene una
dirección definida. La historia se dirige hacia algún lugar
(para Hegel, era la realización de la libertad racional
encarnada en el Estado). En segundo lugar, tomó la idea de
que hay algo que hace avanzar la historia (para Hegel, el
motor de la historia era el despliegue de la idea; para Marx
será la lucha de clases). En tercer lugar, adhiere a la idea de
que la historia no reconoce un movimiento lineal, progresivo,
sino que el avance se da por medio de la dialéctica, de la
lucha de contrarios. La dialéctica, más que una forma de
pensar, es la forma en que se manifiesta la realidad misma.
En esa etapa de periodista de La Gaceta del Rin, entre
1842 y 1843, el jóven Marx discute sobre los intereses
materiales y desarrolla sus primeras definiciones sobre el
Estado, mantiene una concepción positiva de este e intenta
contraponer a un Estado religioso y autoritario, como el
Estado prusiano, un Estado racional que encarnaría el interés
general. Todavía era preciso, para Marx, separar lo político de
lo religioso, no siendo esto último un elemento constitutivo
del Estado, que era concebido como la encarnación de la
libertad racional: “El Estado que no sea la realización de la
libertad racional es un Estado malo […]. El Estado no puede
construirse partiendo de la religión, sino de la razón de la
libertad” (1982: 235). Con argumentos morales más que
socioeconómicos, en su consideración sobre la situación de
los campesinos de Mosela y en los debates sobre la ley que
castigaba el robo de leña, analiza la situación de este robo
por parte de los campesinos y señala que el Estado, si bien
conoce perfectamente las condiciones de vida de estos, se
alinea con los terratenientes cuando debe dirimir sobre
cuestiones materiales, como en este caso concreto, para
defender los derechos a disponer de la madera de los árboles
en el interior de sus propiedades. La legitimidad del acto de
tomar la leña se basa en costumbres históricas de los
campesinos, esto es, un derecho consuetudinario que, por
eso mismo, no puede contradecir una ley: “Reivindicamos
para la pobreza el derecho consuetudinario, un derecho,
además, que no es puramente local, sino de los pobres en
todos los países” (p. 253). Y agrega luego que lo racional es
que la costumbre se anticipe al derecho, y que ello no
constituya su negación, sino la confirmación de un Estado
racional:

Un derecho consuetudinario racional, en una sociedad


regida por leyes generales, no puede ser otra cosa que la
costumbre del derecho legal, pues el derecho no deja de
ser costumbre porque se constituya en ley, pero sí deja de
ser solamente costumbre […]. Se convierte en la propia
costumbre de lo jurídico y se impone y hace valer en
contra de lo antijurídico, aunque no sea su costumbre.
El derecho ya no depende del azar de que la costumbre
sea racional, sino que la costumbre se torna racional
porque el derecho es legal, porque la costumbre se ha
convertido en la vida consuetudinaria del Estado […].
Ahora bien, si estos derechos consuetudinarios de los de
arriba representan costumbres que van en contra del
concepto del derecho racional, los derechos
consuetudinarios de los pobres van en contra de la
costumbre del derecho positivo. Su contenido no se rebela
contra la forma legal, sino, por el contrario, contra la
carencia de forma de este. La forma de la ley no se opone
a ellos, sino que aún no los reviste (pp. 254-255).

Las primeras tensiones con los hegelianos se producen


cuando Marx se da cuenta de que el Estado no es ni la
síntesis ni la mejor respuesta posible para los conflictos
cuando lo que está en juego son cuestiones materiales. Los
conflictos materiales y concretos no se resuelven desde el
Estado. En Hegel, la idea –el espíritu absoluto– regía los
destinos de la historia en el desarrollo de la autoconciencia
de la libertad. En la autoconciencia se configura la voluntad,
que debía exteriorizarse bajo la forma de propiedad y tomaba
existencia en el derecho. La idea se vale de los hombres, pero
es ella la que instala las bases del derecho en toda Europa y
supone también un principio de legitimación del Estado. En la
medida en que este surge del desarrollo de la idea, es la
realización del espíritu objetivo, el sujeto de la historia. Marx
observa que existe la tendencia del Estado a actuar de
acuerdo con el interés de los propietarios, siendo su
verdadero fin proteger la propiedad privada. Si el Estado no
era la realización de la libertad racional, entonces no era un
buen Estado.

Marx: el ajuste de cuentas con Hegel


Presionado por sus posturas en la Gaceta del Rin, Marx se
marcha a París en 1843, donde desarrollará la crítica de la
obra de su maestro –el “ajuste de cuentas” con Hegel– y
comenzará, a instancias de Engels, la lectura de los clásicos
de la economía política y de los filósofos materialistas como
Locke. Las notas marginales a las obras de Smith, Ricardo y
los economistas ingleses y franceses fueron esbozadas en
manuscritos que serán publicados, recién en 1932, como los
Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Su crítica de la
sociedad en este período seguirá realizándose
fundamentalmente en clave filosófica, algo que va a cambiar
a medida que se vaya familiarizando con la floreciente
disciplina de la economía política.
Marx realiza una crítica metódica de la concepción
hegeliana del Estado en la Crítica a la filosofía del Estado de
Hegel. En Hegel, el Estado es la realización del espíritu
objetivo: la familia y la sociedad civil son lo objetivo, mientras
que el Estado es el sujeto de la historia, es la encarnación de
la idea. El espíritu debe objetivarse en la sociedad civil y en la
familia: estos son movimientos del espíritu para, de manera
dialéctica, reconocerse a sí mismo. El Estado es el sujeto que
actúa, que realiza la historia. La familia y la sociedad civil son
abstracciones o momentos del reconocimiento del espíritu –
que es más bien un autorreconocimiento–, que se alcanza
recién en el Estado. En fin, podemos decir que, en Hegel, lo
real es la idea, el espíritu. Marx invierte esta idea: lo real es la
sociedad civil, el sujeto es la sociedad civil, no el Estado. El
Estado es lo abstracto. Marx reconoce que Hegel acierta al
señalar que la característica principal del Estado moderno es
la separación entre la sociedad política y la sociedad civil; el
problema es que resuelve la contradicción en el propio
Estado.
Hegel distingue entre Estado antiguo y Estado moderno de
la siguiente manera: en el Estado antiguo, lo público está
unido a lo privado, lo político es lo social. En el Estado
moderno, se genera una escisión. En los modos de
producción precapitalistas, la explotación económica y la
cohesión política son hechas por la misma persona o
institución, el señor feudal. En el modo de producción
capitalista, la clase dominante no tiene en su poder los
medios de coerción, la coacción la hace el Estado. En suma,
con la modernidad, la racionalidad deviene Estado. El Estado
prusiano era, para Hegel, la encarnación de la racionalidad
(Rousseau se lamentaba de que la sociedad civil, escindida
de la sociedad política, hubiera perdido la esencia
comunitarista).
Marx discute las categorías centrales de la filosofía política:
Estado, sociedad civil, burocracia y propiedad privada,
enfocando su crítica en lo concreto, en la sociedad civil. Para
Hegel, el Estado está por encima y por fuera de la sociedad
civil, y la burocracia es una corporación acabada con
intereses propios: la administración, la policía y los tribunales
no son delegados de la sociedad civil sino del Estado, y están
llamados a administrar a favor de este y en contra de la
sociedad civil. La burocracia considera al Estado como su
propiedad privada y el interés de este se convierte en el
interés particular de los burócratas, y no, como planteaba
Hegel, en un interés universal. Más precisamente, para Hegel
las corporaciones de la sociedad civil eran burocracias
inacabadas que perseguían su interés particular, y el Estado
era una burocracia acabada en procura del interés general,
mientras que, para Marx, el Estado persigue el interés
particular de los burócratas (más adelante, en La ideología
alemana, Marx dirá que el Estado actúa en interés de la clase
propietaria). El poder del Estado sobre la propiedad privada
es, en realidad, el propio poder de la propiedad privada.
La destrucción de las corporaciones, intermediarias entre
el individuo y el Estado, permite al individuo tener carácter
político, devenir ciudadano. Como producto de la Revolución
francesa se produce una escisión en el hombre: ciudadano,
como miembro del Estado, e individuo, como miembro de la
sociedad civil. El individuo y el ciudadano aparecen
simultáneamente. En la Contribución a la crítica a la filosofía
del derecho de Hegel (publicada en 1927), Marx invierte la
fórmula de Hegel. La filosofía del derecho es especulativa,
debe orientarse hacia la práctica más que hacia sí misma.
Marx señala que la crítica del cielo debe cambiarse por la
crítica de la tierra, así como la crítica de la religión debe ser
reemplazada por la crítica del derecho, y la de la teología, por
la crítica de la política. El punto de partida de la filosofía no
debía ser ni Dios ni la idea, sí los seres humanos y sus
condiciones materiales de existencia. Aquí intentaba refutar
la idea de que el Estado está por encima de las clases.
Aunque defendía la idea de una revolución social en
Alemania, no ve a la clase trabajadora como el agente central
del cambio hasta que se va a París en 1843 y comparte
experiencias con los exiliados alemanes y con los socialistas
revolucionarios.
Se puede decir que cierta ruptura teórica de Marx se
produce a partir del contacto con Friedrich Engels en agosto
de 1844, quien le señala que a su análisis sobre el Estado, el
derecho y la revolución política le faltaba el análisis de la
Revolución Industrial que estaba ocurriendo en Inglaterra
desde fines del siglo XVIII (Marx recién había tomado contacto
muy recientemente con la economía política clásica), y cuyos
efectos había analizado Engels en La condición de la clase
obrera en Inglaterra y en el Esbozo para una crítica de la
economía política. A partir de allí, Marx profundizará el
contacto con la economía política y empezará a criticar la
realidad concreta tomando como base los desarrollos de esta
disciplina. En los mencionados Manuscritos de 1844, Marx
desarrolla el concepto de alienación, que había tomado de
Feuerbach, y lo relaciona con la idea de la división del trabajo
de Adam Smith. Al desarrollar solo una parte fragmentaria del
proceso de trabajo, el hombre se encuentra alienado,
separado de los otros hombres, del producto de su trabajo y
de sí mismo.
Su objeto de interés pasa de la filosofía a la política en las
Tesis sobre Feuerbach, donde dirá la célebre expresión de que
la tarea de la filosofía no es interpretar el mundo, sino
transformarlo. Este quiebre será aún más claro en La
ideología alemana, donde Marx concibe el método
materialista como lo opuesto al método hegeliano y donde se
concibe la historia como el terreno de la lucha de clases.

La influencia de Ricardo
El acercamiento inicial de Marx a la economía política,
alentado por Engels, se debió, en buena medida, a la
influencia de David Ricardo sobre muchos de los movimientos
socialistas de Gran Bretaña de la década de 1830. Estos
socialistas ricardianos eran influyentes en los incipientes
sindicatos y encontraban en la obra de Ricardo, por primera
vez, la constatación de la falta de armonía entre las clases y
del antagonismo entre ellas, representado en los intereses
contradictorios de capitalistas y terratenientes. El propio
Engels había valorado positivamente el trabajo de Ricardo en
el Esbozo para una crítica de la economía política, y Marx se
interesó por su obra desde que se acercó a la disciplina.
Desde 1843, Marx se había puesto a estudiar seriamente a
Smith, a Ricardo y la economía política británica. Ya en los
Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 se refiere a
Ricardo, y también en numerosas ocasiones a lo largo de su
obra: en los cuadernos sobre Ricardo, de 1850-1851, en la
Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, en
El capital y, especialmente, en las Teorías de la plusvalía,
donde le dedica numerosas páginas a la teoría ricardiana de
la renta, a la teoría de la plusvalía y a la teoría de la
ganancia.
El peso de la obra de Ricardo es reconocido por el propio
Marx, especialmente la idea del valor como trabajo
incorporado, el antagonismo entre las clases, la teoría de la
crisis y el estancamiento de la acumulación. Incluso, en el
siglo XX, muchos economistas han sugerido no solo que la
obra de Ricardo fue fundamental para la crítica de la
economía política de Marx, sino que este fue apenas un mero
continuador de ella, y que sus teorías ya estaban en ciernes
en la obra de Ricardo. Esta fue la posición de muchos
economistas seguidores de Piero Sraffa en los años sesenta,
cuyos presupuestos explicamos un poco más adelante en
este capítulo.
No hay dudas de que Ricardo es una influencia
determinante en la obra de Marx, sin embargo, hay tantos
reconocimientos de parte de Marx como señalamientos muy
críticos hacia muchas de las posiciones de Ricardo. Del
mismo modo, son múltiples las contribuciones de Marx que
no están para nada sugeridas en Ricardo.
En los Principios de economía política, de 1817, Ricardo fue
más allá que Smith al afirmar que el valor de una mercancía
depende de la cantidad relativa de trabajo que ha sido
necesaria para producirla, y, de hecho, fue tomada como
base por Marx para explicar el capitalismo. A su vez, Ricardo
señala que los intereses del capital, del trabajo y de los
terratenientes existen en antagonismo, y que estos luchan
entre sí para repartirse ese valor (Callinicos, 2000: 74).
Ricardo coloca así la lucha de clases en un lugar central.
En Miseria de la filosofía, Marx todavía muestra un gran
apego hacia los argumentos de Ricardo acerca del valor, del
intercambio, de la proporción del intercambio, de su
determinación por la oferta (por la producción) antes que por
la demanda, y del efecto nulo de la renta sobre el valor
relativo de los productos. Y también del efecto del
antagonismo de clase. Como resultado de este antagonismo,
será desigual la retribución entre el trabajo inmediato y el
capital o trabajo acumulado: “En el instante mismo en que
comienza la civilización, la producción empieza a
establecerse sobre el antagonismo de las órdenes, de los
Estados, de las clases, y sobre el antagonismo del trabajo
acumulado y el trabajo inmediato. Sin antagonismo no hay
progreso” (2005: 48).
Según Marx, Ricardo ha explicado bien la determinación
del valor por el tiempo de trabajo y el movimiento real de la
producción burguesa que constituye el valor:

A Ricardo le interesa demostrar que la propiedad de las


tierras, es decir, la renta, no puede cambiar el valor
relativo de los artículos, y que la acumulación de los
capitales no ejerce sino una acción pasajera e inestable
sobre los valores relativos, determinados por la cantidad
de trabajo empleado para su producción. Como soporte de
esta tesis, expone su famosa teoría de la renta rústica,
descompone el capital, y termina con un último análisis,
por no encontrar en ella otra cosa que trabajo acumulado.
Desarrolla a continuación toda una teoría del salario y del
beneficio, y demuestra que ambos tienen su movimiento
de alza y baja, en razón inversa uno del otro, sin influencia
en el valor relativo del producto. No olvida la influencia que
la acumulación de capitales y su distinta naturaleza
(capitales fijos y circulantes), así como la tasa de salarios,
pueden ejercer en el valor proporcional de los productos
(pp. 32-34).

Marx dice que, siendo el trabajo una mercancía, “se mide


como tal por el tiempo de trabajo que hace falta para
producir el trabajo-mercancía” (p. 37). Del mismo modo que
el valor relativo de cualquier otra mercancía, el valor relativo
del trabajo (el salario) se halla “determinado por el tiempo de
trabajo que hace falta para producir todo lo necesario para el
sustento del obrero, para mantener la vida del trabajador y
ponerlo en estado de propagar su raza. El precio natural del
trabajo es exactamente el mínimo del salario” (ídem).
El valor del trabajo es una expresión imaginaria, no puede
tener determinación precisa, su valor se define por el objeto
(los productos se producen en un tiempo determinado y, por
consiguiente, se cambian), no depende de las proporciones,
sino de la anarquía de la producción. No existe el valor del
trabajo, sino el valor de las mercancías medido por la
cantidad de trabajo invertido en ellas:

La fuerza de trabajo, como algo que se compra y se vende,


es una mercancía como cualquier otra, y tiene, por
consiguiente, un valor de cambio. Pero el valor del trabajo,
o el trabajo como mercancía, produce tan poco como el
valor del trigo, o el trigo como mercancía, si sirve de
alimento (p. 44).

Para Marx no hay un valor relativo, aunque sean


proporcionales los cambios individuales establecidos por el
valor-trabajo. Esa noción de proporcionalidad, según Ricardo,
era posible a causa del principio que distribuye el capital
entre las ramas de la industria en las proporciones
exactamente convenientes de las mercancías que son
demandadas, en función del alza o la baja de los beneficios,
no por los cambios en la demanda o en los gustos de la
población. Pero, para Marx, el valor de los productos supone
un movimiento oscilatorio alrededor del valor determinado
por el tiempo de trabajo: “No hay relación de
proporcionalidad completamente constituida, no hay más que
movimiento constituyente” (p. 52). Y ese movimiento se rige
por el aumento permanente de la productividad del trabajo,
que, como decía Ricardo, disminuye constantemente el valor
de todas las mercancías. Este aumento desigual de la
productividad del trabajo entre diferentes ramas evita
cualquier proporcionalidad, más aún con la competencia en la
gran industria. Según Marx: “En una sociedad futura, en que
el antagonismo de clases hubiera concluido en que no
hubiera ya clases, el uso no estaría determinado por el
mínimo tiempo de producción, sino que el tiempo de
producción que se dedicara a un objeto se hallaría
determinado por su utilidad social” (p. 50).
La teoría de Ricardo señala que la renta es un elemento
que también impide los intercambios de mercancías
determinadas por el tiempo de trabajo empleado en su justa
proporcionalidad, y por ello debería desaparecer para
favorecer la acumulación del capital:

De acuerdo con la doctrina de Ricardo, el precio de todos


los objetos se halla finalmente determinado por los gastos
de producción, incluso el beneficio industrial; en otros
términos, por el tiempo de trabajo empleado. En la
industria manufacturera, el precio del producto obtenido
por el mínimo de trabajo regula el precio de todas las
demás mercancías de la misma especie. En la industria
agrícola, por el contrario, el precio del producto obtenido
por la mayor cantidad de trabajo es lo que sirve de regla
para establecer el precio de todos los productos de la
misma especie (pp. 154-155).
Como la población crece, debe recurrirse a terrenos cada vez
menos fértiles, y esto deriva en la imposibilidad de que sus
precios se regulen, como en el caso de los bienes
industriales, por el mínimo costo de producción, ya que con
ello desaparecería también la renta:

Lo que constituye la renta es el excedente del precio de los


productos del mejor terreno, deducidos los gastos de su
producción. Si se pudiera contar siempre con terrenos de
igual fertilidad, si fuera posible, como en la industria
manufacturera, recurrir a máquinas menos costosas y más
productivas, o si los nuevos capitales colocados produjesen
tanto como los primeros, si esto ocurriese así, el precio de
los productos agrícolas se hallaría determinado por el
precio de costo de los artículos producidos por los mejores
instrumentos de producción, como lo hemos visto al tratar
el tema de los productos manufacturados. Pero, desde este
instante, habría desaparecido la renta (p. 155).

En suma, a Ricardo le falta una teoría de la explotación: la


lucha de clases giraba en torno a la distribución del trabajo
social antes que a la producción misma. Si bien la tasa de
ganancia tiende a descender por el aumento de los salarios
que la comprimen, posibilitando la llegada del estado
estacionario, las causas de esta caída, para Marx, serán bien
diferentes. A lo largo de este capítulo puntualizaremos
muchas diferencias entre Ricardo y Marx.
A partir de las influencias de Hegel y de la economía
política británica, Marx se abocó a desarrollar el estudio de
los límites de la economía política a partir de 1844. Pensaba
que iba a llevarle algunos años, pero finalmente se dedicó a
esta tarea hasta sus últimos días, y su aporte principal fue
deducir, a partir de la clásica teoría del valor-trabajo, una
teoría de la explotación del hombre por el hombre.

2. El trabajo en los Manuscritos de 1844


En 1843, Marx se encontraba en París, donde, a instancias de
Friedrich Engels, había comenzado el estudio de los clásicos
de la economía burguesa inglesa en forma paralela al
desarrollo de la crítica de la filosofía hegeliana, en su “ajuste
de cuentas” con el idealismo alemán. En febrero de 1844,
Engels había publicado el Esbozo para una crítica de la
economía política –que se concentra en comentarios sobre la
teoría del valor-trabajo de Ricardo–, que Marx lee con mucho
interés. A partir de estas lecturas iniciales de la economía
política inglesa, surgen las primeras reflexiones críticas de
Marx –todavía en clave filosófica–, al considerarla como la
expresión ideológica de la autoalienación humana y de las
contradicciones del capitalismo, ya que, para los clásicos, el
trabajo es todo –desarrollan categorías enteras en torno al
trabajo–, mientras que, en el mundo real, el trabajador es
nada. Según Marx, el trabajo en el capitalismo es enajenante
y aliena al hombre de la naturaleza y de los otros hombres.
Para Hegel, la alienación era el fin inevitable de todo
trabajo, ya que, cuando una idea se convertía en un objeto –
sea un libro o una máquina–, era objetivado y se separaba de
su productor. Marx creía, en cambio, que el trabajo alienado
no era un problema eterno e inevitable de la conciencia
humana, sino el resultado de una forma particular de
organización económica y social. El mérito de Hegel era
reconocer el papel que el trabajo cumplía en la configuración
de la historia humana, pero solo concibe el trabajo como una
actividad espiritual y no material. La satisfacción de las
necesidades subjetivas requiere la mediación de otros
individuos, lo cual se logra mediante el trabajo propio y el de
los demás, así como también a través de la propiedad. Ese es
el ámbito de la economía política desarrollada por Smith,
Ricardo y Say. A través de la cultura práctica, el hombre va
adquiriendo el hábito de la ocupación, el cual continuamente
se autoproduce. El trabajo se vuelve cada vez más abstracto
en la medida en que aumenta la división del trabajo: “La
abstracción del producir hace además que el trabajo sea cada
vez más mecánico, y permite que finalmente el hombre sea
eliminado y ocupe su lugar una máquina” (Hegel, 1988: 198).
La mecanización de la producción deja al trabajador fuera del
circuito de producción, un proceso que se potencia con la
creciente división del trabajo. Hegel no desconoce estas
circunstancias, pero captó el ser del trabajo y concibió al
hombre objetivado, consecuentemente –como hombre real–,
como resultado de su propio trabajo. Según Gallicio, Hegel
tomó el punto de partida de los economistas modernos y vio
solo la cara positiva del trabajo, no su cara negativa (1997:
138). En esto radica, según Marx, la insuficiencia del análisis
de Hegel, quien, sin embargo, no desconoce las
contradicciones de la sociedad en la que vive.
En los Manuscritos, escritos entre abril y agosto de 1844
(publicados por primera vez en 1932), está contenido el
germen de una teoría materialista de la historia (Callinicos,
2000: 28). Marx desarrolla la idea del hombre y de su
enajenación a partir de la existencia de la propiedad privada,
la cual no solo conserva sino que multiplica la enajenación, y
es necesario suprimirla para instaurar en el hombre una
humanidad plena. A su vez, encuentra el concepto de
propiedad privada partiendo del concepto de trabajo
enajenado. Sus teorizaciones buscan determinar la esencia
general de la propiedad privada, evidenciada como resultado
del trabajo enajenado en su relación con la propiedad
verdaderamente humana y social, al tiempo que se pregunta
cómo es que llega el hombre a enajenar o a extrañar su
trabajo. En el primer manuscrito, Marx señala:

Primeramente, en que el trabajo es externo al trabajador,


es decir, no pertenece a su ser; en que, en su trabajo, el
trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente
feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía
física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su
espíritu. Por eso el trabajador se siente en sí fuera del
trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando
no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo
no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por
eso, no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente
un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo.
Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho
de que tan pronto como no existe una coacción física o de
cualquier otro tipo, se huye del trabajo como de la peste. El
trabajo externo, el trabajo en el que el hombre se enajena,
es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último
término, para el trabajador se muestra la exterioridad del
trabajo en que este no es suyo, sino de otro, que no le
pertenece. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo
(1993: 113; el destacado es del original).

En el tercer manuscrito, en el apéndice titulado “Propiedad


privada y trabajo”, Marx se ocupa nuevamente, con notable
profundidad y sentido crítico, de la esencia subjetiva de la
propiedad privada: “La esencia subjetiva de la propiedad
privada como actividad para sí, como sujeto, como persona,
es el trabajo” (p. 140). Marx señala el acierto de la economía
política de Smith, quien reconoce el trabajo como principio de
la propiedad privada, y no a esta como una mera situación
exterior al hombre. Sin embargo, Smith será considerado el
Lutero de la economía, ya que:

Superó la religiosidad externa al hacer de la religiosidad la


esencia íntima del hombre, así también es superada la
riqueza que se encuentra fuera del hombre y es
independiente de él, al incorporarse la propiedad privada
al hombre mismo como su esencia; así, sin embargo,
queda el hombre determinado por la propiedad privada,
como en Lutero queda determinado por la religión. Bajo la
apariencia de un reconocimiento del hombre, la economía
política, cuyo principio es el trabajo, es más bien la
consecuente realización de la negación del hombre al no
encontrarse ya él mismo en una tensión exterior con la
esencia exterior de la propiedad privada. Lo que antes era
ser fuera de sí, enajenación real del hombre, se ha
convertido en el acto de la enajenación, en enajenación de
sí (p. 140).

El trabajo enajenado, el acto de la enajenación del trabajo


humano, determina, según Marx, cuatro aspectos: 1) La
relación del trabajador con el producto del trabajo como un
objeto ajeno y que lo domina; 2) La relación del trabajo con el
acto de la producción dentro del trabajo; 3) La relación del
trabajador con su propia actividad como una actividad
extraña hace del ser genérico del hombre un ser ajeno para
él, un medio de existencia individual. “Hace extraño al
hombre su propio cuerpo […] su esencia humana”; 4) “Es la
enajenación del hombre respecto del hombre” (p. 119).
Según Marx, la propiedad privada deriva del trabajo
enajenado:
Mediante el trabajo enajenado, el trabajador crea la
relación de ese trabajo con un hombre que está fuera del
trabajo y le es extraño. La relación del trabajador con el
trabajo engendra la relación de este con el del capitalista o
como quiera llamarse el patrono del trabajo. La propiedad
privada es, pues, el producto, el resultado, la consecuencia
necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del
trabajador con la naturaleza y consigo mismo (ídem).

Sin embargo, a pesar de que la propiedad privada reconoce


como su origen el trabajo enajenado, ambos se encuentran
recíprocamente vinculados, profundamente interrelacionados.
Como señala Marx:

Aunque la propiedad privada aparece como fundamento,


como causa del trabajo enajenado, es más bien una
consecuencia de este, del mismo modo que los dioses no
son originariamente la causa, sino el efecto de la confusión
del entendimiento humano. Esta relación se transforma
después en interacción recíproca.
Solo en el último punto culminante de su desarrollo
descubre la propiedad privada de nuevo su secreto, es
decir, en primer lugar, que es producto del trabajo
enajenado, y, en segundo término, que es el medio por el
cual el trabajo se enajena, la realización de esta
enajenación (p. 120).

3. El trabajo en Miseria de la filosofía


Marx formaba parte del círculo de revolucionarios exiliados en
París, al igual que socialistas como Pierre Proudhon o
anarquistas como Mijaíl Bakunin, con quienes debatía sobre
Hegel. Luego es expulsado de París, en 1845, y se dirige a
Bruselas, donde escribe, junto con Engels, La sagrada familia,
en contra de filósofos como Bauer y Stirner. Desde Bruselas
invita a Proudhon a ser el corresponsal en París de la Liga de
los Justos, pero este se opone por sus diferencias con Marx,
por lo que se tensiona la relación entre ambos.
En Miseria de la filosofía, publicado en 1947, Marx
responde a la obra de Pierre Proudhon Sistema de las
contradicciones económicas. Filosofía de la miseria, y
desarrolla por primera vez los conceptos básicos del
materialismo histórico, puesto que las categorías económicas
desarrolladas por los economistas no son eternas, sino
“expresiones teóricas de relaciones de producción formadas
históricamente y correspondientes a determinada fase de la
producción material”, que es la de la sociedad burguesa. En
este texto se pueden rescatar ideas muy complejas
expresadas de forma muy simple –con tono irónico y lapidario
sobre las ideas de Proudhon–, que posteriormente ocuparán
muchas páginas de su crítica a la economía política.
Como ya dijimos, en Miseria de la filosofía Marx todavía se
muestra atento a los aportes de Ricardo acerca del valor, de
la proporción del intercambio y del efecto del antagonismo de
clase, del que resulta la desigual retribución entre el trabajo
inmediato y el capital o trabajo acumulado. Antes de la gran
industria, decía Marx, se pretendía, en la economía política,
una armonía en los cambios individuales basados en la idea
de la justa proporción establecida por el valor-trabajo:

Lo que mantenía a la producción poco más o menos en las


justas proporciones era la demanda, que dominaba a la
oferta y que la precedía. La producción seguía paso a paso
el consumo. La gran industria, obligada por los mismos
instrumentos de los que dispone para producir en una
escala cada vez mayor, no puede esperar ya la demanda.
La producción precede al consumo, la oferta fuerza la
demanda.
En la sociedad actual, en la industria fundada en los
cambios individuales, la anarquía de la producción, que es
el origen de tanta miseria, es, al mismo tiempo, la fuente
de todo progreso (2005: 56).

Marx subraya la centralidad del antagonismo de clases, pero


a los filántropos como Proudhon, dice Marx, les gustaría
“conservar las categorías que expresan las relaciones
burguesas sin el antagonismo que las constituye y que les es
inseparable” (p. 119). El antagonismo tiñe tanto la
producción como el intercambio:

En realidad, no hay cambio de productos, sino cambios de


los trabajos que concurren a su producción. El modo de
cambio de los productos depende del modo de cambio de
las fuerzas productivas. En suma, la forma de cambio de
los productos corresponde a la forma de la producción.
Cambien la última y como consecuencia se encontrará
cambiada la primera. En la historia de la sociedad vemos
que el modo de cambiar los productos se regula por el
modo de producirlos. El cambio individual corresponde
también a una forma de producción que, a su vez,
responde al antagonismo de clases (p. 67).

El intercambio entre el trabajador y el capitalista supone


siempre una explotación. Más adelante, en su obra, Marx
desarrolla conceptos específicos, que aquí asoman en este
tono:

La utilidad del patrón nunca deja de ser una pérdida para


el obrero, hasta que los cambios entre las partes sean
iguales; y los cambios entre las partes no pueden ser
iguales mientras la sociedad esté dividida entre
capitalistas y productores, y estos últimos vivan de su
trabajo, mientras que los primeros disfrutan del provecho
de este trabajo (p. 60).

Proudhon analiza la contradicción entre valor de uso (la


utilidad) y valor de cambio, desconociendo que el tiempo de
trabajo necesario para la producción de un objeto no es la
expresión de su grado de utilidad (está determinado de
antemano por el trabajo fijado en él) y que, a su vez, no hay
en el intercambio con otras mercancías una proporcionalidad
necesaria, ni es la regla para la relación entre la oferta y la
demanda (p. 50). Como puede verse, Proudhon asume la idea
de proporcionalidad de la economía política clásica, pero no
hay un valor relativo, aunque exista esa proporcionalidad:
“En una sociedad futura, en la que el antagonismo de clases
hubiera concluido, en la que no hubiera ya clases, el uso no
estaría determinado por el mínimo tiempo de producción,
sino que el tiempo de producción que se dedicara a un objeto
se hallaría determinado por su utilidad social” (ídem).
Para Marx, la división del trabajo, como aparece operando
con la industria capitalista moderna, no es una categoría
eterna, que viene desde el comienzo del mundo, sino que
existe a partir de la competencia capitalista. Es esta la que
impone su autoridad para distribuir el trabajo en el interior
del taller, lo que es propio de las sociedades modernas y se
encontraba muy poco desarrollado en sociedades
precapitalistas:

El trabajo se organiza, se divide, según los elementos de


los que dispone. El molino manual supone una división del
trabajo diferente de la del molino a vapor. Por
consiguiente, es como tropezar de frente con la historia
comenzar por la división del trabajo en general, para venir
a pasar después a un instrumento específico de
producción: las máquinas. Las máquinas no son una
categoría económica, como no lo podría ser el buey que
empuja el arado. Las máquinas no son más que una fuerza
productiva. El taller moderno, que se basa en la aplicación
de las máquinas, es una relación social de producción, una
categoría económica (p. 128).

La división del trabajo en el taller no operaba en las


corporaciones medievales, y el jefe del taller no era el
antiguo maestro de los gremios o las corporaciones, sino el
mercader. La manufactura y el oficio siempre estuvieron en
lucha. La manufactura era la reunión de muchos trabajadores
y muchas máquinas en un local, bajo el mando de un
capataz, y allí, en el interior, se desenvuelve la división del
trabajo. Cada operación supone el uso de un instrumento
simple. La reunión de estos instrumentos movidos por un
motor es una máquina. La centralización de instrumentos de
trabajo se da en forma paralela y simultánea con la división
del trabajo, que se ve potenciada con la invención de las
máquinas. La introducción de las máquinas en los talleres no
fue pacífica, sino el resultado, ante todo, de una lucha entre
el obrero y el contratista para imponer una disciplina fabril
acorde a la velocidad de un sistema automático: “La
dificultad consistía, sobre todo, en la disciplina necesaria para
hacer renunciar a los hombres a sus hábitos irregulares de
trabajo, identificación con la regularidad invariable del gran
autómata” (p. 136). Marx destaca el aspecto revolucionario
de las máquinas que desconocía Proudhon:

Cabe recordar que los grandes progresos de la división del


trabajo empezaron en Inglaterra después de la invención
de las máquinas. Los tejedores y los hiladores eran, en su
mayoría, campesinos, como los que se encuentran aún en
los países desarrollados. La invención de las máquinas
terminó de separar la industria manufacturera de la
industria agrícola. El tejedor y el hilador, reunidos no hace
mucho en una sola familia, fueron separados por la
máquina. Gracias a la máquina, el hilador puede habitar en
Inglaterra al mismo tiempo que el tejedor vive en las Indias
Orientales (p. 135).

La gran industria depende de una división del trabajo


internacional y se ve estimulada por la competencia y el
tamaño del mercado: “Cuando el mercado adquirió tal
desarrollo en Inglaterra que el trabajo manual resultaba
insuficiente, se sintió la necesidad de las máquinas. Entonces
se pensó en aplicar la ciencia mecánica, completamente
desarrollada en el siglo XVIII”. Recurriendo al ejemplo clásico
de la fábrica de alfileres de Smith, Marx se burla de Proudhon
porque “como no ha comprendido siquiera este lado
revolucionario del taller automático, da un paso atrás y
propone que el obrero ejecute no solo la duodécima parte de
un alfiler, sino sucesivamente todas las doce partes” (p. 140).
De este modo, para criticar las ideas de Proudhon, Marx
avanza con explicaciones sencillas de aspectos que, más
adelante en su obra, serán desarrollados de forma más
sofisticada.

4. El trabajo en los textos preparatorios de El


capital
Luego de los sucesos de la Revolución de 1848, Marx, que
estaba en Bruselas y había escrito con Engels el Manifiesto
comunista, vuelve a Alemania y, de allí, se dirige a Londres,
en agosto de 1849. Allí escribe La lucha de clases en Francia
para reflejar esos sucesos recientes, pero como no había
perspectivas de una revolución en el corto plazo y la
economía mundial se perfilaba para un período de expansión
(a partir del descubrimiento de oro en California, del avance
en las comunicaciones con el barco a vapor, etcétera), Marx
se dispuso a estudiar en la biblioteca del Museo Británico,
especialmente, la economía política, un estudio que venía
postergando por su actividad política.
A partir de 1851, posiblemente a instancias de la “Gran
exposición” londinense, Marx se había puesto en contacto
con la historia de la tecnología, según la carta escrita a
Engels el 13 de octubre de ese año (Marx y Engels, 1974: 48),
y desde entonces, hasta la publicación de El capital, se ocupó
de la relación del trabajo con la tecnología en numerosos
escritos. Centralmente, Marx estudió a historiadores de la
técnica como Johann Poppe y Johann Beckmann para la
tecnología previa a la Revolución Industrial, y a Charles
Babbage y Andrew Ure para la surgida a partir de ella. De
hecho, Beckmann fue el primero en usar la expresión
tecnología en 1777, en reemplazo de “historia de las artes”
(Di Lisa, 1982: 43).
Para Marx, el origen de la tecnología se debe a la ciencia
antes que al trabajo inmediato. Hay un itinerario desde la
ciencia hacia la tecnología que Marx busca descifrar y que
cree que está estimulado por el avance de las máquinas y de
la gran industria. Los conocimientos no son producto de la
experiencia de trabajo, sino que se autonomizan del proceso
productivo dando lugar a la “separación de la ciencia, en
cuanto ciencia aplicada a la producción, con respecto al
trabajo inmediato”, y a la emergencia de una actividad
inventiva que “se convierte en una tarea particular”, que “se
aplica y se crea por primera vez de un modo consciente y en
proporciones que no podían ni siquiera imaginarse en las
épocas anteriores” (ibídem: 54-55).
Marx no busca hacer una historia de la técnica, sino
mostrar las consecuencias de la superación de una base
técnica restringida operada por (o resultante de) la
introducción de las máquinas, a partir de un proceso
esporádico e inestable en el período manufacturero, pero que
va permitiendo lentamente la sustitución del hombre por las
fuerzas de la naturaleza, lo que va a operar de forma plena
en el período de la gran industria. El período manufacturero –
del mismo modo que el período artesanal– es el momento de
muchos avances técnicos, pero que además convive con la
división del trabajo. Pero los cambios en los conocimientos
aplicados en la producción no se deben a ella, sino que
obedecen más bien a la transformación del instrumento en
máquina. Como veremos más adelante, el mecanismo de la
división del trabajo (por cierto, enajenante de las
potencialidades intelectuales de los trabajadores, y en la que
el obrero no desarrolla ninguna especialización), de este
modo, quedaría obsoleto, pero sería reproducido bajo una
forma aún más repulsiva (especialización sin contenido),
completando la escisión de esas potencias intelectuales y
separando aún más al trabajo de la ciencia.
El capital –operando a través de las máquinas, y, a su vez,
la ciencia actuando a través de estas– le quita el carácter
científico a la actividad de los trabajadores, quienes se
enfrentan a ellas como a un poder ajeno. La ciencia y la
tecnología reducen el tiempo de trabajo para producir
mercancías y aumentar el plusvalor, y liberan tiempo, un
tiempo libre que debería ser reapropiado para el desarrollo
del individuo, para la transformación del sujeto.
Estos cambios técnicos y su relación con el trabajo son
analizados por Marx en los Grundrisse, escritos entre 1857 y
1858, en la Contribución a la crítica de la economía política,
en los Manuscritos de 1861-1863 (en los cuadernos V, XIX y
XX, llamados cuadernos tecnológicos, que –a diferencia de los
cuadernos VI a XVIII, publicados como Teorías de la plusvalía–
permanecieron inéditos hasta 1976) y en los Manuscritos de
1863-1865 (de los que forma parte el capítulo VI, inédito, de
El capital). En los casi quince años transcurridos entre 1851 y
1865, Marx avanza en la comprensión de esos cambios, que
serán la base de los análisis que se presentan en El capital,
desde los capítulos IX a XIII, cuando se analiza el pasaje del
artesanado a la manufactura y de esta a la gran industria. Sin
embargo, algunos aspectos trabajados en textos previos
quedaron luego relegados en la obra final de Marx, por eso
preferimos hacer una revisión somera, según el orden en que
fueron escritos originalmente.

El trabajo en los Grundrisse


Entre 1850 y 1856, Marx y su familia viven en Londres muy
presionados por sus penurias económicas (incluso sufren la
pérdida de tres de sus seis hijas en esos años), y sobreviven
gracias a la ayuda de Engels. Un poco más aliviado
económicamente y estimulado por el advenimiento de una
crisis económica en 1857, Marx escribe entre agosto de 1857
y marzo de 1858 los Grundrisse, una redacción primaria de El
capital (también había escrito una Introducción a la crítica de
la economía política en 1857, la Einleitung). En vida de Marx
solo se publicó una versión de la primera parte (sobre la
mercancía y el dinero), escrita y publicada en 1859 como la
Contribución a la crítica de la economía política (la versión
completa fue publicada recién en la década de 1950). El
capital fue tomando forma, durante los ocho años siguientes,
hasta su publicación en 1867.
En los Grundrisse, para diferenciarse de Adam Smith –que
consideraba al trabajo como una maldición, como algo
forzado e impuesto desde el exterior, frente a lo cual el no
trabajo aparece como la libertad–, Marx señalaba:

Precisamente, los trabajos realmente libres, como por


ejemplo la composición musical, son, al mismo tiempo,
condenadamente serios, exigen el más intenso de los
esfuerzos. El trabajo de la producción material solo puede
adquirir este carácter 1) si está puesto su carácter social,
2) si es de índole científica, a la vez que trabajo general, no
esfuerzo del hombre en cuanto fuerza natural adiestrada
de determinada manera, sino como sujeto que se presenta
en el proceso de producción, no bajo una forma
meramente natural, espontánea, sino como actividad que
regula todas las fuerzas de la naturaleza (2001b: 120).

De ello se pueden sacar, al menos, tres conclusiones:


primero, que el trabajo es una actividad creadora, positiva;
segundo, que el trabajo libre no está privado de esfuerzo
(aun los más virtuosos); tercero, que el trabajo de producción
material puede asumir ese carácter si está ligado a la ciencia,
entendida esta como la actividad destinada a conocer y a
regular las fuerzas de la naturaleza. Según Marx, Smith
acierta en el hecho de que del sacrificio surge la relación
subjetiva del asalariado con su propia actividad, pero no la
determinación del valor por el tiempo de trabajo. Y, además,
Smith se muestra inconsecuente al hacer que el salario sea la
medida del valor, no la cantidad de trabajo (ídem).
Marx analiza en qué medida el capital fijo –el medio de
trabajo o la parte fija del capital constante– agrega valor en el
proceso de trabajo. Aquí, analiza el desarrollo del sistema de
máquinas y destaca que la máquina no aparece como un
medio de trabajo del obrero individual, como un instrumento
que este maneja con su virtuosismo, “sino que la máquina,
dueña en lugar del obrero de la habilidad y la fuerza, es ella
misma la virtuosa, y posee un alma propia presente en las
leyes mecánicas que operan en ella”. Para Marx es
justamente al revés: la máquina regula los movimientos del
obrero y es la depositaria de la ciencia, que pone a las
fuerzas naturales al servicio de la producción: “La ciencia,
que obliga a los miembros inanimados de la máquina –
merced a su construcción– a operar como autómatas
conforme a un fin, no existe en la conciencia del obrero, sino
que opera a través de la máquina, como poder ajeno, como
poder de la máquina misma, sobre aquel” (p. 219).
El proceso de producción aparece tendencialmente como
una aplicación tecnológica de la ciencia; esta es la tendencia
del capital, y la fuerza productiva del capital se mide por el
desarrollo de la maquinaria. En ella está representado el
trabajo generalmente social, el progreso general del que el
capital se apropia gratuitamente (p. 221). Ese desarrollo de la
maquinaria “solo se verifica cuando la industria ha alcanzado
ya un nivel superior y el capital ha capturado y puesto a su
servicio todas las ciencias” (p. 227).
La producción de invenciones se va convirtiendo en un
sector económico específico: “Las invenciones se convierten
en una rama de la actividad económica, y la aplicación de la
ciencia a la producción inmediata misma se torna un criterio
que determina e incita a esta” (ídem). Sin embargo, dice
Marx, sobre el peso de la ciencia, que en el origen de la
maquinaria no es determinante. En el origen de ella actuaba
la división del trabajo que ya operaba en la manufactura,
pero que luego no será la misma:

No es a lo largo de esta vía, empero, que ha surgido en


general la maquinaria, y menos aún la que sigue en detalle
la misma durante su progresión. Ese camino es el análisis a
través de la división del trabajo, la cual transforma ya en
mecánicas las operaciones de los obreros, cada vez más,
de tal suerte que, en cierto punto, puede introducirse en
lugar de ellos (ídem).

No obstante, con el descubrimiento de las máquinas y el


despliegue de la gran industria, la ciencia se vuelve
fundamental:

En la medida, sin embargo, en que la gran industria se


desarrolla, la creación de riqueza efectiva se vuelve menos
dependiente del tiempo de trabajo y del canto del trabajo
empleados, que del poder de los agentes puestos en
movimiento durante el tiempo de trabajo, poder que, a su
vez –su powerful effectiveness–, no guarda relación alguna
con el tiempo de trabajo inmediato que cuesta su
producción (el desarrollo de esta ciencia, esencialmente de
la ciencia natural y, con ella, todas las demás, está a su
vez en relación con el desarrollo de la producción material)
(p. 228).

Los efectos del saber social general o general intellect en la


lógica de la producción y la valorización pueden apreciarse en
estos conocidos párrafos de los Grundrisse:
En esta transformación, lo que aparece como el pilar
fundamental de la producción y de la riqueza no es ni el
trabajo inmediato ejecutado por el hombre ni el tiempo
que este trabaja, sino la apropiación de su propia fuerza
productiva general, su comprensión de la naturaleza y su
dominio de esta gracias a su existencia como cuerpo
social; en una palabra, el desarrollo del individuo social (p.
229).

Y agrega:

El robo de tiempo de trabajo ajeno sobre el cual se funda la


riqueza actual aparece como una base miserable
comparada con este fundamento, recién desarrollado,
creado por la industria misma. Tan pronto como el trabajo
en su forma inmediata ha cesado de ser la gran fuente de
la riqueza, el tiempo de trabajo deja, y tiene que dejar, de
ser su medida y, por tanto, el valor de cambio deja de ser
la medida del valor de uso (ídem; el destacado es del
original).

De allí deduce Marx toda una serie de consecuencias


positivas en una alocución potente y abstracta que ha
generado numerosas controversias sobre su alcance y su
sentido en ese mismo momento, o como una tendencia del
capital en una eventual sociedad futura:

El plustrabajo de la masa ha dejado de ser condición para


el desarrollo de la riqueza social, así como el no trabajo de
unos pocos ha cesado de serlo para el desarrollo de los
poderes generales del intelecto humano. Con ello se
desploma la producción fundada en el valor de cambio, y al
proceso de producción material inmediato se le quita la
forma de la necesidad apremiante y el antagonismo.
Desarrollo libre de las individualidades y, por ende, no
reducción del tiempo de trabajo necesario con miras a
poner plustrabajo, sino, en general, reducción de trabajo
necesario de la sociedad a un mínimo, al cual corresponde
la formación artística, científica, etcétera, de los individuos,
gracias al tiempo que se ha vuelto libre y a los medios
creados para todos (ídem; el destacado es del original).

Si este fuera el caso y si se dieran las condiciones


mencionadas, quedarían en evidencia nuevas contradicciones
del capital:

Por un lado, despierta a la vida a todos los poderes de la


ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del
intercambio social, para hacer que la creación de riqueza
sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo
empleado en ella. Por otro lado, se propone medir con el
tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales
creadas de esta suerte y reducirlas a los límites ya
creados, para que el valor ya creado se conserve como
valor (ídem).

Para Marx, el conocimiento tendía siempre a cristalizarse en


el capital fijo, en las máquinas:

El desarrollo del capital fijo revela hasta qué punto el


conocimiento o knowledge social general se ha convertido
en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto, hasta qué
punto las condiciones del proceso de la vida social misma
han entrado bajo los controles del general intellect y
remodeladas conforme a este (ídem; el destacado es del
original).

Como el tiempo es riqueza, la medida de esta será entonces


el tiempo libre, un tiempo que permite a su vez el aumento
de la producción de saberes:
Ya que la riqueza real es la fuerza productiva desarrollada
de todos los individuos, ya no es entonces, en modo
alguno, el tiempo de trabajo, la medida de la riqueza, sino
el disposable time. El tiempo de trabajo como medida de la
riqueza pone a la riqueza misma como fundada sobre la
pobreza, y al disposable time como existente en y en
virtud de la antítesis con el tiempo de plustrabajo, o bien
pone todo el tiempo de un individuo como tiempo de
trabajo y, consiguientemente, lo degrada a mero
trabajador, lo subsume en el trabajo (p. 232; el destacado
es del original).

El trabajo en la Contribución a la crítica de la economía


política
Como decíamos antes, la Contribución a la crítica de la
economía política era la condensación de los voluminosos
manuscritos de 1857-1858, conocidos como los Grundrisse.
Ya el joven Marx había advertido sobre el error de creer en
una naturaleza humana inmutable. Ello se veía, por ejemplo,
cuando el origen de la economía de mercado era atribuido
por Adam Smith a una supuesta naturaleza humana
tendiente a cambiar una cosa por otra, es decir, al comercio y
al intercambio. Para Marx, en cambio, si hay una esencia
humana tiene que ver con el conjunto de las relaciones
sociales, no con el individuo tomado aisladamente (en las
famosas “robinsonadas”, como Robinson Crusoe en la isla
desierta), siendo el trabajo la esencia del hombre y de la
sociedad. Al disponer de conciencia, los hombres pueden
mejorar la forma de encontrar satisfacción a sus necesidades,
pueden criticar y mejorar lo que producen. Para Aristóteles, el
hombre era un animal racional, pero ese poder de razonar y
pensar era una actividad separada de las tareas manuales,
era una labor mental abstracta, al igual que para Hegel. Para
Marx, en cambio, es el trabajo productivo el que une el
trabajo con la naturaleza y permite el intercambio con ella en
un doble proceso en el que los seres humanos alteran la
naturaleza y se alteran ellos mismos, al ser el trabajo una
actividad social. Cuando el joven Marx discutía la alienación,
la pensaba como un proceso social y material. Mostraba su
concepción materialista de la historia y subrayaba que el
capitalismo negaba la naturaleza humana, ya que el hombre
se alienaba de la naturaleza, de su propia naturaleza y de los
demás seres humanos (Callinicos, 2000: 85-91).
Pero el método materialista se verá más acabadamente
desarrollado en los textos posteriores, y para distinguir la
esencia de las apariencias era fundamental el poder de la
abstracción, la formación de conceptos que captaran los
rasgos básicos de la sociedad. Por ejemplo, Ricardo había
introducido la teoría del valor-trabajo, la determinación del
valor por el tiempo de trabajo. Pero las abstracciones no solo
contradicen las apariencias, sino que solo constituyen el
punto de partida de cualquier análisis científico, y del método
de Marx. Analizar o explicar las apariencias comenzando por
las abstracciones consiste en el método de elevarse de lo
abstracto a lo concreto, de referirse al mundo realmente
existente, a una realidad compleja o concreta, unidad de lo
diverso. Las categorías económicas –las que había construido
la economía política y que pretendían aplicarse
ahistóricamente a todas las formas de sociedad– eran
abstracciones de las relaciones sociales de producción,
correspondientes al capitalismo, esto es, a una sociedad
histórica y, por lo tanto, transitoria (pp. 92-97).
En la Contribución de 1859, Marx analiza los pares trabajo
abstracto/trabajo concreto, trabajo simple/trabajo complejo, y
trabajo social/trabajo individual. A las pocas páginas, señala
que el trabajo que produce valores de uso es el trabajo
concreto, y que el trabajo que crea el valor de cambio de las
mercancías es el trabajo abstracto:

Supongamos que una onza de oro, una tonelada de hierro,


un quarter de trigo y veinte varas de seda sean valores de
cambio de igual magnitud. Como equivalentes, en los
cuales se ha extinguido la diferencia cualitativa de sus
valores de uso, representan un volumen igual del mismo
trabajo. A su vez, el trabajo que se materializa en
cantidades iguales en ellos debe ser trabajo uniforme,
indiferenciado, simple, al cual le resulta tan indiferente el
hecho de manifestarse en oro, hierro, trigo o seda, como le
resulta al oxígeno la circunstancia de manifestarse en el
óxido de hierro, en la atmósfera, en el zumo de la uva o en
la sangre humana. Pero extraer el oro, obtener el hierro de
la mina, cultivar el trigo y tejer la seda son tipos de trabajo
cualitativamente diferentes entre sí. De hecho, lo que se
manifiesta objetivamente como la diversidad de los valores
de uso, se manifiesta en el proceso de producción como la
diversidad de la actividad que producen los valores de uso.
De aquí que el trabajo creador de valor de cambio, por ser
indiferente en cuanto al material en particular de los
valores de uso, resulta asimismo indiferente con respecto a
la forma particular del propio trabajo. Además, los diversos
valores de uso son productos de la actividad de distintos
individuos, es decir, resultados de trabajos individualmente
diferentes. Sin embargo, en cuanto valores de cambio
representan trabajo igual, indiferenciado, es decir, un
trabajo en el cual se ha extinguido la individualidad de los
trabajadores. Por ello el trabajo que crea valor de cambio
es el trabajo general abstracto (1980c: 11).

Este trabajo abstracto es además un trabajo simple, un


trabajo promedio que cambia social e históricamente, para el
cual no se necesita ninguna preparación o calificación
especial:

Esta abstracción del trabajo humano general existe en el


trabajo medio que puede efectuar cualquier individuo
medio en una sociedad dada, un gasto productivo
determinado de músculo, nervio, cerebro humano,
etcétera. Se trata de trabajo simple, para el cual puede
adiestrarse a cualquier individuo medio, y que este deberá
efectuar de una u otra forma. El carácter de este trabajo
medio difiere a su vez en diferentes países y en diferentes
épocas, pero aparece como dado en una sociedad dada. El
trabajo simple constituye, con mucho, la mayor parte de
todo el trabajo de la sociedad burguesa, como es posible
persuadirse a partir de cualquier estadística (p. 13).

El trabajo complejo, a su vez, será definido por Marx, de


manera un tanto reduccionista, como un múltiplo del trabajo
simple, algo que luego buscará ser definido con más
precisión por el marxismo en las décadas posteriores:

¿Qué sucede con el trabajo complejo, que se eleva por


encima del nivel medio como trabajo de mayor vivacidad,
de mayor peso específico? Esta clase se reduce a trabajo
simple compuesto, a trabajo simple elevado a una potencia
mayor, de modo que, por ejemplo, una jornada de trabajo
complejo es igual a tres jornadas de trabajo simple. No
corresponde tratar aún aquí las leyes que rigen esta
reducción. Pero está claro que esta reducción tiene lugar,
pues, en cuanto valor de cambio, el producto del trabajo
complejo es equivalente, en determinada proporción, al
producto del trabajo medio simple, es decir que está
equiparando a una cantidad determinada de ese trabajo
simple (pp. 13-14).
Este trabajo complejo puede ser medido, y para ello debe
poder ser reducido a trabajo simple. Esta reducción opera en
los propios hechos mediante el intercambio: “Con el objeto de
medir los valores de cambio de las mercancías según el
tiempo de trabajo contenido en ellas, es menester reducir los
propios y diversos trabajos a trabajo indiferenciado, uniforme,
simple, en suma, a trabajo cualitativamente igual, y que por
ende solo se diferencia cuantitativamente” (p. 14). Y esa
reducción del trabajo complejo al simple sucede a la par de la
reducción de los trabajos individuales diferentes a trabajos de
la misma índole, lo que muestra su carácter social y, por lo
tanto, general:

Se trata de un modo específico del carácter social. Ante


todo, la simplicidad indiferenciada del trabajo es la
igualdad de los trabajos de diferentes individuos, la
relación recíproca de sus trabajos entre sí como tratándose
de trabajos iguales, cosa que ocurre mediante la reducción
efectiva de todos los trabajos a trabajo de la misma índole.
Además, en el valor de cambio, el tiempo de trabajo del
individuo aislado se manifiesta directamente como tiempo
de trabajo general, y este carácter general del trabajo
individual se manifiesta como su carácter social (p. 14).

En suma, el valor de una mercancía es la cantidad de trabajo


abstracto (o sea, simple o reducible a él) socialmente (o sea,
general) necesario (equivalente al de cualquier individuo que
lleva a cabo un trabajo igual) para producirla: “El trabajo que
se manifiesta en el valor de cambio se halla presupuesto
como trabajo del individuo aislado. Ese trabajo se torna social
por el hecho de que asume la forma de su contrario directo,
la forma del carácter general abstracto” (pp. 16-17).
El trabajo materializado es gasto de fuerza vital
materializado, unidad de medida de las mercancías
(cristalizaciones de la misma unidad de medida), trabajo
concreto y trabajo abstracto, creador de valor; de ahí el doble
carácter del trabajo, del cual se deriva luego el doble carácter
de la mercancía: “Por último, algo que caracteriza al trabajo
que crea valor de cambio es que la relación social de las
personas se presenta, por así decirlo, invertida, vale decir,
como una relación social de las cosas” (p. 17). Esto mismo,
esta mistificación, es lo que Marx luego desarrolló en el
capítulo I de El capital como lo propio del fetichismo de la
mercancía: la relación social adopta la forma de un objeto.
Los valores de cambio reflejan lo que las mercancías tienen
en común, lo que le ha costado a la sociedad producirlas, y
no la forma específica en que satisfacen una necesidad
humana; esto último es su valor de uso. El trabajo concreto
es demasiado diverso, variado y complejo como para darnos
una medida del valor, de lo que ha costado producirlo:
“Mientras que el trabajo que crea valor de cambio es el
trabajo abstractamente general e igual, el trabajo que crea
valor de uso es concreto y particular, el cual, de acuerdo con
la forma y el material, se divide en modos de trabajo
infinitamente diversos” (p. 19).
En los modos de producción precapitalistas, el fin de la
actividad económica era producir valores de uso, y el trabajo
concreto era directamente social, trabajo social. La
producción era para usarse, para satisfacer una necesidad.
En el capitalismo, solo es social el trabajo abstracto, y las
relaciones sociales se manifiestan como valores de cosas.
Solo el trabajo (abstracto) socialmente necesario es trabajo
social, y ello solo puede saberse a posteriori. No puede
saberse de antemano si el trabajo concreto será validado en
el intercambio, si ese trabajo será útil para satisfacer una
necesidad. El resultado se conoce post festum, en la medida
en que sean adquiridas en el mercado las mercancías
producidas por ese trabajo concreto. Si se realiza el mismo
trabajo concreto y se produce la misma mercancía, deberá
competir en el mercado con otros productores, procurarse
producir con menor precio aumentando la productividad del
trabajo y haciendo depender el valor de la mercancía de las
condiciones sociales medias de producción, de las
habilidades, destrezas e intensidad del trabajo promedio,
esto es, del trabajo socialmente necesario. El trabajo social y
abstracto no es solo un concepto, opera en la realidad en la
medida en que los productores que no se acomodan a la
media son expulsados, quedando afuera del mercado. Sin el
intercambio, no puede saberse colectivamente en esa
sociedad cuánto trabajo abstracto requiere producir una
mercancía. En el capitalismo se distribuye el trabajo social
entre las distintas ramas de la producción por medio de esta
vía indirecta que es la competencia.
Las mercancías, hablando estrictamente, no son valores de
uso, sino que devienen valores de uso cuando dejan de ser
una cosa independiente para estar en relación con todas las
demás mercancías:

El único cambio que experimentan las mercancías, por


consiguiente, en su devenir como valores de uso, es la
supresión de su existencia formal, en la cual eran no valor
de uso para su propietario y valor de uso para su no
propietario. El devenir de las mercancías en cuanto valores
de uso presupone su enajenación en todos los aspectos, su
entrada en el proceso de intercambio, pero su existencia
para el intercambio es su existencia como valores de
cambio. Por ello, para realizarse como valores de uso,
deben realizarse como valores de cambio (p. 26).

La mercancía es una unidad de valor de uso y de cambio.


Solo es mercancía con referencia a las demás mercancías, lo
que cobra forma en el proceso de intercambio. La mercancía
deja de ser un valor de uso para su poseedor y se convierte
en un medio de cambio para obtener otra nueva mercancía
(con otro valor de uso) de otro poseedor, para quien la
primera mercancía es también, a su vez, un valor de uso.
Todas ellas pasan de mano, cambian de posición:

Solo en virtud de esta enajenación en todas direcciones, el


trabajo contenido en ellas se convierte en trabajo útil. Así
también el proceso de intercambio será el proceso de
formación del dinero, la suma de estos procesos aislados
da lugar a uno continuo: la totalidad de ese proceso, que
se presenta como un decurso de diferentes procesos, es la
circulación (p. 36).

El trabajo en los cuadernos tecnológicos


Entre agosto de 1861 y julio de 1863, Marx se propuso
continuar la Contribución de 1859 y escribió 23 libretas,
alrededor de 1400 páginas. En los trabajos anteriores, Marx
había descubierto el plusvalor, pero es en estos manuscritos
donde descubre y desarrolla la cuestión de la ganancia
(Callinicos, 2000: 44). Algunos de ellos serán publicados
como las Teorías de la plusvalía (conocida luego como el
tomo IV de El capital) y otros serán referidos como los
cuadernos tecnológicos. En los Manuscritos de 1861-1863,
conocidos como los cuadernos tecnológicos (cuadernos V, XIX
y XX), Marx toma un camino ligeramente distinto del que
había iniciado en los Grundrisse. Trata de ser más específico,
teniendo en cuenta los cambios concretos que muestra la
historia de la tecnología, para lo cual había estudiado a
numerosos historiadores de la ciencia y la tecnología e
incluso había realizado algunos cursos de oficios. Además,
comienza aquí a desarrollar la idea del plusvalor, un concepto
que será fundamental en la estructura de su obra y en su
crítica de la economía política.
Marx ya distinguía entre artesanado, manufactura y gran
industria, y era consciente de las diferentes formas que
asumía la división del trabajo en cada uno de ellos. El
cuaderno V, si bien es posterior a los Grundrisse, constituye
un antecedente relevante del capítulo XIII de El capital. Muy
sucintamente, allí analiza el para qué se introduce la
máquina, y luego –y en los siguientes cuadernos, XIX y XX–
analiza el cómo se hizo históricamente esa introducción.
Marx subraya que la finalidad última de la máquina es
reducir el tiempo de trabajo necesario para la producción de
una mercancía (y, por tanto, su precio), para venderla por
debajo de su valor social (porque el grueso de la producción
sigue basada en los viejos medios de producción), pero por
encima de su valor individual (el tiempo de trabajo necesario
para su fabricación) (1982: 77-79). La consecuencia de la
introducción de la maquinaria es:

[…] la prolongación del tiempo de trabajo de los


trabajadores que continúan trabajando con los viejos e
imperfectos medios de producción. La mercancía producida
con la maquinaria, aunque se vende por encima de su
valor individual, es decir, por encima de la cantidad de
tiempo de trabajo contenido en ella, se vende por debajo
del precedente valor social general del mismo género de
producto (p. 87; el destacado es del original).

Esa prolongación del tiempo es trabajo excedente o plusvalor.


Allí analiza también cuánto es el valor que introducen las
máquinas en el proceso de valorización, un proceso que
contiene pero que excede el proceso de trabajo, como
explicaría luego Marx en el capítulo V de El capital: “El
plusvalor = plustrabajo –tanto absoluto como relativo– que el
capital produce gracias al empleo de la maquinaria no se
origina en la capacidad de trabajo que la maquinaria
sustituye, sino en la capacidad de trabajo que la maquinaria
utiliza” (ídem; el destacado es del original). Acá se diferencia
nuevamente de Ricardo.
En el cuaderno XIX (que temáticamente continúa al cuaderno
V), Marx explica que la producción con máquinas no nace
directamente de la manufactura (ni de la división del trabajo
dominante en ella), sino de los instrumentos de trabajo
presentes en ella, y que provienen de la producción
artesanal, en la que reinaba la cooperación simple (no es la
división del trabajo en artesanías independientes):

La diferenciación, la especialización de los instrumentos de


trabajo en la industria manufacturera, que a su vez se basa
en esta misma visión, y los mecanismos construidos para
efectuar operaciones muy simples, teniendo en cuenta
justamente las primeras tres, están entre los más
importantes presupuestos tecnológicos y materiales del
desarrollo de la producción mediante la máquina, en
cuanto elementos que revolucionan los métodos y las
relaciones de producción (p. 110).
Marx sigue a Babagge en la idea de que la máquina supone la
reunión de instrumentos simples puestos en movimiento por
un solo motor. Repasa la historia de la técnica (la máquina de
hilar y luego la producción de máquinas por medio de
máquinas) para afirmar que la Revolución Industrial comenzó
por la parte de las máquinas que se encontraba en contacto
inmediato con el material. Posteriormente, cuando el hombre
comienza a actuar como simple fuerza, habilita la entrada de
las fuerzas naturales (agua, vapor, etcétera) como fuerza
motriz y, por ende, de las máquinas que producen
movimiento. El uso de las fuerzas de la naturaleza en la
producción existía, pero de manera muy limitada. Hasta el
período artesanal se había usado la fuerza de los animales en
el arado y el viento para los molinos.
Marx estudia con detalle la relación entre algunos inventos,
como el reloj y los molinos, y el desarrollo de las ciencias.
Según él, la Revolución Industrial no había comenzado
estrictamente con los molinos –surgidos en Europa mucho
antes, en el siglo XIV–, sino, a lo sumo, en sus muelas,
movidas por un sistema de ruedas dentadas y engranajes.
Estos dispositivos estimularon el desarrollo de la mecánica y
la hidráulica. La teoría del movimiento del agua fue
desarrollada a partir de allí por Polen, D’Alembert, Bernoulli y
Euler en el siglo XVIII. La velocidad, los niveles y la presión del
agua, así como también la pendiente de un canal, eran
objetos de desarrollo de la mecánica, la hidráulica y la
matemática, pero ello no repercutía en la construcción de los
molinos sino muy lentamente (p. 124). En Holanda faltaban
cascadas, lo que los obligó a usar la fuerza del viento para los
molinos (a su vez, como faltaban minas, tampoco se
desarrollaron la herrería y la metalurgia).
La otra máquina que en el período manufacturero prepara
la época de la máquina fue el reloj, basado en la idea del
autómata y en la teoría del movimiento uniforme aplicado a
la industria.12 Los otros inventos relevantes fueron la
imprenta, la brújula y la pólvora:

La pólvora, la brújula y la imprenta son los tres grandes


descubrimientos introducidos por la sociedad burguesa. La
pólvora disuelve la caballería, la brújula abre el mercado
mundial y crea las colonias, y la imprenta deviene el
instrumento del protestantismo y, en general, del
despertar de la ciencia: la más importante palanca para
construir los presupuestos de un indispensable desarrollo
espiritual (p. 126).

Marx subraya el hecho de que la ciencia reconoce su origen


en la técnica. La mecánica, la física y la química están
vinculadas a la artesanía y a la industria, y en 1772
Beckmann es el primero en usar el término tecnología (ídem).
Los telescopios creados en el siglo XVII, a partir de Galileo,
favorecieron el desarrollo de la astronomía de Copérnico y de
Kepler. Es conocido el hecho de que la máquina a vapor fue
creada antes de la Revolución Industrial. En el período
manufacturero, la máquina a vapor de Watt era solo una
bomba especial, un perfeccionamiento de la máquina
hidráulica a vapor, y en el período de la máquina, cuando se
transformó en una máquina de doble acción, fue el primer
motor común de la industria en general. Esa máquina a vapor
aplicada a la locomoción de carros sobre ruedas a través de
rieles –primero de madera y luego de acero– dio origen a las
locomotoras a vapor y a los primeros ferrocarriles, entre 1800
y 1830, en Inglaterra. Los trenes se consideraban medios de
transporte complementarios a los canales acuáticos para
transportar cargas pesadas como carbón, piedras y hierros.
Como señala Marx, las bases materiales de cada sucesiva
forma de producción son creadas en la forma inmediata
precedente, y operan al modo de sucesivas capas geológicas:
“Dentro de la artesanía se desarrollaron los principios de la
manufactura, y esporádicamente, para ejecutar procesos
únicos, se recurría a las máquinas” (p. 151). También en la
manufactura se emplean las máquinas y se recurre al viento
y al agua de manera circunstancial. Cuando la producción a
máquina se vuelve dominante, también los medios de
producción deben ser ellos mismos producidos por máquinas.
Si bien hasta aquí las fuerzas productivas aparecen como
una fuerza extraña al trabajo y exteriores a él, no pertinentes
a él y no vinculadas a sus condiciones materiales, solo
pueden ser empleadas económicamente por los obreros en
colaboración: “En la cooperación simple y en la manufactura
basada en la división del trabajo, esta transformación afecta
solo a las condiciones de trabajo comunes, o sea que puedan
ser utilizadas colectivamente, como los edificios, etcétera” (p.
161).
Pero en el taller industrial, en el que impera la máquina, se
sustituye la manufactura basada en la división del trabajo y
en la empresa artesanal autónoma. La máquina no niega la
división del trabajo en general, sino la división del trabajo
propia de la manufactura. Marx trata de establecer “qué
género de la división del trabajo, a diferencia de la división
del trabajo característico de la manufactura, predomina en el
taller mecánico” (p. 164; el destacado es del original), esto
es, las características de la nueva división del trabajo surgida
en el taller mecánico:
La máquina ejerce un influjo negativo sobre el modo de
producción basado en la manufactura, sobre la división del
trabajo y sobre la especialización de los obreros basada en
esta división del trabajo. La máquina deprecia la fuerza de
trabajo que se ha especializado de esa manera, en parte
reduciéndola a simple fuerza de trabajo abstracta, y en
parte realizando sobre la base de sí misma una nueva
especialización de la fuerza de trabajo, cuyo rasgo
característico consiste en su sometimiento pasivo al
movimiento del mismo mecanismo, en la adaptación
completa del obrero a las necesidades y exigencias del
nuevo mecanismo (p. 163; el destacado es del original).

La fuerza de trabajo es depreciada, puesto que “un trabajo


más simple reemplaza al trabajo que ya era simple, que sin
embargo era especializado; por eso, el nivel de su
especialización, por mediocre que pueda resultar, se llevaba
hasta el virtuosismo” (p. 165; el destacado es del original). Se
trata, entonces, de la subordinación pasiva del individuo a la
máquina, una especialización de la pasividad: especializa la
falta de especialización. Se elimina la satisfacción del trabajo
bien hecho a cambio de la indiferencia de un trabajo que
consiste en un aporte casual ante los eventuales defectos o
errores de la máquina, y el obrero es “el apéndice consciente
de la máquina inconsciente que opera de manera uniforme”
(p. 171).
En el cuaderno XX, escrito entre marzo y mayo de 1863,
Marx estudia la influencia de las máquinas sobre la situación
de los obreros sustituidos, así como también –continuando
con los desarrollos inmediatamente precedentes al cuaderno
XX– los efectos de la aplicación de las fuerzas naturales y de
la ciencia a la producción. En estos apartados se muestra que
estos factores son fundamentales en la producción de
plusvalor. Veamos una diferencia fundamental entre la
manufactura y la gran industria: en la manufactura hay
concentración de obreros, no hay sustitución absoluta ni
relativa de trabajadores: “La división del trabajo y la
cooperación simple no se basan inmediatamente en la
sustitución del trabajo o en la creación de un excedente de
obreros, y por otra, la formación, gracias a esta concentración
de obreros, de una máquina viva, o bien de un sistema de
máquinas vivas” (p. 183).
En cambio, Marx contempla que la producción con
máquinas tiene efectos sobre el valor de la fuerza de trabajo
y sobre el mercado de trabajo, y que, específicamente,
produce un excedente relativo de trabajo: “La tendencia de la
producción a máquina se manifiesta, por una parte, en un
despido continuo de obreros (de empresas mecánicas o
artesanales), pero, por la otra, en un reclutamiento constante
de estos” (p. 187), ya que se pone en movimiento más
trabajo auxiliar (incluso, son creadas nuevas ramas de
producción). Como dice Marx: “No se trata del aumento de
una sola braza de tela, sino del aumento de la cantidad de
trabajo preliminar, no ligada al tejido mismo, exigido por
1000 brazas y no por una, tanto en la fase preliminar del
trabajo como en el proceso de transformación (transporte)”
(p. 190).
Es por esta razón que disminuye el valor de cada
mercancía y aumenta la masa de mercancías producidas por
el mismo tiempo de trabajo (el trabajo debe ser menos que la
masa de trabajo contenida en cada una de las mercancías
producidas anteriormente sin máquina). A esto contribuye
también la aplicación de las fuerzas naturales (el viento, el
agua, el vapor, la electricidad) y de la ciencia que hace el
capital en el proceso de producción. “Estas fuerzas de la
naturaleza, como tales, no cuestan nada. No son productos
del trabajo humano. Pero su apropiación se produce solo con
la ayuda de las máquinas, que, en cambio, tienen un costo,
en cuanto ellas mismas son un producto del trabajo pasado”
(ídem; el destacado es del original).
Esto coincide a su vez con el desarrollo de la ciencia como
un factor autónomo del proceso productivo, del denominado
factor científico. La ciencia es una mediación entre la
naturaleza y el sistema de máquinas (en los Grundrisse, la
ciencia aparecía solo como algo incorporado al capital fijo, no
como algo vinculado al proceso productivo en su totalidad). Si
bien el capital no crea la ciencia, esta deviene un factor
productivo, el proceso productivo deviene un proceso de
aplicación de la ciencia, y el capital la explota apropiándose
de ella. Cada descubrimiento perfecciona la producción, ya
que los problemas prácticos surgidos en ella solo se pueden
resolver científicamente, recurriendo, en especial, a las
ciencias naturales. A su vez, el capital suministra los medios
materiales de investigación, de observación y de
experimentación. Los hombres de ciencia compiten por
encontrar una aplicación práctica de la ciencia y por obtener
los favores del capital. De aquí en adelante se desarrolla de
una forma que no tiene precedentes el factor científico (pp.
190-193). Pero, paradójicamente, Marx no piensa la ciencia
como resultante de un trabajo humano de tipo intelectual.
Reconoce, no obstante, que el trabajo dividido supone un uso
limitado de las facultades intelectuales del trabajador, “la
subutilización programada de las energías intelectuales
potenciales del trabajador” (Salvati y Becalli, 1974: 60; el
destacado es del original).
En suma, con el desarrollo de estos factores (la máquina,
las fuerzas de la naturaleza y la ciencia), gracias al desarrollo
de las fuerzas productivas del trabajo, disminuye el tiempo
de trabajo necesario y la jornada de trabajo se amplía. Este
plusvalor es la obsesión del capital, del valor que se valoriza,
y es el objetivo ordenador debajo de la ganancia del
capitalista.
Marx comienza el cuaderno XX analizando la máquina y el
plusvalor de una forma levemente diferente a la manera en
que será tratada en los textos posteriores (aquí no habla de
la ganancia). Con ejemplos simples, muestra ideas que luego
serán tratadas de manera más compleja. Marca los efectos
de la introducción de la máquina sobre dos aspectos
centrales: la tasa de plusvalía (la relación entre el plusvalor
de cada obrero y su trabajo necesario) y la masa de obreros
ocupados:

La máquina reduce el número de obreros ocupados por un


determinado capital. Por esa razón, si bien, por una parte,
ella eleva la tasa de plusvalor, por otra, disminuye su
masa, en cuanto reduce el número de obreros ocupados
simultáneamente por un determinado capital.
En segundo lugar, el aumento de la fuerza productiva y,
en consecuencia, la caída de los precios de las mercancías
y la desvalorización de la fuerza de trabajo permite a ese
mismo capital comprar más fuerza de trabajo. Aumenta de
ese modo no solo la tasa de plusvalor (relativa a cada
obrero), sino también el número de obreros explotados
simultáneamente por el mismo capital (1982: 172).

Con la máquina, el capital variable (el capital empleado en


salarios) disminuye su relación con el capital constante y, a
su vez, con el capital total. Aquí, Marx no habla de
composición orgánica del capital (C/V) ni de su relación con las
ganancias, como lo hará más adelante en su obra, pero habla
de la relación entre el número de obreros que permanecen y
el número de obreros que sustituye la introducción de la
máquina (alterando el capital variable y la relación entre
ambos o C/V). Si la máquina aumenta la productividad del
trabajo, la misma masa de capital variable compra ahora más
obreros, pero el capital total reduce el número de obreros
ocupados: “El número de obreros puestos en movimiento por
el capital variable ha aumentado relativamente, aunque el
capital variable, y con este el número absoluto de obreros
ocupados, haya disminuido” (ídem).
Este aumento de la relación C/V será causa de la caída de la
tasa de ganancia y de la tendencia a la superpoblación
relativa, a una población superflua de manera temporaria
(luego ejercicio de reserva). Y, además, si se utiliza la misma
masa de trabajo que antes pero con un capital menor, se
libera una parte del capital que antes se anticipaba en
salarios, pero ello no crea más demanda de trabajo. Una
parte del capital que era variable se ha transformado en
constante.
El plusvalor surge del movimiento del capital, esto es, del
uso por parte del capitalista del trabajo como capital variable
–junto con el capital constante– para producir trabajo
excedente. El despliegue del valor se hace por la expansión
del plusvalor. El capital posee máquinas e invierte en
materiales y fuerza de trabajo en el proceso de trabajo –
invierte capital constante y capital variable para aumentar la
valorización de su capital adelantado–, para obtener trabajo
excedente o plusvalor para valorizarse. Marx analiza luego en
El capital, en el capítulo IV, el sentido de esta forma de
circulación del dinero como capital, de la “transformación del
dinero en capital” por medio de la producción de mercancías,
por medio de la mercancía fuerza de trabajo, que analizará
en el capítulo V de la misma obra.

El trabajo en las Teorías de la plusvalía


En los Manuscritos de 1861-1863, conocidos como las Teorías
de la plusvalía (publicadas por Kautsky entre 1905 y 1910),
Marx dedica muchas páginas a analizar la historia de la
economía política y, especialmente, la discusión sobre el
carácter productivo o improductivo del trabajo. Esta
distinción ya había sido formulada por los fisiócratas y por
Adam Smith, a quienes Marx les dedica sendos capítulos. Los
fisiócratas solo consideraban productivo el trabajo en la
agricultura –el que produce el producto neto–, mientras que
el trabajo artesanal era considerado improductivo. Smith
considera también a este trabajo artesanal o manufacturero
como productivo, puesto que eleva el valor del objeto sobre
el cual se invierte, y permite, por tanto, la valorización del
valor contenido en la mercancía. Es productivo no solo el
trabajo que reproduce los medios de vida contenidos en el
salario, sino también el que los reproduce, además, con una
ganancia.
Para Smith, el valor de las mercancías no está determinado
por la cantidad de trabajo contenido en ellas, sino por la
cantidad de trabajo vivo que pueden comprar:

Aquí se hace hincapié en el change producido por la


división del trabajo, es decir, en el hecho de que la riqueza
no consiste ya en el producto del propio trabajo, sino en la
cantidad de trabajo ajeno de que este producto puede
disponer, del trabajo social que puede comprar, cantidad
determinada por la cantidad de trabajo que en él mismo se
contiene (1980a: 67; el destacado es del original).

La mercancía permite disponer de todas las demás


mercancías de igual valor, esto es, que representan una
cantidad igual de trabajo ajeno que se ha materializado en
otros valores de uso.
El mérito de Smith fue situar el trabajo productivo “en el
punto de vista de la producción capitalista, […] en haber
determinado el trabajo productivo como el trabajo que se
cambia directamente por capital, es decir, mediante un
cambio en el que las condiciones de producción del trabajo y
del valor en general, dinero o mercancía, se convierten en
capital”. Y será trabajo improductivo “el trabajo que no se
cambia por capital, sino que se cambia directamente por un
ingreso, es decir, por el salario o la ganancia (o también,
naturalmente, por cualquiera de las diferentes rúbricas que
participan como copartners de la ganancia del capitalista,
como el interés o la renta de la tierra)” (pp. 141-142; el
destacado es del original). El trabajo, para ser considerado
productivo, debe crear plusvalía, debe cambiarse por capital
y no consumir un ingreso (o renta):

Estas determinaciones no se derivan, por tanto, de la


determinación material del trabajo (no de la naturaleza de
su producto ni de la determinabilidad del trabajo como
trabajo concreto), sino de la forma social determinada, de
las relaciones de producción en que se realiza. Por ejemplo,
un actor teatral, incluso un clown, es, según esto, un
trabajador productivo, siempre y cuando trabaje al servicio
de un capitalista (del entrepreneur), a quien restituya más
trabajo del que reciba de él en forma de salario; en
cambio, el sastre remendón que trabaja en la casa del
capitalista, repasándole los pantalones, se limita a
suministrarle un valor de uso y es, por tanto, un trabajador
improductivo. El trabajo del primero se cambia por capital,
el segundo por un ingreso. El primero crea una plusvalía, el
segundo consume un ingreso (p. 142).

El trabajo es productivo a causa de la relación social en que


está inscripto, no a causa de su naturaleza o de su contenido:

El resultado del proceso de producción capitalista no es ni


un mero producto (valor de uso) ni una mercancía, es
decir, un valor de uso que posee un determinado valor de
cambio. Su resultado, su producto, es la creación de
plusvalía para el capital y, por tanto, la conversión del
dinero en capital (p. 371).

La valorización del valor es la conservación del valor anterior


y la creación de plusvalía, el enriquecimiento por el
enriquecimiento mismo. Para ello, el capital debe ser
cambiado por trabajo que, por eso mismo, es considerado
productivo: un trabajo abstracto creador de valor de cambio
adicional, “una cantidad mayor de la que se contiene en su
precio, en el valor de la fuerza de trabajo” (ídem; el
destacado es del original).
El carácter productivo tampoco tiene que ver con el
contenido del trabajo, con su utilidad específica (el trabajo
concreto que se realiza) o con el valor de uso que produzca
(la mercancía que produce), ni con el simple cambio directo
de dinero por trabajo. Por esa razón, “la misma clase de
trabajo puede ser productiva o improductiva” (p. 372).
En el cambio de dinero por trabajo improductivo, “el dinero
y el trabajo se cambian solamente en cuanto mercancías.
Lejos de crear capital, este cambio es simplemente el
desembolso de un ingreso” (p. 377). Marx menciona algunos
ejemplos a título ilustrativo: “Una cantante que vende sus
cantos por su cuenta es una trabajadora improductiva. Pero
la misma cantante, contratada por un empresario que la haga
cantar para ganar dinero es, en cambio, una trabajadora
productiva, puesto que produce capital” (p. 372). Del mismo
modo, el sastre que trabaja a domicilio para hacer un traje
como un objeto para el consumo personal de un comprador
no realiza un trabajo productivo (lo cambia por un ingreso,
por parte de su salario, pero no por capital), como sería
también en el caso de trabajar para un capitalista, ya que
solo allí produciría trabajo excedente y un enriquecimiento
para el capital.
A su vez, para Smith, era productivo el trabajo que produce
una mercancía y, por tanto, toma cuerpo en un producto
separable de su productor, y que tiene durabilidad, esto es,
dura algún tiempo después de que ha sido terminado por el
trabajador. Para Marx, el trabajo puede ser productivo aun
cuando no deja ninguna huella en la mercancía ni altera la
forma de la cosa (como el trabajo de transporte) (p. 382). Por
esto mismo, para Smith los servicios serían improductivos,
porque desaparecen con su ejecución. Para Marx, en cambio,
el trabajo productivo puede crear mercancías o una actividad
no separable del acto de producir, como los profesores en los
establecimientos de enseñanza con respecto a los dueños de
ese establecimiento (no con respecto a los alumnos), o como
el actor respecto al empresario teatral (y no con respecto a
su público). Sin embargo, en la época de Marx, estos servicios
eran considerados de una magnitud insignificante respecto
de la totalidad de la producción (pp. 380-381).
Para Adam Smith, delimitar el campo de lo improductivo –
considerar determinados trabajos como improductivos
(funcionarios del Estado, militares, médicos, curas, abogados,
etcétera)– suponía también mostrar cuáles eran los trabajos
que debían reducirse al mínimo estrictamente necesario, ya
que realmente no creaban riqueza y dependían de cómo los
agentes productivos querían gastar sus salarios o sus
ganancias:

La economía política, en su período clásico, exactamente lo


mismo que la propia burguesía en su período de
advenediza, adopta una actitud rigurosa y crítica ante la
maquinaria del Estado, etcétera. Más tarde, ella misma
comprende –como se revela también en la práctica– y
aprende también por experiencia que su propia
organización brota de la necesidad de una combinación
social heredada de todas estas clases, en parte,
totalmente improductivas (p. 158).

Marx subraya que “la sociedad burguesa se encarga de


reproducir bajo una forma propia todo aquello que había
combatido bajo una forma feudal o absolutista” (ídem).
Destacaba que Malthus quería restaurar a los terratenientes
como productivos, pero que Ricardo y los economistas
representativos del capital industrial se encargaban de
resaltar su improductividad. Por eso mismo, en Teorías de la
plusvalía, se ocupa extensamente de la obra de Ricardo,
especialmente de su teoría de la renta diferencial, y ello hace
que muchos economistas neorricardianos consideren a Marx
un mero continuador de su obra, pero, como hemos visto,
este argumento es insostenible.
El trabajo en los Manuscritos de 1863-1865 (el capítulo
vi, inédito)
En los Manuscritos de 1863-1865 (capítulo VI, inédito,
aparecido en 1933), Marx destaca que el capital produce
plusvalía absoluta y relativa (su historia es la de los cambios
desde la cooperación hasta la gran industria) de maneras
combinadas. El modo de producción capitalista no es solo el
modo de producción de mercancías (la unidad más pequeña
desde la cual Marx deriva en forma lógica el dinero y el
capital), sino, fundamentalmente, de plusvalía, y a una escala
cada vez más ampliada, creando, por tanto, bienes que le son
más ajenos, acentuando así el fetichismo de estas
mercancías. La producción de plusvalía es el proceso de
objetivación del trabajo impago para valorizar el valor, es “el
fin determinante, el interés impulsor y el resultado final del
proceso de producción capitalista” (Marx y Engels, 1974: 5).
En este sentido, Marx resaltaba:

El producto del proceso de producción capitalista no es ni


un mero producto (valor de uso) ni una mera mercancía, es
decir, un producto que tiene valor de cambio; su producto
específico es la plusvalía. Su producto son mercancías que
poseen más valor de cambio, esto es, que representan más
trabajo que el que para su producción ha sido adelantado
bajo la forma de dinero o mercancías. En el proceso
capitalista de producción, el proceso de trabajo solo se
presenta como medio, el proceso de valorización o la
producción de plusvalía como fin (p. 33).

En este capítulo VI, inédito, de El capital se desarrollan


también los conceptos de subsunción formal y subsunción
real del trabajo al capital. La subsunción del trabajo al capital
se produce sobre la base de un proceso laboral preexistente
configurado en función de diversos procesos de producción
anteriores, como el trabajo artesanal o agrícola:

Que el trabajo se haga más intenso o que se prolongue la


duración del proceso laboral, que el trabajo se vuelva más
continuo y, bajo la mirada interesada del capitalista, más
ordenado, etcétera, no altera en sí y para sí el carácter del
proceso real de trabajo, del modo real de trabajo (p. 56).

Ante un desarrollo dado de la fuerza de trabajo, solo se puede


producir plusvalía recurriendo a la prolongación del tiempo de
trabajo, bajo la forma de la plusvalía absoluta, modalidad que
corresponde a la subsunción formal del trabajo en el capital.
La subsunción real del trabajo en el capital surge cuando “se
desarrollan las fuerzas productivas sociales del trabajo y,
merced al trabajo en gran escala, se llega a la aplicación de
la ciencia y la maquinaria a la producción inmediata” (p. 73).
La producción tenderá a apoderarse de todas las ramas
industriales de las que no se había apoderado y en las que
aún existe la subsunción formal, aumentando de ese modo la
masa de la producción y acrecentando y diversificando las
esferas productivas. Con el desarrollo de la subsunción real,
no es el obrero individual el agente del proceso laboral, sino
una capacidad de trabajo socialmente combinada, la
actividad combinada del trabajador colectivo, a partir de la
cual:

… las diversas capacidades de trabajo que cooperan y


forman la máquina productiva total participan de manera
muy diferente en el proceso inmediato de mercancías, o,
mejor aquí, de productos –este trabaja más con las manos,
aquel más con la cabeza, el uno como director (manager),
ingeniero (engineer), técnico, etcétera, el otro como
capataz (overlooker), el de más allá como obrero manual
directo e incluso como simple peón–; tenemos que más y
más funciones de la capacidad de trabajo se incluyen en el
concepto inmediato de trabajo productivo, y sus agentes,
en el concepto de trabajadores productivos, directamente
explotados por el capital y subordinados en general a su
proceso de valorización y producción (p. 78; el destacado
es del original).

Por otro lado, Marx desarrolla la idea del trabajo productivo,


el que “produce directamente plusvalía”, que, por un lado,
incluye y se extiende más allá del trabajo manual directo y,
por el otro, depende de “su consumo productivo directo por
el capital”. Ello no ocurre con todos los trabajos, algunos de
ellos no entraban en esta categoría: “Se consume su trabajo
a causa de su valor de uso, no como trabajo que pone valores
de cambio; se lo consume improductivamente, no
productivamente” (p. 80; el destacado es del original).
Todavía a mediados del siglo XIX “los trabajos que solo se
disfrutaban como servicios no se transformaban en productos
separables de los trabajadores –y, por lo tanto, existen
independientemente de ellos como mercancías autónomas–,
y aunque se los puede explotar de manera directamente
capitalista, constituyen magnitudes insignificantes si se los
compara con la masa de la producción capitalista” (p. 85).
Los servicios –como los de sastrería o jardinería, mencionados
por Marx– son trabajos asalariados pero improductivos, salvo
que sean realizados al servicio de un capitalista industrial –no
para un consumidor directo–, desemboquen en un producto
material y se conviertan en un elemento de la valorización
del capital. El servicio designa la actividad, el valor de uso
particular del trabajo que será productivo si se intercambia
por “dinero como capital” e improductivo si se intercambia
por “dinero como dinero”, cuestión desarrollada in extenso en
el capítulo IV de El capital.
Volviendo al trabajador colectivo y a las fuerzas
productivas sociales del trabajo (como las fuerzas naturales y
la ciencia), el problema de todas ellas es que se presentan
como fuerzas productivas del capital, algo autónomo y
separado del obrero, como un modo de existencia del capital
organizado por los capitalistas independientemente de los
obreros, y, más aún, estas fuerzas se enfrentan como
poderes del capital a los obreros. Aunque Marx reconoce que
“la cooperación de obreros asociados” es la expresión
objetiva del carácter social del trabajo y de la fuerza
productiva social que de ella resulta, estos se presentan
frente al obrero “como dados e independientes de él, como
forma del capital” (p. 95). Se trata de una potencia del
capitalista que actúa como “personificación del carácter
social del trabajo”, al igual que la ciencia, de la cual se
apropia. Aquí Marx define la ciencia como un producto
intelectual de la sociedad: “La ciencia, como el producto
intelectual general del desarrollo social, se presenta aquí,
asimismo, como directamente incorporada al capital. El
capital la usufructúa enfrentándose al trabajo, y para la gran
mayoría ese desarrollo corre a la par con el desgaste de la
capacidad de trabajo” (ídem). Las fuerzas de la naturaleza y
la ciencia “se separan de la habilidad y el saber obrero
individual, y aunque, si se atiende a su génesis, son a su vez
producto del trabajo, aparecen en general allí, donde
ingresan al proceso laboral, como incorporadas al capital. Al
capitalista que emplea la máquina no le es necesario
comprenderla (ver Ure), pero, en la máquina, la ciencia
realizada se presenta ante los obreros como capital” (p. 97; el
destacado es del original). Como dice también Vence Deza, el
trabajo colectivo es la condición para la incorporaron de la
ciencia a la producción, pero el trabajador productivo no es el
agente activo. Según este autor, Marx no se preocupa por el
problema de la creación de la ciencia ni por la forma en que
se incorpora la ciencia y los conocimientos a la producción. Si
le hubiera prestado más atención, esta sería otra función más
del trabajador colectivo (1995: 78).
El trabajo colectivo opera no solo sobre la plusvalía, sino
también sobre la tasa de ganancia, un tema que Marx
desarrolla en el tomo III de El capital, a partir de ser la
premisa de toda una serie de economías de capital constante
resultante del empleo económico de las condiciones de
trabajo colectivas (ahorro en las edificaciones, el caldeo, la
iluminación, economías en el precio de la materia prima,
reutilización de los desechos, menores costos de
administración, grandes depósitos para la producción en
masa, etcétera). El trabajo colectivo es la condición para la
incorporaron de la ciencia a la producción (1974: 95).
En este capítulo aparece finamente la idea de trabajador
colectivo, de un proceso de trabajo y de un producto
colectivo, pero que se presenta como “fuerza productiva de
capital”, no como fuerza productiva del trabajo.

5. El trabajo en El capital
Entre 1864 y 1865, Marx escribe los manuscritos de los
tomos I, II y III de El capital. No pudo trabajar en el tomo IV,
pero, como mencionamos antes, algunas secciones de los
Manuscritos de 1861-1863 fueron publicados tras su muerte
con el nombre de Teorías de la plusvalía. En esos años, Marx
había contribuido enormemente a fundar en Londres la
Primera Asociación Internacional de Trabajadores, en la que
cumple un rol fundamental desde 1864 hasta su disolución
en 1872, luego de diversos sucesos derivados de la caída de
la Comuna de París en 1871.
En 1866, se la pasó editando el tomo I de El capital,
publicado en 1867, que es considerado la obra cúlmine del
pensamiento de Marx por numerosas razones. Se encuentran
allí condensados los trabajos preparatorios y, por tratarse de
una obra inconclusa, las bases para posteriores desarrollos de
los puntos oscuros o que no fueron completamente resueltos.
Marx no empieza su obra directamente por el trabajo.
Como señalamos en la introducción, en El capital, Marx
comienza su estudio por la mercancía, que es la forma de
manifestación fundamental de la riqueza en las sociedades
capitalistas. Pero esta mercancía es el resultado del carácter
dual del trabajo, del hecho de ser un trabajo concreto de
producción de valores de uso y de un trabajo abstracto,
producto de valor.
En los primeros capítulos del tomo I, el único revisado y
publicado en vida por Marx, se condensan conceptos,
categorías fundamentales (mercancía-dinero-capital) y
procesos (de trabajo y de valorización), cuyas dinámicas
expansivas Marx irá desplegando luego con más detalle en El
capital. No es nuestro interés discutir aquí las razones del
método elegido por Marx, cuestión muy discutida y que
excede ampliamente los objetivos que nos propusimos en
este libro. Veamos con detenimiento algunos de estos
conceptos en el siguiente recuadro.
Conceptos fundamentales de los primeros
capítulos de El capital

Marx comienza la obra El capital partiendo de la unidad
básica de análisis del capitalismo: la mercancía. Ese es
el título del primer capítulo de esta importante obra, en
cuya primera oración se lee: “La riqueza de las
sociedades en que domina el modo de producción
capitalista se presenta como un enorme cúmulo de
mercancías, y la mercancía individual como la forma
elemental de esa riqueza” (Marx, 2002 [1867]: 43). La
mercancía presenta un carácter dual. Por un lado,
presenta una utilidad, sirve para satisfacer una
necesidad humana. El cuerpo de la mercancía es un
valor de uso que constituye el contenido material de la
riqueza. Por otro lado, presenta un valor de cambio,
esto es, una relación cuantitativa con otros valores de
uso, de los que representa una proporción, con los
cuales se intercambia.
El valor de cambio es la forma de manifestación del
valor de la mercancía, en cuanto cristalización de una
sustancia social común a todas ellas, el trabajo
humano. El valor no es el precio de la mercancía.
Existen valores de uso que no son valores, ya sea
porque no son productos del trabajo humano, aunque
tengan precio (el aire, la tierra), o porque, siendo
productos del trabajo, no están destinadas al
intercambio.
La magnitud de ese valor está dada por su duración
por el tiempo de trabajo socialmente necesario, lo que
dependerá de la productividad del trabajo (y, por tanto,
de factores relativos al nivel medio de destreza de un
obrero, el nivel de la ciencia y la tecnología, la escala
de producción, etcétera). Por eso, a mayor
productividad del trabajo, menor será el valor
contenido en cada bien producido y mayor será la
cantidad de bienes producidos (hay mayores valores de
uso, pero no cambia el valor).
Pero la dualidad de la mercancía se deriva en
realidad de la dualidad del trabajo: “Todo trabajo es,
por un lado, gasto de fuerza humana de trabajo en
sentido fisiológico, y es en esta condición de trabajo
humano igual, o de trabajo abstractamente humano,
como constituye el valor de una mercancía. Todo
trabajo, por otra parte, es gasto de fuerza humana de
trabajo en forma particular y orientada a un fin, y en
esta condición de trabajo útil concreto produce valores
de uso” (p. 57). En el idioma inglés existen dos
palabras diferentes para marcar la diferencia que
remite a la dualidad del trabajo: work, para referirse al
trabajo que crea valores de uso (determinado
cualitativamente), y labour, para referirse al trabajo
que crea valor (pasible de medirse cuantitativamente).
Así como las mercancías son diferentes, los trabajos
son cualitativamente diversos. La condición para que
exista producción de mercancías es la división social
del trabajo, la existencia de trabajos autónomos
(cualitativamente distintos) y recíprocamente
dependientes, aunque se ejerzan independientemente
unos de otros. En el capítulo I de El capital, Marx señala
que el trabajo útil es el que crea valores de uso,
mercancías: “Como creador de valores de uso, como
trabajo útil, pues, el trabajo es, independientemente de
todas las formaciones sociales, condición de la
existencia humana, necesidad natural y eterna de
mediar el metabolismo que se da entre el hombre y la
naturaleza, y, por consiguiente, de mediar la vida
humana” (p. 53). La existencia de un enorme cúmulo
de mercancías –como dice la primera oración de El
capital, en el que se presenta la riqueza en las
sociedades capitalistas– indica entonces que existen
múltiples trabajos útiles y, por tanto, una división social
del trabajo, esto es, trabajos privados autónomos y
recíprocamente dependientes. En el intercambio no
solo se contraponen las mercancías, sino los trabajos.
Más aún, esa es la razón por la cual se pueden
contraponer las mercancías, porque en la sociedad
capitalista existen trabajos realizados de forma
autónoma y recíprocamente dependientes. Por el hecho
de que las mercancías representan trabajos útiles
diferentes es que se pueden contraponer como tales:
“En su calidad de valores, la chaqueta y el lienzo son
cosas de igual sustancia, expresiones objetivas del
mismo trabajo. Pero el trabajo del sastre y el del
tejedor difieren cualitativamente” (ídem). Pero dejemos
de lado el tipo de trabajo: “Si se prescinde del carácter
determinado de la actividad productiva y, por tanto, del
carácter útil del trabajo, lo que subsiste de este es el
ser un gasto de fuerza de trabajo humana. Aunque son
actividades productivas cualitativamente diferentes, el
trabajo del sastre y el del tejedor son gasto productivo
del cerebro, músculo, nervio, mano, etcétera,
humanos, y en este sentido uno u otro son trabajo
humano” (p. 54; el destacado es del original). De ahí la
centralidad del trabajo para comprender la lógica del
capital, y que nosotros colocamos aun antes que las
leyes de la acumulación.
Cuando el hombre trabaja, realiza un metabolismo
con la naturaleza. Esta última es fuente de riqueza (en
cuanto suma de valores de uso) pero no de valor (solo
el trabajo es fuente de valor). Marx define el trabajo
como gasto de fuerza de trabajo humana, gasto
productivo de cerebro, músculo, nervios, manos, en
una definición sustantivista o fisiológica del trabajo.
Trabajo humano es gasto de fuerza de trabajo simple
que, término medio, todo hombre común, sin
necesidad de un desarrollo especial, posee en su
organismo corporal, y está dado para una determinada
sociedad. Si no se necesita ningún desarrollo especial
para su realización, se trata de un trabajo simple. El
trabajo complejo es trabajo simple potenciado o
multiplicado, equivale a una cantidad mayor de trabajo
simple y, por ello, es considerado como un múltiplo de
trabajo simple. El valor que representa una mercancía
siempre puede ser reducido, por tanto, a trabajo
simple. Dice Marx: “Por más que una mercancía sea el
producto de un trabajo más complejo, su valor lo
equipara al producto del trabajo simple y, por
consiguiente, no representa más que una determinada
cantidad de trabajo simple. Las diversas proporciones
en que los distintos tipos de trabajo son reducidos al
trabajo simple como su unidad de medida, se establece
a través de un proceso social que se desenvuelve a
espaldas de los productores y que, por eso, a estos les
parece resultado de la tradición. Para simplificar, en lo
sucesivo consideraremos toda clase de fuerza de
trabajo como fuerza de trabajo simple, no
ahorrándonos con ello más que la molestia de la
reducción” (p. 55; el destacado es del original). Luego
veremos algunos problemas derivados de ello.
Marx quiere mostrar cómo se llega de la forma
simple de valor a la forma de dinero. En ello consiste el
apartado del capítulo I destinado a la forma del valor,
es decir, a mostrar esta metamorfosis, este cambio de
forma.
Así como el valor de uso recibe una expresión en la
mercancía, el valor recibe una expresión en la forma de
dinero. El par mercancía-dinero ocupa los tres primeros
capítulos de El capital. Marx analiza, a partir del
capítulo IV, las condiciones para que ese dinero circule
de tal modo que pueda ser considerado formalmente
como capital (mercancía, dinero y capital, como
conceptos en serie lógica y derivables uno del otro,
habían sido expuestos de ese modo en los trabajos
preparatorios de El capital). Veamos el pasaje de la
forma simple a la forma de dinero, aspecto importante
para cuando analicemos el problema de la forma del
valor en el apartado siguiente.
La forma simple permite comparar el valor de dos
mercancías, A y B (el lienzo y la chaqueta, por
ejemplo), ya que el valor de una mercancía solo se
puede expresar relativamente, esto es, en otra
mercancía. Estas mercancías no se pueden comparar
cualitativamente si no pueden ser reducidas a una
misma unidad: la fuerza de trabajo humano empleada
para su producción. En la producción de una chaqueta
se ha empleado fuerza de trabajo bajo la forma del
trabajo del sastre, se ha acumulado trabajo humano y
esa chaqueta no expresa su propio valor, sino el
equivalente material de otra mercancía, el lienzo, que
es la forma relativa porque su valor se expresa en la
mercancía B. El propietario de la mercancía A descubre
lo que vale cambiándolo por B, no puede saberlo antes.
La mercancía A se relaciona con un aspecto de sí
misma (el hecho de ser valor, ser producto del trabajo
humano) a través de otra mercancía, en el hecho de
que es intercambiable por otra. Pero la forma simple no
expresa el valor de un modo completo, ya que no
muestra la conexión de cada mercancía con todas las
demás mercancías. La forma se despliega
dialécticamente a través de las contradicciones. Se
preserva la forma anterior dentro de la forma más
compleja (niega y conserva dentro de sí la forma
anterior).
En la forma total o desplegada, el valor se muestra
como una “gelatina” de trabajo abstracto
indiferenciado, la mercancía A entra en relación con el
mundo de las mercancías, con las múltiples clases de
trabajo contenidas en los distintos cuerpos de las
mercancías. Ello ocurre cuando el intercambio es
habitual, no ocasional, como en la forma simple. Pero la
forma total es interminable, tiende a la infinitud, pero
sigue sin expresarse la interacción universal que
produce el trabajo abstracto, ya que las mercancías B,
C, D, etcétera, no están relacionadas entre sí, sino solo
con la mercancía A.
Para ello debe surgir la forma general, una mercancía
segregada que funcione como equivalente general de
todas las mercancías para que estas, que no pueden
cambiarse directamente entre sí, puedan hacerlo por el
equivalente general. La forma general logra la unión de
los elementos dispares en una totalidad no
fragmentada, y puede ser adoptada por cualquier
mercancía que las demás hubieran separado de sí
mismas en calidad de equivalentes, para devenir
mercancía dineraria y funcionar como dinero.
Históricamente, este papel lo ha cumplido el oro a
partir de la costumbre de, poco a poco, ir funcionado
como equivalente general. Pero si el oro se puede
contraponer como equivalente general es porque
primero se contraponía como una mercancía, porque es
también una mercancía producida por el trabajo
humano. El dinero es expresión de esa totalidad de
mercancías en su papel de equivalente general.
Expresa el dominio del capital en cuanto tiende a
expandirse infinitamente, en cuanto tiende a convertir
las relaciones sociales en relaciones monetarias y los
valores de uso en valores.
Marx dice que los hombres, al equiparar entre sí sus
diversos productos como valores, en el intercambio
equiparan distintos trabajos como trabajo humano. Y,
sin embargo, esto no es un proceso consciente sobre la
conexión entre trabajo y valor, sino que es
independiente de esa conciencia; los hombres no lo
saben, pero lo hacen: “Al equiparar entre sí en el
cambio como valores sus productos heterogéneos,
equiparan recíprocamente sus diversos trabajos como
trabajo humano. No lo saben, pero lo hacen” (p. 90; el
destacado es del original).
En una sociedad que produce mercancías, las
relaciones entre personas aparecen como relaciones
entre cosas. En esto consiste el fetichismo de las
mercancías: las personas se encuentran bajo el control
de las cosas. Las cosas se convierten en mercancías
porque se producen privadamente y se intercambian. A
diferencia de las sociedades precapitalistas, las
relaciones de poder son más materiales que
personales. La economía burguesa, dice Marx, analiza
la magnitud del valor, el contenido oculto de esas
formas, pero no se pregunta por qué ese contenido
adopta esa forma. Esta cuestión del fetichismo, para
muchos marxistas, es el aspecto principal del
capitalismo, y develar las formas ocultas es la tarea
fundamental de una crítica de la economía política.
Como las mercancías no van solas al mercado para el
intercambio, sino que son llevadas por sus poseedores
para establecer un contrato, esto es, una relación
jurídica voluntaria que presupone la idea de igualdad (e
imposible antes de la idea de igualdad burguesa),
deben acreditarse como valores de uso antes que como
valores, y la repetición del acto de intercambio las va
convirtiendo en mercancía. El intercambio es un acto
aislado, mientras que la circulación es un acto
continuo. Las mercancías circulan gracias al dinero, en
un movimiento que muestra una repetición constante y
monótona del proceso y un constante alejamiento del
punto de partida. El atesoramiento del dinero es lo
opuesto a la circulación, es el retiro de la circulación y
la interrupción de la metamorfosis.
Marx habla del capital recién en el capítulo IV, para
referirse justamente a la transformación del dinero en
capital. Así como había mostrado la conexión entre la
mercancía y el dinero, ahora se impone la conexión
entre el dinero y el capital para mostrar el carácter
expansivo del valor. El dinero, primera forma de
manifestación del capital, puede circular de dos
maneras: 1) Dinero en cuanto dinero: el dinero circula
simplemente como dinero cuando el productor de una
mercancía M, que posee un determinado valor de uso,
vende esta mercancía con dinero y, con este, compra
otra mercancía, que tiene otro valor de uso. La
finalidad de este proceso será el consumo de la
segunda mercancía de la serie M-D-M. El objetivo es
vender para comprar; 2) Dinero en cuanto capital: esto
se da cuando el dinero se usa para adquirir una
mercancía y a continuación venderla. Aquí se compra
para vender, y el dinero es el punto inicial y final del
proceso D-M-D’, donde se produce un aumento
cuantitativo de la suma de dinero inicial (D’ > D). Aquí
el dinero no es gastado, sino adelantado para obtener
una mayor cantidad posteriormente.
La circulación simple M-D-M tenía una finalidad por
fuera de la circulación: apropiarse del valor de uso de
la segunda mercancía para satisfacer una necesidad;
ese es su límite. La circulación de dinero como capital
es un fin en sí mismo, y el aumento del dinero no tiene
límite ni medida. El capital es valor que se valoriza. Los
dos actos de la circulación D-M y M-D’ suponen un
intercambio de equivalentes. La producción de valor
adicional o plusvalor debe darse por una
transformación en la mercancía M entre ambos actos.
El poseedor de dinero debe poder encontrar una
mercancía cuyo valor de uso tenga la propiedad de ser
fuente de valor, de modo que el consumo de esa
mercancía genere valor. Esa es, justamente, la
mercancía fuerza de trabajo, es decir, la capacidad del
hombre para ejecutar un trabajo. Para ello, esta
mercancía debió estar primero disponible como tal,
algo que Marx analiza en el llamado proceso de
acumulación originaria, a partir de la cual se producen
los cambios que permiten la emergencia en Inglaterra
de un mercado de trabajo, a partir de la desposesión
por medios violentos de los medios de producción de
los campesinos, su expulsión a las ciudades y su
necesidad de, carentes de propiedad, ofrecer su fuerza
de trabajo como propietarios libres que entran
voluntariamente en una relación jurídica contractual
con el capital. El trabajo asalariado se da suponiendo la
igualdad jurídica formal de ambas partes, y permite la
relación de capital entre una clase de propietarios y
una clase de obreros doblemente libres.
La fuerza de trabajo es una mercancía que posee
valor de uso y valor. El valor de uso es su aplicación, la
exteriorización de esa fuerza, el trabajo mismo. El valor
está determinado por el tiempo de trabajo necesario
para su producción, esto es, el contenido en los medios
de vida del trabajador (alimento, vestido, vivienda,
etcétera), cuyo valor está determinado en tiempo
desde antes de entrar en la circulación.
El plusvalor surge de la diferencia entre el valor
diario de la fuerza de trabajo y el valor que el
trabajador puede producir nuevamente en un día. El
valor de la fuerza de trabajo debe ser menor al valor
que se puede crear por el consumo de la fuerza de
trabajo en la producción. Se trata de un intercambio de
equivalentes: el obrero recibe su valor, pero crea
mucho más valor del que recibe. Recibe solo una parte
de lo producido, y en ello consiste la explotación. La
idea de explotación no tiene relación con un salario alto
o bajo, y es a Marx a quien se le debe su deducción a
partir de una teoría del valor-trabajo, ya que, en la
economía política clásica, ni Smith ni Ricardo habían
deducido de ella una teoría de la explotación. Lo que
Marx hace es llevar a fondo los presupuestos de una
teoría laboral del valor, y, por eso, a partir de su obra,
defenderla implicaba suscribir a la idea de la
explotación. Si no se comparte la idea de la
explotación, entonces, los economistas deberían
elaborar una teoría del valor diferente, algo que sucede
en la década de 1870 en numerosos lugares y que
originó la llamada revolución marginalista, a partir de
la cual el valor corresponde a una utilidad y
productividad marginal, no solo del trabajo, sino
también del capital.
Volviendo al capital, sus determinaciones formales
prefiguran el comportamiento de las personas. El
capitalista solamente ejecuta la lógica del capital, y si
quiere aumentar su ganancia no es solo por codicia,
sino porque está forzado por la competencia, lo que
sostiene la idea del capital como un sujeto automático,
como el sujeto de la valorización. La producción
capitalista no está destinada a satisfacer necesidades,
sino a la valorización del valor. El proceso de
producción capitalista es una unidad de proceso de
trabajo (producción de valores de uso) y de proceso de
valorización (producción de valor más plusvalor). El
proceso de trabajo es esa actividad orientada a un fin
bajo el control del capitalista, que es además el
propietario del producto, una nueva mercancía cuyo
valor es mayor que el capital adelantado en su
producción.
Si se prolonga la jornada laboral –para un valor dado
de la fuerza de trabajo– se prolonga el tiempo de
plustrabajo bajo la forma de plusvalía absoluta, que
alcanza su límite con la fijación de la duración legal de
la jornada de trabajo, lo que Marx analizó en Inglaterra
en el capítulo VIII de El capital. Pero la forma canónica
de funcionamiento del capitalismo es el aumento de la
productividad del trabajo al inducir el cambio
tecnológico y, por tanto, la reducción del valor de la
fuerza de trabajo, en la medida en que el contenido de
valor de los bienes salariales es cada vez menor. Por lo
tanto, por la vía de la plusvalía relativa, la masa de
plusvalor aumenta por la reducción del tiempo de
trabajo necesario, más que por el aumento del trabajo
excedente. Y la propia competencia obliga a los
capitales a seguir al capitalista individual que da inicio
a un proceso que sucede en todos los sectores, no solo
a los que producen medios de vida. Los capitalistas,
independientemente de su voluntad, obedecen
entonces a una coerción objetiva.
En este libro nos ocupamos centralmente del proceso
de trabajo, y dejamos para otra oportunidad las
derivaciones en términos de valorización desplegadas
por Marx a lo largo de los tres tomos de El capital (en
torno al problema de la dinámica del capitalismo, la
circulación del capital, su tendencia inevitable a la
crisis, los efectos sobre la tasa de ganancia), además
de otros aspectos que ocuparon a muchos economistas
marxistas, siendo conscientes de las múltiples
controversias suscitadas –que aún hoy no alcanzan una
respuesta definitiva– y que mantuvieron relativamente
relegada la cuestión de la relación entre trabajo y valor
antes del problema del valor y del precio.13

Las características de la organización del trabajo, de las


formas que adquieren los procesos de trabajo desde la
transición del feudalismo al capitalismo, son tratadas
sistemáticamente en los capítulos IX a XIII del tomo I,
continuando la tarea realizada en los manuscritos reseñados,
especialmente en los llamados cuadernos tecnológicos. De
allí que, en el estudio del trabajo concreto que da lugar a
estos diversos procesos de trabajo, valga la pena repasar
brevemente el contenido de estos capítulos. Marx analiza la
serie cooperación-cooperación basada en la división del
trabajo-manufactura-gran industria como indicativa de las
sucesivas transformaciones del trabajo y de los instrumentos
de trabajo propios de la dinámica capitalista emergente con
la Revolución Industrial en Inglaterra.
La cooperación es entendida como el empleo de un
número relativamente grande de trabajadores. En el
artesanado, el capitalista decide sobre el producto y la
distribución del excedente, pero los artesanos aún controlan
el proceso de trabajo. A pesar de derivar del artesanado, la
manufactura coexistió por mucho tiempo con él, pero en ella
era mayor el número de obreros empleados al mismo tiempo
por el mismo capital (Marx, 2002 [1867]: 259).
Por un lado, en la cooperación surge una nueva fuerza de
la actuación conjunta de muchas fuerzas (un gran tronco no
lo puede mover un trabajador, aunque tenga todo el día para
hacerlo). Por el otro, cuando se usan conjuntamente muchos
medios de producción se abaratan los productos, ya que
ceden menos valor al producto (100 trabajadores producen
10 veces más que 10 operarios, pero no necesitan 10 veces
más edificaciones o maquinarias).
Ya el artesanado reconocía la división del trabajo, pero esta
se desarrolla verdaderamente con la manufactura entre el
siglo XVI y el último tercio del siglo XIX en Inglaterra. La
manufactura supone la reunión, en el mismo espacio de
trabajo –en el mismo taller–, de obreros de diversos oficios.
Supone una combinación de oficios independientes y muy
pocas –o ninguna– máquinas. Para producir un carruaje hay
carreros, talabarteros, torneros, costureros y demás oficios
independientes en los que cada artesano va perdiendo
paulatinamente el hábito de su oficio independiente hasta
que sus operaciones se convierten en parciales y
entrelazadas. La manufactura implica que el mismo capital
reúne, en el mismo taller, a muchos oficiales que realizan el
mismo trabajo y se distribuyen las operaciones para que cada
uno realice una distinta y entre todos fabriquen la mercancía,
que es el producto social de una colectividad de artesanos
que van perdiendo su oficio y que dejan de producir
individualmente la totalidad de la mercancía. Sin embargo,
las operaciones mantienen su independencia y dependen de
la habilidad del obrero en el manejo de la herramienta, hasta
que se convierten en la función específica de un obrero, que
Marx denominaba obrero parcial. Las operaciones conservan
su carácter manual, ya que dependen de la fuerza, la
destreza, la rapidez y la seguridad del obrero individual en el
manejo de la herramienta. De este modo, el capital sigue
dependiendo de la habilidad subjetiva del trabajador, aunque
esta sea cada vez menor o quede reducida a una habilidad de
detalle.
Recapitulando, del artesano pasamos al obrero parcial, que
no produce mercancías individualmente, sino que esta es el
producto común de todos ellos actuando conjuntamente. A su
vez, el obrero parcial realiza la operación en menos tiempo
que el artesano. La división del trabajo potencia la fuerza
productiva del trabajo y permite producir más mercancías en
menos tiempo. A través de diferentes generaciones de
trabajadores y por la repetición sucesiva, la manufactura crea
el virtuosismo del obrero especializado. Al mismo tiempo, en
la manufactura se multiplican las herramientas al tener que
adaptar los instrumentos de trabajo a las funciones
especiales desarrolladas por los obreros parciales, y comienza
a desarrollarse cierta autonomía de los medios de
producción, que se enfrentan, como capital, al obrero.
La manufactura es la condición de posibilidad de la
máquina, que no es más que una combinación de
herramientas, artefactos mecánicos complejos. La división
del trabajo en la manufactura produce máquinas, el taller de
fabricación de los propios instrumentos de trabajo, que a su
vez serán la causa de la posterior desaparición de las
manufacturas (p. 301). A diferencia de Adam Smith, para
Marx los obreros no inventan máquinas como resultado de la
división del trabajo, sino, a lo sumo, los artesanos. Sin
embargo, sus habilidades serán estudiadas para crear nuevas
máquinas.
Para Marx, la división del trabajo propia de la manufactura
no opera más en la gran industria, en la que operan las
máquinas. Con su base técnica más amplia, las máquinas –los
instrumentos de trabajo o trabajo muerto– pueden abarcar
toda la producción social y revolucionarla mucho más que el
trabajo vivo. La maquinaria se deduce del instrumento de
trabajo, de los medios de producción antes que del trabajo
vivo o de la división del trabajo (p. 302).
Marx sigue a Charles Babbage en el entendimiento de que
la máquina es una reunión de instrumentos, pero agrega que
está formada por tres elementos: primero, el mecanismo de
movimiento (las aspas de viento de un molino, la rueda
hidráulica, la máquina a vapor, que son capaces de utilizar
las fuerzas de la naturaleza como el viento, el agua o los
caballos); segundo, un mecanismo (volantes, ejes, correas,
ruedas dentadas, etcétera) que transmite la fuerza a la
máquina-herramienta; y tercero, las máquinas de trabajo,
esto es, máquinas-herramientas que ya no están en manos
de un hombre, sino engranadas a un mecanismo (ella ejecuta
las operaciones que antes hacía el obrero, pero puede hacer
funcionar simultáneamente muchas más herramientas que el
hombre, con sus límites orgánicos). La máquina no está
limitada por la necesidad de adaptación al cuerpo humano,
como la herramienta. De estas últimas había arrancado la
Revolución Industrial, ya que los mecanismos de movimiento,
como la máquina a vapor, se habían mantenido igual desde
sus inicios en el siglo XVII. La secuencia del cambio
tecnológico había sido de atrás para adelante, desde el tercer
elemento hacia el primero.
El obrero, en este contexto, será entonces apenas un
apéndice de la máquina. El capital ya no depende de la
habilidad subjetiva del obrero y se puede desentender de las
fuerzas productivas individuales y de los obreros parciales. Se
reemplaza así la fuerza de trabajo humana por las fuerzas de
la naturaleza, y la conciencia humana por la ciencia (p. 369).
Con la transformación del instrumento en máquina, el trabajo
ya no se trata del ejercicio de una habilidad, sino de la
aplicación de un conocimiento formalizado. Con ello, la
ciencia se separa del trabajo inmediato. En el pasaje del
conocimiento artesanal al conocimiento científico, la ciencia
deviene una fuerza productiva inmediata, ya que no opera la
división del trabajo, ni las máquinas son resultado de ella (Di
Lisa, 1982: 32-33).
El trabajo está subordinado a la aplicación tecnológica de
la ciencia. Como ya señalamos cuando analizamos los
Grundrisse, Marx no pensaba en la producción de ciencia
como un proceso de trabajo. La ciencia era exógena a la
producción y al trabajo, era un producto social, resultado del
aumento de los saberes sociales o general intellect, cuyo
destino era cristalizarse en las máquinas. Si bien las ciencias
se desarrollaban profusamente desde los siglos previos –los
avances de la física, la química y la biología son bien
conocidos por Marx–, la organización del trabajo intelectual
de los científicos era muy incipiente aún (Vence Deza, 1995:
384).
En la época de Marx era bastante inusual la investigación
científica directa por parte del capital. Los economistas
schumpeterianos explican que ello surge en Alemania hacia
fines del siglo XIX, y luego se traslada a los Estados Unidos
(Freeman, 2003). Pero Marx pensaba que el desarrollo de la
gran industria inducía la producción de nuevos inventos y
creaba nuevas cuestiones a explicar por la ciencia. Y esto era
una tendencia inevitable, pero, a mediados del siglo XIX, la
ciencia tenía poco que ofrecer a la industria. El desarrollo de
las máquinas no surgió de la ciencia, sino de la división del
trabajo, tuvo más que ver con la técnica que con la ciencia.
Pero, a partir de la gran industria, la ciencia comenzará a
tomar un rol central.

6. La cuestión del trabajo, el valor y la forma del


valor
En Marx, el doble carácter del trabajo es el punto clave de su
crítica a la economía política, como bien le señala a Engels en
su carta de 1867. Sin embargo, para muchos estudiosos del
marxismo y de la economía política, la cuestión central era la
posibilidad de la medición del trabajo y de considerar la
teoría del valor-trabajo como una teoría de la determinación
de los precios. La cuestión se planteó bastante rápidamente
en el marxismo como un desplazamiento, como un aparente
cambio de foco de Marx entre el tomo I de El capital, escrito y
revisado minuciosamente por él mismo, y el tomo III, del cual
Marx escribió solo manuscritos, que fueron publicados por
Engels póstumamente.
Los manuscritos que forman parte del tomo III de El capital
aparecen en 1895 publicados por Engels y generan
numerosas controversias alrededor de, al menos, tres
cuestiones: la transformación de valores en precios, la
formación de una cuota media de ganancia y su tendencia
decreciente, y las características de la acumulación y la
tendencia del capitalismo a la crisis. Todas ellas se derivan de
la forma en que Marx analiza la dinámica de la competencia
capitalista, entre los capitales individuales y sus
consecuencias para el capital en general y para el modo de
producción en su conjunto. Marx procura establecer la forma
en que la productividad del trabajo y la lógica del beneficio
buscada por los capitales individuales solo tienen sentido
cuando son analizadas como parte de un capital social global
que se enfrenta a un trabajo también social y global.
Como es sabido, los precios de las mercancías no varían de
acuerdo con el tiempo de trabajo socialmente necesario
incorporado en ellas. Para ver la transformación de los
valores en precios hay que considerar la competencia entre
todos los capitales, y las consecuencias derivadas de la
formación de una cuota media de ganancia para toda la
sociedad. Esta cuota de ganancia depende, ante todo, de la
plusvalía, es directamente proporcional al grado de
explotación de la fuerza de trabajo. Pero, además, depende
inversamente de la composición orgánica del capital, del
peso específico del capital constante en el capital variable
expresado en el cociente C/V.
En el famoso ejemplo de El capital, Marx quiere demostrar
esta situación considerando una tasa de plusvalía igual para
todas las ramas de la producción, asumiendo que cada una
de ellas invierte el mismo volumen de capital –capitales de la
misma magnitud–, pero con diferentes proporciones de
capital variable y capital constante, esto es, diferente
composición orgánica.
Formación de la cuota general de ganancia
Cuota de Cuota de Precio de
Capitales Desgaste
Ramas plusvalía Plusvalía C ganancia costo F =
A de c E
B D E+v
I 80c + 20v 100% 20 20% 50 70
II 70c + 30v 100% 30 30% 51 81
III 60c + 40v 100% 40 40% 51 91
IV 85c + 15v 100% 15 15% 40 55
V 95c + 5v 100% 5 5% 10 15
395c +
110 - - Suma
110v
78c + 22v 22 g = 22% - Promedio
Valor de
Cuota de Precio de Cuota de Diferencia
Capitales las
Ramas plusvalía producción ganancia precio-
A mercancías
B H=F+g I valor
G=F+C
I 80c + 20v 100% 90 92 22% 2
II 70c + 30v 100% 111 103 22% -8
III 60c + 40v 100% 131 113 22% -18
IV 85c + 15v 100% 70 77 22% 7
V 95c + 5v 100% 20 37 22% 17
395c +
- - Suma
110v
78c + 22v - - Promedio

La cuota de ganancia es diferente en cada rama debido a


esta distinta composición orgánica del capital en cada una de
ellas. Pero esta diferencia, justamente a causa de la
competencia, desaparece debido a la tendencia de todo el
capital a obtener una cuota media de ganancia. Esa cuota
media de ganancia será resultado de las migraciones del
capital desde las ramas de menor ganancia a las de mayor
ganancia, lo que permite que los precios de producción sean
los que se correspondan con esa cuota media. En otros
términos, el precio de producción será superior (o inferior) al
valor si la composición orgánica del capital es menor (o
mayor) que la composición orgánica media del capital social
total.
Las mercancías no se cambian ya en proporción a sus
valores, sino a sus precios de producción, que quedan
establecidos de tal manera que las tasas de ganancia se
vuelven uniformes entre las distintas ramas de la producción.
No obstante, los precios se calculan a partir de los valores (de
ahí la transformación de valores en precios), como señala
Marx en sus cartas a Engels en 1862 y 1868, antes de que
sea publicado el tomo III (Dostaler, 1980).
A diferencia de la producción mercantil simple, en el
capitalismo las mercancías no se venden por los precios
correspondientes a sus valores, sino a los que corresponden a
sus precios de producción. Cuando los sectores industriales
aún estaban débilmente entrelazados y existían restricciones
a la competencia, se observan diferentes cuotas de ganancia.
Con el desarrollo capitalista y la competencia, tiende a
formarse una cuota de ganancia media que termina haciendo
un reajuste del reparto de la plusvalía entre los capitales de
diferentes ramas, a partir del cual los capitales de
composición elevada se apropian una parte de la plusvalía
generada en las ramas de baja composición orgánica.
A pesar de que los precios y los valores de las mercancías
son individuales, la suma global de los precios es igual a la
suma global de los valores, así como la suma de las
ganancias es igual a la suma de las plusvalías. Los
trabajadores no son explotados solamente por los capitalistas
que los contratan, sino por toda la clase capitalista en su
conjunto, interesada en elevar el grado de explotación de la
clase obrera para obtener una cuota media de ganancia más
alta. Pero al buscar su ganancia individual ciegamente, el
capitalista individual busca aumentar su composición
orgánica antes que los otros, busca sustituir relativamente
obreros por máquinas par abaratar sus productos. Al hacer
esto todos los capitales juntos, el resultado es un esfuerzo
general por mejorar la productividad del trabajo y aumentar
la composición orgánica del capital social total. Pero lo que es
racional para el capitalista individual, para el conjunto del
capital es una contradicción, un perjuicio que ninguno de
ellos quería y que acelera la llegada de una crisis.
Si la cuota de plusvalía se mantiene inalterada, con la
acumulación se produce una tendencia a la caída de la tasa
de ganancia (sin embargo, pueden operar ciertas
contratendencias, como el abaratamiento del capital
circulante o la reducción de los salarios, así como también el
aumento del grado de explotación de la fuerza de trabajo).
Esto, de por sí, no significa linealmente el advenimiento de
una crisis terminal o el derrumbe del sistema capitalista.
Significa que será necesaria una solución violenta, aniquilar
parte del capital existente, una purga de los capitales
sobrantes. Como resultado de la expansión de las fuerzas
productivas, se asiste a una desvalorización, a una
destrucción de capital que se contradice con la acumulación.
Pero, a su vez, esa purga de capitales, al reducir la
composición orgánica, establece las condiciones para una
posterior recuperación de la ganancia, lo que permite el
relanzamiento de la acumulación.
En el tomo I, Marx había dejado claro que la acumulación
resultaba de la conversión de una parte de la plusvalía en
capital, que se añade al capital original. También dejaba claro
que este aumento se producía de forma desigual entre sus
componentes –capital constante y variable–, ya que crecía
más la parte destinada a comprar máquinas que la destinada
a comprar fuerza de trabajo. Aunque hubiera un aumento
absoluto del capital variable, se asistía a una reducción
relativa de la demanda de mano de obra y, por lo tanto, a
una sobrepoblación relativa. El ejército industrial de reserva
aumenta en relación con el total de la población como una
ley general de la acumulación capitalista. Pero no había
considerado, como lo hará en los manuscritos que forman el
tomo III, el efecto de los capitales en competencia, el efecto
del capital social total sobre el trabajo social total.
Estos desarrollos generaron muchas controversias. Para
algunos constituyen la explicación definitiva del problema de
la transformación de valores en precios (Engels); para otros,
son válidos por sí mismos, pero con los ajustes matemáticos
adecuados y prescindiendo de la teoría del valor-trabajo
(Sraffa y los neorricadianos),14 y, para otros, solamente
apuntan a mostrar la forma en que se distribuye el trabajo
entre las diferentes ramas del capital (Rubin).
A lo largo de los años, esta cuestión se planteó en torno a
la posibilidad de resolución del problema de la transformación
de los valores en precios. Este problema suscitaba dos
posiciones centrales, con sus variantes. Se pueden
diferenciar las teorías del fetichismo y la teoría del valor-
trabajo, base de la teoría de la explotación y de las teorías de
la redistribución de la masa de ganancias, para que coincida
con el plusvalor. No eran necesarias las relaciones de cambio
en las que se intercambian las mercancías entre sí, sino que
alcanzaba con la crítica a la forma que estos procesos
asumen. En otras palabras, el análisis del trabajo abstracto es
separable de la distribución del ingreso. Hay un eslabón roto,
pero que no afecta el hecho de que la teoría de la explotación
es la reducción a mercancía de la fuerza de trabajo. El resto
era secundario. Para otras posiciones era posible mantener
una teoría del valor-trabajo (tomo I) como algo que es
consistente con la determinación de la tasa de ganancia
(tomo III), y mantener unificadas las esferas del valor y la
distribución como un edificio coherentemente construido. No
pretendemos reconstruir aquí la larga historia de este debate.
Solo queremos hacer referencia a la diferencia que surge
entre el estudio del valor, por un lado, y de la forma del valor,
por el otro. Pero vayamos por partes.
En el libro III de El capital, Marx recurre a la teoría
ricardiana de los precios de producción y se aprecia una
tentativa de explicar los precios inspirándose en el método
ricardiano, lo que dio lugar a una serie de equívocos que se
manifestaron con fuerza en los años setenta en torno a las
posiciones neorricardianas que, si bien reivindicaban a Marx
(aunque reduciéndolo muchas veces a un mero continuador
de Ricardo), cuestionaban la teoría del valor-trabajo. Del
mismo modo, el desvío de los precios respecto de los valores
también influye en la determinación de la caída tendencial de
la tasa de ganancia y de la valoración de esta –o su descarte–
como una regla fundamental del modo de producción
capitalista.
Estas cuestiones encuentran un punto álgido con los
debates surgidos por los análisis derivados de la publicación
en 1960 del libro de Piero Sraffa, Producción de mercancías
por medio de mercancías, que sintetizaba las pretensiones de
las miradas de los economistas frente a los filósofos. Las
sutilezas están aquí a la orden del día, y el debate se vuelve
muy complejo al combinar argumentos filosóficos,
económicos y puramente matemáticos –o una combinación
de ellos– en las diferentes posiciones. Por razones de
simplicidad agruparemos estas posiciones entre quienes
defienden el análisis de la forma del valor, que es la
contribución específica de Marx en relación con Ricardo, y
quienes la abandonan (Sraffa, Garegnani y otros
neorricardianos). Según los primeros, los valores de cambio y
el dinero solo son formas distintas del valor, cuyo contenido
es el trabajo abstracto como la sustancia del valor:

Desde el momento en que en una sociedad productora de


mercancías el valor deja de ser directamente social, el
valor de las mercancías no puede reflejarse de una manera
directamente sensible, por lo que el valor de cada una de
las mercancías debe expresarse a través de los valores de
uso de otra mercancía (Altvater, Hoffman y Semmler,
1979: 102).

Esto es, precisamente, lo que Marx analiza en el capítulo I, en


el análisis de la forma del valor, desde la forma simple a la
forma precio. Aquí está el verdadero meollo del problema de
la transformación de valores en precios. Para los segundos,
es posible sostener todo el análisis de Marx, aunque no se
sostenga la teoría del valor-trabajo. En esta línea sobresalen
los seguidores de Piero Sraffa, quienes explican que el trabajo
del economista italiano no solo supera las insuficiencias de la
obra de Marx, sino que superan, a su vez, las consecuencias
del sistema teórico marginalista, dominante en la teoría
económica convencional. Según esta línea, el problema de la
teoría del valor-trabajo es que procura resolver un problema
(el de la determinación correcta de la tasa de ganancia y la
distribución de los salarios y los beneficios) que, al momento
de formularse, no podía resolverse con los desarrollos
matemáticos del siglo XIX (Garegnani, 1979a: 39).
La teoría del valor de Marx estaba bien porque era la
aceptada en ese momento, pero más importante aún era la
noción de excedente que, según ellos, estaba presente en
Ricardo (y antes también en otros economistas) de tal forma
que suministró a Marx los verdaderos fundamentos de su
crítica a la economía política. O sea, los neorricardianos
sostienen que la noción fundamental de todo el sistema es la
de excedente social (del hecho de que el trabajador no reciba
todo el producto que produce), especialmente en la versión
de Ricardo, y que también ella estaba presente en Marx
estructurando su crítica, pero se mantenía oculta por la
influencia de un marxismo que defendía justamente la idea
de que esa crítica se sostiene (y, por lo tanto, se viene abajo
también) sola y exclusivamente con la teoría del valor-trabajo
de Marx. Es la posición adoptada por Hilferding en su
respuesta a las críticas de Bhöm Bawerk a la obra y a la
teoría del valor-trabajo de Marx, lo que para los
neorricardianos había debilitado el vínculo en la economía
política entre Ricardo y Marx. Paradójicamente, ese vínculo
habría sido fortalecido por Sraffa, justamente eliminando la
teoría del valor-trabajo.
Así como en una sociedad precapitalista –por ejemplo, en
el feudalismo– el ingreso del señor feudal resultante de la
explotación del trabajo se basaba “únicamente en el hecho
de que no les estaba permitido a los siervos de la gleba
apropiarse de todo lo que producían” (1979c: 57), en la
sociedad capitalista “el hecho de que el trabajador no reciba
todo el producto, no requiere ninguna teoría del valor para
ser visualizado” (ídem). En fin, para Garegnani, la explotación
no depende de la teoría del valor-trabajo, sino de la noción de
excedente.
Según Garegnani, recién entre 1904 y 1907 los
economistas Dmitriev y Bortkiewicz determinan la tasa de
ganancia con las ecuaciones simultáneas de precio, que,
incluso, permanecen ocultas hasta Sraffa (1979a: 39). Marx,
según Garegnani, se proponía hacer lo mismo (pasar de la
medición del trabajo a la tasa de ganancia, y luego a los
precios de producción), pero no tenía a su alcance el manejo
matemático necesario, ni tampoco, por una cuestión de
método (en el método de la exposición –al revés del método
de la investigación–, ir de lo abstracto a lo concreto), podía
explicarlo en el capítulo I de El capital. A pesar de ello, la
noción de excedente en Marx aparece claramente –siempre
según Garegnani– en las Teorías de la plusvalía, en la parte
que trata sobre los fisiócratas, que para él fundan los
planteos tanto de Smith como de Ricardo y Marx (1979b: 47).
Para los neorricardianos, la obra de Sraffa no puso en crisis
la teoría del valor ni la crítica a la economía política de Marx,
sino que, por el contrario, esta última se vería reforzada. El
trabajo de Sraffa, basado, según él, en un Marx que se apoyó
decisivamente en Ricardo, no permite ir más allá de la
producción y la distribución de las mercancías. Si se quiere
ver la acumulación y la crisis, el sistema de Sraffa nos
remitiría, sin más, a la obra de Marx, considerando siempre,
claro está, que el papel principal de la ley del valor es la
determinación de la tasa de ganancia como algo fundamental
para el conflicto entre trabajo asalariado y capital, pero que
la mayoría de los marxistas discute. Esto se realiza con
independencia de que las mercancías se intercambien con el
precio de producción (tomo III) o con el trabajo incorporado
(tomo I): “Marx consideraba que podía proceder en un
principio como si las mercancías se intercambiaran en
proporción al trabajo incorporado, dejando para el libro III el
estudio de los precios de producción” (1979a: 40). Y esto se
relaciona con el excedente: “Estos precios solo podían
determinarse después de la tasa de ganancia, y su lugar
natural estaba, pues, entre los demás problemas relativos a
la repartición del plusvalor social (entre ganancias e
intereses, entre ganancias e interés de la tierra, etcétera)”
(ídem; el destacado es del original).
En suma, el estudio de los precios de producción para
determinar la tasa de ganancia era correcto pero incompleto,
debía plantearlo dentro de la teoría del excedente y con los
sistemas de ecuaciones simultáneas aún no desarrollados en
ese momento. Para Garegnani, Hilferding había recurrido con
su respuesta al fetichismo de la mercancía, al señalar que la
finalidad de Marx era subrayar que:

El valor de cambio y el dinero (como los salarios, las


ganancias y las rentas) no son más que expresiones de una
solución particular del problema general de la división del
trabajo y de su coordinación con las necesidades colectivas
que una familia patriarcal, una sociedad medieval y una
futura sociedad de individuos iguales resolvían o podían
resolver en formas totalmente distintas (1979b: 51).

Según Garegnani, Hilferding se propone, en su respuesta a


Bhom Bawerk, disipar el fetichismo. Pero explicar el
fetichismo como característica central del sistema capitalista
“es explicar de manera global los fenómenos económicos de
dicho sistema, y no constituye un objetivo especial de la
teoría del valor considerada en sí misma” (1979b: 52; el
destacado es del original). Esta teoría del valor no podía ser
una explicación global o general, debía ser más específica en
explicar los fenómenos económicos, como los desarrollos que
se derivan de la teoría de las ganancias de Ricardo.
Entre los opositores a los neorricardianos son mayoría los
que defienden la unicidad de las teorías del fetichismo de la
mercancía (capítulo I del tomo I) y las teorías del valor-trabajo
y del plusvalor (la teoría de la explotación, del tomo I) con el
resto de El capital (como los que priorizan la noción de
forma). Pero también hay posiciones intermedias que
reservan la cuestión del fetichismo para el campo filosófico, y
la teoría del valor y el resto de El capital lo conceden al
análisis económico (Vianello, Lippi, Salvati). De nuestra parte,
solo nos queda citar al propio Marx cuando se refiere a
Ricardo en Teorías de la plusvalía, en cuanto a su
incomprensión de las formas del valor:

No se preocupa para nada en investigar el valor en cuanto


a la forma (la forma determinada que asume el trabajo en
cuanto sustancia del valor), sino solamente de las
magnitudes de valor, de las cantidades de este trabajo
general abstracto, y bajo esta forma social, que hacen
nacer la diferencia en cuanto a las magnitudes de valor de
las mercancías (1980b: 152).

Para Marx, lo determinante es la relación que guardan las


mercancías entre sí como sustancia del trabajo social más
que la proporción en la que se intercambian. Por último, una
cita de Dostaler en torno a la posición neorricaridana: “Los
neorricardianos son los herederos de los socialistas
ricardianos, cuya ingenuidad política denunció Marx. Se trata
de suprimir a los capitalistas sin dejar de conservar el capital
y la ganancia, motor de la acumulación. Y, para administrar
esa acumulación, siempre habrá necesidad de economistas”
(1980: 225).
Finalizado nuestro recorrido sobre las referencias directas
más relevantes de Marx vinculadas al trabajo humano, nos
queda referirnos a los vínculos que se establecen desde el
trabajo con otros aspectos centrales de la valorización en el
capitalismo, como son el dinero y el trabajo reproductivo. A
continuación, haremos una breve referencia a la relación del
trabajo con estos tópicos importantes.

7. El trabajo, el dinero y el capital


Marx habla sobre el dinero como una categoría derivada de la
mercancía y, por lo tanto, del trabajo humano, que cuando se
utiliza para la compra de fuerza de trabajo se expresa como
capital. La serie mercancía-dinero-capital ordena el
pensamiento de Marx desde los primeros capítulos de los
Grundrisse, entre 1857 y 1858, pasando por la Contribución a
la crítica de la economía política y por los primeros cuatro
capítulos de El capital. Se trata de una conexión que Marx
sistematiza de ese modo y complejiza luego más adelante,
como se ve en los manuscritos posteriores publicados por
Engels como parte de los libros II y III de El capital.
En los Grundrisse, a diferencia de los textos posteriores,
comienza directamente por el dinero y no por la mercancía
(luego de la introducción o capítulo I), en el capítulo sobre el
dinero (capítulo II), escrito en octubre de 1857 al calor de la
crisis. En ese capítulo, comienza por el dinero para ir luego al
proceso de trabajo. Más adelante, en el capítulo III, habla
sobre el capital. Luego, en 1858 redacta los capítulos de la
versión primitiva de la Contribución a la crítica de la
economía política, sobre la moneda y el valor inmutable del
dinero (o sea, el dinero en cuanto dinero, moneda mundial,
etcétera). En la versión definitiva de 1859, en el capítulo II
habla sobre el dinero o la circulación simple (el capítulo I
trata sobre la mercancía). Finalmente, despliega una serie de
consecuencias derivadas del dinero y del capital-dinero en los
capítulos XVI a XXXVI del libro III de El capital. Todas estas
referencias deberían ser pensadas en su vínculo con la
acumulación de capital y tenidas en cuenta junto con otras
consideraciones históricas, como la crisis financiera de los
Estados Unidos, que Marx comenta como periodista para el
New York Daily Tribune, en la década de 1850, y el
crecimiento de los bancos y las sociedades por acciones en
Inglaterra.
En el tomo III de El capital, Marx diferencia el capital
comercial (y dentro de este, el capital mercancía de comercio
y el capital dinero de comercio) del capital que devenga
interés (capital dinero como una plétora de capitales). A
diferencia del capital industrial (y del capital dinero que se
usa en la circulación del capital industrial, que aparece
tratado en el libro II), ninguno de ellos entra en la formación
de la tasa media de ganancia. Además de esta plétora de
capitales, Marx considera el capital bancario y el llamado
capital ficticio (acciones y deuda pública).
Marx había estudiado profundamente las características de
las crisis financieras en la década de 1850, y había
desarrollado nociones como las de capital ficticio para
referirse al auge de las sociedades por acciones y a su
valorización en los mercados bursátiles, que empezaban a
desplegarse en el mundo anglosajón. Posteriormente,
economistas como Hilferding estudiaron el capital financiero
como una resultante de la fusión del capital industrial con el
capital bancario derivado de los procesos de concentración y
centralización del capital de finales del siglo XIX. En los
Estados Unidos, los trust estimulaban el pasaje del centro
financiero mundial de Londres a Wall Street, lo que se
produce hasta el desplome general durante la gran crisis del
treinta, crisis global del capitalismo, pero que había estallado
justamente por el lado financiero.
Este tópico de la economía política fue explorado por Marx
con sus referencias a las crisis financieras y al desarrollo del
capital ficticio, pero luego de su discusión, a finales del siglo
XIX, se había mantenido en un segundo plano. Hoy

constituyen las principales preocupaciones de los críticos de


la economía política, y su abordaje por el marxismo lo pone
muy por delante de las versiones ortodoxas y heterodoxas de
la economía convencional, que abogan –ingenua o
cínicamente– por una desregulación o una nueva regulación
de un sistema intrínsecamente inestable.
Originada en los años setenta, la hipertrofia del capital
financiero ha marcado la evolución del capitalismo hasta
nuestros días. En la actualidad, este vínculo sigue presente.
Según Costas Lapavitsas: “El Estado es el garante, en última
instancia, de la solvencia de los grandes bancos y de la
estabilidad del sistema financiero en su conjunto, como ha
vuelto a poner de manifiesto la crisis financiera de 2007-
2008” (2009: 79). A pesar de ello, su principal explicación del
crecimiento de las finanzas radica en el auge del crédito al
consumo privado en los países desarrollados, lo que llevó al
endeudamiento del sector privado en paralelo a la reducción
del poder de compra de los salarios:
Condición necesaria para este cambio ha sido desde luego
la creciente implicación de los particulares en las
operaciones del sistema financiero, tanto en términos de
activos como de deudas. Aquí también hay diferencias
entre los principales países, que reflejan su historia y sus
instituciones, así como los hábitos referentes a vivienda,
pensiones, seguros, consumo y demás. Sin embargo, los
particulares, trabajadores o no, se han implicado cada vez
más en el funcionamiento del sistema financiero: se han
financiarizado (p. 38).

El economista italiano Christian Marazzi también subraya el


nuevo peso del crédito al consumo en el crecimiento de las
finanzas. El crecimiento de la economía norteamericana y la
continuidad de las rentas dependía decisivamente del crédito
hipotecario y del aumento del consumo, para lo cual era
decisiva la política crediticia y monetaria llevada adelante por
la Reserva Federal: “El endeudamiento hipotecario
estadounidense, que ha alcanzado más del 70% del PBI para
una deuda total de la economía interna cercana al 93% del
PBI, ha constituido la fuente principal del consumo a partir del

año 2000, y desde 2002 es el motor de la burbuja


inmobiliaria” (2009: 35).
El creciente nivel de distancia de estas formas del capital –
que subrayan la hipertrofia de la dimensión financiera en la
acumulación– con las determinaciones del trabajo concreto
no debe llevarnos a menospreciar las conexiones
fundamentales entre el dinero y el trabajo, aunque
aparezcan, por ello mismo, crecientemente fetichizadas.
Como señala Bonnet:

Pero ¿qué es eso que permanece fetichizado, o mejor,


crecientemente fetichizado, en esta división del capital en
capital productivo y capital financiero? Es precisamente el
nexo entre aquellos ingresos, el interés y el beneficio de la
empresa, y la explotación del trabajo. En primer lugar,
cada uno de esos ingresos aparece como desvinculado de
la explotación del trabajo. La ganancia de la empresa
aparece como una suerte de salario y, más importante
aún, el interés aparece como una renta. En segundo lugar,
esos ingresos aparecen como contrapuestos entre sí en
lugar de aparecer ambos, y particularmente el interés,
como contrapuestos al trabajo explotado (2000: 123).

La relación del trabajo con el dinero estaba clara en el


programa de investigación de Marx. Su tratamiento
pormenorizado excede los límites de este capítulo y de este
libro. A los efectos de nuestro libro, solo diremos que los
problemas derivados de la relación del trabajo y el valor con
la cuestión de la realización de las mercancías –mediadas por
las características de la fuerza de trabajo y la norma de
consumo– encontraron un momento determinante en el
período fordista, con la simbiosis entre producción en masa y
consumo de masas permitida por los aumentos de salarios
(con mayores aumentos, por supuesto, de la productividad),
pero que, en el período posfordista –con su relación laboral
precarizada–, el problema de la realización de las mercancías
solo puede ser resulto con la expansión del crédito, condición
que está en la base del aumento del capital ficticio y de las
finanzas, y que dio lugar a los debates sobre la llamada
financiarización (Míguez, 2015).

8. Trabajo, producción y reproducción


El vínculo entre las tareas de producción de mercancías y
reproducción de la fuerza de trabajo tiene en la obra de Marx
numerosas omisiones y limitaciones que serán señaladas por
el feminismo a lo largo del siglo XX, especialmente desde los
años setenta, a partir del avance irrefrenable del movimiento.
El debate atraviesa desde la economía política hasta
diferentes teorías sociales y de género, así como también el
propio psicoanálisis. Nuestra intención es mostrar la forma
escueta en que aparece en la obra de Marx la cuestión del
trabajo reproductivo y las consecuencias señaladas en torno
a ciertas importantes omisiones señaladas con posterioridad.
Un importante número de pensadoras feministas han
intentado conciliar la obra de Marx con el feminismo, sin por
ello dejar de mostrar las importantes limitaciones de su
pensamiento. Silvia Federici menciona numerosas
limitaciones de la obra de Marx para pensar el tema de la
reproducción de la fuerza de trabajo y el lugar que juega en
ella la mujer.
En primer lugar, según Federici, Marx piensa que el
proceso de reproducción queda cubierto con la producción de
mercancías, con la compra de las mercancías necesarias para
la vida: “Nunca reconoce que es necesario un trabajo, el
trabajo de reproducción, para cocinar, para limpiar, para
procrear” (2018a: 11). Lo ve como un proceso natural
vinculado al instinto de preservación de los trabajadores y no
como un terreno de negociación y de lucha entre hombres y
mujeres. En segundo lugar, al pensar que el capitalismo, a
partir de la plusvalía relativa, produce un excedente de
trabajadores, Marx asume la procreación de las sucesivas
generaciones de trabajadores como un proceso natural. Para
las teóricas feministas es, en realidad, el resultado de un
trabajo, el trabajo de reproducción: “No es un trabajo
precapitalista, un trabajo atrasado, un trabajo natural, sino
que es un trabajo que ha sido conformado para el capital por
el capital” (p. 15). En la acumulación originaria se produjo la
separación de los productores de los medios de producción,
de los campesinos de la tierra y de la producción de la
reproducción. Federici analiza la caza de brujas tanto en
Europa como en Latinoamérica en el período correspondiente
a la acumulación originaria como un evento estructurante de
la sociedad moderna y de la división sexual del trabajo.15 Al
ignorar este tipo de trabajo, Marx contribuyó a la
invisibilización, a la naturalización y a la desvalorización del
trabajo doméstico y de las mujeres en general. Federici
subraya:

Mi argumento central es que Marx no teorizó sobre el


género, en parte, porque la emancipación de la mujer tenía
una importancia secundaria en su obra política; es más,
naturalizó el trabajo doméstico y, al igual que todo el
movimiento socialista europeo, idealizó el trabajo industrial
como la forma normativa de producción social y como un
potencial instrumento de nivelación social. Así, él creía que
las distinciones basadas en el género y la edad
desaparecerían con el tiempo, y no consiguió ver la
importancia estratégica que tiene la esfera de actividades
y relaciones mediante las cuales se reproducen nuestras
vidas y la fuerza de trabajo, tanto para el desarrollo del
capitalismo como para la lucha contra él, empezando por
la sexualidad, la procreación y, por encima de todo, el
trabajo doméstico no remunerado de las mujeres (p. 44).

También señala que, si bien en La ideología alemana Marx


reconoce que para entender los mecanismos de la vida social
debemos partir de la reproducción de la vida cotidiana, en El
capital no hay ningún análisis del proceso de reproducción,
sino dos notas al pie:
... en una escribe que las obreras, al estar todo el día en la
fábrica, se ven obligadas a comprar lo que necesitan, y en
la segunda señala que había sido necesaria una guerra
civil para que las obreras pudieran ocuparse de sus niños,
en referencia a la guerra de Secesión de los Estados
Unidos, que acabó con la esclavitud y supuso una
interrupción de la llegada de algodón a Gran Bretaña y, por
tanto, el cierre de las fábricas (p. 10).

Del mismo modo, según la pensadora italiana, Marx habría


dejado de lado –en otra omisión importante– el trabajo de los
esclavos que producían las mercancías necesarias para la
mano de obra en Europa, como el algodón, el té, el azúcar y
el café, bajo el sistema de plantación, que fue “un paso clave
en la formación de una división internacional del trabajo que
integraba el trabajo de los esclavos en la (re)producción de la
mano de obra industrial europea a la vez que los mantenía
separados social y geográficamente” (p. 11).
Según Federici, en su descripción de la acumulación
originaria, Marx se saltea también dos cuestiones
fundamentales: la transformación del cuerpo en una máquina
de trabajo y el sometimiento de las mujeres para la
reproducción de la fuerza de trabajo (2016: 105). En la línea
de reinterpretar en clave feminista todo el período de la
acumulación primitiva, la autora subraya:

Desde el punto de vista del proceso de abstracción por el


que pasa el individuo en la transición al capitalismo, el
desarrollo de la “máquina humana” fue el principal salto
tecnológico, el paso más importante en el desarrollo de las
fuerzas productivas que tuvo lugar en el período de la
acumulación originaria. En otras palabras, podemos
observar que la primera máquina desarrollada por el
capitalismo fue el cuerpo humano y no la máquina a vapor,
ni tampoco el reloj (p. 237; el destacado es del original).

Sin embargo, a pesar de las mencionadas limitaciones,


Federici también encuentra que, en el momento en que Marx
escribe su obra, la familia nuclear y el trabajo doméstico
todavía no estaban desarrollados: “Lo que Marx tenía frente a
sus ojos era el proletariado femenino, que era empleado
junto con sus maridos e hijos en la fábrica, y la mujer
burguesa que tenía una criada y, trabajase o no ella misma,
no producía la mercancía fuerza de trabajo” (2018a: 29).
Señala que la creación de la familia nuclear proletaria es un
hecho que sucede desde la década de 1870 en adelante, con
la consolidación de un salario familiar masculino que condena
a la mujer al trabajo no pago en el hogar y a la dependencia
del hombre. Pero Federici advierte también que en la década
de 1840 ya existían reformas y debates sobre la cuestión de
la mujer, que, a partir de las condiciones de trabajo en la
fábrica, tenía una cierta independencia y provocaba la
destrucción de la familia, lo que generó numerosos informes
de los inspectores de las fábricas para vigilar el cumplimiento
del límite de las horas de trabajo de las mujeres y los niños.
Marx –dice Federici– conocía estos informes y los citaba
abundantemente en los capítulos de El capital sobre la
jornada de trabajo, la maquinaria y la gran industria, pero no
para referirse a esta circunstancia, a cómo afectaban la lucha
de clases y las relaciones entre mujeres y hombres, sino para
hacer comentarios menores y moralistas sobre el
comportamiento promiscuo y el descuido de las obligaciones
maternales de las mujeres (pp. 45-46).
En la obra de Marx, la autora afirma que las mujeres
siempre son representadas como víctimas, incapaces de
luchar por sí mismas: “Las referencias al género se echan en
falta incluso donde más cabría esperarlas, como ocurre en el
capítulo sobre la división social del trabajo o en el de los
salarios” (p. 47). En suma, en el balance general de su obra,
“Marx no fue consistente en la aplicación de su propio
método, al menos en lo que respecta a la cuestión
reproductiva y las relaciones de género” (p. 83). Del mismo
modo, Cinzia Arruzza señala que las categorías marxistas se
mantuvieron blindadas respecto al sexo, cuando no ciegas:

… con consecuencias no solo para la subestimación de la


opresión de las mujeres, sino también para la capacidad de
comprensión de una realidad compleja como la del
capitalismo. Categorías marxistas como clase, ejército
industrial de reserva y fuerza de trabajo son sex blind, en
la medida en que son calcadas sobre la naturaleza sex
blind de las leyes del desarrollo del capitalismo (2018:
144).

Arruzza reconoce que el objetivo de Marx de dar cuenta de la


relación social del capital, de sus movimientos y sus
despliegues es destacable pero limitado, por la razón de que,
para él y para el marxismo en general, “desde el punto de
vista del movimiento del capital, que sean los hombres o las
mujeres, los blancos o los negros, quienes ocupen una
posición subordinada es del todo indiferente” (ídem). Y
agrega: “En este caso, el concepto de clase es insuficiente y
tiene necesidad de ser integrado con los de género, raza,
nacionalidad y religión” (ídem). El título del panfleto escrito
por Selma James en 1973, Sexo, raza y clase, evoca
precisamente esta necesidad de apertura de la idea de clase
a la opresión de género y a la cuestión colonial. Selma James
fue otra de las grandes protagonistas de las luchas feministas
de los años setenta, que analizaba la relación entre Marx y el
feminismo en estos términos:

En 1969 y 1970, leyendo en el tomo I de El capital todo


sobre la fuerza de trabajo, esta mercancía únicamente
capitalista, me di cuenta de que esta es la mercancía
especial que produce el trabajo del hogar. Siendo
ignorante, pensé que todo el mundo lo sabía y me enfadé,
porque hubieran descuidado decírnoslo. Fue una sorpresa
descubrir que la perspectiva obvia –que las mujeres somos
las productoras de la fuerza de trabajo de todos, de la
habilidad de todos para trabajar y ser explotados– era
nueva (2000a: 27).

La falta de reconocimiento y pago por la contribución del


trabajo de las mujeres al trabajo social formó parte de las
campañas por el Salario para el Trabajo del Hogar, de las que
participaron tanto Selma como Maria Rosa Dalla Costa y la
propia Silvia Federici en los años setenta. Como señalan
todas ellas, la introducción de jerarquías y divisiones dentro
de la clase trabajadora a partir del género y la raza fueron
constitutivas de la dominación de clase desde el origen del
proletariado. Cinzia Arruzza, en relación con este punto,
destaca que:

Lo que permite al capitalismo colocar a las mujeres en los


escalafones inferiores de las jerarquías internas a la fuerza
de trabajo no son las lógicas internas del funcionamiento
del capitalismo, sino las constitutivas de otro sistema de
opresión que, aun habiéndose entrelazado con el
capitalismo, goza de vida propia y de una autonomía
relativa: el sistema patriarcal. La subordinación de las
mujeres creada por el sistema patriarcal, cuyos orígenes
son precapitalistas, es pues utilizada por el capitalismo
para sus propios fines (2018: 144-145).
En suma, debemos reconocer, a la luz de los aportes de las
pensadoras feministas, que las relaciones entre trabajo y
género encuentran una débil expresión en la obra de Marx,
aunque no están ausentes del todo. Sus referencias
ocasionales y sus omisiones deben ser consideradas como
una limitación importante de su obra, y probablemente
debamos avanzar en introducir las consideraciones sobre el
género de manera sistemática.

9. Trabajo y valor en Marx y en el marxismo


La relación entre trabajo y valor en Marx se presenta como
una posible clave de lectura de su obra y del desarrollo del
capitalismo desde sus orígenes hasta la actualidad. A lo largo
de su obra –desde su recuperación de la idea de valor-trabajo
de la economía política clásica hasta su reformulación en
clave de explotación capitalista–, este vínculo se mostró
como el núcleo sobre el cual giraba todo el sistema de
pensamiento de Marx acerca del desenvolvimiento del
capitalismo. En este capítulo intentamos reponer las
principales posiciones de Marx en las diferentes partes de su
obra respecto de este vínculo para poder adentrarnos, ya en
los siguientes capítulos, en las posteriores transformaciones
de esta cuestión, analizando tanto las teorizaciones del
marxismo respecto a esta relación como los cambios
concretos que se fueron desplegando en la organización de la
producción y en los procesos de trabajo a lo largo del siglo XX
y primeras décadas del siglo XXI.

En relación con las reflexiones sobre el trabajo a lo largo de


su obra, analizamos su caracterización del trabajo alienado
en los Manuscritos de 1844, sus análisis sobre la división del
trabajo, que lo distinguían de Adam Smith, su reflexión sobre
las máquinas y el lugar de la ciencia y del saber social
general desde la gran industria en los Grundrisse, sus
reflexiones sobre el trabajo concreto y abstracto y sobre el
trabajo simple y complejo desde la Contribución de 1859, sus
estudios sobre la forma en que se introducen efectivamente
las máquinas en la producción capitalista en los cuadernos
tecnológicos, su análisis sobre el trabajo productivo e
improductivo en las Teorías de la plusvalía, y su abordaje del
concepto central del plusvalor en los mencionados
cuadernos, el capítulo VI, inédito, y, finalmente, en la gran
obra de El capital. Allí, también repasamos los capítulos en
los que Marx reflexiona acerca de para qué se introducen las
máquinas, desde el artesanado y la manufactura hasta la
gran industria, y mostramos los efectos de la plusvalía sobre
la ganancia, la función de la competencia entre los capitales
y las tendencias a la acumulación y a las crisis en el
capitalismo.
Las relaciones entre el pensamiento de Marx y las
múltiples versiones del marxismo siempre mostraron una
multiplicidad de interpretaciones sobre los más diversos
tópicos –que han encontrado mayor o menor soporte textual
en su obra–, que alimentan la proliferación de debates y
polémicas en torno a cada uno de los aspectos de su obra. El
recorrido que proponemos tiene que ver con la evolución
simultánea de los cambios sociales, científicos y técnicos, y la
organización concreta de los procesos productivos en las
diferentes etapas del capitalismo. La periodización propuesta
responde a los intentos de dar cuenta de algunas
regularidades técnicas y políticas de la gestión capitalista de
la fuerza de trabajo, sin sugerir por ello ninguna estabilidad
de conjunto para el sistema. Aquí proponemos un recorrido
por algunas de las polémicas suscitadas alrededor de esta
relación entre trabajo y valor, dejando de lado algunos
aspectos relevantes, como el mencionado problema de la
transformación de valores en precios (que ocupó numerosas
páginas y debates en el marxismo), la relación entre el
trabajo y el dinero, así como también la propuesta de
repensar esta relación lanzada desde los años setenta por el
feminismo en torno al trabajo reproductivo. Las razones de
esta elección responden a la complejidad propia de estos
aspectos, que excedían la posibilidad de ser analizados en
profundidad en este trabajo, pero que, entendemos, estamos
dispuestos a realizar en el futuro.

[12] Marx se preguntaba: “¿Qué sucedería si no existiera el


reloj en un período en el que tiene una importancia decisiva
el costo de las mercancías y, por lo tanto, también el tiempo
de trabajo necesario para su producción?” (1982: 124).

[13]Para una mirada comprensible de las cuestiones en juego


en el llamado problema de la trasformación de valores en
precios, puede verse el trabajo de Gilles Dostaler (1980).

Para una reconstrucción parcial de este debate, ver


[14]
Dostaler (1980).

[15] Al respecto, ver Federici (2016).


Capítulo 2
Trabajo y valor en el capitalismo
industrial16

Quiero decir que cuando la teoría del valor no logra


relacionarse cuantitativamente con la cantidad de tiempo
de trabajo o con dimensiones individuales del trabajo,
cuando su primera dislocación debe producirse a escala
de tiempo social y de dimensión colectiva del trabajo, en
ese mismo momento la imposibilidad de la medida de la
explotación modifica la figura de la explotación (Negri,
2001 [1978]: 167).

El lugar central que adquieren el saber y la actividad


científica en las nuevas formas del capitalismo cognitivo,
posindustrial o informacional –según las denominaciones de
diferentes enfoques que procuran caracterizarlo– supone
una reconfiguración del andamiaje analítico con el que se
estudiaba la relación entre el conocimiento y la acumulación
del capital. Trataremos de problematizar esta cuestión a
partir del par trabajo abstracto/ciencia, teniendo presente
que abordar el trabajo abstracto supone estudiar la
mercancía. Y este es otro elemento cuya caracterización ha
venido mutando de manera constante en el capitalismo, y
aceleradamente en las últimas décadas. En el capitalismo
industrial no había dudas sobre qué cosa/s constituía/n una
mercancía, así como su relación directa con el trabajo. Se
trataba de los trabajos simple o complejo que intervenían
en su producción y, por lo tanto, del trabajo abstracto en
general. Pero el despliegue del capitalismo en sus últimas
fases ha mostrado cada vez más una menor necesidad de
intervención del trabajo humano en la producción de
mercancías y en la aparición del desempleo como fenómeno
de masas, luego del breve período de posguerra, a partir del
cual el paradigma de la industrialización como el proceso
central del desarrollo económico se había convertido en la
práctica, o en el objetivo, al menos, de todos los Estados,
capitalistas o socialistas.
Esta reducción en el uso del trabajo directo en los
procesos de trabajo ocurría en forma paralela al aumento de
la productividad del trabajo, cuyo reconocimiento formaba
parte de las regulaciones laborales entre la clase obrera y
los capitalistas, las cuales se expresaban en los convenios
colectivos de trabajo. Con la automatización de los procesos
de trabajo –que se aceleraron a partir de los años setenta–,
esa productividad vuelve a ser puesta en discusión junto
con el debate acerca del rol de la tecnología. Algunos
autores buscan teorizar acerca de la ley del valor y de los
cambios en la productividad ligados a ella, en función de los
esquemas clásicos de la economía marxista (Shaikh, 1977;
Antunes, 1999), mientras que otros vienen discutiendo la
necesidad de seguir a Marx pero intentando, a su vez, ir
más allá de Marx. Como veremos más adelante, esto
implica una relectura de la obra de Marx y una evaluación
de su potencia analítica y política, a partir de trabajos que
no formaban parte del centro de los estudios marxistas.
Como señalan Toni Negri, Mario Tronti y otros marxistas
italianos en los años sesenta, se trataba de trabajar a partir
de los Grundrisse, en los textos en los que dio forma a su
plan de trabajo a futuro, más que de El capital. Estos
autores señalan que en el “Fragmento sobre las máquinas”,
de los Grundrisse, escrito en 1857 pero recién aparecido en
1964, Marx expone las tesis que abonan el “estallido de la
ley del valor” y la hipótesis del general intellect, del saber
social general como la verdadera –más que nueva– potencia
productiva del capitalismo. El desarrollo del sistema
automático de máquinas era la cristalización de ese saber
social. Pero en sus reflexiones de la segunda mitad del siglo
XIX, Marx consideraba que la potencia productiva estaba

objetivada en las máquinas, más que en la cooperación


obrera. Son los autores del marxismo italiano en la década
del sesenta los que comienzan a discutir esta hipótesis –al
calor del ascenso de la lucha de clases en torno a los
aumentos de los salarios y la automatización–, todavía muy
poco difundida en el contexto de las luchas obreras del
momento.
La nueva discusión sobre la operatividad de la ley del
valor-trabajo ha llevado a sus defensores a minimizar los
cambios operados en la realidad de la producción, y a sus
detractores a defender la idea de un supuesto “fin del
trabajo” como elemento central de la actividad productiva y
del desarrollo del capitalismo. En este sentido, el marxismo
operaísta, y luego autonomista, se posicionó desde un
primer momento defendiendo la vigencia del trabajo como
fuente del valor, pero cuestionando la operatividad de una
“ley” que funcionaría a espaldas de los trabajadores y que
impondría, por medio de la planificación centralizada de la
producción y del trabajo, un orden que podría impedir la
anarquía del mercado.
Con estas teorizaciones se podían discutir de nuevo las
categorías centrales de la economía política y de la crítica
realizada por Marx, como son los conceptos de salario,
beneficio y renta. Con el advenimiento de la denominada
revolución informática, estas tesis toman más relevancia
que nunca, dado que la centralidad del saber y la
cooperación aparecen de manera manifiesta en los procesos
de trabajo industrial y posindustrial como campo de pruebas
fundamental para entender la noción de trabajo inmaterial o
cognitivo. Lo que nos interesa relevar en este recorrido es
cómo ha cambiado lo que deja de sí el trabajador en el
proceso de trabajo, qué es lo que aporta y lo que requiere
para desenvolverse en trabajos en los que la mediación
informática reduce la experiencia sensible pero amplifica las
habilidades perceptivas y relacionales de los trabajadores,
exigiendo nuevos niveles de atención y calificación con
consecuencias todavía poco claras para sus protagonistas.
En este capítulo estudiaremos la genealogía de los
planteos que han postulado la necesidad de estudiar el
trabajo y su relación con el valor alrededor de la noción de
trabajo abstracto. Estos trabajos parten de determinadas
definiciones del trabajo abstracto y de los procesos de
valorización que, anclados en el Marx de El capital o de los
Grundrisse, dialogan con los debates clásicos y recientes
sobre el estallido de la ley del valor y la necesidad de la
abolición del trabajo alienado. Se revisan los textos clásicos
de Isaak Rubin y Alfred Shön Rethel, así como también los
textos más recientes de John Holloway, Moishe Postone y
Toni Negri, para dar cuenta de la importancia política del
debate del trabajo abstracto en la coyuntura del capitalismo
actual.

1. Isaak Rubin, la forma valor y el


posicionamiento de la teoría del valor en el
centro de la teoría de Marx
En la década de 1920, Isaak Rubin escribe sus Ensayos
sobre la teoría marxista del valor, una lectura de la obra de
Marx centrada en la teoría del fetichismo de las mercancías.
Rubin consideraba inseparable la cuestión del fetichismo de
la teoría del valor y, lejos de tratarse de un tema
exclusivamente filosófico, la colocaba en el terreno de las
categorías económicas marxistas (Perlman, 1977: 42).
El objetivo principal de Rubin era situar la teoría del valor
en el centro de la obra de Marx, sobre todo luego de que la
crítica del economista austríaco Eugen Böhm-Bawerk
parecía haber saldado la discusión, en la ciencia económica,
reduciendo la cuestión del valor a una mera cuestión
metafísica. Rubin adjudica a Rudolf Hilferding el mérito de
haber destacado el carácter sociológico de la teoría del
valor en Marx (1977: 113). No es que el fetichismo de la
mercancía revele las relaciones de reproducción que están
detrás de las categorías materiales, sino que:

… es más exacto expresar la teoría del valor a la inversa:


en una economía mercantil capitalista, las relaciones
laborales de producción entre los hombres adquieren
necesariamente la forma de valor de las cosas, y solo
pueden aparecer de esta forma material; el trabajo solo
puede expresarse en valor. Aquí el punto de partida no es
el valor, sino el trabajo (p. 114; el destacado es nuestro).
A Rubin le interesa demostrar que, aunque asume una
forma material y se relaciona con el proceso de producción,
el valor es una relación social entre personas (p. 115). En su
análisis, “el valor representa el nivel medio alrededor del
cual fluctúan los precios de mercado y con el cual los
precios coincidirían si el trabajo social se distribuyera
proporcionalmente entre las diversas ramas de la
producción”, restableciendo el equilibrio gracias al mercado
y a su sistema de precios (p. 116). Así, el trabajo aparece
como trabajo cuantitativamente distribuido y como trabajo
socialmente igualado, o sea, “como trabajo social,
entendido como la masa total de trabajo homogéneo e igual
de toda la sociedad” (p. 118). El problema es que, en Rubin,
el trabajo no aparece directamente como trabajo social, sino
que se convierte en social cuando es igualado a algún otro
trabajo por medio del intercambio. No importa tanto el valor
de uso del trabajo, tampoco el trabajo concreto, sino el
trabajo abstracto y socialmente necesario. Por eso concluye
que “el valor de las mercancías está determinado por el
trabajo socialmente necesario, es decir, por cierta cantidad
de trabajo abstracto” (ídem). Esto quiere decir que el
carácter abstracto del trabajo se relaciona con el hecho de
que es social, más precisamente con la circunstancia de que
representa la totalidad del trabajo de la sociedad, lo que a
su vez permite o hace posible su cuantificación.
Esto es lo que diferencia a Marx de los economistas
clásicos; el valor es una cantidad de trabajo abstracto
socialmente necesario para la producción de las
mercancías, que, a su vez –y en esto no se distingue de los
clásicos–, depende de la productividad del trabajo. Para
Rubin, el trabajo tendría además un papel regulador: “La ley
del valor es la ley del equilibrio de la economía mercantil”
(p. 119). Cuando el aumento de la productividad del trabajo
disminuye, el trabajo socialmente necesario para producir
un bien se reduce al valor unitario de ese bien, generando,
por lo tanto, cambios en la distribución del trabajo social
entre las diversas ramas de la producción. La secuencia
sería la siguiente: productividad del trabajo/trabajo
abstracto/valor/distribución del trabajo social.
Subraya, además, que en la economía capitalista este
mecanismo opera eliminando la sobreproducción y la
subproducción entre las diferentes ramas de la economía.
Pero la teoría del valor no se limita a las relaciones de
cambio entre las cosas, ni se trata de las relaciones entre el
trabajo y las cosas. Rubin se encarga de destacar que las
relaciones entre el trabajo y las cosas, es decir, el proceso
de trabajo:

… es una relación técnica que no es objeto de la teoría


del valor. El objeto de la teoría del valor es la interrelación
de diversas formas de trabajo en el proceso de su
distribución, que se establece mediante la relación de
cambio entre las cosas, esto es, entre los productos del
trabajo. Así, la teoría del valor de Marx es totalmente
coherente con los ya mencionados postulados generales
de su teoría económica, que no analiza relaciones entre
cosas ni relaciones de personas con cosas, sino relaciones
entre personas que están vinculadas entre sí a través de
las cosas (p. 120; el destacado es del original).

Es decir, los trabajos concretos, como componentes del


trabajo social total, se igualan a través de las cosas, de los
productos del trabajo como valores. El trabajo socialmente
necesario denota el aspecto cuantitativo del trabajo
abstracto y, como regulador de la producción, está
relacionado con la magnitud de valor. La distribución del
trabajo social no es realizada de manera consciente por
nadie, sino que es la propia ley del valor la que opera a
espaldas de los productores.17 Pero su dimensión cualitativa
depende de la forma del valor –ya que el valor es también
una forma social que expresa las relaciones sociales de
producción entre las personas– y de la sustancia o
contenido del valor. En este sentido, un producto tiene valor
solo si “es producido específicamente para la venta”, lo que
supone “una forma determinada de economía (la economía
mercantil), una forma determinada de organización del
trabajo a través de empresas independientes y de
propiedad privada. De esta manera, el trabajo en sí mismo
no da valor al producto, sino solo el trabajo que es
organizado en determinada forma social (en la forma de una
economía mercantil)” (p. 121).
El intercambio es fundamental porque permite la
igualación de los trabajos y porque representa una
abstracción de las propiedades concretas de las cosas
individuales y de las formas individuales del trabajo. El
trabajo abstracto representa una igualación social, no una
igualación psicológica de diferentes formas de trabajo.
Rubin subraya el doble carácter del trabajo como la parte
central de la teoría del valor de Marx, que se relaciona, por
un lado, con su carácter de proceso técnico material y, por
el otro, con el de ser una forma social (p. 124).
Por todo ello, en Rubin debemos entender el trabajo
abstracto como la sustancia que da origen a la forma del
valor. El valor se relaciona en términos de forma y
contenido con el trabajo abstracto, que lo precede. El
trabajo no es el valor, sino más bien la sustancia del valor.
La magnitud la da el tiempo de trabajo socialmente
necesario y la forma del valor es lo que convierte al valor en
valor de cambio. La forma –en este caso, la forma valor–
incluye el contenido, el trabajo (en este sentido, los
economistas clásicos se habrían ocupado del contenido pero
no de la forma del valor). Aquí debemos destacar la
advertencia de Rubin:

No podemos olvidar que, en lo que respecta a la relación


entre contenido y forma, Marx adoptó el punto de vista de
Hegel, y no el de Kant. Este último consideró la forma
como algo externo en relación con el contenido y como
algo que se adhiere al contenido desde afuera. Desde el
punto de vista de la filosofía de Hegel, el contenido no es
en sí mismo algo a lo cual la forma se adhiere desde
afuera. Más bien, a través de su desarrollo, el contenido
mismo da origen a la forma que ya estaba latente en el
contenido. La forma surge directamente del contenido
[…]. Desde este punto de vista, la forma del valor surge
de la sustancia del valor (p. 170; el destacado es
nuestro).

A pesar de estas consideraciones, Rubin no descuida para


nada lo que él denomina el aspecto cuantitativo del trabajo
abstracto. En parte, por su discusión frente a los
economistas no marxistas, y porque estaba interesado en
llevar a buen puerto la cuestión de la planificación en una
economía socialista, en la que el trabajo igualado opera de
la misma forma que en la economía mercantil, pero siendo
asignado de manera centralizada por un organismo
burocrático. Rubin sostiene no solo que es posible una
determinación cuantitativa del trabajo abstracto, sino
también que esta puede hacerse antes e
independientemente del intercambio. En ello intervienen los
aspectos técnicos, materiales y fisiológicos del trabajo: la
cantidad de tiempo trabajado, la intensidad del trabajo, la
calificación del trabajo y la cantidad de productos
elaborados en una unidad de tiempo. No obstante, la
igualación social se realiza solo por medio del intercambio.
La teoría del valor-trabajo debía complementarse con la
teoría de los precios de producción: “La teoría del valor-
trabajo solo presupone relaciones de producción entre
productores de mercancías. La teoría del precio de
producción supone, además, relaciones de producción entre
capitalistas y obreros, por un lado, y entre diversos grupos
de capitalistas industriales, por el otro” (p. 314).18 Según
Rubin, aunque Marx se preocupa por la distribución del
trabajo en la sociedad capitalista, para él la fuerza motriz
del desarrollo capitalista es el capital (p. 325). En suma,
para Rubin, el valor es una relación social entre personas,
no es una sustancia o un objeto material del que hay que
encontrar su medida o magnitud, o que se transfiera de una
rama de la producción a otra:

Es totalmente obvio, y no necesitamos probar aquí que,


según Marx, el proceso de igualación de las tasas de
ganancia se realiza mediante la transferencia de
capitales, y no de plusvalías, de una rama a la otra (C., III,
pp. 198, 164,184, 242 y en otras partes). Como los
precios de producción establecidos en diferentes ramas
de la producción contienen tasas de ganancias iguales, la
transferencia de capitales conduce al hecho de que los
beneficios recibidos por los capitales no son
proporcionales a la cantidad de trabajo vivo ni al trabajo
excedente activado por esos capitales. Pero si bien la
relación entre las cuotas de ganancia de dos capitales
invertidos en diferentes ramas de la producción no
corresponde a la relación entre los trabajos vivos
activados por esos capitales, de ello no se sigue que una
parte del trabajo excedente o de la plusvalía “se
transfiera”, “se desborde”, de una rama de la producción
a otra. Esta concepción, basada en una interpretación
literal de algunas afirmaciones de Marx, a veces se infiltra
en la obra de algunos marxistas; surge de una visión del
valor como un objeto material que tiene las
características de un líquido. Pero si el valor no es una
sustancia que fluya de un hombre a otro, sino una
relación social entre personas, fijada, “expresada”,
“representada” en las cosas, la concepción del desborde
del valor de una rama de producción a otra no resulta de
la teoría del valor de Marx, sino que, básicamente, la
contradice como fenómeno social (pp. 294-295).

El trabajo, como relación social, constituye, para Rubin, el


centro de la teoría de Marx, a pesar de que el marxismo de
su época, por diversas circunstancias ligadas al avance de
la Revolución rusa y a la necesidad del desarrollo de las
fuerzas productivas, parecía sesgarse hacia cierto
economicismo.

2. El trabajo abstracto, la síntesis social y la


abstracción-intercambio en Shön Rethel
Otro pensador importante que problematiza la cuestión del
trabajo abstracto a mediados del siglo XX es Alfred Shön
Rethel, ligado a la escuela de Frankfurt. Para este autor
existe una relación muy estrecha entre lo que denomina
como “síntesis social” y el conocimiento. La síntesis social
es la red de relaciones por las que una sociedad forma un
todo coherente (consciente o inconscientemente). Las
formas del pensamiento están ligadas a esa síntesis social.
Shön Rethel señala que “las bases conceptuales del
conocimiento están lógica e históricamente condicionadas
por la estructura de la síntesis social de cada época” (1980:
14). Toda actividad intelectual está basada en la formación
social de cada época, de las características formales de la
producción de mercancías.
Es por esta razón que, así como Marx hizo la crítica a la
economía política, Shön Rethel propone avanzar en la crítica
de la epistemología burguesa (o teoría del conocimiento), ya
que, según él, ambas disciplinas se fundan en el análisis de
la mercancía. En la mercancía, Marx descubrió la categoría
económica del valor y la analizó desde su forma y su
magnitud. La magnitud del valor proviene del trabajo y la
forma del valor proviene del intercambio, y ambas se
combinan para convertirse en trabajo abstracto humano.
Dos cuestiones son centrales para Shön Rethel. En primer
lugar, la abstracción mercancía está en el centro del valor.
En segundo lugar, el valor es una abstracción real. En
realidad, la abstracción real es el tema oculto de El capital y
de la mercancía: existen en el pensamiento, pero resultan
de una actividad espacio-temporal, no la producen los
hombres con su pensamiento, sino con sus acciones. El
valor es trabajo abstracto, pero esta abstracción no surge
del trabajo sino del intercambio. Ello no quiere decir que el
trabajo no sea importante, es el trabajo concreto lo que da
la magnitud del valor. Pero eso es independiente de la forma
del valor, que es la que le interesa ver a Shön Rethel, en la
medida en que las formas son originadas por las
abstracciones.
Shön Rethel retoma la idea de forma de la filosofía
alemana del siglo XIX. La noción de forma, dice el autor,
Marx la toma de Hegel. En este, el cambio de forma es un
proceso del pensamiento, es determinada por la idea y se
relaciona con la lógica. Para Marx, en cambio, la forma nace,
transcurre y cambia en el tiempo. A diferencia de Hegel,
para Marx no es posible determinar anticipadamente las
formas. Así como hay formas del ser, hay formas de la
conciencia, pero, como sabemos, con Marx, el ser social
determina la conciencia de los hombres, no al revés. Y al
considerar la génesis de las formas históricas de la
conciencia, dice Shön Rethel, no podemos omitir los
procesos de abstracción que la determinan. A diferencia de
la abstracción-pensamiento, la abstracción-intercambio o
abstracción-mercancía no es un producto exclusivo de la
mente, sino de los actos.
Entonces, es el intercambio el que permite la síntesis
social porque origina una abstracción. Los elementos de la
abstracción-intercambio son similares a las facultades que
surgen en la producción de mercancías y su desarrollo. Para
Shön Rethel, estas se inician históricamente en la filosofía
griega y llegan hasta la ciencia moderna. Pero esas
facultades cognitivas no hay que atribuirlas a la propia
mente, como hace Kant, sino ubicarlas en un tiempo y un
espacio; son capacidades sociales a priori de la mente.
La acción de intercambio hace abstracción del uso;
durante él, los hombres no pueden hacer uso de las
mercancías. Excluye el uso de las acciones de los hombres,
pero no de sus mentes (no olvidan el fin del intercambio).
Por eso dice que la acción es social y las mentes son
privadas. La acción es abstracta, en el sentido de que es
uniforme, general, sin diferencias de sujeto, tiempo y lugar,
y en la que el tiempo y el espacio son homogéneos; la
conciencia no lo es. Los elementos formales de la
abstracción-intercambio se reflejan en la conciencia, y,
según Shön Rethel, son los que dieron lugar al razonamiento
matemático y, por ende, al conocimiento. La teoría del
conocimiento es, por lo tanto, la teoría de la separación del
trabajo intelectual y el trabajo manual, y, como aspecto
central del capitalismo, es una teoría de la sociedad. Una de
las tesis centrales de Shön Rethel es que la abstracción-
intercambio provee los recursos para el pensamiento
abstracto, es decir, para el trabajo intelectual, desde la
época de la antigua Grecia (p. 60). Pero recién con el
capitalismo, la síntesis social –generada por la producción
(el trabajo) y el intercambio– genera el conocimiento como
ciencia moderna. Y por ello es el momento de la máxima
separación entre trabajo manual e intelectual.
Shön Rethel analiza detalladamente la producción
capitalista, pero solo para confirmar lo que sostiene
respecto de la epistemología. La producción, desde fines del
siglo XIX (y sobre todo con el taylorismo y la
automatización), ya no depende del conocimiento de los
obreros, sino de la ciencia moderna. Esto quiere decir que la
ciencia nació separadamente de la producción y luego
tendió a colonizarla. Y ello se logró –subraya Shön Rethel–
gracias a la industria. A partir de esta, la ciencia natural se
convierte en ciencia humana, dice el autor citando al Marx
de los Manuscritos de 1844 (p. 130). Pero en esa
colonización, mientras el taylorismo, desde los años treinta,
solo aumentó la división entre trabajo manual e intelectual,
la automatización de la producción, desde los años sesenta,
significaba un progreso en el camino hacia la unidad de
ambos. Según Shön Rethel, la automatización es una tarea
del socialismo, ya que las funciones mentales, sensoriales y
nerviosas son sustituidas por la electrónica de la
automatización (p. 171).19
Shön Rethel no llega a ver la imbricación entre la ciencia
y el trabajo manual, que, por ejemplo, señala Braverman
más adelante, en los años setenta. Llama la atención que
Shön Rethel no analice la relación entre industria y ciencia y
las trate de manera separada, que no acepte las
fertilizaciones cruzadas que se dieron entre ambas: “La
ciencia que conocemos es un producto del trabajo
intelectual separado del trabajo manual” (1980: 129; el
destacado es nuestro). Incluso, muchos economistas
heterodoxos, como Schumpeter, vislumbraron esta
imbricación cuando distinguían la invención resultante de la
ciencia básica y de la técnica, de la innovación, esto es, de
su aplicación al campo productivo. En líneas generales,
encontramos numerosas similitudes entre los análisis de
Rubin y Shön Rethel, salvo por el hecho –señalado por
Moishe Postone– de que para este último el valor no surge
del trabajo sino del intercambio. Veamos con más detalle,
entonces, el análisis de Postone.
3. El tiempo, el valor y la forma capital: Moishe
Postone y su reformulación del análisis de la
forma valor
En líneas generales, al igual que muchos pensadores
marxistas contemporáneos, antes de analizar la relación
entre valores y precios como centrales en el capitalismo,
Moishe Postone busca estudiar la relación entre trabajo y
valor. En este camino sigue la línea trazada por Rubin y
Shön Rethel –a quienes recupera y cita en numerosas
ocasiones– y también por Toni Negri, cuyo aporte
analizaremos luego de Postone. La idea de entender el
trabajo como una mediación social que se realiza por medio
de sus objetivaciones –es decir, las mercancías– es deudora
de Shön Rethel. El carácter oculto de esta situación lo
posibilita, al igual que en Rubin, el fetichismo de la
mercancía. El fetichismo no permite ver que la materia es
social, esto es, que se funda en relaciones sociales
reificadas y alienadas, e históricamente específicas
(Postone, 2006: 239).
Para llegar a estas afirmaciones, Postone despliega un
arsenal de referencias a la obra de Marx –retomando los
Grundrisse– y de sus intérpretes –sobre todo de la escuela
de Frankfurt y sus seguidores–, así como también a la obra
del filósofo húngaro Georg Lukács. Entre los primeros,
mencionamos nuevamente a Alfred Shön Rethel. De su
trabajo, Postone rescata la idea de forma como forma social,
o como forma de las relaciones sociales. Asimismo, habla de
la síntesis social fetichizada, y busca el origen de esta
síntesis tanto en el papel de la producción (o del trabajo
manual) como del conocimiento (trabajo intelectual). En
relación con esto último, se refiere al pensamiento de los
siglos XIX y XX, más que a las categorías kantianas.
Postone señala que, si bien Shön Rethel acierta en buscar
en el trabajo abstracto la causa de esa síntesis, se equivoca
al relacionarla meramente con el intercambio y al no
vincularla con las estructuras sociales alineadas que el
trabajo contribuye a crear. Para Postone, la mercancía es un
producto de relaciones sociales abiertas o abiertamente
sociales antes del capitalismo, es decir, con significaciones
simbólicas singulares (supraobjetuales o sagradas, dice el
autor), mientras que el capitalismo responde a relaciones
sociales objetivadas, que parecen no ser sociales, en las que
el dinero –producto del trabajo acumulado– le quita ese
carácter sagrado. Ahora bien, aunque la mercancía es un
producto de relaciones sociales, a diferencia de lo que
plantean otros autores (Negri y Shön Rethel, por ejemplo),
para Postone el trabajo tiene una magnitud mensurable en
el tiempo. Más adelante precisaremos mejor estas
consideraciones, pero podemos adelantar que no se trata de
un tiempo homogéneo, sino de un tiempo histórico.
Para Postone, el capital tiene un privilegio teórico que se
traduce en la idea de la “forma capital”, lo que lo diferencia
claramente de Negri y de Holloway, como veremos luego.
Como toda forma, el capital tiene un carácter dual, cuya
clarificación requiere analizar la relación entre tiempo y
trabajo aun antes que la relación entre trabajo y valor. El
trabajo abstracto aparece en la obra de Postone en la
medida en que este constituye una dimensión social
alienada que incorpora la dimensión social del trabajo
concreto (la organización del trabajo, las calificaciones,
etcétera) mediante la “forma capital”. Postone se ocupa
extensamente de la teoría del capital, asumiendo que es la
forma que encarna el impulso a la acumulación ilimitada de
la forma valor: “La manera en la que Marx despliega la
categoría de capital ilumina retrospectivamente su
determinación inicial del valor como una relación social
objetivada, constituida por el trabajo, que es portada por
(pero existe por detrás de) las mercancías como objetos” (p.
352). A diferencia de los marxistas autonomistas, para
Postone el capital es un sujeto (valor que se valoriza), y el
valor es una mediación social objetivada, antes que una
categoría subjetiva. El capital es una forma totalizadora, una
totalidad que tiene una dinámica y una dirección, si bien
está determinada inicialmente por una relación social
objetivada, como es el trabajo existente por detrás de (y
portado por) las mercancías. El proceso de producción es un
proceso de creación de valor más un proceso de
valorización. Si bien tiene origen en el trabajo, deviene un
atributo del capital. El capitalismo es mucho más que la
explotación, es la dominación de las personas por el trabajo.
Es una estructura de dominación abstracta constituida por
el trabajo como actividad mediadora (p. 367).
Por eso, Postone se dispone a trabajar sobre la magnitud
del valor en términos cualitativos, algo que, según él, Rubin
había trabajado solo en términos cuantitativos. Como
dijimos, Postone analiza la cuestión del tiempo como paso
previo al análisis del valor, y propone reemplazar el tiempo
abstracto, de unidades invariables, por un tiempo social. Un
análisis cualitativo debería llevar a la conclusión de que la
mercancía se debe medir en un tiempo de trabajo social, no
en un tiempo de trabajo abstracto.
Para Postone, la mercancía presupone al capital; existe
una lógica del capital, pero una lógica no transhistórica, sino
–precisa y fundamentalmente– histórica. La lógica del
capital se despliega a partir del desarrollo del plusvalor
relativo. Para eso tenemos que analizar la dimensión
temporal del valor, lo que constituye, en nuestra opinión, el
centro de su aporte, que denomina “la dialéctica entre el
trabajo y el tiempo” (p. 370).20 El incremento de la
productividad asociada al plusvalor relativo aumenta la
riqueza material pero no aumenta el valor:

Al examinar la trascendencia de la distinción entre


trabajo concreto y trabajo abstracto en términos de la
diferencia entre riqueza material y valor, he mostrado
que, aunque la productividad incrementada (que Marx
considera un atributo de la dimensión valor de uso del
trabajo) aumenta el número de productos y, por lo tanto,
la cantidad de riqueza material, no altera la magnitud del
valor total producido dentro de una determinada unidad
de tiempo. Así, pues, la magnitud del valor parece estar
únicamente en función del gasto de tiempo de trabajo
abstracto, completamente independiente de la dimensión
de valor de uso del trabajo (pp. 374-375).

Es decir, el aumento de la productividad solo cambia la


magnitud del valor de las mercancías individuales, pero no
el valor total producido por unidad de tiempo, esto es, el
valor se distribuye entre una masa más grande de
mercancías o productos: “Aunque un incremento de la
productividad genera más riqueza material, el nuevo nivel
de productividad, una vez generalizado, produce la misma
cantidad de valor por unidad de tiempo, tal y como era el
caso antes del incremento” (p. 376). La productividad no
altera el valor, pero sí la propia unidad de tiempo, aunque
“no transforma la cantidad total de valor producido según
unidades abstractas de tiempo; transforma la determinación
de estas unidades de tiempo” (ídem).
El trabajo concreto determina la hora de trabajo social,
pero el valor permanece constante, aunque cambie el nivel
de la productividad:

Aquello que constituye una hora de trabajo social está


determinado por el nivel general de productividad, por la
dimensión valor de uso. No obstante, aunque la hora de
trabajo social sea redeterminada, permanece constante
como unidad de tiempo abstracto. En este sentido, la
dimensión valor de uso está también determinada por la
dimensión valor (como nuevo nivel básico) (pp. 376-377).

En la tesis de Postone, el umbral mínimo de la productividad


se mueve de manera ascendente. Se produce un efecto
rutina, un nuevo nivel base de la productividad. Esto quiere
decir que ese piso o nivel base no queda estable, sino que
se eleva todo el tiempo, aunque estos cambios
reconstituyan el punto de partida, eso es, la hora de trabajo
social y el nivel básico de productividad. Por lo tanto, el
tiempo abstracto que determina el nivel general de la
productividad es tiempo presente; el tiempo histórico es
otra cosa, requiere analizar un modo de tiempo concreto: “Al
investigar la interacción entre el trabajo concreto y el
abstracto, que se ubica en el núcleo del análisis del capital,
hemos descubierto que un rasgo del capitalismo consiste en
un modo de tiempo (concreto) que expresa el movimiento
del tiempo (abstracto)” (p. 381; el destacado es del
original). Ese efecto rutina surgido de la dialéctica entre
tiempo abstracto y tiempo concreto, ese fluir de la historia,
es el tiempo histórico, “el movimiento del tiempo en
oposición al movimiento en el tiempo […]. La sociedad
basada en el valor, en el tiempo abstracto, se caracteriza,
cuando está plenamente desarrollada, por una dinámica
histórica permanente (y, por consiguiente, por la difusión de
una conciencia histórica)” (pp. 382-383; el destacado es del
original).
A su vez, ese desarrollo histórico redetermina la hora de
trabajo social, no quedando reflejado en la propia hora; por
lo tanto, el valor “es una expresión del tiempo como
presente, es una medida del gasto de tiempo de trabajo al
margen del nivel histórico de la productividad, así como una
norma que impone ese nivel de productividad” (p. 385; el
destacado es nuestro). El valor opera por debajo del trabajo
directo y está en función del conocimiento y la experiencia
científica y organizacional; es el mismo valor que los
autonomistas italianos asocian al general intellect, que Marx
teoriza en los Grundrisse.
Por lo tanto, la dialéctica abstracto-concreto tiene como
resultado una dinámica direccional. Hay una dinámica
histórica pero no es lineal ni evolutiva (pp. 397-398). Esto es
así en la historia de la humanidad, pero en la historia del
capitalismo sí tiene una dirección, hay una lógica dialéctica
en el capitalismo y esto es precisamente la ley del valor,
que determina “la dominación del tiempo abstracto como
presente y como proceso necesario de dominación
permanente” (p. 397). Para Postone, la ley del valor sigue
operando, existe y está vigente. También tiene una medida,
que es justamente ese tiempo histórico. Para Negri, en
cambio, como veremos luego, la ley del valor ha estallado
en el pasaje del obrero masa al obrero social, a partir del
surgimiento de la llamada sociedad fábrica, y, desde
entonces, el trabajo no puede pretender ser mensurado.
Para Postone, recién con la gran industria el proceso de
trabajo es realmente un proceso de valorización, cuando su
objetivo no sea la riqueza, sino el plusvalor. Se plantea la
paradoja de que, cuando el trabajo humano es cada vez
menos necesario en el proceso de trabajo, sigue siendo
necesario en el proceso de valorización. El objetivo es el
plusvalor, no la riqueza o la producción. El valor es la forma
de la riqueza social en el capitalismo (p. 438). Para
trascender el trabajo abstracto como determinación
alienante, Postone propone abolir el trabajo pero mantener
la productividad alcanzada por la sociedad:

La idea lógica de la presentación de Marx implicaría que


se aboliera el valor como base de la producción, la
riqueza material ya no sería producida como portadora de
valor, sino que ella misma sería la forma social dominante
de la riqueza en un contexto de capacidades productivas
tecnológicamente avanzadas (p. 463).

Esto no significa la liberación de todo tipo de necesidad, ya


que las necesidades no pueden ser simplemente abolidas.
El trabajo nunca podrá adquirir el carácter de puro juego,
aunque pueda ser sustancialmente diferente de lo que es
hoy (p. 487). A continuación, veremos que Holloway plantea
algunos argumentos que cuestionan esta última idea.
4. John Holloway: la lucha del hacer contra el
trabajo abstracto, como lucha previa del
trabajo frente al capital
Así como vimos que algunos marxistas buscan anteponer la
relación entre trabajo y valor a la relación entre valores y
precios, Holloway va un paso más allá y propone distinguir
previamente entre el trabajo y el hacer. El valor, la
producción de plusvalía, la explotación “implica una lucha,
lógicamente previa, para convertir la creatividad en trabajo
alienado, por definir ciertas actividades como creadoras de
valor” (2002: 216).
Para decirlo sucintamente, para Holloway lo fundamental
de la producción de las mercancías es que, a su vez,
constituye la producción de la separación de sujeto y objeto.
La mercancía se separa y se autonomiza respecto del
trabajo. Los trabajadores producen objetos, producen
valores, para que se pueda disponer nuevamente de su
trabajo, y, por lo tanto, producen su propia alienación
respecto de esos objetos: se producen como sujetos
desubjetivados. El trabajo abstracto genera precisamente
esa desubjetivación y está sustentada por ella. Es el
resultado y el proceso al mismo tiempo: “La producción de
la clase es la supresión (y la reproducción) de la
insubordinación. La supresión de la creatividad no solo tiene
lugar en el proceso de producción, como se entiende
habitualmente, sino en la separación total del hacer y lo
hecho que constituye la sociedad capitalista” (p. 217).
Holloway plantea que existe –o, mejor dicho, podría
existir– un hacer en contra y más allá del trabajo alienado.
Tenemos que tener presente que, dentro del trabajo
abstracto, hay una relación de antagonismo. Como
decíamos, Holloway antepone el estudio del trabajo a la
cuestión del hacer. El trabajo es una forma particular del
hacer, la forma dominante, que opera realmente en contra
del hacer; es un hacer alienado. El trabajo útil existe en la
sociedad capitalista bajo la forma del trabajo abstracto: “El
trabajo que produce valor no es trabajo útil o concreto, sino
trabajo abstracto. Trabajo visto como una abstracción de sus
características concretas” (2007: 6). Como ya señalaba
Shön Rethel, el proceso de intercambio impone
progresivamente la abstracción del trabajo. El trabajo
abstracto es la forma del hacer útil. Para Holloway, la
cuestión filosófica de la relación entre forma y contenido
implica lo siguiente: el contenido existe en, contra y más
allá de la forma. La forma existe en, contra y más allá de su
propia abstracción, por lo tanto, el hacer útil existe en,
contra y más allá del trabajo abstracto.
En líneas generales, el predomino del hacer útil sobre su
forma sería entonces lo más cercano a un trabajo no
alienado. Sin embargo, en la tradición marxista, el
antagonismo entre el trabajo útil y el trabajo abstracto está
casi ausente, sobre todo porque “la misma idea de una
economía marxista cierra la categoría de trabajo que Marx
había abierto” (p. 14). Según Holloway, Rubin y Postone
constituyen una excepción a esta regla; sin embargo, por un
lado, Rubin “asume que el trabajo concreto está,
efectivamente, subordinado al trabajo abstracto y no parece
comprender que hay una relación de antagonismo, y, por
otro lado, Postone no considera el trabajo útil como
problemático y lo discute meramente en términos de
productividad” (ídem).
La abstracción del hacer en el trabajo es un proceso que
se repite constantemente, como el fetichismo de la
mercancía –como el propio proceso de fetichización–, que es
precisamente una forma-proceso. Señalando la doble
naturaleza del trabajo, Marx recuerda que el trabajador
desarrolla sus poderes por medio del trabajo útil aplicado
sobre materias primas con sus instrumentos de trabajo
(cosas inanimadas), que se amplían notablemente cuando
este entra en cooperación con otros, originando el poder
productivo del trabajo social. Este poder, como parece
transferirse al capital, toma la apariencia de fuerzas de
producción. Por eso, Holloway dice:

La crisis no es solo la ruptura de las relaciones sociales,


sino también una avanzada del hacer útil, de la actividad
consciente creativa contra el trabajo abstracto: la crisis es
la manifestación de la inhabilidad del trabajo abstracto
para contener el hacer útil, o, en otras palabras, la
incapacidad de las relaciones de producción de contener
a las fuerzas de la producción (p. 26).

Aquí el rechazo o la insubordinación es negación, grito en


contra, en pos de la emancipación del poder-hacer, a
diferencia del rechazo al trabajo del autonomismo italiano,
que analizaremos luego:

La insubordinación es una parte central de la experiencia


cotidiana, desde la desobediencia de los niños hasta la
maldición del reloj despertador que nos dice que nos
levantemos y vayamos a trabajar, hasta todas las formas
de ausentismo, de sabotaje y de la simulación en el
trabajo, hasta la rebelión abierta como el grito abierto y
organizado del ¡ya basta! (2002: 219).

Por tratarse de dos de las más importantes propuestas


contemporáneas para pensar la cuestión del trabajo y el
valor, antes de continuar vamos a introducir la perspectiva
del autonomismo italiano, del cual Holloway toma
inicialmente muchas ideas, pero del cual luego se separa y
marca sus diferencias.

5. Antonio Negri: el obrerismo italiano más allá


de Marx
Comenzamos reconstruyendo el pensamiento del filósofo
Toni Negri por ser uno de los principales intelectuales del
debate iniciado en los años sesenta, y por ser quien
introduce la noción de trabajo inmaterial en los años
noventa, similar, en un sentido, pero no completamente
asimilable, al clásico concepto de trabajo intelectual.
Antonio Negri y Mario Tronti, junto con otros intelectuales
italianos, fundan la revista Clase Operaria en 1964,
considerada el origen del operaísmo italiano, en la que se
destaca el editorial de Tronti titulado “Lenin en Inglaterra”,
que significó una revolución copernicana en el desarrollo del
marxismo. Su tesis central coloca el motor del desarrollo
capitalista no en la ciencia ni en la cooperación obrera, sino
en la lucha de clases, una lucha de clases que obliga al
capital a transformarse, a adoptar nuevas formas. Ambos
comienzan a teorizar sobre la emergencia, en los procesos
productivos de la posguerra italiana, de una nueva figura
obrera en formación, el obrero social. El obrero masa se
refería al trabajador de la cadena de montaje de las grandes
fábricas de los complejos industriales, provenientes de la
región meridional, que había sido un protagonista pasivo
durante el crecimiento económico de los años cincuenta y
sesenta, y que había protagonizado activamente las luchas
de finales de los sesenta, cuyo protagonismo comenzaba a
disminuir con la crisis capitalista de 1973. Su lugar estaba
siendo crecientemente ocupado por el obrero social, cuyo
origen puede rastrearse entre los grupos que se
mantuvieron al margen del movimiento obrero oficial y de
los sindicatos durante el período del obrero masa, y que
tuvieron su momento de gloria en el movimiento del 77. Se
trata de un nuevo sujeto revolucionario procedente de la
reestructuración capitalista posterior a la crisis del 73,
víctima del desempleo y del trabajo en negro, y que
planteaba una lucha que excedía el economicismo de las
luchas de la clase obrera de fábrica. El trabajo productivo,
entendía Negri, había salido de las paredes de la fábrica y
se extendía socialmente por la sociedad-fábrica (1979:
introducción).
Negri hace una valoración positiva respecto del Marx de
los Grundrisse: no solo señala que allí plantea su plan de
trabajo a futuro, en el que El capital es solo una parte (junto
con la renta inmobiliaria, el trabajo asalariado, el Estado, el
comercio exterior y el mercado mundial), sino que se trata
de “una extraordinaria anticipación teórica de la sociedad
capitalista madura”, a cuyo ascenso asiste Negri (2001
[1978]: 8). Incluso, se pregunta sugestivamente: “¿No
podría resultar en realidad que, precisamente como prevén
los esquemas preparatorios, El capital fuese una parte, y no
la fundamental, de la temática global marxiana?” (p. 20).
Negri rescata de Rubin el hecho de que ponga en el
centro de la teorización de Marx la teoría del plusvalor y, de
paso, los antagonismos constituidos por la lucha de clases.
Pero esto no es suficiente, y Negri plantea “ir más allá de
Marx”, de la siguiente manera:

¿Marx más allá de Marx? ¿Los Grundrisse más allá de El


capital? Quizás. Lo que es cierto es que la teoría del
plusvalor, dado su carácter central, elimina toda
pretensión científica de centralización y de dominio
concebida desde el interior de la teoría del valor. Que la
teoría del plusvalor multiplica el antagonismo en el
terreno de la microfísica del poder. Que la teoría de la
composición de clase refunda el problema del poder en
una perspectiva de recomposición que no es la de la
unidad, es la de la multiplicidad, la de las necesidades, la
de la libertad. Marx más allá de Marx: también esta
constituye una hipótesis importante, próxima y coherente
(p. 28).

Negri cuestiona el hecho de que El capital constituya el


punto más desarrollado de la obra de Marx, e invita a
estudiar con más detalle los manuscritos escritos entre
1857 y 1859, los cuales constituyen “el punto más fuerte
del análisis y la imaginación en la voluntad revolucionaria
de Marx”.21 Coincide con Rubin en el hecho de que el
desarrollo de la teoría del valor como teoría de la plusvalía
es el centro dinámico del análisis de Marx, “donde se unen
el análisis objetivo del capital con el análisis subjetivo del
comportamiento de clase”, pero considera que esto es
todavía insuficiente para analizar la totalidad del proceso de
explotación.
Negri revisa las principales categorías marxistas, pero
bajo la perspectiva de una subjetivización de estas. Para el
autor, el proceso de subjetivación y la posibilidad de crisis
en ese contexto de los años setenta iban en aumento. El
capital se valoriza en la sociedad-fábrica, puesto que
subsume las condiciones sociales y los elementos del
proceso de producción y circulación: “Es aquí donde se sitúa
el fundamento de la transición de la manufactura a la gran
industria, a la sociedad-fábrica” (p. 133). Por eso mismo,
agrega:

La subjetividad que esta síntesis compete al capital es


una figura que el capital alcanza a través de un proceso
de subsunción, de sometimientos de la sociedad cada vez
más coherentes y exhaustivos. El modo mismo de
producir se modifica. Primero, el capital recoge
capacidades de trabajo que se hallan dadas en la
sociedad y las reorganiza en la manufactura. La gran
industria es, por el contrario, una situación productiva en
la que el capital social se ha erigido ya como sujeto, ha
prefigurado las condiciones de producción. Las
condiciones de trabajo y el proceso de trabajo se hallan
subordinados al proceso de valorización: a partir de un
cierto momento, que es el de la constitución del capital
en capital social, ya no será posible distinguir el trabajo
del capital, el trabajo del capital social, del proceso de
valorización. Es trabajo únicamente aquello que produce
capital. El capital es la totalidad del trabajo y de la vida.
“Este progreso continuo del saber y de la experiencia”,
dice Babbage, “es nuestra gran fuerza. El desarrollo
histórico, el desarrollo político, la ciencia, etcétera, se
mueven en las esferas superiores, por encima de ellos.
Solo el capital ha capturado el progreso histórico y lo ha
puesto al servicio de la riqueza” (p. 140; el destacado es
del original).

A medida que avanza el proceso de valorización y


reproducción del capital, adquiere un mayor carácter
político. Aquí es donde la lucha obrera se transforma en
autovalorización obrera, cuando el capital encuentra
dificultades crecientes para extraer sobretrabajo. En este
contexto, Negri caracteriza el proceso de trabajo como un
simple momento del proceso de valorización del capital:

El proceso de producción ha dejado de ser proceso de


trabajo en el sentido de que el trabajo se extiende por
encima de él, como unidad que lo domina. El trabajo se
presenta más bien exclusivamente como órgano
consciente, en la forma de trabajadores vivos individuales
en muchos puntos del sistema mecánico; disperso,
subsumido en el proceso global de la maquinaria misma,
exclusivamente como un miembro del sistema, cuya
unidad no existe en los trabajadores vivos, sino en la
maquinaria viva (activa), que se presenta frente al
trabajador, frente a su actividad individual e
insignificante, como un poderoso organismo. El aumento
de la productividad del trabajo y la negación máxima del
trabajo necesario es, como hemos visto, la tendencia del
capital (p. 160).

Por estas razones, asistimos a lo que Negri denomina el


estallido de la ley del valor, como se destaca en la cita que
encabeza este capítulo. Negri se apoya en el “Fragmento
sobre las máquinas” para señalar la emergencia de un
individuo social capaz no solo de producir, sino de disfrutar
de la riqueza producida, capaz de invertir la ley de la
plusvalía, en la que el valor ya no sea una categoría
relevante en el conflicto entre el capital social y el obrero
social: “Las categorías marxianas deben refundarse
teniendo presente el carácter social del desarrollo
capitalista” (p. 167).
El centro de producción pasa a ser la sociedad entera,
con todo el conjunto de conocimientos, aparatos técnico-
científicos; como dice Marx, saber social general, el general
intellect. A medida que se desenvuelve la gran industria, la
riqueza depende menos del tiempo de trabajo y más de la
potencia de los sujetos, lo que depende, en última instancia,
del estado general de la ciencia y la tecnología. La medida
de la producción del valor no puede ser el trabajo individual,
ya que este es la expresión del complejo de condiciones
dictadas por el saber, las virtualidades científicas y
organizativas que aparecen como fuerza productiva del
capital social, de la potencia del general intellect. Las
teorizaciones iniciadas en los años noventa las analizaremos
en el capítulo cuarto. Ahora retomaremos el planteo en
relación con las tesis de John Holloway.

6. La cuestión del trabajo y un breve


contrapunto entre Holloway y Negri
Los argumentos de finales de los años setenta reaparecen
con mayor peso en los años noventa, al calor de la llamada
globalización, que no es sino una etapa que consagra la
fragmentación global de la producción capitalista. La
reestructuración capitalista de los años setenta es analizada
por Holloway de manera similar, subrayando las distancias
con el marxismo objetivista y, de paso, con el socialismo
real. Sin embargo, podemos encontrar diferencias
importantes en torno a algunas teorizaciones realizadas en
ese período y posteriormente. Veamos algunas de ellas.
Holloway no acuerda con el concepto de autovalorización
del marxismo autonomista porque “expresa positivamente
la lucha contra y más allá del capital” (2002: 219; el
destacado es nuestro). Por eso, toma partido por la
dialéctica negativa:

Existe efectivamente una infinitud en la negación, pero


no es la de un círculo. Es más bien la infinitud de la lucha
por el comunismo: aun cuando se creen las condiciones
para una sociedad libre del poder, siempre será necesario
luchar contra el recrudecimiento del poder-sobre. No
puede haber ninguna dialéctica positiva, ninguna síntesis
final en la cual se resuelvan todas las contradicciones
(Holloway, 2002: 219).

Holloway rescata la recuperación que hace el marxismo


autonomista del proceso de trabajo en el volumen I de El
capital y su relectura de los Grundrisse. Les reconoce que,
al centrarse en las luchas en la fábrica, tienden a analizar
las innovaciones y los cambios tecnológicos como respuesta
a la insubordinación de los trabajadores. El trabajo es, en el
análisis autonomista, anterior al capital, es la fuerza
conductora del capital. Pero, para Holloway, el concepto
autonomista de composición de clase tiene algunos
problemas: “La historia de la lucha puede describirse en
términos de los movimientos de composición,
descomposición y recomposición” (p. 234).
En realidad, según los autores italianos, la composición
de clase intenta dar cuenta de los procesos reales de
transformación en una época y lugar, bajo determinadas
situaciones productivas y en oposición a la idea de
conciencia de clase. Tiene dos dimensiones: la técnica, que
depende de la organización de la producción hegemónica en
una determinada fase del capitalismo, que depende, a su
vez, del saber individual y social del obrero, del estado del
desarrollo de las fuerzas productivas, del grado de
cooperación y de división del trabajo; y la política, que se
refiere a la subjetividad colectiva, a los deseos y a las
formas de organización política, cultural y comunitaria, es
decir, la forma de organización adecuada para esa
composición técnica, en la que están presentes tradiciones,
comportamientos, experiencias y memorias de las luchas
obreras. Estas dos dimensiones se diferencian de la clase en
sí y de la clase para sí construidas alrededor de la
conciencia de clase. La composición de clase respondía a las
nuevas características de la producción industrial masiva de
posguerra, a partir de la cual el obrero masa reemplaza al
obrero profesional, un obrero no calificado, pero con un nivel
de escolarización elevado en comparación con el obrero
tradicional (que en algunos casos llegaba a entrar más
temprano al trabajo para conocer el saber específico). Para
Holloway, esta es una forma de analizar la lucha de clases,
ya que su movimiento puede verse como un movimiento de
expresión de la composición de la clase trabajadora. El
concepto de composición de clase busca reemplazar al de
clase y tiene como problema que no solo se utiliza para
analizar el movimiento de la lucha, sino también para
caracterizar un período del capitalismo.
Para Holloway, esto es un problema, ya que clasificar o
caracterizar un período del capitalismo es subrayar las
regularidades sobre las rupturas, y es también caer en
cierto funcionalismo, que puede entenderse –dado el
carácter reactivo del capital ante las luchas de la clase
obrera– como una función de la clase obrera. Al tratarse de
una relación externa de oposición, los autonomistas no
llegarían a ver que el capital es el producto de la lucha de
clases, y que depende todo el tiempo de la clase
trabajadora para su reproducción, es decir, que se trata de
una relación interna. Si bien analizan la lucha de clases,
estos no llegarían a ver que el capital es lucha de clases. Al
analizarlo como una relación externa, de reacción del capital
frente a la clase obrera (y, actualmente, del imperio frente a
la multitud), hay una reversión de la polaridad entre capital
y trabajo, más que su disolución (p. 241). Según Holloway:
“El capital no parece ser entendido como la lucha por
apropiarse de lo hecho y volverlo contra el hacer” (p. 249).
Además, agrega que “subestiman el grado en que el trabajo
existe dentro de las formas capitalistas, lo que implica tanto
la subordinación del trabajo al capital como la fragilidad
interna de este último” (p. 251).
Lo que para los autonomistas es la crisis del fordismo,
para Holloway es, en realidad, la crisis del trabajo abstracto.
Si bien reconoce que esto fue el resultado de las luchas de
los trabajadores de los años sesenta y setenta, para
Holloway los italianos rápidamente se dedicaron a teorizar
sobre la nueva forma de dominación posfordista, en la que
el hacer útil quedó nuevamente subordinado al trabajo
abstracto, en la medida en que en el nuevo esquema no hay
diferencia entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio, y
la riqueza se produce a partir del trabajo inmaterial y el
general intellect.
Para Holloway, el problema central es que la idea positiva
de la lucha de clases y el concepto de composición de clase
se sustentan en la idea de paradigma, que los autonomistas
habrían tomado de la Escuela Francesa de la Regulación,
sobre todo de sus nociones de fordismo y posfordismo, que
“permiten unir varios fenómenos aparentemente dispersos
en un todo coherente”. Según el autor, el atractivo es que
sugiere correspondencias, dentro de un período de tiempo,
que antes no eran obvias, pero el problema es que subraya
la estabilidad sobre la inestabilidad, el orden sobre el
desorden del capitalismo. En este análisis sociologicista
habría un congelamiento del tiempo. Holloway exagera un
poco al hacer extensivas a Negri las críticas a los
regulacionistas, señalando que conciben el desarrollo del
capital y de la lucha de clases como dos procesos
separados. Reconoce que el concepto autonomista de
autovalorización –que se refiere a una composición
alternativa del valor, que no se funda sobre la producción de
plusvalía, sino sobre las necesidades y los deseos colectivos
de una comunidad productiva, los cuales constituyen una
subjetividad colectiva alternativa y autónoma dentro y
contra la sociedad capitalista– es el que más se acerca,
aunque de manera positiva, a la lucha contra y más allá del
capital, pero lo considera un concepto “torpe y un poco
oscuro” (p. 224).22
Negri toma posición respecto de las críticas de Holloway y
se pronuncia sobre la cuestión de la forma valor y, en
particular, del fetichismo. En primer lugar, junto con
Giuseppe Cocco, señala:

Holloway asume cada figura del poder como figura solo y


exclusivamente fetichista. Cada momento y cada forma
en la cual el poder se expresa, cualquiera que sea,
aunque fuera de manera antagonista: y bien, señores, no
hay nada que hacer; por efecto de la forma fetichista,
este poder no logra volverse independiente, la potencia
proletaria se vuelve homóloga, el universo es negro. Más
allá del rechazo, del grito del oprimido, la realidad está
completamente cosificada, triunfa la dialéctica y su
eventual negatividad se afirma (2006: 220).

Y luego:

La forma fetichista de la dialéctica marxiana (interpretada


al modo de Backhaus y retomada por Holloway) sofoca
todo elemento dialéctico, sobre todo antagonista (y no
importa que Holloway no lo desee). Solo queda el
fetichismo, es decir, una forma trágica de lo real que no
se puede recuperar. Recuperarla sería el acontecimiento
absoluto: ¡la revolución! (p. 221).

Negri también rechaza la acusación de funcionalismo


porque, según él, este asume la dialéctica como superación
de las contradicciones y exalta de ella solo el elemento
resolutivo, mientras que en el obrerismo las
contradicciones, precisamente, se profundizan, no se evitan:

La presión antagonista de la fuerza de trabajo


(precisamente porque la dialéctica fue dejada de lado) no
evita, sino que profundiza, las contradicciones. Esta
profundización de las contradicciones tiene dos efectos:
el primero es el de acentuar la consistencia de los sujetos
(fuerza de trabajo, proletariado, clase, multitud) y de
imprimir a esta realidad subjetiva un continuo proceso de
metamorfosis, un dispositivo de transformación
ontológica; un segundo lugar y, por consiguiente, surge
del efecto de empujar al sujeto (fuerza de trabajo,
proletariado, multitud) cada vez más afuera del capital; el
éxodo es precisamente el resultado de este proceso.
Proceso, sin embargo: luchas y no utopía. Línea
indefinida, no concluida, real, no soñada (pp. 221-222).

Por otro lado, Holloway no acepta el poder constituyente


que el obrerismo atribuye a la fuerza de trabajo y, en
general, a la lucha de clases. Sin embargo, Negri y Cocco
señalan:

El obrerismo debe su dignidad al hecho de no haber


disuelto nunca el concepto de revolución en el de
reforma; debe, sin embargo, su eficacia al hecho de haber
resuelto siempre el concepto de reforma en el de
revolución, y al hecho de haber comprendido que dentro
de este nexo se reunían la autonomía/independencia del
sujeto proletario que se formaba en las relaciones de
producción, y el éxodo de la relación de capital, es decir,
la capacidad de destruir, junto con la explotación, le
existencia misma de las clases (p. 223).

En suma, la cuestión del fetichismo y toda la discusión de la


forma asumen una dimensión moral y eluden la cuestión
política, más actualmente, biopolítica:

El así llamado “problema de la forma”, es decir, el


problema del fetichismo, se ve reducido en su discurso a
una categoría moral y ética más que una crítica y política.
Ya resultaba difícil estar en consonancia con posiciones
teóricas y políticas análogas producidas por la filosofía
dialéctica de la izquierda comunista en la Europa
proletaria de los años treinta; resulta imposible aceptarlas
en la realidad biopolítica de los países centrales y/o
periféricos del siglo XXI, es decir, en el siglo del imperio.
Nadie niega que el fetichismo, es decir, la corrupción
ontológica y sus consecuencias prácticas, toca y niega la
potencia del sujeto de clase: sin embargo, cuanto más se
da esta corrupción, cuanto más pesada y fijada
físicamente, tanto más el proceso revolucionario debe
unirse a reformas concretas, tanto menos se hace
posible, por consiguiente, cualquier sueño de
palingenesia (ídem).

7. Cómo trascender el (debate del) trabajo


abstracto
En este recorrido por los argumentos de estos pensadores
marxistas que captaron la cuestión del carácter dual del
trabajo y del predominio del trabajo abstracto como central
en el capitalismo, y aun asumiendo cualquiera de las
posiciones y la vigencia del trabajo abstracto, ello no impide
abogar por la necesidad de trascenderlo. Para Rubin,
trascender el trabajo abstracto era pasar del trabajo
abstracto de la economía capitalista al trabajo socialmente
igualado que caracterizaría a una economía socialista. Y,
para eso, la planificación centralizada de la economía se
muestra como un paso necesario para eliminar la anarquía
del mercado que produce la competencia entre capitales y
la tendencia inevitable a la crisis. La determinación del valor
por el trabajo no se produce conscientemente, sino
ciegamente, como un efecto funcional de la totalidad del
proceso social de intercambio. Mientras que el trabajo
concreto produce valores de uso, el trabajo abstracto
produce valor. Para Shön Rethel, el conocimiento humano
originario viene del intercambio y es distinto del
conocimiento procedente del trabajo manual (1980: 75).
Volverlo consciente implicaría reunificar la división entre
trabajo manual e intelectual. No propone trascender el
trabajo abstracto, sino volverlo consciente para dominar la
naturaleza. Por su parte, a Postone –más que la unión del
trabajo manual e intelectual que buscaba Shön Rethel– le
interesa subrayar que la acumulación depende del valor, no
de las leyes de la competencia que investigan los
economistas marxistas. Como vimos, propone directamente
la abolición del valor, esto es, del trabajo abstracto. En este
camino, la lucha de clases es importante, condiciona el
origen como la aplicación de los conocimientos y la
tecnología, pero no está en el origen de la trayectoria ni
crea la totalidad. En esto se diferencia claramente de
Holloway, quien justamente subraya que hay que
comprender la lucha de clases no solo como la lucha del
trabajo contra el capital, “sino como la lucha del hacer
contra el trabajo (y, por ello, contra el capital)” (2007: 17).
El problema es que el hacer debe satisfacer necesidades
vitales, mínimas. Como señala Postone, por más que
puedan adecuarse estas necesidades a la naturaleza, nunca
el trabajo puede ser puro juego. Para Negri, el problema del
fetichismo se ve reducido en su discurso a una categoría
moral y ética, más que a una crítica política. La pura
reafirmación del antagonismo absoluto se opone a la
articulada dinámica de las diferencias foucaultianas. Asume
la degradación del concepto de dialéctica, pero cree librarse
de sus defectos en términos puramente negativos.
Estas posiciones recientes debemos analizarlas en un
marco más general, ligado a las temáticas que iremos
desplegando a lo largo de los siguientes capítulos. Este
recorrido por la relación entre trabajo y valor en el
marxismo, durante la vigencia plena de un capitalismo
basado en el trabajo industrial, nos obliga a analizar en qué
consistía concretamente ese trabajo. El trabajo industrial
estudiado por los fundadores de la economía política y por
la crítica marxista se centraba, en el primer caso, en la
manufactura basada en la división del trabajo y en lo que
Marx llamó, a mediados del siglo XIX, la gran industria. Pero,
a finales de ese mismo siglo, ya empezaban a asomar los
cambios técnicos y las formas de gestión de la fuerza de
trabajo que revolucionaron casi todas las ramas y los
sectores industriales, y habilitaron un aumento enorme de
la productividad del trabajo y de las ganancias del capital en
el siglo XX. De estas transformaciones del trabajo y de la
técnica nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

[16]Una versión reducida de este texto fue publicada


previamente en la revista Herramienta (Míguez, 2010).

[17]Apoya su argumento en lo sostenido por Marx en el


capítulo XII de El capital y en el volumen III, en los que
destaca que la ley del valor “solo opera aquí, frente a los
agentes individuales, como ley interna, como ciega ley
natural, e impone el equilibrio social de la producción en
medio de sus fluctuaciones casuales” (Marx, 2009: 1117), y
en la célebre carta de Marx a Kugelman. Desarrolla el
argumento y el aspecto cuantitativo del trabajo abstracto en
el capítulo X de los Ensayos.

[18]Para Rubin, el valor-trabajo surge antes del capitalismo,


pero solo en él se desarrolla plenamente: “El valor-trabajo (o
la mercancía) es anterior, históricamente, al precio de
producción (o capital). Existió en una forma rudimentaria
antes del capitalismo, y solo el desarrollo de la economía
mercantil preparó la base para el surgimiento de la
economía capitalista. Pero el valor-trabajo, en su forma
desarrollada, solo existe en el capitalismo” (p. 312).

[19]A diferencia de Lenin, que promovía el taylorismo, y de


Rubin, que defendía la planificación, Shön Rethel (al igual
que Radovan Richta) era optimista respecto a la
automatización de la producción. El optimismo de Richta
contrastaba con el pesimismo de Harry Braverman, para
quien la técnica se desarrolló antes que la ciencia y como
un prerrequisito de la industria (Braverman, 1984: 159). Así,
se entiende también la defensa de Shön Rethel de la
neutralidad de la ciencia cuando señalaba que: “La física no
es culpable de la explotación” (1980: 178).

[20]Para Postone, las formas sociales tienen carácter dual,


tienen valor de uso y valor: el trabajo (trabajo abstracto y
trabajo concreto), el valor (valor y riqueza) y el tiempo
(tiempo abstracto y tiempo concreto).

[21]Así resume Negri sus diferencias con El capital: “Una


cosa debe quedar clara: en esta sede no se produce una
polémica abstracta contra El capital, cada uno de nosotros
ha nacido a la reflexión y a la conciencia teórica a partir del
odio de clase del que se nutría, a partir del estudio de El
capital. Pero El capital es al mismo tiempo el texto que ha
servido para reducir la crítica a teoría económica, para
anular la subjetividad en la objetividad, para someter al
proletariado subversivo a la inteligencia de recomposición y
represión del dominio” (p. 33).

[22] Quizás el punto más fuerte de divergencia se encuentra


en el rechazo a la dialéctica que profesan los autores
italianos: “Es completamente coherente con este enfoque
paradigmático que Hardt y Negri sean muy explícitamente
antidialécticos y antihumanistas. En repetidas
oportunidades desestiman a Hegel como el filósofo del
orden en lugar de considerarlo también como el filósofo que
hizo del movimiento subversivo el centro de su
pensamiento. Entienden la dialéctica como la lógica de la
síntesis en lugar de entenderla como el movimiento de
negación” (p. 224). Y, en esa misma línea, junto a ellos,
Holloway coloca el pensamiento de Althusser y Foucault.
Capítulo 3
Proceso de trabajo y cambio
tecnológico en el capitalismo
industrial23

El trabajo y el producto ya no se miden el uno por el otro


y, consecuentemente, resultan imposibles de caracterizar.
¿Cómo reconocer y calcular en estas redes industriales la
cualificación del trabajador y su productividad? ¿Cómo
designar y evaluar una llamada de teléfono, una
acometida eléctrica, el escuchar la radio, un viaje por
autopista, la aplicación de una fórmula química? (Rolle,
2005a: 128-129).

Desde la década del cincuenta del siglo XX, los procesos de


trabajo han sido afectados por numerosos cambios como
resultado de la evolución del capitalismo industrial tras la
Segunda Guerra Mundial. Estos cambios condujeron a una
creciente automatización en las industrias de los sectores
más importantes. Los cambios que se producen en la
década del sesenta, conocidos como revolución científico-
técnica, deben analizarse en este marco más amplio, pues
son fundamentales para entender los cambios posteriores,
las denominadas revolución microelectrónica, en los años
setenta, y la revolución informática, en los años noventa.
En este capítulo nos proponemos realizar una revisión de
los cambios acaecidos en los procesos de trabajo, tanto los
relacionados con los cambios en la organización del trabajo
y la automatización, como los derivados de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación. Ello obliga
a precisar la forma cambiante que a lo largo del siglo XX ha
tenido la búsqueda de economías de tiempo, esto es, la
organización del proceso de trabajo de manera tal que se
reduzcan los tiempos muertos y se aprovechen al máximo
los gestos y los movimientos de la fuerza de trabajo manual.
Aumentar la productividad del trabajo se relacionaba con la
búsqueda de la máxima separación entre el trabajo
intelectual y el manual, y el uso a máxima intensidad de
este último. A pesar de que una separación total nunca es
posible, esta distinción es clave para entender la lógica de
los procesos de valorización propios del capitalismo
industrial.
Por cuestiones de exposición y por el uso extendido que
tienen en la sociología del trabajo, a lo largo de este
capítulo delinearemos las características de estos procesos
en los términos de la conocida serie taylorismo-fordismo-
posfordismo, sin por ello concluir en una especie de
evolución lineal o secuencia lógica necesaria, sino
tomándolas como base para ubicar temporalmente las
principales transformaciones de estos procesos.

1. La distinción entre trabajo manual y trabajo


intelectual
El momento de la emergencia de un trabajo de tipo
intelectual y autónomo, o, mejor aún, el momento de una
supuesta separación del trabajo intelectual del manual, es
materia de controversias aun entre los autores marxistas
que hemos revisado y otros que vamos a revisar aquí, a
continuación. Según el filósofo alemán Alfred Shön Rethel, la
división entre trabajo intelectual y manual se produce con la
introducción de las matemáticas en la tarea de los
artesanos, lo que se habría producido históricamente en los
procesos de producción y construcción de armas en el siglo
XV. Las matemáticas establecieron una fuerte escisión entre
el contexto del pensamiento y el de la acción humana,
promoviendo una clara separación entre mente y mano en
los procesos productivos. El artesano controlaba su
producción gracias a su habilidad manual y no a través de
un conocimiento abstracto:

Saben cómo se hacen las cosas, pero no saben


explicarlas; el método experimental de la ciencia
establecido por Galileo garantizó la posibilidad de adquirir
un conocimiento de la naturaleza a partir de fuentes
distintas de las del trabajo manual. Esta es la
característica cardinal de la ciencia moderna. El modo de
producción capitalista sería imposible con una tecnología
que dependiese del conocimiento de los trabajadores
(Shön Rethel, 1980: 119).

El trabajo y la tecnología remitirían, entonces, a órdenes o


regímenes de actividades diferenciadas. Otros pensadores
marxistas, como el estadounidense Harry Braverman,
sostenían en los años setenta, en sentido justamente
opuesto, que la ciencia tiene su origen en la práctica
artesanal, y no al revés. Como veremos más adelante, para
este autor no solo existe el vínculo entre trabajo y técnica,
sino que la separación definitiva del trabajo intelectual y el
manual se produce tiempo después, con la forma de
organización del trabajo ligada al taylorismo: “El obrero
combinaba en cuerpo y mente los conceptos y la destreza
física de su especialidad: la técnica entendida de esta
manera es, como a menudo ha sido observado, la
predecesora y la progenitora de la ciencia” (Braverman,
(1984) [1974]: 135).
Independientemente del momento en que haya ocurrido,
la distinción entre trabajo manual e intelectual tiene
consecuencias directas en los procesos y las prácticas de
trabajo modernos y contemporáneos. Para ello resulta
interesante realizar un ligero recorrido sobre los cambios
que se produjeron en el aprendizaje y en la formación para
el trabajo a partir de los siglos XV y XVI, en los que el trabajo
a domicilio se transformó profundamente con el dominio de
los mercaderes, aumentó la dependencia de los artesanos
respecto de los comerciantes y, al mismo tiempo,
cambiaron las condiciones del aprendizaje: los comerciantes
comenzaron a instruirse en la gestión. Según el sociólogo
francés Michel Carton, aunque ambos tiendan a convertirse
en asalariados, la división entre productores y gestionarios
será el origen de las diferencias, que luego se irán
acentuando, entre trabajo manual e intelectual. Por otro
lado, señala este autor:

El desarrollo de las ciencias y las técnicas se lleva a cabo,


principalmente, en las universidades –que ya no forman
solamente clérigos y teólogos–, pero también en otros
lugares, como las sociedades científicas, las academias,
los laboratorios de química, etcétera, financiados a
menudo por industriales y burgueses (1985: 39).
La formación técnica comenzó a asociarse al asalariado,
cuyo estatus estaba desvalorizado frente a la burguesía
naciente porque, entre otras cosas, esta tenía una
formación de tipo general. La necesidad de una
generalización de los conocimientos se acentúa con la
difusión del maquinismo y la fábrica. El campo tecnológico
tiende a tomar autonomía del campo científico, por lo que
crean escuelas especializadas para la formación de
ingenieros y técnicos. Es el Estado, con su creciente lugar
en la formación, el que busca lograr la articulación entre la
educación y el sistema productivo, desarticulando las
corporaciones profesionales con lo que Carton denomina
sistemas escolares estatizados. Hasta ese momento, el
espacio y el tiempo escolares no estaban separados de la
familia y de la profesión. Las escuelas politécnicas, y luego
la enseñanza especializada, crecen al calor de la
industrialización. Entrado el siglo XX, con algunas pocas y
notables excepciones, casi desaparece la formación
profesional en el lugar de producción y se acelera el
desarrollo de sistemas de formación profesional: “La
formación no es elogiada por sus virtudes propias para el
desarrollo de las personas y los colectivos sociales, sino
porque es, o sería, la clave del empleo” (Vatin, 2004:
194).24
La relación entre trabajo intelectual y calificación, sin
embargo, reconoce múltiples dimensiones al involucrar
numerosas aristas de la actividad humana. Además del
desarrollo de las instituciones educativas, es necesario
analizar cómo se produjo la evolución de la relación entre
trabajo intelectual y calificación en los procesos de trabajo a
lo largo del capitalismo industrial.

2. La relación entre trabajo intelectual y


calificación en los procesos de trabajo
Al estudiar la naturaleza del trabajo observamos que la
división social del trabajo existía antes del capitalismo, pero
lo cierto es que nunca se había dividido el trabajo en
operaciones limitadas dentro de cada actividad como bajo
este sistema económico. Las ventajas de la división del
trabajo fueron teorizadas por Adam Smith en su ejemplo
clásico sobre la manufactura de alfileres, que mostraba
cómo se analiza el proceso de trabajo en sus elementos
constitutivos, se separan las operaciones y se asignan a
distintos trabajadores, creando trabajo fragmentario (1997
[1776]: 7-15). En cada paso se creaba trabajo fragmentario
y, fundamentalmente, se ahorraba tiempo de trabajo,
aumentando la productividad. Las ventajas podían ser
resumidas en tres: el aumento de la destreza de cada
obrero individual, el ahorro del tiempo perdido en el paso de
un trabajo a otro y la invención de máquinas que facilitaban
el trabajo.
En 1832, Charles Babbage enseñaba en su célebre texto
“Acerca de la economía de máquinas y manufacturas” que
dividir el trabajo abarataba sus partes individuales: la fuerza
de trabajo dividida era más barata que como capacidad
integrada en un solo obrero. La tendencia a la reducción del
trabajo complejo al trabajo simple se asumía como
plenamente posible y, sobre todo, como extremadamente
conveniente para el capitalista. Poco importaba la tendencia
a la degradación del trabajo y que, a medida que se
desarrollaba la división del trabajo en el taller, el trabajador
se volviera cada vez más incapaz de realizar
completamente el proceso de producción.
Andrew Ure destacaba ya en 1845, en The Philosophy of
Manufactures, como uno de los méritos de las máquinas el
ser instrumentos de regularización y sometimiento de los
trabajadores frente a la indisciplina y la resistencia obrera,
principal problema de los orígenes de la gran industria. En
ese mismo período, lo mismo puede decirse del trabajo de
los niños. Más aptos para efectuar ciertos tipos de trabajos
y, sobre todo, más dóciles, lo eran también en el
aprendizaje. Así, los niños se convertían en “educadores del
obrero”, y los capitalistas obtenían los obreros necesarios.
Prohibido, al menos formalmente, el trabajo de los niños, el
intento más serio lo constituyó el trabajo a destajo, esto es,
emplear a un obrero de oficio para que sea el organizador
del trabajo y el contratista de la mano de obra. Se utiliza el
oficio contra sí mismo al poner a controlar y a vigilar a
alguien que, a diferencia del patrón, se encuentra
demasiado cerca como para permitir a los trabajadores
relajar el ritmo de trabajo (Coriat, 1979: 19). Estas
prerrogativas son las que luego reclamará para sí el
capitalista, por constituir un eficaz medio de control de la
fuerza de trabajo. Sin embargo, la derrota definitiva del
oficio no llegaría, según Coriat, hasta la consolidación del
taylorismo.
Para torcer el brazo del oficio se necesitaron numerosas
medidas –más o menos exitosas– orientadas a reducir el
poder y la apropiación del saber obrero. Coriat analiza el
oficio en el pasaje de la manufactura a la gran industria, en
la que aquel ha pasado de ser condición necesaria a un
obstáculo a superar, puesto que, según el autor, la
resistencia obrera se generaliza en torno a él. Coriat analiza
el tema desde los Estados Unidos a finales del siglo XIX,
donde luego hará su aparición el taylorismo:

En los Estados Unidos, tierra nueva y casi sin herencia,


penuria de la mano de obra cualificada y eficacia del
sindicalismo de oficio, combinan sus efectos de tal
manera que el oficio se ve allí en su límite extremo: no
como condición de la industria, sino como obstáculo para
la acumulación de capital (p. 13; el destacado es del
original).

Sin embargo, no es posible hablar del taylorismo y su


deliberada búsqueda de escisión entre concepción y
ejecución del trabajo, y de la separación entre trabajo
manual e intelectual, sin hacer referencia al trabajo clásico
de Harry Braverman. Según este autor, en el inicio del
capitalismo, el artesano era el depositario principal de la
actividad científica, y dentro de la actividad del artesano no
había división de tareas. El maestro de oficio utilizaba
constantemente conocimientos científicos rudimentarios,
como los cálculos de fuerzas, potencias, velocidades,
instrumental matemático, diseño, etcétera, en la práctica
diaria de su oficio. El capitalista distribuía los materiales a
domicilio y compraba una cantidad de trabajo que se
objetivaba en un producto que se pagaba por pieza o en
función de alguna unidad de medida. Los artesanos, incluso,
subcontrataban a sus ayudantes y aprendices. El problema
principal para el capitalista era que no podía aprovechar
completamente todo el potencial del trabajo humano.
Buena parte de él quedaba fuera de su alcance al no poder
asumir directamente el control del proceso de trabajo (1984
[1974]).
Sin la reunión de los obreros bajo un mismo el techo, el
control se hacía muy difícil, así que esta medida, junto con
las horas regulares de trabajo, además de diversas
estructuras de sanciones y castigos, fueron imponiéndose a
medida que avanzaba el capitalismo. A pesar de que los
artesanos estaban reunidos en talleres bajo el mando del
capitalista, seguían ejerciendo sus oficios como herreros,
ebanistas, tejedores, etcétera. Era necesaria una función de
coordinación de los procesos dentro de los espacios de
trabajo, establecer prioridades, velar por el
aprovisionamiento de los materiales, etcétera. Así surge el
problema de la administración del trabajo y los métodos del
taylorismo (que analizaremos a continuación.

La relación entre trabajo intelectual y calificación en


el taylorismo
La denominada administración científica del trabajo alude a
la obra de Frederick Taylor, cuyos principales aportes y
estudios sobre la organización del trabajo se encuentran
condensados en dos textos: Shop Management, publicado
en 1902 en los Estados Unidos, y Principles of Scientific
Management, publicado en 1911. El taylorismo es la
denominación surgida en la década del veinte en Francia
para designar el método de organización científica del
trabajo, que Taylor explica en su libro de 1902, cuya primera
traducción al francés data de 1907 (Neffa, 1990; Vatin,
2004).
Como bien señala Aglietta, la pretensión fundamental de
Taylor era reducir los tiempos muertos de la jornada de
trabajo, esto es, los tiempos en que los trabajadores no se
encuentran operando sobre los materiales o los medios de
producción. Esto incluía, fundamentalmente, los tiempos de
reparación y mantenimiento de las máquinas, los tiempos
de desplazamiento de los trabajadores en el espacio de
trabajo y los tiempos en que se desplazaban las materias
primas. Todos estos momentos, necesarios en la producción
de cualquier mercancía, constituían pausas en el ritmo del
proceso de trabajo. Y si bien no podían ser completamente
eliminados, se buscará reducirlos al mínimo indispensable
para garantizar la producción. Ello requiere un estudio
detallado de los puestos de trabajo, concebido como el
análisis de los tiempos y de los movimientos, para reducir
todo lo que fuera posible el grado de autonomía de los
trabajadores, los cuales, según Taylor, no siempre estaban
dispuestos a dar el máximo posible de su capacidad
productiva (Aglietta, 1991 [1976]). A grandes rasgos, el
sistema consistía en la predeterminación de las tareas,
fueran estas calificadas o no, estableciendo los
procedimientos, los modos de realización y los tiempos de
producción que deben respetarse, o incluso mejorarse, si los
trabajadores pretendían aumentos salariales.
Por su parte, Harry Braverman sostenía que Taylor no
había descubierto nada nuevo, sino que solamente había
sistematizado los avances producidos en la industria en los
Estados Unidos y en Gran Bretaña durante el siglo XIX. Más
que una ciencia del trabajo, el aporte de Taylor se trataría
solo de una pseudociencia, ya que “no investiga el trabajo
en general, sino la adaptación del trabajo a las necesidades
del capital”, reflejando “la perspectiva del capitalista
respecto a las condiciones de producción” (1984 [1974]:
107). Señalemos algunos de los rasgos distintivos del
taylorismo según Braverman. En primer lugar, no se
buscaba la mejor manera de hacer el trabajo, the one best
way, sino la mejor manera de controlar el trabajo.25 En
segundo lugar, cambiaba el concepto de control del proceso
de trabajo. Este es un punto fundamental. Antes de Taylor,
se asumía que el control del proceso surgía de diferentes
procedimientos consolidados durante el capitalismo en el
siglo XIX, como el agrupamiento de los obreros dentro del
taller, la imposición de una jornada de trabajo, la
supervisión de la diligencia del obrero en la realización de
las tareas y en la intensidad del trabajo, el establecimiento
de reglas que no alentaran las distracciones, como hablar o
fumar en el trabajo, o la imposición de determinadas cuotas
mínimas de producción. Ahora bien, Taylor iba mucho más
allá de estas medidas al buscar imponer al obrero la manera
precisa en la que debe ser realizado el trabajo, eliminando,
en la medida de lo posible, cualquier iniciativa obrera.
En tercer lugar, otra cuestión fundamental para Taylor era
el establecimiento de una jornada justa de trabajo,
entendida como un máximo fisiológico, esto es, “todo el
trabajo que un obrero puede hacer sin dañar su salud, a un
ritmo que pueda ser sostenido por toda una vida de trabajo”
(p. 120). Así definido, en realidad ese máximo solo podía ser
alcanzado por muy pocos obreros y bajo una enorme
presión, aunque Taylor sostenía que sus estándares de
trabajo no estaban más allá de la capacidad humana, y que
solo buscaba vencer la tendencia natural de los obreros a la
flojera. Existían dos tipos de flojera: una flojera natural, esto
es, la tendencia a tomarse las cosas con calma, y una
flojera sistemática, más peligrosa desde la perspectiva
capitalista, realizada deliberadamente por los trabajadores
para mantener a los capitalistas ignorantes sobre lo rápido
que un trabajo puede realizarse. El objetivo básico era la
obtención de economías de tiempo, es decir, aumentar la
velocidad del trabajo (Neffa, 1990), para lo cual era
necesario, primero, conocer cómo se hacen las mercancías.
Por esta misma razón, el taylorismo asoma como la forma
más avanzada –hasta ese momento– de expropiación de los
saberes obreros en beneficio del capital. En los hechos, y
paradójicamente, el taylorismo parece coincidir con la
concepción de la teoría del valor de Marx, en la que el valor
de una mercancía está dado por la cantidad de trabajo
abstracto socialmente necesario para su producción, y un
aumento de la intensidad del trabajo se traduce en la
extracción de una mayor plusvalía relativa.
La ignorancia de la administración científica del trabajo
sobre lo que constituye una jornada justa de trabajo coloca
al ingeniero Taylor en la posición de buscar un mayor control
sobre las decisiones que son tomadas en el curso del
trabajo, estudiar las prácticas realizadas en los talleres,
sistematizarlas y clasificarlas. Una vez que recogía sus
observaciones, diseñaba las instrucciones que los operarios
estaban luego obligados a seguir, independientemente de
su experiencia, tradición u oficio. Según Braverman, los
principios básicos de Taylor pueden reducirse a tres:
La disociación del trabajo de la pericia de los obreros: la
gerencia debe reunir la información que tiene el obrero,
descubrir y reforzar los métodos más rápidos de
producción que los obreros usan a su voluntad.
La separación de la concepción y la ejecución del
trabajo: el trabajo mental debe ser removido del taller y
concentrado en la gerencia. Aunque en realidad no es
más que la sistematización de conocimientos que el
obrero ya posee, ese estudio pertenece al capitalista,
del mismo modo que las máquinas y las instalaciones,
ya que cuesta tiempo y dinero realizarlo y solo él está
en condiciones de hacerlo.
El uso del monopolio del conocimiento para controlar
cada paso del proceso de trabajo y su modo de
ejecución, lo que dificulta cada vez más a los obreros la
comprensión del proceso de trabajo en el que están
inmersos.

De esta forma, el trabajo era desprovisto cada vez más de


su complejidad, vaciado de contenido, de calificación o de
conocimiento científico, lo que producía como principal
efecto la degradación de la capacidad técnica del obrero, en
comparación con el artesano o el oficio. La descalificación
de los trabajadores es la principal consecuencia de la
administración científica del trabajo, cuyos principios
tendían, según Braverman, a hacerse extensivos a casi
todas las ramas de la producción en el marco del
capitalismo. El oficio –que permitía una relación muy
estrecha entre ciencia y trabajo porque obligaba a usar
matemáticas, diseño y un conocimiento científico
rudimentario– es atacado por el taylorismo y la
administración científica del trabajo, en un movimiento que
para él es extensible a todos los tipos de trabajo en el
capitalismo, sea en los servicios, en los trabajos de oficina,
como en la propia ciencia.
Coriat va aún más allá en sus consideraciones sobre el
objetivo de Taylor y señala que, a diferencia de los métodos
anteriores, este consiste no solo en soslayar el oficio, sino
en destruirlo como tal, dando lugar a un proceso de trabajo
que luego permitirá el despegue de la producción en masa.
Taylor es claramente consciente de que el conocimiento es
lo que hace posible e ineliminable, a fin de cuentas, el
control obrero de los tiempos de producción. El dueño de los
modos operatorios es el dueño de los tiempos de
producción, y eso era lo que permitía a los obreros manejar
los tiempos y practicar una flojera sistemática, sin
considerar que, muchas veces, se trataba de prácticas de
defensa frente a accidentes, un desgaste precoz, o
enfermedades que acarreaban la pérdida del trabajo y del
salario.
A través del estudio de los tiempos y de los movimientos,
descomponiendo y desmenuzando el saber obrero, se
produce una transferencia fenomenal de saber y de poder
hacia la gerencia. El open shop movement, la apertura del
taller, permitirá la entrada masiva de trabajadores no
especializados y no organizados en la producción, pues son
progresivamente expulsados no solo los obreros de oficio,
sino también los obreros sindicados y organizados (Coriat,
1979: 31). El proceso no se produce natural ni mucho
menos pacíficamente, es acompañado por el surgimiento de
las primeras coaliciones patronales antisindicales y
antiobreras que actúan de manera organizada para obtener
la sujeción al nuevo orden de fábrica.
La entrada del cronómetro reemplaza el control obrero
por un conjunto de gestos de producción que se organizan
en tablas de tiempos y movimientos, a modo de manual
general del trabajo industrial, lo que produce cambios al
nivel del trabajo concreto y abstracto y, por ende, en las
condiciones de extracción de plusvalor y en la composición
de la clase obrera requerida. Se produce un aumento tanto
de la productividad del trabajo como de su intensidad. En
ambos casos se produce, en el mismo tiempo y con la
misma cantidad de trabajadores, una mayor cantidad de
productos: en el primer caso, como resultado de una mayor
eficiencia de los medios de producción, y en el segundo
caso, por el aumento del ritmo de trabajo o por la reducción
de los tiempos muertos de producción. La suma de ambas
nociones, productividad e intensidad, da como resultado la
medida del rendimiento del trabajo (p. 37).
Las ideas económicas de Taylor se acercan
llamativamente a las de la economía política clásica. El
trabajo es la fuente de la riqueza, y el aumento de la
productividad del trabajo puede estimular la acumulación
de capital, con la ampliación del mercado interior y exterior.
Esto es lo que se propone el análisis de los tiempos y los
movimientos del Scientific Management (p. 35). Taylor no se
mostraba particularmente interesado por la tecnología, y
sus aportes al cambio técnico serán más bien productos
secundarios o complementarios que aportes sustantivos
(Braverman, 1980: 72). Sin embargo, muchos ingenieros
fueron entusiastas seguidores del trabajo de Taylor y
difundieron sus virtudes a principios del siglo XX. Sus
argumentos también sedujeron a sindicatos y a políticos de
izquierda, incluido el propio Lenin, quien sugirió estudiar del
sistema de Taylor todo lo que tuviera de valor, y exigió su
implementación para acelerar la formación de los obreros
en la Unión Soviética de 1918 (Lenin, 1973 [1918]). Esto no
debe sorprender, porque si bien Marx trató con hostilidad, o
al menos con reserva, a la tecnología y al sistema de
producción capitalista, no fueron pocos los marxistas que, al
margen de su sesgo explotador, le encontraron enormes
virtudes.
En el campo académico, la recepción de los principios de
Taylor comienza a ser menos clamorosa a partir de la gran
crisis del treinta. En esa década aparecen las críticas de
Elton Mayo con la escuela de las relaciones humanas,
aparentemente descuidadas o ignoradas por Taylor, y de
Georges Friedmann, quien acusa al taylorismo de ser
responsable de la deshumanización del trabajo. A esta
altura, el taylorismo se asocia más a la civilización industrial
que a la mera racionalidad industrial (Boyer y Freyssenet:
2000). Luego de la segunda posguerra, la crítica más
virulenta a Taylor, en alguna medida, retrocede. Esto se da,
sobre todo, a partir de suponer que la creciente
automatización podría contribuir a la superación de la
parcelación del trabajo. Este rasgo es importante en la obra
de sociólogos como Alain Touraine y Pierre Naville en los
años sesenta.
Según Touraine, la producción en serie sustituye
aceleradamente obreros calificados por obreros
especializados, que desarrollan tareas de rápido aprendizaje
y repetitivas. Los obreros calificados –cuyo número se
reduce– se encargarán de las tareas de mantenimiento y
reparación. En la fase de automatización, el cambio más
visible es la desaparición de los obreros especializados.
Desaparece el trabajo de ejecución, aunque ello no implica
que desaparezcan completamente los obreros de
fabricación, sino que se degradan a trabajos de
alimentación, de carga y descarga. Las tareas obreras están
indirectamente ligadas a la producción, el ciclo de trabajo es
breve y los actos son elementales y repetitivos. La actividad
del obrero es, sobre todo, una actividad de percepción.
Cuanto mayor es la automatización, mayor importancia
tiene el trabajo de concepción. La calidad de los obreros de
supervisión y de control afecta el rendimiento de las
instalaciones automáticas. La red de comunicación define
más al obrero que su relación con los instrumentos de
producción. Y cuanto más se avanza hacia la
automatización, más se define la calificación por la calidad,
la dificultad o la rapidez exigida para descifrar los signos
que debe recibir y emitir en forma de acción sobre la
máquina. Más que el individuo o el puesto de trabajo, se
mide el papel del individuo en el sistema técnico y humano
de producción (Touraine, 1963).
Para Naville, en la gran empresa moderna, la división del
trabajo tiende a tomar el mismo aspecto que en la sociedad,
esto es, la sociedad es compleja y esa complejidad se
traslada a la fábrica. Las relaciones sociales que se derivan
de la técnica o de la jerarquía de mando implican una
complejidad similar a la de la división del trabajo social. La
división del trabajo es una relación tanto de antagonismo
como de cooperación. En la empresa es una división técnica
eficaz y su estudio se reduce a examinar las condiciones en
las cuales los individuos y los grupos tienden a distribuirse
sus tareas y después a coordinarlas. Y aquí también entra
en consideración el automatismo. El automatismo de las
operaciones efectuadas por las máquinas condujo a una
nueva forma de distribución de las tareas que contempla la
integración de estas y las máquinas, en la que el sistema
integrado procura la cooperación de nuevas funciones
elementales, entre las que se destaca la función de
comunicación entre todas las fases del trabajo. En el taller
se produce una división cada vez más clara entre funciones:
preparación, fabricación, mantenimiento, y la división del
trabajo se extiende desde el taller a las restantes funciones
de organización, gestión y administración (Naville, 1964).
Naville entiende que la tarea de los obreros conservaba,
tradicionalmente, una relación directa con el
funcionamiento de las máquinas o de la cadena de montaje,
pero ahora no se da esta analogía porque se reduce al
control de mandos. En la época de Marx, este clasificaba a
los obreros entre operadores de máquinas, peones
alimentadores e ingenieros, pero, según Naville, las
proporciones de los distintos tipos de puestos se habían
modificado mucho. Había aumentado el número de
ingenieros y se había reducido el de peones, que a la vez se
integraban a los operadores. Sin embargo, el trabajo en
cadena encontraba un inconveniente: el equipo no podía
trabajar a un ritmo mayor que el del puesto de trabajo más
lento (ídem).
Los cambios que se producen en la década del setenta,
conocidos como revolución científico-técnica, deben
analizarse en el marco más amplio de la evolución del
capitalismo a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Ellos
son fundamentales para entender los cambios posteriores,
las denominadas revolución microelectrónica, en los años
setenta, y revolución informática, en los años noventa.
Desde la década del cincuenta, los procesos de trabajo
venían sufriendo numerosos cambios que conducían a un
aumento de la automatización en los sectores industriales
más importantes. El optimismo en torno a las
potencialidades de la automatización contagió a los
científicos, incluso de los países socialistas, en los que la
cuestión del trabajo humano revestía una enorme
centralidad.
En 1969, Radovan Richta señalaba, en La civilización en
la encrucijada, que el principio mecánico basado en el
trabajo simple tendía a reducirse en el trabajo industrial y
que sería reemplazado por el principio automático, visible
en la industria química, en el sector energético y en la
cibernética, lo que evidenciaba el predominio de la ciencia
en la producción. El optimismo del autor checoslovaco en
relación con la automatización y con la revolución científico-
técnica radicaba en que esta respondía a las exigencias del
comunismo, a diferencia de una industrialización, que no
permitía el pleno desarrollo de las fuerzas humanas (Richta,
1971).
Por su parte, Braverman sostenía que durante la
Revolución Industrial la conexión entre la ciencia y la
industria fue indirecta, general y difusa. Es más, desde la
perspectiva del autor, la tecnología de la máquina a vapor
habría contribuido más al desarrollo de las ciencias –como la
física, con las leyes de la termodinámica– que al revés. La
revolución científica no podía ser estudiada como un
conjunto de innovaciones específicas, sino que debía ser
analizada en su totalidad como la forma en que la ciencia y
la ingeniería habían sido integradas como parte del modo
de producción capitalista, esto es, la transformación de la
ciencia misma en capital (1984 [1974]).26
A pesar de la advertencia de Braverman, los estudios
sobre innovaciones específicas para entender las
transformaciones cualitativas del trabajo siguieron su curso,
incluso en el propio campo marxista. Benjamín Coriat y
Michel Freyssenet son dos de los mejores exponentes de
estos esfuerzos. En su análisis del fordismo a finales de los
setenta, Benjamín Coriat señalaba que este iba a chocar
rápidamente con sus límites internos, delimitados, entre
otras razones, por el ritmo uniforme y la intensificación del
trabajo, que aumentan la fatiga. A fines de los sesenta, el
elevado ausentismo, su irregularidad y su imprevisibilidad,
sobre todo, se combinan con el aumento de los accidentes
de trabajo en la cadena, las enfermedades por fatiga
nerviosa y una mayor proporción de productos defectuosos
(Coriat, 1994).
A fines de la década del sesenta, sobre todo después de
los sucesos de mayo del 68, se reactiva el debate sobre el
trabajo y la condena al taylorismo. Desde los estudiosos del
trabajo, y retomando las ideas de Marx, se discuten las
consecuencias nefastas de la calificación, derivadas de la
organización taylorista-fordista, por tratarse de la principal
forma asumida por la división del trabajo. Al mismo tiempo –
y paradójicamente–, para los gerentes y capitalistas, el
taylorismo es el origen del desinvolucramiento de los
trabajadores respecto del trabajo. En esta primera línea se
inscriben los trabajos de Braverman, Aglietta, Coriat y
Freyssenet. Mientras Braverman lo considera el rasgo
central no solo de la organización industrial, sino también
de la producción de todo tipo de bienes en el capitalismo,
para Freyssenet el taylorismo no debe ser entendido como
el sinónimo de la división entre la concepción y la ejecución
del trabajo, que empezó mucho antes de Taylor, ni tampoco
de la parcelización del trabajo, que surge del trabajo en la
línea, que fue posterior a él. Por su parte, Coriat parecía
acercarse a la posición de Braverman, pero, como luego
veremos, en sus últimos trabajos entiende que el taylorismo
es una de las múltiples vías existentes para aumentar la
productividad. En la organización del trabajo japonesa, por
ejemplo, este autor encuentra una reducida división entre
concepción y ejecución. Veamos la cuestión más en detalle.
El texto de Braverman se transformó en un texto
canónico en los años ochenta, y tuvo el gran mérito de
rehabilitar los textos de Marx y dar un nuevo vigor a la
sociología del trabajo, al señalar que las transformaciones
de la empresa deben ser analizadas a la luz del proceso de
valorización, a partir del cual las cuestiones de control y de
poder son motivaciones centrales, más importantes quizás
que los imperativos tecnológicos o los principios de
eficiencia productiva. La concepción de la técnica como
instrumento de control social y la tesis de la descalificación
pusieron sobre la mesa el tema del poder y vigorizaron
estos debates.

La relación entre trabajo intelectual y calificación en


el fordismo
El fordismo es un término acuñado por Antonio Gramsci en
la década del treinta. En Americanismo y fordismo, Gramsci
analiza los cambios en la política salarial de la empresa que
decidía imponer la cadena de montaje como principal
innovación del proceso de trabajo, como era el caso de la
fábrica Ford. El incesante ritmo de la cadena originaba una
fatiga difícil de tolerar para los obreros, que huían en masa
a los pocos meses de iniciarse en el trabajo. Fue necesario
modificar fuertemente hacia arriba los salarios para evitar la
permanente sangría de trabajadores, que quitaban impulso
y previsibilidad a la industria automotriz, convertida en el
sector industrial más importante a partir de la primera
mitad del siglo XX27 (incluso, para muchos economistas,
sociólogos e ingenieros continúa siéndolo hoy: buena parte
de los sociólogos del trabajo siguen estudiando la industria
automotriz como el sector paradigmático de la industria).
La principal novedad del fordismo la constituye, sin duda,
la cadena de montaje. Se trata de un sistema de guías que
permite el desplazamiento de las materias primas en
proceso de transformación para ser conducidas ante las
máquinas-herramientas, lo que fue posible gracias a la
previa revolución energética que permitió la fabricación de
motores eléctricos de gran capacidad. Más precisamente,
esta corriente lineal de materias primas en proceso de
transformación, que corre en un solo sentido, y que permite
aprovechar mejor la normalización o estandarización de los
componentes, permitió la producción en serie de
importantes volúmenes de productos. Surgida en los
Estados Unidos, la introducción de la cadena en Europa
debió esperar un tiempo. El vacío de fuerza de trabajo que
se produce con la Primera Guerra Mundial hizo posibles
unas racionalizaciones que antes de ella habrían desatado
una enorme resistencia. El montaje se realiza por añadidura
sucesiva de piezas almacenadas delante de cada obrero a
una velocidad regulada mecánicamente por el
transportador. La cadencia del trabajo se regula de forma
externa al obrero. Asimismo, para que las piezas puedan ser
fijadas una tras otra en el mecanizado, era preciso que
fueran intercambiables o idénticas, lo que puede producirse
a partir de la estandarización de los componentes (Coriat,
1979: 41). Esto se complementa con el principio de
especialización de las máquinas, es decir, la puesta a punto
de máquinas especializadas en una operación, manejadas
por obreros especializados, en lugar de la máquina
universal. Así describe Coriat el surgimiento de la fábrica
racionalizada:

Del mecanizado al montaje se suceden los


perfeccionamientos: transportadores de cinta y de
cadena, grúas de puente y máquinas especializadas
lanzadas cada una a su propia carrera, toda la
infraestructura del suelo va acompañada de una red
aérea que asegura la circulación mecánica de las piezas
de los órganos a montar a lo largo de una línea de
producción o de una línea a otra, las herramientas
manuales están colgadas encima de los puestos de
trabajo (p. 42).
A pesar de una aparente confusión y fatiga suplementarias,
esto redundaba en una velocidad de gestos asombrosa, lo
que constituía el aspecto central de la eficacia del fordismo.
Para Coriat, la especificidad del fordismo reside en haber
permitido el paso a la producción en serie (no obstante, hay
que señalar que este punto sigue siendo fuente de
controversias entre los investigadores del trabajo). La
producción en masa no solo se aplica a los automóviles,
sino que se extiende a una innumerable cantidad de
productos más simples, lo que permite la aparición de
nuevas normas de productividad. Veamos esto un poco más
en detalle. En primer lugar, la eliminación de los
desplazamientos dentro del taller y la reducción de los
tiempos muertos significan, de hecho, una prolongación de
la jornada efectiva de trabajo. En segundo lugar, la
parcelación del trabajo es llevada al máximo,
profundizando, aun más que Taylor, la separación entre
concepción y ejecución del trabajo, con la subdivisión del
propio trabajo de ejecución. Al buscar suprimir lo más
posible las destrezas necesarias para el trabajo, Ford había
logrado una fenomenal reducción de los tiempos de
formación para las diferentes categorías de obreros. En
tercer lugar, con la organización del trabajo en línea, la
nueva disposición del espacio de trabajo facilitaba la
vigilancia del trabajador. Los efectos de estos cambios se
acumulan y se combinan con las ganancias de tiempo
derivadas de la mayor intensidad y productividad del
trabajo.
En suma, las características específicas de las normas de
productividad fordistas pueden resumirse, según Coriat, en
una economía general de mano de obra, en la fijación
autoritaria de la cadencia, con su correspondiente
intensificación del trabajo, y en el recurso sistemático al
maquinismo, lo que permite modificar la naturaleza de la
producción, la escala de los productos y la formación de los
costos de producción (la reducción del costo medio por
unidad de producto, esto es, lo que los economistas
denominan economías de escala). Todo esto origina una
norma de producción que se extiende a toda la producción
industrial (p. 47). A partir del trabajo en la cadena de
montaje comienza a hablarse de la polivalencia de los
trabajadores, aunque esto no aludiría a una mayor
calificación, sino a una profunda descualificación, originada
por llevar al extremo la división del trabajo, que lo vaciaba
de contenido.
La validación en los mercados de la producción en masa
se produjo definitivamente a partir de las políticas
keynesianas del Estado benefactor, que si bien tienen sus
orígenes en la década del treinta, en algunos países
centrales se generalizarían a partir de la segunda
posguerra, dando lugar –al menos en los países más
industrializados– al consumo de masas. La norma de
producción requería una norma de consumo.
Pero el fordismo choca rápidamente con límites internos
(Coriat, 1994). Se deteriora la percepción del lazo entre
rendimiento colectivo y gasto de energía individual, lo que
no permite establecer primas de rendimiento individual y
unifica a los obreros en la lucha por las condiciones de
trabajo (los años cincuenta y sesenta son aquellos de la
negociación colectiva sobre los salarios y las condiciones de
trabajo, sobre todo de los trabajadores industriales).
El descontento de los trabajadores se expresa en las
rebeliones del Mayo francés y en las de Alemania e Italia de
finales de los sesenta, paradójicamente, en el mejor
momento del capitalismo en términos de crecimiento de la
producción y de la productividad. En este escenario, la crisis
del trabajo no es otra cosa que el rechazo de la disciplina
del trabajo. Esto nos permite adelantar los rasgos de un
período llamado posfordista, en el que –como resultado de
esta crisis del trabajo antes que de la crisis económica de
los años setenta– aumentan las tendencias a la
automatización, al control automático de la producción
(construcción de máquinas que controlan sus propias
operaciones mediante máquinas-herramientas de control
numérico) y a la diversificación de productos, aunque todas
estas medidas no terminan de resolver las tendencias al
desperdicio de tiempo.
Esta caracterización del fordismo como un modelo de
organización del trabajo que profundiza el taylorismo no es
compartida por todos los autores. Menos aún la existencia
(con ese mismo nombre) de un régimen de acumulación
fordista, que es más una teorización propia de la teoría
francesa de la regulación. Por su parte, Freyssenet
desarrolla en su trabajo de 1977 la tesis de la polarización
de las calificaciones. A partir del cambio técnico y de la
automatización se estaba produciendo un proceso de
descalificación-sobrecalificación de la fuerza de trabajo: los
técnicos se sobrecalificaban, mientras que los obreros se
descalificaban a partir de la banalización de las tareas,
reducidas a vigilar signos y señales, y se los retiraba del
dominio de su trabajo. Posteriormente, Freyssenet desarrolla
otras posturas menos pesimistas y menos críticas del rol del
capital. Inspirado en la industria automotriz, analiza la
organización del trabajo como una variable más que forma
parte, junto con la relación salarial y la política-producto de
la empresa, de un modelo productivo. Así es como pueden
identificarse, en la perspectiva del autor, los modelos
tayloriano, fordiano, sloaniano, wollardiano, toyotiano y
hondiano, lo que cuestiona la tradicional clasificación entre
producción artesanal, producción masiva (o modelo
tayloriano-fordiano) y producción justa. Estos modelos no
son únicos ni nacionales, y su éxito depende de la
coherencia entre el modo de crecimiento del país y la
estrategia de ganancia elegida por la empresa (economías
de escala, diversidad de la oferta, calidad del producto,
innovaciones comercialmente pertinentes, flexibilidad
productiva o reducción permanente de costos), lo que
coloca al proceso de trabajo del taller en conexión directa
con las restantes tareas de la empresa y las particularidades
del sector (Boyer y Freyssenet, 2000).28

La relación entre trabajo intelectual y calificación en


la organización posfordista del trabajo
A diferencia del fordismo, la organización posfordista del
trabajo no tiene rasgos tan claramente definidos, y su
caracterización es materia de controversias entre
economistas, sociólogos y demás estudiosos del trabajo. En
El taller y el robot, Coriat analiza este pasaje al posfordismo
centrándose sobre todo en la aparición de nuevos medios
de trabajo, como la microelectrónica y la informática, que
habrían dado lugar a una nueva ola de innovaciones (la
tercera) en la denominada era de la automatización. De
esta forma, la línea de montaje pasaría de constituir la
esencia del fordismo a no ser ahora más que una primera
etapa de la automatización, entendida esta como un
proceso lineal irreversible cuyo origen histórico podríamos
fijar en los comienzos de la segunda posguerra. En pleno
auge de la banda transportadora y de la línea de montaje,
coincidiendo con la reconstrucción europea y el boom
económico de los Estados Unidos, se desarrolla esta
automatización tipo Detroit, en que la circulación de la pieza
y las operaciones están integradas y todo se hace de
manera repetitiva, ya que las máquinas están
especializadas para una determinada serie de operaciones.
Esta automatización integrada solo se obtiene al precio de
una extrema rigidez del proceso de producción, siendo
válida solo para la producción de muy grandes volúmenes.
Este límite no habría sido percibido en los años cincuenta
porque la expansión de los mercados absorbía sin
problemas la producción, pero ello no parece confirmarse a
partir de los años sesenta.
La segunda gran innovación de los años cincuenta fue el
nacimiento de la máquina-herramienta de control numérico,
surgida de la industria aeronáutica, de su necesidad de
pequeños volúmenes de piezas complejas. Se trata de una
máquina-herramienta clásica a la cual se le añade una
cabina de control que permite programar el movimiento de
las herramientas, que luego se efectúa sobre un bloque de
metal, plástico u otra superficie. Su ventaja reside en que
permite realizar operaciones relativamente largas y
complejas y poner en juego diferentes herramientas de una
misma máquina, y todo ello a partir de especificaciones
precisas provenientes de un mismo programa. Esto
contribuía a quitar el manejo de las máquinas-herramientas
del dominio de los trabajadores más calificados, a partir de
las diferentes técnicas de programación. Estas podían
consistir en grabar las operaciones técnicas efectuadas por
un obrero calificado para que luego fuera reproducida por la
máquina-herramienta, o, de manera más abstracta, en
trasladar a datos informáticos y matemáticos las
características de las piezas mediante algoritmos y conectar
la calculadora a la máquina. La numerización y la
programación por medio de lenguajes abstractos fue la vía
preferentemente elegida, y los ingenieros altamente
calificados fueron los encargados de concebir los
programas. Este es un antecedente, ahora bien claro, del
lugar del trabajo inmaterial en los procesos de trabajo
materiales (se habla de control numérico porque el lenguaje
utilizado retoma las lógicas binarias de numerización de tipo
0/1). Con el método record/play back, el operador mantenía
el control de la velocidad, de la cantidad de cortes y del
rendimiento de la máquina, algo que pierde con los
controles numéricos (Coriat, 1992a: 44-47). Sin embargo,
esta automatización seguirá siendo fragmentaria y rígida
porque está atrapada dentro de los límites de la
organización del trabajo del momento, fragmentario y
repetitivo, y se irá perfeccionando muy lentamente hasta
llegar a generalizarse algunos años después, durante los
ochenta, cuando los progresos de la electrónica y la
informática simplifiquen las tareas de programación.
Una segunda etapa de la automatización sería la
protagonizada en la década del sesenta por las industrias de
procesos continuos (en las que se desarrollan cadenas de
reacciones físico-químicas para obtener materias
industriales, como la petroquímica, la producción de acero,
cemento, vidrio, caucho, etcétera). La automatización no se
produce en las tareas de fabricación, sino en las de
vigilancia y conducción por computadora de la evolución de
las cadenas de reacción físico-químicas. Como la evolución
normal de las reacciones casi nunca se produce a causa de
la aparición de reacciones secundarias, fugas, cambios en la
temperatura, etcétera, es necesario un seguimiento
estricto. La administración de estas operaciones, que antes
eran llevadas a cabo por la experiencia y la práctica
obreras, queda en manos de máquinas, y los trabajadores
deben limitarse a la puesta en marcha de las instalaciones,
a la programación de las máquinas y a vigilar que todo se
desarrolle conforme al desarrollo teórico previo. La
evolución de estas innovaciones va desde –en un principio–
sensores que extraen información que se convierten en
señales, cifras, curvas, etcétera, de una simpleza tal que
puedan ser leídas por los operadores, hasta –más
recientemente– microcomputadores que administran el
desarrollo de las operaciones y de los flujos de las redes (p.
49).
Finalmente, una tercera etapa de la automatización
comprende, según Coriat, el desarrollo de nuevos medios de
producción industrial “disponibles para la ejecución de las
operaciones, los traslados y las circulaciones, el cálculo y el
pilotaje de las herramientas en curso de proceso, y, por
último, para la concepción del producto” (1992a: 51). En la
ejecución se desatacan los robots y los manipuladores; en el
traslado, la línea asincrónica (útil para una diversidad de
productos) y las carretillas guiadas por cables (que evitan
las aglomeraciones en el espacio de trabajo); entre los
medios de cálculo aparece el autómata programable,
verdadero organizador de redes industriales, que controla
los movimientos de las herramientas valiéndose de las
telecomunicaciones, la informática, la robótica y la
electrónica, y es el soporte de la administración de la
producción asistida por computadora. La concepción del
producto, por último, involucra más a la oficina que al taller,
y también al diseño asistido por computadora, que no solo
permite introducir las características reales de las
herramientas disponibles para la especificación de las
piezas a producir, sino también la concepción de varias
soluciones alternativas, y anticipa posibles dificultades.
Todo esto lleva a que sea imposible delinear claramente
las tendencias reales, ya que, en la práctica, las posibles
combinaciones son demasiadas, razón por la cual la
integración se presenta como la nueva estrategia para
obtener incrementos de productividad, junto con la
flexibilidad de las líneas productivas, para que los arreglos
productivos sean capaces de hacer frente al carácter
incierto de los mercados. Las estrategias de ganancia
propias del período tayloriano-fordiano dejarían paso a las
estrategias propias de la denominada producción flexible.
Según Coriat, “en adelante, la tensión estará puesta más en
el trabajo muerto y en la racionalización de los tiempos
máquina, que en la intensificación del trabajo vivo” (1992a).
Ya no es tanto el objetivo la concatenación de los ritmos de
trabajo como la administración del capital circulante.
Según este autor, con las nuevas tecnologías asistimos a
un desplazamiento del trabajo directo, mientras se produce
un importante crecimiento del trabajo indirecto. El trabajo
directo es entendido como el manejo manual de
herramientas con el objeto de modificar la materia en su
proceso de transformación, disminuyendo su cantidad y su
importancia estratégica. Mientras más simple y repetitiva
sea la tarea, más soluciones tecnológicas pueden
encontrarse. El trabajo del obrero especializado es,
nítidamente, el objeto de la sustitución de trabajo por
capital. En el caso de los obreros calificados, la sustitución
es más difícil. El trabajo directo no desaparece, sino que se
concentra en las tareas de alimentación, vigilancia,
diagnósticos y pequeñas reparaciones. En general, se
requiere el trabajo cooperativo entre miembros de un
mismo equipo, aunque los puestos estén individualizados.
Por otro lado, el trabajo indirecto consiste en la
programación de las máquinas, el diagnóstico y el ajuste o
mantenimiento, esto es, el cuidado del rendimiento general
de las instalaciones. El trabajador debe poder anticipar,
controlar y reducir los imprevistos. En este sentido, el autor
sostiene que el trabajo se hace cada vez más abstracto,
pero no en el sentido marxista del término que venimos
discutiendo, sino de “una capacidad de lectura, de
interpretación y de decisión a partir de datos formalizados
entregados por aparatos” (p. 183). Este carácter abstracto
no implica que, necesariamente, deba ser más complejo.
Puede asumir formas muy trivializadas y rutinizadas.
Asimismo, se produce un aumento de las tareas de
administración en el taller. Los costos de materiales se
vuelven más determinantes que los del trabajo para la
determinación de los precios de fábrica, lo que permite
entender el descenso de la contabilidad al nivel del taller,
así como también el éxito de los incentivos basados en el
ahorro de materiales y la reducción de desperdicios.
De esta manera, se asistiría a un proceso en el que
algunas categorías de trabajadores estarían amenazadas y
otras estarían en proceso de revalorización. Los obreros
especializados estarían quedando al margen de los procesos
productivos, en la medida en que sus tareas repetitivas y
fragmentarias son las que más se robotizan, y su escasa
formación inicial no les permitiría adquirir un manejo de
datos o elementos formales como curvas, gráficos, etcétera,
al tiempo que las empresas contratarían obreros de
categoría y nivel de formación superior. Lo mismo ocurre
con los jóvenes de enseñanza técnica corta, que suelen ser
excluidos cuando pretenden acceder a un primer empleo.
Los obreros de oficio tampoco se beneficiarían con los
cambios en la medida en que se solicitan obreros que
tengan un nivel profesional transversal (mecánica,
electrónica) o que hayan tenido empleos de mantenimiento,
ajuste o control: soluciones que desestabilizan a los grupos
y los comportamientos tradicionales del oficio (p. 191). Con
la automatización, la pericia no desaparece, sino que, más
bien, permanece, se transforma y se desplaza, como, por
ejemplo, de la conducción de la máquina a la supervisión de
un sistema para el laminado. En cuanto a los obreros
profesionales calificados, su situación es ambigua, puesto
que la dirección busca sistematizar sus conocimientos y, al
mismo tiempo, se ven obligados a adquirir nuevos saberes,
lo que impugna la autonomía de la que gozaban. Los
supervisores disciplinarios deben afrontar la promoción de
operadores y técnicos. Dentro del grupo de los
revalorizados, encontramos a los operadores de sistemas
automatizados y a los técnicos de producción. Así describe
Coriat a los primeros, sean conductores o supervisores de
instalaciones automáticas:

Conocimiento abstracto de los procesos de fabricación,


capacidad de tratar datos formalizados, ideas de
administración, sentido de la anticipación, capacidad de
dialogar con el personal de mantenimiento especializado
o la alta jerarquía, esas cualidades se concentran en una
figura social nueva de la década del noventa: “el joven
con potencial”, para quien las tecnologías nuevas
significan aperturas hasta entonces inéditas, en términos
de promoción y de carrera. Los técnicos de producción,
por su lado, constituyen la esencia de las tecnologías de
automatización y de la informatización al estar
directamente en contacto con los obreros de producción,
lo que da origen a una nueva clasificación, la del técnico
de taller, existente en Francia desde 1975 en la
metalurgia. La cooperación entre estos dos grupos,
técnicos y obreros operadores, constituye el núcleo de la
nueva organización de la producción. Como resultado de
la automatización vemos surgir nuevos perfiles de
puestos de trabajo de contenido renovado o inédito,
nuevas figuras obreras en un marco general de ascenso
de la abstracción y de la complejidad del trabajo. El
trabajo se vuelve más indirecto, y consiste cada vez más
en la interpretación de datos más o menos formalizados,
propuestos por los dispositivos de control de los
automatismos, y el aumento de la complejidad surge en
la medida en que crece la parte de actividad propiamente
cerebral y mental, traduciéndose, por ejemplo, en un
esfuerzo de representación de los circuitos y las
conexiones entre máquinas, con fines de ajuste o
diagnóstico (p. 198).

Por todo ello, en relación con el tema de las competencias y


las calificaciones, Coriat reconoce dos tendencias de signo
opuesto. Por un lado, nuevas figuras obreras que le darían la
razón a los análisis pesimistas sobre la descalificación de los
trabajadores, y, por otro lado, un modelo de trabajadores
completamente distinto, en el que se da una valorización
sistemática de las habilidades y las calificaciones. En el
primer grupo, aparecen las figuras del obrero marginado del
manejo de las nuevas herramientas del cambio técnico,
situación que recuerda a los peones y a los trabajadores
especializados de baja calificación taylorianos; el obrero
detector, que solo realiza tareas de estricta vigilancia, es
decir, el seguimiento requerido por las tecnologías
informatizadas y las exigencias de calidad de los productos,
a partir de herramientas de recopilación de información lo
bastante simples como para ser comprendidas por
trabajadores de escasa formación, y, finalmente, el obrero
trivializado, que, como extensión natural del detector,
realiza manipulaciones simples sobre situaciones de
producción ampliamente previsibles, catalogadas y
clasificadas. En el segundo grupo, las nuevas figuras
obreras que aparecen son, por un lado, el obrero fabricante,
que realiza tareas directas e indirectas, lo que implica cierto
nivel de polivalencia de los operadores, además de
capacidad de anticipación y de respuesta ante los
imprevistos. Esto supone una implicación plena de los
trabajadores en el manejo de las instalaciones y en la
búsqueda de calidad.29 Por otro lado, el obrero tecnólogo,
que realiza tareas de programación de las máquinas, de
diagnóstico, de mantenimiento y de búsqueda de
optimizaciones, es decir, procura incorporar a la fabricación
numerosas tareas confiadas anteriormente a los técnicos,
que habían sido separados cuidadosamente por el
taylorismo. Esta delegación de responsabilidades supone la
existencia previa de un mercado interno, esto es, reglas
claras de promoción. Y, por último, tenemos al obrero
administrador, tanto de los flujos de materiales como de
cuestiones más complejas, como la programación. Ello
supone una administración tanto técnica como económica,
sobre todo para establecer los costos de producción en el
propio taller, para lo cual es necesario conocer factores de
uso de las herramientas, tiempos de producción, materiales
consumidos y sus precios de mercado. En suma, no puede
establecerse de antemano qué configuraciones
prevalecerán sobre otras, o si habrá coexistencia, pero lo
cierto es que la posición de los trabajadores se encuentra
debilitada. El optimismo de Coriat con respecto al modelo
japonés de relaciones industriales lo llevó a investigar, en
Pensar al revés, las tesis de Ohno, el ingeniero de Toyota
que introdujo muchos de estos cambios en la fábrica
automotriz japonesa.
A pesar de estas consideraciones, no todas las
teorizaciones en torno a la automatización se deben
observar desde la óptica de las industrias asociadas a líneas
de montaje o del sector metalmecánico. A principios de los
años ochenta, otro sociólogo del trabajo, Francois Vatin,
sugería recuperar la historia de las industrias de proceso, en
las que se podía comprobar que la naturaleza misma del
proceso productivo, basado en el principio químico, más que
la sofisticación de las técnicas automáticas, era lo que
determinaba la automatización. Básicamente, el principio
mecánico es solo una prolongación de la mano del hombre,
con un instrumento en el extremo y un motor detrás, que
afecta la forma exterior de la materia. El principio químico,
en cambio, afecta, para este autor, la estructura misma de
la materia. El trabajo humano se vuelve periférico respecto
del contacto con la materia, siendo central la función de
vigilancia-control de las reacciones químicas. La
intervención directa sobre el proceso disminuye
radicalmente, y junto con los operadores de vigilancia se
vuelven importantes los obreros de mantenimiento,
especializados en las instalaciones.
Estas particularidades hacen de las industrias de flujos
(energía eléctrica, petroleras, petroquímicas, refinerías,
etcétera) las más dinámicas del capitalismo, y son las que,
según Vatin, muestran las transformaciones por venir en las
restantes industrias al reemplazar el principio químico por el
mecánico. Es más, la subcontratación –tan debatida luego
en los años noventa– se producía, según el sociólogo
francés, precisamente en las actividades que no podían
reducirse a la función de vigilancia-control, o sea,
mantenimiento calificado y no calificado (limpieza,
ordenanza, etcétera). En función de sus trabajos en las
refinerías, Vatin, aún en 1983, admitía, o al menos no
negaba, la posibilidad del desarrollo de industrias de no
trabajo en detrimento de las industrias de trabajo (2004).
Vatin observaba que la disminución del trabajo directo y
el aumento de la vigilancia-control –junto con la tendencia a
la subcontratación– mostraban una segmentación que no
implicaba en absoluto el mantenimiento de las viejas
condiciones laborales para el personal subcontratado,
además de mejores condiciones para el personal estable de
las fábricas. El trabajo de vigilancia-control no era menos
alienante. A menudo, los trabajadores se veían afectados
por enfermedades nerviosas, úlceras, trastornos de
ansiedad, etcétera. Por otro lado, los operadores señalaban
en las entrevistas que sufrían cierto sentimiento de culpa
ante su inutilidad productiva.
En un sentido similar, a comienzos de los años noventa,
Coriat señalaba que con las nuevas tecnologías asistimos a
un desplazamiento del trabajo directo, mientras se asiste a
un importante crecimiento del trabajo indirecto.
Desde mediados de los ochenta, la noción de
competencia comienza a tener más lugar en los debates
sobre el trabajo en reemplazo de la idea de calificación. En
un principio apuntaba a señalar la mayor complejidad de
conocimientos técnicos necesarios para el trabajo, para
extenderse luego hacia aspectos relativos a las capacidades
y las cualidades humanas y sociales, necesarias para la
organización flexible, que exige la movilización de
conocimientos y saberes de muy distinta naturaleza (Carrillo
e Iranzo, 2000: 189). La competencia excede el ámbito de la
fábrica o de la empresa, es un concepto construido
socialmente que va más allá de la mera situación de
trabajo.
Se ha vuelto un lugar común hablar de los saberes como
conocimientos generales o especializados, necesarios para
ocupar una situación de trabajo, así como también la
distinción entre el saber hacer (dominio de herramientas,
técnicas y métodos para la realización de una actividad
dada) y el saber ser (comportamientos y actitudes
adecuados y necesarios para el cumplimiento de una tarea).
Estas competencias, que potencian el saber obrero y crean
mercados internos de trabajo menos estructurados, al
mismo tiempo se corresponden con nuevas estructuras de
control que han comenzado a indagarse.
La competencia tiene una dimensión relacional, en la
medida en que procura percibir y comprender las
preocupaciones y las expectativas de los interlocutores,
además de comunicar utilizando un lenguaje y argumentos
adaptados a tal fin, así como también suscitar la adhesión
de los interlocutores y buscar ajustes entre intereses
diferentes sin necesidad de acudir al poder jerárquico
(Rozenblatt, 1999: 24). En el mismo sentido se expresa el
sociólogo Yves Lichtenberger, para quien la noción de
competencia marca los límites de la organización taylorista
del trabajo, que puede verse enriquecida si se apoya en la
iniciativa de los trabajadores. La autonomía –antes
concebida como una fuga de los dictados de la
organización– se convierte en un recurso productivo que
permite aumentar su productividad (2000: 15). Así
entendida, la competencia era una potencial enemiga de la
calificación, así como también el obrero con capacidades
relacionales era potencialmente disruptivo porque la
autonomía se consideraba desobediencia. Este trabajador
tenía pocos incentivos para acatar la disciplina taylorista
cuando la organización de la producción requería un “gorila
amaestrado”, como señalaba Gramsci con ironía para el
caso del fordismo en 1934. Para este autor, cuando la
calificación es presentada como lo adquirido por la pérdida
del oficio, se desconocen los nuevos aportes de
productividad que el oficio nunca había conocido, la
capacidad del trabajo colectivo y la capacidad de la
organización de desarrollar la productividad. El valor de los
individuos debería definirse en función de su lugar en la
organización y no solo por su formación u oficio.
Lichtenberger critica la sustancialización de las
competencias, esto es, pensar que se trata de una cuestión
cognitiva que existe en el interior de los individuos y que
puede establecerse a partir de los saberes que el individuo
posee, los conocidos saber hacer y saber ser. Las
reflexiones sobre el saber ser alentaron los debates
pedagógicos sobre los saberes de procedimiento o
metodológicos, sobre los procesos cognitivos y sobre la
necesidad de construir dispositivos de aprendizaje de todo
tipo (de diagnósticos, de resolución de problemas, de
planificación, etcétera) en los sistemas de formación. Sin
embargo, estos avances no serían suficientes en la medida
en que la competencia no está en el interior del individuo ni
en el contexto, sino en las interacciones que se producen
entre ambos, señala el autor inspirado en la sociología de
Norbert Elías. La cuestión del reconocimiento deviene
central en la constitución y el desarrollo de las
competencias. En sus palabras:

La competencia depende de los modos de


reconocimiento. Estos modos de reconocimiento son los
que permiten constituir identidades profesionales, y una
identidad profesional es la interiorización por parte del
individuo del rol que la organización le confía. Si este
problema aparece como muy importante es precisamente
porque toda la organización había destruido esas
identidades profesionales, estas identidades de oficio, y
había sacado fuera del individuo todo lo que tenía que ver
con la responsabilidad acerca de los resultados, que se
los pasó a la organización (p. 38).

De esta forma, Lichtenberguer confirma el carácter


relacional de las competencias, ya sea entre el individuo y
la organización o entre el individuo y el mercado o cliente, y
comienza a introducirse la idea de gestión por las
competencias. Se trata de entender el desarrollo de las
competencias de los asalariados como condición para el
desarrollo de la organización y no al revés, desarrollando las
competencias de los trabajadores en función de la
estrategia de la empresa.
Alrededor del posfordismo y de las competencias, muchas
referencias giraban en torno a los cambios que sucedían en
Japón desde finales de los años setenta, especialmente en
la empresa Toyota. En su estudio sobre la organización del
trabajo en la empresa japonesa, Coriat descubre que se
debería “pensar al revés” la herencia de Occidente. El
sistema Toyota, diseñado por el ingeniero Taichi Ohno,
también conocido como onhismo, constituiría una
innovación organizacional casi tan importante como el
taylorismo o el fordismo, pero, al revés de estos, pensado
para la producción de volúmenes limitados de productos
diferenciados. Ello requiere obtener ganancias de
productividad no vinculadas a las economías de escala, es
decir, conseguidas de la reducción de los costos medios
unitarios derivados de repartir los costos fijos en una
producción de grandes volúmenes de productos (Coriat,
1992b: 21-22). “En vez de proceder por destrucción de los
conocimientos obreros complejos y por descomposición en
movimientos elementales, la vía japonesa procederá por
desespecialización de los profesionales para transformarlos,
no en obreros parcelarios, sino en plurioperadores, en
profesionales polivalentes” (p. 41). Se tata de un proceso de
racionalización del trabajo centrado en la búsqueda de su
intensificación, pero no por vía de la fragmentación, sino del
tiempo compartido.
Aquí nos detendremos a analizar más en detalle estas
cuestiones, porque despertaron gran interés entre los
estudiosos del trabajo, no solo en Europa, sino también en
los Estados Unidos y en América Latina. La fascinación por
el modelo japonés se apoya en sólidas circunstancias reales:
como bien señala Coriat, en 1955 Japón solo producía
70.000 automóviles (¡menos que Ford en 1912!). Por su
lado, los Estados Unidos superaban las nueve millones de
unidades; Alemania, las 900.000, y Francia, las 725.000 (p.
31). Solo 25 años más tarde, los Estados Unidos sugerían a
Japón que restringiera voluntariamente sus exportaciones
de automóviles al país (en 1990, Japón producía once
millones de vehículos, de los cuales exportaba seis millones,
buena parte de ellos al mercado estadounidense). En un
período asombrosamente corto, Japón se convierte en una
de las principales economías del mundo, apoyándose en un
entramado institucional complejo, del cual la industria
automotriz es uno de los pilares.
En el contexto de la posguerra en Japón, con un retraso
técnico e industrial importante, escasez de materias primas
y un mercado interno casi inexistente, Ohno se vio obligado
a agudizar el ingenio y desarrolló el sistema kanban, o
sistema de carteles. La fabricación se hace a partir de los
pedidos, o sea, de las ventas, en función de la demanda, y
no al revés. Se estableció que el trabajador fuera a buscar
sus unidades al puesto en lugar de esperar que le llegaran
desde el inicio de la línea de producción, un “sistema de
supermercado” en el que el trabajador del puesto de trabajo
corriente abajo (el cliente) se alimenta con unidades
(productos) que toma del puesto inmediatamente anterior,
el puesto de trabajo corriente arriba (el estante). Allí solo se
pone en marcha la fabricación para realimentar el estante
con unidades vendidas. De esta manera, parte de la
planificación queda en manos de los jefes de equipo, no de
la gerencia, lo que permite llevar el control de calidad al
seno de la fabricación. Se agrupan así las tareas
estrictamente separadas por el taylorismo, y se asiste a una
desespecialización o polivalencia de los trabajadores. Estos
deberán encargarse no solo del control de calidad, sino
también de las tareas de diagnóstico, reparación y
mantenimiento, lo que para Coriat constituye por sí mismo
un proceso de formación o calificación del trabajador. El
kanban se complementa con la instauración de líneas de
producción llamadas “en U”, en las cuales las entradas y las
salidas se encuentran enfrentadas, lo que permite una
mayor flexibilidad de las tareas asignadas en función de la
naturaleza de los productos solicitados, porque las fronteras
entre puestos de trabajo se vuelven móviles y las tareas
compartibles. Desde 1962, el sistema kanban se generaliza
y comienza a penetrar en los subcontratistas, luego de
vencer una fuerte resistencia obrera.
En efecto, la historia de la implantación del modelo
japonés no estuvo exenta de resistencias. Después de duros
enfrentamientos a finales de los años cuarenta, los despidos
masivos y las derrotas del sindicato en 1950 permiten la
creación de un sindicato de nuevo tipo, que, a cambio de la
implicación en la producción, obtiene el tan publicitado
salario a la antigüedad y el empleo de por vida. Este
sindicato de empresa es un sindicato cooperativo e
integrado, cuyas jerarquías son paralelas a las jerarquías de
la propia empresa en función de las carreras y las
promociones. Ello permite la aparición de “un mercado
interno” en el que, en función de reglas más o menos
explícitas, aceptadas por los actores, los niveles superiores
son ocupados por personal interno de la empresa. Estas
perspectivas de promoción son las que favorecen la
implicación de los asalariados. De esto se buscaba dar
cuenta cuando mencionamos antes la idea de una
implicación incitada. El optimismo de Coriat no lo lleva tan
lejos como para pretender la transferencia íntegra de la
experiencia japonesa a Occidente, pero sí lo lleva a sugerir
la negociación explícita de nuevos acuerdos dinámicos “a la
japonesa”, en los que la calificación, la formación y los
mercados internos del trabajo están sistemáticamente
construidos como base de la productividad y de la calidad
total, es decir, pasar de la implicación incitada a la
implicación negociada (p. 156).
Por todo lo señalado hasta aquí, podemos reconocer la
gran proliferación de trabajos y de enfoques que se venían
ocupando del tema en momentos en los que, en muchos de
los países centrales y también de los periféricos, la
disciplina vinculada al trabajo industrial era seriamente
cuestionada por los trabajadores, y las luchas obreras y
sindicales se estaban haciendo sentir en países como
Francia, Italia y Alemania, desde mayo del 68 y durante
toda la década del setenta.

3. La relación entre trabajo y conocimiento en


el capitalismo industrial. Una relectura de
Harry Braverman
Proponemos ahora establecer la relación entre los procesos
de trabajo y la producción de conocimientos propia del
capitalismo industrial a través de la relectura del trabajo
clásico de Harry Braverman, a la luz del contexto social e
histórico de su elaboración, y analizar su pertinencia para
elucidar los cambios en los procesos de trabajo del
capitalismo actual, caracterizado por la valorización del
conocimiento. Braverman analizó la captura de saberes en
el capitalismo industrial, y también el taylorismo como la
forma típica de organización de esa captura. Su análisis es
rigurosamente adecuado para al capitalismo industrial, y su
impronta es necesaria, aunque ya insuficiente, para
entender las lógicas del nuevo capitalismo. Es posible
extender esta idea hacia el capitalismo actual y
preguntarnos –con Braverman– cómo debemos pensar esta
relación en la actualidad, una época en la que el cambio
tecnológico, las innovaciones organizacionales, las nuevas
tecnologías y los sistemas de innovación habilitan a hablar
de un nuevo capitalismo, en el que lo central es la
movilización y la apropiación de saberes, antes que de la
búsqueda de economías de tiempo ligadas al trabajo
manual.
En el nuevo capitalismo, el aumento de la complejidad de
los procesos de trabajo y de producción en general nos
llevan a pensar que esa captura es más compleja y
sofisticada, pero que las ideas y el espíritu de la obra de
Braverman siguen siendo útiles para entrar en los nuevos
esquemas de organización de la apropiación de los saberes
y las cualificaciones sociales. En el capitalismo actual,
creemos que sigue siendo necesario el gesto de Braverman
de estudiar la complejidad de la producción y de la
organización capitalista de la sociedad, a partir de entender
cómo se producen las cosas. La sociología del trabajo y la
economía política deben ir de la mano para entender la
lógica sistémica de la producción y la valorización del
capital, tanto en los orígenes como en el siglo XXI.

Las tesis de Braverman en Trabajo y capital


monopolista
Braverman se proponía complementar las ideas de los
economistas marxistas Paul Baran y Paul Sweezy, teóricos
de la escuela del capital monopolista. Sus ideas sobre la
lógica de la acumulación –las tesis de un capitalismo
administrado y ralentizado en su crecimiento por un
accionar monopolista que evitaba la competencia– dejaban
para más adelante el estudio de los procesos de trabajo que
se correspondían con estos despliegues del capital.
Braverman se disponía a llenar este vacío a partir de su
experiencia de primera mano como obrero y militante
anticapitalista. El marxismo, según él, había dejado de lado
la problematización del proceso de trabajo. A diferencia de
Marx, que había estudiado de manera penetrante el sistema
fabril, “los marxistas se adaptaron a la visión de la fábrica
moderna como una forma inevitable, aunque perfectible, de
organización del proceso de trabajo” (1984 [1974]: 23).30
Su experiencia en la industria del cobre y su trabajo en
astilleros le permitían comprender los secretos de
innumerables oficios y contraponerla con la de los
sociólogos “de escritorio”, como caracterizaba a los
sociólogos franceses, especialmente a Georges Friedmann,
autor de las primeras investigaciones y de los tratados de
sociología del trabajo, y también con la sociología industrial,
que no se ocupaba del trabajo, sino de la insatisfacción de
los trabajadores, de la reacción del obrero ante él, lo que se
traducía en abandono, ausentismo, huelgas y sabotajes que
afectaban la productividad, verdadera preocupación de esta
última disciplina (p. 43).
Braverman realiza una historización del proceso de
trabajo desde los comienzos del proceso de hominización
hasta el momento en que escribe su libro, lo que le permite
dejar claro que el trabajo es, ante todo, un proceso
consciente y destinado a un fin, en el que “el mecanismo
rector es la fuerza del pensamiento conceptual” (p. 63), que
requiere de símbolos y del lenguaje para ser transmitido al
grupo o a las generaciones sucesivas (p. 65). La capacidad
de representarse de antemano los fines del trabajo
diferencia al hombre de cualquier otro ser vivo, como
recordamos en la introducción de este libro, cuando
hablamos de la manera en que Marx señala la diferencia
entre la mejor abeja y el peor maestro albañil. La fuerza de
trabajo es la capacidad humana de realizar trabajo: “Cada
individuo es el propietario de una porción del total de la
fuerza de trabajo de la comunidad, la sociedad y la especie”
(ídem), y constituye el punto de partida de la teoría del
valor-trabajo. Pero si la capacidad de concepción del trabajo
debe preceder y regir su ejecución, ambas dimensiones del
trabajo pueden, sin embargo, ser fácilmente separadas,
como hacía el taylorismo, hasta niveles inéditos en la
historia del capitalismo. Braverman analizaba la división del
trabajo, tanto social como técnica, siguiendo en este punto
a Adam Smith, a Charles Babbagge y al propio Marx.
Consideraba la división del trabajo dentro del taller como
una característica propia de la sociedad capitalista (ya que
la división del trabajo fuera del taller, en la sociedad, en
distintos oficios, existió siempre), y comienza
necesariamente con el análisis del proceso de trabajo, con
la separación de sus elementos constitutivos.
El avance del capitalismo industrial desde la crítica de
Marx hasta los tiempos de Braverman llevó a este a analizar
el origen de la administración del trabajo, del management,
surgido precisamente en los Estados Unidos. La
administración del trabajo requería el control del trabajo, y
para ello se necesitaba antes conocer verdaderamente el
trabajo. Para Braverman, el taylorismo es el que provee esta
instancia necesaria para el capital, que se preparaba para
ingresar en la fase monopolista. El control debía ser mucho
más minucioso, completo y esmerado que antes. Pero para
aumentar la velocidad es necesario saber cómo se hace el
trabajo y fragmentarlo lo más posible asignándolo a
diferentes personas. Esta fragmentación requiere un
conocimiento previo de aquello que será objeto de
disección. Si el taylorismo representaba la búsqueda
incesante de economías de tiempo, lo era porque antes
había habido un proceso de expropiación de los
conocimientos que los obreros poseían, y luego se produjo
su sistematización.31
Si antes de Taylor se agrupaba a los obreros en el taller,
se imponía un horario de trabajo, se supervisaba la
intensidad de ese trabajo y se imponía el cumplimiento de
reglas de conducta (como no hablar, no fumar, etcétera) y
de mínimos de producción, de ahora en adelante se buscará
imponer al obrero la manera precisa en que debe realizarse
el trabajo (pp. 111-112). Todo esto tenía una razón
fundamental: los obreros, según Taylor, buscan mantener a
los capitalistas ignorantes sobre la verdadera velocidad a la
que puede realizarse un trabajo, tienden a una “flojera
sistemática” para conseguir una jornada justa de trabajo, en
la que el trabajador dé el máximo posible en términos
fisiológicos, esto es, “sin dañar su salud y a un ritmo que
pueda ser sostenido a través de toda una vida de trabajo”
(p. 120).
El objetivo del taylorismo es expropiar el conocimiento de
los obreros, sacarlo del taller y llevarlo a la gerencia,
sistematizarlo y luego usarlo para prescribir un trabajo
simplificado, dar instrucciones sobre los tiempos y
movimientos esperados y controlar su ejecución. Un trabajo
empobrecido en su contenido, logrado como resultado del
control, es la condición para aumentar la velocidad de su
prestación. Paradójicamente –y sin haber leído a Marx–, el
taylorismo reconocía en la esfera de la organización
productiva capitalista la legitimidad de la teoría del valor-
trabajo (cuando era sistemáticamente negada y combatida
en el ámbito académico), para hacerla funcionar –
contrariamente al espíritu de Marx– en contra de los
trabajadores.
Para Braverman, la tendencia de la división capitalista del
trabajo era reducir todo tipo de trabajo a trabajo simple,
desprovisto de conocimientos, vaciado de contenido, y
polarizar las calificaciones, y así la situación de los
trabajadores: “Todo paso en el proceso de trabajo está
divorciado, lo más posible, de un conocimiento o
entrenamiento especial y reducido a trabajo simple,
mientras que las relativamente pocas personas a las que
está reservado el conocimiento y el entrenamiento se ven
liberadas, lo más posible, del trabajo simple” (p. 104). El
trabajo principalmente mental, de concepción, se
concentraba en la gerencia, y el trabajo principalmente
manual, de ejecución, se reservaba al taller; se producía así
la creciente separación de la mano y el cerebro, que solo
puede tener un efecto degradante sobre la capacidad
técnica del obrero, dando lugar, según Braverman, a la
descalificación de la fuerza de trabajo. Mientras algunos
ascendían a los departamentos de planificación o diseño, la
gran mayoría de los trabajadores eran llevados a trabajos
que habían sido degradados en relación con los procesos
anteriores, pero que no afectaban a quienes provenían de
fuera de la clase obrera existente (como la población
campesina, que provee nuevos colectivos de trabajadores),
y la aceptaban como dada (pp. 152-157).
Braverman consideraba que los trabajos ligados a la
realización de las mercancías (como el trabajo de oficina)
eran organizados de acuerdo con los mismos principios de
la industria fabril. Se trataba del cambio del control del
movimiento de los trabajadores por el de la información, lo
que Braverman describe como la mecanización de la oficina,
dando cuenta del uso de bases de datos y computadoras,
que, en ese momento, estaba en sus inicios. La tendencia
era la de la simplificación y rutinización de las tareas de
oficina. Por ello, las consecuencias degradantes del trabajo
industrial aplicaban también para los nuevos trabajos en el
sector de servicios, que crecían exponencialmente desde los
años sesenta. A diferencia del marxismo clásico, Braverman
los consideraba trabajadores productivos:32

Aunque el trabajo productivo e improductivo son


técnicamente distintos, aunque los trabajadores
productivos han tendido a decrecer en proporción al
crecimiento de su productividad, mientras que el
trabajador no productivo se ha incrementado,
precisamente, como resultado de un incremento en los
excedentes arrojados por el trabajador productivo, a
pesar de estas distinciones, las dos masas de
trabajadores no están opuestos de una manera notable y
necesitan no ser contrapuestos el uno con el otro. Ellos
forman una masa coherente de empleados que, en el
presente y a diferencia de la situación de los días de
Marx, tienen todo en común (p. 484; el destacado es del
original).
La relación entre trabajo y conocimiento en
Braverman
Uno de los principales aportes del trabajo de Braverman es
rescatar del olvido la relación entre trabajo y ciencia, que –
quizás con la excepción del marxismo italiano de la
autonomía operaria, que había avanzado en esa dirección
en la Italia de los años sesenta– se había dejado de lado en
los estudios sobre el desarrollo del capitalismo. La relación
entre el proceso de trabajo y el conocimiento está muy
presente en la obra de Marx, y Braverman se encarga de
resaltar este aspecto olvidado por algunos marxistas o
caricaturizado por sus críticos como determinismo
tecnológico.
En la introducción de Trabajo y capital monopolista,
Braverman se define como un modernizador, como alguien
“consciente de la marcha inexorable de la ciencia basada en
los cambios tecnológicos”, y –contrariamente a lo que se
solía esperar de una posición crítica del capitalismo– con
una visión positiva del papel de la ciencia y la tecnología:
“La transformación de los procesos de trabajo, de sus
fundamentos en la tradición a sus fundamentos en la
ciencia, no es solo inevitable, sino necesaria para el
progreso de la raza humana y para su emancipación del
hambre y otras formas de la necesidad” (1984 [1974]: 17).
Cuando Braverman critica al taylorismo lo hace señalando
que Taylor no tenía especial interés en la tecnología, ya que
“su preocupación se centraba en el control del trabajo a
cualquier nivel dado de la tecnología” (p. 136), y afirma que
hablar de administración científica del trabajo era un error,
ya que “le faltan las características de una verdadera
ciencia porque sus supuestos no reflejan más que las
perspectivas del capitalista respecto de las condiciones de
producción” (p. 107). De hecho, Braverman subraya que la
relación de los trabajadores con la ciencia era fluida antes
del capitalismo, siendo la técnica la predecesora de la
ciencia, y no al revés:

En cada oficio se suponía que el obrero era maestro


poseedor de un cuerpo de conocimientos tradicionales, y
que los métodos y procedimientos eran dejados a su
discreción […]. El obrero combinaba en cuerpo y mente
los conceptos y las destrezas físicas de su especialidad: la
técnica entendida de esta manera es, como a menudo ha
sido observado, la predecesora de la ciencia (p. 135).

Luego añade que “antes del ejercicio por parte de la


administración patronal de su monopolio sobre la ciencia, el
artesano era el principal depositario de la producción
científica y técnica en su forma entonces existente, y las
crónicas históricas enfatizan los orígenes de la ciencia en la
técnica artesanal” (p. 159). Y, finalmente, afirma que “el
oficio proveía de una ligazón diaria entre ciencia y técnica,
dado que el maestro de oficios se veía constantemente
urgido a usar conocimiento científico rudimentario,
matemáticas, diseño, etcétera” (p. 162).
Las aplicaciones conscientes de la ciencia a la producción
apenas empezaban cuando Marx escribía sobre ellas. Según
Braverman, recién en las últimas dos décadas del siglo XIX
se produjo definitivamente la integración de la ciencia al
capital. La ciencia se había mantenido relativamente ajena
a la organización de la producción hasta que “el capitalista
organiza y dota sistemáticamente a la ciencia, pagando
educación científica, investigación, laboratorios, etcétera,
con el producto social excedente” (p. 186), y se establecen
grandes números de científicos en universidades, industrias
y gobiernos “como resultado de adelantos en cuatro
campos: electricidad, acero, carbón-petróleo y máquinas de
combustión interna” (p. 189).
Históricamente, la simbiosis entre ciencia e industria
comienza, según Braverman, en Alemania, sobre todo en la
industria química, antes que en Inglaterra o los Estados
Unidos. Y no fue hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial
que los Estados Unidos consiguieron una base científica
igual a su base industrial.33 Se trata de esfuerzos
deliberados por llevar el conocimiento científico a la
industria, de ser capaces de generar las innovaciones
necesarias para una producción acelerada de cambios
tecnológicos que impulsen la productividad, así como la
producción deliberada de conocimientos.
Pero si Braverman repara en la ciencia es porque ella
permite acelerar la mecanización de los procesos
productivos, esto es, facilita la automatización mecánica,
que era además el resultado de la llamada revolución
científico-técnica. En ese momento, apenas comenzaba la
revolución microelectrónica y menos visible aún eran los
avances en la informática (desde los años ochenta) y en la
genética (desde los años noventa).
Braverman piensa la ciencia en la medida en que esta
afecta a los procesos de trabajo, esto es, los materiales, los
instrumentos, los productos del trabajo y, por supuesto, la
fuerza de trabajo, ya que los mismos obreros eran tratados
como máquinas. El taylorismo implicaba precisamente esto
último. Las máquinas debían pensarse con relación al
proceso de trabajo y al obrero, no solo en cuanto a sus
relaciones internas o técnicas.34 A Braverman le interesaba
el papel social de la ciencia y la tecnología. La ciencia, para
él, parecía tener su razón de ser en su relación con el
capital, y su fin último era la producción. El avance de la
ciencia parecía tener siempre un efecto negativo sobre el
trabajo. Por un lado, para los trabajadores se reduce su
comprensión del proceso de trabajo: “Cuanta más ciencia es
incorporada dentro del proceso de trabajo, tanto menos
entienden los trabajadores de ese proceso; cuanto más
intelectual y sofisticado producto llega a ser la máquina,
tanto menos control y comprensión de dicha máquina tiene
el trabajador” (p. 486). Según Braverman, el aumento de los
años de escolarización y de educación no era un requisito
de la producción, pero permitió al capital aumentar las
exigencias educativas para incorporar trabajadores en un
contexto de aumento del desempleo, y dio empleo a un
gran número de trabajadores en el sistema educativo. Pero
lo más importante de todo esto fue que convirtió al
trabajador en el principal responsable de su empleabilidad.
Braverman subraya que el trabajo era relativamente
simple en relación con etapas anteriores (el trabajo
calificado del capitalismo de los años setenta exige
semanas o, a lo sumo, meses de formación, cuando antes el
artesano precisaba años). Los trabajadores, con el nivel de
educación al que habían accedido por la extensión de la
enseñanza, estaban en condiciones de apropiarse de las
prerrogativas de científicos e ingenieros, ya que “el genuino
control obrero tiene como prerrequisito la desmitificación de
la tecnología y la reorganización de los modos de
producción” (p. 509). Sin embargo, el presupuesto de que el
trabajo es –o tiende a hacerse– cada vez más simple podía
ser atendible cuarenta años atrás, en los años setenta, pero
parece no verificarse completamente en el capitalismo
contemporáneo.

Braverman en el siglo xxi


Braverman fue uno de los mejores exponentes, entre los
críticos del capitalismo, de la condición del trabajo frente a
la cuestión de la generación del conocimiento en el
capitalismo industrial. Las transformaciones de las décadas
recientes del capitalismo industrial habilitan a reelaborar las
relaciones fundamentales que lo sostenían, y por tanto, con
ello, el aporte fundamental de Braverman. Ciertamente,
este autor no llega a ver los cambios en la subjetividad
posteriores a la década del setenta, ni la necesidad del
capital de movilizar los saberes y el imaginario, así como los
nuevos productos y los nuevos medios de producción que
surgen aceleradamente desde esa década en adelante, y,
por tanto, las nuevas lógicas de valorización del capital que
condicionan la relación entre trabajo y conocimiento. Sin
embargo, el gesto de Braverman de aprehender la lógica de
la explotación del trabajo, en consonancia con las propias
de los procesos de acumulación del capitalismo tomado
como una totalidad, debe sostenerse como una de las
formas necesarias de abordaje del capitalismo de todas las
épocas.
Las nuevas configuraciones productivas reducen la
importancia del trabajo manual y las prestaciones laborales
de los obreros propias del capitalismo industrial, y ponen en
el centro de los procesos de valorización el trabajo
intelectual o inmaterial-cognitivo. La lógica de la
apropiación de esos saberes no responde a la estipulada por
los procesos de codificación de conocimientos ligados a la
producción industrial, sino que apunta a la captura de los
saberes o conocimientos tácitos, mucho más difíciles de
separar de aquellos que los poseen, que exceden el ámbito
de la fábrica. Los procesos de trabajo actuales, en la medida
en que se articulan con nuevas tecnologías y con la
producción deliberada de conocimientos, dislocan algunas
de las cuestiones que vimos en este capítulo. Analizar las
transformaciones del trabajo y su relación con el
conocimiento es el propósito del capítulo siguiente.

[23] Una versión de este texto fue publicada previamente en


la revista Trabajo y Sociedad (Míguez, 2008).

[24]Vatin señala con ironía: “Salvo en el espíritu de los


economistas, el trabajo no puede distinguirse nunca del
individuo portador. Al vender su trabajo, como nos decía
Karl Marx, es su propia piel (lo que el trabajador) lleva al
mercado” (p. 197).

[25] La sociología industrial, por su parte, tampoco tendría


por objeto estudiar la naturaleza del trabajo, la degradación
del trabajo en sí mismo, sino la reacción del obrero ante
ella, los problemas derivados de la insatisfacción de los
trabajadores. Para esta disciplina, se trataría más de un
problema de costos, a causa de las altas tasas de
abandono, las huelgas, los sabotajes, el ausentismo o la
baja calidad de los productos antes que de la humanización
del trabajo. En esa dirección, Elton Mayo enfatizaba que la
clave de la conducta de los trabajadores estaba en los
grupos sociales dentro de la fábrica. Braverman no
compartía estas consideraciones y señalaba que no
proponían un cambio en la posición del trabajador, sino un
“nuevo estilo de administración” que les permitiera la
alternativa ilusoria de elegir entre opciones diseñadas por la
gerencia, generalmente sobre cuestiones insignificantes.

[26]El análisis histórico de esta transformación de ciencia en


capital está excelentemente detallado para el caso de los
Estados Unidos en el trabajo del historiador David Noble
(1979).

[27] Como bien señala Braverman, la adaptación se debió,


sobre todo y fundamentalmente, al aumento de los salarios
a 5 dólares por día, aceptado por los sindicatos. En 1908,
cinco años después de su fundación, la empresa Ford lanza
el Modelo T. Entre ese año y 1914, momento en que se
introduce la cadena de montaje, la deserción anual fue
aproximadamente del 380%. Luego de introducidas las
reformas y los cambios salariales, la producción aumentó de
tal forma que en 1925 se producía por día la misma
cantidad de automóviles que en todo el año 1903 (1984
[1974]: 176-180).

[28]Freyssenet sostiene la tesis de que el modelo taylorista,


que se cree muy extendido, no prefiguró en nada la
producción en grandes series, para lo que no fue pensado, y
que la producción masiva fue más bien el resultado de la
combinación de los modelos fordiano y sloaniano.

Aquí es donde Coriat observa una diferencia entre los


[29]
modelos japonés y alemán. Mientras que en el primero la
implicación sería incitada, con pocos compromisos
explícitos, en el segundo sería negociada, con disposiciones
claramente explicitadas en los convenios colectivos.

[30]Braverman recuerda la conocida apología del taylorismo


que hace Lenin para la construcción del socialismo en la
Rusia bolchevique.

[31] Al respecto, ver Míguez (2012b).

[32]Sin embargo, esto no era extensible al trabajo


doméstico o de reproducción: “Pocos economistas llamarían
hoy en día ‘improductivo’ el trabajo de servicios, excepto
cuando es ejecutado por el trabajador por su propia cuenta,
como la esposa en casa” (p. 419).

[33] Ver las referencias al trabajo de Noble en el capítulo 3.

[34] Braverman valora la reflexión sobre el sistema de


máquinas que hace Marx en los Grundrisse, y que, como
vimos, se estudiaban mucho en Europa en ese momento,
pero para él todo lo que Marx trabaja allí “aparece en una
forma más completamente trabajada y final en El capital”
(p. 203).
Capítulo 4
Proceso de trabajo y cambio
tecnológico en el capitalismo
contemporáneo35

Podemos recordar cómo antaño la perfección técnica


consistía en reemplazar al trabajador humano por el
robot, trabajador artificial. Hoy, la maquinaria colectiva
adopta la figura de una sociedad de autómatas en la que
las redes mundiales se mezclan con los flujos de
personas, productos, conocimientos o capitales. El
lenguaje informático se convierte en aquel en el que se
formulan todas las técnicas y se simbolizan todas las
relaciones (Rolle, 2005b: 209).

A pesar de los avances que supusieron para la organización


del trabajo en el capitalismo del siglo XX los cambios
introducidos por el taylorismo y el fordismo, para muchos
investigadores fue la denominada revolución
microelectrónica –más que el avance de la automatización o
los cambios en la organización del trabajo– lo que permitió
el auge de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación y el pasaje a una nueva etapa o fase del
capitalismo a finales de los años setenta. Esta fase
comienza con la producción microelectrónica, se afirma con
la producción asistida por computadora y se consolida con
la difusión de las computadoras personales, a partir de los
años ochenta, y la expansión de internet, en los años
noventa.
Imbricación de ciencia e industria, nuevos medios de
producción y desarrollo de nuevos productos implican
nuevas lógicas de valorización basadas en el trabajo
intelectual-cognitivo que no reproducen los esquemas del
capitalismo industrial estudiado por Braverman. En la
producción de bienes que caracterizan al nuevo capitalismo,
influido por las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación (TIC), el capital debe ser capaz de movilizar
capacidades y conocimientos de una manera inédita. Esto
representa un salto en la forma de concebir el lugar del
trabajo intelectual, de la ciencia y de la tecnología en la
generación de riqueza social.36 Además de este
conocimiento formal o codificado, es la propia cooperación
en el trabajo vivo, el conocimiento tácito y la propia
subjetividad lo que se busca valorizar. Con la irrupción de la
comunicación y el lenguaje potenciado por las TIC, el trabajo
intelectual se ha vuelto dominante en un sentido muy
diferente al del período industrial. La generación y la
apropiación de valor se mueven por nuevos carriles y han
transformado al conocimiento mismo en un objeto de
acumulación. El proceso al que asistimos ha dado lugar a
que la extracción de valor se haya extendido por fuera de
los muros de la empresa, tanto a la esfera de la circulación
como de la reproducción.
La investigación y el desarrollo constituyen los ejes de la
innovación tecnológica que realizan tanto instituciones
públicas como privadas, y especialmente las cadenas
globales de producción de las industrias intensivas en
conocimiento, lo que está generando nuevos vínculos entre
la universidad y la industria. Allí se despliegan los
trabajadores del conocimiento y las estrategias para la
apropiación del valor creado por ellos.

1. Cambios en los procesos de trabajo a partir


de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación
Para algunos sociólogos del trabajo, esta ruptura reconoce
también un origen técnico. El aspecto técnico a considerar
para explicar estos cambios es la posibilidad de digitalizar la
información. Entre los más destacados debemos comenzar
mencionando al brasileño Marcos Dantas, de formación
marxista y con vastos conocimientos sobre teorías de la
información y sistemas de comunicaciones. Dantas ha
intentado establecer los rasgos salientes del desarrollo del
capital-información, sosteniendo la necesidad de que esos
aportes se incorporen al instrumental teórico de las ciencias
sociales. En la visión de este autor, con el avance de las TIC
se produce un “avance del espacio por medio del tiempo”
que incide directamente en el proceso de valorización, en el
pasaje del trabajo simple al trabajo informacional (1999:
227).

Trabajo e información
La digitalización de la información constituyó la base técnica
sobre la cual evolucionó el capitalismo en esta nueva etapa.
Es una técnica abstracta que permite tratar todo tipo de
información como una cadena de signos binarios,
codificados por la lógica booleana, que permite que códigos
sonoros, icónicos, verbales, lógico-matemáticos o
lingüísticos sean todos reducidos a un mismo código y
transportables por un mismo canal. Los sistemas
telemáticos constituyen un conjunto de tecnologías
integradas en una misma plataforma de cristal
semiconductor que unifica y casi anula los tiempos de
retardo de las comunicaciones. La digitalización permitió al
capital reestructurar por completo el trabajo informacional y
recalificar muchas actividades, como las vinculadas al
mundo financiero y a las comunicaciones, pero también a
las artes, a las actividades culturales, a la enseñanza y a la
investigación (pp. 247-248).
Pero Dantas avanza aún más allá en sus estudios,
proponiendo reformulaciones y cambios en la teoría
marxista clásica, al redefinir las nociones de trabajo vivo y
trabajo muerto. En este nuevo contexto, el autor señala:
“Casi todo el trabajo directamente fabril, a partir del
momento en que la máquina opera a plena velocidad, se
reduce a un observar rutinario que solamente se interrumpe
si de él se origina algún evento diferente o información. El
trabajo del obrero será, entonces, asignar significados a
este evento” (p. 23). Por lo tanto, denomina trabajo muerto,
siguiendo a Marx, a la transformación material que realiza la
máquina, mientras que el trabajo vivo es el de
procesamiento de información y producción de significados
que realiza el colectivo de trabajo. Estas consideraciones
tienen algunos puntos de contacto con los aportes de Vatin.
Ambos destacan que los trabajos de Braverman y de sus
seguidores se corresponden con las industrias mecanizadas,
y que sus aportes son poco relevantes para las industrias de
flujo o para los trabajos propios de la etapa nueva,
relacionada con el trabajo informacional. Haciendo un
paralelismo entre la sociología del trabajo y la teoría de la
comunicación, Dantas relaciona el trabajo de Braverman
con el de Claude Shannon, esto es, el modelo emisor-
receptor. Este modelo de comunicación era unilineal, no
contemplaba la posibilidad de ruidos (salvo problemas
técnicos) y tampoco que el código de la fuente emisora
fuera diferente del código del destinatario. Así, el
destinatario no podía reaccionar, no se concebía que no
compartiera el mismo código que el emisor. Estos se
asumían como agentes pasivos de la comunicación, que
absorbían acríticamente la información. Este modelo será
reformulado en los setenta por Bateson, quien propuso un
modelo relacional de comunicación. La comunicación no es
un atributo de un objeto o de un sujeto, sino de una relación
entre ambos. Según Dantas, Braverman reproducía este
error cuando en sus análisis del taylorismo, y de cualquier
forma de organización del trabajo, señalaba la distinción
entre concepción y ejecución del trabajo (p. 233). En otro
texto, Dantas señala que el procesamiento de la
información disipa las energías del cuerpo, y que ello
determina el valor de cambio del trabajo, porque la medida
de esa disipación de energía muestra el quantum de lo que
el trabajador necesita para reponer las energías
consumidas. Con la automatización, el trabajo pierde
relación con la disipación corpórea de energía y otras
demandas vitales; esa regla pierde aplicabilidad (p. 14).
Dantas sugiere que los trabajos de Braverman y de buena
parte de la sociología del trabajo no dan cuenta
adecuadamente de estas transformaciones porque
mantienen una concepción energetista ya superada por el
devenir del trabajo informacional. Para dar cuenta de ello, el
autor establece relaciones entre la física y la teoría de la
información, un punto que analizaremos en detalle más
adelante. Antes de entrar en el punto mencionado,
debemos precisar más pormenorizadamente de qué
estamos hablando cuando nos referimos a la información,
dado que el uso del término no es casual y se presta a
equívocos.
Para algunos autores, la información es asimilable a los
meros datos. Esta visión subyace en los análisis del High
Level Expert Group (HLEG), reunido en 1995 para analizar los
aspectos sociales del pasaje a la sociedad de la información
en el marco de la Unión Europea. Entre sus principales
miembros se destacan Manuel Castells, autor del
voluminoso trabajo La era de la información, Christopher
Freeman, de la Universidad de Sussex, y Luc Soete, de MERIT,
Instituto de la Universidad de Maastricht, especializado en
temas relacionados con la innovación tecnológica. Este
grupo se propuso profundizar los estudios iniciales y
analizar el pasaje de la sociedad de la información a la
sociedad del conocimiento (HLEG, 1997). Para ellos, la
información es un mero conjunto de datos estructurados,
inertes, mientras no sean utilizados por los agentes, que
solo pueden hacerlo si cuentan con un umbral mínimo de
conocimientos. Poseer conocimientos es tener capacidad de
realizar trabajos manuales e intelectuales, y es por ello que
localizar, elegir y seleccionar información susceptible de
transformarse en conocimiento requiere conocimientos
tácitos para lograr su codificación. Las TIC tienen un efecto
ambivalente en la medida en que facilitan el acceso a la
información, pero no garantizan que ello devenga en
conocimiento (Bianco et al., 2003). En estas visiones
subsiste la idea de que el conocimiento es un factor de
producción más, junto con el capital y el trabajo. En el
mismo sentido, para economistas como Enzo Rullani, el
conocimiento es el motor mismo de la acumulación de
capital y está al servicio de la producción desde los mismos
inicios de la Revolución Industrial. Para este autor, el
conocimiento es un factor necesario, tanto como el capital y
el trabajo, ya que almacena valor (gobierna las máquinas,
administra el proceso, genera utilidad para el consumidor,
etcétera) (2000).
Una postura distinta a la de los teóricos europeos de la
sociedad del conocimiento es la que sostiene Dantas. El
autor brasileño señala que “la información es una
modificación de energía que provoca algo diferente en un
medio ambiente cualquiera y produce, en ese ambiente,
algún tipo de acción guiada, si existe algún agente capaz e
interesado en captar y procesar los sentidos o los
significados de aquella modificación” (2002: 35). En los
procesos de trabajo, el nivel diferente de conocimiento o la
experiencia de los distintos trabajadores hace que algunos
eventos sean captados por algunos trabajadores y no por
otros. En suma, se trata de:

… un proceso de selección realizado por algún agente


entre eventos posibles de ocurrir en un ambiente dado.
En el origen de la información, señales físico-energéticas
en forma de vibraciones sonoras, radiaciones eléctricas o
luminosas, etcétera, y, del otro lado, un sujeto capaz de
extraer un sentido o significado de esas señales (p. 13).

Siempre hay interacción y comunicación entre un sujeto y


un objeto. En la perspectiva del autor, la información es un
proceso de trabajo, ya que orienta la acción de cualquier
organismo vivo en sus esfuerzos por recuperar la energía
que se disipa por las leyes de la termodinámica. Es un
trabajo de interacción que se produce cuando un objeto
emite señales que, si no son interpretadas por un sujeto,
solo constituyen desplazamientos de energía, o sea, un
proceso bidireccional imbuido de significaciones culturales.
Al igual que Vatin, Dantas recupera las leyes de la
termodinámica para analizar el trabajo. A partir de ellas
surge el concepto de entropía, esto es, la tendencia al
equilibrio de las condiciones térmicas del medio ambiente
en su conjunto, o sea, a la desaparición por
transformaciones físicas o químicas de los desequilibrios
térmicos en los ambientes. Ello se debe a que el ambiente
logró realizar una determinada cantidad de trabajo, lo que
Brillouin denomina neguentropía. Aunque se gasta energía
en él, el trabajo es neguentrópico, en la medida en que,
guiado por la información, permite recuperar parte de la
neguentropía inicial del ambiente o del organismo dentro de
este. La información, según este autor, puede producir
neguentropía, pero debe haber neguentropía para obtener
información. La neguentropía recuperada no puede ser
superior a la neguentropía derrochada. En suma, el trabajo
neguentrópico es aquel realizado por cualquier organismo
vivo.
Según Dantas, en los procesos de trabajo automatizados,
el operador percibe una información porque compara un
código o patrón desconocido con uno conocido, entendiendo
por código un conjunto de formas perceptibles en el espacio
y en el tiempo que ofrecen a un agente un cierto grado de
previsibilidad de los eventos a ocurrir (p. 27). Aquí es donde
el autor establece la ligazón con el lenguaje, dado que la
lengua hablada es un código, es decir, el conjunto de las
variaciones sonoras o fonemas nos permiten producir
palabras, significados, en suma, cultura. Para que exista
previsibilidad, el código debe repetirse, o sea, debe haber
redundancia. Y lo interesante de la redundancia es que,
aunque es inicialmente necesaria, debe disminuir para
volver más eficiente el rendimiento neguentrópico. Los
ruidos o interferencias indeseables afectan la redundancia
de los códigos, pero tendrían un efecto positivo al
proporcionar a los agentes más información sobre el medio
ambiente de la que poseían antes, sugiriendo mayores
alternativas de acción. O sea, mejora la información con la
reducción de la redundancia.
Por todo ello, Dantas concluye que la información es el
resultado de un proceso de trabajo neguentrópico: “O sea,
atribuir algún significado al evento original implica reducir la
ignorancia o procesar incertidumbres, relativas al ambiente
o a partes de él. Este es un trabajo neguentrópico de
naturaleza incierta o aleatoria por definición”. Y luego
agrega: “Este gasto tendrá, en general, la forma de alguna
comunicación: el operario comunica el problema a su jefe o,
de acuerdo con el caso, se comunica directamente con la
máquina, a través de los instrumentos de control” (p. 31).
En la fábrica, el trabajador que observa la máquina
realiza trabajo redundante, en la medida en que no suceda
ningún evento que cuestione sus competencias para realizar
trabajo aleatorio. La información agrega valor cuando es
introducida por el trabajo vivo a los materiales y medios de
trabajo sujetos a su accionar (que de no ser por ello
tenderían al desgaste), más que por el empleo de la energía
en el proceso de trabajo. La información permite que el
proceso de trabajo transmute en proceso de valorización. La
teorización de Dantas expresa una manera singular –
diferente a la de otros autores marxistas, como Richta,
Braverman, etcétera– de dar cuenta del predominio del
trabajo intelectual sobre el trabajo manual. Sin embargo,
llevada a un extremo, puede sugerir la negación más que la
subsunción del trabajo fisiológico al trabajo intelectual:

Quiere decir: en la medida en que la producción fabril se


mecanizó, se automatizó y pasó a depender cada vez
más de la aplicación de la ciencia y la tecnología a los
procesos de transformación de la materia en objetos
socialmente útiles, la producción inmediata pasó a ser, en
lo fundamental, ejecutada por el trabajo muerto
congelado en las formas y movimientos de los sistemas
de maquinaria, y el trabajo vivo, a su turno, se vino
expandiendo en las crecientes y abarcantes actividades
de procesamiento, registro y comunicación de la
información social, actividades estas realizadas en los
laboratorios de investigación, en grandes departamentos
administrativos y financieros de las firmas industriales y
demás, en los departamentos propios de abogacía y
mercadología de las industrias o en gabinetes
independientes, y también en muchas instancias de
gestión, supervisión, control o mantenimiento, junto a
líneas de producción (p. 35).

Se le puede reconocer a Dantas el mérito de buscar ligar los


cambios derivados de la creciente tendencia a la
automatización de los procesos de trabajo, con los cambios
operados con el surgimiento de las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación. El trabajo que describe
Dantas en estos ejemplos –muy similares al obrero que
realiza la función de vigilancia-control que señala Vatin–
requiere el manejo de un código, de la misma manera que
lo requieren las personas que trabajan con la información,
como, por ejemplo, los trabajadores informáticos que
manejan códigos o lenguajes de programación para diseñar
un software.
Por último, cabe hacer una observación sobre un punto
central en el trabajo del intelectual brasileño. Dantas admite
la posibilidad de encontrar trabajo en el mundo físico, en el
mundo animal, entre las células y entre los seres humanos.
Sin embargo, opinamos que no toda interacción entre
sustancias, objetos o sujetos habilitan a hablar de trabajo.
Ya lo decía Marx en los primeros capítulos de El capital,
cuando comparaba el trabajo de la mejor de las abejas con
el peor de los albañiles. O sea, es ineludible la existencia de
una voluntad orientada a un fin, que debe representarse
previamente en la mente humana. Podemos reconocer que
entre animales o entre células se producen interacciones,
pero nos es difícil admitir, sin más, que ello implique
trabajo.
A los cambios señalados debe agregarse la difusión de las
computadoras personales, a partir de los años ochenta, y de
internet, a partir de los años noventa. La rápida
socialización de los avances de las comunicaciones y del
manejo de la información no se puede analizar
separadamente de lo que se denominó la sociedad de la
información. Para Dantas, esto es muestra de una nueva
etapa. “El capital alcanzó un nivel de desarrollo que elevó a
límites extremos su composición orgánica, causando un
salto cualitativo en su patrón original de acumulación,
incorporando en él, como polo dinámico principal, las
formas sígnicas o informacionales del trabajo” (p. 45).

Los nuevos medios de innovación


El trabajo no puede entenderse sin analizar el surgimiento
de nuevos medios de producción o de innovación, como
fueron los que generaron el desarrollo de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación (TIC), en los
años setenta, y fundamentalmente la computadora
personal, en los años ochenta, lo que para autores como
Manuel Castells ha dado lugar a una nueva era: la era de la
información. Este apartado propone presentar la secuencia
histórica de los cambios técnicos más importantes de la
llamada revolución informática.
Esta economía informacional no se desentiende de la
economía industrial, como sugieren algunos enfoques
centrados en la proliferación de los servicios como
sucedáneos naturales de los trabajos industriales. Por el
contrario, el trabajo industrial sigue teniendo una
importancia fundamental. Pero debe ser estudiada a la luz
de la complejidad de los nuevos medios de innovación,
expresión con la que Castells define los nuevos espacios
industriales de la era de la información. La organización del
espacio de los flujos de la información opera como un medio
de producción, o, más precisamente, como un medio de
innovación, como lo fueron las máquinas de la época
industrial.
Castells plantea la hipótesis de que el capitalismo
atraviesa diferentes modos de desarrollo: el agrícola, el
industrial y, por último, desde hace unos treinta años, el
informacional. Estudiando la sociología urbana desde una
óptica marxista, Castells analiza el desarrollo del
capitalismo en su dimensión espacial, sobre todo el espacio
urbano, para dar cuenta de las mutaciones que se producen
en él y sus efectos sobre las clases sociales, el trabajo y el
Estado. El capital reconfigura el espacio de tal manera que
ha dado lugar a nuevos tipos de estructuras urbano-
regionales, que, al final de los años ochenta, Castells
denomina ciudad informacional, y luego Saskia Sassen
denominará, en 1991, ciudad global. Castells trata de
elaborar una nueva teoría del espacio y, a través de ella,
una nueva teoría de la sociedad, capaz de interpretar los
nuevos fenómenos de nuestra era: la era de la información
(1995 [1989]: 17). Son espacios de flujos que se “traducen
en ciudades globales, en el nuevo espacio industrial de la
alta tecnología, en la revolución de las telecomunicaciones,
en los sistemas financieros informatizados que destruyen
monedas nacionales y socavan equilibrios bursátiles” (p.
18).
En su voluminoso trabajo La era de la información, de
1996, Castells analiza cuáles son los cambios que habilitan
a hablar de una nueva era, que coinciden cronológicamente,
pero que van más allá en sus implicancias que la
denominada sociedad posindustrial, tematizada por Daniel
Bell en los años setenta. Dos ejes fundamentales atraviesan
el extenso y bien documentado trabajo de Castells: uno es
el de los cambios tecnológicos, y el otro es el de los cambios
en la organización de las empresas capitalistas, donde
Schumpeter se mezcla con Weber. Nuevos paradigmas
tecnológicos y nuevas lógicas organizativas dan lugar a la
empresa red, una expresión a escala del capital de la
sociedad red, tema del primero de los tres volúmenes de su
obra, en la que también se analizan los cambios que afectan
al trabajo y al Estado en la economía informacional.
Las tecnologías de la información y la comunicación son,
entonces, los nuevos y poderosos instrumentos de trabajo
correspondientes al modo de desarrollo informacional del
capitalismo. Son la base de una nueva revolución
tecnológica, equivalente a “lo que las nuevas fuentes de
energía fueron a las sucesivas revoluciones industriales, del
motor a vapor a los combustibles fósiles e incluso a la
energía nuclear, ya que la generación y la distribución de
energía fue el elemento clave subyacente en la sociedad
industrial” (1996: 57). Allí señala que, a diferencia de otras
revoluciones tecnológicas, el impacto de esta última es muy
superior, ya que:

… es una función de la capacidad de penetración de la


información en la estructura social. Así, aunque la
imprenta afectó de forma considerable a las sociedades
europeas en la Edad Moderna, al igual que a la China
medieval en menor medida, sus efectos quedaron hasta
cierto punto limitados por el analfabetismo extendido de
la población y por la baja intensidad que tenía la
información en la estructura productiva. La sociedad
industrial, al educar a los ciudadanos y organizar la
economía gradualmente en torno al conocimiento y la
información, preparó el terreno para que la mente
humana contara con las facultades necesarias cuando se
dispuso de las nuevas tecnologías de la información (p.
57).

Además, las revoluciones anteriores se dieron en sociedades


específicas y se difundieron en áreas geográficas
relativamente limitadas y a un ritmo mucho más lento, si las
comparamos con la revolución en curso, que además se
extendió a la mayor parte del planeta desde los años
ochenta y más aceleradamente desde los años noventa.
Castells, en sintonía con los economistas
neoschumpeterianos, como Rosenberg y Dosi, afirma que
las nuevas tecnologías de la información “no son solo
herramientas para aplicar, sino procesos para desarrollar”,
en los que el conocimiento se aplica a “aparatos de
generación de conocimientos y procesamiento de
información/comunicación, en un círculo de
retroalimentación acumulativo entre la innovación y sus
usos” (p. 69). Siguiendo a Rosenberg, Castells señala que,
en esta nueva etapa, los usuarios innovan creando
tecnología –se la apropian y la redefinen–, no solo, como en
las etapas anteriores, usándola. La innovación tecnológica
no es un acontecimiento aislado:

Refleja un estado determinado de conocimiento, un


entorno institucional e industrial particular, una cierta
disponibilidad de aptitudes para definir un problema
técnico y resolverlo, una mentalidad económica para
hacer que esa aplicación sea rentable, y una red de
productores y usuarios que puedan comunicar sus
experiencias en forma acumulativa, aprendiendo al
utilizar y crear: las élites aprenden creando, con lo que
modifican las aplicaciones de la tecnología, mientras que
la mayoría de la gente aprende utilizando, con lo que
permanece dentro de las limitaciones de los formatos de
la tecnología. La interactividad de los sistemas y la
innovación tecnológica, y su dependencia de ciertos
medios de intercambio de ideas, problemas y soluciones,
son rasgos críticos que cabe generalizar de la experiencia
de pasadas revoluciones a la actual (p. 63).

¿Cuál es la secuencia histórica de la revolución de las


tecnologías de la información? La mayor parte de los
investigadores de la tecnología señalan los avances en la
microelectrónica posteriores a la Segunda Guerra Mundial
como la condición necesaria para el surgimiento de las TIC y,
por ende, del desarrollo de una industria del hardware y el
software. Sin embargo, no fue sino hasta la década del
setenta que se difundieron masivamente y comenzó a
acelerarse su desarrollo sinergético.
En 1947, en los laboratorios Bell, inventaron el transistor,
lo que hizo posible procesar los impulsos eléctricos a un
ritmo más rápido en un modo binario de interrupción y
paso, lo que posibilitó la codificación y la posterior
comunicación entre máquinas a través de los chips
(formados por millones de transistores miniaturizados). El
uso del silicio en los circuitos integrados fue realizado en
Texas Instrument por primera vez en 1954 y producido en
masa desde 1969 por Fairchail Semiconductores, en Silicon
Valley. Castells señala que “en solo tres años, entre 1959 y
1962, los precios de los semiconductores cayeron un 85%, y
que en los diez años siguientes la producción se multiplicó
por veinte, el 50% para usos militares” (p. 68).37
Por su parte, la historia de la computadora también tiene
origen en la Segunda Guerra Mundial: el z-3 alemán, para
ayudar a los cálculos de la aviación; el Colossus de 1943,
creado en Gran Bretaña para descifrar los códigos
enemigos, y, finalmente, la ENIAC (Electronic Numerical
Integrator and Calculator), el primer computador electrónico
creado en Filadelfia por la Remington Rand, que pesaba 30
toneladas y contaba con 18.000 tubos de vacío. La primera
versión comercial se creó en 1951 con el nombre de UNIVAC-
1, y fue utilizada para procesar los datos del censo
estadounidense de 1950. IBM entró en la industria en 1953
con su modelo 701. En 1958, la Remington presentó un
mainframe (grandes cajas metálicas en las que se alojaban
las unidades centrales de procesamiento –CPU– de segunda
generación), e IBM hizo lo propio con la 7090. En 1964, IBM

dominaba la industria con su mainframe 360/370, y sus


competidores eran empresas de calculadores que años
después casi desaparecieron de la escena.
El siguiente paso importante fue la instalación del
ordenador en el chip, esto es, la creación del
microprocesador, realizada en Intel en 1971, lo que
constituyó, según Castells, una revolución dentro de la
revolución (p. 70). La potencia de los chips aumentó sin
cesar desde allí, pasando de 2300 transistores en un chip en
1971 a 35 millones en 1993, así como también su capacidad
de memoria DRAM (Dynamic Random Acces Memory), que
pasó de 1024 bits en 1971 a 256 millones en 1999. La
velocidad de los microprocesadores también se incrementó
de manera exponencial, por lo que estos llegaron a ser, en
1990, 550 veces más rápidos que en 1971.
En 1975, un ingeniero creó la caja de cálculo Altair, una
computadora pequeña en torno a un microprocesador, que
fue la base de la Apple I, creada por Steve Jobs y Steve
Wozniak, lanzada en 1976, con un capital de 91.000 dólares.
IBM reaccionó rápido con la IBM PC en 1981, que al no estar

desarrollada con componentes propios fue fácilmente


clonada en Asia en los años ochenta, lo que difundió el
estándar común por todo el mundo, a pesar de la
superioridad técnica de Apple. Altair también alentó a que
Bill Gates y Paul Allen crearan el lenguaje BASIC para que
funcionara en esas computadoras, y así fundaron Microsoft,
que creó el sistema operativo MS-DOS de las máquinas IBM, y
se transformó en pocos años en la mayor empresa mundial
de software y en la empresa símbolo de la economía de la
información.38
Desde mitad de los años ochenta, los microordenadores
empezaron a funcionar en redes y se les podía añadir
memoria extra, lo que revolucionó el almacenamiento y el
procesamiento de datos. A su vez, las redes se venían
desarrollando con los cambios en las telecomunicaciones,
como el primer conmutador, Electronic, de la Bell, en 1969,
y el conmutador digital de AT&T, a mediados de los setenta,
comercializado desde 1977. La capacidad de las líneas de
transmisión se incrementó con la fibra óptica, lo que amplió
la posibilidad de transmisión de grandes paquetes de datos.
Mientras que en 1956 el primer cable telefónico
transatlántico conducía 50 circuitos de voz comprimidos, en
1995 la fibra óptica podía transmitir 85.000.
Además, en 1969, el Departamento de Defensa
estadounidense crea la ARPANET, una red de comunicación
electrónica de la Advanced Research Project Agency (ARPA).
El protocolo TCI/IP inventado por Cerf y Khan permitió que
diferentes tipos de redes se entrelazaran, y, a partir de él,
ARPA crece para convertirse, en la década del noventa, en

internet. La transmisión por satélite también permitió


aumentar los flujos de la comunicación, notablemente
incrementado en la década del noventa por la telefonía
celular y por el correo electrónico.
Toda esta serie de innovaciones ocurrieron para Castells
en un lugar particular, los Estados Unidos, en un momento
específico, los años setenta, por razones puramente
tecnológicas, ya que no fueron inducidos por la sociedad.
Pero la coyuntura económica norteamericana de los años
ochenta estimuló estos desarrollos: “La disponibilidad de
nuevas redes de telecomunicaciones y sistemas de
información puso los cimientos para la integración global de
los mercados financieros y la articulación segmentada de la
producción y del comercio de todo el mundo” (Castells,
1996: 79).
La fusión de los medios masivos de comunicación y la
comunicación a través de la computadora volvió global, a
partir de los años ochenta, también la producción de la
industria cultural (p. 397). El nuevo sistema que aumentó
radicalmente el potencial de interacción de los nuevos
medios se denominó multimedia:

Las compañías de software, desde Microsoft hasta los


creadores de videojuegos japoneses como Nintendo y
Sega, estaban generando los nuevos conocimientos
interactivos que desencadenarían la fantasía de
sumergirse en la realidad virtual del entorno electrónico.
Las cadenas de televisión, las compañías musicales y los
estudios cinematográficos no daban abasto para
alimentar a todo un mundo supuestamente hambriento
de infoentretenimiento y líneas de productos
audiovisuales (p. 399).

Castells señala la emergencia de una lógica informacional


que no sustituye a la lógica industrial, sino que se
superpone a ella y la condiciona. En esto hay coincidencia
con los teóricos del capitalismo cognitivo, pues no se trata
de una etapa que hace tabla rasa con la lógica anterior,
pero las penurias del trabajo parecen quedar reducidas a
aquellos trabajos que siguen subsumidos en la lógica
industrial, quedando exentos de ellas los nuevos tipos de
trabajos propios de la lógica informacional. De aquí surge
una sociedad dual caracterizada por una segmentación del
trabajo que hace que los trabajos penosos aumenten, pero
los trabajos calificados también lo hacen, dando lugar a
configuraciones de nuevo tipo muy singulares y complejas
que recién están comenzado a comprenderse.39

El trabajo en los nuevos medios


Para analizar la gran variedad de trabajos surgidos a partir
de estos nuevos medios nos apoyaremos en la sugerente
obra de Lev Manovich, El lenguaje de los nuevos medios,
considerada como canónica del trabajo digital con imágenes
y sonidos. Así como Castells habla de nuevos medios de
innovación, Manovich habla de los nuevos medios de
comunicación que nacieron como resultado de la evolución
del microprocesador creado en 1971 (realidad virtual,
videojuegos, CD-ROM, multimedia, internet, sitios web,
buscadores, redes sociales, etcétera). El trabajo informático
implica todo un continuum de actividades que están
presentes en la mayor parte de los sectores de la
producción, que van, en un extremo, desde el desarrollo del
software de gestión adecuado a la industria manufacturera,
hasta el desarrollo de videojuegos propio de la industria
cultural y del entretenimiento, en el otro. La digitalización
de las imágenes y los sonidos permitió el crecimiento de la
industria cultural y la proliferación de un gran número de
mensajes, así como también la manipulación de su forma y
su contenido por parte de los grandes grupos de medios de
comunicación.
Como señala Lev Manovich, si los medios de producción
son, ante todo, mediaciones entre el hombre y la
naturaleza, entre sujeto y objeto, que alteran nuestra
experiencia sensible del mundo, los nuevos medios de
comunicación e información (que también son nuevos
medios de producción) son mediaciones de nuevo tipo que
alteran mucho más nuestra experiencia del mundo, pero no
necesariamente empobreciéndola, como sostenían los
teóricos de la Escuela de Frankfurt, sino multiplicándola.
Estos nuevos medios se caracterizan por modificar de
manera radical la producción tanto artística y cultural como
de bienes y servicios, transformando la computadora
personal (PC) en una mediadora casi universal:

La informatización de la cultura no conduce solo al


surgimiento de nuevas formas culturales, como los
videojuegos y los mundos virtuales, sino que redefinen
las que ya existían, como la fotografía y el cine. Por eso
investigo también los efectos de la revolución informática
sobre la cultura visual en sentido amplio (Manovich:
2006: 52).

Así define Manovich la especificidad de los nuevos medios y


el lugar de los trabajadores digitales:

En el universo de los nuevos medios, la frontera entre


arte y diseño es difusa, en el mejor de los casos. Por un
lado, muchos artistas se ganan la vida como diseñadores
comerciales, y por el otro, los diseñadores profesionales
son los que normalmente hacen avanzar el lenguaje de
los nuevos medios al dedicarse a la experimentación
sistemática y también a crear nuevos estándares y
convenciones. Los ejemplos de estándares de software
abarcan sistemas operativos como UNIX, Windows y MAC-OS;
formatos de archivo (JPEG, MPEG, DV Quick Time, RTF, WAV),
lenguajes de programación (HTML, JavaScript, C++, Java),
protocolos de comunicación (TCP-IP), las convenciones de
la interfaz de usuario (por ejemplo, las ventanas de
selección, los comandos de cortar y pegar y el indicador
de ayuda), así como convenciones no escritas, como el
tamaño de imagen de 640 x 480 píxeles que se utilizó
durante más de una década. Los estándares de hardware
incluyen formatos de medios de almacenamiento (ZIP, JAZ,
CD-ROM, DVD), tipos de puertos (de serie, USB, firewire,
arquitecturas de bus, PCI) y tipos de RAM (pp. 58-59).

El alcance de las transformaciones hace que Manovich


subraye que se trata de una verdadera revolución:

[…] que supone el desplazamiento de toda cultura hacia


formas de producción, distribución y comunicación
mediatizadas por el ordenador. Es casi indiscutible que
esta nueva revolución es más profunda que las
anteriores, y que solo nos estamos empezando a dar
cuenta de sus efectos iniciales. De hecho, la introducción
de la imprenta afectó solo a una fase de la comunicación
cultural, como era la distribución mediática. De la misma
manera, la introducción de la fotografía solo afectó a un
tipo de comunicación cultural: las imágenes fijas. En
cambio, la revolución de los medios informáticos afecta a
todas las fases de la comunicación, y abarca la captación,
la manipulación, el almacenamiento y la distribución, así
como también afecta a los medios de todo tipo, ya sean
textos, imágenes fijas y en movimiento, sonido o
construcciones espaciales (p. 64).

Y la retroalimentación, agrega, es creciente e inevitable:

Todos los medios actuales se traducen a datos numéricos


a los que se accede por ordenador. El resultado: gráficos,
imágenes en movimiento, sonidos, formas, espacios y
textos se vuelven computables, es decir, conjuntos
simples de datos informáticos. En definitiva, los medios
se convierten en nuevos medios (p. 71).

¿Qué es lo que hace que estos nuevos medios tengan esa


influencia y que su fertilización cruzada sea fuente
permanente de nuevos desarrollos? Para Lev Manovich, esto
se debe a los siguientes principios.

Representación numérica

La conversión de datos continuos en una representación


numérica se llama digitalización y consiste básicamente en
dos cosas: la descripción en términos matemáticos y la
posibilidad de su manipulación algorítmica. Una imagen
puede ser descripta como una función matemática, y su
contraste puede mejorar mediante la aplicación del
algoritmo adecuado. La digitalización consiste en la toma de
una muestra de los datos –los cuales, de datos continuos, se
convierten en datos discretos o unidades diferenciadas– y
en su cuantificación, esto es, la asignación de un valor
numérico a partir de una escala predefinida. Esto es lo que
permite que los medios se vuelvan programables, y muchos
análisis se centran únicamente en este aspecto. Pero hay
algo más a tener en cuenta.

Modularidad

Los objetos de los nuevos medios son representados como


colecciones de muestras discretas (píxeles, caracteres,
scripts) que se agrupan en objetos a mayor escala, pero que
continúan manteniendo su identidad por separado. Por
ejemplo, la informática estructural incorpora pequeños
módulos de escritura autosuficientes (subrutinas o scripts)
que luego se ensamblan en programas más grandes.

Automatización

Como consecuencia de la codificación y la estructura


modular se pueden automatizar muchas de las operaciones
implicadas en la creación, manipulación y acceso a los
objetos de los nuevos medios (el PhotoShop puede corregir
de manera automática las imágenes escaneadas,
mejorando su nivel de contraste y eliminando el ruido; otros
programas pueden crear automáticamente objetos en tres
dimensiones, como las bandadas de pájaros en las
películas; y los buscadores de la web buscan
automáticamente no solo textos, sino también imágenes,
videos y audios).

Variabilidad
Un objeto de los nuevos medios da lugar a muchas
versiones diferentes, no a una sola secuencia o composición
de elementos textuales, visuales o auditivos, gracias, sobre
todo, a su modularidad. Manovich señala que, en este
sentido, la “industria cultural va realmente por delante de la
mayoría de las industrias” (2006: 83), y que se pueden
crear diferentes interfaces a partir de los mismos datos.

Transcodificación

Este aspecto es quizás el que tiene más consecuencias


relevantes en este nuevo período. La estructura de los datos
de los nuevos medios obedece ahora a las convenciones
establecidas de la organización de los datos por una
computadora (listas, registros, separación entre algoritmos
y la estructura de los datos). Una imagen informatizada, si
bien muestra objetos reconocibles para los usuarios,
también es un archivo informático –que consta de un
encabezamiento que la máquina puede leer, seguido por
números que representan la colorimetría de sus píxeles–
que entra en diálogo con otros archivos informáticos, cuyas
dimensiones pertenecen a la cosmogonía del ordenador (el
tamaño y tipo de archivo, la clase de compresión utilizada,
el tipo de formato, etcétera), no a la de la cultura humana,
como el contenido o el significado de esas imágenes.
Manovich habla de una capa informática, en la que las
categorías relevantes son los paquetes de datos, la
concordancia, el lenguaje informático, que se superpone a
la capa cultural, y ambas se influyen mutuamente: “Como
los nuevos medios se crean, se distribuyen, se guardan y se
archivan con ordenadores, cabe esperar que sea la lógica
del ordenador la que influya de manera significativa en la
tradicional lógica cultural de los medios” (p. 93).
Además, como la capa informática cambia con el tiempo
y la computadora ya no es más vista, como hasta casi fines
de los años ochenta, como un procesador de texto
sofisticado, esto da lugar a la relación entre el ordenador y
el hombre, a nuevas interfaces que, según Manovich, “se
parecen cada vez más a las interfaces de los viejos aparatos
mediáticos y tecnologías culturales, como el video, la
cámara de fotos o el casete” (p. 93). Por eso, propone
estudiar las interfaces entre el hombre y la computadora,
así como también las interfaces de las aplicaciones que se
utilizan para crear y acceder a los objetos de los nuevos
medios: pasar “de la teoría de los medios a la teoría del
software”.
Los años noventa fueron los años de la explosión de la
revolución informática en el mundo, acelerada por la
consolidación de internet a partir de 1994. Las teorías sobre
la sociedad de la información, la sociedad del conocimiento,
se pusieron a la orden del día. Las empresas high tech
engrosaron el mercado de valores norteamericano,
encabezaron el decenio de mayor crecimiento económico de
los Estados Unidos y originaron el Nasdaq, antes de la crisis
de las punto.com. Antes de discutir la cuestión del
contenido del trabajo, es necesario introducir la noción de
interfaz cultural avanzada por Lev Manovich:

A principios de la década, todavía se lo tenía en gran


medida por una simulación de la máquina de escribir, el
pincel o la regla de dibujo, en otras palabras, como un
instrumento que se usaba para producir un contenido
cultural que, una vez creado, se almacenaría y distribuiría
por los medios apropiados, ya fueran la página impresa,
la película, la copia fotográfica o la grabación electrónica.
A finales de la década, cuando el uso de internet se volvió
habitual, la imagen que el público tenía del ordenador ya
no era solo la de un instrumento, sino la de una máquina
mediática universal que se podía usar no solo para crear,
sino también para almacenar, distribuir y acceder a todos
los medios (p. 119).

En suma, una interfaz cultural es una interfaz entre el


hombre, la computadora y la cultura: “A medida que la
distribución de todas la formas culturales va pasando por el
ordenador, vamos entrando cada vez más en interfaz con
datos predominantemente culturales: textos, fotografías,
películas, música y entornos virtuales” (p. 120). Y agrega
que las interfaces culturales surgen:

… porque se componen de elementos de otras formas


culturales que ya resultan familiares a los usuarios, como
el cine, la palabra impresa y la interfaz de usuario
generalista: el cine, la palabra impresa y la interfaz entre
el hombre y el ordenador, cada una de estas tres
tradiciones ha desarrollado su manera singular de
organizar la información, presentarla al usuario,
relacionar el tiempo con el espacio y estructurar la
experiencia humana en el proceso de acceder a la
información (p. 122).

Apple creo en 1984 la interfaz del Macintosh usando las


metáforas del escritorio, los archivos y las carpetas, que
emulaban la oficina tradicional, lo que dio lugar a la
masificación del uso de la computadora desde mediados de
los años ochenta. Las interfaces contienen, además, una
gramática de las acciones significativas que pueden realizar
los usuarios, como copiar, pegar, borrar un archivo, detener
un programa, etcétera:

Desde entonces se han convertido en las convenciones


aceptadas para el uso del ordenador y en un lenguaje
cultural por derecho propio. […] ofrece sus propias
maneras de representar la memoria y la experiencia
humanas. Este lenguaje habla en la forma de objetos
discretos, organizados en jerarquías (el sistema de
archivos), como catálogos (bases de datos) o como
objetos vinculados unos con otros por hipervínculos (el
hipermedia) (pp. 122-123).

En relación con las operaciones, según Manovich, los


trabajadores del software, a pesar de usar elementos muy
diferentes, suelen realizar frecuentemente las mismas:
“Independientemente de si un diseñador de los nuevos
medios trata con datos cuantitativos, textos, imágenes,
videos, espacio tridimensional, o una combinación de ellos,
emplea las mismas técnicas: copiar, cortar, pegar, buscar,
composición y filtros” (p. 171). A su vez, estas operaciones
se trasladan al mundo social por fuera de su trabajo en la
computadora:

No son solo maneras de trabajar con datos informáticos,


sino maneras generales de trabajar, pensar y existir en la
era del ordenador. La comunicación entre un mundo
social que es más amplio y el uso y el diseño del software
es un proceso bidireccional. Cuando trabajamos con
software y empleamos las operaciones que vienen
incluidas en él, estas se convierten en parte de cómo nos
entendemos a nosotros mismos, a los demás y al mundo.
Las estrategias de trabajo con datos informáticos se
vuelven nuestras estrategias cognitivas de carácter
general (p. 171).

Las formas clásicas de organización del trabajo se


desdibujan, pero no desaparecen en los trabajos rutinarios
menos creativos, y tienden a disminuir en los trabajos más
creativos propios de la industria cultural. La división del
trabajo y la estandarización que llevaba a la descalificación,
característica del fordismo, no se cumple de la misma
manera en el sentido de que estos tipos de trabajo complejo
ya no son pasibles de ser reducidos a trabajo simple. El
hecho de que existan normas de estandarización no los
equipara al trabajo industrial ni a las formas tradicionales de
extracción de plusvalía relativa.

Los trabajos de servicios en la nueva etapa


Saskia Sassen es otra socióloga que dedica importantes
esfuerzos a analizar las nuevas tecnologías y a determinar
su impacto en la denominada globalización. Cuando analiza
las transformaciones de la década del ochenta, Sassen evita
caer en las teorías de la desindustrialización, tan cercanas a
los enfoques de la sociedad posindustrial. Señala, en
cambio, la existencia de un proceso de descentralización de
la industria:

La descentralización de la industria está constituida en


términos técnicos y sociales. Diferentes tipos de procesos
han alimentado esta descentralización. Por un lado, el
desmantelamiento de los viejos centros industriales en
países altamente desarrollados, con su componente
laboral fuertemente organizado, fue un intento por
desmantelar la relación capital-trabajo en función de la
cual la producción había estado organizada, a menudo
referida como fordismo. Por otro lado, la descentralización
de la producción en las industrias de alta tecnología fue el
resultado de la producción de nuevas tecnologías
diseñadas para separar las tareas rutinarias de bajos
salarios de las tareas que requieren alta cualificación, y
maximizar así las opciones locacionales. Ambos procesos
implican, sin embargo, una organización de la relación
capital-trabajo que tiende a maximizar la efectividad de
los mecanismos que otorgan poder al trabajo frente al
capital. De esta forma, el término diversión, aun cuando
resulta sugestivo del aspecto geográfico, involucra sin
duda una compleja reorganización política y técnica de la
producción (1999: 51).

Sassen analiza la forma en que, a comienzos de los años


ochenta, se da el auge de los servicios, y señala que hay
una tendencia a olvidar que “los servicios y otros sectores
están sustancialmente integrados, así como el hecho de que
muchas tareas que se realizan dentro de la industria son en
realidad tareas de servicios a la producción” (p. 127). Los
servicios suelen ser concebidos por su cualidad no
almacenable, no transportable y no acumulable, pero esto
parece aplicase a los típicos servicios al consumidor. En esta
nueva etapa del capitalismo, más importantes que los
servicios al consumidor son los servicios a la producción que
se proveen principalmente a las empresas y a los gobiernos,
y en mucha menor medida a los individuos. Estos servicios
cobran especial importancia en los años ochenta y deben
ser considerados al analizar los cambios en las sociedades
capitalistas de finales del siglo XX. La complejidad de las
organizaciones capitalistas, con su mayor tamaño,
acrecentamiento de funciones y dispersión geográfica,
acrecentaron la necesidad de insumos altamente
especializados, como la asesoría legal internacional, la
consultoría gerencial, los servicios contables y la publicidad,
que antes se producían frecuentemente en el interior de las
propias firmas.
Es dable pensar que esta complejidad creciente hace que
los proveedores de estos servicios requieran a su vez una
organización compleja para dar respuesta a estas demandas
más sofisticadas que llevaron al surgimiento de un mercado
autónomo de firmas de servicios empresarios, grandes
usuarias de las nuevas tecnologías de la información. Que la
producción de estos servicios sea internalizada por una
firma o sea adquirida en el mercado dependerá de
diferentes factores, como el elevado nivel de especialización
y el alto costo de contratar especialistas que trabajen full
time dentro de la empresa, pero la existencia misma de la
opción de tercerizar o subcontratar es muestra del
surgimiento de este sector de servicios a la producción
desde los años ochenta.
Como señala el sociólogo del trabajo Pierre Rolle, Naville
ya constataba, en los años cincuenta, que las firmas que
prestan servicios a las personas se multiplican con la
riqueza de los consumidores, mientras que las de servicios a
la producción:

… participan en la creación de riquezas, extendiendo y


programando los dispositivos productivos y facilitando la
distribución de los trabajadores entre las diferentes
funciones. Muchas de las actividades así garantizadas –la
planificación, la formación, el análisis financiero, el
estudio de los mercados, la investigación científica y
técnica– existían de hecho en el seno de las antiguas
fábricas. Resultan ahora visibles tan solo por la
constitución de empresas especializadas, ligadas a los
productores por medio de contratos de asociación o
subcontratación (2005a: 128).

El principio rector de este nuevo sector de servicios, según


Rolle:

… no reside en el control directo del trabajo, en cantidad


y en calidad, por el cliente, sino, por el contrario, en la
desaparición de toda relación medible entre la
satisfacción de una necesidad y el tiempo de actividad
movilizado. Esta ruptura había sido ya anunciada por
ciertas modalidades de producción anteriores y, en
particular, por la fabricación en serie; sin embargo, en lo
sucesivo, se ve ya realizada. El trabajo no se gasta en
producir, sino en poner en situación de producir
maquinarias complejas (p. 128).

Así es como la mayor especialización y diversificación creó


un mercado global de empresas que decidieron constituir
redes internacionales con una marcada tendencia a la
concentración en el mercado: “En la segunda mitad de la
década de 1980 se produjeron numerosas fusiones y
adquisiciones dentro de las empresas de servicios
contables, publicitarios, financieros y de seguros” (Sassen,
1999: 131). Estos servicios a la producción se aglomeran en
los lugres centrales y forman un entramado que da forma a
lo que Sassen denomina ciudad global.
A pesar de sus promesas, las tecnologías de la
comunicación no han tendido a la dispersión geográfica (si
bien la han permitido para muchas actividades), sino más
bien han promovido la centralización de los grandes
usuarios en los centros de comunicación más avanzados:

Los núcleos que constituyen los grandes nodos de


transporte parecen convertirse hoy en los grandes
centros de telecomunicación. Las nuevas redes de fibra
óptica tenderán a seguir este patrón, adicionándole la
conexión de nuevas localizaciones de alto crecimiento,
particularmente en el sur. Estas redes conectan
principalmente las grandes áreas metropolitanas (p. 141).

Sassen preveía, en 1990, que las actividades intensivas en


información y que utilizan los equipos comunicacionales
más avanzados tenderían a reforzar los patrones existentes
de concentración en las ciudades. A su vez, el creciente
tamaño de las empresas con cada vez más sucursales y
decisiones, “y la tendencia a estar multilocalizadas, han
tornado más complejos los componentes de información a
los cuales las casas matrices necesitan acceder, y han
aumentado la importancia de la precisión de dicha
información” (ídem). Por lo tanto, la dispersión espacial de
la producción fue posible por las nuevas tecnologías, que
facilitaron a su vez la existencia de nodos centralizados de
servicios para la gestión y la regulación de una nueva
economía espacial. Castells habla de un espacio de flujos
para dar cuenta de estas nuevas tendencias que generan
un nuevo régimen urbano.
La movilidad del capital no se refiere solamente a la
dimensión espacial, sino que se corresponde con un
aumento de la capacidad de mantener el control sobre una
producción crecientemente descentralizada, que no sería
posible sin las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación:

Las redes digitales privadas posibilitan la existencia de


ciertas formas de poder concentrado que difiere del poder
“distribuido” asociado a las redes digitales públicas. Un
buen ejemplo de ello son los mercados financieros. Las
tres propiedades de las redes electrónicas (el acceso y la
distribución descentralizados, la simultaneidad de
transacciones y la interconectividad) han generado
aumentos considerables en la magnitud del mercado
global de capitales (2007: 115).

2. Offshoring y outsourcing en el siglo XXI


La reestructuración capitalista se impone bajo la forma de
una fragmentación global de la producción, ligada a la
internacionalización de los aspectos productivos, logísticos y
organizativos, y al desarrollo de redes de subcontratación
cada vez más sofisticadas, que va desde el sector industrial
hacia todos los sectores. La lógica de la subcontratación
supone la forma privilegiada de externalizar la producción
(en un principio, en el ámbito de la empresa industrial, pero
luego en todos los sectores), pasando, en los años noventa,
de la internacionalización a la globalización de la
subcontratación. La fragmentación global reconoce, a su
vez, patrones geográficos bastante precisos al producirse
desde los Estados Unidos y Europa hacia América Latina y
Europa del Este, en un primer momento, y hacia el sudeste
asiático y China desde los años noventa hasta hoy
(Fumagalli, 2007).
La segmentación productiva no era una novedad, pero sí
lo era la nueva fragmentación de la producción, su grado de
complejidad y su alcance internacional, lo que amerita
distinguir diferentes tipos de comportamiento según el
sector de que se trate. Los teóricos que estudian las
cadenas globales suelen distinguir entre cadenas
diferenciando los segmentos en función del lugar que ocupa
la empresa líder dentro de ella, si estas son lideradas por el
productor o por el consumidor (Gereffi y Korzeniewicz, 1994;
Dicken, 2003). Estos enfoques analizan la subcontratación
mirando la cadena desde la cúspide hacia la base. Pero para
entender el proceso completo debemos invertir la
perspectiva y mirar desde la base hacia el vértice, ya que es
en esa base que se produce la subcontratación laboral que
ofrece mayores oportunidades para el capital.
Si bien la producción de cualquier bien implicó siempre la
organización capitalista de las empresas en diversos
eslabones productivos –que van desde la obtención de las
materias primas hasta la venta del producto final–, nunca
mostraron semejante nivel de atomización las diferentes
funciones de la empresa, ni requirieron funciones de
coordinación tan extendidas geográficamente. Ello responde
no solo a la creciente complejidad del ambiente en el que
deben moverse las firmas –como señalan los economistas
neoschumpeterianos que se ocupan de la innovación y el
cambio tecnológico–, sino también al cambio en la lógica de
la valorización del nuevo capitalismo basado en la
valorización del conocimiento.
A partir del nuevo siglo cobra mucha mayor relevancia el
proceso de offshoring (no solo el proceso de
subcontratación o outsourcing, sino también el traslado de
una fábrica que produce el mismo producto y de la misma
manera que en el país de origen pero con salarios, cargas
sociales e impuestos más bajos, a mayor o menor escala
según la actividad o el país del receptor de la inversión) de
las actividades que aún mantenían en el espacio nacional
de sus casas matrices las empresas transnacionales que se
constituyen en las líderes de las cadenas globales de
producción, especialmente desde la entrada de China en la
Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001. China no
solo provee un mercado de consumo fenomenal para los
productos manufacturados y los alimentos que se producen
en el resto del mundo, sino también una mano de obra
barata –calificada y no calificada– que seduce para la
radicación de los segmentos manufactureros enteros de la
producción de casi todos los productos. Este es el caso,
generalmente, de la actividad manufacturera, aunque
puede no serlo en actividades financieras o de servicios,
más proclives a la creación de productos o servicios
vinculados a las nuevas TIC. La subcontratación suele tener
una lógica sectorial (automotriz, electrónica, farmacéutica,
textil, etcétera) y transectorial (atravesando la industria, los
servicios, pero también la actividad primaria), y adquiere
también características funcionales (de la logística, de las
actividades de venta minorista). Y supone también
estrategias de subcontratación laboral diferenciadas desde
el vértice hasta la base de la cadena, configurando
subcontrataciones en cascada, en las que la precarización
del trabajo es el dato dominante pero no exclusivo (por
ejemplo, los servicios informáticos suelen mostrar
tendencias contrapuestas). La subcontratación laboral, si
bien induce el proceso de precarización del trabajo para el
trabajo en general, excepcionalmente puede darse en
condiciones favorables al trabajador, así como también en
segmentos complejos de la producción y/o en sectores
conocimiento-intensivos (software, biotecnología,
bioinformática) (Míguez, 2013).
Generalmente, las empresas industriales que redujeron
su tamaño permitieron el surgimiento de empresas
especializadas en la producción de servicios, que se
concentraron en producir esa función para muchas
empresas (estudios de mercado, consultoría, contabilidad,
auditoria) y que, a su vez, comandan subcadenas de
contratación de segundo y tercer grado para líneas de
negocios puntuales, a partir del enorme crecimiento de las
actividades ligadas a la distribución más que a la
producción.
El crecimiento del sector terciario, entonces, también se
ve atravesado por cadenas de producción que comandan
redes de producción de servicios intensivos en mano de
obra y de diferentes niveles de calificación que se radican
en los países centrales (si son servicios de alta calificación,
como consultorías especializadas) y que se van trasladando
a la periferia en la medida en que pueden ser
estandarizados y reducido su costo (servicios de call center,
etcétera).
Sin embargo, las posibles configuraciones productivas son
demasiadas y muy diversas como para sostener un
comportamiento general o estrategias universales. Los
procesos de fragmentación global de la producción permiten
combinar estrategias tayloristas del proceso de trabajo con
las propias de la valorización del conocimiento (Lebert y
Vercellone, 2006). Para un diagnóstico más fino es necesario
analizar el proceso de trabajo en cada nivel o segmento de
la cadena. En la medida en que el contenido del proceso de
trabajo concreto en ese sector y en ese nivel de la cadena y
subcadena sea fácilmente codificable y estandarizable,
podemos prever la facilidad de subcontratación en un
sentido descendente en términos de salarios y condiciones
de trabajo. Pero a niveles cercanos a los vértices de la
cadena (en las áreas más conocimiento-intensivas, como los
departamentos de investigación y desarrollo, o estratégicas,
como las gerencias financieras, etcétera) o de compleja
estandarización, según la actividad o la naturaleza del
producto (como el software más sofisticado), la
subcontratación es menos frecuente o puede darse en
condiciones favorables al subcontratado.
El proceso de subcontratación laboral encuentra un límite
en la imposibilidad de codificación del conocimiento puesto
en juego en la producción del bien o servicio. La tendencia a
la estandarización de los conocimientos es un dato de los
procesos productivos desde los inicios del taylorismo, sin
embargo, estas operaciones se encuentran imposibilitadas
de avanzar ante el despliegue de ciertos saberes por parte
de los trabajadores. Ocurre que estos límites aparecen en
las fases o segmentos conocimiento-intensivos de los
productos o en actividades directamente conocimiento-
intensivas, como lo son muchas de las dominantes en
sectores como software, biotecnología o nanotecnología.
La posibilidad de evaluar el alcance de la subcontratación
corre en paralelo con la factibilidad de la estandarización de
los procesos laborales, ya que la posibilidad de especificar
tareas y tiempos –y a su vez la búsqueda de su reducción–
permiten que sean alcanzados por fuerza de trabajo de
menor calificación y, por ende, de menores salarios a pagar
por el capital.
Los límites en la extensión de la subcontratación solo
pueden analizarse en los estudios de casos concretos y a
partir de las cadenas de subcontratación en términos de red
organizacional como un todo, por un lado, y de
subcontratación laboral, por el otro (la primera puede
combinarse, a su vez, con estrategias de offshoring y suele
darse juntamente con la subcontratación laboral, pero
también podría no suceder). En muchos sectores se
comparten tendencias en ambos sentidos, por lo cual,
discernir al interior de ellos amerita contar con un abordaje
que permita ver su interior, así como también de manera
transversal entre ellos.

3. La ambivalencia de las tic sobre el trabajo


Como vimos, la organización en red, lejos de suponer la
desintegración vertical, supone la proliferación de múltiples
jerarquías con el mantenimiento del comando por parte de
la empresa líder, pero con mediaciones complejas y
crecientes (Hardt y Negri, 2002, 2004). Como tendencia
general, a los ojos de los trabajadores, el entramado de
actores se vuelve más complejo que antes y su trabajo más
precario. Atento a estas tendencias y con más de treinta
años de desarrollo creciente, la subcontratación puede
encontrar un límite en su despliegue, pero es más difícil de
verificar la posibilidad de reversión del proceso.
La multiplicación de niveles y jerarquías de
subcontratación no implica necesariamente una
descentralización del comando, que suele ejercerse desde
aquella que puede constituirse como tal en el segmento
más relevante de la cadena. Generalmente, el control
centralizado de la cadena se concentra en alguna empresa
transnacional (ETN) que alcanzó escala mundial en el período
fordista, y también en otras que son más recientes,
pertenecientes a sectores viejos (o novedosos), pero
vinculados a las nuevas tecnologías.
No obstante todo lo mencionado hasta aquí, los efectos
de las TIC sobre los procesos de trabajo siguen siendo
materia de controversias, siendo numerosas las versiones
que destacan el avance del desempleo como un resultado
inevitable de ellas. El impacto más fuerte vino de la mano
de la publicación en 1994 del libro de Jeremy Rifkin, El fin
del trabajo, que asignaba a las TIC la posibilidad del
reemplazo completo del trabajo humano, en lo que
constituía, sin duda, una exageración insostenible. En su
interpretación de los efectos de los cambios tecnológicos se
destaca un futuro negro:

Los temas derivados del desempleo tecnológico, que


hace una generación afectaban, fundamentalmente, al
sector manufacturero de la economía, y en concreto a los
trabajadores pobres de color y a los asalariados de
“cuello azul”, afectan en la actualidad a todos y cada uno
de los diferentes sectores de la economía y,
prácticamente, a cualquier grupo o clase de trabajadores
(1996: 116-117).

Y agrega:
La amarga experiencia de los trabajadores de color y de
los de cuello azul en las industrias manufactureras
tradicionales, a lo largo del último cuarto de siglo, es un
augurio de lo que les espera, en el futuro inmediato, a
millones de trabajadores adicionales que quedarán
afectados, cuando no aislados, por el despido tecnológico
masivo (ídem; el destacado es nuestro).

A lo largo del libro hemos revisado argumentos suficientes


para subrayar que los efectos de estos cambios son mucho
más complejos. El desempleo tiene causas múltiples y no
puede reducirse a una mera cuestión tecnológica.

4. Trabajo y conocimiento en el capitalismo


contemporáneo
Asistimos a un cambio en la lógica de la valorización que, a
pesar de seguir sustentada en la valorización del trabajo, se
apoya de manera creciente en la valorización de los
saberes. El saber es más que conocimiento porque incluye
no solo los conocimientos formales derivados del trabajo
intelectual (del cual el saber científico es uno de los más
importantes, pero no el único), sino además saberes
derivados de la cooperación social, de lazos sociales o
afectivos (así como también los saberes tradicionales,
como, por ejemplo, el de los pueblos originarios). En el
capitalismo actual, la valorización del saber implica la
captura de los saberes producidos por la sociedad toda, no
solo por el sector de producción de ciencia y técnica,
aunque sea –por razones obvias– uno de los objetivos
fundamentales de esta apropiación.
El conocimiento, como un medio y como un fin en sí
mismo, no es algo propio ni exclusivo del capitalismo
contemporáneo. En el capitalismo industrial, el
conocimiento parecía estar objetivado en las máquinas,
pero aun ese conocimiento codificado era resultado del
trabajo de ingenieros que las diseñaban, estudiaban y
perfeccionaban continuamente. De ello resultaba una
codificación que nunca era exhaustiva, ya que siempre
existía margen para el denominado conocimiento tácito. En
el capitalismo actual es justamente este conocimiento tácito
el que busca ser capturado de manera más decisiva, ya que
es el resultado de un trabajo cooperativo y social que
depende de una interacción específica y contextual con los
medios de producción antes que de una mera relación
individual o singular con las máquinas o herramientas.

La emergencia del trabajo inmaterial


Para el filósofo del marxismo italiano Tony Negri, todos estos
cambios ponen en evidencia la necesidad capitalista de
capturar la potencia del llamado trabajo inmaterial. El
trabajo inmaterial es el trabajo que crea bienes
inmateriales, como el conocimiento, la información,
relaciones sociales o una respuesta emocional, y es un tipo
de trabajo que habría terminado con la hegemonía del
trabajo industrial. Nos ocuparemos en detalle de este
concepto en el siguiente capítulo, pero la importancia de
este tema radica en que, si bien el trabajo sigue siendo la
fuente del valor –como lo fue siempre–, su mensurabilidad
es imposible: la ley del valor ha estallado en el “pasaje del
obrero masa al obrero social” en la sociedad-fábrica, y el
trabajo no puede pretender ser mensurado porque el
trabajo complejo nunca puede reducirse a ninguna fracción
de trabajo simple. La división del trabajo no ha
desaparecido, se mantiene en esta nueva etapa, pero no
puede seguir teniendo las características que ha venido
asumiendo desde los inicios del capitalismo.
Hacia los años setenta, los procesos de trabajo del
período taylorista-fordista se apoyaban en la búsqueda de
economías de tiempo a partir de la fragmentación del
proceso de trabajo y la división de las tareas en función de
las necesidades propias de los trabajos de tipo manual. Este
trabajo era mudo o taciturno, muy diferente al trabajo
atravesado por el lenguaje del posfordismo (Virno, 2003: 33-
34).

Conocimiento, división cognitiva y precarización del


trabajo
En esta nueva etapa, la preeminencia del trabajo intelectual
en la producción de bienes complejos ha obligado a
reconsiderar la parcelación del trabajo, la búsqueda de
integración de las tareas y la comprensión del proceso de
producción, todo lo cual da origen a una división del trabajo
de nuevo tipo, caracterizada por Carlo Vercellone como una
división cognitiva del trabajo. Vercellone sugiere la
emergencia de una división cognitiva del trabajo que difiere
sustantivamente de la propia del capitalismo industrial, en
cuya base se encuentra, justamente, el pasaje del
capitalismo industrial hacia un nuevo tipo de capitalismo, el
capitalismo cognitivo, caracterizado por la valorización del
conocimiento más que por la fuerza de trabajo propiamente
dicha (ver Míguez, 2011).
En esta nueva etapa podemos decir, entonces, que
tenemos tres instancias de aparición del conocimiento en la
producción: en primer lugar, el conocimiento objetivado en
el sistema de máquinas (lo que Marx identificaba como el
general intellect); en segundo lugar, el conocimiento
derivado de la aplicación de la ciencia a la producción
(ambos tipos de conocimiento pueden ser considerados
como conocimiento muerto o codificado, según los enfoques
marxistas o evolucionistas), y, finalmente, el conocimiento
incorporado por el trabajo vivo, presente en las tareas de
concepción y de ejecución del trabajo (aunque de manera
predominante en las primeras). La forma en que esos
saberes son capturados representan tan solo una
confirmación de que la producción de bienes es una función
de la elevación del nivel medio de conocimientos de la
sociedad, y que su captura por parte del capital expresa
simplemente de manera contradictoria su inscripción dentro
de la lógica de valorización del capitalismo, lo que deja
abierta la posibilidad de que esa misma intelectualidad
difusa sea organizada de manera autónoma del capital
(Vercellone, 2009). Por supuesto, la modulación de la
captura de esa cooperación es una tarea en sí misma:

La movilización de esos saberes tácitos, que estaban en


estado latente, dependerá de los espacios de acción y
aprendizaje que la organización pueda ofrecer: la solución
de problemas técnicos requiere la movilización de
competencias productivas de los miembros de la
organización, y en una coyuntura de generación de
incertidumbres, la empresa puede favorecer la
interrelación entre los diversos tipos de conocimientos,
suscitando un proceso de creación de un producto
mejorado o de un proceso productivo novedoso
(Villavicencio, 2006: 352).
Pero el conocimiento no es un recurso ni un mero factor de
producción adicional al trabajo y al capital, sino el resultado
de las capacidades intelectuales y de comunicación del
hombre como tal, y como producto de la interacción social
que surge de ser resultado del saber social general o
general intellect.
Según Andrea Fumagalli (2007), otro teórico del enfoque
del capitalismo cognitivo, existen tres niveles de
conocimiento: en el nivel inferior, la información, es decir,
los meros datos estructurados que no tienen valor por sí
mismos, sino que pueden ser útiles para alcanzar alguna
forma de saber codificado o de nivel superior. En un nivel
intermedio se encuentra el saber (saber hacer o saber ser),
resultado de un proceso de aprendizaje codificado o
imitativo. Y, en el nivel superior, tenemos el conocimiento
sistémico, que supone una capacidad de abstracción capaz
de generar una comprensión sistémica, no codificable, y
que, a su vez, permite generar nuevos conocimientos. El
conocimiento tiene una profundidad y un grado de difusión
determinados, y cuando el conocimiento es de menor nivel,
más fácil es su difusión, como el caso de la información.
Fumagalli también analiza la socialidad del conocimiento,
y distingue entre el conocimiento personal y el social, que
requiere una interdependencia entre diferentes personas y
un ámbito grupal o compartido. Para que el conocimiento
sea traspasado de la esfera social a la de la empresa,
depende de que sea posible separarlo de la persona que lo
porta (el conocimiento que puede ser codificado). Si no
puede separarse de quien lo posee, estamos ante un
conocimiento tácito “que no se puede transmitir fácilmente,
solo a través de la contratación de quien lo posee”.
Fumagalli introduce la cuestión de la escasez, no porque el
conocimiento sea escaso, sino porque lo escaso es “el
número de trabajadores capaces de producirlo”. Y, además,
el conocimiento tiene un ciclo de vida: cuanto más
codificado y difundido es, más rápido se vuelve obsoleto,
mientras que el conocimiento no codificado –central en el
capitalismo cognitivo– puede acumularse infinitamente sin
caer en la obsolescencia; este solo muestra rendimientos
crecientes.
Por todo ello es perfectamente posible una taylorización
del trabajo cognitivo que comporte mecanismos de control
sofisticados a los que sea imposible sustraerse.40 El trabajo
cognitivo preexiste a la actividad de las firmas y suele
concentrarse territorialmente en las metrópolis, haciendo
depender la competitividad de los territorios, del stock de
capital intelectual activable de manera cooperativa. Por otro
lado, en términos de la división internacional del trabajo, la
reserva de mano de obra calificada en numerosos países en
desarrollo hace factible combinar la deslocalización
productiva, basada en bajos salarios, con la propia de la
división cognitiva del trabajo (Lebert y Vercellone, 2006:
34).

Imbricación entre la ciencia y la industria


En las últimas décadas, el capitalismo muestra una relación
diferente con el conocimiento, y se ve más claramente que
el conocimiento es tanto el resultado de un proceso de
trabajo singular como un producto del trabajo. Por un lado,
la ciencia no solo estudia –ni tiene como fin– la producción o
el sistema de máquinas, sino que tiene sus propios fines
(sobre todo la ciencia básica). La producción de
conocimientos se ha convertido en una actividad específica,
no solo al interior de las empresas, sino para numerosas
organizaciones que la realizan como actividad principal.
Esto lo advertían, incluso, autores afines al enfoque del
capital monopolista, como David Noble. Justamente, Noble
señala, en América by design (1977), que el capital
monopolista adquiere ese carácter a partir de la ventaja
proporcionada por los laboratorios de investigación
industrial y de la búsqueda de control sobre las patentes a
partir de la Primera Guerra Mundial. Para Noble, la actividad
científica se halla cada vez más sometida a las exigencias
de la valorización del capital; se trata de una esfera
colonizada por el capital cuya autonomía es muy limitada.
En realidad, como analizaremos, las relaciones entre ciencia
y producción pueden adquirir diferentes modalidades. Por
otro lado, los científicos son también trabajadores que
realizan un proceso de trabajo, ya sea en el laboratorio de
una empresa capitalista o en el Estado, y realizan un
producto complejo que cada vez más reviste la forma de
una mercancía sobre la cual se ejercen derechos de
propiedad que se usan o se ceden a terceros.
La mercantilización de la ciencia, la conversión de los
datos y los resultados de la investigación científica en
mercancías es bastante reciente, pero el conocimiento
puede ser pensado desde siempre como un proceso de
trabajo en el sentido de que es una actividad orientada a un
fin singular que no se reduce a la producción de
conocimientos teóricos, sino que también consiste en
desarrollos tecnológicos. En fin, estas y otras
consideraciones invitan a pensar en la relación entre trabajo
y conocimiento en el capitalismo actual. Como señala Xavier
Vence Deza respecto del trabajo en los laboratorios:

Se ponen a punto nuevas técnicas, nuevos procesos y


modos de manipulación de los objetos de trabajo y de sus
efectos, nuevos instrumentos y nuevos modos de
manejarlos, nuevas cualificaciones, etcétera, que
posteriormente pueden ser transferidos y aplicados a
usos industriales. Por lo tanto, en los laboratorios de
investigación no se producen exclusivamente
conocimientos científicos, sino que, como subproductos,
también producen y experimentan resultados
tecnológicos, e incluso nuevas formas de organización y
gestión (1995: 393).

La industria no solo está ligada a las esferas de la ciencia y


la tecnología, sino que se afectan mutuamente. La
influencia recíproca dependerá de las ramas industriales y
de las disciplinas científicas en cuestión, pero se concentra
fuertemente en determinados sectores, como bien destaca
Vence Deza:

Industrias basadas en la ciencia pueden considerarse


aquellas en las que la investigación está
institucionalizada e integrada como componente estable
del proceso de producción, o bien aquellas cuya génesis
deriva de la industrialización de un producto o técnica
obtenido en un determinado momento por la
investigación científica. De hecho, la intensidad de las
transferencias directas de la investigación básica a las
fases aplicadas y de desarrollo es elevada entre la
biología y el sector químico y el farmacéutico, y entre la
física aplicada y la industria electrónica; en cambio, es
muy baja en las industrias mecánicas o de automóvil (p.
394).

Si bien se observa una tendencia a la reducción de las


diferencias entre investigación básica y aplicada, sigue
siendo fuerte la distinción entre ciencia y desarrollo
tecnológico. Las empresas suelen hacer investigación y
desarrollo industrial, se dedican sobre todo al desarrollo
tecnológico ligado a la creación y la mejora de sus
productos y procesos, mientras que el sector público
(laboratorios, institutos o universidades) suelen realizar
investigaciones básicas y la gran mayoría de la
investigación aplicada.41
En el proceso de producción científica, las formas de
cooperación son más complejas y difíciles de codificar que
la producción industrial, por lo que el trabajo científico solo
es parcialmente asimilable al trabajo industrial. Como el
trabajo científico suele ser altamente cualificado cuando se
introducen medios de trabajo complejos o automatizados –a
diferencia del trabajo industrial–, ello generalmente no
redunda en la descalificación del trabajador científico, sino
en su desplazamiento hacia actividades más intensivas en
conocimiento.
El resultado del proceso científico suele ser incierto (y
esto en un doble sentido, tanto en cuanto a las posibilidades
efectivas de industrialización del proceso como a las de
aceptación del producto en el mercado). Pero en caso de
obtenerse un producto o solución técnica, la apropiación
privada de los conocimientos producidos suele ser más
dificultosa, debido a que su obtención original tiene un
costo elevado y su reproducción tiende a ser muy pequeña.
La ventaja obtenida por el desarrollo original desaparece
por la difusión de la tecnología, por lo tanto, la velocidad de
la difusión debe ser tal que permita la apropiación de las
ganancias derivadas de la innovación. Por consiguiente, si la
difusión es muy rápida, el costo de producción –que
originalmente fue elevado por los enormes montos
invertidos para obtener innovaciones– tiende a reducirse
considerablemente.
Estos problemas de apropiación afectan no solo a los
productos científicos, sino también a todos los productos
que son resultado de la valorización de un bien común,
como es el conocimiento. Estos problemas son los propios
de un nuevo capitalismo, en el que las tecnologías de la
información y la comunicación, casi ausentes en la época de
Braverman, facilitan la difusión y la creación de
conocimiento y, por ende, de valor.
Estos cambios han inspirado numerosas reflexiones y
debates desde la década del noventa, cuando se habrían
consolidado los procesos de globalización del capital, que no
son más que el resultado de la reestructuración capitalista y
su correspondiente fragmentación global de los procesos
productivos. En los siguientes capítulos nos acercaremos
con más detalle a las consideraciones de numerosos
pensadores que analizaron esta ruptura a partir de la
transformación de la relación capital-trabajo, algunos de los
cuales ya fueron presentados porque también lo habían
hecho para el período del capitalismo industrial.
[35] Una versión de este texto fue publicada previamente en
la revista Estado y Políticas Públicas (Míguez, 2018).

[36]Para un análisis más detallado, ver Míguez y Sztulwark


(2013).

El precio del circuito integrado bajó de 56 dólares en


[37]
1962 a un dólar en 1971.

[38] En esta historia de la informática tenemos que señalar


la introducción de la interfaz de usuario basada en el ícono
como uno de los momentos fundamentales. Esto se produjo
en 1984, con el Macintosh de Apple.

[39] Castells parece excesivamente optimista acerca del


potencial de estos trabajos, a los cuales adjudica una gran
productividad que todavía no ha podido manifestarse, como
ha ocurrido en otras etapas del capitalismo, en las que los
cambios tecnológicos se sucedían sin un impacto
simultáneo en la coyuntura económica. Para Vercellone, en
cambio, los nuevos tipos de trabajo, además, mantienen
una dimensión opresiva, igual que en la etapa previa.
Nuestro trabajo empírico sobre los trabajadores informáticos
en la Argentina nos acercará más a esta segunda posición.
Al respecto, ver Míguez (2009, 2011).

[40]Para una profundización de estas consideraciones en


sectores conocimiento-intensivos, ver Míguez (2011,
2012a).

[41]Como era de esperar, dentro del sector privado la


mayor parte de las empresas realiza investigación aplicada
antes que básica, lo que altera en el presente la relación
empresa-universidad, como señala Vence Deza: “Hasta la
década del ochenta eran relativamente escasas las
empresas que realizaban investigación básica (los
laboratorios centrales de ciertas multinacionales, como Bell,
de ATT, ICI, etcétera); en cambio, siempre ha sido bastante
mayor el número de las que realizan investigación aplicada
(casi todas las empresas líderes en las altas tecnologías
llevan a cabo alguna investigación aplicada)” (p. 400).
Capítulo 5
Reflexiones y debates sobre el
trabajo en el capitalismo
contemporáneo

No es justo llevar esta vida de mierda, decían los obreros


en las asambleas, en los grupos que se formaban en la
puerta de la Fiat. Todas las cosas, toda la riqueza que
producimos es nuestra. Ahora basta. Estamos hartos de
ser, nosotros también, cosa, mercadería que se vende.
Queremos todo. Toda la riqueza, todo el poder, y nada de
trabajo (Ballestrini, 1974: 126).

En los años noventa, con la consolidación de un nuevo


paradigma tecnológico y productivo ligado a las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación –que vimos
que se venía desarrollando desde las décadas previas– se
colocan el conocimiento y el cambio tecnológico en el
centro de los procesos productivos, en el marco de una
creciente internacionalización del capital resultante de la
denominada globalización. En ese contexto, recuperando
algunos de los tópicos del posfordismo y sobre la base de su
experiencia teórica y militante en las fábricas de creciente
automatización en los años setenta, los teóricos italianos
empiezan a discutir y a teorizar sobre la idea del trabajo
inmaterial. Estos trabajos iniciales dan paso a las
intervenciones de autores como Paolo Virno, Christian
Marazzi, Franco Berardi y, posteriormente, entrado el siglo
XXI, Yann Moulier Boutang y Carlo Vercellone, para describir
la emergencia del capitalismo cognitivo. Tratamos de
reproducir con la mayor fidelidad posible los argumentos
centrales, abusando incluso de citas extensas pero que
contribuyen a que el lector conozca de primera mano estas
sugerentes consideraciones, y que luego se acerque o tome
distancia de algunos matices que –al procurar dar cuenta de
la novedad– puedan acertar en describir las tendencias
generales, con el riesgo de exagerar en la existencia
efectiva y concreta de algunos de estos cambios en todos
los espacios del capital.
Negri y Lazzarato teorizan sobre el origen del trabajo
inmaterial a partir de la centralidad del trabajo vivo –cada
vez más intelectualizado– del posfordismo. En Trabajo
inmaterial y subjetividad, de 1991, Negri y Lazzarato
señalaban:

La organización del trabajo descentralizado y la


tercerización denotan la presencia de una “fábrica difusa”
y de un ciclo social de producción. Este ciclo es
preconstituido por una fuerza de trabajo social y
autónoma capaz de organizar el propio trabajo y las
relaciones con la empresa. El ciclo del trabajo inmaterial
es un ciclo social de la producción en el que “la
integración del trabajo inmaterial en el trabajo industrial
y terciario se convierte en una de las principales fuentes
de la producción y atraviesa los ciclos de producción
definidos precedentemente, y que a su vez los organizan
(2001 [1991]: 10; el destacado es del original).

La noción de autonomía, en concordancia con la idea


desarrollada en los años setenta sobre la anterioridad del
trabajo respecto del capital, quiere señalar que el trabajo ya
no depende de las directivas de la empresa para
organizarse:

El ciclo del trabajo inmaterial es preconstituido por una


fuerza de trabajo social y autónoma capaz de organizar el
propio trabajo y las propias relaciones con la empresa.
Ninguna organización científica del trabajo puede
predeterminar esta capacidad y la capacidad productiva
social (p. 10).

Negri y Lazzarato sostienen que se trata de la verificación


de la hipótesis del general intellect avanzada por Marx, ya
que el saber social general es el actor fundamental del
proceso social de producción. No se trata de una simple
subordinación al capital, sino de una independencia en
relación con el tiempo de trabajo impuesto por el capital. Se
trata de una autonomía en relación con la explotación, en la
que cada vez es más difícil distinguir el tiempo de trabajo
del tiempo de producción o del tiempo libre. El ciclo no solo
atraviesa el ciclo de producción, sino el ciclo completo de
reproducción-consumo, de reproducción de la subjetividad
más que de la explotación: “El emprendedor, hoy, debe
ocuparse más de reunir los elementos políticos necesarios
para la explotación de la empresa que de las condiciones
productivas del proceso de trabajo” (p. 12). Si bien estos
pensadores escriben en sintonía, cada uno de ellos
despliega sus propios argumentos, por lo cual los
analizaremos de manera separada.

1. Antonio Negri: el estallido de la ley del valor-


trabajo
El agotamiento de la ley del valor-trabajo
El agotamiento de la función económica de la ley del valor
con la subsunción de toda la sociedad en el proceso de
acumulación de capital, según Negri, no reduce, sino que
pone en primer plano la importancia del trabajo. Negri
plantea la centralidad de la forma valor que, como
concepto, “tiene mayor intensidad ontológica que el simple
modo de producción” (1999 [1992]: 84). Retomemos
algunas cuestiones sobre las que reflexionamos en el
capítulo 1, sobre la relación entre el trabajo y la forma valor.
Negri subraya que esta última se define por la crítica del
trabajo:

La forma-valor se define por la crítica del trabajo, en la


que el análisis del trabajo no es ni simplemente un
análisis de la economía política, ni simplemente un
análisis de la ideología, la ley y el Estado; es un análisis
de todos estos elementos reunidos bajo la categoría de lo
político. El análisis del trabajo es, por lo tanto, un análisis
de la política, o, más precisamente, de la constitución de
una determinada sociedad. Pero la constitución es el
mecanismo del trabajo de una multitud de sujetos y, por
consiguiente, del funcionamiento determinado de la ley
del valor-trabajo. Aquí, en consecuencia, el análisis del
trabajo se convierte en crítica del trabajo. Y allí donde el
análisis del trabajo muestra que el desarrollo del trabajo
social produce, por un lado, un proceso de acumulación
de valor y, por el otro, un complejo de normas de
distribución, la crítica del trabajo rompe esta síntesis,
trastorna esta constitución y señala la singularidad y el
dinamismo de los antagonismos que comprende la forma-
valor (p. 84; el destacado es del original).

Y en este punto, Negri se plantea la siguiente pregunta:


¿cuál es el límite de la obra de Marx? Y responde que la
limitación principal del trabajo de Marx es reducir la forma
valor a una medida objetiva. Y agrega:

Esto lo fuerza, en contra de sus propias premisas críticas


y contradiciendo la riqueza de su propio análisis, a
considerar el desarrollo histórico del capitalismo en
función de tendencias lineales de acumulación, y, por lo
tanto, le impide mostrar correctamente los movimientos
de la lucha de clases en términos de catástrofe y de
innovación. El materialismo histórico, incluso en textos
proféticos como los Grundrisse, corre el riesgo de
constituir una historia natural de la subsunción progresiva
del trabajo en el capital y de ilustrar la forma-valor
mediante el proceso progresivo, determinista, aunque
utópico, del perfeccionamiento de sus mecanismos (p.
85).

Y, más específicamente, es esto mismo, es decir, el hecho


de que el valor no pueda reducirse a una medida objetiva, lo
que muestra la crisis de la ley del valor, aunque el trabajo
siga siendo la fuente del valor, como lo ha sido siempre en
todas las fases históricas del capitalismo, incluso en esta
última, en la que se asiste a la subsunción de la sociedad en
el capital:

Pero la inconmensurabilidad del valor no elimina el


trabajo como principio de aquel. Este hecho adquiere
toda su evidencia si lo contemplamos desde una
perspectiva histórica. Cuando Marx habla de modo de
producción despliega una historia del mundo que
contempla la transición desde la cultura asiática al modo
de producción medieval y de este al modo de producción
burgués y capitalista. En esta última etapa, Marx define
las diferentes fases de la historia del proceso de trabajo:
desde la cooperación simple a la manufactura, y de esta
a la gran industria. Cuando el proceso de producción
capitalista ha alcanzado un nivel de desarrollo tan
elevado que abarca hasta la más reducida fracción de la
producción social, entonces se puede hablar, en términos
marxianos, de subsunción real de la sociedad en el
capital. El modo de producción contemporáneo es esta
subsunción (p. 86).

Al mismo tiempo, esto lleva a Negri a redefinir la noción de


explotación, remitiéndonos a una idea de subsunción que no
puede ligarse solo con la cantidad de trabajo:

La explotación es precisamente la captura, la


centralización y la expropiación de la forma y del
producto de la cooperación social, y, por consiguiente,
constituye una determinación económica en el verdadero
sentido del término, pero su forma es política. En la época
de la subsunción real, lo político tiende a absorber
totalmente a lo económico y a definirlo como
independiente únicamente en la medida en que establece
sus normas de dominación (pp. 87-88).

Subraya, entonces, que la capacidad creativa de la sociedad


y su poder productivo es el objetivo de captura: “La
explotación es, por lo tanto, la producción de un arsenal de
instrumentos aptos para el control del tiempo de
cooperación social” (ídem). Detengámonos en este punto: el
trabajo sigue siendo central en el devenir histórico del
capitalismo, tanto el trabajo material como el inmaterial. El
trabajo sigue siendo la base de la constitución de la
sociedad, pero debe ser entendido por fuera de la ley del
valor-trabajo:
Pero la inconmensurabilidad de las figuras del valor no
niega el hecho de que el trabajo sea el principio de
cualquier posible constitución de la sociedad. En realidad,
no es posible imaginar (y no digamos describir) la
producción, la riqueza y la civilización si estas no pueden
remitirse a una acumulación de trabajo. Que esta
acumulación no tenga medida ni (quizá) racionalidad, no
empaña el hecho de que su contenido, su
fundamentación, su funcionamiento, radica en el trabajo.
La creciente inmaterialidad no elimina la función creativa
del trabajo, sino que, por el contrario, la exalta en su
abstracción y en su productividad, y se coloca más allá de
la mera división (que se está eclipsando en la actualidad)
entre trabajo manual y trabajo intelectual. Lo abstracto es
más verdadero que lo concreto. Por otro lado, únicamente
la creatividad del trabajo (el trabajo vivo, en el poder de
su expresión) es conmensurable con la ley del valor (pp.
86-87).

No se trata de que la ley del valor esté equivocada, sino que


Negri defiende la idea de que la teoría del valor en forma de
ley está pensada para una fase anterior del capitalismo:

La definición de la ley del valor que encontramos en El


capital, de Karl Marx, es completamente intrínseca a lo
que hemos denominado primera fase de la segunda
Revolución Industrial (el período 1848-1914). Pero la
teoría del valor, formulada por Ricardo y desarrollada por
Marx, se forma en realidad en el período anterior, en el
período de la manufactura, es decir, en la primera
Revolución Industrial (p. 92).

Para Negri, este es un problema a la hora de dotar a la


teoría del valor del vigor de una tendencia: imposibilidad de
definir la genealogía del trabajo socialmente necesario, la
diferencia entre trabajo productivo e improductivo (industria
versus servicios), entre trabajo simple y complejo, entre
producción y circulación. Ahora la cuestión es entre trabajo
manual e intelectual, algo que ya se vislumbraba en el
pasaje del obrero profesional al obrero masa.
Las contradicciones de la primera forma de la ley del
valor fueron dando lugar a su agotamiento. La primera de
ellas es la que existe entre trabajo simple y trabajo
complejo, puesto que este ya no puede reducirse a un mero
múltiplo del primero, como en el caso del trabajo inmaterial.
La segunda contradicción se da entre trabajo productivo e
improductivo, según el trabajo produzca o no capital, esto
es, entendiendo la productividad según las cantidades de
trabajo simple que incorpora, perdiendo de vista o sin
considerar que es la cooperación la que hace el trabajo
productivo. La tercera contradicción es la que se da entre
trabajo manual y trabajo intelectual, ya que este último no
es reductible ni a la mera suma de trabajo simple ni a la
cooperación, por muy compleja que sea esta última, puesto
que expresa la creatividad. Estas contradicciones no son
meras contradicciones lógicas, sino que se desprenden de la
evolución histórica del capitalismo:

Así, si la distinción entre trabajo simple y trabajo


complejo es válida para la fase de la cooperación simple,
deviene aporética en la fase de la manufactura; la
distinción entre trabajo productivo y trabajo improductivo
es válida para la fase de la manufactura y deviene
aporética en la época de la gran industria; en cuanto al
valor productivo del trabajo intelectual y científico, este
se hace hegemónico, excluyendo toda otra figura
productiva, en el período posindustrial. Es evidente que, a
medida que se avanza en esta evolución, resulta
imposible considerar la ley del valor como medida de la
productividad global del sistema económico y como
norma de su equilibrio (p. 121).

La paradoja, podemos decir, consiste en que, como


consecuencia de que la ley del valor estalla, contrariamente
a los defensores del fin del trabajo (Rifkin, 1996), el trabajo
está en todas partes, esto es, el mundo es trabajo (Harribey,
2001). En la tradición marxista, la teoría del valor se
manifiesta, en primer lugar, bajo la forma del trabajo
abstracto, en el que el trabajo es la sustancia común de
todas las actividades de producción:

Permite aflorar, tras todas las formas particulares que


puede asumir el trabajo en momentos determinados, una
fuerza de trabajo social global capaz de transferirse de un
uso a otro en función de las necesidades sociales y cuya
importancia y desarrollo dependen, en último término, de
la capacidad de producir riqueza de la sociedad. El
marxismo se desplaza de esta visión cualitativa a una
concepción cuantitativa, centrada alrededor de la medida
del valor del trabajo (Negri, 1999 [1992]: 118; el
destacado es del original).

Negri se refiere aquí a las “escuelas que se han sucedido


entre la Segunda y la Tercera Internacional y se encuentran
definitivamente consagradas en el concepto soviético de
planificación”, y a los trabajos de algunos economistas
marxistas, como Paul Sweezy. Pero existe una forma
alternativa de presentación de esta situación, como la ley
del valor de la fuerza de trabajo:
Consiste en considerar el valor del trabajo no como una
figura del equilibrio, sino como una figura antagonista,
como sujeto de ruptura dinámica del sistema. En toda la
obra de Marx, tanto antes como después de la
denominada “ruptura” teórica, el concepto de fuerza de
trabajo se considera como elemento valorizador de la
producción, relativamente independiente de la ley del
valor. Esto quiere decir que la unidad de valor se
identifica, ante todo, en relación con el “trabajo
necesario”, que no es una cantidad fija, sino un elemento
dinámico del sistema: cualificado históricamente, el
trabajo necesario se halla determinado por las luchas de
la clase obrera; es, por consiguiente, el producto de la
lucha contra el trabajo asalariado, del esfuerzo por
transformar el trabajo, por sustraerlo de su miseria (p.
119).

Para Negri, el valor de uso de la fuerza de trabajo es el


factor determinante de la dinámica del desarrollo
capitalista. El capital se ve obligado a reorganizar
permanentemente la explotación para intensificar cada vez
más la productividad y para extender cada vez más su
dominación:

El primer proceso (de integración intensiva) se


caracteriza por la evolución del capitalismo hacia niveles
cada vez más elevados de composición orgánica de la
estructura productiva (de la extracción de plusvalor
absoluto a la extracción de plusvalor relativo, del capital
industrial al capital financiero, etcétera); el segundo
proceso (de extensión global de la dominación) se
caracteriza por la evolución del capitalismo, que pasa de
la subsunción formal a la subsunción real de la sociedad
en el capital. La segunda forma de la ley del valor, por
consiguiente, da origen a una especie de historia natural
del capital, regida por la dialéctica entre el valor de uso
de la fuerza de trabajo y el proceso de subsunción
capitalista (p. 121).

Esta dialéctica “hace de la evolución del valor de uso de la


fuerza de trabajo la clave de bóveda de la extensión
universal del valor de cambio”:

Cuando el tiempo de la vida se ha convertido totalmente


en tiempo de producción, ¿cuál mide a cuál? El desarrollo
de la ley del valor, en su segunda forma, conduce a la
subsunción real de la sociedad productiva en el capital:
cuando la explotación alcanza tales dimensiones, su
medida se hace imposible. En este momento se produce,
por consiguiente, la extinción de la primera y de la
segunda figura de la ley del valor. El capital ejerce su
poder sobre la sociedad de la subsunción real tan solo
mediante formas políticas, monetarias, financieras,
burocráticas y administrativas. El capital, ejerciendo su
dominio sobre la comunicación, lo ejerce sobre la
producción, lo cual significa que ya no existe teoría de la
producción que se distinga de la pragmática del gobierno
de la producción, que ya no existe teoría de la
organización social del trabajo, de la jornada de trabajo y
del reparto de la renta que se distinga del dominio sobre
todo el conjunto (p. 122).

Negri postula que, así como el trabajo se va transformando


en trabajo inmaterial, la fuerza de trabajo se convierte en
“intelectualidad de masas” y gana autonomía, justamente,
porque se revela como sustancia común:

Cuanto más trata el capital de objetivar el saber en forma


de capital fijo, separando con ello el intelecto de la
ejecución, más se recomponen estas separaciones del
lado de la subjetividad que se está constituyendo, a la
cual le parece posible no la reasunción socialista de la
separación entre ejecución e ideación, sino su superación
como abolición del trabajo. El grado de socialización y
sofisticación del saber y de la práctica es tan alto que
vuelve al general intellect completamente autónomo, no
necesita de la actividad empresarial capitalista para
actualizarse. La nueva fuerza de trabajo social debe
imponer su propia hegemonía sobre el intelecto general.
Hacer de la subsunción real el nuevo territorio de la
producción, del valor, significa, por lo tanto, colocar el
antagonismo como dimensión colectiva global. En esta
perspectiva, el antagonismo aparece como potencia,
como poder constituyente. El valor de cambio se
reinventa globalmente como valor de uso en la
creatividad de nuevos sujetos (p. 124).

La innovación y el desarrollo económico son justamente


resultado de esta evolución del trabajo social:

El capital, por muy reformista que sea, nunca pasa


voluntariamente a una fase subsecuente o superior del
modo de producción. La innovación capitalista es siempre
producto, compromiso o respuesta, en resumen, una
constricción derivada del antagonismo de los
trabajadores. Desde este punto de vista, el capital
experimenta con frecuencia el progreso como declive (p.
93).

Y es este antagonismo el que produce la propia forma valor:

La fuerza motriz que constituye la forma valor, es decir, la


expresión antagonista de la fuerza productiva del trabajo
vivo, es simultáneamente el motor de la reconstrucción
de la forma valor. Mientras el capital tuvo la posibilidad
de jugar su propio juego, mientras dispuso de otros
territorios en los que distraer los momentos de
desestabilización que preparaban la reconstrucción, el
capital y las fuerzas políticas en las que siempre se ha
encarnado y con las que siempre se ha identificado
pudieron sostener la situación. Pero en la actualidad, en
la fase de la subsunción total de la sociedad y de la
completa multinacionalización de los procesos
productivos, ¿qué alternativas quedan todavía?
Directamente, hoy, el proceso innovativo desestructura,
reconstruye al capital (p. 94).

Retomando Marx más allá de Marx a la luz de la caída


del socialismo real y del “triunfo” de la globalización
del capital
En Marx y el trabajo: el camino de la desutopía, el trabajo
específico sobre los Grundrisse realizado en 1996, luego de
Marx más allá de Marx, de 1978, Negri subraya dos
cuestiones fundamentales, que fueron muy criticadas en el
marxismo. En primer lugar, como señalamos in extenso, que
el mando sobre el trabajo vivo ya no puede pretender
fundarse sobre una medida objetiva, mediante la cual la
explotación se mistifica como desarrollo económico. En
segundo lugar, que el obrero ya no es el factor primordial
para la producción de valor ni para la construcción de
riqueza. Cuando la relación social capitalista se ha
desplegado totalmente, cuando ya no hay espacios ni
capitalistas, Negri señala que se produce la crisis de la ley
del valor en estos términos:

El capitalismo ha agotado, entonces (tal es la concepción


subyacente), su misión histórica de alienación del trabajo
y de aumento de su productividad. En el sistema
automático de máquinas, cuando el capital fijo representa
la masa social del trabajo vivo y se apropia de ella, cesa
la oposición que ha dominado la genealogía de la
sociedad capitalista; el trabajo, entendido como trabajo
inmediato aplicado a la industria, deja de ser el factor
decisivo en la reproducción de la riqueza, y, por
consiguiente, la ley del valor deja de presidir la
constitución y la regulación de intercambio entre trabajo
y capital (1999 [1996]: 126-127).

Según Negri, en Marx no hay una dimensión teleológica o


una especie de historia natural del capital, sino que –
siguiendo una tradición materialista que comienza con
Spinoza y continúa hasta la actualidad en los capítulos de
Foucault sobre la historia de los sistemas de dominación–,
para él, “es la producción aleatoria de la subjetividad lo que
determina la efectividad de la estructura y del desarrollo del
capital (tanto como su crisis)”. Negri rescata las
concepciones de Marx sobre el trabajo presente en los
Grundrisse “porque permite captar en la ‘tendencia’ (y
verificar en la actualidad) la transformación de la naturaleza
del trabajo” (p. 125). Se trata de la lucha entre trabajo vivo
y trabajo objetivado, entre el capital fijo y el desarrollo de
las fuerzas productivas.
Marx señalaba en los Grundrisse que, a medida que la
industria se desarrolla, la creación de riqueza real deviene
menos dependiente del tiempo de trabajo y depende más
bien del nivel general del desarrollo de la ciencia y del
progreso de la tecnología, o de la aplicación de esta ciencia
a la producción. Negri destaca la desproporción enorme que
existe, en términos cuantitativos, entre el tiempo de trabajo
y su producto, y en términos cualitativos, entre “el trabajo
abstracto y la fuerza de los procesos que controla”. La ley
del valor entra en crisis porque “presuponía, en efecto, la
posibilidad de reducir cuantitativamente el trabajo concreto
a unidades simples de trabajo abstracto, y transformar el
trabajo cualificado (y el trabajo científico) en suma de
unidades de trabajo abstracto” (p. 128). A su vez, como
aparecen nuevas fuerzas productivas como la ciencia y la
tecnología, como nuevas potencias que participan de la
producción de riqueza, esto lleva a un cambio en la posición
ocupada por el trabajador en el sistema automático de
máquinas, situándose “al lado” del proceso de producción.
Dice Marx: “Él se coloca junto al proceso de producción, en
lugar de ser el agente principal”, y agrega Negri: “El obrero
o el trabajador se convierten en vigilantes o reguladores del
proceso continuo de producción. El trabajo se presenta
como órgano consciente parcial, accesorio vivo de la gran
organización automática de las máquinas” (p. 129).
Para Negri, este pasaje indica que el obrero deja de ser
esencial para la producción de valor o de riqueza, esto es, el
trabajo inmediato deja de ser el elemento central de la
producción, que pasa a ser “esta fuerza productiva general
que surge del cuerpo social del saber y del hacer: el
individuo social es la gran piedra angular de la producción y
la riqueza” (p. 131). Para que quede más claro: “El trabajo
inmediato sigue siendo indispensable, pero pasa a ocupar
una posición subalterna en el proceso de valorización en
relación con la producción científica, con la aplicación de las
tecnologías, etcétera: este depende de la cooperación del
trabajo y de su enraizamiento en el ámbito subjetivo” (p.
131).
Esto es una clara señal para Negri de que “la reducción
del trabajo necesario (mediante el aumento masivo de la
productividad) a un mínimo decreciente libera tiempo
disponible para toda la sociedad. El capital no logra
transformar ese tiempo libre disponible en plusvalor, ni
consigue encadenarlo a su crecimiento” (p. 133). Para Negri,
el tiempo libre, y no el tiempo de trabajo, deviene la medida
de la riqueza social. Se da una transformación del trabajo
vivo en “trabajo intelectual/inmaterial, productor de
funciones artísticas, científicas, técnicas y, en todo caso,
cooperativas, sociales, lingüísticas”, “tiempo social libre
como dinámica productiva”, y “la riqueza real se presenta
como producto de la actividad de todos los individuos, y el
tiempo disponible deviene, en lo sucesivo, la medida de la
riqueza” (p. 133). Para Negri, esta situación, que el capital
mismo ha producido, como todas las evoluciones del capital,
son resultado de la lucha de clases. La producción se realiza
solo a través del dominio, es solo poder de mando del
capital sobre el trabajo, y son las nuevas formas subjetivas
las que deben terminar con la ley del valor, o sea, de la
explotación. Marx, acerca de las máquinas, señalaba en los
Grundrisse:

La naturaleza no construye ninguna máquina, ni ninguna


locomotora, ni ferrocarril, ni telégrafos eléctricos, ni
hiladoras automáticas, etcétera. Son productos de la
industria humana […]. Son órganos del cerebro humano
creados por la mano humana; son fuerza científica
objetivada. El desarrollo del capital fijo indica hasta qué
grado el saber social general, el conocimiento, se ha
convertido en fuerza productiva inmediata y, en
consecuencia, las condiciones del proceso de vida social
han pasado a estar bajo el control del intelecto general, y
son remodeladas de acuerdo con este (p. 135; el
destacado es del original).

Por lo tanto, como señala Negri, la práctica social, no la


ciencia, es lo que constituye el valor, y la nueva fuerza del
trabajo inmaterial es puesta en el centro de la escena por el
desarrollo capitalista y la lucha de clases: “La nueva
determinación del trabajo vivo se encuentra dada en la
cuestión de la hegemonía política que remite al general
intellect. Para la inversión revolucionaria de su concepto” (p.
139).

Negri y Hardt sobre el trabajo inmaterial en tiempos


del imperio
Este punto debe completarse con el análisis de la
materialidad y de las relaciones sociales que lo impulsan, en
consonancia con la filosofía de Foucault y Deleuze. Ello
implica analizar el problema del poder dejando atrás el
materialismo histórico, que lo circunscribía al nivel de la
superestructura, separado de la base económica de la
producción. Esta última no solo se define en términos
económicos, sino también culturales, corporales y
subjetivos, esto es, biopolíticos (Hardt y Negri, 2002: 39).
Reconocer el potencial de la producción biopolítica implica
identificar la nueva figura del cuerpo biopolítico, “el
desarrollo de la vida misma, la constitución del mundo, de la
historia” (p. 42). Solo desde la segunda mitad del siglo XX
las empresas transnacionales industriales y financieras
comenzaron a estructurar biopolíticamente los territorios,
produciendo no solo mercancías, sino también
subjetividades. Producen necesidades, relaciones sociales,
en fin, productores.
La existencia del imperio se basa en la constatación del
surgimiento a nivel global de una soberanía de nuevo tipo,
una soberanía imperial diferente a la que investía de poder
a los Estados nacionales (p. 148). Allí señalan que el trabajo
inmaterial es el trabajo que participa en la producción
industrial y el que se ocupa de la manipulación de símbolos
e información. Pero también es el trabajo afectivo de la
interacción y el contacto humanos, como los servicios
personales o de atención personalizada, a partir de los
cuales se crean y manipulan afectos. Negri y Hardt señalan
que la modernización ha terminado y que la
posmodernización de la producción hacia una economía
informática es un proceso todavía inacabado. La producción
industrial no queda de lado ni deja de tener un papel
importante, pero se imponen cambios irreversibles que
afectan a los países y a las regiones que no están en
condiciones de instrumentar las estrategias de
informatización de la producción. Bajo estas nuevas
tendencias, el trabajo inmaterial tiende a hacerse más
homogéneo, más abstracto. Con la posmodernización de la
producción, señala Negri en Imperio, la línea de montaje es
reemplazada por la red como modelo de organización de la
producción, lo que cambia las formas de la cooperación
social por lo que podríamos llamar cooperación abstracta. El
circuito de cooperación se consolida en la red y la
producción puede desterritorializarse. Sin embargo, ella es
acompañada de una centralización del control nunca vista.
Mientras los centros de producción se difunden, el control se
centraliza más que nunca (centros financieros, ciudades de
control).
En las teorizaciones sobre el trabajo inmaterial, Negri
señala que, para evitar ambigüedades, debería llamarse
trabajo biopolítico, una expresión que hace referencia
directamente a la obra de Michel Foucault. En Multitud, de
2004, se encarga de aclarar:

Quizás sería preferible interpretar la nueva forma


hegemónica como trabajo biopolítico, es decir, un trabajo
que no solo crea bienes inmateriales, sino también
relaciones y, en última instancia, la propia vida social.
Con el término “biopolítico” indicamos que las
distinciones entre lo económico, lo político, lo social y lo
cultural se confunden cada vez más (2004: 138).

Como señalamos anteriormente, para Negri, el trabajo


inmaterial es el trabajo que crea bienes inmateriales, como
el conocimiento, la información, las relaciones sociales o
una respuesta emocional, y que terminó con la hegemonía
del trabajo industrial. Más precisamente, aunque es
minoritario, el trabajo inmaterial es hegemónico, en el
sentido de que condiciona a los demás tipos de trabajo, así
como el trabajo industrial, desde mediados del siglo XIX,
condicionó a la agricultura y a toda la actividad económica.
Estas teorizaciones fueron objeto de numerosas críticas,
algunas de ellas fundadas en malentendidos. Sobre la
supuesta analogía de estas posturas con las teorías del fin
del trabajo, puede citarse uno de los últimos trabajos de
Negri, en el que aclara el punto:
Cuando postulamos que el trabajo inmaterial tiende a
asumir la posición hegemónica, no decimos que en el
mundo actual la mayoría de los trabajadores se dediquen
fundamentalmente a producir bienes inmateriales. Muy al
contrario, el trabajo agrícola sigue siendo dominante
desde el punto de vista cuantitativo, como viene
ocurriendo desde hace siglos, y el trabajo industrial no ha
declinado en términos numéricos a escala mundial. El
trabajo inmaterial es una parte minoritaria del trabajo
global y además se concentra en algunas de las regiones
dominantes del planeta. Lo que sostenemos es que el
trabajo inmaterial ha pasado a ser hegemónico en
términos cualitativos, y marca la tendencia a las demás
formas del trabajo y a la sociedad misma (p. 136).

2. Maurizio Lazzarato: la potencia del trabajo


que excede la relación entre capital y trabajo
Decíamos antes que Negri y Lazzarato señalaban, a
comienzos de los años noventa, que la existencia de un
ciclo social de producción estaba preconstituido por una
fuerza de trabajo social y autónoma, capaz de organizar el
propio trabajo y las relaciones con la empresa, y que esa
era la base de la organización del trabajo descentralizado. Y
que, por lo tanto, era la subjetividad del obrero la que debe
ser organizada y comandada:

Calidad y cantidad de trabajo se reorganizan en torno a


su inmaterialidad. Primero, la transformación del trabajo
del operario en trabajo de control, de gestión de
información, de capacidades de decisión, que pide que la
investidura de la subjetividad toque a los operarios de
manera diferente; segundo, sus funciones en la jerarquía
de la fábrica se presentan como un proceso irreversible
(2001 [1991]: 10).
Pero Maurizio Lazzarato subraya que estas consideraciones
no involucran solamente a los trabajadores más calificados
de la sociedad posindustrial, sino que se refieren a la forma
de actividad de todos los sujetos productivos. En su
teorización, sostiene que el ciclo de la producción inmaterial
se inspira o es análogo al modelo de la producción estética –
sobre todo la teorizada por Mijaíl Bajtín–, y queda verificado
tanto en la industria como en los servicios. En la industria,
la información pasa de la búsqueda del control del producto
y de la materia prima al control del final del proceso, es
decir, la venta y la relación con el consumidor, que
condicionan la innovación, no solo hacia la racionalización
del trabajo:

Ella se vuelca siempre más hacia la comercialización y el


financiamiento que hacia la producción. Un producto,
antes de ser fabricado, debe ser vendido (también la
industria pesada, como aquella de automóviles en la que
un vehículo es colocado en producción solo después de
que la red de comercialización lo vende). Esta estrategia
se basa en la producción y el consumo de información.
Ella moviliza importantes estrategias de comunicación y
de marketing para preaprehender la información (conocer
la tendencia del mercado) y hacerla circular (construir el
mercado) (2001 [1993]: 18).

En los servicios, estas características aparecen aún más


claramente, ya que, a diferencia de la organización
taylorista, el consumidor interviene de manera activa en la
construcción del producto, y la relación
concepción/ejecución pierde su carácter unilateral:
El producto “servicio” se torna una construcción y un
proceso social de concepción e innovación. En los
servicios, los empleos de back office (el trabajo clásico de
los servicios) disminuyen, mientras que aumentan los de
front office (las relaciones con los clientes). Si el producto
es definido con la intervención del consumidor, y está,
por lo tanto, en permanente evolución, se vuelve siempre
más difícil definir las normas de producción de los
servicios y establecer una medida objetiva de la
productividad (p. 18).

Todo ello aparece aún con más fuerza en la producción


inmaterial propiamente dicha: “La producción audiovisual, la
publicidad, la moda, la producción de software, la gestión
del territorio, etcétera, es definida a través de la relación
particular que la producción mantiene con el mercado y los
consumidores. Aquí el distanciamiento del modelo taylorista
es máximo” (p. 18). El trabajo inmaterial da forma y
materializa las necesidades y los gustos del consumidor, a
la vez que sus productos producen las necesidades del
imaginario, crean el ambiente ideológico y cultural del
consumidor:

La publicidad y la producción de la capacidad de


consumir, del impulso al consumo, de la necesidad de
consumir, se transforma en un proceso de trabajo. El
proceso de trabajo produce, por sobre todo, una relación
social (una relación de innovación, de producción, de
consumo), y solamente la presencia de esta reproducción
en su actividad tiene un valor económico. Esta actividad
muestra inmediatamente aquello que la producción
material escondía –vale decir, que el trabajo no produce
solamente mercadería– sobre toda la relación de capital.
La producción de subjetividad deja, entonces, de ser
solamente un instrumento de control social (por la
reproducción de las relaciones mercantiles) y se torna
directamente productiva, porque en nuestra sociedad
posindustrial su objetivo es construir al consumidor. Y lo
construye activo. Los trabajadores inmateriales (aquellos
que trabajan en publicidad, moda, marketing, televisión,
informática, etcétera) satisfacen una demanda del
consumidor y, al mismo tiempo, la constituyen. El hecho
de que el trabajo inmaterial produce al mismo tiempo
subjetividad y valor económico demuestra cómo la
producción capitalista tiene invadida toda la vida y
supera todas la barreras que separaban, pero también
oponían, economía, poder y saber (p. 18).

En los años ochenta, ni la economía ni la sociología de redes


ni el obrerismo italiano incluían en sus análisis la producción
de subjetividad como contenido de valorización. Para
Lazzarato, “esta cooperación no puede, en ningún caso, ser
predeterminada por lo económico, porque se trata de la
propia vida de la sociedad” (p. 20). Según este autor, la
centralidad de la producción inmaterial puede ser
interpretada, siguiendo a Félix Guattari, como un proceso de
producción de subjetividad. El concepto marxista de trabajo
vivo está directamente ligado a la calificación de la
subjetividad como subjetividad obrera. Lazzarato propone
definir el trabajo vivo, justamente, como producción de
subjetividad, ligando a ello los conceptos de lenguaje,
comunicación, información y, por lo tanto, la definición
marxiana de subsunción real, que caracteriza los conceptos
de cooperación y de general intellect (2001 [1995]).
Lazzarato no coincide con las posiciones que consideran
las actividades culturales relacionales, artísticas, cognitivas,
educativas y ambientales como externas a la economía de
mercado, en la medida en que estas relaciones no son, a su
entender, exteriores al capitalismo:

Es exactamente en las actividades culturales,


relacionales, informacionales, cognitivas, ambientales, y
en el tiempo liberado de trabajo, donde se ejercitan los
objetos y los sujetos de las nuevas relaciones de
explotación y de acumulación que la revolución de la
información organiza. La exterioridad, por el contrario,
debe ser construida a través de las formas de rechazo a
todo esto (2001 [1996]: 30).

Para Lazzarato, en la sociedad capitalista es imposible


distinguir trabajo y acción “porque el concepto de trabajo
vivo es, sobre todo, una potencia ontológica que, antes de
producir mercancías, produce relaciones políticas” (p. 33). Si
se acepta la separación entre trabajo y acción, se pierde la
propia especificidad de la relación capitalista.42 Y destaca:

El descubrimiento científico de Marx es respecto a los


conceptos de trabajo vivo y fuerza de trabajo. Si su
análisis, de hecho, fuera limitado al trabajo, no habría
permanecido en el terreno de la economía política. Marx
encuentra el elemento subjetivo, político, comunicativo
(para utilizar un lenguaje habermasiano) en el interior del
concepto de trabajo vivo (p. 30).

Lazzarato señala que se debe entender el tiempo de trabajo


como organización del tiempo de vida, y que ya no se puede
identificar el capitalismo con la producción industrial, ni la
explotación como meramente “poner a trabajar” a la clase
obrera.
El trabajo y la producción más allá de la relación
entre capital y trabajo
Lazzarato busca trascender la relación entre capital y
trabajo como horizonte explicativo de los avatares del
capitalismo:

Hablar de la producción a partir únicamente del trabajo,


tal como lo entiende Marx (tanto en El capital como en los
Grundrisse, con el general intellect), es simplemente
imposible, puesto que la producción es un agenciamiento
de dispositivos disciplinarios, biopolíticos, jurídico-
políticos y de constitución/control de los públicos. Sin el
gobierno de la casa, de los niños, de los locos; sin el
gobierno de la salud, de la formación, de las ciudades, del
territorio; sin políticas de la lengua; sin gobierno de los
públicos; sin el gobierno de los pobres, no hay trabajo, no
hay producción, no hay acumulación (2005).

Y, de manera mucho más extrema que Negri y Virno, señala


que ni siquiera el trabajo debe remitirse necesariamente a
la relación entre capital y trabajo:

A mi modo de ver, no es necesario aproximarse al trabajo


partiendo de la relación capital-trabajo, considerándolo
como si fuese el origen y la fuente del mundo y de las
relaciones de poder, sino a partir del conjunto de
relaciones de poder y de las formas de resistencia en las
cuales los individuos, las singularidades, circulan y se
constituyen. El trabajo es solamente uno de esos
dispositivos, que hoy en día, muchas veces, no ocupa la
mayor parte de nuestro tiempo de vida. Más que volver
sobre una descripción económica y sociológica del
trabajo, más que analizar el proceso de acumulación del
capital esperando captar su doble (la clase obrera), sería
más interesante analizar las posibilidades estratégicas
que las luchas, en los dominios económico y político,
ofrecen a los desarrollos de las lógicas minoritarias e
insurreccionales de las contraconductas (ídem).

Con Gilles Deleuze y Félix Guattari como referencia,


Lazzarato se refiere al “gobierno de las almas” propio de
esta etapa del capitalismo informacional o cognitivo:

En la producción moderna ya no dejamos el alma en el


casillero, sino que la llevamos con nosotros al taller, a la
oficina, etcétera. Esto significa que el control del trabajo
no pasa ya solamente por las disciplinas, sino que se
despliega también como el gobierno de las almas. La
lógica que ha dominado a la modernidad es la del trabajo.
La actividad es comprendida como trabajo, es decir, como
transformación del hombre, de la materia y del mundo. La
actividad es un hacer, pero para una concepción de la
acción como acontecimiento, el hombre, más que
productor de sí mismo y del mundo, es un
experimentador de sí mismo (ídem).

El proceso de producción consiste, para Lazzarato, en un


agenciamiento de potencias:

La constitución de valores no se explica, como en la


economía clásica o como en Marx, a través del trabajo y
la producción, sino a través del agenciamiento de la
invención y de la imitación, a través de la creación de
posibles y su efectuación. Las invenciones (las
completamente pequeñas y las más grandes) son
acontecimientos que en sí no tienen ningún valor, pero
que, al crear nuevos posibles, son la condición previa de
todo valor. La invención es una cooperación, una
asociación entre flujos de creencias y deseos que ella
agencia de modo novedoso. La invención es siempre una
cocreación que compromete a una multiplicidad de
mónadas, y la cocreación es siempre una captura
recíproca entre mónadas; captura de cerebros, de deseos
y de creencias que circulan en la red. Expresa la
dimensión espiritual del acontecimiento (2007: 68).

El aspecto social de la invención es algo propio de la


condición social de nuestra existencia:

La invención se engendra por la colaboración natural o


accidental de muchas conciencias en movimiento, es
decir, es la obra, según Tarde, de una multiconciencia.
Todo se opera primitivamente por multiconciencia, y
luego, la invención puede manifestarse a través de una
única conciencia. De este modo, la invención del teléfono
es, en el origen, una multiplicidad inconexa de
invenciones más o menos pequeñas, a las cuales han
contribuido una multiplicidad de inventores más o menos
anónimos. Después llega el momento en que todo el
trabajo comienza y se termina en un mismo espíritu, de
allí que la invención perfecta brota un día, ex abrupto. La
invención es entonces siempre un encuentro, una
hibridación y una colaboración entre una multiplicidad de
flujos imitativos (ideas, hábitos, comportamientos,
percepciones, sensaciones), incluso cuando tiene lugar en
un cerebro individual (ídem).

¿Cómo se produce valor en el capitalismo? Lazzarato afirma


que, en definitiva, los valores se producen con arreglo a las
cualidades intrínsecamente sociales de la condición
humana:

La formación del valor depende entonces, a la vez, de la


invención y la difusión, de la expresión de una virtualidad
y de su efectuación social. Las dos dimensiones del
proceso constitutivo del acontecimiento, la dimensión
espiritual (invención) y la dimensión material
(efectuación), se relanzan la una a la otra y se aplican
recíprocamente. De los dos lados, el proceso es
impredecible, imprevisible y arriesgado, ya que no se
puede dirigir la invención ni la difusión social. La
invención implica una dimensión suplementaria de la
acción colectiva o social. Porque si la invención es
siempre una colaboración, una cooperación, un
cofuncionamiento, es al mismo tiempo una acción que
suspende en el individuo en la sociedad lo que hay de
constituido, de individuado, de habitual. La invención es
un proceso de creación de la diferencia que pone en
juego, cada vez, al ser y su individuación. Toda invención
es ruptura de normas, de reglas, de hábitos que definen
el individuo y la sociedad. La invención es un acto que
pone al que la realiza fuera del tiempo histórico, y lo hace
entrar en la temporalidad del acontecimiento (p. 69).

La influencia foucaultiana en Lazzarato atraviesa su juicio


sobre la obra de Marx:

La teoría marxista se concentra exclusivamente en la


explotación. Las demás relaciones de poder
(hombres/mujeres, médicos/enfermos,
profesores/alumnos, etcétera) y las demás modalidades
de ejercicio del poder (dominación, sometimiento,
servidumbre) son negadas por razones vinculadas a la
ontología misma de la categoría de trabajo. Esta última
contiene un poder de totalización dialéctica, tanto teórica
como política, contra la cual se puede retomar
perfectamente la crítica que Tarde hace a Hegel: hay que
despolarizar la dialéctica a través de la noción de
multiplicidad (p. 82).
Lazzarato suscribe a la filosofía de la diferencia, que se
caracteriza por ser una crítica de la política como totalidad,
como universal, como reconciliación. En esto, precisamente,
ha fallado incluso el marxismo. El marxismo no ha sido una
crítica de la totalidad, de la universalidad, del sujeto, sino
más bien una búsqueda de la buena totalidad, de la buena
universalidad y del buen sujeto:

Aun si lo social (lo común) pudiese regimentar todas las


inclinaciones de las singularidades que captura e integra
en su organización, no podría agotar todas las
virtualidades. Para utilizar el lenguaje de Simondón,
ninguna individuación agota la naturaleza preindividual
de las singularidades (2005).

Si así fuera, dice Lazzarato recuperando al sociólogo Gabriel


Tarde, las sociedades permanecerían inmutables; los
individuos también tienen instintos no sociales e incluso
antisociales, son diferencias afinadas e intensificadas por la
puesta en común, a partir de la cual hay diferencias que
desaparecen mientras otras aparecen. Lo común es lo
producido entre dos diferencias. No hay síntesis ni
reconciliación en la diferencia, sino una obstinación en la
diferenciación, de la coproducción que aumenta la potencia
de actuar: “Las repeticiones, los hábitos, las similitudes son
el terreno de una verdadera batalla política, puesto que lo
común no es una síntesis, sino un dispositivo de selección”
(ídem). Para Lazzarato, la cuestión clave es qué tipo de
público queremos construir. El hombre medio es la clave del
homo economicus de Adam Smith, en el que la dinámica no
económica de constitución de la economía forma los
comportamientos mayoritarios, al conseguir la coherencia
de los dispositivos de gobierno de los comportamientos
económicos, sociales, afectivos y públicos. Vale la pena
advertir que Lazzarato aclara que el análisis de Marx es
acertado, pero insuficiente. Y que él está muy lejos de ser
un pensador antimarxista:

No se trata de negar la pertinencia del análisis marxiano


de la relación capital-trabajo, sino su pretensión de
reducir la sociedad y la multiplicidad de las relaciones de
poder que la constituyen a la única relación de mando y
obediencia que se ejerce en la fábrica o en la relación
económica. Es esta última la que debe, por el contrario,
ser integrada en un marco más amplio, el de las
sociedades disciplinarias y su técnica de doble poder:
disciplinas y biopoder (2007: 83).

La empresa que construye mundos


Así es como la sofisticación de la empresa capitalista
adquiere dimensiones insospechadas, ya que la empresa no
crea solamente las mercancías, sino también el mundo en el
que esa mercancía existe:

En el capitalismo contemporáneo hay que distinguir, en


primer lugar, la empresa de la fábrica. ¿Con qué se
quedará esta multinacional bajo la noción de empresa
una vez que se separe del trabajo de fabricación? Con
todas las funciones, los servicios y los empleados que le
permiten crear un mundo: los servicios de investigación y
desarrollo, de marketing, de concepción, de
comunicación, es decir, todas las fuerzas y los
agenciamientos (o máquinas) de expresión. La empresa
que produce un servicio o una mercancía crea un mundo
[…]. Este último debe estar incluido en las almas y los
cuerpos de los trabajadores y los consumidores (p. 108).
El cruce entre el consumidor y la empresa, si no existe, se
construye deliberadamente a los fines de la valorización y
bajo su dominio:

En las sociedades de control, la finalidad no es más


sustraer, como en las sociedades de soberanía, ni
combinar y aumentar la potencia de las fuerzas, como en
las sociedades disciplinarias. En las sociedades de
control, el problema es efectuar mundos. La valorización
capitalista está, de ahora en más, subordinada a esta
condición. La expresión y la efectuación de los mundos y
las subjetividades incluidas en ellos, la creación y la
realización de lo sensible (deseos, creencias,
inteligencias), preceden a la construcción económica […].
Consumir no se reduce a comprar y destruir un servicio o
un producto, como enseñan la economía política y su
crítica, sino que significa, en principio, pertenecer a un
mundo, adherir a un universo (p. 109).

En esta nueva etapa, estas estrategias definen la propia


naturaleza del capitalismo: “El capitalismo contemporáneo
no llega primero con las fábricas. Ellas llegan después, si
llegan […]. El capitalismo llega primero con las palabras, los
signos, las imágenes. Y estas máquinas de expresión, hoy,
no anteceden únicamente a las fábricas, sino también a las
guerras” (p. 113). Y así afecta la comprensión del trabajo en
nuestras sociedades:

El mundo, los trabajadores y los consumidores no


preexisten al acontecimiento. Por el contrario, son
engendrados por el acontecimiento. A partir de esta
afirmación de la neomonadología se debería poder
reformular completamente la teoría del trabajo. No se
puede comprender más la producción y el trabajo
tomando como referencia el taller de alfileres de Smith o
la fábrica manchesteriana de Marx (p. 115).

3. Paolo Virno: general intellect, lenguaje y


cooperación social
Paolo Virno es otro pensador italiano que continúa con las
intuiciones de Negri respecto de la centralidad del trabajo
inmaterial en los procesos de trabajo del capitalismo actual.
Para Virno, más que el tiempo de trabajo, es el saber
abstracto el que tiende a volverse la principal fuerza
productiva. Este saber no es solo capital fijo, también es
trabajo vivo (su aspecto decisivo), formas de saber que
estructuran las comunicaciones, los lenguajes artificiales, en
suma, intelectualidad de masa, o sea, trabajo vivo en
cuanto articulación determinante del general intellect,
depositario de los saberes no divisibles de los sujetos vivos.

General intellect, trabajo y acción política


Virno explica que “Marx habla de un intelecto general, de un
general intellect: usa el inglés para dar fuerza a la
expresión, como si quisiera ponerla en cursivas. Importa el
carácter exterior, social, colectivo que compete a la
actividad intelectual una vez que ella deviene, según Marx,
el verdadero resorte de la producción de la riqueza” (2003:
29). Y agrega:

El compartir aptitudes lingüísticas y cognitivas es el


elemento constitutivo del proceso laboral posfordista.
Todos los trabajadores entran en la producción en cuanto
hablantes-pensantes. Nada que ver con la profesionalidad
o con el antiguo oficio: hablar y pensar son aptitudes
genéricas del animal humano, lo contrario de cualquier
especialización. El compartir, en cuanto requisito técnico,
se opone a la división del trabajo, la contradice. Esto no
significa, naturalmente, que los trabajos ya no estén
divididos, parcelizados, etcétera; significa, sobre todo,
que la segmentación de los trabajos ya no responde a
criterios objetivos, técnicos, sino que es explícitamente
arbitraria, reversible, cambiante. Para el capital, lo que
verdaderamente cuenta es la originaria y compartida
dote lingüístico-cognitiva, dado que ella garantiza
adaptabilidad, una rápida aceptación de las innovaciones,
etcétera (pp. 33-34).

En línea con el pensamiento marxista italiano de los años


setenta, cuando analiza el capitalismo actual, Virno lo hace
tanto como modo de producción de mercancías como de
subjetividades:

Es importante aclarar que entendemos como modo de


producción no solo una configuración económica
particular, sino un conjunto de formas de vida, una
constelación social, antropológica y ética (digo ética, no
moral, relativa a las costumbres, usos y hábitos, no al
deber ser). Sostengo que la multitud contemporánea
tiene como marco la crisis de la subdivisión de la
experiencia humana en trabajo, acción política e intelecto
(p. 41).

Más que a una crisis del trabajo abstracto, asistimos a esta


hibridación de conceptos que, desde Aristóteles hasta
Arendt, aunque no se excluía su intersección, se estudiaban
por separado. En la producción posfordista, esos límites se
disolvieron. En particular, Virno señala que es el trabajo el
que asume las características de la acción política.43
La problematización del trabajo humano encuentra en
Virno nuevas aristas en su vinculación con lo político.
Mientras que para Arendt, en el siglo XX, la política imita al
trabajo en la medida en que produce objetos nuevos como
los partidos, el Estado, etcétera, para Virno es justamente al
revés, es el trabajo el que adopta los rasgos de la acción
política:

Sostengo que en el trabajo contemporáneo se manifiesta


la exposición a los ojos de los otros, la relación con la
presencia de los demás, el inicio de procesos inéditos, la
constitutiva familiaridad con la contingencia, lo
imprevisto y lo posible. Sostengo que el trabajo
posfordista, el trabajo que produce plusvalía, el trabajo
subordinado, emplea dotes y requisitos humanos que,
según la tradición secular, correspondían más bien a la
acción política; pero atención, los imita ofreciendo una
versión más tosca y simplificada (p. 44).

Y constituye, por lo tanto, la cara opuesta a la


despolitización de la multitud.44 Virno encuentra en la
noción de virtuosismo la relación, o mejor aún, el punto de
encuentro, entre el trabajo (sobre todo el intelectual) y la
acción política, que es la que utiliza Aristóteles para
diferenciar la poiesis (trabajo) de la praxis (acción política).
El virtuosismo alude a las capacidades peculiares de un
artista ejecutante, cuyas actividades presentan las
siguientes características:

En primer lugar, la de ellos es una actividad que se


cumple (que tiene el propio fin) en sí misma, sin
objetivarse en una obra perdurable, sin depositarse en un
producto terminado, o sea, un objeto que sobrevive a la
interpretación. En segundo lugar, es una actividad que
exige la presencia de los otros, que existe solo a
condición de que haya un público (p. 45; el destacado es
del original).

Esto quiere decir que el virtuoso, justamente, necesita un


público porque no produce una obra, y lo que queda son los
testimonios de los espectadores cuando la performance
finaliza. Por lo tanto, todo virtuosismo es intrínsecamente
político. Al decir de Arendt, los artistas, bailarines, actores,
músicos, etcétera, necesitan de un público (p. 46). Virno
destaca que Marx también se refiere a estas actividades
cuando, al teorizar sobre el trabajo intelectual en el capítulo
VI, inédito, y en las Teorías de la plusvalía, habla de las
“actividades en las que el producto es inseparable del acto
de producir”.45 Los trabajos que consisten en una ejecución
virtuosa son una actividad sin obra.
A diferencia del trabajo intelectual que consiste en una
actividad con obra, que para Marx es claramente trabajo
productivo, esto es, que produce plusvalía, el otro tipo es
considerado por él como trabajo improductivo, por la gran
similitud entre estos trabajos y las tareas serviles que,
además de ingratas y frustrantes, no producen plusvalía,
precisamente por el hecho de que estos trabajos no dan
lugar a una obra (p. 48). Virno agrega:

Sin embargo, en una situación en la que los instrumentos


de producción no se reducen a máquinas, sino que
consisten en competencias lingüístico-cognitivas
características del trabajo vivo, es lícito sostener que una
parte significativa de los llamados medios de producción
consiste en técnicas y procedimientos comunicativos (p.
59).
Para Virno, la industria cultural es precisamente el lugar
donde preferentemente se forjan estas competencias;
constata la presencia de una fusión entre cultura y
producción y busca imponer una crítica no económica de la
economía política.

Sobre la idea de cooperación en Marx


Para Virno, la cooperación social en Marx supone una
cooperación objetiva, a partir de la cual cada individuo hace
cosas distintas y coordinadas externamente por el capital, y
una cooperación subjetiva, que es para él la propia del
posfordismo: “Esta toma cuerpo cuando una parte
sustancial del trabajo individual consiste en desarrollar,
calibrar e intensificar la cooperación misma” (p. 60). Y
agrega: “La tarea del obrero o el empleado consiste,
justamente, en encontrar atajos, trucos, soluciones que
mejoren la organización laboral. Aquí el saber del obrero no
se utiliza a escondidas, sino que se exige explícitamente,
deviene uno de los deberes laborales” (p. 61).
Por eso, dice Virno, es aquí donde el trabajo aparece junto
al proceso de producción, como planteaba el “Fragmento
sobre las máquinas” de los Grundrisse. La cooperación
social “es un espacio con estructura pública” que “moviliza
actitudes tradicionalmente políticas” (p. 61). En la obra de
Marx, el pensamiento –el intelecto– adopta un carácter
público –o sea, político– cuando se refiere al general
intellect, el intelecto general de la sociedad:

Cuando Marx se refiere al general intellect se refiere a la


ciencia, la conciencia en general, el saber del cual
depende la productividad social. El virtuosismo consiste
en modular, articular y variar el general intellect. La
politización del trabajo (o sea, la subsunción de lo que
correspondía a la acción política en el ámbito del trabajo)
sobreviene precisamente cuando el pensamiento se
convierte en el resorte principal de la producción de la
riqueza. El pensamiento deja de ser una actividad interior
y se transforma en algo exterior y público, ya que irrumpe
en el proceso productivo. Se podría decir que solo
entonces, cuando tiene como centro de gravedad el
intelecto lingüístico, la actividad laboral puede absorber
rasgos que pertenecían a la acción política (p. 63).

Entonces, subraya el hecho de que:

Marx concibe el intelecto general como capacidad


científica objetivada, como sistema de máquinas. Este
aspecto es importante, pero no es suficiente. Habría que
considerar el aspecto por el cual el intelecto general, más
que encarnarse (o mejor, aferrarse) al sistema de
máquinas, existe como atributo del trabajo vivo. El
general intellect se presenta hoy antes que nada como
comunicación, abstracción, autorreflexión de sujetos
vivos (p. 64).

Más aún, señala Virno, parece necesario que el general


intellect no se cristalice como capital fijo y sea identificado
como capacidad comunicativa de los individuos, o, en sus
propios términos: “No coagule en capital fijo, sino que se
derrame en la interacción comunicativa en forma de
paradigmas epistémicos, perfomances dialógicas, juegos
lingüísticos” (pp. 64-65). Precisamente, en esto, señala
Virno, consiste la cooperación en Marx.
Virno destaca que “es imposible delinear el proceso
laboral sin presentar desde el comienzo al trabajador en
relación con otros trabajadores; o si utilizamos nuevamente
la categoría de virtuosismo en relación con su público” (p.
65). Acerca de la noción de cooperación, señala:

El concepto de cooperación comprende por entero la


actitud comunicativa de los seres humanos. Esto vale,
sobre todo, allí donde la cooperación es un producto
específico de la actividad laboral, algo que es promovido,
elaborado y afinado por los mismos cooperadores. El
general intellect exige una acción virtuosa (en sentido
llano, una acción política) justamente porque una parte
suya no se vuelca en el sistema de máquinas, sino que se
manifiesta en la actividad directa del trabajo vivo, en
cooperación lingüística (p. 66).

El general intellect y la crisis de la ley del valor


Sin embargo, Virno realiza dos advertencias poco
destacadas por sus intérpretes. En primer lugar: “Por
general intellect no debe entenderse el conjunto de
conocimientos adquiridos por la especie, sino la facultad de
pensar, la potencia como tal, no sus innumerables
realizaciones particulares. El intelecto general es nada
menos que el intelecto en general”. En segundo lugar: “El
general intellect se manifiesta hoy como perpetuación del
trabajo asalariado, como sistema de jerarquías y eje central
de la producción de plusvalía, como se desprende de
nuestra investigación” (p. 67). Esto es lo que caracteriza,
según el autor, al capitalismo posfordista, que no se puede
comprender cabalmente “si no se recurre a una
constelación conceptual ético-lingüística” (p. 107), o, más
precisamente, al “conjunto de facultades (dynameis,
potencias) comunicativas y cognitivas que lo distinguen de
otras especies” (p. 108). En línea con Negri, Virno señala
que el “Fragmento sobre las máquinas”:

… sostiene una tesis muy poco marxista: el saber


abstracto –el saber científico, en primer lugar, pero no
solo él– se prepara para convertirse nada menos que en
la principal fuerza productiva, relegando al trabajo
segmentado y repetitivo a una posición residual. La
preeminencia tendencial del saber hace del tiempo de
trabajo una “base miserable”. La llamada ley del valor
(según la cual el valor de una mercancía está
determinado por el tiempo de trabajo incorporado en
ella), que Marx considera el pilar de las relaciones
sociales contemporáneas, es sin embargo quebrada y
refutada por el propio desarrollo capitalista (pp. 111-112).

Por lo tanto, Virno coincide con Negri también acerca de la


crisis de la ley del valor: “La ciencia, la información, el saber
en general, la cooperación –y no ya el tiempo de trabajo– se
presentan como el pilar de la producción. El tiempo de
trabajo es la unidad de medida vigente, pero ya no es la
verdadera” (p. 106). Se diluye la separación tajante, propia
de períodos anteriores, entre tiempo de trabajo y tiempo de
no trabajo, entendido este último como desocupación, no
tiempo de ocio:

Trabajo y no trabajo desarrollan una idéntica


productividad, cuya base es el ejercicio de facultades
humanas genéricas: lenguaje, memoria, sociabilidad,
inclinaciones éticas y estéticas, capacidad de abstracción
y aprendizaje. Desde el punto de vista de qué se hace y
de cómo se lo hace, no hay ninguna diferencia entre
ocupación y desocupación. La cooperación productiva en
la cual participa la fuerza de trabajo es cada vez más
amplia y más rica que aquella que se pone en acción
durante el proceso laboral. Comprende también el no
trabajo, las experiencias y los conocimientos madurados
fuera de la fábrica y la oficina. La fuerza de trabajo
valoriza el capital precisamente porque no pierde jamás
sus cualidades de no trabajo (o sea, su ser inherente a
una cooperación productiva más rica que aquella
inscripta en el proceso laboral entendido en sentido
estricto) (pp. 116-117).

En la actualidad, como es bien conocido, en numerosos


tipos de trabajo se busca generar deliberadamente el
entorno que facilite y potencie la creatividad surgida del
esparcimiento, del ocio, de la distracción.

4. Cristian Marazzi: sobre la relación entre


trabajo, saberes, subjetividad y capitalismo
Cristian Marazzi ha realizado aportes originales y recientes
sobre la relación entre trabajo y subjetividad que merecen
nuestra atención detallada para la comprensión de lo que
los trabajadores ponen en juego en el trabajo inmaterial. En
1994, Marazzi analizaba la entrada de la comunicación en la
producción en El sitio de los calcetines, de la siguiente
manera:

La comunicación lubrifica todo el proceso productivo


desde el punto de distribución-venta de las mercancías
hasta el punto de producción y de rendimientos. Es la
comunicación la que permite efectuar la inversión de la
relación entre producción y consumo, oferta y demanda,
y es, de nuevo, la comunicación de información la que
exige estructurar el proceso productivo de la forma más
flexible posible, rompiendo todas las rigideces ligadas al
modo de trabajar de los empleados (2003 [1994]: 12).
Y la principal diferencia con el sistema anterior de tipo
fordista consiste en que:

Mientras que en el sistema fordista la producción excluía


la comunicación, en el sentido de que la cadena de
montaje era muda porque ejecutaba mecánicamente las
instrucciones elaboradas en las oficinas de los
trabajadores de cuello blanco [white-collars], en el
sistema de producción posfordista se está en presencia
de una cadena de producción “hablante”, comunicante, y
las tecnologías empleadas en este sistema pueden
considerarse auténticas máquinas lingüísticas que tienen
como objetivo principal fluidificar y acelerar la circulación
de la información (p. 14; el destacado es del original).

Marazzi analiza también la información, la que asimila a los


meros datos carentes de sentido: “Desde el descubrimiento
de esa magnitud física observable que en 1942 y 1943 un
grupo de ingenieros de la compañía de telecomunicaciones
Bell Corporation llamaron información, es sabido que nos
hallamos ante una nueva dimensión de la materia” (p. 60).
No se trata de unidades de sentido, ya que la unidad
elemental de la información es el bit, contracción de bynary
digit: “El bit no es en modo alguno una unidad de sentido,
es una unidad que puede tomar indiferentemente dos
valores distintos, en general 0 y 1. El sentido de la
información no está determinado a priori, sino que depende
de cómo esté organizado el programa y de cómo lo utilice el
operador” (p. 61).
Resaltamos esta idea porque muchos teóricos de la
sociedad de la información suelen pasar por alto estas
cuestiones, que no tienen precisamente implicancias
menores para los trabajadores de la información. Marazzi
entiende la comunicación, justamente, como el control
sobre los datos, y esto es un atributo de la cadena de valor
más que del trabajo, consecuencia de la crisis de la relación
clásica entre la esfera de la producción y la distribución. Así
describe la entrada de la información en el proceso
productivo:

Las tecnologías informáticas aplicadas a la esfera de la


distribución han trasladado el poder de las grandes
empresas productoras a las cadenas de distribución,
precisamente en virtud de su posición estratégica en la
recopilación de informaciones que permiten controlar no
solo la promoción de un producto, sino también su ciclo
de vida. Al haberse hecho con el control sobre los
principales flujos de datos que provienen de la clientela,
los minoristas se encuentran en condiciones de
determinar los tiempos y las cantidades de producción de
los productos mismos. En este nuevo sistema posfordista,
las ventas efectivas ordenan directamente los
aprovisionamientos y, por consiguiente, la producción
misma de las mercancías (p. 13).

Pero entonces subyacen estas preguntas: ¿cuál es el estatus


del lenguaje para Marazzi?, ¿qué posición ocupa en el
campo de la producción? La cita es extensa, pero vale la
pena relacionarla con las tesis de Virno:

El lenguaje del que aquí se habla es el lenguaje que


produce organización dentro de la esfera del trabajo,
dentro de la empresa. A fin de ligar mejor la producción a
las oscilaciones del mercado, el proceso de trabajo se
estructura para fluidificar al máximo la circulación de la
información, gracias a la cual se puede responder en
tiempo real a las exigencias del mercado. La
comunicación de información hará uso, pues, de un
lenguaje ágil, funcional a tal objetivo, de un lenguaje
lógico-formal que permita, en el momento mismo en el
que transmite información, suscitar actos de trabajo
esenciales para la obtención del objetivo establecido (p.
22).

No se trata del lenguaje coloquial de las personas en la vida


cotidiana, sino que tiene una funcionalidad específica:

Este tipo de lenguaje debe ser lo más formal posible, es


decir, debe tratarse de un lenguaje hecho de símbolos,
signos y códigos abstractos, condición indispensable para
permitir que todos los que colaboran en el seno de la
empresa puedan interpretarlos al instante, sin titubeos.
En la abstracción, en la artificialidad del lenguaje, reside
la posibilidad, para una fuerza de trabajo en continuo
movimiento (y en continua rotación, en especial con el ir
y venir característico de un trabajo crecientemente
precarizado), de comprender dicho lenguaje y, por
consiguiente, de utilizarlo para responder a las “órdenes”
que la información comunica. Este lenguaje, además de
ser de tipo formal (abstracto, artificial, totalmente
simbólico), debe ser lógico, porque por mor de sus reglas
y su gramática es posible utilizarlo en el seno de la
empresa (o en el sistema de producción en red de más
empresas), esto es, en el seno de una comunidad social
en la cual la acción de uno no debe obstaculizar la de los
demás, sino que, en realidad, debe favorecerla y
potenciarla (p. 22; el destacado es del original).

Siguiendo a Virno, Marazzi señala que el lenguaje no es algo


innato o natural, sino una convención, algo que le viene
impuesto al hombre, una creación arbitraria transmitida de
generación en generación:
Como si dijéramos, utilizando el lenguaje de la crítica
económica, que antes de transformar los valores en
precios es preciso producir valor, esto es, “sacar a la luz”
el trabajo vivo, subjetivo, del hombre, aquello que, en
todo caso, presupone la forma “tradicional” de la relación
salarial. Es decir, el problema es siempre el de la
transformación, el de ir más allá de la forma (p. 26; el
destacado es del original).

El estatus del lenguaje, en la producción del capitalismo


actual, no puede ser pasado rápidamente, en la medida en
que “la irrupción del lenguaje en la esfera productiva
representa un auténtico salto en el modo de concebir la
ciencia, la técnica y el trabajo productivo” (p. 27). Para
Marazzi, el giro lingüístico, que fue primero una peculiaridad
de los ámbitos artístico y cultural, luego, de los universos
científicos y, finalmente, de la esfera política, como
señalaba Habermas, ahora ha contagiado a la esfera de la
producción (p. 29). Estas consideraciones sobre la
determinación de los salarios ponen sobre el tapete “hasta
qué punto el intercambio entre capital y trabajo constituye
un intercambio extramercantil, en el cual prevalece la
dimensión del don recíproco entre empresas y trabajadores”
(p. 34). Se trata de un don de implicación, de interés, de
participación y de fidelidad:

Este don hecho de disponibilidad, lealtad y espíritu de


grupo no constituye en modo alguno una mercancía, ¡de
otra forma se habría empezado a producir hace mucho! El
uso instrumental de los lazos sociales no es algo que
resulte fácil de teorizar: siempre se acaba considerando
las relaciones humanas como un medio, como una
mercancía, contradiciendo los buenos propósitos iniciales
(especialmente cuando los trabajadores, después de
haberse “donado” a la empresa, reciben la carta de
despido por “crisis económica”) (p. 35).

Para Marazzi, la distinción entre trabajo productivo e


improductivo de la economía política clásica, desde Smith
hasta Marx, siempre tuvo un carácter político más que
económico:

El propio Marx, pese a haber jugado todas sus cartas


políticas sobre el trabajo productivo obrero, acabará
sosteniendo, en su comentario a la Fábula de las abejas
de Mandeville, que ladrones, delincuentes y obreros en
huelga son en el fondo también productivos, habiendo los
ladrones, por ejemplo, favorecido la invención de las
cerraduras, del derecho penal, de los manuales y de las
cátedras universitarias, y habiendo los obreros en huelga
obligado a los capitalistas a invertir en máquinas nuevas
para eliminar la conflictividad (las máquinas van allí
donde los obreros hacen huelga: Marx lo dijo mucho antes
que J. K. Galbraith) (p. 36).

El carácter servil del trabajo actual se funda, precisamente,


sobre la ausencia de un reconocimiento económico de la
actividad comunicativo-relacional:

En el posfordismo, el trabajo contiene una dimensión


servil porque la acción comunicativo-relacional, aunque
cada vez más relevante económicamente, no recibe el
debido reconocimiento. La actividad laboral se convierte,
pues, en una ocasión para jerarquizar las relaciones de
trabajo en términos personales, de poder de mando de
uno sobre otro; se convierte en el terreno en el cual se
desarrollan actitudes, sentimientos y predisposiciones
como el oportunismo, el cinismo, el miedo o la delación
(p. 38).

Para Marazzi, estas observaciones reconfiguran la lógica de


la valorización, la dinámica de la acumulación y el uso del
espacio o territorio:

El aumento de los beneficios que ha alimentado la


financiarización ha sido posible porque en el
biocapitalismo el concepto mismo de acumulación de
capital se ha transformado. Aquel ya no consiste, como
durante la época fordista, en inversiones en capital
constante y variable (salario), sino más bien en
inversiones en dispositivos de producción y captación de
valor producido fuera del proceso directamente
productivo. Estas tecnologías de crowdsourcing
representan la nueva composición orgánica del capital, la
relación entre el capital constante difundido en la
sociedad y el capital variable también desterritorializado,
desespacializado, disperso en la esfera de la
reproducción, del consumo, de las formas de vida, de los
imaginarios sociales y colectivos (2009: 44).

Asistimos, entonces, a una pérdida tendencial de valor de


los medios clásicos de producción:

El aumento de las ganancias de los últimos treinta años


es, pues, imputable a una producción de plusvalor con
acumulación, aun cuando esta última adquirió una forma
inédita, externa a los clásicos procesos de producción. Se
ve justificada, en este sentido, la idea de un devenir renta
de la ganancia (y en parte también del salario) como
efecto de la captación de un valor producido fuera de los
espacios inmediatamente productivos (p. 45).
A pesar de sus diferencias, sostenemos que los trabajos de
estos pensadores invitan a reflexionar sobre la complejidad
en la que se desenvuelve la actividad humana desde los
últimos treinta años hasta la actualidad. Habrá que
complementar estos aportes con estudios concretos, en
diferentes contextos temporales y espaciales, para evaluar
su poder explicativo. Seguramente, las investigaciones en
curso ayuden a elucidar el sentido de estos cambios, que no
pueden sino subrayar la singularidad de los espacios y
territorios en los que se producen, sin dejar de advertir los
rasgos comunes que tiene esta nueva dinámica de
valorización, que es transversal a todos los sectores
económicos y que no excluye, en principio, ningún espacio
de acumulación.

[42] Para Lazzarato, tampoco Foucault estaría exento de este


error, ya que confunde el valor con el valor de cambio, pero
su obra constituye un aporte fundamental para superar la
oposición entre estructura y proceso de subjetivación.
Tampoco Marx está exento de críticas, puesto que, para
Lazzarato, si existe en Marx algún economicismo, está en la
idea del trabajo como productor de valor: “En el interior del
descubrimiento del doble carácter de la fuerza de trabajo, él
no desarrolla suficientemente el concepto de trabajo vivo
como fuerza ontológica constitutiva e independiente” (p.
34).

[43] “El trabajo es el intercambio orgánico con la naturaleza,


la producción de objetos nuevos, en fin, un proceso
repetitivo y previsible. El intelecto puro tiene una índole
solitaria y poco llamativa: la meditación del pensador
escapa a la mirada de los otros, la reflexión teórica acalla el
mundo de las apariencias. Al contrario del trabajo, que
manipula materiales naturales, la acción política interviene
en las relaciones sociales, tiene que ver con lo posible y
también con lo imprevisto, no atesta el contexto en el que
opera con un mar de objetos ulteriores, sino que modifica
ese mismo contexto. Al revés de la actividad intelectual, la
acción política es pública, está arrojada a la exterioridad, a
la contingencia, al rumor de los muchos” (p. 42).

[44]“La política ofrece una red comunicativa y un contenido


cognoscitivo más pobres de los que se experimentan en el
actual proceso productivo. Menos compleja que el trabajo,
pero muy similar a él, la exacción política aparece de todos
modos como algo poco deseable. Hay ya demasiada política
en el trabajo asalariado (en cuanto trabajo asalariado) para
que la política como tal pueda gozar aún de dignidad
autónoma” (p. 44).

[45]Se trata de una de las dos clases de trabajo intelectual.


La primera consiste en la actividad inmaterial o mental que
“resulta en una mercancía que tiene una existencia
independiente del productor […], libros, cuadros, objetos de
arte en general, diferentes de la prestación artística de
quien los escribe, pinta o crea (Marx, 1933: 83)” (p. 47).
Capítulo 6
Trabajo y conocimiento: del
general intellect a las tesis del
capitalismo cognitivo46

La pólvora, la brújula y la imprenta son los tres grandes


descubrimientos introducidos por la sociedad burguesa.
La pólvora disuelve la caballería, la brújula abre el
mercado mundial y crea las colonias, y la imprenta
deviene el instrumento del protestantismo y, en general,
del despertar de la ciencia: la más importante palanca
para construir los presupuestos de un indispensable
desarrollo espiritual (Marx, 1982: 126).

En esta nueva etapa del desarrollo capitalista se colocan el


conocimiento y el cambio tecnológico en el centro de los
procesos de valorización del capital, y, simultáneamente, se
generan nuevas contradicciones derivadas de la creciente
complejidad de los procesos de producción. Las
consecuencias sociales de estas nuevas configuraciones
socioproductivas están en desarrollo y obligan a indagar en
las redes complejas del nuevo capitalismo. Este capítulo se
propone brindar una aproximación sistemática al enfoque
del capitalismo cognitivo para señalar sus aportes a la
comprensión del desenvolvimiento del capitalismo
contemporáneo.
La teorización del capitalismo cognitivo surge a
comienzos del año 2000 en Francia, a partir de la
confluencia en torno a la revista Multitudes, de intelectuales
provenientes de disciplinas y tradiciones diferentes, pero
que compartían cierta afinidad con respecto al debate de la
década previa sobre el trabajo inmaterial. Este debate
previo, que se sostuvo en el marco de la revista Futur
Antérieur, fue inspirado en las reflexiones de Toni Negri,
Paolo Virno y Maurizio Lazzarato sobre las transformaciones
del mundo del trabajo en la última década del siglo XX, a
partir de desarrollos que pueden rastrearse hasta los años
setenta, cuando muchos de estos autores formaban parte
del movimiento político de izquierda italiano conocido como
operaísmo u obrerismo. Sus principales exponentes, hoy,
son los economistas Carlo Vercellone, Yann Moulier Boutang
y Andrea Fumagalli, entre otros pensadores europeos que se
concentran, sobre todo, en Francia e Italia.

1. Antecedentes teóricos de las tesis del


capitalismo cognitivo
Las ideas del capitalismo cognitivo deben rastrearse hasta
el movimiento del operaísmo y la autonomía obrera del
marxismo italiano de los años sesenta y setenta. El
obrerismo italiano, como movimiento político e intelectual
que participaba de las luchas obreras desde los años
sesenta, realizó una relectura del marxismo predominante
en el movimiento obrero a partir de la comprensión del
lugar central que tenía el trabajo en los procesos
productivos del capitalismo más avanzado de la Italia
industrial, esto es, en el contexto de una creciente
automatización.
Sus aportes fueron muy variados, pero vale señalar que lo
fueron tanto en el campo de la teoría sobre el
funcionamiento del capitalismo, como de la organización de
la clase obrera en las luchas de la Italia de los años setenta.
Como hemos visto a lo largo del libro, esto se da a partir de
una nueva interpretación de la obra de Marx, desde la
lectura de los Grundrisse, de la centralidad del general
intellect y de la nueva interpretación del “Fragmento sobre
el sistema automático de máquinas”. En esos años, la
disciplina de trabajo del fordismo era cuestionada teórica y
políticamente por los obreros y por el movimiento, que
estaba inserto en los comités de fábrica de la Italia
industrial, y desarrolla la idea de la anterioridad y la
autonomía del trabajo frente al capital, del obrero masa
frente a los mecanismos disciplinarios y de gestión de la
fuerza de trabajo propios del taylorismo y el fordismo
italianos.
En los años ochenta, las reflexiones de este grupo
tuvieron un impasse, forzado por el exilio o el
encarcelamiento que muchos de los teóricos sufrieron por
su participación en las luchas de la década previa. Sin
embargo, continuaron al tanto de las transformaciones del
trabajo y de los medios de producción, y de la
reconfiguración que planteaba la crisis del esquema
keynesiano de posguerra, todo lo cual dio lugar a los
debates teóricos en torno al posfordismo. Este concepto
había adquirido centralidad en el debate de las ciencias
sociales a partir de la difusión de la escuela de la
regulación, encabezada por los economistas Michel Aglietta,
Benjamín Coriat y Robert Boyer.
En los años noventa, con la consolidación de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación, Toni Negri
y Maurizio Lazzarato desarrollan este tema en el marco de
una creciente informatización de la producción, que va más
allá de los cambios en la industria informática y que remitía
a una verdadera posmodernización de la producción, esto
es, una descentralización de la producción a nivel global
acompañada, paradójicamente, de una inédita
centralización del control que altera las formas en que la
cooperación social se cristaliza en las nuevas redes
productivas (Hardt y Negri, 2002). Para tomar los términos
de Negri, el pasaje del obrero masa fordista al obrero social
posfordista muestra la emergencia de una relación capital-
trabajo de nuevo tipo, el pasaje de la fábrica a la sociedad,
de la hegemonía del trabajo industrial a la del trabajo
cognitivo (Berardi, 2003; Negri y Vercellone, 2008). Franco
Berardi destaca que la inteligencia se encuentra en la base
del actuar humano desde siempre, no solo desde esta
nueva etapa del capitalismo:

La actividad cognitiva siempre ha estado en la base de


toda producción humana, hasta de la más mecánica. No
hay trabajo humano que no requiera un ejercicio de
inteligencia. Pero, en la actualidad, la capacidad cognitiva
se ha vuelto el principal recurso productivo. En el trabajo
industrial, la mente era puesta en marcha como
automatismo repetitivo, como soporte fisiológico del
movimiento muscular. Hoy la mente se encuentra en el
trabajo como innovación, como lenguaje y como relación
comunicativa. La subsunción de la mente en el proceso
de valorización capitalista comporta una auténtica
transformación. El organismo consciente y sensible es
sometido a una presión competitiva, a una aceleración de
los estímulos, a un estrés de atención constante (2003:
16).

Para este autor, la vieja separación entre trabajo manual e


intelectual, con la que iniciamos la discusión en este libro,
tiene una larga historia, pero es cada vez más difícil de
sostener:

La función esencialmente productiva queda en esencia


delegada en el trabajo manual, es decir, en la
transformación directa de la materia física. El trabajo
intelectual adquiere una fuerza material en la medida en
que es un instrumento de potenciación, técnica y política,
del trabajo industrial y de la clase obrera. Ya en la época
industrial madura se había empezado a difundir la
automatización, es decir, la posibilidad de que las
máquinas absorbieran funciones de transformación de la
materia, de modo que hacía del trabajo manual una
actividad enormemente más productiva. En los años
setenta, con la introducción de las máquinas de control
numérico, de los sistemas de control numérico y de los
sistemas de automatización flexible, se intensificó la
transferencia de tareas operativas a las máquinas. Pero la
transformación decisiva llegó en los años ochenta, con la
informatización sistemática de los principales sectores
productivos. Gracias a la digitalización, cualquier
acontecimiento material puede ser no solo simbolizado,
sino también simulado, sustituido por información (p. 53).

Durante el capitalismo industrial, la cooperación requería


ciertas prestaciones laborales propias del trabajo manual de
manipulación de la materia:
Los obreros que producen un automóvil tienen que estar
físicamente reunidos en un espacio físico, porque tienen
que cooperar en la transformación física del metal y de
los materiales necesarios para producir el objeto que es
resultado de su cooperación. Esta cooperación tiene que
producirse en el mismo tiempo y espacio para que el
objeto sea producido (p. 128).

Todo ello sufre una transformación radical con la


introducción de las nuevas tecnologías de la información y
la comunicación:

Pero un grupo de programadores que producen una


aplicación informática puede perfectamente desarrollar
su trabajo en lugares distantes en el espacio y en
momentos diferentes en el tiempo. Más aún, la
optimización de productividad del trabajo cognitivo se
logra en condiciones de desterritorialización. La
productividad del trabajo cognitivo no puede ser
intensificada artificialmente en la unidad de tiempo (p.
129).

La productividad misma es redefinida en términos de la


cooperación del capitalismo cognitivo:

El trabajo cognitivo tiene ritmos e intensidades que


dependen de factores difíciles de manipular. No se puede
aumentar la productividad del trabajo cognitivo por medio
de la disciplina, de la amenaza, ni siquiera con el señuelo
de un salario mayor. El único modo de optimizar las
potencialidades productivas consiste en la posibilidad de
dispersar por el espacio las máquinas y ampliar el tiempo
de trabajo hasta abarcar el día entero. Por ello es
necesario descentralizar el trabajo y conectar tanto como
sea posible a los trabajadores cognitivos
descentralizados. La red constituye, por lo tanto, la
condición ideal para concentrar y sacar partido, de modo
unificado, de los esfuerzos productivos de la inteligencia
colectiva. La inteligencia colectiva –el general intellect,
que se concreta por medio de la red– es la estrategia de
maximización de la productividad del trabajo cognitivo
(ídem).

Aunque Berardi recuerda que fue Pierre Levy, en 1994, el


primero en hablar de inteligencia colectiva, hay que
retrotraerse a Marx para captar el sentido profundo de esta
expresión actual y retomar la idea del general intellect:

La expresión general intellect es empleada por Marx en


un capítulo en el que se pone en relación el desarrollo
tecnológico de la maquinaria con la reducción del tiempo
de trabajo socialmente necesario. Lo que Marx no dice –
pero, desde luego, no podemos pedírselo– es que,
mientras que la maquinaria con alta concentración de
inteligencia reduce el trabajo material necesario, al
mismo tiempo necesita un aumento del tiempo de trabajo
específicamente cognitivo necesario para la producción
de valor. Quede claro: cuando uso la noción de trabajo
cognitivo soy plenamente consciente de que el trabajo es
siempre, en todos los casos, cognitivo. Hasta la
producción de una flecha de piedra por el hombre de
Neanderthal conlleva el empleo de una inteligencia con
finalidad, y hasta el más repetitivo de los trabajos de
cadena de montaje implica la coordinación de los
movimientos físicos según una secuencia que requiere las
facultades intelectuales del obrero. Pero al decir trabajo
cognitivo queremos decir un empleo exclusivo de la
inteligencia, una puesta en acción de la cognición que
excluye la manipulación física directa de la materia. En
este sentido, definiría el trabajo cognitivo como la
actividad socialmente coordinada de la mente, orientada
a la producción de semiocapital (p. 97).

La aclaración es válida; el trabajo fue siempre cognitivo,


pero hoy, más que nunca, el trabajo, donde esto aparece
sobredimensionado, tiene un lugar central, que Berardi se
encarga de resaltar.
Por su parte, en la línea trazada por Negri y Virno, desde
finales de los setenta y en sus trabajos en Futuro Anterior,
Vercellone trabaja con la hipótesis del general intellect. Las
temáticas del trabajo inmaterial y del general intellect
también lo acercan a la obra de André Gorz, pero Vercellone
incorpora desarrollos propios muy relevantes, porque los
vincula con la división del trabajo y la creación de una
“intelectualidad difusa”. Vercellone realiza un rastreo de la
obra de los clásicos de la economía política y de Marx, y se
pregunta por la superación en el siglo XXI del concepto de
división del trabajo, que desde Adam Smith en adelante ha
caracterizado al capitalismo, sobre todo el industrial.
Vercellone sugiere la emergencia de una división cognitiva
del trabajo que difiere sustantivamente de la propia del
capitalismo industrial, en cuya base se encuentra,
justamente, el pasaje del capitalismo industrial a un nuevo
tipo de capitalismo, el capitalismo cognitivo, caracterizado
por la valorización del conocimiento más que de la fuerza de
trabajo manual. Con ello no se sugiere ningún fin del
trabajo, o el predominio de las actividades intelectuales por
sobre el trabajo material y penoso que ha caracterizado al
capitalismo desde sus orígenes. Se trata de una hegemonía
al interior de los procesos de trabajo y de las cadenas de
valor, de los trabajos con elevado contenido intelectual, que
condicionan la aplicación del trabajo tradicional y, por lo
tanto, dan origen a formas novedosas de valorización del
capital.
Lo novedoso del capitalismo cognitivo consiste, sobre
todo, en su capacidad de movilizar en forma cooperativa el
potencial del trabajo intelectual de toda la sociedad, como
nunca antes en la historia del capitalismo. El general
intellect, el saber social general usado como fuerza
productiva, da lugar a nuevos desarrollos y a nuevos tipos
de desigualdades en un capitalismo en el que se
superponen trabajos calificados, trabajos precarizados y
desempleo en una configuración difícil de desentrañar, en la
cual, por un lado, se reconoce la potencia creativa de la
multitud y, por otro lado, se limita ese potencial con la
captura y puesta al servicio del capital de esa creatividad.
Vercellone reconoce el carácter no neutral y conflictivo de
la ciencia y la tecnología, y de las posibles contradicciones
de una economía basada en el conocimiento. Por eso,
sostiene la idea de un capitalismo cognitivo: capitalismo,
por la permanencia de la variable fundamental del sistema
capitalista, a saber, la extracción del plusvalor, y cognitivo,
a raíz de la nueva naturaleza del trabajo y de la estructura
de la propiedad sobre la cual se funda el proceso de
valorización. Por ello, insiste en estudiar el trabajo junto con
los cambios en la regulación de la propiedad intelectual
(Lebert y Vercellone, 2006: 22).
Como podemos ver, el capitalismo, en esta nueva etapa,
no se trata meramente de una economía basada en el
conocimiento, sino, sobre todo, de una organización
económica enraizada en las leyes de la acumulación de
capital, en la que se enfatiza la nueva naturaleza de la
conflictiva relación entre capital y trabajo. Vercellone
recupera el trabajo de Marx a partir de su crítica a la
división del trabajo, más que a partir de sus teorizaciones
sobre las leyes de la competencia o de las tendencias
implícitas en la acumulación de capital. El autor remite a la
distinción planteada en las Teorías de la plusvalía y en el
capítulo VI, inédito, sobre la subsunción formal y la
subsunción real en el capitalismo. En este sentido,
Vercellone se diferencia de otros autores del marxismo
posobrerista como Negri y Virno, ya que, para él, el análisis
del progreso técnico, como expresión de relaciones de
fuerzas concernientes al conocimiento, está presente en
toda la obra de Marx, y no solo, especialmente, en los
Grundrisse: “El análisis del progreso técnico como expresión
de una relación de fuerza concerniente al saber está
omnipresente en la obra de Marx, y permite una lectura
alternativa de algunos aspectos cruciales de su
pensamiento” (Vercellone, 2006a: 42).
Para Vercellone, el trabajo de Marx constituye una de las
primeras críticas a la idea de división del trabajo de Adam
Smith, sobre todo cuando hace referencia al conflicto
alrededor del control de los poderes intelectuales de la
producción, poniendo el acento sobre la relación entre
conocimiento y poder que estructura la evolución de la
división técnica y social del trabajo. La polarización del
saber y la escisión entre competencias manuales e
intelectuales no son consideradas una consecuencia
necesaria del desarrollo de las fuerzas productivas. El
capital vuelve endógeno el progreso técnico subordinando
el proceso de trabajo (la producción de valores de uso) al
proceso de valorización (la producción de valor de cambio y
medio de extracción del plusvalor). Por lo tanto, el
desarrollo de la ciencia aplicada a la producción funciona en
paralelo a la expropiación de conocimientos de los
trabajadores (p. 41).
Para Vercellone, la dinámica conflictiva saber/poder ocupa
un lugar central en la explicación de la tendencia al
aumento de la composición orgánica del capital, que, más
que conducir a una caída de la tasa de ganancia y a la
sobreacumulación –como sostiene el marxismo clásico–,
lleva a otra forma de crisis estructural, de tipo cualitativo
más que cuantitativo, consistente en “la relación de
subordinación del saber vivo incorporado en la fuerza de
trabajo, al saber muerto incorporado en el capital fijo” (p.
42). Esa tendencia podría denominarse como una caída
tendencial del control del capital sobre la división del
trabajo. Esta tendencia está presente en toda la obra de
Marx, aunque, especialmente, en el “Fragmento sobre las
máquinas”, de los Grundrisse. Allí señala cómo el trabajo
intelectual y el científico se vuelven dominantes, y el saber
deviene la principal fuerza productiva, dando lugar a un
siglo XXI postsmithiano.
El agotamiento de la ley del valor como criterio para
hacer del trabajo abstracto el instrumento de control sobre
el trabajo, y de los incrementos de productividad que
caracterizaban al capitalismo industrial y la dimensión
cognitiva del trabajo, muestran que tanto los beneficios
como las rentas se basan en mecanismos de apropiación del
valor exteriores a la organización de la producción y que
remiten a la sociedad toda.
Estas transformaciones económicas, políticas y
tecnológicas influyeron en los cambios de los procesos de
trabajo que se desarrollaron en los países del capitalismo
avanzado en tal magnitud que se plantea en los términos de
una ruptura no solo con respecto al fordismo, sino también
al propio capitalismo industrial. Volviendo a los debates de
la economía política, Vercellone señala que estos desarrollos
vienen acompañados del auge de la renta como dimensión
fundamental del análisis del capitalismo actual, como
analizaremos a continuación, puesto que sirvieron de
antecedente e inspiraron a los teóricos del capitalismo
cognitivo.

1. Origen y evolución de la hipótesis del


capitalismo cognitivo

Las diferentes etapas del capitalismo: mercantil,


industrial y cognitivo
La lógica de la reestructuración del capitalismo derivada de
la crisis del fordismo afectó la dinámica de largo plazo del
capitalismo industrial, en el que las transformaciones de la
división del trabajo, el rol de los activos inmateriales y el
creciente poder de las finanzas constituyen aspectos
interdependientes y permiten avanzar la hipótesis de la
transición a una nueva etapa. Para analizar estos cambios,
Vercellone, Paulré y Dieuaide proponen la noción de sistema
histórico de acumulación, como concepto para designar la
asociación de un modo de producción y una lógica de
acumulación dominante, y que orientan en el largo plazo las
tendencias de la valorización del capital según la naturaleza
de la división del trabajo. Con ese criterio, afirman que al
capitalismo mercantil lo ha sucedido el capitalismo
industrial, y a este, el capitalismo cognitivo, en el que la
acumulación se refiere al conocimiento, pero no se reduce
ni se confunde con el período de despegue de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación (TIC)
(Dieuaide, Paulré y Vercellone, 2007).
Estas etapas están ligadas –para Vercellone y Herrera– al
lugar del saber en la producción y a la diferente forma que
asume la relación entre capital y trabajo, y coinciden con las
nociones marxistas de subsunción formal, subsunción real y
general intellect, utilizadas por Marx en los Grundrisse y en
el capítulo VI, inédito, de El capital para analizar la
profundización –lógica e histórica– de la subordinación del
proceso de trabajo al capital. Como señalan Herrera y
Vercellone (2002), la primera etapa de la subsunción formal
transcurre desde los inicios del capitalismo mercantil, a
finales del siglo XVI, hasta finales del siglo XVIII, un período en
el que el capitalismo comercial se desarrollaba de la mano
del putting out sistem y de una relación entre capital y
trabajo en la que los saberes artesanos eran centrales. La
segunda etapa, la de la subsunción real, es resultado directo
de la Revolución Industrial y se caracteriza por una relación
entre capital y trabajo en la que la división del trabajo
polariza los saberes como resultado de la parcelización y la
descalificación del trabajo manual de ejecución, junto con la
sobrecalificación del trabajo intelectual ligado a la
concepción del proceso productivo. La búsqueda de
economías de tiempo iba de la mano de la incorporación del
saber al capital por la vía de la codificación del
conocimiento que proponían el taylorismo y el fordismo a
partir de la reducción del trabajo complejo a trabajo simple,
necesario para la producción masiva de bienes
estandarizados. La tercera etapa es la del capitalismo
cognitivo, resultante de la crisis del fordismo y de la división
smithiana del trabajo, en la que el motor de la producción
de “conocimientos por medio de conocimientos” está ligada
al carácter crecientemente intelectual del trabajo y a la
hegemonía de una “intelectualidad difusa” (Herrera y
Vercellone, 2002).
El predominio del general intellect y la división cognitiva
del trabajo darían lugar, justamente, a la superación de la
etapa de la subsunción real propia del capitalismo industrial.
Todo esto tiene como consecuencia principal la crisis de la
ley del valor, fundada sobre la medida del tiempo de trabajo
inmediato más que sobre el trabajo como expresión del
saber social general, un valor saber en el que el principal
capital fijo es el hombre, en el que reside el saber
acumulado de la sociedad y en el que la tradicional
oposición entre trabajo y no trabajo pierde fundamento.
Esto es una fuente de contradicciones al interior del
capitalismo cognitivo, en la medida en que el capital intenta
mantener la vigencia de la ley del valor de manera forzosa.
Sin embargo, para ello ya no puede echar mano de una
profundización de la lógica smithiana de la división del
trabajo, que opone concepción a ejecución, porque este tipo
de expropiación no puede efectuarse sino “al precio de una
disminución del nivel general de formación de la mano de
obra, nivel que es reconocido como la fuente de riqueza de
las naciones y de la competitividad de la empresa”
(Vercellone, 2006a: 55). Es por ello que el capital, para dar
respuesta a este problema, recurre a nuevos métodos, como
las distintas formas de precarización del trabajo, que
permiten mantener el control de una fuerza de trabajo
potencialmente autónoma:

El capital no solo ha devenido de nuevo dependiente del


saber de los asalariados, sino que debe obtener una
movilización e implicación activa del conjunto de los
conocimientos y tiempos de vida de dichos asalariados.
La prescripción de la subjetividad, con el objeto de lograr
la interiorización de los objetivos de la empresa, la
presión del cliente, pero también –y sobre todo– la
constricción pura y simple ligada a la precariedad, son las
principales vías halladas por el capital para intentar
responder a este problema inédito, procurando asegurar
el control de una fuerza de trabajo cada vez más
autónoma respecto a él mismo (2009: 85).

Vercellone reconoce el carácter social y colectivo del


progreso técnico, que permite el pasaje a una nueva
división del trabajo, y no de los análisis que lo derivan de
algún tipo de determinismo tecnológico. El conocimiento no
es ningún tipo de capital, como en las teorías del capital
humano, ni es un factor de producción suplementario
además del capital y el trabajo, como asume, por ejemplo,
Rullani: “La oposición tradicional entre trabajo muerto y
trabajo vivo, propia del capitalismo industrial, cede el paso a
una nueva forma de antagonismo, aquella entre el saber
muerto del capital y el saber vivo del trabajo” (Vercellone,
2006a: 55). En su intento por mantener la vigencia de la
lógica del capitalismo industrial, el capital solo puede
recurrir a la proliferación de derechos de propiedad
intelectual que, al tiempo que reporta beneficios para el
capital a corto plazo, bloquean la propia potencia del saber
y la fuente última de las ganancias.

El rol del conocimiento y el general intellect


El rol del conocimiento y del cambio tecnológico venía
siendo teorizado por diferentes enfoques de la teoría
económica contemporánea que no deben ser confundidos
con la propuesta del capitalismo cognitivo. El primero de
esos enfoques lo constituyen las teorías del crecimiento
endógeno (Romer, 1986 y 1990; Lucas, 1988; Rebelo,
1990), que –además de las dificultades teóricas graves que
presenta la economía neoclásica y de la ausencia de
historicidad de los procesos económicos– se refieren a una
acumulación estrictamente individual de capital humano y
no presentan en sus modelos referencias al sistema público
de educación, condición fundamental para la emergencia de
la intelectualidad difusa, que está en la base de los
cambios, sino que, implícitamente, parecen referirse al
sector privado (Herrera y Vercellone, 2002).
Por otro lado, están los debates en torno a la new
economy. Los teóricos de la nueva economía se basaban en
la dinámica del capitalismo de los Estados Unidos de los
años noventa, donde, a partir de una revolución tecnológica
exógena –la revolución informática–, se habría abierto el
camino a un nuevo modo de desarrollo posindustrial,
apoyado en los sectores vinculados a las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación (TIC), como los del
software y la biotecnología. Esta aproximación superficial
tuvo su auge de manera simultánea con el alza de las
cotizaciones de las empresas tecnológicas en los mercados
bursátiles norteamericanos, y culminó rápidamente con la
denominada crisis de las punto com (Paulré, 2002). La
naturalización de la información y cierto determinismo
tecnológico adjudicable a la new economy se encuentran
presentes también en los textos sobre “La sociedad de la
información” de la Unesco, que suelen confundir
información con conocimiento sin tener en cuenta que hay
conocimientos que no pueden ser nunca reducidos o
codificados como información (Moulier Boutang, 2007). Para
los autores del capitalismo cognitivo, estos enfoques no
tienen en cuenta que la emergencia de las TIC está
precedida por una difusión de saberes promovida por el
aumento del nivel de formación de la población y del
desarrollo de la intelectualidad difusa (Monnier y Vercellone,
2007). Por otro lado, desconocen el rol ambivalente de las
TIC, ya que estas pueden dar lugar tanto al desarrollo de

formas de cooperación horizontal y colectiva como a


estrategias de neotaylorización sobre ciertos tipos de
trabajo intelectual.
El evolucionismo es otro enfoque que se ocupa en detalle
de la innovación y de los cambios tecnológicos y del
conocimiento, tanto en las versiones anglosajonas (Nelson,
Winter y Dosi) como en las tesis sobre los sistemas
nacionales de innovación de origen escandinavo
(Lundvall).47 Todos ellos hacen énfasis en los cambios
técnicos y en las rutinas de aprendizaje que se dan en el
ámbito de la firma (especialmente de los laboratorios de
I+D) o, a lo sumo, de las organizaciones públicas de ciencia
y tecnología, en las que la organización es la que aprende o
innova y el trabajo tiene un papel secundario. Un enfoque
próximo, aunque más refinado, es el de la economía basada
en el conocimiento –knowledge-based economy (Foray y
Lundvall, 1996; Howit, 1996 y 2004; Foray, 2000)–, surgido
en el ámbito de la OCDE. Según los teóricos del capitalismo
cognitivo, estos economistas se preocupan por analizar los
mecanismos de producción, difusión y apropiación de
conocimientos, pero lo hacen a partir de modelos teóricos
generales –válidos en todo tiempo y lugar– y manteniendo
por separado el ámbito económico del de las relaciones
sociales. Sostienen una visión reduccionista del rol del
conocimiento y de lo inmaterial, ya que, en el encuentro
que proponen –en la emergencia de una economía fundada
en el conocimiento– entre el capital intangible (I+D,
educación, formación, salud) y la difusión de las TIC, omiten
el análisis de los conflictos de saber y poder que estructuran
el desarrollo económico (Vercellone, 2008a). Construyen
una subdisciplina de la economía interesada en el estudio
de la producción deliberada de conocimiento –considerado
como un bien o un tercer factor, además del capital y el
trabajo– y en conciliar el carácter social de la producción y
circulación de conocimientos y su apropiación privada.
Por último, la teoría de la regulación (Aglietta y Boyer)
presenta algunos puntos de contacto importantes con el
capitalismo cognitivo, pero no considera el antagonismo
entre capital y trabajo como el motor de los conflictos y de
la dinámica de la acumulación. El capitalismo cognitivo
proviene de la tradición del operaísmo italiano, en el que la
dinámica de la lucha de clases es la clave para comprender
las transformaciones de la relación entre capital y trabajo, y,
en el marco regulacionista, afín al estructuralismo, la
dinámica se acerca a la de un proceso sin sujeto. A los
economistas regulacionistas se les reconoce su contribución
al desarrollo de categorías intermedias, como las de
régimen de acumulación (de la cual el fordismo es el caso
paradigmático sobre el que se construyen los restantes),
formas institucionales (relación salarial, moneda, Estado,
etcétera), que le dan contenido a ese régimen de
acumulación, y modo de regulación, que les da coherencia
al interior de dicho régimen, pero todas ellas se encuentran
en el marco de los modos de desarrollo del capitalismo
industrial. La crisis del fordismo a la que los regulacionistas
hacen referencia es de una amplitud mucho mayor, y para
los teóricos del capitalismo cognitivo remite a la crisis del
capitalismo industrial tout court, no solo al régimen de
acumulación fordista.
Las categorías deberán tener en cuenta el lugar del
conocimiento y las razones que permiten hablar de la crisis
del capitalismo industrial y de la transición a un nuevo
sistema histórico de acumulación. Esto no significa afirmar
livianamente que el capitalismo ya no es industrial, ya que
la producción y el trabajo industrial siguen teniendo
relevancia global –incluso en los países desarrollados–, sino
resaltar el hecho de que esa producción y ese trabajo se
articulan con lógicas de valorización que ya no son en
esencia industriales (Mezzadra, 2009). En el enfoque del
capitalismo cognitivo, el conocimiento no puede verse como
un factor independiente o complementario del capital y el
trabajo, y supone usar el término capitalismo para explicar
el rol motor del beneficio y de la relación salarial –o las
diferentes formas de trabajo dependiente sobre las que
reposa la extracción de plusvalía–, y el término cognitivo
para aludir a la nueva naturaleza del trabajo y a las formas
de propiedad sobre las que se apoya esta nueva etapa
(Lebert y Vercellone, 2006).
Los teóricos del capitalismo cognitivo destacan que la
centralidad del conocimiento y de la innovación tecnológica
no es una novedad propia del capitalismo contemporáneo,
ya que podemos encontrarla en sus propios orígenes.
Tomando como referencia el trabajo de Landes, Lebert y
Vercellone señalan el espionaje industrial y la investigación
sistemática de las técnicas como las causas de las
limitaciones impuestas por los Estados del siglo XVIII a la
emigración de obreros calificados y a la transferencia de
tecnología (ídem).
Para Vercellone, en el capitalismo industrial el
conocimiento estaba caracterizado por una fuerte
regulación de la producción de conocimientos y de la
transferencia de tecnología, a nivel de los Estados
nacionales. Sus rasgos centrales quedaban evidenciados
por un tipo especial de relación entre capital y trabajo, en la
que se evidenciaba una separación más o menos estricta
entre trabajo manual y trabajo intelectual, y por la
incorporación del saber de dos maneras: por medio del
trabajo vivo, determinado a su vez por el nivel general de la
formación de la fuerza de trabajo, y a través del capital fijo
o como bienes inmateriales, bajo la forma de investigación y
desarrollo (pp. 22-23). Como señalaba Marx, la
productividad pasaba por una dimensión puramente
cuantitativa asociada a la reducción del tiempo de trabajo
socialmente necesario como norma de creación del valor. El
desarrollo del capitalismo industrial iba de la mano de la
expropiación progresiva del saber obrero y de su
incorporación a un sistema de producción cada vez más
complejo. En la fase de ejecución, el trabajo intelectual
tenía cada vez menos lugar y se procuraba mensurar y
codificar el conocimiento, que se concentraba entre los
encargados de la concepción del trabajo y no en sus
realizadores. Existía, por cierto, una cooperación mutua y
secuencial en el proceso de producción, sin la cual este era
imposible, lo que daba cuenta de lo que Marx denominaba
subsunción real. Pero si bien esto daba cuenta del carácter
de la explotación del trabajo, la producción de conocimiento
pasaba por fuera del trabajo colectivo propiamente dicho, y
se fundaba en la investigación tanto básica como aplicada:
la primera, ligada a la educación superior universitaria, y la
segunda, a los centros de investigación y desarrollo de las
grandes empresas. La regulación de la propiedad intelectual
otorgaba el monopolio parcial de los derechos sobre las
invenciones si estas representaban una novedad y tenían
una aplicación práctica a nivel de la industria (pp. 23-28).
En el capitalismo industrial, la expropiación del
conocimiento se produce de dos maneras diferentes y en
espacios diferenciados: en el taller y en el laboratorio de
I+D. Se consolida a nivel de la fábrica la administración
científica del trabajo, que busca separar la concepción de la
ejecución, es decir, la actividad laboral de la subjetividad
del trabajador, en un proceso de codificación del
conocimiento que posee la fuerza de trabajo, a partir de la
descripción y la medición del trabajo según la norma
temporal establecida por el cronómetro. Se buscan
economías de tiempo a la vez que se asiste a una primacía
de la incorporación del saber al capital fijo.
Progresivamente, la innovación se traslada del taller al
departamento de I+D de la fábrica industrial, y se concentra
en un número reducido de trabajadores intelectuales.
Estas características se vieron alteradas por una serie de
factores que se hicieron sentir fuertemente desde finales de
la década del sesenta: el rechazo a la organización científica
del trabajo, la expansión de los servicios del Estado de
bienestar para reducir el costo de reproducción de la fuerza
de trabajo e invertir las caídas de las tasas de ganancias, y,
fundamentalmente, dice Vercellone, la constitución de una
intelectualidad difusa como resultado de la democratización
de la enseñanza y de la elevación del nivel general de la
formación (2006a). Vercellone destaca que, contrariamente
a lo que suele señalarse, no son las nuevas tecnologías de
la información y la comunicación (TIC) las que permiten este
pasaje, sino que la producción colectiva del hombre por el
hombre es lo que produce la amplificación del rol del saber
en la economía. Contra las tesis que sostienen la idea del fin
del trabajo y de su rol central en el proceso de creación de
riqueza, Vercellone subraya que “la transformación consiste,
sobre todo, en un cambio paradigmático de la noción de
trabajo productivo, en el que el saber social general se
presenta como fuerza productiva inmediata” (la traducción
es nuestra) (2006b: 197). Todo esto permite hablar de una
transición desde el capitalismo industrial hacia un
capitalismo cognitivo.
En el capitalismo cognitivo, el conocimiento incorporado y
movilizado por el trabajo vivo pasa a ser central en
detrimento del conocimiento incorporado al capital fijo. Las
razones son sociales e históricas antes que tecnológicas, y
preceden a la constitución del capitalismo cognitivo. Se
deben a la combinación del rechazo a la disciplina de la
fábrica fordista de fines de los años sesenta, a la
generalización de las instituciones de seguridad social del
welfare state y a la democratización de la enseñanza –con la
consecuente elevación del nivel general de formación–, que
facilitaron la constitución de una intelectualidad difusa que
está en la base de la emergencia de una economía fundada
en el rol motor del conocimiento (Lebert y Vercellone, 2006).
Esto se traduce en un régimen de innovación permanente
en el que se pasa de una división taylorista a una división
cognitiva del trabajo, basada en el fraccionamiento del
proceso de producción en función de la naturaleza de
saberes que deben ser movilizados (Mouhoud, 2003). Enzo
Rullani fue uno de los primeros en destacar que en el nuevo
capitalismo es necesario “unir la producción de valor
económico a la producción de conocimiento”, ya que
necesita subsumir tanto el trabajo vivo como el
conocimiento que genera. Este autor intuye bien la nueva
naturaleza del capitalismo, pero piensa el conocimiento
como un bien o tercer factor productivo, “un factor
necesario, tanto como el trabajo o el capital” accesible,
replicable, más móvil e independiente del espacio y el
tiempo (2000). Pero el conocimiento no es un recurso, sino
el resultado de las capacidades intelectuales y de
comunicación del hombre como tal y como producto de la
interacción social que surge de ser resultado del saber
social general o general intellect.48 Y, además, el
conocimiento tiene un ciclo de vida: cuanto más codificado
y difundido es, se vuelve más obsoleto, mientras que el
conocimiento no codificado, que es central en el capitalismo
cognitivo, puede acumularse infinitamente sin caer en la
obsolescencia; este solo muestra rendimientos crecientes
(Fumagalli, 2007). Esto nos remite al análisis de las formas
de la propiedad del conocimiento en el nuevo capitalismo.

Transformaciones en la propiedad: ascenso y


centralidad de la propiedad intelectual
En el capitalismo industrial, el mecanismo de producción de
conocimientos se concentraba en los departamentos de
investigación –tanto teórica como aplicada– de los
organismos públicos y de las oficinas de Métodos y de I+D
de la gran empresa. El modelo de propiedad intelectual era
coherente con un esquema en el que la apropiación privada
del saber se fundaba en recursos materiales y en el ámbito
espacial del Estado nacional, donde la invención debía
representar una novedad, poder ser aplicada a nivel de la
industria y conciliar la remuneración del acto inventivo
privado con la difusión pública del conocimiento.
En el capitalismo cognitivo, la propiedad intelectual es
reforzada porque es el único mecanismo que permite la
apropiación privada del conocimiento crecientemente social,
y su control es estratégico para la valorización del capital.
Las patentes de invención, los derechos de autor, se han
extendido a nuevos campos, como la biología, y han dado
lugar a lo que Moulier Boutang ha denominado nuevos
cercamientos (2004), por analogía con los enclosures de la
acumulación originaria del capitalismo. Moulier Boutang
destaca que esta nueva gran transformación que significa el
capitalismo cognitivo –tomando los términos de Karl
Polanyi– hace necesaria la creación de nuevas mercancías
ficticias, como la introducción de mecanismos de escasez
artificiales, “para limitar temporalmente su difusión y para
reglamentar el acceso” (Rullani, 2000). Vercellone señala
que las razones a favor de dicha protección están
justificadas:

Por el argumento que dice que, en los sectores de fuerte


intensidad de conocimiento, lo esencial de los costos es
fijo y se encuentra en las inversiones en investigación y
desarrollo (I+D) de las empresas. En la medida en que el
costo marginal de reproducción de estos bienes y
servicios intensivos en conocimiento queda reducido a
nada, estos bienes deben ser cedidos gratuitamente
(2004: 69).

En efecto, como también destaca Rullani, si el conocimiento


está digitalizado, una vez que fue producida la primera
unidad el costo de reproducción de las restantes unidades
tiende a cero, y el objetivo es limitar por medios jurídicos la
posibilidad de copiar, imitar o aprender conocimientos de
otro (2000). El reforzamiento de los derechos de propiedad
intelectual, justamente, desconoce las lógicas sobre las
cuales el saber cooperativo se incrementa, y esto daría
lugar a las primeras contradicciones en el marco del
capitalismo cognitivo al limitar los alcances de la potencia
de la nueva intelectualidad difusa, de la cual depende
crecientemente el desarrollo económico. En suma, en el
capitalismo cognitivo, una de las contradicciones más
evidentes radica en el hecho de procurar la difusión del
conocimiento y de la información y, a la vez, bloquear el
desarrollo de los conocimientos con las regulaciones
crecientes sobre la propiedad intelectual.
Los juristas Yochai Benkler y Lawrence Lessig, al discutir
el alcance de la propiedad intelectual, propusieron
actualizar el debate sobre los bienes comunes, como son los
recursos naturales y el propio conocimiento. Si a los bienes
privados y a los bienes públicos corresponden la propiedad
privada o la propiedad pública, a los bienes comunes los
debería regir la no propiedad (Lessig, 2005). La posibilidad
del capital de poner a trabajar al común surge de una nueva
organización de la producción que necesita la valorización
del trabajo pero bajo modalidades novedosas y sofisticadas.

De la división del trabajo industrial a la división


cognitiva del trabajo
En el capitalismo industrial, la organización del trabajo se
basaba en la obtención de economías de tiempo basadas en
las prácticas de gestión de la fuerza de trabajo propias del
taylorismo y del fordismo, y se centrada en la producción
estandarizada de bienes de consumo masivo. La fuerza de
trabajo estaba sujeta a una tediosa disciplina de fábrica que
procuraba el control de los gestos y los movimientos para
maximizar el rendimiento de los trabajadores, separando la
ejecución de la concepción del trabajo. El resultado era el
aumento de la productividad a costa de aumentos de
salarios que permitían el desarrollo del consumo de masas.
A fines de los años sesenta, la disputa por la distribución de
las ganancias de productividad que empiezan a elevar los
salarios, y el creciente rechazo de los obreros por la
disciplina de fábrica, impulsan los sabotajes y las huelgas
que precipitan los procesos de automatización en las
grandes empresas industriales del capitalismo fordista.
A diferencia del capitalismo industrial, la producción en el
capitalismo cognitivo no reposa sobre una organización del
trabajo homogéneo y estandarizado, sino por una diversidad
de modalidades que –a partir del desarrollo de las TIC–
presentan una estructura en red, lo que da lugar a un
entramado complejo y sumamente heterogéneo de
relaciones de cooperación y subordinación. El carácter
cognitivo del trabajo remite a que está marcado por la
reflexividad: reposa sobre una actividad relacional y
reticular, esto es, capaz de desarrollar una red de relaciones
de jerarquías complejas basadas en la coordinación y la
comunicación lingüística y/o simbólica. A su vez, el trabajo
cognitivo exige un proceso de aprendizaje y de formación y
la acumulación de ciertas competencias laborales
(Fumagalli y Morini, 2008).
En el capitalismo cognitivo, el predominio del trabajo
inmaterial o intelectual rompe con la estricta separación
entre trabajo manual e intelectual, lo que implica un pasaje
de la prescripción de la cooperación mutua del taylorismo a
la cooperación comunicante y a la gestión del saber, así
como también cierta prescripción de la subjetividad. El lugar
central del saber genera un nuevo régimen de innovación
permanente que reconoce una división cognitiva del trabajo
que depende de la naturaleza del bloque de saberes que
son movilizados en el proceso de producción. El crecimiento
de la competitividad estructural de un territorio dependerá,
según Vercellone, de su “capacidad de movilizar en forma
cooperativa el potencial del trabajo intelectual presente en
la sociedad” (2006b: 197).
En la necesidad de incitar al máximo la comunicación y la
cooperación, se traduce en un mayor autocontrol por
“imitación de comportamientos colectivos dictados por los
imaginarios colectivos dominantes” y “en conformidad con
las exigencias de la organización productiva” (Fumagalli y
Morini, 2008). La individualización de la relación de trabajo
proveniente de la segmentación del trabajo cognitivo
depende de conocimientos jerarquizados por diferentes
niveles de formación y del predominio de la negociación
individual del salario y las condiciones de trabajo por sobre
las convenciones colectivas. Al no poder cuantificar las
prestaciones en términos de tiempos y de tareas y hacer
que estas se vuelvan relativamente indeterminables, se
asiste, en la mayoría de los casos, a un grado de
explotación mayor que en el taylorismo (ídem).
El capital debe obtener una implicación activa de los
trabajadores para capturar los conocimientos y los tiempos
de vida, así como lograr de estos la interiorización de los
objetivos de la empresa mediante la prescripción de la
subjetividad (Clot, 2002) adecuada para cumplir con las
obligaciones de resultados y moverse entre diversos
proyectos, lo que –contrariamente a la retórica habitual
sobre el trabajo creativo– redunda en procesos de
descalificación y precarización del trabajo sumamente
sofisticados (Vercellone, 2008b). Los procesos de
implicación y de ajuste de la subjetividad pueden llevar al
trabajador a aceptar remuneraciones más simbólicas que
materiales en nombre del reconocimiento de las
capacidades personales, lo que, sumado a este tipo de
remuneración individual, abre la puerta a procesos de
diferenciación que favorecen la flexibilidad salarial y la
reducción suplementaria de los niveles de ingreso del
trabajo, lo que aumenta la precarización del trabajo
cognitivo (Fumagalli y Morini, 2008).
Por todo ello es perfectamente posible una taylorización
del trabajo cognitivo que comporte mecanismos de control
sofisticados a los que sea imposible sustraerse.49 El trabajo
cognitivo preexiste a la actividad de las firmas y suele
concentrarse territorialmente en las metrópolis, haciendo
depender la competitividad de los territorios del stock de
capital intelectual activable de manera cooperativa. Por otro
lado, sostienen los teóricos del capitalismo cognitivo, en
términos de la división internacional del trabajo, la reserva
de mano de obra calificada en numerosos países en
desarrollo hace factible combinar la deslocalización
productiva basada en bajos salarios con la propia de la
división cognitiva del trabajo, y podría, a largo plazo,
desestabilizar la posición hegemónica de los países de la
OCDE mediante el outsourcing y la deslocalización de las

empresas multinacionales (Lebert y Vercellone, 2006: 34).

3. Hegemonía de la renta en el capitalismo


cognitivo
La captura de la economía del saber y la privatización de lo
común nos llevan directamente al desarrollo de una
economía rentista. El crecimiento del papel de la renta es
una consecuencia de las contradicciones del capitalismo
cognitivo más que una causa (Vercellone, 2009: 67). El auge
de la renta como dimensión fundamental del análisis del
capitalismo actual proviene no solo de la expansión del
capital financiero, sino de la crisis de la ley del valor en el
capitalismo industrial, ya planteada por Negri en 1978, en
Marx más allá de Marx. La determinación del valor de las
mercancías se apoyaba, de la economía política clásica en
adelante, en una supuesta correspondencia entre valores y
precios cuya pertinencia fue criticada por Negri (2001
[1978]). Vercellone recupera la idea avanzada por Negri
sobre la crisis de la ley del valor y, a partir del rastreo de la
noción de renta de la economía política, encuentra que la
propia ganancia capitalista reviste en la actualidad rasgos
rentísticos.
En esta nueva etapa del capitalismo se hace cada vez
más difícil delimitar claramente los componentes del valor
de la economía política clásica –esto es, salarios, beneficios
y rentas–, debido a una creciente confusión entre estas
categorías por la proliferación de rentas de todo tipo,
derivadas de la apropiación del valor generado por fuera de
la producción propiamente dicha. Según los teóricos del
capitalismo cognitivo, tanto los beneficios como las rentas
se basan cada vez más en mecanismos de apropiación del
valor, exteriores a la organización de la producción y que
remiten a la sociedad toda, lo que marca una ruptura con el
capitalismo industrial y gerencial de la época fordista.
Según Vercellone, Marx esboza, en el tomo III de El
capital, una teoría del devenir renta de la ganancia, que se
encuentra directamente relacionada con la noción de
general intellect presente en los Grundrisse. Las tres
grandes categorías de la distribución del producto social
tienen un carácter histórico y evolucionan. Es así como la
ganancia pasa de ser la remuneración del capital
proporcional a la masa de capitales invertidos, a entenderse
como la apropiación gratuita por parte del capital, no solo
de la plusvalía, sino también “del surplus generado por la
cooperación social del trabajo” que “ya no se encuentra
aprisionada dentro de la fábrica, sino que se extiende al
conjunto de la sociedad” (Vercellone, 2009: 72).
El capitalista industrial aparece como una figura opuesta
a la del rentista en la medida en que aquel estaba implicado
directamente en una relación de producción. Sin embargo,
esto cambia en el capitalismo cognitivo, en el que el capital
extrae plusvalor sin cumplir ninguna función productiva
directa. En el capitalismo cognitivo, aun las funciones
gerenciales devienen superfluas, a partir de una
cooperación autónoma respecto del capital que surge a
partir de la intelectualidad difusa: “En definitiva, la ganancia
surge de una simple apropiación de trabajo gratuito
operada, como en la renta, sin desempeñar alguna función
real en el proceso de producción” (p. 80). El capital captura
gratuitamente los beneficios del saber social colectivo como
si se tratase de un don de la naturaleza, de forma
comparable al del propietario de la tierra más fértil de la
renta diferencial ricardiana (Negri y Vercellone, 2008).
Para la economía política, la renta se oponía a la
ganancia, la que constituía el fundamento último de la
acumulación, razón por la cual un capitalismo genuino
debería ser un capitalismo sin renta. No obstante ello,
Vercellone señala que en el capitalismo cognitivo la
omnipresencia de la renta hace que su búsqueda deje de
ser patrimonio exclusivo del capital financiero, y que la
vocación rentista aparezca también en el capital industrial o
productivo. Según este autor, la renta, definida por Marx
como una pura relación de distribución sin ninguna función
positiva en la organización de la producción, juega un rol
cada vez más central en los mecanismos de captación y
distribución de valor, así como también en los procesos de
“desocialización de lo común” (2008b). Ante este auge de la
renta, sería un error pensar que la crisis actual es
esencialmente de origen financiero. Para analizar este punto
debemos estudiar el nexo entre el trabajo vivo y la liquidez
financiera, esto es, pasar al rol de las finanzas en el
capitalismo cognitivo, ya que la financiarización es la forma
actual del comando capitalista, y la renta financiera se
presenta entonces como “explotación del común” (Negri,
2008).

La renta financiera como condición de la valorización


Desde finales de los años setenta asistimos a la expansión
del capital financiero en un proceso que ha sido
caracterizado como financiarización, esto es, la acumulación
de activos y el carácter penetrante de lo financiero dentro
del capitalismo. Los teóricos del capitalismo cognitivo
destacan la coevolución y no el antagonismo entre la
economía real y la financiera. En las crisis financieras
clásicas, estas esferas se encontraban en franca
contradicción, sin embargo, hoy “el elemento financiero es
consustancial a toda la producción de bienes y servicios”
(Marazzi, 2009: 30), puesto que el propio sector industrial
ha sido protagonista principal de la financiarización de la
economía no financiera, que condujo a “una vocación
rentista y especulativa cada vez más pronunciada del propio
capitalismo productivo” (Vercellone, 2009). No se trata de
negar la autonomización de las finanzas, sino de señalar la
compenetración del capital productivo y el capital
financiero, cuya expansión se produce a lo largo de todo el
ciclo económico de producción, distribución y realización del
valor.
La articulación entre los procesos de valorización y las
lógicas financieras se observa a partir de considerar que,
como señala Marazzi, “la financiarización no es una
desviación improductiva/parasitaria de porciones crecientes
de plusvalor y ahorros colectivos, sino la forma de
acumulación de capital simétrica a los nuevos procesos de
producción de valor” (2009: 40). Como la precarización del
trabajo propia del capitalismo cognitivo reduce la parte de
los salarios y estanca la inversión en capital, el problema de
la realización de las mercancías requiere el fomento del
consumo de las clases rentistas y del endeudamiento
privado de los asalariados. Marazzi destaca lo siguiente
sobre la financiarización:

Se basa en la compresión del salario directo e indirecto


(pensiones, asistencia social, rendimiento de los ahorros
individuales y colectivos), sobre la reducción del trabajo
socialmente necesario mediante sistemas empresariales
flexibles y reticulares (precarización, ocupación
intermitente), y sobre la creación de un nicho cada vez
más vasto de trabajo gratuito (trabajo en la esfera del
consumo y de la reproducción, sumado a la
intensificación del trabajo cognitivo) […] origen del
aumento de ganancias no reinvertidas en la esfera de la
producción, y, por lo tanto, ganancias cuyo aumento no
genera crecimiento ocupacional ni mucho menos salarial
(p. 42).

Por otro lado, la renta financiera impone a las empresas la


necesidad de innovar de manera permanente mediante una
lógica hiperproductivista, basada en la primacía del valor de
las acciones, sobre todo de aquellas empresas que cotizan
en la bolsa y que ven incluso aumentar su valor a partir de
la caída de los salarios, que aumentan los beneficios en los
balances contables. Estas cuestiones están en la base del
auge del crédito para consumo en los países desarrollados,
acelerado en los años noventa y, sobre todo, en los años
2000, especialmente a partir de la extensión del crédito
hipotecario. En un primer momento, generó la ilusión del
individualismo propietario de infinita capacidad de
expansión, que adoptó un carácter de masas en Europa y en
los Estados Unidos al desviar el ahorro de las economías
domésticas –deseosas de aprovechar el efecto riqueza–
hacia los títulos financieros, en un contexto de bajas tasas
de interés que incentivaba el endeudamiento. El aumento
del consumo interno y externo de los primeros años 2000,
derivado de la propensión a consumir a partir de los
ingresos financieros por encima de la propensión a consumir
derivada de los ingresos salariales, acabó con el individuo
endeudado tras la crisis de las hipotecas subprime en los
Estados Unidos, con su posterior contagio hacia Europa
(Lucarelli: 2009: 133). El auge de los créditos a los
consumidores y a las empresas, a pesar de los signos de
caída de las inversiones reales, pospuso la reversión del
ciclo económico y sostuvo artificialmente, por un momento,
la vitalidad del capitalismo global.
Este efecto riqueza estimuló el crecimiento de los precios
de los inmuebles, convalidados por la política monetaria de
tasas bajas y crédito ilimitado de la Reserva Federal. Las
expectativas de ganancia de la especulación bursátil,
primero, e inmobiliaria, después, aumentaron la euforia,
mientras paralelamente la deflación salarial mostraba los
límites, y el camino a la insolvencia generalizada comenzó
con los deudores más expuestos de las hipotecas subprime.
Paralelamente, el auge de las finanzas privadas se nutrió de
las ganancias –no reinvertidas en capital constante o
variable–, que fueron multiplicadas por la ingeniería
financiera, lo que favoreció la emisión de deuda de las
empresas y fogoneó el crecimiento de los movimientos de
capitales y de los mercados de deudas, las que luego fueron
“titulizadas”.
Las finanzas privadas se vieron reforzadas por el auge de
la emisión de títulos públicos. Este endeudamiento de los
Estados provenía de la necesidad de reducción de las
erogaciones presentes y futuras del welfare state. En el caso
de la seguridad social en la Unión Europea, la lógica de la
valorización de los activos financieros era paralela al desvío
de recursos salariales hacia los mercados bursátiles para
incrementar los montos de las jubilaciones futuras de los
trabajadores, de las cuales pretenden desentenderse los
respectivos Estados.
En cuanto a la presente crisis financiera internacional, los
teóricos del capitalismo cognitivo no se aventuran a
diagnósticos catastrofistas, ya que la crisis puede sobrevivir
indefinidamente (Moulier Boutang, 2010). Más que de crisis
financiera terminal, señalan estos teóricos, se trata de la
administración, gestión o governance de una crisis
económica permanente, ya que la acumulación capitalista
se reproduce mediante la captura de lo común. La crisis de
governance no es un resultado, sino solo el comienzo de la
crisis, en la que la redefinición de regulaciones financieras
de los mercados de eficacia casi nula, y los rescates
estériles a bancos y Estados para mejorar el clima y
reestimular las inversiones, son tentativas de respuesta a
una crisis más profunda que llegó para quedarse. Según
Moulier Buotang, más que una revolución, lo que se diseña
es un aggiornamiento de las finanzas: “No solo los
mercados financieros van a retomar su camino, apenas
arañados por una regulación cosmética, sino que los
Estados del siglo XXI los van a emular pronto al reclutar en
ellos una parte de sus nuevos fermiers généraux de deuda
pública” (2010: 49). Los mercados financieros representan
la otra cara de la transición hacia un capitalismo cognitivo
que incrementó, y seguirá incrementando, la deuda ya
gigantesca de los Estados. Se trata, entonces, de un
capitalismo cognitivo y financiarizado.
En suma, el capitalismo cognitivo funda su capacidad de
crecimiento sobre la financiarización global y la
internacionalización selectiva de la producción, de lo que
resulta una contradicción entre la explotación de la
inteligencia colectiva –o expropiación del general intellect– y
la pretensión de valorización inmediata en los mercados
financieros (Fumagalli, 2009: 105). Dado que la
financiarización de la economía anuló la autonomía de la
política económica nacional, esta governance no puede
darse sino por medio del imperio global, multipolar y
multilateral (Hardt y Negri, 2011), a pesar de que con ello
no se pueda garantizar éxito alguno, como se puede
observar en las tentativas estériles del Banco Central
Europeo y del FMI, tanto como de los gobiernos europeos y
norteamericano. Sus recetas se reducen a proponer ajustes
recesivos y políticas de austeridad en los gastos públicos
que pueden resultar contrarios a los propios intereses de
sostenimiento del capital.

El estrangulamiento del welfare state y la opción de


la renta básica
En el capitalismo cognitivo, el antagonismo entre capital y
trabajo adquiere cada vez más la forma de un antagonismo
entre las instituciones de lo común, esto es, una disputa
alrededor de la educación, la salud, la seguridad social, la
investigación científica y todos los elementos que permiten
la existencia de esa intelectualidad difusa sobre la que se
apoya la economía fundada en el conocimiento. Las
tendencias a la reducción de las funciones y las
privatizaciones del sector público, propias del avance
neoliberal, no permiten resolver sino agudizar los conflictos
y las nuevas contradicciones del capitalismo cognitivo. A
partir de los años sesenta se consolidaron, especialmente
en los países desarrollados, los servicios colectivos y las
garantías del Estado de bienestar que, además de
garantizar con su intervención el círculo virtuoso del
fordismo de la producción y consumo de masas, tuvieron el
efecto de, por un lado, revertir la tendencia a la baja del
costo de reproducción de la fuerza de trabajo y, por el otro,
sentar las bases para el despegue de una economía basada
en el saber.50
Como señalan Monnier y Vercellone (2007), son dos las
razones fundamentales para ello. En primer lugar, los
sectores motores del nuevo capitalismo se desarrollaron
sobre la base de los servicios colectivos garantizados por el
welfare state y permitieron el surgimiento de una
intelectualidad difusa, esto es, la elevación general del nivel
de formación de la población y la expansión de la educación
en todos los niveles –especialmente el universitario–, que
está en la base del crecimiento de las nuevas tecnologías.
En segundo lugar, el salario indirecto o social del que
hablaban los economistas regulacionistas (Aglietta y Boyer)
permitió liberar tiempo de la coacción de la relación salarial.
El desarrollo del tiempo libre –dicen Monnier y Vercellone–
“no es un simple efecto positivo del crecimiento de la
productividad en los sectores de la economía oficial”, sino
una de sus causas principales, debido a su impacto sobre la
difusión del saber y la dimensión acumulativa de la
producción de conocimientos. Cuando el trabajo inmaterial
o cognitivo tiende a convertirse en dominante, el tiempo de
ocio deja de entrar en oposición al trabajo directo, ya que
no se reduce más “a una función catártica, de reproducción
del potencial energético de la fuerza de trabajo”, y se abre a
actividades de formación, autoformación e intercambio de
saberes que elevan el valor de uso de los tiempos sociales
(ídem).
Para los teóricos del capitalismo cognitivo, introducir una
renta básica independiente del empleo supondría una
remuneración directa de la productividad del general
intellect y establecer un derecho del común. Ante la
estrategia neoliberal de privatización y expropiación rentista
de lo común, Vercellone propone la reapropiación
democrática de las instituciones del welfare y “un modelo
alternativo de desarrollo basado en la centralidad de las
producciones del hombre por el hombre” (2009: 92), y, en
términos políticos inmediatos a nivel europeo, una
resocialización de la moneda, que la ponga al servicio de la
expansión de lo común a través de un ingreso social
garantizado universal, independiente del trabajo. Esta
propuesta es coherente con la necesidad de repensar la
noción de trabajo productivo, en la medida en que este –al
desdibujarse las fronteras entre trabajo y no trabajo– sea
reconocido como productor de riqueza y, por lo tanto,
permita un ingreso (p. 97). La riqueza es producida a través
de una red muy dispersa y, por lo tanto, el salario que la
compensa debe ser social, incluso reconociendo –como lo
hacen Hardt y Negri (2011)– que asegurar a toda la
población condiciones mínimas para la vida responde, en
última instancia, a los propios intereses del capital para
fomentar la producción en la economía biopolítica. Para el
filósofo italiano, este control sobre los tiempos es esencial
para crear instituciones sociales autónomas y mecanismos
democráticos que sirvan como una pedagogía de
autogobierno. Son reformas que solo llegarán como
resultado de las luchas sociales –empezando por aquellas
que reivindican la infraestructura física e inmaterial para la
vida social–, ya que el capital no estará dispuesto a
aceptarlas, aun cuando sea en su propio interés y se tengan
que enfrentar enormes crisis financieras y económicas
(Hardt y Negri, 2011: 313).
En el siglo XXI, el común –los bienes comunes que se
encuentran en un plano autónomo de lo público y lo
privado, como el conocimiento y los recursos naturales que
permiten el desarrollo de la vida– constituye la clave para
comprender la producción económica:

En el contexto biopolítico, el trabajo necesario tiene que


ser considerado lo que produce el común, porque en el
común está alojado el valor necesario para la
reproducción social. En el contexto del capitalismo
industrial, las relaciones salariales eran un campo
primordial del conflicto de clases en torno al trabajo
necesario, en el que los trabajadores luchaban por
aumentar lo que era considerado socialmente necesario y
los capitalistas intentaban disminuirlo. En la economía
política ese conflicto continúa, pero las relaciones sociales
ya no lo contienen. Este conflicto se torna cada vez más
una batalla en torno al común (p. 292).

4. El Estado y el imperio como garantes de la


renta
La evolución del capitalismo de los últimos treinta años
reconoce la interdependencia de tres cuestiones
fundamentales: la creciente importancia del conocimiento
en la valorización, el auge del capital financiero y la
transformación de las formas estatales de intervención,
aspectos que atañen al capital, al trabajo y al Estado en su
siempre indivisible vínculo. En el plano económico, en
función de lo señalado hasta aquí, podemos sostener la idea
de que, en el nuevo capitalismo, asistimos cada vez más a
una vocación rentista, no solo por la hegemonía parasitaria
del capital financiero, sino por el propio capital productivo o
industrial.
Es un capitalismo cognitivo y financiarizado en el que no
se trata solamente de que el capital se vuelva líquido o
financiero, sino del auge renovado de la renta como
categoría de la economía política y de la proliferación de
diferentes formas de renta como derecho a la apropiación
del valor creado por fuera de la producción propiamente
dicha (Vercellone, 2007). En esta nueva etapa, tanto los
beneficios como las rentas se basan en mecanismos de
apropiación del valor exteriores a la organización de la
producción y que remiten a la sociedad toda. Pero no solo
eso. Asistimos a una lógica en la que el capital alterna y se
mueve en la búsqueda de un tipo de renta a otra: de la
ganancia industrial a la renta financiera, pero también a la
renta inmobiliaria, la renta tecnológica, la renta agrícola o la
renta minera.
El Estado y el imperio –este último como orden jurídico
global de nivel superior– se superponen en la tarea de dar
cobertura a la posibilidad del capital de obtener algún tipo
de renta, que ya no es solo la del rentista keynesiano que
especulaba en el mercado financiero en el período del
capitalismo industrial. Es cierto que estos mercados se han
expandido e hipertrofiado fuertemente desde los años
ochenta para dar lugar a cierta autonomía de las finanzas,
pero asistimos a una proliferación de formas de rentas que
hacen de la renta financiera una opción más entre otras
más o menos atractivas desde el punto de vista del capital.
Sin embargo, esta renta financiera es decisiva porque,
aunque proviene en última instancia de fundamentos
siempre ligados al valor y, por ende, al trabajo, involucra al
Estado nacional y al orden imperial en su propia lógica de
reproducción:

El endeudamiento adopta la forma de bonos del tesoro, y


estos últimos son suscriptos por las finanzas privadas
internacionales. Los Estados van a buscar financiación en
el mercado internacional de capitales, con tipos de
interés mundiales y con agencias calificadoras que les
otorgan calificaciones, lo que se traduce en primas de
riesgo suplementarias cuando tienen malas calificaciones
(por ejemplo, la Grecia del otoño de 2009) (Moulier
Boutang, 2010: 90).

Por lo tanto, en este proceso, el Estado no es solo un agente


regulador importante, sino un actor central que, por acción
u omisión, ha sido impulsor y participante activo del
proceso. Esto se ha visto plenamente ratificado en los
rescates financieros practicados durante la presente crisis
financiera global en Europa y en los Estados Unidos.
Una vez desatada la crisis, la gestión de las autoridades
respectivas –estatales y/o globales– priorizan la
supervivencia de los rentistas. El Estado, con su política
fiscal de disminución de impuestos de todo tipo, sobre todo
para favorecer la radicación de los capitales en su territorio,
redujo sus recursos presupuestarios y recurrió a un
endeudamiento sistemático y funcional al capital financiero,
que, apalancando las deudas, hipertrofia la masa circulante
de títulos y bonos. Y allí los bancos centrales y sus Estados,
lejos de mantenerse pasivos, tuvieron un papel
fundamental, sobre todo si tenemos en cuenta las
magnitudes del endeudamiento del sector público que
fogoneó el mencionado endeudamiento privado.
Las opciones para la valorización del capital se
multiplicaron fuertemente en los últimos treinta años, junto
con un movimiento paralelo de precarización de la fuerza de
trabajo que presenta en nuestros días elevados niveles de
desempleo, subempleo, reducciones de salario real y
sobreexplotación, al tiempo que la rentabilidad de los
capitales se dispara en cada burbuja para implosionar
posteriormente con efectos letales sobre el trabajo.
Coincidimos con Saskia Sassen en que la relación entre el
Estado y la globalización no debe centrarse en posiciones
dicotómicas en las que el primero aparece como una
víctima de la segunda:

Resulta cada vez más evidente que la función del Estado


en el proceso de desregulación implica la producción de
nuevos tipos de reglamentos y medidas judiciales
(Picciotto, 1992; Cerny, 2000; Panitch, 1996), es decir, la
producción de toda una nueva clase de legalidad. La
condición de fondo aquí es que el Estado conserva su
función de garante de los derechos del capital global –la
protección de los derechos contractuales y de propiedad–
y, en líneas generales, la legitimación de esos derechos
(ver también Fligstein, 1990, 2001). Entonces, puede
concebirse también al Estado como la representación de
una facultad técnica administrativa que posibilita la
implantación de la economía global corporativa (Sassen,
2007: 70).

En este punto planteamos nuestro escepticismo sobre las


posibilidades concretas de la propuesta de reapropiación
democrática del welfare de los teóricos del capitalismo
cognitivo. Si es solo una defensa de lo público que aún no
fue privatizado, parece demasiado débil ante el avance de
las reformas neoliberales en curso. Si se trata del intento de
restablecer cierta regulación de los mercados de capitales,
estos han mostrado su ductilidad para eludirlas, y, como
hemos visto, el Estado nación y el orden imperial, lejos de
ser un obstáculo a sortear, fueron indispensables para la
lógica del capital global. No se trata aquí de establecer cuál
de estos niveles es el más relevante para la acumulación,
sino constatar que ambos se superponen para garantizar la
supervivencia de la renta del capital. Los Estados –con sus
diferenciales de poder y recursos económicos– y los
organismos supraestatales se estructuran en un entramado
que le da a la governance su carácter decisivamente
favorable al mantenimiento del sistema financiero y a sus
rentas. Por ahora, esa es la lógica imperante en los
conflictos recientes del capitalismo del siglo XXI.

5. A modo de balance provisorio


La transición hacia el capitalismo cognitivo es un proceso
complejo y contradictorio que está lejos de acabar, y que
puede dar lugar a evoluciones opuestas: por un lado, la
tentativa del capital de privatizar lo común y de transformar
en mercancías los bienes-conocimiento; por otro lado, las
resistencias sociales a ese proceso que abran el camino a
una verdadera economía fundada en el conocimiento y los
saberes.
Los teóricos del capitalismo cognitivo proponen una
interpretación del capitalismo actual que contempla las
transformaciones más importantes de los últimos treinta
años, integrándolas en un cuerpo teórico coherente y con
una gran potencialidad explicativa del devenir de la
acumulación y las contradicciones inherentes a la
valorización del conocimiento. Todo ello, sin dejar de lado
los problemas clásicos de la economía política, como la
división del trabajo, la generación de valor, los ciclos de
largo plazo del capitalismo y las crisis, y revisando a los
pensadores clásicos de la economía.
Posiblemente, deberán ponerse a prueba sus principales
hipótesis con trabajos empíricos específicos en los
diferentes sectores económicos, tanto los ligados a los
nuevos sectores dinámicos del capitalismo (desarrollo de
software, biotecnología, nanotecnología, etcétera) como
también, y fundamentalmente, al impacto de los cambios
sobre los sectores tradicionales de la economía. Porque,
más que cambios limitados a sectores tecnológicos
novedosos, la clave de la ruptura radica, sobre todo, en el
impacto que la nueva lógica de valorización tiene sobre
todos los sectores productivos. A pesar de que no son
completamente nuevos, sino el fruto de desarrollos que
llevan ya varias décadas, estos cambios atraviesan de
manera transversal tanto a la industria como a los servicios,
y también a la propia agricultura, razón por la cual su
magnitud recién está comenzando a vislumbrarse.
Reconocer el carácter capitalista de estos cambios
técnicos y analizar las nuevas realidades productivas junto
con su aspecto contradictorio son los pasos fundamentales
para construir el sendero evolutivo de un paradigma teórico
que ratifica una vocación crítica del capitalismo actual y del
de siempre.

[46] Una versión de este texto fue publicada previamente en


la revista Bajo el Volcán (Míguez, 2014).

[47]El evolucionismo es un enfoque en permanente


expansión. Carlota Pérez, Christopher Freeman –
economistas neoschumpeterianos– y Luc Soete también
pertenecen a esta corriente, pero destacan el lugar de los
paradigmas tecnológicos que surgen a partir de la
explotación de nuevos recursos o descubrimientos técnicos.
Los dos últimos hablan también de una economía de la
innovación industrial (Freeman y Soete, 1997).

[48]Para una aproximación más detallada sobre el rol del


conocimiento en el nuevo capitalismo, ver Míguez y
Sztulwark (2013).

[49]Para una profundización de estas consideraciones en


sectores conocimiento-intensivos, ver Míguez (2011, 2012).

[50]Analizar la naturaleza y el rol del Estado en el


capitalismo, así como también la relación contradictoria
entre el Estado de bienestar y el fordismo, es sumamente
complejo y excede ampliamente los límites de este trabajo.
Algunos de los debates en torno a ello fueron reseñados en
Míguez (2010).
Epílogo
Sobre el futuro del trabajo ante
el cambio tecnológico, las
plataformas y el trabajo digital

El vaciamiento de la teoría del valor, su evacuación de


todo elemento de cuantificación que no sea referencia
genérica a la laboriosidad social y su constitución en
individualidad colectiva no suprimen la ley del valor, pero
la reducen a una formalidad (Negri, 2001 [1978]: 167).

La relación entre el cambio tecnológico y el aumento de la


productividad del trabajo, así como sus efectos sociales y
técnicos, han sido investigados desde la primera Revolución
Industrial por pensadores, ingenieros, historiadores y
economistas, como Ure, Babbage, Ricardo, Marx y
Schumpeter, por mencionar los más reconocidos y
analizados a lo largo de las páginas de este libro. A su vez,
el avance del proceso de acumulación capitalista y de la
innovación, con el consecuente reemplazo de trabajadores
por máquinas y su efecto sobre el empleo, siempre ha
generado fuertes resistencias, desde el movimiento luddista
en el siglo XIX hasta la resistencia sindical en el siglo XX. En
el siglo XXI debemos considerar un elemento adicional para
evaluar el impacto del desempleo tecnológico: el efecto de
las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y
las plataformas, es decir, lo propio de un capitalismo que se
basa en la valorización del conocimiento como eje del
aumento de la productividad y las ganancias.
El avance del cambio tecnológico y el ascenso vertiginoso
de las plataformas alimentan el fantasma del llamado
desempleo tecnológico y, en última instancia, del reemplazo
total de trabajadores por máquinas, o, lo que es lo mismo, la
inminencia del fin del trabajo. Sin embargo, como se trata
de un proceso técnico y social complejo, para analizar con
fundamento estas consideraciones es necesario diferenciar,
por un lado, los efectos de distintos tipos de cambios del
proceso de producción y, por el otro, el verdadero estatus
de las transformaciones recientes a partir de la llamada
cuarta Revolución Industrial, la industria 4.0, y el avance de
un capitalismo de plataformas.
Para avanzar sobre estas cuestiones, conviene distinguir
los efectos de procesos que se superponen, pero que son
diferentes, y clarificar sus efectos sobre el empleo y el
mercado de trabajo, como son los procesos de
automatización, de robotización y de digitalización de la
producción, que hemos analizado a lo largo de este libro.
Repasemos cada uno de ellos.
El proceso de automatización de la producción tiene que
ver con la eliminación del factor humano en los procesos
productivos, y podemos rastrear su origen en el propio
nacimiento de la gran industria, en el siglo XIX, y su
desarrollo en las industrias de producción en serie
(automóviles, electrodomésticos, etcétera) y de flujo
continuo (petroleras, cementeras, etcétera), en el siglo XX.
La reducción de la intervención del hombre y su reemplazo
por mecanismos automáticos ha movido la innovación
capitalista a partir de las virtudes asociadas a las máquinas.
La principal virtud de estas es la capacidad de cristalizar
conocimientos y saberes sociales de todo tipo en su
creación y funcionamiento, así como también la poca
resistencia que ofrecen al propietario para su uso. Como
señala la conocida expresión, “las máquinas no se rebelan”
y evitan al capital tener que lidiar con las reivindicaciones
del trabajo.
La tendencia a la automatización en el siglo XX acompaña
los cambios en la organización del trabajo del taylorismo y
del fordismo, los cuales, buscando economías de tiempo,
introdujeron deliberadamente dispositivos automatizados en
numerosos procesos industriales. Producir mayores
volúmenes de mercancías con menor número de
trabajadores es una señal de aumento de la productividad
del trabajo efectivamente empleado. Estos procesos se
dieron en el contexto de un capitalismo de tipo fordista (y
de un socialismo real igualmente industrializante), en el que
la producción de bienes homogéneos era acompañada por
su consumo en masa, y, a su vez, los aumentos de
productividad eran negociados y acompañados con
aumentos de salarios. A partir del predominio de los modos
de acumulación fordistas, el estudio de los tiempos y de los
movimientos del proceso de trabajo industrial acompañaron
la estandarización de los componentes y la automatización
de los procesos. La automatización supuso numerosas
innovaciones técnicas desde la introducción de la cadena de
montaje por Ford hacia el 1900. Hasta los años setenta del
siglo XX, esa automatización mecánica fue el paradigma de
la civilización industrial.
En esos años setenta comenzaron a introducirse los
robots –de forma lenta pero creciente– en la producción
capitalista de los países industrialmente avanzados. La
robotización parecía representar una tendencia que, al igual
que la automatización, suponía reemplazar trabajadores por
máquinas. Pero, en sentido estricto, la robotización no es lo
mismo que la automatización, porque, como dijimos, esta
consiste en producir sin la intervención del hombre en el
proceso productivo. Sin embargo, el robot es un autómata,
es decir, es algo que se mueve por sí mismo, un artefacto
que no es un hombre, pero lo imita. La idea de la
robotización circuló durante todo el siglo XX bajo la forma de
un mundo poblado por robots para hacer las tareas
cotidianas. En un primer momento, el robot estaba pensado
y funcionaba para el ocio, más que para el trabajo. El robot
tocaba música, eran muñecos que hablaban e imitaban al
hombre, y –si bien eran altamente sofisticados– fueron
bastante poco útiles en términos productivos hasta la
década de 1950. El robot es un invento, pero no siempre –
siguiendo a Schumpeter– es una innovación, un invento
llevado exitosamente al campo de la producción. El robot
empieza recién a ser productivo después de los años
cincuenta, cuando se introducen con fuerza en el sector
automotriz, en el que luego serán controlados por
computadoras, las cuales, al principio, eran enormes e
incómodas. Nace la robótica industrial, pero no se trata ya
del hombre mecánico multiuso, sino de robots industriales o
artefactos como lavaplatos, fotocopiadoras, cajeros
automáticos, robots agrícolas que recogen frutas de los
árboles, o dispositivos que ordeñan vacas. Con el tiempo,
los robots industriales fueron mejorando el hardware, los
chips para las cámaras (para visón artificial) y los sensores
que permiten realizar movimientos.
La automatización mecánica, así como los robots, era
resultado del estudio de las prácticas humanas del proceso
de trabajo. El taylorismo, antes que un proceso de aumento
de la velocidad del trabajo con el uso del cronómetro,
consistía, centralmente, en un proceso de codificación de
los conocimientos, las habilidades y las pericias de los
trabajadores, así como también de la posibilidad de traslado
a dispositivos maquínicos. Como señalaron siempre los
teóricos del marxismo obrerista italiano, el virtuosismo
obrero era anterior a su captura por el capital.
Los procesos de automatización y robotización serán
luego asistidos por la revolución microelectrónica de los
años sesenta y la revolución informática desde los años
setenta. Sin embargo, no debemos dejar de mencionar
como antecedente el esfuerzo de desarrollar, desde los años
cincuenta, la llamada inteligencia artificial, junto con
conceptos y disciplinas como la cibernética y la informática.
La inteligencia artificial procuraba también reeditar
capacidades humanas, esto es, imitar habilidades humanas
usando máquinas. En un principio, se buscaba reemplazar la
capacidad de cómputo propia del cerebro humano (la
célebre máquina de Turing en 1950), y luego, la capacidad
de reconocer la voz o de jugar al ajedrez. Los juegos están,
desde el comienzo, ligados a la cibernética y al
procesamiento de la información. La capacidad de procesar
supone analizar, filtrar y categorizar información, aplicar
algoritmos a los datos y tomar decisiones. Pero a esa
capacidad, en ese momento, le faltaba el volumen de datos
que en la actualidad son provistos por el big data (Malvicino
y Yoguel, 2014, 2016; Malvicino, 2017). No obstante, se
producen grandes avances en el procesamiento de datos
que realiza una máquina (la máquina de Turing; luego, una
red neuronal; luego, la computadora con los algoritmos)
intentando emular un cerebro. De modo que el desarrollo de
la inteligencia artificial tuvo sus vaivenes hasta los años
recientes, en los que resurge de la mano del auge de las
tecnologías de la información y la comunicación (TIC).
El auge de las TIC supone la digitalización, es decir, la
posibilidad técnica de convertir todo tipo de señales
(sonidos, imágenes, información, datos, etcétera) en
códigos formados por ceros y unos (0 y 1) y transmitirlos
por las redes (arpanet y luego internet, con mayores flujos y
velocidad gracias a la fibra óptica). La revolución
informática supuso cambios en el hardware y el software, y
cierta renovación de las computadoras, hasta la
introducción de las computadoras personales y la difusión
general de la informática y del estudio de los sistemas de
información.
La revolución informática fue transversal a todos los
sectores económicos, y su aplicación contribuyó también al
despegue de otras ramas de la tecnología, como la
biotecnología, desde los años setenta, y la nanotecnología,
desde los años ochenta, lo que potenció los procesos de
producción basados en la valorización del conocimiento. La
biotecnología surge a partir del descubrimiento de la
estructura del ADN, en 1953, y, potenciada por la
informática, influye en las transformaciones posteriores de
los sectores farmacéutico y agropecuario, así como también
en la ingeniería genética y en la medicina. La
nanotecnología es la ciencia de los materiales que permite
elaborar materiales y objetos con propiedades (magnéticas,
ópticas, eléctricas, térmicas, etcétera) mejoradas o nuevas,
como cerámicas flexibles, cauchos metálicos, etcétera. Este
auge de las ciencias está en la base de la producción de
bienes conocimiento-intensivos y establecen nuevas
relaciones entre la universidad y la industria, lo que fuerza
también una transformación de la producción y del trabajo
demandado, y potencia la polarización de las calificaciones
en todos los sectores productivos, no solo en los high tech.
Con el auge de las TIC se potencian las transformaciones
de la automatización, la robotización y la digitalización de la
producción, y, de la mano de la reestructuración de la
fábrica fordista –su desintegración vertical–, desde los años
ochenta, y la fragmentación global de los procesos de
producción, desde los años noventa, comienzan a tomar
fuerza las ideas en torno a un posible fin del trabajo, como
rezaba el título de un discutido best seller de Jeremy Rifkin
publicado en 1994, y que suscitó numerosos debates en esa
década.
El último paso de esta serie es el proceso de
plataformización de la producción de bienes y servicios (se
habla, incluso, de un capitalismo de plataformas). Las
plataformas pueden ser concebidas como infraestructuras
digitalizadas que conectan un público de oferentes y otro de
demandantes o usuarios de cierto servicio. La forma que
adoptan es la de intermediación, y los principales objetivos
son la captura, la agregación y la resignificación de datos
digitales, cuya organización es el modelo de negocios de los
grandes oligopolios de internet: Google, Amazon, Facebook,
Uber o Airbnb. Existen plataformas de comercio electrónico
(como Amazon), otras están basadas en mercancías
gratuitas (datos que voluntariamente cedemos y
actualizamos todos los días y que luego son vendidos, como
Facebook o Google) o en servicios on demand (como Uber,
para movilidad, o Airbnb, para alquileres temporarios), y
existen también servicios de correo, mensajería o delivery
de productos (como Rappi o Glovo). Los elementos claves
de las plataformas son los algoritmos (el Page Rank de
Google y el Edge Rank de Facebook), y la materia prima son
los datos, potenciados por el manejo del big data (Malvicino
y Yoguel, 2014, 2016; Malvicino, 2017).
El trabajo directo que generan estas plataformas dentro
de la empresa es para un limitado número de
programadores y analistas de datos, envueltos en el
desarrollo de algoritmos. En 2018, Facebook tenía 30.000
empleados en todo el mundo; Google, 85.000; Microsoft,
130.000, y Apple, apenas 123.000. Es muy poco comparado
con el trabajo que comanda la plataforma, ya que son
millones los choferes de Uber o los repartidores de Rappi o
de Amazon en el último kilómetro de entrega, o si
comparamos los trabajadores directos de Amazon –con sus
depósitos robotizados– con Wallmart, el mayor empleador
en comercio minorista del mundo.
Las plataformas están generando, a nivel de las ciudades,
una transformación en la forma de la provisión de diferentes
servicios, lo que requiere abordarlas desde una
aproximación tecnológica, económica, social y laboral. Estas
transformaciones están en curso y se superponen con las
transformaciones tecnológicas derivadas de la dinámica de
la innovación propia del capitalismo: la mencionada
tendencia a la automatización, la robotización y, más
recientemente, el uso de las TIC en la industria y los
servicios.
En relación con los cambios mencionados, debemos
analizar y clarificar los efectos de las transformaciones en la
industria asociados al paradigma de la industria 4.0,
respecto del propio proceso de plataformización de
numerosos sectores productivos. Los cambios en los
sectores de informática y biotecnología y la digitalización de
la información vienen transformando aceleradamente la
dinámica del capitalismo, lo que viene siendo estudiado,
desde muy diferentes perspectivas teóricas, por disciplinas
como la economía del conocimiento y la economía
industrial, y por los estudios sociales de la ciencia y la
tecnología (Srnicek, 2018; Fumagalli et al., 2018).

El trabajo y las plataformas: acerca del trabajo


digital
La omnipresencia del trabajo informático y de las técnicas
computacionales en la creación de objetos técnicos
digitales, como los algoritmos y las propias mercancías
físicas, es suficiente para detenernos en los efectos más
inmediatos que operan en la base de los cambios técnicos,
dentro del proceso de trabajo, y de los cambios
organizacionales de una nueva lógica de producción
posindustrial que involucra la producción con investigación
y desarrollo, las finanzas, la logística y el marketing.
El flujo de información y la producción, acumulación y
monetización de datos, propio de las dinámicas productivas
contemporáneas, son inexplicables sin el trabajo digital de
miles de programadores y sin el aporte de millones de
usuarios que, voluntaria o involuntariamente, ponen sus
datos personales a disposición de los oligopolios de internet
y de las empresas de plataformas. Los datos y las
estructuras computacionales que permiten la comunicación
entre bases de datos son las entidades que se encuentran
en la base de estos cambios (Malvicino, 2017).
Algunos autores han denominado la actividad de producir
datos como free labour (Terranova), y otros, en la medida en
que ello supone el uso de medios digitales, como digital
labour (Pasquinelli, Fuchs, Casilli, Fumagalli). Estos planteos
buscan captar el carácter apropiador, por parte de los
oligopolios de internet, de la cooperación individual y social
que produce esta información, resaltando el hecho de que
los individuos que proveen los datos necesarios para el
funcionamiento de estas plataformas no reciben
reconocimiento ni remuneración alguna por su fundamental
aporte. Consideremos brevemente algunos de estos
planteos.
Tiziana Terranova subraya –en línea con nuestros
argumentos– la naturaleza cambiante de la automatización,
desde el modelo industrial termomecánico al propio de las
redes electrocomputacionales, en el que se inscriben los
algoritmos y sus automatismos:

Al observar la historia de la implicación entre capital y


tecnología, se hace evidente que la automatización ha
evolucionado distanciándose del antiguo modelo
termomecánico de la cadena de ensamblaje industrial
hacia las redes electrocomputacionales diseminadas del
capitalismo contemporáneo (2017: 93).

Para la autora, los datos surgidos de la interacción en las


redes sociales, así como el uso de aplicaciones para
smartphones (bajo plataformas Apple o Android), también
son objeto de acumulación y monetización: “De hecho, las
tecnologías digitales y las redes sociales ‘cortan al interior’
de la relación social misma, es decir, hacen de ella un
objeto separado e introducen una nueva relación
suplementaria” (p. 105).
El trabajo libre o free labour de los usuarios e internautas
es el que produce estos datos, pero sujeto al arbitraje de las
plataformas y los algoritmos:

En las redes y los plugins sociales, estas acciones son


convertidas en objetos técnicos separados (como
botones, cajas de comentarios, etiquetas, etcétera) que
son entonces vinculados a estructuras de datos
subyacentes (por ejemplo, el grafo social) y sujetos al
poder de clasificación de los algoritmos (pp. 105-106).

Para reforzar sus argumentos, Terranova toma algunas


definiciones del experto en medios digitales de la
Universidad de California, Benjamin Bratton:

Bratton define las aplicaciones móviles para plataformas


como Android y Apple como interfaces o membranas que
vinculan dispositivos individuales con una gran base de
datos almacenada en una “nube” (centros masivos de
almacenamiento y proceso, propiedad de grandes
corporaciones) (p. 107).
En un sentido similar, podemos ubicar la posición de Matteo
Pasquinelli, quien introduce la discusión del free labour
analizando el modelo de negocio de uno de los mayores
monopolios de internet: Google. A diferencia de los análisis
que, siguiendo una línea foucaultiana, subrayaban el
carácter de Google como un aparato de vigilancia global y
de captura de contenidos producidos por la sociedad, su
mirada sugiere que existe otro lado del problema, menos
analizado. En sus palabras, Pasquinelli afirma que Google
tiene una “economía política”, extrae valor de nuestras
vidas “transformando el common value en network value”.
Según este autor, la mirada biopolítica basada en Foucualt
suele olvidar un punto señalado por Paolo Virno: el hecho de
que las estructuras biopolíticas preceden a los aparatos de
captura (Pasquinelli, 2009: 3-4). Se trata de una afirmación
que, vale la pena recordar, va en el mismo sentido que la
clásica consigna del obrerismo italiano de la anterioridad del
trabajo frente al capital.
Para Pasquinelli, Google produce valor a través de su
algoritmo –el Page Rank–, que clasifica los resultados de las
búsquedas en internet inspirado en el sistema de citas
académicas (en el que el valor de un artículo académico se
calcula según el número de citas que recibe de otros
artículos), y reordena en un ranking el conocimiento
colectivo a una escala propietaria en función de la cantidad
y la calidad de los links. La posición en el ranking de Google
funciona como un indicador de la condensación de la
atención y de los deseos colectivos, del mismo modo que
podría establecerse –y medirse– el rating sobre una
audiencia en los medios de comunicación. Del mismo modo
que en los medios de comunicación, este lugar en el ranking
supone un valor por fuera del espacio digital que muestra
cuán significativo es un sitio o un link para los internautas y
que puede ser monetizado (2009).
Para Pasquinelli, el Page Rank de Google es la primera
fórmula para calcular el attention value, que, a su vez, es la
condición para transformar ese attention value en monetary
value a partir de los ingresos derivados de la publicidad, ya
que su mayor visibilidad debe ser correspondida por
mayores potenciales ingresos publicitarios. El ranking de
Google determina de forma monopólica la visibilidad y la
importancia de cada website, ya sea de individuos o de
empresas (p. 7). Por cierto, Google no crea ni produce
contenidos, sino que soporta contenidos libres que son
producidos por el free labour, y se apropia de una plusvalía
maquínica (en los términos de Deleuze y Guattari) (p. 8) o –
en línea con Vercellone (2011)– renta cognitiva (p. 10).
Aunque Google ofrece un servicio, que consiste en acceder
velozmente y ordenar una cantidad cuasi infinita de
información, su carácter parasitario se basa en el uso de
contenidos producidos por la inteligencia colectiva y en los
ingresos por la publicidad web que ofrece, lo que lo
convierte en un rentista global: “Google puede ser descripto
como un rentista global que está explotando las nuevas
tierras de internet sin necesitar estrictamente de
cercamientos ni tampoco producir contenidos” (ídem;
traducción propia).
Otro teórico de los medios, Christian Fuchs, analiza el
trabajo digital desde una crítica de la economía política de
los medios de comunicación, esto es, de la producción,
distribución y consumo de recursos comunicacionales, y
también focaliza en Google su mirada inicial del tema
eludiendo cualquier crítica moral sobre la firma de
California.
Por un lado, critica la posición de Pasquinelli, en cuanto a
la idea de que Google crea valor, y la noción misma de
renta cognitiva (y, de paso, la posición de muchos marxistas
del posobrerismo italiano que suscriben a la idea de
Vercellone del devenir renta de la ganancia). Fuchs atribuye
a Pasquinelli un determinismo tecnológico incompatible con
Marx cuando señala que el algoritmo crea valor. Fuchs
argumenta que, según Marx, la tecnología nunca crea valor,
sino que es una herramienta usada por el trabajo humano
para crear valor (2011: 8). Aquí podríamos cuestionar la
idea de que la tecnología es un medio de producción, tal
como lo es una herramienta, y que no pueda ser pensada,
siguiendo a Virno, como trabajo intelectual, saber o
conocimiento, que circula como trabajo vivo sin cristalizarse
en un soporte material. Fuchs critica la pertinencia de la
categoría renta para analizar el excedente apropiado por las
empresas tecnológicas, como Google, por el hecho de que,
según él –y siguiendo al Marx de El capital–, la renta es un
ingreso cambiado por tierra, nunca por trabajo (p. 9). En
Fuchs parece habitar la idea de que, como la renta no
supone plusvalor, entonces ello equivaldría a negar la
explotación del trabajo digital. Convendría tomar recaudos
con el uso del concepto de renta en Marx y tratar de pensar
el sentido preciso que quiere darse en Pasquinelli y en el
marxismo italiano, algo que no podemos desarrollar en el
marco de este trabajo.
Por otro lado, Fuchs propone seguir la idea del
prosumidor, avanzada a inicios de los años ochenta por
Alvin Toffler y alineada con la idea de Dallas Smythe de la
necesidad de los medios de vender una audiencia como
mercancía (Fuchs comparte con Smythe la idea de crear una
economía política marxista de la comunicación). La idea del
prosumidor supone un usuario-consumidor que, además,
contribuye a producir una mercancía. Las empresas como
Google se apropian, justamente, del trabajo de estos
prosumidores que, además de constituir un público o una
audiencia pasiva, como en los medios televisivos y radiales,
producen contenidos digitales que suben a la red (pp. 9-10).
Se produce, por lo tanto, una plusvalía derivada del trabajo
de los productores de contenidos web y de los usuarios de
sus servicios gratuitos, los cuales, en su actividad impaga
en la plataforma, estarían realizando un trabajo. Para Fuchs,
constituyen un trabajo impago actividades como la
búsqueda de una palabra clave en Google, el envío de un e-
mail, traducir una oración con Google Translate, subir un
video a YouTube, buscar un libro en Google Print, buscar un
lugar en Google Maps o en Google Earth, mantener un blog,
postear comentarios o subir fotos en Picassa (p. 10). Luego,
volveremos sobre la pertinencia de tomar como trabajo
cualquier actividad humana o interacción consciente.
Según Fuchs, Google y las plataformas digitales venden
datos de los usuarios de sus servicios gratuitos a otras
empresas, que los adquieren a fin de establecer publicidad
dirigida a un público que muestra intereses o inclinaciones
previas hacia determinados productos o servicios. Ofrecen
una tercera mercancía (Google prosumer commodity) a
partir de esos datos de usuarios y prosumidores para
seleccionar públicos que sean target de publicidades y
generar beneficios monetarios. Las actividades de los
usuarios y prosumidores constituyen trabajo productivo, que
produce plusvalía, y completamente impago. Google es una
máquina de explotación que instrumentaliza a los usuarios y
a sus datos voluntaria o involuntariamente generados (p.
11).
Además, para Fuchs, la dimensión más inquietante de
Google es que constituye también una máquina de
vigilancia fenomenal, ya que recolecta información
personal, académica, política, social y financiera de todos
los usuarios, y mediante sus departamentos de inteligencia
artificial avanza en conocer los patrones de consumo en
tiempo real, pasibles de colocarse al servicio de los
gobiernos que así lo requieran para aumentar el control de
las poblaciones (p. 13).
A partir de estas consideraciones, Fuchs avanza hacia una
teoría social que supone formada por diferentes
subsistemas (económico, político, cultural) y muestra cómo
Google opera con intensidad en cada una de estas
dimensiones con diferentes aplicaciones (pp. 16-20).
Finalmente, la gestión de la fuerza de trabajo dentro de la
empresa se encuentra mistificada con las técnicas del
management propias de lo que Boltanski y Chiapello han
denominado “el nuevo espíritu del capitalismo” (2002), en
el que se supone que las formas de gestión de la fuerza de
trabajo de tipo taylorista fordista dieron paso a dispositivos
del management participativo, que contempla un tiempo
para ser usado en proyectos personales ajenos a la
empresa, pero que luego son monitoreados como parte de
dispositivos que aseguren pertenencia a un ethos creativo
(y que vigilen también en la esfera no laboral la presencia
de actitudes contrarias al trabajo o al sistema capitalista) (p.
13).
En un trabajo posterior, Fuchs analiza consecuencias
adicionales a las señaladas, tomando como casos de estudio
del trabajo digital las plataformas sociales Facebook y
Twitter, por considerarlas medios de producción para la
creación de valor y ganancias:

Todo este tiempo no es solo tiempo de reproducción, es


decir, tiempo para la reproducción de la potencia laboral,
sino, al mismo tiempo, de trabajo que produce los datos
de los productos que son ofrecidos por Facebook y Twitter
para la venta a los clientes de publicidad. En el proceso
de consumo, los usuarios no solo reproducen el poder de
su trabajo, sino que producen commodities. Así que en
Facebook, YouTube, Twitter, etcétera, todo el tiempo de
consumo es tiempo de producción de commodities (2012:
704; traducción propia).

Antonio Casilli es otro autor que se ocupa del trabajo digital


y también del modelo de negocio de las plataformas, cuyo
valor es acrecentado por este trabajo. Casilli reconoce como
antecedentes específicos del digital labour el llamado
trabajo de la audiencia, del mencionado Dallas Smythe, y el
denominado trabajo del consumidor, estudiado por Marie
Anne Dujarier, así como también, más en general, el
llamado trabajo implícito o invisible, como el de
reproducción, teorizado por el feminismo a partir de los
años setenta, y el trabajo inmaterial, debatido en los años
noventa (Casilli, 2016: 2).
Para señalar la característica propia del trabajo digital,
Casilli subraya la clásica diferencia semántica de las
expresiones inglesas labour y work: en el primer caso, el
trabajo se impone como una actividad eminentemente
social (el trabajo como relación social), mientras que, en el
segundo, remite a una actividad que supone un esfuerzo
físico para modificar la realidad (Vörös y Casili, 2017: 44). El
trabajo digital, según Casilli, se manifiesta en torno a cuatro
ecosistemas, a partir de los cuales los usuarios realizan
actividades online u obtienen un servicio: las plataformas de
consumo colaborativo on demand (como los servicios de
Uber y Airbnb), el microtrabajo (portales como Amazon
Mechanical Turk), las redes sociales (como Facebook,
Twitter, YouTube, Instagram, WhatsApp) y el internet de las
cosas (por ejemplo Nest, de Google) (Casilli, 2016: 3-5;
Vörös y Casilli, 2017: 44).
El hecho de ser una actividad social se ve reflejado en
que es un cambio de paradigma que atraviesa todas las
industrias actuales (de allí la expresión popularizada como
uberización), y cuya importancia en términos de
participación en el PBI y en el empleo crece en toda Europa
de forma extremadamente capilarizada y sofisticada (ya en
2014 representaba el 32% del total del empleo) (Casilli,
2016: 10).
Según Casilli, este carácter ubicuo y sofisticado no debe
ocultar el hecho de que el valor producido no es singular,
sino social, resultado de un efecto de red, de la interacción
social con otros. Sin embargo, la plataforma insiste en
evaluar individualmente, y así lo hacen los consumidores (p.
8). Por ejemplo, en el caso de Uber, el pasajero evalúa al
chofer y viceversa. Las métricas de performance suponen la
contabilización de likes, followers, scores de reputación de
los consumidores de servicios de movilidad de Uber, de
libros de Fiodora (Vörös y Casilli, 2017: 45). El algoritmo, en
cambio, repara en los metadatos (día, hora, dirección de IP
sobre una imagen, información o archivo que circula). A su
vez, el trabajo digital supone una parasubordinación, puesto
que no hay sugerencias, sino órdenes explícitas en forma de
notificaciones, alertas, mensajes. El trabajo dentro de la
plataforma es el de una subordinación, el propio de un
autoentrepreneur, un trabajador de sí mismo, objeto de las
técnicas del management y del discurso del
emprendedorismo (p. 50).
A diferencia de algunas propuestas, Casilli no propone la
remuneración individual de los usuarios, sino una renta
universal incondicionada para todos los individuos como
partes de una sociedad altamente conectada, así como
aboga por la creación de plataformas públicas colaborativas
como alternativas a los monopolios de internet (Casilli,
2016: 9).
Fumagalli analiza también la creación de valor a partir de
los datos, y propone la idea de valor de red, que se obtiene
por el procesamiento de datos por medio de algoritmos
dentro de diversos tipos de plataformas:

Las plataformas recopilan información con el fin de


procesarla. Son un input productivo dentro de un ciclo de
producción inmaterial, cuyos output (publicidad,
relaciones, inducción al consumo) producen un valor de
cambio (valor de los datos), sobre la base de la tecnología
de apropiación algorítmica (la propia plataforma) (2018:
25).

Según el autor, esta tarea es una función corporativa que


nos remite a la idea de Schumpeter de función empresarial
(Míguez y Sztulwark, 2013). En palabras de Fumagalli:

Por lo tanto, la inteligencia empresarial es un sistema de


modelos, métodos, procesos, personas y herramientas
que hacen posible la obtención y la distribución regular
de datos generados por una compañía mediante su
elaboración, el análisis y la agregación. El resultado es
conocimiento transformado en información, utilizable de
una manera simple, flexible, y un medio efectivo para
asistir en decisiones estratégicas, tácticas y operativas. El
sistema de inteligencia empresarial implica recolección
de datos de la compañía; su limpieza, validación e
integración; el subsecuente procesamiento de datos,
agregación y análisis; y el fundamental uso de esta
cantidad de datos en procesos estratégicos y mejorados.
De esta forma, es posible estructurar el ciclo real de vida
del proceso de valorización del sistema big data, el cual
puede ser descripto sobre la base de sucesivas
operaciones que comienzan con la captura/apropiación de
datos, su organización, integración, análisis y acción (pp.
28-29).

A su vez, los algoritmos constituyen la base sobre la cual se


sostiene el aprendizaje automatizado, y definen para las
empresas una nueva composición del capital: “El
aprendizaje automatizado (machine learning) se ha
convertido hoy en día en la principal herramienta para la
capacidad del capital de subsumir y capturar la cooperación
social, transformando profundamente el tradicional modo de
producción capitalista” (p. 29). Es curiosa la afirmación que
señala el avance de cierta automatización de la
automatización, que vuelve prescindible incluso el trabajo
informático de los trabajadores dentro de la plataforma. No
se contempla que los algoritmos son a su vez programados
por trabajadores informáticos, sino que se considera que
estos programan su propia exclusión del proceso. Fumagalli
retoma la distinción entre trabajo (work) y labor (labour):

Trabajo (work) digital sería el realizado por los


trabajadores comandados por las plataformas (por
ejemplo, los choferes de Uber), mientras que labor
(labour) digital remitiría a la actividad humana utilizada
por otros modelos de negocios basados en plataformas,
como Facebook y Google, que descansan en una nueva
composición del capital capaz de capturar la información
personal y transformarla en big data (p. 31).

En este sentido, lo que nosotros consideramos un trabajo


digital por definición –el trabajo informático– tiende a verse
invisibilizado, como formando parte de una iniciativa del
capital que lo comanda. Para Fumagalli, ese trabajo lo
realiza una nueva composición del capital, la que captura la
información personal y la transforma en big data, como se
analiza a partir del caso paradigmático de Facebook, más
que del trabajo digital o informático. La materia prima son
los datos subidos voluntariamente por los individuos y sin
remuneración, pero estos no estarían realizando un trabajo,
dado que Facebook no organiza directamente ni controla la
cooperación social de los usuarios (pp. 32-33). Se
diferencian claramente de los teóricos del digital labour en
este aspecto, y en ello estamos de acuerdo. Pero en esta
definición de digital labour, el trabajo de producir desarrollo
de software queda desdibujado, ya que consideran que la
labor digital introduce nuevas formas de explotación que
van más allá de la clásica relación salarial (p. 32).
El recorrido por las diferentes posiciones recientes sobre
el llamado trabajo digital nos suscita la siguiente
observación. El hecho de que el proceso de valorización
exceda al proceso de trabajo no significa que no lo
contenga. Lo contiene y va más allá de él. Esto es lo que los
teóricos como Negri han denominado subsunción real de la
vida al capital. Todas las actividades vitales son apropiables
y mercantilizables por el capital, no solo el trabajo. Pero la
distinción entre trabajo y actividad debe ser reforzada, ya
que el capital se apropia de los frutos de toda actividad
humana (como hizo y hace con el trabajo producido por el
hombre), sin que ello convierta a esta en trabajo. El proceso
de valorización presupone, y a la vez excede, al proceso de
trabajo. Esta atribución propia del capitalismo
contemporáneo, que podríamos resumir simplificadamente
como la expropiación del general intellect, es correcta y
ampliamente reconocida por los teóricos del digital labour,
pero en el uso de las nociones de trabajo y actividad no hay
una distinción tajante, sino un uso intercambiable de ambos
términos.
Independientemente de reconocer el hecho de que con la
subsunción real de la vida al capital toda actividad social es
inmediatamente productiva, ello no le confiere el carácter
de trabajo. Reconocemos que el punto es discutible, incluso
cuando Negri señala: “[…] cuando Marx dice que el capital
es productivo porque invade y somete a la sociedad a los
procesos de producción de plusvalor, que se entiende por
trabajo productivo, sino que toda la actividad social lo es
(contrariamente a la lectura anterior del concepto de
trabajo productivo)” (2019: 78). Estamos de acuerdo en una
interpretación que señala que toda actividad es productiva y
susceptible de valorización, pero no necesita para ello
revestir el carácter de trabajo como actividad orientada a
un fin prefigurado en la mente del realizador.
Existen actividades sin fines de lucro que, de manera
creciente, son susceptibles de ser traducidas a dinero,
reputación (likes, clics), puntos, etcétera, a partir de las
posibilidades habilitadas por las plataformas. Estas
actividades son incentivadas por las plataformas, dado que
estimulan su uso y son funcionales a sus modelos de
negocio. Por lo tanto, las plataformas permiten
comportamientos tanto altruistas como mercantiles, pero
inducen especialmente a los segundos. La traducción de la
evaluación que realizan los usuarios y/o internautas en
valores monetarios supone un desafío para las formas de
establecer los precios y los pagos por los servicios provistos
por las plataformas.
A partir de una extensa investigación empírica sobre un
sector fundamental para el despliegue de las plataformas,
como es el sector de desarrollo de software (Míguez, 2011a,
2012a), podemos diferenciar tres situaciones:

El trabajo dentro de las plataformas: se trata del


complejo trabajo realizado por desarrolladores y
analistas informáticos de todo tipo, que movilizan los
conocimientos derivados de la programación y que
suelen ser relativamente poco numerosos, muy
calificados y, aun así, sujetos a dispositivos de control
sofisticados.
El trabajo comandado por las plataformas: son los
trabajadores quienes deben prestar los servicios de las
plataformas. Se trata de trabajos que existían antes
bajo otras modalidades y que se ven resignificados por
la asignación desde la plataforma y la evaluación de los
usuarios (choferes de Uber, repartidores de correo o
mensajería, comidas rápidas).
Las actividades de las que se nutren las plataformas:
son las actividades que consciente o inconscientemente
(subir una receta de cocina a la web o usar la red del
metro), de manera interesada o desinteresada (ser un
youtuber o subir un video a YouTube), generan datos,
como patrones de consumo, tendencias y audiencias,
que son necesarios para el funcionamiento y el
perfeccionamiento de las plataformas, y que pueden, a
su vez, ser convertidos en mercancías (Facebook puede
vender a empresas que producen bienes todo tipo de
información referida a usuarios reales o potenciales de
sus productos, para mejorar el conocimiento de la
demanda de esas mercancías).

Algunas son desinteresadas y responden a necesidades


expresivas o a la búsqueda de recompensas simbólicas,
como en el caso del software libre (que, sin embargo, es
cada vez más usado en actividades con fines comerciales)
(Míguez, 2012c). Algunas de ellas pueden ser remuneradas,
por lo cual el carácter laboral o no de estas actividades no
suele ser fácil de elucidar. En cualquier caso, los criterios de
demarcación de las diferencias entre trabajo y actividad se
vuelven cada vez más complejos. Situaciones novedosas
hacen que las fronteras se vuelvan cada vez más difíciles de
establecer (por ejemplo, cuando personas acumulan puntos
de videojuegos para ser vendidos a otros jugadores, lo que
tensiona al máximo los límites entre juego y trabajo). Estas
tensiones entre ocio y trabajo pudimos observarlas en
nuestra investigación sobre el desarrollo de videojuegos, en
el que el testeo de estos era realizado para detectar errores
y no con fines lúdicos (Zangaro y Míguez, 2016).
Para nosotros, el trabajo del programador de los
algoritmos y el del usuario de plataformas que consciente y
voluntariamente (y más aún inconscientemente) aporta sus
datos no suponen el mismo grado de implicación subjetiva,
aun cuando ambos tipos de tareas sean necesarias para la
provisión del servicio o el funcionamiento de las plataformas
y del sistema económico en general (Míguez, 2011a, 2012a;
Míguez y Lima, 2017). Aceptar el uso productivo de los
datos y de la actividad (consciente e inconsciente) de los
usuarios como parte de la producción de riqueza de la
sociedad no supone transformar en equivalentes todas las
actividades –ni tampoco pretender establecer una
jerarquización de estas–, sino mantener una distinción
analítica a los fines de entender la lógica concreta de
procesos productivos cada vez más sofisticados, aun
asumiendo que las fronteras entre actividad y trabajo se
vuelven cada vez más difíciles de establecer.
El nuevo ensamblaje de tecnologías y combinaciones
productivas del siglo XXI tiene efectos complejos sobre el
trabajo, directa e indirectamente involucrados en la
producción de valor. La gobernanza política de este nuevo
ensamblaje maquínico también supone instituciones
novedosas y complejas ya tematizadas bajo la forma del
imperio, pero que pueden actualizarse, a su vez, como
señala Terranova, al mencionar que:

Este nuevo y heterogéneo nomos supone la superposición


de gobiernos nacionales (China, los Estados Unidos, los
países de la Unión Europea, Brasil, Egipto y similares),
instituciones transnacionales (el Fondo Monetario
Internacional, la Organización Mundial del Comercio, los
bancos europeos y ONG de varios tipos) y corporaciones
como Google, Facebook, Apple, Amazon, etcétera, que
producen patrones diferenciados de adaptación recíproca
marcados por momentos de conflicto (2017: 101).

La oposición a las dinámicas de captura de rentas y de


vigilancia propias de estos oligopolios requiere una
imaginación política y alternativas concretas puntuales,
como la creación de plataformas públicas colaborativas y
más generales, como la de una renta básica incondicionada
para remunerar el carácter productivo de todas las personas
de la sociedad, productoras del general intellect.

El trabajo y el desempleo tecnológico


Estos cambios suponen, a su vez, un replanteo del futuro
del trabajo en los procesos productivos del capitalismo
contemporáneo. Asociadas a las transformaciones en curso,
surgen teorizaciones que van desde el fin del trabajo,
resultante de la automatización total de los procesos
productivos, hasta la idea de una polarización aún mayor y
creciente del mercado de trabajo, en función de las
competencias y las calificaciones, especialmente las ligadas
al sector de las TIC y de los datos, que auguran inserción
plena para los trabajadores high tech frente al sometimiento
del resto de la fuerza de trabajo menos calificada y
expuesta a las inclemencias de un desempleo tecnológico
más o menos inevitable.
Ciertamente, el avance del cambio tecnológico alimenta
un fantasma: el aumento del llamado desempleo
tecnológico y el reemplazo total de trabajadores por
máquinas. Pero se trata de un proceso social más complejo,
cuyo saldo no está tan claro. Incluso, las ideas sobre un
avance creciente y explosivo de la robotización deben ser
matizadas. Varias razones invitan a la prudencia en este
sentido:

En primer lugar, la automatización completa no es


posible. Las máquinas no se hacen ni se mantienen a sí
mismas, ni trabajan de manera totalmente autónoma: el
diseño, la programación y la reparación de las máquinas
están a cargo de seres humanos.
En segundo lugar, la automatización avanza lentamente
y de manera muy heterogénea en las distintas
empresas, sectores y ramas (no es igual en todos los
sectores ni en todos los países). A modo de ejemplo,
Foxxcon es la empresa china de manufactura que había
anunciado en 2011 que iba a reemplazar 500.000
trabajadores (casi la mitad de los trabajadores de sus 17
plantas en China) por un millón de robots en cinco años,
pero en 2016 solo había incorporado 60.000 de estos.
En tercer lugar, cuanto más avanza la automatización,
el trabajo no es que desaparece, sino que se vuelve más
intelectual (por lo general, el trabajo intelectual
desplaza al manual). Se trata de movilizar saberes, de
tener la capacidad de representarse circuitos, de
anticipar desperfectos. Un trabajo cognitivo que
requiere mayor involucramiento en el trabajo, aunque
generalmente supone más destrucción que creación
neta de empleo.
En cuarto lugar, el cambio técnico supone un aumento
de la productividad del trabajo, pero no significa
mejores salarios ni condiciones de trabajo (solo fue así
en el fordismo). En relación con este punto, la reducción
del papel del trabajo como factor de integración social
en la sociedad capitalista no significa su desaparición (el
fin del trabajo), sino la necesidad de pensar formas de
integración que no pasen necesariamente por la
inserción efectiva en una relación laboral. Esto nos lleva
a analizar el vínculo social entre el trabajo, el cambio
tecnológico y el empleo.

La relación salarial es la relación social central de las


sociedades capitalistas, y las variables que la afectan
producen consecuencias sobre las lógicas de la integración
social. Las sociedades capitalistas habían alcanzado durante
el siglo XX un desarrollo que aseguraba que el trabajo
suponía, al mismo tiempo, el acceso a un ingreso suficiente
para la reproducción del trabajador y su familia, durante
una vida de trabajo, y la integración social. Sin negar las
importantes excepciones a esta mirada simplificada ni las
contradicciones inherentes a este proceso, puede decirse
que operaba en el imaginario –y aún lo hace– la posibilidad
de una vida organizada en torno al trabajo, a una vida en la
ciudad y a una movilidad social ascendente. La potencia de
esta imagen habilita incluso tentativas de reedición del
proceso en sociedades en las que efectivamente tuvo lugar,
así como también las aspiraciones de construirla allí donde
no se alcanzó a lograrlo. Sin embargo, las transformaciones
en curso parecen encaminar los procesos en un sentido
divergente al de los famosos treinta años gloriosos del
capitalismo ocurridos en la segunda posguerra.
Como hemos señalado, por numerosas razones se
transforma el trabajo industrial de la mano de la
automatización, el cambio tecnológico y la valorización del
conocimiento, pero también se transforma el trabajo en los
demás sectores de la producción. Por ejemplo, en el sector
agrícola, el trabajo se reduce aun más que con la
industrialización del agro, operada en los años sesenta con
los tractores y las cosechadoras. En el sector de los
servicios, aumenta el trabajo y no solo en las ramas clásicas
de amalgama de la industria (transportes, comunicaciones),
sino también en la rama de servicios a la producción
(logística, consultoría, marketing) (Míguez, 2018).
La producción de servicios no recibió demasiada atención
en la literatura económica hasta los años cuarenta, en
buena medida porque se trataba de prestaciones al
consumidor –no almacenables ni transferibles físicamente–,
por lo que no eran comercializables fuera de las fronteras
(servicios personales, servicios de cuidado, de salud, de
educación). Desde los años cincuenta se expanden también
los servicios para apoyar la producción (tareas de
contabilidad, auditoría, asesoría legal, transporte,
publicidad, logística, servicios financieros, etcétera), que
son productos intermedios al interior de las empresas o
dirigidos a organizaciones, no productos finales.
El crecimiento del trabajo de servicios, que antes estaban
internalizados en las empresas, se expande con la
fragmentación global de la producción, que se produce
concentrando el trabajo creativo en las casas matrices y
llevando la manufactura a países de bajos salarios. Eran
mayores también los requerimientos organizacionales
debido al aumento de la complejidad de la gestión, ante la
dispersión geográfica de los distintos departamentos y de la
necesidad de coordinación entre filiales y casas matrices.
Por todo ello, desde los años setenta, el crecimiento del
empleo en el sector terciario es complementario a la
relativa reducción del personal de las plantas industriales en
el centro, al tiempo que se trasladan a países de menores
salarios de la periferia. No obstante, a pesar de estos
movimientos, buena parte de los países –tanto desarrollados
como en desarrollo– muestran un mayor volumen de
empleo en los servicios.
Estos trabajos requieren nuevas habilidades,
calificaciones y competencias, pero se prestan bajo formas
de contratación sumamente precarias en torno a la relación
canónica fordista, contratada, en principio, por tiempo
indeterminado. A nivel del mercado de trabajo, crece junto
con el desempleo un trabajo de tipo precario, aumenta el
trabajo autónomo y prolifera un trabajo más intermitente e
inestable. La que ya no está garantizada es, precisamente,
la integración social por la vía del trabajo. La relación
salarial debilitada ya no puede ser garante de la
acumulación del capital y, por ello, esta se expande sobre la
base del crecimiento de la deuda. Lejos de estar en crisis,
esta lógica parece haberse estabilizado y formar parte de
las nuevas reglas del juego y de un conflicto entre salarios y
un capitalismo de rentas –tecnológicas, financieras,
agrarias, urbanas, inmobiliarias–, más que de ganancias
industriales.
Para finalizar, los efectos combinados de estos cambios
tecnológicos, el ascenso de las TIC, la valorización del
conocimiento y la emergencia de las plataformas son
ambivalentes y arrojan un panorama de enorme
incertidumbre sobre la evolución del trabajo a futuro, que
dependerá también, en cada país, de la solidez de la
estructura económica y del mercado de trabajo, sobre los
cuales se inscriban estas transformaciones.

Algunas reflexiones finales


Para retomar las ideas recorridas a lo largo del libro, aclarar
la relación entre valor y trabajo requiere precisar
detalladamente la relación entre valor y tiempo de trabajo,
aspecto nodal de las reflexiones que intentamos hacer.
Como tendencia del desarrollo capitalista en general, la
producción de mercancías requiere cada vez menos tiempo
de trabajo e interviene cada vez menos el trabajo
inmediato. Por supuesto que ello no habilita a concluir que
este pueda desaparecer por completo, es decir, que se
llegue a la abolición de la necesidad de toda clase de
trabajo social, como sugirieron a fines del siglo XX posiciones
ligadas a un supuesto fin del trabajo.
Como tratamos de mostrar en el desarrollo de los
capítulos, la riqueza ya no es producida principalmente por
el trabajo humano inmediato, y el gasto de trabajo humano
se muestra como un indicador anacrónico si se lo compara
con el potencial productivo de la ciencia y la tecnología. Que
el valor-trabajo escape a la medida en un tiempo
homogéneo o devenga cada vez menos adecuado para
medir la riqueza real en un contexto de capacidades
productivas tecnológicamente avanzadas, no implica que el
trabajo no siga siendo fuente del valor. El desafío es,
justamente, pensar en qué medida ese crecimiento del
campo científico y tecnológico también está ligado al
trabajo, a un trabajo eminentemente intelectual, que
supone también un proceso de trabajo y un producto final
que tiene características diferentes a los de las mercancías
convencionales.
Para muchos analistas de la nueva etapa, la producción
de mercancías por medio de mercancías pierde su carácter
central y da paso a la producción de conocimientos
mediante conocimientos. Más interesante sería pensar en
qué medida la producción de conocimientos tiene rasgos
comunes con la producción mercantil, cuando supone la
movilización del trabajo intelectual, de las facultades
cognitivas, lingüísticas y comunicacionales de los
trabajadores, y la creación de mecanismos de
mercantilización de los productos derivados de esta
actividad científico-técnica, como los derivados de la
extensión –en todas las actividades y sectores productivos–
de los derechos de propiedad intelectual. De la misma
forma que los enclosures analizados por Marx en la
acumulación originaria permitieron el desenvolvimiento de
la acumulación capitalista, los nuevos cercamientos
intentan relanzar sobre nuevas bases la reproducción del
capital para configurar un capitalismo de nuevo tipo en el
siglo XXI, ya que sobre estos mecanismos jurídicos deberá
basarse la valorización del conocimiento. Quienes señalan
una nueva acumulación primitiva en curso también
destacan la continuidad y el resurgimiento de actividades
vinculadas a viejas formas de extracción de valor, que,
conjugadas con las nuevas, mantienen una combinación de
trabajo inmaterial y trabajo, en el sentido clásico de trabajo
material y forzado, como la característica saliente del siglo
XXI.

En este recorrido nos interesó subrayar el hecho de que la


innovación técnica no puede oponerse o estudiarse de
manera completamente aislada del trabajo. Cuando Adam
Smith consideraba que la división del trabajo podía permitir
a los trabajadores proponer mejoras técnicas, quizás no
podía tener en mente hasta qué punto el trabajo y la
tecnología podían estar vinculados. Comenzamos tratando
de reconstruir el camino trazado por quienes se
preguntaron, siguiendo la huella de Marx, por la relación
entre el trabajo y el valor en el siglo XX, en los tiempos del
pleno despliegue del capitalismo industrial. Luego
analizamos los cambios concretos en los procesos de
trabajo propios de ese capitalismo industrial a lo largo del
pasado siglo XX, así como las formas de gestión de la fuerza
de trabajo y los cambios en la subjetividad de los
trabajadores, para dar cuenta de los aspectos
determinantes de la búsqueda de economías de tiempo
propias de la lógica de valorización de esa etapa. En el
punto de máximo desarrollo de ese capitalismo industrial
encontrábamos, aunque de forma menos desplegada, la
captura de un conocimiento que estaba presente, pero sin
ser el centro de la escena.
Los cambios acontecidos en las tecnologías de la
información y la comunicación pusieron en primer plano, en
los años setenta, el cambio incipiente en la lógica de la
valorización, resultado tanto de los cambios en los medios
de producción como en la subjetividad de los trabajadores, y
que quedaba evidenciada con la informatización de los
procesos de producción, la desintegración vertical de las
empresas, la fragmentación global de la producción y el
auge de los servicios, por mencionar solo algunos de los
cambios más relevantes. Estos cambios transcurrieron en
forma paralela a los cambios en el control del trabajo, a la
movilización de los saberes e imaginarios colectivos, a la
prescripción de una subjetividad adecuada a esa nueva
dinámica, y a la captura del virtuosismo derivado de la
puesta en juego de las aptitudes genéricas del hombre en
las situaciones laborales más diversas.
La apropiación de los saberes sociales, lo que Marx había
conceptualizado como el general intellect, que tendía a
cristalizarse en los medios de producción, ya no se
concentra en la parte más intelectualizada de los procesos
productivos, en las áreas de investigación y desarrollo o en
los segmentos conocimiento-intensivos de las cadenas
globales de producción, sino que es transversal a todos los
aspectos de la producción en la mayor parte de los sectores
productivos. Todo ello habilita a caracterizar la nueva etapa
como propia de un capitalismo cognitivo y también
financiarizado, que hace del rentismo su condición de
existencia y expansión. Como hemos señalado, la renta
derivada de la innovación, de la generación deliberada de
conocimientos, requiere el cercamiento de la propiedad
intelectual y de la colectiva, de las cuales los propietarios de
activos intangibles se apropian, como lo hacía el
terrateniente de la fertilidad de la tierra. El conocimiento, un
bien común por definición, se convierte también en un
objeto de acumulación, cuando su carácter común debería
garantizarle la no apropiabilidad, ya que, si a los bienes
públicos debería corresponderles la propiedad pública, a los
bienes comunes les correspondería, justamente, la no
propiedad, o, al menos, el reconocimiento económico para
quienes contribuyen a generar esos bienes comunes, esto
es, para la sociedad toda.
Nuestro recorrido apunta a señalar que la noción de
trabajo, tal como es conocida bajo el capitalismo, se
comporta, como trabajo abstracto, como una mediación
social. El trabajo no es solo capital variable, como lo
entienden algunos economistas, ni remite únicamente al
trabajo concreto, como asumen muchos sociólogos del
trabajo. El trabajo abstracto es una mediación social que
tiende a subsumir a toda la sociedad, a pesar de que su
penetración no sea siempre absoluta, total y completa, o,
dicho de otra manera, a pesar de que no necesariamente
subsuma por completo a todo el trabajo concreto, como lo
muestra el trabajo de los no asalariados, de los campesinos,
de los desocupados, etcétera.
Algunos pensadores marxistas captaron la cuestión del
carácter dual del trabajo y del predominio del trabajo
abstracto como central en el capitalismo. Aun asumiendo
cualquiera de las definiciones que le fueron otorgadas, nos
es difícil sostener la existencia de una crisis del trabajo
abstracto, lo que no impide abogar por la necesidad de
trascenderlo. Rubin creía poder trascender las
determinaciones del trabajo abstracto mediante la
planificación; Shön Rethel, unificando trabajo manual e
intelectual; Postone, con la abolición del trabajo; Negri, con
el rechazo al trabajo, y Holloway, con un retorno al hacer, al
trabajo útil. Para algunos de ellos, la alternativa queda
planteada en la superación de un sistema de creación de
riqueza basado en el valor frente a un sistema opuesto al
valor. Nos preguntamos si puede haber riqueza social
proveniente de una fuente diferente del trabajo abstracto, lo
que amerita una reconsideración del trabajo concreto, de
las formas concretas de producir. Nos resistimos a tener que
optar entre depositar la creación de riqueza en una
sociedad centrada en el desarrollo de la ciencia y la
tecnología –para superar la mediación del trabajo
abstracto–, y redefinir la noción misma de riqueza material.
La temática, que presenta un nivel de abstracción
elevado en el plano teórico, no se puede llevar al nivel
empírico de manera inmediata. Sin embargo, invita a
preguntarnos: ¿qué transformaciones concretas debería
sufrir el trabajo para dejar de ser objeto o agente de la
valorización?, ¿cómo es pensable un trabajo no alienado?,
¿qué implica, en la práctica de quienes lo sufren, la
posibilidad de transformación de la vida cotidiana? En suma,
¿es posible la creación de riqueza social por fuera del valor,
esto es, del trabajo abstracto? Son preguntas abiertas que
no tienen respuesta unívoca. Nos preguntamos si la noción
de riqueza puede escapar de esta encerrona.
Bibliografía

Aglietta, M. (1991 [1976]). Regulación y crisis del


capitalismo. Madrid: Siglo XXI.
Altvater, E.; Hoffman, J. y Semmler, W. (1979). “El valor de
Marx”, en Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría
marxista del valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y
Presente, nº 82.
Altvater, E. y Freerkhuisen (1978 [1970]). “Sobre el trabajo
productivo e improductivo”, en Trabajo productivo e
improductivo, Críticas de la Economía Política, nº 8.
México: El Caballito.
Antunes, R. (1999). ¿Adiós al trabajo? Buenos Aires:
Herramienta.
Arruzza, C. (2018). Las sin parte. Matrimonios y divorcios
entre feminismo y marxismo. Buenos Aires: Sylone.
Ballestrini, N. (1974): Queremos todo. Buenos Aires:
Ediciones de la Flor.
Berardi, F. (2006). Generación Post-alfa. Buenos Aires: Tinta
Limón.
––– (2003). La fábrica de la infelicidad. Madrid: Traficantes
de sueños.
Berthoud, A. (1974). Travail productif et productivité du
travail chez Marx. París: Maspero.
Bianco, C. et al. (2003). “Indicadores de la sociedad del
conocimiento e indicadores de innovación: vinculaciones e
implicancias conceptuales y metodológicas”, en
Boscherini, N. y Yoguel, G. (eds.), Nuevas tecnologías de
información y comunicación: los límites en la economía del
conocimiento. Madrid-Buenos Aires: Miño y Dávila.
Boltanski, L. y Chiapello, E. (2002). El nuevo espíritu del
capitalismo. Madrid: Akal.
Bonnet, A. (2002). “Dinero y capital dinero en la
globalización”. Tesis de Maestría en Historia Económica.
Universidad de Buenos Aires.
Boyer, R. y Freyssenet, M. (2000). Los modelos productivos.
Buenos Aires-México: Lumen-Humanitas.
Braverman, H. (1984 [1974]). Trabajo y capital monopolista.
México: Nuestro Tiempo.
Callinicos, A. (2000). Marx. Sus ideas revolucionarias. Puerto
Rico: La Sierra.
Carrillo, J. e Iranzo, C. (2000). “Calificación y competencias
laborales en América Latina”, en De la Garza Toledo, E.
(coord.), Tratado de sociología del trabajo. México: FCE.

Carton, M. (1985). La educación y el mundo del trabajo.


Unesco.
Casilli A. (2016). “Le digital labor: une question de société”.
Rédaction Inaglobal. Disponible en:
www.inaglobal.fr/numerique/article/le-digital-labor-une-
question-de-societe-8763?print=1.
Castells, M. (1996). La era de la información: economía,
sociedad y cultura. Vol. 1: La sociedad red. Madrid:
Alianza.
––– (1995 [1989]). La ciudad informacional. Tecnologías de
la información, estructuración económica y el proceso
urbano-regional. Madrid: Alianza.
Clot, Y. (2002). La function psycologique du travail. París:
PUF.

Coriat, B. (1994). “Taylor, Ford y Ohno. Nuevos desarrollos


en el análisis del ohnismo”, en Estudios del Trabajo, nº 7,
Buenos Aires, enero-julio.
––– (1992a). El taller y el robot. Ensayo sobre la producción
en masa en la era de la electrónica. México: Siglo XXI.
––– (1992b). Pensar al revés. Trabajo y organización de la
empresa japonesa. México: Siglo XXI.
––– (1979). El taller y el cronómetro. México: Siglo XXI.
Dantas, M. (2003). “Informaçao e trabalho no capitalismo
contemporâneo”, en Lua Nova, nº 60. San Pablo, p. 14.
––– (2002). “Información, trabajo y capital: valorización y
apropiación en el ciclo de la comunicación productiva”, en
Escribanía, nº 9, julio-diciembre. Colombia: Universidad de
Manizales, p. 23.
––– (1999). “Capitalismo na era das redes: trabalho,
informaçao e valor no ciclo da comunicaçao produtiva”, en
Lastres y Albagli (eds.), Informaçao e Globalizaçao na era
do Conhecimento. Brasil: Campus.
De Palma, A. (1974 [1966]). “La organización capitalista del
trabajo en El capital de Marx”, en La división capitalista del
trabajo, Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 32,
pp. 1-40.
Di Lisa, M. (1982). “Instrumento y máquina en el manuscrito
de 1861-1863 de Marx”, en Marx, K., Progreso técnico y
desarrollo capitalista (manuscritos, 1861-1863).
Dicken, P. (2003). Global Shift: transforming the world
economy. Nueva York: Giulford Press.
Dieaudié, P.; Paulré, B. y Vercellone, C. (2007). “Introducción
al capitalismo cognoscitivo”, en Rivera Ríos, Miguel A. y
Dabat, A., Cambio histórico mundial, conocimiento y
desarrollo. Una aproximación a la experiencia de México.
México: UNAM.

Dobb, M. (1992). Teorías del valor y de la distribución desde


Adam Smith. Buenos Aires: Siglo XX.
Dostaler, G. (1980). Valor y precio. Historia de un debate.
México: Terra Nova.
Federici, S. (2018). El patriarcado del salario. Críticas
feministas al marxismo. Buenos Aires: Tinta Limón.
––– (2016). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y
acumulación originaria. Buenos Aires: Tinta Limón.
Foray, D. (2000). L’économie de la connaissance. París: La
Découverte.
Foray, D. y Lundvall, B. (1996). Employment and Growth in
the Knowledge-Based Economy . París: OCDE.
Freeman, C. (2003). “El Sistema Nacional de Innovación en
su perspectiva histórica”, en Chesnais, F. y Neffa, J.,
Sistemas de innovación y política tecnológica. Buenos
Aires: Conicet, pp. 175-184.
Freeman, C. y Soete, L. (1997). The Economics of Industrial
Innovation. Londres: Pinter.
Freyssenet, M. (1989 [1977]). “A divisào capitalista do
trabalho”, en Tempo Social, revista de la USP, vol. 1, nº 2.
San Pablo.
Fuchs, C. (2012). “Dallas Smythe today: The audience
commodity, the digital labour debate, Marxist political
economy and critical theory”, en TripleC 10 (2), pp. 692-
740. Disponible en: www.triple-
c.at/index.php/tripleC/article/view/4l43.
––– (2011). “A contribution to the critique of political
economy of Google”, en Fast Capitalism, 8 (1).
Fumagalli, A. (2018). “Per una teoria del valore-rete: Big
data e processi di sussunzione”, en Gambetta, D.,
Datacrazia. Società, cultura e conflitti al tempo dei big
data. Roma: d editore.
––– (2010). Bioeconomía y capitalismo cognitivo. Madrid:
Traficantes de sueños.
––– (2009). “Crisis económica global y governance
económico-social”, en Fumagalli, A. et al., La gran crisis de
la economía global. Madrid: Traficantes de Sueños, pp. 99-
123.
––– (2007). Bioeconomia e capitalismo cognitivo. Roma:
Carocci.
Fumagalli, A. y Morini, C. (2008). “Segmentation du travail
cognitif et individualisation du salaire”, en Multitudes, nº
32, marzo. París, pp. 65-76.
Fumagalli, A. et al. (2018). “El trabajo (labour) digital en la
economía de plataforma: el caso de Facebook”, en
Hipertextos, vol. 6, nº 9, Buenos Aires, enero-junio, pp. 12-
40.
Gallichio, S. (1997). “El concepto de propiedad privada
implícito en la teoría marxiana de la explotación del
trabajo: una crítica kantiana”, en Costa, M. y Mizrahi, E.
(comps.), Teorías filosóficas de la propiedad. Buenos Aires:
Oficina de Publicaciones del CBC, Universidad de Buenos
Aires.
Garegnani, P. et al. (1979a). “La realidad de la explotación
I”, en Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría
marxista del valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y
Presente, nº 82, pp. 30-41.
––– (1979b). “La realidad de la explotación II”, en Garegnani,
P. y otros, Debate sobre la teoría marxista del valor.
Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 82, pp. 42-
54.
––– (1979c). “La realidad de la explotación III”, en
Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría marxista del
valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 82,
pp. 55-64.
––– (1979d). “Por el reencuentro de Marx con los clásicos”,
en Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría marxista
del valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº
82, pp. 155-161.
––– (1979e). “Fórmulas mágicas y polvo de arsénico”, en
Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría marxista del
valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 82,
pp. 177-190.
Gereffi, G. y Korzeniewicz, M. (1994). Commodity Chains
and Global Capitalism. Westport: Preaeger.
Gough, I. (1978 [1972]). “La teoría del trabajo productivo e
improductivo en Marx”, en Trabajo productivo e
improductivo. Críticas de la Economía Política, nº 8.
México: El Caballito.
Gramsci, A. (1984 [1934]). “Americanismo y fordismo”, en
Cuadernos de la cárcel. Cuaderno nº 22. México: Era.
Guerrero, D. (1997). Historia del pensamiento económico
heterodoxo. Madrid: Trotta.
Hardt, M. y Negri, A. (2011): Common Wealth. Madrid: Akal.
––– (2004). Multitud. Buenos Aires: Debate.
––– (2002). Imperio. Buenos Aires: Paidós.
––– (1994). El trabajo de Dionisos. Madrid: Akal.
Harribey, J. M. (2001). “El fin del trabajo: de la ilusión al
objetivo”, en De La Garza, E. y Neffa J. C. (coord.), El futuro
del trabajo. El trabajo del futuro. Buenos Aires: CLACSO.
Hegel, G. (1988). Principios de la filosofía del derecho.
Buenos Aires: Edhasa.
Herrera, R. y Vercellone, C. (2002). “Transformations de la
división du travail et general intellect”, en Vercellone, C.
(dir.), Sommes-nous sortis du capitalisme industriel? París:
La Dispute.
HLEG (High Level Expert Group) (1997). “Building the
European Information Society for us all”. Brussels: Final
policy report of the high-level expert group of the
Employment, Industrial Relations and Social Affairs Unit.
Holloway, J. (2007). “Somos la crisis del trabajo abstracto,
somos la rebeldía del hacer creativo”, en seminario
internacional “La crisis del trabajo abstracto”. Buenos
Aires: UBA (Facultad de Ciencias Sociales) y Herramienta.
––– (2002). Cambiar el mundo sin tomar el poder. Buenos
Aires: Herramienta.
Howit, P. (1996). The implications of knowledge-based
growth for micro-economic policies. Calgary: University of
Calgary Press.
James, S. (2000a). Sexo, raza y clase. Crossroads Book.
––– (2000b). Marx y el feminismo. Crossroads Book.
Lapavitsas, C. (2009). El capitalismo financiarizado.
Expansión y crisis. Madrid: Maia.
Lazzarato, M. (2007a). “El acontecimiento y la política”, en
Políticas del acontecimiento. Buenos Aires: Tinta Limón.
––– (2007b). “Los conceptos de vida y de vivo en las
sociedades de control”, en Políticas del acontecimiento.
Buenos Aires: Tinta Limón.
––– (2005). “Puissances de la variation”, en Multitudes, nº
20, pp. 187-200. Disponible en: www.cairn.info/revue-
multitudes-2005-1-page-187.htm. (Traducción en revista
Sé cauto, Cali, enero de 2005).
––– (2001 [1996]). “El trabajo: un nuevo debate para viejas
alternativas”, en Futur Antérieur, nº 35-36; en Negri, A. y
Lazzarato, M., Trabajo inmaterial. Formas de vida y
producción de subjetividad. Río de Janeiro: DPYA.
––– (2001 [1995]). “La economía de la información como
forma de producción de subjetividad”, en Futur Antérieur,
nº 2; en Negri, A. y Lazzarato, M., Trabajo inmaterial.
Formas de vida y producción de subjetividad. Río de
Janeiro: DPYA.

––– (2001 [1993]). “El ciclo de la producción inmaterial”, en


Futur antérieur, nº 16; en Negri, A. y Lazzarato, M., Trabajo
inmaterial. Formas de vida y producción de subjetividad.
Río de Janeiro: DPYA.

Lebert, D. y Vercellone, C. (2011). “El rol del conocimiento


en la dinámica de largo plazo del capitalismo”, en
Vercellone, C. (dir.), Capitalismo cognitivo. Renta, saber y
valor en la época posfordista. Buenos Aires: Prometeo.
––– (2006). “Il ruolo della conoscenza nella dinamica di
lungo período del capitalismo”, en Vercellone, C. (dir.),
Capitalismo cognitivo. Conoscenza e finanza nell’epoca
posfordista. Roma: Manifestolibri, pp. 19-37.
Lenin, I. (1973 [1918]). “Las tareas inmediatas del poder
soviético”, en Obras, tomo VIII. Moscú: Progreso.
Lessig, L. (2005). Por una cultura libre. Madrid: Traficantes
de Sueños.
Lichtenberger, I. (2000). Competencia y calificación:
cambios de enfoques sobre el trabajo y nuevos contenidos
de negociación. PIETTE, Documentos para seminarios, nº 7.
Lucarelli, S. (2009). “El biopoder de las finanzas”, en
Fumagalli, A. et al., La gran crisis de la economía global,
pp. 125-148. Madrid: Traficantes de Sueños.
Maignien, Y. (1975). La division du travail manuel e
intellectuel. París: Maspero.
Malvicino, F. (2017). “Big data, trabajo productivo y
acumulación de valor. Una aproximación a la
mercantilización digital de la sociedad”, en Míguez, P. y
Carmona, R., Valorización del conocimiento en el
capitalismo cognitivo. Implicancias económicas, políticas y
territoriales. Buenos Aires: UNGS.
Malvicino, F. y Yoguel, G. (2016). “Big data y políticas
públicas en Argentina orientadas a fomentar la
innovación”, en Guzman, A. et al., Innovación en América
Latina. México: Biblioteca Nueva, Universidad Autónoma
Metropolitana.
––– (2014). “Big data. Avances recientes a nivel
internacional y perspectivas para el desarrollo local”.
Documento de Trabajo. Buenos Aires: Centro
Interdisciplinario de Estudios en Ciencia, Tecnología e
Innovación (CIECTI).
Manovich, L. (2006). El lenguaje de los nuevos medios de
comunicación. Buenos Aires: Paidós.
Marazzi, C. (2009). “La violencia del capitalismo financiero”,
en La gran crisis de la economía global. Madrid: Traficantes
de Sueños.
––– (2003 [1994]). El sitio de los calcetines. Madrid: Akal.
Marx, K. (2009). El capital, tomo III, vol. 8. Buenos Aires:
Siglo XXI.
––– (2005). Miseria de la filosofía. Buenos Aires: Gradifco.
––– (2002 [1867]). El capital. Crítica de la economía política,
tomo I, vol. 1. Buenos Aires: Siglo XXI.
––– (2001a). “Extractos sobre la teoría ricardiana del dinero
de 1850”, en Elementos fundamentales para la crítica de
la economía política (Grundrisse), 1857-1858, tomo 3.
México: Siglo XXI.
––– (2001b). “De los cuadernos de 1850/1851 sobre
Ricardo”, en Elementos fundamentales para la crítica de la
economía política (Grundrisse), 1857-1858, tomo 3.
México: Siglo XXI.
––– (2001c). “Notas y extractos sobre el sistema de Ricardo.
Marzo-abril de 1851”, en Elementos fundamentales para la
crítica de la economía política (Grundrisse), 1857-1858,
tomo 3. México: Siglo XXI.
––– (1993). Manuscritos: economía y filosofía. Barcelona:
Altaya.
––– (1982). Escritos de juventud. Buenos Aires: FCE.

––– (1980a). Teorías de la plusvalía I. México: FCE.

––– (1980b). Teorías de la plusvalía II. México: FCE.


––– (1980c). Contribución a la crítica de la economía política.
Buenos Aires: Siglo XXI.
––– (1971). El capital, libro I, capítulo VI (inédito). Buenos
Aires: Siglo XXI.
Marx, K. y Engels, F. (1974). Cartas sobre el capital.
Barcelona: Laia.
Mezzadra, S. (2009). “Introducción”, en Fumagalli, A. et al.,
La gran crisis de la economía global. Madrid: Traficantes de
Sueños.
Míguez, P. (2018). “Trabajo y valorización del conocimiento
en el siglo XXI. Implicancias económicas de la movilización
del saber”, en Estado y Políticas Públicas, nº 10, mayo-
septiembre. Buenos Aires, pp. 39-59.
––– (2015). “Tópicos contemporáneos del marxismo:
aproximaciones teóricas a los problemas del capitalismo
del siglo XXI”, en Cuadernos de Economía Crítica. Revista
de la Sociedad de Economía Crítica, nº 3, segundo
semestre. Buenos Aires.
––– (2014). “Del general intellect a las tesis del capitalismo
cognitivo: aportes para el estudio del capitalismo del siglo
XXI”, en Bajo el Volcán, revista de sociología de la

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, año 13, nº


21, septiembre de 2013 - febrero de 2014. México, Puebla.
––– (2013). “Subcontratación en sectores conocimiento-
intensivos: el caso del trabajo informático y
bioinformático”, en Papeles de Trabajo. Revista electrónica
del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad
Nacional de General San Martín (IDAES-UNSAM), año 7, nº 12.
Buenos Aires, segundo semestre, pp. 59-83.
––– (2012a). “Appropriation de savoirs et prescription de la
subjectivité dans le travail cognitif. Le cas du sector
informatique”, en European Journal of Economic and Social
Systems, vol. 24, nº 1-2, “Travail, valeur et repartition dans
le capitalism congnitif”, coordinado por Didier Lebert y
Carlo Vercellone. París: Hermes-Lavoisier.
––– (2012b). “Capitalismo y conocimiento. Entrevista a Carlo
Vercellone”, en Herramienta, nº 50, julio.
––– (2012c). “Logiciel libres et le travail informatique dans le
capitalisme de la connaissance”, en NOMADS.
Mediterranean Perspectivs, Official Journal of the EMUI,
Euro-Mediterranean University Institute, nº 2. Madrid-
México: Universidad Complutense de Madrid, Plaza &
Valdés, pp. 391-408.
––– (2011a). “El trabajo inmaterial en la organización del
trabajo. Un estudio sobre el caso de los trabajadores
informáticos en Argentina”. Tesis de doctorado. Buenos
Aires: Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
––– (2011b). “Introducción”, en Vercellone, C., Capitalismo
cognitivo. Renta, saber y valor en la época posfordista.
Buenos Aires: Prometeo.
––– (2010a). “El debate contemporáneo sobre el Estado en
la teoría marxista: su relación con el desarrollo y la crisis
del capitalismo”, en Estudios Sociológicos, nº 84, vol. 18,
nº 1, septiembre-diciembre. México: El Colegio de México,
pp. 643-689.
––– (2010b). “Trascender la dictadura del trabajo abstracto”,
en Herramienta, nº 44, junio, pp. 77-88.
––– (2008). “Las transformaciones recientes de los procesos
de trabajo: desde la automatización hasta la revolución
informática”, en Trabajo y Sociedad. Indagaciones sobre el
trabajo, la cultura y las prácticas políticas en sociedades
segmentadas, nº 11, vol. 10, primavera. Santiago del
Estero, Argentina. Disponible en:
http://www.unse.edu.ar/trabajoysociedad.
Míguez, P. y Lima, J. (2017). “El trabajo cognitivo en el
capitalismo contemporáneo. El surgimiento y la evolución
del sector software en Argentina y Brasil”, en Cuadernos
del CENDES (Centro de Estudios del Desarrollo de la
Universidad Central de Venezuela), año 33, nº 93, tercera
época, septiembre-diciembre de 2016, Caracas, pp. 67-89.
Míguez, P. y Sztulwark, S. (2013). “Knowledege Valorization
in the Cognitive Capitalism”, en Knowledge Cultures. A
Multidisciplinary Journal, vol. 1, nº 4. Nueva York: Addleton
Academic Publishers.
Monnier, J. M. y Vercellone, C. (2011). “Trabajo, género y
protección social en la transición hacia el capitalismo
cognitivo”, en Vercellone, C., Capitalismo cognitivo. Renta,
saber y valor en la época posfordista. Buenos Aires:
Prometeo.
––– (2007). “Travail, genre et protection sociale dans la
transition vers le capitalisme cognitif”, en European Journal
of Economic and Social Systems, vol. 20, nº 1, pp. 15-35.
Mouhoud, E. M. (2003). “Division internationale du travail et
économie de la connaissance”, en Vercellone, C. (dir.),
Sommes-nous sortis du capitalisme industriel? París: La
Dispute.
Moulier Boutang, Y. (2010). La abeja y el economista.
Madrid: Traficantes de Sueños.
––– (2007). Capitalisme cognitif. La nouvelle grande
transformation. París: Amsterdam.
––– (2004). “Riqueza, propiedad, libertad y renta en el
capitalismo cognitivo”, en Moulier Boutang, Y. et al.,
Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación
colectiva. Madrid: Traficantes de Sueños.
Naville, P. (1964). “El progreso técnico, la evolución del
trabajo y la organización de la empresa”, en Tratado de
Sociología del Trabajo, dos tomos. México: FCE.
Neffa, J. C. (1990). El proceso de trabajo y la economía de
tiempo. Contribución al análisis crítico de Karl Marx, F. W.
Taylor y H. Ford. Buenos Aires: CREDAL-CNRS, Humanitas.
Negri, A. (2019). Marx y Foucault. Buenos Aires: Cactus.
––– (2008). “Le démocratie contre la rente”, en Multitudes,
nº 32, marzo. París, pp. 127-134.
––– (2001) [1978]: Marx más allá de Marx. Cuadernos de
trabajo sobre los Grundrisse. Madrid: Akal.
––– (1999 [1996]). “Marx y el trabajo: el camino de la
desutopía”, en Negri, A., General intellect, poder
constituyente, comunismo. Madrid: Akal.
––– (1999 [1992]). “La teoría del valor-trabajo: crisis y
problemas de reconstrucción en la posmodernidad”, en
Negri, A., General intellect, poder constituyente,
comunismo. Madrid: Akal.
––– (1979). Del obrero masa al obrero social. Barcelona:
Anagrama.
Negri, A. y Vercellone, C. (2008). “Le rapport capital-travail
dans le capitalisme cognitif”, en Multitudes, nº 32, marzo.
París, pp. 39-50.
Negri, A. y Cocco, G. (2006). Global. Biopoder y luchas en
una América Latina globalizada. Buenos Aires: Paidós.
Negri, A. y Lazzarato, M. (2001). Trabajo inmaterial. Formas
de vida y producción de subjetividad. Río de Janeiro: DPYA.
––– (2001 [1991]). “Trabajo inmaterial y subjetividad”, en
Futur Antérieur, nº 6. París.
Noble, D. (1979). America by design. Nueva York: Alfred
Knopf.
Panzieri, R. (1974 [1962]). “Sobre el uso capitalista de las
máquinas”, en La división capitalista del trabajo. Córdoba:
Cuadernos de Pasado y Presente, nº 32, pp. 41-56.
Pasquinelli, M. (2009). “Google’s PageRank Algorithm: A
Diagram of the Cognitive Capitalism and the Rentier of the
Common Intellect”, en Becker, K. y Stalder, F. (eds.), Deep
Search: The Politics of Search Beyond Google. Londres:
Transaction Publishers.
Paulré, B. (2000). “De la new economy au capitalism
cognitive”, en Multitudes, nº 2, mayo. París, pp. 25-42.
Perlman, F. (1977). “El fetichismo de la mercancía”, en
Rubin, I., Ensayo sobre la teoría marxista del valor. México:
Cuadernos de Pasado y Presente, nº 53.
Polanyi, K. (1992). La gran transformación. Los orígenes
políticos y económicos de nuestro tiempo. México: FCE.
Postone, M. (2006). Tiempo, trabajo y dominación social.
Madrid: Marcial Pons.
Richta, R. (1971). La civilización en la encrucijada. México:
Siglo XXI.
Rifkin, J. (1996). El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra
puestos de trabajo. Barcelona: Paidós.
Roll, E. (1994). Historia de las doctrinas económicas, 3a ed.
México: FCE.

Rolle, P. (2005a). “El trabajo y su medida”, en Lahire, B. et


al., Lo que el trabajo esconde. Madrid: Traficantes de
Sueños.
––– (2005b). “Asir y utilizar la actividad humana. Cualidad
del trabajo, cualificación y competencia”, en Lahire, B. et
al., Lo que el trabajo esconde. Madrid: Traficantes de
sueños.
Romer, P. (1990). “Endogenous Technological Change”, en
Journal of Political Economy, 98 (5), pp. S71-S102.
––– (1986). “Increasing Returns and long-Run Growth”, en
Journal of Political Economy, 94 (5), pp. 1002-1037.
Rozenblatt, P. (1999). El cuestionamiento del trabajo.
Clasificaciones, jerarquía, poder. PIETTE, Serie Seminarios
Intensivos de Investigación, Documento de Trabajo nº 11.
Rubin, I. (1977). Ensayo sobre la teoría marxista del valor.
México: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 53.
Rullani, E. (2004). “El capitalismo cognitivo, ¿un deja-vú?”,
en Moulier Boutang, Y. et al., Capitalismo cognitivo,
propiedad intelectual y creación colectiva. Madrid:
Traficantes de sueños.
––– (2000). “Le capitalisme cognitif: du déjà-vu”, en
Multitudes, nº 2, mayo. París, pp. 87-94.
Salvati, M. (1979). “El problema del valor-trabajo”, en
Garegnani, P. y otros, Debate sobre la teoría marxista del
valor. Córdoba: Cuadernos de Pasado y Presente, nº 82,
pp. 117-124.
Salvati, M. y Becalli, B. (1974 [1970]). “La división del
trabajo”, en La división capitalista del trabajo. Córdoba:
Cuadernos de Pasado y Presente, nº 82, pp. 57-132.
Sassen, S. (2007). Sociología de la globalización. Buenos
Aires: Katz.
––– (1999). La ciudad global. Nueva York, Londres, Tokio.
Buenos Aires: Eudeba.
Shaikh, A. (1977). “Marx’s theory of value and the
transformation problem”, en Schwartz, J. (ed.), The Subtle
Anatomy of Capitalism. Santa Mónica.
Shön Rethel, A. (1980). Trabajo manual e intelectual. Una
crítica de la epistemología burguesa. Colombia: El Viejo
Topo.
Smith, A. (1997 [1776]). Una investigación sobre la
naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México:
FCE.

Srnicek, N. (2018). Capitalismo de plataformas. Buenos


Aires: Caja Negra.
Terranova, T. (2017). “Red stack attack! Algoritmos, capital y
la automatización del común”, en Avanessian, A. y Reis, M.
(comps.), Aceleracionismo. Estrategias para una transición
hacia el poscapitalismo. Buenos Aires: Caja Negra, pp. 91-
109.
Touraine, A. (1963). “La organización profesional de la
empresa”, en Tratado de Sociología del Trabajo, dos tomos.
México, FCE.
Vatin, F. (2004). Trabajo, ciencias y sociedad. Ensayos de
sociología y epistemología del trabajo. Buenos Aires:
Lumen.
Vence Deza, X. (1995). Economía de la innovación y del
cambio tecnológico. Una revisión crítica. Madrid: Siglo XXI.
Vercellone, C. (2011). Capitalismo cognitivo. Renta, saber y
valor en la época posfordista. Buenos Aires: Prometeo.
––– (2009). “Crisis de la ley del valor y devenir renta de la
ganancia. Apuntes sobre la crisis sistémica del capitalismo
cognitivo”, en Fumagalli, A. et al., La gran crisis de la
economía global. Madrid: Traficantes de Sueños, pp. 63-98.
––– (2008a). “La these du capitalisme cognitif: une mise en
perspective historique et teorique”, en Colletis et Paulré
(coord.), Les noveaux horizons du capitalism. Pouvoirs,
valeurs temps. París: Económica, pp. 71-95.
––– (2008b). “Finance, rente et travail dans le capitalisme
cognitif”, en Multitudes, nº 32, marzo. París, pp. 27-38.
––– (2007). “La nouvelle articulation rente, salaire et profit
dans le capitalisme cognitive”, en European Journal of
Economic and Social Systems, vol. 20, nº 1, 2007, pp. 45-
64.
––– (2006a). “Elementi per una lettura marxiana dell’ipotesi
del capitalismo cognitivo”, en Vercellone, C. (dir.),
Capitalismo cognitivo. Conoscenza e finanza nell’epoca
posfordista. Roma: Manifestolibri, pp. 39-58.
––– (2006b). “Mutazione del concetto di lavoro produttivo e
nuove norme di distribuzione”, en Vercellone, C. (dir.),
Capitalismo cognitivo. Conoscenza e finanza nell’epoca
posfordista. Roma: Manifestolibri, pp. 189-208.
––– (2004). “Las políticas de desarrollo en tiempos del
capitalismo cognitivo”, en Moulier Boutang, Y. et al.,
Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación
colectiva. Madrid: Traficantes de sueños.
Villavicencio, D. (2006). “Trabajo, aprendizaje tecnológico e
innovación”, en De La Garza, E. (coord.), Teorías sociales y
estudios del trabajo. Nuevos enfoques. México: Anthropos,
UAM.

Virno, P. (2007). “General intellect”, en Historical


Materialism, nº 15. Londres, pp 3-8.
––– (2003). Gramática de la multitud. Buenos Aires: Colihue.
Vörös, F. y Casilli, A. (2017). “De la firme a la plataforma:
penser le digital labour. Entretien avec Antonio A. Casilli”,
en Poli-Politique de l’image, nº 13, pp. 42-51.
Zangaro, M. y Míguez, P. (2016). “O trabalho de
desenvolvimento dos jugos eletronicos e suas
consecuencias para os trabalhadores: um caso
paradigmático de trabalho imaterial”, en Segnini, L. y
Bulloni, M. (comps.), Trabalho artístico e técnico na
industria cultural. San Pablo: Itaú, pp. 195-214.

También podría gustarte